Los Primeros Cristianos - Simon
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Marcel Simon
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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon
INTRODUCCIÓN
Entendido así, los primeros cristianos son, pues, aquellos que Jesús
agrupó en torno de sí. Pero, históricamente, los cristianos son también
los miembros de una sociedad religiosa original que es la Iglesia. Con
este sentido, no hubo cristianos hasta después de la muerte de Cristo. Ni
Jesús ni —con mayor razón— el pequeño grupo de sus seguidores
tuvieron el sentimiento o el deseo de romper con el judaísmo. Tanto es
así que la tradición cristiana ha fijado el de Pentecostés, como el día del
nacimiento de la Iglesia. En cuanto a la palabra "cristiano", sabemos que
fue empleada por primera vez en Antioquía, probablemente varios años
después de la Crucifixión (Hechos, 11, 26).
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Dado nuestro punto de vista actual, esas fuentes tienen un interés muy
desigual. Los cuatro Evangelios relatan lo que puede llamarse la
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CAPITULO 1
El Marco Histórico
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Más que un partido o, con mayor razón, más que una escuela, los
saduceos eran una casta. Sus miembros pertenecían a las grandes
familias de la aristocracia sacerdotal. Su vida religiosa gravitaba en los
alrededores del Templo en el cual servían. Su piedad no estaba exenta
del conformismo de las gentes vinculadas con el elemento oficial. Se les
reprochaba la tibieza, que mostraban, el espíritu de compromiso respecto
de la autoridad romana. Eran conservadores por temperamento y
desconfiaban de toda forma de mesianismo, porque siempre puede
engendrar un brote revolucionario y trastornar el orden establecido.
Según parece, desempeñaron un papel decisivo en la condena de Jesús.
En cuanto a la doctrina y a la práctica religiosas, seguían al pie de la letra
las Escrituras y la Torá, y rechazaban todas las nuevas creencias que
habían implantado en Israel las influencias extranjeras, particularmente
persas, después del exilio; no creían en la inmortalidad personal ni en los
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Por lo demás, el esenismo no es más que una secta entre tantas. Otra es
el cristianismo naciente, como también el grupo fiel a San Juan Bautista y
los diversos grupos bautistas que abundan por los alrededores del
Jordán. La clasificación tripartita que nos propone Josefo es demasiado
esquemática. A medida que progresa nuestro conocimiento del judaísmo,
vemos cada vez más claramente su extrema complejidad. Si los
saduceos parecen casi no tener matices, el fariseísmo, por el contrario,
es multiforme y el esenismo se ramifica; pero la mayoría de los israelitas,
y particularmente los campesinos, no se unen a ninguno de esos grupos,
aun cuando sufran, en distinto grado, la influencia de uno u otro. Son
judíos, simplemente, con mayor o menor fervor y sin una calificación
especial. Además, más allá de los rótulos oficiales, podemos entrever
una multitud de conventículos acerca de los cuales da una luz difusa, a
veces, alguna alusión del Talmud, algún Padre de la Iglesia o un
fragmento de un nuevo manuscrito. Los aspectos fundamentales del
judaísmo, afirmación monoteísta y práctica de la Ley mosaica, podían
enriquecerse y agilizarse de una manera tan múltiple que ninguna
autoridad doctrinal cíe las reconocidas universalmente habría podido
reglamentar. Se desarrolla de esta manera toda una vida sectaria que
escapa más o menos del control del sacerdocio y de los doctores.
Alcanza y a veces supera los límites entre los cuales se sitúa el judaísmo
oficial y que puede llamarse ortodoxo. La observancia aumenta a veces y
a veces se reduce; y el rigor monoteísta también se ablanda de vez en
cuando. El judaísmo, considerado en sus formas clásicas, aparece, ante
el paganismo que lo rodea, como un bloque impenetrable y sin ninguna
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Pero ocurre que, de manera más o. menos aguda, existe el problema que
supone la presencia de los romanos para todo judío. Y la fiebre
mesiánica adquiere carácter crónico en Palestina. Se manifiesta a veces
en violentos estallidos, algunos de los cuales llegan hasta la Diáspora.
Su resultado final fue el gran levantamiento de 66-70. El cristianismo
nace y se desarrolla en esta atmósfera de crisis, en este fondo de
remolinos mesiánicos. Como también él es, un movimiento mesiánico, no
deja de sentir las contradicciones de semejante situación.
Pero por otra parte, por mucho que el judaísmo quiera aislarse del
mundo exterior, no logra impedir el contacto. En Palestina, y aún más en
la Diáspora, se establecen relaciones no siempre hostiles. Las influencias
se ejercen en ambos sentidos: el judaísmo, al recordar el mensaje
universalista de los profetas, trata de convertir a los gentiles a la idea de
un Dios único. Alrededor de cada sinagoga, una propaganda misionera
activa hace que se reúna un grupo de paganos simpatizantes, los
`temerosos de Dios' que, junto con la fe monoteísta y la ley moral, acepta
un rudimento de obligaciones rituales. Algunos llegan a la conversión
integral consagrada por la circuncisión: son los prosélitos. Por lo
contrario, el judaísmo se muestra sensible a su vez a los valores y a las
bellezas de la cultura helénica. El griego es la lengua usual y hasta
litúrgica de las comunidades dispersas. Los judíos más cultos de la
Diáspora leen a los filósofos griegos. Y no hay duda de que les gusta
encontrar en sus escritos el eco de la revelación bíblica haciendo de ellos
los discípulos, más o menos conscientes, de Moisés. Pero al mismo
tiempo, esas doctrinas penetran en ellos, que vuelven a pensar en su
judaísmo en función de los nuevos datos adquiridos. Se elabora así una
cultura judeo-helénica, cuyo foco principal está en Alejandría y cuyo más
notable representante es Filón, contemporáneo de Cristo y de San Pablo.
Se traduce la Biblia al griego. La versión llamada de los Setenta, que
data del siglo II a. C., refleja fielmente el estado de espíritu de los judíos
helenizados. Estaba destinada al mismo tiempo para uso litúrgico de las
comunidades judías de lengua griega y para propaganda entre los
paganos. Cuando empiece a extenderse el cristianismo por el Imperio,
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Pero muchos, sobre todo entre la gente humilde, tienen para este
hombre divino que vuelve próxima y tangible a la benefactora
Providencia de los Inmortales, un fervor auténticamente religioso. Valdrá
la pena tenerlo en cuenta cuando se quiera comprender la difusión del
cristianismo. Pero, claro, esta Providencia solo se ejerce aquí abajo, en
lo inmediato. Y lo que preocupa a estas almas es el más allá. En los
cultos orientales, y en particular en los cultos de los misterios, encuentran
la respuesta que necesitan para las preguntas que se plantean.
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CAPÍTULO II
LA COMUNIDAD DE JERUSALEN
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Ahora bien, esta concepción tal vez estuviese por entonces menos
ausente del judaísmo de lo que se ha admitido durante mucho tiempo.
Estaba ausente del judaísmo oficial. Seguros de ello, muchos críticos han
considerado que en el pensamiento judío representaba una aparición
tardía, seguramente debida a las influencias cristianas y que nunca había
arraigado. Actualmente somos menos categóricos. Con la figura del
Siervo, ofrecía la Escritura un punto de apoyo para formar la idea de un
Mesías que fuese doloroso primero y glorioso después, hasta glorificado
a causa de sus sufrimientos. No parecía, hasta ahora, que esta figura
hubiese logrado mucho éxito fuera del cristianismo y antes que él. Pero
se han encontrado nuevos documentos, escritos al margen de la
ortodoxia de Jerusalén, que revelan perspectivas insospechadas.
Los manuscritos descubiertos hace poco cerca del Mar Muerto, casi
seguramente anteriores a la era cristiana, nos proporcionan la biblioteca
de una secta judía, llamada de la Nueva Alianza, que todo induce a
considerar como una rama de la cofradía esenia descrita por Filón,
Josefo y Plinio el Viejo. Junto con los más antiguos manuscritos de que
pueda disponerse hoy, de diversos libros canónicos o apócrifos, figura un
comentario del libro de Habacuc, interpretado con tanto saber como
sagacidad por M. Dupont-Sommer, profesor de la Sorbona. Revela que el
jefe de la secta, el misterioso "Maestro de Justicia", estuvo sujeto a la
sevicia de los sacerdotes de Jerusalén, muy probablemente hacia la
mitad del siglo i de nuestra era. Muerto en circunstancias poco claras,
ascendió al cielo, según creían sus discípulos. Contaban éstos
firmemente con su regreso para obtener una gloriosa victoria al final de
los tiempos y, al parecer, la fe en el Maestro era la condición para la
salvación y el ingreso al Reino.
Falta mucho para elucidar enteramente todos los problemas que este
descubrimiento plantea. Pero sabemos lo bastante como para advertir
que esta secta ofrece analogías exactas con ciertos puntos del
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Además, la idea del Mesías sufriente fue aceptada por los primeros
cristianos, pero no sin esfuerzo. Mesías, lo fue para todos en seguida.
Por mucho que nos remontemos, el título de Cristo —Christos, el Ungido,
equivalente griego del Maschiah hebreo— se une a su nombre como un
segundo nombre propio; y la confesión de Pedro, "Tú eres el Cristo"
(Marcos, 8, 29), parece reflejar claramente el pensamiento de sus
discípulos cuando aún vivía. Pero les cuesta resignarse a que en su
tránsito haya un lugar para el sufrimiento, .y la idea, afirmada por San
Pablo, del valor redentor de la cruz, es posible que no los haya
iluminado, tan fuerte era la influencia de las concepciones tradicionales
del judaísmo oficial. Esa influencia se ejerce también sobre otros puntos;
los primeros discípulos no tuvieron ni el sentimiento ni la voluntad de salir
del judaísmo.
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Capitulo III
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Pero se une también, mucho antes de Cristo, con una tradición del
pensamiento mucho más antigua en el judaísmo. Las fuentes
escriturarias de las ideas de Esteban están en el episodio de la profecía
de Natán (II Samuel, 7), que Esteban, evidentemente, interpreta como un
repudio puro y simple que el Eterno hace de todo santuario construido lo
que, en efecto, era en su forma primera; el texto actual ha alterado el
sentido primitivo y representa la tradición oficial del judaísmo. En la
perspectiva original, que Esteban vuelve a tomar, el único santuario
auténtico y legítimo es el antiguo tabernáculo de los hebreos nómadas,
cuyo modelo comunicó Dios mismo a Moisés en el monte santo (Éxodo,
25, 9). Una oposición vigorosa se presenta así entre David, "que
encontró gracia ante Jehová y pidió un lugar de reposo para el Dios de
Jacob" —se trata de la colina de Sión, donde fue instalada el arca santa,
después de la conquista de la ciudad (II Samuel, 6, 17)— y Salomón, que
construyó una mansión al Eterna. La construcción del Templo procede de
las mismas malas tendencias que la fabricación del becerro de oro. Tanto
lo uno como lo otro, según dice Esteban, son "obras de mano (del
hombre) "; ahora bien, "el Altísimo no habita en templos hechos de
mano" (Hechos, 7, 48, cf. 7, 41). Una cita profética (Isaías, 66, 1) nos
corrobora el pensamiento de Esteban que, sin embargo, llega mucho
más lejos que los profetas al condenar el culto de Jerusalén. Lleva hasta
sus últimas consecuencias las críticas que ellos habían formulado,
colocándose así al margen de los esquemas y de las instituciones del
judaísmo oficial.
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completar su obra, o mejor aún, que la restauraría: "Un profeta como yo";
esta cita se atribuye también a Pedro (Hechos, 3, 22) y destaca la
continuidad que, tanto para el uno como para el otro, une a la obra del
legislador con la del Cristo que tendrá que llegar. Pero, aparentemente,
esta continuidad no se ha roto para Pedro en el intervalo; su asiduidad al
Templo prueba que acepta como legítimas todas las etapas de la
evolución religiosa de Israel. Según Esteban, debe rechazarse, por el
contrario, toda una etapa de esta evolución. Cristo será el artesano de un
judaísmo reformado. Con esta perspectiva, la vida terrestre de Jesús no
es más que un preludio dramático y una advertencia. No parece que
haya en Esteban una teología de la cruz. Sus miradas, como las de los
primeros discípulos, contemplan la Parusia, que supondrá la realización
del plan divino. Lo esencial no ha sido hecho todavía.
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Capitulo IV
San Pablo
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Según él dice, logró que su punto de vista quedase aprobado sin ninguna
reserva y emprendió un nuevo viaje, esta vez en compañía de Silas y
luego de Timoteo. Visitó las iglesias de Asia, que había fundado
anteriormente, y viajó después hacia el Norte, a través de Frigia y del
país de los gálatas, llegó a la costa occidental de Asia Menor y se
embarcó a Macedonia. Predicó, con resultados desiguales, en Filipos,
Tesalónica, donde fundó iglesias, y en Berea, de donde pronto le
expulsaron. Fue después a Grecia propiamente dicha y llegó a Atenas. El
dicurso que según los Hechos (17, 22-31), pronunció en el Areópago, y
cuya presentación resulta un tanto sospechosa, no reproduce
ciertamente palabras auténticas de Pablo. Pero nos ofrece, al menos, un
eco fiel de los temas fundamentales de la apologética monoteísta, judía o
cristiana, que enseñaban a los paganos. En este respecto tiene valor de
documento, aunque menos sobre Pablo que sobre los medios de los
cuales surgieron los Hechos. No deja, además, de ofrecer cierto
paralelismo con algunos pasajes de las Epístolas, a pesar de la ausencia
de toda nota cristológica y hasta específicamente cristiana. En definitiva,
no sería imposible que, al abordar a un público que desconocía tanto el
cristianismo como el judaísmo, le hablase Pablo, en general, de esta
manera.
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duro tributo. Frente a los falsos apóstoles, enumera con cierto orgullo los
males sufridos: "Ministro de Cristo (soy), yo más (que ellos): en trabajos
más abundantes; en azotes sin medida; en cárceles más; en muertes,
muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes
menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado;
tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado en lo
profundo de la mar" (II Cor., 11, 23-25). Todo eso —añade— lo ha
padecido por causa de los de su nación, de los gentiles o de los falsos
hermanos. Más adelante trataremos de aclarar este testimonio.
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Junto con la Ley, queda condenada la idea del pueblo elegido. O más
bien, traspuesta. El Israel de Dios, la verdadera descendencia de
Abrahán, son los creyentes, vengan de donde vinieren. En ese momento,
y cada vez más, lo son los gentiles. En cuanto al pueblo judío, Pablo, que
lo ama con todas las fibras de su ser, no se resigna a creerlo
definitivamente enceguecido: se convertirá con el fin de los tiempos. Y la
Biblia, memorial de las promesas divinas, guarda para la Iglesia, Israel
espiritual, todo su valor: es la carta del universalismo cristiano por el cual
"no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita,
siervo ni libre; mas Cristo es el todo, y en todos" (Col., 3, 11) .
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Capitulo V
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Pablo recibe, pues, una firma en blanco para la predicación entre los
paganos. Los jerosolimitanos se mantienen, como en el pasado, en la
misión en Israel. El problema parece así resuelto con una distribución de
dominios. Pero en la realidad no lo está. Vuelve a surgir en seguida, por
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Para el autor de los Hechos no hay duda de que el decreto, aceptado por
Pablo —él mismo, escoltado por dos fieles de Jerusalén, lo lleva a
Antioquía—, fue aplicado en todas partes. Se puede inferir que en sus
tiempos estaba en vigor en la mayor parte de las iglesias, incluidas las
fundadas por Pablo. Sabemos, en realidad, por testimonios muy
precisos, que mucho después de la época apostólica, y en regiones que
no fueron alcanzadas por la primera ola misionera, seguían
observándolo. A las acusaciones de antropofagia que la malignidad
pagana hacía contra los cristianos, los apologistas (Minucio Félix,
Octavius, 30, 6; Tertuliano, Apologética, 9), y también los mártires de la
persecución de Lyon de 177 (Eusebio, Historia Eccl. 5, 1) contestan:
"Cómo podríamos comer carne humana si nos está prohibido consumir
hasta la sangre de los animales" y, precisa Tertuliano, "la carne de
animales ahogados o reventados"? Y el mismo Tertuliano añade que uno
de los procedimientos de los paganos para tratar de que los cristianos
incurrieran en apostasía, era el de ofrecerles morcillas. Se trata de
testimonios relativos a la Iglesia de Occidente, donde el decreto
apostólico cayó en desuso, aunque muy lentamente, porque San
Agustín, a fines del siglo IV, ironiza a propósito de los fieles que se creen
con la obligación de observarlo. Por el contrario, en la Iglesia Oriental,
varios concilios provinciales estiman necesario en los siglos V y VI que
se recuerden las prohibiciones apostólicas en materia de alimentos, que
conservan su fuerza de ley. Su significado seguramente ya no es
exactamente el mismo que en sus orígenes. Si nos mantenemos en la
época apostólica, veremos que muestran una huella singularmente fuerte
de las normas judaicas, planteando así el problema de la importancia
relativa del cristianismo paulino en la Iglesia naciente.
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No todos los errores y los abusos que denuncia Pablo en Corinto son de
carácter judaizante. Algunos traducen la supervivencia de mentalidad y
concepciones paganas, por ejemplo, a propósito de la resurrección de los
muertos y en materia moral. Pero cuando Pablo, aun considerando una
vana observancia el hecho de abstenerse de comer las carnes inmoladas
a los ídolos, admite, sin embargo, que tal vez sea necesario acatarla para
no escandalizar a los débiles y a los retrasados, tenemos una concesión
manifiesta según el punto de vista judeo-cristiano, tal como se expresa
en el decreto apostólico (I Cor., 9). En cuanto a los gálatas, la situación
es aún mucho más clara: la crisis de las iglesias de esta región se debe a
maniobras judaizantes. A los paganos convertidos no se pretende
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fieles una doctrina y, sobre todo, una cristología muy distintas de las de
Pablo. Entre los que comprendieron realmente el pensamiento del
Apóstol, ¿cuántos fueron capaces de defenderlo contra "otro evangelio",
más accesible para las inteligencias medias? Los consecutivos avances
de la teología cristiana primitiva inducen a pensar que no fueron muchos.
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Capitulo VI
La vida de la Iglesia
Por mucho que nos remontemos, nos aparece éste realizado en una
sociedad religiosa cuya organización ha ido precisándose y
uniformándose. Tenemos los elementos desde el principio; aunque a
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Como ser celestial, Cristo está mucho más cerca de Dios que de la
humanidad. Está, sin embargo, subordinado a él: es "la imagen del Dios
invisible" (Col., 1, 15). Aunque tenga `forma de Dios', es decir, aunque de
alguna manera participe de la condición divina, no creyó tener que
reivindicar la igualdad con Dios, al contrario de. Satán, el ángel caído. A
la inversa, se desprende de su forma divina para asumir la de siervo o
tomando el aspecto de un hombre, "se humilló a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le
ensalzó a lo sumo, y dióle un nombre que es sobre todo nombre; para
que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los
cielos, y de los que en la tierra, y de los que debajo de la tierra; y toda
lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dilos Padre"
(Fil., 2, 8-11). No es, pues, congénito el título de Señor, sino recompensa
por su sacrificio libremente consentido, y le ensalza más arriba aún, que
en su condición primera. Dios, desde entonces, "ha puesto todo a sus
pies". Pero en el drama cósmico del que es héroe, su resurrección y su
exaltación no representan aún más que el gaje y las primicias de la
victoria: los poderes demoníacos no están enteramente subyugados. La
lucha que Cristo hace por medio de su Iglesia solo estará acabada con el
fin de los tiempos. "Cuando habrá quitado todo imperio, y toda potencia y
potestad ... , el postrer enemigo que será deshecho será la muerte ...
Mas luego que todas las cosas le fueren sujetas, entonces también el
mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que
Dios sea todas las cosas en todos" (I Cor., 15, 24-28).
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Capitulo VII
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Pero desde otro punto de vista, es más difícil. El judaísmo goza del
estatuto legal de religio lícita. Y lo debe precisamente a su carácter de
religión nacional y a la antigüedad de su tradición. El derecho a la
propaganda no figura de manera explícita entre los privilegios
reconocidos a los judíos, pero si el proselitismo no estaba debidamente
autorizado, tampoco parece que le pusieran muchos obstáculos en la
época que nos interesa. Además; el estatuto del judaísmo le garantiza,
en principio, la protección de las autoridades frente a los movimientos de
hostilidad popular. Los cristianos, por el contrario, no tienen a quien
recurrir, porque están en la ilegalidad. En los ámbitos del Imperio no hay
lugar para ese tertium genus rechazado por los judíos, que se niegan a
someterse a su Ley, y que pretenden, sin embargo, sustraerse de las
manifestaciones religiosas de lealtad cívica de la que solo ellos están
dispensados, y que viven como ellos, aunque sin autorización al margen
de la sociedad pagana y de sus normas.
Pero, analizándola mejor, esta desigualdad, tan real y tan temible para
los cristianos en los siglos siguientes, en la época apostólica era un tanto
teórica. El cristianismo, aun en su forma paulina, para el mundo pagano
no pasaba de ser una secta judía. La misión cristiana, cuyo primer equipo
está constituido por judíos, toma del proselitismo judío sus métodos;
comienza la predicación en las sinagogas y es a través de ellas como
llega hasta el mundo pagano; necesita la Biblia también como ella y
proclama en alta voz ser el nuevo Israel; como la misión judaizante
compite activamente con la de Pablo, resulta normal que, tanto la
autoridad como la opinión, poco preocupadas las dos por la teología,
tardasen en distinguir claramente las diferencias entre ambas religiones.
Así es que, al principio, los cristianos quedaron englobados en la
tolerancia que se concedía a los judíos. Pero también quedaron
englobados, al mismo tiempo, en la impopularidad que recae sobre los
judíos, las primeras manifestaciones anticristianas no tienen ningún
carácter específico en relación con las manifestaciones antisemitas de
los paganos, que las autoridades no siempre se preocupaban por
reprimir. Muy poco a poco fue dándose cuenta el gobierno imperial de la
originalidad y del peligro del movimiento cristiano, y fue tomando
medidas para contenerlo.
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15). La misma actitud vemos cuando detienen por última vez a Pablo en
Jerusalén, con el tribuno que manda las tropas romanas, y luego, tras la
investigación, con el procurador Festos (Hechos, 24, 26; 25, 15 y sigs.).
Sin duda el autor ha presentado los hechos exponiéndolos
favorablemente; pero no creo que los haya falseado en su totalidad.
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Son de sobra conocidos los hechos relatados por Tácito (Anales, 15, 44).
Estalló un incendio en Roma en julio del año 64 que, pasando de uno a
otro, destruyó diez de los catorce barrios de la capital. Según los
rumores, el emperador lo había ordenado. Para cambiar la dirección de
las sospechas, Nerón denunció a los cristianos como culpables. Sufrieron
detenciones en masa. Tras una investigación muy breve, según parece,
los inculpados fueron condenados a muerte y perecieron en medio de
suplicios de una crueldad refinada, echados a los animales feroces o
quemados vivos en los jardines del emperador mismo. Una tradición de
autoridad discutible pone a Pedro entre las víctimas. No es seguro que
estuviera en Roma alguna vez; las excavaciones hechas para encontrar
su tumba bajo la basílica que se le ha consagrado no han dado ningún
resultado decisivo. En cuanto a la tradición que hace de Pablo su
compañero de martirio, es todavía más frágil; responde visiblemente al
deseo de reconciliar en la muerte a dos hombres entre los cuales la
concordia más bien no fue perfecta en vida. Aunque el martirio de Pablo
no fuese anterior a las matanzas del 64, no tiene relación directa con
ellas: para establecerlo basta su localización, en la carretera de Ostia,
mientras que las otras víctimas murieron en el Vaticano.
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Conclusión
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Unos años más tarde, en 66, estalla una rebelión judía de gran magnitud.
En esta fecha, la comunidad cristiana de Jerusalén, ya fuera porque,
advertida por la muerte de Santiago, quiso escapar de una persecución
posible, ya porque sencillamente huyó, al empezar la guerra, del teatro
de las operaciones, la cuestión es que había abandonado la ciudad.
Emigró a Pella, ciudad pagana de Transjordania.
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BIBLIOGRAFIA SUMARIA
I. FUENTES
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