Leyenda de La Máscara de Cristal - Miguel Angel Asturias
Leyenda de La Máscara de Cristal - Miguel Angel Asturias
Leyenda de La Máscara de Cristal - Miguel Angel Asturias
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos y. preparaba las cabezas de los
muertos, dejándolas desabrido hueso, betún encima, tenía las manos tres veces
doradas!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos, cuidador de calaveras, huyó de
los hombres de piel de gusano blanco, incendiaron la ciudad entonces, y se refugió
en lo más inaccesible de sus montañas, allí donde la tierra se volvía nube!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los dioses que lo hicieron a él, era Ambiastro,
tenía dos astros en lugar de manos!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro huyó del hombre de piel de gusano blanco y
se hizo montaña, cima de montaña, sin inquietarle la ingrimitud de su refugio, la
soledad más sola, piedras y águilas, habituado a vivir oculto, a no mostrarse
mientras creaba las imágenes sacras, ídolos de barro y cebollín, y por la diligencia
que puso en darse compañía de dioses, héroes y animales que talló, esculpió,
modeló en piedra, madera y lodo, con los utensilios que trujo!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro, faltando a su juramento de esculpir en piedra
y sólo en piedra, mientras durara su destierro, se dio licencia para tallar, en su caña
de fumador de tabaco, un grupo de monitos juguetones, asidos de la cola, los brazos
en alto como queriendo atrapar el humo, y en un grueso tronco de manzanarrosa,
el combate de la serpiente y el jaguar!
¡Y, sí, Nana la Lluvia!
Al nacer el día, luceros panzones y tenues albaluces, Ambiastro golpeaba el
tronco hueco de palo de manzanarrosa, para poner en movimiento, razón de ser de
la escultura, al jaguar, aliado de la luz, en su lucha a muerte con la noche, serpiente
inacabable, y producir sonido de retumbo, tal y como se acostumbraba en las
puertas de la ciudad, al asomar el lucero de las preciosas piedras.
Glorificado el lucero de la mañana, alabado todo lo que reverdecía, recortados
los desaparecidos de la memoria nocturna (...nadie hubiera tomado su camino y
ellos no regresarán...), Ambiastro juntaba astillas de madera seca y a un chispazo
de su pedernal nacía aquel que se consume solo y tan prontamente que jamás le
dio tiempo para esculpir su imagen de guacamayo de llamas bulliciosas. Encendido
el fuego, ponía a calentar agua de nube en un recipiente de barro y en espera del
hervor, soltaba los sentidos a vagar sin pensamiento, felices, fuera de la cueva en
que vivía. Montes, valles, lagos, volcanes apuraban sus ojos mientras perdía el
olfato en la borrachera de aromas frutales que subía de la tierra caliente, el tacto en
el pacto de no tocar nada y sentirlo todo, y el oído en las relojerías del rocío.
Al formarse las primeras burbujas, corrían como perlas de zoguillas desatadas
por la superficie del agua a punto de hervir, Ambiastro sacaba de un bucul amarillo
un puño de polvo de chile colorado, lo que cogían cinco dedos, y lo arrojaba al
líquido en ebullición. Un guacal de esta bebida roja, espesa, humeante, como
sangre, era su alimento y el de su familia, como llamaba a sus esculturas en piedra,
coloreadas del bermellón al naranja.
Sus gigantes, talla directa en la roca viva, bañados de plumas y collares de
máscaras pequeñas, guardaban la entrada de la cueva en que a los jugadores de
pelota, en bajorrelieve, seguían personajes con dos caras, la de la vida y la de la
muerte, danzarines atmosféricos, dioses de la lluvia, dioses solares con los ojos
muy abiertos, cilindros con figuras de animales en órbitas astrales, dioses de la
muerte esqueléticos, enzoguillados de estrellas, sacerdotes de cráneos alargados
y piedras duras, verdes, rojizas, negras, con representaciones calendáricas o
proféticas.
Pero ya la piedra le angustiaba y había que pensar en el mosaico. Desplegar
sobre las paredes y bóvedas de su vivienda subterránea, escenas de ceremonias
religiosas, danzas, asaeteamientos, cacerías, todo lo que él había visto antes de la
llegada de los hombres de piel de gusano blanco.
Apartó los ojos de un bosquecillo de árboles que ya sin fuerza para izarse, tan
alto habían nacido en las montañas azules, se retorcían y bajaban reptando por
laderas arenosas, pedregales y nidos de aguiluchos solitarios. Apartó los ojos de
estos árboles casi culebras, al reclamo de los que sembrados en estribaciones más
bajas, subían s ofrecerle sus copas de verdores fragantes y sus hondas carnes
amorosas. La tentación de la madera lo sacaba de su refugio poblado de ídolos
pétreos, gigantes minerales, piedras y más piedras, al mundo vegetal cálido y
perfumado de las florestas que recorría de noche como sonámbulo por caminos de
estrellas que llovían de los ramajes, y de día, traspuesto, enajenado, ansioso,
delirante, suelto a dejar la piedra, faltando a su promesa de no tocar árbol, arcilla o
materia blanda durante su destierro, y lanzarse a la multiplicación de sus criaturas
en palos llamarosa, palos carne-amarilla, humo-fuego, maderas que lejos de oponer
resistencia como la piedra, dura y artera, se entregaban a su magia, blandas,
ayudadoras, gozosas. Una conciencia remota las hacía preferir aquel destino de
esculturas de palo blanco, rival del marfil más fino, de ébanos desafiadores del
azabache, de caobas sólo comparables con el granate vinoso.
Dormir, imposible. Todo su mundo de dioses, guerreros, sacerdotes esculpidos
en piedras duras, casi de joyería, le hacía sentir su cueva como sepultura de momia.
Que la madera no pasa de ser escultura para hoy y nada para mañana... Se mordía
los labios. Por otra parte, su obra no era de pura complacencia. Enterraba un
mensaje. Escondía una cauda de cometas sin luz. Daba nacimiento a la
gemanística. Se llevó a la boca su caña de fumar, adornada con montos que
jugaban con el humo que tendía un veló entre él y su pensamiento. Aunque todo
quedaría sepultado si se desplomaba la caverna. Mejor la madera, esculpir dioses-
árboles, dioses-ceibas, esculturas con raíces, no sus granitos y mármoles sin
raigambre, esculturas de brazos gigantes, ramas que se vestirían de flores tan
enigmáticas como los jeroglíficos.
No supo de sus ojos. Estallaron. Ciego. Ciego. Estallaron luces al golpear con
la punta de su pedernal, mientras buscaba piedras duras, en una vera de cristal de
roca. Sus manos, sus brazos, su pecho bañados en rocío cortante. Se llevó los
dedos a la cara, sembrada de piquetazos de agujas, para buscarse los ojos. No
estaba ciego. Fue el deslumbramiento, el chispado, la explosión de la roca luminosa.
Olvidó sus piedras oscuras y la tentación de las maderas fragantes. Tenía al alcance
sus manos, pobres astros apagados, más allá del mar de jade y la noche de
obsidiana, la luz de un mediodía de diamantes, muerta y viva, fría y quemante,
desnuda y enigmática, fija y en movimiento.
Esculpiría en cristal de roca, pero cómo trasladar aquella masa luminosa hasta
su caverna. Imposible. Más hacedero que él se trasladara a vivir allí. ¿Solo o con
su familia, sus piedras esculpidas, sus ídolos, sus gigantes? Reflexionó, la cabeza
de un lado a otro. No, no. No pensarlo. Desconocía todo parentesco con seres de
tiniebla.
Improvisó allí mismo, junto al peñasco de cristales, una cabaña, trajo al dios
que se consume solo y pronto, acarreó agua en un tinajas y en una piedra de
mollejón fue dando filo de navajuela a sus pedernales.
Nueva vida. La luz. El aire. La cabaña abierta al sol y de noche a la cristalería
de los astros.
Días y días de faena. Sin parar. Casi sin dormir. No podía más. Las manos
lastimadas, la cara herida, heridas que antes de cicatrizar eran cortadas por nuevas
heridas, lacerado y casi ciego por las astillas y el polvo finísimo del cuarzo,
reclamaba agua, agua, agua para beber y agua para bañar el pedazo de luz
cristalizada y purísima que iba tomando la forma de una cara.
El alba lo encontraba despierto, ansioso, desesperado porque tardaba en
aclarar el día y no pocas veces se le oyó barrer alrededor de la cabaña, no la basura,
sino la tiniebla. Sin acordarse de saludar al lucero de las preciosas piedras, qué
mejor saludo que golpear la roca de purísimo cuarzo de donde saltaban salvas de
luz, apenas amanecía continuaba su talla, falto de saliva, corto de aliento,
empapado en sudor de loco, en lucha con el pelo que se le venía a la cara
sangrante, las astillas heridoras, a los ojos llorosos, el polvo cegador, lo que le ponía
iracundo, pues perdía tiempo en ‘levantárselo con el envés de la mano. Y la
exasperación de afilar a cada momento sus utensilios, ya no de escultor, sino de
lapidario.
Pero al fin la tenía, tallada en fuego blanco, pulida con el polvo del collar de ojos
y martajados caracoles. Su brillo cegaba y cuando se la puso —Máscara de Nana
la Lluvia— tuvo la sensación de vaciar su ser pasajero en una gota de agua inmortal.
¡Pared geológica! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Soberanía no rebelada! ¡Sí, Nana la Lluvia!
¡Superficie sin paralelo! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Lava respirable! ¡Sí, Nana la Lluvia!
¡Dédalo de espejos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Tumba ritual! ¡Sí, Nana la lluvia! ¡Nivel de
sueños luminosos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Máscara irremovible! ¡Sí, Nana la Lluvia!
¡Obstáculo que afila sus contornos hasta anularlos para montar la guardia de la
eternidad despierta!
Paso a paso volvió a su cueva, no por sus olvidadas piedras, dioses, héroes y
figurillas de animales tallados en manantiales de tiniebla, sino por su caña de hablar
humo. No la encontraba. Halló el tabaco guiándose por el olor. Pero su caña... su
caña... su pequeña cerbatana, no de cazar pájaros, de cazar sueños...
Dejó la máscara luminosa sobre una esterilla tendida en lo que fue su lecho de
tablas de nogal y siguió buscando. Se la llevaron los monitos esculpidos alrededor,
se consolaba, ella ran paco quiso quedarse en esta tenebrosa tumba, entre estos
ídolos y gigantas que dejaré soterrados abata que encontré un material digno de
gris manos de Ambiastro.
Se golpeaba en los’ objetos. La poca costumbre de andar en la oscuridad, se
dijo. Aunque más bien los objetos le saltan al paso y se golpeaban can él. Los
banquitos de tres pies a darle en las espinillas. Las mesas no esperaban, mesas y
bancos de trabajo, se le tiraban encima como fieras. Esquinazos, cajonatos, patadas
de mesas convertidas en bestias enfurecidas. Los tapexcos llenos de trastes lo
atacaban por la espalda, a matar, como si alguien los empujara, y allí la de caerle
encima ollas, jarros, potes, piedras de afilar, incensarios, tortugas, caracoles,
tambores de lengüetas, ocarinas, todo lo que él guardaba para ahuyentar el silencio
ton las fiestas del ruido, mientras los apartes, las tinajas, los guacales, poseídos de
un extraño furor, le golpeaban a más y mejor y del tedio se desprendían, entre nubes
de cuero de bestias de aullido, zogas y bejucos flagelantes como culebras
marcadoras.
Se refugió junto a la máscara. No realizaba bien lo que le sucedía. Seguía
creyendo que era él, poco acostumbrado ya al mundo subterráneo, el que se,
golpeaba en las cosas de su uso y su trabajo. Y efectivamente, al quedarse quieto
cesó el ataque, pausa en la que terco como era volvió a ver de un lado a otro, cama
preguntando a todos aquellos seres inanimados por su caña de fumar. No estaba.
Se conformó con llevarse a la boca un puño de tabaco y masticarlo. Pero algo
extraño. Se movían la serpiente y el jaguar de su tambor de madera, aquel con que
saludaba al lucero de las preciosas luces. Y si las mesas, los tapexcos, los bancos,
las tinajas, los apaxtes, los guacales, se habían aquietado, ahora bajaban y subían
los párpados los gigantes de piedra. La tempestad agitaba sus músculos. Cada
brazo era un río. Avanzaban contra él. Levantó los astros apagados de sus manos
para defender la cara del puñetazo de una de esas inmensas bestias. Maltrecha,
sin respiración, el esternón hundido por el golpe de aquel puño de gigante de piedra,
un segundo golpe con la mano abierta le deshizo la quijada. En la penumbra
verdosa que quiere ser tiniebla y no puede, luz y no alcanza, movíanse en orden de
batalla los escuadrones de flecheros creados por él, nacidos de sus manos, de su
artificio, de su magia. Primero por los flancos, después de frente, sin dar gritos de
combate, apuntaron sus arcos y dispararon contra él flechas envenenadas. Un
segundo grupo de guerreros, también hechos por él, esculpidos en piedra por sus
manos, tras abrirse en abanico y jugar a mariposas, lo rodearon y clavaron con los
aguijones de las cañas tostadas, en las tablas de la cama en que yacía tendido junto
a su máscara maravillosa. No lo dudó. Se la puso. Debía salvarse. Huir. Romper el
cero. Ese gran ojo redondo de la muerte que no tiene dos ojos, como las calaveras,
sino un inmenso y solitario cero sobre la frente. Lo rompió, deshizo la cifra abstracta,
antes de la unidad, nada, y después de la unidad, todo, y corrió hacia la salida de
la cueva, guardada por ídolos también esculpidos por él en materiales de tiniebla.
El ídolo de las orejas de cabro, pelo de paxte y pechos de fruta. Le tocó las tetas y
lo dejó pasar. El ídolo de los veinticuatro diablos... viudo, castrado y honorable. Le
saludó reverente y lo dejó pasar. La mujer verde, Maribal, tejedora de salivas
estériles. Le dio la suya para preñarla y lo dejó pasar. El ídolo de los dedales de la
luna caliente. Le tocó el murciélago del galillo con la punta de la lengua en un boca
a boca espantoso, y lo dejó pasar. El ídolo del cenzontle negro, ombligo de
floripundia. Le sopló el ombligo para avivarle el celo y lo dejó pasar...
Noche de puercoespines. En cada espina, una gota luminosa de la máscara
que Ambiastro llevaba sobre la cara. Los ídolos lo dejaron pasar, pero ya iba muerto,
rodeado de flores amarillas por todas partes.
Los sacerdotes del eclipse, decían:
¡El que agrega criaturas de artificio a la creación, debe saber que esas criaturas
se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!
Por la ciudad de los caballeros de piedra pasa el entierro de Ambiastro. No se
sabe si ríe o si llora, la máscara de cristal de roca que le oculta la cara. Lo llevan
sobre tablas de nogal fragante, los gigantes, los ídolos y los héroes de piedra
nacidos de sus manos, hieráticos, atormentados, arrogantes, y le sigue un pueblo
de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia.