KANT Texto Que Es La Ilustración

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Una caracterización de la ilustración

Kant: Respuesta a la pregunta qué es la ilustración.

■ La revista mensual de Berlín, Berlinische Monatsshrift,


en la que se había formulado la célebre pregunta “qué es la
Ilustración?”, publica a finales del año 1784 dos respuestas que
tendrán un reconocimiento especial en la época: la de
Mendelssohn y la de Kant. La respuesta de Kant resume de
forma magistral el programa filosófico que anima la ilustración:
alcanzar la mayoría de edad mediante el uso reflexivo de la
propia razón. El artículo es también un diagnóstico sobre los
obstáculos que en su época impiden, según Kant, el ejercicio de
la autonomía y una convocatoria para superarlos.
■ Para la selección de textos del artículo de Kant “Qué es
la ilustración?”, utilizamos la traducción de Agapito Maestre y
José Romagosa, Editorial Tecnos, Madrid, 1993.

► La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de


edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio
entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría
de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento,
sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la
guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio
entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración.

La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los
hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la
vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de dirección
ajena (naturaliter majorennes); y por eso es tan fácil para otros el erigirse
en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que
piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral,
un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito
esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar; otros asumirán
por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han
tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso
hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso
por la gran mayoría de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo).
Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar
cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar
un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el
peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este
peligro no es tan grande, pues ellos aprenderían a caminar solos después
de unas cuantas caídas; sin embargo, un ejemplo de tal naturaleza les
asusta y, por lo general, les hace desistir de todo posterior intento.

Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad,
casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se
siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque
nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas,
instrumentos mecánicos de uso racional –o más bien abuso– de sus dotes
naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se
desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más
pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por
eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido
salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso seguro.

Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre así mismo, algo que es
casi inevitable si se le deja en libertad. Ciertamente, siempre se
encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, incluso entre
los establecidos tutores de la gran masa, los cuales, después de haberse
autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su alrededor el
espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de
todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí se ha de señalar algo
especial: aquel público que anteriormente había sido sometido a este yugo
por ellos obliga, más tarde, a los propios tutores a someterse al mismo
yugo; y esto es algo que sucede cuando el público es incitado a ello por
algunos de sus tutores incapaces de cualquier Ilustración. Por eso es tan
perjudicial inculcar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus
mismos predecesores y autores. De ahí que el público pueda alcanzar sólo
lentamente la Ilustración. Quizá mediante una revolución sea posible
derrocar el despotismo personal junto a la opresión ambiciosa y
dominante, pero nunca se consigue la verdadera reforma del modo de
pensar, sino que tanto los nuevos como los viejos prejuicios servirán de
riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento.

Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad, y, por cierto, la


menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la
libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público 1 de la propia razón.
Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis! EI oficial dice: ¡No
1
Por el contrario el uso privado de la razón es el que alguien ejerce como titular de un cargo público; por
ejemplo, el que lleva a cabo un funcionario o un oficial del ejército.
razones, adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El
sacerdote: ¡No razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice:
razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced.) Por
todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿qué limitación
impide la Ilustración? y, por el contrario, ¿cuál la fomenta? Mi respuesta
es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo este
uso puede traer ilustración entre los hombres. En cambio, el uso privado
de la misma debe ser a menudo estrechamente limitado, sin que ello
obstaculice, especialmente, el progreso de la ilustración. Entiendo por uso
público de la propia razón aquél que alguien hace de ella en cuanto docto
(Gelehrter) ante el gran público del mundo de los lectores. Llamo uso
privado de la misma a la utilización que le es permitido hacer en un
determinado puesto civil o función pública. Ahora bien, en algunos
asuntos que transcurren en favor del interés público se necesita un cierto
mecanismo, léase unanimidad artificial, en virtud del cual algunos
miembros del Estado tienen que comportarse pasivamente, para que el
gobierno los guíe hacia fines públicos o, al menos, que impida la
destrucción de estos fines. En tal caso, no está permitido razonar, sino que
se tiene que obedecer. En tanto que esta parte de la máquina es
considerada como miembro de la totalidad de un Estado o, incluso, de la
sociedad cosmopolita y, al mismo tiempo, en calidad de docto que,
mediante escritos, se dirige a un público usando verdaderamente su
entendimiento, puede razonar, por supuesto, sin que por ello se vean
afectados los asuntos en los que es utilizado, en parte, como miembro
pasivo. Así, por ejemplo, sería muy perturbador si un oficial que recibe
una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el
servicio acerca de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que
obedecer. Sin embargo, no se le puede prohibir con justicia hacer
observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y
exponerlos ante el juicio de su público. El ciudadano no se puede negar a
pagar los impuestos que le son asignados; incluso una mínima crítica a tal
carga, en el momento en que debe pagarla, puede ser castigada como
escándalo (pues podría dar ocasión a desacatos generalizados). Por el
contrario, él mismo no actuará en contra del deber de un ciudadano si,
como docto, manifiesta públicamente su pensamiento contra la
inconveniencia o injusticia de tales impuestos. Del mismo modo, un
sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad
según el símbolo de la iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido
en ella bajo esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad e,
incluso, el deber de comunicar al público sus bienintencionados
pensamientos, cuidadosamente examinados, acerca de los defectos de ese
símbolo, así como hacer propuestas para el mejoramiento de las
instituciones de la religión y de la iglesia. Tampoco aquí hay nada que
pudiera ser un cargo de conciencia, pues lo que enseña en virtud de su
puesto como encargado de los asuntos de la iglesia lo presenta como algo
que no puede enseñar según su propio juicio, sino que él está en su
puesto para exponer según prescripciones y en nombre de otro. Dirá:
nuestra iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales
de las que se vale. En tal caso, extraerá toda la utilidad práctica para su
comunidad de principios que él mismo no aceptará con plena convicción; a
cuya exposición, del mismo modo, puede comprometerse, pues no es
imposible que en ellos se encuentre escondida alguna verdad que, al
menos, en todos los casos no se halle nada contradictorio con la religión
íntima. Si él creyera encontrar esto último en la verdad, no podría en
conciencia ejercer su cargo; tendría que renunciar. Así pues, el uso que un
predicador hace de su razón ante su comunidad es meramente privado,
puesto que esta comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión
familiar. Y con respecto a la misma él, como sacerdote, no es libre, ni
tampoco le está permitido serlo, puesto que ejecuta un encargo ajeno. En
cambio, como docto que habla mediante escritos al público propiamente
dicho, es decir, al mundo; el sacerdote, en el uso público de su razón,
gozaría de una libertad ilimitada para servirse de ella y para hablar en
nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos
espirituales) sean otra vez menores de edad constituye un despropósito
que desemboca en la eternización de las insensateces.

Pero, ¿no debería estar autorizada una sociedad de sacerdotes, por


ejemplo, un sínodo de la iglesia o una honorable classis (como la llaman
los holandeses) a comprometerse, bajo juramento, entre sí a un cierto
símbolo inmutable para llevar a cabo una interminable y suprema tutela
sobre cada uno de sus miembros y, a través de estos, sobre el pueblo,
eternizándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible.
Un contrato semejante, que excluiría para siempre toda ulterior Ilustración
del género humano, es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera
confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados
de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para colocar a la
siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus
conocimientos (sobre todo los muy urgentes), depurarlos de errores y, en
general, avanzar en la Ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza
humana, cuyo destino primordial consiste, justamente, en ese progresar.
Por tanto, la posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos
acuerdos, aceptados de forma incompetente y ultrajante. La piedra de
toque de todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo reside en la
siguiente pregunta: ¿podría un pueblo imponerse a sí mismo semejante
ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y
determinado tiempo, una ley mejor para introducir un nuevo orden, que,
al mismo tiempo, dejara libre a todo ciudadano, especialmente a los
sacerdotes, para, en cuanto doctos, hacer observaciones públicamente, es
decir, por escrito, acerca de las deficiencias de dicho orden. Mientras
tanto, el orden establecido tiene que perdurar, hasta que la comprensión
de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido y confirmado
públicamente, de modo que mediante un acuerdo logrado por votos
(aunque no de todos) se pudiese elevar al trono una propuesta para
proteger aquellas comunidades que se han unido para una reforma
religiosa, conforme a los conceptos propios de una comprensión más
ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo
hagan así. Pero es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una
constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debería ser
puesta en duda por nadie, ni tan siquiera por el plazo de duración de una
vida humana, ya que con ello se destruiría un período en la marcha de la
humanidad hacia su mejoramiento y, con ello, lo haría estéril y nocivo. En
lo que concierne a su propia persona, un hombre puede eludir la
ilustración, pero sólo por un cierto tiempo en aquellas materias que está
obligado a saber, pues renunciar a ella, aunque sea en pro de su persona,
y con mayor razón todavía para la posterioridad, significa violar y pisotear
los sagrados derechos de la humanidad. Pero, si a un pueblo no le está
permitido decidir por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un
monarca en nombre de aquél, pues su autoridad legisladora descansa,
precisamente, en que reúne la voluntad de todo el pueblo en la suya
propia. Si no pretende otra cosa que no sea que toda real o presunta
mejora sea compatible con el orden ciudadano, no podrá menos que
permitir a sus súbditos que actúen por sí mismos en lo que consideran
necesario para la salvación de sus almas. Esto no le concierne al monarca;
sí, en cambio, el evitar que unos y otros se entorpezcan violentamente en
el trabajo para su promoción y destino según todas sus capacidades. El
monarca agravia su propia majestad si se mezcla en estas cosas, en tanto
que somete a su inspección gubernamental los escritos con que los
súbditos intentan poner en claro sus opiniones, a no ser que lo hiciera
convencido de que su opinión es superior, en cuyo caso se expone al
reproche Caesar no est supra Grammaticos, o bien que rebaje su poder
supremo hasta el punto de que ampare dentro de su Estado el despotismo
espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus súbditos.

Si nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada, la respuesta


es no, pero sí en una época de Ilustración. Todavía falta mucho para que
los hombres, tal como están las cosas, considerados en su conjunto,
puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad
de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Sin
embargo, es ahora cuando se les ha abierto el espacio para trabajar
libremente en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que
disminuyen continuamente los obstáculos para una ilustración general, o
para la salida de la autoculpable minoría de edad. Desde este punto de
vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico.

Un príncipe que no encuentra indigno de sí mismo declarar que considera


como un deber no prescribir nada a los hombres en materia de religión,
sino que les deja en ello plena libertad y que incluso rechaza el pretencioso
nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la
posteridad lo ensalcen con agradecimiento. Por lo menos, fue el primero
que desde el gobierno sacó al género humano de la minoría de edad,
dejando a cada uno en libertad de servirse de su propia razón en todas las
cuestiones de conciencia moral. Bajo el gobierno del príncipe, dignísimos
clérigos –sin perjuicio de sus deberes ministeriales– pueden someter al
examen del mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, aquellos
juicios y opiniones que en ciertos puntos se desvían del símbolo aceptado;
con mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo los que no están
limitados por algún deber profesional. {…}

Una vez que la naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la


semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y vocación
al libre pensar; este hecho repercute gradualmente sobre el sentir del
pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad
de actuar) y, finalmente, hasta llegar a invadir a los principios del gobierno,
que encuentra ya posible tratar al hombre, que es algo más que una
máquina, conforme a su dignidad.

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