Las Rupturas Del Pecado

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LAS RUPTURAS DEL PECADO

«El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo.
La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la
palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología
intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez
más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que
incluye en la estadística de los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos,
entre el comportamiento desviado y el normal.
De donde se deduce que también las proporciones estadísticas también pueden
invertirse: pues si lo que ahora es considerado desviado puede alguna vez llegar a
convertirse en norma, entonces quizá merezca la pena en esforzarse por hacer normal la
desviación. Con esta vuelta a lo cuantitativo se ha perdido, por lo tanto, toda moción de
moralidad. Es lógico que, si no existe ninguna medida para los hombres, ninguna
medida que nos preceda, que no haya sido inventada por nosotros, sino que se siga de la
bondad interna de la creación. Y aquí esta propiamente lo fundamental de nuestro tema.
El hombre de hoy no conoce ninguna medida, ni quiere, por su puesto conocerla porque
vería en ella una amenaza para su libertad»1

Introducción: mysterium iniquitatis.

El cristianismo desenmascara el pecado. Precisamente, en la medida en que revela quién


y cómo es Dios y cuál ha sido su proyecto para el hombre. La miseria del pecado se
aprecia solo por contraste. Solo ante la hermosura del verdadero amor, se aprecia la
vileza del egoísmo. Solo ante el resplandor de la bondad inocente, se descubre lo
indigno de las pasiones desatadas. Solo al percibir la dignidad del hombre, imagen de
Dios, se comprende la maldad de la injusticia. Solo por contraste con la redención de
Cristo, se comprende la miseria de la condición humana. Por tanto, penetrar en la
verdadera naturaleza y esencia del pecado solo es posible desde la Revelación.

Hoy en día, muchos rechazan el pecado, que según las Escrituras es causa profunda de
todo mal, pero esta afirmación no es algo que se pueda dar por descontado, y muchos
rechazan la misma palabra pecado, pues supone una visión religiosa del mundo y del
hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar
de pecado. A igual que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras, del mismo
modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del pecado. Por eso, el
sentido del pecado – que no es lo mismo que el sentido de culpa, como entiende la
psicología –, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios.

LA NATURALEZA DEL PECADO

Definición y esencia.

Como se ha manifestado al inicio de este escrito que, la naturaleza profunda del pecado
solo puede ser captada en contraste con el amor y misericordia de Dios. Sin embargo, la
definición de pecado que se ha hecho más tradicional en la teología y la doctrina
católica ha sido la de San Agustín, que define al pecado como todo acto, palabra o deseo
contrarios a la ley eterna y también la de Santo Tomás de Aquino que toma la definición

1 J. RATINGER, Creación y Pecado, EUNSA, Pamplona, 2005, p. 88-89.


de San Agustín y añade: «pecar es una acción contra la ley eterna, y como esta se
participa en la razón humana, pecar también es obrar contra ella»2

Estas definiciones hacen notar dos cuestiones importantes respecto al pecado, por una
parte, que puede afectar a cualquier acto humano, no solo a los actos externos; de allí la
mención explícita a las palabras y deseos; por otra parte, que consiste en una violación
de la ley eterna de Dios, es decir, que el hombre, por medio de su conducta y acciones,
se levanta contra la voluntad de Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica, define al pecado como: «una falta contra la razón, la
verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el
prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes hiere la naturaleza del hombre y
atenta contra la solidaridad humana, ha sido definido como, una palabra, un acto o un
deseo contrarios a la ley eterna»3

Así, el pecado enfrenta a Dios y le impide alcanzar la plenitud de su propia existencia,


que no es otra que la comunión de vida con Él. Pecar no consiste sin más en simple
incumplimiento de una regla o una norma, sino que es una ofensa a Dios. Pero esta
característica esencial del pecado ha sido puesta en tela de juicio en varias ocasiones,
porque la dificultad principal que se plantea consiste en considerar que el hombre no
puede ofender ni causar un daño a Dios, porque en inmutable, es Acto Puro.

Si bien es cierto el hombre no puede causar ningún daño efectivo a la naturaleza divina,
de allí se deduce que el único realmente dañado o afectado por el pecado es el hombre
mismo. Sin embargo, «el Doctor Angélico nos enseña que, aunque la criatura no puede
causar daño a su Creador el que peca, atenta de alguna manera contra su gloria, no es
que el hombre peque porque dañe a Dios, sino porque se niega a darle algo que le debe,
el motivo para el cual ha sido creado, para glorificarlo; y en este sentido le causa ofensa.
Por otro lado, el pecado impide a Dios consumar su amor de Padre por el hombre, de tal
manera que, sin menoscabar la naturaleza divina, causa violencia a Dios impidiéndole
llevar a cabo su plan sobre el hombre»4

El pecado original

Estoy convencido que todos en algún momento hemos tratado el tema del pecado
original, y sobre todo lo hemos referido como el pecado que cometieron nuestros
primeros padres Adán y Eva; hemos aprendido que fue cuando Eva comió la manzana y
también compartió con Adán, etc. Estamos de acuerdo con gran parte de esto, pero en el
fondo que nos quiere decir todo este relato, cuál es el mensaje central. Enseguida
trataremos de estudiarlo.

Para empezar, citaremos el Catecismo «Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció


en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la
forma de libre sumisión a Dios. Es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de
comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, “porque el día que comieres de él,
morirás” Gn 2,17. El árbol del conocimiento del bien y del mal, evoca simbólicamente
el límite infranqueable que el hombre es cuanto criatura debe reconocer libremente y

2 TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, parte I-II, BAC, Madrid, 2011, q. 71, a.6.
3 CEC n.1849
4 A. SARMIENTO - E. MOLINA - T. TRIGO; Teología Moral Fundamental, primera edición, EUNSA,
Pamplona, 2013, p. 512-514.
respetar con confianza. El hombre depende del Creador está sometido a las leyes de la
Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad»5

Hay que recordar el carácter profundamente simbólico del relato del Génesis. Allí,
Adán, además de ser el primer hombre, representa a todo ser humano. Lo que le sucede
es un arquetipo de lo que sucede a todos. Y su pecado, además de ser el primer pecado,
es también el arquetipo de todo pecado humano.

El Génesis describe el pecado como una desobediencia al mandato del Creador. Por la
insinuación del maligno, y deseando “ser como dioses” Gn 3,5 que disponen del bien y
del mal, los primeros hombres desobedecen. Ellos no son los creadores ni del mundo ni
de sí mismos, pero quieren darse su propia ley. El mal del pecado no está en lo que
eligen, sino en la desobediencia voluntaria al Creador, que es quien ha dado las leyes.
Unas leyes que están impregnadas de amor al ser humano. A diferencia del mito de
Prometeo, donde la rebelión del hombre es contra la injusticia de los dioses, en el
Génesis, la rebelión del hombre es contra el amor sabio de Dios que ha dispuesto lo
mejor para el hombre.

Pero la forma más grave del pecado consiste en que el hombre quiere negar el hecho de
ser una criatura, porque no quiere aceptar la medida ni los límites que trae consigo, no
quiere ser dependiente. Entiende su dependencia del amor Creador de Dios como una
resolución extraña. Pero esta resolución extraña es esclavitud, y por tanto expresa que
de esta esclavitud hay que liberarse. De esta manera el hombre pretende ser Dios
mismo, cuando lo intenta se transforma todo.

Limitaciones y libertad del hombre

El relato del Génesis nos muestra una verdad, que está más allá de nuestra comprensión,
por medio sobre todo de dos grandes imágenes: la del jardín a la que pertenece la
imagen del árbol y de la serpiente. El jardín es imagen de un mundo que no es para el
hombre una selva, ni un peligro ni una amenaza, sino su patria que lo mantiene a salvo,
que lo nutre y que lo sostiene. Es una expresión de un mundo que posee los rasgos del
Espíritu, de un mundo que se ha hecho de acuerdo con el deseo del Creador.

Aquí se entrelazan dos tendencias; una es la de que el hombre no explota el mundo ni


quiere convertirlo para si mismo en una propiedad privada desprendida del deseo
Creador de Dios, sino que lo reconoce como un don del Creador y lo construye para
aquello para lo que ha sido creado. Y a la inversa se demuestra entonces que el mundo,
no es una amenaza, sino don y regalo, señal de la bondad de Dios que salva y unifica.

La imagen de la serpiente está tomada de los cultos orientales de la fecundidad, respecto


de estas religiones de la fecundidad, hay que decir, en primer lugar, que a través de los
siglos constituyeron la tentación de Israel, el peligro de abandonar la Alianza y
sumergirse en la historia general de la religión de entonces.

A través del culto de la fecundidad le habla la serpiente al hombre: no te aferres a ese


Dios lejano que no tiene nada que darte, no te acojas a esa Alianza que está tan distante
y te impone tantas limitaciones. Sumérgete en la corriente de la vida, en su embriaguez
y en su éxtasis, así tú mismo podrás participar de la realidad de la vida y de su
inmortalidad.

5 CEC n. 396
La serpiente en aquella religiosidad era símbolo de la sabiduría, que domina el mundo y
de la fecundidad, con la que el hombre se sumerge en la corriente divina de la vida para
un momento saberse a si mismo fundido con su fuerza divina. La serpiente es también
símbolo de la atracción que estas religiones significaban para Israel frente al misterio
del Dios de la Alianza.

Como un reflejo de la tentación de Israel coloca la Sagrada Escritura la tentación de


Adán, en realidad la esencia de la tentación y del pecado de todos los tiempos. «El
pecado original en quien lo contrae no es un pecado actual ni un pecado habitual
generado por los pecados habituales, sino esencialmente un pecado de la naturaleza. Es
un estado de desorganización o de disposición desordenada de la naturaleza,
consecuencia de la privación voluntaria de la justicia original» 6 La tentación no
comienza con la negación de Dios, con la caída en un abierto ateísmo, la serpiente no
niega a Dios, al contrario, comienza con una pregunta, aparentemente razonable, que
solicita información, pero que en realidad contiene una suposición hacia la cual arrastra
al hombre, lo lleva de la confianza a la desconfianza: ¿Podéis comer de todos los
árboles del jardín? Lo primero no es una negación de Dios, sino la sospecha de su
Alianza, de la comunidad de fe, de la oración, de los mandamientos en los que vivimos
por el Dios de la Alianza.

Queda claro que, cuando se sospecha de la Alianza, se despierta la desconfianza, se


conjura la libertad y la obediencia a la Alianza es denunciada como una cadena que nos
separa de las auténticas promesas de la vida. Es tan fácil convencer al hombre de que
esta Alianza no es un don ni un regalo, sino expresión de envidia frente al hombre, de
que le roba su libertad y las cosas mas apreciables de la vida.

Sospechando de la Alianza el hombre se pone en el camino de construirse un mundo


para si mismo, dicho de otro modo, encierra la propuesta de que él no debe aceptar las
limitaciones de su ser; de que no debe ni puede considerar como limitaciones las del
bien y el mal, las de la moral, en realidad, sino liberarse sencillamente de ellas,
suprimiéndolas.

El daño del pecado una serie de rupturas

Según el Génesis, el pecado de Adán ha deteriorado todas las relaciones del ser humano
con el mundo. La separación de Dios es la causa de la muerte; de que se desate la
concupiscencia, de que se pierda el paraíso, de que se deterioren las relaciones entre los
esposos. Y después, de otros innumerables pecados, que deterioran a la humanidad. Si al
principio, la amistad de Dios, fuente de vida, ponía al hombre por encima de los límites
de su naturaleza; ahora vive hundido en esos límites. El deterioro de la relación con
Dios, fuente de la vida, ocasiona, como en cadena, todo lo demás. Todas las relaciones
del hombre se deterioran. Esta idea ha sido conservada por la tradición cristiana, como
una explicación de la presencia de los distintos aspectos del mal.

San Agustín nos habla de la ruptura del orden cósmico, la realidad es que el hombre ha
sido creado no para vivir según el mismo, según el que lo creó, es decir para hacer la
voluntad de Aquel con preferencia a la suya. Porque Dios es la fuente de la vida
humana, de todos los bienes de su espíritu y de la felicidad última. El orden moral
humano exige el sometimiento a la voluntad de Dios. El primer hombre no moriría de
haber seguido unido a Dios. Cuando la mente del hombre dejó de estar sometida a Dios,
6 S.Th. I-II, q. 82, a.2.
todo lo que debería estarle sometido se le rebeló: sus pasiones, su cuerpo mortal, la
naturaleza.

En aquellos primeros hombres, que estaban desnudos, todavía no había desobediencia


de la carne. Todavía el alma racional, señora de la carne, no se había hecho
desobediente, y por eso, no experimentaba como pena, la desobediencia correspondiente
de la carne, su sierva. Después de que se produjera el pecado y el alma desobediente se
separara de la ley de su señor, su siervo, es decir su cuerpo, comenzó contra ella la ley
de la desobediencia y se avergonzaron aquellos hombres, con un movimiento contra su
desnudez, que antes no sentían.

En cuanto se produjo el pecado, faltando la gracia divina, se avergonzaron de la


desnudez de sus cuerpos. Sintieron un movimiento nuevo de desobediencia en su carne,
como pena correspondiente a su desobediencia. El alma gozándose con la propia
libertad en el mal y rehusando servir a Dios, fue privada del primitivo servicio del
cuerpo, y por lo mismo que, por su parecer, dejaba de servir al Señor superior, el siervo
inferior no quedaba sometido a su parecer, ni tenía sometida de ningún modo la carne
como hubiera sucedido si ella hubiera permanecido sometida a Dios. La muerte del
alma tiene lugar cuando la deja Dios, como la del cuerpo cuando el alma lo deja. Por
eso, la muerte de ambos, esto es de todo el hombre, se da cuando el alma deja a Dios y
deja el cuerpo. Entonces ni ella vive de Dios, ni el cuerpo de ella.

Santo Tomás recoge y precisa esta doctrina en tres escalones, y explica claramente las
rupturas del pecado original. La separación de Dios produce la división interior entre
espíritu y cuerpo o sensibilidad, y la división exterior entre el ser humano y la
naturaleza. El orden primero se llama justicia original, y guarda una simetría con las
consecuencias del pecado.

Sobre la justicia original, ya conocemos estas palabras: Esta rectitud consistía en lo


siguiente: la razón se sometía a Dios; las fuerzas inferiores, a la razón; y el alma al
cuerpo. La primera sujeción era la causa de la segunda y de la tercera; mientras la razón
permaneciera sujeta a Dios, se le sometería lo inferior, como dice Agustín; aquella
sujeción no era natural, sino un don que fue dado al primer hombre, no como a persona
singular, sino como a principio general de toda la naturaleza humana, de modo que,
después de él, se propagase mediante la generación a todos los hombres posteriores. (De
Malo V,15)

Santo Tomás de Aquino supone que la armonía de que gozaba el hombre venía
sostenida por una particular acción de Dios. Por unos dones, que la teología ha llamado
preternaturales que, junto con la gracia, constituyen el estado de justicia original. Unas
ayudas que corregían los defectos naturales de la naturaleza humana para que se
adaptaran mejor a las necesidades del espíritu. Una vez producido el pecado la
naturaleza queda sibi relicta, es decir, abandonada a sí misma, a sus propias fuerzas y
defectos. Estas carencias se transmiten y tienen un carácter penal, porque proceden del
primer pecado.

Estos dones preternaturales son: un conocimiento o ciencia, que el primer hombre


recibió de Dios para poder dirigir su vida -don de ciencia-; la sujeción de la sensibilidad
al espíritu, que es el aspecto más característico y llamativo -don de integridad-; la
protección especial de Dios ante los peligros para que no recibiera daño o muriera -don
de impasibilidad y don de inmortalidad-. Eran dones añadidos que se pierden con el
pecado: «Si alguien por su culpa pierde un beneficio que le dieron, la pérdida de aquel
beneficio, es la pena debida a su culpa.
En la primera constitución del hombre, Dios le dio el beneficio de que mientras su
mente estuviera sujeta a Dios, las fuerzas inferiores del alma estarían sometidas a la
mente racional y el cuerpo lo estaría al alma. Pero, por el pecado, la mente del hombre
se separó de la sujeción divina y, en consecuencia, tampoco las fuerzas inferiores se
someten plenamente a la razón. De donde viene tanta rebelión del apetito carnal a la
razón. Tampoco el cuerpo se somete plenamente al alma, de donde procede la muerte y
otros defectos corporales» (S. Th. II-II, q. 164, a. l); El pecado original es un hábito, no
un acto. Es cierta desordenada disolución de aquella armonía propia de la justicia
original» (I-II. q. 82, a. l).

El Catecismo recoge estas ideas: «Aunque propio de cada uno, el pecado original no
tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de
la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente
corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al
sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado; esta inclinación al mal es
llamada concupiscencia»7

El Magisterio moderno ha conservado esta concatenación de rupturas que proceden de


la separación de Dios. Y añade una cuarta dimensión -horizontal- a este esquema
vertical: la división entre los hombres.

«Puesto que, con el pecado, el hombre se niega a someterse a Dios, también su


equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos.
Desgarrado de esta forma, el hombre provoca casi inevitablemente una ruptura en sus
relaciones con los otros hombres y con el mundo creado. Es una ley y un hecho objetivo
que pueden comprobarse en tantos momentos de la psicología humana y de la vida
espiritual, así como en la realidad de la vida social, en la que fácilmente pueden
observarse repercusiones y señales del desorden interior»8

Al contemplar la cruz de Cristo -Redención-

La figura de Jesucristo es paralela a la de Adán. Lo que en Adán es desobediencia, en


Cristo es «obediencia hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). La escena de
Getsemaní muestra su decisión heroica de obedecer hasta el final, a pesar de la honda
resistencia interior de su naturaleza humana: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc
22,42).

La cruz representa la obediencia de Cristo que cumple su misión hasta el final. Se


convierte en el sacrificio redentor, cuando el Señor ofrece al Padre sus sufrimientos y su
muerte por nosotros: «Perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pero la
cruz también revela la naturaleza del pecado de la humanidad, el rechazo de Dios: «vino
a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). El Hijo de Dios muerto en la cruz,
da, a la vez, la medida del amor de Dios y del rechazo del pecado.

El Espíritu Santo, promesa de la Nueva Alianza y fruto de la Cruz, va a congregar al


Cuerpo de Cristo, uniendo a todos los hombres con Dios y entre sí en la comunión que
es la Iglesia. Por contraste, Él es quien revela el pecado a la intimidad de cada hombre y
7 CEC 405
8 Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, n. 15.
a la Iglesia: «Cuando él venga convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo
referente a la justicia y en lo referente al juicio» (Jn 16,7).

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