Santiago Castro Gomez (Los Desafíos... )
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4) Por último quisiera referirme a uno de los reproches más populares que se han hecho a la
posmodernidad: el de haber proclamado el "final de las utopías". Nuevamente habrá que
preguntar a cuáles autores y a qué tipo de utopía se refiere la crítica. Examinemos el caso
específico de Lyotard, por tratarse de uno de los autores más controvertidos. Partiendo de los
análisis de Wittgenstein, Lyotard advierte que los juegos del lenguaje humano están estructurados
de tal forma, que a partir de ellos resulta imposible pensar una comunidad humana en donde no
exista el conflicto y, por tanto, la injusticia. Juegos tales como "argumentar", "describir" o
"preguntar" se construyen sobre la base de complejísimas cadenas de enunciados, en donde
existen diferentes posibilidades de interconectar unas proposiciones con otras. No existiendo
ningún tipo de metacriterio linguístico que nos permita saber cuáles interconexiones debemos
realizar, la elección de una o varias posibilidades se hace siempre a costa de todas las demás. El
resultado es el conflicto inevitable entre varios tipos de discursos y formas discursivas, o lo que es
lo mismo, entre diferentes formas de vida. La heterogeneidad y el diferendo son, pues,
consubstanciales al habla humana y no se pueden eliminar. Según Lyotard, todo intento de
"reconciliar" las diferencias existentes entre los juegos de lenguaje y entre las diferentes formas de
vida configuradas por ellos, termina necesariamente en dictadura y terror.
Ahora bien, casi todas las "utopías de futuro" que se situaron en el umbral mismo de la
racionalidad moderna concebían la sociedad ideal como aquella en donde reinaría la unidad, en
donde no existirían ya más las diferencias de ningún tipo y en donde la comunicación entre las
personas no estaría mediada por relaciones de poder. La felicidad en esta sociedad futura sería
vivida como ausencia absoluta de diversidad. La armonía y la homogeneidad serían las
características de una comunidad en donde ya no habría lugar para la presencia de valores de
orientación divergentes entre sí. Pero si la heterogeneidad y la diferencia se encuentran ínsitas en
toda comunicación humana, como lo ha mostrado Lyotard, entonces resulta claro que este tipo de
utopías tendrían que degenerar en modelos autoritarios de convivencia social, en donde la
homogeneidad y el consenso podrían ser asegurados solamente a partir del ejercisio despótico de
un metacriterio religioso, económico, político y social.
¿Qué puede significar el final de este tipo de utopías totalizantes para la filosofía latinoamericana?
Será quizás la negación del "discurso de futuro" como forma esencial de narrativa sobre la que se
organiza gran parte de nuestro pensamiento, tal como lo teme Arturo Roig? Seguramente que sí,
cuando ese "discurso de futuro" se identifica sin más con lo que se ha dado en llamar la "utopía
americana", cuya génesis ha estudiado muy bien el ensayista uruguayo Fernando Ainsa. En la
elaboración de esta forma narrativa, Ainsa distingue cuatro niveles diferentes: 1) La transposición
al nuevo mundo de tópicos y mitos clásicos como el paraiso bíblico, la edad de oro, la primitiva
comunidad cristiana y la bucólica arcadia, donde el ser humano vivía en reconciliación absoluta
consigo mismo y con la naturaleza. 2) La noción de alteridad, es decir, la concepción de América
con un mundo totalmente diferente y convertido, por ello, en el depositario de todas las
esperanzas de perfección que no habían podido ser cumplidas en Europa. 3) Los sueños
milenaristas de las órdenes religiosas que buscaban probar en América un modelo teocrático de
sociedad. 4) El sueño de mejora de la situación individual y colectiva del indio mediante su
conversión al cristianismo, esto es, bajo su asimilación a formas de vida dictadas por una instancia
superior. Por desgracia, este discurso fundacional de la "utopía americana", que se caracteriza por
su pretensión integral y totalizante, ha sido reproducido desde entonces por una gran parte de
nuestra intelectualidad como la utopía social por excelencia: América Latina entendida como el
"otro absoluto" de la racionalidad europea, como el continente de la gran síntesis, como la reserva
espiritual de la humanidad, como el futuro de la Iglesia cristiana, como la tierra del misterio, la
magia y la poesía. Si es este el "discurso de futuro" al que se refiere Roig, saludamos entonces su
despedida, pues se trata de una retórica que ha servido para legitimar regímenes autoritarios y
populistas de todos los colores en América Latina.
Pero, al proclamar el final de las utopías unitarias y totalizantes, ¿no estaremos minando también
un concepto irrenunciable en América Latina, cual es el de "justicia social"? ¿Acaso este no se
basa justamente en la idea de una sociedad en donde no exista más la opresión y la desigualdad?
Pienso que este concepto de justicia como "ausencia de todo mal" es una herencia de la
escatología quialística judeo-cristiana que es preciso abandonar - la creencia en el advenimeinto
del milenio, en la reconciliación del hombre con la naturaleza, en el surgimiento de un hombre
redimido - , y creo, con Lyotard, que todo intento de transponer esta idea a la realidad social
degenera casi siempre en su contrario: en nombre de la "igualdad" y de la "justicia social" se han
establecido algunos de los regimenes más autoritarios conocidos en la historia de América Latina.
Por eso, de lo que se trata ahora es de reconocer que no podemos ir más allá de nosotros
mismos, (estamos condenados al diferendo), y de saber que la justicia es pensable solamente en
el marco de unas estructuras políticas que hagan posible la confrontación de las diferencias. Unas
estructuras que no estén legitimadas en base al relato de la "emancipación integral", sino en base
a estrategias de acción en donde se es conciente de que el combate a la injusticia genera
necesariamente nuevas formas de injusticia. La pregunta sería entonces: ¿cuáles injusticias son
más o menos tolerables para el conjunto de la sociedad? Pero esta es una cuestión que ya no
puede ser decidida a priori en base a ningún tipo de metalenguaje universal, sino que deberá ser
sometida a la consideración de un debate público, en donde las partes en conflicto puedan hacer
valer sus argumentos legítimamente y en donde el disenso pueda ser pacíficamente regulado.
Por supuesto que imaginar un tipo de sociedad semejante implica necesariamente el recurso a la
utopía. Pero, por fortuna, la dimensión utópica no se reduce solamente a los relatos unitarios de la
modernidad. Existen otro tipo de formas narrativas, que aunque siguen cumpliendo una función
utópica, no enfatizan valores tales como la unidad, el consenso, la armonía, la homogeneidad, la
ausencia de injusticia y la reconciliación. La utopía de un mundo policéntrico desde el punto de
vista económico-político y pluralista desde el punto de vista cultural. La utopía de la coexistencia
pacífica, aunque necesariamente conflictiva, entre diferentes formas de conocimiento y entre
diferentes criterios morales de acción. La utopía de un mundo en el que corran paralelamente
diferentes rutas alternativas hacia la modernidad. La utopia de una sociedad que sea capaz de
modernizar la tradición sin destruirla. La utopía de una religiosidad vivida intensamente sin
pretender re-encantar el espacio público. La utopía de un orden político en donde todas las
personas tengan oportunidad para hacer oir su voz y luchar legítimamente por mejorar su calidad
de vida. La utopía de un desarrollo económico que no conlleve la destrucción de la naturaleza. Por
no estar ligados a pretensiones mesiánicas y sobrehumanas, estos modelos utópicos pudieran
servir de base narrativa para políticas de caracter no totalitario. El "final de las utopías" anunciado
por la posmodernidad no significa, entonces, el resecamiento absoluto de la dimensión utópica
sino, todo lo contrario, la re-escritura y re-interpretación de viejas utopías según las nuevas
necesidades del hombre contemporáneo. Atreverse a imaginar utópicamente el futuro continúa
siendo un estatuto regulador de cambio y de lucha por el cambio. Pero después de Auschwitz,
Hiroschima y Ayacucho , sólo podemos entender ese cambio bajo el paradigma de la diversidad y
la heterogeneidad, a riesgo de repetir la tentación a convertir la razón en irracionalidad.
http://www10.brinkster.com/arje/flatino3.htm