Casa Un Tiempo TV Num 65 54 39

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Guerrero, 1917, carbón sobre papel, 50 x 39 cm, colección Munal, inba

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Saturnino Herrán:
finitud y síntesis

Héctor Antonio Sánchez

El período comprendido entre las últimas décadas del siglo xix y las primeras
del xx fue un escenario singular, un crisol en que surgió una plétora de tendencias,
estilos y movimientos artísticos signados por un cierto desarraigo espiritual: el pre-
sentimiento del fin, el ansia de la revelación. Imposible apelar a una sola valencia:
la época estuvo marcada por un profundo eclecticismo, en que convivieron escuelas
y sensibilidades tan distantes como el naturalismo y el impresionismo, el esteticis-
mo y el decadentismo, el japonismo y otros afanes orientalizantes, el simbolismo y
aun el satanismo. Pero, acaso, una misma voluntad articuló esta profusión: pues la
pérdida del norte en un mundo crecientemente mecanizado —en que la antigua,
y exhausta, espiritualidad cristiana había cedido su sitio a la rueda del progreso—
cimentó la consecuente búsqueda, en el arte y en las corrientes esotéricas, de una
tabla de salvación.
Cierto: esta disociación entre el artista y su tiempo no era una novedad; ya
los románticos habían echado en falta los días en que el mundo natural y el fervor
místico habían unido al hombre a una esfera más alta; ya la poesía barroca había
intuido la necesidad de la inmersión en las aguas interiores del artista. Quevedo
lo dirá con exactitud: “ya que abracé los santos desengaños | que enturbiaban las
aguas del abismo | donde me enamoraba de mí mismo”. Pero será hacia finales de
la centuria decimonónica cuando esta disociación se ahonde al punto de la segrega-
ción y aun de la infecundidad. ¿De qué hablan, si no, los paisajes de islas solitarias
y crepusculares, caras a los simbolistas? ¿De qué los hermosos cuerpos andróginos,
volcados hacia su propia suficiencia, que pueblan el arte y la literatura de la época?
Cierto también: antes que por un signo trágico, las diversas escuelas parecieron
atravesadas por un descubrimiento del placer no ajeno al bienestar de la belle époque,
última era en que la sociedad occidental vivió la ilusión de la armonía, un mundo

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en que el progreso material anunciaba el advenimien- de Calibán. Así, cosmopolitismo y casticismo insuflarán
to generalizado de la comodidad y aun el dispendio; por igual la obra herraniana: una apertura a las formas
tiempo para admirar la luz de la tarde o del mediodía, extranjeras del goce y el deseo, y un reconocimiento de
como en los enamorados óleos de los impresionistas. las maneras del estoicismo y la pasión propios; paganis-
Mejor: comodidad y nostalgia; placer del mundo visi- mo y religiosidad, sensualidad y devoción.
ble y añoranza del mundo invisible: spleen. Hijo de una generación empecinada en la bús-
La obra de Saturnino Herrán, marcada por la bre- queda de una identidad nacional, la del Ateneo de la
vedad de su existencia (Aguascalientes, 1887-Ciudad de Juventud; actor de Savia Moderna, su órgano principal
México, 1918), resulta depositaria de estas contradiccio- de difusión, resulta natural en Herrán la mirada que
nes. De una factura que muy tempranamente alcanzó se vuelve hacia el pasado indígena. Antes vendrá, sin
la maestría, sus temas y formas enarbolaron las preo- embargo, una primera gran época: la que podríamos
cupaciones de su generación y parecían dirigirse a un demarcar en torno a Labor (1908). Lejano del cuadro de
proceso de síntesis en el momento de su muerte, acae- costumbres, en dicho óleo se convoca, más bien, la
cida un 8 de octubre hace cien años. alegoría: una aleación en que los afanosos cuerpos de
En 1904, tras la pérdida del padre y la consecuen- obreros bajo la luz del mediodía colindan con la ima-
te mudanza a la capital, sus amplias dotes le valieron gen casi bíblica de una familia a la sombra, como si el
el ingreso a las clases superiores de dibujo a su ingreso temprano esfuerzo de las manos rindiera a la postre sus
a la Academia de San Carlos, impartidas por Antonio frutos en la consecución de los bienes en el camino del
Fabrés, en un momento en que la escuela renovaba hombre: hogar, alimento, bienestar. Del hombre y de
sus métodos de enseñanza bajo la dirección de Anto- la nación: hay aquí claramente una visión optimista en
nio Rivas Mercado. No será Fabrés el único contacto de que el esfuerzo individual tiene que ser el cimiento del
Herrán con la modernidad española; antes habrán esplendor nacional. Otro tanto ocurre en los Panneaux
de influirlo profundamente la luminiscencia del va- decorativos confeccionados para la Escuela Nacional de
lenciano Joaquín Sorolla y el casticismo de Ignacio Artes y Oficios (1910): otra vez, la labor de los trabaja-
Zuloaga, acaso el pintor que vertebra el más arduo dores —cuya postura no rehúye cierta sensualidad un
debate de la Generación del 98: nacionalismo y cosmo- tanto femenina— anuncia las dotes por venir. Pues no
politismo. Dicho debate no era ajeno a Hispanoamérica. es un edificio tan sólo lo que se construye: es la nación
Nuestro modernismo acusa un doble movimiento: de misma, que aspira a un destino luminoso.
un lado, la simultánea bienvenida a todas las corrientes Empero, pronto se ha de abrir paso un tempera-
finiseculares de Europa; del otro, la necesaria resisten- mento melancólico: un anciano doblegado por su carga
cia ante la voracidad de nuestro poderoso vecino del (Vendedor de plátanos, s.f.), las mujeres sobrias de Vende-
norte. De California, Nuevo México y Texas a Cuba, las doras de ollas (1909), el trabajador que apenas logra dar
Filipinas y Puerto Rico, el modernismo era consciente vuelta a un pesado Molino de vidrio (1909), como quien
de la amenaza norteamericana y apostaba por la uni- se doblega ante la rueda del tiempo; curiosa conviven-
dad de la cultura hispánica: Ariel frente a los embates cia de una pincelada y una paleta briosas con imágenes

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La dama del mantón, 1914, óleo sobre tela, 160 x 110 cm, colección Munal, inba

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La ofrenda, 1913, óleo sobre tela, 160 x 138 cm, colección Munal, inba

que anuncian un cierto descarnamiento. Ha hecho así su aparición en la obra herra-


niana el tema inmemorial de las edades del hombre, que ya no ha de abandonarle
y decantará hacia el irremediable deterioro del cuerpo y su desamparo: Los ciegos
(1910), El viejo y el Cristo (1913), El pordiosero (1914), Las tres edades (1916), figuras
dramáticas y místicas, que se recortan contra edificios sacros de la capital.

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Ahora bien, este marcado simbolismo no debiera rehuyen los amaneramientos y los abalorios. Esta apro-
ser pensado como una suerte de torre de marfil en que ximación de los sexos, que aspira a la fusión, es hija de
el verismo se ha sacrificado ante la conquista de la idea. un personaje caro al final del xix: el andrógino, un ser
Sí: una sangre decadente recorre las venas de Saturnino que en el misticismo sostiene la plenitud y que en la
Herrán, seguramente por vía de Julio Ruelas, pontífice realidad es una rama infecunda en el árbol de la vida.
entre nosotros de esa sensibilidad y, tal vez, de Roberto Incapaz de procrear, terminado en sí mismo, el andró-
Montenegro; pero si en ellos privaba una fantasmagoría gino desdeña el abrazo de los otros: es la figura inicial
de raíz germánica, en Herrán la caída hallará su cauce del esoterismo y el callejón sin salida de la modernidad.
en las formas familiares. En la bisagra finisecular, privada de una espiritualidad
Pensemos en otra obra emblemática, La ofrenda que la enlazara a los ciclos naturales, la humanidad se
(1913). Allí, seis personajes de diversa edad navegan, sintió próxima a su fin: una finitud que se extiende, por
rodeados de ramos de cempasúchil, al frente de una ejemplo, a la sociedad que lenta, indefectiblemente se
procesión de trajineras. El óleo es un retrato de la fes- extingue en la narrativa portentosa de Thomas Mann.
tividad del Día de Muertos en Xochimilco: al mismo ¿De dónde venimos, adónde vamos? Acaso la solu-
tiempo, resulta ineludible su aluvión de símbolos; las ción al enigma —que hubiera bien podido extraviarse
tres edades del hombre se desplazan, con rostros lóbre- en los laberintos de la muerte— la prefiguró Saturni-
gos, en la barca de Caronte hacia ¿dónde? ¿De dónde no Herrán en los bosquejos de ese malogrado proyecto
venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, se preguntó que fue el tríptico Nuestros dioses (1916-1917), al parecer
Paul Gauguin en una obra emblemática de 1897; Satur- concebido para decorar el Teatro Nacional. Allí, como
nino parece responderle: somos este cuerpo que decae en otras obras de este periodo final (Nuestros dioses an-
e irremediablemente ofrendamos a la muerte. tiguos, 1916; El flechador y El quetzal, 1917) reaparece, en
Cuerpo: debemos a Herrán otra exploración fas- franca aura homoerótica, el cuerpo juvenil cerrado a la
cinante. Son bien conocidas sus imágenes de criollas vejez, la enfermedad y la muerte, habitante de una suer-
—descendientes de gitanas y bailaoras— que ansió al- te de Acadia mesoamericana. No es diverso el espacio
zar como emblemas de lo mexicano: El jarabe (1913); metafísico de estos dibujos preparatorios, ni la repre-
Tehuana (1914); La criolla del mantón (1915); El rebozo sentación del cuerpo, salvo por una novedad: el ansia
(1916). Su intento es fallido: el costumbrismo ronda de síntesis de un tríptico que abraza los dos costados
aquí la caricatura y cierta artificiosidad. Más revelado- de nuestro mestizaje. Indígenas y españoles se proster-
ra resulta su representación de las formas femeninas: nan ante una figura central que reúne, en prodigiosa
cuerpos rotundos, miembros y rasgos altivos, rostros síntesis, a Cristo y la Coatlicue. El cuerpo logra aquí,
desafiantes; figuras dominantes que guardan cierta acaso tímidamente, ofrendarse a la otredad: un escape
masculinidad. Su contraparte surgió desde los óleos de su propia infecundidad y del signo irremediable de
dedicados al trabajo y sólo habría de acentuarse con la muerte; a la ansiada espiritualidad mestiza que abri-
los años: efebos tan atléticos como delicados, que no rá la puerta al arte por venir en la centuria.

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