El Código Da Vinci
El Código Da Vinci
Yalena de la Cruz
yalenadelacruz@yahoo.com
Yo no fui bautizada ni tuve formación religiosa alguna. Crecí en una familia sin religión y
me eduqué en un colegio laico. La religión no fue nunca un tema importante ni en mi vida
ni en mis relaciones. Por eso, siempre creí en la amistad más allá de dogmatismos y de
fanatismos; crecí en plena libertad de pensamiento y de conciencia, y aprendí a querer a las
personas por lo que son y no por sus filiaciones.
Si bien un día, a mis treinta y tantos años, Dios irrumpió en mi vida y cambió
significativamente mi visión del mundo, mi formación tolerante y liberal, respetuosa de los
credos –o de sus ausencias– en las personas, se ha mantenido.
Irrespeto a la libertad. Creo en las sociedades inclusivas; no en las que marginan a las
personas por su sexo, color, posesiones materiales, credos o por cualquier otra razón que
haga que algunos se consideren “más humanos”, “más perfectos” o “superiores” que otros.
Por eso, me llama poderosamente la atención que, después de los dolorosos episodios
mundiales del holocausto judío, alguien se atreva a atacar una religión y a intentar quebrar
sus cimientos sin ser objeto de repudio por el irrespeto hacia la libertad de cada cual de
darse su propio credo y por el intento de fracturar la columna vertebral de aquellos que
profesan una fe que, en cuanto tal, no daña a nadie.
Entiendo plenamente que haya gente sin religión; yo no la tuve por décadas: ¡por la mayor
parte de mi vida! Por eso, quizás, estoy convencida de que actuar a “conciencia” –saber
discernir “lo bueno de lo malo”– es una capacidad extrínseca al creer en Dios. Pero pienso
que quienes son creyentes tienen un código de conducta y el temor a rendir cuentas que no
son virtudes despreciables en el difícil mundo en que vivimos.
De ahí que me cueste entender: ¿por qué un libro que ataca a la Iglesia Católica es el mejor
vendido en el mundo? He buscado mil respuestas, y todas me llevan a concluir que para el
triunfo mercantil de cuanto representa el mal se requiere una sociedad sin valores, sin
temores y sin referencias; para poder vivir en una sociedad donde “el fin justifique los
medios”, donde prevalezca la droga, el juego, el vicio, el odio, la guerra, hace falta destruir
los valores y cimientos morales propios de la religión y, en Occidente, específicamente de
la religión católica.
Los antivalores. Por cierto: religión e Iglesia no son equivalentes a los yerros de sacerdotes
y fieles. Así me explico que el libro de Dan Brown El código da Vinci venda millones de
ejemplares porque representa la cultura del negocio y del vicio, los antivalores. Porque es
promovido por aquellos que tienen interés en que las personas pierdan su fe en Dios y le
pierdan temor.
De lo contrario, ¿cómo atreverse a sugerir que en la Santa Cena Jesucristo no instaura la
eucaristía –recientemente elevada por el Papa para su contemplación en uno de los
misterios del rosario–, sino que, cuando habla de su cuerpo y su sangre, se refiere al hijo
que tendrá con María Magdalena que está a su lado, embarazada y trasvestida de hombre en
el cuadro de da Vinci?
En una ocasión, Carmen Naranjo recomendó que no se leyera cualquier cosa porque, con el
tiempo, se aprendía “que había que cuidar la vista”. Luego entendí también que hay que
cuidar el alma. ¡Qué pena que hoy, en un mundo donde todavía existen la intolerancia, el
racismo, el odio, la guerra y la violencia, algunos utilicen su pluma y sus talentos para
destruir! ¡Qué dolor y qué pena! Lo que nos urge hoy son esfuerzos para construir una
cultura de paz, una sociedad solidaria, inclusiva, tolerante, respetuosa, promotora de estilos
de vida saludables y garante del bienestar para todos, creyentes o no, del Dios que quieran.