Juan Pablo II El Dolor Que Salva Carta Apostólica
Juan Pablo II El Dolor Que Salva Carta Apostólica
Juan Pablo II El Dolor Que Salva Carta Apostólica
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
INTRODUCCIÓN
1. « Suplo en mi carne —dice el apóstol Pablo, indicando el valor salvífico del sufrimiento—
lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia ».(1)
Estas palabras parecen encontrarse al final del largo camino por el que discurre el sufrimiento
presente en la historia del hombre e iluminado por la palabra de Dios. Ellas tienen el valor casi
de un descubrimiento definitivo que va acompañado de alegría; por ello el Apóstol escribe: «
Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros ».(2) La alegría deriva del descubrimiento
del sentido del sufrimiento; tal descubrimiento, aunque participa en él de modo personalísimo
Pablo de Tarso que escribe estas palabras, es a la vez válido para los demás. El Apóstol
comunica el propio descubrimiento y goza por todos aquellos a quienes puede ayudar —como
le ayudó a él mismo— a penetrar en el sentido salvífico del sufrimiento.
2. El tema del sufrimiento —precisamente bajo el aspecto de este sentido salvífico— parece
estar profundamente inserto en el contexto del Año de la Redención como Jubileo
extraordinario de la Iglesia; también esta circunstancia depone directamente en favor de la
atención que debe prestarse a ello precisamente durante este período. Con independencia de
este hecho, es un tema universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía.
En cierto sentido coexiste con él en el mundo y por ello hay que volver sobre él
constantemente. Aunque San Pablo ha escrito en la carta a los Romanos que « la creación
entera hasta ahora gime y siente dolores de parto »;(3) aunque el hombre conoce bien y tiene
presentes los sufrimientos del mundo animal, sin embargo lo que expresamos con la palabra «
sufrimiento » parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre. Ello es tan
profundo como el hombre, precisamente porque manifiesta a su manera la profundidad propia
del hombre y de algún modo la supera. El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del
hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido « destinado » a
superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo.
3. Si el tema del sufrimiento debe ser afrontado de manera particular en el contexto del Año de
la Redención, esto sucede ante todo porque la redención se ha realizado mediante la cruz de
Cristo, o sea mediante su sufrimiento. Y al mismo tiempo, en el Año de la Redención
pensamos de nuevo en la verdad expresada en la Encíclica Redemptor hominis: en Cristo «
cada hombre se convierte en camino de la Iglesia ».(4) Se puede decir que el hombre se
convierte de modo particular en camino de la Iglesia, cuando en su vida entra el sufrimiento.
Esto sucede, como es sabido, en diversos momentos de la vida; se realiza de maneras
diferentes; asume dimensiones diversas; sin embargo, de una forma o de otra, el sufrimiento
parece ser, y lo es, casi inseparable de la existencia terrena del hombre.
Dado pues que el hombre, a través de su vida terrena, camino en un modo o en otro por el
camino del sufrimiento, la Iglesia debería —en todo tiempo, y quizá especialmente en el Año
de la Redención— encontrarse con el hombre precisamente en este camino. La Iglesia, que
nace del misterio de la redención en la cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con
el hombre, de modo particular en el camino de su sufrimiento. En tal encuentro el hombre « se
convierte en el camino de la Iglesia », y es este uno de los caminos más importantes.
II
Puede ser que la medicina, en cuanto ciencia y a la vez arte de curar, descubra en el vasto
terreno del sufrimiento del hombre el sector más conocido, el identificado con mayor
precisión y relativamente más compensado por los métodos del « reaccionar » (es decir, de la
terapéutica). Sin embargo, éste es sólo un sector. El terreno del sufrimiento humano es mucho
más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El hombre sufre de modos diversos, no
siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones. El
sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más
profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene
de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como
fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual
como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos,
hasta un cierto punto, las palabras « sufrimiento » y « dolor », el sufrimiento físico se da
cuando de cualquier manera « duele el cuerpo », mientras que el sufrimiento moral es « dolor
del alma ». Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión « psíquica
» del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico. La extensión y la
multiformidad del sufrimiento moral no son ciertamente menores que las del físico; pero a la
vez aquél aparece como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.
Se puede decir que el hombre sufre, cuando experimenta cualquier mal. En el vocabulario del
Antiguo Testamento, la relación entre sufrimiento y mal se pone en evidencia como identidad.
Aquel vocabulario, en efecto, no poseía una palabra específica para indicar el «sufrimiento»;
por ello definía como «mal» todo aquello que era sufrimiento.(22) Solamente la lengua griega
y con ella el Nuevo Testamento (y las versiones griegas del Antiguo) se sirven del verbo
«pas*¥ = estoy afectado por..., experimento una sensación, sufro», y gracias a él el sufrimiento
no es directamente identificable con el mal (objetivo), sino que expresa una situación en la que
el hombre prueba el mal, y probándolo, se hace sujeto de sufrimiento. Este, en verdad, tiene a
la vez carácter activo y pasivo (de « patior »). Incluso cuando el hombre se procura por sí
mismo un sufrimiento, cuando es el autor del mismo, ese sufrimiento queda como algo pasivo
en su esencia metafísica.
Sin embargo, esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado
por una « actividad » específica. Esta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente
diferenciada « actividad » de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de
desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según
toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad. Dentro de lo que
constituye la forma psicológica del sufrimiento, se halla siempre una experiencia de mal, a
causa del cual el hombre sufre.
Así pues, la realidad del sufrimiento pone una pregunta sobre la esencia del mal: ¿qué es el
mal?
Esta pregunta parece inseparable, en cierto sentido, del tema del sufrimiento. La respuesta
cristiana a esa pregunta es distinta de la que dan algunas tradiciones culturales y religiosas, que
creen que la existencia es un mal del cual hay que liberarse. El cristianismo proclama el
esencial bien de la existencia y el bien de lo que existe, profesa la bondad del Creador y
proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta falta,
limitación o distorsión del bien. Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del
que él no participa, del cual es en cierto modo excluído o del que él mismo se ha privado.
Sufre en particular cuando « debería » tener parte —en circunstancias normales— en este bien
y no lo tiene.
Así pues, en el concepto cristiano la realidad del sufrimiento se explica por medio del mal que
está siempre referido, de algún modo, a un bien.
Pensemos, finalmente, en la guerra. Hablo de ella de modo especial. Habla de las dos últimas
guerras mundiales, de las que la segunda ha traído consigo un cúmulo todavía mayor de
muerte y un pesado acervo de sufrimientos humanos. A su vez, la segunda mitad de nuestro
siglo —como en proporción con los errores y trasgresiones de nuestra civilización
contemporánea— lleva en sí una amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos
pensar en este período sino en términos de un incomparable acumularse de sufrimientos, hasta
llegar a la posible autodestrucción de la humanidad. De esta manera ese mundo de sufrimiento,
que en definitiva tiene su sujeto en cada hombre, parece transformarse en nuestra época —
quizá más que en cualquier otro momento— en un particular « sufrimiento del mundo »; del
mundo que ha sido transformado, como nunca antes, por el progreso realizado por el hombre y
que, a la vez, está en peligro más que nunca, a causa de los errores y culpas del hombre.
III
Obviamente el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente difundido en el mundo de los
animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y
sufre de manera humanamente aún más profunda, si no encuentra una respuesta satisfactoria.
Esta es una pregunta difícil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por
qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera,
hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.
Ambas preguntas son difíciles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los
hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta
pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a
Dios como Creador y Señor del mundo.
Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y
conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la
negación misma de Dios. En efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma
humana a la existencia de Dios, a su sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento
parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto más en el drama diario de tantos
sufrimientos sin culpa y de tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia —
tal vez más aún que cualquier otra— indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido
del sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la pregunta misma como las posibles
respuestas a dar.
10. El hombre puede dirigir tal pregunta a Dios con toda la conmoción de su corazón y con la
mente llena de asombro y de inquietud; Dios espera la pregunta y la escucha, como podemos
ver en la Revelación del Antiguo Testamento. En el libro de Job la pregunta ha encontrado su
expresión más viva.
Es conocida la historia de este hombre justo, que sin ninguna culpa propia es probado por
innumerables sufrimientos. Pierde sus bienes, los hijos e hijas, y finalmente él mismo padece
una grave enfermedad. En esta horrible situación se presentan en su casa tres viejos amigos,
los cuales —cada uno con palabras distintas— tratan de convencerlo de que, habiendo sido
afectado por tantos y tan terribles sufrimientos, debe haber cometido alguna culpa grave. En
efecto, el sufrimiento —dicen— se abate siempre sobre el hombre como pena por el reato; es
mandado por Dios que es absolutamente justo y encuentra la propia motivación en la justicia.
Se diría que los viejos amigos de Job quieren no sólo convencerlo de la justificación moral del
mal, sino que, en cierto sentido, tratan de defender el sentido moral del sufrimiento ante sí
mismos. El sufrimiento, para ellos, puede tener sentido exclusivamente como pena por el
pecado y, por tanto, sólo en el campo de la justicia de Dios, que paga bien con bien y mal con
mal.
Su punto de referencia en este caso es la doctrina expresada en otros libros del Antiguo
Testamento, que nos muestran el sufrimiento como pena infligida por Dios a causa del pecado
de los hombres. El Dios de la Revelación es Legislador y Juez en una medida tal que ninguna
autoridad temporal puede hacerlo. El Dios de la Revelación, en efecto, es ante todo el
Creador, de quien, junto con la existencia, proviene el bien esencial de la creación. Por tanto,
también la violación consciente y libre de este bien por parte del hombre es no sólo una
transgresión de la ley, sino, a la vez, una ofensa al Creador, que es el Primer Legislador. Tal
transgresión tiene carácter de pecado, según el sentido exacto, es decir, bíblico y teológico de
esta palabra. Al mal moral del pecado corresponde el castigo, que garantiza el orden moral en
el mismo sentido trascendente, en el que este orden es establecido por la voluntad del Creador
y Supremo Legislador. De ahí deriva también una de las verdades fundamentales de la fe
religiosa, basada asimismo en la Revelación: o sea que Dios es un juez justo, que premia el
bien y castiga el mal: « (Señor) eres justo en cuanto has hecho con nosotros, y todas tus obras
son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Y has juzgado con justicia en todos
tus juicios, en todo lo que has traído sobre nosotros ... con juicio justo has traído todos estos
males a causa de nuestros pecados ».(23)
En la opinión manifestada por los amigos de Job, se expresa una convicción que se encuentra
también en la conciencia moral de la humanidad: el orden moral objetivo requiere una pena
por la transgresión, por el pecado y por el reato. El sufrimiento aparece, bajo este punto de
vista, como un « mal justificado ». La convicción de quienes explican el sufrimiento como
castigo del pecado, halla su apoyo en el orden de la justicia, y corresponde con la opinión
expresada por uno de los amigos de Job: « Por lo que siempre vi, los que aran la iniquidad y
siembran la desventura, la cosechan ».(24)
11. Job, sin embargo, contesta la verdad del principio que identifica el sufrimiento con el
castigo del pecado y lo hace en base a su propia experiencia. En efecto, él es consciente de no
haber merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al
final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es
culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el
hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia.
El libro de Job no desvirtúa las bases del orden moral trascendente, fundado en la justicia,
como las propone toda la Revelación en la Antigua y en la Nueva Alianza. Pero, a la vez, el
libro demuestra con toda claridad que los principios de este orden no se pueden aplicar de
manera exclusiva y superficial. Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo
cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea
consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba
elocuente en el Antiguo Testamento. La Revelación, palabra de Dios mismo, pone con toda
claridad el problema del sufrimiento del hombre inocente: el sufrimiento sin culpa. Job no ha
sido castigado, no había razón para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una
prueba durísima. En la introducción del libro aparece que Dios permitió esta prueba por
provocación de Satanás. Este, en efecto, puso en duda ante el Señor la justicia de Job: «
¿Acaso teme Job a Dios en balde?... Has bendecido el trabajo de sus manos, y sus ganados se
esparcen por el país. Pero extiende tu mano y tócalo en lo suyo, (veremos) si no te maldice en
tu rostro ».(25) Si el Señor consiente en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para
demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba.
El libro de Job no es la última palabra de la Revelación sobre este tema. En cierto modo es un
anuncio de la pasión de Cristo. Pero ya en sí mismo es un argumento suficiente para que la
respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento no esté unida sin reservas al orden
moral, basado sólo en la justicia. Si tal respuesta tiene una fundamental y transcendente razón
y validez, a la vez se presenta no sólo como insatisfactoria en casos semejantes al del
sufrimiento del justo Job, sino que más bien parece rebajar y empobrecer el concepto de
justicia, que encontramos en la Revelación.
12. El libro de Job pone de modo perspicaz el « por qué » del sufrimiento; muestra también
que éste alcanza al inocente, pero no da todavía la solución al problema.
Ya en el Antiguo Testamento notamos una orientación que tiende a superar el concepto según
el cual el sufrimiento tiene sentido únicamente como castigo por el pecado, en cuanto se
subraya a la vez el valor educativo de la pena sufrimiento. Así pues, en los sufrimientos
infligidos por Dios al Pueblo elegido está presente una invitación de su misericordia, la cual
corrige para llevar a la conversión: « Los castigos no vienen para la destrucción sino para la
corrección de nuestro pueblo ».(26)
Así se afirma la dimensión personal de la pena. Según esta dimensión, la pena tiene sentido no
sólo porque sirve para pagar el mismo mal objetivo de la transgresión con otro mal, sino ante
todo porque crea la posibilidad de reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre.
13. Pero para poder percibir la verdadera respuesta al « por qué » del sufrimiento, tenemos que
volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo
existente. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es
siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras
explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el « por qué » del
sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino.
Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios, hay que
abrirse ampliamente al sujeto humano en sus múltiples potencialidades, sobre todo, hay que
acoger la luz de la Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden transcendente de la justicia,
sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El
Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del
sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo.
IV
JESUCRISTO:
14. « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea
en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(27) Estas palabras, pronunciadas por Cristo
en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios.
Ellas manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología
de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con
el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al «
mundo » para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del
sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra « da » (« dio ») indica que esta
liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se
manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso «
da » a su Hijo. Este es el amor hacia el hombre, el amor por el « mundo »: el amor salvífico.
Nos encontramos aquí —hay que darse cuenta claramente en nuestra reflexión común sobre
este problema— ante una dimensión completamente nueva de nuestro tema. Es una dimensión
diversa de la que determinaba y en cierto sentido encerraba la búsqueda del significado del
sufrimiento dentro de los límites de la justicia. Esta es la dimensión de la redención, a la que
en el Antiguo Testamento ya parecían ser un preludio las palabras del justo Job, al menos
según la Vulgata: « Porque yo sé que mi Redentor vive, y al fin... yo veré a Dios ».(28)
Mientras hasta ahora nuestra consideración se ha concentrado ante todo, y en cierto modo
exclusivamente, en el sufrimiento en su múltiple dimensión temporal, (como sucedía
igualmente con los sufrimientos del justo Job), las palabras antes citadas del coloquio de Jesús
con Nicodemo se refieren al sufrimiento en su sentido fundamental y definitivo. Dios da su
Hijo unigénito, para que el hombre « no muera »; y el significado del « no muera » está
precisado claramente en las palabras que siguen: « sino que tenga la vida eterna ».
15. Cuando se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros
pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que el hombre « no
muera, sino que tenga la vida eterna »), sino también —al menos indirectamente— en el mal y
el sufrimiento en su dimensión temporal e histórica. El mal, en efecto, está vinculado al
pecado y a la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre
como consecuencia de pecados concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo Job),
sin embargo, éste no puede separarse del pecado de origen, de lo que en San Juan se llama « el
pecado del mundo»,(29) del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los
procesos sociales en la historia del hombre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de
la dependencia directa (como hacían los tres amigos de Job), sin embargo no se puede ni
siquiera renunciar al criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay una
implicación múltiple con el pecado.
De modo parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta muchas veces es esperada incluso
como una liberación de los sufrimientos de esta vida. Al mismo tiempo, no es posible dejar de
reconocer que ella constituye casi una síntesis definitiva de la acción destructora tanto en el
organismo corpóreo como en la psique. Pero ante todo la muerte comporta la disociación de
toda la personalidad psicofísica del hombre. El alma sobrevive y subsiste separada del cuerpo,
mientras el cuerpo es sometido a una gradual descomposición según las palabras del Señor
Dios, pronunciadas después del pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia
terrena: « Polvo eres, y al polvo volverás ».(30) Aunque la muerte no es pues un sufrimiento
en el sentido temporal de la palabra, aunque en un cierto modo se encuentra más allá de todos
los sufrimientos, el mal que el ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un
carácter definitivo y totalizante. Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al hombre del
pecado y de la muerte. Ante todo Él borra de la historia del hombre el dominio del pecado,
que se ha radicado bajo la influencia del espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da
luego al hombre la posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con la victoria sobre
el pecado, Él quita también el dominio de la muerte, abriendo con su resurrección el camino a
la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra son condiciones esenciales de la « vida eterna
», es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios; esto quiere decir, para los
salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es totalmente cancelado.
Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperanza
de la vida y de la santidad eternas. Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte,
conseguida por Cristo con su cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la
vida humana, ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin
embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria proyecta una luz
nueva, que es la luz de la salvación. Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva. En
el centro de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: « Porque
tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo ».(31) Esta verdad cambia radicalmente
el cuadro de la historia del hombre y su situación terrena. A pesar del pecado que se ha
enraizado en esta historia como herencia original, como « pecado del mundo » y como suma
de los pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir, lo ama de
manera duradera; y luego, precisamente por este amor que supera todo, Él « entrega » este
Hijo, a fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera
salvífica al mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe.
De todos modos Cristo se acercó sobre todo al mundo del sufrimiento humano por el hecho de
haber asumido este sufrimiento en sí mismo. Durante su actividad pública probó no sólo la
fatiga, la falta de una casa, la incomprensión incluso por parte de los más cercanos; pero sobre
todo fue rodeado cada vez más herméticamente por un círculo de hostilidad y se hicieron cada
vez más palpables los preparativos para quitarlo de entre los vivos. Cristo era consciente de
esto y muchas veces hablaba a sus discípulos de los sufrimientos y de la muerte que le
esperaban: « Subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los
sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se
burlarán de Él y le escupirán, y le azotarán y le darán muerte, pero a los tres días resucitará ».
(35) Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar
de este modo. Precisamente por medio de este sufrimiento suyo hace posible « que el hombre
no muera, sino que tenga la vida eterna ». Precisamente por medio de su cruz debe tocar las
raíces del mal, plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas. Precisamente por
medio de su cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el designio del amor
eterno, tiene un carácter redentor.
Por eso Cristo reprende severamente a Pedro, cuando quiere hacerle abandonar los
pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz.(36) y cuando el mismo Pedro,
durante la captura en Getsemaní, intenta defenderlo con la espada, Cristo le dice: « Vuelve tu
espada a su lugar ... ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras, de que así conviene que sea? ».
(37) Y además añade: «El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo? ».(38) Esta respuesta
—como otras que encontramos en diversos puntos del Evangelio— muestra cuán
profundamente Cristo estaba convencido de lo que había expresado en la conversación con
Nicodemo: « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el
que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(39) Cristo se encamina hacia su
propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obediente hacia el Padre, pero ante
todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha amado el mundo y al hombre en el
mundo. Por esto San Pablo escribirá de Cristo: « Me amó y se entregó por mí ».(40)
17. Las Escrituras tenían que cumplirse. Eran muchos los testigos mesiánicos del Antiguo
Testamento que anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido de Dios. Particularmente
conmovedor entre todos es el que solemos llamar el cuarto Poema del Siervo de Yavé,
contenido en el Libro de Isaías. El profeta, al que justamente se le llama « el quinto
evangelista », presenta en este Poema la imagen de los sufrimientos del Siervo con un realismo
tan agudo como si lo viera con sus propios ojos: con los del cuerpo y del espíritu. La pasión de
Cristo resulta, a la luz de los versículos de Isaías, casi aún más expresiva y conmovedora que
en las descripciones de los mismos evangelistas. He aquí cómo se presenta ante nosotros el
verdadero Varón de dolores:
El Poema del Siervo doliente contiene una descripción en la que se pueden identificar, en un
cierto sentido, los momentos de la pasión de Cristo en sus diversos particulares: la detención,
la humillación, las bofetadas, los salivazos, el vilipendio de la dignidad misma del prisionero,
el juicio injusto, la flagelación, la coronación de espinas y el escarnio, el camino con la cruz, la
crucifixión y la agonía.
Más aún que esta descripción de la pasión nos impresiona en las palabras del profeta la
profundidad del sacrificio de Cristo. Él, aunque inocente, se carga con los sufrimientos de
todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos. « Yavé cargó sobre él la
iniquidad de todos »: todo el pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera
causa del sufrimiento del Redentor. Si el sufrimiento « es medido » con el mal sufrido,
entonces las palabras del profeta permiten comprender la medida de este mal y de este
sufrimiento, con el que Cristo se cargó. Puede decirse que éste es sufrimiento « sustitutivo »;
pero sobre todo es « redentor ». El Varón de dolores de aquella profecía es verdaderamente
aquel « cordero de Dios, que quita el pecado del mundo ».(42) En su sufrimiento los pecados
son borrados precisamente porque Él únicamente, como Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre
sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado; en un cierto
senfido aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y
llena este espacio con el bien.
18. Puede afirmarse que las consideraciones anteriores nos llevan ya directamente a Getsemaní
y al Gólgota, donde se cumplió el Poema del Siervo doliente, contenido en el Libro de Isaías.
Antes de llegar allí, leamos los versículos sucesivos del Poema, que dan una anticipación
profética de la pasión del Getsemaní y del Gólgota. El Siervo doliente —y esto a su vez es
esencial para un análisis de la pasión de Cristo— se carga con aquellos sufrimientos, de los
que se ha hablado, de un modo completamente voluntario:
Esta « doctrina de la Cruz » llena con una realidad definitiva la imagen de la antigua profecía.
Muchos lugares, muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo
Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del
mundo. Sin embargo, la oración en Getsemaní tiene aquí una importancia decisiva. Las
palabras: « Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo
quiero, sino como quieres tú »; (45) y a continuación: « Padre mío, si esto no puede pasar sin
que yo lo beba, hágase tu voluntad »,(46) tienen una pluriforme elocuencia. Prueban la verdad
de aquel amor, que el Hijo unigénito da al Padre en su obediencia. Al mismo tiempo,
demuestran la verdad de su sufrimiento. Las palabras de la oración de Cristo en Getsemaní
prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento. Las palabras de Cristo
confirman con toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo más profundo: el
sufrimiento es padecer el mal, ante el que el hombre se estremece. Él dice: « pase de mí »,
precisamente como dice Cristo en Getsemaní.
Sus palabras demuestran a la vez esta única e incomparable profundidad e intensidad del
sufrimiento, que pudo experimentar solamente el Hombre que es el Hijo unigénito;
demuestran aquella profundidad e intensidad que las palabras proféticas antes citadas ayudan,
a su manera, a comprender. No ciertamente hasta lo más profundo (para esto se debería
entender el misterio divino-humano del Sujeto), sino al menos para percibir la diferencia (y a
la vez semejanza) que se verifica entre todo posible sufrimiento del hombre y el del Dios-
Hombre. Getsemaní es el lugar en el que precisamente este sufrimiento, expresado en toda su
verdad por el profeta sobre el mal padecido en el mismo, se ha revelado casi definitivamente
ante los ojos de Cristo.
Después de las palabras en Getsemaní vienen las pronunciadas en el Gólgota, que atestiguan
esta profundidad —única en la historia del mundo— del mal del sufrimiento que se padece.
Cuando Cristo dice: « Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? », sus palabras no
son sólo expresión de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el Antiguo
Testamento, especialmente en los Salmos y concretamente en el Salmo 22 [21], del que
proceden las palabras citadas.(47) Puede decirse que estas palabras sobre el abandono nacen
en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre « cargó
sobre él la iniquidad de todos nosotros » (48) y sobre la idea de lo que dirá San Pablo: « A
quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros ».(49) Junto con este horrible peso,
midiendo « todo » el mal de dar las espaldas a Dios, contenido en el pecado, Cristo, mediante
la profundidad divina de la unión filial con el Padre, percibe de manera humanamente
inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios.
Pero precisamente mediante tal sufrimiento Él realiza la Redención, y expirando puede decir:
« Todo está acabado ».(50)
Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas
realidad las palabras del citado Poema del Siervo doliente: « Quiso Yavé quebrantarlo con
padecimientos ».(51) El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y
a la vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido
unida al amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a aquel amor que crea el
bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien
supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo, y de ella toma
constantemente su arranque. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan
ríos de agua viva.(52) En ella debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del
sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.
19. El mismo Poema del Siervo doliente del libro de Isaías nos conduce precisamente, a través
de los versículos sucesivos, en la dirección de este interrogante y de esta respuesta:
Puede afirmarse que junto con la pasión de Cristo todo sufrimiento humano se ha encontrado
en una nueva situación.
Parece como si Job la hubiera presentido cuando dice: « Yo sé en efecto que mi Redentor
vive ... »; (54) y como si hubiese encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el cual, sin la
redención, no hubiera podido revelarle la plenitud de su significado. En la cruz de Cristo no
sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento
humano ha quedado redimido. Cristo —sin culpa alguna propia— cargó sobre sí « el mal total
del pecado ». La experiencia de este mal determinó la medida incomparable de sufrimiento de
Cristo que se convirtió en el precio de la redención. De esto habla el Poema del Siervo
doliente en Isaías. De esto hablarán a su tiempo los testigos de la Nueva Alianza, estipulada en
la Sangre de Cristo. He aquí las palabras del apóstol Pedro, en su primera carta: « Habéis sido
rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como
cordero sin defecto ni mancha ».(55) Y el apóstol Pablo dirá en la carta a los Gálatas: « Se
entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo malo »; (56) y en la carta a los
Corintios: « Habéis sido comprados a precio. Glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo ».(57)
Con éstas y con palabras semejantes los testigos de la Nueva Alianza hablan de la grandeza de
la redención, que se lleva a cabo mediante el sufrimiento de Cristo. El Redentor ha sufrido en
vez del hombre y por el hombre. Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada
uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a
cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo
sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el
sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de
redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también
partícipe del sufrimiento redentor de Cristo.
20. Los textos del Nuevo Testamento expresan en muchos puntos este concepto. En la segunda
carta a los Corintios escribe el Apóstol: « En todo apremiados, pero no acosados; perplejos,
pero no desconcertados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados,
llevando siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en
nuestro tiempo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús,
para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal... sabiendo que quien
resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará...».(58)
San Pablo habla de diversos sufrimientos y en particular de los que se hacían partícipes los
primeros cristianos « a causa de Jesús ». Tales sufrimientos permiten a los destinatarios de la
Carta participar en la obra de la redención, llevada a cabo mediante los sufrimientos y la
muerte del Redentor. La elocuencia de la cruz y de la muerte es completada, no obstante, por
la elocuencia de la resurrección. El hombre halla en la resurrección una luz completamente
nueva, que lo ayuda a abrirse camino a través de la densa oscuridad de las humillaciones, de
las dudas, de la desesperación y de la persecución. De ahí que el Apóstol escriba también en la
misma carta a los Corintios: « Porque así como abundan en nosotros los padecimientos de
Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación ».(59) En otros lugares se dirige a sus
destinatarios con palabras de ánimo: « El Señor enderece vuestros corazones en la caridad de
Dios y en la paciencia de Cristo ».(60) Y en la carta a los Romanos: « Os ruego, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa
y grata a Dios: este es vuestro culto racional ».(61)
21. La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y,
concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la
resurrección: el misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la
pasión de Cristo son a la vez testigos de su resurrección. Escribe San Pablo: « Para conocerle a
Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a Él
en su muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos ».(64)
22. A la perspectiva del reino de Dios está unida la esperanza de aquella gloria, cuyo comienzo
está en la cruz de Cristo. La resurrección ha revelado esta gloria —la gloria escatológica— que
en la cruz de Cristo estaba completamente ofuscada por la inmensidad del sufrimiento.
Quienes participan en los sufrimientos de Cristo están también llamados, mediante sus propios
sufrimientos, a tomar parte en la gloria. Pablo expresa esto en diversos puntos. Escribe a los
Romanos: « Somos ... coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él para ser con Él
glorificados. Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en
comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros ».(67) En la segunda carta a los
Corintios leemos: « Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de
gloria incalculable, y no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles ».(68) El
apóstol Pedro expresará esta verdad en las siguientes palabras de su primera carta: « Antes
habéis de alegraros en la medida en que participáis en los padecimientos de Cristo, para que en
la revelación de su gloria exultéis de gozo ». (69)
23. El sufrimiento, en efecto, es siempre una prueba —a veces una prueba bastante dura—, a
la que es sometida la humanidad. Desde las páginas de las cartas de San Pablo nos habla con
frecuencia aquella paradoja evangelica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de
manera particular por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos que
participan en los sufrimientos de Cristo. Él escribe en la segunda carta a los Corintios: « Muy
gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la
fuerza de Cristo ».(72) En la segunda carta a Timoteo leemos: « Por esta causa sufro, pero no
me avergüenza, porque sé a quién me he confiado ».(73) Y en la carta a los Filipenses dirá
incluso: « Todo lo puedo en aquél que me conforta ».(74)
Quienes participan en los sufrimientos de Cristo tienen ante los ojos el misterio pascual de la
cruz y de la resurrección, en la que Cristo desciende, en una primera fase, hasta el extremo de
la debilidad y de la impotencia humana; en efecto, Él muere clavado en la cruz. Pero si al
mismo tiempo en esta debilidad se cumple su elevación, confirmada con la fuerza de la
resurrección, esto significa que las debilidades de todos los sufrimientos humanos pueden ser
penetrados por la misma fuerza de Dios, que se ha manifestado en la cruz de Cristo. En esta
concepción sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la
acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo. En Él Dios ha
demostrado querer actuar especialmente por medio del sufrimiento, que es la debilidad y la
expoliación del hombre, y querer precisamente manifestar su fuerza en esta debilidad y en esta
expoliación. Con esto se puede explicar también la recomendación de la primera carta de
Pedro: « Mas si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este nombre
».(75)
En la carta a los Romanos el apóstol Pablo se pronuncia todavía más ampliamente sobre el
tema de este « nacer de la fuerza en la debilidad », del vigorizarse espiritualmente del hombre
en medio de las pruebas y tribulaciones, que es la vocación especial de quienes participan en
los sufrimientos de Cristo. « Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la
tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la
esperanza. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado ».(76) En el sufrimiento
está como contenida una particular llamada a la virtud, que el hombre debe ejercitar por su
parte. Esta es la virtud de la perseverancia al soportar lo que molesta y hace daño. Haciendo
esto, el hombre hace brotar la esperanza, que mantiene en él la convicción de que el
sufrimiento no prevalecerá sobre él, no lo privará de su propia dignidad unida a la conciencia
del sentido de la vida. Y así, este sentido se manifiesta junto con la acción del amor de Dios,
que es el don supremo del Espíritu Santo. A medida que participa de este amor, el hombre se
encuentra hasta el fondo en el sufrimiento: reencuentra « el alma », que le parecía haber «
perdido » (77) a causa del sufrimiento.
24. Sin embargo, la experiencia del Apóstol, partícipe de los sufrimientos de Cristo, va más
allá. En la carta a los Colosenses leemos las palabras que constituyen casi la última etapa del
itinerario espiritual respecto al sufrimiento. San Pablo escribe: « Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por
su cuerpo, que es la Iglesia ».(78) Y él mismo, en otra Carta, pregunta a los destinatarios: «
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ».(79)
¿Esto quiere decir que la redención realizada por Cristo no es completa? No. Esto significa
únicamente que la redención, obrada en virtud del amor satisfactorio, permanece
constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano. En esta
dimensión —en la dimensión del amor— la redención ya realizada plenamente, se realiza, en
cierto sentido, constantemente. Cristo ha obrado la redención completamente y hasta el final;
pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha
obrado la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo, y constantemente se
abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del
sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar.
De este modo, con tal apertura a cada sufrimiento humano, Cristo ha obrado con su
sufrimiento la redención del mundo. Al mismo tiempo, esta redención, aunque realizada
plenamente con el sufrimiento de Cristo, vive y se desarrolla a su manera en la historia del
hombre. Vive y se desarrolla como cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, y en esta dimensión cada
sufrimiento humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el sufrimiento de
Cristo. Lo completa como la Iglesia completa la obra redentora de Cristo. El misterio de la
Iglesia —de aquel cuerpo que completa en sí también el cuerpo crucificado y resucitado de
Cristo— indica contemporáneamente aquel espacio, en el que los sufrimientos humanos
completan los de Cristo. Sólo en este marco y en esta dimensión de la Iglesia cuerpo de Cristo,
que se desarrolla continuamente en el espacio y en el tiempo, se puede pensar y hablar de « lo
que falta a los padecimientos de Cristo ». El Apóstol, por lo demás, lo pone claramente de
relieve, cuando habla de completar lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su
cuerpo, que es la Iglesia.
Precisamente la Iglesia, que aprovecha sin cesar los infinitos recursos de la redención,
introduciéndola en la vida de la humanidad, es la dimensión en la que el sufrimiento redentor
de Cristo puede ser completado constantemente por el sufrimiento del hombre. Con esto se
pone de relieve la naturaleza divino-humana de la Iglesia. El sufrimiento parece participar en
cierto modo de las características de esta naturaleza. Por eso, tiene igualmente un valor
especial ante la Iglesia. Es un bien ante el cual la Iglesia se inclina con veneración, con toda la
profundidad de su fe en la redención. Se inclina, juntamente con toda la profundidad de
aquella fe, con la que abraza en sí misma el inefable misterio del Cuerpo de Cristo.
VI
Es ante todo consolador —como es evangélica e históricamente exacto— notar que al lado de
Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a Él está siempre su Madre Santísima por
el testimonio ejemplar que con su vida entera da a este particular Evangelio del sufrimiento.
En Ella los numerosos e intensos sufrimientos se acumularon en una tal conexión y relación,
que si bien fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también una contribución a la
redención de todos. En realidad, desde el antiguo coloquio tenido con el ángel, Ella entrevé en
su misión de madre el « destino » a compartir de manera única e irrepetible la misión misma
del Hijo. Y la confirmación de ello le vino bastante pronto, tanto de los acontecimientos que
acompañaron el nacimiento de Jesús en Belén, cuanto del anuncio formal del anciano Simeón,
que habló de una espada muy aguda que le traspasaría el alma, así como de las ansias y
estrecheces de la fuga precipitada a Egipto, provocada por la cruel decisión de Herodes.
A la luz del incomparable ejemplo de Cristo, reflejado con singular evidencia en la vida de su
Madre, el Evangelio del sufrimiento, a través de la experiencia y la palabra de los Apóstoles,
se convierte en fuente inagotable para las generaciones siempre nuevas que se suceden en la
historia de la Iglesia. El Evangelio del sufrimiento significa no sólo la presencia del
sufrimiento en el Evangelio, como uno de los temas de la Buena Nueva, sino además la
revelación de la fuerza salvadora y del significado salvífico del sufrimiento en la misión
mesiánica de Cristo y luego en la misión y en la vocación de la Iglesia.
He aquí algunas frases de Cristo sobre este tema: « Pondrán sobre vosotros las manos y os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en prisión, conduciéndoos ante los
reyes y gobernadores por amor de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una
sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis
entregados aun por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán
morir a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre. Pero no se
perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia compraréis (la salvación)
de vuestras almas ».(84)
El Evangelio del sufrimiento habla ante todo, en diversos puntos, del sufrimiento «por Cristo»,
« a causa de Cristo », y esto lo hace con las palabras mismas de Cristo, o bien con las palabras
de sus Apóstoles. El Maestro no esconde a sus discípulos y seguidores la perspectiva de tal
sufrimiento; al contrario lo revela con toda franqueza, indicando contemporáneamente las
fuerzas sobrenaturales que les acompañarán en medio de las persecuciones y tribulaciones «
por su nombre ». Estas serán en conjunto como una verificación especial de la semejanza a
Cristo y de la unión con Él. « Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero
que a vosotros... pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el
mundo os aborrece... No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también a
vosotros os perseguirán... Pero todas estas cosas haránlas con vosotros por causa de mi
nombre, porque no conocen al que me ha enviado ».(85) « Esto os lo he dicho para que tengáis
paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo ».
(86)
Este primer capítulo del Evangelio del sufrimiento, que habla de las persecuciones, o sea de
las tribulaciones por causa de Cristo, contiene en sí una llamada especial al valor y a la
fortaleza, sostenida por la elocuencia de la resurrección. Cristo ha vencido definitivamente al
mundo con su resurrección; sin embargo, gracias a su relación con la pasión y la muerte, ha
vencido al mismo tiempo este mundo con su sufrimiento. Sí, el sufrimiento ha sido incluido de
modo singular en aquella victoria sobre el mundo, que se ha manifestado en la resurrección.
Cristo conserva en su cuerpo resucitado las señales de las heridas de la cruz en sus manos, en
sus pies y en el costado. A través de la resurrección manifiesta la fuerza victoriosa del
sufrimiento, y quiere infundir la convicción de esta fuerza en el corazón de los que escogió
como sus Apóstoles y de todos aquellos que continuamente elige y envía. El apóstol Pablo
dirá: « Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones ».
(87)
26. Si el primer gran capítulo del Evangelio del sufrimiento está escrito, a lo largo de las
generaciones, por aquellos que sufren persecuciones por Cristo, igualmente se desarrolla a
través de la historia otro gran capítulo de este Evangelio. Lo escriben todos los que sufren con
Cristo, uniendo los propios sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador. En ellos se
realiza lo que los primeros testigos de la pasión y resurrección han dicho y escrito sobre la
participación en los sufrimientos de Cristo. Por consiguiente, en ellos se cumple el Evangelio
del sufrimiento y, a la vez, cada uno de ellos continúa en cierto modo a escribirlo; lo escribe y
lo proclama al mundo, lo anuncia en su ambiente y a los hombres contemporáneos.
No basta. El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón
de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos. Como continuación de la
maternidad que por obra del Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo confirió a
la siempre Virgen María una nueva maternidad —espiritual y universal— hacia todos los
hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara, junto con María,
estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta
cruz, se convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios.
Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera. A menudo comienza y se
instaura con dificultad. El punto mismo de partida es ya diverso; diversa es la disposición, que
el hombre lleva en su sufrimiento. Se puede sin embargo decir que casi siempre cada uno entra
en el sufrimiento con una protesta típicamente humana y con la pregunta del « por qué ». Se
pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta a nivel
humano. Ciertamente pone muchas veces esta pregunta también a Dios, al igual que a Cristo.
Además, no puede dejar de notar que Aquel, a quien pone su pregunta, sufre Él mismo, y por
consiguiente quiere responderle desde la cruz, desde el centro de su propio sufrimiento. Sin
embargo a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respuesta comience a
ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta
pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a
medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo.
La respuesta que llega mediante esta participación, a lo largo del camino del encuentro interior
con el Maestro, es a su vez algo más que una mera respuesta abstracta a la pregunta acerca
del significado del sufrimiento. Esta es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación.
Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: «
Sígueme », « Ven », toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se
realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su
cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del
sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento
de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento
desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el
hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.
27. De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros ».(88) Se convierte en fuente de alegría la superación del sentido
de inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el
sufrimiento humano. Este no sólo consuma al hombre dentro de sí mismo, sino que parece
convertirlo en una carga para los demás. El hombre se siente condenado a recibir ayuda y
asistencia por parte de los demás y, a la vez, se considera a sí mismo inútil. El descubrimiento
del sentido salvífico del sufrimiento en unión con Cristo transforma esta sensación
deprimente. La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza
interior de que el hombre que sufre « completa lo que falta a los padecimientos de Cristo »;
que en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación
de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso
un servicio insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz del
Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el
mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El
sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma
las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad
la fuerza de la Redención. En la lucha « cósmica » entra las fuerzas espirituales del bien y las
del mal, de las que habla la carta a los Efesios,(89) los sufrimientos humanos, unidos al
sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien,
abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.
Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto
múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren
precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del
sufrimiento se escribe continuamente, y continuamente habla con las palabras de esta extraña
paradoja. Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad
humana. Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una
especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este
tesoro con los demás. El hombre, cuanto más se siente amenazado por el pecado, cuanto más
pesadas son las estructuras del pecado que lleva en sí el mundo de hoy, tanto más grande es la
elocuencia que posee en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la necesidad
de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo.
VII
EL BUEN SAMARITANO
28. Pertenece también al Evangelio del sufrimiento —y de modo orgánico— la parábola del
buen Samaritano. Mediante esta parábola Cristo quiso responder a la pregunta « ¿Y quién es
mi prójimo? ».(90) En efecto, entra los tres que viajaban a lo largo de la carretera de Jerusalén
a Jericó, donde estaba tendido en tierra medio muerto un hombre robado y herido por los
ladrones, precisamente el Samaritano demostró ser verdaderamente el « prójimo » para aquel
infeliz. « Prójimo » quiere decir también aquél que cumplió el mandamiento del amor al
prójimo. Otros dos hombres recorrían el mismo camino; uno era sacerdote y el otro levita,
pero cada uno « lo vio y pasó de largo ». En cambio, el Samaritano « lo vio y tuvo
compasión... Acercóse, le vendó las heridas », a continuación « le condujo al mesón y cuidó de
él ».(91) y al momento de partir confió el cuidado del hombre herido al mesonero,
comprometiéndose a abonar los gastos correspondientes.
La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto,
cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está
permitido « pasar de largo », con indiferencia, sino que debemos « pararnos » junto a él. Buen
Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier
género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como
el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión
emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que « se
conmueve » ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre,
subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al
sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón,
que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal
manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.
29. Siguiendo la parábola evangélica, se podría decir que el sufrimiento, que bajo tantas
formas diversas está presente en el mundo humano, está también presente para irradiar el amor
al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio « yo » en favor de los demás
hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano
invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su
corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre
« prójimo » pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental
solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe « pararse », «
conmoverse », actuando como el Samaritano de la parábola evangélica. La parábola en sí
expresa una verdad profundamente cristiana, pero a la vez tan universalmente humana. No sin
razón, aun en el lenguaje habitual se llama obra « de buen samaritano » toda actividad en favor
de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda.
Estas se extienden a todos los que ejercen de manera desinteresada el propio servicio al
prójimo que sufre, empeñándose voluntariamente en la ayuda « como buenos samaritanos », y
destinando a esta causa todo el tiempo y las fuerzas que tienen a su disposición fuera del
trabajo profesional. Esta espontánea actividad « de buen samaritano » o caritativa, puede
llamarse actividad social, puede también definirse como apostolado, siempre que se emprende
por motivos auténticamente evangélicos, sobre todo si esto ocurre en unión con la Iglesia o
con otra Comunidad cristiana. La actividad voluntaria « de buen samaritano » se realiza a
través de instituciones adecuadas o también por medio de organizaciones creadas para esta
finalidad. Actuar de esta manera tiene una gran importancia, especialmente si se trata de
asumir tareas más amplias, que exigen la cooperación y el uso de medios técnicos. No es
menos preciosa también la actividad individual, especialmente por parte de las personas que
están mejor preparadas para ella, teniendo en cuenta las diversas clases de sufrimiento humano
a las que la ayuda no puede ser llevada sino individual o personalmente. Ayuda familiar, por
su parte, significa tanto los actos de amor al prójimo hechos a las personas pertenecientes a la
misma familia, como la ayuda recíproca entra las familias.
Es difícil enumerar aquí todos los tipos y ámbitos de la actividad « como samaritano » que
existen en la Iglesia y en la sociedad. Hay que reconocer que son muy numerosos, y expresar
también alegría porque, gracias a ellos, los valores morales fundamentales, como el valor de la
solidaridad humana, el valor del amor cristiano al prójimo, forman el marco de la vida social y
de las relaciones interpersonales, combatiendo en este frente las diversas formas de odio,
violencia, crueldad, desprecio por el hombre, o las de la mera « insensibilidad », o sea la
indiferencia hacia el prójimo y sus sufrimientos.
30. La parábola del buen Samaritano, que —como hemos dicho— pertenece al Evangelio del
sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de la Iglesia y del cristianismo, a lo largo de
la historia del hombre y de la humanidad. Testimonia que la revelación por parte de Cristo del
sentido salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de
pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el
sufrimiento. El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo activo. De este modo realiza el
programa mesiánico de su misión, según las palabras del profeta: « El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la
libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para
anunciar un año de gracia del Señor ».(93) Cristo realiza con sobreabundancia este programa
mesiánico de su misión: Él pasa « haciendo el bien »,(94) y el bien de sus obras destaca sobre
todo ante el sufrimiento humano. La parábola del buen Samaritano está en profunda armonía
con el comportamiento de Cristo mismo.
Se podría ciertamente alargar la lista de los sufrimientos que han encontrado la sensibilidad
humana, la compasión, la ayuda, o que no las han encontrado. La primera y la segunda parte
de la declaración de Cristo sobre el juicio final indican sin ambigüedad cuán esencial es, en la
perspectiva de la vida eterna de cada hombre, el « pararse », como hizo el buen Samaritano,
junto al sufrimiento de su prójimo, el tener « compasión », y finalmente el dar ayuda. En el
programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento
está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para
transformar toda la civilización humana en la « civilización del amor ». En este amor el
significado salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva.
Las palabras de Cristo sobre el juicio final permiten comprender esto con toda la sencillez y
claridad evangélica.
Estas palabras sobre el amor, sobre los actos de amor relacionados con el sufrimiento humano,
nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos los sufrimientos humanos, el mismo
sufrimiento redentor de Cristo. Cristo dice: « A mí me lo hicisteis ». Él mismo es el que en
cada uno experimenta el amor; Él mismo es el que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada
uno que sufre sin excepción. Él mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento
salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que
sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser partícipes « de los sufrimientos de
Cristo ».(98) Así como todos son llamados a « completar » con el propio sufrimiento « lo que
falta a los padecimientos de Cristo ».(99) Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a
hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha
manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
VIII
CONCLUSIÓN
El sufrimiento ciertamente pertenece al misterio del hombre. Quizás no está rodeado, como
está el mismo hombre, por ese misterio que es particularmente impenetrable. El Concilio
Vaticano II ha expresado esta verdad: « En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece
en el misterio del Verbo encarnado. Porque ... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación ».(100) Si estas palabras se refieren a todo lo que contempla el
misterio del hombre, entonces ciertamente se refieren de modo muy particular al sufrimiento
humano. Precisamente en este punto el « manifestar el hombre al hombre y descubrirle la
sublimidad de su vocación » es particularmente indispensable. Sucede también —como lo
prueba la experiencia— que esto es particularmente dramático. Pero cuando se realiza en
plenitud y se convierte en luz para la vida humana, esto es también particularmente alegre. «
Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte ».(101)
Deseamos vivir este Año de la Redención unidos especialmente a todos los que sufren. Es
menester pues que a la cruz del Calvario acudan idealmente todos los creyentes que sufren en
Cristo —especialmente cuantos sufren a causa de su fe en El Crucificado y Resucitado— para
que el ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la plegaria del mismo
Salvador por la unidad de todos.(102) Acudan también allí los hombres de buena voluntad,
porque en la cruz está el « Redentor del hombre », el Varón de dolores, que ha asumido en sí
mismo los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el
amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y las respuestas válidas a todas sus
preguntas.
Con María, Madre de Cristo, que estaba junto a la Cruz, (103) nos detenemos ante todas las
cruces del hombre de hoy.
Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois
débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la
terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo,
venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, el
día 11 de febrero del año 1984, sexto de mi Pontificado.
Juan Pablo II