Historia Del Cuento / Willard Díaz
Historia Del Cuento / Willard Díaz
Historia Del Cuento / Willard Díaz
Una familia de sapiens se reúne alrededor de una hoguera, alguien tiene algo
que contar y el resto, amparado por las estrellas, escucha con atención
concentrada el relato. ¿De qué se habla? De un peligro, del viaje a un lugar
recién descubierto, de algo extraño que le sucedió a uno en otro valle, de la
solución de un problema práctico. Lo que nos importa, en principio, es la forma
de la conversación pues representa, más que cualquier contenido, una
conquista maravillosa de la mente humana: el relato como un medio de
conocimiento del mundo. Sin duda, el simple relato oral breve ha sido una de
las primeras avenidas del desarrollo humano y de la socialización.
Después surgiría de manera natural la necesidad de exagerar, quizá, de
impresionar al auditorio con hazañas extraordinarias y seres fantásticos. “Los
primeros cuentos del mundo llevan la marca de su nacimiento, que es la
conversación de donde salen —escribe Enrique Anderson Imbert en la
introducción de “Teoría y técnica del cuento”—. Conversadores se ponían a
contar acontecimientos extraordinarios que se desviaban de la situación
ordinaria en que los conversadores estaban. El cuento en sus orígenes
históricos fue una diversión dentro de una conversación; y la diversión consistía
en sorprender al oyente con un repentino excursus en el curso normal de la
vida”.
El cuento primigenio es el cuento oral, tal como podemos observarlo todavía en
algunas culturas y regiones del mundo que conservan esa tradición; cuando
llega la escritura las primeras colecciones de cuentos son solo recopilaciones
de relatos orales populares. Ejemplares tempranos de este tipo de cuento
enmarcado por una conversación los halla Anderson en Luciano de Samosata
(120 – 200 d.C.) y en el “Satiricón” de Petronio (siglo I d.C), libro en el cual se
puede leer ese delicioso relato que es “La viuda de Efeso”. Luego vendrán las
famosas colecciones de cuentos orientales populares como el “Panchatantra” o
“Calila y Dimna”. También hay cuentos de este tipo en la Biblia, presentados
como historias sagradas, parábolas o ejemplos. Los hay en las fábulas de
Esopo, en “Las mil y una noches”, en la colección de cuentos fantásticos rusos
que estudió Propp, así como en “La doncella sacrificada”, la colección de
relatos del Colca. Todos llevan el sello de su oralidad: en su parvo espacio nos
narran acciones únicas y maravillosas o extraordinarias, con un giro final
sorpresivo o bien con una moraleja. Anderson Imbert ha señalado que “En
todas las literaturas se distinguen dos momentos. Primero, cuando el cuento se
mezcla con funciones narrativas tales como la historia, la mitografía, la
epopeya, el drama, la poesía elegíaca, la oratoria, la epistolografía, la
erudición, etc. Y segundo, cuando el narrador adquiere consciencia de estar
escribiendo cuentos autónomos con vistas a un género independiente”.
Ramón Menéndez Pidal en el prólogo de su monumental “Antología de cuentos
de la literatura universal” nos informa que la literatura comparada del siglo XIX
ha conseguido trazar la ruta que siguieron los cuentos orientales, que fueron
los primeros del género, pasaron por Grecia, Roma, luego entraron en el
mundo cristiano y en el mundo islámico, para llegar durante la Edad Media a
España.
Según Menéndez Pidal: “Sin duda, el suceso más importante, de carácter
decisivo en la historia del cuento europeo, es el de la influencia ejercida por el
Oriente. Los relatos heredados de Grecia y Roma no adquirieron en la
cuentística occidental gran importancia; son los relatos orientales los que
alcanzaron un desarrollo preponderante, desconocido antes, y alcanzaron ese
gran desarrollo merced a un giro especial que en Oriente había tomado la vida
del cuento, aplicado con preferencia a fines religiosos. Esta alta aplicación le
confiere una importancia que jamás había tenido en el cuento occidental”.
El paradigma de este uso fue “Vidas de los Padres Eremitas del Oriente”,
explica Menéndez. Pero conviene insistir con él y repetir sus palabras sobre el
rasgo que marcará a los primitivos cuentos y que todavía persiste en varios de
nuestros escritores contemporáneos: “El cuento o la fábula fueron empleados
como enseñanza de ética mundana en todas partes; son formas habituales de
la sabiduría popular. Pero en el Oriente se los emplea en especial para la
enseñanza religiosa, sea en forma de parábola, sea como alegoría, sea como
ejemplo por sí mismo instructivo o edificante. En la India, y especialmente en la
India budista, se desarrolló este uso de un modo extraordinario, y sus ficciones,
asimiladas por la literatura árabe, fueron recibidas en el Occidente europeo con
singular éxito”.
Fue un judío aragonés bautizado en 1106 como Pedro Alfonso (por el día de su
bautismo, el día de San Pedro; y por su padrino el rey Alfonso de Aragón),
quien compuso una primera colección de treinta cuentos orientales y los tradujo
del árabe al latín, publicados con el nombre de “Disciplina Clericalis”
(“Enseñanza de doctos”), para adoctrinar a “hombres sabios”. Un quinto de
esta colección lo forman seis narraciones “dedicadas a mostrar la malicia e
infidelidad de las mujeres, tema que la literatura cuentística árabe tomó de la
literatura india, particularmente abundante en relatos sobre malas artes y
engaños femeninos”, según Menéndez Pidal.
Aunque Pedro Alfonso advierte que esas historias nada edificantes deben ser
leídas con sutileza, es probable que solo los seminaristas lo hicieran así y que
por el contrario los lectores comunes las tomaran como el plato fuerte de la
colección.
El caso es que el “Disciplina Clericalis” de Pedro Alfonso tuvo un éxito enorme
en toda Europa, su novedad fue sorprendente, presentaba cuentos constituidos
ya en un género literario bien definido y muy ameno. Siguieron el ejemplo
rápidamente don Juan Manuel, el Archipreste de Hita, Bocaccio, Chaucer y sus
respectivas famosas colecciones. Hasta llegar a nuestro Miguel de Cervantes,
con quien aparece uno de los primeros rasgos de aquello que llamamos “el
cuento moderno”.
Conviene guardar en la memoria tres de los elementos del cuento primigenio:
el carácter extraordinario de las acciones narradas, la búsqueda del efecto final
y algún afán didáctico o ético.
Los cuentos medievales son creados por autores anónimos y transmitidos por
vía oral, pasan de un país a otro, mudan a veces los nombres, los escenarios;
dependen de la memoria del contador y nadie se siente su propietario. Solo
cuando aparece la idea de “Individuo” consustancial a la naciente sociedad
burguesa y a medida que la escritura de manuscritos va aumentando es que
alguien quiere reclamarse el autor, el creador de sus propios textos (sus
partituras, sus cuadros, su “obra”); ya no recopila, traduce o adapta los
existentes, ahora inventa nuevos.
Así, en 1613 Cervantes publica sus “Novelas ejemplares” (que no son novelas
en el sentido actual sino relatos breves o cuentos; las llamó “novelas” por la
“novedad”). En el prólogo escribió Cervantes “Yo soy el primero que he
novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan
impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías
propias, ni imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró y las parió mi pluma, y
van creciendo en los brazos de la estampa”.
Se rompe en este gesto histórico con dos tradiciones medievales, la oral de
repetir versiones de los mismos viejos relatos, y la de una voz colectiva, que
por ello mismo no era responsable de las modulaciones subjetivas que solo un
autor individual puede darle al texto. En adelante el autor será dueño y
autoridad no solo sobre las historias sino también del modo en que están
escritas, del estilo y de la técnica; será el artífice de la perfección y la belleza
literaria del cuento, hará un trabajo estético en un género ya maduro, moderno,
expresión concreta de una individualidad y una concepción de su vida, de su
sociedad y de su época. La invención de la imprenta y la multiplicación de los
ejemplares aceleraron el proceso.
Es así como nace el cuento moderno.
“No es que el cuento tradicional quede relegado completamente; sigue
cultivándose en la Edad Moderna, pero muy rara vez —nos dice Ramón
Menéndez Pidal en el Prólogo de su vasta “Antología de Cuentos de la
Literatura Universal”—. El cuento moderno es de arte absolutamente personal.
Es un género literario lo mismo que otro cualquiera. Cada cuento pertenece
exclusivamente a su autor, como le pertenece la novela, el drama o el soneto
que haya escrito”.
Después de Cervantes escriben este nuevo tipo de relato breve brillantes
prosistas como Tirso de Molina, Lope de Vega, Voltaire, Walter Scott, Stendhal,
Balzac, Musset, Larra, Espronceda, Bécquer, Puchkin, Washington Irving,
Hawthorne y muchos más. Durante dos siglos el cuento moderno se fue
perfeccionando, halló sus modos y formas, sus variaciones, sus lectores y su
mercado, hasta llegar a mediados del siglo XIX y a las manos del
norteamericano Edgar Allan Poe, quien introduce en el género otro cambio
sustancial.
Casi todos los historiadores de la literatura coinciden en nombrar a Poe como
el fundador del cuento contemporáneo. ¿Qué hizo para merecer el cargo? El
cuento ya tenía lo básico: brevedad y concisión, fantasía y brillo. Lo que hizo
Poe es cortarle la cola de la moraleja, quedarse con la anécdota pura, poner a
la literatura al servicio de la literatura.
En “El barril de amontillado” no nos interesan los hechos que motivaron la idea
de la venganza antes del comienzo del cuento, ni las consecuencias del
crimen, después del final; estamos solos frente a la pavorosa escena del
emparedamiento. Lo mismo, en “El gato negro” y en muchos de los mejores
cuentos de Poe, aquellos en los que autor cumple su propia receta. Escribió —
bajo seudónimo— acerca de sí mismo lo siguiente: “La mayoría de los
escritores consiguen el tema primero, y escriben para desarrollarlo. Lo primero
que busca el señor Poe es un efecto nuevo, luego un tema; esto es, un nuevo
arreglo de la circunstancia o una nueva aplicación de tono con la que pueda
desarrollarse el efecto. Y obviamente considera material legítimo lo que
contribuya a que el efecto aumente. Así es como ha realizado obras del más
notable carácter, y ha colocado el simple "cuento", en este país, por encima de
la más extensa "novela", así llamada convencionalmente”.
La teoría del cuento de “efecto único” inventada por Poe nos enseñó que no es
el propósito del cuento ilustrar un tema extraliterario sino impactar al lector con
un “efecto nuevo”. Para alcanzar su propósito, un buen escritor, según Poe: “Si
es prudente, no habrá elaborado sus pensamientos para ubicar los incidentes,
sino que después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular,
inventará tales incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayuden a
conseguir el efecto preconcebido. Si su primera frase no tiende ya a producir
dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso. No debería
haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia directa o
indirecta, no se aplicara al designio prestablecido”.
La forma más notoria que adquiere el “efecto único” en los cuentos de Poe es
la solución de un enigma, como en “El escarabajo de oro” o los tres cuentos
policiales de Auguste Dupin; pero también puede ser un gesto de horror o un
espasmo de miedo o de asombro buscado en el lector, como en “La caída de la
casa de Usher”, “El corazón delator” o “La verdad en el caso del señor
Valdemar”.
Después de Poe emplearían el “efecto único” cuentistas tan variados e
importantes como Arthur Conan Doyle, O. Henry, Horacio Quiroga, H.P.
Lovecraft y muchos otros, incluido Julio Cortázar, el mejor traductor de Poe al
español.
Si llamamos “contemporáneo” a todo aquello que corresponde a nuestro actual
modo de ser y estar en el mundo, debemos aceptar que en materia de cuentos,
leemos los de Edgar Allan Poe como si hubieran sido escritos ayer. Se editan
en antologías o por separado. “El gato negro”, “La caída de la casa de Usher”,
“Los crímenes de la calle Morgue”, “El escarabajo de oro”, son relatos muy
populares entre los adolescentes y los jóvenes; “La carta robada” es tema de
investigación y análisis de varios teóricos, lo mismo que “La verdad en el caso
del señor Valdemar” y otros.
A partir de Poe muchos seguidores han escrito en cada especie cientos de
cuentos que han tenido y tienen gran lectoría. Hasta ahora hay narradores
jóvenes que buscan el “efecto único” al escribir; así como hay lectores que
aprecian sobre todo la sorpresa, el efectismo romántico en un cuento.
Pero muy pronto, también en Estados Unidos, apareció otro tipo de relato
breve, el llamado cuento de “color local” o “costumbrista”. Los cuentos de Poe y
sus seguidores inmediatos estaban ambientados, según las convenciones de la
época romántica temprana, en lugares exóticos y tiempos pasados: el
medioevo, la conquista, Francia, España, Italia, Alemania, la Alhambra, etc.
Con el mismo criterio autores como Mark Twain, Francis Bret Harte o Ambrose
Bierce contaron sobre personajes y costumbres del oeste norteamericano y
hechos de la Guerra Civil poco conocidos por los cultos lectores de las grandes
ciudades del este. Sin embargo, ellos viraron la mirada hacia su propio
continente, buscaron el exotismo dentro de sus fronteras nacionales.
Por esos años en España Mesonero y Larra escribieron también relatos
costumbristas, en libros que tuvieron influencia directa en Perú.
Lo que hace el cuento costumbrista es cambiar el énfasis en las acciones
propio del cuento de efecto único, por un énfasis en el ambiente y la
presentación de los personajes. Solo varía el rasgo “dominante” (Jakobson: “el
componente focalizado de una obra de arte”) en la estructura del cuento; no
desaparece la historia, pero ahora está al servicio del color. La búsqueda de
realismo en el color local lleva a la transcripción de los modos de hablar, de
pronunciar y de ordenar las palabras en las oraciones características de grupos
étnicos y regionales; lleva igualmente a la descripción del espacio y de los usos
y costumbres, los problemas típicos y las diferencias raciales regionales.
Nuevos protagonistas saltan a la luz y nuevas geografías se ofrecen al lector.
El cuento de color local dará origen en América Latina al Indigenismo en todas
sus variantes nacionales, incluido el nuestro. Rulfo, Carrasquilla, Payró, y en
Perú, López Albújar, Ciro Alegría, José María Arguedas, y los actuales Óscar
Colchado, Jara, Padilla, Rosas y otros, son de algún modo tributarios de aquel
original interés romántico por lo popular y lo regional.
El ruso Antón Chejov introdujo a finales del siglo XIX otra innovación sustancial.
Hasta ese momento el cuento narraba lo extraordinario, lo único y
sorprendente, lo inusual. Se podría decir que el cuento seguía aun sin saberlo
la tradición de la tragedia clásica: personajes superiores, héroes, príncipes o
nobles de algún tipo, metidos en situaciones dramáticas. Lo que hizo Chejov es
desdramatizar el cuento, entregarlo a las clases populares, a los hombres
comunes y corrientes, nada heroicos; darle a la vida cotidiana un valor que no
tenía dentro de la literatura hasta entonces. En sus inicios Chejov escribió
cuentos cómicos, quizá eso influyó en su elección de estilo. La comedia, como
se sabe, en Grecia estaba temáticamente limitada a las clases inferiores y a los
hechos alegres o divertidos, cuando no los llanamente risibles.
Con Chejov la teoría de lo extraordinario no funciona, sus historias son triviales,
insulsas, caseras, humildes. A veces terminamos de leer un cuento suyo y no
sabemos qué es lo que ha pasado. Sin embargo, hay cierta tensión en él, un
sentimiento indefinible que lo hace significativo, y, como dice Cortázar: “Un
cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de
energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la
pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el
tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Qué hay allí
que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o
inútilmente rebelde?”.
Solo que esa “explosión de energía espiritual” necesita lectores atentos, muy
atentos y sensibles a las nuances. Mientras que la violencia, la confrontación,
la muerte, lo inusual, lo raro, la malditez, lo marginal, lo contestatario, etc., son
viejas y nuevas formas del romance que por sí solas llaman nuestra atención.
Beethoven decía: “Es más difícil ser genial en los movimientos lentos”. Y John
Glasworthy escribió en 1918: “El gran éxito de Chejov reside en su destreza
para transformar la tranquilidad en algo excitante. (…) La forma en que pudo
lograrlo es su secreto, que no está al alcance de todo el mundo”. Richard Ford,
brillante narrador de cuentos, ha escrito en el Prólogo de su antología del
cuento norteamericano: “En realidad, Chejov me parece un escritor para
adultos, un escritor cuya obra llega a ser provechosa, y también espléndida,
cuando consigue dirigir la atención hacia sentimientos maduros, hacia
complicadas reacciones humanas y las casi imperceptibles alternativas morales
inscritas en dilemas mayores”.
En los cuentos de Chejov, como “La felicidad”, “La boticaria” o “Pequeñeces de
la vida”, la anécdota es lenta y trivial, pero la solidez de la prosa obliga al lector
a estar atento y a descubrir el trasfondo sutil que se intuye en ellos.
No es que Chejov no escriba cuentos de efecto único o de final sorprendente
(Léase “La cigarra” por ejemplo), solo que los más chejovianos de sus relatos
son incomparables.
Lacan analizó “Miedos” en el Seminario 10, y Raymond Carver escribió uno de
sus cuentos más bellos, “Tres rosas amarillas”, inspirado en los últimos días del
escritor ruso y como un homenaje a su maestro.
Sin duda James Joyce es conocido por “Ulises” (sin embargo, novela poco
leída); aunque fue además un gran escritor de cuentos. “Dublineses” es su
única colección de cuentos, en los que aplicó la teoría del relato epifánico, que
veremos en el siguiente capítulo.
Chejov y Joyce han influido en gran parte del cuento del siglo XX,
especialmente en la corriente norteamericana que con Hemingway, John
Cheever, Charles Baxter, Raymond Carver, Richard Ford, Lorrie Moore y
muchos otros innovó el cuento contemporáneo.