Ethos Victoriano y Eros Pedagógico

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Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

La juventud, entre el ethos victoriano


y el eros pedagógico:

La subversión de los sentidos 1

CONRAD VILANOU I TORRANO


JORDI GARCÍA I FARRERO
Universitat de Barcelona

RESUMEN: En este artículo se un perfil del ethos victoriano que


no se limita al Imperio británico, sino que, por extensión, se aplica
también a otros sistemas políticos como el Imperio austrohúngaro.
En este sentido, se siguen las tesis de Peter Gay, que atribuyó la
categoría «victoriana» a la Viena del siglo xix. Igualmente, se tienen
bien presentes las aportaciones del historiador W. H. Johnston sobre el
193
genio austrohúngaro (1972), una magnífica historia social e intelectual
de aquel imperio. A partir de estos presupuestos, y a la vista de una
serie de fuentes literarias (Chesterton, Schnitzler, Morgenstern, Reich,
Roth, Zweig, etc.), los autores pasan revista a las relaciones entre el
mundo de ayer y la mentalidad victoriana, es decir, el mundo que
desapareció al finalizar la Primera Guerra Mundial. A continuación
se analizan las relaciones entre el eros y la pedagogía que se dieron

1 Tomamos en empréstito el subtítulo de «subversión de los sentidos», de la obra del


mismo nombre de Stefan Zweig, publicada dentro de la colección «Sensum novum».
En esta novela –presentada a modo de unos apuntes íntimos del «Geheimrat R. de
C.», es decir, del consejero R. de C.–, Zweig describe las relaciones entre un joven
universitario alemán y un viejo profesor que dirige un seminario sobre literatura
inglesa. Entre ambos se establecen unos vínculos cordiales que pueden ser considerados
como homoeróticos, mientras el profesor –a pesar de estar casado con una joven
esposa– desaparece en ocasiones para llevar una vida oculta por su homosexualidad.
Mientras tanto, surge una atracción del joven alumno hacia la esposa de su admirado
profesor. Con su potente carga psicológica, y en atención a la excelente descripción
del ambiente universitario alemán, podemos considerar esta novela como una
Bildungsroman. Y ello más todavía si se tiene en cuenta que se comparan dos modelos
universitarios: el de la Universidad de Berlín, que no logró captar al joven alumno, y
el de una universidad de provincias de la Alemania central, en la que aquel alumno,
un tanto desorientado, descubrió la ilusión por el saber gracias al entusiasmo que el
viejo profesor manifestaba en su seminario. Desafortunadamente, no hemos podido
localizar la editorial que publicó Subversión de los sentidos, ni tampoco el lugar y la
fecha de edición. Hemos manejado un ejemplar encuadernado, adquirido en una
librería de lance.
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durante los primeros compases del siglo xx, para fijar finalmente la
atención en la liberación de la juventud que surgió en 1918 y que se
consolidó, definitivamente, en 1945.
PALABRAS CLAVE: juventud, victoriano, Imperio austrohúngaro,
eros, liberación de la juventud.

Youth, between the Victorian ethos and the pedagogic eros:


The subversion of the senses
ABSTRACT: This paper presents a profile of the Victorian ethos which
is not confined to the British Empire but, by extension, also applies to
other political systems such as the Austro-Hungarian Empire. In this
sense, the authors follow the theses of Peter Gay, who attributed the
category of «Victorian» to 19th century Vienna. The paper also takes
into account the book published by the historian W. H. Johnston on
the Austro-Hungarian mind (1972), which provides a magnificent social
and intellectual history of the Austro-Hungarian Empire. With these
antecedents and considering a series of literary sources (Chesterton,
Schnitzler, Morgenstern, Reich, Roth, Zweig, etc.), the authors review
the relationship between the 19th century world and the Victorian
mindset, that is, the world that disappeared at the end of the First
World War. They then analyse the relationship between eros and
pedagogics during the first years of the 20th century, lastly focusing
194 attention on the liberation of youth which began in 1918 and was
finally consolidated in 1945.
KEY-WORDS: youth, Victorian, Austro-Hungarian Empire, eros,
liberation of youth.

«El mundo vivía en aquel tiempo en profunda paz.


Faltaba aún mucho tiempo para la Primera Guerra Mundial.
Era todavía un mundo humano.»
(Soma Morgenstern, En otro tiempo.
Años de juventud en Galitzia oriental, p. 236.)

No hay duda de que la Pedagogía –como hija directa de la


Ilustración– ha constituido un gran proyecto moderno. De hecho,
fueron los sueños de los ilustrados –con Kant a la cabeza– los que
precipitaron la aparición de la ciencia pedagógica, una disciplina
emergente que al apelar a la ética buscaba sacar al individuo de su
minoría de edad. Naturalmente, los vientos neohumanistas a favor
de la educación del género humano, que soplaron en Europa entre
1780 y 1830, alimentaron estas esperanzas promovidas, desde un
punto de vista moral, por la autonomía kantiana. La gran figura de
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Goethe, con su idea de metamorfosis, representa como nadie este


ideal neohumanista del hombre formado a sí mismo, del hombre
culto, que revive la fuerza de los clásicos confiriéndose un perfil
apolíneo gracias al trato con la literatura y la música, y al cultivo de
las artes y de las ciencias, en un todo enciclopédico e integral que
reúne las potencialidades del ser humano. Por tanto, nadie como
Goethe –que pasó del mundo romántico (Werther) a simbolizar la
cultura burguesa (Meister) buscando, finalmente, la inmortalidad
(Fausto)– para ilustrar el ideal de autonomía que es propio de
alguien que ha alcanzado –según el mandato pindárico que exige a
cada uno ser el que es– la auténtica mayoría de edad.
En esta dirección, el tránsito del Antiguo Régimen aristocrático –
con su carga heterónoma propia de una etapa de «minoría de edad»–
al Nuevo Régimen liberal exigía una revolución copernicana en lo
que se refiere a la educación de las conciencias, en un contexto
político y social que no era extraño tampoco a las revoluciones
políticas y sociales, ya se tratase de la Independencia americana
(1776) o de la Revolución francesa (1789). En última instancia,
se pretendía romper la dinámica heterónoma de una sociedad
teocéntrica en que los valores pedagógicos dependían de la religión,
tal como formuló Lessing en La educación del género humano (1780), 195
al demandar la superación del temor del Antiguo Testamento
gracias a la llegada de la edad del espíritu. Sin embargo, la propuesta
de Lessing de presentar la historia como la gran educadora,
posición proclive a la asimilación de los judíos, encontró un par
de contrapuntos en la filosofía de Herder, que reivindicó desde una
posición romántica el papel cultural del pueblo alemán, y en las
posiciones de Mendelssohn, quien reclamó mantener la lealtad a
los principios de la tradición hebrea (Arendt, 2004, pp. 113-127).
Por lo demás, el siglo xix –después de las campañas napoleónicas–
se inició con una vuelta al statu quo del Antiguo Régimen,
gracias a los acuerdos del Congreso de Viena (1815). Allí las
potencias de la época decidieron la restauración de los principios
anteriores a los conatos revolucionarios surgidos de la Ilustración
dieciochesca y que emergieron de nuevo en diferentes momentos
del siglo xix, por ejemplo, en 1820, 1830, 1848 y 1871. En aquella
Europa decimonónica, los grandes imperios –inglés, prusiano,
austrohúngaro, zarista, sin olvidar Francia– se convirtieron en
unas fuerzas hegemónicas que impusieron una serie de principios –
autoritarismo, militarismo, puritanismo, etc.– que poco tenían que
ver con la autonomía kantiana, ya que no surgían de la conciencia
individual, sino de una dinámica histórica en que predominaba
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un miedo atroz a todo cuanto significase cambio o revolución. No


en balde, en más de una ocasión se ha dicho que el imperativo
categórico kantiano emergió en un contexto en que el ámbito público
quedaba circunscrito al dictado imperial prusiano, limitándose
por consiguiente la autonomía moral a la esfera individual. De la
misma manera en que la ley de Newton gobernaba el mundo físico,
el dictado del emperador ejercía el control sobre sus ciudadanos.
Con todo, Kant –cuya madre era prusiana– quiso distanciarse del
dictado del monarca prusiano, si bien algunos autores –como Emil
Ludwig–, sin negar sus indudables méritos, lo presentan como un
acólito de Federico el Grande de Prusia. «Cuando en la famosa
avenida de la Victoria se descubrió el monumento a un rey vicioso
y mezquino que, en mármol blanco, adelantaba pomposamente su
pierna derecha, era de notar tras él como un pequeño Hermes, la
figura de Kant, que había sido su súbdito.» (Ludwig, 2011, p. 151.)
Sólo a partir de comienzos del siglo xx –el siglo de los niños al decir
de Ellen Key–, la educación empezó a ser sensible a los principios
de espontaneidad, libertad y autonomía que serían divulgados por
el movimiento de la Escuela Nueva. Aunque es verdad que en el
siglo xix ya se dieron cambios importantes como las novedades
196 introducidas por Thomas Arnold en la educación secundaria
inglesa, causa remota para algunos de la moderna renovación
pedagógica, esta reforma educativa únicamente se impuso después
de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando entró en crisis
el modo de vida considerado como victoriano (Gay, 2002, p. 242).
Bien mirado, esta etapa histórica se inició en 1837 con la subida
al trono de la reina Victoria, y abarca –en un sentido amplio–
hasta entrado el siglo xx. De hecho, el dilatado reinado de la reina
Victoria (1837-1901) se puede extender también al período que va
del fracaso militar británico en la guerra de los bóers (1899-1902) al
inicio de la Gran Guerra (1914-1918). De esta manera, las épocas
de la reina Victoria (1837-1901) y Eduardo VII (1901-1910) pueden
entenderse como una continuidad que se alarga hasta la Primera
Guerra Mundial, que significó una quiebra definitiva: nada fue
igual después de 1918.
Tan es así que el período victoriano –considerado por muchos
una fase gloriosa e intocable– no fue objeto de crítica hasta
la fecha de 1918, cuando apareció el libro de Lytton Strachey
Victorianos eminentes, en que repasaba la trayectoria del cardenal
Manning –que junto a Wiseman y Newman forma la trilogía
de cardenales victorianos–, del pedagogo Thomas Arnold, de la
enfermera Florence Nightingale y del general Gordon, el héroe de
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Jartum. Dámaso López García, en el prólogo a la versión española


del libro de Strachey, recoge la opinión de Leonard Wolf, quien
en su biografía escribió lo siguiente: «La guerra, que pulverizó la
cohesión de los valores victorianos y abrió fisuras irreparables en
la frívola sociedad eduardiana, tuvo el efecto de acelerar y alterar el
cambio violento e inevitable de hábitos y tradiciones.» (Strachey,
1998, p. 18.)
Así pues, y de acuerdo con los planteamientos de Gay, que se basó
en los diarios de Arthur Schnitzler –hoy felizmente traducidos–,
este estilo «victoriano» genuinamente inglés se puede aplicar
a los diferentes imperios que se consolidaron en el siglo xix. No
es extraño, además, encontrar paralelismos entre la emperatriz
María Teresa de Austria, que observó una política ilustrada entre
1740 y 1780, y la reina Victoria de Inglaterra. Sin embargo, el
mejor paralelismo entre Austria y la época victoriana corresponde
al período de Francicco José I, que dirigió las riendas del Imperio
austrohúngaro entre 1848 y 1916, superando así los largos años que
la reina Victoria (1837-1901) estuvo en el poder.
A estas alturas, contamos con muchas obras que radiografían
el Imperio austríaco, destacando por su novedad –no sólo
metodológica, sino también por su arborescente contenido– el libro 197
de William M. Johnston El genio austrohúngaro, publicado en 1972
y que, finalmente, ha sido traducido al español (2009). En esta obra
–un referente inexcusable para el estudio de la historia intelectual
de la Europa contemporánea–, se hace una radiografía del Imperio
austríaco, que caminaba inexorablemente hacia su ocaso, tal como
sucedió después de la Primera Guerra Mundial. Entre los aspectos
que este autor analiza destacan los que se refieren a la crisis interna
del Imperio austrohúngaro –que desde 1867 tuvo una capitalidad
bicéfala que compartieron Viena y Budapest–, entre los que
descuellan una administración anticuada, la actitud conservadora
del ejército y los privilegios de una nobleza endogámica, sin olvidar
el papel de la Iglesia católica. De ahí, pues, que resulte hasta cierto
punto lógico que Gay haya atribuido –no sin forzar las cosas– la
categoría de «victoriana» a la ciudad de Viena, donde el mundo
de ayer se fracturó después de una profunda crisis que se dio en
el tránsito del siglo xix al xx, cuando el movimiento de la Secesión
(Sezession) adquiría carta de naturaleza a modo de preludio de la
gran fractura de 1918.
El testimonio que aporta Arthur Schnitzler (1862-1931) resulta útil
para ilustrar la dinámica que se estableció entre el mundo de ayer,
el que corresponde a la mentalidad victoriana, y el nuevo mundo,
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el que pertenece a una juventud que –al margen de la herencia


de la tradición– luchó en el siglo xx por conseguir su mayoría de
edad, esto es, su propia autonomía, que en ocasiones ha adquirido
connotaciones libertarias. Sea como fuere, el contraste entre ambos
mundos es más que significativo. Aquellos que fueron educados en
los principios de la mentalidad victoriana –una expresión que no
se circunscribe, insistimos de nuevo en ello, al ámbito británico–
tuvieron que hacer frente a un mundo nuevo, que emergía cual ave
Fénix entre las cenizas del mundo de ayer, que quedó hecho añicos
después de aquella primera conflagración mundial. El mundo de
ayer –que Stefan Zweig diseccionó en sus memorias– confería una
seguridad y una estabilidad que dependía –en último término– de
una cosmovisión que se aceptó –a pesar de las sospechas de muchos,
no sólo de los filósofos– como algo tangible, real y permanente. «En
aquella época» –Schnitzler se refiere a las últimas décadas del siglo
xix, cuando el mundo antiguo gozaba de plena vigencia–, «se creía
saber qué era lo verdadero, bueno y bello, y ahí estaba la vida, en
su magnífica sencillez» (Schnitzler, 2004, p. 381). Pero las cosas no
eran así de simples, porque, liquidado el tiempo de las seguridades
de la época victoriana, había que aprender a vivir –como hizo la
198 juventud del siglo xx– por sí mismos, al margen de convenciones y
asideros, esto es, a la intemperie y sin ninguna protección.

Mundo de ayer y mentalidad victoriana

De entrada, podemos señalar que los tónicos pedagógicos de signo


autoritario, propios de la sociedad del Antiguo Régimen, perduraron
durante el siglo xix, consolidándose la mentalidad victoriana. La
descripción de las escuelas de aquella época –según la evocación
de los años escolares que hizo Zweig en sus memorias– constituyen
una buena muestra de lo que decimos. La exigencia en los estudios
–según anota Soma Morgenstern en sus recuerdos de juventud–
da una idea del nivel de conocimientos que se demandaba en
aquellos tiempos en los establecimientos de educación secundaria,
donde los jóvenes –convenientemente uniformados– seguían sus
aprendizajes en grupos exclusivamente masculinos, sin presencia
femenina alguna. Esta separación de sexos determinó que en el
Imperio austrohúngaro las chicas tuviesen que prepararse al margen
de los institutos, a través de preceptores particulares, y presentarse
a los exámenes oficiales si deseaban alcanzar la oportuna titulación
oficial. Como vemos, aquel mundo de ayer se caracterizaba por su
voluntad de mantener y consolidar una seguridad que se convirtió
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en una especie de espejismo, un período de tensiones que alentó la


crisis de la modernidad que germinaba en su propio interior.
De ahí que Chesterton –nacido en 1874– conociese directamente las
contradicciones de aquella sociedad victoriana en que la aristocracia
constituía –tal como confirmaba la venta de títulos nobiliarios,
aspecto que denunció abiertamente– un asunto de interés. En
cualquier caso, la clase media, encabezada por una floreciente
burguesía, buscaba la tranquilidad tanto en la familia como en
los negocios, de modo que el «monstruo más amenazador para la
moral estaba etiquetado con el título de aventurero». Wilhelm Reich
reconoce en su autobiografía que su padre –cuyo ideal era el káiser
alemán– le instaba a conseguir puestos de honor (Reich, 1990, p. 54).
Pero a pesar del progreso científico y técnico, la moral victoriana –
que no quería saber nada de riesgos– coincidió con la gran depresión
económica vivida entre 1873 y 1890, un mundo de inestabilidades
que –a la larga– también afectarían a la sociedad. Con todo, el rasgo
más relevante de aquella época victoriana fue el puritanismo que
Chesterton definió como «una parálisis que se petrifica en estoicismo
cuando pierde el elemento religioso» (Chesterton, 2003, p. 361).
De la lectura de la autobiografía de Chesterton –que ensalzó en
su obra Tipos diversos a la reina Victoria, quien a su entender fue 199
un ejemplo de generosidad política (Chesterton, 2011, p. 154)– se
desprende que la supuesta fortaleza de la moral victoriana era algo
más aparente que real. De hecho, el surgimiento del movimiento de
Oxford en el seno del anglicanismo y la irrupción del Catholic revival
–que convirtió a Inglaterra en tierra de misión apostólica– tiene que
ver con esta fosilización de la sociedad victoriana. No en vano, la
misma reina Victoria acabó aceptando la lealtad de los católicos,
los cuales, después de varios siglos de ostracismo, vieron como el
cardenal Wiseman –nacido en Sevilla en 1802– ocupó el cargo de
arzobispo de Westminster, nombramiento que fue tomado como una
afrenta por la prensa británica y el clero anglicano. A continuación,
reproducimos una cita de Chesterton que, a pesar de su extensión,
no tiene desperdicio, ya que retrata el ambiente dominante.
«Había muchas cosas en la mentalidad victoriana que
no me gustan y otras que respeto, pero no había nada
en las ideas victorianas que se correspondiera con lo
que hoy en día se llama victoriano. Soy lo bastante
mayor para recordar la época victoriana y fue casi lo
opuesto de lo que hoy se connota con esa palabra. La
época tuvo todos los vicios que hoy se llaman virtudes:
duda religiosa, desasosiego intelectual, hambrienta
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credulidad ante todo lo nuevo y una total ausencia de


equilibrio. También tenía todas las virtudes que hoy
se llaman vicios: un gran sentido de lo romántico,
un apasionado deseo de que el amor entre hombre y
mujer volviera a ser lo que fue en el Edén y un poderoso
sentimiento de la absoluta necesidad de encontrar un
significado a la existencia humana. Pero lo que todo el
mundo me dice ahora sobre la mentalidad victoriana
me parece totalmente falso, como una niebla que
simplemente ocultara una vista» (Chesterton, 2003, pp.
161-162).

Contrariamente a lo que comúnmente se piensa, el universo


victoriano –que encontró en la Exposición de Londres de 1851,
alentada por Alberto de Sajonia, esposo de la reina, un magnífico
escaparate– representó un mundo de engaño e hipocresía porque
«lo victoriano no era en absoluto victoriano». Por tanto, Chesterton
no se conformó con vivir bajo las convenciones de aquella época,
aunque él mismo era consciente de que avanzaba «insolente como
uno de los últimos victorianos bajo la sombra inquebrantable de la
200 reina Victoria» (Chesterton, 2003, p. 317). Queda claro, pues, que el
mundo victoriano escondía, bajo una pátina de solidez y firmeza, el
nihilismo contemporáneo contra el que Chesterton se rebeló con un
inquebrantable optimismo juvenil: sabía reírse de todo y, por encima
de todo, de él mismo.
Por su parte, Stefan Zweig –en sus memorias– recuerda que lo
primero que había aprendido en la escuela fue la «Canción del
Emperador». Tampoco olvida la reunión de ochenta mil niños
escolares de Viena, formados en la espaciosa explanada del palacio
de Schönbrunn, la residencia de verano del Emperador en las afueras
de Viena, cantando a coro el himno «Dios guarde al Emperador»,
de Franz Josef Haydn. Haciendo gala de una enseñanza pasiva y
memorística, los maestros –aposentados en la tarima como símbolo
de su poder– sólo se preocupaban por comprobar cuántos errores
había cometido cada alumno en el último ejercicio. Por aquel
entonces, los maestros –siguiendo los postulados de aquel mundo
de aparentes seguridades– desconfiaban de los niños, a pesar de que
las ideas de Herbart –considerado el padre de la pedagogía moderna–
habían penetrado en el Imperio austríaco, cosa que no había sucedido
en Prusia (Johnston, 2009, pp. 658-669). Stefan Zweig refleja esta
situación en sus recuerdos: no había motivo alguno para que los
años escolares fuesen agradables, eternizándose una situación de
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espera paciente e incomprensión que se resumía en la expresión «tú


todavía no lo puedes entender», que era repetidamente citada en
casa y en la escuela. Como vemos, en aquel mundo de ayer, las cosas
traslucían un ambiente de falsa tranquilidad, ya que la generación
adulta no quería verse afectada por ninguna transgresión, ni menos
aún por un intento revolucionario.
En suma, todo estaba dispuesto y ordenado, de modo que las
transiciones en la vida personal y social, los pasos de una edad a otra
estaban definidos y ritualizados. Sin embargo, gradualmente se fue
abriendo un profundo hiato entre la generación de los jóvenes y la
de los adultos, un abismo que fue creciendo hasta comportar una
ruptura después de la Gran Guerra. Antes de llegar a esta situación, y
habida cuenta la desconfianza generalizada hacia la juventud, nadie
quería ser joven, sino asemejarse a una persona mayor.
«Els diaris recomanaven mitjans per a accelerar
el creixement de la barba, els metges de vint-i-quatre
o vint-i-cinc anys, que acabaven de llicenciar-se,
duien barbes abundants i es posaven ulleres daurades
encara que la seva vista no n’hagués de menester,
i tot plegat només per a produir en els seus pacients
l’efecte d’experiència... tot allò que avui ens sembla una 201
possessió envejable, la frescor, l’arrogància, la temeritat,
la curiositat i l’alegria de viure del jovent, era tingut per
sospitós en aquella època, la qual només s’interessava
per allò que era sòlid» (Zweig, 2001, p. 54).

Sabido es que en Austria, las personas distinguidas seguían la


costumbre de dejarse pobladas patillas, a fin de imitar al emperador
Francisco José I, que se desposó con Isabel, la conocida Sissi, princesa
de Baviera, nacida en 1837 y que murió trágicamente en Ginebra
en 1898, a manos de un anarquista.2 Antes, empero, Sissi –una
mujer moderna y de ideas liberales, preocupada por las cuestiones

2 No deja de ser curioso la longevidad del mito de «Sissi emperatriz», que ha sido
llevado a las pantallas (Romy Schneider protagonizó este papel en 1955) y que,
además, ha generado una gran cantidad de libros para chicas adolescentes. En 1998,
Ediciones B –por ejemplo– presentaba la serie Sissi, en ocho títulos, dentro de sus
Historias inolvidables. A Sissi, seguían Sissi emperatriz; Sissi, reina de Hungría; La alegría
de Sissi; Sissi en el Tirol; Sissi y el vals de Strauss; Una aventura de Sissi y Sissi en Baviera.
Como sucedía en otras colecciones para jóvenes, se trataba de obras ilustradas con
250 viñetas aproximadamente. El mito de Sissi –la joven que sin estar destinada
inicialmente a Francisco José I se casó por amor con el emperador en 1854, con sólo
dieciséis años– alienta una historia que sintoniza con los valores del ethos victoriano
y que pervive en el imaginario colectivo a través de una exaltación romántica, muy
alejada de la realidad.
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sociales– buscó una amante para su propio esposo, que todos los
días desayunaba con la artista Katharina Schratt. Mientras tanto, los
esposos de los matrimonios mantenían las distancias hasta tal punto
que renunciaban al tuteo, tal como constata Géza von Cziffra al
referirse a las relaciones de Joseph Roth con sus diversas compañeras:
«Roth empleaba el usted para dirigirse a Irmgard Keun, pero también
utilizaba con Friedl o Manga Bell ese tratamiento, habitual entre los
esposos en la monarquía austrohúngara» (Géza von Cziffra, 2009, p.
110).
Parece evidente, pues, que aquel mundo de ayer practicaba una doble
moral, lo cual comportaba altas dosis de hipocresía social. En Austria
el número de parejas que vivían sin estar casadas formalmente se
puso de manifiesto cuando estalló la Primera Guerra Mundial. «Entre
agosto y octubre de 1914, como la guerra amenazaba con privar de
todo beneficio a las viudas de estas parejas de hecho, solamente en
Viena se regularizaron 115.000 de estas uniones, 37.000 en Budapest
y 26.000 en Praga» (Johnston, 2009, pp. 180-181). En otro orden
de cosas, pero igualmente ilustrativo de lo que decimos, conviene
destacar la presencia en el Reino Unido del llamado «vicio inglés»,
es decir, de la proliferación de las prácticas masoquistas en aquella
202 sociedad que, además, aplicaba en las escuelas un sofisticado abanico
de correcciones corporales con ramas de diferentes árboles, en especial
de abedul (Gibson, 1980). En esta dirección, Peter Gay afirma en su
libro sobre Schnitzler y su tiempo que la tesis central de la obra estriba
en demostrar que «muchos buenos burgueses victorianos, hombres y
mujeres por igual, disfrutaban de los placeres de la mesa y no menos,
respetablemente, de los de la cama» (Gay, 2002, p. 47). Arthur
Schnitzler –un personaje de éxito con las mujeres, que defendió el
amor libre y que evitó como pudo la sífilis– no tuvo reparo alguno
en confesar esta realidad: «Los conquistadores o seductores natos,
evidentemente, siempre han sabido cómo triunfar pasando por
encima de la moral de un determinado círculo e incluso del espíritu
de una época» (Schnitzler, 2004, p. 203). Por su lado, Wilhelm
Reich –cuya iniciación sexual se produjo a los doce años– reconoce
un gran número de conquistas. En realidad, aquella atmósfera
aparentemente puritana escondía un mundo sórdido hasta tal punto
que algunos concebían las conquistas femeninas como una especie
de entretenimiento deportivo, a modo de un simple coleccionista.
La misma trayectoria de Arthur Schnitzler –al igual que algunas de
sus amistades– puede incluirse en el ámbito de una juventud que
vivió una existencia alocada, propia de la bohemia, a pesar de las
responsabilidades que debía adquirir un joven de buena familia.
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Se trataba, en última instancia, de un mundo de ficciones, que


configuraba una manera de vivir aparentemente estable pero que
llevaba incorporada todos los síntomas de una profunda crisis que,
al cabo, marcó el destino de la modernidad, que quedó postrada,
al concluir la Primera Guerra Mundial, en una precaria situación
moral que se agudizó a lo largo del siglo pasado. No cabe la menor
duda de que aquella contienda marcó a la juventud, que padeció
en carne propia sus funestas consecuencias. Wilhelm Reich, que
llegó a ser oficial, detalla algunos de los aspectos estratégicos de
aquel enfrentamiento, ya que, junto a la guerra química, trajo las
novedades de la ametralladora y de las trincheras, una verdadera
trampa para la juventud movilizada: «Los rusos, durante la guerra
con Japón, habían aprendido a protegerse con trincheras, pero los
austríacos no. La flor de nuestros soldados cayó en esas primeras
semanas de guerra luchando en columnas cerradas bajo el fuego de
los rusos atrincherados» (Reich, 1990, p. 66).
Justamente, nuestro Gaziel –seudónimo del periodista Agustí
Calvet, corresponsal de La Vanguardia durante la Primera Guerra
Mundial– dio cumplida cuenta en sus crónicas de la irrupción de este
nuevo sistema de guerra basado en las trincheras. Gaziel comenta
que la batalla del Marne –afluente del Sena–, que tuvo lugar en el 203
verano de 1914, todavía se había librado siguiendo los cánones de los
viejos manuales castrenses. «La batalla del Marne fue todavía un gran
combate al estilo napoleónico. Dos enemigos poderosos entablaron
un duelo formidable, apoyándose en los accidentes estratégicos
del terreno. En este sentido, la batalla del Marne pertenece
completamenente a la antigua escuela, es decir, a la táctica guerrera
llamada «moderna» y que estuvo en vigencia hasta el mes de agosto
de 1914» (Gaziel, 2009, p. 74). A renglón seguido, Gaziel comenta
que las primeras trincheras eran muy simples, a manera de unos
simples parapetos y poco más. Con todo, paseando por las mismas
encontró –perdida entre el lodo– una cartera que había pertenecido
a un joven soldado alemán caído en combate, con la fotografía de
su prometida.
Con el paso del tiempo, la guerra de trincheras –cada vez más
atroz– se sofisticó hasta extremos insospechados, llegando a la
absurdidad con las famosas catacumbas de Argona, cuya utilidad
era mínima. «Las catacumbas sirven tan sólo para usos secundarios;
pero, en todo caso, son una prueba admirable de organización»
(Gaziel, 2009, p. 357). Si antes en las catacumbas los mártires daban
testimonio de su fe, ahora –en estas nuevas catacumbas– los mártires
caían uno detrás de otro (sobre todo en los puestos de centinela).
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

«El soldado se siente víctima de una selección ilógica, monstruosa


que ha repartido sobre él y sobre algunos más la responsabilidad
cruenta de una expiación general» (Gaziel, 2009, p. 349). El fino
olfato de Gaziel no desaprovecha la ocasión para dejar constancia
de que la guerra es una prueba más de la pasión por la organización
que se vive en el siglo xx, y que llega a suplantar al mito del
progreso del siglo xix. «Lo asqueroso de la guerra contemporánea es
esto: que sólo para montar la guardia de un puesto avanzado sean
necesarias las catacumbas de Argona» (Gaziel, 2009, p. 359). Con lo
que hemos reproducido, parece claro que la organización sustituía
a la aparente seguridad de otra hora, situación que se precipitó a
partir de 1919, cuando los jóvenes quisieron mostrar su rebeldía,
circunstancia que se agudizó –toda más si cabe– después de 1945.
Sin forzar demasiado las cosas, podemos añadir que aquella ficticia
seguridad decimonónica, propia de la época victoriana, todavía
aparece en ocasiones a los ojos de los europeos como una especie
de edad de oro, más o menos idealizada, la cual no se puede
repetir pero sí revivir. En este punto, conviene significar el éxito de
algunos espectáculos, como el conocido Concierto de Año Nuevo
que tiene lugar en Viena con sus valses, polcas, marchas patrióticas
204 y militares. De esta forma, se confirma que tenemos nostalgia de
un pasado que ya no volverá, pero que hemos exaltado hasta el
punto de constituir una especie de inconsciente colectivo que el
turismo, además, ha sabido explotar con gran fortuna. El hombre
actual que vive la desorientación posmoderna experimenta una
sensación de nostalgia –palabra que proviene de nostos (retorno) y
de algos (dolor)– y, por ende, una cierta desazón ante un pasado que
se ha esfumado definitivamente. En el mejor de los casos, lo único
posible es intentar realizar un viaje virtual –televisivo en este caso–
a aquel tiempo caducado. El éxito de la retransmisión televisiva del
concierto vienés de Año Nuevo certifica lo que decimos: más que
recuerdo y memoria, el hombre europeo –y si se quiere, occidental–
siente nostalgia por un mundo periclitado, en el que el ser humano
vivía aparentemente feliz y seguro, en que las cosas marchaban
con lentitud, a pesar de los conflictos de todo tipo que padecía
aquella sociedad un tanto ociosa que bailaba valses al son de las
grandes orquestas, que se deleitaba con los uniformes y que acudía
regularmente a la ópera.
Sea como fuere, hoy sabemos que aquel mundo de ayer de
suntuosos palacios, lujosos vestidos y usos sociales galantes no
era más que una imagen distorsionada de una realidad decadente,
dominada por el engaño, la hipocresía y la doble moral. También
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

los sentimientos y las desgracias se habían de contener en


aquella sociedad victoriana. «Era habitual en Viena disimular la
consternación: nadie se lamentaba más de lo necesario» (Friderike
Zweig, 2009, p. 33). Junto a la exaltación del amor que surgía
entre los jóvenes adinerados que frecuentaban bailes y teatros,
encontramos el burdel y el matrimonio de conveniencia. Ante los
peligros de la sífilis, los padres –así lo anota Schnitzler– aconsejaban
la abstención, cosa que no podía aceptar nuestro autor –médico en
1888– cuando se preguntaba «qué podía hacer un joven para no
entrar en conflicto con las exigencias de la moral, de la sociedad
o de la higiene» (Schnitzler, 2004, p. 334). Si la seducción y el
adulterio no estaban permitidos, pero sí consentidos, las relaciones
con prostitutas y actrices eran toleradas. En ocasiones, se recurría a
alguna joven del servicio doméstico para que los jóvenes vástagos
de las familias burguesas pudiesen iniciarse en el mundo del sexo.
La liberalidad en las relaciones sexuales en el mundo burgués no
llegaría, salvo contadas excepciones, hasta después de la Gran
Guerra, cuando la rebeldía sexual se apoderó de muchos, no sólo de
los hombres sino también de las mujeres. Wilhelm Reich constata
en su autobiografía que mantenía relaciones con su futura esposa
desde antes de casarse –una boda forzosa a la que se opuso, pero que 205
finalmente aceptó– porque su novia no tenía intención de adquirir
el compromiso del matrimonio.
Con este trasfondo social, las licencias permitidas –con la
excepción del Carnaval, con sus bailes de máscaras, donde las
mujeres de clases altas podían tontear con hombres de cualquier
extracción social– eran escasas, de modo que muchos llevaban
una vida sosegada que encontraba una magnífica expresión en el
tedio apacible de los balnearios, lugares de descanso en los que se
cuidaba la salud a través de tratamientos termales. Además, la vida
tranquila en aquellos establecimientos favorecía el paseo, los juegos
de mesa y la amable conversación, sin perder de vista el flirteo,
en un mundo –el de ayer– en que los deportes modernos, salvo el
tenis, constituían algo todavía minoritario. Por aquel entonces, la
caza, el excursionismo, la esgrima y la bicicleta eran las prácticas
más comunes entre las clases bienestantes.
De todos modos, los cafés constituyeron un lugar privilegiado
para la sociabilidad de las personas en aquel mundo de ayer.
Tampco hay que perder de vista que George Steiner, en su breve
escrito sobre la idea de Europa, ha idealizado el papel del café como
lugar de debate y tertulia democrática (Steiner, 2004). Las palabras
de Zweig coinciden con las apreciaciones de Steiner: «De fet, és una
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mena de club democràtic, obert a tothom que vulgui una tassa de


cafè a bon preu, on qualsevol client, per aquesta petita contribució,
pot seure-hi durant hores, conversant, escrivint, jugant a cartes,
rebre-hi el correu i, sobretot, consumir una quantitat il·limitada de
diaris i revistes» (Zweig, 2001, p. 60).
Frente a esta idealización, aparecen otros cafés que pueden ser
interpretados como lugares de transgresión y de vida alternativa.
Joseph Roth (2010) nos ha dejado una excelente crónica de los cafés
vieneses en los meses que siguieron a la conclusión de la Primera
Guerra Mundial. La descripción que nos hace del Café Popular poco
tiene que ver con la visión idílica del café como ateneo cultural
o club inglés donde se debate civilizadamente. El ambiente que
se dibuja es de pobreza e, incluso, de miseria. En aquellos cafés,
además de encontrar un refugio barato, los juegos ocupaban un
lugar privilegiado (billar, naipes, bolos, etc.) con las consabidas
apuestas. Nótese que si la figura del flâneur se aplica a aquel que
pulula sin rumbo por las calles, según describió Baudelaire, Johnston
pone de relieve la personalidad del «vagabundo o Schonner,
el eterno bohemio que pasa el día deambulando por los cafés»
(Johnston, 2009, p. 310). Además, en los arrabales proliferaban
206 los bailes populares, donde existía una promiscuidad desconocida
en los salones de la alta sociedad. De nuevo aquí los jóvenes de
familias acomodadas intentarán seducir a muchachas de extracción
humilde, que –en el argot de la época– eran conocidas como «süsse
Madel: una empleada de una tienda, una modista, una criada o
incluso una costurera» (Johnston, 2009, p. 305).
Tal vez convenga precisar que la dualidad social también era
palpable en el mundo de los cafés, ya que junto a los grandes
cafés –como el Central– para los señores, existían establecimientos
populares, abiertos para el gran público, que a veces servían de
refugio y domicilio para muchas personas que deambulaban por las
ciudades viviendo como podían. Por su lado, los judíos poseían sus
propios cafés. «A los judíos les gusta ir al café para leer periódicos,
para jugar al tarot y al ajedrez, y para hacer negocios» (Roth, 2008,
p. 81).
La suerte de los cafés, empero, entró en desgracia después de la
Primera Guerra Mundial, si damos crédito a la breve narración de
Stefan Zweig Mendel el de los libros, en que explica la historia de Jacob
Mendel, que tenía su cuartel general instalado en el café Gluck de
Viena. Aquí la ficción puede servir para ilustrar la realidad. Mendel
era un erudito de la bibliografía, lo sabía todo de memoria y estaba
enfrascado continuamente en su trabajo, ajeno a cuanto acontencía
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

a su alrededor. «Realmente, se trataba de una enciclopedia, de un


catálogo universal sobre dos piernas» (Zweig, 2009, p. 16). Era un
viejo judío autodidacta –sabemos que muchos judíos no acudían a
las escuelas porque sus padres no deseaban que la asimilación hiciese
perder su fe y sus costumbres–, que amaba los libros y la cultura,
que no fumaba ni jugaba y que se había trasladado desde Galitzia
a la capital austríaca a fin de estudiar para rabino (Zweig, 2009, pp.
23-27). Pero las cosas cambiaron cuando fue retenido durante los
años de aquella guerra, acusado de mantener correspondencia con
amigos bibliófilos de países enemigos. Mendel fue confinado en un
campo de internamiento, y cuando fue puesto en libertad, meses
después, las cosas habían cambiado ostensiblemente. «Mendel ya
no era Mendel, como el mundo no era ya el mundo» (Zweig, 2009,
p. 48). Mientras tanto, el mundo de ayer, el mundo anterior a la
Gran Guerra, había desaparecido de un plumazo. La inflación lo
había arruinado y sus clientes se habían dispersado. Nada era como
antes, ni el café Gluck del cual –finalmente– Mendel fue expulsado.
Sintomáticamente, volvió al café para morir, dejando sobre la mesa
el segundo tomo de la Biblioteca Germanorum erotica et curiosa, de
Hugo Hayn. Toda una argucia literaria de Zweig para indicarnos no
sólo que el mundo de ayer era historia del pasado, sino también 207
para señalarnos que de aquel naufragio sólo quedaba un libro,
un compendio bibliográfico de signo erótico, talmente como si
quisiera indicarnos que la subversión de los sentidos era una cosa
bien palpable que enlaza el mundo antiguo con el moderno.
Pero abandonemos los cafés y vayamos a los hipódromos y los
casinos donde se daba cita lo mejor de la sociedad, a fin de dar
rienda suelta a su pasión por el juego y la banalidad. Stefan Zweig
aprovechó el ambiente del casino de Montecarlo como telón de
fondo de su novela Veinticuatro horas de la vida de una mujer, en
que una viuda de cuarenta y dos años experimenta una irrefrenable
atracción por un joven de veinticuatro perteneciente a una antigua
familia noble de la Polonia austríaca, un jugador empedernido que
dilapida su escasa fortuna contrayendo deudas continuamente. A
pesar de su pasión por el juego –al que fue iniciado por un tío suyo,
en las carreras del hipódromo–, el joven despierta la pasión de la
viuda, cuyos «sentidos estaban en completo desorden» (Zweig,
1970, p. 133). En cualquier caso, este ambiente decadente –que
rodea a los casinos y a las carreras de caballos– también fue recogido
por Arthur Schnitzler, que en sus anotaciones correspondientes al
período de julio de 1882 a mayo de 1883 escribió que su entusiasmo
por las carreras hípicas no provenía precisamente de un interés
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deportivo: «Era más bien», reconoce Schnitzler, «todo el ambiente


de frivolidad, elegancia y juego lo que embriagaba mis sentidos»
(Schnitzler, 2004, 183).

Uniformes y desfiles

Es bien conocido que en aquel mundo de ayer, cuando el servicio


militar obligatorio duraba unos tres años, los uniformes ocupaban
un lugar preferente, hasta tal punto que muchos jóvenes enviaban
a sus familiares y amigos fotografías de estudio vestidos con ropa
militar. Baste mencionar, por ejemplo, que Heinrich Hoffman –que
sería el fotógrafo de Hitler– procedía de una familia que se dedicaba a
este tipo de fotografía, que contaba con grandes adeptos sobre todo
en aquellas plazas en que existían importantes destacamentos de
tropas. Pero, lógicamente, quienes atraían más la atención no eran
los soldados, sino los oficiales, ya fuesen de carrera o complemento,
e incluso aquellos que estaban destinados a la reserva, al margen
del servicio activo.
Bajo la elegancia de los uniformes militares, aparecían unos
oficiales que se movían por el deseo del ascenso social y por el
208 número de sus conquistas amorosas. «Pero el estúpido código de
honor de los oficiales en la reserva y de los caballeros nos tenía a
todos tan confundidos en aquella época», declara Schnitzler, que
no deseaba enfrentarse a un tribunal de honor, cosa que no pudo
evitar cuando en El teniente Gustl (1900) satirizó el duelo, aquella
vieja práctica que regulaba las ofensas infringidas a los miembros del
estamento castrense. El argumento no tiene desperdicio. Un joven
teniente es atropellado en la ópera por un panadero que además
lo llama imbécil, de modo que ante tal desmán decide batirse en
duelo por su honor. Pero la verdad es que el joven teniente duda, se
pone nervioso y decide suicidarse a fin de no tener que afrontar un
combate que podría acabar con su vida. El teniente se sabe indigno
para batirse en duelo, por eso debe suicidarse. «Nadie sabrá que
tuve que acabar con mi vida porque un miserable panadero, una
piltrafa que por casualidad tiene puños más fuertes que los míos...
¡Es demasiado idiota, demasiado!» (Schnitzler, 2006, p. 25). Después
de deambular toda la noche por Viena antes de poner fin a su vida,
decide entrar en su café a fin de tomar un último refrigerio y allí
se entera –por casualidad– que el panadero había fallecido aquella
misma noche de un infarto.
Pero la aparición de esta obra –con una historia aparentemente tan
inofensiva– despertó la enemiga del tribunal militar, el cual dispuso
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

que Arthur Schnitzler perdiese su condición de oficial médico en


la reserva, bajo la acusación de haber ofendido al ejército. Al cabo,
el honor militar constituía una de las claves de aquel mundo de
ayer que, después de la gran debacle de la Primera Guerra Mundial,
llegaba a su fin. En cualquier caso, este ethos militar perduró
durante aquellos cuatro años de contienda bélica, tal como detalla
Reich –teniente de infantería– en su autobiografía: «Todo giraba
alrededor de estrellas y galones. Soñábamos con llegar a oficiales.
Entonces podríamos llevar un largo sable en vez de la bayoneta.
Envidiábamos por esta razón hasta al sargento mayor. Quienquiera
que llevara sable tenía mucho más éxito que los de infantería, y los
de caballería y los artilleros mucho más que los de una compañía
de infantes» (Reich, 1990, p. 71).
No deja de ser curioso que durante aquella contienda muchos
oficiales estuviesen más pendientes del uniforme que de la marcha
de los acontecimientos bélicos. Así se desprende, por ejemplo, de
la anécdota que Soma Morgenstern incluye en el libro Huida y
fin de Joseph Roth, al comentar un suceso del año 1916. En aquel
momento, Roth era muy patriota y belicoso, cosa que chocaba
con el estado de ánimo de Morgenstern –oficial de infantería en el
frente oriental–, el cual, ante las noticias que llegaban del frente 209
occidental, se mostraba muy pesimista. Por entonces, Morgenstern
ya había alcanzado el grado de brigada, con derecho a llevar una
gorra de oficial, recia y negra. Roth aconsejó a su amigo que, ante
el inminente ascenso a teniente, comprase una gorra de auténtico
oficial, no aquel modelo que incluía un cordoncillo dorado. Así
lo hizo Soma Morgenstern, que pronto fue reprendido en la calle
por un coronel que consideró que aquella gorra contravenía
el reglamento lo sancionó con un recorte de cinco días en su
permiso. Antes, empero, tuvo que presentarse ante una comisión
de inspección:
«En el año 1916, el ejército del Imperio
austrohúngaro no tenía otro quehacer que fijarse en los
uniformes en zona de retaguardia. Cientos de momias
hacía mucho tiempo jubiladas fueron reactivadas y,
acompañadas de suboficiales, vigilaban las calles, en
especial la parte central de la ciudad, para pescar a los
infractores.
La momia tenía razón: no era yo el único
encausado. Una hilera de unos cincuennta infractores
del reglamento de uniformes se presentaba ante
su excelencia, el comandante en jefe. De capitán
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

para abajo, hasta brigada, éramos llamados;


uno se presentaba, intentaba una justificación,
invariablemente sin resultado, se le acortaba el permiso
y se retiraba» (Morgenstern, 2008, p. 36).

El reconocimiento de los oficiales de la reserva tampoco era una


cosa menor en una sociedad como la prusiana, tal como comentaba
en 1939 Emil Ludwig –cuyo padre, famoso oculista en Breslau,
consiguió que el apellido familiar Cohn, de origen judío, fuese
cambiado por el que adoptó– al referirse a Prusia, a la que equipara
a una dictadura del mismo jaez que las de Hitler, Mussolini y Stalin.
Para este historiador alemán, pródigo en excelentes biografías como
la que dedicó a Goethe, Prusia había arrastrado al resto de Alemania
por la senda del militarismo, trayendo a colación diversos ejemplos
que confirman la trascendencia del uniforme en la sociedad del
Segundo Imperio germano (1871-1918). Declarado inútil para la
guerra a causa de su miopía, sus palabras son bien explícitas:
«Yo he conocido todavía en Prusia sabios que
llegaron a ser, en su juventud, tenientes de reserva y
que se ponían su uniforme militar en el cumpleaños del
210 Kaiser, cubriendo con las bajas insignias de teniente su
barba blanca y sus largos cabellos de filósofo. Hombres
de fama europea hacían imprimir en sus tarjetas de
visita el título teniente de reserva, o se hacían llamar
en casa por el mucamo: “Mi capitán”... El número
de desafíos no sólo decidía acerca del rango del
estudiantado, sino que también servía como criterio
de selección entre médicos y químicos, prefiriéndose
aquellos que habían estudiado en una corporación
de estudiantes o servido en un regimiento bravucón»
(Ludwig, 2011, p. 153).

Como vemos, si existía una clase social en que la jerarquía


quedaba bien marcada, ésta era justamente la militar, en la que
todo –incluso los burdeles– estaba separado entre la oficialidad
y la tropa. En su autobiografía, Wilhelm Reich da cuenta de la
naturaleza de aquel mundo de ayer que empezaba a deshacerse
como un terrón de azúcar pero que mantenía el viejo estigma
del poder, contra el cual se rebeló prontamente la juventud. «En
la guerra» –se refiere naturalmente a la del 14– «no había nada
fundamentalmente nuevo: era simplemente poner a prueba la fuerza
de la vieja autoridad» (Reich, 1990, p. 72). Ahora bien, y tal como
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

señala Emil Ludwig, tampoco podemos olvidar las asociaciones o


corporaciones de estudiantes –algunas de las cuales practicaban
ejercicios paramilitares como la esgrima–, cuya influencia en
la sociedad alemana y austríaca era capital, ya que facilitaban la
transición del mundo universitario al mundo laboral y favorecían
el ejercicio profesional hasta tal extremo que estas corporaciones
se convertían en verdaderas elites de poder al dar protección
(Protektion) a aquellos que se incorporaban al mundo de los adultos
(Johnston, 2009, p. 144). Todavía hoy el prestigio de los miembros
de estas corporaciones es directamente proporcional al número de
heridas y cicatrices que han sufrido en los distintos combates, con
lo que la esgrima –deporte que mantiene su condición olímpica–
aparece como un signo de excelencia aristocrática que deriva de la
significación del Mensur, o esgrima académica, que también servía
para saldar las cuestiones de honor entre los jóvenes (Johnston,
2009, p. 168).
Al fin de cuentas, el soldado austríaco mostraba su admiración por
la figura del oficial prusiano (Ludwig, sin fecha, p. 1.260). No en
balde, Prusia constituía –poco antes de la unificación alemana en
1871– una suerte de potencia militar a todos los niveles, habiendo
vencido a los austríacos en la batalla de Sadowa (1866) y a los 211
franceses en Sedán (1870). Previamente, las tropas austríacas del
emperador Francisco José I cosecharon desastres como el acaecido
en Solferino (1859) ante los franceses e italianos, con la pérdida
de la Lombardía. La dureza de esta batalla llevó a Jean Henri
Dunant a crear la Cruz Roja para atender a los heridos en el campo
de batalla. Pero a pesar de estos reveses militares, los uniformes
continuaban concitando la atención de los ciudadanos del Imperio
austrohúngaro que bailaban alegremente al son de los valses como
El bello Danubio azul (1867). A la larga, empero, las cosas cambiaron.
«El Danubio dejó de ser símbolo de la milenaria dinastía y del
centenario Imperio multinacional de los Habsburgo» (Bonamusa,
II, 1993, p. 88).
Ahora bien, mientras los valses marcaron el ritmo de la
vida austríaca el estamento militar gozó de las prebendas y la
admiración de un público extasiado por la majestuosidad de las
paradas militares, con los regimientos de dragones y húsares que,
acompañados con bandas de música, concitaban la atención de
todos, niños y mayores. Así se recoge en las memorias de Friderike
Zweig, que nació en 1882, al recordar sus años de formación.
«Mi hermana y yo acompañábamos a nuestra
tía al desfile de Año Nuevo en el Schmelz, donde
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el emperador Francisco José, rodeado de generales


de verdes penachos y en presencia del cuerpo
diplomático, vestido para la ocasión, pasaba revista
a sus tropas. Las bandas militares acometían las
marchas Radetzky y Rakoczi a primera hora de la
mañana, acompañadas generalmente por un sol
espléndido» (Friderike Zweig, 2009, p. 31).

Empero, se trataba de un fenómeno que se daba en todos


los rincones del Imperio austrohúngaro, incluso en la Galitzia
oriental, como recuerda Soma Morgenstern al referirse a la ciudad
Tarnopol, una de las más importantes de aquella lejana región:
«Los conciertos de bandas militares, es decir, de
instrumentos de viento, tenían lugar con regularidad
y frecuencia. Una vez por semana, la orquesta del
regimiento local tocaba gratis en los jardines del
parque, delante de la jefatura del distrito, y los
domingos había que pagar entrada para escucharla
en el Parque Municipal. Era una buena orquesta,
compuesta casi exclusivamente de músicos checos.
212 Solían tocar oberturas y popurris, arreglados por su
director, que tenía el rango de oficial» (Morgenstern,
2005, p. 471).

Junto a la brillantez de los desfiles militares, hay que situar las


procesiones religiosas, que contaban con la presencia de tropas
que daban un mayor lucimiento si cabe a las ya de por sí solemnes
procesiones. Sin embargo, no podemos olvidar la presencia en
las ciudades del Imperio de importantes núcleos judíos, que eran
víctimas de actitudes y campañas antisemitas. Joseph Roth ha
descrito la vida de los judíos errantes en aquella Europa oriental,
durante el período de entreguerras, cuando emigraban hacia
Occidente, debatiéndose entre la conversión y la asimilación,
la observancia de la vida piadosa y religiosa y, por último, la
aparición del movimiento sionista. A nivel general, los judíos no
eran bien vistos: «Tienen muchos hijos, no están acostumbrados
a la higiene y la limpieza, y son odiados. Nadie cuida de ellos...
A los judíos orientales se les insta a acogerse a las organizaciones
benéficas burguesas» (Roth, 2008, p. 72).
Naturalmente, si el imperio austríaco constituía una Babel
lingüística, un crisol de nacionalidades que contrastaba con la
uniformidad de los estados-nación europeos, la cosa aumentaba
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todavía más en el caso de la población hebrea. Hijo de unos


padres piadosos que permitieron que frecuentara el Instituto
de Tarnopol, en la Galitzia oriental, entre 1904 y 1912, Soma
Morgenstern recuerda que a una edad temprana dominaba
diversos alfabetos, ya que desde bien pequeño se había iniciado
en el estudio de las lenguas.
«A la edad de siete años conocía prácticamente
todos los alfabetos del ámbito judeocristiano, a
excepción del griego, que aprendería más tarde, en
el instituto. Sin embargo, incluso el alfabeto griego
me resultaba familiar, porque en el primer curso de
la escuela primaria mixta polaco-ucraniana había
aprendido dos alfabetos, el latino y el cirílico, que
deriva del griego. Pero el hebreo seguía siendo el
primero. No en vano tuve que empezar a estudiarlo a
los tres años» (Morgenstern, 2005, p. 15).

Es así como las capacidades lingüísticas de Morgenstern –


apellido que fue otorgado por un administrador a fin de
germanizar a las famílias judías–3 aumentaron cuando llegó al
instituto con otras cuatro lenguas, dos clásicas (latín y griego) 213
y dos modernas (francés e inglés). Y ello sin olvidar el yiddish,
que se hablaba familiarmente, lo cual da cuenta del potencial
lingüístico de aquellos jóvenes hebreos que –en ocasiones– no
contaban con el permiso de los padres para frecuentar una
institución educativa gentil, a fin de evitar la asimilación. Sea
como fuere, aquel mundo –y así lo recuerda Morgenstern (2005,
p. 236)– vivía una profunda paz, tratándose todavía de un mundo
humano, en que la exigencia en los estudios era muy alta. También
la Biblioteca Reclam contribuía eficazmente a formar a aquellos
jóvenes judíos que, al participar de dos culturas –la ilustrada
europea y la religiosa familiar–, vivían en un equilibrio que, en
ocasiones, era difícil de mantener pero que pone de manifiesto la
importancia de la formación (Bildung) hebraica de aquella época,

3 Géza von Cziffra, en su libro sobre Joseph Roth, comenta que bajo el mandato
de Francisco José I, los funcionarios del Imperio impusieron apellidos alemanes a
las familias judías. «Los funcionarios, que por su profesión no podían desplegar
mucha fantasía, se ayudaron de métodos muy fáciles para dar los nombres. En primer
lugar, los nombres de colores; los judíos recibieron nombres como Schwarz [negro],
Weiss [blanco], Grün [verde], Roth [rojo], Gelb [amarillo], Braun [marrón], etc.» Más
tarde siguieron los nombres compuestos, de los que surgió Morgenstern [estrella
de la mañana]. Pero en otras ocasiones, se buscaron nombres divertidos e, incluso,
ofensivos (Géza von Cziffra, 2009, p. 49).
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situación que –lamentablemente– el antisemitismo cercenaría de


mil formas diferentes.4
Sin orillar del todo este tema, conviene precisar que la disparidad
lingüística perjudicó a las tropas imperiales durante la Primera
Guerra Mundial. La mayor parte de oficiales, además, eran de
origen germano (Johnston, 2009, p. 164). Haciéndose eco de la
biografía de Karl Tschuppik sobre el general Erich Ludendorff,
segundo oficial de Paul von Hindenburg durante la Primera
Guerra Mundial, Morgenstern anota que este comandante alemán
pronto se percató de que Austria arrastraría a la derrota al imperio
germánico:
«Austria fue nuestra perdición. No éramos
conscientes de que estábamos llevando a cuestas un
cadáver. No lo supe hasta que, una vez, inspeccioné un
frente austríaco. Y cuando yo hacía una inspección,
acudía hasta las trincheras. Allá, me salió al encuentro
un capitán y dijo: Excelencia, bla, bla, bla. No entendí
ni palabra. Mi ayudante me explicó: Es un regimiento
húngaro. Seguí adelante. De otra trinchera, me dijo
otro bla, bla, bla. Era un destacado galiciano. ¿Eso es
214 Austria? ¿Húngaros, croatas y cosas así? Austria fue
nuestra perdición» (Morgenstern, 2008, p. 171).

Sin embargo, para evitar estos inconvenientes, y como bien


recuerda Johnston, las órdenes se impartían a través de setenta
palabras alemanas que debían saber todos los soldados, con
independencia del lugar de procedencia (Johnston, 2009, p. 162).
A la larga, la desconfianza de los austríacos en el lenguaje –y
aquí podemos situar la filosofía de Wittgenstein y la música de
Schönberg– procede, como mínimo en parte, de esta Babel que fue
el Imperio austrohúngaro.
Quizá por ello, la religión adquirió un papel fundamental, al
dar cohesión a una realidad social que conglutinaba un sinfín
de etnias y lenguas distintas. A continuación reproducimos un

4 Ingolf Schulte, en «Soma Morgenstern, el autor como superviviente», texto


incluido a modo de apéndice en Huida y fin de Joseph Roth, hace una magnífica
descripción de los años de formación de este autor que, después de asimilarse a la
cultura germánica, volvió a las fuentes de la fe judaica (Morgenstern, 2008, pp. 371-
403). En otro lugar, Morgenstern –que durante sus estudios de bachillerato impartía
clases particulares– constata que «fue precisamente con aquellos alumnos y alumnas
con los que experimenté la sed atávica de aprender que poseen los niños judíos,
descendientes de generaciones de ávidos estudiosos del Talmud. Se interesaban
especialmente por la historia, la literatura y la física» (Morgenstern, 2005, p. 517).
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

fragmento del libro de Ferruccio de Carli sobre Pío X y su tiempo,


en que aparece el siguiente retrato de Austria:
«De los años vividos por algunos de nosotros,
como estudiantes, antes de la guerra, en Austria,
recordamos especialmente las manifestaciones
religiosas, y, sobre todo, la de Corpus Christi; junto a
las dignidades eclesiásticas presidía el Emperador, que
iba a pie, descubierto y escoltado por archiduques y
dignatarios; en las capitales de las distintas regiones,
los generales con sus brillantes uniformes, la tropa,
los institutos y más o menos toda la población civil,
asistían también» (Carli, 1956, p. 177).

Tampoco es casual que aquel espectáculo –con «el paso marcial


de la tropa, con sus impecables oficiales, los generales en uniforme
de gala: calzón rojo, guerrera blanca, plumas verdes sobre el ros,
todo en suma ejercía sin duda un gran atractivo»– se convirtiese en
«la expresión de un mundo disciplinado, fuerte y respetuoso, en el
cual todo parecía realizarse perfectamente» (Carli, 1956, p. 177).
Pero las cosas sólo eran así aparentemente, porque la disolución de
aquel mundo de seguridades cayó como si se tratara de un castillo 215
de naipes, tal como sucedió irremediablemente en 1918. Joseph
Roth, en su novela Zipper y su padre, ha reflejado perfectamente
esta situación en muy pocas palabras, al describir la sensación de
los jóvenes cuando regresaron de los frentes de combate. «Un día
la guerra terminó. La monarquía se derrumbó. Volvimos a casa»
(Roth, 2011, p. 53). Cuando Zipper se incorporó al mundo civil,
ocupando un cargo irrelevante como funcionario en una oscura
oficina, fue interpelado por sus compañeros mayores de trabajo.
«De vez en cuando se enfrascan en una conversación
sobre la juventud actual. “Los jóvenes de hoy en día”,
dicen, “se creen más listos que los mayores porque
han luchado en la guerra.” Un día no pude evitar
decirles: “Fuisteis vosotros quienes nos mandasteis a
la guerra!”, y pensé en mi padre. ¿Te acuerdas del día
que se nos presentó en la Escuela de Complemento en
uniforme?» (Roth, 2011, p. 71).

Queda claro, pues, que nada fue igual después de 1918, hasta tal
punto que algunos círculos austríacos intentaron distanciarse de
los germanos en un proceso que se agudizó después de la anexión
(Anschluss) de 1938, cuando se instauró, el 1 de enero de 1939, el
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

tradicional concierto vienés de valses y polcas que concluye con la


marcha Radetzky, compuesta por Johann Strauss padre en 1848 para
conmemorar «su victoria sobre los piamonteses (batalla de Custozza,
24 de julio de 1848), y que significó la caída de Milán y el fin de
la revolución en la Lombardía» (Bonamusa, II, p. 89). Tal y como
apunta Johnston, al referirse a esta marcha militar y haciéndose de
la obra homónima de Joseph Roth (La marcha Radezky, 1932), «la
música unía a la docena larga de nacionalidades que se daban cita
en las unidades militares» (Johnston, 2009, p. 161).
Muchos fueron –y aquí el nombre de Joseph Roth, que acabó
admirando al catolicismo y defendiendo la antigua organización
política del imperio austríaco constituye una pequeña muestra
de lo que decimos– los que sintieron nostalgia por aquel mundo
antiguo, de formas externas y falsas seguridades pero cohesionado
formalmente bajo el escudo imperial, que permitía una coexistencia
–no sin dificultades– de los diversos pueblos y nacionalidades de
aquel antiguo Imperio que vivió en el tránsito del siglo xix al xx un
irreversible proceso de deterioro que lo arrastró hasta el ocaso. El fin
de Austria significó la desaparición del mundo de ayer y, por ende,
la quiebra del ethos victoriano. La expresión «La caída de Austria fue
216 también su caída», que Emil Ludwig situó casi a modo de colofón
en su «Retrato de un oficial» (Ludwig, sin fecha, p. 1.263), sintetiza
cuanto decimos. Incluso este oficial –siempre escrupuloso en el
cumplimiento de sus obligaciones, y que se apartó de la vida social
de sus colegas– sucumbió como el resto del ejército austrohúngaro.

Eros y paideia

Desde un punto de vista pedagógico, la quiebra de aquel mundo


de ayer tiene mucho que ver con el Movimiento de la Juventud
(Jugendbewegung), que apareció, justamente, a fines del siglo xix y
entre cuyas instancias encontramos los Wandervögel, una especie de
aves errantes que practicaban la vida nómada al aire libre (Moreu,
2003). Hay que recordar que la vida universitaria alemana –y aquí
también cabe incluir a los estudiantes judíos– estaba presidida por
un sinfín de asociaciones o ligas de estudiantes que se reunían
según su afinidad política o étnica. No ha de extrañar, pues, que
esta rica vida asociativa favoreciese la aparición del Movimiento
de la Juventud, en cuyos inicios se nota la presencia de los vientos
vitalistas de Nietzsche. Por su parte, Edith Stein –en el curso de
Antropología Pedagógica que profesó en Münster durante el
semestre de invierno de 1932-33– esbozó el siguiente perfil del
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

joven que pertenecía al Movimiento de la Juventud: «Le pertenece


un característico modo de vestir y de peinarse, el desenfado en el
trato social, la renuncia a determinados estimulantes, un estilo
propio de organizar su tiempo libre y cierta actitud interior hacia la
naturaleza y la vida del hombre» (Stein, 1998, p. 255).
En realidad, el Movimiento de la Juventud –que a la larga fue
manipulado por el nazismo, que lo canalizó hacia las Juventudes
Hitlerianas, dirigidas por Baldur von Schirach– pretendía ser una
alternativa a una educación excesivamente escolarizada, a la vez
que deseaba despertar el espíritu de rebeldía de la juventud, que
no fue ajena, tampoco, a la irrupción de las ideas freudianas con la
exaltación del tema del eros. Así sucede en el caso de la pedagogía
de Gustav Wyneken, para quien «la juventud no es simplemente
una época de preparación, sino que tiene su propio e insustituible
valor, su propia belleza y, por tanto, también el derecho a una vida
propia, a la posibilidad del desarrollo de su naturaleza especial»
(Wyneken, 1926, p. 28).
Podemos añadir que aquellos jóvenes anhelaban una vida de
aventuras sin la vigilancia de los padres ni la estricta disciplina
que los maestros aplicaban en las aulas escolares. Por su parte,
aquellos muchachos –embebidos por una especie de mística 217
natural– renunciaban a la vida disoluta que dominaba en las
ciudades, optando por un régimen de frugalidad sin alcohol ni
tabaco. Además, se deseaba poner fin a los convencionalismos de
la burguesía y al sedentarismo de la vida urbana, de manera que la
imagen del ave errante, del pájaro migratorio, se convirtió en guía
y modelo para una juventud que reclamaba mayor autonomía y
nuevas experiencias.
En este sentido, Wyneken proponía una pedagogía vitalista y activa
que se oponía abiertamente a la educación del mundo de ayer.
«Actualmente se encuentra la escuela en un estado de anarquía.
No se sabe ya lo que debe hacer, no posee ya ninguna idea
unitaria. Debe preparar para la vida, debe formar armónicamente
a los hombres, debe transmitir los valores espirituales, debe educar
ciudadanos, debe hacer cristianos (de las diferentes confesiones).
Este caos ha surgido de la secularización de la escuela» (Wyneken,
1926, p. 23). Nos encontramos, pues, ante una alternativa a la
escuela tradicional, y algunos autores llegan incluso a defender una
especie de nihilismo pedagógico por su incapacidad de mejorar la
sociedad.
En sus reflexiones sobre los años de aprendizaje en el Gymnasium,
Arthur Schnitzler registró las siguientes palabras: «Y es entonces
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

cuando uno realmente se da cuenta del difícil y en cierto sentido


irresoluble problema que supone la educación, cuando ha podido
experimentar y comprender que los padres y profesores se encuentran
frente a un material como predefinido, es más, ya hecho a pesar de
su inmadurez» (Schnitzler, 2004, p. 54). Este nihilismo pedagógico
–que enfatiza la imposibilidad del acto educativo– también se da
en las reflexiones autobiográficas de Wilhelm Reich, que después
de remarcar la condición egotista del ser humano expresaba lo
siguiente: «El altruismo es sólo una forma de egotismo, aunque de
más valor que la forma de egotismo puramente subjetiva. ¿Puede
educarse a la humanidad en esa forma más elevada? ¡No! ¡Educar al
hombre es imposible! ¡Toda educación es asunto de transferencia como
elemento de ecforización!» (Reich, 1990, p. 175).
Por consiguiente, la juventud –a los ojos de Schnitzler– ya
se encuentra predeterminada, y así su rebeldía se explica por
esta capacidad de ir contra la corriente dominante. Por su lado,
Reich viene a decir que la educación es una empresa irrealizable,
quedando –a lo sumo– la posibilidad de ecforización, concepto
que podemos interpretar como una rememoración del pasado al
cual acude la teoría psicoanalítica para retornar a los orígenes. No
218 vamos entrar aquí en disquisiciones antropológicas –el profesor
Fullat ha insistido repetidamente en el carácter abierto e inacabado
de la antropogénesis humana–, pero no es menos verdad que la
juventud –que irrumpió con fuerza después de la Primera Guerra
Mundial– se desmarcó de los principios y creencias defendidos
por aquellos que habían participado en lo que, siguiendo a Peter
Gay, hemos denominado «mentalidad victoriana». En efecto,
después de 1918 se constató la presencia de una nueva categoría
social como la juventud, la cual, asumiendo algunos puntos del
Movimiento de la Juventud, formuló sus aspiraciones, que rompían
los lazos tradicionales de acuerdo con el nihilismo pedagógico
que acabamos de comentar. Mirado con más atención, se puede
establecer un paralelismo entre el nihilismo terapéutico, que según
Johnston predominó en la medicina vienesa –más preocupada por
el diagnóstico que por la terapéutica– y el nihilismo pedagógico,
que recalca también las causas de la crisis educativa en detrimento
de las soluciones pedagógicas (Johnston, 2009, pp. 535-549).
Pero no olvidemos a Gustav Wyneken, que, crítico con el sistema
escolar imperante, abogó a favor de una reforma en profundidad
de la educación incidiendo en la conveniencia de rectificar el
sentido del imperativo categórico, que –en su caso– no tiene una
dimensión individual sino colectiva. Por ello, conviene pasar del
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

yo al nosotros hasta tal punto que, al dar prioridad al todo, su


pedagogía asume un sentido metafísico casi religioso. «Pero no
en el sentido de aquella antigua religiosidad del menesteroso, de
aquella religiosidad pasiva femenina, sino en el de una religiosidad
masculina y activa: que quiere ayudarse a sí misma. La cual
quiere ayudar en su realización al espíritu, y quiere entregarse a
él» (Wyneken, 1926, p. 21). A la larga, la pedagogía de Wyneken
adquirió una impronta nacionalista a favor de la cultura (Kultur)
germánica, que provocó el distanciamiento de Walter Benjamin de
este movimiento en el que había participado inicialmente. Walter
Benjamin –que fue discípulo de Wyneken, con quien rompió al
estallar la Primera Guerra Mundial– participó en el Movimiento
de la Juventud y se desmarcó de él por su orientación nacionalista
y beligerante, optando finalmente por una actitud pacifista y
antinacionalista (Benjamín, 1993). A través del reciente estudio
de los profesores Ballester y Colom, hoy sabemos que los dieciséis
escritos de juventud –que elaboró Benjamín entre los diecinueve
y los veintitrés años– fueron pergeñados bajo la impronta de la
pedagogía de Wyneken, quien ejerció una influencia decisiva en los
años de formación del pensador alemán, que se suicidó en Port-Bou
cuando intentaba, en 1940, zafarse de la persecución nazi (Ballester 219
y Colom, 2011).
Entre los aspectos que destacan de la pedagogía de las comunidades
escolares libres, propuestas por Wyneken, sobresale el valor del eros
pedagógico, entendido en una línea platónica, a fin de intensificar
los vínculos entre los educadores y los alumnos. En esta dirección,
Wyneken –que fue acusado de prácticas homosexuales– fue el autor
de un libro con un título bien significativo: Eros (1921). Además,
y de acuerdo con su exaltación de la belleza, la desnudez adquiere
en su pedagogía –al igual que sucedía en los gimnasios griegos– un
valor aceptado y reconocido. «La desnudez debe no sólo no ser
temida, sino siempre que se ofrezca ocasión llegar a ser evidente»
(Wyneken, 1926, p. 96). Por esta vía, la belleza corporal se convirtió
en condición de posibilidad de una pedagogía que justifica la
coeducación por razones espirituales y no biológicas. Lo que
interesa –en último término– es una comunión de los espíritus –
de los jóvenes de ambos sexos–, que han de converger en la tarea
común de cultivar el espíritu, es decir, de fomentar la cultura.
Por tanto, el impulso sexual es sublimado a beneficio de esta
concepción pedagógica espiritual que conecta con el culturalismo
nacionalista germano: «Con la acentuación de lo espiritual en la
mujer se empequeñecerá su lado biológico» (Wyneken, 1927, tomo
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

II, p. 84). Así pues, hay que fomentar la unión y fusión de los jóvenes
en una única comunidad que favorezca los valores de la camaradería.
De aquí, también, la importancia del eros pedagógico, que deja en
segundo término la atracción sexual que se convierte en un motor de
espiritualización: «El eros es la gran experiencia básica del espíritu,
la experiencia de una ampliación y un acrecentamiento infinitos
del servicio vital, del que aquel que ha gustado de él alguna vez, aun
cuando sea en sueño, no puede ni quiere prescindir. La experiencia
de tal embriaguez llega a ser la medida para el valor de la vida en
general» (Wyneken, 1927, tomo II, p. 124). En resumidas cuentas,
el eros es el resorte para poder alcanzar los valores más sublimes:
«Todos los bienes espirituales superiores han sido concedidos a la
humanidad por el camino de la cultura del éxtasis, del entusiasmo»
(Wyneken, 1927, tomo II, p. 125).
Wyneken –que veía en la coeducación una práctica burguesa–
recuperó un platonismo que potenciaba el papel del eros como
fuerza atractiva de manera que los maestros habían de atraer a sus
alumnos y, a su vez, hacerlos participar de los valores espirituales
–esto es, culturales– más elevados. Así pues, su pedagogía proponía
una educación homoerótica –no necesariamente homosexual– que,
220 a la larga, despertó muchas sospechas y críticas. Procede decir que
Wyneken había sido colaborador de Hermann Lietz, el promotor
de los hogares de educación en el campo (Landerziehungsheime).
Efectivamente, Lietz abrió el 28 de abril de 1898 en Ilsenburg, al pie
del macizo del Harz, el primer establecimiento de estas características,
una especie de pequeño paraíso emplazado en el campo, en plena
naturaleza. Lietz pretendía corregir los vicios de los internados,
donde dominaba el autoritarismo, la disciplina y los castigos, tal
como reflejaron Hermann Hesse en su novela autobiográfica Bajo la
rueda (1905), en que criticaba el sistema educativo de los gimnasios
alemanes, y Robert Musil en Las tribulaciones del estudiante Törless
(1906), donde se ponían de relieve las contradicciones del Instituto
W., una especie de internado de cadetes militares que funcionaba
en el Imperio austríaco.
Es evidente que Lietz se inspiraba en los jardines de infancia
(Kindergarten) de Froebel y en la pedagogía de Pestalozzi, y así
propugnaba una vida simple en plena naturaleza. Además, la
pedagogía de Lietz con su crítica a la sociedad urbana –y el
consiguiente entusiasmo por la vida natural y comunitaria– influyó
sobre la doctrina nacionalsocialista. No en vano, Baldur von
Schirach, el líder de las Juventudes Hitlerianas, fue alumno de una
escuela que seguía las orientaciones de Lietz, que en 1914 había
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

formado –con sus alumnos mayores– una compañía que participó


en la Primera Guerra Mundial. «Más tarde», escribe Ferrière, «estalló
la guerra y él partió, con la mayor parte de sus alumnos de más edad,
alistado como voluntario. Se le vio en el Tirol, en Rusia, entre los
amigos del genio. Fue Felweld (sergent) y conducía su Compañía de
la misma manera como lo hacía con sus alumnos, entusiasmando a
sus hombres» (Ferrière, sin fecha, p. 70).
Durante los meses previos a la celebración de los juicios de
Nuremberg, Baldur von Schirach declaró a Leon Goldensohn –
psiquiatra del ejército norteamericano– que su idea de un estado
de los jóvenes, capitaneado por los mismos jóvenes, se basaba en la
pedagogía de Lietz.
«Yo mismo estuve en una escuela de ese tipo
cuanto era niño. No en una de las escuelas de Lietz,
pero la dirigía un hombre asociado con Lietz. Aprendí
muchas cosas que otros chicos no sabían. Siempre creí
que la juventud se tiene que proporcionar su propia
formación y sus propios dirigentes, y entonces llegó el
Partido Nazi, que me dio la oportunidad de poner mis
ideas en práctica en casa» (Goldensohn, 2005, p. 304).
221
No extraña, pues, que el régimen nazi prohibiese la existencia
de las distintas organizaciones del Movimiento de la Juventud,
las cuales, finalmente, quedaron encuadradas en las Juventudes
Hitlerianas, fundadas en 1926, y que dirigió Baldur von Schirach
entre los años 1931 y 1940. Sea como fuere, aquellas organizaciones
hitlerianas no podían liberar a la juventud, tal como muy bien
entrevió Joseph Roth, antes de su suicidio en el sombrío París de
1939:
«Pero, con la generación que en estos momentos
crece en las Juventudes Hitlerianas, ni los judíos ni los
cristianos ni los europeos con una conciencia de lo que
es la cultura podrán vivir experiencias regocijantes.
Es el estado-dragón de Jasón lo que brotará de dichas
Juventudes. Será preciso todo un ejército de misioneros
para bautizar a las próximas dos generaciones de
paganos alemanes» (Roth, 2008, p. 21).

Si acudimos a la correspondencia que Stefan Zweig mantuvo con


Freud se detecta que la obra de Wyneken –que se sentía discípulo del
padre del psicoanálisis– fue vista como una especie de desviación,
cosa lógica si tenemos en cuenta la orientación política que adquirió
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

el movimiento de las comunidades escolares libres que conducía


directamente al nacionalsocialismo. Se trataba, pues, de una vía que
no promovía la autonomía, sino que insistía en el carácter gregario
de la condición humana. Al cabo, Hitler –quien manifestó que sus
maestros habían sido unos tiranos y que no comprendían en absoluto
a los jóvenes– sostuvo una posición que recuerda la defendida por
Wyneken. En efecto, el Führer no confiaba en los maestros de
escuela, de los que consideraba que respondían a un perfil burgués,
liberal e intelectual, incapaz de servir a los intereses políticos de su
ideario totalitario. De hecho, jamás compartió el criterio de que los
maestros tuviesen una sólida preparación universitaria, sino que
consideraba que ésta debía ser más bien ideológica: no deseaba
que fuesen autónomos, ya que habían de seguir a pies juntillas las
orientaciones del Partido.
En cualquier caso, no podemos negar que el Movimiento de la
Juventud –que no se limita a las iniciativas de Lietz y Wyneken–
fue un acicate para emancipar a una juventud que, después de la
Primera Guerra Mundial, cambió drásticamente sus costumbres. Así,
por ejemplo, cuando nos acercamos a la autobiografía de Wilhelm
Reich, que corresponde al período comprendido entre 1897 y 1922,
222 se observa cómo aparece en diferentes momentos este movimiento,
hasta tal punto que su esposa Annie Pink –con quien mantuvo un
noviazgo que rompía los esquemas tradicionales– pertenecía a dicho
movimiento. En la anotación correspondiente al 20 de julio de 1920,
Reich escribió en su diario: «Sexus, sexus: ¡el factor dominante!»
(Reich, 1990, p. 131), con lo cual queda claro que a estas alturas
había llegado al convencimiento de que la sexualidad es «el núcleo
en torno del que gira toda la vida social así como la íntima vida
espiritual del individuo» (Reich, 1990, p. 92). En aquella hora de la
historia, el éxito de las ideas freudianas fue enorme, hasta tal punto
que las universidades inglesas –si hacemos caso a las anotaciones del
historiador Ferran Soldevila, que fue lector en Liverpool entre 1916
y 1928– limitaron en las bibliotecas la consulta de las obras de Freud
(Soldevila, 1972, p. 67). Dicho de otra manera: todo parecía indicar
que había que dar rienda suelta a las pulsiones que los jóvenes
albergaban en su interior, eliminando las cortapisas de otro tiempo,
de aquel mundo de ayer ahora hecho trizas.
En fin, da la impresión de que la juventud asumió los vientos
del vitalismo de Nietzsche y algunas de sus aspiraciones nihilistas,
en el sentido de quebrar el orden de cosas establecido por el ethos
victoriano, que –como recuerda Gay– incidió sobre toda Europa,
en especial en el Imperio austríaco. Quizá por ello, nadie incidió
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

tanto en esta ruptura como Freud, que se convirtió en el pensador


que destacó la importancia de la sexualidad en un mundo que
consideraba indecente e inmoral cualquier referencia en este
ámbito. Como bien recuerda Arthur Schnitzler en su autobiografía,
en Viena era costumbre de los padres mantener silencio sobre
cualquier desliz cometido por un joven, «como acerca de todo lo
humano demasiado humano» que bien podría suceder a alguien
durante su vida (Schnitzler, 2004, p. 27). Las familias preferían,
defendiendo una actitud descaradamente hipócrita, la apariencia
a la realidad. Con relación a su padre, Schnitzler destaca que le
importaban tanto los convencionalismos que «hubiera preferido
conceder la mano de su hija a un hombre al que ella no amase pero
que fuera rico, de nuestro nivel o de uno superior, en lugar de a un
pretendiente tan extraordinario y que la amaba de verdad, aunque
su aspecto y sus formas no fueran nada brillantes» (Schnitzler,
2004, p. 365).
Tan es así que aquellos años de la época victoriana constituyeron
un período de tensión creciente en el que las cosas distaban mucho
de ser como aparentaban al distorsionar la realidad con el engaño
o la perfidia. Schnitzler llega a identificar la educación de aquella
época de la siguiente manera: «Buena voluntad, afán de aparentar, 223
simpatía hacia sí mismo, alta valoración de todo lo externo, falta
de auténtico sentido de la sinceridad, falta de auténtico sentido
de la discreción». Para apostillar a renglón seguido: «Cualidades
secundarias presentadas como virtudes» (Schnitzler, 2004, 383).
Ante este estado de cosas, Stefan Zweig –en una carta dirigida a
Freud el 8 de septiembre de 1926– expresaba su admiración por
el padre del psicoanálisis, con el siguiente comentario: «Usted
ha eliminado las inhibiciones de toda una época, así como las
de innumerables escritores en particular. Gracias a usted muchos
vemos, gracias a usted muchos decimos cosas que, de no ser por
usted, jamás se hubieran visto ni dicho» (Zweig, 2004, p. 31).
Si acudimos a las memorias de Chesterton, también encontramos
comentarios dignos de mención. Efectivamente, aunque los
victorianos se jactaban de ser hogareños, enviaban a sus hijos a
los internados e ignoraban a sus criados. «Y sobre todo, lejos de la
rigidez de la ortodoxia religiosa, la casa victoriana fue la primera
casa atea de la historia de la humanidad. Aquella fue la primera
generación que pidió a sus hijos que adorasen un hogar sin
altar» (Chesterton, 2003, p. 29). Chesterton reconoce que en su
juventud fue agnóstico y que también lo fueron –salvo uno o dos
clérigos excéntricos– sus profesores de religión: «En el sentido más
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

puramente religioso, fui educado entre unitarios y universalistas


que, no obstante, eran plenamente conscientes de que muchas
personas de su entorno se estaban volviendo agnósticas e incluso
ateas» (Chesterton, 2003, p. 195).
Así se explica el contraste de una sociedad como la victoriana,
que se ha definido normalmente por el puritanismo y que se ha
caracterizado por una moral exterior, de cuño formal y aparente
pero que, en verdad, reflejaba palmariamente una sociedad cada
vez más agnóstica y escéptica. A pesar de ello, si los primeros
victorianos –entre 1837 y 1870– participaban de un inequívoco
escepticismo fruto del materialismo que había introducido la duda
religiosa («había un ateísmo uniforme, semejante a la fe uniforme
exigida en la época isabelina», Chesterton, 2003, p. 163), la
generación posterior –a la que pertenecía Chesterton– experimentó
una profunda reacción espiritual que les llevó a entrar en contacto
con todo tipo de manifestaciones filosóficas, políticas, esotéricas,
teosóficas, espiritistas, etc. Desde esta perspectiva, el Movimiento
de la Juventud –que según Spranger (1961) fue algo genuinamente
alemán– puede interpretarse como una alternativa a una educación
que reprimía a las nuevas generaciones según los viejos esquemas
224 del mundo de ayer. También Chesterton estaba buscando alguna
cosa que le permitiese eludir el pesimismo y el nihilismo de su
época juvenil, que coincide con la última década del siglo xix,
según él mismo señala: «Intentaba de una manera vaga fundar un
nuevo optimismo, no sobre el máximo bien sino sobre el mínimo»
(Chesterton, 2003, p. 114). A fin de cuentas, Chesterton –un crítico
de la modernidad que amaba la fantasía de los niños y un católico
que detestaba las convenciones– siempre tuvo presente una cosa:
que el final siempre es un principio.

La liberación de la juventud

En las páginas anteriores hemos visto la doble tendencia que se


estableció –gracias a la dinámica histórica– entre el mundo de ayer, el
que corresponde a la mentalidad victoriana, y el nuevo mundo que
siguió a la Primera Guerra Mundial. Precisamente, algunos autores
han advertido que en aquel momento –situados en la inmediata
posguerra– aparecieron los primeros síntomas post-modernos, ya
que aquel nuevo mundo ponía al descubierto las contradicciones
de la modernidad. A título de simple muestra de lo que decimos,
baste recordar que en el Berlín de 1919 se grabaron los primeros
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

discos de jazz, ritmo que fue condenado más tarde por el nazismo.
En fin, una de las novedades de aquel tiempo fue la irrupción de
la juventud, hasta el punto de convertirse en una nueva categoría
social que así asumía un protagonismo que no hizo otra cosa que
crecer a lo largo del siglo xx.
A la vista de lo expuesto, es posible rastrear la influencia de los
pensadores de la sospecha (en particular Nietzsche y Freud) en la
génesis de un proceso que iba a conducir a la disolución del mundo
de ayer, con su régimen de la heteronomía y sus altas dosis de
hipocresía social, aspectos que ya fueron erosionados por la vida
bohemia de la época de entresiglos (Solé Blanch, 2010). Aquel
mundo de ayer aceptaba, sin más, los postulados de la educación
tradicional, mientras que los tónicos pedagógicos que siguieron a la
Primera Guerra Mundial respondían a la exigencia de una libertad
que se manifestó de manera clara en el terreno de la sexualidad.
Y aunque no se consiguió una autonomía en la línea kantiana, sí
que se fraguó un movimiento juvenil que favoreció la liberación
de las pulsiones sexuales a través de una subversión de los sentidos
y de los sentimientos. En consecuencia, la higiene y la educación
sexual (a veces entendida como mera aclaración sexual) entraron
a formar parte de los discursos pedagógicos de la Escuela Nueva, 225
lo cual representó una auténtica novedad si tenemos en cuenta
la naturaleza de la mentalidad victoriana, que había soslayado de
manera expresa estas cuestiones. En suma, esta nueva configuración
sexual –que generó enconados debates y controversias en diferentes
ámbitos, no sólo médicos– incidió en el campo pedagógico, que
ante el ambiente de crisis generalizada que siguió a la Gran Guerra
recuperó la fuerza pedagógica del eros, que insistió en el origen
y desarrollo del Movimiento de la Juventud, que responde a los
tónicos del vitalismo de Nietzsche, y entre cuyos representantes
encontramos las comunidades escolares libres de Gustav Wyneken.
Sin embargo, muchos pedagogos no podían compartir la
tesis de una liberación sexual sin más, al margen de valores más
consistentes. De acuerdo con su actitud idealista, estos autores –
filósofos, pedagogos, educadores, etc.– consideraban que el hombre
está llamado a domeñar las fuerzas de la naturaleza, a través del
sometimiento de los instintos a una axiología, o lo que es lo mismo,
a un orden jerárquico idealizado. Así, por ejemplo, Joaquín Xirau
se desmarcó en más de una ocasión de las teorías freudianas, que
a su entender responden al interés del médico vienés por humillar
al ser humano en nombre de la ciencia: «Las teorías psicoanalíticas
del inconsciente disuelven este último resto de dignidad en un mar
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

de impulsos monstruosos, impersonales e incógnitos» (Xirau, 1998,


p. 176). Por esta razón, se explican sus esfuerzos por remarcar que
la actividad erótica sólo adquiere sentido y justificación a la luz del
amor, entendido como una categoría ideal y espiritual. Por tanto,
la pretendida liberación sexual no es nada más que una ilusión
porque –a su entender– los conceptos freudianos de libido o placer,
que derivan de los instintos sexuales y no de una auténtica vida
amorosa, deben quedar supeditados a una jerarquía según la cual
todo lo que es inferior depende de lo que es superior. «Amor es
iluminación, contemplación y estimación de las excelencias de una
persona, atracción y tendencia a compartirlas y gozarlas, decisión y
esfuerzo de llevarlas a su máximo grado de perfección. En la relación
amorosa, amante y amado sufren una total transfiguración. La vida
entera se proyecta en un halo de luz» (Xirau, 2000, p. 287).
Nos encontramos, en consecuencia, ante una antropología
que antepone el amor al conocimiento, reformulando el cogito
cartesiano a través de una conciencia amorosa –amo, ergo sum– que
pone las bases de un ordo amoris que nos acerca a la charitas cristiana.
«Antes de ens cogitans o de ens volens es el hombre un ens amans»
(Scheler, 1996, p. 45). Como vemos, junto al eros identificado como
226 liberación sexual –portaestandarte de la juventud de la época–
aparece una idealización y una espiritualización del tema del amor,
que adquirió, según se detecta en la obra Amor y Mundo (1940) de
Joaquín Xirau, una inequívoca dimensión axiológica y pedagógica.
De cualquier modo, la liberación sexual de la juventud se acentuó
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando aquel mundo
de ayer –cuya defunción ya había sentenciado Zweig en 1942–
desapareció por completo. Justamente en aquel preciso momento
la satisfacción de la libido sustituyó al eros pedagógico que, a pesar
de sus connotaciones sexuales, mantenía un fuerte perfil platónico
y, por ende, espiritual, como se ha visto al revisar la pedagogía de
Wyneken. Pero después de 1945 las cosas se precipitaron y, a estas
alturas, la autonomía –entendida como sinónimo de libertad e
independencia– se convertía en una divisa irrenunciable para una
juventud que vivió en carne propia los estragos de aquella segunda
conflagración bélica que acabó con el lanzamiento de la bomba
atómica, después de asistir impávida a los estragos de la Solución
Final. En este contexto, en 1945 Wilhelm Reich publicaba su libro
sobre La revolución sexual, en el que presentaba la educación sexual
como un callejón sin salida, a la vez que denunciaba el papel
autoritario de la familia como aparato de educación. En menos de
medio siglo se había producido un giro copernicano en el campo
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

de las relaciones familiares y en la vida sexual de los jóvenes. Reich


recordaba en 1945 que alrededor del año 1900 la situación familiar
era relativamente simple.
«Los individuos vivían encapsulados en sus
familias. No había colectividades cuyas exigencias
estuvieran en contradicción con la situación familiar
o con la estructura familiar humana. Tampoco existía
el conflicto entre la familia y el orden social del Estado
patriarcal autoritario. La sexualidad reprimida se
desahogaba en la histeria, en la rigidez y excentricidad
del carácter, en la prostitución, en las perversiones, en
el suicidio, en los tormentos de que eran víctimas los
niños y en el fanatismo burgués» (Reich, 1993, p. 241).

Es evidente que el pansexualismo de Reich aparece en este


comentario, que a pesar de sus excesos tiene un punto de razón: la
juventud no se liberó hasta después de la Primera Guerra Mundial
y, sobre todo, a partir de la década de los años veinte, cuando
los jóvenes se apasionaron por la política, esperanzados con la
Revolución soviética de 1917, a la que siguió el contrapunto de la
Marcha sobre Roma de 1922. La juventud pretendía tomar el timón 227
de la historia de manera paralela al retroceso de la influencia de la
familia. Con el paso del tiempo, la situación se agudizó y el papel
de familia perdió todavía más enteros después de la Segunda Guerra
Mundial. El cine norteamericano –con películas de culto como
Rebelde sin causa (1955)– puso al descubierto las contradicciones
de un sistema social que estaba herido de muerte desde 1918 (Solé
Blanch, 2006).
En conjunto, se generó un nuevo estado de cosas en el horizonte
de los años sesenta, cuando al abrigo de la Guerra Fría el modelo
de vida americano («American way of life»), divulgado por el cine
y la televisión, apareció como un sueño ilusionado para muchos
jóvenes que asumieron una rebeldía militante que vivió su
máximo esplendor a raíz del mayo de 1968. A la larga, la caída
del muro de Berlín en 1989 no hizo más que sancionar el triunfo
de este estilo de vida, que se presentó como un aparente éxito de
la libertad y de la democracia. Por estos derroteros, se impuso la
imagen de una juventud liberada sexualmente, que a menudo
rompe sus lazos familiares, pero que queda sometida a la lógica
consumista. Al mismo tiempo, se habían liquidado los lazos con la
tradición representada por padres y educadores, que así quedaron
desautorizados. De esta manera, se produjo lo que Hannah Arendt
Conrad Vilanou i Torrano i Jordi García i Farrero Ars Brevis 2011

reconoció como «autonomía de la infancia», gracias a un proceso


de falsa emancipación que ha sumergido a las nuevas generaciones
en una nueva minoría de edad.
Pocos son los que recuerdan las palabras de Hannah Arendt
cuando denunciaba en La crisis de la educación (1959) los males de
este tipo de educación alejada de la responsabilidad y del sentido
común. «Emancipándose de la autoridad del adulto, no se ha
liberado al muchacho, sino que se le ha sometido a una autoridad
mucho más terrorífica y verdaderamente tiránica: la tiranía de
la mayoría» (Arendt, 1992, p. 43). Algo similar acontenció con
el nazismo, que aprovechó –como hemos visto– la fuerza del
Movimiento de la Juventud, que a través del potencial del eros
pedagógico dio sentido a la pedagogía de Gustav Wyneken. «Por
esta razón», escribe Arendt, «en Europa, la creencia de que hay que
empezar por los niños si se quiere producir nuevas condiciones
ha quedado, principalmente, como monopolio de movimientos
revolucionarios de cariz tiránico, los cuales, cuando llegan al poder,
arrancan a los hijos de sus padres y, sencillamente, los adoctrinan»
(Arendt, 1992, p. 40).
Del mismo modo, Arendt denunciaba los errores y excesos de
228 la educación progresista en los Estados Unidos, resultado de la
adaptación de las ideas de la Escuela Nueva que fueron importadas
de Europa. «Lo primero de todo, permitió a toda una serie de teorías
educativas modernas, de origen centroeuropeo y que consistían
en un pasmoso revoltijo de sensateces e insensateces, realizar la
más radical revolución en el sistema educativo entero, bajo la
bandera de una educación progresiva» (Arendt, 1992, p. 41). Para
una conocedora de los orígenes del totalitarismo como Arendt,
la defensa y la salvaguarda de la democracia exige proceder con
cautela y sin precipitaciones, puesto que la verdadera autonomía
no radica en la infancia, sino en edades posteriores, cuando uno
está cerca de lograr su verdadera mayoría de edad. «Precisamente
aquello que debería preparar al muchacho para el mundo de los
adultos, el hábito gradualmente adquirido del trabajo sustituyendo
al del juego, queda abolido a favor de una especie de autonomía de
la infancia» (Arendt, 1992, p. 44).
Situados en la actual coyuntura económica y social de signo
neoliberal, a menudo oímos voces que lamentan la ausencia de una
pedagogía del esfuerzo, de la responsabilidad y del compromiso
personal, llegando las cosas a mayores cuando se reivindican
medidas disciplinares e, incluso, autoritarias. La clásica antinomia
entre libertad y autoridad –tan presente en las discusiones
Ars Brevis 2011 La juventud, entre el ethos victoriano y el eros pedagógico: La subversión de los sentidos

pedagógicas– reaparece en un contexto posmoderno proclive


al maniqueísmo, que actualiza de nuevo la vieja polémica entre
la autonomía individual y una autoridad que recuerda la vieja
potestad del mundo de ayer. En medio de esta ley pendular que
nos puede conducir de un sistema extremadamente liberal –que
ya censuró Hannah Arendt al referirse a la crisis de la educación–
a otro de sesgo autoritario, surge la posibilidad de una pedagogía
del sentido común que abogue por una autonomía responsable,
evitando caer en los excesos señalados, esto es, en la libertad de una
autonomía sin freno y la tentación autoritaria del mundo de ayer.

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Conrad Vilanou i Torrano


Jordi García i Farrero
Universitat de Barcelona
Departament de Teoria i Història de l’Educació
Facultat d’Educació
cvilanou@ub.edu
jgarciaf@ub.edu

[Article aprovat per a la seva publicació el febrer de 2012]

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