Vida de San Hilarion 1
Vida de San Hilarion 1
Vida de San Hilarion 1
PRÓLOGO
Al disponerme a escribir la vida de san Hilarión invoco al Espíritu Santo que habitó en él para que, así como le concedió
el poder de realizar milagros, me conceda a mí palabras para relatarlos, de modo que expresen adecuadamente los
hechos. Porque, como afirma Cristo , la virtud de aquellos que han realizado obras es apreciada en la medida en que los
grandes ingenios la han alabado con palabras apropiadas.
Alejandro Magno de Macedonia, a quien Daniel llama trompeta, leopardo o macho cabrío, cuando llegó ante la tumba
de Aquiles exclamó: "Feliz de ti, joven, que tuviste la fortuna de encontrar un gran pregonero de tus hazañas." Se refería,
naturalmente, a Homero.
Yo debo narrar la vida y las virtudes de un hombre tal que, si Homero viviera hoy, envidiaría mi tema y sucumbiría ante
su magnitud.
San Epifanio, obispo de Salamina de Chipre, que vivió mucho tiempo con Hilarión , escribió sus alabanzas en una breve
carta que es leída por el pueblo ; pero una cosa es alabar de modo general a un difunto, y otra, narrar los milagros
obrados personalmente por él.
Por eso también nosotros, que emprendemos la obra iniciada por Epifanio, más para honrarlo que para ofenderlo, no
tenemos en cuenta las palabras de los maledicentes que en otro tiempo criticaron mi Vida de Pablo y que tal vez
criticar n también la de Hilarión; a uno le reprocharon la vida solitaria, a éste le echar n en cara que frecuentaba el
mundo; de modo que, quien siempre permaneció oculto fue considerado como inexistente, y quien fue visto por todos
como insignificante.
Esto mismo hicieron en otro tiempo sus predecesores, los fariseos, a quienes no agradaron ni el desierto ni los ayunos
de Juan, ni tampoco las multitudes que acompañaban al Señor nuestro Salvador, como su comer y beber.
Por eso pongo manos a la obra que me he propuesto y seguiré adelante haciendo oídos sordos a los perros de Scilla.
Una rosa en medio de los gramáticos. Hilarión, nacido en la aldea de Tavata, situada a unos siete kilómetros y medio al
sur de Gaza, ciudad de Palestina, floreció, según el proverbio, como rosa entre espinas, ya que sus padres adoraban a los
ídolos.
Lo enviaron a Alejandría y lo encomendaron a un gramático; allí Hilarión, teniendo en cuenta su edad, dio muestras de
su gran ingenio y buenas costumbres. Al poco tiempo era amado por todos y llegó a ser muy versado en el arte de
hablar.
Pero más importante que todo esto es que creía en el Señor Jesús. No se deleitaba en las pasiones del circo ni en la
sangre de la arena, ni en la lujuria del teatro, sino que todo su afán era participar en las asambleas de la Iglesia.
Con Antonio. Fue por entonces que oyó el célebre nombre de Antonio, que era elogiado por todo el pueblo de Egipto.
Inflamado por el deseo de verlo se dirigió al desierto. Inmediatamente después de haberlo visto, habiendo cambiado sus
antiguas vestiduras, permaneció con él casi dos meses. Observaba su modo de vivir, la gravedad de sus costumbres, su
asiduidad en la oración, su humildad en la acogida de los hermanos, su severidad para corregirlos, su prontitud para
exhortarlos, y cómo ninguna debilidad quebraba su continencia y austeridad en la comida.
Pero no pudiendo soportar más las numerosas personas que acudían a Antonio a causa de sus diversos sufrimientos o
por los ataques de los demonios, consideró que no era conveniente soportar en el desierto a las gentes de las ciudades.
Él debía comenzar como había comenzado Antonio. Éste, pensaba, recibía como un hombre fuerte, el premio de la
victoria, mientras que él, ni siquiera había comenzado su milicia.
Entonces regresó a su patria con algunos monjes. Sus padres habían muerto, y dio parte de sus bienes a sus hermanos y
parte a los pobres, no reservándose absolutamente nada, recordando el ejemplo y el castigo de Ananías y Safira narrado
por los Hechos de los Apóstoles. Recordaba sobre todo la palabra del Señor: "El que no renuncia a todo lo que posee no
puede ser mi discípulo”.
Tenía entonces quince años. Así, desnudo pero armado en Cristo, entró en la soledad que se extiende a la izquierda del
camino que va a Egipto por el litoral, a quince kilómetros de Maiuma, que es el puerto de Gaza. Si bien esos lugares
estaban ensangrentados a causa de los bandidos, y a pesar de las advertencias de sus parientes acerca del gravísimo
peligro que corría, despreció la muerte para escapar a la muerte.
En el desierto de Maiuma. Todos se maravillaban del valor y de su corta edad, pero una llama interior y la centella de la
fe brillaban en sus ojos. Sus mejillas eran imberbes, y su cuerpo, delicado y frágil, era incapaz de soportar las
austeridades y por eso le hacía sufrir el calor y el frío aunque fueran leves.
Así, cubiertos sus miembros tan sólo de saco, con un capuchón de piel que le había dado Antonio en ocasión de su
partida, y un manto rústico, gozaba de un vasto y terrible desierto entre el mar y el pantano.
Comía sólo quince higos después de la puesta del sol y, como la región tenía mala fama a causa de los bandidos, había
tomado la costumbre de no habitar nunca en el mismo lugar. ¨Qué podía hacer el diablo? ¨Hacia dónde podía volverse?
El que antes se gloriaba diciendo: "Subiré al cielo, pondré mi trono sobre las estrellas del cielo y seré semejante al
Altísimo" se veía vencido y pisoteado por un niño antes de que su edad le permitiera pecar.
Tentaciones y ascesis. Halagaba entonces sus sentidos y sugería a su cuerpo adolescente los acostumbrados ardores de
la voluptuosidad. Así, el soldado de Cristo se veía obligado a pensar en aquello que ignoraba y a revolver en su espíritu la
pompa que no había conocido por experiencia. Airado, pues, consigo mismo y golpeándose el pecho con los puños como
si pudiera echar fuera los pensamientos con los golpes de sus manos, decía: "Asno, no te dejaré dar patadas, no te
alimentaré con cebada sino con paja, te agotaré de hambre y sed, te cargaré con pesada carga, te someteré al calor y al
frío para que pienses más en el alimento que en la concupiscencia!".
Por eso cada dos o tres días sustentaba su vida desfalleciente con jugo de hierbas y unos pocos higos, orando con
frecuencia y salmodiando, trabajando la tierra con la azada, para que la fatiga del trabajo redoblara la de los ayunos. A la
vez, tejiendo canastas de juncos, emulaba la disciplina de los monjes de Egipto y la sentencia del Apóstol que dice: "El
que no trabaja que tampoco coma" . Estaba tan extenuado, su cuerpo tan consumido, que apenas sostenía sus huesos.
Alucinaciones. Una noche oyó el gemido de un niño, el balar de ovejas, el mugido de bueyes, llanto como de
mujerzuelas, rugidos de leones, el ruido de un ejército y un monstruoso clamor de voces de todo tipo, a tal punto que
estuvo por de ceder aterrado ante tal sonido, aún antes de haber visto nada. Comprendió que eran los engaños de los
demonios, y cayendo de rodillas signó su frente con la señal de la cruz. Armado con aquel yelmo y envuelto con la coraza
de la fe, postrado en tierra, luchaba más vigorosamente, deseando ver de alguna manera a aquellos a quienes le
horrorizaba oír y mirando a su alrededor, aquí y allá, con ojos ansiosos. De improviso, a la claridad de la luna, vio
precipitarse sobre él un carro de fogosos caballos. Invocó en alta voz el nombre de Jesús y la tierra se abrió
repentinamente ante sus ojos y todo ese aparato fue tragado por el abismo. Entonces dijo: "Arrojó al mar caballo y
caballero" , y "Unos confían en sus carros, otros en su caballería; nosotros invocamos el nombre de nuestro Dios"
Visiones. Muchas y variadas fueron las tentaciones y las insidias del demonio, tanto de día como de noche; si quisiera
narrarlas todas excedería los límites de este libro. Cuántas veces, mientras estaba acostado, se le aparecieron mujeres
desnudas; cuántas veces, estando hambriento, vio suculentas comidas! Algunas veces mientras oraba le saltó encima un
lobo que aullaba y una zorra que grañía; y mientras salmodiaba se le presentó el espectáculo de una lucha de
gladiadores, y uno de ellos, que parecía herido de muerte, se arrojó a sus pies y le suplicó que lo enterrase.
El caballero. Una vez estaba orando con la cabeza fija en tierra y, como es común en la naturaleza humana, su mente
distraída de la oración pensaba en no sé qué otra cosa. Entonces saltó sobre sus espaldas un cochero impetuoso que,
golpeándole el costado con sus botas y azotando su lomo con un látigo le gritó: "Eh, ¨por qué dormitas?" Y además de
esto, riendo a carcajadas, viéndolo desfallecer, le preguntaba si deseaba su ración de cebada.
La choza. Desde los dieciséis hasta los veinte años se protegió del calor y de la lluvia en una pequeña cabaña levantada
con juncos y hojas de higuera entretejidos. Después tuvo una pequeña celda que construyó y que permanece hasta hoy,
de cuatro pies de ancho y cinco de alto, es decir, más baja que su propia estatura y un poco más larga de lo que
necesitaba su cuerpo. Se la podía considerar más como sepulcro que como vivienda.
Género de vida. Se cortaba el cabello una vez al año en el día de Pascua; durmió hasta su muerte sobre la tierra desnuda
en una estera de juncos. Nunca lavó el tosco saco con el que vestía, diciéndose que era superfluo buscar limpieza en un
cilicio. Tampoco cambió su túnica por otra, a menos que la anterior estuviese casi reducida a harapos.
Habiendo aprendido de memoria las Sagradas Escrituras, las recitaba después de las oraciones y de los salmos, como si
Dios estuviera allí presente. Y como sería muy largo describir su progreso espiritual con sus diversas etapas, momento a
momento, lo resumiré brevemente presentando el conjunto de su vida ante los ojos del lector y luego volveré al orden
de la narración.
Alimentos. Desde los veintiún años hasta los veintisiete, se alimentó durante tres años con medio sextario de lentejas
humedecido con agua fría, y los otros tres años, con pan seco, sal y agua. Luego desde los veintisiete años hasta los
treinta se sustentó con hierbas del campo y raíces crudas de ciertos arbustos. Desde los treinta y un años hasta los
treinta y cinco su alimento consistió en seis onzas de pan de cebada y verduras poco cocidas, sin aceite.
Pero cuando sintió que sus ojos se oscurecían y que todo su cuerpo quemado por un sarpullido se arrugaba cubierto por
una costra áspera como piedra pómez, añadió al alimento anterior aceite, y, hasta los sesenta y tres años, siguió
practicando este régimen de abstinencia, no probando absolutamente nada más, ni frutas, ni legumbres ni ninguna otra
cosa .
Entonces, viéndose fatigado en el cuerpo y pensando que se aproximaba su muerte, desde los sesenta y cuatro años
hasta los ochenta, se abstuvo nuevamente de pan, impulsado por un increíble fervor de espíritu, propio del que se inicia
en el servicio del Señor, en una época en que los demás suelen vivir menos austeramente. Como alimento y bebida se
hacía una sopa de harina y verduras trituradas que pesaba apenas cinco onzas. Cumpliendo esta regla de vida nunca
rompió el ayuno antes de la puesta del sol, ni siquiera en los días de fiesta, o cuando estaba gravemente enfermo. Pero
ya es tiempo de que retomemos el hilo del relato.
Los asaltantes nocturnos. A la edad de diez y ocho años, cuando aún habitaba en su pequeña choza, una noche llegaron
ladrones pensando que encontrarían algo para llevarse. Consideraban una afrenta que un anacoreta tan joven no
temiera sus ataques.
Desde la tarde hasta la salida del sol recorrieron el terreno entre el mar y los pantanos, sin poder encontrar el lugar de
su refugio. Finalmente habiendo hallado al muchacho con la luz del día le preguntaron en broma: "¨Qué harías si te
atacaran ladrones?". El respondió:"¨El que está desnudo no tiene miedo de los ladrones". Le dijeron: "Ciertamente
podemos matarte". "Si, pueden", dijo él, "pero tampoco tengo miedo porque estoy preparado para morir".
Ellos, admirados de su firmeza y de su fe, le confesaron su extravío nocturno y la ceguera de sus ojos, y le prometieron
que en adelante llevarían una vida más honesta.
La mujer sin hijos. Ya había cumplido veintidós años en el desierto y su fama era conocida por todos pues se había
difundido por todas las ciudades de Palestina. Una mujer de Eleuterópolis a quien su marido despreciaba a causa de su
esterilizad - durante quince años de matrimonio no había dado frutos - fue la primera que se atrevió a presentarse ante
Hilarión y, sin que él pudiera imaginar algo semejante, repentinamente se arrojó a sus pies y le dijo: "Perdona mi
atrevimiento, pero considera mi necesidad. ¨Por qué apartas tus ojos?. ¨Por qué huyes de la que te suplica? No mires en
mí a una mujer, sino a una afligida. Mi sexo engendró al Salvador. No son los sanos los que necesitan del médico, sino los
enfermos" .
Finalmente Hilarión se volvió hacia ella - después de tanto tiempo no veía una mujer - y le preguntó el motivo de su
venida y de sus l grimas. Una vez informado, levantando los ojos al cielo la exhortó a tener confianza y con l grimas la
despidió. Pasado un año la vio con un hijo.
Aristenete. Este comienzo de sus milagros se hizo aún más célebre por otro milagro mayor. Cuando Aristenete, mujer de
Helpidio - que después fue prefecto del pretorio - muy conocida entre los suyos y más aún entre los cristianos, regresaba
con su marido y sus tres hijos después de haber visitado a san Antonio, se detuvo en Gaza a causa de una enfermedad
que los había atacado. Allí, sea por el aire contaminado, sea, como después se manifestó, para la gloria del siervo de
Dios Hilarión, todos fueron asaltados al mismo tiempo por fiebres tercianas y los médicos habían desesperado de su
recuperación. La madre yacía gimiendo en alta voz e iba de un hijo al otro, semejantes ya a cadáveres, sin saber a cuál
llorar primero.
Habiendo oído que en el cercano desierto había un monje, olvidando su rango de señora respetable - sólo consideraba
su ser de madre - fue allí acompañada de doncellas y de eunucos. Su marido a duras penas consiguió