Teresa Urrea La Santa de Cabora
Teresa Urrea La Santa de Cabora
Teresa Urrea La Santa de Cabora
CABORA
Mario GILL
De todos los crímenes del porfirismo los más monstruosos fueron se-
guramente los cometidos contra los pueblos de la sierra de Chihuahua:
Tomochic y Temosáchic. N i en Río Blanco se inmolaron más víctimas
al dios de la paz, ni se usaron métodos tan inhumanos y sádicos como
en estos dos pueblos serranos. En el caso de Tomochic son particular-
mente impresionantes las extrañas circunstancias que concurrieron y, so-
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bre todo, la desproporción entre el motivo (o mejor, la falta de motivo)
y la acción represiva llevada a extremos increíbles. Tomochic es un
episodio clásico de la era tuxtepecana: por un lado, un pueblo dotado
de las mejores virtudes del hombre, defendiendo sus derechos y su dig-
nidad, y por el otro fuerzas más poderosas, instrumento de la ambición,
pisoteando esos derechos y esa dignidad.
Aparte el heroísmo de los hombres de Tomochic, que parece una lec-
ción extraída de las mejores páginas de la historia de Esparta, intervie-
ne en este caso un hecho insólito: el de que la inspiradora de la lucha
y de la resistencia contra la agresión haya sido una jovencita de ape-
nas 18 años, Teresa Urrea, con cuyo nombre en los labios fueron al
sacrificio los rudos serranos tomochitecos. A l grito de " ¡ V i v a Teresa
Urrea!" los valientes tomoches se enfrentaron a la dictadura y al terror
tuxtepecano y fueron serenamente a la muerte.
Salvando las proporciones, Teresita Urrea fue una Juana de Arco me-
xicana. Algo tenía Teresa de la Doncella de Orleáns; no empuñó jamás
un arma ni se puso al frente de ningún ejército, pero la Doncella de
Cabora supo inspirar en los hombres la fe y la confianza en la fuerza
del derecho y lanzarlos a acciones heroicas de las que no hubieran sido
capaces sin la inspiración de la iluminada. La Doncella de Cabora,
como la de Domrémy, recibía inspiración divina y, como la francesa, fue
declarada santa, aunque no por las altas dignidades de la Iglesia, sino
por los indios. Y tan válida es en última instancia una declaración como
la otra.
Teresa Urrea nació en Ocoroni (Sinaloa), el 15 de octubre de 1873.
Su padre, don Tomás Urrea, era dueño de un pequeño pero próspero ran-
cho ganadero en la confluencia de las cuencas de los ríos Mayo y Yaqui,
C a b o r a , donde transcurrió la infancia de la niña. Inesperadamente,
cuando ésta cumplía doce años y entraba en la pubertad, empezó a
enfermar de ataques nerviosos al parecer de carácter cataléptico. Después
de uno de estos ataques, cuyos efectos se prolongaron demasiado, se dio
por muerta a Téresita. Por eso la ranchería de Cabora se estremeció
ante un hecho "sobrenatural": ¡la pequeña había resucitado! Nadie
podía dudar de aquel milagro. Todos la habían visto rígida, con la pali-
dez de la cera; le habían rezado y llorado, y ahora estaba otra vez allí
como si no hubiera ocurrido nada.
Pero lo más convincente para los indios fue el hecho de que, después
de haber "resucitado", Teresa apareció dotada de un extraño poder: algo
raro había en sus ojos, en sus manos, en su voz. A su lado encon-
traban tranquilidad y consuelo quienes atravesaban por una crisis moral;
salían de su casa fortalecidos y animosos, con una gran confianza en sí
mismos. Luego empezaron a circular rumores de que hacía curaciones
maravillosas, con la sola imposición de sus manos, con el fluido magné-
tico de sus ojos La fama de Teresa se extendió por los valles y por la
sierra. De todas partes llegaban peregrinos con su carga de dolores físi-
LA SANTA DE CABORA 629
EL CASO DE T O M O C H I C
tiradores. Después del primer combate con los federales, los deLTomochic
tomaron una determinación: ir todos a visitar a la Santa de Cabora,
tanto para evitar fricciones con los federales como para recibir consejo
e inspiración. Se encaminaron por la sierra que conocían como nadie.
El gobierno destacó en su persecución al u « batallón, al mando del
capitán Emilio Enriquez. E l encuentro fue en Alamo de Palomares
el 27 de diciembre. Los federales fueron vencidos; el capitán murió en el
combate lo mismo que otros oficiales, y los tomochitecos recogieron
un importante botín de armas y parque.
De T o r i n salió entonces en su busca una columna al mando del
coronel Lorenzo Torres. Hubo encuentros en Peñitas y Estrella. Los
de Tomochic procuraban rehuir el encuentro con los federales; pero,
atacados, se veían obligados a defenderse. No tomaron nunca la ofensiva.
Su único deseo era regresar a su pueblo a trabajar. En enero de 1892
estaban de regreso.
Algo extraordinario había ocurrido durante la visita a la Santa de
Cabora. Uno de los vecinos del pueblo, José Carranza, había sido curado
de u n tumor por Teresita; al despedirse, ella le dijo, acariciándole las
barbas:
- i C ó m o se parece usted a San José!
Alguna de las devotas que escuchó eso divulgó luego la versión adul-
terada de que la Santa de Cabora había dicho que aquel hombre era
San José en persona. E l pobre serrano, víctima de la histeria mística
colectiva, regresó a Tomochic decidido a cumplir su destino sobrenatural.
Los tomochitecos habían tomado a su vez una resolución inspirada en las
prédicas de Teresa: en lo sucesivo no reconocerían más autoridad que
la divina, ni obedecerían más ley que la de Dios. E n su plan estaba la
transformación del culto católico desechando la intervención de los sa-
cerdotes y sustituyendo las imágenes por santos de carne y hueso.
El día que llegó "San José" se le hizo una gran recepción y se le
condujo a la iglesia. El cura Manuel Castelo intervino. Desde el pùl-
pito injurió a los tomochitecos por sus desviaciones y negó la santidad
de Teresa Urrea y de José Carranza a quienes, por lo demás, reconocía
muchas virtudes personales. Los tomochitecos, indignados, arrojaron al
sacerdote de la iglesia y escogieron al patriarca del pueblo, Cruz Chávez,
para que asumiera la dirección del culto. E l cura tuvo que refugiarse en
casa del presidente municipal, Juan Ignacio Enriquez, y finalmente
abandonó el pueblo para instalarse en Uriáchic.
En marzo de 1892 se vencía el plazo en que el sacerdote debía cubrir
una deuda que tenía con Cruz Chávez, consistente en dos yuntas de
bueyes. E l cura Castelo, aprovechándose de la situación irregular que
prevalecía en Tomochic, dejó de cumplir su compromiso. Chávez envió
un emisario al sacerdote, pero los bueyes no llegaban a Tomochic. En-
tonces Cruz Chávez envió nuevamente un propio con la siguiente carta
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"Bista la suya de fecha 4 de julio Relativa a la causa que usted
me manifiesta aberla ebitado y que a la vez le está ebitando el
aserme el pago de que me es deudor Nunca esperaba lio que consep-
tos tan inútiles le bastaran a usted para pretender distraerse de una
hobligacion tan justa y legal como la que tiene de aserme mi justo
pago pues sin cansar mas la atención suplico a usted que con el por-
tador de esta que es Marselino Herrera me mande usted pagar $ 60
en moneda corriente balor que equibale de otras dos yuntas de
Bueyes que conseguí para remediar mis necesidades pues usted sabe
que la fuerza federal nos dejó cin elementos a entelijencia de que
ci en esta bez no tiene puntualidad en aserme el pago de que re-
fiero me bere obligado a pasar a ese lugar a consta de usted con
mis compañeros y por dondequiera que ande uno deberemos estar
todos a entelijencia que cada persona de los que me acompañen le
gana cuatro pesos diarios pues en este cuerpo no hay distinción
de clases todos somos iguales pues todos gosamos del mismo haber.
Lo que pongo en conocimiento de usted para su entelijencia pues
como la hobligacion de usted es pagar en este lugar cirbase usted
arreglar el biaje al embiado según usted y el se convengan y Sin
mas quedo en espera de sus ordenes y SS Cruz Chávez. Tomochic,
agosto 25 de 1892."
El cura pagó en el acto los 60 pesos, más los gastos del emisario, pero
desde ese momento se convirtió en el peor enemigo de los tomochitecos.
EL 2 DE SEPTIEMBRE DE 1892
LA LIBERTAD O L A MUERTE
LA EPOPEYA DE T O M O C H I C
12<? y 24?, más 150 guardias nacionales de Sonora al mando del general
Lorenzo Torres y un cuerpo de voluntarios reclutados en los pueblos de
San Andrés, Guerrero, Bachiniva y Arisiáchic. Eran en total más de 1,500
hombres' bien armados y amunicionados, con artillería y suficientes pro-
visiones.
En Tomochic habían quedado encerrados 105 hombres armados con
Winchester y tres cananas: una en la cintura y dos cruzadas al pecho.
A los niños de 13 a 14 años que quisieron luchar al lado de sus padres
se les proporcionó un rémington por ser más liviano. De los 105 hom-
bres que había, Cruz Chávez hizo salir 40 al mando de José María
Lozano, de Yoquibo, y Antonio Chaparro, de Cusihuiriáchic, con ins-
trucciones secretas. Así, pues, quedaron 6g hombres en el pueblo listos
para resistir el ataque de los i.goo soldados federales: 23 por 1.
E l combate se inició el 20 de octubre de 1892. Chávez había distri-
buido sus hombres en los sitios estratégicos con órdenes de economizar
municiones. E l general Rangel tomó el cerro de la Medrano, frente al
pueblo, para emplazar su artillería, y se inició el cañoneo sobre las po-
siciones tomochitecas. E l primer objetivo fue la casa de Encarnación
Lozano, donde se guardaban 1,000 fanegas de maíz, las cuales fueron
convertidas en cenizas. Todos los asaltos sobre el pueblo fueron recha-
zados con pérdidas tremendas para los federales. Los tomoches eran
excelentes cazadores; sus blancos predilectos eran los quepis de los
oficiales.
El cañón seguía su tarea de destrucción paulatina, pero como era una
pieza de pequeño calibre y sus efectos destructores resultaban muy len-
tos, Rangel decidió incendiar el pueblo, casa por casa, de la periferia al
centro. Las mujeres y los niños que las habitaban salían a refugiarse
a la iglesia. Los incendiarios, después de prender fuego, saqueaban las
casas llevándose cuanto había aprovechable, como gallinas y cerdos.
Una de las operaciones más sangrientas fue la ocupación del cerro
de la Cueva, posición clave de la defensa de Tomochic. Los intentos
duraron varios días. Las laderas de la montaña quedaron cubiertas de
centenares de cadáveres de soldados. Rangel tuvo que echar mano de un
recurso especial para animar a sus hombres. A su cuartel general llegó
un cargamento de sotol. Con este expediente y la orden de disparar
contra el que retrocediese, después de varios intentos los soldados del 9«
batallón lograron apoderarse del cerro. E l combate duraba ya cinco días.
Tomochic quedaba reducido, para su defensa, a la iglesia y la casa for-
tificada de Cruz Chávez. En el cuartel general se celebró la victoria con
una gran comelitona y borrachera. Abajo, los tomochitecos distribuían
raciones de maíz tostado, rezaban, mataban desde sus troneras y ente-
rraban a sus muertos en sus casas de acuerdo con las nuevas ceremonias
de su liturgia.
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Cuando escaseaba el agua a los sitiadores, las mujeres bajaban al
riachuelo del valle. Escribe Heriberto Frías en su T o m o c h i c : " C o n toda
audacia, con plena abnegación, las pobres soldaderas bajaban por entre
las escarpaduras del flanco derecho del cerro, girando en torno de los
más altos picachos, sangrando sus pies..., agarrándose a los matorrales
para no caer, siempre parlanchínas, mezclando entre sus crudas obsceni-
dades de léperas irreductibles, devotas invocaciones a los santos... Y a
riesgo de ser cazadas por los tomoches de las últimas casas del pueblo,
o por la guerrilla de la torre, avanzaban hacia el llano, hasta la margen
del río donde llenaban por docenas las ánforas de la tropa. Mientras unas
hacían provisión de agua, otras se arrodillaban, de cara a Tomochic, le-
vantando los brazos en cruz, como en actitud de orar... Creían que,
viéndolas en tal actitud, los tomochitecos no se atreverían a disparar
sobre ellas, y en efecto, jamás esos maravillosos tiradores dispararon sobre
aquellas hembras que proveían de agua fresca y limpia a «los hijos de
Lucifer». ¡Los caballerosos hijos de la sierra no mataban mujeresl"
Otro rasgo que define la caballerosidad de Cruz Chávez y su gente
fue el de poner en libertad a los prisioneros que tenía guardados desde
la batalla del 2 de septiembre. Viendo que los federales incendiaban
metódicamente una a una las casas del pueblo y que llegaría su turno
a la que habitaban los prisioneros, dispuso que éstos fueran liberados;
ellos no tenían por qué participar en el sacrificio colectivo del pueblo.
Sólo quedaba a los de Tomochic la iglesia y la casa de Cruz Chávez.
Rangel ordenó el asalto al reducto más importante, el templo. De esa
comisión se encargó al n<? batallón, al que se distribuyó una ración ex-
traordinaria de sotol. Los soldados, cargados de petróleo para incendiar
el portón de la iglesia, cruzaban el río teniendo que afrontar las balas
tomochitecas si avanzaban, o las de sus propios oficiales si retrocedían.
Muchos cayeron antes de llegar al atrio. Desde el cerro de la Cueva, a
cuyo pie se hallaba la iglesia, se lanzaron sobre el templo muchos botes
de petróleo. E n pocos momentos la vieja capilla construida por los je-
suítas era una hoguera espantosa en la que se mezclaba el estruendo de
los techos que se desplomaban con los gritos de "[Viva la Santa de Ca-
bora!", " ¡ V i v a el Gran Poder de Dios!"
Quienes podían huir de aquel infierno eran cazados al salir por los
soldados apostados a corta distancia; algunas mujeres se arrojaron desde
lo alto de la torre, en un ataque de desesperación. Los que pudieron
escapar se refugiaron en la casa de Cruz Chávez, construida con adobes
muy firmes y defendida por unas cercas de troncos; en lo alto, ondeaba
la bandera nacional. El fin se acercaba. El fuego de los sitiados se ha-
cia menos nutrido. E l general Rangel tocó a parlamento y exigió nueva-
mente la rendición incondicional.
- N o nos rendimos - f u e la respuesta.
Y de las aspilleras salieron los gritos obsesivos:
- ¡ V i v a la Santa de Cabora! ¡Viva Santa María de Tomochic! ¡Viva
la Libertad!
LA SANTA DE CABORA 639
Lo único que pidió Cruz Chávez fue que se dejara salir a las familias
de quienes habían muerto ya en la lucha. Las demás preferían morir
al lado de sus hombres.
Una caravana espantosa de espectros ennegrecidos por el humo, que
apenas podía arrastrarse después de ocho días de hambre, de vigilia y
de terror, salió de la casa de Cruz Chávez. Eran 40 mujeres y 71 niños.
Dentro quedaban los muertos y los que pronto iban a morir.
LIBERTAD Y CONSTITUCIÓN
Las páginas más emocionantes del libro de Heriberto Frías son aque-
tas en que describe los últimos momentos de Tomochic. E l espectáculo
de las casas ardiendo en la noche, en el pequeño valle; los aullidos de los
perros hambrientos que, al lado de los cadáveres de sus amos, impedían
en luchas terribles con los cerdos que éstos devoraran los cadáveres pu-
trefactos; la desolación, el humo de los restos humeantes, el silencio
espantoso sólo turbado por los ladridos de los perros que lloraban a sus
amos.
El último día en la madrugada el cañón inició la faena definitiva:
demoler la casa de Cruz Chávez; pero en vista de su fortaleza, se prefirió
el fuego. En un arranque desesperado, los hermanos Carlos y Jesús Me-
drano se lanzaron con un pequeño grupo hasta donde se hallaba el ge-
neral Rangel, con propósito de matarlo. La táctica de los tomochitecos
había sido siempre la de eliminar a los jefes y oficiales. Cruz Chávez ha-
bía dado instrucciones de que se buscara pacientemente al oficial y se
respetara hasta lo último al soldado raso. La guerrilla de los Medrano
luchó cuerpo a cuerpo a unos cuantos pasos de donde se hallaba Ran-
gel. Todos cayeron en el intento.
El acto final consistía en prender fuego al último reducto y quemar
vivos a quienes mantenían aún la resistencia. Los últimos once hombres,
con Cruz Chávez al frente, se lanzaron al ataque entre las llamas. Fue-
ron recibidos por una descarga cerrada, a corta distancia. Cuatro queda-
ron muertos y siete heridos, entre ellos el patriarca del pueblo, con un
balazo en el hombro derecho. Cogió el rifle con la izquierda e intentó
prepararlo con el pie; ante la imposibilidad de hacerlo, lo arrojó con
rabia al fuego. Era el rifle que había usado el general Rangel en el
combate del a de septiembre.
Cruz Chávez fue presentado al general Lorenzo Torres:
- T e n g o mucho gusto en conocerlo - l e dijo el vencido al vencedor-;
sólo lamento que no haya sido antes.
Le pidió un trago de coñac, y que lo fusilara en el mismo sitio en
que había caído David, su hermano menor, quien con seis balazos en el
pecho tuvo fuerzas para clavar un puñal en el pecho de uno de sus
enemigos.
Los siete prisioneros heridos, en contra de las leyes de la guerra y del
honor, fueron rematados en el lugar en que yacían. Los que aún podían
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hablar murieron invocando el nombre de Teresita Urrea, la muchacha
que habla sido capaz de inspirar aquel heroísmo y hacer que un grupo
de valientes legara a México una de las páginas más honrosas de su
historia.
Entre los héroes de Tomochic se recuerda a dos niños de 14 años:
Pedro Medrano, que cayó sobre los cadáveres de cinco soldados a quie-
nes había matado, y Nicolás Mendía, que sucumbió después de liquidar
a diecisiete "pelones". La madre de los Medrano, Antonia Holguín,
de 68 años de edad, estuvo al lado de sus hijos alentándolos en el com-
bate, y cuando cayeron cogió el rifle y siguió luchando hasta morir. Los
jefes y oficiales que participaron en la acción de Tomochic confesaron
después "no haber visto en ningún otro hecho de armas mayor denuedo
y resolución".
Tres días permaneció todavía en Tomochic el general Rangel incine-
rando los cadáveres. Del pueblo no quedaba sino cenizas. Las pérdidas
de los federales se calcularon en 600 hombres, sólo en los 9 días de com-
bate que duró la acción de Tomochic, sin contar las bajas del 2 de
septiembre. De los tomochitecos murieron 80 hombres y otras tantas per-
sonas no combatientes. Rangel, conduciendo a los supervivientes, mujeres
y niños, entró en Ciudad Guerrero a tambor batiente el 3 de noviembre
de 1892, orgulloso de su "gloriosa victoria" tuxtepecana.
El general Rosendo Márquez terminaba su parte oficial a la Secreta-
ría de Guerra: " E n vista del enérgico castigo sufrido por los fanáticos de
Tomochic, creo que será difícil una nueva revolución, pues los pueblos
y la gente laboriosa de las rancherías han quedado agradecidos de la efi-
cacia con que el supremo gobierno nacional ha protegido sus vidas e
intereses. Libertad y Constitución. Cuartel General en Ciudad Guerre-
ro, Chih., el 15 de noviembre de 1892. Gral. en jefe de la 2* Zona
militar, Rosendo Márquez".
L a P a l a n c a , de Chihuahua, comentaba el 13 de noviembre de 1892:
" H a terminado la campaña de T o m o c h i c . . . Si el gobierno deja de perse-
guir a los sediciosos, éstos por su propia virtud terminan, porque tienen
necesidad de trabajar para mantenerse como siempre lo han hecho: hon-
radamente. Está perfectamente averiguado que no roban, y este acto de
moralidad que los distingue de todos los revoltosos, hace sospechar que
dándoles tiempo para reflexionar volverán sobre sus pasos..."
A su vez E l N a c i o n a l , de la ciudad de México, publicaba el 12 de
enero de 1893 el siguiente comentario: "Teniendo en cuenta que el mo-
tín tuvo su origen fundamentalmente en las cuestiones de tierras condu-
cidas imprudentemente por las autoridades locales; que ese pueblo fue
siempre trabajador y h o n r a d o . . . , tal vez la hora de la clemencia haya
llegado... Se indica la conveniencia de indultar a los restos supervivien-
tes de esa población para que puedan volver tranquilamente a sus ho-
gares . . . "
SEGUNDO ACTO E N T E M O S Á C H I C
los tenientes coroneles Rosendo Allende y Arcadio Ruiz Cepeda, así como
otros muchos oficiales.
E l H i s p a n o a m e r i c a n o , de E l Paso, informaba el 14 de abril de 1893:
"Fue encarcelado el general Luis Terrazas por considerársele complicado
en el movimiento de Temosáchic". E l mismo periódico aseguraba que
los sublevados eran cinco mil, de los cuales tres mil por lo menos eran
indios yaquis y mayos.
El 26 de ese mes, E l D i a r i o d e l H o g a r completaba la información:
" E l día 20 de abril se produjo un combate con los federales: de 500 sólo
quedaron 20. Parece que se hizo una verdadera carnicería. Don Porfirio
no mueve sus tropas de donde están por temor de que al desguarne-
cer un lugar se produzcan levantamientos en ese s i t i o . . . "
A l parecer la Santa de Cabora, en el exilio, había cambiado de tác-
tica; la consigna no era ya el sacrificio heroico sino la ofensiva, la lucha
642 MARIO GILL
organizada, a fondo, contra la dictadura. Para eso se requería dinero y
más dinero. Los sublevados exigieron impuestos en las zonas de que eran
dueños y se apoderaron de 66,000 pesos de una conducta del Banco de
Chihuahua, por cuya cantidad extendieron un recibo en toda forma para
hacerlo efectivo al triunfo de la revolución.
Lo mismo que en la campaña de octubre, se trajeron tropas de So-
nora para auxiliar a las de Chihuahua. Las fuerzas federales se hallaban
en situación comprometida; las "rancherías agradecidas" se negaban a
proporcionar alimentos a los "pelones". Fue una campaña violenta, rá-
pida y de una ferocidad sin freno. Las fuerzas federales, vencidas en
muchas batallas, lograron encerrar a los rebeldes en Temosáchic. No ha-
bía entre los sublevados dirección técnica sino sólo decisión, valor, des-
esperación y odio contra el régimen tuxtepecano. Según las declaraciones
oficiales, el gobierno esperaría a que los rebeldes se rindieran cuando
quisieran, "para evitar derramamiento inútil de sangre", lo que inspiró
a L a República M e x i c a n a , el 23 de abril de 1893, el siguiente comenta-
rio: " D e dónde ha resultado Tuxtepec tan humanitario?"
á
EL P L A N ERA L A LIBERTAD . . .