Teresa Urrea La Santa de Cabora

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TERESA URREA, LA SANTA DE

CABORA
Mario GILL

PAZ. La paz porfiriana . . .


Se ha llegado a creer que éste fue efectivamente el signo de la era
porfírica, pero nada es más extraño a la verdad. E n realidad, nunca hubo
paz durante el largo período de la dictadura. Pero eso sí: ¡cuántos crí-
menes se cometieron en su nombre! Desde el triunfo de Tuxtepec hasta
el de la revolución maderista, el país estuvo estremecido por una serie
de movimientos de mayor o menor importancia. El pueblo ofrecía re-
sistencia al modo de vida que se le trataba de imponer, y defendía con
su sangre el derecho a vivir en la desorganización conquistada en 1821,
desorden que no era sino una forma anárquica de la libertad.
Don Porfirio, educado en ese estilo de vida política, no concebía otro
remedio contra el desorden que la dictadura; y lo grave fue que en ese
intento de someter a los profesionales del cuartelazo y de la proclamación
de planes de toda índole, acabó también con los derechos legítimos del
pueblo. " E l general Díaz - d i j o en un banquete el diputado Alfredo
Chavero— ha formado un pedestal de sangre y cañones para levantar
sobre él la estatua de la paz." Esa estatua era el símbolo de la era tux-
tepecana. Pero a pesar del terror impuesto como norma de gobierno, el
pueblo no se sometió jamás, no abdicó nunca sus derechos.
Casi desde el triunfo de Tuxtepec empezaron las dificultades. En el
Norte se sublevaron sucesivamente, en 1877, enarbolando la bandera del
lerdismo, el coronel Pedro Valdez y el general Mariano Escobedo. E l año
siguiente se rebeló en Jalapa Lorenzo Hernández, secundado en Tlapa-
coyan por Javier Espino. E l 2 de junio de 1879 se lanzó a la lucha en
Tepozotlán el teniente Miguel Negrete, hijo del héroe del 5 de mayo;
el movimiento que se había originado en una proclama subversiva del
general Miguel Negrete tuvo ramificaciones en algunas regiones de los
Estados de Veracruz y Puebla.
En ese mismo mes, el día 24, se produjo la famosa matanza organi-
zada por el general Luis Mier y Terán en Veracruz en acatamiento al
famoso "mátalos en caliente". Se produjo, por esos mismos días, la re-
belión del barco de guerra L i b e r t a d . E n 1880 se alzó en armas en Sina-
loa el general Jesús Ramírez Terrón, secundado en la sierra por Heraclio
Bernal. Siguieron luego los movimientos fracasados del general Trinidad
García de la Cadena, en Zacatecas, en 1886, y el del general Francisco
Ruiz Sandoval en la frontera, en 1890. Dos años más tarde se producían
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los sucesos de Tomochic y en 1893 los de Temosáchic, que son segura-


mente los ejemplos más patéticos del sadismo porfiriano.
Simultáneamente el inquieto Catarino Erasmo Garza jugaba a las es-
condidas con las fuerzas militares de México y los Estados Unidos, bur-
lándose de unas y otras, golpeando con su guerrilla cuando la prensa
porfirista lo daba por liquidado. Y mientras el Norte ardía, en el Sur,
en Tehuantepec, Oaxaca, Michoacán y Guerrero surgían brotes rebeldes.
Con el nuevo siglo se iniciaron las actividades de los magonistas, que
cubrieron toda la primera década del siglo xx. Fue ésta la más sangrien-
ta, la más intranquila, la más porfiriana. El vaso estaba ya por derra-
marse. Las acciones populares tenían el arranque de la desesperación.
E n Cananea y Río Blanco centenares de obreros fueron inmolados en
aras de la paz, y los movimientos magonistas de Jiménez, Las Vacas,
Palomas, Viesca, Acayucan y Valladolid fueron reprimidos brutalmente.
En Yucatán, en el Mayo, en el Yaqui, en la Huasteca, dondequiera que
había minorías indígenas, la insurgencia era el estado natural. En 1896
los yaquis se apoderaron de la ciudad de Nogales, y los totonacas de la
de Papantla.
Además, en toda la extensión del país, particularmente en las zonas
rurales, ocurrían constantemente brotes rebeldes espontáneos como pro-
testas desbordadas contra los abusos de esa trinidad que ahogaba al pue-
blo en todas partes: el cacique, el cura y el jefe político. Eran gestos
de desesperación que no tenían trascendencia nacional y que la censura
oficial procuraba ocultar a la nación. Caso típico de estas pequeñas re-
beliones locales fue el levantamiento de más de doscientos hombres en
San Mateo Atengo, Estado de México, en abril de 1893. E l ayuntamien-
to del lugar decidió repartir un extenso terreno municipal entre los ha-
bitantes del municipio. Para que hubiese equidad en el reparto, se pen-
só en el cura del lugar como árbitro. Éste distribuyó unas cuantas
hectáreas entre los ricos y se quedó con la mayor parte, como corres-
ponde a un buen repartidor. E l pueblo se alzó contra la injusticia y
declaró la guerra a la iglesia, a los ricos y al gobierno, y el gobierno
lanzó contra los sublevados una poderosa fuerza de caballería al mando
del coronel Juan Vega. La sangre derramada estuvo en éste, como en
todos los crímenes del porfiriato, en razón directa con el grado de jus-
ticia que asistía a los grupos atropellados. Y como este caso, centenares
más forman el florilegio de la paz tuxtepecana. No era la paz lo que
reinaba en México; era el terror y la muerte.

EL MITO CONTRA LA DICTADURA

De todos los crímenes del porfirismo los más monstruosos fueron se-
guramente los cometidos contra los pueblos de la sierra de Chihuahua:
Tomochic y Temosáchic. N i en Río Blanco se inmolaron más víctimas
al dios de la paz, ni se usaron métodos tan inhumanos y sádicos como
en estos dos pueblos serranos. En el caso de Tomochic son particular-
mente impresionantes las extrañas circunstancias que concurrieron y, so-
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bre todo, la desproporción entre el motivo (o mejor, la falta de motivo)
y la acción represiva llevada a extremos increíbles. Tomochic es un
episodio clásico de la era tuxtepecana: por un lado, un pueblo dotado
de las mejores virtudes del hombre, defendiendo sus derechos y su dig-
nidad, y por el otro fuerzas más poderosas, instrumento de la ambición,
pisoteando esos derechos y esa dignidad.
Aparte el heroísmo de los hombres de Tomochic, que parece una lec-
ción extraída de las mejores páginas de la historia de Esparta, intervie-
ne en este caso un hecho insólito: el de que la inspiradora de la lucha
y de la resistencia contra la agresión haya sido una jovencita de ape-
nas 18 años, Teresa Urrea, con cuyo nombre en los labios fueron al
sacrificio los rudos serranos tomochitecos. A l grito de " ¡ V i v a Teresa
Urrea!" los valientes tomoches se enfrentaron a la dictadura y al terror
tuxtepecano y fueron serenamente a la muerte.
Salvando las proporciones, Teresita Urrea fue una Juana de Arco me-
xicana. Algo tenía Teresa de la Doncella de Orleáns; no empuñó jamás
un arma ni se puso al frente de ningún ejército, pero la Doncella de
Cabora supo inspirar en los hombres la fe y la confianza en la fuerza
del derecho y lanzarlos a acciones heroicas de las que no hubieran sido
capaces sin la inspiración de la iluminada. La Doncella de Cabora,
como la de Domrémy, recibía inspiración divina y, como la francesa, fue
declarada santa, aunque no por las altas dignidades de la Iglesia, sino
por los indios. Y tan válida es en última instancia una declaración como
la otra.
Teresa Urrea nació en Ocoroni (Sinaloa), el 15 de octubre de 1873.
Su padre, don Tomás Urrea, era dueño de un pequeño pero próspero ran-
cho ganadero en la confluencia de las cuencas de los ríos Mayo y Yaqui,
C a b o r a , donde transcurrió la infancia de la niña. Inesperadamente,
cuando ésta cumplía doce años y entraba en la pubertad, empezó a
enfermar de ataques nerviosos al parecer de carácter cataléptico. Después
de uno de estos ataques, cuyos efectos se prolongaron demasiado, se dio
por muerta a Téresita. Por eso la ranchería de Cabora se estremeció
ante un hecho "sobrenatural": ¡la pequeña había resucitado! Nadie
podía dudar de aquel milagro. Todos la habían visto rígida, con la pali-
dez de la cera; le habían rezado y llorado, y ahora estaba otra vez allí
como si no hubiera ocurrido nada.
Pero lo más convincente para los indios fue el hecho de que, después
de haber "resucitado", Teresa apareció dotada de un extraño poder: algo
raro había en sus ojos, en sus manos, en su voz. A su lado encon-
traban tranquilidad y consuelo quienes atravesaban por una crisis moral;
salían de su casa fortalecidos y animosos, con una gran confianza en sí
mismos. Luego empezaron a circular rumores de que hacía curaciones
maravillosas, con la sola imposición de sus manos, con el fluido magné-
tico de sus ojos La fama de Teresa se extendió por los valles y por la
sierra. De todas partes llegaban peregrinos con su carga de dolores físi-
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eos y morales. Cuando se presentaban ante la joven, ésta ya sabía cuáles


eran sus preocupaciones. Todos salían reconfortados y regresaban a su
pueblo a cantar las glorias de la Santa de Cabora, bien provistos de la
panacea milagrosa: un poco de aceite mezclado con tierra de Cabora.
Don Tomás Urrea, fastidiado con las impertinencias de tanto visitante
renegaba contra los importunos, con lo mejor del vocabulario campe-
sino, hasta que la realidad descubrió las ventajas que para él podría tener
aquel alud humano. Naturalmente, dentro de la ortodoxia del nuevo
culto no se podía afirmar que don Tomás hubiera descubierto un nego-
cio productivo al proveer de carne, leche y demás productos de su rancho
a los millares de peregrinos que llegaban a Cabora. Don Tomás tuvo que
"convertirse" a la nueva religión - e l "teresismo"- mediante un mila-
gro, como es de rigor en estos casos de incrédulos. L a santa escogió para
su padre uno de los milagros más milagrosos que pudieran imaginarse,
a fin de que no le quedara ninguna duda.
Un reportero de E l M o n i t o r R e p u b l i c a n o que estuvo en Cabora cuenta
que en una ocasión llegó entre los peregrinos un visitante con una cal-
vicie muy avanzada y preguntó por Teresita Urrea, la Santa de Cabora...
- ¡ Q u é santa ni qué una chin...! -contestó el ranchero malhumorado;
y luego, mirándose en el espejo de la calva del peregrino añadió:
- M i hija será santa el día que a usted le salga el pelo...
Don Tomás se quedó pasmado -cuenta el reportero de E l M o n i t o r
(enero 3 de 1890)- cuando vio al peregrino salir del despacho de la santa
luciendo el esbozo de una abundante cabellera.
El rancho de don Tomás se volvió floreciente. Se tenían que matar
todos los días varias reses, que, por cierto, reaparecían "milagrosamente"
vivas al día siguiente. Alrededor del nuevo culto surgieron luego todos
los vicios humanos: puestos de bacanora, de sotol, de albures, de loterías,
de fritangas, etc. La feria de Cabora empezaba a hacerse famosa. A l
mito siguió la realidad humana. Lo pagano y lo místico, mano a mano.
Pero aparte los "milagros", a Teresita Urrea le dio por predicar
"doctrinas muy libres" (según el reportero de E l M o n i t o r ) , . Afirmaba, por
ejemplo, "que todos los actos del gobierno y del clero eran malos". Sus
doctrinas de libertad y justicia, atractivas de suyo, pero que además te-
nían el prestigio de ser expuestas por una virgen a quien se suponía en
contacto con la divinidad, inflamaron los pechos de aquellas victimas
de la dictadura que no veían en el horizonte de México la más remota
esperanza de salvación. Lo sobrenatural era su último refugio. Para
aquellos indios perseguidos, despojados, deportados como esclavos a Yu-
catán o Valle Nacional, a quienes la tiranía porfirista había quitado todo,
hasta el derecho a la vida, no había ninguna duda de que aquella mu-
chacha devuelta a la vida por el cielo traía un mensaje divino: luchar
por la libertad con apoyo en el Gran Poder de Dios.

Uno de los peregrinos curados por Teresa Urrea, el señor Antonio S.


Cisneros, denunció una mina en el cerro de San Diego, cerca de La Aseen-
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sión (Chihuahua), a la cual puso el nombre de " L a Santa de Cabora".
A l mismo tiempo se convirtió en una especie de apóstol de la nueva
religión, extendiendo por la sierra el prestigio de la iluminada. La fama
de Teresa cundió rápidamente, tanto por sus dotes de taumaturga como
por sus prédicas de libertad y justicia. Quienes podían hacerlo, cruza-
ban la Sierra Madre para ir a visitar a la Santa y volvían maravillados a
difundir la nueva fe... y el propósito de lucha contra la opresión. Teresa
Urrea se había convertido en bandera política contra la dictadura.

EL CASO DE T O M O C H I C

Este pequeño pueblo de no más de 300 habitantes, perdido entre las


arrugas de la sierra de Chihuahua, vivía una vida casi primitiva, defen-
diendo su ganado contra las incursiones de los apaches y cultivando sus
pequeñas parcelas en el valle. Era un pueblo de cazadores que vivía con
el Winchester al brazo tanto para defenderse de todos los peligros como
para proveerse de las piezas de caza necesarias en su vida. Eran por lo
mismo magníficos tiradores. Hombres rudos, leales, sinceros, sencillos, de
una sola pieza, y profundamente religiosos.
En una ocasión hizo una visita al pueblo el gobernador de Chihua-
hua, señor Lauro Carrillo quien, en plan de turista, visitó irreverente el
pequeño templo donde descubrió, en la composición de un gran cuadro,
unas imágenes de San Joaquín y Santa Ana de mucho mérito artístico.
Ordenó a la autoridad del pueblo que recortaran aquellas figuras y se
las remitieran a la capital del Estado. Así lo hizo el jefe político, pero los
tomochitecos protestaron con tal energía y decisión, que el gobernador
se vio obligado a regresar las telas y hacer que fueran cosidas con pita
en el cuadro de donde se habían arrancado.
El gobernador Carrillo no perdonó nunca la descortesía de los tomo-
chitecos y se mostró siempre dispuesto a escuchar todas las quejas que
se le presentaban contra ellos, todas las calumnias de quienes habían
recibido alguna lección de dignidad de parte de los altivos serranos. U n
empleado de la compañía inglesa que explotaba el mineral de Pinos
Altos, Joaquín Chávez, era el principal instigador de esas calumnias;
llegó en alguna ocasión a amenazarlos con la leva utilizando su influen-
cia cerca del gobernador. Habiéndolos denunciado como rebeldes y
autores de un supuesto intento de asalto a la conducta, el gobierno del
Estado ordenó, sin ninguna averiguación, que fuesen fusilados, sin for-
mación de causa, aquellos a quienes se quiso acusar del imaginario
delito.
Tomochic fue declarado en estado de rebelión por el gobierno de
Chihuahua y se organizó contra el pueblo una expedición punitiva de tipo
tuxtepecano para acabar de una vez con la soberbia y altivez de los de
Tomochic. E l 7 de diciembre de 1891 se produjo el primer encuentro.
Los tomochitecos hicieron honor a su fama de fieros, indomables y buenos
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tiradores. Después del primer combate con los federales, los deLTomochic
tomaron una determinación: ir todos a visitar a la Santa de Cabora,
tanto para evitar fricciones con los federales como para recibir consejo
e inspiración. Se encaminaron por la sierra que conocían como nadie.
El gobierno destacó en su persecución al u « batallón, al mando del
capitán Emilio Enriquez. E l encuentro fue en Alamo de Palomares
el 27 de diciembre. Los federales fueron vencidos; el capitán murió en el
combate lo mismo que otros oficiales, y los tomochitecos recogieron
un importante botín de armas y parque.
De T o r i n salió entonces en su busca una columna al mando del
coronel Lorenzo Torres. Hubo encuentros en Peñitas y Estrella. Los
de Tomochic procuraban rehuir el encuentro con los federales; pero,
atacados, se veían obligados a defenderse. No tomaron nunca la ofensiva.
Su único deseo era regresar a su pueblo a trabajar. En enero de 1892
estaban de regreso.
Algo extraordinario había ocurrido durante la visita a la Santa de
Cabora. Uno de los vecinos del pueblo, José Carranza, había sido curado
de u n tumor por Teresita; al despedirse, ella le dijo, acariciándole las
barbas:
- i C ó m o se parece usted a San José!
Alguna de las devotas que escuchó eso divulgó luego la versión adul-
terada de que la Santa de Cabora había dicho que aquel hombre era
San José en persona. E l pobre serrano, víctima de la histeria mística
colectiva, regresó a Tomochic decidido a cumplir su destino sobrenatural.
Los tomochitecos habían tomado a su vez una resolución inspirada en las
prédicas de Teresa: en lo sucesivo no reconocerían más autoridad que
la divina, ni obedecerían más ley que la de Dios. E n su plan estaba la
transformación del culto católico desechando la intervención de los sa-
cerdotes y sustituyendo las imágenes por santos de carne y hueso.
El día que llegó "San José" se le hizo una gran recepción y se le
condujo a la iglesia. El cura Manuel Castelo intervino. Desde el pùl-
pito injurió a los tomochitecos por sus desviaciones y negó la santidad
de Teresa Urrea y de José Carranza a quienes, por lo demás, reconocía
muchas virtudes personales. Los tomochitecos, indignados, arrojaron al
sacerdote de la iglesia y escogieron al patriarca del pueblo, Cruz Chávez,
para que asumiera la dirección del culto. E l cura tuvo que refugiarse en
casa del presidente municipal, Juan Ignacio Enriquez, y finalmente
abandonó el pueblo para instalarse en Uriáchic.
En marzo de 1892 se vencía el plazo en que el sacerdote debía cubrir
una deuda que tenía con Cruz Chávez, consistente en dos yuntas de
bueyes. E l cura Castelo, aprovechándose de la situación irregular que
prevalecía en Tomochic, dejó de cumplir su compromiso. Chávez envió
un emisario al sacerdote, pero los bueyes no llegaban a Tomochic. En-
tonces Cruz Chávez envió nuevamente un propio con la siguiente carta
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"Bista la suya de fecha 4 de julio Relativa a la causa que usted
me manifiesta aberla ebitado y que a la vez le está ebitando el
aserme el pago de que me es deudor Nunca esperaba lio que consep-
tos tan inútiles le bastaran a usted para pretender distraerse de una
hobligacion tan justa y legal como la que tiene de aserme mi justo
pago pues sin cansar mas la atención suplico a usted que con el por-
tador de esta que es Marselino Herrera me mande usted pagar $ 60
en moneda corriente balor que equibale de otras dos yuntas de
Bueyes que conseguí para remediar mis necesidades pues usted sabe
que la fuerza federal nos dejó cin elementos a entelijencia de que
ci en esta bez no tiene puntualidad en aserme el pago de que re-
fiero me bere obligado a pasar a ese lugar a consta de usted con
mis compañeros y por dondequiera que ande uno deberemos estar
todos a entelijencia que cada persona de los que me acompañen le
gana cuatro pesos diarios pues en este cuerpo no hay distinción
de clases todos somos iguales pues todos gosamos del mismo haber.
Lo que pongo en conocimiento de usted para su entelijencia pues
como la hobligacion de usted es pagar en este lugar cirbase usted
arreglar el biaje al embiado según usted y el se convengan y Sin
mas quedo en espera de sus ordenes y SS Cruz Chávez. Tomochic,
agosto 25 de 1892."

El cura pagó en el acto los 60 pesos, más los gastos del emisario, pero
desde ese momento se convirtió en el peor enemigo de los tomochitecos.

EL 2 DE SEPTIEMBRE DE 1892

En Tomochic ocurría algo extraordinario. El pueblo parecía atacado


por una psicosis colectiva de misticismo. Una nueva y original reforma
del culto católico se estaba operando allí. Teniendo a San José era ló-
gico que apareciera también Jesucristo, y apareció en efecto, poco tiempo
después, en Chopeque, cerca de Tomochic, y luego surgieron otras dos
santas, Carmen María y Barbarita. Era una verdadera epidemia de san-
tidad.
Los tomochitecos se pasaban hasta seis horas diarias rezando, o entre-
gados a la meditación cuando se les agotaba el no muy variado reper-
torio de oraciones y jaculatorias improvisadas, dirigidas principalmente
a la Santa de Cabora. Terminados los extraños oficios, el patriarca Cruz
Chávez, convertido en director espiritual de la comunidad, daba la
bendición a los fieles del nuevo culto. Erguido, al pie del altar, aquel
hombre de 40 años, corpulento, vigoroso, barbado (hubiera parecido un
conductor de pueblos de la antigüedad a no ser por las carrilleras que
cruzaban su pecho), destacaba su silueta sobre el nicho sagrado del
que había sido expulsado el abstruso concepto de la divinidad. Estaba
ahora allí un Jesucristo de carne y hueso, tangible, dispuesto siempre a
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escuchar las quejas de los tomochitecos y a dar- una respuesta inme-


diata, concreta, un consejo o una esperanza. El Jesucristo de Chopeque
estaba en comunicación constante con Dios, y por lo tanto sus palabras
debían ser infalibles. ¿No daba lo mismo creer en esto que en lo otro?
Se había creado una nueva liturgia. Liturgia sencilla, ranchera, de
hombres rudos, sin mucha imaginación. E l sincretismo tomochiteco se ins-
piraba evidentemente en el de los mayos y yaquis que también arrojaron
a los curas de sus iglesias y crearon su propia liturgia y su propio
sacerdocio. La Santa de Cabora se decía autorizada por Dios para bau-
tizar, casar y administrar cualquier sacramento. ¿No era más satisfactorio
recibir éstos de manos de una virgen inspirada y no de las de un sacer-
dote explotador, ambicioso y pérfido como los que habían conocido?
El ritual del nuevo culto se basaba en la naturalidad y sinceridad
humanas. Era una combinación ingenua de lo místico y lo real. A l
terminar los oficios de la "fatiga" (nombre que daban a las ceremonias
que celebraban en el templo), Cruz Chávez, de espaldas al altar, se pre-
paraba para dar la bendición. Alzando el brazo poderoso, lo dejaba
caer rígido, bruscamente, cortando el aire como con dos hachazos defini-
tivos, a la vez que decía:
-Hermanos míos, os doy mi bendición.
Todos los fieles, de pie, alzando el brazo derecho a la altura de la
frente, contestaban en coro:
-La recibimos.

REINABA E N T O M O C H I C la calma precursora de la tormenta. E l gobierno


se preparaba para el ataque pero, conociendo la situación estratégica del
pueblo rodeado de montañas, la condición de los tomochitecos, su reso-
lución de defender sus derechos a toda costa y sobre todo su bravura y
su habilidad en el manejo del wínchester, prefería llegar a un arreglo
pacífico. Iban y venían emisarios tratando de lograr un acuerdo enga-
ñoso. E l más constante era el diputado Tomás Dozal Hermosillo; estaba
empeñado en conseguir la sumisión de los tomochitecos; pero a cambio
de ese sometimiento no ofrecía nada. Rendición incondicional, tal era
la última palabra de Tuxtepec. Y eso significaba para los hombres de
Tomochic la ley fuga, la leva, la deportación, la esclavitud. E l acuerdo
fue unánime: antes morir que rendirse. Y se aprestaron para la
defensa.
El gobierno federal mandó 200 soldados para someter al pueblo alta-
nero que se permitía la libertad de arrojar al cura de su templo y ne-
garle al gobernador unas cuantas imágenes de santos; que protestaba
porque los funcionarios de Ciudad Guerrero se aprovechaban del candor
de alguna bella serranita, que se negaba a cooperar con el funciona-
rio de la compañía inglesa de Pinos Altos, y que, peor aún, sostenía
que aquellas tierras eran suyas y no se mostraba dispuesto a cederlas
a ninguna deslindadora...
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Los de Tomochic recibieron a los soldados en el valle. Les parecía
una ventaja excesiva, deshonrosa, cobarde, aprovechar las magníficas po-
siciones estratégicas de sus cerros contra 200 soldados. L a batalla se
trabó en condiciones de relativa igualdad, pues en el pueblo no había
200 hombres armados. U n grupo de federales, mandados por el teniente
coronel José María Ramírez, logró apoderarse del cementerio del pue-
blo; Cruz Chávez, con cuatro tomochitecos, los desalojó de esa posición.
Los del gobierno, en situación comprometida, se dispersaron dejando en
manos de los tomoches muchos muertos, armas y prisioneros, entre ellos
el teniente coronel Ramírez.
De este desastre de las fuerzas federales no informaron los periódicos.
La censura era absoluta. Además, Tomochic era un pueblo perdido
en la sierra de Chihuahua, a 15 leguas de Ciudad Guerrero y seis días
de camino de la capital del Estado. Los periódicos de la capital infor-
maban de movimientos de tropas sin que se supiera hacia dónde eran
destinadas. Algo se preparaba, evidentemente. Tuxtepec trataba de ven-
gar la afrenta del 2 de septiembre.

LA LIBERTAD O L A MUERTE

Las gestiones para lograr la rendición incondicional de Tomochic ha-


bían fracasado. E l diputado Dozal Hermosillo propuso un decreto de
amnistía para los orgullosos serranos, pero el congreso de Chihuahua
rechazó el proyecto. No quedaba otro camino que el de someter por la
fuerza a quienes asi desafiaban al régimen. E l prestigio del porfiriato
estaba empeñado en esa acción. ¿Cómo podría conservarse la paz si no
se hacía un buen escarmiento? Además, el país vivía en esos momentos
una situación critica. En varias regiones de la república existía un es-
tado de insurgencia: Catarino Garza en la frontera constituía una preocu-
pación neurálgica de don Porfirio, no tanto por la personalidad del jefe
de la rebelión como por el hecho de tener como base de operaciones el
territorio de los Estados Unidos, donde podía proveerse de armas y
municiones. Se sabía, asimismo, de una conspiración de mexicanos en
territorio norteamericano, con vistas al derrocamiento del régimen.
Hacía poco que los indios mayos se habían sublevado al grito de
" ¡ V i v a la Santa de Cabora!", " ¡ V i v a la Libertad!" Más de 200 indios
mayos, encabezados por Juan Tebas y Miguel Torigoqui, tomaron la plaza
de Navojoa el 15 de mayo de 1892, matando al jefe político Cipriano
Rábago y a varios vecinos prominentes, extorsionadores de los indios.
Otros movimientos subversivos se habían producido en el Noroeste, en
Michoacán, en Oaxaca y Tehuantepec.
El general Abraham Bandala, jefe de la 1* zona militar, movilizó
sus fuerzas pero, conocedor de la causa de las sublevaciones, y de que
el foco de la agitación era el rancho de Cabora, se presentó con 100
hombres en casa de Teresita Urrea. E l general hizo saber a la mucha-
LA SANTA DE CABORA 6?5

cha de 18 años que el gobierno "consideraba sumamente perjudicial su


permanencia en ese lugar" y, p o r l o mismo, exigía que se trasladara al
pueblo de Cócorit. Los Urrea, padre e hija, fueron expulsados de Ca-
bora, de esa nueva Meca adonde peregrinaban los indios en busca de
salud, de consuelo y . . . directivas políticas. De tan absurdo nadie se atre-
vía a confesarlo entonces, pero esa muchacha que el reportero de E l M o -
n i t o r describía como de "aspecto vulgar, fea, delgada, de tez amarillenta
y de ojos grandes, negros y sin brillo", tenía de hecho en jaque al dicta-
dor omnipotente.
La detención de Teresa agravó la situación. Nuevos grupos indígenas
se lanzaron a la lucha. El general Bandala gestionó entonces por con-
ducto de Izábal, gobernador de Sonora, que la santa fuese expulsada del
territorio nacional para impedirle todo contacto con los "fanáticos". El
día 5 de julio de 1892 el cónsul de México en Nogales informaba de
la llegada a ese lugar de Teresa Urrea y su padre; de que al día si-
guiente habían quedado instalados en una casa, gracias a los donativos de
varios partidarios; que una corriente constante de visitantes entraba y
salía de esa casa, y que la prensa norteamericana hablaba de ella como
de "una mártir perseguida por el gobierno de Porfirio Díaz".
La. omnipotente dictadura había considerado necesaria, para la esta-
bilidad del régimen, la expulsión de la enferma de Cabora, Teresita
Urrea, ¡de 18 años de edadl

E N T R E TANTO, se estrechaba el círculo de fuego sobre Tomochic. Los


federales incendiaron las trojes cercanas para dejar al pueblo sin víveres.
Cruz Chávez, el patriarca, había permitido la entrada del doctor Fran-
cisco Arellano, del 5? batallón, para que curara a los heridos, pero éstos
se negaron a ser atendidos, prefiriendo el ungüento de jabón, sebo y
tierra de Cabora que les había dado Santa Teresa. El día 15 de octubre
de 1892, en vísperas del ataque de los federales, el teniente coronel Ra-
mírez solicitó hablar con Cruz Chávez, y le dijo:
—Si sigo aquí sin asistencia médica adecuada, me moriré lentamente.

Cruz Chávez reunió al Consejo, compuesto por sus hermanos Manuel


y David, Jesús y Carlos Medrano, los hermanos Lozano y Jorge Ortiz.
Los jefes deliberaron y decidieron rechazar la solicitud. Cuando se le
comunicó a éste la decisión de los jefes tomochitecos, insistió con ener-
gía en que se le fusilase en seguida. Ya no pedía la libertad, sino la
muerte inmediata. Lo demandó con tal convicción y sinceridad, que Cruz
Chávez consideró necesario convocar nuevamente al Consejo y reconsi-
derar el caso. Gracias a la intervención de los Chávez se convino entonces
en ponerlo en libertad absoluta, pero advirtiéndole que debía agradecer
ese beneficio a Santa Teresita de Cabora, cuyo santo se celebraba en esa
fecha, 15 de octubre.
636 MARIO GILL
Para despedir a Ramírez, Cruz Chávez, que sentía por el militar un
gran respeto y simpatía a causa de su valor, hizo formar a todos los
tomochitecos armados para que les pasara revista antes de partir y pu-
dieran despedirse de mano del valiente enemigo. El teniente coronel
revistó a la tropa serrana y estrechó la mano de cada uno, emocionado
por aquel rasgo de nobleza; naturalmente tuvo el cuidado de contar
los apretones de mano: fueron 105. Bartolo Ledesma, que casualmente
pasaba por el pueblo, aceptó conducir a Ramírez hasta Ciudad Guerrero.
El milite porfiriano habló luego en México ante los periodistas con
gran respeto y admiración hacia los tomochitecos. Chávez en persona
atendía a Ramírez, lo curaba y le llevaba de comer, cuando había qué
comer. Los de Tomochic compartían lo que tenían con los prisioneros:
dos tortillas en la mañana y dos en la noche. Ésa era la ración normal
para todos. Cuando conseguían carne o papas, los prisioneros partici-
paban del festín. Además, los tomoches dejaban a los presos en libertad
de asistir o no a las ceremonias de la "fatiga"; nunca se les presionó en
ningún sentido; en Tomochic había un régimen de hermandad y tole-
rancia.
Contra esos hombres que no habían cometido ningún delito, a no
ser el de rechazar los ataques de que habían sido víctimas, se lanzó toda
la furia tuxtepecana. Para Tomochic no había ya ninguna alternativa
posible, porque la rendición equivalía también a la muerte o, lo que
era peor, a la esclavitud. Decidieron entonces morir, pero cobrando un
alto precio por sus vidas.
La prensa del país hablaba de los tomoches como de unos fanáticos
que se habían vuelto locos. Y en realidad, en el ambiente de terror
en que se vivía, la gallardía y dignidad de Tomochic era una locura;
fanáticos, lo eran efectivamente, pero era el suyo un fanatismo revolu-
cionario: su culto a la Santa de Cabora, la creación de sus propios
santos vivos y la expulsión del cura Castelo eran, en efecto, una rebelión
en contra de la Iglesia católica. Hasta llegó a hablarse en algunos
periódicos de una nueva reforma religiosa pretendida por los tomochi-
tecos. Los valientes serranos habían identificado el culto a la Santa de
Cabora con el culto a la libertad. Las prédicas ardientes de aquella
muchacha que en el nombre de Dios condenaba a los tiranos y a los
explotadores, habían calado muy hondo en los espíritus primitivos de
los hombres de la sierra. A falta de líderes políticos que encabezaran
a las masas oprimidas y las condujeran a la lucha organizada militar-
mente, Teresa Urrea había sublimado el descontento popular convir-
tiéndolo en una aspiración mística.

LA EPOPEYA DE T O M O C H I C

El ejército federal había estado preparando con todo cuidado la ofen-


siva del desquite. El general Rosendo Márquez, jefe de la 2? zona militar,
entregó el mando de la fuerza expedicionaria al general José María Ran-
LA S A N T A D E CABORA 637

gel otorgándole al mismo tiempo "facultades discrecionales". El general


en jefe contaba con los contingentes de los batallones <?, 9?, u<>,
5

12<? y 24?, más 150 guardias nacionales de Sonora al mando del general
Lorenzo Torres y un cuerpo de voluntarios reclutados en los pueblos de
San Andrés, Guerrero, Bachiniva y Arisiáchic. Eran en total más de 1,500
hombres' bien armados y amunicionados, con artillería y suficientes pro-
visiones.
En Tomochic habían quedado encerrados 105 hombres armados con
Winchester y tres cananas: una en la cintura y dos cruzadas al pecho.
A los niños de 13 a 14 años que quisieron luchar al lado de sus padres
se les proporcionó un rémington por ser más liviano. De los 105 hom-
bres que había, Cruz Chávez hizo salir 40 al mando de José María
Lozano, de Yoquibo, y Antonio Chaparro, de Cusihuiriáchic, con ins-
trucciones secretas. Así, pues, quedaron 6g hombres en el pueblo listos
para resistir el ataque de los i.goo soldados federales: 23 por 1.
E l combate se inició el 20 de octubre de 1892. Chávez había distri-
buido sus hombres en los sitios estratégicos con órdenes de economizar
municiones. E l general Rangel tomó el cerro de la Medrano, frente al
pueblo, para emplazar su artillería, y se inició el cañoneo sobre las po-
siciones tomochitecas. E l primer objetivo fue la casa de Encarnación
Lozano, donde se guardaban 1,000 fanegas de maíz, las cuales fueron
convertidas en cenizas. Todos los asaltos sobre el pueblo fueron recha-
zados con pérdidas tremendas para los federales. Los tomoches eran
excelentes cazadores; sus blancos predilectos eran los quepis de los
oficiales.
El cañón seguía su tarea de destrucción paulatina, pero como era una
pieza de pequeño calibre y sus efectos destructores resultaban muy len-
tos, Rangel decidió incendiar el pueblo, casa por casa, de la periferia al
centro. Las mujeres y los niños que las habitaban salían a refugiarse
a la iglesia. Los incendiarios, después de prender fuego, saqueaban las
casas llevándose cuanto había aprovechable, como gallinas y cerdos.
Una de las operaciones más sangrientas fue la ocupación del cerro
de la Cueva, posición clave de la defensa de Tomochic. Los intentos
duraron varios días. Las laderas de la montaña quedaron cubiertas de
centenares de cadáveres de soldados. Rangel tuvo que echar mano de un
recurso especial para animar a sus hombres. A su cuartel general llegó
un cargamento de sotol. Con este expediente y la orden de disparar
contra el que retrocediese, después de varios intentos los soldados del 9«
batallón lograron apoderarse del cerro. E l combate duraba ya cinco días.
Tomochic quedaba reducido, para su defensa, a la iglesia y la casa for-
tificada de Cruz Chávez. En el cuartel general se celebró la victoria con
una gran comelitona y borrachera. Abajo, los tomochitecos distribuían
raciones de maíz tostado, rezaban, mataban desde sus troneras y ente-
rraban a sus muertos en sus casas de acuerdo con las nuevas ceremonias
de su liturgia.
638 MARIO GILL
Cuando escaseaba el agua a los sitiadores, las mujeres bajaban al
riachuelo del valle. Escribe Heriberto Frías en su T o m o c h i c : " C o n toda
audacia, con plena abnegación, las pobres soldaderas bajaban por entre
las escarpaduras del flanco derecho del cerro, girando en torno de los
más altos picachos, sangrando sus pies..., agarrándose a los matorrales
para no caer, siempre parlanchínas, mezclando entre sus crudas obsceni-
dades de léperas irreductibles, devotas invocaciones a los santos... Y a
riesgo de ser cazadas por los tomoches de las últimas casas del pueblo,
o por la guerrilla de la torre, avanzaban hacia el llano, hasta la margen
del río donde llenaban por docenas las ánforas de la tropa. Mientras unas
hacían provisión de agua, otras se arrodillaban, de cara a Tomochic, le-
vantando los brazos en cruz, como en actitud de orar... Creían que,
viéndolas en tal actitud, los tomochitecos no se atreverían a disparar
sobre ellas, y en efecto, jamás esos maravillosos tiradores dispararon sobre
aquellas hembras que proveían de agua fresca y limpia a «los hijos de
Lucifer». ¡Los caballerosos hijos de la sierra no mataban mujeresl"
Otro rasgo que define la caballerosidad de Cruz Chávez y su gente
fue el de poner en libertad a los prisioneros que tenía guardados desde
la batalla del 2 de septiembre. Viendo que los federales incendiaban
metódicamente una a una las casas del pueblo y que llegaría su turno
a la que habitaban los prisioneros, dispuso que éstos fueran liberados;
ellos no tenían por qué participar en el sacrificio colectivo del pueblo.
Sólo quedaba a los de Tomochic la iglesia y la casa de Cruz Chávez.
Rangel ordenó el asalto al reducto más importante, el templo. De esa
comisión se encargó al n<? batallón, al que se distribuyó una ración ex-
traordinaria de sotol. Los soldados, cargados de petróleo para incendiar
el portón de la iglesia, cruzaban el río teniendo que afrontar las balas
tomochitecas si avanzaban, o las de sus propios oficiales si retrocedían.
Muchos cayeron antes de llegar al atrio. Desde el cerro de la Cueva, a
cuyo pie se hallaba la iglesia, se lanzaron sobre el templo muchos botes
de petróleo. E n pocos momentos la vieja capilla construida por los je-
suítas era una hoguera espantosa en la que se mezclaba el estruendo de
los techos que se desplomaban con los gritos de "[Viva la Santa de Ca-
bora!", " ¡ V i v a el Gran Poder de Dios!"
Quienes podían huir de aquel infierno eran cazados al salir por los
soldados apostados a corta distancia; algunas mujeres se arrojaron desde
lo alto de la torre, en un ataque de desesperación. Los que pudieron
escapar se refugiaron en la casa de Cruz Chávez, construida con adobes
muy firmes y defendida por unas cercas de troncos; en lo alto, ondeaba
la bandera nacional. El fin se acercaba. El fuego de los sitiados se ha-
cia menos nutrido. E l general Rangel tocó a parlamento y exigió nueva-
mente la rendición incondicional.
- N o nos rendimos - f u e la respuesta.
Y de las aspilleras salieron los gritos obsesivos:
- ¡ V i v a la Santa de Cabora! ¡Viva Santa María de Tomochic! ¡Viva
la Libertad!
LA SANTA DE CABORA 639

Lo único que pidió Cruz Chávez fue que se dejara salir a las familias
de quienes habían muerto ya en la lucha. Las demás preferían morir
al lado de sus hombres.
Una caravana espantosa de espectros ennegrecidos por el humo, que
apenas podía arrastrarse después de ocho días de hambre, de vigilia y
de terror, salió de la casa de Cruz Chávez. Eran 40 mujeres y 71 niños.
Dentro quedaban los muertos y los que pronto iban a morir.

LIBERTAD Y CONSTITUCIÓN

Las páginas más emocionantes del libro de Heriberto Frías son aque-
tas en que describe los últimos momentos de Tomochic. E l espectáculo
de las casas ardiendo en la noche, en el pequeño valle; los aullidos de los
perros hambrientos que, al lado de los cadáveres de sus amos, impedían
en luchas terribles con los cerdos que éstos devoraran los cadáveres pu-
trefactos; la desolación, el humo de los restos humeantes, el silencio
espantoso sólo turbado por los ladridos de los perros que lloraban a sus
amos.
El último día en la madrugada el cañón inició la faena definitiva:
demoler la casa de Cruz Chávez; pero en vista de su fortaleza, se prefirió
el fuego. En un arranque desesperado, los hermanos Carlos y Jesús Me-
drano se lanzaron con un pequeño grupo hasta donde se hallaba el ge-
neral Rangel, con propósito de matarlo. La táctica de los tomochitecos
había sido siempre la de eliminar a los jefes y oficiales. Cruz Chávez ha-
bía dado instrucciones de que se buscara pacientemente al oficial y se
respetara hasta lo último al soldado raso. La guerrilla de los Medrano
luchó cuerpo a cuerpo a unos cuantos pasos de donde se hallaba Ran-
gel. Todos cayeron en el intento.
El acto final consistía en prender fuego al último reducto y quemar
vivos a quienes mantenían aún la resistencia. Los últimos once hombres,
con Cruz Chávez al frente, se lanzaron al ataque entre las llamas. Fue-
ron recibidos por una descarga cerrada, a corta distancia. Cuatro queda-
ron muertos y siete heridos, entre ellos el patriarca del pueblo, con un
balazo en el hombro derecho. Cogió el rifle con la izquierda e intentó
prepararlo con el pie; ante la imposibilidad de hacerlo, lo arrojó con
rabia al fuego. Era el rifle que había usado el general Rangel en el
combate del a de septiembre.
Cruz Chávez fue presentado al general Lorenzo Torres:
- T e n g o mucho gusto en conocerlo - l e dijo el vencido al vencedor-;
sólo lamento que no haya sido antes.
Le pidió un trago de coñac, y que lo fusilara en el mismo sitio en
que había caído David, su hermano menor, quien con seis balazos en el
pecho tuvo fuerzas para clavar un puñal en el pecho de uno de sus
enemigos.
Los siete prisioneros heridos, en contra de las leyes de la guerra y del
honor, fueron rematados en el lugar en que yacían. Los que aún podían
640 MARIO GILL
hablar murieron invocando el nombre de Teresita Urrea, la muchacha
que habla sido capaz de inspirar aquel heroísmo y hacer que un grupo
de valientes legara a México una de las páginas más honrosas de su
historia.
Entre los héroes de Tomochic se recuerda a dos niños de 14 años:
Pedro Medrano, que cayó sobre los cadáveres de cinco soldados a quie-
nes había matado, y Nicolás Mendía, que sucumbió después de liquidar
a diecisiete "pelones". La madre de los Medrano, Antonia Holguín,
de 68 años de edad, estuvo al lado de sus hijos alentándolos en el com-
bate, y cuando cayeron cogió el rifle y siguió luchando hasta morir. Los
jefes y oficiales que participaron en la acción de Tomochic confesaron
después "no haber visto en ningún otro hecho de armas mayor denuedo
y resolución".
Tres días permaneció todavía en Tomochic el general Rangel incine-
rando los cadáveres. Del pueblo no quedaba sino cenizas. Las pérdidas
de los federales se calcularon en 600 hombres, sólo en los 9 días de com-
bate que duró la acción de Tomochic, sin contar las bajas del 2 de
septiembre. De los tomochitecos murieron 80 hombres y otras tantas per-
sonas no combatientes. Rangel, conduciendo a los supervivientes, mujeres
y niños, entró en Ciudad Guerrero a tambor batiente el 3 de noviembre
de 1892, orgulloso de su "gloriosa victoria" tuxtepecana.
El general Rosendo Márquez terminaba su parte oficial a la Secreta-
ría de Guerra: " E n vista del enérgico castigo sufrido por los fanáticos de
Tomochic, creo que será difícil una nueva revolución, pues los pueblos
y la gente laboriosa de las rancherías han quedado agradecidos de la efi-
cacia con que el supremo gobierno nacional ha protegido sus vidas e
intereses. Libertad y Constitución. Cuartel General en Ciudad Guerre-
ro, Chih., el 15 de noviembre de 1892. Gral. en jefe de la 2* Zona
militar, Rosendo Márquez".
L a P a l a n c a , de Chihuahua, comentaba el 13 de noviembre de 1892:
" H a terminado la campaña de T o m o c h i c . . . Si el gobierno deja de perse-
guir a los sediciosos, éstos por su propia virtud terminan, porque tienen
necesidad de trabajar para mantenerse como siempre lo han hecho: hon-
radamente. Está perfectamente averiguado que no roban, y este acto de
moralidad que los distingue de todos los revoltosos, hace sospechar que
dándoles tiempo para reflexionar volverán sobre sus pasos..."
A su vez E l N a c i o n a l , de la ciudad de México, publicaba el 12 de
enero de 1893 el siguiente comentario: "Teniendo en cuenta que el mo-
tín tuvo su origen fundamentalmente en las cuestiones de tierras condu-
cidas imprudentemente por las autoridades locales; que ese pueblo fue
siempre trabajador y h o n r a d o . . . , tal vez la hora de la clemencia haya
llegado... Se indica la conveniencia de indultar a los restos supervivien-
tes de esa población para que puedan volver tranquilamente a sus ho-
gares . . . "

E l D i a r i o d e l H o g a r , por su parte, decía el 20 de diciembre de 1892:


LA S A N T A D E CABORA 641

"Sabemos cuál fue el origen de esa desastrosa revolución: no fue el fana-


tismo, como se dijo, sino Ta propia defensa de sus vidas amenazadas, de
su honra y de sus intereses atropellados por graves violaciones".
Con el lema que resulta un grosero sarcasmo de "Libertad y Constitu-
ción", Porfirio Díaz había convertido en cenizas, literalmente, a todo un
pueblo y asesinado a un grupo de mexicanos honrados, valientes, caba-
llerosos y nobles como es difícil encontrarlos ya en el mapa nacional, y
que no habían cometido más crimen que el de defender su derecho a la
libertad, consagrado en la Constitución.

SEGUNDO ACTO E N T E M O S Á C H I C

Rosendo Márquez, el valiente redactor de partes de guerra que ni si-


quiera se había asomado con sus catalejos al campo de batalla de Tomo-
chic, había calculado mal al considerar que el "enérgico castigo impuesto
a los fanáticos" haría difícil una nueva revolución. Las "rancherías agra-
decidas" al supremo gobierno por la forma tan gentil como se había
conducido en Tomochic en octubre último, manifestaron muy pronto su
gratitud. E l día 4 de abril de 1893, un grupo de tomochitecos de los
que Cruz Chávez había hecho salir del pueblo tal vez con la consigna
de vengar a Tomochic, se sublevaron en el pueblo de Temosáchic con
el viejo grito de guerra: " ¡ V i v a el Gran Poder de Dios!", " ¡ V i v a la Santa
de Cabora!"
Los jefes del movimiento eran los hermanos Celso y Simón Anaya.
No era éste un acto de defensa ante la agresión como en el caso de
Tomochic; era una verdadera revolución en contra de la dictadura sa-
dista; era una guerra reivindicativa. E l pequeño grupo entró a la pobla-
ción de Aniquipa y, reforzado allí con 400 hombres, se lanzó sobre Ciu-
dad Guerrero, que cayó en su poder. El 9? batallón, veterano de la
campaña de octubre, fue lanzado contra los sublevados; en la batalla de
Casa Blanca los fieles de Cabora desbarataron a los federales; murieron
en la acción el teniente coronel Miguel Alegría, jefe del <? batallón, y9

los tenientes coroneles Rosendo Allende y Arcadio Ruiz Cepeda, así como
otros muchos oficiales.
E l H i s p a n o a m e r i c a n o , de E l Paso, informaba el 14 de abril de 1893:
"Fue encarcelado el general Luis Terrazas por considerársele complicado
en el movimiento de Temosáchic". E l mismo periódico aseguraba que
los sublevados eran cinco mil, de los cuales tres mil por lo menos eran
indios yaquis y mayos.
El 26 de ese mes, E l D i a r i o d e l H o g a r completaba la información:
" E l día 20 de abril se produjo un combate con los federales: de 500 sólo
quedaron 20. Parece que se hizo una verdadera carnicería. Don Porfirio
no mueve sus tropas de donde están por temor de que al desguarne-
cer un lugar se produzcan levantamientos en ese s i t i o . . . "
A l parecer la Santa de Cabora, en el exilio, había cambiado de tác-
tica; la consigna no era ya el sacrificio heroico sino la ofensiva, la lucha
642 MARIO GILL
organizada, a fondo, contra la dictadura. Para eso se requería dinero y
más dinero. Los sublevados exigieron impuestos en las zonas de que eran
dueños y se apoderaron de 66,000 pesos de una conducta del Banco de
Chihuahua, por cuya cantidad extendieron un recibo en toda forma para
hacerlo efectivo al triunfo de la revolución.
Lo mismo que en la campaña de octubre, se trajeron tropas de So-
nora para auxiliar a las de Chihuahua. Las fuerzas federales se hallaban
en situación comprometida; las "rancherías agradecidas" se negaban a
proporcionar alimentos a los "pelones". Fue una campaña violenta, rá-
pida y de una ferocidad sin freno. Las fuerzas federales, vencidas en
muchas batallas, lograron encerrar a los rebeldes en Temosáchic. No ha-
bía entre los sublevados dirección técnica sino sólo decisión, valor, des-
esperación y odio contra el régimen tuxtepecano. Según las declaraciones
oficiales, el gobierno esperaría a que los rebeldes se rindieran cuando
quisieran, "para evitar derramamiento inútil de sangre", lo que inspiró
a L a República M e x i c a n a , el 23 de abril de 1893, el siguiente comenta-
rio: " D e dónde ha resultado Tuxtepec tan humanitario?"
á

No obstante esas promesas, el pueblo de Temosáchic fue arrasado por


la artilleria B a n g . Fue aquello una segunda edición de Tomochic, que el
gobierno tuvo mucho empeño en ocultar mediante una severísima cen-
sura. Se comunicó a todos los miembros del ejército que habían parti-
cipado en esas acciones que, bajo pena de muerte, quedaba prohibido
revelar los hechos de la campaña de Chihuahua. Heriberto Frías, que
con el grado de teniente había participado en la operación de Tomochic,
fue procesado y condenado a muerte por suponérsele autor del libro que,
sin su firma, se había publicado por primera vez en E l Demócrata. Se
salvó gracias a la intervención de don Joaquín Clausel, director del pe-
riódico, quien asumió la responsabilidad y dijo haber sido el autor del
libro. A Clausel no se le pudo condenar a muerte, pero E l Demócrata
fue clausurado y encarcelados sus redactores, entre ellos Querido Moheno.
Fueron clausurados asimismo L a República M e x i c a n a y E l 0 3 .

EL P L A N ERA L A LIBERTAD . . .

La sublevación de Temosáchic fue aplastada por la superioridad de


las armas y de la técnica. Algunos pequeños grupos siguieron operando,
en guerrillas, en la sierra. L a última de ellas, la del teniente coronel
Santana Pérez que se había unido a los hermanos Anaya, se rindió en
Temosáchic el 2 de abril de 1894.
Pero Teresita Urrea no se había rendido. Desde el destierro seguía
organizando la insurrección. En los Estados Unidos se había puesto en
contacto con algunos revolucionarios mexicanos desterrados como ella,
particularmente con don Lauro Aguirre, que editaba en El Paso el pe-
riódico E l I n d e p e n d i e n t e , lleno de ataques contra el régimen de Porfirio
Díaz. Teresa seguía siendo la Santa de Cabora para los indios, tal vez
LA SANTA DE CABORA 643

a pesar suyo, pero su actitud no era ya la de una taumaturga, sino la


de una revolucionaria.
Teresa había llegado a la conclusión de que la libertad había que
conquistarla en este mundo y no en el otro; de que para ello el único
camino era la lucha armada y el derrocamiento de la dictadura porfiria-
na, y de que era necesario crear un ejército, para lo cual hacía falta
mucho dinero. Adelantándose a don Luis Cabrera, dedujo que la revolu-
ción era la revolución y que el dinero había que cogerlo de donde lo
hubiera. Entonces, Teresa organizó un asalto a la aduana de Nogales
(Sonora). Sus soldados eran los indios yaquis empeñados en seguirla con-
siderando como santa.
El 12 de agosto de 1896 un grupo de 75 indios asaltó la plaza de
Nogales y, al grito de " ¡ V i v a Santa Teresa!", se apoderó de la aduana.
El plan consistía en echar mano del dinero para organizar con él la
lucha armada contra el porfiriato. A causa de las reparaciones que se
hacían en el edificio de la aduana, los cauda es se abian trasladado
a una casa particular. E l principal objetivo de la operación había fa-
llado por falta de informes.
El comandante de la 3* zona de la gendarmería fiscal, señor Juan
Eenochio, fue avisado a las seis de la mañana por su asistente Miguel
Flores de que un grupo de hombres había pasado por la calle Arizpe
disparando y lanzando alaridos. Fenochio se dirigió a la aduana y fue
rechazado por los indios. Después de algunas horas se reanudó el com-
bate. E l vecindario armado se lanzó contra los asaltantes, quienes nue-
vamente desbandaron a sus enemigos. Pocas horas después llegó a No-
gales un tren procedente de Magdalena, con 30 gendarmes y 34 nacionales
mandados por el teniente coronel Emilio Kosterlitzky.
En el combate murieron dos empleados de la aduana, Manuel Dela-
hanty y Francisco Fernández, así como siete indios yaquis en cuyas ropas
se encontraron ejemplares de E l I n d e p e n d i e n t e , y un volante que decía:
"Hermanitos: No dejen de alistarse para el día 11 porque vamos a pegar
el grito luego que lleguemos; no tengan miedo; luego tenemos que en-
trar en Sonora, por eso les digo que se alisten todos ustedes; yo voy a
llegar en la noche a Nogales porque no se puede menos. L a paz y la ley
sean con ustedes.-Teresa Urrea y Juan Bautista". (Archivo de la Secre-
taría de Relaciones Exteriores, exp. III/252 (73:72),"8 6"). 9

Informó T h e A t i z o n a Daily Star: " L a instigadora del asalto fue la


Santa de Cabora. Dicha señorita, con Lauro Aguirre y Flores Chapa,
han publicado tantas necedades, que los fanáticos la creen mandada poi
Dios para redimir a la República Mexicana".
"El cónsul de México en Nogales (Arizona), Manuel Mascareñas - i n -
formó E l I n d e p e n d i e n t e del 21 de agosto-, pidió auxilio a las autorida-
des yanquis. Se formó la guardia nacional del territorio de Arizona y
atacó a los mexicanos. No tienen facultades los cónsules para pedir la
644 MARIO GILL
intervención. No fue reprobado esto porque primero es la paz que la dig-
nidad y la honra nacionales".
Después del combate, los indios se retiraron rumbo a la casa de
Teresita Urrea; 500 indios estaban listos para entrar en acción y atacai
la población de Palomas, frente a Deming. Pero, fracasado el primei
objetivo - e l apoderamiento de los fondos de la aduana-, se suspendie¬
ron las acciones posteriores.
El cónsul Mascareñas envió al mariscal norteamericano W . K. Meade
una lista de los asaltantes para que fueran detenidos. Se denunció a
José Luis Villanueva como el agente de Teresita para la compra de las
armas. La operación se había organizado en Greaterville, hacienda de
Santa Rita, donde se concentraron los indios de Huababi y Tubaca. "Su
plan era la l i b e r t a d . . . " (Archivo citado, expediente citado).
La alarma cundió en toda la frontera. En Hermosillo se anunciaba,
para el 8 de septiembre de 1893, una sublevación general de las tribus
yaquis. En E l Paso se publicó la noticia de que se esperaba un asalto
a la aduana de Ciudad Juárez. E l 16 de septiembre un grupo de 50
hombres atacó la población de Palomas. U n piquete de soldados yanquis
entró en territorio mexicano en persecución de los asaltantes.
Toda la frontera vivía en estado de alarma. Teresita Urrea tenía
nuevamente en jaque al terrible dictador. Las noticias de que se inten-
taba la extradición de la muchacha llegaron hasta ella; de caer en ma-
nos del gobierno, su destino no hubiera sido muy diferente del de la
Doncella de Orleáns. Para burlar la persecución porfiriana, Teresa soli-
citó su nacionalización norteamericana y, respetuosa de ella, al parecer,
se abstuvo en lo sucesivo de organizar revoluciones antiporfíricas, pero
formaba parte de las redacciones de los periódicos de oposición que se
publicaban de aquel lado de la frontera.
A partir de entonces su fama se fue eclipsando poco a poco. Sus fie-
les, los indios yaquis y mayos, fueron batidos por el gobierno con sadis-
mo increíble o deportados a Oaxaca y Yucatán. Teresa no volvió más
a México. Murió en Cliffton (Arizona) el ia de febrero de 1906 a la
edad de Cristo al ser crucificado.
Poco después, el i» de julio del mismo año, se publicaba en St. Louis
(Missouri) el Programa del Partido Liberal Mexicano. La bandera de
la oposición contra Porfirio Díaz desde el extranjero había quedado en
manos de Ricardo Flores Magón.

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