Casa Un Tiempo TV Num 65 54 39
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El período comprendido entre las últimas décadas del siglo xix y las primeras
del xx fue un escenario singular, un crisol en que surgió una plétora de tendencias,
estilos y movimientos artísticos signados por un cierto desarraigo espiritual: el pre-
sentimiento del fin, el ansia de la revelación. Imposible apelar a una sola valencia:
la época estuvo marcada por un profundo eclecticismo, en que convivieron escuelas
y sensibilidades tan distantes como el naturalismo y el impresionismo, el esteticis-
mo y el decadentismo, el japonismo y otros afanes orientalizantes, el simbolismo y
aun el satanismo. Pero, acaso, una misma voluntad articuló esta profusión: pues la
pérdida del norte en un mundo crecientemente mecanizado —en que la antigua,
y exhausta, espiritualidad cristiana había cedido su sitio a la rueda del progreso—
cimentó la consecuente búsqueda, en el arte y en las corrientes esotéricas, de una
tabla de salvación.
Cierto: esta disociación entre el artista y su tiempo no era una novedad; ya
los románticos habían echado en falta los días en que el mundo natural y el fervor
místico habían unido al hombre a una esfera más alta; ya la poesía barroca había
intuido la necesidad de la inmersión en las aguas interiores del artista. Quevedo
lo dirá con exactitud: “ya que abracé los santos desengaños | que enturbiaban las
aguas del abismo | donde me enamoraba de mí mismo”. Pero será hacia finales de
la centuria decimonónica cuando esta disociación se ahonde al punto de la segrega-
ción y aun de la infecundidad. ¿De qué hablan, si no, los paisajes de islas solitarias
y crepusculares, caras a los simbolistas? ¿De qué los hermosos cuerpos andróginos,
volcados hacia su propia suficiencia, que pueblan el arte y la literatura de la época?
Cierto también: antes que por un signo trágico, las diversas escuelas parecieron
atravesadas por un descubrimiento del placer no ajeno al bienestar de la belle époque,
última era en que la sociedad occidental vivió la ilusión de la armonía, un mundo
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en que el progreso material anunciaba el advenimien- de Calibán. Así, cosmopolitismo y casticismo insuflarán
to generalizado de la comodidad y aun el dispendio; por igual la obra herraniana: una apertura a las formas
tiempo para admirar la luz de la tarde o del mediodía, extranjeras del goce y el deseo, y un reconocimiento de
como en los enamorados óleos de los impresionistas. las maneras del estoicismo y la pasión propios; paganis-
Mejor: comodidad y nostalgia; placer del mundo visi- mo y religiosidad, sensualidad y devoción.
ble y añoranza del mundo invisible: spleen. Hijo de una generación empecinada en la bús-
La obra de Saturnino Herrán, marcada por la bre- queda de una identidad nacional, la del Ateneo de la
vedad de su existencia (Aguascalientes, 1887-Ciudad de Juventud; actor de Savia Moderna, su órgano principal
México, 1918), resulta depositaria de estas contradiccio- de difusión, resulta natural en Herrán la mirada que
nes. De una factura que muy tempranamente alcanzó se vuelve hacia el pasado indígena. Antes vendrá, sin
la maestría, sus temas y formas enarbolaron las preo- embargo, una primera gran época: la que podríamos
cupaciones de su generación y parecían dirigirse a un demarcar en torno a Labor (1908). Lejano del cuadro de
proceso de síntesis en el momento de su muerte, acae- costumbres, en dicho óleo se convoca, más bien, la
cida un 8 de octubre hace cien años. alegoría: una aleación en que los afanosos cuerpos de
En 1904, tras la pérdida del padre y la consecuen- obreros bajo la luz del mediodía colindan con la ima-
te mudanza a la capital, sus amplias dotes le valieron gen casi bíblica de una familia a la sombra, como si el
el ingreso a las clases superiores de dibujo a su ingreso temprano esfuerzo de las manos rindiera a la postre sus
a la Academia de San Carlos, impartidas por Antonio frutos en la consecución de los bienes en el camino del
Fabrés, en un momento en que la escuela renovaba hombre: hogar, alimento, bienestar. Del hombre y de
sus métodos de enseñanza bajo la dirección de Anto- la nación: hay aquí claramente una visión optimista en
nio Rivas Mercado. No será Fabrés el único contacto de que el esfuerzo individual tiene que ser el cimiento del
Herrán con la modernidad española; antes habrán esplendor nacional. Otro tanto ocurre en los Panneaux
de influirlo profundamente la luminiscencia del va- decorativos confeccionados para la Escuela Nacional de
lenciano Joaquín Sorolla y el casticismo de Ignacio Artes y Oficios (1910): otra vez, la labor de los trabaja-
Zuloaga, acaso el pintor que vertebra el más arduo dores —cuya postura no rehúye cierta sensualidad un
debate de la Generación del 98: nacionalismo y cosmo- tanto femenina— anuncia las dotes por venir. Pues no
politismo. Dicho debate no era ajeno a Hispanoamérica. es un edificio tan sólo lo que se construye: es la nación
Nuestro modernismo acusa un doble movimiento: de misma, que aspira a un destino luminoso.
un lado, la simultánea bienvenida a todas las corrientes Empero, pronto se ha de abrir paso un tempera-
finiseculares de Europa; del otro, la necesaria resisten- mento melancólico: un anciano doblegado por su carga
cia ante la voracidad de nuestro poderoso vecino del (Vendedor de plátanos, s.f.), las mujeres sobrias de Vende-
norte. De California, Nuevo México y Texas a Cuba, las doras de ollas (1909), el trabajador que apenas logra dar
Filipinas y Puerto Rico, el modernismo era consciente vuelta a un pesado Molino de vidrio (1909), como quien
de la amenaza norteamericana y apostaba por la uni- se doblega ante la rueda del tiempo; curiosa conviven-
dad de la cultura hispánica: Ariel frente a los embates cia de una pincelada y una paleta briosas con imágenes
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La ofrenda, 1913, óleo sobre tela, 160 x 138 cm, colección Munal, inba
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