Como Tener Un Zoo
Como Tener Un Zoo
Como Tener Un Zoo
a los 30 años
Cómo tener un Zoo
a los 30 años
José Ignacio
Pardo de Santayana
© De esta edición:
2008, Fundación Zoo de Santillana
Avda. del Zoológico, 2.
39330 Santillana del Mar
Cantabria
Teléfono: 942818125
Fax.: 942818365
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www.fundacionzoodesantillana.org
ISBN: 978-84-612-8201-2
Depósito legal: SA-936-2008
Impreso en España por: Artes Gráficas Quinzaños S.L (Cantabria)
Printed in Spain
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o cualquier otro, sin el permiso previo escrito de la Fundación Zoo de Santillana.
A las Orangutanas de Sumatra, Victoria y, su
hermana, Juliana (cuya sonrisa resplandece en
la portada) porque ellas son lo más parecido a
las dos hijas que siempre deseé y nunca tuve. Por
los ratos de felicidad que nos han proporcionado
desde su nacimiento y que las han hecho mere-
cedoras de esta dedicatoria y de mucho más.
Agradecimientos
Prólogo................................................................................13
I Infancia.....................................................................15
II Bachiller en Santander...............................................83
III En Madrid...............................................................319
IV El Ejército me necesita.............................................497
V El Zoo.....................................................................587
Epílogo..............................................................................601
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Prólogo
13
15
Dos acontecimientos conmovieron al mundo aquel año:
el final de la II Guerra Mundial y las terribles explosiones de
las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Un tercero,
muy importante para mí, pasó casi inadvertido para la ma-
yoría de la humanidad. El 5 de Febrero de 1945, según me
contaron más tarde, abrí por primera vez los ojos. Al nacer, en
un piso de “la casa de Trueba”, próxima a la Estación de Ferro-
carril en el centro de Torrelavega, supongo que berreé también
por primera vez, como suele ser de rigor.
Año y medio más tarde, sin haberme enterado aún de
nada, nos mudamos de casa. El destino fue un chalet recién
construido, con montones de tierra, para lo que sería el futuro
jardín, donde yo di mis primeros pasos.
La casa nueva estaba, y aún está, junto al campo de fút-
bol del Malecón, donde, todavía hoy, juega la Real Sociedad
Gimnástica de Torrelavega. Sólo nos separaba de este pequeño
estadio, una grada para el público, la tapia que rodeaba el jar-
dín y, entre ambas, una estrecha calleja a modo de foso.
En esta casa, a la que siempre llamamos “Torres”, comen-
cé a darme cuenta de que existía, y de que otros seres diferen-
tes a mí, compartían conmigo el entorno.
Mi padre cazaba, por lo que los perros, en mayor o menor
número, siempre nos acompañaban. A mi padre le gustaban
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Nuestra primera casa junto al campo de fútbol.
Disca, mi protectora.
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las palomas mensajeras, las gallinas de raza, los insectos, en
especial mariposas y escarabajos (lepidópteros y coleópteros,
para los entendidos), las aves silvestres, las plantas, los árbo-
les... es decir: la Naturaleza. Y allí, al lado de mi padre, comen-
cé a corretear y a descubrirla por aquel jardín que a mí se me
antojó, durante mis primeros años, un paraíso.
Cuando ya tenía tres años había dos perras: “la Disca” y
su hija “la Chiquita”, con la que yo había convivido cuando
éramos, los dos, más “cachorros”. Vivían en las perreras, eran
de raza Epagneul Breton y, aunque lo lógico era que Chiquita
y yo, que nos criamos juntos, fuésemos uña y carne, la verdad
es que su madre, la Disca, era la que me acompañaba por el
jardín y la que, supongo, me vigilaba como a uno más de sus
cachorros.
Aquellos años de la posguerra eran años difíciles y esca-
seaban los alimentos. No había pan blanco o éste escaseaba,
el chocolate era una especie de losa de tierra prensada... eso
sí, con sabor a chocolate. La carne también era cara y escasa,
el pollo sólo se comía en las grandes celebraciones, principal-
mente en Navidad y cuando un accidente fortuito obligaba a
sacrificar alguno antes de tiempo.
Por todo eso, parte del terreno más alejado de la casa se
utilizaba como huerta, para producir alimentos para toda la
familia.
En los gallineros recién construidos, unas docenas de ga-
llinas con unos pocos gallos, todos blancos de raza Leghorn,
contribuían a la alimentación de los cuatro hermanos que éra-
mos entonces, de mis padres, de las abuelas y de la señora que
nos cuidaba, Trini, que vivió siempre con nosotros.
En el segundo piso del gallinero estaba instalado el pa-
lomar de palomas mensajeras. Era una de las aficiones de mi
padre y también, aunque rara vez, algún pichón defectuoso
contribuyó al sustento familiar.
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Junto a ellas, una especie de Sancta sanctorum: el cuarto
de las incubadoras. Si funcionaban bien habría pollo en Navi-
dad y también repuesto para las gallinas que se hacían viejas.
Al fondo del jardín, en la zona más alejada de la casa, y
separado de ésta por unos aligustres altos, que formaban un
seto impenetrable donde los mirlos solían sacar adelante a su
primera nidada, estaba la cuadra donde se guardaban el carro
y la burra sin nombre que lo arrastraba.
Aquella burra era de color marrón, más bien pequeña,
tranquila y bonachona... casi siempre. Tenía poco trabajo,
pues el carro se usaba de tarde en tarde para transportar pien-
sos, retirar hojas y traer la hierba para la vaca, apodada “el
aeroplano”, una vaca pinta blanca y negra, un poco flacucha
y con los huesos de la cadera que le sobresalían como alas, de
ahí su nombre, y que, a pesar de todos los esfuerzos del jar-
dinero, de mi padre y de la buena voluntad de la vaca, nunca
consiguió producir más de 12 litros de leche en un día, por
lo que pronto fue a la feria y no tuvimos tiempo apenas para
conocernos. La otra vaca, la “corza”, pequeñaja y saltarina ha-
ciendo honor a su nombre, la había precedido camino de la
feria por ser aún menos productiva. De ella sólo me quedó un
recuerdo... su nombre.
A continuación de la cuadra estaba la huerta, donde se
sembraban patatas, hortalizas y judías verdes de color amari-
llo, lo cual no dejaba de ser un contrasentido…
Diseminados aquí y allá estaban los frutales que año tras
año se comportaban de forma muy irregular. Las higueras y
los ciruelos eran los únicos que no fallaban nunca, y en sep-
tiembre, toda la familia, además de los gorriones y los mirlos,
comíamos el postre de la higuera. También los ciruelos, de
frutos amarillos y grandes, se portaban como era su obliga-
ción y casi todos los comienzos del verano, si las granizadas no
les habían arrancado la flor en primavera, nos daban cosechas
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abundantes. El resto de los frutales, que eran muchos: perales,
manzanos, un cerezo, piescales, briñoneros y el albaricoquero,
parecía como si estuviesen de vacaciones. O la tierra no les
gustaba, o se les podaba mal, o las plagas los machacaban,
pero, al final, el resultado era siempre el mismo: fruta verde y
pequeña que en la cocina de casa se transformaba en tarros de
compota. Sólo los “perojos” de San Juan, riquísimos, llegaban
a madurar alguna vez en el árbol como Dios manda...
La huerta era otro cantar. La tierra era buena y bien
drenada, con abono de burra, de vaca, de palomas y de gallinas
en abundancia. El clima húmedo de Cantabria le favorecía, y
año tras año, las plantas de judías verdes “amarillas”, aunque
siga pareciendo un contrasentido, nos proporcionaban kilos
y kilos de riquísimas y tiernas vainas que, junto a las pencas
y hojas de acelga, las coliflores, los repollos, las berzas, los to-
mates, los rábanos y las habas, según la temporada y la época,
ayudaban a mis padres a cubrir un porcentaje importante del
alimento de la familia. Repito, eran tiempos difíciles y la co-
mida escaseaba, no se desperdiciaba nada y, si algo quedaba,
era para los dos cerdos…
Uno era nuestro y el otro era del ganadero que los cuida-
ba, pues mi padre los tenía en sociedad con el dueño de una
granja cercana. Los dos eran idénticos y de color rosita, muy
bonitos de pequeños, y vivían en una esquina oscura de la
cuadra desde donde despedían un olor insoportable los res-
tos de su comida: peladuras, fruta, pan y algo de grano. Por
desgracia para ellos, crecieron muy deprisa, lo que sin duda
aceleró su sacrificio. El socio de mi padre se llevó el suyo
vivo y del otro… recuerdo la hora y la forma de la ejecución,
lo más horrible que uno pueda imaginar. Los chillidos del
animal se me quedaran grabados en los tímpanos. No así las
imágenes, pues no nos dejaron acercarnos al improvisado
patíbulo.
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Por último, la gata negra, que vivió muchos años, tuvo
muchísimos hijos, cada año cuatro o cinco, y cazó infinidad
de crías de mirlo, de gorrión, de jilguero y de verdecillo, ade-
más de montones de ratones. Mi padre sólo la llamaba cuando
veía un ratón por casa y ella, a la voz de mi padre, acudía como
una flecha. Sabía por dónde intentaría huir el ratón y cubría
el hueco a la perfección. Era un trabajo en equipo, mi padre
ojeaba por un lado del mueble detrás del cual había visto es-
conderse al intruso y la gata negra, moviendo sólo la punta
de la cola, esperaba en el lado opuesto con sus ojos amarillos
fijos en la rendija por donde sabía que intentaría huir su presa,
relamiéndose al pensar en el pequeño banquete. Sus músculos
eran como resortes y rara vez fallaba. Terminado el lance, la
pieza capturada la llevaba en su boca hasta el jardín. Con el
producto de sus cacerías, un poco de leche con migas de pan
y algún resto de pescado, cabezas y tripas principalmente, se
mantenía en perfecto estado, como si por ella no pasasen los
años.
Este equipo inicial, que yo recuerdo con tanta nitidez,
comenzó a sufrir cambios. Las vacas y los cerdos nos abando-
naron por motivos diferentes, como he explicado, y no fueron
repuestos porque los nubarrones de la posguerra y sus con-
secuencias se fueron alejando y la vida, aunque dura, se hizo
un poco más amable. Pero pronto, otras causas, alteraron el
equilibrio ecológico y los efectos comenzaron siendo yo aún
muy pequeño.
Aunque ya tenía cuatro años, aún dormía en una cama
pequeña en el mismo cuarto que mis padres, en una esquina
de la habitación. Todas las noches, al irse a la cama, lo último
que hacía mi padre era dar a un interruptor que accionaba un
timbre de alarma a pilas, con cuatro pilas descomunales. Nun-
ca he vuelto a ver nada parecido. Cada una era como dos latas
de Coca-Cola puestas una sobre la otra, y las cuatro juntas
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estaban metidas en un pequeño cajón del que salían unos ca-
bles. Aquellas cuatro pilas protegían a las gallinas del hambre
y la necesidad de muchos vecinos, que no podían catarlas ni
con recomendación.
En el marco de la puerta del gallinero había un bo-
tón empotrado al que comprimía la puerta al cerrarse. Era el
mecanismo que hacía sonar el timbre de alarma. Si después
de conectar las pilas, alguien forzaba la puerta del gallinero
provista de un candado, a todas luces insuficiente, el botón
quedaba libre y un muelle cerraba el circuito que hacía sonar
el timbre de alarma en la habitación que yo compartía con mis
padres.
Una noche de otoño, me desperté pero, no por el efecto
del timbrazo horroroso que despertó a mi padre en el primer
y más profundo sueño de la noche, ni por el grito gutural que
desde el balcón lanzó, intentando dar el alto a los ladrones.
Fueron los disparos al aire los que me sacaron del sueño.
-¿Qué has cazado?- pregunté con la ilusión de ver la
pieza abatida.
-Espero que, con un poco de suerte, nada. Lo siento
hijo -dijo para consolarme por su falta de puntería-, otra vez
será.-
Mi padre, con voz temblorosa por el susto, sostenía aún
en sus manos la escopeta humeante que despedía un olorci-
llo a pólvora casera recién quemada. Pero los disparos al aire
surtieron efecto y todas las gallinas y gallos continuaban en el
gallinero.
A la mañana siguiente salimos toda la familia a ver las
huellas dejadas por los frustrados ladrones y las encontramos:
junto a una tapia encubierta con aligustres había una huella
profunda con forma de zapato. El ladrón, que debió de ser
uno solo, había saltado limpiamente los arbustos y la tapia
de metro y medio para caer, en su huida, al jardín de nuestro
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vecino, el Sr. Amparán. El frustrado ladrón probablemente
había equivocado la profesión y hubiera debido dedicarse al
atletismo para el que, sin duda, tenía magníficas facultades.
Mi padre comenzó a tener dudas de la rentabilidad de
las gallinas. Antes de Navidad, cuando todo el mundo soñaba
con el pollo que se comería ese año, el canto de los gallos, jun-
to a la calleja que nos separaba del campo de fútbol, parecía
decir a los transeúntes:
-¡Aquí estoy! ¡Sólo tienes que saltar y cogerme!- Por eso
mi padre tenía su arma cerca de la cama, lo cual no encontraba
nada divertido, pero que a mí, a mis pocos años, me parecía
muy emocionante.
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y Juanín vestido de barquillero, de chulo madrileño y de no sé
cuántas cosas más. El objeto de mi deseo eran los pollitos que,
bajo una lámpara de calor, picoteaban en aquella tienda de
material avícola que se llamaba “Gallinópolis”. Allí añoraba
yo mi jardín y me consolaba viendo aquellos pollitos.
Pero los mejores paseos eran cuando, en vez de detener-
nos en los barquilleros que siempre estaban a la puerta del
Retiro, pasábamos de largo y, tras un buen rato de paseo por
aquel frondoso parque, llegábamos a lo que a mí me parecía
un sueño: “La Casa de Fieras”. Allí, al entrar, a la izquierda,
había leones protegidos por fortísimas rejas; delante de ellos,
un foso circular lleno de monos; más allá, una jaula redonda
como un colador gigante puesto del revés, dentro del cual, o
en la cueva unida a él, vivía un Oso Pardo. Otros muchos ani-
males habitaban en el recinto: camellos, un elefante y muchas
aves, pero yo, con ver a los leones y al elefante, tenía suficien-
te… Y si un león, enfadado, lanzaba su poderoso rugido, yo lo
oía por la noche en sueños una y mil veces.
En una ocasión, mi padre vino a vernos a Madrid, pero
antes se había pasado por el Museo de Ciencias Naturales. Al
llegar a casa, después de darnos un beso a cada uno…
-Mira lo que he comprado en el Museo de Ciencias Na-
turales.- Agachándose a mi lado, sacó de su bolsillo cinco bo-
litas del tamaño de una nuez completamente recubiertas de
musgo. -Son cinco capullos de Graellsia isabelae, la mariposa
más bonita de Europa, y están a punto de nacer. ¡Ya verás qué
maravilla!-
Y a continuación los colocó en una jaula de canarios vie-
jísima que puso frente a la ventana de mi habitación.
-Se las he comprado a un bedel que es un fenómeno. No
sé cómo lo hace ese tío, pero todos los años coge un montón
de crisálidas en la sierra, cerca de Cercedilla, y las vende caras,
a duro cada una. Fíjate lo difícil que tiene que ser encontrar-
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las que Graells, su descubridor, que había encontrado un ala,
tardó cerca de veinte años en capturar el primer ejemplar vivo
y entero.- Hace una pausa para tomar aire y continúa con su
explicación. -Fue un descubrimiento sensacional, pues no se
conocía otra especie parecida en todo el mundo. Por todo eso
se la dedicó a la Reina Isabel Segunda, que lució en un baile en
palacio, colocado en un broche como si de una auténtica joya
se tratara, uno de los primeros ejemplares cazado por Graells.
A pesar de lo que mi padre me dijo, a mí me parecía
imposible que de allí fuese a salir algo realmente bonito. Sin
embargo, los días siguientes, al levantarme, corría a ver si ha-
bía novedades en la jaula.
Tuve que esperar cinco noches hasta que una mañana
descubrí que había ocurrido el milagro. Una mariposa gran-
de, verde, con unas franjas marrones en sus alas como si fue-
sen venas, estaba colgada del techo de la jaula con las alas
abiertas.
-¡Mirad qué mariposa!- gritaba corriendo como un loco
por el pasillo de la casa. -No hay otra igual en el mundo. El que
la descubrió estuvo casi veinte años buscándola.-
Cuando volvió mi padre de la oficina de Madrid, en
cuanto le enseñé mi mariposa, me dio una malísima noticia.
-Ahora tengo que matarla- me dijo muy sereno y decidi-
do.- Esta mariposa no tiene aparato digestivo y vive muy po-
cos días. Si te fijas en sus antenas peludas, las tiene así porque
es un macho. No quiero que se estropee revoloteando toda la
noche por la jaula, porque la quiero para la colección, donde
no tenemos ninguna. Además, por mucho que vuele no va a
encontrar ninguna hembra, porque la más cercana está en los
pinares de la Sierra de Madrid.-
Mi disgusto lo manifesté claramente con un berrinche de
primera magnitud, lo que sólo consiguió prolongar la vida del
precioso insecto unos pocos minutos más, hasta que, agotadas
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las reservas de lágrimas, me consolé pensando en que diseca-
da seguiría estando bonita un montón de años más. Llega-
dos a este punto, mi padre metió al pobre bicho en un frasco
que contenía en el fondo una capa de un dedo de espesor
de yeso impregnado de una sal de cianuro, que al evaporarse
lentamente hacía las veces de una cámara de gas. Un tapón
de corcho recubierto de parafina evitaba que escapase el gas y
mantenía una atmósfera saturada donde las mariposas noctur-
nas morían en un instante sin apenas sufrir. Las otras cuatro
crisálidas, envueltas en sus capullos, se fueron con mi padre
camino de su destino en la colección de mariposas.
Pero éste no iba a ser el peor recuerdo de mi estancia
en Madrid. Un secreto, nunca desvelado por la vergüenza de
un niño de tan pocos años, permaneció oculto en mi mente
y jamás lo compartí con nadie hasta ahora. Ocurrió en una
visita a una vivienda del Madrid antiguo situada en la calle
San Bruno nº 1, 1º izquierda. En aquella casa vivía Angustias,
hermana de mi tía Ana María, la mujer de mi tío Fernando,
hermano de mi padre, y padrino mío, para más señas. Allí,
haciendo honor al nombre de la anfitriona, pasé mis propias
angustias que dejaron el imborrable recuerdo.
Todo ocurrió unos días antes de nuestra vuelta al pueblo,
cuando mamá acudió invitada a merendar a este lugar, come-
tiendo el error de llevarme con ella de acompañante.
Un buen rato después de estar jugando solo en una habi-
tación, siento necesidad de contarle una cosa y voy directo al
comedor de la casa, de donde parte la voz de mamá. Angusti-
tas, su madre y mamá se encuentran enfrascadas en una ani-
mada conversación y yo, con mi problema, me siento incapaz
de interrumpir aquel interesante diálogo… Intenté resolverlo
y me atreví a abrir varias puertas de la casa sin encontrar la
solución. Con las piernas entrelazadas y dando pasitos cortos
me moví por aquel piso hasta que, a punto de reventar, abrí
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un balcón y me desahogué haciendo pis desde el primer piso
hasta la acera.
Si no llega a ser por las voces airadas del hombre que me
insultaba, y al que “duché” ligeramente, habría dicho que na-
die estaba en aquella calle desierta, pero el mal estaba hecho
y ya no había remedio. Si el señor subía a la casa y pedía una
disculpa, yo me moriría de vergüenza. Así que me escondí tras
un sofá y esperé allí a que ocurriese lo peor imaginable. Fue un
tiempo, que se me antojó eterno, el que permanecí escondido
a la espera del timbrazo que precedería al fatal desenlace que,
por suerte, nunca llegó.
Cuando nos fuimos, nadie me esperaba en el portal y sólo
la huella de haber “regado un geranio” permanecía sobre la
acera. Tan sólo un viandante y yo conocíamos el origen de
aquel pequeño charco y, por suerte, éste había seguido su ca-
mino.
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automáticamente al entrar en él la gallina. Se escribía con lá-
piz sobre el huevo recién puesto el número de la anilla del ave
y se hacía un palote en ese día en su casillero.
A mí me gustaba repasar la lista de puesta como si se tra-
tase de la clasificación de una competición deportiva.
-¡Estamos acabando el mes y la 14 no ha fallado ni un
día, la 9 en cambio sólo ha puesto un día sí y uno no!- decía
orgulloso.
Al final del mes, se sumaban todos y se le apuntaban a
cada una en su ficha. Algunas tenían en esa ficha una historia
impresionante: 68, 242, 248, 223, 207... La primera cifra, en
el ejemplo 68, se refería a los huevos puestos el año en que
nació y, como se incubaba en primavera y tardaban cuatro
meses en comenzar la puesta, era siempre una cifra pequeña
que correspondía a los meses de otoño. La tercera correspon-
día al segundo año completo de puesta, y solía ser su mejor re-
sultado. Después decaía lentamente pero, si había sido buena
ponedora y buena madre, podría vivir en el gallinero hasta los
seis u ocho años y poner para nosotros más de 1.000 huevos.
¡Se merecían un premio! Cuando en un año no eran capaces
de poner 200 huevos se estudiaba su ficha como en un juicio
y, si no había algo importante en su descargo, se procedía a su
retiro…
Todas las tardes, el premio se lo daba yo. Antes de ano-
checer les llevaba su golosina, maíz en grano, que les gustaba
más que el pienso. Con un bote de leche condensada “La Le-
chera” (esta era la medida) esparcía su contenido sobre el suelo
de viruta del gallinero donde dormían.
-Un bote por lote reproductor. No les des más, que el
maíz les gusta mucho pero para poner huevos tienen que co-
mer principalmente pienso- me decía mi padre.
Mi padre me recordaba esto con frecuencia porque sabía
que yo tenía tendencia a “pasarme” en la ración, porque, verlas
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escarbar como locas la viruta que cubría el suelo para poder
comerse los granos perdidos, me hacía disfrutar de lo lindo.
Al final de año, la cuenta general. Si se presumía que po-
día batirse el récord del gallinero, desde días antes controlaba
a diario a la protagonista de la gesta y se le mimaba cual atleta
olímpico.
-El récord sigue en 264- decía mi padre. -Lo ha podido
batir la 3 y la 14, pero la muda les hizo perder este año más
días de la cuenta...-
Todos los años, bien entrado el verano, comenzaban la
muda de la pluma. Todo se llenaba de plumas viejas y a las ga-
llinas se las veía feas, “descoladas” y, durante un mes y medio
o más, dejaban de poner para reiniciar la puesta de huevos a
partir de la segunda quincena de septiembre. Si a un año se
le restan los dos meses de la muda, sólo quedan 305 días para
poner 270 huevos. Por tanto, tres fallos al mes era lo máximo
que podía permitirse una gallina si quería pasar a la historia.
Pero lo que más me gustaba de la avicultura era ver nacer
a los pollitos. El proceso era muy complejo y comenzaba con
la selección de las futuras madres. Mi padre prefería utilizar
como madres a gallinas que, además de haber demostrado su
valía en el ponedero, tuviesen más de tres años.
-Una gallina vieja, que haya sido buena ponedora, les
transmite a sus hijas el que sean buenas ponedoras y la salud,
que es de vital importancia- me decía cuando comenzaba la
selección por las más viejas.
-Con dos lotes reproductores tenemos bastante. Voy a
hacer lotes de seis gallinas y un gallo. Nos proporcionarán
casi trescientos huevos al mes y como las dos incubadoras,
la “Ducco” y la “Buckeye”, suman 200 huevos de capacidad
entre las dos... y la incubación dura 21 días... si restamos los
huevos infecundos y abortados en los primeros días... Justitos,
pero nos caben- añadía.
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-Hay 15 candidatas, tengo que desechar a tres pero no sé
a cuáles suprimir. ¡Que lo decida el pesa-huevos!- decía (esa
era la última solución).
Cogíamos entonces dos o tres huevos de cada una de las
seleccionadas, aprovechando que tenían el número de la anilla
pintarrajeado y, con un curioso aparato, antiquísimo y pre-
cioso, que aún conservo, procedíamos al pesaje. Las tres que
ponían los huevos más pequeños perdían sus derechos a trans-
mitir sus genes a otra generación.
Llegada la fecha crítica se encendían las incubadoras.
Eran de madera, como dos cajones, y en el frente tenían una
especie de ventanuco por donde se introducía la bandeja con
los huevos. Encima de ellos, estaba la fuente de calor que hacía
las veces de madre: un circuito de zinc lleno de agua y co-
nectado a un calentador que funcionaba con un mechero de
petróleo. Regulando la llama, sacando más o menos la mecha
encendida, se podía subir o bajar la temperatura. Cada noche
se recortaba la parte de la mecha demasiado quemada.
-José Ignacio, ¿me ayudas a dar la vuelta a los huevos de la
incubadora?- Era la invitación que me hacía mi padre y, en aque-
lla época sin tele, ni Play-Station, ni Game-Boy ni otros tormen-
tos modernos, a mí me parecía un plan de lo más apetecible.
En cada huevo, una cruz por un lado y un círculo por el
otro, pintados a lápiz, evitaban confundirse y olvidar alguno
sin voltear.
Se mojaba la yema del dedo con la lengua y se giraba
huevo a huevo. Entonces la incubación era así pero, con expe-
riencia y práctica, era un momento. No había automatismos
y, por estos pagos, se desconfiaba mucho de la constancia del
suministro eléctrico. Una noche de apagón eléctrico era una
catástrofe en la incubadora… En cambio la llama del mechero
de petróleo, si estaba el depósito lleno, era como una llama
eterna y nunca se apagaba.
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A los cinco o seis días de incubación se hacia “el miraje”
con el “mirahuevos”, una caja de chapa de zinc (el zinc valía
para casi todo y mi padre era Ingeniero de Minas en la Real
Compañía Asturiana de Minas, principal productora de zinc
del mundo) que tenía una bombilla en su interior y dos aguje-
ros de distinto tamaño para dos tamaños diferentes de huevos:
los de gallina y los de paloma. Uno a uno, al trasluz, contem-
plábamos cómo estaba el interior del huevo y si el embrión
estaba vivo o no.
-¡Claro!- Se apartaba a un lado, pues los huevos sin fecun-
dar o “claros” (así se veían al trasluz por su transparencia), se po-
dían aprovechar para el consumo, pues estaban perfectamente.
-¡Muerto!- Se apartaba al otro lado desde donde iría
directamente a la basura.
-¡Vivo!- Volvía a la bandeja aquel huevo que dentro
contenía un embrión palpitante.
-Vivo, claro, vivo, claro, vivo...- Al final, quedaba algo de
hueco en la incubadora al retirar los huevos inútiles… pero
este lugar era muy necesario para el desenlace final.
Si alguna gallina había puesto todos los huevos claros, o
sea sin fecundar, caía en desgracia automáticamente e incluso,
si ya tenía descendientes, éstas eran vigiladas estrechamente
por si heredaban el problema.
La ultima pregunta del ciclo de 21 días que duraba la
incubación me la hacía mi padre justo la víspera de nacer los
pollitos.
-¿Me ayudas a embolsar?- Ahora comenzaba el momento
más emocionante.
-¿Ya están picando?- preguntaba yo, al tiempo que abría
la ventanuca de la incubadora, y sacaba un huevo en cada
mano que inmediatamente me acercaba a los oídos.
-Espero que sí- contestaba mi padre, disfrutando de aquel
momento de felicidad.
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Para entonces, con un huevo en cada mano y pegados a
los oídos, yo ya conocía la respuesta. Así escuchaba los prime-
ros picotazos, aún débiles, del pollito que quería salir de su
encierro.
Cada madre gallina tenía su pedigrí y eso obligaba a que
naciesen por separado sus hijos, sin mezclarse con los demás.
Embolsar era eso: meter en bolsas bien ventiladas de tul, tarla-
tana o cañamazo los huevos de cada gallina por separado.
-En una bolsa los de la 5, siete huevos… No sé si no serán
muchos para nacer juntos. Si cuando acabemos de embolsar
aún nos sobran bolsas limpias, podemos dividir en dos las que
contienen más huevos…- Mi padre hablaba mientras, con
manos expertas, cerraba la bolsa llena de huevos a punto de
nacer y la colocaba en la bandeja de la incubadora.
Por fin todos los huevos estaban encerrados en las bolsas.
Allí nacerían los de cada gallina todos juntos pero sin mezclar-
se con los de otra.
Uno o dos días más tarde, la bandeja de la incubadora era
toda piídos. Dentro de las bolsas se apretujaban pollitos ama-
rillos con cascos de huevos de color blanco. Era el momento de
sacarlos de su encierro y colocarles la anilla de identificación
al tiempo que se les colocaba en la criadora, una especie de
“jardín de infancia” calentito donde tenían agua y comida.
-Han fallado varios de esta gallina.- Una de las bolsas ape-
nas tenía pollos. -Romperé los huevos muertos a ver qué ha
pasado y lo mejor será cambiar esta gallina por una suplen-
te.- La decisión final quedaba en el aire, pendiente aún de la
investigación de la causa de la inusual mortandad.
Al sacarlos de la bolsa, a mí me gustaba quitarle a cada
pollito su “herramienta para nacer”. Esa especie de diamante
que tienen en la punta del pico y que les sirve para romper
el huevo. Yo, con mi uña, les adelantaba en un par de días
el proceso natural de caída del “diente de eclosión” porque
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les encontraba más guapos y creía que les hacía un favor... Al
día siguiente volvíamos a cargar la incubadora, que la víspera
quedó vacía, limpia y desinfectada, con los huevos recogidos
en los últimos días.
Había mil detalles más en la crianza pero para mí el naci-
miento era lo más importante. Después la cría resultaba mu-
cho más monótona. Pero, ayudar a formar nuevas vidas, me
compensaba todos aquellos ratos perdidos en el proceso.
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cortando la anilla. Esta identificación acompaña al ave toda su
vida y es su carnet de identidad.
Las palomas ponen siempre dos huevos que incuban am-
bos padres hasta que, a los 18 días, nacen dos pichoncitos ru-
bios y con ojos cerrados que requieren todos los cuidados del
mundo por parte de sus progenitores que, para alimentarlos,
desarrollan en su buche una secreción lechosa que coincide
con el nacimiento de estos indefensos seres. A esta secreción
se la llama “leche de paloma” y es el alimento que, durante los
primeros días, hace crecer rápidamente a los dos hermanos.
Todo este proceso lo veía yo a diario, parte de él a tra-
vés de una mirilla en la puerta del palomar, que me permitía,
como a los espías, observar sin ser visto.
Cada pareja de palomas tenía su propio casillero donde
cuidar a sus hijos y en el que no dejaban posarse a otras palo-
mas. Hasta allí traían palitos en el pico para confeccionar su ru-
dimentario nido, dentro de un cuenco de barro. Allí, la pareja
se arrullaba y se daban el pico acariciándose mutuamente. Las
parejas de palomas trasmitían felicidad sólo con su contempla-
ción y, nidada tras nidada, llenaban poco a poco el palomar de
pichones de todas las edades. Ahí comenzaban los problemas,
cuando los pichones salían a volar sin ninguna experiencia.
Unas veces algún halcón peregrino se llevaba a uno de
éstos en sus garras para alimentar con él a sus propios hijos.
Otros, en sus comienzos aéreos, se estrellaban contra cables
del tendido eléctrico y, por si esto fuera poco, algunos tenían
dificultad para encontrar la entrada al palomar.
El palomar estaba sobre el gallinero y se subía a él por
una escalera interior. La fachada exterior tenía una rejilla de
madera por la que trepaban unas plantas capuchinas y, entre
ellas o sobre el foco que iluminaba la entrada del edificio, cria-
ba todos los veranos una pareja de papamoscas grises. Su nido
era muy visible y aquéllos pájaros muy confiados conmigo.
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En la fachada orientada al sur, en vez de flores había
ventanas, para que los recintos estuviesen bien iluminados
y se pudieran ventilar en verano. Bajo las ventanas del piso
superior, para que a las palomas les fuese más fácil entrar al
palomar, estaba “la tablilla”, una especie de cornisa de made-
ra compuesta de dos tablas paralelas unidas y apoyadas sobre
unos tacos que entraban en la pared. Allí, en la tablilla, algu-
nos pichones primerizos aterrizaban y se quedaban bloquea-
dos sin saber entrar al interior.
Cuando yo detectaba el problema, subía al palomar, salía
por la ventana por la que entraban las palomas volando y, an-
dando sobre la tablilla destinada a posadero de las palomas, o
bien obligaba a volar al inexperto o, recorriendo “la tablilla” a
tres metros de altura, conseguía coger el pichón con mis manos
y meterlo por la ventana al palomar. Lo hacía con frecuencia
y siempre sin problemas hasta que un día apareció mi padre
bajo mis pies, allá abajo y, con ojos horrorizados por lo que
estaba viendo, me obligó a entrar por la ventana sin concluir
mi trabajo y no sin prometerle que nunca más lo repetiría…
Años más tarde, un buen día se cayó sola parte de la tablilla y
comprendí el riesgo que corrí en mis salvamentos.
Pero lo divertido y lo que me maravillaba de las palomas
mensajeras eran los concursos, “las sueltas” como las llaman
los colombófilos.
Primero se hace el enjaule. Cada colombófilo lleva las pa-
lomas con las que quiere competir a la sede de la Sociedad
Colombófila a la hora señalada. Una vez allí, a cada paloma,
identificada con su anilla de por vida, se le añadía otra, de
goma, para el concurso en que iba a participar. Una vez todas
en las jaulas o cestas, se cargaban en una camioneta y, en ésta,
o en tren, llegaban hasta el lugar de destino donde comenzaría
la carrera, el punto de “suelta”. Siempre iban juntas las palo-
mas de todos los palomares concursantes y, una vez en el lugar
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de destino y a la hora convenida, se abrían las cestas, todas al
tiempo. Las palomas salían volando en tropel, unas junto a
las otras, y formaban un gran bando que comenzaba a girar,
tomando altura a la vez que se buscaba la orientación. Una
vez orientadas abandonaban el lugar de la suelta rumbo a sus
palomares, a veces a 900 kilómetros de distancia o más. Desde
Huelva, Cádiz, Cabo de San Vicente (en Portugal) e incluso
Ceuta... hasta Santander, y algunas lo hacían en menos de 15
horas.
A la llegada del viaje, las esperábamos impacientes mi pa-
dre, mis hermanos y yo, mirando durante horas al cielo hasta
que aparecía la primera en lontananza.
-¿Cuál es ésa?- nos preguntábamos. -Parece una azul.
¿Será hijo del primero de Madrid?... No, parece aliblanco...-
Así hasta que, al final, la paloma se posaba en el tejado y,
lentamente, bajaba hacia la entrada de la trampilla por la que,
una vez cruzada, no podía retroceder. Eran los momentos más
emocionantes, no hablaba nadie, sólo se miraba a la agotada
paloma.
-¡Entra, entra, entra!- pensábamos todos. Porque que lle-
gase la paloma era importante, pero que entrase pronto por la
trampilla era esencial.
-¡¡Entró!!- y salíamos corriendo hacia el palomar. -¡¡Pron-
to, la anilla de goma!!- En un instante despojábamos a la pa-
loma de la anilla de goma del concurso, la prueba de que la
paloma había llegado del viaje, y esta anilla, dentro de una
cápsula metálica, se metía por una apertura en un reloj espe-
cial. Acto seguido se giraba una manecilla y el reloj registraba
la hora de llegada de la paloma o, mejor dicho, la hora de
introducción de la anilla, porque a veces...
-¡Lleva más de media hora la condenada arreglándose la
pluma en el tejado y no quiere entrar en el palomar! ¡De nada
le vale a esa inútil darse la paliza para llegar la primera si des-
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pués, la muy imbécil, se dedica a peinarse las plumas para que
la encuentren guapa las amigas! ¡Ya veréis como a ésta la con-
trolamos en el reloj la última!- Éstos y otros lamentos peores
eran frecuentes en el mundo de los colombófilos, sobre todo
de los colombófilos honestos, porque a los que hacían trampas
para ganar “la honrilla”, mal ganada, no les preocupaba que
entrasen o no… porque a veces no salían del palomar.
Palomas extraídas de las cestas, fraudulentamente, o con
la complicidad del transportista, ganaban sin volar un solo
kilómetro. Pero, cuando alguien era sospechoso de estas tram-
pas, se le ponía una trampa a él.
-¿A qué hora soltáis mañana en Valladolid?- preguntaba el
sospechoso.- A las ocho y media de la mañana- le contestaban.
Y con esos cálculos él se hacía sus cuentas y pensaba: “Con dos
horas y veinte, seguro que gano si hace buen tiempo... pero si
está nublado dejaré que pasen dos horas y treinta y cinco mi-
nutos... ¡Y meteré la anilla de mi paloma ganadora que tengo
en mi bolsillo... que no tendrá que volar ni un solo metro!”
Pero esta era la forma más sencilla de descubrir al tram-
poso: cuando el que efectuaba y controlaba “la suelta” estaba
preparando las jaulas para la apertura, un enlace se le acercaba
y le decía:
-Tengo un telegrama de la Federación que dice que la
suelta se retrasa hasta las diez y media... y no se mueve nadie
de aquí ni llama por teléfono hasta... las once y media por lo
menos.-
Si alguien hacía trampa, su paloma llegaría y sería contro-
lada en el reloj... antes de haber comenzado la suelta. Pero una
trampa mucho más difícil de detectar se puede hacer en estos
concursos teniendo dos palomares.
Se crían palomas en dos lugares, Santander y Reinosa por
ejemplo. Se envían desde Santander, las que viven en Reino-
sa, y se las espera en Reinosa, con el reloj preparado. Las pa-
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lomas vuelan menos kilómetros y su recorrido, sin tener que
sobrevolar parte de la cordillera. Es mucho más sencillo y, se
tiene la certeza de que han sido soltadas, e incluso aunque se
detengan a atusarse las plumas durante un rato en el tejado,
ganan con facilidad. Un solo fallo tiene el tramposo: nadie
puede ir a su palomar de Santander a ver el reloj, porque el
reloj está esperando la llegada de la paloma con la anilla en
Reinosa…
El mundo de las palomas mensajeras que viví en mi in-
fancia, y esa propiedad que tienen de regresar a su palomar
desde lejanas tierras, serviría para un solo libro, por lo com-
plicado que puede ser. Pero el Primero de Madrid, el palomo
más famoso del palomar, conocido por su premio que ganó
honradamente viniendo en sólo cinco horas de duro vuelo
desde Madrid, aquel “narizotas”, el que más desarrollada tenía
sobre el pico la cera de la nariz de todo el palomar, tuvo en mí
a su más ferviente admirador. Era mi preferido.
Un día, al mirar a través de los barrotes del mirador de los
pichones, una especie de jaula con muy buenas vistas al exte-
rior donde metíamos castigados a los más torpes para que se
identificasen con los alrededores, descubrí a un pajarito verde,
pequeñajo y con los ojitos muy negros, que estaba muy con-
centrado colocando raicillas en la horquilla de una rama del
melocotonero.
-¡Mira papá! ¡He descubierto un nido frente al mirador
de los pichones! ¡Ven a verlo!- le di la noticia nada más verle
entrar por la puerta del jardín.
- Sólo han colocado todavía unas pocas raíces y un poco
de musgo. ¿Cuándo pondrán los huevos?- pregunté inquieto.
-En cuanto tengan el nido terminado, en tres o cuatro días,
pondrán el primero. En días sucesivos pondrán los tres o cuatro
restantes, que es la puesta habitual en los verdecillos o canarios
silvestres o “canariucas”, como las llaman por aquí. Después
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habrá que esperar doce días a que los incuben y, en otras dos
semanas, estarán los pajaritos volando- me explicó papá.
Desde el mirador de las palomas casi llegaba a tocar el
pequeño nido construido con raíces y musgo. Estaba bien ca-
muflado y costaba verlo. En su interior, sobre él, la “canariuca”
vigilante, empollaba los huevos. Yo permanecía muchos ratos
contemplándola y ella parecía como si estuviese disecada, ni
se movía.
-Papá, cuando tenga los pajaritos ¿los podremos meter en
una jaula?- preguntaba yo impaciente.
A mí me hacía feliz la idea de no perderles nunca de vista.
Por si esto fuera poco, las “canariucas” eran mis pájaros pre-
feridos.
-Podemos ponerlos en un jaulón grande, los colgamos
junto al nido y sus padres les darán de comer hasta que ellos
aprendan a pelar el alpiste y la semilla de nabo que tanto les
gusta. Cuando ya estén emplumados, los llevamos al voladero
de la otra habitación.- La propuesta de mi padre a mí me pa-
reció una idea propia de genios.
El jardinero hizo el jaulón. Un armazón de madera forrado
de tela metálica por la que apenas cabía un dedo, pero suficiente
para que los jóvenes canarios sacasen la cabeza para recibir el
alimento de sus padres, sin que pudiesen salirse del jaulón.
Todos los días seguía de cerca la vida de “mi” familia de
canarios silvestres. A los pocos días del descubrimiento, la
hembra se ajustaba peor en el nido y su espalda cada vez esta-
ba más y más alta al tiempo que en los bordes del nido, hasta
entonces limpio y perfecto, comenzaron a aparecer docenas de
“cacas” blanquecinas todo alrededor de él, como si se tratase
de un collar.
-¡Ya tiene pájaros! ¡Los he visto!- le grité a mi padre cuan-
do llegó de la oficina. -¡Tienen plumón gris en la cabeza, algo
de pluma en el cuerpo y en las alas… y son cuatro…!-
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-Todavía son algo pequeños para meterlos en el jaulón. Hay
que esperar a que estén a punto de volar, para que la pluma les
proteja del frío de la noche y para que puedan subirse a los palos
a dormir- me explicó tratando de calmar mi impaciencia.
Unos días más tarde, con una escalera larga apoyada en
el mirador de las palomas, bajamos el nido con los cuatro pa-
jaritos, los instalamos dentro de la jaula con nido y todo y la
colgamos en la fachada, más baja de lo que había estado el
nido pero muy cerca del mismo lugar.
A las dos horas, la madre y el padre ya habían localizado
a sus pequeños y, como si fuese la cosa más natural, alimen-
taban aquellas boquitas rojas que asomaban a través de la tela
metálica. Yo estaba entusiasmado y mi padre también.
Unos días más tarde revoloteaban por el jaulón los cuatro
preciosos pajaritos, mientras sus padres iban y venían o per-
manecían posados canturreando en el árbol más próximo.
Una mañana, cuando fui a verlos, no había ninguno sobre
los palos. Me quedé de piedra. Avisé al jardinero que llegaba a
la jaula con comodidad, y éste vino a ver lo que ocurría.
-Están todos, pero muertos... No tiene cabeza ninguno
de los cuatro- me dijo con voz triste.
-¿Cómo? ¿Muertos?- dije con voz entrecortada, al tiempo
que se me saltaba de los ojos un río de lágrimas.
-Sí, los cuatro- me repitió para que me convenciese.
Huí del lugar desolado. ¿Cómo podía haber ocurrido
aquello? Estuve llorando casi hasta que llegó mi padre que me
encontró con los ojos aún enrojecidos.
-¿Qué te pasa?, ¿te has caído?- me preguntó con extrañe-
za, supongo que por lo resignado que yo encajaba los golpes
físicos.
-No, es por los canarios… están muertos- contesté.
-¿Qué?- mi padre se quedó perplejo. -Pero ¿cómo ha sido?
¡Si tenían comida y les alimentaban sus padres!-
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-Están sin cabeza- le expliqué yo.
-¡La gata! ¡Ha sido ella seguro! ¡Esta vez la mato! Ya me
ha cazado algún pichón de mensajera y algún pollo de gallina.
Pero esto no se lo perdono. ¡Voy a por la escopeta!- gritó mi
padre enfurecido al tiempo que entraba en casa.
Para entonces, yo ya había asimilado la desgracia. Había
llorado a las víctimas y no tenía lágrimas para llorar ahora a
la gata negra, así que me interpuse entre mi padre y el jar-
dín y le supliqué que no matase a la gata. Él, más disgustado,
probablemente, por mi desilusión que por la pérdida de los
canarios, accedió al indulto.
-Los gatos, cuando ven a un pájaro enjaulado, lo acosan
y éste, intentando huir, saca la cabeza por entre los barrotes
y, de un zarpazo, el gato se la arranca. Así de fácil. La culpa,
en realidad, es mía por haber puesto la jaula al alcance de la
gata- me dijo mi padre.
Y así me quedé sin mis primeras “canariucas”. Fue la pri-
mera vez, y, desgraciadamente, no fue la única…
La gata negra, a pesar de sus fechorías, vivió muchos años
por el jardín y cumplió con su misión de librarnos de los ra-
tones.
Pero otras aves, más acuáticas que las gallinas y las palo-
mas, compartieron el jardín conmigo: un grupo de “corros”,
como llamaban a los patos domésticos por estas tierras, apro-
vechaban los charcos cuando llovía para bañarse, comían los
caracoles que encontraban y ellas, las corras, me retaban una y
otra vez a que les encontrase sus nidos.
-Esa pata está poniendo. Mira qué tripa tiene ¡A que no le
encuentras el nido!- El reto partía de mi padre, pero la lucha
era entre la pata y yo.
La pata sólo se acercaba al nido si veía el horizonte libre
de gente sospechosa, pero yo tenía la paciencia de un zorro
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que se está horas acechando a un pobre conejo a la puerta de
su madriguera. Miraba desde una ventana, sin salir de casa,
hasta que echaba en falta a la pata en el grupo. Esa era mi
ocasión…
Sólo entonces me lanzaba a registrar todos los setos y po-
sibles lugares donde podía esconderse, hasta que daba con ella
y su preciado tesoro.
-¡Ya lo tengo! Tiene el nido en la glorieta, entre las ma-
dreselvas!- Pregonaba triunfante a todo el que se cruzaba en
mi camino.
-Pues cógelos para casa, porque no pienso incubar más
huevos de pato. Con los patos que tenemos hay de sobra para
que mantengan el jardín y la huerta, limpias de caracoles.-
Mi padre me miraba satisfecho de ver que había superado la
prueba.
Pero las corras1 no tenían “una pluma” de tontas y, a ve-
ces, no iban al nido hasta el oscurecer y, cuando lo abandona-
ban, lo dejaban tapado con hojas y césped para que resultase
invisible para el ojo humano. Por supuesto que a cada puesta
le buscaban una nueva ubicación y el jardín y la huerta ofre-
cían miles de escondites perfectos.
Como compensación, he de reconocer que las tortillas de
patatas hechas con los huevos de las patas estaban sensaciona-
les...
Las gallinas, las corras y la siembra de patatas en la huerta
eran piezas vitales en la economía familiar, pues proporciona-
ban la cena de cada día a toda la familia. Todas las noches se
cenaban huevos fritos con patatas fritas y, cuando se termina-
ban las patatas, se sustituían por arroz blanco.
Después del intento de robo en el gallinero hubo dos
años de tranquilidad, pero otro ladrón de gallinas lo intentó
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con más éxito que el anterior, pues se coló cortando la tela
metálica de una ventana del gallinero que estaba de espaldas
a la casa, por lo que no pudo ser visto. Por allí nos hizo la
“mudanza” de unos capones bárbaros que mi padre tenía re-
servados para Navidad y unas cuantas gallinas de las mejores.
Como no tuvo que abrir la puerta del gallinero, el timbre de
alarma no llegó a sonar y ninguno nos dimos cuenta, hasta
bien entrada la mañana del día siguiente, de que las Navidades
no serían como las soñábamos cuando contemplábamos con
admiración los muslos de aquellos pollos White Rock.
Este segundo robo, unido al susto del primer intento y
al horario de mi padre, que dirigía varias minas en Santander
y algunas más en Guipúzcoa y Vizcaya, lo que le obligaba a
llegar muy tarde a casa, decidió a mi padre a quitar las galli-
nas, y el gallinero y el jardín quedaron silenciosos y vacíos. Las
palomas, con sus arrullos, y los cantos de los pájaros, ponían
el escaso sonido ambiente.
Pero el silencio no duró mucho, y nuevos huéspedes ocu-
paron, aunque en menor número, estos territorios. Una fa-
milia de ocas grises gigantes, que mi padre compró cerca de
la mina de La Florida, y el regalo de una pareja preciosa de
gallos de pelea, sin atractivo gastronómico por su dureza y
poca carne, lo que con toda seguridad no incitaría al robo,
sustituyeron a las otras gallinas que fueron vendidas a otros
avicultores a buen precio, pues las gallinas de casa tenían fama
de buenas ponedoras.
Las ocas eran otro cantar. Vociferaban como locas en
cuanto aparecía algún forastero, con lo cual sustituían al tim-
bre de alarma, y además atacaban… y ¡de qué manera!, si no,
que me lo digan a mí…
-Son ocas, las he comprado en La Florida a un vecino de
la Mina. Son baratas de tener, pues se alimentan de césped y
un puñado de grano. Pacerán el jardín y vigilarán, gritando
44
cuando venga un desconocido.- Esto me lo dijo mi padre sin
advertirme de los peligros que se avecinaban, no sé si para
curtirme o porque, desde su altura de hombre adulto, no ima-
ginaba lo que sería capaz de hacer un macho de oca de diez
kilos de peso con un niño de seis años.
Enseguida el macho, el “oco”, como yo lo llamaba, me
demostró hasta qué punto estaba dispuesto a pelear por la po-
sesión del jardín y cuáles eran sus intenciones.
La primera vez que pasé solo cerca de él estiró el cuello
hacia mí y como un loco furioso gritando su canción de gue-
rra, corrió tras de mí casi a mi velocidad. Me salvé por los
pelos porque estaba cerca de la cocina, a pesar de que el “oco”
no jugó limpio y en los últimos metros se ayudó con las alas
para comerme la ventaja. Se lo conté a mi abuela entre lágrima
y lágrima.
-¡El “oco” me perseguía así!- expliqué entre gimoteos
mientras estiraba el cuello como él y corría a pasitos rápidos,
al tiempo que ponía los brazos en cruz imitando a aquella fiera
con sus alas.
Mi abuela me consoló, pero no le dio demasiada im-
portancia, incluso le hizo mucha gracia y una y otra vez me
decía:
-Imita al “oco” cuando te perseguía, que te pones muy
gracioso. Repítelo otra vez.-
A partir de ese momento, y sintiéndome desprotegido,
tuve que tomar precauciones para no estar nunca demasiado
cerca de él. Mantuve los metros suficientes siempre, y así tenía
asegurado el escape.
Un día el “oco” me sorprendió a traición amparándose en
un macizo de hortensias y me cerró la salida a casa y al gallinero.
Tuve que correr hacia la lejana cuadra, donde nunca llegaría.
Cuando le tuve prácticamente encima, arrinconado en el
ángulo entre los aligustres y la tapia perpendicular que sepa-
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raba el jardín de los Abarca, tuve que recurrir, como última
solución, a la humillante escalada a toda prisa de uno de los
cuatro tilos que había junto al seto que impedía mi huida.
Mientras tanto, el “oco”, eufórico bajo el árbol, cantaba
victoria y las ocas, sus hembras, le vitoreaban como a un gla-
diador victorioso. Pero eso le perdió. Ota, mi abuela, me echó
en falta, oyó a las ocas gritar, se asomó a ver qué ocurría con
el tumulto de las ocas... y me encontró trepado y lloroso en
la copa del tilo. Llegó en un instante armada de una escoba
y le explicó con ella el tremendo error que había cometido al
atacarme a mí, su ojito derecho.
Lo que parecía una derrota, con la llegada de “los refuer-
zos” cual si fuese la caballería americana, se convirtió en una
victoria. Dos días más tarde los “ocos”, que se creían dueños y
señores de aquellos territorios, estaban otra vez en La Florida
y la paz volvió a mi paraíso particular. Volví a disfrutar del
jardín más aún que antes, pues al recuperarlo lo valoré más.
Los otros nuevos huéspedes, un gallo y una gallina de
pelea, ocuparon uno de los cinco departamentos del vacío ga-
llinero, y el canto del macho resonó otra vez entre aquellas
paredes, silenciosas desde hacía meses.
Me volqué en ellos. Como pasa con todos los recién llega-
dos, me interesaban más que los que ya llevaban tiempo en la
plantilla y, dos o tres veces al día, les visitaba para comprobar
su estado y la comida que aún les quedaba, con la esperanza
de que ella comenzase a poner huevos para meterlos otra vez
en la incubadora.
Pero lo que no imaginé, ni por un momento, fue que, por
aquella pareja, iba a terminar yo malherido, sobre la fría mesa
de operaciones de un hospital…
46
primeros hijos, la mudanza a la nueva casa y su trabajo para
mantener a la familia, pasó varios años de “excedencia forzosa”
con la entomología, hasta que un niño de tres años miró de-
tenidamente la primera mariposa que pasó a su lado. Dos días
más tarde mi padre se acercó a mí con un extraño y fascinante
objeto en sus manos.
-Esto es un cazamariposas y sirve para esto...- Corrió, al
tiempo que hablaba, tras una mariposa blanca que volaba ino-
centemente por el jardín.- ¿Ves qué fácil?- Y me mostró el ala-
do insecto frente a mis narices dentro de aquella red de tul.
Y en el mismo momento en que la mariposa blanca caía
en la estrenada red de mi padre, yo caía en la red de la afición
a la entomología.
Primavera y verano patrullaba el jardín y alrededores, vi-
gilaba las flores, buscaba hojas mordisqueadas por orugas y
corría tras cualquier mariposa que osara atravesar mi campo
visual. Pero alguien más fue tocado nuevamente por la barita
mágica de la afición a la entomología.
-Me han traído de Madrid las cajas que le encargué a Ser-
vando, que es un bedel que las hace para el Museo de Cien-
cias y también para venderlas a los aficionados como noso-
tros. Están muy bien hechas y el hombre trabaja barato. Le he
comprado sólo diez, pero, para empezar tu colección, son de
momento suficientes. En la carpintería de la Mina me termi-
nan mañana los extendedores para prepararlas, y los alfileres
entomológicos austriacos me los ha proporcionado “Siso”2. Ya
puedes comenzar a cazar y yo te clasificaré y prepararé lo que
caces- me puso al día mi padre. -Pero antes tienes que aprender
a matarlas. Mañana en el jardín te daré una clase práctica.-
Al día siguiente, una hora antes de que volviese él de
trabajar, ya le estaba esperando armado con el cazamaripo-
2 Ramón Ajenjo Cecilia, Director del Museo Español de entomología, íntimo amigo de papá.
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sas. La clase comenzó de inmediato, pues la comida caliente
esperaba en la mesa.
-Las mariposas se matan así, pero sólo si están nuevas fla-
mantes. Si están algo rotas las vuelves a soltar. Con un par de
cada especie tenemos de sobra. Pero en una colección es fun-
damental que se apunte en una etiqueta, que se pincha en el
mismo alfiler de la mariposa, el lugar y la fecha de captura, sin
eso la colección no tiene ningún valor científico- me ilustró
mi padre.
A partir de ese día, cuando mi padre volvía del trabajo
yo le enseñaba orgulloso las capturas que había hecho por la
mañana. Él, con mirada experta, en un momento hacía su
trabajo.
-Vanessa io en bastante buen estado. Pieris brasicae, hem-
bra, lo sé por las manchas negras, muy nueva. Vanessa ata-
lanta... fíjate que en el ala posterior, por detrás, tiene como si
fuesen tres números, un 0, un 8 y un 9... y algunas, en la raya
roja del ala delantera, en el anverso, tienen un punto blanco
muy pequeño... ésta no lo tiene.- Con tan buen profesor, y, mi
cerebro apenas sin estrenar, los nombres de las mariposas, en
latín, se me grabaron a fuego para siempre.
Como no había televisión, una de mis distracciones favo-
ritas era contemplar por la tarde a mi padre preparando con
sumo cuidado, para no romper una antena ni una pata, no
rasgar un borde del ala y colocar las alas y las antenas simétri-
cas y perfectas, todas las mariposas que yo había cazado du-
rante la mañana.
Aunque no sabía aún leer, me encantaban los libros de
entomología. Mi padre me los explicaba.
-Esta oruga amarilla, con un pincho al final que da mie-
do sólo verle, es la de la mariposa de la calavera la Acherontia
atropos. Es un esfíngido... aquí a las orugas de esta especie
las llaman alacranes y los campesinos les tienen un miedo es-
48
pantoso, aunque son totalmente inofensivas… En 1933, en
el Sardinero en Santander, vi a un guardia municipal quemar
con gasolina, en medio de la acera, a una pobre oruga como
ésta, ante el regocijo de un corro de más de treinta personas…
¡qué barbaridad!-
Pero yo me fijé en particular en la de una lámina que sólo
asomaba la cabeza por una casita construida con briznas de
hierba, donde pasaba totalmente desapercibida.
-¿Y ésta?-
-Esa es una Psyque. Son rarísimas y muy difíciles de ver
porque las hembras casi no salen del capullo pues no tienen
alas ni aparato digestivo. Los machos son alados, negros, del
tamaño de una mosca pero con un cuerpecito de nada. Ape-
nas se les puede ver...-
Aquel reto de la rareza, y la dificultad de encontrarlas, me
atrajo y me subyugó.
-¿Dónde viven estas orugas?- pregunté dispuesto a ir en
su busca a la mañana siguiente.
-En la hierba, entre las piedras, no lo sé a ciencia cierta
pues he encontrado dos o tres en toda mi vida y eran de esta
otra especie.- Y pasa página, para enseñarme un capullo, tam-
bién de palos pero con la disposición de los palos transversal
en vez de longitudinal y aparentemente mucho más grande.
Para buscar orugas yo tenía varias cosas a mi favor. Con
tan pocos años tenía los ojos mucho más cerca de las hierbas
que mi padre. Mi vista era buenísima y disponía de todo el
tiempo del mundo.
Así y todo, tardé más de un año en darme de narices con
la primera… a la que siguieron muchas más. Las había tenido
siempre allí, en el mismo muro del jardín de mi casa por la
parte de afuera, pues el jardín estaba elevado sobre la calleja.
Metidas en sus casitas de palos, eran nuestras vecinas y no nos
habíamos enterado hasta ese momento de su existencia.
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Una vez descubierta “la mina”, coger un auténtico mon-
tón fue “coser y cantar”. Todo el truco era aprender a distin-
guir el camuflaje de lo natural.
-¡Vaya cacería has hecho! ¡¡Es un descubrimiento!! ¡Voy a
mandarlo a Ajenjo a Madrid para que lo estudie.- Mi padre las
disfrutó casi tanto como yo.
Mi padre envió al Museo de Ciencias de Madrid una
serie de estas Psyques llamada Fumea casta. Doce milímetros
de envergadura de alas eran suficientes para que, meses más
tarde, la revista de entomología “Graellsia” publicase un ar-
tículo con el descubrimiento, en el que se me apodaba como
el “Benjamín de los entomólogos españoles”. Un francés del
museo de París leyó el artículo y se interesó por conseguir
unos especímenes. Mal conocedor de la Historia Sagrada,
pues no debió de entender por qué me llamaban Benjamín,
me escribió una carta dirigida al “Dr. José Ignacio Pardo”. Y
yo tenía sólo 7 años…
Desde mucho antes una mariposa nocturna, la Plusia
gamma, una polilla de mediano tamaño y muy abundante,
se metía por las ventanas a las luces de casa y constituyó en
ocasiones una auténtica plaga. Acuñé una frase con este mo-
tivo que se repitió muchas veces desde entonces. Según me
dijeron, yo pronunciaba con la “z” y, cuando me enseñaban
una mariposa de las muy frecuentes en el jardín, contestaba
sin darle importancia:
-“Eza ez maz corriente que la pluzia gamma.”-
Aunque puedan pensar que a esa edad era un niño repe-
lente, no era así, por lo que me dijeron. Sólo valoraba las espe-
cies en su justa medida. La misma frase, a modo de expresión,
y ya sin las zetas, la utilizamos posteriormente entre nosotros
durante muchos años.
Pero no sólo las mariposas llamaban mi atención. En el
piso de arriba había un armario que olía a museo, en el que
50
yo metía las narices con frecuencia porque su contenido era
interesantísimo y con historias más interesantes aún.
Papá que había estudiado, además de Ingeniero de Mi-
nas, parte de la carrera de Ciencias Naturales sentía pasión
por estas ciencias y las aves eran una parte muy importante de
esta disciplina.
Desde pequeño comenzó a guardar “en piel” los cuerpos
de todas las aves raras que caían de una u otra forma en sus
manos. Antes de comenzar a limpiar la piel de todo aquello
susceptible de corromperse, pesaba y medía el ave y escribía
junto con su procedencia y lugar de captura, todos estos datos
en una ficha.
En el armario “prohibido”, papá no nos dejaba tocar por-
que las pieles se trataban con arsénico para su conservación,
estaban los especímenes “sagrados” dentro de cajas de madera
con tapa de cristal. Por orden de admiración y, de mayor a
menor, estaban en el hit parade los siguientes: el avetoro de pa-
tas largas que Tito cazó en la marisma de Alday, la agachadiza
real (la única que vio papá en su vida), a la que mis hermanos
embellecieron la cola con un tampón, lo que les costó un cas-
tigo ejemplar, y que, a pesar de todo, no impidió que fueran
sorprendidos, posteriormente, practicando el tiro al pichón
mientras usaban como arma una guitarra de juguete y dos per-
dices disecadas que “volvieron a morir” a guitarrazo limpio.
Pero mis preferidos entre alcaudones, mirlos acuáticos,
martines pescadores y tantos otros, eran dos: una tórtola eu-
ropea preciosa, armada como si estuviese viva, con sus ojos de
cristal y posada sobre una ramita y el macho de Cerceta Ca-
rretona, que aún hoy conservo, junto a su historia que nunca
olvidaré.
Este macho de Cerceta Carretona cayó abatido por una
perdigonada, en las proximidades de Sigüenza, en la prima-
vera de mil novecientos treinta y siete en plena guerra civil.
51
Papá estaba movilizado con el grado de capitán y ya colec-
cionaba aves en piel, así que lo guardó con sumo cuidado en
su habitación del pueblo, a la espera de tener tiempo para
embalsamar el cadáver. Pero, esa noche, hubo movilización
y enviaron a los militares allí destacados a un lugar cercano a
Teruel y, con las prisas, el pato quedó olvidado sobre la mesa
de su habitación.
Cuando papá se dio cuenta del despiste, y visto el in-
terés del valioso espécimen, envió un camión del ejército
que recogió el cadáver y se lo llevó al nuevo emplazamien-
to. Unos días de tranquilidad bélica le permitieron disecar
el ave hasta que pareciera vivo, arreglándose con el pico las
plumas del ala izquierda. Desde entonces, está en un estado
de conservación perfecto a pesar de los más de setenta años
trascurridos.
Otras muchas aves con sus fichas están en la colección,
unas pocas, dos cajas para ser exacto, las llevé al laboratorio de
la escuela de Montes y ahí perdí su pista para siempre.
Por aquellos años tenía todo el tiempo libre del mun-
do, salvo dos horas diarias de clase particular que recibí pri-
mero de una profesora de nombre Susana, que me enseñó a
leer, a escribir y a sumar, y después de otra profesora que la
sustituyó llamada Margarita que, con un horario parecido,
continuó mi educación hasta que comencé a asistir a un
colegio.
Pero la base de mi aprendizaje fue el jardín. Allí apren-
dí a distinguir cada especie de mariposa. Lo mismo ocurrió
con las de los coleópteros más frecuentes, e hice lo mismo
con todos los pájaros, no ya por sus plumajes o colorido, me
bastaba con verlos saltar, dar un aletazo o cambiar de rama
para saber si era un pinzón, un gorrión o un escribano. Los
distinguía por sus cantos y llamadas, conocía sus preferen-
cias de ramas, árboles o huecos para anidar, sus lugares de
52
descanso, sus dormideros… La ventaja de los pájaros sobre
los insectos era clara: pájaros había todo el año pero insectos
no, y yo tenía que ocupar en algo todo mi tiempo libre.
53
-He hecho un sacrificio, madre.
Yo respiré un poco más tranquilo y la monja, muy seria,
continuó el interrogatorio con el siguiente, al tiempo que, en
la punta de una de las espinas de la corona asignada a ese niño,
dibujaba una diminuta flor de colores.
-Dos- Con su lápiz de colores, la monja pintó otras dos
florecitas en la corona del niño interrogado.
-Uno, dos, uno…-
-Quince, madre- dijo José Julio Ludeña. Sin apenas pes-
tañear ni darle la menor importancia.
Mientras la monja comenzó a pintar florecitas con santa
paciencia, yo me quedé helado. Interrogaban por orden alfa-
bético y si los de la L comenzaban a ese ritmo, cuando llegaran
a la P… ¡estaba perdido! El siguiente fue Juan, el hermano de
José Julio:
-¿Cuántos has hecho tú, Juan?-
- Dieciocho, madre.-
La monja estuvo un buen rato pintando florecitas en el extre-
mo de las espinas, sin que de sus labios brotase la mínima queja.
-¿Y tú?-
-Dos, Uno, Dos, Uno, Dos...-
Todo volvió a la normalidad y pude presentar mi sacri-
ficio sin demasiada vergüenza. Tres días más tarde José Julio
y Juan Ludeña habían despachado su corona de espinas con
amplitud y estaban tan frescos, sin apenas acusar el esfuerzo.
Al resto de la clase nos costó Dios y ayuda acabar nuestras
coronas y sólo uno o dos días antes de la comunión consegui-
mos terminarla.
En ningún momento la monja puso en tela de juicio los
sacrificios de José Julio y Juan Ludeña. Yo, a pesar de mis po-
cos años, comencé a desconfiar de la condición humana, al
tiempo que me horrorizó la credibilidad excesiva de otra parte
de la humanidad.
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Unos días más tarde, con el festejo de la Primera Comu-
nión casi olvidado, volví a mi paraíso particular, a mis dos
horas de clase y a utilizar mi tiempo libre mirándolo todo:
orugas, escarabajos, ciempiés, pájaros…
55
Mi hermano Gonza se sentó sobre los pies y, ante el nu-
meroso público (dos amigos y yo), fue lanzado al aire confor-
me a lo previsto, pero… la trayectoria no fue la calculada y
“Gonza” no supo dar la vuelta completamente en el aire, giró
poco y mal y cayó de costado, al pie de una acacia, sobre una
gruesa raíz que rebosaba al terreno.
-¡¡¡Aaahhh!!- el quejido de dolor cortó de raíz las risas del
público. La mueca de dolor del rostro de mi hermano dejaba
bien claro que las prácticas de acróbata tocaban a su fin.
-¿Qué ha ocurrido?- mi abuela Ota, omnipresente a nues-
tro alrededor durante toda nuestra infancia, se hizo cargo de la
situación. No había que ser ningún lince, ni tampoco médico,
para darse cuenta que el codo derecho de mi hermano estaba
fracturado.
Las fracturas de brazos a esos años, ocho o nueve contaba
entonces el accidentado, como ha ocurrido siempre, eran fre-
cuentes y normalmente con mes y medio de escayola estaban
superadas. Pero la de mi hermano se complicó porque, cuando
le quitaron la escayola, se apreció, desde el primer momento, que
apenas podía mover la articulación. Desde entonces comenzó a
vivir un largo calvario. Incontables visitas al médico que inten-
tó, por todos los medios posibles, que “aquello”, el codo de mi
hermano, girase como lo hacía antes del descalabro.
-Vamos a instalar este aparato para obligar al codo a que
recupere la articulación- nos dijo mi padre al tiempo que nos
mostraba a toda la familia un extraño mecanismo con pesas,
poleas, rótulas, ejes y palancas. Un auténtico museo de todos
los avances de la mecánica de la época.
En aquel “potro de tortura” Gonza pasó parte de su tiem-
po libre de aquel otoño. Con pesas y palancas, que teórica-
mente moverían una roca, la articulación del codo no movía
más de dos milímetros. Mi padre decidió cambiar de médico.
El nuevo diagnóstico fue escueto:
56
-Tiene soldados los dos huesos, pero al revés: el cúbito
con el radio y el radio con el cúbito. Se le ha formado todo
un bloque que le impide cualquier giro a la articulación. Sólo
veo una solución: esperar a que el chico se haya desarrollado
completamente a los 20 ó 22 años, operarle entonces y, tras
mucha rehabilitación, quizá consigamos que recupere algo
del juego...- El diagnostico del Dr. Bustos, desgraciadamente,
convenció a papá, mamá y a Gonza de que sólo se podía hacer
una cosa, esperar.
Los mecanismos de tormento quedaron arrumbados en
el desván, mi pobre hermano poco a poco se acostumbró a su
rígido codo y mi padre incorporó a su cartera una nota que
decía... “En caso de accidente prohíbo terminantemente ser
intervenido por el Doctor…” Lo cierto es que recuerdo per-
fectamente el nombre del médico en cuestión porque, durante
el proceso, llegaron a oídos de mi padre numerosos casos si-
milares de fracturas mal arregladas por el mismo médico, pero
prefiero que el autor, de éste y otros desaguisados, permanezca
oculto en el secreto del sumario.
La cicatriz de la operación y el codo deformado fueron
el recuerdo de aquella frustrada carrera de acróbata. Tuvimos
que prometer muchas cosas para que nuestros padres nos vol-
viesen a llevar al circo.
57
cos, uno detrás de otro, para un solo concierto. El concierto
de violín de Beethoven, uno de sus favoritos, requería ¡cinco
o seis discos por las dos caras!... y tan sólo dura 35 minutos.
Cada concierto era un voluminoso álbum que contenía un
montón de discos grandes y gruesos que giraban en el tocadis-
cos a “toda pastilla”: 78 revoluciones por minuto.
Desde que era yo muy pequeño, de todos los conciertos
disponibles (un poco más de media docena) el de violín de
Beethoven me tenía “enganchado” totalmente y, en especial,
un corto pasaje del último tiempo, situado a la mitad de la
última cara del último disco. “La, reee, la, miii”... Las dos pri-
meras notas las tocaba el solista con los dedos, no con el arco,
un “pizzicato”. A mi padre le hacía repetirme una y otra vez
esa última cara que duraba sólo unos minutos.
Como consecuencia de esta nueva afición, a los cinco
años, comencé un par de días por semana, a recibir clases de
violín del profesor Mediavilla, que vivía en un lúgubre, tétrico
y siniestro portal de la plaza Mayor de Torrelavega, por lo que
no acudí a gusto a aquellas primeras clases. Conmigo asistía
una niña de mis años, Julita Terán, pero con menos vocación
concertista que yo... y algo más miedosa supongo, pues tiró la
toalla y abandonó las clases mucho antes que yo.
Aquella semilla musical de los conciertos de mi infancia
encontró una esquina en mi cerebro monopolizado por los
temas de la Naturaleza y, poco a poco, a lo largo de mi vida,
aunque no ha dado el fruto esperado por mi abuela de hacer
de mí un concertista del violín, sí me ha proporcionado mu-
chos ratos de satisfacción y me ha ayudado a sobreponerme y
evadirme, a ratos, de los libros de texto que, sólo recordarlos,
me producen escalofríos.
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muchos casos a la fuerza) que tenían las personas mayores que
vivían a mí alrededor.
Eloy, el jardinero que cuidaba del jardín, la huerta, “el
averío”, la vaca o vacas, la burra, etc. era un afortunado, por-
que tenía su trabajo a sólo seis kilómetros de su casa y tenía
bicicleta. Otros lo tenían peor o infinitamente peor. Había
trabajadores que, a pie, pues no había apenas transporte pú-
blico, se “metían por el cuerpo” seis u ocho kilómetros an-
dando, “para calentar”, hasta llegar al puesto de trabajo en la
Mina. Otros, los de la bicicleta, tenían mayor radio de acción
y, desde 40 kilómetros de distancia, acudían algunos al tra-
bajo, subiendo cuestas nada despreciables y, por si eso fuera
poco, a horas como las 5 de la mañana o las 9 de la noche, en
caso de que tuviesen el relevo de las 6 de la mañana o las 10 de
la noche... en invierno y en verano.
¿Y la vuelta a casa? Después de ocho horas de duro tra-
bajo y veinte, treinta o hasta cuarenta kilómetros pedaleando
sobre aquellos trastos de bicicletas sin cambio y de casi veinte
kilos de peso, volvían a casa a las tantas y se ponían a segar
verde para las vacas, a ordeñar y acompañar a la familia.
Aquellos hombres de entonces sí que eran “superhé-
roes”… y no los que aparecerían con la tele muchos años más
tarde. Pero después de haber vivido una guerra en su infancia
o juventud ¿qué cabía esperar de ellos?
Mi padre tenía bici, como casi todo el que tenía la suerte
y el dinero para poder permitírsela. Para ir a trabajar la uti-
lizaba a veces, pero, habitualmente, subía a la Mina en “la
Cochona”, un autobús pequeño con forma de coche (de ahí
su nombre) y con más años que el cercano pico Dobra, don-
de mi padre, no contento con lo que tenía en casa, alquiló,
en sociedad con un amigo, una finca de varias hectáreas para
explotarla con ganado (vacas y ovejas). La finca estaba en lo
alto, a trescientos metros o más sobre Torrelavega, un auténti-
59
co “puerto de montaña”, más aún para aquellas “bicis” de casi
20 kilos de peso.
Un día, mi padre, acompañado de su cuñado, mi tío Eze-
quiel, compró cuatro ovejas en Bostronizo, un pueblo cerca
de Los Corrales de Buelna hasta donde habían ido a cerrar el
trato, por supuesto en bicicleta. Una vez compradas y paga-
das, se las amarraron como pudieron al soporte de la bici y a
la espalda y emprendieron el regreso.
Y si hasta esa finca subió mi padre, Don Gonzalo, Inge-
niero de Minas, en “bici”… con dos ovejas de acompañantes
que no dieron una sola pedalada para escalar el puerto ¿qué no
harían los mineros, mejor preparados físicamente?... Supongo
que serían capaces de subir vacas en el soporte o transportín,
como guste cada uno llamarlo.
Para mi tío Ezequiel, que era ciclista semiprofesional y que
había ido con uno de los hermanos Trueba (creo que fue Fer-
mín) hasta Roma en bicicleta para ver al Papa, tampoco fue una
etapa fácil, pero, por lo menos, le sirvió de entrenamiento.
60
do y con cinco hijos, cogía la “bici”, una mano en el manillar,
la otra en el asa del estuche del violín... y a dar pedaladas a su
clase. Al terminar la clase, ya de noche, con la dinamo apoya-
da en la rueda, otra vez a dar pedales con el violín en la mano.
Lo que digo: superhéroes.
Pero ese período ciclista fue perdiendo fuerza, pues mi
padre enfermó. Varios médicos le diagnosticaron distintas
enfermedades todas a causa del mismo síntoma: sus dolores,
que comenzaban en la espalda y le afectaba también a una
pierna: ciática, lumbago, dolores musculares, etc. Todos ellos
le pusieron tratamientos diferentes, acompañados de alguna
porquería que otra (dormir sobre una tabla es uno de los con-
sejos que recuerdo le dieron). Y así y todo, debido a aquella
enfermedad que no se sabía lo que era, empeoró lentamente
y la bici, ante los dolores en aumento, un auténtico calvario,
permaneció sola en el garaje.
La finca del monte Dobra se realquiló a alguien debido a
su lejanía, a la enfermedad de mi padre y a la nula rentabilidad.
Era un pozo sin fondo donde nacían corderos que desaparecían
misteriosamente, donde ovejas con ubre y a punto de parir
quedaban vacías sin que nunca se produjera el esperado parto
y donde las vacas daban la mitad de leche que las que había
habido en casa. Parecía que el aire de allí sólo era bueno para
los caseros que engordaban a kilo por mes. Ante el milagro, mi
padre y su socio disolvieron el negocio, para desconsuelo del
casero que juraba que nunca había visto nada mejor.
Ya sin vacas, ni ovejas, ni casero, mi padre se centró en sus
tareas y, desgraciadamente, también en sus dolores. Lo pasó
muy mal durante un par de años. Sólo tomaba aspirinas para
mitigar el dolor y, a pesar de éste, todos los días acudía sin falta
a trabajar.
Sé cuantas aspirinas llegó a tomar al día, pero no lo voy
a escribir, fueron muchas. Los tubos de cristal vacíos con los
61
tapones de corcho, que habían contenido las aspirinas, fueron
amontonándose, pues todo en aquella época tenía utilidad,
nada se tiraba o despreciaba. Todo valía, hasta a la birria más
birria se le encontraba un destino. Los tubos de aspirinas no
iban a ser una excepción y les encontrábamos infinidad de
aplicaciones: puestas de huevos de mariposa hasta su eclosión,
alfileres entomológicos de diferentes grosores, orugas encon-
tradas por el campo, y un largo etcétera.
Los cajones de embalaje se desarmaban, las tablas buenas
se guardaban, las rotas servían para encender la lumbre de la
cocina económica de casa que, reluciente cada mañana, des-
pués de haberse limpiado la chapa con arena y vinagre, no sólo
calentaba las ollas y sartenes sino también el agua de los baños.
Las puntas o clavos de hierro se enderezaban a martillazos para
una nueva reutilización.
Los periódicos viejos tampoco se tiraban, eran esenciales
para encender la lumbre de la cocina y la caldera de la calefac-
ción, también servían para “depilar” al fuego a los pollos de
Navidad y rematar con ello el pelado. Si había exceso de perió-
dicos podían llevarse a la pescadera, pues con ellos solía envol-
ver el pescado. Nada se desperdiciaba y supongo que hasta un
periódico manchado con olor a sardinas, alguien se plantearía
si serviría para hacer una buena sopa de pescado.
En casa apenas había basura, y eso que éramos entre 10 y
12 personas. El jardinero hacía un pozo en la huerta de poco
más de un metro por un metro y otro de profundidad y allí
iba a parar todo lo que no ardía, o no servía de envase para
conservar las mermeladas, ni de medida para el maíz de las
gallinas, ni servía para tiesto ni semillero, ni tenía valor como
chatarra… y además olía mal. Con todos estos condicionan-
tes, en el pozo de la basura sólo acababan sus días algunas
latas oxidadas, botellas y vasos rotos, o restos de zapatos… sin
cordones ni lengüetas. En aquella época todo envase era retor-
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nable y, repito, a casi todo se le encontraba alguna utilidad.
Los cordones de los zapatos se podían reutilizar y las lengüe-
tas eran muy buscadas para fabricar “tiradores” o “tiragomas”
como prefiera denominarlos el lector: una horquilla de aligus-
tre, dos tiras de goma de una viejísima cámara de coche, un
poco de cuerda... y una lengüeta, era todo lo necesario para
fabricar un magnífico “tirador”.
Todo este reciclaje producía un efecto medioambiental
importante. El campo estaba limpio, los ríos también, no ha-
bía plásticos aún, y sólo vasos rotos iban con frecuencia al
hoyo de la huerta, porque aún no se había inventado el cristal
templado del duralex y con tantos niños en casa… aquellos
vasos frágiles caían como moscas. Maribel, mi mujer, me ha
confesado que ella, de pequeña, estos finos vasos de cristal los
rompía con los dientes.
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que andar menos. Aquella reliquia causó admiración a pro-
pios y extraños.
- Lo he llevado al taller de Reocín y lo han probado los
chóferes. Están entusiasmados. ¡Figúrate, en la recta de Casar
de Periedo lo han puesto a 90 kilómetros por hora!- La recta
en cuestión “sólo” tiene 2 kilómetros de longitud.
A pesar del coche mi padre fue a peor. Aprovechó un viaje
a París para que le viese un médico francés, pero no mejoró y,
a pesar de dormir todo un año sobre una tabla sin colchón, no
sólo no mejoró sino que, al contrario, empeoró.
Entre los tratamientos que le recetaron y aconsejaron, el
que nos pareció más interesante fue sin duda “el hongo del té”.
El “Hongo”, como se le llamaba cariñosamente, lo te-
nían, en muchísimas casas, flotando feliz en el interior de un
gran cacharro de cristal lleno de té, del que se alimentaba el
Hongo y bebían los enfermos, utilizando el mismo té como
medicina.
A papá no le produjo ningún beneficio, pero todos nos
llevamos una gran alegría el día que el Hongo crió y, por la
mañana, lo encontramos dividido en dos. Porque el Hongo
estuvo tanto tiempo presidiendo desde encima del aparador
nuestras comidas, que casi llegó a formar parte de la familia.
Fracasada la tabla para dormir recomendada por el mé-
dico francés, y habiéndose mostrado el Hongo ineficaz, una
nueva esperanza reavivó el maltrecho ánimo paterno.
-Me han dicho que en Madrid hay un médico muy bueno
que es el doctor don Sixto Obrador. Voy a ir a verle porque no
puedo vivir así.- Y dicho y hecho, mi padre se fue de viaje.
Sixto Obrador no sé qué relación tenía con Reocín, don-
de trabajaba mi padre. Alguien me contó que don Sixto había
veraneado en ese pueblo y que había diseccionado allí gran
cantidad de ranas. No sé cual fue el motivo, pero don Sixto
se portó muy bien, como era su costumbre, y más aún si la
64
persona tenía alguna vinculación con Reocín, y recibió a mi
padre al día siguiente.
Según entró en su despacho cojeando, tal y como lo ve-
nía haciendo desde los dos últimos años, don Sixto recorrió
con su mirada a mi padre de arriba abajo y formuló al mismo
tiempo una pregunta evidente.
-¿Qué? ¿Duele mucho?-
-¡Vaya que si duele!- contestó mi padre.
Y con la mayor naturalidad del mundo le dijo lo que nin-
gún otro médico hasta entonces había sabido decirle:
-Hernia de disco entre las vértebras 10 y 20. Solución:
meter cuchillo.-
-¿Cuándo?- contestó mi padre.
-Cuando usted quiera. Si le parece mañana, a las 7 de la
mañana, nos vemos en el quirófano de la Clínica Ruber.
-Allí estaré don Sixto- respondió mi padre.
Quince días más tarde mi padre regresó con la hernia de
disco, pero ahora la hernia no la llevaba puesta, sino metida en
un frasco en formol y guardada en un bolsillo de la chaqueta.
En la clínica Ruber quedaron los dolores. Era la primavera del
52 y la recuperación fue lenta pero constante y sin asomo de
dolores.
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dices pero... para evitar que se diese la paliza detrás de bandos
de perdices con la operación tan reciente, le acompañaría su
hijo de 7 años, es decir yo, José Ignacio, que ante semejante
promesa de aventura no cabía en mí de la emoción.
Llegó la víspera del gran día. La expedición iría en dos
coches, un Citroen 11 ligero y el Renault fórmula 1 de mi
padre. Mientras preparaba los pertrechos: cartuchos, escope-
ta, licencia de caza, permiso de armas, porta-cazas, etc., mi
padre escuchaba música y cada tres o cuatro minutos giraba
o cambiaba el disco. Era una sinfonía preciosa y su nombre le
iba que ni pintado al día: “Sinfonía del Nuevo Mundo”, de
Anton Dvorak. Justo lo que descubriría al día siguiente: un
nuevo mundo.
La expedición, porque casi de una expedición se trataba,
comenzó, casi de noche, rumbo a un lugar pasado Herrera de
Pisuerga llamado Las Ventas, cerca de Hijosa, a 120 kilóme-
tros de casa.
Después de dos horas de traqueteo por aquella carretera
estrecha y plagada de baches, llegamos a Aguilar de Campoo
y, al acercarnos a esta villa, un olor agradable comenzó a inva-
dir el coche, penetrando por todas sus rendijas.
-Vamos a desayunar, que ya va siendo hora- Tito por un
costado y papá por el suyo bajaron las ventanillas.- Aspira el
olor a galleta y date por desayunado. Este pueblo vive de hacer
galletas. Varias fábricas como Fontaneda y otras las fabrican
aquí, el trigo de esta tierra es de muy buena calidad y en estos
campos además de codornices hay trigo a porrillo. Siempre
que pasamos por Aguilar abrimos las ventanillas y aspiramos
este aroma que invade el pueblo, y a eso le llamamos “desa-
yunar”.-
Verdaderamente que el olor a galleta invade todo, es tan
intenso que casi se mastica más que se huele. Pero nos confor-
mamos con eso y continuamos viaje sin detenernos.
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Llegando a Herrera alcanzamos al otro coche, no por ve-
locidad sino porque se había detenido en la orilla de la carre-
tera para disparar a unas aves que nadaban en el río.
-¡Hemos matado un pitorro!- dijeron a modo de saludo a las
caras que les miraban con extrañeza desde dentro del otro coche.
Y nos enseñaron el ave: pequeña, con alas cortísimas, dedos an-
chos preparados para nadar y con pluma con aspecto de pelo.
-¡Nosotros seguimos!- dijo mi padre.
En un pueblo paramos a comprar pan para todos y una
bolsa de nueces descomunal que se compró Tito López Dóriga,
compañero de siempre de aventuras de caza de mi padre. El
otro acompañante, Serapio Ochoa, era cazador menos experto
y, según se comentaba, muy apreciado por liebres y perdices,
con las que, a juzgar por las pocas que tenía sobre su concien-
cia, se creía que había firmado un pacto de no agresión; otros,
sin embargo, opinaban que sólo era falta de puntería. Comple-
tábamos el equipo mi tío Fernando, mi padre, la Disca y yo.
Mis ojos querían absorber aquel nuevo paisaje castellano.
El color pajizo de los rastrojos, el morado de las flores en los
brezales, los árboles de hojas más oscuras, aquella tierra roja tan
a la vista, no como la de mi tierra siempre tapada por el césped
como si tuviese una moqueta verde encima. El conjunto que
formaban tan diferentes colores me tenía maravillado. Mien-
tras, en mi cerebro resonaba la Sinfonía del Nuevo Mundo.
Pero no sólo eso atraía mi atención, porque la volatería
próxima al coche era distinta y desconocida para mí.
-¡Mira, urracas! Como las que acaban de colonizar San-
tander. ¡Mira, pájaros carpinteros! y ¡mira, perdices y más per-
dices!-
No sabía para dónde mirar... yo no hacía más que comer
nueces que me daban ya partidas.
Llegamos por fin al territorio de caza. Campos de brezo
con sembrados intercalados ya recolectados. Matas espesas de
67
roble bajo y algún árbol que otro de mayor altura, sobre un
terreno áspero ondulado pero fácil de andar y bien conocido
de otras temporadas por los expedicionarios.
-Como no puedo andar mucho, si os parece bien, me
pongo con mi hijo en las matas del final, a ojeo. A ver que
tal se os da lo de ojeadores y me metéis por el puesto unos
buenos bandos de perdices les dijo mi padre al tiempo que
comenzaba a caminar en dirección contraria al resto de los
cazadores. Yo, pegado a la Disca, tomé su misma dirección.
Enseguida, pero a lo lejos, voló un nutrido grupo de aves
desconocidas para mí.
-¡Mira, perdices!- señaló con el brazo mi padre.
-Pero, ¿son tan pequeñas?- contesté yo.
-¡No, es que están muy lejos. Las perdices no se fían, y
con razón, de la gente que anda por el campo. Si no las haces
volar antes, para que se cansen, no hay forma de arrimarles un
tiro- y, en éstas, se detuvo tras unas matas.
-Aquí vamos a esperar. Tito y los demás entran por allí y
las perdices bajarán por esta vaguada a toda velocidad. Mira
a ver si las ves y me avisas.- Yo no quité ojo del horizonte y
Disca, la perra Epagneul, a mi lado, tampoco.
Transcurrido un buen rato mi padre se agachó y me hizo
señas para que me escondiese mejor, al tiempo que me siseaba
-¡Ahí vienen!-
Al instante giró bruscamente, se encaró la escopeta y dis-
paró. Yo no había visto nada. La Disca salió corriendo y, a
quince metros de nosotros, metió el morro entre los brezos y
extrajo una preciosa y hermosísima perdiz, aún caliente, que
yo contemplé con veneración:
-Papá, quiero ser cazador como tú- dije.
El resto del día participamos en otro improvisado ojeo,
acompañamos a los demás cazadores por unas laderas cubier-
tas de brezos y vi cazar algunas perdices. Mi padre cazó otra.
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Cuando comenzamos el regreso en el coche, era aún de
día y yo estaba agotado. Acabábamos de comer algo acompa-
ñado de nueces. El sol todavía relucía con fuerza y yo, en el
asiento de atrás, me quedé profundamente dormido. Como
durante todo el día, en mi cerebro resonaba la Sinfonía del
Nuevo Mundo que, durante años, me vino a la mente cada
vez que me asomé a la meseta castellana...
Cuando desperté, el coche no hacía ruido, se movía len-
tamente, era de noche y viajaba solo, sin conductor ni pasa-
jeros, a excepción de la Disca y yo. Esto me sobresaltó y me
incorporé como si tuviese un resorte debajo de mí. El resto de
los expedicionarios se movían como sombras junto al coche y
a la misma velocidad que éste, como si estuviesen unidos a él.
Bajé el cristal lo suficiente para sacar la cabeza por el hueco y
pregunté en la oscuridad.
-¿Qué hacéis?- pregunté sin comprender lo que ocurría.
- Empujar- fue la lacónica respuesta de mi padre, que me
llegó desde el costado opuesto.
-¿Lleváis mucho tiempo empujando?- pregunté.
-Ni te imaginas. Unas dos horas- fue la respuesta.
-¿Quién es ese señor que también empuja?- y señalé a un
desconocido que, con la mano en el marco de la portezuela, se
afanaba sudoroso queriendo impulsar el coche.
-Es un hombre muy amable que trabaja en Matapor-
quera y que entra a las 10 de la noche a su trabajo. Iba en
bicicleta, la ha puesto encima del coche y nos está ayudando.
Es el único que ha pasado desde que se rompió el “palier”.
Ni un coche ni una moto, sólo este señor tan amable en su
bicicleta.-
-Tengo hambre- dije yo, pues las tripas me sonaban.
-Ahora te parto unas cuantas nueces, que es lo único que
tenemos.- Fue Tito, cómo no, el que se ofreció voluntario
para deshacerse de otra parte de la bolsa de nueces. A pesar
69
de todas las que habíamos comido aún nos quedaban otras
tantas, como mínimo.
Comí las nueces y continué durmiendo. Cuando más tar-
de, volví a despertar, el panorama no manifestaba cambios
importantes.
-¿Dónde estamos?- pregunté nuevamente.
-Más cerca de Mataporquera. Serapio se ha adelantado a
pie para ver si conseguimos que nos remolquen, porque no ha
pasado ni un coche. ¿Quieres más nueces?- dije que sí.
Por fin todos se subieron y el coche silencioso se deslizó
por la cuesta abajo, sin necesidad de empujarlo, hacia su des-
tino más próximo: Mataporquera. Allí, a la entrada, estaba
Serapio. Su aspecto era deplorable, no sólo denotaba el can-
sancio del día de caza sino que, para completar su mal aspecto,
se había llenado de arañazos, magulladuras y tierra pegada a
la ropa.
-¿Qué te ha pasado?- preguntaron mi padre, tío Fernando
y Tito al unísono, al verle tan maltrecho.
-Pues... vi desde la carretera por la izquierda las luces del
pueblo y atajé. Había un barranco que he bajado rodando en-
tre piedras y zarzas. Por suerte, con mercurio cromo y tiempo,
creo que lo curaré pronto.
- La próxima vez que suba a cazar, al barranco ése le voy a
poner un cartel que diga Avenida de D. Serapio Ochoa- dijo
Tito muerto de risa, y desde entonces siempre hemos recorda-
do a Serapio cuando pasamos por “su avenida”.
En Mataporquera comimos algo y tomamos, ¡cómo no!,
nueces de postre. Desde allí llamó mi padre a Aracama, amigo
suyo de tiempos atrás y que trabajaba en Reinosa en la Naval,
el cual nos envió un taxi que, con una cuerda, nos remolcó y
dejó nuestro coche guardado en un garaje de Reinosa.
Poco después continuamos viaje y, comiendo nueces, lle-
gamos a la una de la madrugada a la puerta de nuestra casa de
70
Torrelavega. Desde la avería habían transcurrido más de 8 ho-
ras para un recorrido de 70 kilómetros y no habíamos cruzado
a ningún otro coche. Era el día del Pilar de 1952.
-Estoy encantado con el resultado de la operación- le dijo
mi padre a Tito a modo de despedida.- Un día de caza y 5
horas empujando y no me he resentido nada.-
-Lo tendré en cuenta por si tengo que operarme algún
día- contestó él.
Yo sí me resentí de las curvas de la carretera y allí, en la
entrada de la cocina, eché a perder todo el trabajo de Tito
pelando nueces y devolví hasta la primera nuez que había co-
mido. Fue mi primer día de caza en Castilla.
71
plarles con mejor luz, mientras les lanzaba granos de maíz al
suelo de cemento.
Una tarde de invierno, próxima a Navidad, mi herma-
no, seis años mayor que yo, tuvo un buen detalle conmigo.
Cuando me vio llegar a casa de pasear a mi pareja de pelea me
dijo:
-Te voy a llevar al cine esta tarde. En el Avenida ponen
una de vaqueros y Rafa nos invita al palco. Así que después de
tus gallinas, hoy vaqueros.-
Rafa Canales, amigo de mis hermanos, era hijo de Paulino
Canales, el dueño del cine. Un palco lo tenían reservado, y allí
invitaban a veces a los numerosos amigos de sus cinco hijos.
A las seis de la tarde salimos andando hacia el centro de
Torrelavega, distante un kilómetro. Era un atardecer otoñal y,
según enfilábamos la calleja junto a casa, una becada cruzó,
casi ya en la oscuridad, sobre nosotros.
-¡Mira! ¡¡Una “sorda”!!- gritó mi hermano.- ¡Qué suerte,
con lo difíciles que son de ver y justo aquí, al lado de casa,
vemos una! Hoy es nuestro día de suerte, primero nos invitan
al cine y después vemos una sorda.- No fue precisamente una
frase afortunada ni oportuna.
La tarde comenzaba bien y, felices por nuestra suerte, re-
corrimos el camino hasta el cine Avenida donde, en su puerta,
nos encontraríamos con Rafa.
Pero allí sólo estaba el portero del cine, con cara de frío y
aburrido por el poco éxito de taquilla de la película de vaque-
ros. Esperamos un buen rato, preguntamos en la taquilla, mi
hermano llamó desde un bar a Rafa, que no estaba en casa y...
en vista de que la película ya había comenzado, con diez pe-
setas que tenía y muy a su pesar, Eduardo sacó dos entradas y
nos sentamos en la butaca con toda la ilusión del mundo. Pero
no salió un solo vaquero en toda la película: sólo canciones y
más canciones, un navajazo en una pelea y FIN.
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No comprendimos nada. ¿Qué había pasado? Al salir ca-
bizbajos miramos la cartelera… “La Lola se va a los puertos”,
con Lola Flores de actriz principal. La de vaqueros era al día
siguiente.
-¡Se va a enterar Rafón cuando le ponga la mano enci-
ma!- No hacía más que repetir mi hermano.- ¡Estas gustan en
Andalucía, pero aquí las de cante flamenco no, por favor!
Al llegar a casa, mi abuela Ota nos dio el recado:
-Llamó Rafa Canales y dijo que la película de vaqueros es
mañana, que se había equivocado con la fecha. A las siete en
la puerta del cine.
No fuimos. Volví a la rutina de mi pareja de gallos de
pelea, que no fallaban nunca.
73
cuando más estaba disfrutando, se presentaron mi hermano
Eduardo y su amigo José Ramón. Mi hermano llevaba la esco-
peta de 9mm, por si se le cruzaba alguna rata.
-¡Mira qué bonito es mi gallo! ¡Mira cómo le gusta el
maíz! ¡Mira la gallina! ¡Mira, mira!- les dije yo como saludo,
presumiendo ante José Ramón de aquellas bellezas que me
pertenecían.
Mi hermano, un poco harto de que siempre le diese el
tostón con mis animales, me quiso hacer pasar un mal rato y
apuntó al gallo con la escopeta.
-Te voy a matar el gallo- dijo en un tono que no dejaba
lugar a ninguna duda.
Yo reaccioné al instante y, al mismo tiempo que el cañón
de la escopeta se dirigía al gallo, lo cogí con mi mano derecha
y tiré de él hacia un lado, evitando que apuntase a mi ave
preferida. La escopeta se disparó y noté una sensación, nunca
sentida, en mi muslo izquierdo.
-¿Qué ha pasado? ¿cómo ha sido?- gritó mi hermano ho-
rrorizado.
Debajo de mi pie un gran charco de sangre crecía sin pa-
rar. De un agujero en mi muslo, justo por debajo de la ingle,
manaba un chorro de sangre que llegaba hasta el suelo.
Lo siguiente que recuerdo es un traslado a la carrera, en
brazos de mi hermano llorando, y a mi abuela Ota, como la
llamábamos los nietos, envolviendo mi muslo con una toalla,
intentando detener la hemorragia. Al mismo tiempo marcaba
el número de teléfono del doctor Juanco, pidiendo ayuda.
En el mármol frío de la mesa de la cocina estuve un rato.
No me sentía mal, estaba como flotando en sangre.
-¿Qué ha ocurrido?- preguntó el médico nada más llegar,
al tiempo que contemplaba el rastro de sangre que salía de
la cocina y llegaba hasta el gallinero en un reguero de veinte
metros de largo.
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-Se le ha disparado la escopeta a su hermano- dijo Ota.
-Creo que le ha dado en la pierna, pues es donde más sangre
hay a la vista.-
A Juanco, el médico, con mucha sangre vista en treinta
años de atender accidentes laborales en una empresa minera
donde trabajaban 2500 personas, le bastó con lo visto para to-
mar una decisión al instante. Sin mirar más, dijo dirigiéndose
a Ota:
-¡Cójale en brazos y vamos al hospital! ¡Es gravísimo! ¡Co-
rriendo a mi coche, no hay que perder un solo segundo!-
En un coche negro y pequeño como una caja de cerillas,
uno de los menos de veinte que había en toda la ciudad, con
el doctor Juanco conduciendo y mi abuela atrás conmigo en
brazos, fuimos a toda velocidad hasta el Sanatorio del Carmen
donde, como pueden imaginar, llegué vivo.
Todo fue muy confuso pero lo viví tan intensamente que,
a pesar de mis siete años, todos los hechos quedaron grabados
de forma imborrable en mi mente infantil.
Avisaron a tres médicos, pues con tanta sangre no sabían
si tenía también heridas en el vientre. Los doctores Solares,
Palacios y Bedia. El Dr. Bedia era “de huesos”, el Dr. Solares,
de medicina interna y el Dr. Palacios, anestesista.
Una cosa quedó clara desde el principio: el médico tenía
toda la razón. El tiro era gravísimo. Al tener la escopeta sujeta
por el cañón y tirar de ella, yo había provocado el disparo a
bocajarro. El abrigo y el pantalón tenían un buen agujero y la
tela que faltaba, junto con todos los perdigones del cartucho,
estaban en el interior de mi pierna casi saliendo por la cara
opuesta del muslo. El diagnóstico era muy pesimista.
-Tiene rozada la arteria femoral, ha perdido casi litro y
medio de sangre, el tiro ha desgarrado los músculos y casi ha
salido por el otro lado de la pierna. No sabemos cuántos per-
digones tiene dentro. Hemos enviado a buscar un cartucho
75
igual a la armería García pero está cerrada, están buscando al
dueño para que nos traiga uno. No nos atrevemos a comenzar,
pues está muy débil. Esperaremos unas horas y prepararemos
todo para la intervención. Mientras tanto, suero y antibióti-
cos, no podemos hacer otra cosa.
Yo aproveché las horas de espera en la mesa del quirófano
para decir un par de frases célebres antes de sufrir los efectos
de la anestesia, por si había de pasar a la historia:
-¡Menos mal que no le dio al gallo! ¡Mi hermano me con-
fundió con una perdiz!
A la mañana siguiente me encontraba fatal y dolorido,
la boca la sentía seca como nunca más he vuelto a sentir. Al
despertar mis padres estaban hablando a mi lado. Mi madre,
sentada con cara lívida y horrorizada, recibía la explicación
que le daba mi padre del accidente del día anterior.
-Ha vuelto a nacer. Media noche han estado operándole.
Le han extraído la perdigonada junto a un trozo de abrigo y
otro de pantalón, todo hecho una bola... por el lado opuesto
de donde recibió el tiro, porque casi le había atravesado la
pierna. Los médicos me han contado que pasaban con cui-
dado una gasa a través del agujero de un lado a otro, como
si enhebrasen una aguja... luego la gasa la miraban bien para
ver cuántos perdigones se habían quedado enganchados o pe-
gados en ella. Al final han sido ochenta y seis, tres más de los
que tenía el cartucho que consiguieron de muestra en Depor-
tes García a las 10 de la noche.- Mi padre acabó la narración
de forma escueta y extractándola, como buen Ingeniero, con
un... “Y esto es todo”.
-¡Te parece poco!- mi madre estaba aún más pálida. - ¿Por
qué no me lo dijiste anoche? Y, a todo esto, ¿dónde dormiste?
¿En casa de Tito?
-No, te dije que dormí allí y que nos íbamos temprano a
cazar, para que no sospechases que había ocurrido algo, por-
76
que con la noche que hacía, granizando, y el panorama de
aquí en el hospital, y en tu estado... no quería que supieses
nada de esto hasta hoy, cuando te he dicho ya en Torrelavega:
“Vamos al hospital, que José Ignacio ha tenido un pequeño
accidente con la escopeta”...
Diez días más tarde estaba otra vez en casa. Maltrecho
en una cama pero en casa, y los Reyes Magos a punto de lle-
gar…
Llegaron puntualmente y me trajeron mis deseos con
amplitud. Una jaula de dos pisos de colores diferentes, uno
blanco y otro rojo, toda ella de madera, con dos tablillas que
servían a sus inquilinos para posarse al llegar a “casa”. En el
piso de arriba, una pareja de palomas capuchinas blancas con
la espalda marrón; en el de abajo, unas buchonas negras, ena-
moradísimas la una de la otra.
Por si esto fuese poco, mi padre encargó otro palomar
doble, igual que el de los Reyes, a un carpintero de la Mina
y, aunque no quedó tan bonito pues no encontraron pintu-
ra como la utilizada en el taller de los Reyes Magos, sirvió
para albergar a unas palomas “volteadoras”, que se las regaló
un amigo suyo llamado Meneses. Tenían plumas rizadas en
el cuello en forma de corbata, pico corto, eran de pequeño
tamaño y de color gris claro con franjas negras en las alas. En
una palabra: PRECIOSAS con mayúsculas.
Para mitigar mi aburrimiento por la permanencia pro-
longada en la cama de cerca de dos meses que se avecinaba,
papá se estrujó la mente en busca de entretenimientos, y se le
ocurrió uno que iba a tener trascendencia en el futuro.
-He encontrado, rebuscando por el desván, unas cajas
con cartas antiguas y unos archivadores con sellos del año
de la nana, tu bisabuelo, que lo guardaba todo, colecciona-
ba sellos y no tiraba un papel así le maten. Calculo que hay
unas diez mil cartas de los años mil ochocientos cincuenta al
77
setenta. Más parece el archivo de Indias que otra cosa. Con
todo este material, vamos a escogerlo un poco, y comenzamos
ahora mismo una colección de sellos. Esta tarde me acerco
a Torrelavega y compro un catálogo en la filatelia para irnos
organizando.-
Dicho y hecho. Por la noche comenzó a desempolvar
aquel tesoro. Los sellos de Isabel II eran los primeros que se
hicieron en España, y el primero de todos, un seis cuartos -no
sé de qué moneda-, impreso en mil ochocientos cincuenta,
fue desde el primer momento uno de mis favoritos y había
muchos repetidos de éste y otros similares, pero de color ama-
rillo. En el archivador había otros muchos sellos, siendo los
últimos de mil novecientos veinte, una serie dedicada a la con-
memoración de la Unión Postal, con la imagen en pequeñito
del rey Alfonso XIII, que, sin duda, eran, junto con los de
la exposición industrias de Madrid de mil novecientos siete,
también con la imagen del rey pero en este caso acompañado
de la reina, los sellos más bonitos de toda la colección.
Nos pasamos horas y horas entretenidos con los sellos re-
partidos por encima de la cama, con la consecuencia de que
el que se aficionó de verdad a los sellos antiguos, llamados
también clásicos, fue papá…
Mi prolongada estancia en la cama, con los sellos, libros
de insectos y otras historias, la pasé con resignación, pues no
había otro remedio. Por suerte, lo que más me horrorizaba, las
inyecciones, cesaron a los pocos días. O mejor dicho: cambia-
ron de método.
Varias veces al día, Gonzalo Alzola, el practicante del
Hospital de la Mina, venía a casa a curarme y a inyectarme la
penicilina, me quitaba el vendaje y observaba el terrible aguje-
ro, similar al de una cornada, en el muslo.
-Esto va mucho mejor, cerrando, poquito a poco, pero
cerrando- decía. Y, antes de volver a vendar la pierna herida,
78
introducía en el agujero la jeringuilla sin aguja y la vaciaba
en la zona dañada del interior de mi pierna. Esta forma de
introducir los antibióticos hizo el proceso de cura más lle-
vadero.
A mediados de febrero comencé a salir al jardín, fue un
reencuentro con mi espacio preferido. Las primeras salidas,
acompañado de un bastón que había por casa, de algún an-
tepasado desconocido para mí o de mi padre cuando tuvo la
hernia, fueron emocionantes. Al principio los pasos fueron
tímidos y alternados con alguna “sentada”, ya que las piernas
se me doblaban solas y acababa sentado en el suelo, como si se
me hubiese olvidado andar. Las piernas no me respondían y,
ante mi sorpresa, no sólo me caía sino que necesitaba la ayuda
de alguien, mi madre o mi abuela Ota, para poder incorpo-
rarme otra vez.
Cuando ya me encontraba un poco mejor y mis piernas
me sostenían sin dificultad...
-Hoy vamos a Santander, a ver a la abuela y a tus her-
manos- me explicó mi padre. -Dormirás allí y mañana iré a
recogerte.-
Aquel curso, mis dos hermanos y mi abuela se habían ido
a una casa alquilada en Santander, porque mis padres habían
decidido que continuasen estudiando en el colegio de los Es-
colapios. Yo fui encantado. Era mi primera salida al mundo
exterior y llevaba un mes o más sin verles. Echaba mucho de
menos a Ota, la única abuela que tenía, así que subí al Renault
“Celtacatre”, aquel coche que hacía poco había comprado mi
padre, y me fui con él.
La tarde siguiente, mi padre llegó a recogerme casi al ano-
checer.
-Vamos todos a Torres. Vosotros también- dijo dirigién-
dose a mis hermanos y a mi abuela. -Tengo una sorpresa que
quiero enseñaros.-
79
El autor con un nieto de Disca y Eduardo con Consuelo en brazos.
80
Subimos todos al coche y, una hora más tarde (era lo que
se tardaba en aquel trasto y por aquella carretera), llegamos a
nuestra casa de Torrelavega.
Mi madre no salió a recibirnos porque estaba en la cama.
Junto a ella había un bebé recién nacido.
-Mirad, os presento a vuestra nueva hermana. Se llamará
Consuelo como vuestra abuela Lala, que ya murió.-
Consuelo fue la última, la que completaba el número 6 de
hermanos. Eduardo, Gonza y yo, los mayores, Marisa, Conchi
y Consuelo, las pequeñas.
Era la tarde del 21 de febrero de 1953. Quince días antes
había cumplido yo, casi de casualidad, ocho años. Las secuelas
del tiro estaban casi olvidadas pero me acompañarían el resto
de mi vida. Una zona insensible, como dormida, en la cara
interior del muslo y dos impresionantes cicatrices, una por
donde entró la perdigonada y otra en el lado opuesto, por
donde la extrajo el cirujano.
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83
La casa de los Calderón, en la calle del Sol o del Carmen,
pues por los dos nombres se la conocía indistintamente, era, y
es, un chalet monumental, cuatro pisos muy grandes y un jar-
dín pobladísimo de árboles y de maleza, una auténtica selva.
El único claro era el que dejaban los restos de una pista de te-
nis que ya no se utilizaba. Por fuera, el edificio estaba cubierto
por una enredadera trepadora. Delante, frente al desaparecido
edificio de la “Academia Juanes”, había un mínimo jardín con
una extraña palmera en una esquina.
Esta casa, presumiblemente, sería mi “hogar de invierno”
durante los siguientes nueve años de escolarización que me
separaban de la universidad, aún muy lejana para mí.
Allí llegamos, a primeros de octubre, mis hermanos mayo-
res Eduardo y Gonzalo, mi abuela Ota, Trini, la señora que ayu-
daba a las tareas del hogar y yo, nada feliz, por cierto, de tener
que abandonar el jardín de Torres con todo su contenido...
En la planta baja de la que sería mi nueva casa durante
los próximos meses había, a nivel de la calle, un garaje don-
de vivía un perro color chocolate llamado “el Niño” y varias
dependencias que nunca me preocupó para qué se utilizaban.
Encima, en la primera planta, vivíamos nosotros de inquilinos
y en los pisos superiores vivía Doña Asunción, la dueña, con
la que la abuela Ota mantenía buena relación.
85
Casa de los Calderones.
La ventana de la izquierda del primer piso era mi habitación.
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La casa tenía dos entradas. La principal, al este, casi nun-
ca se utilizaba. Se accedía a ella por una escalinata que daba a
un recibidor y a un salón que tampoco usábamos. Junto a la
puerta una placa: “Consulado de Nicaragua”. Por el costado
oeste, a través de un largo camino, se llegaba a una escalera y
por allí a la despensa y a la cocina. Junto a la cocina, a lo largo
de toda la fachada norte, estaba mi lugar preferido: “la Gale-
ría”, lugar de juegos y el único sitio en que me habían asegu-
rado que podía tener algún animal. En la fachada principal se
alineaban los dormitorios, un comedor y un cuarto de estar.
El primer día de estancia lo utilicé en recorrer todos y
cada uno de los recovecos de la casa y del jardín, que ya casi
tenía olvidados, porque había estado por allí husmeando po-
cas veces y de eso hacía tiempo.
Cuando terminé mi exploración me acerqué a mi herma-
no Gonza:
-Ya he visto todo- le dije con aire de aburrimiento.
-¡Que te crees tú eso!- me contestó mientras se incorpo-
raba -Te voy a enseñar lo que nunca serías capaz de descubrir
tú solo.
-Vamos al salón.- Y se dirigió por el pasillo a la zona norte,
donde no entrábamos para nada- Verás lo que hay aquí- dijo
con voz de ultratumba para impresionarme más. Agachado,
tiró del extremo de la alfombra. En el suelo, bajo la alfombra,
no se veía nada que mereciera la pena.
Como si de un mago se tratase, Gonza levantó casi un
metro cuadrado de parquet, con la mayor facilidad. Yo me
quedé boquiabierto.
-Un escondite secreto- fue lo único que dijo.
-¡Qué bueno! ¡Vaya sitio para jugar a esconderse!- Asomé
la cabeza por el negro hueco que daba acceso a aquel extraño
lugar.
-¡Ni se te ocurra enseñárselo a nadie!- me dijo mi hermano.
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-¿Por qué?- pregunté yo, que no entendía para qué podía
servir aquello si no se lo podías enseñar a los amigos.
-Por dos razones importantes. Primera, que Ota ha dicho
que ni se nos pase por la imaginación bajar ahí. Y segunda,
porque si se lo cuentas a todo el mundo deja de ser secreto y,
por ejemplo, si hay otra guerra, no tendremos donde escon-
dernos si el enemigo nos persigue.
La lógica de mi hermano era aplastante.
-El resto de la casa ya lo conoces- Gonza se fue a sus cosas.
Por la noche me acosté y soñé con guerras y, una y mil
veces, me escondí, y así me salvé, en aquel misterioso agujero,
hasta que unos suaves golpes me devolvieron a la realidad.
-¡Despierta zángano! ¡que vas a ver lo qué es bueno!- me
dijo en voz alta uno de mis hermanos. -Hoy te vas a estrenar
en el colegio, que ¡ya va siendo hora! ¡Casi tienes ocho años!...
Y corre todo lo que puedas para vestirte y arreglarte, porque
no quiero llegar tarde y que me castiguen por tu culpa el pri-
mer día. Mañana puedes llegar tarde si te da la gana, pero hoy
es tu primer día y tenemos que acompañarte nosotros...
Veinte minutos más tarde salía corriendo, con la cartera
vacía, en persecución de mis hermanos. Cien metros más ade-
lante les alcancé. Ya no iban solos.
-Santiago, éste es mi hermano Nano que empieza hoy en
el colegio... ¡Que se prepare!- dijo Gonza.
Cada 50 metros se unía alguno al grupo y saludaba efusi-
vo a uno de mis dos hermanos
-Hola Eduardo, ¿qué tal el verano? ¡Yo he conocido a una
chica guapísima!-
-¡Hola Nacho! ¡Yo a varias...!-
-¡Hola César!... Hola...-
-Ésta es la calle Santa Lucía. Siguiendo todo recto, allí
está Puerto Chico y, subiendo un poco por enfrente, que es
Canalejas,... ¡El colegio!... así de fácil.-
88
Enseguida vi un edificio muy grande, con muchas venta-
nas y de cuatro pisos de altura. Delante de él muchos árboles,
entre los cuales había un paseo con plátanos a ambos lados.
Por él comenzamos a subir.
-Y ¿esas rocas que hay ahí qué son?- interrumpí la con-
versación.
-Es la gruta de la Virgen. Si miras dentro verás que hay
una imagen de la Virgen María. En Mayo vendremos a ella
con ofrendas florales y cantaremos eso de “Viiiiiirgen Santa de
la Gruuuuta, queee en ella tienes tu altar...”.
Unos metros más adelante mis hermanos me dejaron con
un grupo de niños de mis años... Y así comenzó mi primer
curso de tercer grado de Primaria. Me tocó con el grupo A y
compartía clase y formación en fila con 44 compañeros más
de mi misma edad...
89
y en silencio. A las siete y media, si no estábamos en la lista de
la “sala de castigados”, camino de casa. Los de la sala de casti-
gados salían a las ocho y media o las nueve, según estuviese de
humor y sueño el “Prefecto”.
La rutina de lunes a sábado, ambos inclusive, sólo se veía
turbada con el respiro de la tarde del jueves, que no había
colegio. Pero algunos, para compensarlo, durante la tarde del
jueves y la mañana del domingo, después de la misa obligato-
ria en el colegio, hacían un rato de compañía al Prefecto en “la
sala de castigados”... por ocuparle la mañana.
Este panorama desolador es el que encontré a mi llegada
al colegio. Casi todo mi tiempo ocupado, pero aún quedaba
un hueco entre la una y las tres que se podía rellenar, pues con
15 o 20 minutos para comer estábamos “sobrados”...
Para aprovechar esos minutos, comencé a acudir a clase
de violín. El profesor que encontró mi padre, Esteban Vélez
Camarero, hacía poco tiempo que había logrado, por oposi-
ción, la plaza de Director de la Banda Municipal de Santan-
der y, supongo que un poco cansado de giras con la Orquesta
Nacional donde había trabajado como violinista, prefirió vivir
con su familia todos los días y así, con su mujer Pilar y sus dos
hijas, se instalaron en la calle Fernández de Isla sin tener en
cuenta para nada que yo, su futuro alumno, iría al colegio de
los Escolapios, en la otra punta de Santander.
Mi abuela Ota negoció en el colegio que dos días a la
semana me dejasen salir a las doce y media para completar
el tiempo suficiente para ir y volver de las clases de violín...
y practicar de paso el atletismo, porque las carreras que nos
dábamos mi abuela y yo a la ida y a la vuelta de la clase de
violín eran para ser vistas. Pero a Ota, que tocaba estupen-
damente el piano y había estudiado también arpa y guitarra,
le gustaba mucho la música y a mí también. Ella me veía en
sueños como solista, acompañado por una gran orquesta e
90
interpretando el precioso concierto que para este instrumen-
to compuso Beethoven.
Dos días a la semana Vélez, con santa paciencia, comenzó
a enseñarme a coger el arco correctamente y a deslizarlo sobre
las cuerdas sin apoyar aún los dedos. Después comencé con es-
calas, arpegios... Lo único que no variaron fueron las carreras
con mi abuela, a la ida y a la vuelta.
Poco a poco me fui enterando de cosas... La máxima auto-
ridad del colegio era el Padre Rector y el que verdaderamente
imponía la Ley y el Orden a rajatabla era el Prefecto, apodado
“El Canica” por ser más bien bajito y de movimientos rápidos
y ágiles.
El Colegio estaba en auge porque España, aunque lenta-
mente, comenzaba a resurgir de aquellas dos post-guerras, la
civil y la mundial. ¡Ciento noventa niños! y... ninguna niña
nos matriculamos por primera vez ese curso, entre los que me
encontraba yo... En total 526 en Bachiller, 270 en Primaria
y... 160 gratuitos, que no pagaban nada y que hacían una vida
diferente, a horas diferentes y en lugares diferentes. Incluso
tenían su propia puerta de entrada. Por el trato que recibían,
y por mantenerlos a distancia del resto, parecía que podían
transmitir alguna enfermedad infectocontagiosa, pero me ase-
guraron que todos los demás alumnos del colegio no corría-
mos ningún peligro.
Había 38 que hablaban raro pero gracioso, muchos de
ellos internos, y eran en general más morenos que nosotros
pues venían de países con mucho sol, como Méjico y Cuba.
La primera alegría tardó casi dos meses en llegar.
-La semana que viene, el 27 de noviembre, no tengo cla-
se. Es San José de Calasanz - le oí decir a Eduardo. Salté como
si tuviese un muelle dentro.
-¿Por qué tú no tienes clase y yo sí?- dije indignado. -¡Vaya
suerte!-
91
-No protestes, que tú tampoco tienes clase. Es la fiesta del
colegio, el día de su Santo patrono San José de Calasanz.-
-¡Un día entero para andar por el jardín! ¡Qué maravilla!-
Soñé por un momento con pasar ese día en la casa de Torres.
-Bueno, casi... Hay que ir a Misa al Colegio. De eso no te
salva nadie…- Mis esperanzas se desvanecieron.
92
Tío Agustín era pintor especializado en retratos femeni-
nos. Sus retratos, en aquellos años, hacían furor entre las mu-
jeres, no sólo de Santander sino también de otras ciudades
de España. Mi tío no sólo pintaba madres sino que, después
éstas, al ver su retrato terminado, querían que pintase también
a sus hijas.
Por aquella época la única clínica de cirugía estética
que conseguía buenos resultados eran los pinceles de mi tío
Agustín que, sin necesidad de anestesia y en sólo tres o cua-
tro horas, alargaban los cuellos cortos, estiraban las arrugas,
ponían o quitaban más pecas sobre una cara, separaban un
poco más los ojos y los agrandaban… Todo esto conservan-
do la expresión de la retratada. El resultado era satisfactorio
para ambas partes: la señora se iba feliz con su retrato y mi
tío se daba la gran vida en aquellos años de escasez, vivía
en el Hotel Cantabria en la calle Rualasal y tenía habitual-
mente, a la puerta de su hotel, un taxi esperándole. Mi tío,
lo mismo que fue un buen retratista, pudo haber sido, si
hubiese puesto empeño en ello, un extraordinario psicólogo
femenino.
Tuvimos suerte de que el resto de la familia, mis padres
y hermanas, viniesen a pasar las Navidades con nosotros a
Santander, porque así conseguimos comernos al pavo en un
tiempo record, sólo cinco días. Pero ocasiones así no se pre-
sentaban con frecuencia en aquella época ya que mi tío era un
bohemio y hoy estaba aquí y mañana en París o en Canarias.
Yo le había visto para entonces no más de cuatro o cinco veces,
que recuerde. Cuando se marchaba de viaje nunca sabíamos
cuando iba a volver. Alguna vez estuvimos sin noticias de él
durante más de dos años, pero nunca llegamos a darle por
desaparecido…
El 27 de diciembre estrené, y celebré, mi “nuevo” cum-
pleaños, pues, si todo el mundo estaba de acuerdo en que el
93
día que recibí “mi primer tiro” había vuelto a nacer, era lógico
que lo celebrara como un cumpleaños.
Así que, ante unos pocos compañeros de colegio invita-
dos a los que apenas conocía, soplé una sola vela en la tarta.
Debieron de pensar que estábamos muy mal de dinero, pues
una sola vela a los siete años...
Para celebrarlo, mi padre me había regalado un arco he-
cho para mí con madera de fresno por un minero que traba-
jaba en “La Florida”, una de las minas que él dirigía. Fue, sin
duda, el mejor arco que tuve en mis manos. Lanzaba la flecha
con bastante violencia y poca precisión... porque la segunda
flecha se dirigió un poco hacia arriba y rompió uno de los cris-
tales esmerilados de la galería… y el arco ayudó a encender la
cocina económica a la mañana siguiente. Fue un buen arco...
Los Reyes Magos se portaron bien y con conocimiento.
Como en Santander no tenía donde meter ningún bicho, no
me lo trajeron y me quedé un poco hundido, pues esperaba
¡qué menos que una pareja de palomas bonitas o unos cone-
jos, que era a lo que me tenían acostumbrado!
El 5 de febrero, como era de rigor, ante un grupo de com-
pañeros que cada vez entendían menos lo que ocurría en mi
casa, soplé de una sola vez las ocho velas que me correspon-
dían por mi auténtica edad.
Dos días después de este feliz acontecimiento…
-¡Que llegamos tarde! ¡Que nos castiga El Canica!- se le-
vantó gritando mi hermano -¡Trini! ¿Te has dormido?-
-No- contestó con otro grito desde la cocina. -Dijo la se-
ñora que no os despertase, porque con tanta nieve os podéis
romper una pierna...-
-¿Nieve?- preguntamos todos desde la cama.
-¡Mirad por la ventana!- gritó por último Trini.
Comenzaba a amanecer y, a través de las rendijas de la
persiana, la calle del Sol, la Academia Juanes y los árboles que
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se veían desde la habitación estaban irreconocibles bajo más
de un palmo de manto blanco.
Me quedé embobado mirando. Mis hermanos comenza-
ron a vestirse a más velocidad de lo habitual.
-¿A dónde vais tan de prisa?- pregunté.
-¡¡Al colegio!!- contestaron Eduardo y Gonza al unísono-
¡¡Para un día que merece la pena ir...!! ¡¡Hoy, a más de un cura
que conocemos le va a caer un bolazo de nieve durante el re-
creo que se va a enterar... eso no nos lo perdemos aunque nos
rompamos las dos piernas.- Yo me sumé a la iniciativa.
Llegamos tarde pero nadie nos apuntó a “castigados”,
pues medio colegio llegó tarde.
Ya por la calle fuimos haciendo bolas y durante la misa
me dolían las manos primero de frío y después de calor.
Fue un día memorable. Yo ya conocía la nieve pero varios
de los mejicanos y cubanos, no. Viéndoles disfrutar, los curas
se lo pasaron tan bien como ellos.
Por la tarde no fuimos al colegio y yo me dediqué a mirar
por la ventana como caían mansamente los copos de nieve. En
esas estaba cuando una “sorda” o becada cruzó volando entre
nuestra casa y la Academia Juanes y, por si esto fuese poco, al
anochecer un grupo de estorninos vino a dormir a la palmera
frente a la esquina de mi habitación... Fue el mejor día del
curso.
El 1 de mayo, como al comienzo de curso me pronosti-
caron mis hermanos, instalaron la imagen de la Inmaculada
Concepción en la gruta y todos los días de ese mes fuimos
todos a cantar alrededor de ella.
Primero cantábamos “Con flores a María”, como se can-
taba en muchas iglesias y colegios, y después la nuestra, la
compuesta para nuestra Virgen particular:
“Viiiiirgen Santa de la Gruuuuta dooonde hemos puesto
tu Altaaaaar”…
95
Llevábamos flores de los jardines de nuestras casas. Las
más apreciadas eran, sin duda, los mantos de la Virgen y las
celindas, blancas y olorosas hasta marear… a la Virgen le te-
nían que gustar con toda seguridad, y dejaban en la capilla tal
rastro de olor que duraba de un día para otro.
A diario, a media mañana, se interrumpían las clases, nos
reuníamos alrededor de la gruta y desfilábamos ante Ella, de-
positando a sus pies nuestros ramos, mientras el resto de los
presentes cantaba a pleno pulmón “Viiiiiiirgen…”
Pero mayo también fue mes de tablas gimnásticas, porque
se aproximaba el Festival gimnástico de fin de curso y el cole-
gio prestaba especial atención al estado de nuestros cuerpos.
Así nos lo repetían muchas veces…
“El Ideal del colegio es fortalecer el cuerpo, palacio donde
habita nuestra Alma inmortal, destinada a conseguir el Reino
de la Gloria en el Cielo”...
El 30 de mayo cesaron los entrenamientos y todo el patio
de recreo se pintó de rayas y cruces blancas, cuyo significado
sólo conocíamos los participantes. Las rayas señalaban itine-
rarios y dibujos y las cruces eran nuestros lugares de destino.
Cada uno sabía de antemano cuál era la suya y una vez en
ella, según la ocasión, o hacía una tabla de gimnasia o bien
se tumbaba en el suelo y quedaban sobre él unas letras es-
critas con nuestros propios cuerpos. El conjunto del festival,
con carreras, saltos de aparatos y otras actividades gimnásticas
encantó a nuestros familiares y al Rector, que orgulloso y en
un arranque de generosidad por el resultado, nos dio el día
siguiente de vacaciones.
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mente ropa, a nuestra vivienda habitual donde mamá y nues-
tras hermanas nos esperaban. Tenía por delante tres meses y
unos días para disfrutar con el jardín buscando nidos ayudado
por Disca que, aunque mayor, sabía perfectamente lo que es-
peraba yo de ella.
Todo estaba en su sitio como yo lo recordaba, y eso me
hizo sentir cómodo y feliz después de aquel destierro que, todo
sea dicho, fue mejor de lo esperado.
Acabábamos de regresar de Santander cuando, al anoche-
cer, me extrañó ver a Trini metida en la cocina antes de lo
habitual haciendo tortillas de patatas y emparedados que a mi
me gustaban a rabiar.
-Trini, ¿cómo es que no fríes huevos y patatas como todas
las noches?- Esa era la cena habitual desde que yo recordaba.
La única variación que conocía era sustituir las patatas por
arroz blanco.
-Luego los freiré. Ahora estoy haciendo esto porque ma-
ñana creo que vais con vuestro padre a un lugar donde, desde
hace poco tiempo, dirige otra mina, y tu madre quiere acom-
pañarle.-
A la mañana siguiente, aún dormido y con el sol sin apa-
recer por el horizonte, me subí al coche de la Mina que uti-
lizaba a diario papá en sus desplazamientos por la provincia,
un Plymouth, tan viejo como el Renault pero más espacioso,
donde cabíamos perfectamente, mis padres, Lalo el chofer, mis
dos hermanas que me seguían en años y yo. Consuelo, la pe-
queña, apenas sabía andar y se quedó al cuidado de Ota. Mis
hermanos prefirieron hacer lo mismo pero con sus amigos.
Papá nos puso en antecedentes en cuanto Lalo puso el
coche en marcha.
-Vamos a los Picos de Europa, donde la Compañía ha com-
prado una mina a un tal Luis de María. Está en un lugar precio-
so lleno de mariposas que no tenemos en la colección. Mientras
97
yo subo a caballo hasta la mina, que ya veréis dónde está subida,
vosotros os quedáis al cuidado de vuestra madre. Con la ayuda
de Lalo, y con los “cazas” (cazamariposas) que van en el malete-
ro, capturáis todo lo que veáis volar. Hasta Picos hay ciento tres
kilómetros por una carretera que se las trae, pues parte discurre
por un desfiladero, el de la Hermida, donde en algunos lugares
no da el sol en ocho meses seguidos. El paisaje es impresionante
y está salvaje como si por estos lugares no trascurriesen los años.
Os gustará. Además, si tenéis suerte, desde Fuente Dé, donde
estableceremos el campamento y comeremos, es posible que
por las peñas veamos a lo lejos algún rebeco.-
-¿Qué es un rebeco, Papá?- pregunté intrigado porque
nunca hasta la fecha había oído semejante nombre.
-Es una especie de cabra con los cuernos pequeños, finos
y curvados hacía atrás, pero que trepa por los riscos mucho
mejor que las famosas cabras hispánicas que tanto te impresio-
naron cuando te llevé al Museo. Claro que eras muy pequeño
y es posible que no te acuerdes de nada.
Yo no tenía ni idea de qué me hablaba, pero la posibilidad
de ver un animal tan salvaje despertó en mí una curiosidad
tremenda.
-Despertaos, que estamos acabando el desfiladero y no
habéis visto nada de él y a la vuelta será quizás de noche y
estaréis mucho más cansados que ahora.-
¡Qué montañas grises! ¡Que altura! No habíamos visto
nada parecido. Desde casa se veía el monte Dobra pero era
una birria de colina comparada con éstos. Parecía, por lo ver-
ticales que estaban sus paredes, que se nos iban a caer encima
de un momento a otro. Nuestros cuellos se retorcían mientras
nuestras caras, pegadas al cristal, querían descubrir, entre la
niebla, dónde acababan aquellas moles de piedra.
-¿Veis esas dos rocas como casas grandes que están en me-
dio del cauce del río Deva?- Todos miramos las dos moles de
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piedra de más de ocho metros de altura. -Son las lágrimas de
don Pelayo. Cuenta la leyenda, que cuando don Pelayo vio
desde lo alto de la montaña a los moros tan cerca, le dio tal
pena, que lloró esas dos “lagrimitas” que al caer desde la cum-
bre se convirtieron en esas dos rocas gigantescas.-
Poco después ante nosotros apareció un valle más amplio
y en unos minutos llegamos a una pequeña población.
-Potes. Vamos a parar a tomar un café y a estirar un poco
las piernas, que llevamos aquí metidos más de dos horas y
vuestra madre estará cansada. Por aquí anda El Juanín desde
hace más de quince años, y la Guardia Civil no es capaz de
echarle el guante. ¡Lástima que no sea aficionado a las mari-
posas! Todo el día trepando para esconderse por las crestas de
estas montañas, seguro que descubriría algunas especies nue-
vas de Herebias 1.
Después del descanso continuamos por aquella especie
de carretera. No habíamos recorrido dos kilómetros cuando
veo un grupo de gallinas picando aquí y allá junto a la cuneta.
Lalo levanta el pie del acelerador, se arrima un poco más, si
cabe, a la cuneta y enfila hacia ellas. Las gallinas, al ver venir el
coche, deciden cruzar al otro lado, que parece más seguro…
Lalo da un volantazo, acelera y lanza el coche sobre ellas… Al
mirar hacia atrás veo dos gallinas atropelladas, que aún aletean
en medio de la carretera.
-No pude evitarlas, don Gonzalo. Usted vio cómo se cru-
zaron en el último momento. En el fondo les he hecho un
favor a sus dueños, porque mañana tomarán un buen caldo
primero y después gallina para comer, que, si no es por mí,
mueren de viejas y las desaprovechan… Ya sabe que el coche
también va más fino si le doy su ración semanal de “caldo de
pollo”.-
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-Lalo, deje de una vez de atropellar gallinas, que mire lo
que le pasó el otro día a Calzada por imitarle. Pilló a un gallo
y dijo muy satisfecho a los que llevaba en la furgoneta: “Yo,
como Lalo, le doy caldo de pollo al coche”. Cien metros más
allá, las dos ruedas del lado del atropello pinchadas y dos horas
de trabajo perdidas en repararlas. El gallo murió pero matan-
do, ya que al tiempo de morir, dejó clavados sus espolones en
las ruedas.-
-Sí, don Gonzalo, pero bien que le vino a su amigo, hace
tres semanas, cuando no encontraba en ningún pueblo alguien
que le vendiese un pollo y tuve que atropellar a aquel gallo tan
precioso, que buena pena me dio. A cambio de mi disgusto él
lo compró por dos duros, una ganga.-
La historia ya me la había contado papá y la debía de
conocer media España, porque Lalo no perdía ocasión de re-
petirla. Por hacer un favor al amigo de mi padre, que quería
un pollo, se lo había puesto en bandeja, aunque para eso tuvo
que atropellarlo casi fuera de la carretera y delante mismo de
la casa de sus dueños. Ante los hechos consumados, y pen-
sando que fue un accidente fortuito, apenas hubo regateo y
vendieron el cadáver del gallo a la primera oferta que les hicie-
ron, que fue de cuatro perras. Lalo, si en un viaje a Picos no
atropellaba a una de las innumerables gallinas que comían por
las cunetas, se sentía frustrado.
Un poco más adelante y ante un gesto de papá dirigido
a Lalo, éste detuvo el coche ante un edificio en el que en su
fachada ponía: AYUNTAMIENTO DE CAMALEÑO.
-Voy a echar un vistazo a estas luces antes de que lleguen
los pájaros y se coman todas las mariposas que se han quedado
dormidas en la pared, después de ser atraídas por las luces du-
rante la noche. Es la única luz potente entre Potes y Espinama
- Papá a lo suyo, y en cinco minutos tenía el frasco de cianuro
a medio llenar de mariposas nocturnas recién muertas.
100
La parada siguiente fue en Espinama, donde un hombre
joven, con una visible cojera en su pierna derecha, le esperaba
con las riendas de dos caballos sujetas en sus manos.
-Buenos días don Gonzalo, escoja caballo, aunque si me
permite un consejo debería montar al más oscuro que es Ro-
mero, está más hecho a subir por la peña y estará usted más
seguro.-
-Buenos días Luis de María, seguiré su consejo. Espero
que éste no tenga la manía de andar por el borde del precipicio
como el que me trajo el otro día.-
-Esa manía la “tien” todos, don Gonzalo. A lo mejor lo
sabe usted, que es hombre instruido, pero, la verdad, no sé por
qué a ningún caballo le gusta ir “pegao” a la peña, siempre lo
hacen por el lado del precipicio.-
Papá y su acompañante emprendieron, al trote de sus
caballerías, el camino hacia Fuente Dé, para después, desde
allí, coger el sendero que ascendía a Dios sabe dónde, que
era donde estaba la mina de “Yasalió”. El resto, en el coche,
comenzamos la ascensión hacia Fuente Dé que tenía también
sus dificultades. Tres kilómetros de camino de tierra, estre-
cho, con baches y con la emoción añadida de encontrarnos
un carro cargado de hierba y tirado por bueyes que viniese en
dirección contraria. Lalo no podía haberlo explicado mejor.
-Doña Maruja, si encontramos un carro tendremos que
deshacer el camino recorrido marcha atrás. Los bueyes sólo
van para adelante, y hay un solo apartadero donde puedo me-
ter el coche y está cerca del final. Si el carro ha pasado ese
punto no me queda otra solución.-
Hubo suerte y en veinte minutos cubrimos los tres ki-
lómetros del trayecto. Ante nosotros apareció un valle am-
plio con una ladera cubierta de arbolado a cada costado y de
frente, cerrándonos el paso, una mole de piedra de casi mil
metros de altura y con las paredes casi verticales. El paisaje
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era impresionante y allí habría, sin duda, osos y, de ahí hacia
abajo, toda clase de animales. Por los prados volaban muchas
mariposas blancas que no eran las de la col, que ya conocía del
jardín perfectamente.
-Mire doña Maruja, en medio de la peña está la mina. Si
se fija allí, se ven dos puntos negros que se mueven, son don
Gonzalo y “Patola” que están llegando al final del sendero.-
-Me parece imposible que se pueda subir hasta allí a caba-
llo- fue lo único que pude decir. Realmente parecía increíble.
Papá tardó horas en bajar y nosotros comimos antes. El
lugar elegido para comer, a la orilla del río bordeado de sauces
silvestres, era un paraíso lleno de mariposas. En el pozo del río
nadaban infinidad de truchas, que huían bajo la protección
que les brindaban los arbustos que poblaban la orilla opuesta
en cuanto nos veían aproximarnos a las aguas cristalinas en
que vivían…
Durante la comida, y siguiendo el consejo de Lalo, be-
bimos de aquel agua cristalina y sólo pudimos dar un sorbo
cada vez porque el agua estaba completamente helada y nos
dolían los dientes como si fuesen a romperse. Después de
comer, y viendo que no aparecían las monturas y sus jinetes
en lo alto del sendero, y agotados de correr tras de aquellas
mariposas desconocidas, nos acostamos a dormir a la sombra
de un árbol.
Cuando bajó, papá comió algo y nos pusimos en mar-
cha. Era tarde y prefería no hacer kilómetros por la noche en
aquellas carreteras solitarias. Al pasar por Espinama, dos viejas
hacían cosas raras a la puerta de una casa.
-¿Qué están haciendo esas dos viejas?- pregunté intri-
gado.
-La más vieja hace mantequilla. Dentro de un pellejo
de cabrito, con la piel vuelta y un tapón, como esos en que
guardan vino, echa la leche de las vacas tudancas, que pacen
102
en el puerto de Áliva. Estas vacas dan poca leche pero muy
rica en grasa. Después de apretar bien el tapón, comienza a
batirlo con ese movimiento de vaivén durante una hora, a
continuación vuelca el suero en un caldero para dárselo en
la comida a los cerdos y, por último, con una cuchara o una
espátula, recoge la mantequilla que ha quedado adherida a
las paredes por dentro del pellejo. Otro día que venga con
tiempo, compraré una barra para que probéis una mantequi-
lla de verdad y con sabor. Es mucho más amarilla que la que
compra mamá en Lolita y riquísima.- Hace una pausa- La
otra vieja está hilando, en una rueca lana de oveja, igual que
lo hacían en la Edad Media. Aquí el tiempo se ha estancado y
aún quedan estas costumbres, que pronto se perderán. He en-
cargado unos pares de los calcetines, que hacen con esa lana
para cazar en invierno. Son tan gruesos, que casi se sostienen
de pie como las botas de goma, con esos calcetines tienes que
usar botas dos números más grandes para que te quepan los
pies junto con los calcetines dentro, pero a cambio te olvidas
del frío.-
Durante el regreso dormimos profundamente como vati-
cinó por la mañana papá.
Después de la excursión a Picos llegó la tranquilidad aun-
que ésta no duró demasiado.
Primero estuve unos días por el jardín silencioso, de don-
de habían desaparecido la pareja de gallinas de pelea sin dejar
rastro. Reanudé mis, casi olvidados, conocimientos de orni-
tología. Enseguida me puse al día y volví a identificar a todos
los pájaros del jardín no sólo por sus colores sino por su canto,
su forma de saltar, de mover la cola o por los lugares que les
gustaban para posarse. Me bastaba la imagen fugaz de un pá-
jaro que saltaba entre unas ramas o cazaba volando un insecto
microscópico entre dos árboles, para saber si era mosquitero,
verderón, gorrión, pinzón o escribano.
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Escoriaza: la galería hacia el jardín y el estanque.
104
Para este verano mi madre tenía otros planes. Lo pasa-
ríamos todos en la casa de Escoriaza (Guipúzcoa), donde mi
madre había vivido muchos veranos de su infancia y donde,
en la iglesia de aquel lugar de recuerdos, se casaron mis padres
el 19 de julio de 1938.
La distancia a Escoriaza desde Torrelavega es de, aproxi-
madamente 200 Km., pero cada Kilómetro de entonces debía
de tener 2800 metros por lo menos, a juzgar por lo que tardá-
bamos en recorrerlo...
El chófer, Fernando Mijares, era simpático y bona-
chón, y conducía una furgoneta con los costados imitando
madera, una “rubia” como se llamaba a ese tipo de vehículos.
Allí nos embarcábamos todos o casi todos los hermanos, mi
madre, mi tía Juana, mi primo Vicente, Trini y un montón
de equipaje. El viaje duraba un día entero y estaba plagado de
paradas provocadas por mareos, pises, hambre y sed.
El momento más emocionante del viaje fue cuando hici-
mos una de estas paradas en un pequeño pueblo de nombre
olvidado, donde contemplamos una bala de cañón colgada en
una fachada a modo de adorno.
-La bala cayó en medio de la casa pero no explotó y por
eso la tienen ahí de recuerdo- nos contaba Fernando con voz
temerosa, mientras nuestros ojos permanecían clavados en el
proyectil, como si fuera a explotar de un momento a otro. Por
un momento se esfumaba nuestro cansancio y dejábamos en
paz y tranquilidad a los mayores.
Escoriaza me gustó desde el primer momento. La casa,
un caserón de piedra gigantesco, ofrecía mil maravillas para
descubrir. Planta baja con caballerizas deshabitadas y llenas
de recovecos, primer piso al cual se ascendía por una espa-
ciosa escalera de madera y donde, nada más entrar, nos re-
cibía una armadura de hierro sin nadie dentro y un cuadro
con todas las banderas del mundo en tamaño pequeñito. En
105
ese piso íbamos a vivir todo el verano. Lo más interesante
de esa planta era una preciosa galería con vistas al jardín y
una cocina llena de ratones. Completaban el edificio un se-
gundo piso al que nunca entré y donde vivían los caseros, a
los que apenas recuerdo, y una buhardilla convertida por mi
bisabuelo en gimnasio, con anillas, paralelas, aparatos para
saltar, etc. Ninguno de ellos se podía tocar, porque llevaban
en el mismo lugar cerca de 100 años y nada allí ofrecía ga-
rantías de que resistiese el peso ni tan siquiera de un niño,
por muy raquítico y flacucho que fuese.
Sin duda, el paraíso era el jardín, con árboles variadísi-
mos y centenarios, sobre los que destacaba un pino gigantes-
co. Cantaban pájaros por todos los rincones, volaban aquí y
allá mariposas desconocidas y, en el centro de todo esto, un
estanque poco profundo, no más de cincuenta centímetros,
con peces de colores y con un surtidor que lanzaba el agua a
varios metros de altura. Supe desde el primer momento que,
a pesar del susto que se iban a llevar los peces de colores, me
iba a caer en sus aguas varias veces durante el verano. Todo
el jardín estaba rodeado de una pared de piedra que, por la
parte interior, aparentaba dos metros de altura pero, como el
jardín estaba elevado respecto a la carretera y camino que lo
bordeaban, la realidad era que, desde fuera, parecía la muralla
de una fortaleza, con cerca de cuatro metros de altura. Dos
aberturas había en esta pared. Una, a modo de ventana, daba a
la carretera que conducía a Vitoria y por ella nos asomábamos
para ver pasar los escasos coches por debajo de nuestro obser-
vatorio. La segunda, con una escalera en descenso, llegaba al
camino de Bolivar, por el que se llegaba en un momento al
estanco, donde tres amigas de mamá, Marichu, Mercedes y
Elisa, me daban caramelos y unas cajas de puros vacías, en las
que yo guardaba mis tesoros y los triángulos de papel donde
metía las mariposas después de cazarlas.
106
El viernes siguiente a nuestra llegada, papá se acercó hasta
Escoriaza para ver si teníamos alguna necesidad que él pudiese
resolver. Lo que vio no le gustó nada.
En cuanto papá pisó el jardín y miró el pino gigantesco,
dio la vuelta en redondo y entró en la casa buscando a mamá.
Cuando por fin la encontró le dijo.
-Hay que tirar el pino. No me gusta nada su aspecto,
parece que se está secando y, si eso ha afectado a sus raíces,
puede constituir un peligro inminente. Como salga una ven-
tolera fuerte y lo tire hacia acá, aplastará la casa... y a los que
estén dentro, que es infinitamente peor.- Dirigiéndose hacia
la puerta concluyó -Si encuentro a Goito o Mateo ellos sabrán
aconsejarme a quien le puedo encargar el trabajo, que sea en-
tendido y no nos tire, además del pino, la casa.-
El pino era centenario o bicentenario y tenía cerca de 30
metros de altura y la punta seca. Decían que una bala de cañón
se empotró en ella durante la guerra, y, fuera verdad o mentira,
lo cierto es que los últimos diez metros carecían de ramas verdes
desde poco después del conflicto bélico. Ahora comenzaba a cla-
rear el follaje y eso era síntoma de que su final se aproximaba.
Tirar el pino era fácil, que cayese en el lugar elegido sin
provocar una catástrofe era otro cantar. La longitud del jardín
superaba los 60 metros, pero de anchura no sobrepasaba los
30 y el pino estaba en un extremo, muy cerca de la esquina
nordeste de la casa.
Una hora más tarde, papá estaba de vuelta acompañado
de un joven rubio, al que llamaba Goito, y de tres hombres
más, recios y con aspecto de forzudos, piel morena de estar
mucho tiempo expuestos al sol y de un hablar que obligaba a
Goito a intervenir de intérprete cuando, dudando, miraban a
papá con cara de incomprensión. La mano derecha de mi pa-
dre parecía la de un director de orquesta sin batuta, señalaba a
uno y a otro lado al tiempo que hablaba.
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-Tiene que caer hacia aquí, paralelo a la casa, que es por
el único lugar que no hay árboles ni pared. Si se va hacia allí
a la izquierda, se carga la casa de delante hasta atrás, y si cae
hacia este lado destroza los árboles y la pared- explicaba mi
padre a los tres leñadores. Al final, después de muchos paseos
adelante y atrás por el jardín, se pusieron todos de acuerdo y
fijaron fecha y hora.- Una última cosa para terminar, si vemos
que hace algo de viento se retrasa toda la operación.-
El día de la tala del gigantesco árbol medio pueblo estaba
en vilo.
Sierras, hachas, cuñas, cuerdas, todo el equipo estaba pre-
parado. Todos habíamos elegido observatorios para ver caer al
coloso. Ninguno quería perdérselo.
Comenzaron por dar dos cortes en cuña, sacando así una
media rodaja por la parte hacia donde se esperaba que cayese
el árbol. Casi al mismo tiempo amarraron cuerdas y las ten-
saron obligando al coloso en aquella dirección. También le
quitaron algunas ramas del lado contrario al corte para que el
peso del ramaje restante trabajase también a favor.
Cuando ya estaba todo en marcha nos fuimos corriendo
al punto de observación y todos los ojos los clavamos en el
árbol esperando el primer movimiento. Minutos antes se cor-
tó el tráfico y se cerró al paso de personas por el camino que
recorría el costado del jardín próximo al pino.
El tiempo parecía haberse detenido, el árbol majestuoso
permanecía erguido como lo hacía desde más de un siglo...
Desde nuestro observatorio veíamos medio árbol, pero oía-
mos perfectamente los hachazos precisos y acompasados de
los expertos leñadores. Trascurrió una hora hasta que…
-¡¡Se mueve!!¡¡Se mueve!!- gritamos todos al tiempo, y
dejamos hasta de respirar para que ni el aire exhalado desde
nuestros pulmones ayudase al coloso a cambiar de direc-
ción.
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Comenzó el gigantesco árbol, en parte ya mutilado, a incli-
narse, primero muy lentamente, después más deprisa y a conti-
nuación se lanzó al suelo a toda velocidad. El estrépito fue horro-
roso. Todas las ramas, gruesas como muslos humanos, se rom-
pieron al unísono por el peso del tronco que les cayó encima.
Una pequeña polvareda comenzaba a elevarse en el aire
cuando todos entramos en tropel por la puerta del jardín. La
casa y los demás árboles estaban intactos.
Los leñadores, felices, se abrazaban unos a otros:
-¡Mira que si cae encima del Palacio!- Así llamaban en el
pueblo al caserón.
-¡No se ha desviado ni un metro del lugar elegido!-
Yo, mientras, rebuscaba entre el ramaje partido. Allí en-
contré dos muertos. Dos pequeños cuerpecitos a medio em-
plumar, junto a su nido desenganchado de la horquilla que lo
sustentó. Cogí los dos pobres pajaritos, dos canarios silvestres,
y corrí hacia donde estaba mi padre para enseñárselos. Fue la
única nota triste en todo el proceso.
En los días siguientes hubo mucho ajetreo, trocear ra-
mas, cargarlas en carros y dejar despejado todo el entorno,
que quedó como desangelado, sin el árbol gigante que había
presidido el jardín, como si fuese el rey de todos los demás.
Nos hicimos fotos junto al abatido rey y todo, poco a poco,
volvió a la normalidad.
Pero desde el primer momento se detectó que el pino no
era el único problema, aunque sí el más importante.
-Esta casa está llena de ratones.- Había sido el primer co-
mentario que hicieron mi madre y mi tía Juana al comenzar a
deshacer el equipaje a nuestra llegada.
-Hay “caquitas” de ratón por todas partes y huele a “pis”
de ratón que apesta, principalmente en la cocina.-
-¿Queréis que ponga cepos?- Me ofrecí voluntario -¡Yo sé
ponerlos!-
109
-Pues vete a la tienda y cómpralos- dijo mi madre. -Coge
monedas del cestillo.- Mamá tenía en su armario un cesto pe-
queño de mimbre, donde depositaba todos los cambios que le
devolvían en las tiendas.
Revisé las monedas y escogí las que más me gustaban, to-
das las de real (cuatro equivalían a una peseta), grandes y con
un agujero en el centro. También cogí unas cuantas perras de
aluminio, gordas y chicas, de diez y cinco céntimos, con un
grabado en ellas de un señor subido en un caballo y armado de
una lanza, que supuse que era Don Quijote. Con este capital
fui a la tienda y me hice con dos ratoneras de madera que eran
dobles. Cada una tenía dos agujeros, en cuyo fondo se sujeta-
ba, a un gancho, un trozo de corteza de queso. Una especie de
guillotina de alambre se disparaba hacia arriba y estrangulaba
al pobre ratoncillo si éste, atraído por el olor, rozaba con sus
dientes el cebo. Conocía su manejo perfectamente porque el
jardinero, Eloy, que también cuidaba las gallinas, estaba cons-
tantemente cambiando las ratoneras de sitio por los gallineros,
para tenerlos libres de indeseables roedores.
La primera ratonera la puse en la carbonera que había
a un costado de la cocina económica y que se cerraba con
una puerta de madera. La otra, en un baño donde había un
armario, que, por el olor que despedía, parecía un rascacielos
construido para ratones.
-He oído un chasquido en la carbonera- me dijo Trini, y
yo corrí hasta allí.
-¡Dos!- grité con voz de triunfo, y volví a montar aque-
lla diminuta máquina de matar. Corrí a revisar la otra en el
baño.
-¡Otros dos! ...-
Cada media hora revisaba y sacaba nuevos cadáveres. No
recuerdo cuántos cayeron en los cepos, pero en el primer día
murieron más de 20… sólo en la carbonera.
110
-“Nunca en la comunidad demuestres habilidad”- solía
decir mi padre, y por eso me hice con el puesto de “desratoni-
zador oficial”, para ese y sucesivos veraneos.
Tuve claro desde ese momento que, a partir de ese primer
verano, cada vez que volviese a Escoriaza lo haría con mentali-
dad de trampero de Alaska. Hasta que los cepos, por la maña-
na, no apareciesen sin víctimas no comenzarían propiamente
mis vacaciones.
En el pueblo enseguida hicimos amistades. Aquella casa
misteriosa que llamaban “El Palacio”, con aquel jardín que
había que entrar para verlo, pues la muralla alrededor lo man-
tenía oculto a todos los vecinos, era un buen reclamo para los
otros niños, y éstos se agolpaban en la puerta que daba a la
plaza para que les invitásemos a entrar a jugar en aquel lugar,
para ellos tan próximo y al mismo tiempo tan desconocido.
También había alguna otra familia que veraneaba cerca
de nosotros, pero recuerdo sólo a los Ganuza. Miguel, “Mimi”
para los amigos, un poco mayor que nosotros y Beatriz, su
hermana, que impactó como un meteorito en el corazón blan-
do de uno de mis hermanos. Tenían una casa preciosa cubierta
de enredaderas, muy cerca de la iglesia.
De los niños del pueblo, un vecino nuestro tocaba el tam-
bor, lo que a mí me parecía que tenía mucho futuro y me daba
algo de envidia.
Lo mejor de Escoriaza era la libertad total a los 9 años.
Todos nos conocían y había mil sitios donde ir: excursiones
con la familia a Aizorrotz o la escalada a Kutxeberri, la más
modesta excursión a los depósitos de agua próximos a casa o
subirnos todos los niños en el trillo que arrastraba una pareja
de bueyes y que deshacía las espigas de trigo con facilidad,
para después ventear la mezcla de paja y grano con ayuda de
una pala especial hasta separar el grano de la paja. Pero había
muchas posibilidades más, todas ellas atractivas y diferentes.
111
Destacando sobre todas, además de la bicicleta y el caza-
mariposas, estaba el río. En él, descalzo, pasé una parte impor-
tante del verano, en sesión de mañana y tarde.
Lo primero que hacía por la mañana era ir a mirar los
ladrillos, el momento más emocionante del día. Primero ha-
bía que cerciorarse de que ninguna culebra rondase por las
cercanías, para lo que efectuábamos un bombardeo disuasorio
con piedras desde la orilla. Acto seguido nos descalzábamos
y, temerosos aún, nos metíamos en el río. Sacar los ladrillos
del río, tapando los dos extremos con las manos, y volcar su
contenido en el caldero, hacía latir el corazón más curtido con
mucha fuerza.
-¡Mira que “cacho” cangrejo!- Aquel ladrillo era una mina
y rara era la noche que algún cangrejo no se quedaba dormido
en él y acababa en el caldero. Pero otras veces era un sarbo,
pececillos con barbas que se escondían bajo las piedras o se
metían en agujeros peligrosos como aquellos. Con los cangre-
jos, y algún sarbo despistado o suicida, volvíamos a desayunar.
Después, a media mañana, tocaba mariposas, aprovechando
sus horas de más actividad.
Por la tarde volvíamos al río y, con los cazamariposas me-
tidos en el agua, asustábamos a los sarbos por uno de los lados
de la piedra que les servía de refugio y ellos solos, a toda velo-
cidad, se metían en el “caza”, que les esperaba en la salida por
el lado opuesto. Entre nuestros objetivos también estaban los
escallos. Pequeños, huidizos y de aletas sonrosadas, eran casi
desconocidos y eso daba más valor a su captura. La técnica era
bastante similar, aunque, por la escasez de estos peces, no es-
taba muy perfeccionada. Por último nuestras piezas soñadas,
las truchas... Una vez vimos una en la presa, detrás del pueblo,
y casi nos dio un mareo colectivo al grupo de pescadores. Ella
en cambio, impasible ante nuestra presencia, ni siquiera se
quiso dar por enterada.
112
A los renacuajos, en Escoriaza, los llamaban sapoguros y
no les prestábamos demasiada atención mientras existiese la
posibilidad de pescar algún cangrejo. Las ranas, que las lla-
maban “Ugarassios” o algo parecido, eran otro cantar, porque
en aquel río eran escasísimas. Bastaba con oír el chapoteo de
una, cayendo al agua, para que, todo el grupo de los que acu-
díamos juntos a pescar, nos desplegásemos en su búsqueda,
como si fuésemos una manada de lobos hambrientos en plena
cacería.
113
Plaza de Escoriaza: carretera a Salinas y a Vitoria.
Al fondo el pico de Aizorrotz, lugar de obligada excursión anual.
114
alejando la paja y haciendo caer el grano en un montón. La
era estaba muy cerca de casa, en el camino de los depósitos, y
hasta allí nos acercábamos otras veces por simple curiosidad.
El trabajo de caballerías y agricultores, unos junto a otros, era
relajante para el observador y gratificante para los que efec-
tuaban el trabajo porque, al fin, el producto metido en sacos
les reportaría un buen dinero por el que llevaban meses tra-
bajando.
En aquellos años, Escoriaza era agrícola y un poco indus-
trial. Fábricas de cazuelas de aluminio y ollas a presión eran
las pioneras de la industrialización. Algunos tejados de las fá-
bricas tenían terrazas convertidas en estanques, y en algunas
había peces de colores. Varias veces les lancé un anzuelo, desde
la ventana de la casa de una amiga de mi madre, pero sólo
obtuve un fracaso absoluto.
Poco a poco fui descubriendo que aquel pueblo ofrecía
todavía más. Me prometieron una excursión al campanario
de la iglesia a ver murciélagos. A la espera de que me la or-
ganizaran, me dediqué por las mañanas a cazar mariposas en
Bidabarrieta, el monte al que se entraba por un camino junto
a las escuelas. Por la tarde, especialmente si había baile en la
plaza, justo delante de casa, prefería lanzar semillas de car-
do (“pegotes”) al pelo y las chaquetas de las niñas, donde se
quedaban enganchados, especialmente si la melena era larga y
algo rizada. La cercana puerta de la casa nos ofrecía un refugio
inexpugnable si había que efectuar alguna huida precipitada.
La promesa de ver a los murciélagos colgados en el cam-
panario no se materializó, y sólo me acordaba de ella cuando,
pescando debajo del puente junto a la iglesia, lugar muy que-
rencioso de sarbos y cangrejos por la penumbra y la frescura
del agua, semiestancada en verano, alguno de estos mamíferos
alados salía huyendo de uno de los mil agujeros que entre las
piedras de la bóveda les servían de refugio.
115
El final de nuestra estancia me obligó a abandonar mi
estanque, repleto de sarbos y con algún cangrejo, al que su
pequeño tamaño salvó de dar sabor al arroz.
El regreso, con los mismos bártulos que a la ida y plagado
de mareos, llevó bastante menos tiempo, ya que a Lalo- el
sustituto de Calzada- en dirección a la “cuadra”, se le pegaba
el pie al acelerador con cierta facilidad.
116
cangrejos, sapoguros y mariposas, y en cambio aquí... como
no pesque uno de los peces de colores que hay en el estanque
de la Virgen...- Porque junto a la gruta de la Virgen había un
estanque con peces de colores que debían de ser sagrados, pues
nunca nadie se atrevió a tocarlos.
Enseguida, otra vez en fila. Vuelta a la rutina. Al comien-
zo del curso era obligado pasar una y otra vez por donde tenía
la tienda un cura de nombre Apolinar.
“El Apolinar” era el cura que vendía cuadernos, libros,
lapiceros, gomas, plumillas y todo el material necesario. El
“negocio” lo tenía instalado en un “cuartucho” bajo la escalera
que unía los dos patios de recreo. El patio de abajo, grande y
de tierra, con porterías y frontón; y el de arriba, una especie
de terraza de cemento con barandillas y menos grande, donde
los más pequeños jugábamos al fútbol.
Aprovechando el recreo, muchos compañeros compraban
material al Apolinar, mientras otros dábamos patadas al balón
hasta que, indefectiblemente, éste caía por encima de la ba-
randilla al patio de abajo. Ahí comenzaba el problema.
Cuando los mayores, desocupados, veían caer un balón
cerca, se dedicaban un buen rato a darle patadas de un lado
para otros. Las quejas desde el patio superior no se hacían
esperar.
-¡¡Túuuu!! ¡¡So “mamón”! ¡Tira ya la pelota!- Le decía un
niño, asomado a la barandilla y “cantando” al estilo de Puerto
Chico, a un mayor sordo como una tapia que continuaba ha-
ciendo “pases” de balón con sus amiguetes.
-¡Mamón, que eres un mamón! ¡Tírala ya!- Insistían una
y otra vez , él y los demás compañeros de partido, al grupo de
“sordos” que, impertérritos, continuaban dando patadas a su
balón…
Hasta que la pelota rodaba a los pies de un hermano ma-
yor, o amigo de hermano mayor, que también servía…
117
El tono cambiaba automáticamente y se sustituía el “ma-
món” por un nombre de pila que hacía el milagro:
-¡Federico! ¡Tíranos el balón!- decía un niño a voz en grito
asumiendo todo el protagonismo y la responsabilidad.
El mayor, de nombre Federico, reaccionaba al instante y
de una patada enviaba la pelota otra vez al patio de arriba.
-¡Gracias, Federico! ¡Tú sí que eres un macho!- le agrade-
cía el pequeño, orgulloso del éxito obtenido ante el resto de
sus compañeros. El partido continuaba hasta que la pelota
caía otra vez al patio de abajo y... vuelta a empezar.2
Mientras tanto el Apolinar, ajeno a todo esto, hacía su
agosto en octubre.
El primer trimestre fue calco del curso anterior, pero algo
más intenso. Lo más importante era mejorar la caligrafía y
aprender bien las operaciones aritméticas básicas, además de
memorizar, desde el principio hasta el final, la Santa Misa en
latín, a la que se asistía a diario por la mañana. Lo mismo
ocurría por la tarde con el rezo del Santo Rosario… Pocos
cambios hubo, hasta que nos aproximamos a diciembre.
-El día de la madre se va a celebrar de forma apoteósica-
Éste fue el anuncio de lo que se avecinaba.
-Dejad todos la caligrafía, que tenéis que preparar la feli-
citación a vuestra madre- dijo el cura que nos daba clase.
-Yo no tengo madre- dijo un compañero.
Se notó enseguida que aquello no estaba previsto en el
guión.
-Puesss... Puessss- el cura dudaba. -¡Pues ayuda a tu com-
pañero de pupitre!- El momento de inspiración salvó el pro-
blema...
-¡Espera... mejor aún!- El cura estaba inspirado, no había duda
-¡Hazle la felicitación a tu mamá y se la enviaremos al cielo!-
2 Lo que es imposible de reproducir aquí es la entonación cantarina del hablar de Puerto Chico en aquella época.
118
Todos nos pusimos al trabajo de preparar una felicitación
digna para nuestra respectiva mamá.
-El día 8 a las 11 de la mañana, con uniforme del colegio,
iremos todos a un acto al Gran Cinema.
Para entonces medio colegio cantaba y cantaba en ensa-
yos interminables.
Don Agustín Latierro, profesor de música con auténtica
vocación de director de orquesta, trabajaba a destajo.
-¡Los de la segunda voz, más bajo por favor! ¡Los tenores,
que no se les oye! ¡Los bajos...!
Al fin llegó el “gran día”. En el escenario había un cambio
importante, en vez de don Agustín esta vez el protagonista
era Esteban Vélez Camarero, mi “profe” de violín, dirigiendo
la banda municipal de Santander. El coro del colegio cantó a
pleno pulmón y lo bordó. Hubo más actuaciones y todas las
mamás... encantadas con el trabajo de sus hijos.
3 En el juego de los bolos muy típico en Cantabria, birlar es jugar por segunda vez una bola desde el lugar
donde quedó la primera pero también significa quitar algo a alguien con malas artes.
119
trenarlas, me las matan los halcones, y si no las suelto... me las
roban los ladrones... Estoy pensando en quitarlas, porque no
tengo tiempo de atenderlas, y para tenerlas así y sólo gastar en
comida, para cosechar disgustos...- se lamentaba papá por las
pérdidas sufridas.
A partir de ahí, las parejas de palomas fueron desfilando
regaladas, a diferentes colombófilos. Al cabo de unos meses el
edificio estaba vació y silencioso, porque las gallinas y el gallo
de pelea habían partido en fecha sin precisar.
-Si el domingo hace bueno iremos a cazar lagunejas, (aga-
chadizas) ¿Te vienes?- Mi padre sabía la contestación de ante-
mano.
-¡Sí! ¿Podré llevar la de 9 milímetros? ¡A lo mejor cazo
alguna alondra o alguna “cagona” 4, que salen cerca!
Dar vuelta a las marismas viendo volar agachadizas era
emocionante... pero esperar la entrada de patos al anochecer
era el summun. Un pato en el horizonte me aceleraba a 100
el corazón y eso no era nada comparado con la espera noc-
turna.
-¡Mira, José Ignacio! En esta charca, la noche pasada han
dormido patos. Luego, al anochecer, los esperaremos aquí.-
Por la charca se veían plumas flotando aquí y allá y, en el
fondo, excrementos de pato, aún sin deshacer, constituían la
prueba irrefutable y definitiva de que los patos acababan de
abandonar la charca muy poco tiempo antes.
Media hora antes de anochecer, después de todo un día
de caminar sobre barro resbaladizo, donde a veces nos hundía-
mos hasta más arriba de las rodillas, llenándonos las botas de
una mezcla pestilente de agua sucia y cieno negro, agotados
por el esfuerzo físico, comenzamos la espera.
4 Nota explicativa. Llamábamos “cagonas” a la agachadiza pequeña, que al volar asustada, generalmente
muy cerca, suele aprovechar para soltar “lastre”.
120
Lo más difícil de cazar patos a la espera era verlos. Estos
llegaban a las charcas volando, ya bien anochecido, en busca
de comida desde la cercana bahía, donde dormitaban durante
el día. Mi padre y yo nos colocábamos espalda contra espalda.
Yo agudizaba el oído para compensar el comienzo de sordera
de mi padre. Ni una sola palabra, sólo señas.
Un siseo de alas batiendo a mi derecha, y un golpecito
de mi codo contra el costado de mi padre, le alertaba de la
presencia de patos por ese lado y hacía allí escudriñaba con la
mirada la oscuridad.
Nuevo siseo y señal con el codo, pero la altura de vuelo en
la oscuridad nos impide verlos.
En eso, mi padre se encara la escopeta y dispara hacia arri-
ba. Un chorro de fuego ilumina la oscuridad al brotar por el ex-
tremo del cañón de la escopeta y algo cae de golpe sobre el agua
somera, apenas a cinco metros de mí, y aletea intentando huir.
Salto, como un perro de agua en su persecución, y le gano
la carrera en pocos metros.
-¡Te cogí!- grito triunfal. -¡Cazaste un pato papá! ¡Y está
vivo!- Al instante de coger el pato que yo le tiendo, y aún sin
verlo, mi padre me dice:
-Una cerceta - Se la acerca a la cara. -Parece una hembra,
pues su cabeza no refleja nada de luz.-
La cerceta la guarda papá en un bolsillo amplio de la saha-
riana que se ponía para cazar. Después de encontrar el coche
en la total oscuridad, y tras conducir por la solitaria carretera,
aparcamos delante de casa. Al sacarla del bolsillo la cerceta
aleteó intentando huir.
-¡Esto es buena señal!- dice papá al verla tan vivaracha.
-Si tuviese un plomo en un órgano vital, a estas horas ya esta-
ría muerta. Mira, sólo tiene rota la punta del ala, ésta se cura
fácil.- Soltamos todos los bártulos sobre dos sillas y nos cen-
tramos en la cerceta.
121
-Le voy a curar el ala que tiene herida. Mira, José Igna-
cio, y aprende. Lo primero es cortarle todas las plumas que le
pesan y no permiten, con el bamboleo, que le suelde el hueso
roto... Ahora con esparadrapo se la recojo así, se la sujeto al
cuerpo así... lo pego todo bien y, si hay suerte, en 10 ó 12 días
lo tiene soldado.
Rápidamente preparé un cercado, con cajas viejas en des-
uso en la esquina del fondo de la galería, tomé “prestada” una
cazuela baja de hierro y la llené de agua.
-¿Qué le doy para comer?- pregunto.
-En Valencia, los arrozales de la Albufera están llenos
de cercetas y allí sólo hay arroz... He oído decir, incluso,
que en Daimiel, en plena Mancha y a doscientos kilómetros
del arrozal más próximo, las cercetas, que cazan, tienen aún
arroz en el estómago, así que son capaces de ir a cenar a la
Albufera arroz y volver pitando en la misma noche. ¡Fíjate si
les gusta!-
Desde entonces aquella cerceta hembra fue el centro de
mi vida. Nada más regresar del colegio le ponía agua limpia
y en ella, un puñado de arroz. Al salir de la galería cerraba la
puerta... pero dejaba una rendija, a través de la cual la veía
bañarse y comerse el arroz. Disfrutaba viendo al pequeño pato
chapotear, hasta que mi abuela Ota me llamaba para comer y
me volvía a la cruda realidad.
Quince días más tarde no fui con mi padre a cazar por
disfrutar viendo los baños del pato. Al regreso de la caza me
traía una sorpresa
-Toma, para que no esté sola- mi padre sacó del bolsi-
llo grande de cremallera, que tenía su sahariana de caza un
pato vivo, mucho mayor que mi preciosa cerceta. -La cogió
el “Dumbo” en una poza de la marisma, debe de estar herida
pero no se lo veo. Es una hembra de Ánade silbón... ¡Ten cui-
dado, que vuela!-
122
¡Vaya si volaba! La primera vez que entré a ponerles agua
y arroz, casi se mata contra un cristal de los más altos de la
galería, a pesar de que volaba con algo de dificultad.
A partir de ese domingo las horas de colegio se me hicie-
ron más interminables aún. Atrás habían quedado unas Navi-
dades sin pena ni gloria, lloviendo mucho. Y los Reyes Magos
no me dejaron nada que se moviese, que no fuese de dar cuer-
da. El trimestre estaba a la mitad, se acababa la época de caza
y aún no había grillos por el campo. Por suerte los dos patos
estaban bien…como si se hubiesen puesto de acuerdo y para
darme trabajo, no hacían otra cosa que chapotear salpicando
su entorno y, día a día, a pesar de las limpiezas que hacía a dia-
rio, aquel rincón cada vez se veía más sucio y despedía un olor
más penetrante. Fue Trini la que “levantó” la liebre.
-Señora- dijo a Ota. -¿Ha visto cómo se está poniendo el
suelo donde José Ignacio tiene los patos?-
-No, pero voy a verlo ahora mismo.-
-¡Cielo Santo! ¡Pero si está horrible! José Ignacio, coge
esos dos patos y mételos en una caja, que vamos a ver si entre
Trini y yo somos capaces de volver estos azulejos cristianos.-
No hubo forma humana. El agua que tiraban los patos
era color óxido de hierro, pues el cacharro estaba sin esmaltar
y había impregnado de óxido los tres metros cuadrados don-
de vivían los patos. La pared tenía salpicaduras hasta casi un
metro de altura.
-José Ignacio- me dijo Ota. -Mira lo que has conseguido
con tus dichosos patos. En cuanto venga tu padre le diré que
se los lleve a Torres, allí estarán bien... Y así cuando le devol-
vamos la casa a doña Asunción sólo tendremos que cambiar
treinta baldosas catalanas del suelo. Si siguen tus patos aquí
hasta el final de curso, habrá que cambiar todo el suelo de la
galería.-
Así de fácil, me quedé sin patos.
123
-He vendido el coche- le contó papá a mamá.- Ya estaba
harto de problemas. ¡Mira que ha salido caro el cochecito!
Dentro de unos días me dará un coche la Mina y ya no nece-
sitaremos más ese trasto.-
-¿Qué coche te van a dar?- intervine yo en la conversación.
-Un Land Rover inglés nuevo flamante…como las mari-
posas. Creo que es el primero de esta marca que va a rodar por
la provincia.-
Pero el coche se hizo esperar y, por fin en abril, al volver
una tarde del colegio, vi desde lejos, delante de casa, el fla-
mante coche. Como predijo papá, un Land Rover de gasolina.
Tuvimos que esperar hasta el domingo por la mañana para
estrenar el nuevo coche.
-¡Subid todos, vamos a estrenarlo!
Tres asientos delante en dirección de la marcha y dos atrás
en ambos costados: largos, estrechos y uno enfrente del otro.
-¡La matrícula es facilísima de aprender, S-9300! -
-Este coche es de gasolina y es importado de Inglaterra.
Aquí en España los van a comenzar a fabricar pronto, pero
con motor diesel, de aceite pesado o gasoil, como prefieras
llamarlo5 .-
A partir de ese momento, mucho antes de llegar a casa
sabía si mi padre había venido o no, pues en toda la calle del
Sol era por supuesto el único Land Rover... y la mayor parte
de las veces el único coche. En alguna ocasión, otro vehículo
aparcaba cerca de la vecina Iglesia de los Carmelitas y... como
decía mi abuela, “pare usted de contar”.
La novedad del coche me hizo olvidar a mis patos desapa-
recidos, a los que nunca volví a ver. Se esfumaron misteriosa-
mente en el jardín de Torres.
5 Este coche se matriculó exactamente el 12 de abril de 1955. Es decir, en 55 años en la provincia de San-
tander se habían matriculado, entre coches, camiones y motos, la friolera de 9300 vehículos, de los cuales
más del 80% habían muerto de viejos o en la guerra civil...
124
El ocho de mayo, en tiempo de grillos, se celebró el fes-
tival gimnástico del colegio. A pesar de ser un éxito, quedó
ensombrecido por el acontecimiento que se estaba preparando
en Santander para unos días más tarde. Sin embargo, para
mí, lo más importante era que, por el éxito y el cansancio del
festival, el Rector nos había premiado, como era ya habitual,
con un día de vacaciones. Si el día siguiente amanecía soleado,
solo o acompañado, me iría a “pescar” grillos, mi deporte fa-
vorito en la primavera. Con el día lluvioso que amaneció tuve
que suspender mis planes hasta mejor ocasión.
El 23 de mayo llegó al colegio la imagen de la Virgen
Bien Aparecida, la Patrona de la Montaña, que sería coro-
nada unos días más tarde en un acto fastuoso que todo el
mundo comentaba. Durante un día la imagen estuvo en la
“gruta” del colegio y allí, por turnos, todos los cursos reza-
mos el Rosario. Por la tarde, ofrenda floral y cantos. Al final
fue la despedida y la imagen partió rumbo al colegio de las
Mercedes en su periplo por los colegios de Santander, antes
de su coronación.
El 29 de mayo fue la apoteosis. Todo el mundo se volcó
en la coronación. Sesenta mil montañeses se congregaron en
la plaza de las estaciones, donde casi se acababa entonces la
ciudad de Santander.
No faltó nadie. Obispo, autoridades civiles y militares y
colocó a la imagen una corona de platino con diamantes, per-
las y otras piedras preciosas. Se lanzaron cohetes, se soltaron
palomas, hubo himnos, música... Fue la locura.
Tres días más tarde se repitió un acto de parecida magni-
tud en el mismo lugar.
A mi alrededor, treinta mil niños más de todos los co-
legios de la Montaña. Misa de Campaña del Sr. Obispo. Y
entre todo aquel barullo, un director de banda de música ves-
tido de militar, pasó casi desapercibido. Su nombre era Rafael
125
Frühbeck, director de la banda del Regimiento de Valencia y
por aquella época con el cargo de Teniente.
Pocos días más tarde, acabados los exámenes, llegarían las
ansiadas vacaciones. Justo antes, el festival de canto donde se
iba a estrenar el nuevo himno del colegio compuesto por ese
joven director de banda de música, Rafael Frühbeck, que esta
segunda vez pasó menos desapercibido.
El lugar elegido para este acto final, el Teatro Pereda,
grandioso por dentro, tenía tres pisos de palcos. La fecha,
el 19 de junio. Cuatrocientos cincuenta niños y jóvenes de
bachiller cantaron la obra en su estreno... “Un panaaal es el
colegio que rezuuuma dulce miel, de ideales eeees la fragua, de
virtudes eeees troquel”. Casi nadie entendía el significado pero,
acostumbrados a la misa en latín, a todos nos parecía que era
lo más natural.
Ya para entonces, el himno tenía una letra “alternativa”
que se mezclaba de forma difusa con la auténtica, con la que
tenía bastante parecido: “Un penaaal es el colegio que rezuuu-
ma verde hiel, de ideales eeees la cuadra, cuando viene el coro-
nel”… El curso se acababa. La libertad a un paso…
126
anterior. Por los rastros hallados, calculé que en dos o tres días
habría acabado con ellos. Cuando bajé al jardín ya teníamos
a la mitad de los chavales del pueblo instalados esperándonos
en la puerta de la casa.
-Que tal. Vamos al río a cangrejos ¿Vienes con nosotros?-
-No, hoy no, que es tarde. Mañana después de comer,
quizá, pero si pescáis algún sarbo o algún cangrejo y lo traéis
al estanque. Me vendrá bien, porque está el estanque que da
pena verlo, tres peces de colores por todo capital y ¡mira que lo
dejamos lleno de peces y cangrejos el verano pasado!-
Con tal de entrar al jardín, los del pueblo venían a soltar
su pesca en el estanque y traían cangrejos y lo que hiciera falta.
Pero los cangrejos eran sin duda el mejor salvoconducto. Una
vez dentro del jardín, se dedicaban a jugar y a explorar todos
los rincones.
Al día siguiente, el estanque parecía otro. Medía docena
de cangrejos, de buen tamaño, recorrían los costados buscan-
do un agujero para esconderse o para huir, varios pececillos
olisqueaban el fango del fondo como si siempre hubiesen vivi-
do allí y una docena de niños con su entrada pagada revolvían
aquí y allá por el misterioso jardín.
-Si crees que voy a consentir que metas a todos los del
pueblo al jardín estás muy equivocado. Por hoy pase, pero
prefiero que pesques los cangrejos con tu primo Vicente, que
tener este barullo permanentemente todo el verano y que no
me dejen un minuto de tranquilidad.- Mamá estaba enfadada
y hubo que negociar si alguien quería llevarse otra vez sus pes-
cas, ya que la entrada iba a quedar restringida. Hubo suerte, y
el estanque siguió con sus nuevos pobladores.
Pocos días después de llegar me dieron un recado muy
interesante.
-Dice el sacristán que todavía se acuerda de que querías
ver los murciélagos del campanario. Esta tarde tiene que subir,
127
porque hace mucho tiempo que no lo hace y tiene que revisar
y engrasar los ejes de las campanas. Si quieres acompañarle te
espera a las cuatro en la puerta de la iglesia.-
A las cuatro en punto llevábamos media hora de espera
cuando llegó el sacristán.
-¡Hola!- le saludé al verle aproximarse. -¿Pueden subir
también estos tres amigos?-
-¡Claro que pueden! Espero que no os den miedo los
murciélagos cuando nos ataquen.-
-No les tenemos ningún miedo- dijimos a coro para dar-
nos confianza.
La subida sí que nos dio miedo, sobre todo por el núme-
ro interminable de escaleras. Al llegar arriba del campanario,
cuando esperábamos el ataque, llegó la decepción.
-No hay murciélagos, se han marchado. Hace unos meses
estaban colgados por ahí y ya no queda ni rastro de ellos. Me-
jor así, que tendré que limpiar mucho menos.-
Nunca más desde aquel fracaso se me ocurrió preguntar
por esos bichos alados. Había mejores diversiones a ras de sue-
lo en vez de jugar a los Serpas por las escaleras del campanario
de la iglesia, aunque en ella hubiese una placa de reconoci-
miento a uno de mis antepasados que financió parte de su
construcción.
La galería que daba al jardín tenía dos accesos, uno desde
el salón comedor y el otro desde el jardín subiendo por una
escalera de piedra que empezaba con un tramo recto, apoyado
en su totalidad en el suelo, y después giraba noventa grados a
la derecha en dirección a la galería y, ya en voladizo, llegaba
a un cuarto de paso, donde se almacenaban ropas, sillas de
jardín y otros enseres. Desde éste, abriendo una puerta sólida
con cerrojos de hierro, se entraba directamente a la galería.
Bajo esta escalera se cruzaba sin dificultad, y era uno de
mis lugares más frecuentados desde que, en una ocasión, en-
128
contré escondida en aquel techo de piedra a una hembra re-
cién nacida de la mariposa Limantria dispar, escasa en nuestra
colección.
Hubo una mañana en no sabíamos qué hacer. Ya llevába-
mos explotando durante más de un mes todas las posibilida-
des del pueblo y sus alrededores, como el río, las bicis, los falli-
dos murciélagos, etc. Pronto, en menos de un mes, estaríamos
en camino otra vez con rumbo a nuestro destino inevitable
del colegio. No recuerdo por qué razón, mi hermano Gonza
se enfadó conmigo y, cogiendo una piedra de considerable
tamaño, salió corriendo hacía mí con aparente intención de
arrearme una pedrada. Yo, por si acaso, puse pies en polvoro-
sa y corrí todo lo que pude para esconderme tras un refugio
seguro donde estar a salvo. El que encontré más a mano y al
que me dirigí fue la escalera de acceso a la galería y hacia ella
partí corriendo. Cuando estaba a punto de conseguirlo, me
alcanzó la piedra de lleno en la frente. Al instante sentí dolor y
algo cálido que me cubría la cabeza y descendía por la frente,
era sangre.
Comencé a pedir ayuda gritando y llorando alternativa-
mente y, sabiendo que Gonza no llevaba más munición, cam-
bié de rumbo y corrí escaleras arriba para buscar a mamá.
-¿Qué te ha pasado en la cabeza que vienes chorreando
sangre y poniendo todo perdido?- Mi madre, horrorizada por
mi aspecto, también miraba por el aspecto de la casa.
-¡Me ha dado una pedrada Gonza!- acusé a mi agresor
mientras mamá me envolvía la cabeza con una toalla a modo
de turbante.
-¡Eso es mentira! ¡Se lo ha hecho el solito, que casi rompe
la escalera con la cabeza!- se defendió mi hermano.
-¿Por qué se iba a dar cabezazos contra la escalera?- pre-
gunta mamá que no ve nada claro lo que ha ocurrido y quiere
un culpable para imponerle un castigo si es menester.
129
-Le amenacé en broma con darle una pedrada y Nano, en
su huida, calculó mal e intentó pasar por debajo de la escalera
que sube a la galería por donde era más baja que él. Casi se
rompe la cabeza-
-La cabeza se la ha roto y espero que sólo sea la herida de
la piel, porque como sea más grave… Cuando venga papá a
buscarnos este fin de semana te va a imponer un castigo que
se te van a quitar las ganas de coger una piedra del suelo para
toda tu vida. Ahora acompáñame con él al médico, que estoy
muy nerviosa-
-Tiene una brecha de las de campeonato y la cabeza bas-
tante dura. Le tendré que dar media docena de puntos y le
quedará un buen recuerdo entre el pelo. Le voy a poner la
inyección antitetánica porque, aunque una escalera no está
en contacto con caballerías, este año en el pueblo ha sido te-
rrible, tres muertos por tétanos en ocho meses, el último un
chico de veinte años con una herida sin aparente importan-
cia… Ya se sabe, cuando se detectan los primeros síntomas
lo mejor es ponerse en contacto con la Funeraria… Hoy por
hoy es incurable.- Mi madre, si llegó allí nerviosa, ahora lo
estaba mucho más. -Por lo demás ya está cosido y dentro de
una semana le quitaré los puntos. Esperemos que no surjan
complicaciones.-
El médico era un pesimista y una semana más tarde me
quitó las grapas de la cabeza con la herida perfectamente ce-
rrada. Mamá respiró tranquila y dejó de observarme en busca
de algún indicio que hiciese temer lo peor. Mi segunda antite-
tánica en tres años me produjo un poco de reacción y algunos
picores… pero nada comparable a aquellas tres rayitas que
me hicieron en el brazo con una especie de plumilla y que
sirvieron para inmunizarme contra la viruela y para que se me
formase una costra monumental. Cuando se cayó dejó en su
lugar, más que una cicatriz, el agujero de un volcán.
130
La última semana del veraneo papá se la cogió de vaca-
ciones y se vino a pasarla con nosotros. Después nos iríamos
todos juntos. Para entonces ya tenía la brecha curada, no obs-
tante para animarme me dijo:
- Mañana me voy con Goito y con Mateo a cazar codor-
nices y tórtolas y, aunque ya es bastante tarde, si veo un pollo
de codorniz que pueda coger te lo traeré.-
-¡Pero si te cae alguna tórtola o codorniz “de ala” no la
remates, que yo la curo y la instalo en la fresquera! Voy a ir
ahora mismo a la era para buscar algo de trigo para tenerlo
todo preparado.-Inmediatamente me olvidé de las grapas que
me acababan de quitar. Mi mente estaba llena de codornices.
El día siguiente se me hizo eterno, soñando con pollos
de codorniz y codornices heridas. Pero al atardecer llegaron
los cazadores. El día no había sido nada fructífero. Una sola
codorniz y... sin cabeza.
-¿Por qué no tiene cabeza?- pregunté intrigado.
-Porque Goito, que es un nervioso, según voló dos me-
tros la disparó y la perdigonada, que iba aún “sin abrir”, le
arrancó la cabeza...-
-No fue así Gonzalo- dijo Goito con su acento vasco mar-
cadísimo.- ¡La tiré a la cabeza... para que no cojée...!- Y le dio
un ataque de risa que casi se ahoga.
Ante mi desilusión, mi padre metió su mano en el bolsillo
y sacó un ave preciosa, de color blanco y negro sobre un fondo
crema. Tenía el pico largo y curvado y una especie de extraño
capuchón de plumas sobre su cabeza.
-¡Una abubilla!- grité nada más verla.
-La hemos encontrado herida, la he traído para que la
veas pero se te morirá. Es insectívora.-
Mi padre tenía razón, no tenía posibilidades. El trigo no
lo comió, el pan con leche tampoco, el huevo duro picado ni
lo miró y los trocitos de carne picada tampoco la convencie-
131
Plaza de Escoriaza: a la izquierda, el Ayuntamiento
y a la derecha, las escuelas Arana.
132
ron. Pero durante un par de días disfruté de aquella cresta que
subía y bajaba y que se abría como un abanico.
Al tercer día la pobre murió. Su cuerpo esquelético estaba
como dormido en una esquina de la fresquera. Desde enton-
ces las abubillas son unas de mis aves predilectas, cada vez que
veo una por el campo el recuerdo de la abubilla en la fresquera
se escapa por un momento del rincón de mi memoria, donde
permanece guardado.
El deporte de lanzar “pegotes”, en realidad capullos de
flores de cardo, a las melenas y chaquetas de las chicas, es-
pecialmente en el baile de la plaza, lo practicábamos con la
misma frecuencia con la que tocaba allí la banda municipal, y
era una garantía de diversión.
No he vuelto nunca a ver “pegotes” tan buenos como los
de Escoriaza. Se enredaban en las melenas de las niñas y se pe-
gaban a sus chaquetas de una forma increíble. Por si esto fuera
poco, se enganchaban unos a otros formando una bola de tal
manera que resultaban facilísimos de transportar.
Pero de Escoriaza no sólo conservo gratos recuerdos. En
la colección de mariposas de mi padre hay, aún hoy, tres ejem-
plares de M. arion, unas mariposas pequeñas, azules como el
cielo y con tres manchitas negras en su par de alas anterior.
En la etiqueta que acompaña a cada una, por delante pone
“Escoriaza” y por detrás la fecha de captura: Agosto 1954. Las
cacé en Bidebarrieta, la colina de detrás del pueblo, y son casi
las únicas de esta especie en la colección.
¡Ya estaba en bachiller! La primaria quedaba atrás y ahora
había que estudiar más y el colegio en general, y los curas en
particular, se ponía más duro.
Unos días antes del comienzo del curso el jardinero me
había construido una “gavia”. Era una especie de pirámide de
palitos de avellano entrelazados, dejando rendijas entre uno y
otro. Este artefacto se colocaba levantado de uno de sus lados,
133
apoyado en el suelo por el opuesto. Debajo de él se colocaba
una ramita doble de sauce con un palito que se enganchaba en
ella de tal manera que, si un pájaro entraba debajo a curiosear
o atraído por algo apetitoso y pisaba la rama, la gavia caía de-
jando al ave encerrada dentro sin sufrir ningún tipo de herida.
Era la trampa ideal para capturar pájaros vivos.
Ya en Santander, recorrí el jardín de punta a punta para
observar si sus habitantes alados eran los mismos del curso
anterior. Vi a los mirlos propietarios del territorio, al petirro-
jo titular de cada esquina y a varios pinzones bajo los saúcos
buscando comida. Pronto alguno de ellos estaría en mi mano.
Comencé de inmediato a colocar la gavia donde más pinzones
vi. Primero removí la tierra y retiré las hojas para dejar los
bichitos que pueblan el suelo a merced de los pájaros. Acto
seguido, con infinito cuidado, coloqué la gavia con su meca-
nismo de disparo tan fino como pude. Bastaría con que un
ave apoyase en la rama de sauce su patita para que queda-
se encerrada esperándome hasta que yo volviese del colegio
a sacarla de su encierro. Para mejorar las probabilidades de
captura esparcí migas de pan y unos granos de alpiste por los
alrededores.
Aunque apenas estudiaba, en casa tenía mis aficiones de
cada día. Al llegar del colegio revisaba la trampa del jardín que
indefectiblemente siempre estaba vacía. Los pájaros eran más
listos que yo y la gavia no hacia labor. Pero algún día…
Por aquella época el nieto de una vecina amiga de Ota ve-
nía con frecuencia a jugar a la galería. Le propuse que me ayu-
dase a vigilar la gavia y a mantener comida por los alrededores
que estaban llenos de pinzones preciosos. Mi mayor deseo era
capturar uno de aquellos pajaritos que me hacían soñar.
Por si fallaba la gavia reforzamos los sistemas de capturas
con ballestas para pájaros. Como me enseñó un vecino de To-
rres bastante agreste, montaraz y ducho en capturar pájaros,
134
para que la ballesta no les hiciese daño, y mucho menos los
matase, pusimos atado con cuerda fina un palito que evitaba
que la ballesta se cerrase completamente, pero sí lo suficiente
para que por la rendija que quedaba no cupiese la cabeza del
pájaro y éste quedase allí sujeto. Además, con una cuerda y
un pincho, anclamos los cepos para que, si caía un ave, no
pudiese arrastrar el artefacto y esconderse entre la vegetación
con él colgando de su cuello. Para no correr el riesgo de que
un pájaro estuviese en un cepo desde poco después de irnos
a clase hasta la vuelta a comer, sólo pondríamos los cepos los
domingos por la mañana y los quitaríamos por la tarde. La
gavia la tendríamos toda la semana, pues, si caía en ellas un
pájaro sería para él como estar en una jaula. Incluso tendría
comida, por lo que no supondría un riesgo para su vida estar
allí encerrado cinco horas como máximo, que era el tiempo
que transcurría entre visita y visita las mañanas que estábamos
también nosotros encerrados en el colegio. Si nosotros éramos
capaces de resistirlo a diario, suponíamos que un pinzón po-
dría hacerlo de la misma forma sin dificultad.
-Los cepos los cebaremos con pan, no es que les vuelva
locos a los pinzones, pero no tenemos otra cosa mejor. Puede
que algún gorrión caiga, pero no serán muchos porque donde
los voy a poner, bajo los saúcos, es lugar de pinzones y no de
gorriones.- Mariano no tenía ni idea de pájaros, y menos de
estas artes de captura que sólo conocían los chavales de pue-
blo.- Nos repartiremos las visitas, yo los pongo a las ocho y
media y tú les echas un vistazo a las diez y media. Después,
una hora más tarde, lo hago yo y así nos turnamos una vez
cada uno. La última, a las seis y media, me toca a mí y los re-
tiraré hasta el domingo siguiente. ¿De acuerdo? Por supuesto
que si cae algo me lo dices al momento. Si es en la gavia, tú
ni lo toques, porque sacar un pájaro de la gavia sin que se te
escape, tiene su intríngulis.-
135
El primer domingo no nos estrenamos y al siguiente tam-
poco pero al tercero, poco después de las once y media, oí a
Mariano llamándome a voces desde el jardín. Aunque no le
entendí lo que gritaba, comprendí al instante que algo impor-
tante ocurría, y salí de casa como una exhalación.
-Tengo uno, no sé lo que es pero no es un gorrión y creo
que tampoco un pinzón porque no es ni la mitad de bonito de
los que me has enseñado- fue el saludo de Mariano. Nada más
ver lo que llevaba en la mano, y al tiempo que acercaba la mía
para que me lo diera, le dije:
-Es un pinzón, pero hembra. Si a ti no te parece bonita
es tu problema, yo la encuentro preciosa.- Mariano apartó la
mano con el pájaro para evitar que yo lo cogiera.
-Esta es mía, que la he cogido yo. La voy a meter en una
jaula que tiene mi abuela y la voy a tener en casa.-
-¡Que te crees tú eso! Esta pinzona es mía porque estaba
en mí jardín, ha caído en mí cepo que le he puesto yo, y te
recuerdo que tú no tenías ni idea, hace tan sólo tres semanas,
de poner un cepo. Así que déjate de tonterías y dame el pájaro
inmediatamente.- La situación se estaba poniendo tensa por
momentos y se veía que iba por mal camino.
-¡A que la suelto y ni para ti ni para mí!-
-Como lo hagas no te vuelvo a mirar a la cara y olvídate
de pisar esta casa nunca más.-
-¿Con que esas tenemos? A mí, en realidad, la pájara ésta
me importa un pito, y venir a jugar aquí o ir a otra parte
“idem, eadem, idem”- El latín del colegio salió a relucir. -Así
que mira lo que hago con la que tú llamas tu pinzona…- Y la
pinzona salió volando rauda y veloz de la mano de Mariano.
-¡Se me ha escapado! ¡Te juro que se me ha escapado! Sólo
aflojé un poco la presión para que creyeses que la iba a soltar
y la tía se me ha escapado. Yo sólo pretendía vacilarte un rato,
pero ni tengo jaula ni la quería para nada.- Mariano comenzó
136
una disculpa, pero el mal estaba hecho y no tenía remedio.
Esto para mí era un tema muy serio y tardaría como mínimo
cincuenta años en olvidarlo… si es que lo lograba algún día.-
-El que jura ahora soy yo, y te juro que no vuelves a pisar
esta casa ni este jardín mientras yo viva aquí. ¡Sal por esa puer-
ta inmediatamente que no quiero volver a verte- Y Mariano
se fue. Quité los cepos, rompí la gavia y me encerré en casa a
llorar mi deseada y perdida pinzona. No llegué ni tan siquiera
a tocarla.
137
riff, Purk el hombre de Piedra... Intercambiábamos “chistes”
con los amigos, comprábamos y, si no había otra solución por
falta de dinero, íbamos donde Ramona y le decíamos con cara
de inocentes.
-Ramona, déjeme echar un vistazo a ese chiste, que no sé
si lo he leído.- Ella, servicial, nunca se oponía y nos lo dejaba
aún sabiendo el resultado. Nosotros, sin abrir las páginas que
venían unidas, mirando por entre ellas, lo leíamos en un mo-
mento, sin necesidad de tenerlo que pagar.
-Gracias Ramona, éste ya lo había leído.- Ramona era una
especie de santa que comprendía que, lo mismo que le ocurría
a ella, todos teníamos nuestras necesidades y estrecheces.
Donde Ramona, también comprábamos cromos que o
pegábamos en un álbum, o nos los jugábamos al “mendru-
ño”. El juego era sencillo e ideal para los recreos lluviosos, y
consistía en colocar unos cuantos cromos sobre la palma de la
mano izquierda y taparlos con la derecha. Entonces se le decía
al contrincante la palabra que daba nombre al juego.
-¡Almendruño!-
A lo que el otro respondía.
-¡Alza el puño!-
Yo levantaba a toda velocidad la mano derecha para que
durante un instante viese y se hiciese una vaga idea de cuántos
cromos tenía escondidos y, con la misma velocidad, mi mano
derecha los volvía a tapar. Acto seguido le hacía la pregunta
clave.
-¿Sobre cuántos?- El decía un número del uno al diez.
-¡Cinco!- Yo levantaba la mano y contábamos cuántos
cromos había escondidos. La diferencia se pagaba en cromos
y cambiaba el turno. Así, hasta que uno se retiraba, se acaba-
ba el recreo o perdía todos sus cromos, lo que en la jerga del
juego escolar se denominaba quedar “arruchado”, o sea, con
la hucha vacía.
138
La palabra arruchado donde tenía sentido era en el juego
de las canicas, porque aquí se jugaba dinero.
La técnica de las canicas me la explicó mi hermano Gon-
za cuando, al poco tiempo de comenzar ese curso, me entró
una afición desmedida por este juego. Poco después, llegué
una mañana a casa sangrando por la uña del dedo gordo de
mi mano derecha. Cuando le dije a Ota que era por jugar a las
canicas mi hermano intervino.
-Eso te pasa por no preguntar. Te has lanzado a jugar a to-
das horas y te ha ocurrido lo inevitable, se te ha gastado la uña
con la que impulsas la canica y ahora tienes un buen agujero
y en cuanto juegas un rato, con el roce de la canica, se pone a
sangrar.- Después de mirarme el dedo continua.
-Si quieres jugar bien y no tener problemas con el dedo
tendrás que aprender a jugar, en vez de “a uña”, “a hueso”. En
vez de apoyar la canica en la uña, apóyala en el nudillo, es más
cómodo. No se desgasta como la uña y da mucha más pre-
cisión y alcance. Si quieres ser alguien jugando a las canicas,
y que no te arruchen cada día, aprende a jugar a hueso, es la
única forma.-
En pocos días le cogí el tranquillo y aprendí de mi herma-
no que era muy bueno en este arte, y descubrí que, además, era
necesario jugar “por altas”, esto es, lanzando la canica desde la
altura de la cintura, sin agacharse nada, lo que daba una energía
extra por la altura. Enseguida comprendí las ventajas de este
método sobre los que lanzaban la canica por bajas, o sea, rodan-
do, lanzándola con la mano casi apoyada en el suelo.
La más alta cota del juego de canicas era la modalidad de
“perseguir”. Consistía en eso, en perseguir la canica del contrario
lanzándolas alternativamente hasta que uno de los dos acertara
a dar a la del otro “un pelo”, porque con rozarla era suficiente
para que el contrario aflojase la bolsa o el bolsillo y soltase una
canica o una perra gorda, la décima parte de una peseta.
139
Para evitar que te acertasen “un pelo” era imprescindible
jugar con canicas pequeñas, y que pesasen lo más posible para
dirigirlas mejor. Había canicas increíbles, algunas más peque-
ñas que un guisante y pesadas para su tamaño. No eran de
barro, como las más corrientes sino de piedra.
El jugar “por altas”, con una de éstas, era una garantía
de que el bote sería vivo y se alejaría de la del contrincante lo
suficiente como para que le fuese difícil hacer puntería a esa
distancia.
Además de “a perseguir”, el “triángulo”, donde cada uno
depositaba canicas o perras, era la forma ideal para cuando la
partida la formaban más de dos jugadores.
Lo que más me sorprendió de las canicas en Santander era
la diferencia con el tipo de juego usado en Torrelavega, distan-
te sólo veinticinco kilómetros, donde, debido a la industria, el
juego era totalmente diferente. Allí se jugaba con canicones de
acero, cuanto más grades mejor, de los que se conseguían de
la rotura de rodamientos, y éstos eran patrimonio de la ciudad
industrial, no de la capital administrativa.
Los canicones se cogían entre el índice y el pulgar y se
lanzaban rodando hacia el círculo, la “O”, donde cada uno
había hecho su apuesta en canicas de barro. Tenía más pareci-
do con una bolera americana que con el juego preciosista de la
modalidad de la capital de la provincia.
El juego de la “O” con “canicones” era patrimonio de
Torrelavega, y nunca escuché que se jugase de esa manera a
unos kilómetros de allí.
El juego de las canicas era muy complejo y podría escri-
birse un tratado sobre él de muchas páginas, pero lo más im-
portante era que, con un poco de habilidad, se podían ganar
unas perras y continuar con ellas la diversión yendo al cine o
comprando, con el producto de las canicas, unos chistes con
los que pasar una tarde.
140
Con todo esto, llegaba por la noche a la cama derrengado
y me levantaba por la mañana como un sonámbulo. Intentaba
seguir el ritmo de mis hermanos 4 y 6 años mayores que yo,
hasta que ya no podía más y me acostaba medio muerto antes
que ellos.
Por todo esto, no es de extrañar que una mañana me des-
pertase cuando ya mis dos hermanos estaban casi vestidos. En
cuanto vi que me llevaban ventaja, di un salto de la cama al
suelo y me dispuse a recuperar el tiempo perdido, vistiéndome
a toda velocidad. Una vez vestido, corrí al baño, me mojé la
cara, me pasé el peine y fui a desayunar a la cocina.
La cocina estaba a oscuras y Trini, la señora que nos ponía
el desayuno, no había comparecido. Corrí a la habitación a
decírselo a mis hermanos:
-¡Eduardo! ¡Gonza! ¡Trini se ha dormido y no nos ha
puesto el desayuno!- les dije.
-No me extraña que se haya dormido, y nosotros vamos a
hacer lo mismo en este momento, porque son las doce y me-
dia de la noche y hemos terminado ahora de estudiar, así que
métete otra vez en la cama y vuélvete a dormir…
Luchando contra el sueño, se me pasó el primer trimestre
y descubrí, cosa curiosa, que el sueño sólo me atacaba de lunes
a sábado, días de colegio, mientras que los domingos, cuando
iba a poner cepos o acompañaba a papá a cazar, me levanta-
ba con otro cuerpo más descansado y mucho más despejado,
aunque fuese una hora antes de lo habitual.
141
en una plataforma metálica con ruedas, toda ella pintada de
azul. Encima de ésta, cómodamente tumbado entre abundan-
te paja, el animal, ajeno a su triste destino, esperaba el día del
sorteo en que su patrocinador, el Asilo de ancianos, vendidas
todas las papeletas, lo sortease para que una familia, feliz con
el premio, lo sacrificase y se forrase a chorizos y morcillas du-
rante el resto del invierno.
-Papá, cómprame unas papeletas para el chon. ¡Mira
que si nos toca…! A lo mejor le podemos tener vivo en la
cuadra…- Por una parte nos relamíamos todos viendo tanta
gordura, pero por otro lado yo no podía olvidar los gritos de
aquel otro cerdo que mataron en casa y que se debieron de oír
por medio planeta.
-Dice el refrán que a todo cerdo le llega su San Martín, y
éste está viviendo de propina. Se ha dado la vida padre en la
pocilga del asilo comiéndose todas las sobras. Después, lleva
tomando el sol en este carro, a la puerta del banco de Santan-
der, durante tres semanas. Los días que hace malo le meten
bajo los arcos de los portalones para que no se moje, y si hace
frío, por la noche le echan una manta por encima. ¿Qué más
se puede pedir a la vida si eres un cerdo? Comprendo que el
animal no tenga ningún interés en que le maten, pero ahora
su última misión en la vida es hacer feliz a una familia, que
aún hay mucha hambre en España.- La explicación me con-
venció como en años anteriores, pero seguí soñando con que
“el Chon de la Rifa” alguna vez se iría a vivir con nosotros.
Las figuritas del nacimiento las vendían en dos papelerías,
Antonino y Villegas, en la ferretería del 95, a la que se accedía
por unos escalones situados bajo una zona cubierta por arcos,
y en la juguetería la Mar. Era obligado recorrer estos cuatro es-
tablecimientos, antes de montar el Belén. De La Florida papá
traía musgo y acebo, y del vivero Escalante, en Mazcuerras,
traían un abeto que al final de las Navidades se plantaba en
142
el jardín con la esperanza de que al año siguiente sirviese para
ahorrarse la compra, pero que, al ir a sacarlo pasado un año,
estaba feo o seco y recurríamos a uno nuevo. Si al cabo de tres
años su aspecto mejoraba seguía sin tener utilidad, ya que no
cabía en casa y se quedaba en el jardín para siempre.
Después de las fiestas todo fue mal. Primero tuve anginas
y, cuando ya estaba curado, no me dejaron ir un domingo
-para evitar el peligro de recaída- a cazar patos desde una barca
por la bahía. Era el sueño de mi vida y de nada sirvió el de-
rroche de lágrimas de una tarde de sábado. Por si fuese poco,
el lunes sí estaba bien para ir a clase, y tampoco tuve éxito,
asegurando que iba a recaer de las anginas si iba al colegio.
Pero las desgracias en ese curso no acababan ahí ni mucho
menos. La que estaba por ocurrir sería de tal magnitud que
nunca la olvidaría, y acabó con mi afición a uno de nuestros
juegos de jardín preferidos, “Guardias y ladrones”.
Todo comenzó el veintitrés de enero, domingo, a las ocho
y media de la tarde, y la noticia corrió en minutos de boca en
boca por toda la ciudad. Parecía increíble, pero en una España
tranquila y en una ciudad como Santander, había ocurrido
un robo en una tienda-fábrica de muebles que terminó con
derramamiento de sangre.
Las noticias fueron ampliándose con el paso de las horas,
y los detalles aumentaron la magnitud de la tragedia. Los au-
tores, tres, eran de la edad de mi hermano, diecisiete años, e
iban armados con pistolas.
Alguien avisó de forma fortuita de que en la travesía de
la calle Vargas, en el taller-tienda de muebles E.F.C., se estaba
cometiendo un robo. La llegada de la guardia civil sorprendió
a los ladrones que, tras un cruce de disparos, huyeron por se-
parado, dos en una dirección y el tercero en la opuesta.
Cuando dos de ellos, por la calle Calzadas Altas, llegaron
a las proximidades de la cárcel provincial, el sargento de guar-
143
dia y un policía armada, que habían oído el tiroteo, salieron a
su encuentro e intentaron detenerles. Los dos chicos reaccio-
naron de inmediato y, empuñando las pistolas, hicieron fuego
sobre los policías hiriendo a ambos de extrema gravedad. Al
salir corriendo, el tercer policía de guardia salió al exterior y
disparó, hiriendo en un hombro a uno de los ladrones, que
huían dejando atrás a dos policías tendidos en el suelo.
A la mañana siguiente uno de los policías herido había
muerto y el ladrón herido, J. R. de las C. era detenido en su
domicilio e, interrogado, dio el nombre de sus cómplices, dos
chicos de su misma edad, diecisiete años, primos uno del otro
y vecinos del cercano municipio de Camargo.
-A los dos que faltan también los cogerán. No hay en qué
escapar de Santander, los trenes estarán vigilados y los pocos
vehículos privados también. Cuando los detengan no se que
les pasará a esos desdichados, pero lo que han empezado como
un juego de guardias y ladrones puede convertirse en una tra-
gedia todavía peor. No creo que haya ejecuciones porque son
menores de edad, pero, un policía muerto y otro policía he-
rido en Valdecilla es una cosa muy seria. Pero nunca se sabe
lo que puede ocurrir…-Papá era un hombre sensato y cabal y
analizó el problema con sus posibilidades reales sin supuestos
imposibles.
Entre las personas mayores de casa no se hablaba de otra
cosa, los demás permanecíamos expectantes, pues nunca ha-
bíamos vivido nada semejante.
La Guardia Civil comenzó de inmediato la búsqueda y,
horas después y una vez localizados, comenzó la persecución
que terminó con la detención de los dos primos cerca de To-
rrelavega, entre los pueblos de Mijares y Viveda, donde habían
sido avistados y herido uno de ellos en un costado.
En la prensa diaria aparecieron todos los detalles cuan-
do se celebró el juicio, que no fue un juicio como los habi-
144
tuales sino un Consejo de Guerra Sumarísimo, que yo no
tenía ni idea de que era, pero que papá me lo explicó en
pocas palabras.
-Es lo peor que les ha podido ocurrir. Puede que fusilen
a alguno, aunque siendo menores de dieciocho años no creo
que lo hagan.-
Los tres chicos habían formado hacía unos meses una
banda y habían cometido pequeños robos: en el colegio de los
Salesianos donde uno de ellos estudió, en un chalet donde se
llevaron una pistola del veintidós y un rifle además de dinero,
en la sociedad de tiro deportivo de la Magdalena donde se lle-
varon dos pistolas, etc. Todo esto se dijo en el juicio que se ce-
lebró en el cuartel de Maria Cristina del Regimiento Valencia,
rodeado de cientos de curiosos, tan sólo una semana después
del robo y detención de los tres muchachos.
Todo fue muy rápido: la condena a muerte de uno de
ellos, J. R. de las C., el causante de la muerte del guardia, la
ratificación de la condena por el Capitán general de la Región
militar…. y, aunque parezca imposible y me cueste aún creer-
lo, el fusilamiento de un chico de diecisiete años que llevó
demasiado lejos y con fatal suerte los juegos de “Guardias y
ladrones”.
El terrible final ocurrió el diez de febrero, sólo cinco días
después de mi décimo primer cumpleaños. El lugar elegido, a
las afueras de Santander, en Rostrío, contra una pared que hay
bajando a la derecha en dirección a la playa de la Virgen del
Mar. Cuando ocurrió el fusilamiento, en un altozano distante
un par de centenares de metros, una multitud de curiosos fue-
ron espectadores del triste final.
Las noticias posteriores al juicio, prácticamente desapare-
cieron de los medios de comunicación y se limitaron a escue-
tos partes informativos. Toda esta tragedia ocurrió en tan sólo
dieciocho días.
145
Por si todos estos acontecimientos fuesen pocos, el padre
Benigno enfermó de meningitis durante ese curso. No recuer-
do en que época pero sí que fue cuando hacía frío. La enfer-
medad se agravó de día en día y el padre Benigno, a sus veinti-
dós años, murió en el edificio donde vivía toda la comunidad
de Escolapios y que estaba contiguo al que albergaba las aulas,
la capilla, la sala de juegos y otras dependencias.
Allí instalaron la capilla ardiente, y el que quiso se acercó
a ver el cadáver. No fui uno de ellos. No tenía ninguna gana de
ver más sufrimientos. Con el que se respiraba en el ambiente
tenía más que de sobra.
Al entierro sí acudí, como lo hizo el colegio en pleno.
Fue una manifestación de duelo impresionante. El hecho de
que fuera un hombre tan joven, y la vinculación del colegio
con las familias de Santander, motivaron que la comitiva fú-
nebre tuviese varios cientos de metros de longitud, con todos
los alumnos en filas a los lados escoltando el carruaje fúnebre
tirado por caballos negros, y las aceras, a ambos lados de la
calle, repletas de vecinos con expresión de tristeza en sus ros-
tros. El recorrido, desde el colegio a la iglesia de Santa Lucía,
si fue impresionante en su primera mitad lo fue mucho más
en la segunda, cuando se corrió en cuchicheos por toda la fila
de alumnos la noticia de que el padre Emilio no había podido
resistir el dolor, y había sufrido un desvanecimiento que en
unos minutos lo llevó al Cielo junto al padre Benigno.
Durante días el colegio fue otro. El silencio y las caras de
pena eran la nota predominante en la iglesia, pasillos, aulas y
campos de recreo. Se tardaron semanas, si no en olvidar, si en
asimilar la doble desgracia.
146
partido, aunque lo intentaba domingo tras domingo, siempre
que tenía ocasión de ir a cazar. Tenía que cazar mi primera la-
guneja, y no había razón alguna para que eso no ocurriese ya.
A las codornices las abatía con regularidad y precisión, pero
a las lagunejas, que volaban desde más lejos haciendo giros y
quiebros increíbles y a mayor velocidad, las tenía atravesadas.
Les había tirado bastantes tiros con nulos resultados.
-Tranquilo- me decía papá- En cuanto mates la primera
les perderás el respeto y después te será mucho más fácil.-
Un domingo al atardecer, en la marisma del aeropuerto
de Parayas, en la zona de atrás de aquellos primitivos hangares
que sólo tenían ratones en su interior, arrancó gritando a unos
metros de mí, una de estas aves, a la que apunté y disparé. Me
llevé la sorpresa de verla caer al otro lado del canal, de veinte
metros de ancho, que intentó interponer entre nosotros en su
huida. Como el agua me impedía llegar allí, corrí como un
loco por un lugar al que llamábamos “el puente”, que, a pesar
de tener un palmo de agua, su suelo era de piedra y permitía
cruzar por allí. Cuando llegué donde cayó el ave, y la tuve viva
entre mis manos, me dio pena por ella y emoción por ser mi
primera laguneja. La mojadura producida por las salpicaduras
de la carrera sobre el agua, la di por bien empleada.
El resto del curso, por suerte, no trajo sorpresas y quedó eclip-
sado por todo lo ocurrido durante aquel inolvidable invierno.
Con todo aprobado, después del Festival de rigor de fin
de curso, me dispuse a disfrutar de un veraneo bien ganado.
147
los sarbos, los sapoguros, las niñas del pueblo y bastantes seres
vivos más también tenían sus raciones de suerte.
Los que tenían peor suerte eran los peces del vecino río
Besaya, sobre los que caeríamos como una maldición bíblica.
En pocos días nos pusimos al tanto de las técnicas más prác-
ticas para cenar por la noche tortilla de peces, que los niños
ribereños calificaban sencillamente de inmejorable.
A caña, con anzuelo pequeño y utilizando de cebo “gu-
sana”, conocida por los eruditos como lombriz de tierra, se
obtenían buenísimos resultados y se llenaban en una mañana
un par de juncos con la pesca. Los juncos eran el porta cazas
de los pescadores de piscardos. En ellos se ensartaba la pesca,
para su transporte, pasando el junco por la boca del pobre pez
hasta sacarlo por la agalla. De allí a la sartén no había más que
cien metros.
No todos los piscardos, o peces de río, eran iguales. Den-
tro de su modesto tamaño los había más pequeños, más gran-
des y las “chonas”, como se denominaba a las hembras gran-
des, gordas y resabiadas, a las que les costaba Dios y ayuda
decidirse a comer la “gusana” fatídica. Para éstas, otras artes
les podían ayudar a tomar el camino de la sartén y, sin duda,
el caza mariposas con abundante pan en su interior era el mé-
todo más eficaz… Pero la tarlatana del “caza” sufría mucho
con el agua, y sólo en determinadas ocasiones, cuando un caza
estaba a punto de ser renovado, nos dejaban utilizarlo en esta
pesca hasta su destrucción total. A falta de “caza”, una botella
de sidra El Gaitero servía para el mismo propósito después,
eso sí, de sufrir una pequeña adaptación.
Con un martillo y un pico de picar guadañas (“dalles” en
el lenguaje agrícola de la zona) se le saltaba el fondo de cristal,
que esas botellas tienen hacía dentro, quedando un a modo
de embudo. Por ahí se metía un alambre que se sacaba por
la boca de la botella, haciendo un revoltijo en su extremo y
148
poniendo un tapón para evitar que se saliese otra vez. Por úl-
timo, se metía dentro un poco de pan y, agarrando el extremo
del alambre que salía por el fondo, se lanzaba la botella al río.
Una vez en el agua, el olor del pan mojado atraía a los peces
que entraban por el fondo roto y que, al tirar del alambre para
sacar la botella, intentaban sin éxito escapar por el cuello de la
botella cerrado por el tapón. Era un método sencillo que no
requería comprar anzuelos ni sedal, que con frecuencia se per-
dían enganchados en las plantas y piedras del cauce. Las bote-
llas de sidra estaban disponibles desde la Navidad anterior en
el sótano de la casa y no tenían prácticamente otra utilidad.
Muchas veces, a estos peces, sin pasar por el trance del
anzuelo, los llevaba vivos hasta casa metidos en un caldero con
un poco de agua. Su destino no era la sartén sino la bañera,
concretamente una que se utilizaba poco y de la cual podía
disponer sin demasiados problemas. Sobre una cuarta de agua
del grifo, volcaba el contenido del caldero y dejaba unas horas
para que mis peces se tranquilizasen. Entonces abría el grifo
a tope, como si hubiese una cascada, y me dedicaba a pre-
senciar el espectáculo. Muy pronto los peces se acercaban a
aquella pequeña cascada y orientaban su cabecita en aquella
dirección, acto seguido comenzaba el “baile”. De pronto uno
tomaba la iniciativa y daba un salto intentando llegar a lo alto
de la cascada. Los demás le imitaban y la bañera se convertía
en un río salmonero a escala reducida, en el que mis peces ha-
cían lo mismo que me contaban de los salmones, saltar y saltar
intentando superar el obstáculo.
En otras ocasiones, cuando me llevaron a Torres algún fin
de semana de primavera, observé otro comportamiento que
también me dejaba con la boca abierta. Los peces medianos
en esa época, no sólo saltaban, sino que eran diferentes y cam-
biaban de aspecto. Las “chonas”, en cambio, seguían igual. El
cambio, de los que consideré que serían los machos, consistía
149
en que se volvían de color casi negro, les aparecían en la cabe-
za unos granos o verrugas pequeñas de color amarillento y se
dedicaban a perseguir a las “chonas” como si en ello les fuese
la vida. Yo deduje que era el celo y que intentaban aparearse,
pero nunca conseguí que se reprodujeran, a pesar de que me
lo propuse. Para ello instalaba a los peces de la bañera, bien en
una cuba grande de reserva que estaba en la huerta, en previ-
sión de los cortes de agua de todas las tardes de verano, o bien
en un estanque que se construyó para unos “corros” que hacía
años que ya no teníamos.
En verano, casi a diario, acudíamos al río a la cita con los
peces y allí pasábamos gran parte de nuestro tiempo. Si no
teníamos ganas de pesca nos dedicábamos a observar el paso
fugaz de nuestros competidores, los martines pescadores, que,
como joyas volantes, cruzaban una y otra vez a ras de agua en
busca de posaderos donde los peces estuviesen menos asusta-
dos. En la chopera del campo de fútbol, se oía a veces cantar a
una oropéndola y, en contadas ocasiones, salía del abrigo que
le brindaba la copa de los árboles. Andarríos, lavanderas o “pi-
sonderas”, alcaudones, currucas o silvias (como nos había ense-
ñado papá a llamarlas, ya que el nombre de currucas no había
llegado todavía a estas latitudes), carboneros o “tocineros”, pe-
tirrojos o “papus colorados”, chochines o “raitines” y muchos
otros pájaros que se acercaban en busca de comida, a beber o a
darse un baño a la hora de más calor. Las orillas del río eran un
pequeño paraíso que sólo había que saber disfrutar.
Cuando estábamos cansados del río, nos dedicábamos a
la bicicleta, y recorríamos los alrededores descubriendo atajos
y nuevos caminos. Otros planes surgían a cada momento y
completaban los huecos, evitando el aburrimiento. Junto con
todo lo anterior, estaban las competiciones de tiro al blanco
con la carabina de aire comprimido, y el juego de bolos mon-
tañeses, en la bolera de enfrente de la cuadra. Todo este con-
150
junto de entretenimientos era capaz de llenar de contenido la
primera mitad del verano, hasta para el niño más exigente.
La segunda mitad la llenaban las ferias, con sus atrac-
ciones, y la caza de codornices en la vecina Palencia durante
uno, dos o tres fines de semana, en función de su escasez o
abundancia. Es sabido por todos los cazadores lo caprichosas
que son estas aves a la hora de elegir una zona u otra: lluvias,
calores, tormentas, etc. hacen difícil el pronóstico de cuál será
el lugar más acertado para que coincidan en él cazadores y co-
dornices. Hay años de escasez y otros de abundancia, sin que
se pueda predecir dónde ocurrirá este fenómeno.
151
Dumbo, que tampoco era manco, hacía su labor, y la percha,
al final de la mañana, no estaba demasiado desnivelada.
152
en casa se la conocía como “tortilla de la playa”. En estas oca-
siones, si el día se presentaba ventoso, nos protegíamos de la
arena, mientras comíamos, metidos en una especie de cestos-
silla de la altura de un hombre, construidos de láminas muy
finas de madera de avellano y que se utilizaban para evitar las
temidas insolaciones, porque entonces en la playa, y a juicio
de mamá, menos ser comido por un tiburón podía ocurrirnos
de todo. El corte de digestión, hoy casi desaparecido, obligaba
entonces a esperar tres horas desde el desayuno o la comida
hasta el esperado baño en las frías aguas del mar Cantábrico.
La insolación era otro de los peligros, y otro, el ahogo en el
mar, siempre consecuencia fatal de una de las dos anteriores.
O hacíamos el ramadán como los árabes o, permanecer dos
horas en el agua del mar con el horario de comidas habitual,
era prácticamente imposible.
Al final todo lo bueno se acaba, y aquel verano se acabó,
como lo hicieron los anteriores.
153
-He hablado con Ángel Modino, de Potes, al que apo-
dan “La ametralladora”, y me jura, que tiene localizados, por
lo menos, nueve bandos de perdices pardillas en la zona del
Puerto de San Glorio. La próxima semana he quedado con él
en que, si hace buen tiempo, subiremos a dormir a Potes el
sábado para, el domingo, “echar la cometa” en San Glorio 6.
¿Quién se apunta?-
-¡Yo!- dije al instante. -¡Y yo!- casi al unísono gritó mi
hermano Gonza.
El sábado, una hora antes de anochecer, nos instalábamos
en la habitación del Hostal Picos de Europa. Los perros dor-
mirían en el Land Rover.
-José Ignacio- mi padre me llamó por mi nombre, cosa
que sólo hacían él, mi madre, mi abuela Ota y Trini, la se-
ñora que nos cuidaba. El resto, mis hermanos incluidos, me
llamaban “Nano”, así como todos mis amigos. -Aquí en Potes
hay un amigo que tiene gallinas y otras aves. ¿Quieres que
vayamos a visitarle?-
-¡Claro, ahora mismo!- Dejé para más adelante el tarro de
miel que habíamos comprado hacía unos minutos y al que ya
le faltaba un dedo y salí en dirección al coche.
-Rivero, creo que tiene la granja por aquí...- Mi padre
conducía lentamente por aquel Potes pequeñito mirando a
ambos lados e intentando reavivar los recuerdos de la casa de
Rivero. A las afueras la divisó y detuvo el coche frente la casa
de su amigo avicultor.
-¡Hola! ¡Hola!- Durante los saludos de rigor, a los que no
presté demasiada atención, se me fueron los ojos detrás de dos
6 La frase, “echar la cometa”, se refería a la aventura que supone el no saber si hará viento o no… pero
yo había visto en un libro antiguo una lámina donde unos cazadores en Escocia, para acercarse con más
facilidad a las perdices de allí (Lagópodos), utilizaban una cometa con forma de milano y aprovechaban así
el terror que tienen las perdices a las aves rapaces en general y a los milanos reales en particular. Yo la frase
la utilizaba en ambos sentidos.
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aves como perdices gigantescas, que no había visto en mi vida
y que, a pesar de la oscuridad del anochecer que aumentaba
lentamente, picoteaban el suelo al tiempo que emitían unos
extrañísimos cacareos.
-¿Qué aves son ésas?- le pregunté a mi padre por lo bajo.
-Gallinas de Guinea. ¿No te acuerdas las que tuvimos en
casa que se volaron a la Mies de Vega y que tuvimos que ir a
buscar con la Disca?-
-Yo debía de ser muy pequeño, porque no me acuerdo
de nada. ¡Creí que eran hembras de urogallo! ¿Tú crees que
siendo tan gordas volarán?
-¿Qué si vuelan? ¡Mejor que las perdices! ¡Mira!- Rivero,
que fue el que habló, arrancó a correr detrás de las dos gallinas
que hicieron lo propio delante de él. En cuanto vieron que les
recortaba la distancia, echaron a volar con absoluta facilidad y
se largaron volando por encima de la cerca, hasta que las per-
dimos de vista en la oscuridad del arbolado exterior.
-¿Vuelven o hay que ir a buscarlas con los perros?- le pre-
gunté.
-Enseguida están de vuelta... Aunque hoy, como ya casi
ha anochecido, puede que se encaramen a un árbol de aque-
llos a pasar la noche. Allí se sentirán seguras. ¿Queréis ver las
gallinas?- terminó.
-A eso hemos venido- Y sin más, entramos en el galli-
nero.
Rivero tenía más de un centenar de gallinas de varias ra-
zas diferentes, a cuál más bonita. Yo sólo conocía las Leghorn
blancas y las Rhode Island rojas.
-Esas negras con la cara blanca, ¿qué son?- pregunté.
-Castellana negra- me contestó.
-¡Son preciosas!- dije entusiasmado. Nunca había visto
unas ni tan bonitas ni tan negras. -¿Y esas otras doradas?- Los
ojos se me salían de las órbitas.
155
-Prat. Es una raza catalana que pone unos huevos de un
color muy rojo… si quieres una te la regalo.-
-¡Sííííí!- contesté rápido antes de que se arrepintiera.
Pero Rivero eran buen amigo de mi padre y, al final, no
fue una, sino que fueron cuatro las que me regaló. Una Prat,
una castellana negra, una Leghorn blanca y una Rhode Island
roja. Los gallineros de Torres volverían a tener vida.
-¿Qué vas a hacer con ellas?- me preguntó mi padre en el
que volvía a renacer la afición a la avicultura.
-Las cuido yo en vacaciones... y le vendo los huevos que
pongan a mamá a una peseta cada uno… Con el dinero que
saque pagaré el pienso y el maíz que se coman…- Suponía de
antemano lo que iba a ocurrir: al final el dinero se quedaría
en mi bolsillo y lo “invertiría” en conejos, pájaros o lo que se
terciase. Sería un buen negocio, como la cartilla de ahorros del
banco de Santander… “Papá dame cinco pesetas de las que
tengo en el Banco y, cuando vayas por allí, te las cobras”…
Aquella cartilla era una mina mejor que la de Reocín… Por
más que sacaba, no disminuía el saldo ni en una sola peseta.
Las gallinas serían un negocio igual o mejor, pero más diver-
tido.
-Si te parece, mañana a la vuelta de la cacería, mientras re-
cogemos las cosas del Hotel, viene “Lalo” a buscarlas ¡Muchas
gracias por el regalo! Adiós- nos despedimos.
-¡Que cacéis muchas! ¡Adiós!- se despidió Rivero.
Ya en el hotel, cenamos unos huevos fritos, como hacía-
mos en casa a diario y, temprano, nos metimos en la cama.
Al día siguiente tocaba levantarse de noche. En cuanto me
acosté y me dormí, comencé a tener sueños, y por mi mente
desfilaron gallinas de colores poniendo huevos y más huevos
también de colores.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, Lalo, mi padre,
mi hermano Gonza, Ángel Modino “la ametralladora”, su pe-
156
rra Setter irlandés y el Epagneul Breton de mi padre, el “Dum-
bo”, subíamos todos apiñados en el Land Rover, el puerto de
San Glorio.
-Hay que llegar temprano. Si las oímos cantar al amane-
cer y localizamos en qué brañas están los bandos, se pueden
dar por muertas. Será coser y cantar. Las volamos y donde
posen, allí, a muestra de perro, las fusilamos una a una- decía
Ángel en pleno delirio asesino.
La cosa parecía fácil pero, a la vista de las laderas altísimas
que vi a ambos lados de la empinada carretera, me estaban
asaltando “dudas razonables”, y temí que aquello se complica-
se y no resultase tan fácil como nos lo intentaba hacer parecer
“la ametralladora”.
Las perdices no tenían ninguna gana de cantar para que
después las matásemos. Eso quedó bien claro a los quince mi-
nutos de silenciosa espera.
-No importa. En aquella braña hay un bando seguro- dijo
Ángel M. “la ametralladora” sin perder una milésima de su
optimismo. - ¡Vamos a por ellas!-
La braña, una especie de prado alpino, estaba cerca, sólo
a trescientos metros de nosotros... pero también doscientos
metros más alta que nosotros. Subimos hasta allí con la lengua
fuera. Al llegar encontramos, aquí y allá, montones de cagadi-
tas redondas, de perdiz pardilla sin lugar a dudas, pero de las
perdices ni rastro.
-Si no están aquí seguro que estarán en aquella otra- Ángel
señaló con su brazo extendido otra parcela de prado a 400 me-
tros, pero al otro lado del valle. Bajamos por la ladera empinada
procurando no caernos rodando y subimos por la de enfrente.
Otras tantas cagaditas y las mismas perdices que en la anterior.
-¡No les queda otro lugar para estar que allí!- dijo… Sólo
ver dónde señaló Ángel Modino “la ametralladora” hizo que
se me nublara la vista.
157
-¡Pero si eso está lejísimos! ¡Y allí arriba!- protestamos por
primera vez mi hermano y yo al unísono.
Ya llevábamos más de dos horas subiendo y bajando
“Pandas”, como Ángel llamaba a las laderas empinadas cuan-
do, por sorpresa, vuelan a lo lejos, delante de nosotros, cinco
perdices. Tres de ellas se lanzan como meteoros pendiente aba-
jo, y las muy “cucas”, que deben conocer a Ángel en persona
o, por lo menos, por la fama que le precede, dan la vuelta a
la ladera para que no sepamos dónde se han posado. Las dos
restantes coronan volando lo poco que faltaba de subir y por
allí se pierden en diez segundos.
-¡Vamos a por esas!- dijo Ángel. Y subimos tras las dos
perdices.
Donde considerábamos que debían estar, comenzamos a
hacer círculos con los perros, cada vez más amplios.
Para entonces, a mí ya me pesaba la ligera escopeta del
20, “la belga”, que había sustituido un año antes a la, mucho
más ligera, de nueve milímetros, que había utilizado hasta en-
tonces. Pero la posibilidad de encontrar al fin las perdices, me
hizo olvidarme de su peso unos minutos.
-¡Mira, ahí debe de estar escondida una! Ya tiene la mues-
tra fija mi perruca- me señaló Ángel con el brazo extendido,
sin moverse del sitio para no espantar a la pieza.
La perra setter irlandés, quieta como una roca, señalaba
con su hocico cuatro miserables matas de brezo, no más gran-
des cada una que un neceser de fin de semana.
El Dumbo, que la ve de muestra, se acerca a ella y, en cuanto
le llega el olor de la supuesta perdiz, se queda “puesto” como otra
estatua junto a la perra. Ninguno de los dos mueve nada, salvo la
lengua jadeante, un poco los ojos y ligerísimamente el belfo.
Nos acercamos los cuatro hasta dos metros de los perros.
Ellos dan unos tímidos pasitos hasta casi meter el hocico entre
los brezos.
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Mis ojos miran, una por una, las cuatro matas y no ven
perdiz alguna. Estoy casi encima de ella, si de verdad el ave
está allí escondida…
-Papá, aquí es imposible que esté escondida una per-
diz...-
-Está, eso tenlo por seguro. Las pardas son así. Después
del primer vuelo cuesta Dios y ayuda obligarlas a volar nue-
vamente- me contesta en voz alta como si estuviese seguro de
que no levantaría a la pieza antes de tiempo.
Los perros no pueden más y saltan sobre las matas con las
cabezas levantadas. ¡Nada!
-¡Ves papá como no está ahí!- contesto con el corazón que
me explota de la impaciencia y los nervios contenidos.
-Espera un…- Y en eso, un ruido fuerte de aleteo y de deba-
jo mismo de los perros sale, como un cohete, el ave volando...
Una décima de segundo después reacciono y, rapidísima-
mente, me encaro la escopeta, la dirijo hacia el ave, aprieto el
gatillo y suena el disparo, al tiempo que, a 10 metros de mí,
el ave cierra las alas, saltan plumas a su alrededor y cae muerta
al instante.
Mi corazón, a doscientas pulsaciones, me hace lanzarme
sobre el ave muerta que les disputo a los perros.
-¡La he cazado yo! ¡La he cazado yo!- No dejo de gritar -
¡Mi primera perdiz pardilla!- ...y la última.
Ángel M., “la ametralladora”, haciendo honor a su apo-
do, se lanza cuesta abajo a ver si encuentra al resto del bando.
Una hora después vuelve con dos perdices colgadas.
El resto del día consistió en subir y bajar mil “pandas” y lo
único que conseguimos fue que Gonza perdiera el jersey que
llevaba atado a la cintura, y nos hiciese retroceder un par de
kilómetros para buscarlo. ¡Por si llevábamos poca paliza enci-
ma! Papá supo rehacer el camino tan exactamente que, de no
haberlo visto antes, habríamos pisado el jersey.
159
Perdices pardillas en el campo, no las he vuelto a ver des-
de entonces, entre otras razones porque quedé tan escarmen-
tado después de la paliza de monte de aquella expedición que,
a pesar de haber cazado mi primera perdiz, juré no volver a
por la segunda y mantener así mi récord de por vida: un tiro,
una perdiz…
Cuando varios días más tarde me recuperé de las aguje-
tas, todo funcionaba perfectamente, y mi vida era un puro
disfrute soñando con perdices e inmerso en aquella rutina del
colegio que, por un tiempo corto, me resultó hasta acogedora.
Pero en un instante, una mañana en Misa, pudo estropearse
todo lo conseguido y hundirse mi vida para siempre como un
castillo de naipes… Al terminar la lectura del Evangelio, nos
sentamos como era ritual, y mis ojos adormilados y medio
cerrados se fueron lentamente hacia el suelo al tiempo que
seguía el ritmo de la misa en latín. Algo familiar pero extraño
llamó mi atención y leí lo que veía
“Ana Mª de la Hidalga”- mi prima, pensé yo y a con-
tinuación un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y me di
perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo y de sus posibles
y fatales consecuencias. Llevaba puestas las medias marrones
que acababa de heredar de mi prima Ana ese mismo verano
y que me habían traído desde Inglaterra, donde ella vivía
con sus padres y estudiaba en un internado. Esa mañana,
con las prisas al vestirme, me puse una media del revés, con
la etiqueta delatora con el nombre de su anterior propietaria
hacia fuera. La etiqueta blanca sobre la media marrón era
visible, o me lo pareció a mí, desde cualquier lugar de la
repleta capilla… Si uno solo de mis compañeros descubría
que usaba ropa de niña... estaría “marcado” durante los seis
cursos que me quedaban. El pitorreo a mi costa sería gene-
ral, y se extendería por todo el colegio como un reguero de
pólvora.
160
Preparé la estrategia para salir del apuro. En primer lugar
junté las piernas, para tapar en lo posible la etiqueta, y así
aguanté hasta la Consagración. Entonces, sin apenas movi-
miento que lo delatase, mientras estaba de rodillas y sonaba la
campanilla, lentamente, como un contorsionista, me quité el
zapato, luego la media, le di la vuelta, me la puse y todo volvió
a la normalidad, con lo que pude continuar con mi medio
sueño matutino.
Al llegar a casa le pregunté a mi madre:
-Mamá ¿cuándo me vas a comprar mis primeros panta-
lones largos?- Si los hubiese tenido ya me habría evitado el
sofoco de la misa y las contorsiones a cámara lenta que me
alargaron los brazos del esfuerzo realizado.
-¡Quién sabe! Quizá el año que viene cuando hayas creci-
do un poco más-
-Entonces, ¿te importaría quitarme de las medias de Ana
las etiquetas con su nombre? ¡mira que si un día me pongo
una del revés por equivocación, van a llamarme todos en el
colegio “niña”!-
El pijama azul celeste de Ana, que también heredé, sólo
me lo ponía en casa, y allí, por suerte, no lo veía nadie que no
fuese de la familia. Más que un pijama parecía un traje de ba-
llet. Mi tío Ezequiel, el marido de tía Juana, lo bautizó como
“los calzoncillos a presión”, porque llegó un momento en que
le faltaban cuatro tallas y me tenía que meter en él casi con
calzador. Pero las medias, de lana inglesa de primera calidad, y
el pijama de algodón de mi prima, me evitaron mucho frío en
los pies durante el día, y lo mismo en la parte de mi anatomía,
cada vez más escasa, que cubría el pijama por la noche.
161
de lo mejor de España, veinte pollitas y cuatro pollitos. ¡Verás
lo que es poner!, y no lo que hacen las de Rivero: hoy sí pongo
y hoy no pongo. No he visto gallinas más caprichosas en mi
vida. Estas nuevas me las enviarán en primavera, porque tie-
nen una lista larga de espera para despachar los pedidos. Son
pura de raza Leghorn, y sus antecesoras han ganado concursos
de puesta, con lo que son de total garantía-
Antes de lo previsto, a comienzos de febrero, unos días an-
tes de mi cumpleaños, papá en persona se trajo las gallinas y los
pollos en la trasera del Land Rover, aprovechando un viaje de
trabajo a Madrid. Las nuevas inquilinas, acompañadas de los
futuros padres de sus hijos, según me contó papá, eran blancas
inmaculadas, con las crestas rojas comenzando a desarrollarse,
y un calco una de otra. Sólo se podían diferenciar por la anilla
numerada del ala, que las identificaba individualmente.
Como ya no necesitaban calor, a pesar de los rigores del
invierno que aún faltaban por llegar, las instalaron en un galli-
nero vacío, próximas a las mías, más bonitas, pero por lo visto,
peores ponedoras.
162
para acercarse a donde le dije que había ocurrido el percance
en busca de una explicación.
Cuando salíamos en dirección al médico Trini entraba
en casa.
-Señora, ya sé lo ocurrido. Unos chavalotes peleándose
a pedradas detrás de la tapia que está junto a la acera… han
salido corriendo cuando se han dado cuenta de lo ocurrido.
Me lo ha dicho una vecina que lo vio todo.-
-Le han dado una buena pedrada en toda la crisma- dijo
Ota al médico que nos recibió.
-Habrá que ponerle unas cuantas grapas, pero primero le
tengo que rapar un poco el pelo. No se preocupe señora, que le
crecerá enseguida menos donde tiene la brecha, que es bastante
profunda. Ahí le quedará un buen recuerdo para toda la vida. Por
si acaso, le pondremos la antitetánica.- El doctor era amable y su
acento tranquilizador. Así y todo Ota se mostró preocupada.
-¿No le producirá reacción? Según mi cuenta ésta es la
cuarta que le ponen en cinco años. Una cuando le tiró la bu-
rra, otra cuando le dieron el tiro, la tercera cuando se rompió
la crisma contra una escalera y ahora ésta. No he conocido
caso igual, y es raro porque el niño es bueno, pero todos los
accidentes van a parar a él.-
-¿Cuántos años tiene… once?- Ota asintió con un gesto.
-Sí, puede ser un récord. Yo le sugeriría que no le deje salir
mucho de casa o que le ate en corto… es broma. En cuanto a
la reacción a la inyección, pueden producírsele picores y ron-
chas pero no creo que sea motivo de preocupación.-
Salí de allí con la cabeza medio rapada y con una venda
sujeta con esparadrapo, justo encima de la frente, donde co-
mienza el pelo. Como vaticinó el médico allí me quedó una
cicatriz para toda la vida.
-¡Fíjate qué suerte! Hoy no tienes clase por la tarde por-
que es jueves, y tampoco violín, ya que llamó Vélez que le era
163
imposible darte clase esta tarde- dijo Ota viendo el lado po-
sitivo del percance. Yo, en cambio, con la cabeza dolorida, lo
vi justo al contrario y es que, ya se sabe, las desgracias nunca
vienen solas.
164
Desde muchos años antes, en esta calle, en una tienda de
comestibles llamada “la Jaula”, se vendían pájaros que captu-
raban los pajareros con sus redes. En el centro de esta tienda
había una jaula vieja y en su interior jilgueros y pardillos a diez
pesetas la unidad, indistintamente.
Estuve un buen rato observándolos, para ver cuál era más
bonito, cuál comía mejor y cuál tenía aspecto más saludable.
Por fin me decidí e interrumpí al señor que, tras el mostrador,
leía el periódico.
-Quiero ese jilguero, si es macho, y el pardillo del pecho
colorado y un paquete de alpiste y unos pocos cañamones.-
El señor me dio algunos consejos sobre cómo ponerles el
bebedero y echarles comida por el suelo de la jaula, como él
hacía.
-Ten en cuenta que llevan pocos días enjaulados y lo extra-
ñan todo. Cacharro grande para el agua y comida por el suelo,
no lo olvides, y un sitio tranquilo desde el que no vean la calle,
porque van a intentar escapar y se les va a olvidar comer. Te he
mezclado con el alpiste un poco de semilla de cardo, que no te
cobro, y que les vendrá bien. ¡Suerte con ellos!-
Los instalé en mi nuevo jaulón, en la galería, les coloqué
un periódico por encima, para que estuviesen más tranquilos
y me puse a observarlos sin casi pestañear, para no asustarlos.
A pesar de mis desvelos, el jilguero murió a los dos días,
el sábado por la mañana. Cuando llegó papá aún no me había
repuesto del disgusto.
-No te preocupes, esto pasa con pájaros sin aclimatar.
Mañana, que parece que va a hacer muy malo, en vez de ir
de caza, te llevo a ver a uno que tiene un bar y más de dos-
cientos de pájaros a la venta.- Estas palabras fueron mágicas
y no me volví a acordar del pobre jilguero. Un lugar como el
que me describió papá, no lo había visto nunca y me costaba
imaginarlo.
165
Por la mañana no hacía malo, pero, conmigo ilusionado
con los pájaros, hubo que suspender la caza. A las once estába-
mos parando el Land Rover ante un bar de cerca de la Marga.
Hasta entonces, inexplicablemente, no habíamos caído en la
cuenta del significado del nombre del local, escrito en negro
sobre la encalada fachada: “CRISTINO EL PAJARERO”.
El bar era una pura ruina, pero estaba lleno de pájaros.
Tras la barra un hombre mayor, gordo y con pelo blanco,
atendía a la clientela. Todas las paredes estaban cubiertas de
jaulas y de extraños aparatos, como nunca había visto hasta
entonces, con pájaros atados a ellos.
-¿Qué clase de pájaros son esos que están atados a esa ta-
bla y que parecen jilgueros verdes?- cuchicheé al oído de papá
para que no notase Cristino mi ignorancia.
-Son lúganos, que aquí los llaman tarines. Algunos invier-
nos hay plaga de ellos pero no crían aquí. Hace poco, cerca de
las minas de La Florida, a la orilla del río, en los alisos, había
por centenares. Son pájaros mansos y nada temerosos, casi se
les coge con un cazamariposas. Fíjate que los tiene atados con
un braguero a ese posadero, y que tienen comederos pero no
bebederos.-
-¿Y cuando quieren beber los suelta? Porque si no beben
“cascan” en un día.-
-Ahí sí beben. Fíjate que debajo del posadero hay una
especie de pozo. Cuando tienen sed, tiran de esa cadenita que
está sujeta al posadero y, con la patita, y la ayuda del pico,
suben el caldero lleno de agua (que es un dedal) hasta que lo
alcanzan con su pico y beben. Después de saciar la sed, dejan
caer el caldero al fondo del pozo, donde se llena automática-
mente. ¡Ingenioso! ¿No te parece?-
A mí aquella habilidad de un pájaro me tenía perplejo.
-¿Cómo les enseñan?- Veía imposible enseñar a aquellos
chiquitajos a hacer aquellas maravillas.
166
-En realidad es sencillo. Primero les ponen el caldero a su
alcance y se lo llenan cada vez que beben. Después se lo bajan
cada vez más, hasta que el pájaro se ve obligado a acercárselo
con el pico y la pata. Es una habilidad que la usan en el campo
para sujetar y atraer hacia ellos las ramas que tienen semillas
de las que se alimentan. Todo el truco consiste en que esta ha-
bilidad la utilicen para acercarse el agua en vez de la comida.-
Dos horas más tarde papá estrechó la mano de Cristino
para despedirse. En el coche ya habíamos metido un tarín con
su aparato correspondiente, un jilguero para reponer el muer-
to y una pareja de canarios pintos que, según Cristino, eran
buenos criadores.
-Papá, aquí hay que venir a menudo. Los precios son tira-
dos y los pájaros están aclimatados de sobra. ¡Y mira que tiene
pájaros! He contado como doscientos. Si te parece podemos
volver por mi cumpleaños, que ya falta poco, y me compras
uno barato.-
167
seguro de que son nuevas en esta marisma y están sin aque-
renciar. Eso las hace ser más precavidas… pero a unas cuantas,
a las que voy a “limpiar” hoy el “forro”, no les va a servir de
nada. ¡Y si no, al tiempo!-
Cada veinte pasos, aquí o allá, dando gritos de alarma,
volaba alguna laguneja, generalmente a una distancia a la que
era imposible dispararla... pero alguna se descuidaba...
-¡Una! ¡Ya maté la primera!- oí que le decía Tito a mi
padre.
Diez minutos más tarde mi padre empató.
-¡Ya era hora! Con todas las que hay y no me salía ningu-
na a tiro.
Efectivamente había muchas, aunque más esquivas de lo
habitual.
-Te repito- insistió Tito -son “de entrada”. No están toda-
vía asentadas. El suelo está blando y han podido comer bien
toda la noche, por eso están sólo a esquivarnos. Si anoche
hubiese helado un poco y no hubiesen podido hincar su pico
en el duro suelo, ahora tendrían hambre y nos saldrían más
cerca. ¿Te imaginas? Sería la guerra. Con todas las que hay nos
íbamos a inflar…- Tito, si de algo pecaba, era de optimista.
Cada poco disparábamos uno u otro. A las doce yo tenía
tres en el porta-cazas, y a la una nos estábamos quedando sin
cartuchos en las cananas.
-¿Qué hacemos? Da pena marcharse ahora con todas las
que hay, pero nos vamos a quedar todos sin munición- dijo
mi padre.
-Si es por eso no os preocupéis. En Maliaño tengo todos
los cartuchos que queramos. Podemos subir a buscarlos, co-
mer algo en casa y después continuamos.- La madre de Tito
vivía en Maliaño y allí tenía equipos de repuesto, munición y
escopetas que no utilizaba.
-¿Tienes cartuchos del 20 para José Ignacio?- dijo mi padre.
168
-No, pero le puedo dejar una escopeta del 16 con todos
los que quiera.-
Una hora más tarde comenzábamos la sexta o séptima
vuelta al cazadero con las cananas llenas. Mi padre, a cada
rato, miraba el reloj.
-Se nos está haciendo tarde, ya son las cuatro y pico- dijo.
-A mis amigos les dije que a de cinco a cinco y media, y
porque esperen un poco los primeros en llegar...-
-Bueno, la última vuelta.-
La cosa se complicó: que si buscas una herida, que si allí
se ha posado una “cagona” (así se llamaban las agachadizas
chicas que, al volar de los pies, hacían casi siempre una “caca”
en el aire) y voy a por ella... Acabó la cacería hacia las seis y
media de la tarde, y nos faltaba aún acercar a Tito a casa de su
madre en Maliaño…
Cuando llegamos a la nuestra eran más de las siete. Mis
amigos ya habían merendado y mi madre pasó de la preocupa-
ción al enfado en cuanto nos vio llegar. Soplé las velas con la
ropa sucia de la caza y a las ocho todos se fueron. Fue el festejo
de cumpleaños más corto al que he asistido.
La bronca fue bastante seria, pero el día, en conjunto, el
mejor cumpleaños de mi infancia.
Uno de los invitados a mi cumpleaños se llamaba José
Félix Santibáñez. Era mi mejor amigo, aunque era un poco
mayor que yo, y tenía la ventaja de vivir en mi misma calle
y muy cerca de casa (nada más pasar por delante de la iglesia
de los Carmelitas, y a dos portales del pequeño cuartel de la
policía armada, en el último piso de una casa un poco más
retirada de la acera que las demás y protegido este pequeño
espacio, a modo de patio delantero, por una verja de hierro
con una puerta permanentemente abierta).
Con frecuencia me acercaba a su casa a jugar con él. En
una habitación con vistas a la bahía, debido a la altura de la
169
casa y a la pendiente de esta zona de Santander, a la que se llega
subiendo la empinada calle Lope de Vega, nos entreteníamos
con juegos pacíficos. Si no sabíamos qué hacer, mirábamos los
barcos que entraban y salían del puerto, ya que su padre era el
comandante de marina y los barcos eran su preocupación.
-¡Vaya barco! Por lo atrás que lleva el castillete debe de
ser un petrolero. El que salió ayer sí que era grande, era un
transatlántico, y creo que era el Magallanes. Le preguntaré a
papá.- La información no podía venir de mejor fuente.
-¿Por qué el Reina del Mar y el Reina del Pacífico no atracan
en los muelles como hacen todos? ¿Tienen epidemias a bordo?-
Estos dos transatlánticos gigantescos de color blanco,
siempre se quedaban anclados en la canal de entrada. Y aun-
que a mí me dijeron varias veces que era por el calado, prefería
pensar, como ocurrió en una película, que tenían abordo una
epidemia de cólera, y que lanzarían los cadáveres por la borda
envueltos en una bandera. Pero esto no se me iba a arreglar.
-Es por el calado. Ya te lo he dicho más veces.-
-¿Sabes? En una ocasión, por medio de Antonio Basterre-
chea, un amigo de papá que lleva algo de seguros y de barcos,
nos dejaron verlo por dentro. ¡Que maravilla! Todo de made-
ras preciosas, con alfombras aquí y allá y escaleras para subir
y bajar del montón de pisos que tiene. Restaurantes, pistas de
baile, bares y hasta gimnasio y una tripulación de mil mari-
neros. ¡Qué barbaridad!- Ver el barco anclado en la canal del
puerto, era motivo suficiente para acercarse hasta San Martín
y mirarlo más de cerca. Si coincidía con su salida, arrastrado
por los remolcadores, el espectáculo era, si cabe, todavía más
impresionante.
Cuando estábamos mirando el movimiento de barcos en
la bahía desde nuestra cómoda atalaya…
-¡Mira! ¡Un gato negro! ¡Lástima de escopeta de perdigón!
Si tuviese una, le iba a dar un susto de muerte a ese bicho de
170
mal agüero- dije en cuanto vi a lo lejos, paseando por el jardín
del chalet donde estaba instalado el periódico Alerta, un minino
negro como el azabache y con ganas de provocar, pues no se le
ocurrió otra cosa que tumbarse bajo la gran galería acristalada
de esta casa y disponerse a descabezar una siestecita al sol.
-Yo tengo una guardada en el armario, pero papá no me
deja sacarla… Pero ahora no hay nadie en casa.-
-Tienes razón. ¡Sácala! Y le bombeamos un perdigón al
gato ese.-
Dicho y hecho. José Félix me deja la escopeta y yo, que
de eso sé un rato largo, apunto tres metros por encima del ani-
mal, con la esperanza de que el perdigón, con la distancia que
nos separa, cercana a los cincuenta metros, haga una parábola
y llegue lo bastante cerca del gato como para que éste se lleve
un buen susto. Aprieto el gatillo lentamente como me han
dicho que hacen los cazadores de caza mayor y… El gato pega
un salto y pone pies en polvorosa por lo que pueda ocurrir.
Pero un ruido a choque contra cristal deja bien claro donde ha
impactado el pequeño plomo.
-¡Alto y a la derecha! Habrá que mejorarlo.
A partir de ese momento, una de nuestras diversiones
preferidas era esperar al gato apostados en la ventana para,
por encima de un patio, una calle y un jardín, hacerle llegar
nuestro regalo por correo aéreo.
El gato comprendió el juego, y que, a esa distancia, éra-
mos inofensivos. Nosotros nos dimos cuenta de que, si el per-
digón tocaba suelo, no se asustaba ni la mitad que cuando éste
chocaba contra un cristal, por lo que directamente disparába-
mos a la galería.
-¡Ahí está otra vez! ¡Corre! ¡Trae la carabina!-
Unos segundos después el gato, a punto de desaparecer
de nuestra vista, oye el ruido y sale por pies… Pero detrás del
gato viene una “vieja” de unos cincuenta años que también
171
lo oye. Mira hacia nosotros, y nos ve en el momento en que
escondemos el cañón de la carabina. El gesto que nos dirige
con su mano no deja lugar a dudas.
-¡La hemos “cagao”! Esto va a traer consecuencias…- dijo
José Félix.
Mientras estamos estudiando nuestras posibilidades de
eludir la crisis con honor, llega la madre de José Félix y, unos
segundos después, suena el timbre de la puerta.
-José Félix, haz el favor de abrir la puerta.-
-¡Éste es uno de ellos señor agente! ¡El otro no andará
lejos! ¡Dieciocho cristales agujereados va a tener que pagar tu
madre, rico!-
En cuanto encontré un hueco me retiré prudentemente
porque la tormenta que se avecinaba cuando llegase el coman-
dante de marina, prometía ser una auténtica y genuina galerna
del Cantábrico.
Durante unos días a José Félix le noté un poco bajo de
moral. De su carabina nunca supe nada más.
172
a modificar los planes habituales y, aunque no estaba bien
visto circular en coche por las carreteras en estas fechas, este
nacimiento nos obligaba a papá y a mi a emprender un lar-
go viaje.
Desde hacía años, Ajenjo, el director del Museo de ento-
mología, no callaba con el mismo tema.
-“Gonfalo”, tenemos que buscar la forma de hacer una
expedición a Burgos para averiguar si en esta provincia vue-
la el pequeño pavón, porque nadie hasta la fecha la ha cita-
do allí.
Para cumplir este deseo, y tener posibilidades de éxito, era
imprescindible llevar con nosotros una hembra recién nacida
de esta mariposa.
Esta especie, como bastantes otras, carece de aparato di-
gestivo, por lo que su vida es corta (una semana más o menos)
y no tiene, por tanto, ninguna necesidad de posarse en una
flor. Para facilitar el encuentro entre una hembra, que perma-
nece dormida (ya que vuela de noche después de haber sido
fecundada) y un macho, que vuela por la tarde a increíble ve-
locidad, la naturaleza ha inventado una feromona, una especie
de Chanel nº 5, que vuelve locos a los machos a cientos de
metros, o incluso a varios kilómetros, y los conduce hasta ella
como si fuese por arte de magia.
Esta es la forma segura, y yo diría que la única, para captu-
rar esta especie con cierta facilidad. Por eso papá, desde varios
años atrás, todas las primaveras hacía el mismo comentario.
-A ver si hay suerte y este año y en una luz cogemos una
hembra de pequeño pavón, la dejamos poner los huevos, cria-
mos las orugas, y el año próximo tenemos la dichosa hembra
que tanto desea Siso y, por fin, podemos con ella explorar Bur-
gos. Así acabamos con ese pío, que lleva con él varios años.
El nacimiento de esta hembra el diecisiete de abril de ese
año 1957, desencadenó los tan esperados acontecimientos.
173
Daba lo mismo que fuese o no Semana Santa, no podíamos
faltar a la cita de ninguna manera.
A la expedición se unió, junto con Ajenjo, (al que cariño-
samente apodábamos “el sabio profesor”), el padre Justo, un je-
suita entomólogo, que no quería perderse el descubrimiento.
Quedamos con los dos a la una de la tarde del día dieci-
nueve en la estación de Burgos, donde les esperamos durante
más de dos horas.
-¡Venga daos prisa que se nos pasa la hora de volar los
machos!- Papá estaba nervioso viendo que todo el esfuerzo
realizado se podía perder como consecuencia del retraso de
un tren.
Salimos zumbando de Burgos los cuatro, junto con la
hembra de mariposa, que, ajena a nuestras maquinaciones,
dormía tranquilamente en su caja de madera con rejilla fina
de tela metálica de fresquera.
Al llegar a Arlanzón, papá aminoró la velocidad y comen-
zó a buscar con la mirada un lugar por el campo donde, a su
juicio, pudiese vivir esta mariposa.
Dos kilómetros más adelante…
-¡Una! ¡Acaba de chocar un macho contra el parabrisas!-
Con el coche detenido corrimos todos por la carretera y allí
encontramos, revoloteando moribundo sobre el asfalto, un
precioso macho de Eudia pavonea, que pasaría a la historia
como la primera captura de esta especie en esa provincia.
-¡Otro está intentando meterse por la ventanilla! ¡Otro
más viene por allí a toda velocidad! ¡Y otro…!
Sacamos la caja con la hembra y comenzó una locura co-
lectiva, pues entre los cuatro, no dábamos abasto para captu-
rar a tanta clientela.
Me alejé poco a poco por la senda invisible por la que
llegaban los machos. Era fácil, sólo tenía que mirar a lo lejos
y ver venir a uno en la distancia, tomaba con él una referen-
174
cia y me acercaba a ese punto, el más alejado donde le había
divisado, desde allí esperaba a ver venir otro y seguía otros
cincuenta metros más hasta que, repitiendo el proceso, llegué
casi a perder de vista a papá y al resto del equipo. A pesar de
la distancia los machos cruzaban junto a mí en dirección a su
“prometida” como si les atrajera un imán.
Media hora más tarde, setenta y ocho machos en los fras-
cos de cianuro eran más que suficientes para que el Museo hi-
ciese un estudio profundo de si, en Burgos, esta especie tenía
las mismas características que en el resto de España o se podía
describir como una nueva subespecie.
Si alguien tuvo suerte ese día no fuimos sólo nosotros.
El macho número setenta y nueve encontró la tapa de la caja
levantada, se coló dentro y no le importó que una mano le
cerrase la tapa detrás de él, porque al aparearse con la hembra
cumplió con su destino de perpetuar la especie y garantizó que
el siguiente año pudiésemos, con sus hijas, extender el mapa
de distribución de esta especie.
Eran las cuatro treinta y cinco del 19 de abril de 1957. La
fecha continúa escrita en las etiquetas de tres de estos ejem-
plares que, cincuenta años más tarde, están como si hubiesen
sido recién capturados, en una de las 253 cajas que contienen
la colección de mi padre.
La hembra protagonista está, casi con seguridad en la co-
lección, pero su etiqueta, sin localidad de captura, preserva su
anonimato. Por ser criada desde oruga, en la etiqueta no figura
nombre alguno de localidad de captura para nada. Sí figuran
las palabras “ex larva”, que significan que fue criada de oruga
por nosotros y, junto a ellas, la localidad donde fue capturada
su madre. Hay varias en esas circunstancias y no sé a ciencia
cierta cuál de ellas es.
La expedición continuó, en busca de otras especies, hasta
Pineda de la Sierra donde el domingo de Resurrección, antes
175
El Padre Justo, el autor y don Ramón Ajeno
(Pineda de la Sierra, Burgos, el 20-IV-57).
176
de comenzar la última exploración entomológica, me obligaron
a ayudar a la misa que ofició el padre Justo. Eran las siete de
la mañana y sólo estábamos en la iglesia los cuatro miembros
de la expedición. De haber estado también un periodista, la
misa habría pasado a la historia como la misa peor “ayudada”
de Burgos, porque mi desconocimiento de ayudar a misa, en ese
momento, era enciclopédico. No sabía del tema nada de nada.
177
como me ocurría a mí con frecuencia durante el regreso de un
entrenamiento, despertando con su elegante pedaleo la admi-
ración de propios y extraños, no comprendían que no hubiese
elegido para mis chapas a un figura de fama internacional, y
tuviese a este gregario puesto en el altar de mis chapas.
Otros preferían ciclistas extranjeros para, con ellos, deco-
rar su chapa y representarlos en las carreras, como los esprinter
Rik Van Stembergen, De Mulder, De Cabooter, y otros de
menos prestigio. Los especialistas en la montaña no tenían
mucho que hacer en las etapas llanas, como eran las de los cir-
cuitos de chapas del colegio, por lo que allí no tenían muchos
incondicionales.
Ya todos con chapa propia, comenzábamos, en el recreo,
por diseñar el circuito de competición. Como el suelo era are-
noso, con arrastrar el pie, apretando con fuerza y sin levantarlo
del suelo, se conseguía una huella larga en la que, a cada lado,
una especie de duna de arena evitaba que la chapa se saliera de
la improvisada pista del circuito.
Había que arrodillarse y hasta tirarse en el suelo, para dar-
le, con el dedo índice, un golpe a la chapa y hacerla avanzar un
tramo, con cuidado de no sacarla de la pista, lo que obligaba a
volver a la última posición.
Las chapas no requerían una técnica especial, y no había
“magos” como en otros juegos, pero servían para discutir de
ciclismo y prepararnos mentalmente para el acontecimiento
de la llegada de la Vuelta a Santander. Esa tarde gloriosa el
colegio nos la daba libre, y, todos en tropel, nos acercábamos
a “la Marga”, donde colocaban la meta y las tribunas. Allí, si
había suerte, vería llegar al “Mezo” el primero.
178
los inventos derivados de ellas, lo que me condujo a montar el
que llamé “Laboratorio Secreto de Física Avanzada”, L.S.F.A.,
y que, no sin esfuerzo, monté al fondo de la galería. Lo que
empezó con un rudimentario mechero de alcohol, evolucionó
rapidísimamente.
Compré en Pérez del Molino, que era un comercio de
Santander especializado en productos de laboratorio, tubos
largos de cristal muy finos que, calentados al rojo en la llama
del mechero, se doblaban con increíble facilidad hasta conse-
guir darles la forma adecuada. Conseguí también gomas flexi-
bles transparentes, con las que conectar unos tubos de cristal a
otros, hasta construir la red de conducciones deseada.
Así, con la ayuda de mi hermana, comencé el proyecto
de la cafetera Express más moderna vista hasta esa época. El
proyecto era bonito, elegante, sencillo, y funcionaba con el
alcohol de una botella de orujo de Liébana que le habían re-
galado a papá en Picos de Europa y que encontré olvidada en
la despensa. Constaba de tres recipientes y las conexiones de
vidrio y goma necesarias.
En el primer recipiente se colocaba agua y se calentaba
ésta hasta su evaporación con un mechero de orujo. A través
del circuito, el vapor llegaba al segundo recipiente, de menor
capacidad, que estaba bien lleno de achicoria, un sucedáneo
del café de bajo precio, muy utilizado para mejorar las maltre-
chas economías de la época. Al ponerse en contacto el vapor
con la achicoria fría, aquél se condensaba extrayendo de ella
todo su sabor. El final del proceso estaba en el tercer recipien-
te, que era la taza donde se tomaría la pócima.
Lo más difícil de realizar, sin duda representó un reto téc-
nico, fueron las entradas y salidas a través de los tapones sin
que éstos perdiesen hermeticidad. Con clavos calientes se per-
foraron los tapones de goma, hasta que los tubos de vidrio los
atravesaron, encajando a la perfección.
179
El prototipo quedó realizado en un tiempo récord y el
laboratorio buscó nuevos retos en la invención de un soplete
de alcohol u orujo de Liébana, capaz de fundir metales. Mi
hermana Marisa no quiso participar después de unas quema-
duras sin importancia sufridas cuando intentamos añadir en
el proceso azúcar derretido a la achicoria, para darle al sucedá-
neo un sabor especial.
Las circunstancias me obligaron a buscar personal ex-
terno, y encontré enseguida a un colaborador desinteresado,
alumno del mismo colegio, en un curso superior al mío y de
nombre Fernando, si no recuerdo mal.
Desde el primer momento comprendí que el proyecto, de
llegar a término, sería una autentica bomba. Inmediatamente
comenzamos a reunir el material necesario.
-Nos hacen falta recipientes para evaporar alcohol, y uti-
lizar este vapor como combustible…- Comenzamos una bús-
queda intensa, sin saber a ciencia cierta qué era lo que nece-
sitábamos. Un golpe de suerte hizo caer en mis manos unos
extraños tubos de cristal del grueso de un vaso, y acabados
por ambos extremos en dos tubos muy delgados, en los que
encajaban a la perfección las gomas trasparentes utilizadas en
la cafetera. Medían unos veinte centímetros de largo y alguien
me dijo que eran de suero, de los que utilizaban en el Hospital
Valdecilla para poner a los enfermos graves en las venas. No me
preocupé de su origen, porque eran la idea, hecha vidrio, de lo
que estaba buscando. Inmediatamente nos pusimos manos a
la obra, trabajando con los planos que tenía en mi cabeza.
-Hay que hacer un apoyo con alambre fuerte, para sujetar
sobre él un tubo de estos en posición horizontal, contenien-
do dentro alcohol líquido. Debajo ponemos un mechero de
alcohol para que la llama en contacto con el vidrio, caliente
el contenido. Si ahora soplamos por el tubo de goma de un
extremo, saldrá el vapor a presión mezclado con el aire de mis
180
pulmones por el opuesto, al que, como ves, le estoy conec-
tando un tubo de vidrio largo para poder acercar su extremo
a una llama y prender así el vapor a presión. Vamos a hacer la
prueba.-
En cuanto el alcohol comenzó a hervir, acerqué otro me-
chero al extremo de la salida terminada en vidrio y soplé con
fuerza. El vapor se prendió al instante y una especie de lanza
de fuego azulado se formó en su orificio de salida. Acerqué un
papel y, cuando todavía le faltaban cuatro dedos para rozar la
llama, comenzó a arder.
-¡Funciona! ¡Funciona!- Era increíble, pero con una hora
de trabajo, nuestro “soplete” funcionaba como si se hubiese
investigado en él durante semanas.
-Tenemos que buscarle una utilidad, porque si no ¿qué
objeto tiene inventar?- razoné mi opinión al ayudante que in-
mediatamente estuvo de acuerdo conmigo.
-¿Podrá fundir metales? Podíamos construir espadas par-
tiendo de chatarra- me sugirió Fernando.
-Fundir hierro creo que son palabras mayores, pero po-
demos probar a fabricar monedas de plomo o estaño. Para el
hierro habrá que hacer un soplete de campeonato que quizá
no quepa en esta galería. ¿Te has fijado en el tamaño de los
hornos de Nueva Montaña? Claro que allí podían hacer es-
padas en un día para media España. Vamos a buscar algo de
plomo, y probaremos con este metal, que es más blando. Y yo
he visto al fontanero que lo derrite con un soplete anticuado,
mucho peor que el nuestro.-
-Creo que los tubos de pasta de dientes y otros parecidos
son de metal y, por lo blandos podrían ser de plomo.-
-Eres un genio y tienes vocación de científico, se te nota
a la legua. He acertado de pleno incluyéndote en el proyecto.
¡Manos a la obra! Tú mira bien en tu casa y yo lo haré aquí. Si
encuentras un tubo con poca pasta de dientes, si es preciso te
181
los lavas cada mañana cinco veces seguidas, pero el jueves por
la tarde necesitamos tener material abundante. Moviliza a los
amigos pero, por favor, no me falles.-
El jueves por la mañana requisé los últimos tubos de cre-
ma para las manos, pasta de dientes, vaselina y pomada, a los
que durante los tres días anteriores había sometido a extrac-
ciones discretas pero eficaces, hasta dejarlos más planchados
que una corbata.
-Me parece de perlas que vayas aprendiendo algo de hi-
giene personal y que te laves los dientes, como veo que haces,
después de cada comida, aunque a mi modo de ver pones de-
masiada cantidad de pasta de dientes. El tubo de la semana
pasada se ha ido volando en cinco días.- Mi abuela hasta me
felicitaba.
-Lo haré, Ota. A partir de ahora pondré un poco menos
aunque a mí me gusta más cargar bien el cepillo.-
Llegó el momento definitivo y pusimos los tubos requi-
sados, siete en total, en un cacharro de hierro. Colocamos éste
en alto, y por debajo acercamos la salida de vapor de alcohol.
Al cabo de un par de minutos, un líquido plateado, parecido
al mercurio de los termómetros, comenzó a fluir. Sin duda
teníamos un don especial para la ciencia.
En la caja vacía de unas cerillas echamos el metal fundido
y resultó un lingote tan perfecto, que las irregularidades del
cartón quedaron marcadas en él.
-¿Y si hacemos monedas? Si nos quedan bien podemos
comprar chistes a montones.- Fernando era un genio y con
imaginación a la hora de buscar aplicaciones. Formábamos un
equipo perfecto.
Poniendo un duro en el fondo de un cucurucho de car-
tón, echando en él la fundición y poniendo a toda prisa otro
duro de tapa y empujándolo, a continuación, con fuerza, con
el extremo de un palo, logramos hacer varias copias defectuo-
182
sas; unas más gruesas de la cuenta y otras, la mayoría, con una
de las caras con muy poco relieve y alguna, incluso, con dos
caras de Franco, una por cada lado.
-Necesitamos mucho más material para trabajar. Cuando
tengamos veinte tubos reunidos, haremos una fundición gi-
gante. Pide a los compañeros de clase, haz lo que sea y dentro
de una semana, aquí.
Trascurrida la semana que le había dado de plazo se pre-
sentó con una buena cosecha de tubos. Algunos, incluso, con
la mitad de su contenido. Comenzamos a trabajar de inme-
diato.
-Tengo un recipiente más grande y podremos hacer toda
la fundición de una sola vez.- El momento crucial del paso
del modelo reducido a uno casi industrial, era fundamental.
Los dos éramos conscientes de ello y de lo que supondría un
fracaso, yéndose todo al traste.
-Sopla más fuerte, que comienza a fundirse. Si se te aca-
ban las fuerzas, dímelo, que te sustituyo.- Así nos turnamos y
en unos minutos cuando casi todo el metal se había fundido,
se prendieron fuego todos los restos de pintura, vaselina, po-
madas y pasta de dientes. Las llamas no eran espectaculares,
pero había que intervenir de inmediato.
-¡Échale un poco de agua, y luego limpiamos los restos
del contenido de los tubos y volvemos a fundir!-
Dicho y hecho, Fernando cogió con decisión un recipien-
te con un poco de agua que estaba sobre la mesa y lo vertió
sobre las llamas.
¡¡¡¡Boooom!!!!
La explosión no fue muy fuerte, pero sí lo suficiente para
que Trini y Ota viniesen corriendo desde extremos opuestos
de la casa. Se encontraron de frente con una humareda de la
que emergíamos nosotros, con cara de pasmo, sucios de resi-
duos y oliendo a pelo chamuscado.
183
-¿Qué ha pasado?- La misma pregunta nos la hacíamos
todos, porque los culpables tampoco sabíamos lo ocurrido.
-Al apagar una cosa que se nos prendió durante un ex-
perimento, no sabemos por qué razón, el agua ha explotado.
¿No te habrás equivocado y habrás echado alcohol?- Mi socio
sólo tuvo que acercarse a la nariz el vaso que tenía aferrado
aún en su mano derecha y aspirar.
-“Era” alcohol- fue su lacónica contestación. Aclarado el
misterio, evaluamos la magnitud del accidente. Por suerte, no
parecía que nuestros cuerpos hubiesen sufrido daño alguno, el
olor a pelo quemado no parecía provenir de nuestros cabellos.
¿De dónde entonces? ¿De la ropa? En eso, me fijé en el jersey
blanco con que llegó Fernando, que ahora estaba más visto-
so. Se había vuelto gris con manchas variadas y toda su parte
delantera, con un moteado negro, parecido al de un perro dál-
mata, pero con manchas más finas. El que yo llevaba, de color
marrón y más alejado del epicentro de la explosión, apenas
sufrió daños apreciables.
-Mírate el jersey, está en technicolor.-
-Me huele a quemado y no me extraña, porque al echar
el agua… bueno, el alcohol tenía el cuerpo al lado del fue-
go- contestó en tono lastimero. -Parece, al tocarlo, que tiene
bolitas. Mira, toca aquí.- Efectivamente. Allí entre la lana ha-
bía una bolita que nos costó sacarla porque estaba pegada al
tejido. La bolita, como muchas otras incrustadas en la lana,
era… de plomo. El recipiente de la fundición estaba práctica-
mente vacío de su contenido anterior. Todo el plomo, o por
lo menos la mayor parte de los diecinueve tubos, los llevaba
“puestos” Fernando, incrustados entre la lana de aquella pren-
da lista para ser tirada a la basura.
-Mi madre me mata. He destrozado el jersey que acabo
de estrenar, tiene más agujeros que un colador.- Fernando des-
apareció para no volver, no sé si porque su madre se lo prohi-
184
bió o porque cogió miedo a los riesgos de la ciencia, pero le
volví a ver de lejos por el colegio y eso me tranquilizó, pues,
por lo menos, no se habían cumplido sus augurios de morir a
manos maternas.
Entre Trini y Ota desmantelaron el laboratorio, y todos
los equipos acabaron en la basura. No me extrañó que, con
tan poco apoyo, apenas hubiese Premios Nóbel en España.
Sólo uno: el de don Santiago Ramón y Cajal, en la rama de
ciencias e investigación.
La previsión de que el laboratorio iba a ser una bomba se
cumplió, aunque no exactamente en la forma que teníamos
prevista.
185
Fueron unos días de recogimiento, penitencia y oración. Ter-
minada la Misión, todos se sentían mejores, y yo escuché co-
mentarios al respecto, como uno que aún recuerdo y trascribo
textualmente.
-“Ahora, con la Misión, somos todos mejores y buena
prueba de ello es que, desde que terminó, a las cabras las lla-
mamos antílopes y al alcalde… antilopón.”
El veinticinco de abril amaneció un día como cualquier
otro, pero la noticia de un suceso especial llegó hasta el patio
de recreo del colegio y, a pesar de la poca atención que prestá-
bamos a las noticias, ésta no pasó inadvertida para nadie y caló
muy hondo en mi mente y mi memoria. La víspera, por la
noche, en el pueblo de Vega de Liébana cerca de Potes, donde
yo solía acompañar a papá a cazar mariposas, el famosísimo
Juanín, huido por aquellos montes desde el final de la Guerra
Civil, dieciocho años atrás, cometió un fallo por exceso de
confianza, dándose casi de narices con una pareja de la guardia
civil. Lo que parecía imposible ocurrió y Juanín cayó abatido
por el fuego del fusil “naranjero” de uno de los guardias.
La noticia agradó a la mayoría de la gente. A las Hoyos,
y especialmente a Manolita, que temía ser secuestrada, por lo
que dejaron su casa de Panes, zona por la que actuaba Juanín,
y se trasladaron a vivir a Santander. Eso les quitó un peso de
encima, y se sintieron libres y seguras. A mí la noticia me
dejó un poco triste, porque los viajes a Picos con los guardias
escoltándonos si era día de paga, perderían toda la emoción
y tendría que animar a Lalo a que atropellase alguna gallina
para no dormirme por el camino. Juanín nos parecía un héroe
como Roberto Alcázar y Pedrín, pero más real. Sus aventuras,
verdaderas o falsas, eran comidilla general cuando subíamos
hasta esas tierras.
El compinche Bedoya, menos conocedor de las gentes y
el campo de Liébana, tenía los días contados y su única posi-
186
bilidad era la huida. La protección que mucha gente daba a
Juanín, a buen seguro no se la iban a prestar a él sin los lazos
de amistad necesarios.
Tardó en caer ocho meses y eso con la ayuda del cuñado
que, parece ser, se lo puso en bandeja a la Guardia Civil, avi-
sándoles del itinerario que harían en motocicleta en su frustra-
da huida hacia Francia.
El cuatro de diciembre, Bedoya cayó en la trampa, cerca
de Islares, en un lugar abrupto bien elegido, del que era poco
menos que imposible escapar, y la Guardia Civil no se anduvo
con contemplaciones: disparó a matar. El cuñado y presunto
delator, cayó muerto a los primeros disparos. Bedoya, herido,
trepó a unas rocas y, desde allí, intentó lo imposible hasta que
cayó abatido por las ráfagas de balas. Fue el fin del maquis y
de una leyenda.
187
de Santander estaba dirigida por mi profe de violín, el maestro
Esteban Vélez Camarero. Con ella interpretamos “La Leyenda
del Beso”. Con la súper famosa Banda de Liria, dirigida por su
director titular, cantamos a voz en cuello “Las bodas de Luis
Alonso”. Por último, con estas dos bandas anteriores unidas a
la del regimiento de Valencia (nunca se vio cosa igual), dirigi-
das por Rafael Frühbeck de Burgos, director de ésta última y
teniente del ejército, interpretamos, con nuestras voces a ple-
no rendimiento y potencia, “Las danzas del Príncipe Igor” de
Borodine. No se cayó el techo del escenario con los atronado-
res aplausos… porque el concierto fue al aire libre.
En cuanto tuve ocasión, me acerqué a Torres a ver a las
nuevas inquilinas, a las que encontré perfectamente adaptadas
a su nuevo alojamiento.
-Papá, ¿cuándo comenzarán a poner huevos? ¿No debe-
rían estar poniendo ya?- Me impacientaba sólo de pensar en
volver a la incubación que tanto me gustaba cuando era más
pequeño.
-Al cumplir cuatro meses justos, pondrá la primera. Antes
de cuatro meses nunca he visto a una gallina que haya puesto
su primer huevo. No te impacientes, que ya falta poco. Antes
de dos semanas pondrá alguna, su primer huevo será raquítico
y con el cascarón algo manchado de sangre, como suele ser
habitual. Con el tiempo mejorarán de tamaño y serán com-
pletamente limpios, entonces cargaremos una incubadora y
les sacaremos sus primeros hijos.-
Los jóvenes gallos tardaron más en comenzar a cantar que
sus futuras hembras en poner huevos, pero el nuevo gallinero
ya estaba en marcha y la alegre serenata del amanecer no tar-
daría en llegar a su pleno apogeo, cuando el sol calentase un
poco más y todas las aves comenzasen su época de cría…
El curso acabó y las notas aprobadas se archivaron con
los libros. El curso de segundo pasó a la historia sin pena ni
188
gloria en lo escolar, minimizado por tanto acontecimiento
como ocurrió en la ciudad y su provincia.
189
buitre y, a juzgar por cómo devoraba la carne picada, era de
los más comilones de todos los buitres conocidos.
El buitre se tuvo que ir a una carnicería que le prohijó,
y donde paseaba entre la clientela a la espera de que se cayese
un despojo o algún filete para llevárselo al pico. En su nuevo
domicilio de la calle Ancha de Torrelavega yo le visité con fre-
cuencia durante la mayor parte del verano, hasta que le creció
la pluma y le identificamos como un alimoche. En la carnice-
ría le dieron el pasaporte hacia otro aficionado que careciese
de olfato y con dinero suficiente y ganas de alimentar a aquel
adefesio.
Le envié mi agradecimiento al minero a través de Lalo
con la súplica de que, a las aves como aquella, las dejase en el
nido con sus padres. No deseé repetir la experiencia.
Una mañana de sábado del mes de julio, papá me pro-
puso intentar, junto con otros tres voluntarios, capturar un
macho de codorniz para que hiciese compañía a una hembra
alicorta del año anterior, que había comenzado a poner hue-
vos a razón de uno cada día. El lugar elegido fue el alto de la
Montaña. Allí, según uno de los voluntarios, cantaban por los
campos más machos de codorniz que grillos en primavera. Le
creímos hasta donde nos pareció oportuno, y allí fuimos con
la sana intención de no volver con las manos vacías.
Con el Dumbo como estrella consagrada, su hija Lola
ascendida de aprendiz a maestra un año antes y una red de dos
por dos metros sujeta por las cuatro esquinas por papá y los
tres voluntarios, el experimento parecía que iba a ser “coser y
cantar”.
A la cuarta vez que, con el Dumbo y la Lola en muestra,
extendieron la red a toda prisa encima de donde se suponía
que estaba el ave y ésta voló desde un lugar próximo, pero
sin red, comenzamos a desanimarnos porque no era tan fácil
como estaba programado.
190
-Dos intentos más y lo dejamos. No vamos a estar toda
la mañana dejando que se rían de nosotros, que tenemos más
cosas que hacer.
Yo observaba con el cazamariposas en mis manos, pen-
diente de si alguna especie desconocida o interesante se cruza-
ba en mi camino. Por si acaso, me situaba cerca de la red para
cubrir un hueco.
El Dumbo hizo otra muestra y la Lola le imitó, lo que sig-
nificaba codorniz segura, porque el Dumbo tenía experiencia
y sabía lo que se hacía a la perfección. Lola, aunque más joven,
era alumna más que aventajada. Repetimos el proceso a toda
prisa y extendieron la red… La codorniz voló por donde no
había red, como en las ocasiones anteriores, pero tan cerca de
mí que le lancé un mangazo con el cazamariposas con todas
las ganas del mundo… el ave entró hasta el fondo limpiamen-
te y resultó ser un macho con una corbata negrísima, uno de
los denominados en el argot cazador, “moruno”.
Fue un movimiento instintivo el que hice al escuchar el
aleteo del ave al arrancar en vuelo, pero la suerte es así de ca-
prichosa y si esa vez estuvo conmigo, las anteriores lo estuvo
del lado de la codorniz.
191
leopardo sujeto por una cuerda de diez metros a un árbol elásti-
co, me dejaba sin respiración imaginándolo. Otras historias de
elefantes y gorilas no tenían nada que desmerecer a su lado.
Con César y Celeste, los sobrinos de Kika, hacía tertulia
al anochecer, contando chistes y cosas del pueblo.
Por la mañana, después de forrarme el estómago de cho-
colate con una torta de chicharrones inolvidable, salía a mon-
tar a caballo en mi viejo amigo Romero, un caballo tranquilo
hasta la fecha, y poco animado a correr.
-Lo importante es que no beba si suda mucho. Le puede
dar un cólico, y lo mejor para prevenirlos es poca agua después
de sudar.- El consejo de su dueño, Luis de María, “Patola”
para Lalo, era claro y conciso y mi intención era seguirlo al
pie de la letra.
Así que, después de desayunar, salía a caballo con Cesar
de acompañante, que conocía al animal. A mediodía, cuan-
do el sol calentaba, me dedicaba a las mariposas en cuerpo
y alma. Cuando volvía a comer, era siempre tarde, y comía
como una lima, aunque me reservaba para el postre porque la
especialidad de Kika era un flan natural tamaño rueda de co-
che que tanto a papá como a mí, nos volvía locos. Por la tarde,
un poco más de caballo hasta la hora de la merienda.
La semana pasó volando y se me hizo cortísima. Mi padre
volvió, para a ver la mina, y yo regresaría con él, pero antes me
daría una vuelta a caballo, sin César de “carabina”, Romero y
yo mano a mano. Para sentirme mejor jinete, me llevé la fusta
conmigo.
Monté, nada más salir de la oficina, junto a la que, en un
costado, estaba la angosta entrada a la cuadra, por la que cabía
Romero, rozando el dintel con el borde superior de la silla de
montar.
Decidí ir hasta las Ilces, un pueblecito en la carretera de
Potes distante dos kilómetros de Espinama. Por el camino pa-
192
saría junto a los garajes de la compañía, y vería si volaba una
Apatura a la que la tenía declarada la guerra.
Incité a Romero a que se pusiese al trote, dándole unos
taconazos en el costado, y él ni se enteró. Le di más duro y no
conseguí acelerar de una forma apreciable su paso. –“Ahora vas
a ver lo que es bueno”- me dije a mí mismo, y le arreé un fus-
tazo en la grupa. El animal respondió y comenzó a trotar lenta-
mente. –“Esto es otra cosa”-pensé-, “ya tengo la solución”.-
Así nos alejamos casi un kilómetro y me pareció que era el
momento de cambiar mis planes. Con este dominio de mi ca-
balgadura me iría a dar una vueltecita a Fuente Dé. Allí había
prados amplios donde dar unas carreritas a Romero. Detuve
al animal, le hice girar 180 grados y le enfilé hacia el pueblo.
Como había vuelto a su paso cansino le di otra vez con la
fusta… Romero comenzó a correr a un galope desenfrenado
como si le hubiese metido un cohete por cierto sitio. Intenté
dominar al animal, pero éste no estaba dispuesto a consentirlo
y, al galope, atravesamos el pueblo como si fuese un forajido
huyendo de un grupo perseguidor en una película del Oeste
americano.
Al final Romero se detuvo donde quiso pero justo donde
yo no quería, junto al pilón del agua en medio del pueblo.
Sudaba por todo el lomo y yo sabía lo que debía hacer, no
dejarle beber. Forcejeé con él tirando de las riendas y no me
hizo maldito el caso. Bebió cuanto quiso hasta que se deci-
dió a obedecerme. Entonces apartó la cabeza del abrevadero,
apuntando con su hocico hacia la cuadra, distante escasamen-
te ochenta metros de nuestra posición. De improviso, el co-
hete hizo explosión y Romero arrancó hacia la cuadra como
si mil demonios le persiguieran. Todo fue rapidísimo y me di
cuenta de que Romero me iba a dejar empotrado contra la
parte de arriba de la puerta de la cuadra como en los dibujos
animados.
193
A lo lejos, alertados por el ruido de los cascos al galope
sobre las piedras del camino, aparecieron en la puerta de las
oficinas papá y Emilio. Entre ellos y yo, un montón de leña
ocupaba el centro del camino y Romero iba derechito a él. El
concurso hípico no lo tenía suficientemente ensayado y se vio
a las claras cuando, al detenerse en seco Romero, cambié la
equitación por el vuelo sin motor y, por encima de sus orejas y
del montón de leña, volé con facilidad hasta aterrizar violen-
tamente contra el suelo, casi a los pies de papá.
Milagrosamente me puse de pie sin nada más que ligeras
contusiones. La herida más grave la tenía en mi honor, y de-
cidí, en ese instante, que los caballos no estaban hechos para
mí, o yo para ellos, según se mire.
-No tenía ni idea de que, además de a montar a caballo,
hubieses aprendido a volar en tan solo una semana.- Papá y
Emilio se pitorrearon de mí lo que quisieron. Yo, en venganza,
dejé de dirigirle la palabra a Romero.
Con la experiencia de una caída de burra y otra de caballo
tenía de sobra. A partir de ese momento, donde más me gusta-
ron los caballos fue en las pantallas de cine, pero poco o nada
en la realidad… por lo menos para subirme en ellos.
194
Dormimos en Herrera, unos con más suerte que otros,
porque el aumento de coches y cazadores era visible princi-
palmente a la hora de encontrar acomodo. Los que creyeron
encontrar el mejor sitio intentaron dormir en una habitación
construida sobre una pocilga. El olor y los ruidos de cuatro
cerdos los arrullaron, sin éxito, durante el poco tiempo que re-
sistieron en la habitación y, a las cuatro de la mañana, estaban
de paseo por el pueblo, esperando al resto de la cuadrilla que
dormíamos de dos en dos, pero sin cerdos en la planta baja.
Con estas comodidades, no es de extrañar que, antes de ama-
necer estuviésemos en el cazadero, pasando frío e intentando
contener a los perros deseosos de echarse al campo. Casi en la
oscuridad sonó a lo lejos el primer disparo.
Nos lanzamos al rastrojo sin apenas ver y escuchamos
otro casi al instante.
-Las cazan en Braille como los ciegos, porque es impo-
sible que las vean volar. O quizá disparen de oído como los
músicos- comentó algún gracioso. Pero se oían más tiros y,
poco a poco, entramos nosotros en juego.
Veinte minutos después aquello parecía más “Los Puentes
de Toko-Ri”, una película de la guerra de Corea, que una ca-
cería de codornices en la provincia de Palencia.
-Parece que hay tormenta, se oyen “truenos” por todas
partes. No he visto cosa igual en mi vida.- El que lo dijo tenía
experiencia y había estado en la Guerra Civil en infantería, lo
que le daba una cierta autoridad. Los disparos se superponían
unos a otros y su sonido llegaba de todas las direcciones. En
un minuto de reloj contamos aproximadamente ciento treinta
y el tiroteo no amainó, como los temporales, hasta que el calor
comenzó a hacer mella en perros y cazadores.
Para entonces yo ya llevaba la escopeta colgada y el
hombro para el arrastre. Mi tío Fernando, con el carrillo
inflamado, se quejaba de que, con tanto tiro, se le había in-
195
crustado la barba hacia dentro…por culpa de los cerdos, que
no le dejaron afeitarse.
El que más y el que menos, en el pecado llevaba la pe-
nitencia. El pecado eran los hermosos ramos de decenas de
codornices que colgaban de los porta-cazas, hasta el extremo
de tenerlas que colgar de tres en tres en cada tira de cuero, en
vez de de una en una, que era lo habitual.
No he vuelto a ver un año de abundancia igual. Tanto
fue así, que sólo disparaba cuando, al romper la muestra el pe-
rro, volaban al mismo tiempo varias codornices. Entonces me
encaraba la escopeta y disparaba, primero a una, y después a
otra, intentando hacer doblete. Lo hiciera o no, me colgaba la
escopeta y me juraba a mí mismo que ni un tiro más, que mi
hombro no lo resistiría. A la siguiente muestra, la afición me
perdía y lo intentaba de nuevo, hasta que opté por no poner
cartuchos en la escopeta y así evitar tentaciones.
Las codornices eran así. En otra ocasión, en Sotobañado,
lugar de tradicional abundancia, en la mañana del día de la
apertura, el que más cazó fueron cinco y huimos al vecino
Cervera de Pisuerga donde, por extraño que parezca, no se nos
dio del todo mal.
196
Todo eso olía a colegio. No necesitaba saber la fecha del
mes para darme cuenta de que estaba a punto de emigrar en
dirección contraria, como así fue.
Unos días más tarde, subía otra vez por delante de la Vir-
gen de la gruta. Pero mi punto de partida ya no era la casa de
los Calderones, con su misterioso jardín sino otra, más miste-
riosa aún, situada en la cuesta denominada “calleja de Arna”
por unos y “Francisco Palazuelos” por otros, según sus gustos.
Esta cuesta pasaba justo por detrás de mi anterior vivienda.
La nueva casa se la había alquilado a mis padres una
prima de papá, muy simpática y agradable, de nombre Mª
del Carmen Huidobro. Ella y sus hijas se habían reservado
los dos pisos superiores y nosotros: mamá, Ota, Gonza, mis
tres hermanas, Trini y yo, viviríamos en los dos de abajo: el
piso inferior con la cocina, el lavadero, el cuarto de Trini, un
servicio y otras dependencias, y el de encima con el come-
dor, una salita de estar con un precioso mirador, un baño y
el resto de las habitaciones. Desde la cocina, un torno, se-
mejante a un pequeño ascensor, servía para subir la comida
al comedor sin necesidad de ascender una sola escalera más.
Hasta aquí parecía una casa “normal”, pero nada más lejano
de la realidad.
Por fuera, más parecía, por su ubicación, una fortaleza
medieval con torreta incluida, que una vivienda. Para llegar
hasta la casa desde la calle pública, había que ascender por una
escalera “de padre y muy señor mío”, que decía Ota. Cerca
de cincuenta escalones ponían a prueba la resistencia de las
personas mayores e incluso los niños no podíamos subirlas a
la carrera sin hacer un alto para tomar resuello.
El aspecto y color de la fachada, junto a su deficiente con-
servación, le daban un aire más propio de la residencia de una
familia de fantasmas escoceses que de la vivienda de una abue-
197
Casa de la Calleja de Arna: construida a finales del s. XIX.
La foto es de principios del s. XX. Nótese los árboles recién plantados.
198
la, una madre y cinco niños, el mayor de trece años. El com-
plemento que aumentaba el misterio era el jardín, selvático y
descuidado, con árboles de cincuenta años o más, y maleza de
una fecha poco posterior.
Delante de la casa, unos cedros de color verde oscuro, casi
negros, que invitaban, los días de calor, a descansar en aquella
especie de terraza antes de atreverse con un nuevo tramo de
escalera. Desde la calleja hasta el punto más elevado del jardín,
a la altura del tejado, cerca de cuarenta metros de desnivel
obligaron a su diseñador, allá por mil ochocientos noventa, a
aterrazar en escalones estrechos toda la parcela, y a poner setos
entre ellos para evitar que la caída accidental en la parte alta
del jardín de una persona fuera como la de una pelota, que
dando botes acabara en la carretera de acceso. A mí, por lo
menos, me pareció una explicación lógica, ya que cultivos no
había de ningún tipo.
En la parte más alta del jardín había un plátano de consi-
derable altura en el que, subido en su copa, encaramado a una
horquilla de la punta, pasé gran parte de mi tiempo libre en
los días en que el buen tiempo me lo permitió. Allí trepado,
disfruté de ratos inolvidables provisto de una radio de galena
construida por mí y que se escuchaba de forma mágica a través
de unos auriculares de mi abuelo, pues esta radio no necesitaba
pilas ni conexión alguna con la red eléctrica. Allí en las alturas
conviví con vencejos, verderones, gaviotas y otras aves como si
yo fuese una más, aunque nunca me atreví a intentar echarme
a volar ni me vi obligado a hacerlo de forma accidental.
199
Aquel día de apertura de la veda en Carrión de los Con-
des se podía calificar de absolutamente normal. Con las esco-
petas desarmadas y en sus fundas, los perros y los cazadores,
cansados, en el interior del coche, comenzamos el regreso.
-¿Qué es aquello que hay en la carretera?- dijo uno de los
que viajaba cómodamente en los tres asientos delanteros del
Land Rover. Atrás íbamos como sardinas en lata: Eduardo,
Claudio, Isaín, Goyito y yo. Entre nuestros pies, agotados,
descasaban los cinco perros.
-Parecen ovejas... pero…- titubeó unos instantes.- No…
son… son… avutardas… ¡¡¡Son avutardas!!!- gritó como un
poseso.
-¡¡Armad las escopetas!! ¡¡Rápido!! ¿Quién tiene cartuchos
de perdigón gordo?- y comenzó el delirio. Todos queríamos
disparar a las avutardas. Ninguno quería ser sólo espectador.
Yo el primero, que hasta ese momento sólo había visto alguna
de estas imponentes aves en pintura o fotografía. Una ocasión
semejante no la podía desperdiciar.
Al detenerse el coche y armarse ese barullo, los perros se
despertaron e intentaron salir de entre nuestros pies para ver
qué ocurría, pero no podían con tanta pierna de por medio.
El Tom, un pachón muy resolutivo que se había incorporado
hacía poco a la cuadrilla de perros, cuando le encontramos
perdido por una carretera, agarró por el cuello al Yoni, el setter
irlandés de Claudio, y comenzó una pelea a la que se sumaron
el resto de los perros, intentando salir de entre nuestros pies.
Ante la encarnizada pelea, Eduardo y Claudio, con las mismas
correas de atarlos, comenzaron a darles una buena tunda de
correazos para ver si con eso se aplacaban los ánimos cani-
nos…
-¡Quietos, quietos!- gritábamos los de atrás… -¡Armad
las escopetas!- gritaban los de delante… -¡Basta, basta! ¡Parad
ya!- chillaba Goyito, porque más de la mitad de los correazos
200
que intentaban dar Claudio y Eduardo a los perros para que
detuviesen la pelea, se los estaba llevando él en sus piernas,
que estaban por encima de las cabezas de los perros.
Cuando llegaron suficientes “caricias” a los canes, éstos
soltaron su presa y Goyito respiró.
-¡Vaya paliza que me habéis dado!- se quejaba con toda
razón. Pero nadie le hacía el menor caso porque todos está-
bamos pendientes de las avutardas que, admiradas de nuestra
lentitud para armar las escopetas, se alejaban con parsimonia
picoteando aquí y allá en el rastrojo.
Intentamos ir tras ellas en el Land Rover, pero hubo que
desistir, porque el terreno estaba empapado de las tempranas
lluvias de aquel otoño, y a punto estuvimos de quedarnos em-
bachados.
201
a los profesores. Al entrar a clase no teníamos al profesor es-
perándonos. En su lugar se presentó el Prefecto, que nos dijo
que nos fuésemos todos para casa, que el colegio se cerraba,
como la sala de castigados… hasta nueva orden. Al abandonar
la clase, un rumor comenzó a circular de boca en boca.
-El padre Manuel Campo tiene la gripe y se le ha compli-
cado, como es uno de los mayores… El año pasado celebró sus
bodas de oro sacerdotales… Se teme por su vida, porque está
enfermo de gravedad.-
En casa el panorama era bastante desolador, sólo quedá-
bamos dos en pie, una de mis hermanas y yo. El resto a dife-
rentes temperaturas, pero todos con síntomas evidentes de la
enfermedad. Gonza intentaba por todos los medios llamar la
atención y por la tarde, con cuarenta grados, batía el récord de
la familia. De él, en descenso hacia abajo, había fiebres para
todos los gustos. La mía, en treinta y seis y medio, era la me-
jor prueba de que estaba limpio. Por eso me aburría como un
muerto, porque no tenía nadie con quien hablar ni jugar. Al
segundo día de soledad, decidí desoír los consejos y largarme
al cine a ver una película de vaqueros. Si había que caer, caería
matando, como los héroes.
En Santander había varios cines, para gustos bien dife-
rentes. El menos exigente en limpieza y al alcance del bolsi-
llo más desolado era el Popular Victoria, que no podía serlo
más. Con su sobrenombre de “El Pulguero” nadie se llamaría
a engaño. Estaba junto al colegio, tenía asientos de madera y
a media película se asomaba un emisario a la puerta y avisaba
a las pescadoras que hacían punto, tertulia y veían la película
al mismo tiempo, de la llegada de sus maridos a la dársena de
Puerto Chico, donde residía el negocio de la pesca. Debajo de
él, con entrada por la calle opuesta, el Salón Victoria era para
señoritos. Tenía palcos, cortinas y, aunque no era de estreno,
doblaba en precio al popular y carecía del olor a sardinas. “Me
202
siento rejuvenecer”, con Cary Grant y unos chimpancés de
actores estelares, me ayudó a matar el tedio de una de esas tar-
des de cuarentena forzosa. Muy cerca, y junto a la fábrica de
hielo para conservar la pesca, el Bonifaz atraía a otro público
diferente.
Al otro extremo de la ciudad estaba el cine Alameda, que
ocupaba un chalet y era el más caro y de moda de Santander.
En él tenían lugar los estrenos y se proyectaban las mejores pe-
lículas. Duplicaba el precio del Salón Victoria. “El hombre de
Laramie”, peliculón del Oeste de James Stewart, colaboró con
su pequeña parte, y otras muchas películas de la época como:
“Quince bajo la Lona”, “Los tramposos”, “Las Chicas de la
Cruz Roja”, etc., me hicieron pasar allí buenos ratos.
Visto que el virus me rechazaba claramente, me lancé a
película diaria y, durante las dos semanas y pico que duraron
las vacaciones asiáticas me recorrí también el Gran Cinema, la
Sala Narbón, el cine Cervantes, con precio especial los martes,
“día fémina”, y al que, años atrás, solía acudir con mis padres,
ya que alternaban un día a la semana el cine con conciertos. El
teatro Pereda, en mi más cercano radio de acción, lo visitaba
con frecuencia sin gripe y con doble motivo lo hice durante
la epidemia.
Pero la vuelta al colegio fue trágica. El padre Manuel
Campo murió el día veintiuno y subió al cielo que se merecía
acompañado de muchos otros. Usando un símil del jardinero
de casa: “la poda” había sido de las de campeonato. En casa,
todos sanaron, y comencé a pensar que yo era inmune a dicha
enfermedad. Faltaban cuarenta y cinco años para darme cuen-
ta de mi equivocación.
El entierro, con un carruaje tirado por caballos negros,
fue escoltado por todos los alumnos en fila a ambos lados de la
calle, hasta la cercana Iglesia de Santa Lucía. Fue una muestra
impresionante del sentimiento popular, y mi segundo entie-
203
rro como acompañante, que me dejó un regusto amargo de
las que podían haber sido unas magníficas vacaciones.
204
Para lanzar a bailar la peonza, se enroscaba primero a ella
un cordelillo que, según los gustos, se daba una vuelta con su
extremo alrededor de la cabeza de ésta o se dejaba que sobre-
saliese la longitud de la peonza antes de dar la primera vuelta
alrededor del ron. El cordelillo era especial, mejor un poco
gastado y con dos nudos al final. Entre ellos se introducía una
moneda de real con un agujero en su centro, que hacía de tope
por la parte exterior de los dedos corazón y anular evitando
que al lanzarla se escapase de la mano.
Una vez bailando sobre el suelo se acercaba la mano con
los dedos entreabiertos y se la hacía subir para que bailase so-
bre la palma. Hacer esto bien, con rapidez, soltura y el míni-
mo roce, era esencial si se jugaban monedas.
Como siempre, el dinero y las perras gordas tenían aquí
su aplicación. La forma de juego de dinero consistía en poner
cada uno su dinerito en un círculo, lanzándolo desde la altura
reglamentaria para que las monedas se repartieran por toda la
superficie. Por turno, se lanzaba la peonza, intentando atinar a
una moneda y hacerla salir disparada de un ronazo. Si se falla-
ba el golpe, se “cogía” en la palma de la mano y se lanzaba con
una cierta inclinación sobre la moneda más cercana al borde
para echarla fuera. Mientras la peonza seguía girando se volvía
a “coger” en la palma una y otra vez, repitiendo el lance hasta
que cuando uno era consciente de que estaba a punto de dejar
de girar, se lanzaba de panza sobre una moneda, en un último
y desesperado intento de recuperar lo apostado.
El siguiente jugador bailaba su peonza y repetía la ope-
ración, y así por turno, hasta que el círculo quedaba vacío de
monedas.
Como en todo, entre los jugadores de peonza los había
malos, regulares, buenos y auténticos virtuosos que llegaban a
lanzar la peonza con tal pulso y precisión, que con su propia
palma de la mano la “cogían” en el aire, sin que llegase a tocar
205
el suelo. Esto parecía una ventaja que les produciría abun-
dantes ganancias, aunque era lo contrario, un inconveniente
gravísimo, porque eran conocidos y nadie quería jugar contra
ellos, ya que a nadie le gusta que le arruchen.
Lo que me ponía de los nervios a mí y a todos los juga-
dores de peonza era cuando, una vez enrollada toda la cuerda
alrededor de la peonza, ésta se resbalaba sobre la madera y se
aflojaba, obligando a comenzar el proceso.
-¡Ya se me ha hecho “gorro” otra vez! ¡Estoy deseando que
alguien me parta esta puñetera peonza, porque si no lo voy a
hacer yo un día de estos! ¡No he visto peonza con más facili-
dad para hacerte el “gorro”!
El juego de peonza era un juego para gente dura y eso le
daba un mayor aliciente.
Entre partida y partida, y especialmente si el tiempo es-
taba lluvioso, los extraterrestres eran el complemento ideal y
me enganché al tema como si fuese un drogadicto como Toni
Franciosa con la morfina en la película “Un Sombrero lleno
de Lluvia.”
Todo comenzó con la radio de galena de mi hermano,
escuchando un serial radiofónico llamado “Diego Valor”, que
posteriormente llegó al “chiste”.
Este hombre tenía la nada despreciable tarea de defender
al planeta Tierra de los Viganes, unos hombres verdes, calvos
y con las orejas de punta que venían de otra galaxia y que, en
pocas palabras, y no sé si me comprenderá bien el lector, tenían
una mala leche increíble. Su deporte favorito era esclavizar a
otros extraterrestres llamados Atlantes y su intención era hacer
lo mismo con nosotros. Su jefe, El Mecong, era un hijo de
mala madre, que dirigía con mano de hierro un ejército pro-
visto de toda suerte de inventos, como sillas volantes que se di-
rigían con la mente, naves indestructibles (o por lo menos eso
se creía él… porque Diego Valor, que tampoco era manco, le
206
robó unas sillas volantes y desde ellas les lanzaba a dichas naves
unas bombas de mano por el único sitio donde eran vulnera-
bles: una escotilla de ventilación, y las hacía puré del fino).
Pero Diego no estaba solo. A su lado, el capitán Porto-
lés daba “leña” a los Viganes que era un gusto ver cómo lo
hacía… La pelea estuvo nivelada durante años en la radio y
menos tiempo en los chistes hasta que el Mecong comprendió
que, a pesar de sus cientos de naves indestructibles, gases rojos
paralizadores, sillas volantes, esclavos atlantes, y ser un juga-
dor de ventaja más falso que Judas, Diego Valor y el capitán
Portolés eran, para él, un hueso demasiado duro de roer. Tuvo
que rendirse a la evidencia.
207
Aprovechando la oscuridad de la noche mamá metió la
camisa en el lavadero y, para evitarme tentaciones, la puso a
remojo. Una camisa vieja con una mierda de cuello me acom-
pañó al colegio a la mañana siguiente. Me sentía otro sin mi
nueva camisa.
Al volver a casa pregunté por ella.
-¿Ya está seca la camisa nueva? No se le habrá estropeado
el cuello, ¿verdad, mamá?-
-No hijo, lo que se le ha estropeado es el cartón que lle-
vaba puesto y que ha quedado desecho con el agua. He sido
tonta, porque no sé cómo no se me ocurrió pensar que tanta
rigidez en el cuello no podía ser natural, porque la camisa la
compré en el mercado y me costó cuatro perras.- Mi gozo en
un pozo y de propina, pitorreo general a cargo de todos los
miembros de la familia. Me dieron ganas de marcharme a To-
rres con papá, que él me comprendería.
208
hora y media de tren, que la dedicaría a repasar las aventuras
de Diego Valor.
-Como ya vas teniendo edad, y has hecho el recorrido
muchas veces conmigo, irás tú. Pero ve con cuidado y no ha-
bles con desconocidos, que eres muy dado a contar cosas a
todo el mundo.- Mamá depositó en mí su confianza y eso me
halagó y me hizo sentirme mayor.
Con un buen montón de chistes de mis héroes favoritos
me acerqué a la ventanilla y pedí un billete de “económica” a
Torrelavega. El vendedor me contestó:
-Aquí tienes tu billete de segunda. No te pases de estación
que te veo que vas preparado para el viaje.- Si quería llamar
“de segunda” a lo que se había llamado toda la vida “económi-
ca”, no era asunto mío. Me subí al tren, me instalé cómoda-
mente enfrente de un sacerdote y me enfrasqué en la lectura.
El cura, aburrido, me interrumpió varias veces y en una de
ellas me preguntó que a dónde iba. Yo, a pesar de los consejos
de mamá, le dije la verdad -A Torrelavega.-
-Niño, deja los chistes y date prisa que ya estás en la es-
tación y el tren sólo para aquí un par de minutos- me dijo el
cura.
-Le dije que iba a Torrelavega y todavía no hemos llega-
do- contesté escuetamente al entrometido.
-Torrelavega es ésta, así que ya te estás bajando si no quie-
res tener que coger otro tren de vuelta y que tus padres se
lleven un susto de muerte.-
Miré por la ventanilla del lado derecho en dirección de
la marcha y allí faltaba el paisaje habitual con el edificio de
Talleres Obregón. Aquella parada no era Torrelavega.
Otro pasajero estuvo de acuerdo con el cura y no tuve
más remedio que bajarme del tren por el lado contrario del
que lo hacía habitualmente y me encontré ante un hermoso
campo de prados con vacas.
209
No comprendía nada. Primero pido un billete de econó-
mica y me lo dan de segunda, cuando llego a mi destino todo
ha cambiado y la estación no se parece ni por asomo a la que
conozco tan bien.
Más desorientado que un burro en un garaje, como solía-
mos decir, “me pegué a rueda”, como hacen los ciclistas, detrás
del pelotón de pasajeros que se apearon junto a mí y desoyen-
do los consejos de mamá, pregunté a uno de ellos.
-¿Para ir a Torrelavega, señor?-
-Súbete al autobús conmigo y en cinco minutos estarás
allí.- Sin comprender nada, hice lo que me indicó.
-Niño, el trayecto son dos pesetas. Toma el billete.- Tuve
que pagar lo que me dijo. Aún más confuso si eso era posible
comencé a mirar por la ventanilla. Poco a poco aparecieron
casas y más casas hasta estar en una zona que me resultó fa-
miliar. ¡¡Estaba en Torrelavega!! Por dónde me había traído el
tren era un misterio, pero había llegado a mi destino, aunque
no al punto previsto, lo que no tenía demasiada importancia.
Cuando llegué a Torres papá se mostró sorprendido de lo
pronto que había llegado.
-¿Cómo llegas tan pronto? ¿En qué tren has venido? ¿Te
ha traído alguien en coche?- Papá me miraba con extrañeza y
le tuve que explicar la historia.
-Han cambiado la vía de sitio… y por la nueva viene mu-
cho más rápido.-
-No la han cambiado. Lo que ha ocurrido es que te has
equivocado de estación y te has subido en un tren de RENFE
que va a Reinosa y que tarda la mitad. En Santander las dos
estaciones están una al lado de la otra y tú, que eres un despis-
tado, te has metido en la primera, en vez de en la segunda, que
es la que te correspondía.-
-Yo no soy despistado- dije enfadado. -Lo que ocurre es
que no está nada claro. Deberían tener más cuidado con estas
210
cosas, porque por lo que veo, si no es por el cura, estaría ahora
en Reinosa o camino de Valladolid.-
-Olvidémoslo. Dame las llaves que te dio tu madre.-Re-
busqué por los bolsillos infructuosamente, hasta que, rojo de
vergüenza, confesé.
-Las he olvidado. Con las prisas y los chistes creo que se
quedaron encima de la mesa.-
El sambenito de ser despistado, me iba a acompañar du-
rante mucho tiempo…
211
mento a las ruedas, a mí, y entre ambos, a un charco profundo
de agua color chocolate que despidió la rueda en mi dirección
y que me cayó encima cambiando en un segundo el color de
mi uniforme del blanco impoluto al marrón color caca.
-Estaba de Dios que no fueses este año a la procesión de
las Palmas- fue el comentario de Ota, al verme entrar por la
puerta chorreando barro como si viniese de cazar lagunejas y
me hubiese caído en el regato más inmundo de la marisma.
-Quítate esa ropa inmediatamente, que sólo te falta coger una
pulmonía.-
Hay que reconocer que ni “el Pupas” habría ligado tantos
actos desafortunados como los que yo conseguí en tan corto
espacio de tiempo.
212
ba con ansia el día del festival gimnástico del colegio porque...
si todo resultaba según lo previsto, al terminar, el Padre Rec-
tor se dirigiría a todos los participantes por los altavoces para
dar las gracias a los familiares por su asistencia y felicitar a los
alumnos por lo bien que habíamos realizado las tablas de gim-
nasia y otras exhibiciones... y después diría la frase mágica:
-Mañana, por tanto, será día de vacaciones.-
Si el tiempo era bueno sería mi día. No había caza de aves
pues la veda ya estaba cerrada, ni tampoco de mariposas porque
era día laborable y mi padre trabajaba. Por la misma razón no
iríamos a Torrelavega. Por tanto, yo podría dedicar toda la ma-
ñana a cazar grillos. Practicaría todas las técnicas y, si me acom-
pañaba un amigo, le enseñaría, como pocos profesores pueden
hacerlo, el arte de hacer salir a un grillo remiso de su cueva.
-Lo primero es localizar la cueva donde vive un macho
que sea buen “cantador”… ¿Oyes cómo canta ese? Suena fan-
tástico. ¡Vamos a por él!-
Así comenzó la clase práctica...
-Hay que acercarse muy poco a poco, apoyando los pies
lentamente para no producir vibraciones ni crujidos de hier-
bas secas... Cuando estemos cerca hay que intentar verle para
no confundirnos y hacer salir a una hembra, que, como no
canta, no nos sirve para nada.-
Unos segundos más tarde teníamos localizado al tenor.
-Ahora viene la parte más importante: cómo hacerle salir.
Vamos a poner en práctica el método más sencillo, pero que
en el 80% de los casos falla. Éste se ha metido cabeza abajo, y
no le gusta estar así porque puede venir otro macho, atacarle
por detrás y asarle a mordiscos, sin él poder defenderse, lo que
le obligaría a salir marcha atrás y luchar con el intruso.-
Hice una pausa al tiempo que me arrodillaba y ponía mi
dedo índice pegado a la cueva, pero donde no fuese visible
desde dentro.
213
- Vamos a estar un par de minutos en silencio y, si se con-
fía, saldrá a toda velocidad, dará la vuelta en redondo y entrará
marcha atrás para dejar sus mandíbulas hacia delante. Si esto
ocurre y tengo reflejos suficientes, le tapo la cueva con el dedo
y ¡ya es nuestro!
-¿Y si esto falla?- preguntaba el alumno (siempre de ciu-
dad, pues así se maravillaba más de mis conocimientos y me
ayudaba de mejor gana).
-Hay montones de sistemas -meditaba un poco y con-
tinuaba la explicación-, el menos deportivo de todos es... la
“meadita” en la cueva del grillo. A nadie le gusta que le hagan
“pis” encima y los grillos no son una excepción. Pero a mí no
me gusta el sistema porque hay que beberse un litro de agua
antes de ir a coger grillos, y, a veces, vas “meándote” por el
camino hasta que encuentras uno, o no te sale cuando ya lo
has encontrado. De cualquier forma, por ese sistema no hay
quien coja más de tres en la mañana...- Todo esto se lo dije
todo lo bajo que pude, pero no debió de ser suficiente, porque
el grillo permaneció todo ese tiempo en el fondo de su cueva.
No hubo otro remedio que abandonarle momentáneamen-
te… Continué con la explicación.
-Otro método es buscar una pajita o hierba, que tiene que
reunir unas características muy especiales. Debe ser fina, larga,
dura y elástica. La metemos por la cueva y le hacemos cosquillas
al grillo... Si al principio lo hacemos bien y siente lo mismo que
si le rozase una hormiga, saldrá como loco y no habrá que mo-
lestarle hasta que empiece a huir. Entonces le echaré la zarpa en-
cima. En cuanto esté el grillo fuera, tapar con el dedo la entrada
de la “caseta” para que no pueda retroceder, es fundamental.
Cojo fuerzas para explicarle lo más profundo de la ciencia
de cazar grillos.
-El mejor sistema, con una diferencia abismal, el más rá-
pido, seguro y eficaz es éste...- Me acerco al matojo más cer-
214
cano y voy rompiendo palitos de unos 30 ó 40 cm. Cuando
tengo un buen manojo, le digo al sorprendido alumno -Va-
mos a buscar primero a todos los que queremos coger.-
Un cuarto de hora después hemos registrado el cazadero
de arriba abajo, y por todo el prado aparecen palos pinchados
que marcan las situaciones exactas de las cuevas de los grillos.
-Ahora hay que buscar a las “ayudantes”- le digo a mi
socio que no sale de su asombro.
Me dirijo a un pequeño montículo que sobresale en el
prado. No llega a un palmo de altura y tiene un poco más alta
la hierba que el resto del campo.
-Aquí hay uno- continúo buscando.
-Otro- digo al cabo de un rato.
-El tercero. Ya tenemos suficiente. Vamos a por los gri-
llos.-
Preparo la caja donde los voy a meter. Pongo dentro unos
puñados de césped y flores amarillas que les gustan para co-
mer. Acto seguido me dirijo al primer montículo, lo revuelvo
un poco, y cojo con las dos manos un montón de tierra que
deposito en la cueva más próxima de las que tengo señaladas.
El discípulo no sale de su asombro viendo mis evoluciones.
-¡Vigila ésta! En cuanto salga el grillo, lo echas a la caja y
arrancas el palo de señal. Yo voy a encargarme de ese otro.- Al
instante traslado allí otro puñado de tierra.
-¡Esta tierra que has puesto aquí está llena de hormigas!-
me dice el socio.
-¡Ya verás lo que ocurre en cuanto un par de ellas rocen al
grillo!- le contesto yo.
-¡Ya sale éste!- me grita el alumno.
-Y éste también- le contesto yo -¡Vamos a por otros dos!-
Cuando dejamos el campo limpio de señales, y los grillos
están todos en la caja, volvemos hacia Santander charlando y
dispuestos a repartirnos el botín de la mañana.
215
-¿Y si no llegas a encontrar hormigueros?- me pregunta el
acompañante.
-Entonces no habría puesto los palos en ese prado. Lo pri-
mero que miro desde lejos es si aparecen esa especie de mon-
tículos que son señales inequívocas de hormigueros, si no las
veo voy a otro prado... Grillos hay en todos, pero hormigueros
no... Por cierto, ¿en el chalet donde vives hay hormigas?- le
pregunto mientras hacemos el reparto de la caza.
-Sí, alguna ¿Por qué? ¿Acaso quieres llevarlas de casa?-
-No, ni por un momento, pero te voy a dar un consejo. Si
pones los grillos en la jaula, colócalas colgadas o en el centro de
un plato con agua donde no les alcancen las hormigas. Si no lo
haces así y una sola… ¡Fíjate lo que te digo! ¡Una sola! localiza a
los grillos, avisará a todas las del hormiguero y por la mañana,
cuando los vayas a ver, encontrarás lo que yo el año pasado, una
procesión de hormigas que arrastran patitas, alas y trozos de los
que fueron tus grillos. El año pasado, de seis que tenía no quedó
en las jaulas ni un resto y todo en una sola noche. Y otro consejo,
si en tu casa usan DDT para evitar las moscas, escóndelo. No bas-
ta con decirlo, se les olvida, y a los grillos tampoco les va bien.
Unos días más tarde llevé mi grillo favorito al colegio.
Después de tomarme mi desayuno, un hermoso tazón de Co-
la-Cao con “sopas” de pan en abundancia, metí a éste macho,
el más cantador de todos, en una caja de cerillas… después
de haber tirado a la basura su contenido, para no dejar pistas.
Con el grillo encerrado allí, con un trocito de hoja de lechuga,
me la eché al bolsillo. La idea era esconderlo bajo la tarima en
clase, con o sin caja, y animar así un poco la mañana.
Pero el grillo, bien entrenado se precipitó, decidió que
tenía que ensayar su actuación, y comenzó a cantar, aún en mi
bolsillo... durante la misa.
Los golpes que, con la mano, le daba a la caja para silen-
ciarle, servían de poco, y reintentaba otra vez el canto. En el
216
Sanctus me salvó la campana, como a los boxeadores, pues
comenzó a cantar fuerte a dúo con ella y… al llegar a la Con-
sagración, ya estaba fuera de la caja, en mi mano, donde no
podía cantar aunque quisiese.
En cuanto llegué al aula metí al grillo por el hueco que
dejó un nudo en la madera de la tarima. El grillo, al momen-
to, comenzó su monótono canto.
-¿Quién ha traído un grillo a clase?- dijo el profesor de
turno, nada más poner sus pies en el aula.
-No sabemos, padre, ha debido de subir desde el jardín
pues ya estaba cantando cuando hemos entrado.- La mentira
dicha por uno de los más empollones de la clase cobró cierta
verosimilitud.
La juerga que nos pasamos clase tras clase oyendo cantar
al grillo durante todo aquel día en su refugio inaccesible no es
para contada.
Poco a poco los intervalos de silencio fueron aumentan-
do de duración, al tiempo que la intensidad el canto decaía.
Supongo que a medida que el pobre grillo fue debilitándose
por falta de comida, prefirió, con sus últimas fuerzas, buscar
alimento que dedicarse al canto.
El grillo debió de morir por la noche porque a la mañana
siguiente el silencio de la clase era el habitual.
Éste fue el primer grillo que perdí en combate pero no
sería el último.
A los pocos días cambié grillos por exámenes, que eran
el calvario anterior a las esperadas vacaciones. Pronto estaría
en Torres con mis gallinas, buscando los últimos nidos de la
temporada y montando en bicicleta hasta estar agotado de
tanto dar pedales.
217
Mi hermana Consuelo y Diana en 1959.
218
ron mi racha habitual de aprobados y me dejaron la moral por
los suelos. Ese verano, iría a una academia y, por consiguiente,
tendría menos tiempo para dedicarlo a mis gallinas, nidos y
otras diversiones. Éste iba a ser sin duda un verano amargo y
quizá fuese la prueba de que me estaba haciendo mayor.
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-¿Tú crees que no podemos llevarla este año a codorni-
ces?- Ya me veía independizado con mi propia perra, sin tener
que compartir con nadie las codornices del campo. Lo de que
“las que vuelen para la derecha las tiras tú y las de la izquierda
me encargo yo de ellas” estaba llegando a su fin.
-Este año imposible. Si con cuatro meses la metes una
cazata, con la aspereza del rastrojo y el calor de Castilla, es
posible que la revientes y te quedes sin perra. Cuando llegue
el invierno la llevaremos a lagunejas, que corra por el campo
verde y húmedo. Le sentará bien y le ayudará a desarrollarse.-
Por si acaso, ya con el nombre de Diana como la diosa
cazadora de la antigüedad, comencé a los pocos días a hacer
pruebas con ella. La afición a rebuscar entre la hierba y los
parterres del jardín era en ella innata y, en cuanto la llegó el
olor de la codorniz que previamente yo había soltado en el
macizo de cosmos, Diana se quedó como una estatua, con el
hocico tembloroso apuntando en la dirección donde se había
escondido el ave. Fue su primera muestra.
Cuando papá llegó de la oficina ya tenía todo dispuesto
para la demostración. La codorniz escondida en el macizo y
la perra dispuesta a seguir jugando a aquel nuevo juego tan
excitante.
-Mira papá, lo que sabe hacer Diana- Y solté a la cacho-
rrita que salió flechada hacia el macizo. En cuanto estuvo a
cinco metros de él se quedó parada con una mano en el aire y
el cuello vuelto hacia un lado, como en las láminas de perros
cazando que tanto le gustaban a papá.
-¡Vaya muestra! ¿A qué está puesta la chucha?- dijo papá
con cara de asombro.
-A la codorniz alicorta que nos queda del año pasado- le
contesté con cara de orgullo.
-La verdad es que la perrita pone arte y tiene trazas de
llegar a ser un excelente perro de muestra. Sólo he visto un po-
220
inter que cazase pegado a su dueño y tengo que reconocer que
era espectacular y eficacísimo… casi como un Epagneul Bre-
ton. A ver si tienes suerte y consigues tú con ella lo mismo.-
Papá era un ferviente defensor de la raza Epagneul Breton:
Disca, Chiquita, Dumbo y otros que no llegué a conocer eran
la mejor prueba de ello.
A partir de entonces Diana me esperaba todas las maña-
nas para salir a jugar a “la codorniz escondida”. En el momen-
to en que le llegaban los efluvios del ave se convertía en uno de
sus mil modelos de estatua, todas ellas diferentes.
Después del juego, subido en la bici negra de Gonza, me
iba a la academia de Ricardo Iglesias, ex seminarista y por
tanto un perfecto conocedor del latín. Allí dos horas de clase,
una con Ricardo y la otra con su socio y amigo del que no
recuerdo el nombre.
La academia de Ricardo estaba situada en una casa singu-
lar conocida como “La casa de los Escudos”. Allí acudían otros
que, como yo, tenían asuntos pendientes para septiembre.
El aula era fresca porque las paredes gruesas de piedra
todavía guardaban frío del invierno. Una ventana con rejas
daba a un patio, solar o vertedero, y evitaba cualquier huida
de un alumno en esa dirección. Por aquella ventana sin nin-
gún atractivo, durante el descanso entre clase y clase, descubrí
a dos chicas de mis años que aceleraron mi corazón tanto o
más que la perra de Ángel Modino en muestra ante una perdiz
pardilla.
Mari Pepa y Carmen estaban allí escondidas, en teoría
para, al abrigo de miradas indiscretas, fumarse su primer ciga-
rrillo. La verdad es que no se habían “estirado” demasiado al
comprar el tabaco pues el papel amarillo de ambos cigarrillos
delataba la marca, conocida vulgarmente como “picadura”,
que era la más difundida entre los fumadores de bajo poder
adquisitivo. A mí la baja calidad del tabaco en cuestión no me
221
desilusionó lo más mínimo y, a partir de entonces, mi pun-
tualidad y asiduidad en las visitas a clase aumentaron varios
puntos sin que se diera la contraprestación deseada de nue-
vos y felices avistamientos. Pero las dos mozas no volvieron
a comparecer, probablemente, porque el cigarro no las dejó
ganas de repetir Para compensar esto, al salir de clase algu-
nos días en que la dábamos por la tarde, me acercaba a otra
academia en la zona llamada La Llama. Su dueño se llamaba
Vicente Sainz Martín. En ella estudiaban Elvira, Mari Paz y
su hermana Carmen. Ésta última no tenía suspensos pendien-
tes a diferencia de las otras dos que sí los tenían, acudía a la
academia por pura afición al estudio, para preparar el curso si-
guiente y de paso acompañar a su amiga Elvira. Ver a Carmen
desde la puerta en el aula del fondo de la academia producía
en mí, que rondaba por el exterior, unas extrañas sensaciones
muy agradables.
Al volver de clase una mañana noté que los frenos de la
bici no iban finos, pero tampoco tenía que preocuparme de-
masiado porque el poco tráfico y mi habilidad sobre dos rue-
das resolverían cualquier problema con facilidad. Como de
costumbre bajé por la calle Ancha, crucé Consolación y me
lancé a prudente velocidad por el costado de la plaza Mayor
dispuesto a girar a la izquierda por mi recorrido habitual. En
esto surge un guardia de la nada y se pone delante de mí di-
ciéndome que me dé prisa pero yo, que sé el problema de la
bici, sigo a mi aire lo que no le hace gracia al guardia. Cambió
de opinión al instante ante mi desobediencia manifiesta y me
dio la señal de alto, al tiempo que le da paso a un coche que
viene del otro lado. Ante la imposibilidad de frenar en tan
poco espacio como me separa del agente y teniendo que elegir
entre que me atropelle el coche y hacer eso mismo yo con el
guardia me decido por la segunda opción y, con los dos pies
arrastrando intentando frenar, atropello al agente que en un
222
momento de inspiración agarra mi bici por el manillar des-
viando mi trayectoria y aminorando los efectos de la inevita-
ble caída.
-¡Chaval! ¿Estás loco? ¿No sabes que no se puede atrope-
llar a un agente? A ver, la chapa del Ayuntamiento. ¿Dónde
está?-
-Aquí, señor guardia- Y señalo en la parte alta de la orqui-
lla donde con un alambre he sujetado la placa obligatoria.
-¿Quién es tu padre?- Aquí los guardias conocen a todo el
mundo y van directos a la cabeza. Me la voy a cargar en toda
regla. A poco mal que se den las cosas me veo de a pie el resto
del verano.
-Mi padre es don Gonzalo, el Ingeniero de la Mina.- Con
eso el guardia no tiene pérdida. Me quitarán la bici y para vol-
ver a casa tendré que recurrir con seguridad a la “Cochona”,
el autobús con forma de coche que traslada a los empleados
hasta las oficinas y que suele conducir Fernando Mijares.
-¿Tu padre era colombófilo?-
-Sí, pero las quitó porque se las robaban-
-Pues eso te salva, porque tu padre se portó muy bien
con mi hermano colombófilo y le metió a trabajar en la Mina.
Hoy te la paso, pero como no arregles los frenos y me vuelvas
a llevar por delante te meto directamente al calabozo.
A partir de esa fecha, y por si las moscas, arreglé los frenos
en el garaje García de cuatro caminos y cambié el itinerario de
ida y de vuelta para evitar complicaciones. Por si fuese poco
aproveché una oferta de papá para poner tierra por medio.
223
La cosa así dicha parecía fácil, pero las Apatura iris,
unas mariposas grandes con reflejos tornasolados (de ahí su
nombre de iris), eran voladoras potentes además de escasas
y precavidas, todo un reto que yo acepté con todas sus con-
secuencias.
A las diez de la mañana estábamos en Fuente De y papá
emprendió la subida a la mina a pie porque Romero estaba
cojo y sin aparentes avances en su cura. Yo a lo mío, a ganarme
unas buenas conejas.
No llevaba diez minutos mirando hacia las copas de las
hayas cercanas a ver si localizaba alguna mariposa tomando el
sol cuando veo una que baja decidida hacia los pozos de agua
cristalinas plagados de truchas. Da dos giros, pierde altura y
de un planeo se posa a beber en un tronco flotante empapado
en agua. Es una hembra nueva flamante y eso vale no una sino
dos conejas.
Me acerco despacio, pasito a pasito, con el caza dispuesto
a tirar un mangazo en cuanto levante vuelo. Ella continúa a lo
suyo sin advertir mi presencia. ¡Ya es mía, pienso yo! Cuando
la mariposa comienza a volar le tiro un mangazo de aupa y…
fallo. Ella se da por aludida y vuela haciendo giros intentando
esquivar mis ataques y la lluvia de mangazos con que la obse-
quio. Después enfila la cuesta por donde bajó al tiempo que va
cogiendo altura hasta que se pone a salvo. Se me debe de ver la
cara de idiota desde la Mina. No se me pone otra tan a capón
ni con la ayuda de Santo Toribio o por lo menos eso creo yo.
Una hora más tarde un macho se posa cerca de donde lo hizo
la hembra. Está más estropeado y el tío ya sabe más latín que
yo de tanto esquivar pájaros con ganas de zampársele. Vuela
cuando no le tengo a tiro y corro detrás de él hasta que no
puedo más.
Me siento a descansar en un árbol caído y desde allí veo
a papá que, con dos mineros, baja atajando por una peligrosa
224
senda en la peña que llega hasta enfrente del Lavadero. Ya la
bajé una vez y se me quitaron las ganas de repetir. Se gana
tiempo, sin duda, pero a mí el vértigo me bloquea y en cuanto
me veo en un trance similar me acuerdo de Modino y de las
cuestas de las Pandas.
-¿Qué tal te ha ido?- me preguntó.
-He perdido el primer asalto dos cero. Se me ha escapado
una hembra de dos conejos por lo menos… Cuando bajes a la
oficina, mientras hablas con Emilio, me daré una vuelta por la
trasera de los garajes donde siempre que he ido he visto una.
No sé por qué les gusta tanto ese rincón.-
Detrás de los garajes sólo me faltó llorar como Boabdil
cuando le echaron de Granada. Otra Apatura se rió de mí y
se alejó en dirección a Fuente De a contar a sus amigas que
un negado con un caza mariposas la había estado molestando
durante su rato de tomar el sol.
Tres conejas perdidas de una forma tan tonta dejaron mi
ego a la altura del betún, pero la vida a veces es así de cruel. Lo
olvidaría todo dándome de golpes en los coches de choque.
225
A la cuadrilla habitual de cazadores, un miembro joven
recién incorporado le iba a dar otro “aire”. Se le notaba a las
claras que le sobraba afición, facultades y reflejos… incluso en
demasía.
El nuevo equipo lo formaba, el padre, el hijo y Corada, el
entrenador del perro.
Desde el primer instante el neófito enfiló a Corada y no
tuvo compasión ni por su edad, ni por ser ya abuelo, pero
tampoco tuvo, por suerte para todos, mucho éxito.
Corada sabía mucho, toda la vida de morralero le había
enseñado a valorar al personal con escopeta, especialmente si
era joven, al primer golpe de vista. Por eso, y a pesar de ser
agosto, Corada, con muy buen criterio, se puso la chaqueta de
pana más gorda que tenía, la de invierno. Le podía hacer falta.
Las tres perdigonadas que, a lo largo de la mañana, le
envió el nuevo miembro con la disculpa de que tiraba a una
codorniz las recibió Corada desde lejos y en “cuerpo a tierra”.
Los pocos plomos finos que alcanzaron su cuerpo los frenó la
chaqueta sin ningún problema. El bueno de Corada apenas le
dio importancia.
Desde que yo probé el “sabor” del plomo tomé hasta ex-
cesivas precauciones y huí en todo lo posible de la gente arma-
da desconocida, pero Corada si quería ganarse unas perras no
tenía más opción que arriesgarse. Por eso todo lo ocurrido lo
sé de oídas, porque desde primera hora, con un instinto como
el de Corada, me marché en dirección opuesta.
Eduardo, en cambio, era más confiado y accedió a cuidar
una mañana al chaval a petición del padre, que deseaba un
poco de tranquilidad. A pesar de los antecedentes que llega-
ron con prontitud a sus oídos Eduardo accedió y yo le deseé
suerte. Él prometió a cambio contarme lo ocurrido… si vivía
para contarlo. Pero antes de alejarme del lugar y poner tierra
por medio…
226
-Mira, ya están los perros puestos- le dijo Eduardo al neó-
fito, y nos aproximamos los tres, el neófito, mi hermano y yo
a la espera de que volase alguna codorniz.
-¡Estoy preparado! ¡Ya puede volar, que la mato!- dijo “el
neófito”.
Mi hermano notó algo que le oprimía el costado derecho,
olvidó por un segundo a los perros puestos y comprobó, con
sorpresa, que tenía el extremo de los cañones de la escopeta
del neófito en los mismísimos riñones...
Los apartó con prudencia y suavidad al tiempo que le
preguntaba:
-¿Tienes puesto el seguro?
-¡No! Ya he dicho que estaba preparado...
¡Zas!- Torta contundente que le larga mi hermano. El
“neófito” rompe a llorar y la codorniz vuela sin que nadie la
prestase atención.
Unos cientos de metros más adelante se encuentran al
padre (porque yo prefiero mantenerme, visto lo visto, fuera de
“tiro”), que descubre al neófito aún con lágrimas en los ojos.
-¿Por qué lloras? ¿Qué te ha pasado?-
-Porque sin darme cuenta tenía apoyados los cañones de
la escopeta en Eduardo cuando los perros estaban de muestra
y la escopeta estaba con el seguro quitado, entonces Eduardo
se ha dado cuenta me ha largado una torta…-
-¡Zis! ¡Zas!- Un, uno-dos de alta escuela salva la guardia
del crío y llega con claridad a ambos lados de la cara. Vuelta
a llorar.
-¿No te tengo dicho que tengas cuidado con la escopeta?
¡Vente conmigo!... Perdona Eduardo, pero has hecho muy
bien en darle una torta, a ver si así aprende. Este hijo mío es
de los que utilizan el refrán de “Antes matar al compañero,
que se escape la pieza”. Para curar ese vicio sólo hay una me-
dicina, “leña”.-
227
De vuelta del paréntesis de la caza, como los ciclistas, tuve
que lanzarme a un sprint final para superar los exámenes que
se avecinaban.
Llegó el día de autos y me llevaron a Santander como
llevan las reses al matadero, sólo que yo con más posibilidades
de supervivencia. Ya en el examen de latín vi que tenía mi día
de suerte. La hoja que me dieron para traducir comenzaba…
“Lupus et agnus siti com”… “Un lobo y un cordero a un mismo
sitio fueron a beber”… Me sabía la fábula de La Fontaine de
memoria, en latín y en castellano. El examen me duró cinco
minutos, lo que tardé en escribir la traducción sin necesitar
mirar para nada el texto, y mucho menos el diccionario.
En literatura fue parecido y llegué a comer a Torres con
los dos aprobados en el bolsillo. Mis padres se alegraron y
me felicitaron. Diana no lo hizo, aunque sí me demostró su
alegría al verme con infinidad de lametones y movimientos de
su cola.
Ahora volvía a estar libre de compromisos y necesitaba ac-
ción. Me enteré de que el cuñado de Justina- una señora más
bien gorda que nos cuidó de pequeños y que con frecuencia
venía por casa a ver a mamá- cazaba pájaros con red: Vicente,
“Tolín”, trabajaba en el garaje de la casa de pisos que la mina
construyó para empleados de cierto nivel y a la que todo el
mundo llamaba cariñosamente “el bloque de la Mina”.
Papá y yo hicimos juntos una descubierta, identificamos
a Vicente por su fino bigote que era la seña identificativa que
nos habían dado y le convencimos de que nos dejase ir con
él la mañana del domingo a “cazar o pescar”, según se mire,
jilgueros con red.
-Don Gonzalo, si le parece bien me recoge el domingo
a las nueve donde mi hermano en Vista Alegre. A las diez,
ya estaremos preparados y los jilgueros habrán desayunado y
no tendremos tantos problemas para que se aclimaten. “Pes-
228
car” jilgueros al amanecer cuando aún tienen el buche vacío es
condenarles a una muerte segura y aunque le parezca mentira,
don Gonzalo, algunos lo hacen.
El domingo a la hora convenida recogimos a Vicente car-
gado con varias jaulas con un jilguero cada una, una jaula casi
plana para guardar las capturas y que evitaba con su estrechez
que los pájaros se debatieran, unas redes enrolladas sobre unos
palos finos y varios rollos de cuerdas de distinto grosor. Todo
el equipo lo metió en la trasera del Land Rover. Antes de po-
ner el coche en marcha papá preguntó.
-¿Adónde vamos? ¿Hacia la izquierda o a la derecha?-
-Mejor por la izquierda, don Gonzalo, aunque se puede
ir por los dos lados, pero para ir a Novales creo que éste es el
mejor camino- Papá giró el volante en esa dirección y empren-
dimos la marcha.
- Cuando vamos a Novales a cazar Satyrus dryas y Ete-
ropterus morpheus también siempre vamos por Cildad, es más
corto y te ahorras pasar por Santillana que siempre está llena
de carros, vacas y turistas.
Esas dos mariposas las tenía archiperseguidas, la primera
era negra y grande con ocelos azules y la segunda pequeña,
volaba a saltitos entre los matorrales y por debajo tenía lunares
plateados por lo que la llamábamos “espejitos”. Como Novales
estaba próximo, en diez minutos y guiados por Vicente escon-
dimos el coche en una sombra y bajamos el equipo. Había que
buscar un lugar para situar las redes y otro cercano al primero
donde escondernos nosotros con el resto del equipo.
Vicente eligió el sitio a conciencia. Después de pasear la
zona de arriba abajo se detuvo junto a una parte del terreno
con una hondonada de tres metros de diámetro y sobre la que
un árbol corpulento proyectaba una sombra compacta.
-Don Gonzalo, éste es el mejor sitio de toda la zona. En-
frente hay buenos árboles a los que atraer a los jilgueros con
229
los reclamos, que llaman como demonios. En esa explanada
pondré la red y pincharé cardos abundantes entre los que
disimularé la cimbelera con el cimbel. Cuando pase volando
algún grupo de jilgueros de los que acuden a diario a beber
a ese arroyo, los reclamos los harán detenerse en los árboles,
tiraré de la cuerda de la cimbelera, el cimbel revoloteará y
los jilgueros se fijarán en él y en los cardos que le rodean…
Pocos jilgueros son capaces de resistir la tentación de ver si
están ricos los cardos donde aletea uno de su especie y en-
tonces, cuando todos se hayan posado entre las dos redes,
tiro con fuerza de esta cuerda y abato la red sobre ellos, así
de fácil.-
Tardamos media hora en cortar y clavar dos filas de car-
dos, extender las redes y las cuerdas, camuflar con ramaje las
jaulas de los reclamos y limpiar de palos y otras porquerías el
lugar donde nos sentaríamos nosotros.
-Don Gonzalo, aquí estamos bien. Cumple a la perfec-
ción el requisito fundamental del buen pajarero, “observar sin
ser visto”. ¡¡Escuche, escuche!! ¡¡Ya llaman los reclamos!! Eso
quiere decir que han oído a otros jilgueros- Vicente vive el
campo y está con todos sus sentidos alerta. -Ahí vienen tres
derechitos- susurró a mi oído. Inmediatamente tiró de la cuer-
da, se levantó del suelo y salió corriendo hacia la red.
-¡Ya tenemos tres! Esto marcha.- Pero algo iba mal porque
cuando los tuvo en su mano los miró con cara de desilusión.
-Mala suerte, son tres hembras viejas.- Dicho esto se mete la
mano en un bolsillo, saca una tijera y se dispone a cortar a las
jilgueras por la mitad.
-¡Para! ¡Estás loco! ¡Ni se te ocurra matarlas!- Le sujeto la
mano como hice con la escopeta cuando el accidente del tiro.
-Tranquilo que no las voy a matar, sólo les corto la punta
de la cola y así, cuando venga aquí otras veces a pescar jilgue-
ros, si entran a la red sabré que son ellas y no haré la tontería
230
de tirar y arriesgarme a espantar a algún macho próximo.- Un
tajo y las jilgueras son liberadas y vuelan perfectamente, pero
se les nota algo especial. Yo recupero la calma.
-¿Cuánto tiempo les tardan en salir las plumas nuevas?-
pregunto intrigado.
-Hasta el verano próximo. Esto lo hago con todas las que
cojo si no me interesan, muchas de ellas repiten y repiten cada
domingo empeñadas en molestar pero a mí ya no me enga-
ñan.-
-Mira aquél que se ha posado en el árbol. ¿Ves cómo le
rojea el pecho? Es un macho de pardillo de bandera y está
pensándolo… Ya baja, ya baja. ¡Ya le tengo!-
Nueva carrera y un pardillo de pecho rojo que revolotea
bajo la red pasa a estar en la jaula bajita.
-Éste me le pido- digo para que nadie se llame a engaño.
A los cinco minutos un bando de nueve jilgueros nos tie-
ne en ascuas durante unos minutos que se nos hacen eternos
hasta que, de uno en uno, como con cuentagotas, van po-
sándose entre los cardos a picotear. Cuando aún faltan dos
Vicente tira de la cuerda.
-No hay que ser avaricioso, alguno debe quedar para criar
y a esos dos va a costar cogerlos, porque han aprendido a dis-
tinguir el engaño.- Vicente se las sabe todas. Veinte años co-
giendo pájaros almacenan un poso de ciencia que le permite
saber en cada momento qué debe hacer.
Soltamos una hembra y metimos otras dos junto con cua-
tro machos en la jaula.
-Estas dos hembras para ti, son jóvenes que todavía tie-
nen que pintar y se aclimatarán en cuatro días-
Al final de la mañana hay pájaros para repartir. Yo me
llevo cuatro parejas de jilgueros y el pardillo, y Vicente once
machos y ninguna hembra. Porque con la de la cimbelera y
una de repuesto en casa tiene suficiente.
231
Al llegar a Torres los instalo en el palomar junto con los
otros pájaros que ya tengo allí. Un montón de cardos corta-
dos por Vicente les ayudarán al cambio violento de alimentos,
pero las otras aves que allí tengo, sin duda, les enseñarán a
comer.
Tres días después un “voluntario” quiere venir a vivir con
mis pájaros. Se trata de un palomo azul con la cera de la nariz
mucho mayor de lo normal y que quiere entrar donde estuvo
el palomar como si aquella fuese su casa. Algo en él me resulta
familiar. Cuando papá baje de la oficina se le enseñaré.
-Mira papá, hay un mensajero en el tejado que lleva allí
posado toda la mañana y que de vez en cuando se posa en la
tablilla y hace como si quisiera entrar con los pájaros- Papá
mira a lo alto y dice sorprendido.
-¡Mira quién está aquí! ¡Menuda sorpresa!-
-¿Qué dices de sorpresa?- pregunto intrigado.
-Pues que a ese palomo le deberías conocer porque hace
años era uno de tus preferidos. ¿Te acuerdas del Primero de
Madrid que nos le “birlaron”? Pues ahí le tienes tan campante
como si no hubiese estado en otro palomar cerca de cuatro
años. Vamos a echar un poco de maíz en la puerta del galline-
ro, que seguro que tiene hambre y baja rápido como un tiro.-
Cuando el primer puñado tocó el suelo escuchamos el
aleteo familiar de una paloma volando. Un minuto más tarde
el palomo, conducido lentamente por nosotros, entra por la
puerta al pasillo donde daba de comer a mis gallos de pelea. Ya
en nuestras manos le estudiamos minuciosamente.
-Fíjate- me dice papá. -Está flaco, el ladrón parece que
no da demasiado bien de comer y por si esto fuese poco tiene
creciéndole todas estas plumas del ala derecha. ¡Buen palomo!
¿Así que te arrancó las plumas para que poco a poco volvieses
a volar y te acostumbrases al nuevo palomar? Pero eres un pa-
lomo de mucha clase y ni eso ni la hembra que seguro que has
232
tenido que abandonar han podido frenar tu instinto de regre-
sar al palomar en que naciste. Esto de las palomas mensajeras
a veces da sorpresas increíbles como ésta. Tendré que buscar a
un amigo de confianza que quiera esta joya para que pase allí
sus últimos años, por la anilla sé que tiene once años y puede
vivir todavía seis o siete más. ¡Quién sabe!-
Con el palomar convertido en pajarera y no estando dis-
puesto papá a poner palomas otra vez ésa era sin duda la mejor
solución y, tras unos días de estancia en una jaula en espera de
encontrarle cobijo definitivo, el Primero de Madrid salió de
nuestras vidas, esta vez para siempre.
233
y colorado, soltaba su presa y salía a toda pastilla dando saltos
en dirección al agua. Coger a una rana en estas circunstancias
no es nada fácil y hace falta tener buenos reflejos, manos como
garras de halcón para sujetarla y facilidad para correr tras ella
a cuatro patas. Porque el sistema de acompañar al trapo de un
anzuelo no lo considerábamos deportivo teniendo en cuenta
que las ranas las queríamos sólo para soltarlas.
El río Saja tenía mucha más vida que el Besaya cercano a
casa. Las truchas en él eran abundantísimas, los mirlos acuá-
ticos correteaban por las piedras fuera y bajo el agua, como si
fuesen submarinistas, y algunas piedras escogidas tenían como
adorno “cacas” de nutria, lo que indicaba su proximidad.
En septiembre los pájaros estaban por todas partes. Las
higueras cargadas de higos maduros eran restaurantes para
docenas de gorriones y algún miruello que otro. Las currucas
se forraban a comer moras en los zarzales repletos de estos
frutos y cuando se aburrían de ellas se subían a las copas de
los saúcos y cambiaban de menú aunque no de color de fruto,
lo que quedaba bien patente al observar las cagaditas de color
morado que tapizaban el suelo bajo estos, sus árboles preferi-
dos. Unos días en este pueblo me preparaban para la batalla
siguiente, cuarto y reválida. Sólo de pensarlo me daban ganas
de quedarme a vivir con la vaca en la cuadra y disfrutar, aban-
donando todo lo demás, de este pequeño pueblo. Pero había
que ser realista y volver a la lucha.
234
ner una revalida. Ahora había que aprobar primero todas las
asignaturas en el colegio para poder enfrentarse a la prueba de
fuego de la reválida. Una sola asignatura suspendida en junio
obligaba a estudiar TODAS durante el verano, para preparar
la reválida de septiembre. Eduardo no había sufrido este exa-
men y a Gonza y a mí nos pareció que tal injusticia deberían
resolverla los tribunales. Por si esto fuese poco, el curso me
iba a deparar sorpresas muy, pero que muy desagradables. Los
curas Escolapios, sin mala intención, iban a ser los culpables
de amargarme, junto al ministro, el curso que correspondía a
mi catorce cumpleaños.
A los pocos días de comenzar el curso, y lo mismo que
ocurrió el curso anterior con la gripe, una sombra vino a sem-
brar intranquilidad y preocupación en toda la ciudad, aunque
de un modo muy especial entre los curas Escolapios. El Papa
Pío XII, estaba gravísimo en su residencia de Castelgandolfo.
La preocupación nos mantuvo pocas fechas en tensión ya que,
a pesar de nuestras oraciones y de las de todos los cristianos
del mundo, Pío XII falleció.
Las clases de religión se centraron en el Cónclave, sus re-
glas y sus consecuencias. Todos escuchábamos las emisoras de
radio a la espera de oír la frase mágica.
-¡Fumata blanca!- No se necesitaba más.
-Habemus Papa- dijimos los expertos en latín.
Enseguida el nuevo Papa eligió nombre para su Pontifi-
cado. El nuevo Papa, el cardenal Roncalli, pasaría a la historia
con el nombre de Juan XXIII.
La alegría volvió al colegio y las clases de Religión a su
rumbo original.
Estos curas Escolapios tenían visión de futuro y eso fue lo
que me perdió.
Hasta entonces, en España se solía estudiar francés en el
Bachiller, por aquello de la proximidad con Francia, la facili-
235
dad para los intercambios estudiantiles con ese país y que lo
de Gibraltar lo teníamos en aquella época los españoles un
poco a flor de piel. Casi a diario cantábamos en el colegio a
pleno pulmón aquella canción patriótica que decía algo así:
¡Gibraltar! ¡Gibraltar!
Avanzada de nuestra nación.
¡Gibraltar! ¡Gibraltar!
Punta amada de todo español.
A mi patria le robaron,
tierra hispana del Peñón,
y sus campos son hollados,
por el asta de un extraño pabellón.
236
daban un cierto parecido con aquellos bustos romanos que
veíamos en los libros de arte.
Que no era español no se le notaba en el apellido pero sí
en la pronunciación. Pero esa deficiente emisión de sonidos
en él era una virtud y en los alumnos un defecto muy grave...
me refiero a la pronunciación. No habían pasado dos meses
cuando lo sufrí en mis propias carnes.
-“Señog” “Pagdo” de la Hidalga- Ése era yo, pues mi ape-
llido se recompuso años más tarde. -Lea- fue la orden tajante
de Mr. Roni.
Mientras yo me incorporaba para leer de pie, como era
preceptivo, el Sr. Roni se me acercó por detrás y se situó a mi
costado derecho. Leí las tres primeras palabras y...
¡”Prrgonunsie bien esa palabra”!- me dijo Roni al tiempo
que me hundía, de un golpe certero y bien ensayado, sus nudi-
llos en la articulación de mi hombro derecho... El brazo se me
quedó como adormecido y el dolor me recorrió todo el cuerpo.
Repetí la palabra sin ningún convencimiento, intentando
acertar con la pronunciación correcta... Pero debí de fallar,
porque los nudillos de los dedos cerrados de Roni se volvieron
a incrustar en mi hombro… Yo aguantaba sin quejarme y él
insistía.
-¡”Otga” vez!, “prgonúnsiela otga” vez!...-
Yo, aterrorizado, aguanté aquel martirio lo mejor que
pude hasta el final de la página que me tocó leer. En cada pa-
labra que leía mal... recibía el golpe certero de Roni una y otra
vez, en el mismo lugar de mi maltrecho hombro donde a cada
golpe aumentaba el dolor.
Las clases de inglés las recuerdo con horror y sólo tener
que ir al colegio el día que había inglés era como si fuese al
suplicio. Por suerte no me tocó leer más de 10 veces en el año.
Al final aprendí algo de inglés y mucho más de encajar golpes,
como si fuese un experimentado boxeador.
237
Desde entonces siempre me he preguntado por qué no
tenía yo el mismo derecho de zumbar a Roni cuando pronun-
ciaba mal... Le habría dado más que a una estera.
Enseguida comprendí que el inglés, si conseguía aprobar-
lo, sería a base de golpes y nunca mejor dicho.
Pero no todo eran sufrimientos ya que también ocupába-
mos parte del día en cantar a voz en cuello, aunque no precisa-
mente de alegría. El culpable, era el colegio; el que lo llevaba a
la práctica, un señor bajito y algo regordete, con una vocación
musical del calibre de la de Mozart y polivalente como pocos,
ya que lo mismo enseñaba geografía que cantos religiosos, pa-
trióticos, populares o clásicos. En su repertorio había música
para todos los gustos. A mí me daba lo mismo vocear con un
tipo de música que con otro, lo que no quiere decir que no
tuviese mis preferencias…
En la música de iglesia teníamos repertorio en castellano y
latín. Del castellano recuerdo una que decía más o menos…
“Como el ciervo que a la fuente de agua fresca va veloz.”
“Los anhelos de mi alma van en pos de ti Señor.” A lo que
le seguía un estribillo.
Yo me quedaba con lo del ciervo corriendo y le soltaba
en mi mente una jauría de perros, así que sus posibilidades de
llegar vivo a la fuente eran escasas y allí, de todas formas, le
estaba esperando yo con la escopeta. Cazar ciervos “in mente”
por la mañana durante la misa distraía cantidad.
En latín me sabía la misa entera de memoria y tengo
que reconocer que siempre le he encontrado más encanto
a la misa en latín que en castellano, por eso del misterio…
Aunque para misterio las misas de Escoriaza, que eran en
vascuence.
Las canciones a la Virgen María ante su gruta me gus-
taban porque eran menos horas de estar encerrado y el am-
biente olía a celindas (a las que todos llamaban erróneamen-
238
te azahar por su olor penetrante) y donde de paso veía un
miruello de pascuas a ramos.
Los temas patrióticos tardé años en comprenderlos, pero
todos trataban de lo mismo. Éramos de lo mejorcito del mun-
do, levantaríamos otro imperio y que se anduviesen con cui-
dado ingleses y rusos, que eran como la peste y se la teníamos
jurada, especialmente yo a uno de los primeros.
Las canciones hacían referencia a Franco, a José Antonio,
a la Falange y a otras cosas que no comprendía, pero hay que
reconocer que las letras y las músicas eran vigorosas y se pres-
taban a ir marcando el paso. Para muestra valgan estos tres
botones. “Juventudes, juventudes…” para los marchosos con
espíritu patriótico:
Juventudes, juventudes,
de Franco suprema ambición
juventudes, juventudes
en pie, alerta, con valor.
En la Patria reconquistada,
con heroísmo y valor,
seremos audaz avanzada,
del porvenir español.
239
Forjaremos en el yunque
de la lucha y la amistad
alto templo en que se incluye
recia fe de cristiandad…
Montañas nevadas,
Banderas al viento
El alma tranquila
Yo sabré vencer.
Al cielo se alza
La firme promesa
Hasta las estrellas
Que encienden mi fe.
240
Y se volvía, una y otra vez, al estribillo que daba título a
la canción.
Y como muestra última y para desfilar:
241
El programa era variado, pero varias obras en régimen ro-
tatorio formaban parte de estos conciertos: El Danubio Azul
(con letra de autor desconocido), Las danzas del príncipe Igor
de Borodine, el Aleluya de Haendel, un fragmento de Tan-
hauser… y… el Himno del colegio de Rafael Frühbeck de
Burgos, con lo que el triunfo estaba asegurado.
Para llegar a este estado de gracia de los coros del cole-
gio los ensayos habían sido interminables. Primero por cursos
y con las distintas voces por separado. Poco a poco se iban
juntando los cursos y las voces, como si fuesen afluentes de
un mismo río, hasta que todos los del colegio (exceptuando a
unos cuantos mantas, con menos oído que una lapa) cantába-
mos afinado y coordinados.
Todo esto era obra exclusiva del regordete don Agustín
Latierro… y los laureles del triunfo se los colgaba otro director
de aspecto más lucido, que daba mejor impresión en el esce-
nario. Generalmente era Rafael Frühbeck, apodado cariñosa-
mente “La batuta volante” desde que en un último ensayo, en
que dirigió personalmente el coro, se le escapó por dos veces
la batuta de las manos, echando a volar por las alturas como
si fuese un vencejo.
Pero don Agustín no se molestaba por eso. Desde su po-
sición entre bastidores sabía que el mérito del triunfo era suyo
y, aunque le pagasen poco por ello y tardásemos años en com-
prender muchos de nosotros su verdadero mérito y su gran
dedicación y entrega a la música, no se sentía por ello menos-
preciado y año tras año, como una hormiga trabajadora, au-
mentaba el programa con nuevas obras y mejoraba la imagen
del colegio.
242
como lo hicieron en su tiempo los defensores del Álamo. Va-
rios motivos hacían necesario el internado. En primer lugar, los
alumnos extranjeros, en su mayoría mexicanos, cuyos padres
querían que mamasen las esencias de la madre patria o evitar
que aprendiesen los malos ejemplos de Pancho Villa. Los inter-
nos españoles o eran de lejanas tierras, como Potes, o tenían un
pedigrí que aconsejaba un régimen severo como este colegio.
Si era necesario, a estos últimos se les enviaba a Villacarriedo,
donde había auténticos especialistas en la doma de insumisos.
De los internos se encargaba el padre Moisés. Tenía la
preparación adecuada y la había demostrado con creces do-
mando a un mono y a un loro que no eran ninguno de los dos
unas peritas en dulce. Para que el padre Moisés no perdiese
la practica y los animales su natural bravura los internos los
fogueaban haciéndoles mil diabluras.
De vez en cuando algún gracioso soltaba al mono y se
armaba la romería. Al mono, un macaco africano, especie de
diente rápido a la hora de hincarle en una mano humana, le
gustaba treparse a un árbol de semillas que, al caer, giraban
como hélices y allí se enrocaba el simio como un rey en el
tablero de ajedrez. Bajar al mono de su fortaleza llevaba su
tiempo y ofrecía un espectáculo gratuito que procuraba no
perderme.
El loro, al que también vi en una ocasión de paseo, había
aprendido a hablar pero, inexplicablemente, a base de “tacos”,
palabras soeces y juramentos obscenos de todo tipo que los
internos negaban haberle enseñado.
Con todo esto el padre Moisés no debía de pegar ojo y
aprovechaba nuestra clase de primera hora por la tarde para
descabezar una siestecita reparadora.
243
Mi hermana Marisa y nuestro padre recolectando
orugas de Vanessa antiopa en Casar de Periedo.
244
estrenar coto. Mejor dicho, fui a pasear la escopeta varias ve-
ces. No fue hasta el tres de noviembre cuando pude decir, con
la cabeza bien alta, que volvía de cazar perdices. Ese día, en los
brezales del Corral, me metí en medio de un bando de per-
dices que salían por todos lados. A una que lo hizo más cerca
que las demás la apunté un instante y la disparé con “la belga”
del veinte. Cayó a menos de treinta metros de mí aunque me
parecieron doscientos por las veces que latió mi corazón hasta
tener aquella preciosidad en mis manos. Era mi primer “perdi-
zo”, pues era un macho imponente con unos espolones de cui-
dado. Le olí pegado a mi nariz y le besé a modo de disculpa.
Aquel día fue de estreno como en los cines el Domingo
de Resurrección porque por la tarde, en un monte próximo en
Castrillo de Rucios, Goyito, otro de la cuadrilla e hijo de Tito,
abatió también su primera perdiz, en este caso una hembra.
Los meses siguientes pasaron volando y sin dejar rastro
duradero.
245
y acompañaba a papá siempre que, para matar el gusanillo
producido por la inactividad invernal, al comienzo de la pri-
mavera sentía la necesidad de desempolvar los cazamariposas.
-Este domingo vamos a ir a un monte en Camargo don-
de hay, o por lo menos había hace muchos años, cantidad de
papilios.-
Mi padre podía asegurarlo porque era buen conocedor de
la zona. Había vivido en su juventud en Maliaño, a pocos Ki-
lómetros del lugar elegido, y ya en aquellos lejanos años de su
infancia reunió su primera colección de mariposas que, poste-
riormente, donó al Museo de Ciencias Naturales en Madrid.
Nada más ver el cazadero, precioso por cierto, no me gus-
tó nada una de sus características y me puse en guardia desde
el primer momento.
-Por el tipo de terreno de este monte juraría que aquí hay
una víbora por metro cuadrado- repetía sin cesar una y otra vez,
mirando constantemente al suelo enmarañado. Porque lo que
yo sentía por las víboras no era pánico, era autentico pavor.
La mañana transcurría con normalidad, aunque yo con
los nervios a flor de piel. Bastaba con que se moviese una la-
gartija entre la maleza para que se me alterase el corazón. Mi
padre y mi hermana Marisa no le prestaban a este tema dema-
siada atención.
-Aquí seguro que también hay una víbora debajo de cada
piedra- insistía yo cada vez que avanzábamos unos pocos me-
tros más por el intrincado cazadero. Pero de pronto…
Un papilio precioso, nuevo “flaman”, con las dos colas
enteras, pasó cerca de mí. De un certero mangazo le envolví
en el tul del caza-mariposas, puse éste en el suelo y me arro-
dillé a toda prisa para matar lo antes posible aquel precioso
insecto, antes de que con sus debatidas se rompiese una cola y
al mismo tiempo evitar que pudiese una víbora sorprenderme
en aquella posición tan indefensa.
246
No debí de hacer toda esta operación suficientemente rá-
pido porque, en el momento en que sacaba el papilio con todo
el cuidado del mundo, noté el contacto de la víbora contra la
piel de mi pierna apoyada en el suelo. Se deslizaba reptando
lentamente zigzagueando sobre mi pantorrilla, entre ésta y el
pantalón.
Fue un segundo eterno lo que tardé en tomar la decisión.
Frente a mí, una roca de más de un metro de altura me estaba
esperando. Di un salto tremendo y, en cuanto tuve los dos pies
sobre la roca, comencé a sacudir la pierna desesperadamente
para que cayese la víbora de su improvisado escondite, entre
mi pierna y mi pantalón.
Por suerte, al dar el salto la víbora debió de quedar atrás…
Para ser más exactos, a la “víbora” la tenía cogida en su mano
mi hermana Marisa, lo que la producía un ataque de risa his-
térica que estaba casi a punto de ahogarla... porque la víbora
era… un trozo de palo liso que mi “querida” hermana había
colado por la pernera de mi pantalón al tiempo que, con suma
habilidad, le imprimía un movimiento zigzagueante similar al
que efectúan las víboras para avanzar.
-¡¡Ésta me la pagas!! ¡¡Te lo prometo!! ¡¡Casi me muero!!
¡¡Asesina!!.- Le grité, al borde del infarto.
No obstante, los reptiles ejercían en mí una especie de
fascinación. A pesar del terror que les profesaba, mi lado cu-
rioso sentía por ellos una atracción difícil de contener.
Por eso, cuando al saltar al terreno baldío junto a nuestro
jardín a recoger una pelota vi meterse bajo una piedra una cola
sospechosa, decidí sitiar a aquella piedra como los cartagineses
hicieron con Sagunto y los romanos con Numancia. No tardé
en descubrir que bajo aquella piedra estaba la vivienda confor-
table de un grupo de lo que parecían ser culebras pero que, por
lo que me había enseñado mi padre, eran en realidad lagartos
sin cola. A estos animalejos en Santander los llamaban enána-
247
gos, pero consultando libros y diccionarios descubrí con asom-
bro que tenían más nombres que un espía ruso. En Asturias les
llamaban esculibierzos; en un libro, luciones comunes; en otro,
serpientes de cristal por la fragilidad de su cola; y desde alguna
provincia recóndita me llegó otro nombre, no sé por qué cami-
no: “alanzones”, acompañado de un sugerente refrán popular:
“Si te pica el alanzón, busca pala y azadón”, así de drástico.
Visto y comprobado que no tenía nada que temer, me
armé de una palanca y volteé la piedra. Bajo ella, hechos una
bola, dormían la siesta cuatro de estos seres misteriosos, tres
gorditos y grises y un cuarto más esbelto y con el vientre negro
y tonos dorados en su parte superior. A este último me le llevé
a casa con infinito cuidado para no hacer bueno uno de sus
nombres y le metí dentro de una caja de criar orugas, baja y
con tapa de cristal, donde podría observarle a placer.
Enseguida descubrí que se “pirriaba” por las lombrices de
tierra y las babosas diminutas. Después de comer se escondía
entre el lecho de musgo y al anochecer salía a por más comida.
Le puse de nombre, aun a riesgo de equivocarme con su sexo,
Geraldina, un nombre precioso para este tipo de reptil.
No tuve más remedio que llevar a Geraldina al colegio
para que todos la viesen y disfrutasen durante la clase de Cien-
cias Naturales.
En el colegio surgió de pronto la “Geraldimanía”, todos
querían tocarla, acariciarla y meter sus narices hasta un palmo
de distancia para observar mejor todos los detalles de su cons-
titución.
-A mí no me parece una culebra, en el pueblo les mato a
diario y no se parecen nada a este bicharraco asqueroso.- En-
vidia cochina, pensé yo para mis adentros.
Enseguida la salieron novios por todas partes…
-Deja que la lleve a casa para que la vean mis hermanos-
suplicaba uno. -Si me la dejas a la hora de comer, a la tarde te
248
la devolveré. En cuanto se la meta a la muchacha en el bolsillo
del uniforme y se vaya de casa ya no la necesitaré más.-
-Ni yo tampoco, porque tu madre la matará. Primero a
ella y, con un poco de suerte para todos, a ti después.- No
caerá esa breva, pensé para mis adentros.
-Si me la dejas a mí y me dices lo qué tengo que darle de
comer, te la cuido unos días y cuando tú digas te la devuelvo,
lo prometo.- Fue la única petición sensata que escuché en toda
la mañana y no me venía mal un poco de ayuda, por lo que
accedí de inmediato.
-Enrique, si tus padres te dan permiso te la presto en-
cantado y puedes disponer de ella mientras la tengas como si
fuese tuya.- Enrique Oliva, Aurelio y su hermana Maria Elena
se convirtieron en sus nuevos dueños temporalmente.
Diez días después, cuando Geraldina era casi un miem-
bro más de esa familia, me la devolvieron alegando, que en la
calle Calvo Sotelo en el centro de Santander, no encontraban
gusanas por ninguna parte y que no querían ir a su entierro
por su propia culpa.
Otra vez en casa, y después de un descuido en que la po-
bre Geraldina se quedó en su caja al sol más de la cuenta y casi
se cuece, decidí reintegrarla a su familia. Por la rendija donde
había visto desaparecer su cola por primera vez, vi desapare-
cer su extremo por última y definitiva. Geraldina, a partir de
entonces, permaneció junto a otros muchos seres viva en mi
recuerdo.
249
habían construido en uno de los dos grandes cipreses que
casi tapaban la fachada principal de la casa.
-¡¡ He encontrado una cría de canario silvestre. Necesito
rápido un huevo duro!!- dije nada más entrar a la cocina don-
de Trini se afanaba en dar los últimos retoques a la comida.
Lo que le pedía a Trini para ella era ley, porque me había
tenido en sus brazos desde pequeño y era para ella el hijo que
nunca tuvo. Me daba todos los caprichos que le pedía. Quince
minutos más tarde, ayudándome con la punta de un palito de
aligustre, alimenté con huevo duro machacado con un tene-
dor (yema y clara juntas, como mi padre me explicó) a aquel
pico abierto que pedía y pedía comida sin cesar. Pronto, un
bulto amarillo apareció a un costado del cuello y el pájaro se
quedó tranquilo, con aquel buche lleno, por primera vez, de
rico y jugoso huevo cocido.
Antes de ir al colegio le alimenté otra vez. Así comenzó
un ir y venir a todo correr, desde el cole a casa, para dar lo
antes posible su comida al hambriento pájaro que esperaba
impaciente, piando sin cesar, a una extraña madre que llegaba
corriendo en vez de volando y con una cartera llena de libros
a la espalda.
Era un prodigio ver cómo enseguida me reconoció como
a su madre, con sólo oírme el ruido imitando un piído que
producía con mis labios al acercarme a él.
-Hay que ponerle al pequeñín con urgencia un nombre.-
Solicité la colaboración desinteresadas de mis hermanas.
La cosa llevó tiempo porque los tres estábamos de acuer-
do en que un pájaro así requería un nombre sencillo y corto
que estuviese de acuerdo con el tamaño del ave. Por eso “sólo”
le pusimos de nombre “Siloé Tananaribo Malgache”… y nos
pareció un nombre que le iba que ni pintado...
A los pocos días de correr de casa al cole y del cole a
casa, Siloé (a lo que se había quedado reducido el nombre
250
por comodidad), con su reloj interno, esperaba mi llegada
volando por su jaula desde unos minutos antes de comen-
zar yo la escalada hacia el castillo… Subiendo la escalera le
llamaba de la única forma que he sabido hacerlo, cerrando
los labios y aspirando. Producía así esa especie de ruido in-
descriptible, pero que a mí se me antojaba que le tenía que
gustar al pájaro.
Cuando Siloé no tenía ganas de comer era porque tenía
sed. Una gota de agua escurriendo por mi meñique que le
llegase al pico hacía el milagro, y abría al instante una boca
descomunal para su tamaño.
A los quince días de adoptarle comenzó a volar bien. Le
ponía sobre la mesa camilla y le llamaba desde más de dos me-
tros... Siloé volaba al dedo índice estirado de mi mano izquier-
da que hacía las veces de posadero y allí, con la mano derecha
y el palito, le daba un trozo pequeño de huevo duro.
Un día, al llegar del colegio, comencé a darle de comer
sobre la mesa camilla como otras muchas veces, pero descubrí
que con las prisas me había olvidado el agua. Siloé ya estaba
impaciente deseando comer más, fuera de su jaula, picotean-
do los restos de huevo sobre el mantel que cubría la mesa.
-Espera un momento, no me sigas, que voy a por agua
al baño y enseguida estoy contigo- Siloé, obediente, no me
siguió y continuó entretenido con su picoteo.
Al regresar del baño con un vaso de agua, Siloé estaba en-
tre los dientes de la gata blanca medio de angora que teníamos
recogida en casa, pero que habitualmente vivía en el jardín.
-¡¡Suéltale inmediatamente!!- fui corriendo hacia la gata
pero ésta se bajó de de un salto de la mesa camilla y corrió
hacia la escalera como alma que lleva el diablo, conmigo pi-
sándole los talones. A continuación, de un salto, se trepó en el
alfeizar de la ventana entreabierta que desde la escalera miraba
al jardín y saltó por allí perdiéndose de mi vista con Siloé
251
piando en su boca. Mi desesperación e impotencia no son
para descritas, como tampoco la llorera, que a mis años nunca
pensé que pudiese alcanzar aquella magnitud.
Fue el final de Siloé y el comienzo de mis persecuciones a
la gata, a la que no dejé tranquila ni un sólo instante hasta que,
con muy buen criterio a pesar de que ya la había vuelto medio
loca, nos abandonó para siempre sin dejar ninguna dirección,
supongo que para evitar que persistiera yo en el asedio.
La muerte de Siloé me produjo una profunda tristeza y
durante unos días me encerré los ratos libres en mi habitación
con su recuerdo y hasta perdí las ganas de ir al cine los jueves
por la tarde.
Todavía no había curado del todo la murria que me pro-
dujo la pérdida irreparable de mi canario silvestre Siloé cuan-
do un acontecimiento inesperado produjo en mí una curación
casi milagrosa. Aquella lluviosa tarde de jueves no me sentía
con fuerzas para ir al cine. Estaba anocheciendo cuando, sin
ánimo ni para encender las luces, fui al cuarto de baño. En el
momento en que iba a salir, escuché que subía canturreando
mi hermana Marisa por la oscura y silenciosa escalera. Por
cómo canturreaba comprendí que lo hacía para ahuyentar el
miedo e infundirse ánimos.
Una idea diabólica se cruzó por mi mente… Al instan-
te me agazapé al acecho contra la pared del baño, igual que
habría hecho un leopardo que ve aproximarse a una inocente
gacela.
Un instante después, la manita de mi hermana Marisa de
12 años entró al baño buscando el interruptor de la luz, mien-
tas el resto de su cuerpo continuaba en el pasillo a la espera de
conseguir encender la luz tranquilizadora… pero no llego a
brillar la luz… Mi mano férrea sujetó de improviso su delgada
muñeca y...
-¡¡¡¡Aaaahhh!!!!
252
El grito ensordecedor que brotó de la garganta de Marisa
lo oyó todo Santander y parte del extranjero, aunque sólo yo
sé de qué garganta brotó el horrible alarido.
Una vez que solté la presa, y en un instante, se perdieron
por las escaleras los pasos y los sollozos de la aterrorizada Ma-
risa. Comencé a descender las escaleras lentamente, sin prisas,
para darle tiempo a tranquilizarse. Allí refugiada en la cocina
la encontré con cara de María Magdalena.
-No es una venganza por lo de la víbora... pero es que
me lo has puesto tan fácil...- me disculpé arrepentido, pero de
mucho mejor humor que unos minutos antes. Mi hermana
no tuvo fuerzas ni para contestar.
Algo bueno resultó de todo esto. Mejoró mi estado de
ánimo y en pocos días comprobó mamá, sin necesidad de lle-
varnos donde el doctor Breñosa, que Marisa y yo teníamos los
dos el corazón a prueba de bombas.
253
subida o la bajada de marea y qué lugares eran los más queren-
ciosos de los peces. Descubrí rápidamente que los desagües de
las alcantarillas que, junto al club Marítimo y cerca de la grúa de
piedra, lanzaban los detritus producidos por medio Santander
estaban pobladísimos de mules (mugiles), que se zampaban la
porquería como si fuesen pasteles. Le interrogué hábilmente a
un pescador aburrido que me dio toda la información necesaria
para comenzar mi andadura de pescador de aguas salobres.
-Chaval, para pescar mules hay que macizar, o sea, echar
comida para que se les caliente la boca y cuando estén todos
cebándose lanzas el anzuelo y ellos lo muerden o de un tirón
enganchas al robo a alguno por la tripa, que también vale. Los
días que entran al anzuelo, si macizas con tripas de bonito
mezcladas con migas de pan puedes llenar un saco en media
hora.-
-¿Qué hace con toda esa pesca? ¿La vende?- pregunté in-
trigado, porque esa fuente de dinero para el cine no sabía que
existiese.
-¡Qué va! ¡Qué más quisiera yo! Los regalo si encuentro
a alguien con agallas de meterse eso en la boca y si no los tiro
otra vez al mar, que alguien se los comerá.-
-¿Qué cebo le da mejores resultados?- Había que sonsa-
carle lo más posible.
-Muergo o gusana, según como ande de “tela”. La gusana
es mejor pero más cara, los muergos por dos pelas te dan un
montón en cualquier pescadería.-
-¿Y las gusanas dónde se compran?- Estaba llegando al
final, el resto me las podía ingeniar yo solo.
-La gusanera se suele poner ahí detrás o donde la mezqui-
ta de “Venamear”.-
-¿Hay una mezquita por aquí cerca?-
-Chaval se te nota al kilómetro que eres de Portugal. Aquí
en la “Capi” todo el mundo sabe que a los urinarios públicas
254
de ese edificio- y señala con la mano una pequeña construc-
ción, que parece un cruce de palacete con casa de muñecas- les
llamamos la mezquita de “ven a mear”. ¿Lo coges?- A veces la
gente se pone desagradable por nada, pero llamar a uno de To-
rrelavega “Portugués” raya en la ofensa personal. La cosa viene
de cien años atrás, cuando a la recién abierta mina de Reocín
vino a trabajar mucha mano de obra portuguesa, ignorante y
con nula preparación. De ahí a cargarnos el sambenito a todos
los del pueblo no hubo más que un paso. Pero la rivalidad
estaba servida y los del pueblo no perdían ocasión de meterse
con los de la Capi y viceversa. En una ocasión reciente, no sé
con qué motivo, se presentaron en Santander cientos de torre-
laveguenses con pancartas alusivas que decían: “La ciudad de
Torrelavega saluda al pueblo de Santander”.
Con todo este primer bagaje de conocimientos y los que
ya poseía de ser pescador de río me fui a comprar el equipo
necesario a Godofredo, una tienda del muelle especializada en
artículos de pesca.
-Quiero un flotador, tres anzuelos, veinte metros de hilo
de pescar y unos plomos- le dije al que me atendió, un mu-
chachote de diez años más que yo, grandón y con cara de ser
del frente de juventudes.
-Chaval, tu no eres de aquí. ¿De que pueblo eres? Porque,
entérate, aquí al flotador le llamamos “tuta”, al hilo de pescar,
línea, y a los de Torrelavega, portugueses.- No te joroba el
adivino. Ni que se me leyese en la cara.
- Y desde hace poco a las cabras antílopes y a los de aquí…-
No cogió el chiste. Podría ser del frente de juventudes pero no
había seguido de cerca la Misión.
La caña no era necesaria porque el agua quedaba debajo
de los pies, ya que se pescaba sentado en el suelo de hormigón
con los pies colgando en el vacío. Debajo había profundidad
suficiente y los peces esperando.
255
A pesar de todo lo que me dijo el pescador, los mules
eran listos de narices. Chupaban la gusana sin metérsela en
la boca y ya te podías aburrir de tirar y tirar que no trababas
uno al robo ni con recomendación, por lo que me dediqué,
en un principio, a otros peces menos vistosos, momas y cha-
parrudos, pero más divertidos de pescar y del mismo valor
gastronómico, o sea, ninguno. A estos se les veía nadar y me-
terse en sus agujeros, entre las piedras gigantes que formaban
el frente de atraque de los barcos. Desde allí nos miraban con
unos ojillos de listos que no hacían honor a su cerebro, porque
en cuanto se les acercaba el anzuelo se pegaban por ver quién
llegaba el primero. Su boca era chica y sus dientes fuertes, con
ellos mordían la gusana y se la comían pedacito a pedacito sin
engancharse la boca en él.
La pesca tenía sorpresas como la que me proporcionó la
“breca” más tonta del Cantábrico, que se suicidó en mi apare-
jo cuando bañaba un trozo de gusana vieja en la punta de mi
anzuelo. El momento, así y todo, fue emocionante. El pez, de
buen tamaño, tiraba de lo lindo y su picada por sorpresa me
dio un susto de muerte por lo inesperada. En el lugar de la
pesca, junto a la grúa de piedra, nadie se molestó nunca en po-
ner una placa conmemorativa de tan fausto acontecimiento.
De no ser por la susodicha breca, un salmonete que trabé
junto a la alcantarilla próxima al club Marítimo, un par de
mules enfermos y dos o tres “panchos”, mi paso como pesca-
dor sólo lo percibirían los arqueólogos subacuáticos, porque
aparejos con anzuelo y plomos, dejé enganchados cantidad en
los fondos rocosos de la bahía.
Abandoné la pesca en cuanto se terminó el curso de mis
hermanas y todos juntos nos marchamos a la casa de Torres, a
pasar el verano junto a papá.
Seguro que Godofredo echó en falta a un cliente con tanta
facilidad para perder aparejos, aunque éramos muchos los que lo
256
hacíamos a menudo así de mal y su negocio siguió siendo prospero
durante mucho tiempo. Además, en verano, cualquier chaparrón
de nada llenaba su tienda para que los madrileños, no acostum-
brados a las veleidades de nuestro clima, se equipasen innecesa-
riamente de impermeables. Los chaparrones de agosto eran para
Godofredo, como el Maná para los judíos huidos de Egipto.
257
Los miércoles por la tarde había baile y yo no me perdí
uno, ni por codornices ni por peces de río. Las chicas adqui-
rieron una nueva dimensión y había que acudir donde ellas
estaban, no había otro remedio.
En agosto, el baile de disfraces anual sería la fiesta más
importante y a él iría acompañando a mi hermano Gonza.
Eduardo, por voluntad propia, todo hay que decirlo, se quedó
estudiando en Madrid a pesar de haber aprobado el primer
curso de ingreso de Minas en junio y no haber exámenes del
segundo hasta el año próximo.
El problema era que no teníamos en qué ir, o mejor di-
cho, quién nos llevase en un vehículo apropiado, por lo que
lo hicimos, dada la distancia, en nuestro trasporte habitual, en
bicicleta.
A las once de la noche circulaban en bici, entre los sor-
prendidos obreros que salían de meter horas en las fábricas,
un vaquero con zahones de cuero y dos revólveres al cinto y
un cazador de pieles de zorro, yo, con un gorro como David
Croket improvisado con la piel de un zorro cazado por papá,
sus botas de montar descosidas por detrás y vueltas hacia aba-
jo como las llevan los piratas en las películas y una estola con
otras dos pieles más, que hacía años rodaban por el desván y
servían de alimento a las polillas.
Mi atuendo improvisado a base de pieles de zorro, polillas
e imaginación, junto al de Mari Carmen, vestida con un traje
pintarrajeado y unas plumas en la cabeza, nos valió un premio
y una noche difícil de olvidar, por lo menos para mí. No sé si las
plumas lograron el efecto deseado de hacerla parecer india. Lo
que quedó de manifiesto fue que, con lo guapa que estaba, no
necesitaba para nada parecer india porque el jurado, con sólo
mirarla a la cara, se dio cuenta de que era un disfraz perfecto.
El regreso en bici, a la seis de la madrugada, coincidió con
la hora de entrar a trabajar a las empresas de la zona del rele-
258
vo de la mañana. El paseo de Torres estaba lleno de ciclistas
en traje de faena y nosotros dos escapados directamente de la
pantalla del cine Avenida, a juzgar por las miradas de incredu-
lidad que nos dirigían.
¡Ah! Se me olvidaba la botella de champán del premio.
Era de sidra, pero con la emoción del momento no me di ni
cuenta y la disfruté como si realmente hubiese sido de Dom
Perignon.
259
eran más difíciles y que un mal quinto conducía inexorable-
mente al desastre al año siguiente.
El colegio, como una roca, no había sufrido cambio algu-
no. No así el claustro de profesores, que incorporaba al padre
Pedro Ruiz, que además sería uno de mis profesores. Desde el
primer momento simpaticé con él y eso que sus cambios de
humor eran un tanto imprevisibles. Una de sus aficiones, ade-
más de la ciencia, era cartearse con un tal Fulgencio Baptista
que decía que era el presidente de Cuba pero que a nosotros,
además de desconocido, el tal señor nos traía al fresco.
Como profesor era de los mejores y eso era de agradecer.
Pero para entonces a mí me interesaba mucho más lo que ocu-
rría fuera del colegio que lo que pasaba dentro de él. Las chi-
cas, los pájaros, la caza y todo lo que nos divertía estaba fuera,
dentro había que sobrevivir y con eso era suficiente. Lo malo
es que dentro estábamos sesenta horas a la semana, y fuera lo
suficiente para comer, dormir y poco más. Así y todo, esos
ratos de libertad dejaban recuerdos suficientes para alimentar
el espíritu en el obligado encierro.
Un jueves por la tarde me topé con Chisco, un amigo
del pueblo que, como yo, no sabiendo qué hacer, paseaba por
el muelle contemplando a pescadores y gaviotas, ambos a lo
mismo pero con distintos métodos de pesca.
-Fíjate la cantidad de gaviotas y lo mansas que están y en
cambio cuando llevo la escopeta del veinte no se pone una a
menos de cien metros de distancia. ¡Y tengo unas ganas de echar
una abajo!...- Quería cazar una gaviota para que me la disecase
papá, pero no encontraba una voluntaria ni bien ni mal.
-Podemos intentarlo a pedradas, aquí está lleno y se dejan
acercar. ¿Probamos?- No sé de quien partió la idea pero sí que
hubo unanimidad en la votación.
-¡Vamos a por ellas!- Comenzamos a llenarnos los bolsi-
llos de munición, de la que el suelo era una mina, y con la me-
260
jor cara de inocencia que supimos poner nos acercamos hasta
un grupo que aprovechaba los peces que se acercaban a comer
a una playa de piedras gruesas, frente a la comandancia de
marina, donde vertía una alcantarilla de considerables dimen-
siones. Cuando estábamos muy cerca dimos la señal de ataque
y comenzó una lluvia de piedras lanzadas al azar que no causó
bajas en el enemigo que, sin apurarse demasiado a pesar de la
virulencia del ataque, aprovechando su superioridad aérea, se
puso a salvo.
-Allí hay otras, vamos a por ellas.-
Nuevo ataque y mismo resultado. La batalla se prolongó
durante toda la tarde sin bajas por ninguno de los dos ban-
dos.
-Ésta os la espero- fue mi despedida. -Volveré pero con
mejor armamento.-
Convencí a Federico Calzada, compañero de colegio y
clase y con unos instintos cazadores similares a los míos, de
que declarase la guerra. Ambos, con el arma secreta que tenía
preparada, venceríamos.
-He cogido perdigones abundantes y la escopeta de aire
comprimido que uso para tirar al blanco, es una cometa seis
y no anda mal de potencia. Con una Cometa cinco nos car-
gamos José Félix y yo la mitad de los cristales del Alerta… y
había una distancia considerable.- Sabía que las escopetas me
acarreaban problemas fuera de los campos de caza, pero una
emergencia justificaba sobradamente su uso en las actuales cir-
cunstancias.
Me escondí la escopeta debajo de la gabardina, para no
llamar la atención, y nos fuimos derechitos a playa Omaha,
nombre en clave de la escombrera con alcantarilla situada
frente a la comandancia de Marina.
Un centenar de metros antes, junto a la grúa de piedra,
un posible simpatizante de las gaviotas, ataviado con uniforme
261
de gendarme de la comandancia, era un obstáculo no previsto
que había que evitar a toda costa o, por lo menos, neutralizar
su peligrosidad. Se me ocurrió una idea y la puse en práctica
al instante.
-Señor agente, me han regalado una escopeta de perdi-
gón en casa pero, como vivo en un piso, mamá me ha dicho
que vaya a probarla fuera y me ha sugerido que venga aquí,
porque tirando hacia el mar no puedo hacer mal a nadie. ¿Le
importa que la pruebe en esa pedreguera?- El agente apenas
dudó y me puso como condición tener cuidado si pasaba al-
guna barca con personas dentro…pero a las gaviotas ni las
nombró.
Nos subimos en la tubería de la alcantarilla para que las
gaviotas vieran que era yo, y esperé un rato hasta que vieron
que venía en son de paz y se acercaron a pescar en aquel ama-
sijo de peces y porquería.
Cuando estaban pendientes de los peces saque de de-
bajo de la gabardina la escopeta ya cargada, me la encaré
rápidamente, elegí a mi víctima que volaba inocentemente a
quince metros y le lancé un plomazo que la rozó levemente,
pero lo suficiente para que se pusiese a gritar como una loca.
La imitó el resto del bando formándose un griterío ensorde-
cedor, lo que hizo mirar en nuestra dirección al gendarme
que, al ver las plumas flotando en el aire comprendió lo ocu-
rrido y comenzó a correr hacia nosotros vociferando como
una gaviota más y pidiendo que le entregásemos el arma de
inmediato.
-¡Retirada!- le dije a Fede y comenzamos a correr a toda
prisa con la escopeta otra vez bajo la gabardina.
No miramos para atrás hasta que estábamos casi en la
Marga y no quedaba ni rastro del policía.
Apenas sin respiración de tanto correr, nos felicitamos
por el triunfo.
262
- Vete mañana a playa Omaha, saca un palo de debajo de
la gabardina y ya verás como se han aprendido la lección. Las
gaviotas son listas y esto no lo van a olvidar fácilmente.-
El resto de la mañana lo pasamos tirando al blanco, persi-
guiendo a las alondras y comentando a cada rato los gritos de
las gaviotas y las plumas flotando en el aire.
La guerra contra las gaviotas se daba por terminada.
263
El compañero, sin impresionarse lo más mínimo, conti-
nuó correteando y curioseando a sus anchas por toda la casa y
el jardín. Jugarse a diario la vida parecía su afición favorita.
Diana, convivía con nosotros, no le prestaba ninguna
atención. Ella estaba más pendiente de mí y, en mi ausencia,
de los mirlos y gorriones que se aproximaban a su improvisada
perrera y que la tenían fascinada. En ellos, impotente, descar-
gaba su afición a cazar a la espera del domingo en que, antes
de amanecer, partiendo desde Santander o Torres indistinta-
mente, salíamos de caza.
Diana, desde pequeña, siempre demostró que tenía mu-
cha raza, quizá demasiada. Era un puro nervio desde el morro
hasta la cola y a veces, si veía la caza cerca, se desbocaba como
un pura sangre inglés. Aquel domingo de noviembre empe-
zamos cazando por “la Cueva”, unas laderas muy peladas y
pendientes donde había muchas perdices, porque, sin duda,
en aquel terreno se sentían más seguras y sabían que podían
defenderse muy bien.
Cuando llevábamos en “mano” no más de una hora, en el
llano de la cumbre de la ladera se levanta una liebre lejana y la
Diana, con ganas de correr, sale al galope en su dirección. La
liebre pone terreno por medio con facilidad, pues es mucho
más rápida que la perra que intenta lo imposible... En eso
Diana pisa una piedra suelta, se le doblan las manos y da la
vuelta de campana hacia delante, cayendo de espaldas sobre el
áspero y pedregoso terreno.
Los aullidos de Diana, intentando incorporarse sin conse-
guirlo, llenan todo hasta el horizonte. Todos los componentes
de la cacería se detienen y, lentamente, se van acercando al lu-
gar donde yo acaricio a la pobre perra que no cesa de aullar.
Después de mí, el primero en llegar junto a Diana es mi
padre, que cazaba un poco más alejado que yo del lugar del
accidente.
264
-Creo que no puede mover las patas de atrás. Se ha debi-
do de romper la médula del golpetazo -la perra aúlla cada vez
más débilmente. -¿Qué hacemos?- le digo desolado. Todo el
grupo, ha dejado de cazar, se ha acercado y forman un círculo
alrededor del animal herido.
Hay opiniones para todos los gustos. La mayoría era par-
tidaria de evitarle más sufrimientos acabando con ella de un
disparo, pero yo no. Defiendo a la perra casi contra la opinión
de toda la cuadrilla.
-¡De matarla de un tiro, nada! ¡A lo mejor en un par de
horas está bien!-
Entre Eutiquio, el “morralero” y yo la llevamos hasta la
casa del guarda y allí me quedé sentado junto a ella para que
estuviese más tranquila. Le hablé también para que, con mi
voz, se tranquilizara aún más.
-¿Cómo voy a dejar que maten a la mejor perra que he
tenido?- le susurro suavemente -Si por un gallo de pelea me
llevé un tiro, estoy dispuesto a pegarme con el que haga falta
por mi perruca.- Diana, postrada, poco a poco se va relajando
hasta quedarse adormilada.
Después de unas horas a su lado, más tranquila y aparen-
temente sin dolores, oigo el regreso del resto de la cuadrilla.
-Lo mejor es salir zumbando para Santander- dicen a
modo de saludo. Por lo que veo, los planes los han hecho por
el camino hacia el pueblo. -Si hay que sacrificar a Diana es
mejor cuanto antes.-
-¿Qué os ha hecho Diana para que tengáis tantas ganas de
darle un tiro? ¿Se puede saber?- Ante mi enfado creciente deci-
den todos no hablar más del tema. Por fin he dejado bien claro
que la perra es mía, y mía es por tanto la última decisión.
Hubo que llevarla al coche en brazos y la perra aulló nue-
vamente de dolor. Dos horas y media más tarde, con ella en
brazos, subí los escalones de la calleja de Arna y conté a mi
265
madre y a Ota lo ocurrido. Después, más calmado, preparé
una cama con mantas en el office de abajo, junto a la cocina,
donde no la faltaría calor, y allí dejé a la paralítica Diana, no
sin antes acercarle un cacharro con agua y ayudarla a beber.
Durante los días posteriores al accidente Diana comenzó
a moverse un poco, pero de una forma extraña. Con el lomo
encogido y las patas de atrás juntas y apoyándose sólo en las ma-
nos, recorría cinco o seis metros hasta el jardín y vuelta a casa.
-Diana no lleva solución- me decía papa, viendo pasar los
días sin mejora aparente. -Puede quedarse así para siempre. Si
a ti no te importa tenerla paralítica... No pienso ser yo el que te
diga cuándo se debe sacrificar, porque no hay esperanzas…-
Pero a los dos meses Diana comenzó a mover un poco
sus maltrechos cuartos traseros y, día a día, aunque muy lenta-
mente, mejoró. Me llenó de esperanza ver aquellos avances...
Con la llegada de la primavera, andaba torpemente a cua-
tro patas por el jardín... Pero aún le duraron las secuelas casi
tres meses más... pero al fin llegó a estar perfectamente y se
convirtió, sin duda, en mi perra favorita.
La mejoría de Diana la observaba el gato de cerca pues,
aunque al principio no se llevaban bien, la parálisis de Diana le
hizo sentirse más seguro y se aproximaba a ella tranquilamente
con el rabo levantado. Trini se ocupaba todas las mañanas de
darles su comida a los dos.
-Señora, ¿ha visto al gato? Le he estado oyendo maullar
por la ventana de la cocina durante un buen rato mientras en-
cendía la lumbre, pero el muy truhán no ha venido donde mí
a pesar de que le he llamado más de cien veces. Y digo yo, si
yo le oía a él, él tendría también que oírme a mí…Ahora está
callado y no aparece por ninguna parte.
-No se preocupe Trini, ya aparecerá. Ya sabe cómo son
los gatos de independientes...- Mi madre sentía mucho más
cariño por los perros que por los gatos. Todavía nos hablaba
266
del perro setter irlandés, al que puso de nombre “Zar”, que
encontró perdido durante la guerra... Sin duda Zar fue para
ella como Diana era para mí.
-¿Qué pongo hoy para comer, señora?- preguntó Trini al
día siguiente.
-Pues...- dijo mi madre mientras repasaba mentalmente
las últimas comidas para no repetirlas -Haga una empanada
de atún en el horno, que la comen todos muy bien y hace más
de un mes que no la probamos.-
Media hora más tarde de esta corta conversación, llego
del colegio...
-¡¡¡Qué horror!!!-
El grito que he escuchado proviene de la cocina. Bajo
corriendo la escalera y pregunto antes de llegar:
-¿Qué pasa, Trini?- Por el tono de su voz, algo muy serio
ha ocurrido, porque Trini no es de las que se asustan por cual-
quier cosa.
-El gato…- contesta lacónica.
-¡Ah! Al fin volvió...-
-No- me interrumpe. -No se fue nunca, mira dónde está.-
Y abre la puerta del horno de la cocina económica de donde sale
un olor pestilente. El pobre… se conoce que se metió allí por el
calor o por su costumbre de curiosear… y yo sin darme cuenta
le cerré dentro y encendí la cocina... ¡Como iba a venir cuando
le llamaba si yo le oía por el tiro de la chimenea!- Unas lágrimas
se le escapan, pensando en aquella horrible muerte al horno.
Hubo que modificar el menú, pues sacar los restos car-
bonizados del “gato al horno” llevó su tiempo y hubo que
limpiar bien éste varias veces hasta que desapareció el olor y
volvió a estar utilizable.
267
téntico sacrificio, y bien que les costó. Tuve que pedírsela varias
veces hasta que se rindieron y me hicieron jurar dos cosas, que
no se la dejaría a nadie y que cualquier experimento lo haría en
un lugar bien ventilado. Con esas condiciones me dejaron su
pistola… de gases lacrimógenos que se habían traído de Ale-
mania. Era pequeña y de color negro, como una de verdad. El
cargador, en vez de estar en la empuñadura, entraba por una
abertura bajo el cañón. En él había unas pequeñas cápsulas que,
al explotar, eran el medio disuasorio y defensivo empleado.
-Si le disparas a un delincuente a dos metros hacia su
cara no podrá abrir sus ojos en un cuarto de hora, según pone
en las instrucciones. Hay que tener cuidado de no disparar
demasiado cerca de los ojos, porque puede afectar a la vista
durante bastante tiempo.- Los últimos consejos de José Julio
me los aprendí de memoria, como los afluentes del Ebro o
los partidos judiciales de Santander: Santander, Potes, Laredo,
Torrelavega, Ramales, Reinosa, Villacarriedo, San Vicente y
Castro Urdiales.
Mi amigo “Mendi” se prestó a compartir conmigo el ex-
perimento. Primero le pedimos permiso a tía Maria del Car-
men para que nos dejase subir a la torreta de la casa, lugar que
mi prima Malolis tenía hasta el año anterior como su reducto
preferido, pero que ahora había abandonado al marcharse a
Madrid.
-Lo primero, abriremos bien las ventanas para que haya
buena ventilación y después efectuaremos el disparo. Ponte de-
trás de mí y poco a poco acercaremos la nariz al humo a ver qué
se siente.- ¡¡PAN!! El disparo sonó menos que uno de la esco-
peta de nueve milímetros y una nubecilla de humo salió por el
cañón de aquella pequeña pistola y se expandió por la habita-
ción…Una corriente de aire evitó que tuviésemos que acercar
la nariz y nos acercó de improviso el humo hasta más cerca de
lo que hubiésemos deseado, facilitándonos el sufrimiento.
268
-¡¡¡Es horrible!!! ¡¡¡ Cómo escuecen los ojos con esta por-
quería!!!-
Durante media hora nos lloraron los ojos como si nos hu-
biesen suspendido de una vez todos los cursos que llevábamos
aprobados hasta esa fecha.
-Esta pistola tiene que ser bárbara para cuando a una ac-
triz de cine no le salen las lágrimas pero, como no es nuestro
caso, el domingo se la devuelvo a su dueño para que la disfrute
todo lo que él quiera, que yo ya la he “disfrutado” suficiente…-
“Mendi” estuvo totalmente de acuerdo con mi decisión.
269
Cada vez que llegaban a jugar yo pasaba un rato incómo-
do hasta que me habituaba a su compañía. La culpa de esto
era mía y sucedió a la segunda o tercera vez que Rafael acudió
a casa… ocurrió que cuando estaba comenzando la partida
llegue yo con una pajarita puesta que encontré en una maleta
abandonada por tío Agustín.
-¿De dónde vienes?- Era la pregunta habitual, a la que
contesté sin recordar el atuendo, casi un uniforme, de Rafael.
-De hacer el gamberro por la calle durante toda la tarde
con esta pajarita de payaso que llevo puesta…- En ese instante
vi la que llevaba Rafael y me di cuenta de que casi era un cal-
co de la mía, la suya con lunares más pequeños, que no sé si
eso servía para arreglar en parte mi metedura de pata aunque
me temí que no, a la vista de la mirada que me lanzaron mis
padres.
El color rojo de mi cara apareció al instante y yo, discul-
pándome, comencé una prudente retirada. Desde entonces el
encuentro con Rafael me producía una subida de color inevi-
table que dejaba clara mi culpabilidad.
Mis padres comenzaron la partida y yo cené y me acosté,
aunque sin poder conciliar el sueño. A las tantas de la madru-
gada escuché las lejanas despedidas y, al poco rato, sentí junto
a mí a papá susurrando que estaba dispuesto.
Salté de la cama como lanzado por un resorte y al instante
estaba dispuesto a todo.
-Toma este escobón y cuando yo entre con la escoba y
tape el agujero de huida con el pie, sacudes, por debajo de los
aparadores y a la que salga, leña sin piedad.-
Entramos como dos meteoritos. Papá puso el pie en el
agujero y yo cerré la habitación a cal y canto, antes de tocar
el suelo con el escobón ya teníamos a dos ratas de buen tama-
ño saltando como locas e intentando trepar por las cortinas
buscando un camino de huida alternativa…Mi escobón las
270
disuadió para siempre de dos certeros estacazos. Comencé a
dar golpes bajo los muebles y, una tras otra hasta cuatro ratas
similares a las anteriores intentaron en vano huir e incluso ha-
cernos frente, pero la escoba y el escobón se mostraron infini-
tamente más eficaces que los chillidos de amenaza y los saltos
hacia nosotros. En cinco minutos la batalla había terminado.
-Humanos caseros seis, ratas invasoras cero. Ha sido un
resultado justo. A partir de ahora se lo pensarán mejor.-
En tres sábados consecutivos, un tres a cero, un dos a
cero, y un uno a cero dejaron clara nuestra superioridad y
mejor preparación física.
Al segundo empate a cero por no presentarse el contrin-
cante, decidimos que la guerra había terminado con la ex-
tinción total del enemigo. El agujero de entrada se reparó y
ningún nuevo intento altero la tranquilidad.
El fin de curso llegó con los aprobados esperados y aban-
donamos esa casa para no volver al siguiente curso.
Todo quedó como lo recibimos dos años antes, sin ratas.
271
dinero para perdigones, cines, algún pájaro que otro y otras
necesidades. Una oferta de la envergadura de limpiar de chata-
rra un jardín abandonado era digna de tener muy en cuenta.
Nato, el jardinero, se brindó voluntario para ayudarme.
Armados con una barra de uña, martillo, tenazas, cortafríos y
una sierra de cortar metal, entramos como un elefante en una
cristalería y en un día dejamos limpio de metales inservibles
(y algunos no tan inservibles) aquel jardín y sus dependencias
complementarias. Acabada la limpieza y amontonado todo lo
recogido, acercamos el carro con la burra, lo cargamos en él,
nos subimos en el pescante y en cinco minutos estábamos con
el preciado cargamento en la chatarrería.
Regateamos donde había que regatear, aceptamos las
ofertas donde no se podía sacar más y recogimos el producto
de la “limpieza”: Quinientas siete pesetas, una fortuna. Con
una peseta te comías un pastel o un helado, con cinco o siete
podías irte al cine y con quinientas siete…lo primero que hice
fue acercarme en la bici a la ferretería Canales, que tenia figu-
ritas de porcelana, y comprar por diecisiete pesetas un pajarito
precioso para mamá y por cinco un cenicero de cristal talla-
do para papá. El resto del dinero me duraría todo el verano
y reservaría la mayor parte para las fiestas de la Patrona que
comenzaban el quince de agosto, el día de la Asunción. Me
hartaría de coches de choque y de todas las atracciones y pre-
sumiría invitando a la chica que quisiese despertando envidias
entre mis amigos…Pero una cosa son los planes y otra muy
distinta lo que nos deparan las circunstancias
272
aunque eran exigentes con los desconocidos, con los de “casa”
no daban ningún problema.
En la esquina más alejada de las oficinas, hicimos una fo-
gata con leña recogida de las ramas secas de acacia que tiraba el
viento, colocamos piedras a su alrededor y, encima de ellas, un
puchero de aluminio. En un momento teníamos el riquísimo
chocolate dispuesto para abrasarnos la garganta y descubría-
mos cosas sin importancia, como que se nos había olvidado
el azúcar y la leche. Pero con unas beldades como las que nos
acompañaban eso no tenía la menor importancia y, por suerte
de las chicas, no nos habíamos olvidado a ninguna de las que
nos interesaban: Mari Pepa, Mari Carmen, Carmen…el agua
del lago sustituyó a la leche olvidada y el chocolate resultó ex-
traordinariamente sabroso y sin sabor apreciable a rana.
El catorce, como era obligado, embarcamos en el Land
Rover del momento, el S- 17950, -cada dos años la empresa
compraba uno nuevo y papá lo estrenaba destinando el usado
a una mina necesitada de vehículos-, papá, los tres hermanos,
alguien más de la cuadrilla y un remolque lleno de perros y
nos fuimos a la apertura de las codornices al coto de Quinta-
nilla. Pero las codornices ese año habían decidido veranear por
otras latitudes y, a pesar del empeño de los perros, el producto
de la caza dejó bastante que desear.
Agotados perros y cazadores, el regreso fue menos bulli-
cioso que en otras expediciones. Al bajar el puerto del Escu-
do comenzó a llover con fuerza, como si las nubes estuviesen
dispuestas a amargar a los torrelaveguenses las fiestas de su
patrona.
Al anochecer del diecisiete de agosto, después de unos
días de tormentas y de terribles aguaceros, un estruendo di-
ferente fue percibido por algunos oídos privilegiados. ¿Qué
había ocurrido? La noticia llegó por el teléfono y a papá le
dejó sin respiración.
273
-¿Que se ha caído el dique de estéril encima de las casas y
del hospital? Ahora mismo subo para allá.-
Papá se fue zumbando y tardó muchas horas en regresar.
Para entonces ya teníamos noticias de desaparecidos y casas
arrasadas con todos sus ocupantes dentro. Todo el mundo en
Torrelavega estaba consternado. Al regresar papá, todos los
peores presagios se confirmaron.
-Con tanta lluvia caída el dique de estéril situado detrás
de las oficinas ha reventado. Calculamos que unas cien mil
toneladas de lodo han caído por la pendiente y han arrasado
todo a su paso, las tres casas que estaban en la curva antes de
llegar a las oficinas han desaparecido totalmente junto con sus
habitantes, la familia Ramírez al completo y otras dos familias
más. He dado vuelta al coche sobre el pavimento de la casa,
que es lo único que queda en su sitio. El Hospital está medio
enterrado, a las oficinas les ha entrado lodo por las ventanas
y del almacén que estaba junto a ellas no queda ni vestigio, lo
mismo que de los lagos. Se los ha llevado el agua junto con
todo lo demás hasta el río que, con la crecida que lleva, ha
arrastrado todo al mar. Lo peor e irreparable son las cerca de
veinte victimas mortales… Todavía faltan por aparecer varios
cadáveres.-
En total, fueron veintitrés las victimas confirmadas. Acu-
dió el ejército con buscadores de minas para detectar bidones
de cianuro, utilizado como reactivo en el lavadero de mineral,
que habían sido arrastrados o enterrados por la avalancha no
se sabía dónde.
Las fiestas de la Patrona se suspendieron y un entierro,
con asistencia de toda la ciudad, sustituyó al bullicio de las
alegres fiestas patronales de otros años en las mismas fechas.
274
entonces cortadas, lo que dificultaba mucho todas las tareas.
Hasta los buscadores de minas se sintieron optimistas, pues la
recuperación de ocho bidones de cianuro así hacía suponerlo.
Mi padre discrepaba con esa opinión.
-Según mi cuenta, les faltan de encontrar sólo… doscien-
tos cuarenta y dos más.-
Además de las familias que habían perdido a sus seres que-
ridos muchas otras personas sufrieron por diversas razones a
causa de la catástrofe. Don Jesús Tuero O´Donnel, el director
de la Mina de Reocín, fue una de las más afectadas por su posi-
ción en la empresa y su responsabilidad en el suceso. No hacía
mucho que una angina de pecho le había dado un buen susto y
esto de ahora no era el mejor remedio para esa grave dolencia.
Muchos se preocuparon por su salud tras el duro golpe y las
preocupaciones que le ocasionarían, pero don Jesús resistió.
El resto del verano no se pareció en nada al que por unos
días imaginé. El dinero me sobraba y, poco a poco, lo fui gas-
tando en chucherías que no dejaron en mí el recuerdo desea-
do. Comprendí, a causa de esto, la frase que oía con frecuencia
a los mayores de que el dinero no hace la felicidad…
Un poco antes de comenzar el otoño una propuesta he-
cha a papá por Gregorio, su sastre, me iba a hacer olvidar esta
desgracia.
-Me ha dicho Gregorio el sastre que si queremos ir a cazar
perdices a su pueblo que es Roa de Duero, que está plagado
de ellas y además les haremos un favor, porque hay tantas que
se comen las uvas cuando maduran si no se dan prisa en ven-
dimiar.- La oferta parecía un regalo del Cielo- El alcalde, que
es amigo o pariente, nos lo organiza todo. Como es tan lejos
iremos tres días, si es que la expedición al fin se realiza.-
Roa estaba lejos, pero antes de bajarnos del coche sabía-
mos, sin miedo a equivocarnos, que había merecido la pena
275
la decisión. Por las tierras sembradas y entre las viñas cargadas
de uvas veíamos, aquí y allá, bandos y bandos de preciosas
perdices entre las que, a pesar de estar aún en septiembre, no
se distinguían padres de hijos.
-Don Gonzalo, aquí la perdiz cría un mes antes que en
Quintanilla, donde usted caza habitualmente. Por eso ya están
los pollos igualones.- Gregorio, sin ser un experto en caza,
algo sabía y la explicación nos pareció a todos de lo más con-
vincente.
A los miembros de la expedición nos tenían preparado
alojamiento en casas particulares, que no desperdiciaban la
ocasión de ganar unas pesetas cuando éstas pasaban cerca. En
la misma casa nos quedamos papá, mi hermano Eduardo y
yo acompañados por un padre y su hijo, bastante temido este
último por su manejo despreocupado de la escopeta por lo
que le apodábamos el “Impulsivo”. Su lema, sin manifestarlo
públicamente, podía resumirse así: “Antes matar al compañe-
ro que dejar escapar la pieza”.
No habíamos terminado de colocar los perros y las male-
tas cuando…
-¡He descubierto una mina!- dice el “Impulsivo”, que lle-
va los bolsillos llenos a reventar de no se sabe qué extraño y
valioso mineral. Tiene incluso que taparse la boca de ambos
bolsillos para que no se le desparrame su contenido. El recien-
te descubrimiento minero le ha dejado un semblante resplan-
deciente.
-¿De qué es la mina y dónde está?- pregunta el padre con
cara de pocos amigos, ya que sabe mejor que nadie con quien
se juega los cuartos.
-¡Venid! ¡Ya veréis! ¡La mina es de almendras!- y corre eufó-
rico escaleras abajo rumbo al nuevo filón. Al llegar al portal se
detiene y señala seis sacos blancos apilados contra la pared.
-¡Aquí! ¡He abierto un agujero y mira cómo salen!...
276
-¡Zas!- una derecha precisa que le larga el padre con total
soltura y naturalidad y que atraviesa limpiamente la guardia
desprevenida, alcanzando la cara por su lado izquierdo... El
Impulsivo comienza a lagrimear...
-¡Serás zoquete! ¿Qué quieres? ¿Qué nos echen de la pen-
sión y se nos joroben a todos los tres mejores días de caza de
esta temporada?- El padre, por un momento, ha imaginado
las consecuencias de un desahucio prematuro y decide poner
remedio urgente. -Ahora mismo vuelves a meter, una por una,
todas las almendras por el agujero... y no se te ocurra volver a
acercarte a los sacos, que te conozco.-
Los días de caza en Roa fueron inolvidables a pesar de
que las perdices, aun siendo jóvenes, debían de estudiar en la
Sorbona y a la menor señal de peligro cruzaban volando sobre
el Duero dejándonos con tres palmos de narices.
En los dos días y medio de cazata, yo solito me colgué
de las correas de mí porta cazas cinco hermosas perdices, una
liebre y un liebrato suicida que quiso llevarme por delante sin
conseguirlo. Unos metros antes de cazar la liebre “kamikaze”
volaron en el horizonte tres avutardas sin que por ellas esta vez
hubiese reparto de correazos entre los presentes.
Las últimas perdices que cazamos aún alucino al recor-
darlo…
-Tengo una casita en una viña rodeada de árboles, donde
vive una torada de perdices formada por más de veinte ma-
chos. Antes de irnos a comer los lechazos que nos están asando
en la panadería nos acercamos allí, matáis los que queráis y
nos vamos a comer.- La propuesta del alcalde, a pesar de estar
reticentes a creérnosla dados los embolados padecidos por las
promesas de la “Ametralladora” y otros similares, la aceptamos
todos por educación sin rechistar.
Paramos el coche en la puerta del jardín y, una vez abierta
ésta, entramos a aquel pequeño huerto rodeado de árboles y
277
con una casita de campo con buen aspecto. Hasta aquí el al-
calde no había puesto una coma de más.
Con las escopetas dispuestas nos adentramos en dirección
a la casa por entre las vides cargadas de fruto. No se movió ni
un gorrión y menos una perdiz, a pesar de eso el alcalde se
ponía pesado asegurando que las perdices estaban allí.
Al detenernos a diez metros de la casa, y cuando estába-
mos colgando las escopetas del hombro, comenzaron a volar
perdices de todos lados, incluyendo los árboles del perímetro.
El tiroteo tuvo poco éxito y sólo dos cayeron en la refriega.
-¡¡Si no lo veo no lo creo!! ¡¡La madre que las parió!!- ex-
clamó el más fino de los cazadores, porque algún otro me sor-
prendió con palabras inimaginables referidas a unas inocentes
perdices y sus antepasados.
Efectivamente, las dos eran machos y con años de edad a
juzgar por sus espolones y robustez.
Al Señor Alcalde casi le besé la mano de agradecimiento,
como hacíamos en el colegio con los curas.
El remate de estos días fue la comida: dos lechazos y un
tostón (cochinillo de la tierra) que estaban para chuparse los
dedos, cosa además bastante necesaria si se come sin platos,
sin cubiertos, sin servilletas y con mucha hambre, solos los
animales en cazuelas de barro y nosotros frente a ellos, como
en la película “Solo ante el peligro”. Para ayudar a tragar, agua
clara y vino de Roa, casi tan incoloro como el agua pero con
un tono rosado que avisa que, ocultos en él, hay once grados
y medio de alcohol en volumen. Tomé unos vasitos y con su
ayuda volví dormido hasta el puerto del Escudo. Una siesta
reparadora de tres horas.
278
viviría en un piso. Los motivos eran varios y en buena parte
económicos y prácticos. Mi primo Vicente se iba a estudiar a
Bilbao Ingeniero Industrial, mi tía Juana se quedaba sola en su
casa de Santander y su marido en Torrelavega, también solo.
Si Juana se iba con su marido, dejaba la casa vacía y podíamos
ocuparla durante el curso, lo que era más barato que pagar un
alquiler. A cambio, ellos se quedarían en nuestra casa de To-
rres y así mi padre no estaría solo los días entre semana. Este
piso, en la calle San José nº 12, no era gran cosa, una parte
orientada al Norte y el resto, interior. Céntrico en la ciudad,
aunque las distancias a nuestros colegios aumentaron conside-
rablemente con el cambio.
Una cosa me llamaba la atención de él, parte de sus suelos
eran de corcho negruzco y se podían pinchar los alfileres con
mariposas en el suelo del salón. Este suelo para lo que se mostró
muy útil fue para lanzar sobre él los nuevos vasos de Duralex y
sorprender a propios y extraños con su resistencia. Parecía im-
posible que un vaso no se rompiera con aquellos golpes.
El vecindario ayudaba a que nuestra vida fuese más cómo-
da. Enfrente de nuestra puerta vivían las Hoyos, que habían
abandonado Panes durante el invierno para refugiarse en la
ciudad, con más comodidades y más distracciones. Encima, un
profesor de matemáticas, Eduardo Sampedro, que con aquella
facilidad de tenerle tan cerca no me quedó más remedio que
poner mi futuro matemático en sus manos. Eduardo padecía
asma crónica y al principio, hasta que me acostumbré, sus ata-
ques de asma en que no remitía su tos hasta que se aplicaba
ventolín, me producían una cierta desazón por su intensidad y
virulencia. Pero si él se acostumbró a padecerlos yo lo hice a so-
portarlos y sus clases me enseñaron bastantes matemáticas y a
liar cigarrillos… Porque allí estaba prohibido fumar cigarrillos
prefabricados, el que quería fumar debía ir pertrechado con
papel, tabaco y la habilidad suficiente para liarse su cigarrillo.
279
En el piso de encima de las Hoyos había una peluquería
de señoras donde iba a veces a que me pelasen gratis o a char-
lar con las tres peluqueras, Julia, Raquel y otra hermana de
nombre olvidado.
En el colegio un nuevo rector, llamado Rufino, cayó sobre
mí, sobre mis treinta y cuatro compañeros de sexto B y sobre
el resto del colegio como un castigo divino. Desde el principio
de curso me sometió personalmente a un marcaje “al hombre”
y me controlaba las veces que pasaba por la capilla, lo cual era
inevitable para intentar esquivarle. Cada vez que me pescaba,
sin posible escape, también era inevitable que me interrogase
con preguntas “indirectas” como:
-¿Cuánto hace que no se confiesa? ¿Desde cuándo no se
acerca al altar a comulgar?- Y todo lo decía con las cejas levan-
tadas y mirándome por encima de las gafas de una forma muy
personal.
Este “juego” de cejas hacia arriba del Padre Rufino le
conferían un cierto aspecto de búho, lo que hizo que algún
desconocedor de estas aves de cabeza redonda y con apéndi-
ces plumosos similares a orejas, le pusiese equivocadamente el
mote de “Lechuzo”, que enseguida tuvo una altísima acepta-
ción entre el alumnado.
280
sola vez la escopeta. Cuando al mediodía llegue empapado a
la estación noté, además del frío general, una zona más fría en
la parte del cuerpo que se utiliza para sentarse y descubrí con
espanto que mi pantalón, con el peso del agua que lo empa-
paba, se había rasgado completamente por el trasero… Tenía
que cruzar así desde la estación hasta mi casa en el centro de
Santander y, ya que todo mi capital lo había invertido en el bi-
llete del tren, la opción taxi ni se planteó en mi pensamiento.
La solución consistió en quitarme la chaqueta impermea-
ble y atármela a la cintura… pero aún quedaba mucha carne
al aire y tuve que buscar refuerzo en los dos jerséis que llevaba
puestos para mejorar “el efecto chaqueta”, atándolos uno a
continuación del otro hasta cubrir mis piernas a la altura de
las rodillas. En manga corta y lloviendo crucé toda la ciudad
ante la admiración general por mi bravura y llegué a casa sin
mayores problemas. De aquella excursión mi único recuerdo
agradable fue la silueta de tres patos rabudos en lo alto del
cielo, donde sólo unos ojos jóvenes y avezados como los míos
pudieron descubrirlos.
Dos días después, al volver del colegio y subir los dos
pisos corriendo por la escalera como era habitual, me tuve
que detener sin resuello en el rellano del primero. Apoyé mi
espalda en la pared del descansillo, mientras la cabeza me daba
vueltas y las piernas se me doblaban por aquel esfuerzo insig-
nificante.
Por alguna extraña razón me estaba mareando y no conse-
guía subir la escalera corriendo como era mi costumbre, a pe-
sar de que no me sentía mal ni con sensación de fiebre. Mamá
aviso al médico que no tardó en venir, me auscultó, tomó mi
temperatura y dictó su veredicto que fue claro y conciso.
-Tiene una bronquitis de caballo. Que no se mueva de la
cama para nada, que le pinchen lo que dice la receta y en unos
días estará bien, porque lo que es hoy, le llega a los pulmones
281
la cantidad de aire justa para no tenerle que ingresar en Val-
decilla, si se le cierran más los bronquios habrá que recurrir al
oxígeno, espero no tener que llegar a tanto.
Me costó pelar la bronquitis más de lo que vaticinó el
médico y poco después de curarla, una noche, llegó en boca
de papá una mala noticia.
-Don Jesús Tuero, el director de la mina, ha muerto en ac-
cidente de coche esta misma tarde al caer su coche al río cerca
de Infiesto. Su chofer ha salido vivo de milagro. Parece como
si le hubiesen echado mal de ojo, primero su salud, después el
dique y por último se mata en accidente de coche.-
Los accidentes de coche comenzaban a hacerse notar con
el aumento progresivo del parque de vehículos. El de casa ya
no era el único de la calle. Aquí y allá, pequeños coches apa-
recían aparcados cerca de los portales. En España no se había
pronunciado nunca la frase: “Me ha costado aparcar el coche
Dios y ayuda”, utilizando una expresión propia de mi abuela
Ota.
En pocos años la educación cambió de manera drástica y
a todos los cambios me apunté, eso sí y que quede bien claro,
en contra de mi voluntad. No sólo había tenido revalida en
cuarto al terminar el bachiller elemental. Ahora, para seguir
disfrutando, la tenía también en sexto y al año siguiente otra
parecida en Preuniversitario.
La de sexto iba más en serio. Como en la de cuarto, pri-
mero había que aprobar en el colegio para tener derecho a exa-
minarse de la reválida en el instituto Santa Clara, a cincuenta
metros de casa, al principio de la calle San José. Quedaba aún
mucho curso por delante y muchas aventuras que vivir antes
de enfrentarme al tribunal examinador.
282
campo cada vez con mayor regularidad y la caza llegó a formar
parte de mí y a constituirse en una autentica necesidad.
Sólo durante una época corta, desde los trece a los quince
años, perdí un poco de afición. Las chicas sustituyeron en mi
mente a los perros, codornices, perdices agachadizas y patos.
Pero, ya con casi 16 años, aquella fiebre amorosa descendió
las décimas suficientes para poder dedicar, junto a mi padre,
las horas de luz solar de los domingos y festivos a perseguir
liebres, perdices, patos y agachadizas. Reservé para las chicas
el resto de mis ratos libres.
La temporada se dividía en tres partes claramente dife-
renciadas. En la primera, lo que se conoce como media veda,
cazábamos codornices y tórtolas en Palencia y Burgos. Co-
menzaba el 15 de agosto y terminaba en septiembre. Era un
aperitivo y un entrenamiento para nosotros y especialmente
para los perros.
Después, a primeros de octubre, aunque algún año se
adelantó a septiembre, íbamos a perdices al mismo lugar:
Castilla. Por último, cuando las condiciones climatológicas
empeoraban y el puerto del Escudo comenzaba a imponer
respeto, y en aquellos años lo imponía de verdad, dirigía-
mos las escopetas hacia las aves acuáticas, principalmente
agachadizas, de vuelo rapidísimo y zigzagueante, a las que
reconozco que quizás perseguí con excesivo entusiasmo, y
también a los pocos patos salvajes que, dejando el seguro
y cercano mar, se arriesgaban a penetrar a pasar el día en
nuestro terreno: “La marisma”. Finalmente en contra de mi
voluntad y sólo en contadas ocasiones, nos adentrábamos
en los bosques cercanos en busca de becadas. Cazar becadas
entre matorrales y pinchos todo un día para ver volar un
par de éstas aves no estaba hecho para mí, pero la última
decisión de donde echar la cometa no me correspondía y era
consciente de ello.
283
No es de extrañar mi fiebre cinegética de entonces. Mi
padre era cazador, sus amigos también, mis hermanos lo mis-
mo, y si alguien deseaba observar la Naturaleza no tenía más
cáscaras que ir al campo. Faltaban aún años para la llegada de
los documentales de TV, y más todavía para los programas de
Naturaleza en color. Era poco menos que imposible encontrar
una foto de un ave en un libro, si no era de cocina o estaba
escrito en inglés.
Sin conocer nada de idiomas convencí a mi padre de que
me suscribiera a dos revistas. Una en inglés, “Animals”, y otra
en francés, “La Vie des Bètes”, de las que el único provecho
que extraía era contemplar las fotos.
Cazar estaba bien visto socialmente (no estaban muy leja-
nos David Croket y Búfalo Bill) y hasta tal punto la caza pare-
cía recomendable que la administración y los ayuntamientos
pagaban dinero por cazar águilas, lobos, garduñas, etc., sin
imaginarse nadie que en pocos años iban a estar protegidas y
convertirse su caza en un auténtico crimen. Existía entonces
una especie de Inquisición para los animales en forma de Or-
ganismo Oficial, denominado algo así como: “Junta Nacional
para la Extinción de Animales Dañinos”, con la que todos los
cazadores colaborábamos con la mejor voluntad y la mayor
inocencia del mundo. Águilas y demás rapaces, cuervos y sus
parientes, toda clase de carnívoros terrestres, como lobos, zo-
rros garduñas, nutrias, etc. estaban bajo la “protección” de esta
Junta…bien muertos y disecados para que no constituyesen
un peligro para la naturaleza. Parece increíble pero era así.
La caza dejaría en mí recuerdos imborrables de mi in-
fancia, días que recuerdo mejor que ayer, principalmente las
historias y anécdotas que la complementaban, y en eso era
importante el equipo: “la cuadrilla”.
Mi padre, mis hermanos Eduardo y Gonza y mi tío Fer-
nando, Tito López Dóriga y su hijo Goyo, Isaac Bolado y sus
284
hijos Claudio e Isaín, Serapio Ochoa, Gildo Abascal, Ángel
Muruzábal, algún que otro espontáneo ocasional del pueblo,
como Anfiloquio, el herrero y Eutiquio el morralero... y los
incontables perros que durante muchos años fueron eficaces
e imprescindibles colaboradores. Pero “los fijos”, como en las
quinielas múltiples, rara vez pasábamos de cinco.
Pero para mi sueño dorado de cazar patos en la bahía
desde una barca no necesitaba a la cuadrilla para nada, sólo
necesitaba un enlace entre un barquero y nosotros. Años atrás
me quedé llorando por no poder hacerlo pero, ¡por fin! se iban
a cumplir mis deseos.
No recuerdo quién nos puso en contacto con el barquero,
que también era cazador. Con él embarcamos y nos hicimos
a la mar, enfrente de la mezquita de “Venamear”, papá, Tito,
Goyito, el barquero y el Dumbo como tripulación.
Dimos vueltas y más vueltas por la bahía, pero los pa-
tos, cuya carne no despreciaba nadie en aquellos años, sabían
mucho de barcas y de escopetas y no estaban por la labor de
acabar en una olla a presión.
De entre todos los pobladores de la bahía, un grupo de
silbones, más confiados que el resto, rozaban el “fuera de jue-
go” y cada vez dejaban acercarse a la barca un poco más que
la vez anterior.
En cada nuevo intento de aproximación al bando todos
íbamos agachados en el fondo de la barca, incluidos el barque-
ro y el Dumbo.
Cuando a la quinta tentativa de ataque estábamos dis-
puestos a asomarnos por la borda con las armas en la mano
dispuestas para abrir fuego, un disparo de escopeta resuena
como un cañón, saltan astillas de la barca en todas direcciones
y todos nos quedamos como paralizados, sin saber si nos ataca
un barco pirata o de qué escopeta de las de la tripulación ha
partido el disparo.
285
De todos los presentes, Goyito es el que tiene más fama
de nervioso, todas las miradas se vuelven hacia él como prin-
cipal sospechoso.
-¡Qué yo no he sido! ¡Que esta vez no he sido yo! ¡Que me
ha dado a mí el que haya sido!- se queja al tiempo que se frota
el brazo con una mueca de dolor en el rostro.
Miramos a Goyo de arriba abajo y no le vemos más heri-
das que las posibles producidas por las astillas que tiene salpi-
cadas por su cuerpo, pero no parece a simple vista que ningu-
na se le haya clavado en la piel.
-¡¡A ver, que todo el mundo abra su escopeta!!- dice Tito
tajante.
Goyito, ante la mirada desconfiada de su padre, abre la
escopeta y los dos cartuchos están sin disparar.
-¡Ya te dije que no había sido yo!- se lamenta con razón
ante la incredulidad de su padre.
-¿Quién ha sido entonces?- nos preguntamos todos, y
cada uno de los cazadores abre su escopeta. Ninguna ha sido
disparada.
Sólo queda una sin revisar, la del barquero, que sigue en el
lugar en que la dejó, tumbada sobre el asiento de madera que
recorre el barco, de adelante a atrás, por el costado de estribor.
Delante del extremo del cañón de esta escopeta la barca
tiene un boquete alargado, de cuatro dedos de anchura y de
más de una cuarta de longitud.
-¿Cómo se ha podido disparar esta escopeta si nadie esta-
ba cerca?- la pregunta nos la hacemos los unos a los otros sin
encontrarle respuesta.
-¡El Dumbo! ¡El perro! Ha tenido que ser él, que al ver
que nos agachábamos se ha asomado para mirar y ha metido
la pata en el gatillo...-
Para que nadie piense que fue un sueño, a Goyito no le
dejaron huella las astillas saltadas de la madera, pero sí el per-
286
digón rebotado que se le incrustó en el antebrazo derecho y
que, casi cincuenta años después, aún conserva de recuerdo en
el mismo lugar en que se le alojó.
Pudo ser una auténtica masacre, pues todos estábamos
por delante de la dichosa escopeta. No quiero ni pensar lo que
hubiese podido pasar si llega a estar un poco girada, apuntan-
do al centro de la barca...
287
No entendí muy bien lo que quiso explicarme pero me
llevé la bici “puesta”.
Antes de llegar a Peñacastillo, en dos repechos de nada,
“Mendi” se “vino abajo”. Su cuerpo grande y sin trabajar y
la bici le jugaron una mala pasada y, cuando llegamos al co-
mienzo de la Pajosa, una cuesta seria, pedaleaba con la lengua
a fuera como un sabueso y le vi tan desanimado que no me
quedó más remedio que hacerle una oferta tentadora.
-Te echo una carrera. - No me dejó terminar.
-¡Vaya cara! ¡Serás cabrón! No puedo ni con los calzonci-
llos y me propones una carrera. ¡Sólo te falta apostar dinero!-
-No apuesto nada y la carrera que te propongo no es con
ventaja mía sino tuya. Yo escalo la Pajosa, bajo a Puente Arce,
me meto por Piedras Negras a salir a Revilla de Camargo y
de allí a Maliaño y a Santander. Quedamos en la tienda de
bicicletas y el que llegue primero, gana. Yo tengo veinticinco
kilómetros y tú diez, así que no te quejes.-
-Hecho, cuando quieras damos la salida.-
Salimos cada uno en direcciones opuestas y comenzamos
a pedalear. Subí la Pajosa como si en ello me fuese la vida y,
cuando miré hacia atrás, vi a lo lejos una ambulancia que ata-
caba el repecho que yo acababa de coronar. En cuanto enfren-
té la bajada me lancé “a tumba abierta” y casi acierto en lo de
“irme en ello la vida”, porque al llegar a la curva de la cantera,
con la vibración producida por los baches y la velocidad, el
cambio se aflojó más y se metió entre los radios, la rueda se
bloqueó y comenzó a deslizar dando patinazos sobre el asfalto
hasta que, gastada por el roce, reventó la goma dejando su
lugar a la llanta de aluminio en el contacto con la carretera.
Echando chispas, continué unos metros más intentando no
caerme hasta que, al llegar a la curva, continué a derecho y las
ruedas sustituyeron el firme asfáltico por un zarzal, al que caí
de cabeza con bici incluida.
288
Lo que conseguí fue un alarde de equilibrio que evitó
matarme contra el asfalto. Los de la ambulancia que me seguía
al presenciar la caída en directo, se detuvieron y, tirando de
mí, me extrajeron de aquella incómoda maleza con sólo unos
rasguños. Les di las gracias y, ponderando mi habilidad y equi-
librio, siguieron su camino.
La que necesitaba una ambulancia era la bici. Veinte ra-
dios retorcidos envolvían lo que quedaba del cambio. La cá-
mara y la cubierta de la rueda trasera, colgando rotas, y la
rueda delantera, hecha un ocho, daban una idea de lo que
pudo ocurrir con mi cuerpo.
Andando por la cuneta con la bici al hombro, reempren-
dí el regreso a “baja velocidad” hasta la estación de Mortera,
distante dos kilómetros del lugar del percance, en la que tomé
el tren a Santander. Por las calles de la ciudad di el espectáculo
con los restos de la bici a cuestas y, ya en el alquiler, de donde
Mendi se había marchado una hora antes, el dueño casi se
desmaya el al ver lo ocurrido con su bici especial.
-¿Qué has hecho con mi bici? ¿Te has tirado desde el Faro
de Cabo Mayor?- fue su saludo de bienvenida.
Le conté lo ocurrido y le demostré palpablemente que
lo que le dije a primera hora sobre el cambio no era ningún
disparate
Asumiendo mi parte de culpa por el exceso de velocidad,
le entregué hasta el último céntimo de mi paga y me quedé
“arruchado” como a las canicas en el peor día que recuerdo.
Llamé a “Mendi”, le conté lo sucedido y, por la tarde, me
quedé en casa sin dinero para el cine y sin poder pedírselo a
mamá, porque una explicación podía poner las cosas aún peor
de lo que estaban.
289
bicicleta llegué vivo a finales de mayo, conseguí pasar la prue-
ba del colegio y, como nos había tocado a los de Santander
ser los primeros de España a los que visitase el tribunal exa-
minador, tendríamos dos ventajas con respecto a los del resto
del país. En caso de suspender la reválida, Dios no lo quiera,
tendríamos tres meses para prepararnos para septiembre; pero
en el supuesto del aprobado, las vacaciones que disfrutaríamos
serían las más largas de un alumno español desde que, en algu-
nas poblaciones durante la guerra civil no hubo clase durante
casi tres años consecutivos.
Junio, julio, agosto y septiembre enteros de vacaciones,
no los podía dejar escapar. Y no los dejé. En el examen de final
de mayo en el instituto coincidí con dos alumnos de Torrela-
vega: Panchito Cubillos y Allende. Uno de los dos o los dos,
no recuerdo exactamente, me acompañaron en el coche de mi
padre de regreso al pueblo una vez terminado el examen.
290
colegio durante dos años consecutivos, era peor que lo de Ne-
rón con los cristianos, y los mártires estaban ya fuera de época.
El padre Ángel, su sustituto, sería nuestro último Rector.
291
Nuestra segunda casa en el Paseo de Torres.
292
inservibles que nunca más se deseaban ver… pero que las cos-
tumbres de la época de no tirar nada en absoluto por inútil
que pareciese, hacían necesario conservar.
Alrededor de la casa, un amplio y cuidado jardín con dos
preciosos magnolios a ambos lados del edificio, una palmera y
muchos árboles más, ocupaba la mitad de los seis mil metros
cuadrados de la finca. Donde terminaba el jardín, ocupando
la otra mitad de la finca más alejada de la casa, estaba la huer-
ta, bien organizada con caminos de hormigón estrechitos pero
que permitían recorrerla con comodidad. Al fondo, lindando
con las vías del tren, un terreno casi virgen de una extensión
superior a la cuarta parte del total donde gallinas, perros y
pájaros vivirían a sus anchas.
A éste terreno vinieron a trabajar durante unos meses Te-
lechea y “Pajarín”, dos albañiles de la mina que, poco a poco,
se estaban reciclando de constructores de casas a constructores
de perreras y gallineros. De vez en cuando me dejaba caer por
la zona en obras y, al tiempo que miraba, charlaba un buen
rato con ellos.
En una de estas visitas me llamó la atención un agujero en
la pared de quince por quince centímetros aproximadamente,
en el que nunca hasta entonces había reparado. Encima de él
había un clavo grueso empotrado en los ladrillos sin aparente
razón para estar colocado allí.
-¿Qué es ese agujero que comunica el jardín nuestro con
los pisos de la Mina?- pregunté por pura curiosidad. -Lo tapa-
reis, ¿verdad?-
-A su debido tiempo, que hoy por hoy sigue siendo útil.-
El que habló, “Pajarín”, era más alto y corpulento que yo, por
lo que no entendí nunca el motivo del apodo. Al tiempo que
me contestaba dirigió una mirada extraña, como de complici-
dad, a su compañero Telechea.
-¿Por qué dices a su debido tiempo, si se puede saber?-
293
-Bueno… la vida está cara… el sueldo es bajo y hay que
ayudarse con algo de vez en cuando, ya me entiendes, uno
tiene familia...-
Yo no entendía, por lo que continué con el interroga-
torio.
-¡No os llevareis nada de material de la obra! ¿Verdad?
Todo esto es de la Mina… y si se entera papá daos por despe-
didos.
-Ni locos nos llevaremos algo de la Mina, pero de esta
otra “mina” que hemos descubierto pensamos llevarnos todo
el “material” que podamos…-
Cada vez entiendo menos.
-¿Qué está pasando aquí? ¡Aquí hay gato encerrado, de
eso no hay duda! Largad ya lo que hacéis o le digo a papá que
investigue.-
- En lo del gato no vas descaminado pero aún está sin
encerrar…te lo voy a contar pero, por favor, no se lo cuentes
a don Gonzalo, que nos hundes.-
Ya sabía yo que había gato encerrado. Iban a cantar de
plano, de eso no había la menor duda.
Pajarín comenzó a confesarlo todo.
-Cuando comenzamos esta obra enseguida nos dimos
cuenta de que estábamos sobre una “mina”… de gatos. Por
eso hicimos el agujero en la pared y le pusimos el clavo enci-
ma, lo hemos hecho en otras obras con excelentes resultados.
Durante un mes no nos hemos preocupado de él, pero pronto
“maduró” la cosecha y hubo que recogerla. ¿Me entiendes?-
-No ¿De qué cosecha y de qué mina de gatos me ha-
blas?-
-Voy al grano. Cuando vemos un gato por el jardín, ya
sabe éste perfectamente por dónde escapar si le persiguen, por
el agujero de la tapia donde previamente hemos colocado este
lazo hecho con cable de freno de bicicleta y que sujetamos al
294
clavo de la pared. “El Tele”, que es más rápido que yo, le corre
por el jardín en esta dirección y el animal, al meterse por el
agujero y se engancha por el cuello en el lazo. Entonces yo, le
“atestuzo” con la cachava y al morral.-
Estoy atónito ante la confesión de estos crímenes pero
“Pajarín” continua.
-Por la noche se pela y se orea y, en un par de días, a la
cazuela con él. Este jardín estaba lleno de gatos abandonados
que sólo hacían una cosa, comerse todas las crías de miruello
y de jilguero. ¡Menos mal que hemos venido nosotros a esta
obra, que si vienen otros, aquí en un año no queda un pájaro
para contarlo! En mí casa el gato es bien recibido, porque la
carne de vaca, al precio que está, ni se acerca a mi cocina. Ten-
go una familia que alimentar y la vida está muy, pero que muy
jodida, que usted no lo sabe aún que es hijo de Ingeniero.
-¿Cuántos habéis despachado de ese modo, si se puede
saber?-
-No hemos llegado a veinte. Nos falta uno que anda ron-
dando, pero que es muy desconfiado.- Acaba “Pajarín” de con-
fesar poniendo cara de pena porque se teme que ese último se
le va a perder y va a tener que cambiar de menú.
-Haced el favor de coger masa y un par de ladrillos y tapar
ese agujero ahora mismo. Como se entere papá y trascienda
al vecindario os van a linchar como en las películas. Vosotros
teníais que haber ido a Alaska de tramperos, sin duda equivo-
casteis la profesión. Una cosa es segura, con vuestra experien-
cia… no os dan gato por liebre fácilmente.-
Mira por donde, los pájaros, sin saberlo, eran los grandes
beneficiados de la construcción de los gallineros.
295
todo al río sin limitación de ningún tipo, estaba siempre de
ese color), cacerías de codornices, bailes a porrillo y el resto
del tiempo organizando mis pájaros, son suficientes para ha-
cer tal amalgama en un cerebro que, al final, apenas quedan
recuerdos o que, sean tan confusos con el paso del tiempo que
se mezclen con los de otras épocas menos brillantes, haciendo
imposible separar unos de otros.
296
con gran variedad de caras nuevas a las que, como decía Vi-
cente Tolín, podía “observar sin ser visto”.
La casa en su conjunto estaba bastante bien. La cocina
estaba situada en lo que debería ser un sótano, era la zona más
soleada del edificio debido a la pendiente del terreno y tenía
salida a un pequeño jardín en el lado opuesto de la entrada
principal. Se podía acceder también a ella por una rampa ex-
terior que bordeaba la casa y evitaba tener que descender por
las escaleras interiores desde la zona noble de la vivienda.
El curso tenía bastantes aspectos positivos. El más impor-
tante era que no tendría clase por las tardes ningún día de la
semana. Además, desde el primer momento, el nuevo rector
que sustituyó al “Lechuzo” demostró ser mucho más tolerante
y comenzó a tratarnos de forma muy diferente, como si fué-
semos adultos. Podíamos fumar en determinados lugares sin
necesidad de ocultar el cigarrillo y quemarnos con él la palma
de la mano, los castigos dejaron de ser arbitrarios y el régimen
de terror se ablandó progresivamente.
Las asignaturas sufrieron el cambio más radical y el nue-
vo temario se ciñó a unos temas muy específicos: el prime-
ro, literario, con la obra de Lope de Vega “El Villano en su
rincón”; un segundo, filosófico, profundizando en todos los
aspectos de la Propiedad; y el tercero, elegido por el minis-
terio con una visión de futuro digna de un profeta, “ Fuen-
tes de energía”, un tema que desde el principio me atrajo y
donde estudié todos los aspectos y formas de la energía que
se convertirían en rabiosa actualidad treinta años más tarde:
nuclear, carbón, petróleo, eólica, mareomotriz, fotovoltaica,
etc. Fue un repaso en profundidad del origen, futuro, proble-
mas derivados y muchos factores concernientes a su utiliza-
ción. Por último, el idioma inglés representaría la mitad del
examen que decidiría si estábamos preparados para comenzar
nuestra vida universitaria.
297
Desde el comienzo de curso sabíamos en qué consistiría
este último examen: primero leer, después traducir sobre la
marcha y sin diccionario y, para rematar la faena, hablar sólo
en inglés con un miembro del tribunal.
De enseñarnos estas asignaturas se ocuparían básicamen-
te sólo cuatro profesores. El padre Ángel, que era el nuevo
Rector, se centraría en la Propiedad; el padre Pedro, el Pre-
fecto, en las Fuentes de Energía; el padre Manuel Sedano, la
parte de literatura y el Señor Elizalde, un seglar, nos pondría a
punto en inglés. Para asegurar más el éxito me apunté a clase
particular de inglés con el mismo profesor, pero en su domici-
lio particular en la calle Garmendia, en un quinto piso, donde
vivía sus primeros años de casado.
Junto a mí acudían a clase particular, Ramos, compañe-
ro de clase del colegio y Menchu Mendiolea de los Sagrados
Corazones y prima del “Mendi”, un amigo mío desde que
comencé en el colegio ocho años atrás.
Los frentes de batalla estaban claros, los estudios, las chi-
cas de los colegios cercanos y la caza, pues una vez en Madrid,
salvo acompañar a mi padre cuando acudiera de invitado a
algún ojeo de perdices o a alguna tirada de palomas torcaces
al monte de El Pardo, no tendría ninguna posibilidad de prac-
ticarla.
Cinco días a la semana estudiaría después de una siesta
reparadora y, si algo me interesaba en la cartelera, a las siete
cerraría los libros y me largaría al cine. Los sábados por la tar-
de buscaría una moza para salir y los domingos descargaría mi
agresividad contra perdices liebres o lagunejas, según aconse-
jasen vedas, estado de las carreteras y tiempo atmosférico.
Con el esquema de juego claro en mi cabeza comenzaron
las variaciones no previstas. Los de PREU haríamos una ex-
cursión a Asturias para conocer de cerca el mundo industrial.
Dada la duración del viaje al lejano Principado, lo trasto que
298
era el autobús del colegio y las tres visitas concertadas (una a
la mina de carbón que la empresa Duro Felguera tenía en La
Felguera, otra a ENSIDESA, la macro siderúrgica de Avilés y
la tercera al puerto de esta villa, por donde entraba y salía car-
bón y productos siderúrgicos en grandes cantidades), el viaje
debería comenzar a las seis de la mañana. Se calculaba el re-
greso a las doce de la noche siempre y cuando el viejo autobús
no tuviese nada que objetar.
Para hacer frente a las exigencias alimenticias de una
“lima” de dieciséis años y a punto de cumplir diecisiete, mamá
cargó las tintas en las viandas que me puso en la mochila, y
llenó una fiambrera de considerables dimensiones con empa-
nadillas de atún con tomate, uno de mis platos favoritos. Una
mirada experta me sirvió para estimar su número en torno a
las treinta unidades.
Media hora después de la partida del autobús comencé a
comer empanadillas…
La mina de la Felguera, vista por fuera, no me impresio-
nó demasiado. Su castillete, donde se situaba el ascensor para
que los mineros bajaran al interior del pozo y para que, en un
compartimiento sobre él, sacaran al exterior el mineral, era
mucho más pequeño que el de la mina de Reocín, que en el
pozo Santa Amelia tenía uno de mayores dimensiones.
Si unimos a esto todo lo oído en casa sobre lo sucias que
eran las minas de carbón, mis pocas ganas de descender en
ella al interior de la tierra se desvanecieron y no me presenté
voluntario.
La espera a los compañeros que, con lámparas en el casco
sobre sus cabezas y buzos protectores, descendieron al interior
fue larga y aburrida y no tuve otro remedio para vencer el te-
dio… que echar otro tiento a las empanadillas.
ENSIDESA, dada su extensión, la vimos desde el auto-
bús. Sólo en contadas ocasiones descendimos un momento
299
para ver alguna sección con más detalle. Aproveché bien el
tiempo y a mediodía, la mitad de las empanadillas estaban en
lugar seguro.
A las tres de la tarde estábamos en Avilés city, unos co-
miendo bocadillos y otros… empanadillas.
Por la tarde paseamos las calles y el puerto, y nos senta-
mos a hacer tiempo en los bancos de unos jardincillos, acom-
pañados de unas botellas de sidra y otras de vino. Allí nos llegó
el atardecer y, con él, la hora de volver al lugar convenido, el
autobús del colegio, donde me esperaban las últimas provisio-
nes de empanadillas.
El viaje de vuelta me pareció eterno, aunque para mí duró
una hora menos que para mis compañeros ya que, al pasar
por delante de mi nueva casa en Torrelavega, el autobús paró
un instante y me bajé a toda prisa, con las llaves de la casa en
la mano para ganar tiempo. No fui lo suficientemente rápido
porque, antes de llegar a entrar en casa y de que se alejase el
murmullo del autobús, devolví parte de las empanadillas en
medio del jardín.
Lo tenía ensayado de antiguo con nueces, pero en esta
ocasión lo hice también a la perfección con empanadillas. A
la cama llegué agotado, mareado y con una tiritona que tardó
más de media hora en remitir. Pero era ya la madrugada del sá-
bado y al amanecer tenía previsto, acompañado por Diana, ir
a cazar lagunejas a la cercana marisma de Requejada, distante
sólo dos estaciones de tren desde Torrelavega.
La alegría de Diana al verme con botas de goma y esco-
peta al hombro fue indescriptible. La abracé y le hice mil za-
lamerías hasta que se calmó un poco, cosa que aproveché para
sujetarla con la correa y salir zumbando a coger el tren.
Me preocupaba si después de la noche anterior, y con sólo
un vaso de leche bebida, mi pulso con la escopeta se manten-
dría firme.
300
La primera laguneja que voló, y poco después la segunda,
demostraron que las empanadillas, aunque mojadas con vino
sentasen como dos tiros, eran una dieta ideal para las vísperas
de una cacería. No sufrieron nada y el disparo, certero y bien
centrado, las dejó “secas”, y la perra las encontró con facilidad
en aquella junquera espesa.
Con la tercera no estuve igual de fino, quizá porque voló
más lejos o porque me sorprendió distraído, pero al verla caer
noté, por la forma en que lo hizo, que sólo tenía rozada la
punta de un ala y que sería difícil de encontrar, por lo que a
grandes saltos me planté en un instante en el lugar en que la
vi tocar suelo.
-¡¡Diana!! ¡Ven aquí! ¡Busca perruca! ¡Busca ahí!- Señalé al
lugar donde sin duda comenzaría el rastro y donde los efluvios
del ave conducirían hasta ella a mi perra.
Pero Diana tenía el día tonto y comenzó a buscar por
otro lado. Yo insistí e insistí para que lo hiciera donde de-
seaba, y ella que si quieres arroz Catalina, se mantuvo en sus
trece y no me hizo maldito el caso, por lo que le propiné un
par de buenos cachetes que no consiguieron hacerle cambiar
de actitud sino todo lo contrario, alejándose más del punto
clave.
Cuando, desesperado por dejar el ave por perdida, estaba
a punto de tomar un nuevo rumbo, oigo moverse los juncos
y me vuelvo a ver qué hace la desobediente de mi perra. Me
quedo de una pieza porque Diana, sin aspecto de enfado por
mi comportamiento injusto con ella de unos minutos antes,
me trae viva en su boca a la laguneja perdida. La tomo en al
mano y avergonzado y como si hablase con un ser humano me
escucho diciendo.
-¡Muchas gracias Diana! Tenías tú razón y no yo, perdó-
name, soy un merluzo, lo reconozco.- Diana, como si tal cosa,
continuó cazando.
301
¿Cómo encontró la perra a la laguneja en aquel berenjenal
de juncos, pozos de agua y hierbas de la Pampa que cortaban
como cuchillos? No lo se ni lo sabré nunca, pero Diana era así,
no le gustaba traer la caza en la boca pero cuando me veía en
dificultades no dudaba en hacerlo.
El resto de la mañana la recuerdo a la perfección porque era
como si tuviese un poder. Pocas veces durante los años que prac-
tiqué la caza he estado tan certero con la escopeta. Al final de la
mañana, en el tren, hice la cuenta de los disparos, doce, y de las
piezas cobradas, nueve: seis agachadizas o lagunejas, dos zorzales
que abatí al cruzar el pinar del centro de la marisma y una urraca
que se puso a tiro y que eliminé, porque son un peligro para los
otros pájaros. La caza de lagunejas estaba fuera de programa por-
que habitualmente, y salvo una ocasión como ésta, los domingos
lo habitual era ir a Burgos, al coto de Quintanilla de Sobresierra
a zurrar a perdices, liebres, conejos, becadas y palomas torcaces.
302
Esto me obligaba a tener que ir por necesidad el último
domingo de la temporada al coto de Burgos, aunque fuese
arrastrándome. Había que mantener una pieza de ventaja fue-
se como fuese, ése sería mi único objetivo.
Cuando ya en el pueblo comenzamos a equiparnos para
comenzar la jornada, de la funda de la escopeta habitual Tito
sacó un arma extraña, con aspecto de antigua, con percutores
exteriores como los revólveres de las películas.
-¿Qué trasto traes ahí?- le dije en tono de burla -¿Acaso se
te ha estropeado la escopeta de tanto tirar tiros… para cazar
menos que yo?-
-Ni mucho menos. Pero como quiero ganarte la tempo-
rada me he tenido que traer esta escopeta. Es una “Griner”,
una de las mejores escopetas del mundo, lo mata todo, debería
de estar prohibida porque como la lleves todos los días de la
temporada dejas el coto sin caza…Pero mientras esté autori-
zada, y en mis actuales circunstancias, me he visto obligado a
recurrir a ella.-
-¡Ya será menos¡- le contesté escéptico -Vamos a verlo en
el campo, porque el movimiento se demuestra andando-
Comenzamos la mano por el monte de la Dehesilla, un
monte precioso situado nada más pasar el pueblo y a mano
derecha de la carretera, yendo hacia Madrid. En este monte
siempre había tenido suerte, y Diana y yo comenzamos a cazar
felices de estar en él, a pesar de que la niebla pesada lo envolvía
todo y apenas dejaba entrever unos pocos huecos de cielo azul.
Ocupaba junto a Tito la zona izquierda de la mano, con él
próximo a la carretera, mi padre a mi derecha en la parte me-
dia de la ladera, y el resto diseminados más lejos, por la parte
más elevada de la ladera.
Enseguida oí el aleteo de un grupo de perdices que voló en-
tre la niebla y, un instante después, dos disparos a mi izquierda y
la voz de Tito animando a su perro a que cobrase la pieza.
303
Media hora más tarde, al acabarse el monte, nos reuni-
mos para cruzar la carretera para dar la mano del Molino,
donde se refugiaban las perdices después de ser desalojadas de
sus querencias en la Dehesilla.
Al mirar a Tito casi me caigo de espaldas de la impresión.
Cuatro preciosas perdices colgaban de su portacazas. Parecía
increíble, pero ahí estaban y eso era incuestionable. No me
explicaba cómo, pero en un momento y con sólo dos disparos
Tito me había alcanzado y rebasado por dos piezas en la clasi-
ficación general.
-¡Viste la “Griner”! ¡Y esto no ha hecho más que empezar!-
Tito estaba eufórico y no era para menos. Yo, en cambio, tenía
la moral por los suelos pero dispuesto a luchar hasta el final.
Por más que hicimos Diana y yo sólo cazamos dos perdi-
ces y una liebre… Tito cazó dos piezas más y el día acabó con
un vuelco en la general. Perdí la temporada por una pieza.
304
-Y lo estaban, aunque no por perdigones como me ha-
bría gustado que fuese… Bueno, la verdad es que una sí mu-
rió de tiro, pero las otras tres no vieron los cables del tendido
eléctrico debido a la niebla, con el susto de los disparos que
les hice, y se estrellaron cayendo muertas en el acto. Así que
bórrame tres piezas de tu estadística y entérate de que fuiste
el campeón de la temporada. ¡Enhorabuena!-
Todo eso estaba muy bien, pero los días que pasé amar-
gado por mi mala suerte, ahí quedaron.
El resto de la temporada era de marisma, donde la veda
se cerraba un mes más tarde. Aquí no había competición
oficial.
305
En un ambiente tétrico y en penumbra, con el estomago
medio vacío y con días sin ni siquiera oler una empanadilla,
nos hablaban de la eternidad…
-Imaginaos por un momento el planeta Tierra y a una
hormiga dando vueltas alrededor de él sin detenerse un mo-
mento. Sin duda, esto irá gastando la tierra poco a poco. Si
esta hormiga continua dando vueltas, exactamente por el mis-
mo camino, durante millones y millones de años llegará un
momento en que su huella, más y más profunda, romperá
la tierra en dos como una naranja. Pues fijaos lo que os digo.
¡Todavía no habrá comenzado la eternidad!- Vaya ganas de
amargarnos la vida.
Se nos ponían los pelos como escarpias de pensar en la
paliza que se estaba dando la pobre hormiga dando vueltas y
vueltas para que al final no supiésemos ni cuándo comenzaba
la eternidad.
Cada día era más penoso que el anterior, pues allí está-
bamos en habitaciones separadas, con prohibición de llevar
comida de casa (aunque no respetada, todo hay que decirlo) y
con una alimentación escasa, rayando la subsistencia.
Después de cuatro días y tres noches de este encierro,
confesábamos hasta el famoso crimen de Cuenca por si acaso,
no fuera a ser que se nos quedase algo en el tintero y una cor-
nisa, como la que casi me arrea en la cabeza en una ocasión
en la calle del Arrabal, mejorase su puntería y nos enviara a
tostarnos la piel más de la cuenta, mientras la jodida hormiga
no hacía otra cosa que perder el tiempo.
La vuelta en la lancha era más rápida que la ida porque
todos nos habíamos quitado un peso de encima. Mejor dicho,
dos pesos, el de nuestras conciencias y un par de kilos de nues-
tro cuerpo.
Acto tras acto iba viviendo por última vez la rutina del
colegio.
306
Después de las vacaciones de Semana Santa, y ya en pri-
mavera, este último curso lo terminaría en bicicleta.
Como la casa tenía fácil acceso, con la llegada del buen
tiempo y en vista del percance que tuve el curso anterior con
una bicicleta alquilada, opté por llevarme “la burra” (como
la llamábamos entre nosotros) a Santander. Un domingo de
buen tiempo me largué en el tren a Torrelavega a pasar allí el
día. Al atardecer me subí en la bici y en una hora de pedaleo
estaba a la puerta de Villa Maruja. A partir de ahí mi autono-
mía subió varios enteros. Podía ir a la playa de la Magdalena
en un momento dando la vuelta por el alto de Miranda, dar-
me un baño y volver a casa para seguir estudiando, si eso era lo
que me apetecía, o podía irme al cine Alameda, el más alejado
de casa, sin tener que depender de un autobús y gastando sólo
energías de las que andaba sobrado después de un invierno por
las parameras burgalesas corriendo detrás de las patirrojas.
Terminada la caza, arrepentido de todo lo malo hecho
desde el año anterior y algo moreno de tomar el sol un par de
días en la playa, me centré en los exámenes que tendrían lugar
a primeros de junio en Valladolid, que era la universidad de
la que dependíamos. Dos exámenes diferentes que se podían
aprobar independientemente, el de inglés por un lado y las
otras tres materias por otro. Para el inglés, Elizalde me había
preparado un truquillo, que de dar resultado podía propor-
cionarme un aprobado sin demasiado esfuerzo. Consistía en
convencer al tribunal de que sabía más inglés del que era habi-
tual… y que incluso quizá supiese más que ellos.
Pero antes a don Agustín se le ocurrió elegirme para
cantar, junto a mis compañeros más altos, “Soldadito Es-
pañol”. Para rematar, pidió prestados uniformes y fusiles al
regimiento de Valencia con el que los Escolapios estaban “a
partir un piñón”, que diría Ota. En el acto de fin de curso,
en el teatro Pereda, desfilaríamos cantando y correríamos va-
307
rias veces saltando obstáculos por detrás del escenario, para
parecer muchos más.
Hasta a los gordos les sobraba medio uniforme por barba
y aquellas escopetas pesaban que era un gusto, pero triunfa-
mos como no podía ser de otro modo.
Los temas militares tenían mucho éxito y el último festi-
val del colegio me recordó que pronto el ejército se acordaría
de mí.
308
-Traslation- Esta vez sin please ni nada. Se nota que no es
hombre de muchas palabras y que va directamente al grano.
Ha llegado el momento y, al tiempo que me concentro
en el texto, rezo para mis adentros para que la primera palabra
desconocida aparezca, pero ni demasiado pronto ni demasiado
tarde. Por fin, mientras voy traduciendo, veo una palabra rara
que va que ni pintada para mis planes. Es una palabra que
nunca he visto y a nadie le puede extrañar que desconozca su
significado. Me lanzo al ataque dispuesto a jugármela a una
carta, a ver si cuela.
-“I´m sorry, please. Would you mind telling me the me-
aning of this word, because I do not remember it?”- Mi acento
ha sido, a mi juicio, digno de un abad de la Abadía de Coventry.
El examinador me mira con expresión interrogativa, queriendo
adivinar si lo mío va de farol. ¿Quizá él también desconoce el
significado de la palabra y yo le he pillado sin querer? ¿Se ha
olido la tostada y me va a interrogar en profundidad? Si esto
ocurre estoy perdido. Los segundos corren despacio y a mí se
me hacen eternos hasta que oigo decir en perfecto castellano.
-No tiene importancia, puede retirarse- Y coló.
Fui de los que salió del examen con una gran sonrisa, no
tuve duda alguna sobre cuál sería el veredicto: aprobado.
Aquello merecía un homenaje y me le di en la cafetería
Maga, donde comí opíparamente.
En la segunda parte no tuve tanta suerte y suspendí por
unas décimas. Tendría que regresar a Valladolid en septiem-
bre a pasar las fiestas de San Mateo, pero estaba seguro de
que, con un poco de estudio veraniego, aprobaría entonces
sin grandes apuros.
309
Todo comenzó unos meses antes de la forma más inocente
imaginable y los culpables fueron los Reyes Magos de Oriente
que la dejaron junto a sus zapatos varias conchas marinas de
diferentes formas y colores. Los Reyes sabían donde sembra-
ban porque mamá tenía desde siempre y en gran aprecio una
concha, una Cyprea tigris, era muy bonita y pegándosela al
oído tenía la propiedad de que se escuchaba el oleaje produci-
do por el mar en Filipinas, de donde era originaria.
Mamá se compró varios libros de malacología, la ciencia
que estudia las conchas de moluscos, y se lanzó a este mun-
do primero como compradora coleccionista y en pocos meses
como recolectora e investigadora. Comprando y recibiendo
regalos llegó a tener ¡ciento treinta y tres! especies diferentes
de Cypreas, entre las que destacaba la Cyprea auriantia, especie
rara y muy valiosa que recibió como regalo de papá en su ani-
versario de boda. Conus, Lambis y otros géneros completaron
poco a poco la colección, hasta reunir cerca de quinientas es-
pecies diferentes…pero ahí se estancó. Las tiendas no tenían
nada nuevo y mamá tomó nuevos derroteros.
Primero hizo un viaje a Cataluña para ver un museo de
conchas de moluscos, después se documentó de publicaciones
reuniendo una pequeña biblioteca especializada y por último
se echó al mar o mejor dicho a la orilla del mar.
Provista de una tabla de mareas preparaba sus expedicio-
nes en función de la amplitud de las mareas, del estado del mar
y de los vientos reinantes. Con unas botas de goma, un im-
permeable, bolsas de plástico y algo para revolver en los mon-
tones de conchas y desechos de arribazón que dejaba el mar
en la playa y generalmente acompañada de su amiga Concha
Estrada u otra voluntaria, se dedicaba durante las bajamares
a hurgar en busca de conchas, muchas veces diminutas, pero
que ella encontraba interesantísimas. Posteriormente en casa
desplegaba sobre una mesa todo el material y con la ayuda de
310
una lupa lo clasificaba y alojaba en las cajas que para tal efecto
había mandado construir.
Durante años y principalmente en invierno después de
los temporales duros del norte que azotaban el mar Cantá-
brico, mamá paseaba las playas en busca de especies raras de
pequeños moluscos.
Todos en la familia participábamos en mayor o menor
grado en todas estas aficiones relacionadas con la naturaleza.
311
mañana siguiente, como yo ya conocía bien el recorrido hasta
la Universidad del junio anterior, no tuve necesidad de ir con
demasiada antelación ni preocupación tampoco.
Sin ser el mío un examen redondo, sí fue lo suficiente-
mente bueno para no dudar del resultado, por lo que repetí
comida homenaje. Eso sí, esta vez en la cafetería de enfrente
de Maga, por eso de repartir el gasto.
El problema surgió a la hora de regresar. El único tren
con destino a Torrelavega que encontramos disponible fue
el expreso de Madrid a… las tres y media de la mañana. La
residencia la había dejado y tenía la maleta en consigna, no
había solución, así que, en un banco del Campo Grande, me
acomodé como pude y dormí placidamente al sereno aquella
calurosa noche del final de verano de 1962… Por esa estación,
y en un tren similar al que esa noche iba a tomar, tendría que
pasar muchas veces en el futuro.
A la vuelta del examen retorné a mis actividades ante-
riores, entre las que se encontraba una chica extranjera rubia
con la que, a pesar de desconocer su idioma y ella tener serias
dificultades con el mío, tenía otros puntos de coincidencia
que me hacían sospechar que mis padres, aun sin manifestarlo
nunca, no compartían conmigo esta felicidad y deseaban que
volviese a su país de origen o, si esto no era posible, que algo se
interpusiese en nuestro camino y nos obligase a tomar rumbos
diferentes.
Dejar un día de descanso por medio no suponía ningún
problema, por lo que me fui a cazar al coto. Era la época de
las tortolillas, una modalidad de caza que estaba entre mis
preferidas. Recorrer las arboledas de negrales con la escopeta
dispuesta me producía una tensión interior que me hacía sen-
tir más vivo, si esto es posible a los diecisiete años.
El día de caza cumplió con las expectativas y me di la gran
paliza por la zona del molino, la orilla del río, el monte de la
312
Dehesilla, los robles del Corral y los sauces de Quintanarrío.
Disparé más que cacé, porque ya se sabe que la tortolilla se
vuela lejos y rápida y siempre procura salir del árbol por el
lado contrario al que está el cazador.
Al atardecer me encontré a papá con otro de los miem-
bros de la cuadrilla, Claudio Bolado.
-¿Les damos un “repaso” a las tórtolas?- me dijo Claudio
nada más verme.
-En eso llevo todo el día ¿Acaso no se nota?- dije mostrán-
dole el portacazas.
-Elige lado, yo iré por el otro, así doblaremos las posi-
bilidades.- La propuesta era la más razonable y comenzamos
a repetir el recorrido, echando las tórtolas de una arboleda a
otra. De vez en cuando una se distraía y salía a tiro, lo que
aprovechábamos para disparar.
Al saltar uno de los arroyos de riego calculé mal y pisé en-
tre la maleza en un lugar en que una protuberancia del terre-
no obligó a mi pie a girarse violentamente. Al instante caí de
costado con un dolor insoportable, llegando incluso al mareo
debido a su intensidad.
-¡¡Claudio!! ¡¡Claudio!! ¡Acércate, por favor!-
Cuando Claudio dio la vuelta al final de la arboleda y
llegó a mi lado ya tenía la bota quitada y mi pie comenzaba a
hincharse aparatosamente.
Cuando comencé a recuperarme, intenté incorporarme
sin conseguirlo. El pie, ni soñar en apoyarlo, me dolía a ra-
biar… y estábamos a un kilómetro del coche en una zona sin
caminos y con la noche apunto de caer.
-¿Qué hacemos?- pregunté con cara de pedir socorro a
gritos, a ver si Claudio veía alguna solución al problema.
-Vamos a hacer una prueba, a ver si te puedes subir a
horcajadas en mi espalda. Intenta coger una escopeta en cada
mano y a ver si puedo contigo.-
313
Me trepé como pude y así, poco a poco, Claudio, que era
fornido, llevó a cuestas mis sesenta kilos y las dos escopetas
colgando en mis manos, una por cada lado.
Llegamos a la carretera en media hora y allí me descargó
como un saco de patatas.
-Estate quieto aquí, que voy a buscar a los demás a los
coches. Nos estarán esperando preocupados por nuestra tar-
danza. No te muevas de aquí.-
-No te preocupes, que si tardas una semana a lo mejor me
he muerto de hambre, pero descuida, que si no me arrastran
yo no me muevo.-
Tres horas después me ayudaban a entrar en casa y a tum-
barme en mi cama. Mi pie daba gloria verlo, negro y rojo e
hinchado como una bola, no se apreciaba por dónde quedaba
el tobillo.
A la mañana siguiente acompañé a papá a Reocín y, des-
pués de dejarle en las oficinas, el chofer me acercó al Hospital
de la empresa distante cien metros escasos de éstas y donde
hacía tiempo que habían reparado los desperfectos del corri-
miento de tierras del dique que tanto dolor trajo dos años
atrás.
Don Enrique Otí, el médico, ya estaba puesto en ante-
cedentes y me hizo una radiografía que confirmó que no era
rotura pero sí un esguince de órdago a la grande.
-Nada, chaval. Una venda de cola de Zinc y en dos o tres
días estás por la calle como si tal cosa.-
Cuando todo parecía encarrilado sonó el teléfono.
-¿Diga?.. ¡Ah! eres Gonzalo. Sí, tengo aquí a tu hijo y en
este instante le iba a colocar una cola de zinc, para que el pie
esté más sujeto y él más cómodo.-
Pausa, durante la cual papá le dice algo. Enrique recibe
bien los consejos y los hace propios. Todo le parece bien, y
si por ejemplo mamá, que es dada a automedicarse le sugie-
314
re que debe de tomar algún medicamento, él asiente y le da
su beneplácito.
-¿Escayolar?... No es necesario… pero... sí, el pie cura-
ría mejor y no habría secuelas incomodas… Tienes razón, me
parece correcta la observación… Ahora mismo se la pongo.
Adiós Gonzalo, hasta luego.-
La venda de cola de zinc volvió al armario y media hora
después tenía una pesada escayola envolviendo mi pierna de-
recha de la rodilla hacia abajo. Hacer planes con la extranjera
se me complicó cantidad…
No sé si fue consciente o inconscientemente, pero papá
influyo de forma decisiva en la escayola y en que yo me queda-
se en el dique seco hasta unos días antes de comenzar el curso
en Madrid.
Me iba a sobrar tiempo para meditar en qué matricular-
me en los siguientes días. La extranjera se fue y, visto lo que-
bradizos que éramos los españoles, no volvió.
Unos días antes de emigrar a Madrid, ya sin escayola y
sin síntomas visibles de cojera, contemplaba con papá unas
palomas blancas con pintas negras que él había comprado en
Torla, un pueblo del norte de Huesca al que durante el último
verano hizo una expedición a cazar mariposas. A mi padre se
le ocurrió, para entretener la mañana, proponerme una excur-
sión.
-¿Qué te parece si vamos en un momento a casa de Gre-
gorio Michelena para ver qué palomas tiene?-
-Me parece de perlas-
En un cuarto de hora estábamos en el pueblo de Quijano,
buscando, como en otra ocasión, su casa escondida en una
calleja de uno de los barrios.
-¡Hola Gregorio! ¿Cómo te va?- El corpachón de Gre-
gorio descendía del palomar lentamente por una escalera de
poca huella y mucho escalón: un auténtico despeñadero sin
315
barandillas. -Un día te vas a matar con esa manía tuya de no
acabar las obras.-
-Hola don Gonzalo ¿Qué le trae por aquí?-
-Vengo con José Ignacio para ver tus palomas ¿Nos las
enseñas?-
-Subir por aquí- Gregorio maniobró con dificultad en la
peligrosa escalera sin ninguna protección, y ya todos en el pa-
lomar, comenzamos a mirar y a remirar aquel sinfín de men-
sajeras.
-¿Queréis llevaros algunas? Me sobran más de cien. Po-
déis escoger de este departamento las que más os gusten, que
os las regalo y me hacéis un favor llevándolas.-
Por hacerle el favor consentimos en meter diez en una
caja y echarlas al coche. Al pasar junto a la cuadra, un bulto
extraño escondido en la penumbra llamó mi atención-
-¿Qué demonios tienes ahí amarrado?- Parecía un perro
pero de formas diferentes y se notaba que el animal estaba su-
jeto por algún mecanismo, porque giraba sin poder separarse
de aquel rincón
-Es una corza. La trajo un amigo esta primavera y la he-
mos criado con la leche de las vacas.-
Ya cerca, aprecié las desgracias del pobre animal en toda
su magnitud. Atado con una cadena y el collar de un perro,
tenía todo el cuello completamente pelado por las debatidas
continuas y el roce del collar. De pelo estaba horrible, y de
grasa y carne como Gandhi después de una huelga de hambre
de un mes.
-¿Nos la das?- No pude reprimirme y se la pedí sin mira-
miento alguno, a sabiendas de que se vería en un compromiso
pues sus camiones trabajaban casi en exclusiva para la Real
Compañía.
-Encantado de que te la lleves, tú la puedes tener mucho
mejor que yo y el animal ahí amarrado me da pena verle.- Me-
316
nos mal que Gregorio parecía tener sentimientos. Diez minu-
tos después la corza, con las patas amarradas y la cara tapada
con un saco para que fuese más tranquila, y junto a ella la caja
con palomas colocadas en la trasera del Land Rover, empren-
dieron viaje a mejor destino.
Cuando, sin la cadena y el collar, solté a la corza en un
parque de gallinas aún vacío y cubierto de césped, el animal
no sabía apenas ni andar. Se quedó agarrotado, mirándolo
todo como si estuviese en el cielo. Poco a poco comenzó a
dar pasito a pasito y a mordisquear aquellas jugosas hierbas
de otoño.
Los últimos días los pasé despidiéndome de mis animales
y sabiendo de antemano lo que les echaría en falta durante los
cursos siguientes.
A Diana y a la corza las iba a añorar una barbaridad,
aunque en el caso de la corza tenía la certeza de que no sería
correspondido. El animal vivía a su aire y, poco a poco, ha-
bía ampliado su territorio y aprendido que si le dejábamos su
puerta abierta, podía salir a ramonear brotes y hojas de arbus-
tos casi como si viviese en libertad.
317
319
Después de aprobar en septiembre el medio “preu” que
tenía pendiente desde junio, se planteó el tema de los estudios
universitarios. Por primera vez se me presentaba la ocasión de
decidir el rumbo de mi vida, pero esperaba antes los consejos
de mi padre.
-Creo que donde más te conviene hacer el Curso Selec-
tivo es en la Escuela de Minas de Madrid -me explicó-, lo
puedes estudiar también en la Universidad, donde seguro que
te divertirás más… pero después, cuando vayas a estudiar lo
que decidas, si lo has estudiado en Minas estarás mucho mejor
preparado y te será más fácil comenzar la carrera. Por supuesto
que en Minas son más exigentes, pero allí estarás más acom-
pañado con tus hermanos y la Escuela de Minas está mucho
más cerca de la pensión Calleja, donde este curso os quedaréis
los tres.
La pensión donde iba a convivir con mis dos hermanos
mayores que estudiaban Ingeniero de Minas (el mayor, Eduar-
do, comenzaba ese octubre el antepenúltimo curso, y Gonza
estaba preparando el Ingreso), estaba situada en la calle Fer-
nando VI nº 8, piso 5º derecha, y la Escuela de Minas en la
calle Ríos Rosas... a sólo tres estaciones de metro. Desde la de
Alonso Martínez, donde le tomábamos, nos llevaba primero a
la de Bilbao, donde hacíamos trasbordo. De allí a Chamberí,
321
C/ Fernando VI, nº 8, ya remozado. La cristalera del último
piso y los dos balcones de la izquierda, eran nuestras habitaciones.
322
después paraba en la de Iglesia y la siguiente parada era Ríos
Rosas, donde nos apeábamos para continuar andando los úl-
timos cien metros.
En esta pensión ya estaban instalados mis hermanos des-
de uno o dos cursos antes, junto a un grupo de amigos estu-
diantes como ellos y otra gente variopinta, entre los que se
encontraba un cantante y compositor cubano llamado José
Dolores Quiñones, semicélebre como el champagne, que te-
nía un ritmo “sabrosón” que hacía juego con el color de su
piel. Se estaba doctorando en huidas pues, no contento con
escapar del régimen de Castro… acabó huyendo otra vez de
tanto estudiante y, con las prisas o porque quizá era distraído,
se fue sin pagar su estancia de varias semanas. Nos dejó como
recuerdo varias canciones semifamosas como él: “¿Qué pasa
en el Congo?”… Si mi memoria no me falla, comenzaba así:
“Según dice la prensa, la noticia no es manca”… para ter-
minar: “Kananga, Lumumba, Lumumba, Kananga menuda
sandunga que se organisó”. “Vendaval sin rumbo” fue otra de
ellas. Pero sin duda la más famosa, que se continuó cantando
por los pasillos de la pensión durante meses y meses, fue “Los
Aretes de la Luna”. Recuerdo la letra con bastante fidelidad:
323
Hice caso a los consejos de mi padre y accedí de inmedia-
to a matricularme en Minas, y dejé para cuando hubiese ter-
minado el Curso Selectivo, obligatorio para cualquier carrera
superior de la rama de Ciencias, la decisión más importante:
por cuál optaría.
Definitivamente, mi decisión final dependería en parte
de los resultados de este primer curso en Madrid.
El final de septiembre pasó volando, como en la misma
época hacían millones de aves migratorias...
-José Ignacio -me dijo mi padre, el último día del mes,
nada más llegar de la mina-, el curso empieza el 5 de octubre
pero, si quieres, te puedes ir mañana a Madrid en un coche de
la compañía y así te vas ambientando. Son sólo cuatro días y
puedes aprovechar para ir conociendo Madrid.-
-¡Estupendo! ¡Me parece bárbaro! Así podré ir con calma
al Museo de Ciencias y a la Casa de Fieras del Retiro.- Mis
pocas visitas a Madrid siempre pasaban indefectiblemente por
estos dos lugares.
-Voy a preparar el equipaje ahora mismo. ¿A qué hora sale
mañana ese coche?-
-A las ocho y media de la mañana. Conduce Fidel, que va a
buscar a don Juan.- Además, para más suerte, haría el viaje a todo
lujo en el coche del director general, un auténtico cochazo.
A las ocho en punto ya estaba yo en el porche de casa
esperando a Fidel, con mi maleta, mi gabardina y un sombre-
ro de tela impermeable, para mí imprescindible, pues no me
gustaba nada mojarme la cabeza con la lluvia.
Antes de lo previsto llegó Fidel. El coche, un Renault
“Fregate”, era una maravilla para la época. En él, con dieci-
siete años, siete meses y veintitantos días, partí camino del
destierro hacia la capital de España.
La pensión estaba bien orientada y la habitación de mi
hermano Eduardo y mía, era la mejor de todas, con dos balco-
324
nes sobre la estrecha calle de Regueros desde los que se veían,
al fondo, los jardines de la Iglesia de Santa Bárbara. Estaba
bien amueblada aunque era imposible hacerlo de manera más
sobria: tres espaciosos armarios -no hacía falta ser un genio
para darse cuenta de que nos sobraba uno-, un lavabo en la
esquina junto a mi cama, y una segunda cama gemela a la mía,
también de hierro, al otro lado junto a uno de los balcones.
Una mesa y tres sillas de madera completaban el austero mo-
biliario.
Los retretes y duchas estaban en el pasillo. Eran dos, se-
parados por un tabique que no llegaba hasta el techo. Siempre
estaban oscuros y fríos, por lo que se utilizaban el mínimo
tiempo posible.
Los vecinos más próximos dentro de la pensión eran mi
hermano Gonza y José Ramón, el amigo de Eduardo que esta-
ba con él cuando la aventura del gallo de pelea... o sea, amigo
de “toda la vida”. Su habitación, que era aparentemente mejor
que la nuestra, tenía un mirador acristalado que hacía -y aún
hoy hace- esquina, lo que traía aparejado que, de las cuatro
paredes de la habitación, dos fuesen fachada exterior de la
casa... y una parte de ellas de cristal.
-Ya verás cuando empiece el frío, allá por noviembre…
Como verás, la casa no tiene calefacción, aunque para “com-
pensarlo” las puertas de los balcones no ajustan. Mira, por ésta
casi sacamos el dedo al balcón sin abrirla- me había explicado
Eduardo. -Cuando empiece a helar, Gonza y Mon dormirán
con pijama, bata, calcetines, bufanda y guantes… pero eso no
es tan malo, porque tienen tres mantas en cada cama y apenas
tendrán frío salvo en las orejas. Lo peor es cuando tengan que
estudiar por la noche para preparar un examen... entonces es
de muerte.- Después de una pausa para tomar aire, Eduardo,
con cara de haberse reservado lo mejor para el final, termina.-
Es mejor que pasen mucho frío ahora porque así llegarán más
325
frescos a mayo, que lo van a necesitar. Cuando empieza el
calor da el sol en la fachada de Fernando VI por la mañana, y
por la tarde en la de la calle Regueros, o sea, que allí “casca” el
sol a todas horas. Aquello parece más un horno de panadería
que una habitación. En cambio, en la nuestra no comienza la
solanera hasta bien entrada la mañana. Nosotros pasaremos
calor como si estuviésemos viviendo en una panadería, pero
ellos vivirán en el mismísimo horno del pan.-
Visto lo cual, cualquier atisbo de envidia que hubiese
tenido por el magnífico mirador de que disponían Gonza y
Mon, se disipó de mi mente para siempre como la niebla con
el calor del sol.
Mis primeras horas en la pensión las dedicó Eduardo a
ponerme en antecedentes de los usos y costumbres del lugar
para que pudiese sobrevivir.
-Desayunamos todos los días en la cafetería Kwai, junto
al portal, chocolate o café y tres porras ó seis churros, todo
por ocho pesetas. La comida y la cena es otro cantar. El año
pasado comíamos en la pensión, pero Maruja, la patrona,
acabo un tanto harta. Además, Virginia, la hermana, está
muy mal, creo que tiene cáncer. A Matilde, la otra hermana,
“la pobre”, no se le da lo de cocinar como tampoco otras
muchísimas cosas más. Marujina, la criada, limpia las habi-
taciones y hace las camas. Así que este año no tenemos otro
remedio que comer fuera. He negociado con Constante, que
es el dueño del Mesón del Conde que está a la vuelta de la es-
quina, frente al costado de la Sociedad General de Autores, y
he llegado a un arreglo creo que interesante. Nos da de comer
y de cenar por 50 pelas, o sea 25 pelas por comida, que no
hay que pagar a tocateja, sino que lo apunta en un cuaderno
a razón de una raya por comida. Al final de cada mes sumas
las rayas, multiplicas por cinco duros y a pagar.- Después de
una pausa, resume… -Treinta pesetas que nos cobra Maruja
326
por dormir, ocho pesetas el desayuno en Kwai y 50 pelas más
por comer y cenar en el Mesón del Conde, total 88 pesetas
por día y cabeza.-
-Además de esto, papá nos da al mes mil pelas a cada uno,
con las cuales pagamos todos los otros gastos: tabaco, metro,
vinos, cine y ligues. Los extras de libros y material son aparte.
Por cierto, vamos a estrenar hoy la cena: menú del Mesón del
Conde, donde hasta ahora hemos comido a la carta. ¡A ver si
tenemos suerte y nos ponen “patatas a lo pobre”... que están
de buenas...! -
No hubo patatas a lo pobre pero cenamos y quitamos el
hambre, que por cinco duros no nos hacíamos muchas más
ilusiones.
A la mañana siguiente fui al Museo de Ciencias Naturales
en el Paseo de la Castellana nº 80, junto a la Escuela de Inge-
nieros Industriales. Hacía más de dos años que no lo visitaba
y ésta sería mi cuarta visita, pero lo tenía grabado todo en mi
mente como si hubiera estado en él la víspera.
No tenía ninguna intención de gastarme una sola peseta
en la entrada. Mi padre, en mis anteriores visitas, me había
presentado a todos sus conocidos que trabajaban allí, comen-
zando por Servando, el conserje o jefe de conserjes, que hacía
en sus ratos libres estupendas cajas para las colecciones de in-
sectos (de las cuales más de 200 estaban en mi casa repletas de
las mariposas que capturábamos en las excursiones familiares),
hasta los escultores taxidermistas, Llorens y Ángel Chaves Es-
teban. De éste último no olvidaré el nombre en mi vida... más
adelante se comprenderá por qué... Como si fuese una premo-
nición elegí a éste último como salvoconducto para colarme y
le dije a la taquillera:
-Voy a ver al señor Chaves, al taller de taxidermia...-
-Pase, es al fondo de la sala principal- me explicó atenta,
mirándome con curiosidad e intentando adivinar mi relación
327
con el señor Chaves, pues no vio en mí a un espécimen digno
de ser naturalizado por el maestro.
-Ya he estado más veces aquí y sé dónde es, gracias...- Y
me colé sin pagar, que era lo que pretendía.
Me dediqué a repasar las vitrinas que conocía y especial-
mente aquellas que más me gustaban: el gigantesco elefante
que presidía el hall, la leona que salía de entre los carrizos, la ji-
neta acechando al conejo encima de la boca de su madriguera,
el grupo de perdices rojas entre las que había algunas semialbi-
nas y tantos otros animales disecados por los maestros.
En el taller de taxidermia me encontré a Llorens y Chaves,
enfundados en sus batas blancas, disecaban especies de todo
tipo: desde aves que rellenaban de algodón con unos alambres
de armadura interior a mamíferos grandes, de los que hacían
primero una escultura de escayola a la que pegaban la piel sin
dejar una sola costura que se apreciase.
Después de visitar la parte de mamíferos y aves y hacer
la visita de cumplido a los taxidermistas por si la taquillera
hacía algún comentario y así cubrirme las espaldas para pos-
teriores “cueles”, y fisgar un poco lo que tenían entre manos,
subí la escalera hacia el Museo de Entomología. Enseguida
me llegó el olor característico a paradiclor, ácido fénico y otras
sustancias que se utilizan en la conservación de las colecciones
de insectos, más que para que no se estropeen, para que no
sean devorados por diminutos y voraces coleópteros, mohos y
hongos. Me dirigí directo a un despacho al fondo y pasé junto
a preciosos armarios repletos de cajas llenas de insectos. Una
parte del material científico que contenían lo había capturado
mi padre y algunos especímenes yo mismo.
Abrí la puerta del despacho sin avisar.
-¡Hola Siso!- Saludé a un hombre de unos cincuenta años
de pelo algo rizado, canoso, enfundado en una bata blanca y
que se escondía agachado tras unas gafas y un microscopio.
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-Hola José Ignacio. ¿Qué haces por aquí? ¿Vienes con
“Gonfalo”?- Su expresión severa, pero alegre, denotaba que
la posible presencia de mi padre le alegraba la mañana. Las
“zetas” pronunciadas como “efes” eran su especialidad.
“Siso” o “El Sabio Profesor”, como le apodábamos en
casa, era en realidad don Ramón Ajenjo Cecilia, abogado,
que había cambiado la toga antes de estrenarla por un caza-
mariposas y un microscopio, su afición de toda la vida que
desde chaval compartió con mi padre.
-No, papá no ha venido. Me he adelantado yo al curso,
porque este año empiezo en la Universidad. Así voy situán-
dome en Madrid. Me he venido dando un paseo por la Cas-
tellana... ¿Qué es lo que estás haciendo?-
-Estoy preparando una genitalia, o sea, una preparación
microscópica del aparato reproductor de este bicho que es
interesantísimo.- Al tiempo que termina de hablar, me en-
seña un alfiler que desclava de una caja. Atravesado en él
hay una polilla sin abdomen. Sólo tiene la cabeza y el tórax,
la parte del cuerpo donde se insertan sus cuatro diminutas
alas.
-¡Vaya birria!- digo yo encantado. El que alguien pueda
pasarse una mañana destripando una polilla lo encuentro
alucinante... pero absolutamente comprensible.
-Ríete, ríete, que este “micro” creo que es nuevo para
España y no es más birria que aquellas Psyques que tú descu-
briste a los siete u ocho años y bien que te gustó.-
Continué un buen rato la charla con Siso, “el Sabio Pro-
fesor”, y cuando me cansé de la charla me entretuve mirando
aquí y allá qué había de interés en el despacho...
Después de un buen rato fisgando y oliendo aquel des-
pacho tan familiar me despedí y volví andando a la pen-
sión... Una peseta del metro no iba a gastármela el primer
día sin necesidad, y los trasbordos para llegar hasta Alonso
329
Martínez complicaban y hacían lento el trayecto, así que fui
andando y directo al Mesón del Conde.
-Hola, ¡cuánta gente!- dije al ver la mesa con seis personas
alrededor.
Mi hermano hizo de presentador:
-Luis y Juan José Escanciano, estudian minas y son de
León. Santiago Alfageme, también de minas y también de
León. Luisito, de Mieres, intenta ingresar en Industriales. “Al
de Panes” ya le conoces.
“El de Panes” se llamaba Juan José Cosío. Había estado
en nuestra casa de Torres varias veces y era el más veterano de
la pensión. Aún faltaban cuatro por llegar: Chin, Gonza, Mon
y Josechu, todos ellos amigos de Torrelavega.
330
-Por cierto, al pasar lista, Vadillo y Abad, me han pregun-
tado si tenía hermanos en la Escuela.-
-Claro, Vadillo me dio clase a mí en la “Academia Vadi-
llo” cuando me preparaba para el ingreso en la Escuela. Tiene
un hermano que se llama Jaime que es Ingeniero de Caminos.
Abad es compañero de promoción de papá- me explicó Eduar-
do. -De Vadillo podía contarte y no acabar nunca…- Pero le
corté con una seña porque todas las historietas de su paso por
dicha academia las había oído varias veces y por aquel enton-
ces gozaba yo de una magnífica memoria.
Unos días más tarde estábamos metidos de lleno en fae-
na. La Escuela de Minas era como el colegio. Pasaban lista
en todas las clases, preguntaban a diario la lección. No tenía
que entregar las notas en casa pero… dada la relación de mi
padre y mis hermanos con los profesores, no tenía escape
posible.
Primero pasaban lista para tener a todo el mundo bien
controlado. A continuación sufría a fondo un rato cuando
preguntaba el profesor de turno. Al que cogían en blanco le
“cascaban” un “cerito” o un “peloto”, en lenguaje estudian-
til, y le mandaban a su sitio un tanto avergonzado a la vez
que preocupado porque ese era el mejor camino para dejar esa
asignatura para septiembre.
Tanto se complicó la afición de algunos a preguntar que,
a los quince días, decidí que antes de que me pusiesen un cero
haría novillos, lo que en lenguaje vulgar se llamaba “pirarse la
clase”. Pero por ese lado también se veía a lo lejos el examen
de septiembre. Mi hermano me advirtió de las consecuencias
de los novillos.
-Si faltas a clase te cascan una falta. Si, por la razón que
sea, al final de curso, tienes el quince por ciento de faltas, no te
dejan examinar- Eduardo era un conocedor experto del tema
y sus consejos los tomaba en absoluta consideración.
331
-Sí, pero si me “traban” en blanco me examinan pero me
suspenden- le aclaré mi problema. -¿Qué puedo hacer?-
-Hazles “combina”- dijo como la cosa más natural.
-¿Qué es eso de hacer combina?- pregunté a Eduardo
viendo ante mí nuevas y prometedoras posibilidades de su-
pervivencia.
-Hay varios sistemas para evitar que te traben en “pelo-
tas”. Hacer combina es una de ellas pero hay muchas más, te
explico- Se concentra en lo que va a decirme, dada la impor-
tancia del tema, y continúa su explicación… -, el método más
sencillo y más eficaz es no ir a clase, ese nunca falla… pero hay
que saber dosificarlo. -Dependiendo de qué profesor se trate
hay otras alternativas. Toma nota, que no pienso repetírtelo
otra vez. Luego tú decides.- Mientras me miraba fijamente
para que me diese cuenta de la trascendencia que iba a tener
su explicación, encendió un cigarrillo Jean que extrajo de un
paquete rojo y negro.
-A los profesores que sacan a varios alumnos a la pizarra
antes de pasar lista -costumbre bastante generalizada- se les
puede hacer “combina”, que consiste en esperar fuera de cla-
se mirando por una rendija hasta que comienza a pasar lista...
entonces pones cara de llegar corriendo e irrumpes en la clase,
miras el reloj sorprendido, pides disculpas, pones cara de tonto,
haces lo que mejor se te dé y más te guste y, si “cuela”, no te
pone media falta, si no cuela te quedas con la media falta, que
es el castigo por falta de puntualidad... Este método es eficaz
porque está comprobado que muchas medias faltas no las pasan
a tu expediente en secretaría.- Toma aire con humo, lo esparce
bien por la habitación y cambia de tono… -También puedes
hacer “el submarino” pero, ojo, tienes que estar seguro de que
el profesor de turno no te conoce. Por ejemplo, con Vadillo y
Abad tú ya estás descartado como “submarinista”... El submari-
no consiste en entrar a clase y esperar a que saque a la pizarra...
332
Si te nombra, tú impasible y cuando pase lista, no estás... Al-
gunos le echan “un par”, y aunque les conozcan, son capaces
de hacer el submarino... Como comprenderás fácilmente, este
método es exclusivamente válido para aquellos profesores que
preguntan primero y pasan lista después, y entraña bastantes
riesgos.-
-¿Y cómo lo hacen?- pregunté sorprendido.
-Entran en clase antes que el profesor y se sientan atrás.
Si les llama no dicen nada y, por si les conoce, se “sumergen”
bajo las mesas durante toda la clase. Por supuesto, al pasar
lista, se tienen que callar. Pero hay dos cosas importantes: lle-
var bien la cuenta de las faltas... y preguntar en secretaría con
cierta frecuencia, pues a veces no las pasan a tu expediente.
Con uno que me sé, y me callo, creí que estaba a punto de
“pasarme” pues tenía doce faltas, y resulta que en secretaría
tenían sólo siete apuntadas. Como no hay quién aguante a ese
profesor... en dos semanas me puse al día de faltas- hace una
breve pausa y continúa:
-Si tienes un amigo de mucha confianza y tenéis vocación
de camicaces, en casos extremos y ante un cero seguro, si el
profe no os conoce podéis salir a la pizarra el uno por el otro.
Pero, como puedes comprender, los riesgos son muchos y los
correréis y compartiréis a partir de ahí durante todo el curso.-
-Por último, y esto cuesta dinero, se puede uno poner
enfermo oficialmente, justificar las faltas y entonces no te las
cuentan en secretaria.- Mi hermano sabía, al terminar de ha-
blar, cuál iba a ser mi pregunta.
-¿Qué es eso de que cuesta dinero?- dije extrañado.
-Tú te metes en la cama... o mejor dicho, estás preparado
para meterte en la cama cuando llegue el médico de la Escuela
al que has avisado previamente. Entonces te “empiltras” en
la cama y pones cara de encontrarte fatal... y le das las vein-
ticinco “pelas” que cuesta la visita... El médico da por bueno
333
lo que tú le digas y te firma el parte de enfermedad. Así no te
contabilizan las faltas en secretaría.
-¿Y si se huele que no me pasa nada?...- digo mosqueado.
-Te voy a contar una historia...- Con cara de risa y visible
regodeo empezó la narración:
-Uno de Asturias que estaba en tercero pensaba ir a ver a
su novia valenciana aprovechando las Fallas... pero estaba casi
“pasado” de faltas en casi todas las asignaturas, así que optó
por la solución de llamar al médico... El médico no llegaba y
él tenía billete para el tren. ¿Qué hizo? Dejar a uno por él en
la cama y marcharse a Valencia... Lo que no sabía él era cómo
iba a terminar el asunto…- toma aire y continúa -El sustituto
tenía que decirle al médico que tenía un cólico de hígado por-
que la víspera se había cenado un montón de huevos...- Entre
risas de los presentes comienza el final de la historia.
- Recibió al médico medio oculto por el embozo de la
sábana, con una cara malísima y con unos ojos tristes que pre-
sagiaban un fatal desenlace... Le acompañaban en este trance
dos amigos con cara de estar casi velando el cadáver.-
-¿Qué le ocurre?- preguntó el médico, preocupado por el
ambiente funerario que flotaba en aquella habitación.
-Los “huevos”...- fue lo único que, con voz entrecortada,
pudo articular, al tiempo que los “veladores” salían corriendo
de la habitación tapándose la boca con la mano para no aho-
garse de la risa... El médico firmó la visita, cogió sus veinticin-
co “pelas” y se fue...-
334
parecía que por el grifo salía más agua que a cualquier otra
hora del día.
Ahí comenzaba mi carrera diaria. Me lavaba la cara le-
vemente para no desgastarla, pues el agua salía fría como un
demonio, cogía los libros y apuntes que necesitaba y bajaba
los cinco pisos saltando los escalones de dos en dos. Unos se-
gundos más tarde estaba abriéndome paso como podía en la
diminuta Kwai y le decía a la rubia bajita que trabajaba allí y
que aparentemente disfrutaba de un sueño similar al mío:
-Un chocolate con porras- misteriosamente, entre aquel
barullo, ella me oía.
Al segundo me contestaba -¡Marchando!- para que supie-
se que me había oído, sin modificar ni un milímetro cuadrado
de su pétrea expresión.
A eso se reducía nuestra conversación diaria.
Con la boca abrasada por el chocolate, pero con el estó-
mago satisfecho, corría a la otra boca, la del metro de Alonso
Martínez, dirección Bilbao y de allí a Chamberí, Iglesia y Ríos
Rosas.
El tiempo lo tenía medido al milímetro... por la cuenta
que me tenía, pues la solución alternativa si se me hacía tarde
era tomar un taxi que suponía catorce pesetas menos en el
presupuesto del mes. Como yo era de Ciencias lo tenía clarísi-
mo, el 42,4242% de las 33,3333... pesetas de mi presupuesto
diario.
335
para coger billete de ida y vuelta en el metro y tenía aún que
endurecer más las medidas destinadas al ahorro si quería pagar
las deudas contraídas el mes anterior.
Seis más nos apuntamos por solidaridad, los mismos que,
noche sí noche no, nos solidarizábamos con cualquiera que
necesitase este tipo de ayuda.
-Siete bocadillos de calamares y… ¿siete cañas de cerveza?-
nos preguntó el camarero esperando nuestro asentimiento.
-Marchando- dijo el camarero al ver que nadie decía nada
en contra... Al salir un rato más tarde con el estómago entre-
tenido con la caña y el bocadillo, el organizador dijo -Hasta
mañana.-
-Yo mañana me voy a comprar un trozo de butifarra y
un pan, con eso me prepararé el bocadillo en la pensión. Por
el mismo precio me sale más grande y paso menos hambre.-
Siempre había un disidente en potencia para todo. Pero al
grupo nos pareció la idea de perlas y cada uno por su lado
elaboró su menú a la carta para la cena de la noche siguiente.
336
Cuando dimos la noticia en la comida del día siguiente
todos estuvieron dispuestos a colaborar con el mayor entu-
siasmo.
-Esta tarde voy de vinos a la calle Barbieri y “mangaré”
unos vasos. La cristalería corre de mi cuenta- se ofreció un
voluntario.
- Yo te ayudo- se ofreció enseguida otro a colaborar. -El
sábado he quedado en el “Mesón de la Tortilla” con una panda
y haré otra limpia de vasos por allí.
-Santiago y yo vamos a ir a la calle de la Victoria a picar
unos “champis” a “Sol y Sombra” y también procuraremos
hacer labor- dije, para que nadie pensara que uno de los capi-
talistas pensaba escaquearse. -Eduardo se encargará de pedir
precios en un almacén de bebidas que hay en la calle Barqui-
llo.-
Poco a poco fue llegando la “cristalería”... vasos de todo
tipo: altos, bajos, anchos y más estrechos, copas para licores,
para finos, para vinos…
- Nos “guardamos” los vasos y un servilletero con serville-
tas y, al darnos la vuelta de los cinco duros, me he metido el
cambio con el platillo incluido en el bolsillo... y el camarero,
como le dejé una “pela” de bote en el mostrador, me ha dado
las gracias con entusiasmo... Pensé traer también un expositor
de cristal muy bonito que había sobre el mostrador... pero no
se me ocurrió dónde esconderlo- dijo alguien contando sus
aventuras en tono de guasa.
Tres días más tarde el bar estaba repleto de vasos, copas y
bebidas variadas. Coca-Cola, Pepsi, Trinaranjus, Kas, zumos
de tomate y Rialcao... además de algunas bebidas más serías
como coñac, ginebra, anís del mono (llamado cariñosamente
“Trepatore”), anís Marabú (a propuesta mía por el ave de la
etiqueta), Chinchón, Vermouth y, por supuesto, vino y cerve-
za en abundancia.
337
Comenzó el asunto más delicado, la comercialización.
Había que estudiar los costes científicamente y aplicarle
un pequeño margen comercial.
-Las Coca-Colas nos salen a 2,25 pelas, las podemos co-
brar a 2,50. Lo mismo hacemos con las Pepsi... aunque van a
tener menos éxito. El Kas y el Trinaranjus, a 2 “pelas”... Los
tintos y blancos, a peseta. El Rialcao, que está carísimo, a
3,50… Las copas de licor como coñac, anís, ginebra y ron...
a 3 pesetas cada una, y la cantidad a despachar por copa, 40
cm3.-
Las conversaciones de negocios fueron rápidas y el bar
abrió al “público” para jolgorio y regocijo general.
-Antes de nada, mirad esto- dijo Eduardo mostrándoles
a todos una lista con los nombres de los once clavada con
chinchetas en la cara interna de la puerta del armario recon-
vertido en bar. -Cada uno apunta aquí lo que toma haciendo
una rayita en el casillero que corresponda a la consumición
efectuada. A final de mes o, mejor dicho, a principios, que
es cuando os llegan los “giros”, todo el mundo a “retratarse”,
¿entendido?- Todos asintieron y el bar comenzó a funcio-
nar.
-¡Ah! Se me olvidaba- interrumpió Eduardo. -Las Coca-
Colas y demás bebidas envasadas son autoservicio. El vino, en
estos vasos y llenándolos hasta esta raya también... Las copas
las servimos nosotros.-
Ahí comenzaron los problemas y las dudas.
-¿Cuánto coñac ponéis en cada copa?- preguntó alguien.
-Hemos calculado que de las botellas de coñac de litro
tienen que salir 25 copas de cada una, así que son 40 cm3 por
copa y lo mismo para el resto...-
-¿Y cómo lo vais a medir?- La pregunta nos cogió en “bo-
las” como si la hubiese hecho el mismísimo Vadillo.
-Bueno... pues... veremos...- comenzamos a divagar.
338
-¡Mañana traigo una probeta graduada de la facultad y
arreglado!- Mon, que estudiaba Químicas nos sacó del apuro
momentáneo.
-Mientras tanto, y para evitar reclamaciones difíciles de
atender, no se sirven copas. O nos ponemos duros desde el
primer momento o nos vacían el bar “invitando” nosotros-
Mon se había ofrecido como camarero voluntario y en-
seguida se metió de lleno en su papel. A todo el que llegaba a
nuestra habitación se le acercaba con una toalla sobre el hom-
bro y le preguntaba a modo de saludo.
-¿Qué va a ser?-
-Nada, no quiero nada, gracias Mon.-
-¿Tú has visto algún bar en que el camarero le pregunte a
alguien sentado en él qué va a tomar y le conteste el cliente,
nada?-
-Bueno, ponme un vino- decía la visita resignada.
Diez minutos más tarde Mon se le acercaba y le repetía la
misma pregunta.
-¿Qué va a ser?-
-Nada, Mon, gracias. Con este vino tengo suficiente.-
-¿Tú has visto en los bares lo que hacen los clientes? Des-
pués de pedir un vino, cuando lo han terminado, o piden otro
o se largan.-
Al final la huida era la solución más empleada. Sin em-
bargo alguno huyó demasiado tarde y, con la insistencia de
Mon, se fue… pero con cinco vinos “puestos” y dando tras-
piés.
-¡Me has puesto una copa muy pequeña!- en cuanto se oía
esta queja, que al principio se repitió con frecuencia, salía casi
volando la probeta de Mon del armario del bar.
-Trae para acá- le arrancaba la copa de las manos al pro-
testón y se vertía en la probeta. -¡Ves! 41 cm3, te hemos servido
uno de más. Por suerte para ti no lo devuelvo a la botella por-
339
que, para más garantía de lo que se sirve en este establecimien-
to, sólo usamos botellas con tapón irrellenable.
Con todo esto, la habitación de Eduardo y mía se con-
virtió en centro de reunión y hubo que poner coto a aquel
desmadre, pues si no era imposible estudiar. Por las noches,
en cambio, si era noche de ahorro y se “cenaba de butifarra”
(nombre que se dio a las cenas caseras en honor del pionero),
el bar estaba a disposición de todos.
Pero una nueva restricción se hizo necesaria a los pocos
días.
-Nadie puede entrar al bar aunque esté al borde de mo-
rir de inanición hasta que no esté seguro de que nos hemos
levantado los dos. Lo de presentarse cinco a desayunarse un
Rialcao a las siete y media de la mañana, como si fueseis de
excursión, mientras nosotros dormimos plácidamente porque
no tenemos clase a primera hora, no puede volver a repetirse.
¿Queda claro?- Eduardo hizo bien en ponerse enérgico, carga-
do de razón como estaba.
340
Por la noche el frío había calado las paredes de nuestra
habitación y la había reconvertido en nevera.
-¡Vaya panorama nos espera! ¡Y esto en noviembre!- le
dije a Eduardo lamentándome.
-No te preocupes, que tengo la solución. Tío Perico me
ha ofrecido una estufa de petróleo que ya no usa y mañana
mismo la voy a buscar.-Sus palabras llegaron hasta mis oídos
como un rayo de esperanza.
La estufa era verde, cilíndrica, aproximadamente de 80
centímetros de altura y más ancha por abajo, donde estaba
situado el depósito de petróleo.
Su manejo, sencillísimo. Se giraba un mando hasta que
se veía aparecer la mecha, se encendía ésta con una cerilla y se
apagaba después girando un mando que la volvía a su sitio de
apagado.
La primera noche que se encendió la estufa, a finales de
noviembre, todos decidimos “cenar de butifarra” y, con una
lata de fabada cada uno, comenzamos a calentarlas por turno
en la salida del calor de la estufa. Resultó “de perlas” y abrimos
un futuro prometedor a las “cenas de butifarra”... y a nuestra
economía.
-Voy a apagar la estufa, si no os importa- dice Mon. -El
aire está irrespirable y hace un calor de la pera.- Con paso
resuelto se acerca a la estufa y mira por el hueco superior para
ver como va apagándose la llama al tiempo que con la mano
derecha gira el mando que recoge la mecha...
-¡Booom!- La violenta explosión nos dejó a todos la cara
lívida, menos a Mon que se la puso más negra que a Baltasar,
además de depilarle las cejas hasta reducírselas a la mitad. A
continuación se extendió rápidamente por toda la habitación
un penetrante olor a pelo quemado y a chamusquina como
cuando rematan el pelado de un pollo sobre el fuego de la
cocina.
341
-¿Qué ha pasado?- nos preguntamos todos menos Mon
que seguía oculto en su nube negra particular.
-¡¡No lo veis acaso!!- Contestó al fin Mon enfurecido.
-Esta mierda de estufa ha pegado un “pepinazo” de primera,
casi me lleva la cabeza y además me ha chamuscado toda la
cara y el pelo. La próxima vez, que la venga a apagar tu tío que
es su dueño, que lo que es yo…-
El problema estaba ahí, pero si nueve estudiantes de cien-
cias no lo resolvíamos no lo resolvería nadie. Comenzamos a
estudiar el mecanismo y el origen de la explosión. Diez mi-
nutos más tarde, después de escuchar alguna insensatez que
otra…
-Creo que ya lo tengo- dijo Eduardo. Era el más preocu-
pado, pues no sólo casi se queda sin un amigo sino que, ade-
más, veía peligrar los cinco duros que invirtió en el taxi que
transportó la estufa, así como un invierno templado gracias a
aquel aparato. -Yo creo que con el calor se han evaporado par-
te de los hidrocarburos del petróleo del depósito y se han acu-
mulado estos gases en él, que está casi vacío y, con éste calor
han adquirido una cierta presión. Al bajar la mecha queda una
rendija por la que escapan y con el final de la llama... explotan.
Así de fácil. La próxima vez que la apague observaré el proceso
con todo detalle y sabré a ciencia cierta si es aquí donde radica
el problema. Como precaución rellenaremos el depósito antes
de cada encendido, a menos hueco, menos gases… y más pelo
en las cejas de Mon.-
No obstante, a pesar de que todos estuvimos de acuerdo
con la explicación técnica, ya que se comprobó empíricamente
que con el depósito medio lleno la llamarada no se producía
o era muy pequeña, se tomó la prudente medida de apagar la
estufa en los servicios, con la ventana abierta agachándose a
un costado del artefacto y estirando el brazo lo más posible.
De vez en cuando, alguna noche aislada, la estufa, como si se
342
tratara de un volcán en erupción, largaba su “pepinazo”, pero
ya todos estábamos sobre aviso y no le concedíamos demasiada
importancia. Gracias a ella, las cenas tenían lugar en una habi-
tación más caldeada y agradable y, por si fuese poco, cenába-
mos caliente y el bar hacía cada día cajas más importantes.
343
-¡Venga! ¡Críos! Que ya es Santa Bárbara y se acaban de
terminar las clases. Salid fuera que vais a ver lo que es bueno.
Un Ingeniero de Minas tiene que saber utilizar la dinamita...-
Y se alejó definitivamente sin ser identificado.
Para entonces el edificio de Minas retumbaba de arriba a
abajo. Fuera, en las calles de Alenza y Martínez Bordiu se agol-
paban los curiosos. La escalera que conducía a los distintos
pisos de aulas, era el principal punto de batalla. Todos contra
todos. Con bombas de las que se lanzaban contra el suelo en
las ferias y petardos de variadas dimensiones, todo el mundo
tiraba a todo lo que se movía.
Aquello fue una batalla campal que duró casi una hora.
Cuando conseguimos salir del aula, nos llevó un rato po-
der bajar la escalera. Por el camino nos aprovisionamos del
suelo con “material” no explotado que íbamos lanzando con-
tra puertas y paredes.
Cuando la Escuela quedó hecha un asco y varios alumnos
lesionados levemente con cuellos de camisas chamuscadas, al-
gún moratón y poco más, uno de los organizadores, no sé si
era de los del paso del Ecuador o de los que acaban ese año,
dijo:
-Vamos todos a la cancha de baloncesto a tomar unos
vinos y algo de picar, que estáis todos invitados.-
Allí continuó la guerra. Con ayuda del alcohol la gente
perdió la compostura... A uno le metieron un buen petardo
en el bolsillo de la chaqueta y se la echaron a perder. A otro
le explotó uno más grande aún pegado al cuello que le hizo
un moratón y le quemó un trozo de camisa, y así varios
más.
Para terminar, se rompieron unos cuantos vasos y, todos
con los oídos pitándonos del fragor de la batalla, nos fuimos
a casa a dormir el vino y a ahorrarnos una raya en el Mesón
del Conde.
344
Las comidas del Mesón tenían sus días buenos, sus días
malos y, para algunos, también sus días peores. El mejor para
mí y alguno más, el lunes: sopa de cocido, cocido madrileño,
huevo frito con patatas fritas y el postre en función del tiem-
po. Si hacía mucho frío teníamos garantizado el helado, si ha-
cía mucho calor no veíamos un helado ni en pintura. Porque
por cinco duros nos daban de comer, como era lógico, lo que
menos se vendía.
Otros días nos daban un arroz especial, bautizado por
Santiago como “arroz leporino”. No estaba mal, pero era re-
chazado sistemáticamente por el de Panes que decía que le
“empapizaba”. Mi hermano Eduardo y yo le acechábamos
como buitres y, en cuanto llegaba Constante, el camarero, con
el arroz, sin perder un segundo preguntábamos al unísono.
-¿Vas a querer el arroz, Juan José? ¿No? Pues nos lo repar-
timos.-
Por ese sistema no se desperdiciaba nada y se aprovechaba
al máximo la comida.
De todas formas el hambre ayudaba, y unas chuletas gran-
des, negruzcas y nada apetecibles, que había quien aseguraba
que venían directamente del hipódromo de la Zarzuela y que
procedían de caballos de deshecho, eran devoradas por la ma-
yoría (sin mi colaboración, ya que nunca llegué a probarlas)
con auténtica satisfacción.
345
abundante guarnición. La comida de cumpleaños era así, bue-
nísima… Pero ver los ojos famélicos de los comensales vecinos
le daba un atractivo especial.
Pero a mí me faltaban aún dos meses para cumplir diecio-
cho años y comerme el Pompadour de turno. Mientras tanto
tenía otros planes.
346
Mientras daba buena cuenta de un filete Imperial (tipo
Pompadour, pero mejor aún), en la cafetería Llano próxima a
la pensión, mi padre me dijo.
-¿Te apetece dar una vueltecita por Arganda cuando
acabemos de cenar, a ver si cogemos alguna Lemonia philo-
palus?-
-¡Sí, me apetece un montón!- contesté inmediatamen-
te, aunque la caza de la Lemonia phylopalus no era ni la más
agradable, ni la más divertida, ni emocionante. Pero a mi
padre le interesaba mucho esta mariposa que tenía la insana
costumbre de volar de noche y en plena época fría. Sólo ha-
bía conseguido cazar machos... y pocos. En cambio, en cada
excursión nocturna, el resfriado estaba casi garantizado.
Tres cuartos de hora más tarde estábamos dando vueltas
de un lado para otro bajo las luces de la gasolinera de Ar-
ganda, que era el mejor cazadero que conocíamos. Hacía un
frío de mil demonios. Durante varias noches una helada se
superponía a otra, el suelo las iba acumulando y cada noche
era un poco más fría que la anterior... pero era la época que
la Naturaleza había elegido para que esta mariposa nocturna
naciese de su crisálida y se aparease. Entonces era cuando no
había más remedio que ir a buscarla. ¡Qué se le va a hacer!
Bien pertrechados con abrigo, bufanda y guantes, y papá
con su boina negra, nos pusimos a rebuscar por el suelo en
busca de este curioso insecto.
-¿Han perdido algo?- preguntó el empleado de la gasoli-
nera cuando, después de atender a un cliente, nos vio mero-
deando bajo las luces con la vista pegada al suelo.
-No- contestó mi padre sin separar los ojos de la porción
de terreno que estaba escudriñando detenidamente. -Estamos
buscando mariposas.-
El hombre nos miró boquiabierto y miró el reloj. Des-
pués, estoy seguro, se pellizcó para cerciorarse de que no dor-
347
mía y, por último, comprendió... Su pensamiento se traslució
en sus ojos a la escasa luz de los focos.
-¡Ah! Me han “tocado” hoy dos locos... parecen padre e
hijo… será “hereditario”. ¡Cazar mariposas en diciembre y por
la noche con la heladita que está cayendo!- Sin más, hablo lo
justo. -¡Que cacen muchas!- A los locos siempre se ha dicho
que hay que darles la razón.
Era el riesgo que corríamos… y quizás el “gasolinero” no
andaba tan descaminado.
Una hora más tarde, con las manos vacías, llegaba a la
pensión. Por una vez me pareció que el edificio tenía calefac-
ción central.
-¡Otra vez será!- dijo mi padre al despedirse, y puso rum-
bo hacia su hotel. Mi padre no se desmoralizaba fácilmen-
te...
Volví a la rutina de los estudios y a las tácticas de esquivar
el cero, y conseguí capear el problema así como salir airoso, ya
que no victorioso, de los exámenes parciales.
348
La vuelta a Torrelavega fue una liberación y pude otra vez
ver a mis animales. Mi perra Diana me recibió con esa alegría
loca del perro que hace tiempo que no ve a su amo.
Después fui a ver a la corza, pero a ésta parecía que se
la había tragado la tierra y no la veía por parte alguna. La
encontré escondida entre unos arbustos, rumiando tranqui-
lamente. La corza, regalo de Michelena, estaba irreconocible
con su pelaje invernal de color gris recién estrenado, lustroso
y corto pero apretado para no dejar penetrar el frío invernal.
Al verme, se levantó lentamente y se estiró como para tomar
impulso. Acto seguido cruzó el jardín a saltos con esa elas-
ticidad que poseen los animales silvestres. La corza parecía
otra. La liberación del collar y la cadena que la ataba, y todo
el jardín con el rico césped a su disposición, habían hecho el
milagro.
La pajarera, mis faisanes y el resto del personal animal
que tenía repartido por el jardín llenaron parte de mis horas
de luz durante los días siguientes. El resto, junto a mi her-
mano Gonzalo, lo dedicamos a cazar en el cercano pueblo de
Mogro donde íbamos, día sí y día no, a pasar la mañana persi-
guiendo a las “lagunejas” (agachadizas) y a otras aves acuáticas
migratorias que invernaban por la zona.
Una mañana, durante una de estas cacerías, delante de
Gonza voló un pato real y mi hermano le disparó, hiriéndole
en la punta del ala. Yo corrí a cogerle antes de que se escondie-
se entre los juncos y los carrizos.
-¡Qué preciosidad! ¡Qué suerte has tenido! ¡Le has rozado
con un perdigón la punta del ala!- dije al tiempo que levan-
taba al asustado pato entre las dos manos. -¡A ver si haces lo
mismo con una hembra y reúno la pareja!-
No era nada frecuente que alguno de los escasísimos patos
que se despistaban en tierra firme por el día se dejase “arrimar”
una perdigonada, lo normal era que volasen lejos y siempre
349
altos y en dirección al vecino mar Cantábrico. Lo de esa ma-
ñana había sido un golpe de suerte para el pato, que pudo
morir de una perdigonada por quedarse adormilado entre los
juncos, y también para mí, que conseguí vivo aquel precioso
macho de pato real. Con el pato entre las manos y la escopeta
colgada, di por finalizada la cacería.
-Búscale una “corra” de las que parecen silvestres y se
acostumbrará más rápido a la cautividad. La rotura del ala no
es grave pero nunca volverá a volar. Con una hembra hacién-
dole compañía pueden estar juntos sueltos por el jardín...- mi
padre, con mucha experiencia en el cuidado de aves, analizaba
perfectamente cada situación.
350
El segundo trimestre del curso se caracterizó por más frío,
más estudio y un escalope Pompadour... que el 5 de febrero,
día de mi cumpleaños, me supo a gloria. Pocos días más tarde
volvió mi padre de viaje de trabajo.
Nada más verle comprendí que algo no andaba bien. Me
abrazó muy serio y yo sentí un escalofrío sin atreverme a pre-
guntar.
-¡Qué mala suerte! ¡Tuvo que ocurrir el último día de la
temporada en el último minuto!- comenzó mi padre con ro-
deos.
-Pero, ¿qué ha ocurrido? ¡Dímelo de una vez!- dije angus-
tiado al presentir una desgracia.
-Llegábamos ya al pueblo, después de estar todo el día
cazando. Yo le había matado dos perdices a postura a tu perra
Diana, que lo había bordado. Cuando cruzábamos la carretera
para llegar a casa del guarda, por sujetar a una cachorra nova-
ta, no me fijé que Diana se había quedado rezagada. Cuando
vi a lo lejos que venía corriendo por la orilla de la carretera ya
no pude hacer nada... se metió literalmente bajo las ruedas de
un camión delante mismo de nosotros...- Hizo una pausa.
Ya apenas sin esperanzas pregunté.
-¿Qué la ha ocurrido?-
-Murió en el instante. La vamos a echar en falta. Era
la mejor perra pointer cazando perdices que he visto en mi
vida...-
No llegué a oír el final. Me refugié llorando en mi habi-
tación. Estaba escrito que Quintanilla de Sobresierra no era
donde a Diana la suerte le era más propicia.
351
Durante cerca de seis años Diana me había acompañado
a cazar y, cuando se quedó paralítica de medio cuerpo para
atrás, temí durante varios meses que tuviese que ser sacrifica-
da. Al final, mi primera perra había muerto lejos de mí y, no
obstante, la recuerdo como si hubiésemos cazado juntos ayer.
352
un chalet. Maruja tiene una habitación vacía de alguien que
se ha ido unos días, así que me quedaré esta noche aquí con
vosotros.-
Por la mañana, cargado con la pesada maleta, busco un
taxi y meto dentro la maleta, con su precioso contenido. Es-
pero un rato mientras el taxista consulta el callejero. Pone en
marcha el coche al tiempo que dice:
-Nunca he estado en esa calle, es una calle corta que me
parece que sólo tiene casas en una mano. Está en la Ciudad
Lineal o sea… en el quinto coño.-
Más exactamente está a una “fortuna” de taxi, casi cua-
renta pesetas marca el taxímetro cuando éste se detiene.
-Espéreme un momento a que deje el contenido de esta
maleta y me lleva hasta la Escuela de Minas en Ríos Rosas.-
Bajo del taxi, llamo a la puerta del chalet y me abre el propio
Ángel.
-Te estaba esperando porque estoy deseando ver qué tal
está la piel de esa belleza que me traes.- Sin más preámbulo,
meto la maleta, la elevo hasta la mesa y la abro.-
-De... debe… debe estar… debe estar debajo de la…
ropa- le digo titubeante, extrañado y sin convencimiento. Pero
me equivoco de pleno, en la maleta sólo están la ropa y otros
enseres de mi padre. Sin hacer un solo comentario vuelvo al
taxi maldiciéndome a mí mismo para mis adentros.
-A la calle Fernando VI número ocho y deprisa, que si
no, me va a faltar dinero para pagarle.- Aunque es imposible
equivocarme esta vez, compruebo el contenido de la maleta
antes de repetir el trayecto. El balance final de 127 pelas de
taxi no se compensa con haberme tenido que “pirar” la clase
de Estefanía además de la de Vadillo, aunque lo estuviese de-
seando… Mientras tanto, sin yo saberlo, en Torres, el jardi-
nero me “rellena” la pajarera con media docena de pinzones
reales…
353
El grupo de estudiantes que sufríamos el duro invierno
en la pensión estaba tan jerarquizado como una tribu primi-
tiva. Por edades, estudios, parentescos y amistades, cada uno
estaba más o menos protegido de las bromas más o menos
pesadas del resto... excepto uno, Luisito. A él le tocó sufrir las
maldades de los demás pues no tenía ningún lazo firme que le
protegiese.
Al comienzo del curso me llamó la atención el trato ad-
ministrado a Luisito por parte de la comunidad.
-¿Por qué no le dejáis en paz?- pregunté a mis hermanos,
intercediendo por evitarle sufrimientos.
Alguien que entraba en ese momento a nuestra habita-
ción y oyó la pregunta la contesto sin dudar un instante.
-Porque si no le machacamos de continuo se nos sube a las
barbas. Te lo digo yo que le conozco.- El total convencimiento
de la voz a mis espaldas no me convenció a mí en absoluto.
-No me lo creo- dije. -Haz una prueba. Déjale tranquilo
y en paz, a ver qué pasa…-
-Bueno, si eso te hace feliz… Ya verás qué pronto cambias
de opinión.-
Los lugares en la mesa del Mesón del Conde, sin tener
dueño, se respetaban, por lo menos los de los “patriarcas” que
estaban a punto de acabar sus carreras. El resto nos sentába-
mos en los lugares un poco más al azar pero con unas ciertas
pautas fijas.
Aquel día, en la comida, estábamos todos menos dos a la
mesa, y ya comiendo, cuando llegó Luisito sofocado.
-¡He venido corriendo desde la Escuela en 12 minutos y
traigo un hambre…!- dijo a modo de saludo.
Viendo libre el sitio de Eduardo, Luisito, sin preguntar,
se sentó en él. Alguien le avisó.
-Mira Luisito, ponte en otra silla que si viene Eduardo no
le va a gustar que le hayas quitado su lugar preferido.-
354
-“A mí, plín. Charles Chaplín”- fue la contestación de
Luisito, al que le había advertido de buena fe.
Todos nos quedamos callados por la contestación irrespe-
tuosa a un “superior”. En ese instante de silencio hizo apari-
ción en escena mi hermano Eduardo...
-¿Qué haces en mi silla, Luisito?- Eduardo preguntó en
son de paz y sin ánimo de comenzar un conflicto.
-Yo creí que las sillas eran de Constante- dijo Luisito con
voz de cachondeo.
No había duda. Al aflojar la “presión” sobre Luisito, éste
se había crecido y venía al ataque.
-No me toques las narices con tonterías, que no vengo de
humor.-
El tono de voz de Eduardo había cambiado completa-
mente.
-“Igualmente, ciento veinte”- Luisito, “el refranero”, se la
estaba buscando, no había duda. Nadie se llevaba la cuchara
a la boca y todos permanecíamos expectantes en espera del
desenlace.
-¿Qué te juegas, Luisito, a que te cojo por los pantalones
y te llevo a la “carrera del señorito” a que comas solo en aquella
mesa del extremo del comedor?- Dijo mi hermano aparentan-
do estar más cabreado de lo que en realidad estaba.
-“Fallaste Burtlancaste”- Luisito había agotado su reper-
torio de refranes y la paciencia de mi hermano, ambas cosas al
mismo tiempo.
Un segundo más tarde Luisito, apoyando sólo las punte-
ras de los zapatos en el suelo, corría hacía el final del comedor.
Mi hermano le llevaba cogido por el cuello de la chaqueta con
una mano y con la otra... por el “fondo” de los pantalones
como había prometido.
-Constante, haz el favor de ponerle la sopa a Luisito en
aquella mesa, porque hoy no hay quien le aguante.-
355
Luisito comió solo, pero la “jauría” no le dejó en paz y
durante toda la comida le acosaron sin cesar.
-¡No abras esa “bocona” para tomar la sopa!... No “sor-
bas”, que se te oye desde aquí...-
-Ya profeticé que era un error dejar a Luisito en paz…-
Luisito volvió a caer en desgracia.
Al llegar al ascensor subimos en dos grupos. Luisito ha-
bría cabido en el segundo, pero no se le permitió entrar.
-¡Tú, andando los cinco pisos o solo! Conmigo no subes,
a ver si me vas a pegar esa “sarna” que tienes en la cabeza.
-¡Pero si es sólo un poco de caspa!- protestaba Luisito.
-Pues mejor para ti, pero a mí me parece sarna y conmigo
no subes.
Pero... nuevamente se aflojó la presión y se olvidó el in-
cidente.
356
Unos minutos después, todos en la mesa menos el “no-
vio”. De improviso hace su aparición con el rostro congestio-
nado y mirada de odio.
-¡Aquí hay uno que no merece llamarse amigo mío!
¡Cómo ha sido capaz de chitar a mi chavala!- Mientras Luisito
va perdiendo color los demás ponemos cara de impresionados.
El enamorado mira a Eduardo fijamente y le dice.
-¿No habrás sido tú? Me conoces y sabes lo mal que lle-
vo estas bromas. Si has sido tú reconócelo, pero no vuelvas a
hablarme en la vida.-
-¡Te prometo que no he sido yo! He estado toda la tarde
estudiando con mi hermano Nano, sin salir de la habitación
ninguno de los dos…- Ya hemos quedado dos descartados con
la misma coartada. Cambia de rumbo la mirada de odio y la
detiene en otro. Luisito está al borde del desmayo.
-¿Y tú? Nunca me pareciste trigo limpio pero no te creí
capaz de hacer eso a un amigo...-
-¡Te juro que no...!-
-¡Yo tampoco!-
-¡Yo no estaba!-
-¡Ni yo!-
Al final queda sólo Luisito encogido en su silla, pero el
enamorado hace como si no existiese considerándolo incapaz
de tal afrenta.
-Pues alguien miente. Hoy a las 8 de la tarde alguien
de la...-
Luisito interrumpe.
-¡Pues si ha sido a esa hora yo tampoco he sido! He estado
en el balcón fumando un “pito” pero ya eran las ocho y media
cuando salí...-
-¡A esa hora fue! ¡Miserable! Te voy a clavar como a una
aceituna.- El enamorado coge un cuchillo y se lanza a por
Luisito dispuesto, aparentemente, a acabar con él.
357
Entre tres le sujetábamos y le dejábamos medio escapar
varias veces, al tiempo que Luisito implora.
-¡¡No lo volveré a hacer!! ¡Te lo juro! ¡No me hagas nada,
por favor!-
De repente estalla la paz y el “enamorado” se sienta como
si no hubiese ocurrido nada.
-¿Qué? ¿No cenamos? Os dije que si dejábamos de ma-
chacarle se nos subía a las barbas ¿Tenía o no razón?-
Por si esto fuese poco, mi hermano Gonza le llevaba ga-
nados a Luisito 134 pastelitos al juego de adivinar una pala-
bra de cinco letras. XILEX, MAGMA y otras palabras que no
recuerdo, le proporcionaron a Gonza en la cercana pastelería
una “cuenta corriente” en pastelitos casi imposible de digerir.
Para rematar, a Luisito no le estaba permitido dormirse
hasta que lo hacía su compañero de habitación, pues roncaba
como un búfalo empachado.
Si transgredía la norma, se dormía y roncaba, una zapatilla
hábilmente lanzada le recordaba que tenía que sentarse en la
cama y esperar a que el que comenzase a roncar fuese el otro…
Todos estábamos de acuerdo en que a Luisito se le iba a
hacer el final del curso un poco duro.
358
Antes de Semana Santa, vuelta a casa en tercera por sólo
150 pesetas, aprovechando el carné de Familia numerosa. Aún
faltaban unos años para que RENFE inventara las literas, y
pagar billete de segunda para no dormir en toda la noche se
consideraba un despilfarro innecesario.
Disponía de una semana para coger impulso, poder afron-
tar un fin de curso novedoso, con temibles exámenes y quién
sabe con qué resultados.
Aquellos días casi de primavera me sabían a gloria. An-
dar por el jardín viendo afanarse a los pájaros, unos haciendo
nido, otros emparejándose… y los más madrugadores, “los
señores de mirlo”, con sus primeros hijos del año aprendiendo
a volar y manteniéndoles la mayor parte de su tiempo escon-
didos en lo más espeso de los matorrales.
Aproveché el tiempo para salir al campo y capturar un
macho de lagarto verde. Aunque él no mirase los libros me
acompañaría en primavera mientras preparaba los exámenes.
Volví a Madrid dispuesto a echar el resto y juré visitar
sólo lo imprescindible los cines próximos: Colón y Príncipe
Alfonso. Era una diversión barata, porque por poco dinero se
veían dos películas sin que importase demasiado la calidad de
las mismas.
Las diversiones disponibles para los estudiantes “deste-
rrados”, como era mi caso, eran pocas, no demasiado varia-
das y todas condicionadas por lo mismo, la dichosa pela. A
primeros de mes iba a bailar a la cafetería-club con música
Sagaró, en Luchana, al club Amazonas, en Goya, o al club
Alex, en el centro. Eran lugares que frecuentaba con cierta
regularidad... una o dos veces cada mes porque, entre pitos
y flautas, se te iban volando 150 pesetas en una tarde y el
presupuesto estaba ajustado y no daba para más. Cuando las
reservas de dinero disminuían, el cine, por su precio, era la
nueva opción. También, como con el baile, variaban de cate-
359
goría según pasaban las hojas del calendario. Al comienzo de
cada mes, el Carlos III, el Coliseum y otros cines de estreno
como el Paz. En ellos vi películas que nunca olvidaré, como
“West Side Story”, “Con faldas y a lo loco” o una película
de Sylvie Vartan, que con sus canciones me puso los pelos
de punta, ésta última en el Carlos III. Cuando el “money”
comenzaba a escasear alarmantemente les llegaba el turno
a los cines de reestreno y, por último, cuando en el bolsillo
sólo quedaba calderilla, recurríamos a los de programa doble
que eran los más baratos y donde matabas la tarde a salvo de
libros de texto.
Los domingos por la mañana, si hacía buen tiempo, a
pasear Goya, Serrano y la Castellana. Allí había chicas en
abundancia y las suelas de zapato se podían gastar sin miedo,
que eran extras que no afectaban en nada al presupuesto.
Mirar a las chicas sentadas en las terrazas tenía sus ries-
gos, aunque a priori no pareciese que entrañase peligro al-
guno.
El más frecuente de los peligros era el niño barquille-
ro, un cabroncete con una bandeja llena de barquillos, que
intentaba vender alguno mientras acechaba piezas de caza
mayor... Nadie estaba exento de su “ataque”, pero princi-
palmente atacaba sin piedad a confiadas parejas más o me-
nos acarameladas, que constituían sus presas favoritas... Dos
veces le vi hacerlo y bordó la faena. El niño, además de un
cabrón, hay que reconocer que era un artista.
Cuando desde la distancia elegía a sus presas se hacía el
distraído, y al cruzar éstas a su lado, él giraba de improviso el
brazo en que sostenía la bandeja de barquillos en una manio-
bra bien ensayada interponiendo ésta en la trayectoria de sus
víctimas. Lo hacía con precisión de maniobra espacial, trope-
zando así con el entusiasmado novio y... todos los barquillos
al suelo... La pareja, sintiéndose culpable y con tanto público
360
observándoles, se ponía colorada como un tomate y pedía mil
disculpas mientras el niño lloriqueaba...
-¡Venían abrazados y me han empujado!- Repetía sin ce-
sar mientras lentamente recogía los barquillos enteros y, con
disimulo, distribuía discretamente los rotos por el suelo de
forma que pareciesen más de los que en realidad eran.
Con tal de largarse lo antes posible del lugar, la pareja,
pero generalmente sólo el chico, pagaba el doble o el triple
del valor de los barquillos rotos y salía huyendo del escenario
del crimen. El niño se quedaba montando el paripé durante
veinte minutos y, mientras lloraba, recibía “duros” y “pelas” de
consuelo de gente generosa y multiplicaba otra vez por cuatro
o por cinco el valor de la mercancía deteriorada.
361
ante la moza, con cara de dignidad aflojé cinco duritos de
nada, memoricé la cara de la bruja de los claveles para no
volver a tropezar en la misma piedra… y me apunté una
noche más a cenar de butifarra, sin obtener a cambio bene-
ficio alguno.
Desde entonces odio los claveles y en mi mente volvió a
rondar, sin yo saberlo, el principio básico de la economía... “El
dinero es un bien escaso... y deseable”.
Pero todo esto sólo era una parte del peligro, otros ace-
chaban a ras de suelo...
Un domingo íbamos en grupo paseando y mirando todos
hacia una mesa donde había unas mozas bastante despampa-
nantes… Tan concentrados estábamos en los miembros in-
feriores de las susodichas que uno del grupo, para más señas
Josechu, no vio una hermosa caca de perro que se cruzaba en
nuestro camino hasta que notó que de su tacón colgaba algo
que no llevaba al salir de la pensión... Las chicas se dieron
cuenta de los afanes de Josechu por desprenderse de los restos
de la digestión del perro y les entró un ataque de risa del que
una casi se ahoga.
A juzgar por la adherencia de la caca, el perro se debía
haber cenado la víspera varios tubos de pegamento mezclado
con chicle.
Josechu, mientras avanzaba avergonzado, intentó en va-
rias ocasiones desprenderse de aquéllo sin éxito alguno. Al
final lo consiguió sin tener que tirar los zapatos a la basura
como le aconsejamos, pero fue tal el jolgorio que provocó este
suceso que Gonza, aficionado al verso, lo inmortalizó en una
bella poesía:
Primero de Goya a Lista,
luego, de Lista hasta Goya
¡Hay que ver qué mala folla
tiene “Chechu” el pesimista!
362
A cada paso que daba
la fama le sonreía
pues todo aquel que miraba
la longaniza veía.
363
hilo se hubiese roto. El deslumbramiento les produce a las
mariposas el mismo efecto que si perdiesen el equilibrio. Lo
aprovechábamos observando los ejemplares más interesantes
que volaban junto a la luz, a varios metros de altura, hasta
que los pobres, deslumbrados, acaban cayendo al suelo. De
esta manera las mariposas quedaban indefensas a nuestra dis-
posición.
-¡“Gonfalo”! Mira qué bicho acabo de coger ¡No está ci-
tado en Madrid!- decía Siso entusiasmado con una captura
inesperada.
Mi padre a lo suyo. Con el frasco de sales de cianuro ele-
gía los pocos ejemplares perfectos que le interesaban. A Siso le
valía casi todo... pero Miguel Gómez Bustillo también tenía
sus preferencias.
-¡Miguel! ¡Estás pisando los ejemplares que no te intere-
san para que no los coja yo!- decía Siso, cabreado, cada vez que
veía algún ejemplar aplastado por un pie humano, fuese o no
el de Miguel.
-¡Que no he sido yo!- se defendía Bustillo... Pero la situa-
ción se iba volviendo tensa por momentos.
-Ésta está recién pisada y era un ejemplar que me intere-
saba muchísimo. ¡Y es de las que tú no coleccionas!- El tono
de la voz iba subiendo poco a poco.
-Ramón, quizá la haya pisado yo pero ha sido sin querer.-
Mi padre intentaba echarse las culpas antes que ver llegar la
sangre al río.
Queriendo o sin querer la discusión continuó. Yo me ale-
jé del tumulto en dirección a un grillo que cantaba en una
arqueta, levanté la tapa y allí estaba un macho precioso. Lo
cogí.
-¡Nos vamos!- Oí la voz de mi padre que me llamaba.
El ambiente estaba tenso y lo mejor era suspender la ca-
cería y largarse con viento fresco.
364
Quizá ésta fue la última vez en que coincidieron en una
cacería Ajenjo y Bustillo, que a raíz de estos incidentes, co-
menzaron a distanciarse a pasos agigantados.
Durante el regreso todos callábamos menos el grillo, que
en la caja en que lo llevaba cantaba sin cesar.
“Los americanos han lanzado a otro astronauta que se
llama Spencer” leí en el periódico Pueblo por aquella época.
El nombre me gusto y al grillo también... y hasta condicionó
su futuro.
-Mata ese bicho y dáselo al lagarto, que no me ha dejado
dormir en toda la noche- me amenazó mi hermano Eduardo
nada más despertar por la mañana.
-¡Si no ha cantado en toda la noche!- defendí a Spencer
que, ajeno a su posible sentencia de muerte, masticaba lechu-
ga dentro del frasco de Nescafé con tapa que le servía de recién
estrenada vivienda.
-Pues ahora todavía sigue cantando el muy hijo p...- Mi
hermano no estaba de humor. Si no, con toda seguridad no
habría hablado en ese tono de la familia de Spencer.
-¡Si está callado como una tumba!- volví en su defensa.
-Está cantando, lo estoy oyendo- insistió mi hermano.
-¡Está callado! ¡Mira, no mueve las...!- No pude pronun-
ciar la palabra “alas”, pues el grillo las movía sin cesar rozando
una contra otra.
-Oye -continué-, acabo de descubrir que estoy medio sor-
do.-
¡No oía al grillo con la tapa puesta! Me quedé de piedra.
-Ya te dije que estaba cantando. Tendrás tapones en los
oídos. Por el día no me importa que cante, pero por la noche
ya lo puedes guardar donde yo no lo oiga.-
Esa noche sin rechistar metí el bote bien cerrado en el
armario-bar, lo tapé con una toalla, cerré la puerta y... mi her-
mano Eduardo lo volvió a oír.
365
-Sigo oyendo a Spencer. Ultima oportunidad: o lo pones
donde no lo oiga en absoluto o lo “defenestro” a la calle Re-
gueros.-
No estaba el horno para bollos, pero mi hermano, sin
querer, me dio la idea.
La solución al problema era facilísima, sólo había que
sacar el grillo a la calle y alejarlo todo lo posible de nuestro
balcón donde el oído fino de Eduardo no lo detectase. Si con-
seguía esto, Spencer estaría a salvo.
Spencer se convirtió en grillo-astronauta igual que su “pa-
drino,” el astronauta norteamericano del que habíamos toma-
do prestado su nombre.
-¿Qué te parece si bajo toda las noches a Spencer al ter-
cer o al segundo piso? ¿Tú crees que allí lo oirás?- pregunté a
Eduardo, que me miró sin comprender, pues no me gustaban
demasiado las alturas como para bajar y subir la fachada de la
casa cada noche.
-Creo que en el segundo no lo oiré... aunque como dor-
mimos con la ventana abierta por este calorazo. No sé, no sé...
¿Cómo piensas hacerlo?-
-Muy sencillo. He preparado con estos cartones y palillos
de dientes esta magnífica cápsula espacial para grillos.- Pausa
para ver el efecto de mi invento en la cara de Eduardo. -Me he
“mercado” este hilo negro, fino y fuerte, para poner en órbita a
Spencer cada noche y poderlo recuperar cada mañana. Así, los
que le oirán serán los del segundo, y un poco menos en el pri-
mero y en el tercero. Tú ni enterarte.- Terminó la explicación
con una idea genial que se me acaba de ocurrir. -En una de las
viviendas bajas de la casa viven ahora unos recién casados, si
les mantengo despiertos y con “música” seguro que hasta me
lo agradecen.-
Esa misma noche, a las 24h 0m, las 17h 0m en Cabo
Cañaveral, Spencer, alojado en su cápsula y pendiente ésta de
366
un hilo, descendió lentamente la fachada de la casa hasta un
poco por debajo del suelo del balcón del segundo piso. Un
leve tirón del hilo y Spencer, con su cápsula, se situó bajo el
piso del balcón. Después de otro tirón “de ajuste” hasta notar
que el techo de la cápsula hacía tope contra la parte inferior
del balcón y quedaba tenso el hilo, Spencer quedó fuera de las
vistas de los del segundo piso y casi inalcanzable, para los del
primero. El lanzamiento había constituido un rotundo éxito.
Spencer estaba en órbita.
Toda la pensión participo en el lanzamiento como públi-
co o como técnicos en lanzamiento.
-Ahora tenemos que hacer el seguimiento de la cápsula.
Todo aquel que vaya a “echar” un cigarrillo que lo haga en
un balcón de la fachada a Regueros. Si oye a Spencer cantar
y se enciende una luz cerca de él en uno de los balcones, que
informe inmediatamente al Alto Mando que está reunido en
nuestra habitación... estudiando Matemáticas y Menas, res-
pectivamente.-
A las 00h 17m hora de Cabo Cañaveral 2 (en Fernan-
do VI nº 8), las 17h 17m en Cabo Cañaveral 1 (en Florida,
EE.UU.), Spencer, bien lleno de lechuga su estómago, co-
menzó la serenata. Once minutos más tarde y casi al unísono,
un balcón del primer piso y uno del segundo, donde estaba
apoyada la cápsula espacial para grillos con Spencer dentro, se
iluminaron y su luz se proyectó sobre la fachada opuesta de la
estrecha calle de Regueros.
-¡Aviso al Alto Mando!- nos llegó un susurro del balcón
vecino. -¡El lanzamiento ha dado fruto!- Salimos al balcón
inmediatamente y, callados como tumbas, asomando un ojo
cada uno, miramos hacia abajo. Dos personas hablaban en la
noche.
-Haga el favor de quitar ese grillo maldito de su balcón-
protestaba una de ellas enérgicamente.
367
-¿Qué grillo? ¡A mí me dan asco los insectos, no puedo
verlos ni en pintura! Además, no sé si se ha percatado de que
el grillo canta en su balcón, no en el mío... Así que vaya con el
grillo al otro lado de la casa y no tenga la caradura de echarme
la culpa a mí. ¡Habrase visto!-
Spencer, al notar las vibraciones de las voces, con muy
buen criterio, interrumpió su serenata.
Un cuarto de hora más tarde la reanudó y cinco minutos
más tarde nos comunicaron:
-Han cerrado los balcones, pasaran calor esta noche. La
operación ha sido un éxito rotundo.-
A las 3h 0m nos fuimos a dormir y al levantarnos a las
8h 05m, hora de Cabo Cañaveral 2, en Fernando VI nº 8, las
3h 05m en Cabo Cañaveral 1 en Florida, EE.UU., la cápsula
fue recuperada sin novedad por lo que todos nos felicitamos
del éxito conseguido. Eduardo había dormido como un ben-
dito y Spencer había cantado todo lo que le había venido en
gana.
El lanzamiento se repitió tres noches más con idénticos
resultados. El diálogo entre vecinos fue lo único que varió.
-Debe de estar en un agujero de la fachada, aunque me ha
dicho uno que entiende de estos temas que ahí no tiene qué
comer y que estemos tranquilos, que en tres o cuatro noches
morirá de hambre... Lo que no comprende el experto es cómo
ha llegado hasta ahí, me asegura que es un caso rarísimo.-
Spencer murió como había vaticinado el experto, pero no
de hambre. Fue en domingo.
-¡El hilo está cortado y la cápsula ha desaparecido!- comu-
niqué la triste noticia a las 11h 30m de España, 6h 30m PM
en Cabo Cañaveral 1. -Ha debido de ser el enemigo que se ha
asomado y ha visto el hilo por la fachada.-
Efectivamente. El equipo de inteligencia, a través de la no-
via del tercero que hacía de confidente, comunicó al Alto Man-
368
do que un agente enemigo femenino disfrazado con uniforme
de doncella de la limpieza había abortado la operación.
-... Y tened cuidado, porque he oído que si ven otro grillo
colgado van a avisar a la policía para que sean ellos los que
tiren del “hilo”...-
Tuvimos que desmantelar en un operativo de urgencia la
base de lanzamiento y clausurar definitivamente el proyecto.
Toda la culpa, con razón, recayó sobre mí que me acosté a
las cinco de la mañana sin retirar la cápsula, harto de las ma-
temáticas que no eran la compañía ideal para una noche de
sábado.
En la investigación que siguió, alegué en mi defensa que
Eduardo había abandonado su puesto y había huido con la
disculpa de estudiar en casa de su amigo Pepe Casamayor, “el
Garita,” donde el padre de Pepe, que era jefe de cocina en el
Hotel Menfis, se distraía el fin de semana cocinando nuevos
platos…y mi hermano degustándolos. Todos coincidieron en
que un fin de semana comiendo así justificaba plenamente el
abandono del puesto de control en la base. Eduardo, enterado
del accidente, de su exculpación y aprovechando que el padre
de Pepe tenía una semana de vacaciones, regresó nueve días
más tarde con unos kilos de más y las Menas aprobadas.
A esto se le llama matar dos pájaros de un tiro.
369
larguísima. Él, como para agradecérmelo, se estiraba bajo “su
sol” (un flexo para estudiar que le ponía a pocos centímetros
para que recibiese el calor directo), se comprimía hasta po-
nerse más plano de lo habitual y así aprovechar más el “sol”
y manoteaba de satisfacción con sus patitas sin moverse del
sitio. Todo esto encima de mi cama.
Luego, cargadas sus baterías de calor, corría un poco por
encima de la colcha y yo le iba interceptando ofreciéndole una
mosca, un trozo de plátano o una mariposa nocturna de las
que entraban por el balcón abierto mientras estudiábamos y
que aprovechaba para hacer acopio.
Los lagartos, si se les manosea, se vuelven mansos ense-
guida y no sienten miedo de una mano que se les acerca, sino
todo lo contrario.
Después de estas carreritas, él volvía a su “casa” sobre la
mesita de noche y yo a las matemáticas o, si quería variar, al
Babor Ibarz, el libro de química, o a alguna otra compañía
semejante con la que tenía cita por las noches.
370
A los pocos días se le queda cara de “sonado”. Casi no come,
pero aprueba todo en junio con sobresaliente. Más que cerebro
tiene un “archivador a motor” que funciona con Centramina
como combustible.-
La Centramina, un derivado de las anfetaminas, hasta
entonces se había vendido sin receta, pero acababan de ter-
minar con la liberación y ahora había que buscar a un médico
para que hiciese una sencilla receta y no había ningún proble-
ma para conseguirlas. Una vez, que yo recuerde, recurrimos
a tío Pedro- el marido de tía Enriqueta- para que nos hiciese
una.
-Éste -insistió nuevamente-, es como los ciclistas de la
vuelta a España, una vez que se sienta en la silla con el libro
delante no se baja en ocho horas seguidas... Yo creo que hasta
“mea” como ellos, sin bajarse del sillín. Por la mañana duerme
de 7 a 12 y luego otra vez a “chapar”, y se le olvida hasta co-
mer. Si ve que se debilita su concentración se toma otra media
pastilla por la tarde, y así hasta las nueve de la noche que da
un paseo antes de cenar. Una vez me le cruce en la calle y ni
me conoció. ¡Parecía un zombi!-
371
-¡¡No ha sido!! ¡Es hoy, que te lo digo yo!- dijo el primero
que habló, que dirigiéndose a nosotros nos dice en un susurro.
-Ya os explicaré cuando se vaya Constante.-
Constante se fue y se quedó “como puesto” a un enchufe,
abstraído en sus pensamientos. Lo hacía con frecuencia entre
plato y plato cuando no tenía mucha gente, y generalmente
su vista se detenía en un enchufe o algo similar que lo dejaba
como hipnotizado. Todos nos lo pasábamos bárbaro e incluso
le cronometrábamos las posturas de excelente traza, como si
de un perro de caza se tratase.
Mientras Constante miraba su enchufe predilecto, el ins-
tigador nos explicó.
-Cuando llegue Luisito y hable yo con él comprende-
réis… Y salimos todos a continuación zumbando.
A las tres menos cinco llegó Luisito y se lanzó a la mesa
con cara de venir de un naufragio.
-¡Tengo un hambre que me como la chuleta del hipódro-
mo, el arroz leporino, la paella y el cocido, todo junto!-Así de
sencillo y expresivo fue su saludo.
-Pues mira. Vas a tener hoy la suerte de cara. ¿Sabes lo que
hay para comer? Pues resulta que es el cumpleaños de Cons-
tante, el jefe, y nos ha invitado a patatas a lo pobre, Pompa-
dour y fresas con nata y helado para que lo celebremos como
si fuese el nuestro.-
-No me lo creo- dijo Luisito. -Ése es un roña que cuenta
los arroces antes de que salgan los platos de la cocina.-
-Bueno, nosotros ya nos lo hemos comido y nos vamos
con la tripa llena. Tú espera y verás si es verdad o no.-
Mientras salíamos entró el otro Constante, el camarero.
La entrada de Luisito le había obligado, muy a su pesar, a
“romper la muestra”. En su mano portaba un plato con pata-
tas a lo pobre.
-¡Felicidades Luis!- dijo Constante educadamente.
372
-Dile al jefe que “igualmente, ciento veinte”- al tiempo
que, al ver el plato, una cara de sorpresa y felicidad ilumina
el rostro de Luisito como si acabase de presenciar un mila-
gro.
-¿Qué? ¿Te lo crees ahora?- dijimos a coro al marcharnos
en bloque.
-Esto es la leche. ¡Y pensar que por poco me meto en la
Mezquita al bocata! Si me lo llego a perder me suicido. Pero
me venció el hambre... y que me quedan cincuenta pelas para
sobrevivir esta semana por eso he venido. ¡Como aquí hasta el
día 5 no se paga!...-
-¡Pues disfrútalo entonces como si fuese tu última volun-
tad!-
Sentenció el promotor de la idea. Y todos nos fuimos ca-
mino de la pensión.
Como era de prever, Luisito se encerró en su habitación y
tardó días en dirigirnos la palabra. Pasó su semana del “Rama-
dán”, como los árabes, encerrado en su habitación estudian-
do. Sin duda le habíamos hecho un favor y se reflejaría en su
expediente académico aunque, la verdad sea dicha, nunca se
acordó de demostrarnos agradecimiento.
-¡Menuda nos la hiciste a Luisito y a mí!- dijo Constante
la primera vez que nos vio. -Casi llegamos a las manos. Bajó el
jefe en persona y al final se arreglo “metiéndole” en la libreta
cinco rayas extras. A pesar de eso se fue más cabreado que una
mona, argumentando que él no encargó esa comida y que, por
tanto, no se hace responsable. “Que pague el que lo pidió”,
fue lo último que dijo antes de salir por la puerta, mascullan-
do que no piensa volver a comer aquí en todo el mes… si es
que vuelve algún día.-
El razonamiento de Luisito nos pareció técnicamente per-
fecto, pero nadie estuvo dispuesto a tirar piedras sobre nuestro
propio tejado.
373
En la pensión quedaba una habitación sin utilizar don-
de a veces había dormido papá. Se alquilaba sólo esporádi-
camente. El caso es que esta habitación que daba al antiguo
comedor, enfrente mismo de la de Gonza y Mon, la ocupó un
alemán de nuestros años o poco más, del que sólo supimos
que era alemán, que no hablaba nada de español y que todas
las mañanas salía a eso de las diez con un traje de baño en la
mano en dirección a una piscina. Por la tarde-noche, a eso de
las nueve, regresaba, se encerraba en la habitación y hasta el
día siguiente no se le volvía a ver el pelo.
Sabíamos que fumaba tabaco rubio de buena calidad. En
un momento de falta de tabaco, aprovechando su ausencia,
habíamos despegado la cartulina a los cuatro paquetes de ciga-
rrillos del fondo de un cartón recién abierto por un extremo y
habíamos diezmado su contenido, sustituyendo los cigarrillos
por papel prensado y pegando otra vez las cajetillas de tal for-
ma que era imposible, sin abrirlas, sospechar que habían sido
manipuladas.
-Fuma poco, así que es probable que ya no esté aquí
cuando llegue al final del cartón. No obstante, si vemos que
aguanta podemos simularle un incendio a ver si se asusta
un poco y se larga, con lo que no nos pedirá responsabilida-
des.-
-Eso, a las tres de la mañana abrimos la puerta sigilosa-
mente, nos acercamos a él, prendemos fuego a una hoja de
periódico, se la zarandeamos delante de la cara y gritamos al
tiempo: ¡fuego, fuego! Creo que eso bastará.-
La idea se dio por buena y se decidió ponerla en práctica
en caso de necesidad, cuando sólo quedasen de cobertura dos
cajetillas llenas delante de las que le habíamos medio vaciado.
La idea para esto del tabaco nos la dio aquello que le
hicieron a un amigo del “Wolframio” cuando, mientras es-
taba en la Escuela en clase, le vaciaron diez botes de leche
374
condensada que le puso su madre en la maleta, previo corte
y despegado del papel, seguido de dos agujeros en el costado
en lugares opuestos, uno para la entrada del aire y el otro para
que manase la leche.
El “trabajo” lo hicieron tan bien que el amigo del ”Wol-
fran” escribió a la Nestlé diciendo que sus diez botes le habían
salido vacíos, seguramente porque la máquina envasadora se
debía de haber quedado sin leche y había sellado los botes sin
contenido. No se molestaron ni en contestarle...
375
La noche transcurrió más lenta aún que las anteriores.
Estudiar en aquellas circunstancias era todavía más difícil y la
concentración se nos iba y venía como las olas del mar.
- No podemos acostarnos hasta que venga el cura y salga
de aquí el entierro- apuntó alguien. -Tenemos que estar aquí
presentes, nos guste o no.- Todos, sin excepción, estuvimos de
acuerdo y asentimos con la cabeza.
A eso de las diez de la mañana, cuando ya ninguno estu-
diaba y, haciendo tiempo, deambulábamos agotados y con ca-
ras de sueño por el pasillo de la pensión, nos quedamos como
petrificados pues sentimos ruido tras la puerta del cuarto del
alemán. Todos los presentes nos asomamos al improvisado
velatorio y vimos asomar, al abrirse la puerta, una cara con
expresión adormilada, colorada por el exceso de sol de los úl-
timos días y acompañada por pelo rubio que no podía tener
otro dueño que el alemán. El bañador en su mano izquierda
era otra seña clara y definitiva para completar su identifica-
ción. Salió como si tal cosa de su habitación y casi chocó con
el féretro. Después de permanecer paralizado por espacio de
unos segundos, con los ojos a punto de salírsele de las órbi-
tas, comenzó su reacción. Primero retrocedió a toda prisa a su
cuarto, después le oímos revolver como una máquina mien-
tras hacía el equipaje en un tiempo récord y, por último, salió
tan deprisa por el pasillo que no sé, incluso, si llegó a pagar
la cuenta de la pensión, imitando al cubanito, antes de huir
despavorido arrastrando la maleta escaleras abajo sin paciencia
siquiera para esperar al ascensor.
Nunca más supimos de él ni nos pareció oportuno pre-
guntarle a Maruja si, además de perder a su hermana, se había
quedado también sin cobrar unos cuantos días de hospedaje.
376
-Voy a cerrar la pensión- nos comunicó escuetamente
Maruja. -Ahora que ha muerto Virginia, no tiene sentido se-
guir trabajando. Con lo que tenemos y mi jubilación es sufi-
ciente para Matilde y para mí. Desde este momento podéis ir
buscando alojamiento para el año que viene.-
Los grupos de vencejos que rozaban con sus alas nuestro
balcón, parecía como si nos contagiasen sus nervios a los ha-
bitantes de la pensión Calleja.
-¡Tierra calcinada! ¡Como hicieron los de la O.A.S. en
Argelia1! Propongo que no dejemos aquí piedra sobre piedra-
dijo alguien al que, según parecía a primera vista, no le había
agradado demasiado la noticia.
-No es para tanto, hombre. No te cabrees- intentábamos
tranquilizar al exaltado, pero él insistía.
-¡Voy a hacer como la O.A.S. ¡Dentro de un mes aquí no
queda nada derecho. ¡Tierra calcinada! Lo dicho.-
La sangre no llegó al río... pero sí se rompió una cama de
nuestra habitación durante un partido de fútbol muy dispu-
tado en el que, cinco contra cinco, luchando todos al tiempo
por un balón hecho con el papel utilizado en hacer problemas
de matemáticas, dos de los contendientes cayeron con fuerza
sobre mi cama. El larguero del costado izquierdo de ésta, a
pesar de ser de hierro, triscó como si fuera un palillo de dien-
tes y tuve que apuntalarlo con libros de poco uso para poder
dormir el resto del curso… También la cortina que servía para
oscurecer la habitación cayó con bastante estrépito, junto con
su barra de soporte, durante un combate de lucha grecorro-
mano, al intentar huir uno de los luchadores del acoso de su
contrincante trepando por ella...
1 Organización terrorista para la independencia de Argelia, que un par de años antes, con ese eslogan justi-
ficó la colocación de bombas en lugares como viviendas, hospitales, etc.
377
Frente a la habitación de Gonza y Mon, al otro lado de
la calle, se había instalado una auténtica belleza portugue-
sa... o por lo menos eso me parecía a mí comparándola con
los libros de texto que eran nuestra única compañía. En los
ratos de descanso había entablado conversación por señas
desde la galería de Gonza y Mon y, en una hábil maniobra
de aproximación, la intercepté sola en la calle e intercam-
biamos nuestras primeras y últimas palabras en una corta
conversación…
Una tarde en que ella estaba leyendo sentada en la cama
mientras su madre cosía en una butaca próxima, Chin inte-
rrumpió mi contemplación y decidí que era buen momento
para enseñarle mi futura conquista. Desde el balcón mirador
la veíamos perfectamente, sólo nos faltaba llamar discreta-
mente su atención sin que su madre lo advirtiera. Así, Chin
comprobaría que sus ojos eran exactamente iguales a como yo
se los había descrito.
-Mira -le dije a Chin-, ahí vienen Eduardo con Marilín,
su novia, Pepe “el Garita” con la suya y “el de Panes” de cara-
bina...
Chin intentó desplazarme de un empujón poco regla-
mentario de mi posición privilegiada y se asomó al ventanal
central al tiempo que gritaba.
-¡Eduardo! ¡Pepe!... -
¡Lo habíamos conseguido!. La portuguesa nos vio y su
madre también... Por suerte lo mismo ocurrió con el grupo de
cinco al que vociferábamos y que caminaba tranquilamente
por la acera. Tuvieron tiempo de sobra de detenerse y apar-
tarse para presenciar cómo un enorme cristal, hecho pedazos
por un hombro (no se aclaró nunca si de Chin o mío) en el
forcejeo, volaba hasta la calle con gran estrépito desde aquel
mirador del quinto piso… Por suerte no le cayó a nadie en la
cabeza.
378
-Otra más y cierro ya la pensión y os pongo a todos con
vuestras maletas de patitas en la calle.- Maruja, tajante, deci-
dió cortar por lo sano ante el riesgo de ruina del inmueble.
-Si nos larga de la pensión en plenos exámenes nos hun-
de- fue la opinión general. -Imaginaos ahora con todo lo que
nos queda por “chapar” que tengamos que buscar alojamiento
y hacer una mudanza...- No quedó más remedio que conven-
cer al vocacional de la O.A.S. y firmamos todos una tregua
que, dada la proximidad del final del curso, era en realidad
una paz encubierta.
Lentamente volvimos a la normalidad.
379
-Todo bien- decía el que se alimentaba casi exclusivamen-
te de pastillas, pestañeando sin parar y con la mirada perdida
en el infinito.
Con ligeros cambios y distintos estados de ánimo el tema
de base en la conversación giraba indefectiblemente sobre lo
que nos tenía absorbidos, los exámenes.
El final del curso llegó para algunos antes que para otros. Yo
fui de los últimos y el 10 de julio, con todo el equipaje de ropa,
libros y material, abandoné la pensión Calleja. Antes de salir le
eché una mirada nostálgica de despedida al bar, abrí sus puertas
como tantas veces había hecho a lo largo del curso y contemplé
el hueco en el que aún quedaban algunos envases no retorna-
bles. Después deslicé la mirada de arriba a abajo por la lista de
clientes y mis ojos adquirieron una expresión de furia al descu-
brir que uno de mis clientes, aprovechando que llevaba un mes
saturado de centraminas, había intentado neutralizar su efecto
con toda clase de bebidas de nuestro bar. Después se había larga-
do sin pagar, dejándonos un descubierto de 132,5 pelas.
La cantidad impagada era importante y barajamos, entre
otras posibilidades, ponerlo en manos de la policía para que
fuese perseguido si era necesario por la INTERPOL.
Nos disuadió de ello la seguridad de que le sería aplicada
la eximente de enajenación mental transitoria por ingestión
masiva de anfetaminas y, al final, nada hicimos al respecto.
380
La pajarera no estaba igual. Los pájaros se habían lar-
gado por la puerta que alguien olvidó cerrar, y los treinta
metros cuadrados de pajarera sólo tenían la vegetación: un
laurel central, el aligustre grande, un boj de un metro de
alto… A un arbusto de hojas verdes y amarillas que había
sido redondo, ahora sólo le quedaban dos ramas, una para
cada lado, como si fuesen dos siameses de diferente color,
ya que una rama era enteramente verde y la otra práctica-
mente amarilla. El resto, posaderos de ramas secas y una
tela metálica de malla de gallinero que estaba unida al techo
y a un costado de la pajarera y rellena de palos y hierba, y
que constituía un magnífico refugio para que mis inquilinos
ocultaran sus nidos o se guareciesen los días de lluvia inten-
sa. Por último, en un costado junto a la puerta de entrada,
un artilugio de madera con cuatro patas compuesto por una
plataforma y, separado de ésta unos cuarenta centímetros,
un techo de Uralita, bajo el que poníamos los comederos
con el alimento para que no se mojase. Cerca del artilugio,
en el suelo, el cacharro plano de zinc que hacía las veces de
baño y bebedero.
Tenía que poner la pajarera en funcionamiento, para lo
cual debía proveerme de pájaros jóvenes que se adaptasen rá-
pidamente a la cautividad.
-Nato -le dije al jardinero-, no cierres la toma de agua
junto a la morera, que la he dejado goteando ligeramente para
cazar “material” y “rellenar” otra vez la pajarera.- Nato, que ya
sabía de otras veces en qué consistía el método, asintió con un
gesto de comprensión.
Había que mejorar el invento, así que esparcí por el sue-
lo, muy cerca del pequeño charco que formaba el goteo de la
boca de riego, una mezcla de alpiste, cañamones y semillas de
nabo, (nabina), que les haría aún más atractivo ese lugar a los
pájaros que acudiesen a beber y a bañarse.
381
A continuación me dirigí al banco de carpintería. Allí,
con listones muy finos, hice un armazón y le sujeté, a modo
de cúpula, una tela metálica fina por la que no cupiesen mis
futuros inquilinos. Una vez terminada la trampa la puse junto
al charco apoyada en el suelo sobre un costado, y levanté el
opuesto por medio de un palito vertical de no más de una
cuarta. En un par de días todos los pájaros del jardín la encon-
trarían familiar y no se asustarían de ella en absoluto.
Dos días más tarde la puse cubriendo el agua, de forma
que el pajarito que allí quisiese beber o bañarse tendría que
meterse bajo la cúpula de tela metálica pasando para ello bajo
los costados levantados. En cuanto hiciese un día de calor y sol
capturaría los primeros ejemplares.
382
no dependiesen para este menester de sus padres. Mientras
escogía a mis candidatos disfrutaría observando toda la fauna
ornitológica de esta zona que viniese a bañarse a la improvi-
sada “piscina”… Con todo ya preparado, de vez en cuando,
alguno de mis hermanos se acercaba a curiosear.
-¿Qué tal va la caza?-
-Hasta ahora no me he estrenado, pero hay una familia
de colirrojos reales que parecen patos por lo que se bañan...
¡Mira, ahí viene un “miruello”!- Los “miruellos”, mirlos o tor-
dos, eran desconfiados por naturaleza, ya que en aquella época
les “llovían” perdigones en cuanto se descuidaban un poco...
Se les aplicaba el dicho popular de: “El tordo, la cara flaca y
el culo gordo” y, como estuviesen poco listos, acababan en la
cazuela o en la sartén según gustos. -¡Fíjate con qué cuidado se
acerca el tío!- A pequeños pasitos, el precioso mirlo se acerca
hasta casi debajo del artilugio, titubea sólo un momento y, en
una carrerita, se cuela bajo la trampa, chapotea, bebe un poco
y enseguida sale zumbando.
-¡Ahí llega un jilguero!- El jilguero aterriza al instante en
el suelo de hormigón y, de tres saltitos, se mete en el agua,
bebe y se da un buen baño hasta empaparse toda la pluma.
-Debe de tener huevos o pollos pequeños porque viene sin la
pareja y es adulto. Los que me hacen falta que vengan son los
hijos de la nidada anterior, que estarán preciosos y ya comerán
solos- le explicaba yo a mi acompañante.
La mayor parte de los visitantes de la primera mañana o
eran adultos o no me interesaban por ser de especies insectívo-
ras difíciles de mantener en cautividad, por lo que mi pajarera
continuó igual de vacía que la víspera.
-¿Por qué vienen tan pocas crías del año si el jardín está
siempre lleno de nidos!- me preguntó Nato el jardinero.
-Creo que en cuanto los polluelos aprenden a comer se
largan a campo abierto. Aquí sólo están los adultos con sus ni-
383
dos... pero alguno aprendiendo a comer se despistará.- Mien-
tras tanto fui conociendo a todas las parejas de pájaros de los
alrededores. De vez en cuando, además de los colirrojos reales
y los miruellos, se aproximaba un papamoscas gris que ani-
daba entre la enredadera que cubría la casa, justo junto a la
puerta de la cocina. Su visita me alegraba la vista. También
aparecía, con menos frecuencia, algún carbonero o “tocinero”,
un petirrojo o “colorín”, un chochín o “raitín” y, por supuesto,
gorriones como arena... aunque éstos últimos siempre eran
jóvenes inexpertos. Los adultos seguro que preferían ir a beber
al cercano Besaya que meterse debajo de una tela metálica con
un aspecto sospechosísimo.
¡Al fin, un jilguero con dos hijos “igualones” se acercaron
a beber! Cuando estuvieron los tres con el pico tocando el
agua tiré con todas mis fuerzas de la cuerda.
Al adulto lo solté y lo dejé volar al instante y a los dos pri-
meros huéspedes de la pajarera los dejé instalados en su nuevo
alojamiento con agua, semillas variadas como comida básica y
un montón de cardos en flor que coloqué encima de la uralita
que protegía la comida de la lluvia, para que no cambiasen
muy bruscamente de su dieta habitual.
384
-Ayer, mientras estabas en la playa, te cogí un verderón
con la trampa y te le solté en la pajarera- me comunicó uno de
mis hermanos en el desayuno.
-¿Era joven?- pregunté de inmediato.
-Creo que sí, porque como tú dices estaba sin pintar. He
dicho “pintar”... porque picar, ¡picaba como un demonio!-
-¡A que has cogido una hembra adulta!- Me enfadé, por-
que de ser así podía estropearse el nido que abasteciera mi
pajarera. -¡Como tenga nido te has cargado la nidada com-
pleta! ¡Toda la noche sin incubar! Creo que he repetido hasta
la saciedad que, por favor, no toquéis la trampa, que ya me
manejo yo solo con ella.
Salí hacia la pajarera por la puerta de la cocina, pero antes
me armé de un caza mariposas. Si el verderón era una hembra
adulta, como me temía, me iba a llevar un rato cansarla para
poderla coger con el caza mariposas entre toda aquella vegeta-
ción de la pajarera y poder después ponerla en libertad.
Nada más salir al jardín oí los piídos inconfundibles de
varias crías de verderón que estaban siendo cebadas por su ma-
dre. Miré a todos lados buscándolas. Los piídos no provenían
de los árboles próximos a la casa… estarían sin duda en los
más cercanos a la pajarera… pero… piaban más cerca del sue-
lo que de las copas de los árboles... Me quedé de una pieza...
Ante mí, alrededor de la pajarera, volaba pidiendo comida lo
que me pareció que era un enjambre de verderones, mientras
su madre les daba de comer en el pico... a través de la tela me-
tálica de la pajarera.
¡Aquello sí que era suerte! ¡No sólo la verderona capturada
por mi hermano tenía hijos “volantones” sino que éstos, por
su llamada, la habían localizado y ella, a pesar de estar encerra-
da en la pajarera, había asumido sus obligaciones maternales
“desde dentro” y los alimentaba estupendamente. ¡Parecía un
milagro!
385
Enseguida decidí lo que debía hacer y, acercándome con
cuidado, fui capturando con el “caza”, uno a uno, a los ham-
brientos pollos de verderón y soltándoles dentro de la pajarera
donde estaba su madre desde la víspera. En total el enjambre
se redujo sólo a cinco pollos preciosos, lo que no estaba nada
mal. Acto seguido me metí al cuarto de las incubadoras sepa-
rado por un metro de pasillo de hormigón de la pajarera, me
trepé en la balda de hormigón donde se colocaban las bande-
jas de huevos y miré a través de la rejilla de ventilación, que
era mi observatorio escondido, al interior de la pajarera. Allí,
la verderona se afanaba en embuchar a sus hambrientos hijos,
alimentándoles con el huevo cocido machacado que le puse
en un comedero como si fuese su alimento habitual. A mí la
cara de felicidad me iba a durar más de una semana.
-¡No he visto un caso igual! ¡Vaya verderona más mansa!
¡Está cebando a sus hijos como si hubiesen nacido allí dentro!-
Ese día en la comida no hablé de otra cosa.
-¡Qué crees! ¿Que uno no sabe lo que caza?- Mi hermano
fanfarroneaba de lo lindo. -En cuanto la vi, lo pensé. ¡Si ésta
tiene crías, en cuanto las llame...!-
¡Calla!- le contesté yo. -Has tenido más suerte que Mele-
cio el del “Diario de un cazador”. ¿Te acuerdas de la frase?-
-¡Cómo no me voy a acordar! ¡”Aprovéchate Melecio, que
hoy estas con la “chorrina”!-
Esta frase, extraída del famoso libro de Miguel Delibes, la
usábamos a diario en la época de caza y pronto se abriría otra
vez la veda de la codorniz. Convenía por tanto ir desempol-
vando la frase por lo que pudiera ocurrir…
386
dantes bañistas de mi piscina pudiesen seguir disfrutándola
los días de calor.
La caza de codornices no nos defraudó un ápice y a mí la
captura y cuidados de las heridas, tampoco. Los últimos días
de agosto ya estaban ahí, llegaron como se marcharon los ven-
cejos, volando, y tuve que preparar el equipaje para seguir los
pasos de mi hermano camino del “matadero” de los exámenes.
Me había quedado pendiente de junio las matemáticas de Va-
dillo y, estaba visto, que en Torres era imposible estudiar con
tantas distracciones.
Mi hermano Gonza me precedió, ya que tenía más “tela
que cortar” que yo, y muy habituado a encontrar alojamiento,
a lo que le ayudó un Madrid desierto debido al calor sofocante,
recaló en una pensión de la calle Claudio Coello muy próxima
a la casa que utilizó la madre de Gustavo Adolfo Bécquer para
traer al mundo a su, en un futuro, famoso hijo.
El viaje de Torrelavega a Madrid, en el AVE de la época,
comenzaba con un aviso, para darle emoción…-“Tren correo,
con destino a Madrid, procedente de Santander va a hacer
su entrada por Vía 1ª Andén 1º- No había más trenes ni más
andenes, pero dicho así sonaba a Imperio en vez de a país
empobrecido intentando levantar cabeza, y al mismo tiempo
hacía parecer a Torrelavega una ciudad más importante de lo
que era en realidad.
En el convoy había categorías para todos los gustos y bol-
sillos: Primera, para los pudientes, Segunda, para los estudian-
tes que iban desterrados a Madrid, Tercera, para los que regre-
sando de Madrid y necesitados de efectivo, contaban en sus
casas que “en segunda se venía muy bien”… y se embolsaban
la diferencia entre lo que les costó el billete y lo que decían en
casa que les había costado.
También había billetes para los acompañantes que acu-
dían a despedir o a buscar a algún viajero, se llamaban billetes
387
de andén y había que pagarlos para acceder al andén, como
su mismo nombre indica, por lo que había pocos suicidios
de personas arrojándose a las vías, ya que estos billetes eran
bastante caros, hasta tres pesetas podía costar suicidarse y
una cosa es ser un suicida y otra muy distinta un manirroto
derrochador.
El ahorro conseguido con el cambio de segunda a tercera
era aproximadamente el equivalente a una cena y una comida,
pero sin necesidad de pasar hambre, aunque sí incomodidad.
Por último, estaban unos vagones inexpugnables protegidos
por un agente del ferrocarril, donde ningún estudiante, salvo
razones poderosas, osaba nunca poner sus pies. De su costado
colgaban unos carteles blancos que decían: Wagons Lits Cook
y por si a alguien le quedaba la más mínima duda sobre su
importancia, pintado sobre el verde oscuro del vagón se leía
en letras blancas: “DOS CARRUAJES, COCHES CAMA Y
DOS GRANDES EXPRESOS EUROPEOS”. ¡Como para
subirse!
-No os durmáis, -decían los veteranos a los novatos-por-
que si ahora os dormís, seréis despertados dos veces y después
no conseguiréis conciliar el sueño.
-¡A mí me van a despertar dos veces! Como alguien lo
haga habrá derramamiento de sangre- decía un voluntario que
no parecía muy de acuerdo con cambiar novia reciente por
libros de texto usados.
-¡Pues entonces veremos tu sangre por el vagón, porque
al revisor quizá le puedas, pero el otro trae pistola y te lo va a
poner dificilillo!- Sentenciaba el experto.
- ¿Quién va a venir con pistola?- El de la novia perdía
confianza por momentos.
-¡Cómo se te nota que eres de pueblo, chaval! En cada
convoy viaja un policía secreto que una vez que el revisor ha
comprobado que nadie quiere viajar de gorra y todos van pro-
388
vistos de su billete, pide uno a uno a todos los pasajeros su do-
cumentación… y espero por tu bien que no te hayas olvidado
en casa tu carné de identidad.- Esto lo dice para impresionar
a los novatos, que un poco de miedo puede evitar muchos
problemas.
-¿Qué me puede hacer si me pesca sin el DNI?-
Se le nota a la legua que, por si acaso, quiere estar infor-
mado.
-En principio nada, pero si quiere…todo- Ahora viene
el último acto que ya conozco pues lo presenciamos juntos
mientras íbamos después de los exámenes de junio en direc-
ción a Santander, para bajarnos en la Vía 1ª Andén 1º de To-
rrelavega- Con lo que iba a oír, no se le ocurriría hacer tonte-
rías en un vagón de RENFE en su vida, de eso estábamos los
dos seguros.
-Cuando volvíamos a casa el once de Julio, creo recor-
dar, estuvimos echando unos cigarros en el pasillo porque con
los nervios del regreso nos sentíamos incapaces de dormirnos.
Primero pasó el revisor, después el policía y a continuación
una moza de buen ver salió de un compartimiento a echar un
cigarrillo. Al poco rato, del compartimiento contiguo hizo lo
mismo un hombre que también se puso a fumar y enseguida
pegaron la hebra y comenzaron a charlar animadamente. Una
hora más tarde, nosotros seguíamos haciendo tiempo, pero
ellos se retiraron los dos al mismo compartimento, cosa cu-
riosa, pues viajaban en compartimentos separados. Otra hora
más tarde, cuando estábamos llegando a Valladolid, salió un
hombre del compartimiento donde había entrado la pareja
y se alejó por el pasillo. Cinco minutos después cuando en-
trábamos en la estación volvió acompañado por el “secreta”
y le señaló a éste último el departamento en cuestión, donde
acto y seguido el “secreta” asomó la cabeza y ¿sabes lo que
dijo?- hizo un segundo de pausa y continuó con la supuesta
389
voz del policía. -Ustedes dos, salgan inmediatamente fuera, es-
tán detenidos por escándalo público, se bajarán en la estación
a que estamos llegando que es Valladolid.- Y dicho y hecho.
No sirvieron de nada las disculpas del hombre, a pesar de que
juraba que sólo habían sido unos besitos inocentes, ni hicie-
ron mella en la decisión del “secreta” los lloriqueos del “cuerpo
del delito”, como llamábamos a la mujer los que presenciamos
la escena, entre otros motivos por desconocer su nombre…
¿Qué crees ahora que puede hacer contigo el “secreta” si se le
pone en los mismísimos c…?
390
carrera sabrás mucho de biología, aunque para encontrar un
trabajo... si tienes suerte, acabarás dando clase en un instituto
o un colegio. Podrás casarte y tener una familia, pero olvídate
de tener el tinglado que tienes ahora. En los institutos a los
profesores no les dan un chalet para vivir, ni les ponen un
jardinero para que se lo cuide. En el sueldo tampoco se esti-
ran demasiado... así que una pareja de canarios en el balcón y
poco más.- Mi padre hace una pausa y continúa -Si no tienes
tanta suerte acabarás Dios sabe donde… pero si estudias una
Ingeniería, como puede ser Minas, si así lo decides… Allí te
conocen todos los profesores que han dado clase a tus herma-
nos y algunos han sido compañeros míos como Abad, Pérez
Sáez, etc. Te encontrarás después con el inconveniente de que
las minas, salvo alguna excepción como ésta de Reocín, están
perdidas por los montes en lugares alejados... En cambio, In-
geniero de Caminos, que te lo oí insinuar alguna vez, puede
ser mejor que Minas ya que las obras civiles importantes casi
siempre están cerca de alguna ciudad, como consecuencia de
esto, la mayoría de los Ingenieros de Caminos viven en las ciu-
dades grandes o capitales de provincia... Ahora tú, decide.-
-Mañana te lo digo. Déjame pensarlo un día- contesté.
Sopesé pros y contras. Lo que menos me gustaba de Mi-
nas era que me conociesen todos los profesores y fuesen ami-
gos o compañeros de mi padre, porque me imaginaba lo que
podía ocurrir.
-¿Qué te ha suspendido Canseco? -¡Pero serás zoquete!
¡A ése se le aprueba con la gorra! ¿Ahora te han cargado la
Construcción? ¡Si es la asignatura más fácil de la carrera!... El
cachondeo familiar podría ser interminable si me dedicaba a
la holganza y reunía una nutrida cosecha de calabazas.
Por supuesto que Biología lo había descartado porque lo
que yo quería no era mezclar afición con profesión. Una cosa
era de donde saliese el dinero necesario para el hobby y otra
391
en qué historieta de animales me lo gastase. En pocas palabras,
quise ser independiente con mi afición…y tener suficiente di-
nero para desarrollarla.
Con esos datos, para mí que era de ciencias, el problema
tenía pocas soluciones y sin duda la primera a tener en cuenta
era la solución “Caminos”.
-Voy a matricularme en la Escuela de Ingenieros de Ca-
minos, aunque allí no conozca a nadie…- le dije a mi padre
fingiendo voz de pena.
-Caminos es duro. Vas a tener que clavar bien los codos
en la mesa, porque sobre todo el Ingreso se las trae.- Dijo
mi padre para animarme. -Pero es tu decisión y si consigues
ingresar…los de Caminos ahora, con todas las obras que se es-
tán acometiendo están muy solicitados, salen de la Escuela co-
locados y les están pagando auténticas fortunas. He oído, que
hay tal necesidad de Ingenieros de Caminos en las empresas
constructoras, que piensan “acelerar” a varias promociones,
para lo que van a reducir dos meses cada curso y un mes las
vacaciones, así en cuatro años hacen cinco cursos y consiguen
que de momento se solucione en parte el problema de escasez
de estos titulados.-
-A mí eso no me parece bien, porque si me tengo que
pasar dos veranos en las Milicias Universitarias y todo el curso
examinándome… ¿qué clase de vida es esa?- Protesté a la vista
de los nubarrones que amenazaban mi porvenir.
Mi decisión tenía una segunda parte que no mencioné
en ningún momento. Si se me daba muy mal el Ingreso en
Caminos, volvería a Minas, a terreno conocido, donde siem-
pre me mirarían con mejores ojos que a la larga compensaría
algún pitorreo que otro que pudiese derivarse, vía profesores
chivatos con enlaces con mis hermanos o con papá.
De aquel Selectivo de Minas del 62-63 recuerdo que fui-
mos a Caminos varios: Pajarón, Eugenio Ruiz González Priego
392
y algún otro. Pero enseguida me di cuenta de que lo que había
decidido no era nada original, pues junto conmigo, otros mil
trescientos alumnos más, habían tomado en esos días esa “sa-
bia” decisión... sumando a estos los casi mil repetidores y los
“libres”, que pasaban ampliamente de los quinientos, estaría-
mos matriculados en el curso de Iniciación cerca de dos mil
ochocientos en números redondos... por lo menos no me iba
a encontrar solo.
393
contrado una pensión de ensueño en Hermanos Miralles 16,
1º A, donde Feli y Marichu, las dos “patronas” navarras, nos
acogieron como a unos familiares venidos de lejos. Nos daban
de comer de locura y la casa tenía calefacción central... no se
podía pedir más viniendo de donde veníamos.
El grupo de los seis hospedados lo formábamos: Eduar-
do conmigo en una habitación, igual que el curso anterior,
Gonza y Chin Botella en otra y otros dos huéspedes antiguos:
don Marín Crespo y Rosi Garbisu, cada uno en su respectivo
dormitorio.
Pocas ocasiones me brindó ese curso de convivir con mis
animales, salvo mis escapadas a la Casa de Fieras del Retiro,
frente a la que cruzaba andando todas las mañanas camino de
la Escuela, situada desde siempre en el otro extremo del par-
que junto a la Cuesta de Moyano. Era en este parque donde
más conviví con la naturaleza. Allí veía al atravesarlo de punta
a punta cada mañana multitud de aves. En muy pocos días
me las conocía a casi todas, palomas torcaces, zuritas, pinzo-
nes, mirlos, petirrojos, picamaderos... hasta algún pico gordo
despistado, eran mi consuelo antes de enfrentarme a la cruda
realidad. Me dejaba perplejo ver aves que normalmente se ca-
racterizaban por un miedo ancestral hacia los humanos y que,
en cambio aquí, me permitían acercarme a ellas a unos pocos
pasos sin importarles para nada mi curiosidad hacia ellas.
394
humor era una ludópata del parchís... la enfermedad debía de
ser muy contagiosa y no estaba vacunado, pues llegue a jugar
contra ella, encerrados en la cocina, partidas “mano a mano”
hasta casi amanecer, ya que refugiarse en la cocina era la única
alternativa ante las quejas insistentes que nos llegaban a gritos
desde todos los dormitorios de la casa.
La habitación que compartía con Eduardo, dividida en
dos por una cortina granate que separaba zona de descanso
y zona de estudio, aunque cálida, no tenía color con la del
curso anterior. Era interior y daba a un patio estrecho por el
que apenas nos llegaba un poco de luz, era como vivir en un
subterráneo, siempre con la luz eléctrica encendida.
Feli nos compró una mesa de despacho con tapa de cris-
tal que era un auténtico lujo. El descubridor de la mesa fue
Eduardo y el que logró convencerla de la necesidad de la in-
versión, también, por lo que pensé en hacerle un merecido
homenaje. La habitación de Gonza y Chin era más pequeña y
más fría pero exterior y en ella tenía puestas mis esperanzas de
poder disfrutar de los vencejos en primavera.
La comida era sensacional, las tortillas de patatas de Ma-
richu podían servirse en el mismísimo Maxim’s de París y se-
guro que le habrían dado más renombre.
395
el cruce de Hermosilla. ¿Qué ocurría que todos gesticulaban
nerviosos? Acerqué un oído y lo que oí me dejó de una pieza.
-¡¡¡Han asesinado al presidente Kennedy!!! ¡¡Han asesina-
do al presidente de los Estados Unidos!!- Se decían unos a
otros.
Se me esfumó el deseo de chocolate con ensaimadas y de
charlar con la chavala de Formentor. Di la vuelta de inmediato
y me fui a escuchar mi radio Telefunken modelo Campanela,
por si las “flys,” que dicen los ingleses.
Ya había pasado un buen susto cuando la crisis de los mi-
siles de Cuba, que en España su peligro pasó inadvertido para
muchos, pero que a mí, a través de mi prima Ana, “la inglesa”,
trabajadora de la Embajada de EE.UU. y de donde no salió en
varios días ni pudo llamar por teléfono, me trasladó el peligro
vivido con toda su intensidad.
¿Quién mató a Kennedy? ¿Habrán sido los rusos? ¿Me
jorobarían las Navidades con unas bombas atómicas por aquí
y otras por allá? Fueron días de incertidumbre y preocupación
en que la tele dio las imágenes de cómo Jack Ruby se cepillaba
limpiamente de un disparo a Lee Harvey Oswald presunto
asesino del Presidente ante las cámaras de televisión y de mon-
tones de fotógrafos, con lo que le trasformó en un instante, de
presunto asesino, en fiambre sin “presunto”.
Todas estas y otras muchas imágenes del magnicidio,
quedaron grabadas en mi mente a fuego aquel otoño. Todo
lo demás vivido, quedó ensombrecido por aquel aconteci-
miento.
Mi prima Ana, en vista de tanto sobresalto, se fue a
trabajar más lejos del ojo del huracán, es decir, de la Em-
bajada de los Estados Unidos y se convirtió en la primera
empleada de una compañía que se acababa de establecer en
Madrid. Su nombre se haría popular en pocos años: Rank
Xerox España.
396
El invierno le pasamos “a lo oso”, o sea, hibernando.
Procuramos cada uno pasar desapercibido en nuestra Fa-
cultad, sin llegar a ser nunca “el más desapercibido” de la clase,
cosa peligrosísima que le ocurrió a un compañero, que logró
tal fama, que estuvo a punto de poner su mesa junto a la pi-
zarra de las veces que le preguntaban. Cuando un profesor no
quería molestarse ni en abrir la lista de alumnos decía -A ver
usted, el más desapercibido, haga el favor de subir al estrado.-
A ese lugar yo en concreto, cuando preguntaba algún profesor,
me daba pánico subir, quizás fuese injustificado, pero sumado
al madrugón diario, consiguió que más de una mañana me
quedase a hibernar unas horas junto al oso pardo de la Casa
de Fieras, que ya nos conocíamos de antiguo, en vez de sufrir
a los profesores preguntones que tiraban con bala y a dar, en
aquel sótano de la Escuela donde estábamos alojados los del
grupo K.
El cine, los paseos, la siesta y el parchís, cubrían suficien-
temente nuestras necesidades lúdicas a la espera de que nos
invitasen a una fiesta o reuniésemos el dinero suficiente para
invitar a una chavala a bailar, porque las chicas de la época
debían de haberse puesto todas de acuerdo y hecho un voto
conjunto de pobreza, pues nunca vi a una que sacase de su
bolso un monedero, aunque estuviese vacío.
Al comienzo de la primavera, con el aumento de la tem-
peratura, me sentí mejor en el subterráneo en que vivía y poco
a poco y cada vez con más frecuencia volví al bullicio de las
terrazas y cafeterías acompañado de algún amigo o hermano.
397
-Me parece de perlas y te agradezco mucho la informa-
ción… pero si el patrono se hace extensivo a los alumnos estoy
de acuerdo contigo, ahora bien, si es el de los Ingenieros, toda-
vía nos faltan unos diez años para que sea el nuestro, aunque
me parece muy bien comenzar a celebrarlo como se merece.
Por cierto, acabo de decidir hacer la especialidad de Puentes
y en esa semana voy a hacer unas prácticas: haré un puente
“de dos ojos,” me iré a mi pueblo el viernes anterior y volveré,
no el lunes siguiente, sino al otro, total nueve días…y voy a
intentar continuar con la especialidad todos los años que esté
en esta santa Escuela.-
398
de los edificios antiguos de Madrid. De cualquier forma, y
fuese cual fuese la causa, casi a diario algún vencejo come-
tía un error de cálculo y perdía un poco más de altura de la
cuenta en la boca del patio y dando giros sin poder remontar
terminaba en el fondo de éste sin remisión. Unas veces fui
yo mismo el que le vi, otras el portero que estaba avisado de
mi interés por ellos, sin embargo el resultado fue siempre el
mismo: un vencejo en mi mano, que a cambio de salvarle la
vida que estuvo a punto de perder por su torpeza, tenía que
hacer para mí un pequeño sacrificio que consistía en volar un
par de meses más, hasta que mudase las plumas en verano, con
la cola un poco más corta y pintado su plumaje con Blanco
España para que con la ayuda de unos prismáticos le pudiese
reconocer en pleno vuelo.
La pintura para esta “operación” se la pedía a Feliciana.
-¿Ya ha cogido otro de esos pájaros asquerosos que tanto
le gustan? Yo creo que usted los atrae y acabará convirtiéndose
en un bicho como ellos. ¡Con esas patillas que se ha dejado
crecer parece usted un chulo…! Los insultos bastante “fuertes”
pero con cariño los intercambiábamos con frecuencia, princi-
palmente durante las interminables partidas de parchís, pero
siempre, sin excepción, educadamente, con un “usted” por
delante.
Descubrir a uno de “mis” vencejos entre aquella masa que
volaba cada amanecer por la zona que dominaban mis ojos,
desde la pequeña terraza a la que se abrían las ventanas de
Gonza y Chin en un costado, y de Rosi en el contrario, era mi
reto diario, y muchas noches de aquel curso estudié dos horas
más de lo que me pedía el cuerpo para, durante otra hora, atis-
bar entre la multitud de siluetas negras, una de aquellas seis
que tenía la cola más corta, ya que la pintura blanca resultó
“de vida efímera” como el Neutrón y el Positrón, dos célebres
partículas atómicas por aquel entonces.
399
El curso tocaba a su fin y estábamos estudiando todas las
noches hasta el amanecer, porque a esas horas, con un silencio
absoluto y menos calor, la concentración era más fácil y las
ocasiones de huir de los libros eran prácticamente nulas.
Mi hermano Eduardo tenía un “coequipier” llamado Án-
gel Ortiz Moratalla. Para preparar cada asignatura, uno a otro
se preguntaban los temas y así se les hacía más llevadero. Es-
taban con las últimas asignaturas de sus respectivas carreras
y deseando acabar de una vez por todas. Yo iba en solitario
como el famoso “Llanero”. Para mitigar la calorina, los tres
bebíamos agua con mucha frecuencia.
El otro equipo compuesto por Gonza y Chin, acababan
de introducir un cambio significativo en su calidad de vida. Al
mediodía, nada más levantarse, uno de los dos, por riguroso
turno, se acercaba a una frutería próxima y volvía con dos
kilos de naranjas de zumo. Por la tarde las exprimían hasta no
dejar ni una sola gota de zumo y no paraban de trabajar hasta
que nada más quedaba una pasta seca de color amarillo, que
más parecía salvado de trigo, que pulpa de naranja. Acto se-
guido, guardaban el zumo extraído en la nevera, para que por
la noche estuviera bien fresquito.
-¿Nos invitáis a un vaso de naranjada?- les suplicamos con
nuestra mejor sonrisa, a ver si ablandábamos sus corazones. No
sólo no dio resultado, sino que salimos de su cuarto ofendidos.
-Si queréis naranjada ya sabéis lo que hay que hacer, la
cosa es así de fácil: se va al mercado, se compran las naranjas,
se exprimen, se meten en la nevera y se bebe el zumo fresquito
por la noche, como vamos a hacer nosotros ahora mismo…y
como dice don Marín, “el que no tenga zumo para beber…
que se joda.”-
Dos horas más tarde mientras estudiábamos, nuestros ce-
rebros como calderas a presión, buscaban sin cesar una solu-
ción a la “crisis de la naranjada”.
400
-Ya lo tengo- dijo Eduardo con voz inexpresiva, quitando
importancia a sus trascendentales palabras.-Vamos a hacer lo si-
guiente: Hoy por supuesto nada… para que se confíen, como
haces tú con los pájaros, pero mañana… iremos de visita el Mo-
ratalla y yo a eso de las doce y media, con la disculpa de hacer un
descanso y fumarnos un “pito” con compañía, hablaremos alto y
reiremos con ganas cualquier chiste por malo que sea, porque lo
que tú vas a hacer mientras tanto va a ser para partirse de risa.-
-¿Qué tengo que hacer yo que no me comprometa?- dije
preocupado porque me veía responsable.
-Tú, lo más fácil; mientras estemos allí, vas sigilosamente
a la cocina, coges una bandeja, una jarra y tres vasos, trasvasas
a nuestra jarra la mitad de su naranjada y la sustituyes por
agua bien fría de la nevera, no vaya a ser que cuando la tomen
nos descubran por la temperatura. En cuanto sintamos que
sales de la cocina, venimos zumbando a refrescarnos con la
naranjada, antes de que se caliente y no esté tan rica.-
Fue tan fácil como robar un bolso a una anciana de cien
años mientras dormía la siesta…
-¡¡¡Cómo está la naranjada!!! Hacía mucho tiempo que no
tomaba una tan rica y mucho menos tan barata- era la opinión
unánime de los tres cómplices… Pero una hora más tarde,
Gonza y Chin irrumpieron en nuestra habitación con cara de
pocos amigos.
-¿Qué os ocurre que traéis los dos esas caras tan largas?-
preguntó Angelito, al tiempo que volvía su atención al libro y
ponía su mejor cara de inocente, como si estuviese a punto de
hacer su primera comunión.
-Nada importante- el que contestó a Ángel fue Gonza.
-Pero Chin se ha cabreado porque le he llamado membrillo
por dejarse engañar como un idem y dejar a la frutera que le
cobrase por buenas unas naranjas que no saben a nada. ¡No he
tomado un zumo más insípido en mi vida!-
401
-Tienes razón Gonza, las fruteras van a lo suyo, no son
como las de antes, que su principal interés era hacer clientes
y mantenerlos. Ahora quieren como todo el mundo el dinero
fácil ¡Dinero! Eso es lo que quieren y no dudan en engañar al
pobre Chin por cuatro “gordas”- sentenció Eduardo.
-Pues ésta “va de ala” como las perdices, no la volvemos a
comprar una puta naranja mientras viva… Vamos a estudiar,
Chin, y olvídate de esa pájara que acaba de perder dos clientes
y nosotros perderemos la noche si seguimos dando vueltas al
asunto…- Y se fueron.
-Nano- así me llamaban mis hermanos a veces-, eres un
bestia, no se les puede mangar tanto zumo, porque si se dan
cuenta se van a desmoralizar por el poco sabor y van a dejar de
fabricar… y nosotros automáticamente de tomar. Por favor,
sé prudente, que en esta vida saber encontrar el equilibrio, es
de sabios.
Seguí el consejo de mi hermano mayor como era precep-
tivo, pero así todo, cuatro días más tarde, con la moral por los
suelos Gonza y Chin se “vinieron abajo” y dejaron de comprar,
de exprimir naranjas y de gastar dinero con poco provecho.
-¡Mira que te lo dije! ¡Mira que te lo avisé!- no dejaba de
insistirme Eduardo. Yo me defendía razonando.
-¡Es muy fácil decirlo, pero aquí somos tres y todos que-
ríamos un buen vaso de zumo, anda, resuélveme esa integral
triple!-
Visto que el tema estaba agotado y nosotros profunda-
mente arrepentidos, nos confesamos culpables. No agradecie-
ron en absoluto nuestra sinceridad y durante unos días entre
las dos habitaciones las relaciones fueron bastante tirantes.
Ahora el que se repetía era Angelito Ortiz Moratalla.
-No se puede, sin absoluta necesidad, “cantar de plano”,
sólo se debe hacer si hay pruebas irrefutables en tu contra
¿Qué hemos conseguido con eso?... Nada.-
402
-¿Y la cara que se les ha quedado? Aunque sólo sea por
vérsela, ha merecido la pena. Yo lo habría hecho aunque
no me gustase la naranjada y la hubiese tirado todas las
noches por el retrete…- Nos estuvimos riendo con ganas
y nos relajamos un poco cuando ya teníamos los exámenes
encima.
403
cisamente) y toda suerte de material prohibido. Otros, como
yo, descubrimos con horror que carecíamos de esa facultad
innata, lo cual era una desventaja manifiesta.
Personalmente lo descubrí en el examen de física, cuando
un compañero bien intencionado me dejó sobre la mesa un
folio arrugado con un problema que yo no sabía cómo resol-
ver y él sí, y que fui incapaz de copiar, cuando, consciente de
la velocidad a que me aumentaban los latidos del corazón, ele-
gí que era preferible un suspenso y seguir vivo, que un posible
aprobado con el riesgo de un fallo cardíaco.
404
-Y yo otro café con leche- sentenció papá. Cambiamos de
tema y descabezamos un sueñecito con el estómago lleno. Por
la tarde estábamos en el pueblo.
Papá nunca fue tacaño con nadie y menos aún con no-
sotros pero le encantaban las cuentas claras y exactas. Todas
las noches de su vida vaciaba el monedero sobre la mesa de su
despacho y hacía “caja” como si fuese el cajero de un banco.
No le servían los cuadres aproximados, tenían que ser exactos
hasta el último céntimo.
-Me sobra una peseta…- -Pues dámela a mí- le contestá-
bamos uno de nosotros al instante.
- Te la doy, pero no resuelvo el problema de caja porque
ahora tengo que apuntar, “una peseta a José Ignacio”… y me
aparece otra vez el descuadre. Además aprende una cosa, cuan-
do en unas cuentas te sobra una peseta, lo más probable es que
en realidad lo que ocurre es que te falten novecientas noventa
y nueve. Por eso es importante que las cuentas cuadren.-
-Me faltan tres pesetas- Papá comenzaba a repasar sus
apuntes de la libreta…
-Déjalo ya papá que yo te las doy-…
-No me sirve. Tendría que apuntarlas en los ingresos y
estaría otra vez igual que antes.-
-Toma papá los sellos que me encargaste- mi padre sacaba
el monedero y me “apoquinaba” el importe de los sellos. In-
tentar resistirse a eso era imposible.
405
con cuatro e ingresó automáticamente, caso excepcional. A
otros tres como a mí, nos tocó en la pedrea, a uno por barba,
los restantes 77, no rascaron bola en junio… y se comentaba
por la escuela que habían sido muy benévolos los señores Ca-
tedráticos.
Me sentí feliz de no estar entre los 77 infortunados que
no se habían estrenado.
406
Ante aquel espectáculo, repasé en mi mente mi experien-
cia con las decenas de codornices que había tenido hasta en-
tonces, unas cogidas de pollito, fruto de una crianza tardía y
que el levantamiento de la veda los hizo quedar huérfanos por
“accidente”, otros pollos más desarrollados, a los que un perro
veterano que se las sabía todas, los cogía vivos con su boca, sin
darles tiempo a echar a volar y nos los entregaba en la mano
para ahorrarnos un cartucho, y por último las alicortas, aque-
llas a las que una perdigonada mal dirigida las rompía sólo la
punta de un ala y había que optar por un sacrificio rápido o
por llevarlas vivas en un bolsillo, curarlas el ala en lo posible,
y mantenerlas vivas en una pajarera o gallinero cerrado. Yo
siempre me inclinaba por la solución del bolsillo…
De todas ellas, no más de tres llegaron a poner huevos,
y en un número tan reducido, que ante aquel espectáculo de
montañas de huevos me sentí un incompetente.
No pude evitar hacer la pregunta que bullía en mi ca-
beza.
-¿Dónde está el secreto para que estas codornices pongan
tanto y las mías nada?- pregunté a Armando. -No hay ningún
secreto, sólo que los chinos llevan cientos de años criándolas
y las han convertido en domésticas como tenemos nosotros
las gallinas. A ellos, que son muchos y pequeñajos, les van
mejor las codornices que ocupan poco, ponen mucho, casi no
comen y están riquísimas, porque las gallinas ocupan más y
comen más, y para un chino acostumbrado a comer habitual-
mente un poco de arroz, son más indigestas. Resumiendo, és-
tas son domésticas y de raza ponedora, y las tuyas son salvajes
y necesitan muchos años y mucha selección hasta que se las
pueda llamar domésticas y se comporten como tales.
Tras largas negociaciones y gracias a ir recomendados,
conseguimos comprarle cuatro en total: tres hembras un poco
peladas por la espalda a causa de los envites de los machos, que
407
continuamente las estaban persiguiendo para subirse encima
de ellas y las tres con “el huevo en el culo”, según nos aseguró
Armando, y un macho con mejor aspecto, porque las hembras
con ellos se comportaban de mejor manera. Armando sabía
mucho de codornices, de eso no había la menor duda, pero
de lo que sabía una enormidad era de negocios, pues nos hizo
“sacudir” por las cuatro, quinientas pelas como quinientos so-
les, el equivalente a cinco días de pensión completa a mesa
puesta y en Madrid.
De Corrales a Molledo de Portolín no hay más que un
paso y allí fuimos a Industrias el Rescaño a comprar un saco
de pienso especial que allí fabricaban y que hiciese posible
mantener viva la inversión que era la primera piedra de una
gran explotación de codornices. En esta ocasión no hizo falta
la recomendación de Armando y nos vendieron el pienso a un
precio razonable.
El primer día pusieron las tres, al siguiente sólo una y acto
y seguido dejaron de poner. Se declararon en huelga, y no de
hambre, porque comían lechuga como si fuesen conejos y con
el pienso no lo hacían nada mal. El cambio de local no les
gustó y, dejando de poner, manifestaron su desagrado.
-Que detenían la puesta estaba cantado. Cuando a una
gallina la cambias de gallinero deja de poner y muchas veces
hasta muda la pluma, más tarde reanuda la puesta, a veces tar-
dan más de un mes… las codornices son también gallináceas y
no tiene por que haber muchas diferencias con las gallinas en
cuanto a pautas de conducta.- La premonición de mi padre se
cumplió al pie de la letra y las cuatro casi al unísono comenza-
ron a tirar la pluma. Tuve que volver a Madrid al comienzo de
curso y abandonar a su suerte a mis nuevas protegidas.
408
tomarse un café en el bar de Aranda. Allí paramos como
otras veces a repostar.
Cuando tocó pagar y a la vista de la cuenta, papá pregun-
tó al camarero.
-¿Qué le debo?-
-Son…setenta pesetas-
Papá saca su libreta de apuntar los gastos, la abre y pasa
hojas hacia atrás, hasta encontrar lo que busca.
-¿Podría decirme cuanto cuestan: Una caña de cerveza,
una Coca-Cola, dos pinchos de tortilla, un bocadillo de ja-
món serrano, un bollo suizo, dos cafés con leche y un paquete
de Ducados?-
El camarero con cara de extrañeza, calcula mentalmente
y dice -Ciento veintiún pesetas señor.-
-Pues sume el paquete de ducados a la consumición de
hoy, porque hace tres meses, olvidó usted cobrarle cuando se
le dio a mi hijo.-
-Nos fuimos dejando tras nosotros a un camarero boquia-
bierto, con dificultades para comprender y... para cerrar la boca.
Mi padre era así. Su sentido de la justicia y de la honradez
era equiparable al del rey Salomón… aunque a veces lo llevaba
a tal extremo, que era contraproducente…
409
Mina. No tiene por tanto que agradecerme nada en absoluto,
por tanto que se las lleve cuánto antes.-
De nada sirvieron las observaciones del donante de que
aquellos crustáceos ya no tenían posibilidades de ser devueltos
al pescadero y mucho menos al mar. En total estuvieron en
casa poco más de una hora…
Ese sentido de la honradez lo mantuvo mi padre siempre
como dogma de fe. Ni un solo céntimo dejó de pagar a un
acreedor en toda su vida.
410
En la Escuela me encontré a gusto en mi nuevo grupo:
el N. Era un grupo de elegidos, todos teníamos en común el
haber aprobado una asignatura el año anterior, éramos veinte
menos que en el K y estábamos en el primer piso en vez de en
el sótano, lo que nos acercaba sensiblemente al bar situado dos
plantas por encima. Desde la ventana del aula que daba a un
patio veía gorriones en el alero del tejado, que ya era algo.
411
y todo ensartado en un palillo sobre una rodaja de pan frito.
¡Se tienen que vender como churros! El excedente de machos,
con las hembras que no necesitemos para ponedoras, directa-
mente a un restaurante, y si no conseguimos darlas salida así,
a la pollería con ellas. Cuando necesites pienso se lo dices a
Papá, y te lleva Ramón en el coche hasta el Rescaño, que ya
sabe dónde está; para distribuir el producto harás lo mismo.
Tú infórmame por carta de cómo marcha la cría, las ventas y
cualquier cosa que ocurra y consideres de interés.- Con este
tema bien organizado podía volver a mi calvario particular
más tranquilo.
412
No habíamos hecho más que meternos en el monte cuan-
do la “La” comienza a “cantar” una liebre, esto es, a perseguirla
aullando como si más que un setter fuese un sabueso, pero
esa era su costumbre. Inmediatamente oigo a lo lejos, a mi
izquierda, dos disparos y a la perra que sigue a lo suyo y en mi
dirección. Seguidamente otros dos disparos suenan más cerca
y con los mismos resultados, pues la liebre sigue corriendo y
la perra detrás.
Un disparo muy cerca, por donde está papá y la perra
comienza de pronto a aullar de dolor de forma muy diferen-
te. La liebre se presenta corriendo delante de mí y la abato
de un fácil y certero disparo. Con la liebre muerta, corro a
ver porqué aúlla la perra. La encuentro tendida en el suelo y
sangrando abundantemente por la cara y las manos, papá está
junto a ella y en ese momento, Isaín llega a la carrera desde el
lado opuesto.
-¿Qué ha ocurrido?- pregunto mientras miro a la ensan-
grentada “La” tendida en el suelo y a su dueño junto a papá
con cara ambos de desolación.
-Un accidente- dice papá. -He tirado a la liebre desde allí
y la mala suerte de que por el otro lado de la mata cruzaba la
perra en ese momento y la he acertado de lleno. En cambio, a
la liebre ni la he tocado.-
-De esa me he encargado yo- le digo para que no piense
que la culpable se ha ido de rositas. En estas, entra en esce-
na Anfiloquio, el lugareño que a cambio de una propina nos
acompaña y hace de morralero, cargando con las liebres que
pesan como plomos. Al ver lo acontecido se descuelga la bota
de vino, apunta con ella a la perra y comienza a lanzarla un
chorro interminable al morro, la cabeza y la boca, donde el
pobre animal ha recibido la perdigonada.
-Don Gonzalo, no se preocupe usted, que esto que hago
es muy bueno. Que en una ocasión mientras araba, tiré una
413
piedra hacia atrás y di un cantazo en mitad de la frente a mi
señora. ¡Cómo sangraba la pobre! ¡Creí que la había matado
porque calló redonda en mitad del barbecho! Como no tenía
con qué limpiarla la lavé así, con vino de la bota, y se salvó. El
doctor me dijo que hice muy bien porque el vino tiene alcohol
y “desinfeta”.-
La pobre “La” también se salvó. Perdió una de sus muelas
destrozada por un perdigón, estuvo coja un mes pero olvidó
todo y siguió cazando sin temer al ruido de los disparos.
Nosotros allí mismo dimos la vuelta, cogimos el coche y
a casita con mi liebre y la perra herida. A las once y media de
la mañana estábamos entrando por la puerta de casa ante la
mirada estupefacta de mamá.
414
El siete de enero, a punto de reemprender el regreso a los
libros, a las nueve de la mañana comenzaba a instalar en un
prado, junto a un arroyo, a mi camachuelo, y junto a él, dos
arbolitos, uno a cada lado, con “varetas” recubiertas de liga.
Primero corté los matojos adecuados, después los podé
hasta dejar pequeños muñones y por último uní a estos las
varetas aprovechando una especie de manguitos de tallos
huecos de cardo. Estos manguitos sujetan lo justo la vareta
en posición correcta. Si un pájaro se posa en ella para curio-
sear quién es el que desde allí le llama, la vareta cede con su
peso, doblándose por la unión. El pájaro, al volar, sorpren-
dido por la poca resistencia de su posadero, tropieza con las
alas en el pegajoso palito haciéndole caer y se queda pegado
a él. Esta es la teoría, pero la iba a poner en práctica por vez
primera.
Cuando, con todo dispuesto, me encaminé a mi obser-
vatorio, no sé como, metí mi pie derecho en un agujero y
escuché un “trisquido” al tiempo que un dolor conocido y de
triste recuerdo, subió implacable por mi pierna.
A duras penas llegué al observatorio donde me dejé caer
mareado. Sabía lo que me esperaba y que difícilmente saldría
solo de aquel lugar. Miré el reloj, las diez, tenía casi cinco
largas horas de espera hasta que Ramón, el chofer, dejase a mi
padre en la oficina y volviese a buscarme al apeadero del tren
donde me dejó. Mientras tanto sólo podía esperar. Cuando se
aproximase el momento, ya vería cómo me las arreglaba para
recoger los bártulos y arrastrarme hasta las vías. Desde allí,
si no me ayudaba nadie, me quedaba una buena tirada para
“disfrutar” del campo.
A las once escuché a mis espaldas la llamada inconfun-
dible de un camachuelo. Un minuto después vi su mancha
blanca sobre su cola pasar junto a mí e ir derechita al lugar de
su cita. En cuanto se posó en una vareta, ésta se dobló y, echo
415
un lío, con dos varetas más que se llevó por delante, cae el ave
al suelo junto a la jaula del reclamo.
Me levanté como pude, me sujeté el pie hinchado como
una bota con mi mano derecha y eché a correr a la pata coja
como nunca pensé que pudiese hacerlo.
Hasta que no estuve nuevamente tumbado en el suelo no
me acordé del dolor, que recuperó con creces su intensidad. A
pesar de ello, metí a la preciosa hembra recién capturada den-
tro de un calcetín viejo, saqué su cabeza por un agujero, di un
nudo detrás y la guardé en mi bolsa de campaña.
Una hora después capturé de la misma forma a un ma-
cho. Ya tenía suficiente, y recoger en mi situación, me iba a
llevar tiempo.
A la una y media me tumbé a la orilla del camino junto
a las vías del tren .El esfuerzo de dos viajes a la pata coja, para
trasportar todo desde su emplazamiento hasta allí, me dejo
exhausto.
Una hora más tarde me saca de mi sopor el ruido de una
moto que se detiene ante mí sorprendido de encontrarme en
aquel lugar y de aquella forma.
-¿Te ha arroyado el tren?- me pregunta, pensando que si así
fuera, estaba ante un milagro, porque tenía el cuerpo intacto.
-No, me he desgraciado un pie, eso es todo y he llegado
aquí medio arrastras, medio a saltitos a la pata coja, pero no
puedo seguir y he quedado en que me recogerán dentro de unos
minutos en el apeadero que está a un kilómetro de distancia.-
-¿Podrás subirte en el trasportín de la moto?-
A falta de algo mejor, me subí, y con el pie colgando,
llegué al andén. El resto del equipo llegó en el segundo viaje,
gracias a la inestimable ayuda del motorista.
-A las dos y media o tres menos cuarto vendrá un coche de
la mina de Reocín a buscarme. Muchísimas gracias por todo- le
dije para que siguiese su camino sin preocuparse por mí.
416
A las tres y media comencé a pensar que se habían olvida-
do de mí. A las cuatro tuve la seguridad y cuando hacía señas a
un labriego, que en un prado cercano extendía estiércol, para
ver si pedía socorro por mí, apareció el coche con Ramón. Me
encontró sentado en el suelo.
-¡¡Ya era hora!! ¿Qué pasa? ¡No podías haber elegido me-
jor día para dejarme tirado!-
-¡Que más quisiera yo que haber venido y librarme del lío
que he dejado atrás! Hace unas horas se ha hundido la Mina
de Reocín, se han caído un montón de casas del pueblo y, por
suerte, y porque tu padre al ver que aumentaban los ruido de
desprendimientos de rocas en el interior, prohibió la entrada a
la mina del turno del relevo, no ha habido un montón de muer-
tos. Por lo que sé, sólo hay un herido con una pierna rota.-
-Pues aquí tienes otro. Llévame al Hospital que tengo un
pie hecho polvo.-
Por el camino me contó todo lo que sabía. La rotura del
techo de roca de la mina, de trescientos metros de espesor,
produjo algo muy parecido a un terremoto. Parte de las casas,
las construidas sobre roca, recibieron la onda sísmica y se des-
plomaron. Las que estaban construidas sobre arcillas, la elas-
ticidad de éstas amortiguó el golpe como si fuese una goma y
no sufrieron desperfectos.
Cuando me metieron en camilla en el Hospital de Hino-
jedo, ya que el de Reocín estaba reservado por si se presenta-
ba algún caso grave, todos los presentes me hacían la misma
pregunta.
-¿Dónde te cogió a ti el hundimiento? ¿Qué te ha pasa-
do?-
-Estaba “pescando” pájaros en San Pedro y me he desgra-
ciado el pie en un agujero.-
Algunos me miraban con extrañeza pensando que el hun-
dimiento me había trastornado y decía incoherencias por ello.
417
El viaje a Madrid se pospuso una semana que la pasé en
cama y escayolado, junto a mí, en un jaulón, encima de una
mesa, una pareja de camachuelos recién capturados aprendie-
ron a comer semillas, desconocidas para ellos hasta ese mo-
mento, y pude seguir su evolución de sol a sol, sin perderme
de ella un solo segundo.
418
En Mayo, - decidí con tiempo- me escaparé unos días
aprovechando al patrono y conoceré a esas dos joyas. La crian-
za por lo demás marchaba de acuerdo con lo previsto.
419
da nos dimos cuenta de que nuestros cálculos fallaban por
varios puntos importantes: ¿Qué hacer con los machos que
inevitablemente nacían junto a las futuras ponedoras? ¿Cómo
aumentar la venta de huevos que estaba estancada en 10 do-
cenas semanales? Si a estas dificultades le añadimos que, cua-
tro meses más tarde, Conchi se iba junto a Marisa a estudiar a
Madrid… dejamos de incubar huevos y lentamente, la granja
sin futuro, languideció y se extinguió dejando como prueba
de su existencia unas pocas jaulas con cada vez menos codor-
nices, que ajenas a los problemas surgidos se afanaban día tras
día, en cumplir con su deber de poner un huevo cada una
todas las mañanas.
420
un ambiente de euforia, que aumentó considerablemente con
unos “tintos” que tomamos en los bares de la zona.
A la hora del partido aquello era una fiesta y nadie duda-
ba del resultado final. Bosio y Martín, los piteros de Reocín
le daban al pito y al tambor como nunca a pesar de sus años,
yo les conocía y al son de sus aires montañeses y ayudados por
la bota de vino que compartíamos, accedimos a las gradas del
estadio dispuestos a dejarnos respectivamente: la piel yo, los
pulmones el pitero y los brazos el tamborilero de tanto tocar.
El partido comenzó y no tardó en torcerse con un gol en
contra. Arreciaron los ánimos que intentábamos dar al equi-
po, y por nuestra parte y para levantar el ánimo, también arre-
ció el darle a la bota de vino.
Próximo el descanso, Alciturri, extremo derecho de la
Gimnástica, se interna por su banda y cuando va a centrar
hacia el delantero centro, inmejorablemente situado, es zan-
cadilleado por el defensa contrario, cayendo al suelo dentro
del área.
-¡¡¡Penalti!!!- Fue el grito unánime que salió de las gargan-
tas de los que en la grada y muy cercanos al caído Alciturri,
presenciamos aquella guarrada de zancadilla.
El árbitro, sin dudarlo un instante, expulsó al defensa del
Badajoz, pero no le sancionó con la máxima pena, dejándolo
en simple falta al borde del área.
En ese instante se levanta Alciturri y se encara con el de-
fensa expulsado y le dice algo que sabe de su madre, le ame-
naza o le da un golpecito cariñoso para que se vaya más rela-
jado a la caseta, no recuerdo con exactitud lo ocurrido, pero
sí recuerdo, como si lo estuviese viviendo, lo que sucedió a
continuación… El colegiado expulsó a Alciturri, sin duda el
mejor de nuestro equipo.
En ese momento, todos recordamos muchas cosas de la
familia del árbitro y se las gritamos bien fuerte, para que le
421
llegasen a sus oídos…aunque el día era soleado algo de líquido
refrescante cayó sobre mí, a lo que no le di la menor impor-
tancia y continué gritando adjetivos variados con todas mis
fuerzas.
De pronto, quedé sorprendido de ver como en aquella
grada atestada, donde minutos antes no cabía uno más, se ha-
bía hecho un hueco a mi alrededor, del que yo con mi camisa
blanca para que se me distinguiera bien era el centro, todos los
de la grada excepto yo estaban en silencio e intentando alejarse
de mí como si fuese un apestado. Frente a mí, seis policías
armadas, “grises” coloquialmente, me pedían que por favor
les acompañase. Descendí los cuatro peldaños de asientos y
me acerqué a ellos, por detrás también se acercó Javier Acha,
hermano de Julio, y a uno de los policías, de forma muy res-
petuosa, comenzó a contarle lo que había ocurrido.
-Mi general, este chico no ha sido el que le tiró la cerveza
al árbitro que…-
El agente no le dejó ni terminar de hablar y le interrum-
pió de mala manera.
-Tú también, acompáñanos.-
Escoltados por los agentes salimos del estadio en direc-
ción a la enfermería donde nos encerraron y se quedó el agen-
te antipático vigilándonos. No quiso tan siquiera ni darnos un
cigarrillo, sólo nos habló para fastidiarnos.
-Le acaban de meter otro gol a vuestro equipo- Fue todo
lo que habló durante el descanso y el segundo tiempo del
partido que le pasamos tumbados cada uno en una camilla.
Cuando se aproximaba el final del partido, nos trajeron a otro
vecino del pueblo para que tuviésemos con quien hablar.
Al terminar el partido, varios torrelaveguenses importan-
tes, encabezados por Paco Cayón, corresponsal de prensa en
Torrelavega, vinieron a sacarnos de la enfermería y del atolla-
dero en que nos encontrábamos.
422
-¡Así se lucha!... Pero cuando veas que alguien tira una
botella al árbitro, aunque haya sido otro y no acierte en el
blanco como en esta ocasión, hay que disimular y no seguir re-
cordando al árbitro sus orígenes. ¿Lo has entendido? Tomad,
un puro para cada uno por vuestro apoyo incondicional al
equipo. ¡Lástima de resultado! Bueno, otra vez será.-
Salimos en olor de multitudes con los puros encendidos
y dispuestos a terminar el día defendiendo a la tierruca…por-
que aquel día intenso, no había terminado.
423
nales a ver padres, familiares y otros seres vivos y a procurar
que el tiempo trascurriese lo más rápido y con el mínimo su-
frimiento posible; un problema tan difícil de resolver como
los que me pusieron en junio. Consecuencia, como a otros
muchos, me suspendieron las tres asignaturas y ya se sabe, mal
de muchos… epidemia.
Para complicar aún más las cosas, un nuevo plan de es-
tudios: “El Plan 64”acababa de comenzar y nos convertía a
los del anterior Plan, el 57, en reliquias a extinguir. Fue el
ministro Villar Palasí el promotor de éste Plan nuevo, llamado
cariñosamente, Plan Yeyé (Por las letras de las canciones de los
Beatles) y... Plan Talidomida2, porque según muchos, no tenía
ni pies ni cabeza.
A ninguno de mi Plan, el 57, le hizo la menor gracia,
ya que desaparecía el ingreso, nuestro suplicio, y los nuevos
estudiantes comenzarían en primero ahorrándose años y sufri-
mientos sin cuento. De ahí que, un examinando de mi plan,
durante un examen en que no se le ocurría nada que poner en
el papel, desahogase su frustración escribiendo sobre un table-
ro de una mesa de examen, refiriéndose a los de la “competen-
cia” del Plan 64, una bella composición que comenzaba así:
424
gran sala de exámenes o por alguna razón del subconsciente,
el resto de los versos permanecen perdidos por algún lugar
remoto de mi cerebro. Supongo que el autor anónimo fue
suspendido con toda probabilidad en aquel día de gran creati-
vidad y profunda inspiración.
425
pesetas. Poco después, a través de un anuncio por palabras que
encontró en un periódico, se compró dos perras setter irlandés
hermanas, Mina y Selva, con estos tres especímenes comenzó
a poner un criadero de perros con el nombre (Afijo) de “El
Puente Blanco”, eligiendo este nombre del puente que cruzaba
por encima del río Besaya, muy cerca de nuestra casa familiar.
Estos comienzos en el mundillo canino le sirvieron para
conocer a otro criador, Álvaro García Andrade, que estaba a
punto de abrir una pajarería de nombre Kenia en la calle Ge-
neral Mola nº 116.
Enseguida me le presentó y comenzamos una relación co-
mercial. La pajarería abrió sus puertas con todos los pájaros de
su interior nacidos en mis instalaciones. Meses después añadí
hámsteres a mi producción y esperábamos ser durante mucho
tiempo clientes el uno del otro, a la vez que proveedores.
Visto el éxito inicial de la pajarería Kenia con mis su-
ministros, aumenté y diversifiqué mi producción. Llegué casi
a vivir de los “diamantes”… unos pajaritos australianos que
criaban como máquinas y que su nombre común era, “dia-
mantes”… mandarines, diamantes de babero, diamantes mo-
teados… y también Tórtolas… “diamante”. Además de éstos
criaba periquitos, codornices enanas de china, (en las que ha-
bía invertido seiscientas cincuenta pesetas en una pareja en la
pajarería Infantas y otras mil cien pelas en otra pareja preciosa,
de un color plata nunca visto, que compré a un importador, lo
que me obligó a pasar privaciones durante dos meses). Háms-
teres y Faisanes completaban la base de mis suministros… y
unas parejas de canarios producirían en un futuro un aumen-
to sustancial de mis ingresos, con los que me daría el capricho
de comprarme otras parejas diferentes de aves.
426
Domingo de la Calzada hasta después de San Isidro, que para
mí era un puente fácil de hacer, o bien tendría que cambiar de
santo patrono con consecuencias imprevisibles. Basándome en
el refrán de que: “más vale malo conocido que bueno por cono-
cer” y puesto que este curso ya no tenía derecho a matricularme
oficial y sólo tenía que ir a la Escuela a examinarme… me incli-
né por pasarme las mañanas en la academia Polo situada en la
calle Arenal, donde aseguraban que se aprendía mucho en poco
tiempo y a un precio razonable. Allí, junto a otros muchos en
mi situación ocupé las mañanas. Las tardes las dediqué a estu-
diar metido en mi cueva olvidando incluso a los vencejos.
El caso del dueño de la academia era una fiel represen-
tación de cómo tiraban con bala en la Escuela de Caminos.
Polo tenía una academia y no había acabado la carrera por
algún problemilla sin importancia con una asignatura; la puso
para vivir mientras éste se resolvía y a mi juicio además de
buen profesor sabía de empresas, pues creo que su negocio,
con la ayuda inestimable de los profesores de la escuela que
nos suspendían sin compasión, (aunque en muchos casos no
sin razón). Con tanta carne de patíbulo marchaba la academia
a la sazón viento en popa.
427
-Si la punta es buena y el bolígrafo de calidad, tiene que
escribir fiel y obediente a la mano que le guía.- Frenada en
seco y me acercaba a ver el arte desplegado por el vendedor
de bolígrafos.- Mire usted caballero y compare, ¿Qué cuanto
vale esta maravilla? Prácticamente se lo regalo, si compra uno
le cobro diez pelas, si compra dos dieciocho…pero si compra
cinco caballero, por ser usted, se los doy los cinco en treinta
pesetas… aunque pierdo dinero.-
Cuando había suficiente público acumulado alrededor,
había que mirar con atención para intentar adivinar quién era
“el gancho”, lo que no resultaba nada fácil.
En eso, uno del público daba el primer paso, y adelantan-
do la mano con treinta pesetas bien a la vista…
-Haga el favor, déme cinco- decía el “lanzao”.-
Instantes después, parte de los del público, perdida la ver-
güenza de ser los primeros hacían su compra.
Pero yo me pegaba a rueda del primer comprador, que
bajaba las escaleras del metro de Banco, cruzaba al otro lado
de la calle de Alcalá, encendía un cigarrillo, daba unas chupa-
das y volvía a desandar el túnel bajo la calle, para volver junto
al que decía en ese momento…
-…Tiene que escribir fiel y obediente a la mano que le
guía- y vuelta a empezar.
Pero de vez en cuanto venía un “revientanegocios”. Con-
cretamente yo tenía un conocido especializado en eso. Cuan-
do el “gancho” decía:
-Haga el favor, déme cinco.- Mi amigo, el “revientanego-
cios”, se ponía a dar voces.
-¡Hay que ver lo que le han gustado a este señor los bo-
lígrafos! ¡Es la tercera vez que vuelve a por más, después de
fumarse un cigarro en la acera de enfrente!-
Todo el público se largaba y los vendedores le ofrecían de
todo al que les había estropeado el negocio.
428
Pero había más y original.
-¡Caballero, tiene ante usted el movimiento perpetuo y
sólo por cinco duritos de nada!- decía otro vendedor de im-
posibles. Delante del cual, en un balde de plástico azul, un
pequeño barquito incansable daba vueltas y vueltas sin dete-
nerse. En su interior una pastilla de carburo cálcico, u otro
productor de gas, hacía el milagro de impulsar la nave.
Pero a veces trabajaban dos en equipo, como con el mu-
ñeco saltarín, que obedecía a la voz de su amo, dando saltos,
vueltas de campana y mil volatines, que diría Ota.
La gente de pueblo que merodeaba por la zona quedaba
como hipnotizada, pero los de la zona conocían el truco… apo-
yado su costado en la pared a dos o tres metros de distancia del
muñeco, con un bolso negro en el suelo junto a ella, una vieja
pasaba desapercibida y ni pestañeaba tan siquiera. Ella era la
artífice del milagro, con un hilo negro prácticamente invisible,
hacía danzar al muñeco como si este obedeciese a la voz huma-
na. Aunque pocos, había “revientanegocios” con la suficiente
mala leche como para interponerse entre la vieja y el muñeco,
pisar el hilo y jorobarles la venta de semejante prodigio.
Para sobrevivir, algunos recurrían al sablazo directo al
viandante. Elegían, eso sí, a una víctima de determinadas ca-
racterísticas de edad, aspecto y cara bondadosa y sobre él se
volcaban con la tristeza más profunda en su rostro.
-Perdón caballero, pero tengo un problema muy grave
que si usted me ayuda se lo agradeceré eternamente.- Así co-
menzaba el ataque un joven con aspecto de estudiante.
-¿Qué te ocurre y en qué te puedo ayudar?-
-Me acabo de enterar que mi abuela se está muriendo y
vive en Carabanchel y no tengo dinero para un taxi, o mejor
dicho, me faltan quince pesetas, si usted me las presta le pro-
meto que se las devuelvo en la dirección que usted me diga
esta misma tarde.-
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-Toma las quince pelas y lo siento. No te molestes en de-
volvérmelas, hoy por ti y mañana por mí.-
Pero el susodicho tenía tan perfecto el retrato robot de su
victima, que dos meses después, ataca con la misma excusa a la
misma victima, concretamente a mi hermano Eduardo.
-¡Macho! Hay que ver lo que dura tu abuela y lo que de-
bes de gastar en taxis, porque hace dos meses que me contaste
la misma batalla.-
El atacante salió por pies a ver a su abuela.
Pero aunque parezca increíble en una ciudad como Ma-
drid, por tercera y última vez inició su ataque sobre Eduardo,
que al verle acercarse recordó la cara y sólo le permitió decir,
“perdón caballero”…
-¡Tendrás cara! Voy a tener que ir a rematar a tu abuela a
ver si así dejas de perseguirme! ¡Vaya morro tienes! Introduce
alguna variante o vete a Barcelona, porque la próxima vez que
te acerques a mí, se lo digo a un guardia.-
430
minos y sí para otros estudios, en junio me había matriculado,
me había examinado y había obtenido un notable en dibujo
en la escuela de Ingenieros de Montes…por lo menos tenía
una dirección por donde huir.
El dibujo en Caminos era para visto. El examen duraba
un día entero y constaba de cinco a siete láminas “contra re-
loj”. Sólo sobraba tiempo para fumar un cigarro a los que por
darse ya por suspendidos, recogían sus bártulos y se iban a
casa echando pestes. Un tintero de tinta china caído sobre la
lámina en que se estaba trabajando, podía ocasionar la caída
al abismo del cambio de estudios. Una mala interpretación del
problema, una equivocación en la escala o un mal acabado en
los dibujos a tinta o la rotulación defectuosa, podían restar un
punto y el dibujo se aprobaba con cinco y se suspendía con
cuatro con nueve. Una lámina no entregada era el suspenso
seguro y definitivo. Con esta bonita perspectiva me examina-
ría en septiembre, si suspendía, cuatro años de destierro, no
habrían servido nada más que para mirar vencejos.
431
me ha dicho que estás suspendido, porque no has entregado la
tercera lámina del examen. Te van a faltar así dos puntos para
el aprobado.- La cara de mi padre era de desolación pero ve,
inexplicablemente en mí, aparecer un brillo de esperanza al
escuchar sus últimas palabras.
-Llama ahora mismo a Pedro Luis y dile que haga el favor
de decirle a Palencia que encuentren esa lámina como sea,
que juro que la he entregado y que es una de las mejores que
he hecho en mi vida… que comprenda que no soy tan tonto
como para aguantar en el examen cinco horas más, sabiendo
que sin una lámina estoy más suspendido que Carracuca.- A
partir de ese momento las noticias van y vienen por el teléfono
a tres bandas, como si fuese una partida de billar.
-Dice Palencia que la están buscando pero que son cerca
de cuatro mil y que llevará tiempo… Todavía nada-…
-¡Ha aparecido!... ¡¡¡Estás APROBADO!!!-
Eran las diez y cincuenta y dos minutos de la mañana
del veintisiete de septiembre de 1966. Ese mismo día, pero
once horas más tarde, minutos antes de las diez de la noche
contemplaba extasiado a un precioso bebé recién nacido, con
los párpados pintados con mercurocromo y un color y aspecto
de la piel sonrosada de la cara, tan bonito, como no recordaba
haber visto en ningún cachorro o pollito de ninguna especie
hasta esa fecha. Era la primera hija de mi hermano Eduardo
y mi primera sobrina, Elena, la niña recién nacida más guapa
que yo había visto hasta esa fecha.
Todos los días deberían ser como aquél.
432
O el Ministro de turno recapacitó, o le hicieron recapa-
citar, o su hijo no había conseguido ingresar en la sexta con-
vocatoria y quería reengancharse, o tuvo un ataque de locura,
pero el caso fue que dieron a todos los que les quedaba una
asignatura, y no recuerdo si a los de dos también, una séptima
y última oportunidad. Una convocatoria de “gracia” en la que
se dobló la promoción poco más o menos. Nadie se dio en
principio cuenta de las consecuencias, salvo uno con vocación
de adivino que dijo:
- Esta convocatoria… de “gracia” no ha tenido nada. Nos
las van dar hasta en el carné de identidad… A los que ahora
están en tercero los han acelerado, pero a nosotros… nos van a
“Desacelerar… pero bien desacelerados”… y si no, al tiempo.
Además nos dejan sin recursos; con el plan anterior al nuestro
sin límite de convocatorias, podías aplicar aquello que decía
un veterano: “Antes se cansará el catedrático de examinarme
que yo de presentarme”, pero ahora, en cuanto lleves arras-
trando una asignatura un par de años, te juegas que te pongan
en la calle como a un desgraciado cualquiera que no pague un
alquiler. Antes daba gusto, podías pasarte aquí la vida si ese
era tu deseo, como hizo uno que conocí que era amigo de mi
hermano, que cuando le dijeron en una ocasión lo difícil que
era ingresar en el plan antiguo (anterior al 57), en el que lle-
vaba once años intentando ingresar sin conseguirlo, contestó
muy serio- “¡Qué me vas a decir a mí, que llevo once años de
carrera!”-
433
materias a examinarnos, pero sin la herramienta de mi amigo
Damocles a la vista, volví a necesitar estar en contacto con
animales.
Desde el primer momento comencé a notar que aquello
no iba a ser el camino de rosas que esperábamos. Enseguida
me di cuenta de que habría en él pocas rosas y muchas espi-
nas.
Continuaban pasando lista, preguntaban en clase con
bastante mala leche por cierto, y cuatro grupos eran muchos
para que acabásemos todos al mismo tiempo.
Sufriendo y penando llegó el puente de la Inmaculada y
la tarde del siete nos lanzamos a la calle con toda la alegría de
nuestros veintiún años.
No sé por qué razón ni adonde íbamos, pero nos encon-
trábamos bajando por la calle Doctor Esquerdo cuando en la
acera bastante maltrecha, metí el pie donde no debía, y por
tercera vez en menos de cinco años, un chasquido familiar, me
indicó que lo mejor en mi caso era volver a casa en taxi, ya que
era más cómodo que reptando, meterme en la cama cinco días
y a partir de ahí, siguiendo el consejo de un médico, vendarme
el tobillo todos los días antes de salir de casa o usar unas botas
que me sujetaran el pie, pues mis ligamentos estaban como los
cristianos en la época de Nerón: “para los leones”.
A los pocos días de comenzado el segundo trimestre y
al comenzar la clase de don Luis A., un catedrático mayor y
con aspecto bonachón, ocurrió un suceso que puso a todo el
mundo en su sitio y fue más o menos así:
- Sr. Martínez, haga usted el favor de subir al encerado-
Automáticamente el alumno que no tiene ninguna treta
preparada para ese día, descarta hacer el submarino, y como
no está incluido en la lista de cinco excusados que se supone
tienen un motivo poderoso y personal para no haber estudia-
do la víspera (como por ejemplo haber estado hasta las tantas
434
con una chica), no le queda otro remedio que ponerse en pie
y dirigirse hacia el estrado con la inocencia de aquel que van
a fusilar y cree estar participando en una obra de teatro. En
el momento en que don Luis posa sus ojos en él, su habitual
expresión bonachona se convierte en un instante en expresión
de cabreo manifiesto; sin llegar a preguntarle nada en concre-
to, comienza con lo que a todos nos parece un delirio pero que
por lo visto no lo es.
-Pero… -titubea un instante-, ¿será posible semejante
desvergüenza? ¡No he visto una cosa igual en mi vida! Haga
el favor de marcharse de mi clase Sr. Martínez.- Martínez se
mira el cuerpo en busca de un cartel subversivo o similar y
no encuentra nada aparentemente fuera de lugar y permanece
indeciso en la pizarra. Pero don Luis lanza el ataque definitivo
-Le he dicho, señor, que abandone mi clase para siempre. No
volverá a entrar a ella, ¿queda claro? ¡Venir a mi clase sin cor-
bata! ¡Qué falta de educación!- Martínez, cabizbajo, abandona
la clase camino del destierro como el Cid Campeador, pero
sin ningún caballero que le consuele.
435
Esta asociación tenía una cosa muy interesante: habían
conseguido que el Corte Inglés les cediese una zona amplia
donde a finales de Enero organizaban una exposición, y a
cambio de un quince por ciento que se quedaba “la casa,”
vendían sus pájaros al doble de lo que obtenían por ellos en el
Rastro. El negocio era redondo y yo allí, di salida a mis exce-
dentes y a alguno más.
Mi tío José, marino mercante, me había traído un loro
gris de Guinea que era tuerto, fiero y gritón como para acabar
su dueño en el psiquiatra. Al no tener ningún interés en ter-
minar yo allí puse al loro en venta en la exposición, en tres mil
pelas de nada. En cuanto vio al loro un “pajaritero”, al que yo
apodaba el ornitólogo, me dijo.
-¡Que maravilla de loro! ¡Estos son los loros que me gusta
a mí vender y no los que vienen “completos”! ¿Qué te apuestas
que te le vendo en menos de tres días? Lo primero que le voy a
poner es nombre, le voy a llamar Dayan como el general israelí
del parche en el ojo. No te le vendo en un día porque por la
mañana no estoy aquí, que si no…-
436
dieron sus anteriores dueños, por hablar demasiado. También
me preguntaron que si lo del ojo no sería un problema… les
dije que sólo… para ver el televisor y se llevaron al loro tan
contentos… Hace unos días le vendí un canario cojo a un tipo
y al domingo siguiente me vino con el pajarito a protestar…-
-Mire, que el canario está cojo- me dijo.
-¿Usted cuando me le compró me preguntó que si canta-
ba?- le dije muy serio.
-Sí- me contestó el tipo.
-¿Y canta?- repliqué.
-Sí- asintió.
-Pues si me hubiesen preguntado que si bailaba, les habría
dicho que no. Y se quedaron con el pájaro como está mandado.-
Salvo Dayan, todos los demás fueron buenos pájaros y me
permitieron celebrar mi cumpleaños con dinero abundante
durante los tres o cuatro años en que se repitió la exposición.
Tenía mucha suerte ya que, poder disponer de tanto dinero,
no era frecuente entre los estudiantes en aquella época.
En una visita de rutina al Museo, (para mi familia no
existía otro que el de Ciencias Naturales), charlando con Án-
gel Chaves: “Escultor- taxidermista por oposición” como reza-
ba su tarjeta de visita…
-¿No conoces a Javier Castroviejo, el Biólogo que tiene
aquí un pequeño laboratorio? Pues le vas a conocer ahora mis-
mo ya que es un espécimen diferente a los que teníamos por
aquí hasta la fecha.- Y Ángel comienza a caminar hacia un pa-
tio donde, nada más llegar, nos encontramos a aquella prome-
sa de la Biología con un culebrón en la mano, pero de verdad,
no como aquellos “culebrones” tan en boga en las emisoras de
radio de la época.
Sin mediar presentación de por medio, Javier comienza a
explicar qué es aquel monstruo que tiene en sus manos que le
asemeja a un aprendiz de fakir hindú.
437
-¿Qué os parece? ¿Impresiona? La podéis tocar, es una
hembra de Elaphe scalaris, conocida en cristiano más común-
mente como culebra de escalera.- Hace una pausa para darnos
la mano derecha mientras con la izquierda sujeta firmemente
al animal y continúa -Mide uno cincuenta y seis y para su
sexo es un récord. Podéis tocarla con total confianza ya que al
estar muy manoseada no muestra agresividad hacia las perso-
nas.- Allí comenzó mi relación con unos seres a los que temía
profundamente, pero que me atraían de la misma manera.
Javier me enseñó lo suficiente para que, en mis escapadas
a Santander, pudiese capturar reptiles sin correr riesgos inne-
cesarios. Todas sus palabras las grababa en mi cerebro como
si éste fuese una cinta magnetofónica, no las recordaba, más
bien las oía repetidas una y otra vez con su propia voz, Pero
una cosa es saberse la lección y otra muy diferente llevarla a la
práctica.
Ya en mi escapada habitual de mi santo patrono, deci-
dí poner en práctica mi plan de venganza. El terror que los
reptiles me habían hecho pasar en mis salidas al campo había
logrado superarle, aunque conseguir esto me llevó años de es-
fuerzo. Por fin ahora, gracias a Javier, estaba preparado para
realizarlo.
En especial de estos malos tragos recuerdo el de uno o
dos años atrás, en que una mañana cazando mariposas en las
orillas del río Bayones en Ucieda, en la Reserva Nacional de
Caza de Saja, me había visto rodeado por decenas de cule-
bras, ahora, éste era el lugar y el momento ideal para proceder
contra ellas. En realidad los ofidios no se habían mostrado
beligerantes contra mí pero de forma muy discreta me tenían
rodeado. Cada vez que intenté salir a la carretera que corría
paralela al rió y encontraba un paso entre los zarzales, allí me
esperaban tomando el sol dos o tres culebras verdes, grandes
y muy seguras de sí mismas. ¿Cómo huir del cerco? Después
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de buscar inútilmente durante casi una hora una fisura en las
líneas enemigas, me armé de valor… y de varias piedras que
lancé al paso más ancho. Acto seguido, huí saltando como una
cabra por la brecha abierta con el bombardeo. Ahora, gracias a
las explicaciones de Javier, sabía que mi derrota fue vergonzosa
y quería demostrarme a mí mismo y al ejército de culebras,
que no estaba dispuesto a olvidar tan fácilmente.
La soleada mañana de mayo era igualita a la de mi derro-
ta. Armado de un cazamariposas por si así las resultaba más
familiar, y con un palo acabado en horquilla para sujetarlas
por la cabeza, me presenté temprano para tomar posiciones en
la orilla del río. Una hora más tarde avisté a la más madruga-
dora y me lancé sobre ella con mi lanza para evitar su huida,
la apoyé el palo encima para evitar que se arrastrase y ella se
enroscó entre las zarzas, dispuesta a no ser sacada de allí a la
fuerza de ninguna manera. No tuve más remedio que, con el
corazón en la garganta, meter mi mano entre la maleza, asir
al animal fuertemente por el cuello para que no me mordiera
y, con paciencia, desenroscarla lentamente. Toda la operación
no duró más allá de cuatro o a lo sumo cinco minutos que a
mí me parecieron media hora. Una vez liberada de la maleza,
la metí de cola en el bidón de plástico, aflojé la presa hasta que
cayó al fondo y a toda prisa puse y enrosqué el tapón. Acto
seguido me tomé el pulso…más de ciento treinta pulsaciones.
Resultaba curioso que una culebra en mi mano, me produjese
el mismo efecto que intentar copiar en un examen un pro-
blema de Física. Dándome por satisfecho con un prisionero,
volví triunfante a casa y con mil precauciones se la enseñe a
todo aquel, familiar o amigo, que no opuso resistencia.
-La saco en el pasillo del gallinero, donde no tiene esca-
patoria, el suelo está muy liso y le cuesta reptar por lo que me
es fácil “reducirla” con la ayuda de este palo de dos metros.-
Contaba el cómo y el porqué de utilizar aquel lugar para el
439
numerito. Pero al ofidio se le notaba a la legua que no era nada
partidario: bufaba como un gato enfurecido, lanzaba mordis-
cos hacia el público y soltaba unos excrementos malolientes a
modo de guerra química, sin por ello conseguir en mí las cien
pulsaciones. Estaba venciendo al miedo.
Cuando terminé mi Puente particular, viajó a Madrid en
el tren conmigo y con cientos de confiados pasajeros ajenos
a su proximidad. A la llegada a la capital fui derecho con mi
prisionera al Museo y enseguida localicé a Javier.
-Mira lo que te traigo.- Le acerqué la garrafa. -Ten cuida-
do que tiene una mala “milk” de aúpa y tira a morder como
una condenada.- Cualquier ocasión era buena para repasar el
vocabulario de inglés.
Javier, en plan camicace, desenrosca la tapa, mira por el
agujero, mete la mano con toda naturalidad, extrae al reptil y
mirándola a los ojos a sólo dos palmos de su cara y sin suje-
tarla por el cuello como precaución, dice como si tal cosa no
tuviera importancia.
-Ah, una preciosidad de hembra de Natrix natrix, lo que
traducido al lenguaje vulgar quiere decir: una culebra de collar
y muy grande, por cierto.-
-Pero… ¿no hace nada?- Pregunté, aún sabiendo que con
la contestación de Javier mi autoestima como cazador de ser-
pientes iba a caer por los suelos.
-Nada más que amenazar y cagarse en tus manos cuando
las coges... que luego cuesta quitarse el olor lo que no te ima-
ginas. Cuando hacen que muerden, cierran la boca antes, por-
que apenas tienen dientes y temen hacerse daño, en cuanto a
lo otro, se acostumbran enseguida a que las cojas y abandonan
la guerra química.-
Mi heroicidad quedó empequeñecida y prometí una ven-
ganza futura ahora que las estaba perdiendo el respeto, pues
era la segunda vez que me avergonzaban.
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-La Gimnástica de Torrelavega está que lo tira. No sólo
ha ascendido a segunda división, sino que por capricho del
destino, se tiene que enfrentar al Real Madrid, en partido de
copa de su Excelencia el Generalísimo, en el mismísimo Esta-
dio Santiago Bernabeu. Allí estaré yo sereno como el que más,
que no quiero que se repita lo del estadio de la Ciudad Lineal
de hace dos temporadas.- Informé a mis conciudadanos más
próximos en busca de alguien, que sin temor a riesgos, quisie-
se acompañarme.
-El tema está que arde porque en Torrelavega, a pesar del
equipazo del Madrid, éste se llevó un empate por todo capi-
tal. Si consigue derrotar al Madrid en el Bernabeu, estaremos
todos convencidos de ganar la copa… o por lo menos eso nos
gustaría que ocurriese.-
El uno de junio por la tarde, con calor como es de esperar
para esa fecha del año, entramos todos los de la pensión a ese
imponente estadio, por primera vez lo hicimos los jugadores
de la Gimnástica… y yo.
Hasta más de mediado el segundo tiempo mantuvimos
las esperanzas, porque el juego de nuestro equipo no tuvo
nada que envidiar al penta campeón de Europa…pero un gol
de Groso desnivela la eliminatoria y nos obliga a marcharnos
cabizbajos a reencontrarnos con nuestros destinos…los libros
de texto.
441
Alterné suspensos con aprobados pero lo más importante
es que aquello terminó y me vi de vacaciones, bajando en tren
camino de Torrelavega un amanecer estrellado con olor a pra-
dos húmedos, del que me llené los pulmones todo lo que pude
para contrarrestar el aire con humos de la Capital.
No llegué a aplicar el lema de un compañero que al com-
parar nuestros resultados y hacer balance de las asignaturas
suspendidas, al despedirnos hasta septiembre me dijo.
-Si se creen los señores catedráticos que voy a perder un
verano de mi vida, como he hecho con los tres anteriores, por
unos suspensos de nada, es porque no me conocen. Este ve-
rano es sólo mío y que sea lo que Dios quiera en septiembre.-
Yo apliqué sólo en parte sus consejos y fui a la playa por
las mañanas, jugué al tenis por la tarde, bailé por las noches
y dediqué a mis pájaros y faisanes el resto del tiempo. Los
pájaros del jardín disfrutaron de su piscina de la boca de
riego con total impunidad. También ellos tenían derecho a
un verano sabático como yo y la pajarera estaba sobrada de
inquilinos.
442
to a mí otros compañeros como Clemente Solé Parellada, con
el que me asocié para hacer montones de quinielas sin llegar
nunca a saber quien de los dos, o los dos, éramos los portado-
res de la mala suerte. El método empleado era extraordinario
y fruto de la aplicación directa de nuestros conocimientos de
combinatoria, la ciencia base para ganar en las quinielas, pero
en nuestro caso fracasó misteriosamente.
443
El lago de la mina, recién construido el dique.
444
-Estamos reconstruyendo los lagos que desaparecieron en
la catástrofe del 60. Le he preguntado a don Juan que si hay
posibilidades de que cuando esté terminada la obra nos deje
poner patos en ellos, de esos que a ti tanto te gustan y me ha
contestado, que sí. Ahora sólo falta que terminemos los lagos,
que queda obra para rato.-
Conocer a Javier Castroviejo, me abrió un mundo casi
desconocido. Los contactos que había tenido hasta esa fecha
con reptiles y anfibios se podían contar con los dedos de las
manos: la falsa serpiente que Marisa metió por la pernera de mi
pantalón, dos culebrillas recién nacidas que cogimos levantan-
do piedras durante una excursión en bici a la orilla del Besaya,
algún enánago o lución común como Geraldina, que se cruzó
en mi camino y las lagartijas habituales en la zona. En cuanto
a los segundos, ranas y sapos comunes, una pobre salamandra
(años más tarde reclasificada como tritón jaspeado) que en-
contramos cazando en las marismas de Parayas caída en una
acequia de la que no podía escapar y que acabó como trofeo en
un frasco de alcohol, y por último, unos extraños tritones que
nadaban por el fondo de las frías aguas del lago de Panticosa,
en Huesca, donde fuimos algún verano a cazar mariposas.
Javier me enseñó primero lo esencial:
-Las víboras no se distinguen como supone la mayoría
de la gente por su cabeza triangular, sino porque su pupila
es vertical como en los gatos, mientras que en las culebras es
redonda completamente, además, la cabeza de las víboras por
encima tiene escamitas como en el resto del cuerpo y las cu-
lebras la tienen recubierta de placas, comenzando las escamas
desde el cuello hasta la cola que la tienen mucho más fina y
larga que las víboras, que son de cola corta y roma. Ojo al co-
lor, hay víboras negras y culebras negras y hay culebras, como
la viperina, que tiene un dibujo en zigzag en el lomo de color
parduzco parecido al de las víboras, así que no te fíes hasta
445
que hayas visto muchas nada más que del ojo, entonces, con
un vistazo desde lejos sabrás de qué especie se trata con segu-
ridad.- Tras una pausa, continúa su explicación.
-En el Norte, donde tú vives también lo hace la Vipera
berus ahora llamada V. seoane, y la Vipera latasti, las dos cule-
bras de agua, la de collar y la viperina, las dos coronelas, la lisa
y la austriaca y la culebra de Esculapio. El resto de las españo-
las, la verdiamarilla, la de cogulla, la de escalera, la bastarda y
la de herradura no las hay por allí, como tampoco la víbora
que me falta de nombrar, que es la víbora áspid. En total, tres
víboras y diez culebras.-
Cada vez que estaba con Javier le sonsacaba sobre aquellos
temas en que tenía lagunas y memorizaba, hasta llegar a casa,
nombres científicos y distribución de cada especie para hacerme
unos apuntes bastante completos de todas las especies de repti-
les y anfibios de España. Por aquella época no habían comen-
zado a publicarse las guías de todo tipo de fauna, que hoy son
tan numerosas. Así aprendí otros nombres latinos que para mí,
que casi nací oyéndolos, me eran más fáciles de memorizar que
los castellanos que me sonaban más a artificiales y de poco uso:
Chioglossa lusitanica, Macroprotodon cucullatus, Elaphe longissi-
ma, Malpolon monspesulanus, etc., etc., eran nombres sonoros,
que a mí siempre me decían algo. Con este bagaje de nuevos
conocimientos, en mis días libres salí al campo y me interesé
por todo, levanté piedras, dragué con salabres las charcas de
agua estancada y los bebederos para el ganado, escudriñé entre
los matorrales y entre la hierba de los prados, hice excursiones
en noches lluviosas a los bosques próximos para estudiar a los
anfibios nocturnos en su periodo de actividad, llegando a con-
tabilizar casi 300 salamandras en dos horas bajo la fina lluvia de
una templada noche de Junio y en todos esos lugares descubrí
un mundo que siempre había estado allí, pero que a mí, como a
la mayoría de los humanos, nos era totalmente desconocido.
446
En este segundo curso en la escuela, muchos como yo sus-
pendimos los Fundamentos y no sólo nos pudimos examinar
de muy pocas asignaturas de segundo, sino que además nos
obligó a matricularnos libres de tercero y así continuaríamos
hasta que terminásemos la carrera, porque el plan del 57, al
que yo pertenecía, se estaba extinguiendo año por año, como
le ocurría al buitre negro, al oso y a otras especies de nuestra
fauna. Lo que vaticinó el profeta, cuando ingresamos más de
la cuenta, se estaba cumpliendo inexorablemente.
Pero como dice el refranero popular: “No hay mal que
cien años dure ni cuerpo que lo resista”, “Dios aprieta pero no
ahoga” y “No hay mal que por bien no venga” (La influencia
lejana de Luisito seguía en mí surtiendo efecto). A pesar de
todos los malos augurios, y a cambio de ellos, dispuse de mu-
cho más tiempo para mis aficiones, ya que a la Escuela sólo
acudiría a examinarme. Los “puentes” los haría sin estar tan
pendiente de las fiestas… y podría ir más veces al Museo, a la
Facultad de Biología, o a visitar las cuatro pajarerías de Ma-
drid: La Inglesa en Alcalá 107, Infantas en Infantas 30, Santo
Domingo en la plaza del mismo nombre y Kenia en General
Mola 116 (la última en abrir), con todos sus primeros pájaros
con un origen común: haber nacido en Torrelavega y ser yo el
suministrador. El aspecto más negativo era que mi estancia en
Madrid, se iba a prolongar más tiempo del deseado.
Para comenzar, me hice socio de la Sociedad Española
de Ornitología y comencé a colaborar con aquel semillero de
ornitólogos. El número de carné el 974 y la cuota a pagar la
de estudiante.
Las visitas a la planta novena de la Facultad de Biología
fueron frecuentes, pues la nueva Escuela de Caminos me que-
daba a un paso.
Antes de ubicarnos definitivamente en ella, habíamos
realizado una especie de trashumancia para examinarnos
447
que nos llevó, primero, a la Escuela de Ayudantes de Obras
Públicas, después al Palacio de exposiciones del Paseo de la
Castellana, más allá de la plaza de Castilla y por último, a
la aún sin terminar Escuela de Caminos; allí, por una vez,
deseé que estuviese mi padre en el examen, porque lo habría
disfrutado de lo lindo y no por el buen examen que hice yo,
su hijo, sino por el espectáculo que ocasionó en primavera el
haber terminado durante el invierno el nuevo acristalamien-
to de las ventanas de la enorme planta dedicada a exámenes.
Durante el examen me distraje viendo a las decenas de la
mariposa Olmera, Vanessa polychloros, que volaban desespe-
radas intentando escapar de aquella trampa mortal en que se
había convertido su refugio invernal y luchaban inútilmente
por escapar al Sol del exterior. ¿Qué había ocurrido? Duran-
te el otoño se habían refugiado en el edificio sin acristalar
como si de una cueva se tratase para allí, a salvo de la lluvia,
dormir seguras durante su largo letargo invernal…pero antes
de que ellas despertasen, acristalaron todo el edificio con las
mariposas dormidas escondidas en esquinas y rendijas. Al
llegar el buen tiempo y despertar de su letargo, se encontra-
ron encerradas en aquella trampa mortal pues las ventanas
eran fijas para evitar, supongo, que nos tirásemos alguno de
nosotros por ellas. ¡Ni por lo más remoto se me había ocu-
rrido pensar que en un examen iba a echar tanto en falta un
cazamariposas!
448
-¡Hombre Pepe! ¿Cómo estás? ¿Parece que te veo algo
hundido?- le saludé en medio del paso de peatones.
-Bueno, pues sí, no estoy en mi mejor momento, y ade-
más, ya me he gastado la paga del mes y no tengo un duro.-
No hizo falta que se diese vuelta al bolsillo para que yo le
creyera, en este tema coincidíamos casi todos los estudiantes.
-¡Anímate, que yo estoy igual que tú!… Pero soy creyente
y Dios proveerá- ¿Porqué he dicho esa frase? pensé para mis
adentros cuando me alejaba. Fui consciente de ser la primera
vez en mi vida que utilizaba esa expresión.
No había caminado cien pasos, cuando, ya en la calle de
Goya, junto al bordillo de protección de un árbol y a escasos
metros del cine Carlos III, doy una involuntaria patada a algo
que suena a metálico, me agacho, lo recojo y me veo en la
mano con un reloj de oro de señora marca Longines, con ca-
dena de idéntico metal, de un modelo antiguo y ya pasado de
moda. Me quedé atónito, pensativo, estupefacto, sorprendido
y varios adjetivos más.
Durante los días posteriores al hallazgo compré cada ma-
ñana el ABC y el Ya, por la tarde hice lo mismo con El diario
Madrid y el Pueblo en busca del esperado anuncio en la sec-
ción de PÉRDIDAS que me proporcionase una recompensa,
pero nada encontré. Mi situación económica mejoró o no era
tan grave como le hice creer a Pepe, pero el caso es que el reloj
acabó en manos de mi madre y posteriormente en las de una
de mis cuñadas, pero por mi mente comenzó a rondar una
idea inquietante. ¿Tenía un poder?
449
-¡Como tienes la mesa! ¡Válgame el Señor que diría Ota!
¿No piensas nunca arreglar este bardal?-
La mesa, con tapa de cristal, no se veía apenas bajo
montones de apuntes, libros y algún que otro periódico des-
pistado.
-Tienes toda la razón del mundo. Si me ayudas, en un
momento la dejamos como nueva.-
Así lo hicimos, tras media hora de arduo trabajo, mi mesa
de despacho no parecía la misma. Al tiempo que terminába-
mos con la limpieza me llegó la inspiración.
-¿Sabes lo que está pidiendo esta mesa a gritos? ¡Una pi-
tillera!- Yo mismo me contesté a mi pregunta- -Así cuando
venga algún amigo podré ofrecerle un “pito” de una forma
elegante.- ¿Porqué habré dicho esta frase?...
Dos horas más tarde esa misma noche y poco antes de la
cena, llega Rosi Garbisu, cuñada y enfermera del doctor Fer-
nando Olaizola. Una vez reunidos todos los huéspedes ante la
mesa para cenar, Rosi habla la primera.
-Esta tarde en la consulta me han hecho un regalo, a quien
adivine lo que es, se lo doy.-
-Una pitillera- dije yo a la velocidad de las contestaciones
en los programas-concurso de la Tele, tan de moda entonces
como ahora.
Rosi me mira con cara de incredulidad, se acerca a su
cuarto que es contiguo al comedor, sale de él con un paquete
envuelto entre sus manos, se sienta delante de la mesa y co-
mienza a desempaquetar su contenido.
Ante nuestras expectantes miradas, aparece bajo el papel
de envolver, una especie de diábolo con tres patitas que le
hacen reposar vertical, con sus bordes inferior y superior do-
rados, el centro del diábolo de color marrón imitando a piel
de serpiente y con un pivote en su extremo más elevado que
invita a levantarle para descubrir su contenido. Rosi tira con
450
dos dedos del pivote superior y la tapa se levanta saliendo de
su interior, como si se tratara de una flor abriéndose, veinte
tubitos dorados, del grueso y la longitud de un cigarrillo. Sin
duda tengo un poder, pero, para acabar de asegurarme, pre-
gunto a Rosi.
-¿A qué hora te hicieron este magnífico regalo?
- A las siete y media poco más o menos.- responde.
-A esa misma hora la he dicho a mi hermana Marisa ¿Sa-
bes lo que está pidiendo esta mesa a gritos? ¡Una pitillera!- Por
mi mente comenzaron a circular extraños pensamientos.
Pero mis poderes resultaron ser de vida efímera como el
neutrón y el positrón (que decía el libro de física cuántica que
empleaba de somnífero algunas noches y que carecía de con-
traindicaciones) y mis supuestos poderes no surtieron efectos
favorables en los exámenes o para ser más exacto, sólo en una
parte de ellos.
451
con el pico más oscuro que en los adultos, los colores azules
algo menos brillantes y sus diminutas patitas, con dos dedos
hacia adelante y dos hacia atrás, menos rojas que las que había
visto otras veces en algún martín muerto que pasó por mis
manos.
El río Besaya estaba a cien metros escasos de casa y al ver
el aspecto alicaído de las aves me fui derecho hasta él, armado
de un caldero y un cazamariposas.
Media hora más tarde, con los tres en el jaulón que un
montón de años atrás hicieron para los pobres canarios que
acabó matando la gata negra, les puse cerca de sus picos unos
pocos peces del tamaño de un meñique. Como si despertaran
de un letargo, se lanzaron de cabeza al cacharro y cada uno
se hizo con un pez al que comenzaron, con violentos giros de
cabeza, a golpearle contra el posadero que les servía de percha
para descansar.
Cuando los pobres peces, a base de porrazos, se quedaron
quietos, se los tragaron comenzando por la cabeza y de in-
mediato, se lanzaron al cacharro a por otros tres más… ¡Qué
manera de tragar la de esos tres angelitos! Un escalofrío re-
corrió mi espalda cuando diez minutos después, lo que me
había llevado pescar el doble de tiempo, había desaparecido en
aquellas gargantas insaciables. A este ritmo me pasaría medio
verano… o media vida en el río.
452
Lo primero era encontrar un lugar en que los peces de
río fuesen muy abundantes. Pregunté aquí y allá hasta que un
amigo, Ventura González Teja, que tenía su casa de veraneo
en La Cavada, me contó que junto a ésta, en un arroyo, había
una especie de pequeña presa que formaba un estanque de no
más de ciento cincuenta metros cuadrados, donde los peces se
contaban por millares. El único inconveniente eran los cua-
renta kilómetros que me separaban de ese lugar.
Preparé la “Operación Pez” a conciencia. Quité el asiento
de atrás de mi Seat 600 el “pájaro azul”, y en ese lugar coloqué
dos depósitos de plástico de unos cincuenta litros de capaci-
dad cada uno. Convencí a Pepe, “El socio”, de que me acom-
pañase en la expedición, cargué cazamariposas, botas de goma
que protegían toda la pierna y calderos de apoyo así como un
embudo para trasvasar la pesca con más facilidad…y nos fui-
mos a buscar comida para un mes.
Como medida complementaria, en el jardín llené con
agua limpia un estanque en desuso.
Verdaderamente que el arroyo en cuestión era una mina y
a la tercera vez que sacamos las artes del agua teníamos peces
de sobra.
-¡Adiós Ventura! ¡Nos vamos zumbando que si no se nos
asfixian!- Salimos a toda velocidad, con los depósitos llenos de
una mezcla de agua y peces.
A mitad de camino el socio empezó a preocuparme.
- Socio, se están yendo arriba a por aire. Como cojamos
un camión en la subida de La Montaña y no pasemos por su
culpa de veinte a la hora, en este coche va a haber más muertos
que en Hiroshima-
No hubo camión pero sí bastantes bajas aparentemente,
aunque en el agua fresca del estanque muchos revivieron.
Los muertos se los repartimos sobre la marcha y los so-
brantes los guardamos en la nevera, lo que me permitió dos días
453
más de tranquilidad. Pero “poco dura la felicidad en casa del
pobre” y los martines estaban dispuestos a arruinar mi vida.
-¿Has visto que se están muriendo los peces del estanque?-
La noticia en boca del jardinero me hizo correr hacia allá.
Muchos peces estaban panza arriba y todos ellos cubiertos
de puntitos blancos, como cuando a un amigo se le murieron
por un parásito todos los peces de su acuario.
Saqué los peces muertos y los llevé a la nevera, pero eran
tantos, que sin duda en ese lugar estarían putrefactos antes de
que los tragones de los martines diesen cuenta de ellos. ¿Dón-
de habría un congelador? Por suerte tenían uno en una pesca-
dería de la cual conocía al dueño y allí me guardó en frascos de
mermelada con tapa a todas mis existencias difuntas.
Ante mis problemas los tres martines atacaron con más
furia al alimento y antes de dos semanas estábamos otra vez en
La Cavada…Así hasta cinco viajes en un verano.
Cuando a mediados de agosto murió uno de ellos, casi
me alegré, cuando a finales y a pesar de mis cuidados murió el
segundo de frío por bañarse demasiado al atardecer y empa-
parse el plumaje, me entristeció, pero, cuando ya en Madrid
me dijeron que el tercero había pasado a mejor vida, se me
quitó un peso de encima y me relajé.
En otoño con la crecida de los ríos sería imposible la pes-
ca y estaba escrito que al final acabarían así, hiciese lo que hi-
ciese. Con el plumaje deteriorado de revolotear en la jaula no
podían apenas volar y menos aún pescar, esto hacía inviable su
puesta en libertad.
En ese momento me juré a mí mismo que no volvería a
tener martines pescadores, a no ser que me los trajeran acos-
tumbrados a comer pienso compuesto.
454
las dos últimas convocatorias, porque era mi destino, la dicho-
sa espada me pisaba los talones.
Pero el año comenzó bien y siguió mejor, mis aves cria-
ron, los profesores me dieron una cosecha de aprobados inte-
resantes y…
Una tarde a principios de verano, se presentó en casa un
hombre algo mayor que yo y me hizo la siguiente proposición.
-He oído que tienes interés por la cetrería, afición que yo
comparto. Conozco un nido de azor cerca de mi pueblo que
se le van a acabar cargando, tiene dos pollos pequeños y si
consigues un permiso para tenerlos, los cojo y nos los reparti-
mos ¿Qué te parece?- Lo dijo todo como si lo trajese ensayado
de casa.
-¿Estás seguro de que son azores? Mira que me han traído
más de veinte que luego resultaron ser cernícalos, ratoneros o
milanos. Si todos los que me cuentan que han visto un azor
fuese cierto, no quedarían palomas en España- le contesté in-
crédulo.
-¿Una pareja de azores adultos tiene el pecho a rayas blan-
cas y grises, las alas cortas y redondeadas, las colas largas con
rayas negras, los ojos amarillos y cazan palomas, arrendajos y
ardillas y pesan entre setecientos gramos y un kilo?- Hace una
pausa para ver el efecto que producido en mí por sus palabras
y continúa.- Si son así, los que veo ir y venir al nido desde
hace dos meses son azores. Conozco a los gavilanes, ratoneros,
cernícalos, halcones, alcotanes, aguiluchos etc. porque son mi
afición y voy al campo todos los días, además de vivir en él -
No me quedó la menor duda de que conocía el tema a
fondo. Por mi parte, desde hacía años en que por Reyes me
regalaron el libro “El Arte de cetrería” y más aún desde que en
el cine Velázquez vi el documental “Alas y Garras”, ambos de
Félix Rodríguez de la Fuente, mi mente perseguía palomas,
perdices y liebres como si yo fuese una de estas rapaces.
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Hice unas gestiones en la Delegación de Agricultura de
Santander donde advertí dos aspectos que me concernían en
este tema: por una parte, no tenían ni idea de que debían ha-
cer y por otra, mostraban buena disposición que me aseguraba
el que en un futuro no muy lejano, mi azor y su hermano
tendrían las dos primeras autorizaciones legales “para matar”,
como el agente 007, muy de actualidad por aquel entonces.
Cuando, unos días más tarde, tuve al ave en mi mano, me
impresionaron sus dedos y sus uñas en especial, esa mirada de
sus ojos, que trasmitía tal pánico a las palomas, que podían
morir huyendo hasta el interior de una chimenea encendida o
estrellarse contra un cristal con tal de perder a aquellos ojos de
vista, y aquel conjunto armónico y perfecto que conformaban
al ave como una maravillosa y sofisticada máquina de matar.
Dado el diferente tamaño entre hembras y machos de
esta especie, supe desde el primer momento por el gran ta-
maño que ya tenía su cuerpo cubierto de blanco plumón y a
medio emplumar, que mi nuevo protegido era una hembra y
su nombre me llegó en un momento de inspiración lírica re-
cordando la Cabalgata de las Valkirias: se llamaría Doña Bru-
nilda, nombre con reminiscencias medievales que hacía honor
a su noble cuna en la copa de un enorme y centenario roble.
Tuve que preparar un equipamiento completo basándo-
me en las descripciones del libro. Cuando tuve claras mis ne-
cesidades, fui a la guarnicionería a comprar correas para las
pihuelas que sujetaría a sus patas, la lonja que uniría éstas al
banco o posadero y un trozo de badana fina para confeccionar
el señuelo, que con un poco de carne atada, haría volver al azor
a mi lado desde muy lejos cuando yo se lo lanzase al aire.
Cuando llegué a la puerta del establecimiento dedica-
do a confeccionar arreos, albardas, sillas de montar, riendas
y todo lo necesario para aparejar burros y caballos, no pude
por menos que esbozar una sonrisa, bajo el cartel con el nom-
456
bre de “Guarnicionería Tapia” rezaba una frase que lo decía
todo: “Burros desnudos, Tapia los viste”. El eslogan elegido,
sin duda, invitaba a los ganaderos a entrar al comercio.
Con tiras de cuero al cromo rebajadas de espesor y bien
engrasadas hice las pihuelas, y con una pieza del mismo ma-
terial, pero de dos metros de larga, la lonja. Cuando el ave
estuvo totalmente desarrollado físicamente, le armé con sus
correas, y comenzó la etapa más dura, el amansarle hasta que
no temiese a nada ni a nadie. Tenía que pasar hambre por ne-
cesidad, lo que le haría depender de mí.
Fue un proceso traumático para mí tanto como para ella
pues yo deseaba verla saciar su apetito y no me gustaba reti-
rarle la comida a la mitad dejándole con hambre. En cuanto
estuviese hecha a mi mano, le aumentaría la ración.
En pocos días con clases intensivas confió en mí y en se-
guida comenzamos los vuelos a la mano…con un fino hilo de
seguridad o fiador por si algo le asustaba y volaba en dirección
equivocada. Pasado este proceso ineludible, comencé a disfru-
tar de su compañía mientras me seguía, volando libre de árbol
en árbol, esperando a que yo le tendiera mi mano enguantada
con un trozo de carne bien sujeta en ella.
457
Hasta ese verano, una vez que anochecía y mis aves no
requerían mis cuidados, me dedicaba a la sana costumbre de
salir con alguna chica. Probé con rubias y morenas y con dife-
rentes combinaciones de colores de ojos y estatura, pero nin-
guna se ajustó plenamente al retrato robot que tenía en mi
mente. Durante años practiqué este deporte sin encontrar la
que estaba buscando… a pesar de que rebusqué en el censo
femenino del momento insistentemente sin sufrir en ningún
momento el desánimo. Ya dudaba de encontrar a “mi media
naranja”, cuando una tarde de agosto mientras me tomaba un
whisky en el casino de mi ciudad, un rostro conocido desde
mi infancia y al que años atrás, incluso saludaba al cruzarme
con él a la ida y vuelta del colegio, apareció junto a mí acom-
pañado por mi amigo Pepe Pozueta y algunos conocidos más.
El nombre de su propietaria era Maribel. Nos saludamos y
comenzamos una conversación en la que le conté mis extrañas
aficiones hacia la naturaleza y los seres vivos. Al no poner ella
cara de asustada, me vi en la necesidad de decirla que me gus-
taría volver a verla.
Dos días después volvimos a vernos y esa segunda ocasión
sirvió de base a la tercera y a la cuarta… Tenía gracia, que,
después de cientos de veces de cruzarnos por la calle, comen-
zase con ella mi primer noviazgo. A finales de septiembre así
sucedió y yo regresé a Madrid en mi nuevo “estado”.
Maribel, como suele ocurrir con todas las novias, cambió
mi vida y me obligó a efectuar ciertos cambios tácticos en ella.
458
había seguido su consejo a rajatabla desde los trece años, pero
ahora, más seguro de mí mismo, consideré que era el momen-
to idóneo para intentarlo otra vez.
En uno de mis viajes en tren acompañado de ranas y otros
bichos, añadí al equipaje el violín y un montón de partitu-
ras de papá que, junto con el instrumento para el que fueron
compuestas, durante quince años habían dormido el sueño de
los justos en la balda superior de una librería. Allí, en la calle
de Londres, comencé de cero, pero en unos meses conseguí un
nivel tolerable y mis hermanas dejaron de marcharse de casa
en cuanto me veían tocar la funda del instrumento.
Porque con pena, unos días antes me había despedido de
“las Felicianas”. Habían sido seis años de convivencia, partidas
de parchís y buen trato, y Marichu y Feliciana eran para mí
como de mi familia. Pero como había aprendido en la Escuela
de Caminos, las matemáticas no engañan, y alquilar un piso
para vivir con mis dos hermanas, a mis padres les salía más
barato que permanecer los tres desperdigados por Madrid. Lo
encontramos, no sin esfuerzo, en la calle Londres nº 5 en el
quinto piso, donde nada más instalarnos, improvisé además
de mi estudio de violín, mi propio laboratorio para “investi-
gar” con animales vivos.
459
año que viene asociado con Antonio Mier, el que trabaja en
las bombas del lavadero de mineral de Torres. Él, en perso-
na, construye la casa para los canarios en una esquina de su
huerta, y yo financio los materiales de construcción, las telas
metálicas para hacer las jaulas y aporto las parejas reproducto-
ras; el cuidado de los pájaros se lo reparten entre él, su mujer
y sus dos hijas, esperamos en un par de temporadas llegar a
criar dos mil canarios por año, utilizando para obtener esa
producción ciento cincuenta parejas reproductoras. Cuando
todos los machos se pongan a cantar al tiempo, aquello va a
ser “la pera limonera”.
Cuando nos dimos cuenta eran las cuatro de la mañana
del día de año nuevo y una extraña luz se filtraba desde el ex-
terior. Al salir al jardín nos quedamos maravillados del cambio
sufrido por éste en el corto espacio de tiempo, cuatro horas,
que estuvimos en animada conversación mientras yo trabaja-
ba afanosamente. La luz resplandeciente de la luna sobre la
nieve recién caída daba a todo el paisaje del jardín un aspec-
to un tanto fantasmagórico y una visibilidad casi diurna. Los
patos disfrutaban como niños bañándose en la nieve como si
ésta fuese agua limpia.
460
Caminos y otros dos más, uno de los cuales era el dueño del
inmueble, de estos dos últimos, como de otros muchos com-
pañeros de fatigas, el paso del tiempo ha borrado sus nombres
de mi memoria.
Hasta aquí, todo aparentaba normalidad, pero comencé a
dudar de su cordura cuando después de mi primera clase noc-
turna y de la cena de bienvenida que le siguió se pertrecharon
de cuerdas y otros equipos de escalada y se lanzaron haciendo
rapel por la ventana del inmueble, hasta alcanzar el tejado de
Uralita de una fábrica, dos plantas más abajo, a la cual daban
las ventanas del salón.
Poco a poco me habitué a las prácticas nocturnas de descen-
so de fachadas. El piso era inmejorable para este deporte, ya que
en el centro del salón, al arquitecto le había coincidido, como
por casualidad, una columna que servía para atar a ella con se-
guridad la cuerda de alpinismo. Yo no practiqué esta actividad
porque las alturas nunca me gustaron y me dediqué a lo mío:
aprender de José Manuel la Resistencia de Materiales suficiente
como para aprobarla a la primera, como de hecho ocurrió.
Pero allí había concentrada mucha ciencia, y se investigó
en nuevos teoremas o mejor dicho axiomas, enunciándose por
primera vez “el primer axioma del Gato”.
461
posición vertical hasta acabar con su cuerpo completamente
cabeza abajo, mirando directamente a los transeúntes; en ese
momento, el maullido que había comenzado suavemente al
llegar el cuerpo del gato a la horizontal, alcanzaba su máxima
intensidad, si nuevamente y en sentido inverso, se giraba la
mano hasta la posición inicial y el gato miraba otra vez a las
estrellas, el maullido descendía progresivamente hasta desapa-
recer, al tiempo que el animal recuperaba esta posición.
Que un gato pase a la historia gracias a un descubrimiento
científico no es nada fácil y que después de muchos de estos
ensayos siga vivo, demuestra por extensión, el segundo axioma
del gato por todos conocidos: “los gatos tienen siete vidas”.
462
lejanía. Este enclave especial es un brazo del embalse que se abre
en la llanura junto al pueblecito de San Vicente de Villamezán,
allí, en sus aguas someras, ranas, patos y fochas crían a sus hijos.
-Mira, aquí hace dos años por estas fechas hice una paella
junto con Pepe Pozueta y una pandilla numerosa. Paseamos
toda la zona durante horas y cuando estábamos a punto de
marcharnos, Pepe, en un momento de inspiración, se pone a
atarse el cordón de la bota derecha apoyando el pie en uno de
esos juncos a la orilla del camino. De debajo de su pie salió
volando asustada una hembra de pato real y yo le dije.
-Mira a ver cuántos huevos has estado a punto de aplastar
con tu pie- Pepe no entendió por qué se lo dije y me acerqué
al lugar, entreabrí la mata de juncos y le mostré un nido con
seis huevos verdosos.
-¿Qué pasa? ¿Que te sabías el nido y no nos le habías
querido enseñar?-
-No, tú me le has enseñado a mí al poner el pie casi encima.
La hembra lleva horas ahí metida sin pestañear, aunque hemos
estado pasado a medio metro de ella constantemente nunca se
ha sentido amenazada, porque notaba que no teníamos ni idea
de su presencia, pero cuando ha visto que el pie se la venía en-
cima, se ha asustado al creerse descubierta y ha echado a volar,
abandonando el nido y dando por perdida la puesta. Mañana
volveré y si no está ahí encima de los huevos, me los llevaré a
la incubadora para que no se pierdan, porque será señal de que
no piensa volver. Los patos cuando crían son increíbles y tienen
una astucia natural que les es muy necesaria para sobrevivir.-
Continué junto a Maribel nuestro paseo por la orilla du-
rante un buen rato y en eso, de entre la vegetación de la orilla,
sale una hembra de pato aleteando con dificultad y hacien-
do cuác, cuác, de una manera especial. Al instante, como si
fuesen fueraborda, arrancan detrás de ella seis patitos recién
nacidos, que alcanzan a su madre en aguas abiertas.
463
Maribel y los patitos reales que nos harían compañía varios años.
464
-A esto le llamo yo madrugar demasiado. Esa tonta de
pata ha sacado los patitos demasiado pronto, en cuanto caiga
una nevada de las que no suelen faltar, se la morirán por lo
menos la mitad.- Callo un momento mientras estudio la si-
tuación, sin por eso perder de vista a la familia de patos.- Voy
a hacer un favor a la pata, otro a los patitos y otro a mí.-
Maribel me mira extrañada, pues aún no debe de estar de-
masiado convencida de no haber elegido a un loco por novio.
-¿Qué es lo que vas a hacer si se puede saber?-
-Voy a coger los patitos de esa pata y los voy a criar en
casa; ella volverá a poner huevos a continuación, lo que se
llama hacer una puesta de reposición, y dentro de mes y me-
dio o poco más tendrá otra nidada con mejor tiempo y más
posibilidades de supervivencia.-
-¿Vas a echarte a nadar detrás de ellos? Te diré que el agua
de aquí baja de donde yo esquío y estará helada, además de
que la pata y sus hijos nadan infinitamente mejor que tú, sin
querer decir con eso que tú lo hagas mal.-
Lo dicho, me toma por loco.
-No pienso meterme al agua más de diez centímetros y
tengo botas de agua para eso. Como en lo del agua fría tienes
razón, los patitos a pesar de su plumón, van a notar el frío, y su
madre que es lista, los sacará a secar a la orilla de enfrente, don-
de los tapará para darles calor. ¡Ahí está la clave! Yo los observo
desde aquí con mis prismáticos y veo donde se esconden, voy
hasta allí haciéndome el despistado pero con las referencias to-
madas para llegar al lugar exacto. Cuando esté muy cerca giro
hacia ella y se asusta y vuela, si deja a todos juntos y los cojo de
una vez me los llevo, si uno solo se me escapa los suelto, porque
si cría a uno no hará puesta de reposición.-
Veinte minutos más tarde vuelvo donde Maribel que ve
entre mis manos y por primera vez seis preciosos patitos, to-
dos iguales, de ánade real.
465
-¡Qué guapos son! Nunca pensé que fuesen tan bonitos.-
Una hora más tarde mientras comemos, dejo las puertas
del coche abiertas para que el sol no me ase a mi mariposa
mágica. De pronto se nos acerca un invitado no previsto, que
desde diez metros nos observa con unos ojos que lo dicen
todo.
-Este perro tiene más hambre que los combatientes de
la división azul.- Le lanzo con fuerza un trozo de pan de mi
bocadillo y lo coge al vuelo haciendo un alarde de reflejos. Se
acerca un poco más y de todo lo que le lanzamos no desper-
dicia ni una miga. El animal es simpático y a cambio de esa
simpatía quita el hambre.
Cuando está apunto de marcharse el invitado, una mari-
posa pasa volando rozando su cabeza y materialmente se me
cuela en el coche. Saco la caja con la hembra mágica y al rato
cuatro machos preciosos la están rondando. Lo echo a suertes
y al que le toca ser el afortunado, que parece ser el más lucido,
lo meto en la caja. Cinco segundos después ha encontrado a
su amada y se han apareado. Exactamente igual que ocurrió en
aquel viaje a Burgos, doce años atrás.
-Has visto qué fácil… y todo el mundo por ahí sin saber
que en la naturaleza ocurren estas cosas. Esos patitos o sus
descendientes, si puedo, los voy a mantener siempre en mí jar-
dín, así recodaremos esta excursión al pantano. Ahora hay que
irse, que estos pobres necesitarán, cuanto antes mejor, calor y
comida.-
466
que cría conejos de monte. El mismo día cogí unas ranas de
San Antonio y las eché a mi cacharro de plástico, poco después
me salió de entre los pies la única víbora que recuerdo haber
visto aquí, la eché mano con cuidado, la metí en el cacharro y
me tomé el pulso como siempre hago en esas ocasiones, para
comprobar que cuando cojo una de esas mi corazón sigue al-
canzando las ciento cuarenta pulsaciones. Minutos después la
echo una ojeada y ¿sabes lo que veo? A la tía caradura tragán-
dose una rana, en vez de estar intentando escapar se pone a
comer. ¡Una rana! Nunca vi cosa igual.-
Por la tarde instalo a mis patitos que enseguida meten
el pico en el bebedero y empiezan a picotear aquí y allá. No
tendré problemas para sacarlos adelante; por eso se domesticó
este pato, porque de todas las especies de patos salvajes, es la
más preparada para adaptarse a la cautividad.
467
encontraba a mis anchas. Las alturas se las dejaría en un futuro
para los buitres, águilas y montañeros. No volvería a invadir
esos espacios si no era por fuerza mayor.
La vuelta fue una competición para no perder el tren.
Bajamos corriendo cuesta abajo hasta una estación de tren
bastante alejada y así y todo tardamos casi tres horas en llegar.
Por el camino dejé tiradas las pocas ganas que me quedaban
de repetir otra excursión semejante.
Llegamos al tren con el tiempo justo, y a Madrid destrozado
por el esfuerzo, pero a José Manuel le debía eso y mucho más,
porque gracias a sus clases aprobé la resistencia con facilidad.
José Manuel acabó ese curso su carrera y dejamos de co-
incidir en el tren. Sin clases de Resistencia me dediqué a mis
asignaturas y en varias de ellas compartí su estudio con Ma-
nolo Cueto.
Estudiábamos de noche y dormíamos de día, lo que nos
evitaba buena parte del calor de mayo y junio. Después de
cenar, a las once más o menos, comenzaba nuestra jornada
“laboral”. Cada dos o tres horas hacíamos un alto y nos jugá-
bamos cien pelas al tute a “ocho ganadas”, contando dobles si
hacías ciento un puntos o más. Otras dos horas de estudio y
una manga de tute con las mismas reglas para que el perdedor
tuviese la oportunidad de recuperarse. Más estudio y más tute,
y las siete de la mañana a desayunar y estirar las piernas.
Eran horas intensas en las que no sólo te jugabas el curso
sino también la paga del mes, por lo que poníamos, tanto en
una cosa como en la otra, los cinco sentidos. Aprendí a ju-
gar al tute, a saber las cartas que faltaban por salir y Manolo
sacó a mi costa pingües beneficios, pero a cambio aprobé unas
cuantas asignaturas, no tuve que estudiar solo y las “clases” de
juego no me salieron demasiado caras.
Cuando en una noche de poca suerte yo insistía en la
revancha, Manolo me aconsejaba: -Hoy no tienes tú día… y
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la venganza tiene que ser en frío, nunca en caliente.- Al final
de esa noche la clase me costaba trescientas pesetas… por no
seguir su consejo.
469
primero, en sellos despegados de la carta original y después en
sellos sobre fragmento de la carta original. En total cuatro plan-
chas diferentes en que cada sello está donde tiene que estar.
Los sellos falsos de la época y las falsificaciones posterio-
res, como las de Esperati, también ocuparon su tiempo desde
que le regalamos un libro especializado de título: “Las falsifi-
caciones del sello español”.
Matasellos raros, del primer día de circulación, bloques
de sellos que no se habían separado unos de otros por no exi-
girlo el franqueo de las cartas y muchas cosas más convirtieron
los sesenta y seis en un álbum con cerca de dos mil.
Algunos sellos especiales por el precio o por algo que los
hacía diferentes obligaba a acudir a subastas específicas. Si
papá podía asistir en persona lo hacía y si no delegaba en mí
u otro de mis hermanos. La ocasión de asistir a una de estas
subastas no la desperdiciaba porque tenía su compensación,
mi trabajo era mínimo, ya que rara vez pujaba por más de tres
sellos, pero la comida era abundante y de calidad.
Las subastas tenían lugar en un hotel de lujo, como por
ejemplo el Hotel Wellington en la calle de Velázquez.
En las subastas se movía mucho dinero y a toda veloci-
dad. Cuando pujaba por un lote tenía que andar listo, porque
saltaban de un precio al siguiente en un segundo y si no estaba
rápido en bajar la mano cuando rebasaban el precio que papá
me había puesto como tope, se jugaba papá unos miles de
pesetas. Pero la merienda que daban a los que allí acudíamos
a comprar compensaba con creces: comenzaban dándonos
whisky del bueno, o sea escocés, después canapés variados,
jamón de pata negra, gambas en gabardina y un montón de
cosas más a las que los estudiantes como yo que vivíamos de
pensión no estábamos nada acostumbrados.
Por aquellos años había una especie de “fiebre del sello”,
muy similar a la “fiebre del oro”, que describía las novelas de
470
Zane Grey y James Oliver Curwood en la Alaska de finales de
mil ochocientos y comienzos del siglo XX.
Las casas de subastas de Madrid y Barcelona competían
en la edición de catálogos a todo color,- que a papá le en-
viaban de forma gratuita- con las fotos de todos los sellos a
subastar tan perfectas, que recortándolas y colocándolas en un
álbum, costaba distinguir a primera vista una de estas fotos
del sello original. Mis cálculos, realizados con mentalidad de
Ingeniero, me hicieron llegar a la conclusión de que en poco
más de dos horas, se llegaban a vender más de treinta millones
de pesetas… un auténtico fortunón.
Aparte de en las subastas, papá compraba sellos a varias
filatelias de postín, pero sin duda, de donde era mejor cliente
era de Hevia, situada en la madrileña calle Mayor junto a la
Puerta del Sol. En ella, don Manuel, le atendía en su despacho
del piso superior a la tienda.
Don Manuel Hevia, además de un experto en filatelia,
era asturiano y hacía alarde de ello, se había hecho cerca de
Madrid un chalet con forma de hórreo, para sentirse como
en su tierra a la que sin duda añoraba. Tenía plena confianza
en papá, hasta el extremo, de dejarle prestados clasificadores
conteniendo cientos de sellos para que pudiese hacer las labo-
riosas reconstrucciones de planchas. Al siguiente viaje de tra-
bajo, papá se acercaba a la filatelia, hacían cuentas y abonaba
los sellos que se había quedado.
Una vez al año, yo acudía solo a este lugar para regalarle
algún sello especial a mi padre. Nadie mejor que don Manuel
para asesorarme en la compra. A él le compré un precioso
bloque de cuatro sellos del de un real azul de 1855 ó 1856,
con un matasellos perfecto y bien centrado. En otra ocasión,
me aconsejó que le regalase un libro de título muy sugeren-
te… “El tres cuartos de 1852”. Todo el libro trataba de un
solo sello, y era un “ladrillo” que por su grosor y densidad de
471
conocimientos, podía estar en cualquier curso de caminos sin
desmerecer un ápice con cualquier otra asignatura. Pero don
Manuel conocía la colección de papá casi tan bien como él y
sabía con certeza qué necesitaba para completar sus conoci-
mientos de filatelia de altura.
Este hobby llenó infinidad de horas nocturnas, cuando en
invierno el otro, las mariposas, no le proporcionaban trabajo
suficiente. Papá se sentaba, después de merendar un café con
leche, en el sillón frente a la mesa de castaño de su despacho
y raro era el día que no le daban las doce de la noche allí, por
supuesto, con un descanso intermedio para cenar austeramen-
te, la mayor parte de las veces una tortilla francesa.
El tema de los sellos clásicos siempre me gusto y lo encon-
tré apasionante, pero nunca tuve valor ni paciencia como para
lanzarme a un tema que exigía tantos conocimientos, aunque
a la sombra de papá algo aprendí de esta ciencia. Sello placado
(reparado), papel de filigrana, matasellos de parrilla, de ara-
ña roja, número de dentado y otros muchos vocablos todavía
permanecen incrustados entre mis neuronas.
Por fin la Granja, esta vez de canarios, y tras casi dos años
de preparativos estaba funcionando a pleno rendimiento. Ha-
bía trabajado de lo lindo criando y seleccionando reproduc-
tores y mi socio Mier, que tenía dotes de inventor, mecanizó
al máximo posible toda la instalación: los fondos de las jaulas
cubiertos de arena, eran cintas trasportadoras que se acciona-
ban mediante una manivela y que vertían la arena sucia sobre
un tamiz que separaba los excrementos y restos de comida de
la arena. Una vez cribada y limpia, se echaba en una tolva y
dando unas vueltas a la manivela cubría de nuevo el fondo de
las jaulas, sin necesidad de haber molestado a los pájaros más
de lo necesario. La mezcla de granos, alpiste, nabina, negrillo,
cañamón, etc. se distribuía por un canal metálico que atra-
472
vesaba todas las jaulas y por el interior del cual se movía una
cadena que arrastraba el grano limpio y retiraba el sucio a un
depósito, desde el que se dejaba caer a otro por delante del aire
de un ventilador, que separaba el polvo, las cascarillas vacías y
algún resto poco pesado. El agua por goteo era corriente y por
último, lo más complicado, que era preparar huevo cocido y
triturado para tanto pájaro. Cada día en plena época de cría,
era necesario cocer y machacar doscientos huevos de gallina.
Cocerlos era una cuestión de tiempo que se aprovechaba para
hacer otros trabajos, pero el resto requería una máquina que
no existía en el mercado, así que hubo que diseñarla y cons-
truirla con escaso presupuesto.
Con un motor de lavadora, unas correas de ventilador de
coche, unas poleas viejas y el pasapurés más grande que en-
contramos en el mercado, se hizo el milagro; con verter dentro
poco a poco los huevos cocidos enteros, incluso con cáscara, la
máquina hacía el resto a la perfección.
Este primer año, más de 1500 canarios salieron de la “fá-
brica”.
Durante mis escapadas desde Madrid, disfruté de este
tinglado muchísimo, porque, contemplar aquel espectáculo
de casi 2000 aves cantando, comiendo, haciendo sus nidos y
alimentando a sus hijos era para mí casi la felicidad absolu-
ta, me habría quedado con todos, pero tenía que venderlos si
quería disfrutar de la cría otra vez en la siguiente temporada.
Vender tal cantidad de canarios era un auténtico reto,
donde había que afinar precios para luchar con la competencia
y, por supuesto, vender directamente a pajarerías y mayoristas.
En aquellos años los canarios eran caros y había margen para
todos. Mi problema siempre era el mismo, me gustaban todos
demasiado y me costaba decidir a cuales debía de vender.
La venta de canarios a mi clientela habitual de otros pá-
jaros resultó rentable y me permitió comprar otras aves y au-
473
mentar mi colección. La mayor parte del beneficio lo dirigí
a las anátidas, (patos, gansos y cisnes), que eran las aves que
más admiraba, entre otras razones por su escasez en el campo
de Santander y por la dificultad de cazarlas; el número de sus
especies, cercano a las ciento cincuenta, abría un mundo casi
ilimitado y con aves preciosas a las que sólo conocía por fotos
y dibujos de libros especializados.
En el mismo lugar de los canarios teníamos un cajón con
salvado de trigo y un montón de gusanos de la harina en todos
los estadios de la especie, larvas de todos los tamaños, coleóp-
teros, pupas y huevos. Utilizábamos las larvas o gusanos como
alimento de unos lagartos preciosos que teníamos en un jau-
lón de tela metálica fina, por la que les era imposible escapar.
Un día, en el criadero de gusanos, Mier descubrió un gusano
diferente, que en vez de dorado era negro y corría al triple de
velocidad de los otros, lo apartó en un frasco para que yo lo
viera.
En cuanto le puse la vista encima estuve seguro de que
aquel gusanito insignificante de 0,25 gramos de peso tenía
algo de especial.
-Voy a registrar el cajón a ver si encuentro más como él,
pues es muy raro que esté solo, si es otra especie como supon-
go, la hembra que puso aquí un huevo lógicamente debió de
poner mas.-Tras dos horas de mirar y remirar entre el salvado,
conté la cosecha, cincuenta y tres gusanos negros y corredores
en un excelente estado de forma física y de salud, el trabajo
había merecido la pena, ahora tocaba comenzar la investiga-
ción. Aquellos bichitos habían despertado mi instinto inves-
tigador aletargado, desde que estuve unos meses concentrado
en la vida de los tritones, no me había dedicado a estudiar a
ninguna forma de vida con intensidad. Antes de preparar el
equipaje para volver a Madrid, acondicioné un frasco vacío,
que contuvo mermelada, al que le hice con un clavo fino un
474
sinfín de pequeños orificios en la tapa, allí acomodé a los 53
hermanos, todos del mismo tamaño y con idéntica coloración
y velocidad.
475
cido. Recuerdo uno que era más aficionado y que a cambio de
un rato de palique me traía una almohada de los coches cama
y así dormía divinamente, como diría mi abuela. Tantas veces
coincidí con este revisor que en un viaje le regalé una piedra
de blenda acaramelada de los Picos de Europa para un hijo
que coleccionaba minerales.
En este viaje, al llegar a la capital y ya en mi casa de Lon-
dres 5, coloqué a los 53 gusanos en la mesita de noche junto a
un libro de cálculo de estructuras que me traía a mal traer, con
lo que conseguí que éste casi pasase desapercibido. A los po-
cos días los gusanos se trasformaron en pupas y diez días más
tarde éstos a su vez en escarabajos blancos que en unas horas
tomaron un color castaño y en un par de días un negro mate.
Ahora todo empezaba a estar claro como el agua: estos esca-
rabajos eran una especie diferente de la que yo, como otros
muchos aficionados más, cultivábamos como alimento.
Pocos días después observé una primera pareja en cópula
y posteriormente descubrí que pegaban las puestas al fondo
del recipiente, de forma que si miraba éste al trasluz desde
abajo, veía perfectamente los huevecillos blancos pegados muy
juntos unos al lado de otros.
A partir de ahí padecí una fiebre investigadora permanen-
te. Quería saberlo todo, cuantos huevos ponían de promedio,
la duración de la vida de los adultos, que alimentos les gusta-
ban más, cuánto duraba un ciclo completo y mil cosas más.
Lo primero que me llamó poderosamente la atención fue lo
prolíficos que eran a diferencia de los “domésticos” que po-
nían los huevos con cuentagotas. Estos ponían como mínimo
veinte veces más.
Pesé, medí, conté e hice números de producción y pros-
pección de mercados. Viajé con mí laboratorio portátil en via-
je de turismo al Pirineo y de allí a Torrelavega, donde aumenté
el tamaño de la planta piloto hasta una escala semi-industrial,
476
y donde en pocos meses conseguí tener unos cientos de miles
de gusanos que calculaba su número con muestreos, pesando
y contando.
No sabía que mi “cuento de la lechera” de invadir el Mun-
do con mi producción de gusanos tendría en un par de años
su fin.
Pero de momento la fábrica de gusanos negros y corre-
dores estaba en plena producción. Lo primero que hacía al
llegar de mis escapadas de Madrid era ver como marchaba la
producción. Había fabricado unos cajones de madera con el
fondo de tela metálica tan fina que los gusanos no pudiesen
atravesarla. Allí colocaba a los gusanos con abundante salvado
que comían como limas. El fondo de tela permitía evacuar los
excrementos, que más que tales, parecía polvo o arena muy
finos.
Cuando quería evaluar las existencias, volcaba por un
embudo el contenido de un recipiente que después manaba
lentamente frente a un ventilador que arrastraba el salvado de
poco peso, pero permitía que los gusanos más densos cayesen
a plomo en otro recipiente. De él tomaba la muestra que pe-
saba en la balanza de precisión y que después contaba con cui-
dado para evaluar el número aproximado pesando la totalidad
de las existencias y haciendo un sencilla regla de tres, sacaba
el número aproximado de cabezas de mi “ganadería”. Era una
manera de perder el tiempo como otra cualquiera, pero que a
mí me relajaba más, que por ejemplo, hacer crucigramas.
477
nacidas de unos huevos que cogieron en la marisma de Reque-
jada distante un kilómetro de su casa.
Al mañana siguiente, movido por la curiosidad, me acer-
qué hasta la cuadra donde Daniel tenía sus animales. Allí Da-
niel me enseñó los cuatro extraños pajarracos que mi mente
tardó en identificar: eran negros y estaban recubiertos de plu-
món, sus dedos largos estaban preparados para moverse sobre
terreno pantanoso y en su cara tenían una especie de barba
pelirroja que recordaba haber visto en algún libro.
Cogí uno en mi mano y al verle de cerca se me hizo la
luz.
-Son pollos de focha. Estas patas, con los dedos con estos
pliegues de piel hacia fuera que les sirven para nadar, son de-
terminantes sin lugar a dudas.
-Pues comen “gusanas” como fieras. Mira y verás.-
Efectivamente, los cuatro pollos se lanzaron sobre ellas
como posesos y cada uno con una gusana en su pico comenzó
a corretear por la caja para que no se la robase ninguno de sus
hermanos. Con tanta protección a su comida no se atrevían
a detenerse y como consecuencia, les llevó un buen rato el
comerse a las pobres gusanas.
-Si crías los cuatro, te puedo cambiar una pareja por otra
cosa…-
-No te preocupes que no pienso estarme toda la vida co-
giendo gusanas, en cuanto los quieras te los doy.-
-Ya hablaremos más adelante.-
A punto de despedirme y al pasar junto a una tejabana
donde guardaba un carro, oigo unos piídos extraños. Al ver
en mi rostro un gesto de interrogación y percibir el origen me
dice.
-Los que pían son unos pollos de “Cascarete” que ayer,
al sacar el carro, se han caído del nido y andan por el suelo
arrastrándose. Creo que sus padres los han abandonado.-
478
“Cascarete” es el nombre que le dan a los chochines por
estos pueblos. Son unos de los pájaros más simpáticos de Es-
paña, al tiempo que de los más pequeños. Los conozco per-
fectamente desde que era niño de verlos por el jardín, pero
además, los gemelos que mi padre usaba, “de toda la vida”,
estaban confeccionados con monedas inglesas de penique con
un baño de plata, y en dichas monedas la imagen no es la Rei-
na de Inglaterra sino el “wren”, chochín, en castellano, uno de
los pájaros preferidos de los habitantes de las islas Británicas.
Rebuscando por el suelo bajo el carro encontramos a dos
pajaritos descarriados, estaban a medio emplumar, por su-
puesto no sabían comer y mucho menos buscarse ellos solos
su sustento; de cualquier forma abandonados o no, el peligro
de ser merienda de gatos o cena de ratas era tan claro, que a
pesar de saber la dificultad que entraña criar uno de estos in-
sectívoros y teniendo en cuenta mi disponibilidad de tiempo,
me los meto en un bolsillo y con ellos me voy a Torrelavega.
Con huevo cocido, gusanos, carne picada y mucha pa-
ciencia, en unos días sus colitas, al principio imperceptibles
por lo cortas, habían crecido como también lo hicieron sus
alas y que les permitían volar de un palo a otro, por lo que,
llegados a este punto, comienzo su educación para que vivan
por su cuenta.
Después de darles de comer toca paseo, salen conmigo al
jardín y me siguen hasta su destino, la parte baja de un abeto
donde entre sus ramas están a sus anchas. Allí revolotean, pi-
cotean entre las hojas y acículas que cubren el suelo en busca
de animalitos tan diminutos que no se si comen algo o no.
Entre tanto, me tumbo bajo el árbol haciendo el zángano,
porque una madre que se precie debe de estar pendiente de sus
hijos en todo momento.
Por la noche, dejo las luces del gallinero encendidas y
un par de ventanas abiertas. Es un truco que se me ha ocu-
479
rrido para conseguir mosquitos y así además aprenden ellos
mismos a cazarlos.
Por la mañana, se suben cada uno en uno de mis dedos
índices y así, con uno posado en cada mano, los acerco a los
cristales donde los mosquitos que han entrado por la noche se
han quedado posados al no acertar a salir. ¡Es increíble ver a la
velocidad que desayunan todos los mosquitos de una noche!
¡No se dejan ni uno!
Como siempre ocurre, hay uno más espabilado que em-
pieza enseguida a valerse por sí mismo y decide emanciparse.
Pronto deja de acudir a mi llamada y un par de días más tarde
le doy por desaparecido. Espero que no le haya ocurrido nin-
guna desgracia.
Al torpe le dejo libre por el gallinero sin gallinas para que
aprenda a buscarse el sustento. Todas las mañanas en cuanto
me ve vuela a mi dedo para recorrer, allí posado, todas las cris-
taleras de las ventanas a la caza del mosquito…Una mañana
no lo hace y al instante comienzo a preocuparme. Busco y
rebusco sin éxito ¿Se habrá escapado por una rendija? Pare-
ce imposible, pero con su tamaño y su habilidad todo puede
ocurrir. Nato, el jardinero, se une a la búsqueda, pero tampo-
co aparece por los alrededores del edificio.
Desgraciadamente todo se aclara por la tarde, cuando, al
fin, aparece en el interior de una lechera o perola que contie-
ne un fondillo de agua, la suficiente para que el pobre pájaro
muera ahogado. Su curiosidad innata le perdió. No sé como
no imaginé que su instinto de rebuscar en los lugares más in-
verosímiles podía acarrearle esta desgracia u otra similar.
He aprendido la lección que ya me había anticipado papá
varias veces: “No dejes los pájaros sueltos, que te quedarás sin
ellos”. Porque el disgusto de ver aquel pequeño cadáver flotando,
que hasta la víspera dependió de mí, no se olvida fácilmente, y
cada vez que vea un chochín, me recordará a este infortunado.
480
-Lo mejor para llevarse un disgusto es dejar a los animales
sin control.- Me repetí una y mil veces como castigo por mi
necedad.
481
El autor junto al “Pájaro Azul”.
482
el campo, una barbacoa portátil con una plancha para poner
encima y una nevera para las bebidas y el trasporte de los ali-
mentos antes de ser cocinados.
Preparé el banquete a conciencia. Compré una docena de
langostinos de primera que eran una hermosura, dos chuletas
de lomo de vaca tamaño folio, dos botellas de marca, una de
tinto y otra de blanco, y algunas chucherías más. Los vasos de
cristal, servilletas de hilo y cubiertos eran cosa de ella. La mesa
que pensaba instalar en pleno campo burgalés, no desmerece-
ría para nada en el restaurante del Hotel Real.
A las siete de la mañana salimos de mi pueblo en el pájaro
azul convertido en furgoneta, ya que, para poder llevar tanto
equipaje, tuve que prescindir del asiento de atrás, que dejé en
tierra. Por falta de espacio, Cora viajaba acurrucada entre los
pies de Maribel.
Fuimos por el Puerto del Escudo, en vez de por Reinosa,
por donde era más largo el trayecto, pero menos pendiente la
carretera.
El “seiscientucos” se portó como un jabato y en dos horas
menos diez minutos nos deteníamos en un rastrojo de Quin-
tanilla, en la vega que está al final del monte llamado la De-
hesilla y a la que se accede por un sendero junto a unas huras
de conejo. Allí instalamos el campamento base, sacamos la
mesa, sillas, perra y otros pertrechos y con la canana al cinto y
la escopeta en mis manos, marca Ugartechea y calibre veinte,
que acababa de regalar a Maribel para ver si así se aficionaba a
la caza, pisé el primer rastrojo.
Al minuto la Cora estaba en muestra y estrené mi por-
tacazas…La perra demostró durante tres horas que donde ha
habido siempre queda, y, sin acelerarse pero sin detenerse y sin
derrochar un átomo de su energía, fue poniendo codornices y
yo haciendo mi trabajo hasta que al mediodía, con veintitrés
codornices en la percha, decidimos que ya era suficiente.
483
Encender la barbacoa me llevó un tiempo hasta que el
carbón vegetal se convirtió en brasa. Cuando esto ocurrió
puse la plancha que unté con aceite y sobre ella los langosti-
nos rociados de sal. Nada más retirarlos sustituí la plancha por
la parrilla y sobre ella las dos chuletas, con ajo, perejil, aceite
y sal y sus efluvios nos “marearon” mientras dábamos cuenta
de los anteriores.
Fue un banquete en toda regla al que siguió una siesta a
la sombra del último matorral de la Dehesilla que estaba más
cercano al coche.
Por la tarde, en una avena cercana al molino, la Cora voló
varias más y a las seis de la tarde comenzamos a recoger para
emprender el regreso. Treinta y cinco codornices entre Cora y
yo sería para los dos una buena despedida definitiva de la caza
de estas aves, ni ella ni yo volveríamos a cazar codornices, ni
juntos ni separados.
Entre unas cosas y otras comenzamos la bajada del Escu-
do en noche cerrada. Al cambiar de velocidad para reducir al
llegar a la rampa más pendiente un gemido bajito surgió de los
bajos del coche, pero fue un ruido extraño que no tenía nada
de metálico. Maribel encendió la luz del espejo miró a sus pies
y al instante la apagó haciendo un corto comentario.
-Aquí se mueve algo negro.-
-¿Que se mueve qué?-
-Parece un bicho, no quiero ni mirar.-
Aparqué el coche en la cuneta, encendí la luz y miré junto
a la Cora… Un cachorrito recién nacido peleaba por abrirse
camino en la vida buscando su primer trago de leche, era ne-
gro completamente y en nada recordaba a un Epagneul Breton.
Cora acababa de tener su último hijo bajando el Escudo al
tiempo que cazaba por última vez codornices.
-¿Qué me dijiste que la pasaba a la Cora para estar tan
descolgada…? Ahí está la verdadera explicación: un bonito
484
cruce de Epagneul y Teckel ¡Lo nunca visto! Y por si fuese poco,
nacido en pleno descenso del Escudo, e hijo de una madre que
cazó de cine ese mismo día.-
485
echasen con cajas destempladas, cerrándome un camino al
nuevo mundo que estaba conociendo.
En la escuela de Ingenieros de Montes tenían anima-
les curiosos de los que el que más me llamó la atención era
“El Calamita,” un sapejo rechoncho con cara de bonachón y
nombre de habitante de otro planeta, pues a mí me sonaba a
Selenita, que era el nombre que se les atribuía a los supues-
tos habitantes de la Luna. Poseía una habilidad que parecía
magia, que dejaba boquiabiertos a los que le veían ejercitarla.
Tenía mucho que ver con la comida, por lo que a base de sus
exhibiciones el sapejo se estaba poniendo redondo.
-Voy a darle unos gusanos de la harina al Calamita- decía
Javier atrayendo hacia el sapo todas las miradas de los pre-
sentes. Acto seguido y con mucho cuidado, depositaba en el
suelo con la punta de una pinza y a pocos centímetros de la
cara impasible del bicho, un sabrosísimo gusano de la harina.
En ese momento ninguno de los presentes pestañeaba y así y
todo…
-¡¡¡Ya se lo comió y no le he visto ni abrir la boca!!! Apenas
le he notado una especie de guiño en un ojo.- La rapidez del
Calamita para engullir era increíble, pero faltaba lo mejor.
-¡Ponle dos, Javier, ponle dos!- pedíamos al unísono y Ja-
vier accedía y depositaba dos, a un par de centímetros uno de
otro.
El Calamita hacía una especie de parpadeo y desaparecían
al instante los dos gusanos. Parecía magia dada la velocidad
con que habría y cerraba la boca, y con su lengua rapidísima
se comía a los dos de un solo golpe.
Otro sapo común llamaba la atención por su tamaño. Era
tan grande como una tortilla de patatas, pero mucho menos
apetecible, lo habían traído desde Extremadura, y era muy res-
petado, ya que Javier aseguraba que a alguno de los presentes
más jóvenes nos podía doblar en edad.
486
El pollo de búho real criado a mano, que se paseaba
por encima de los periódicos que había sobre la mesa como
buscando alguna noticia en especial, era otra de las estrellas
fijas de aquel lugar…pero otras que no eran tan apreciadas
ni la mitad de graciosas, eran “despedidas” a un frasco con
formol.
Estos sacrificios en pro de la ciencia a mí no me gustaban,
y preguntaba por los especímenes que echaba de menos, sin-
tiéndome culpable de los que morían por mi culpa al haberlos
aportado yo.
El equipo humano además de Javier, lo componían una
chica sudamericana muy atractiva, un jovenzuelo dos años
menor que yo que me sacaba la cabeza de estatura y a juz-
gar por el tamaño de sus pies, tres números en el calzado, se
llamaba Jesús Garzón y le apodaban “Suso Crusoe”, al vivir
habitualmente por los montes y en solitario con el cielo como
único techo; con la misma facilidad dormía a la sombra de la
luna de un haya de la sierra de los Ancares, bajo un alcornoque
de Doñana, que en la cama de su habitación. Otro espécimen
de origen gallego, ponía la nota más pintoresca al conjunto,
Manuel Meijide, “Watson” (por su costumbre de decir con
frecuencia “Elemental, querido Watson”), era una fuerza de la
naturaleza con título de biólogo, al que todo ser vivo o muerto
desde hace trescientos millones de años le interesaba, lo que
le daba un valor importantísimo al equipo. A mí me llamaba
“Pardof,” aunque en mi aspecto no hubiera nada que recorda-
se a un ruso.
Un “culebrero” no demasiado expresivo, que respondía
por Alfredo Salvador, y varios entusiastas más de los que no
recuerdo el nombre, se aglutinaban alrededor de Javier y de
una misma afición: los seres vivos. Yo nunca llegué a inte-
grarme en el equipo. Colaboraba y al mismo tiempo era un
espectador esporádico sediento de sus conocimientos. Entre
487
el resto y yo había una relación de simbiosis de la que todos
salíamos algo beneficiados.
488
Fue un día de principios de octubre, cuando una llama-
da semejante le comunicó a papá otro terrible accidente. El
segundo hijo de Tito, su compañero de caza de tantos años,
había muerto con dieciséis años al disparársele los dos tiros de
su escopeta en un momento en que la vida le sonreía, acababa
de aprobar la reválida de sexto y esa mañana había cazado dos
perdices. Probablemente, una avería en el muelle del seguro
del arma le costó la vida.
Ambos entierros tienen en este lugar unas características
trágicas muy similares y el dolor invade hasta el último rincón
y afecta a todos los presentes; varios de nosotros hemos acom-
pañado aquí al duelo en las dos ocasiones.
Sufrí allí otra vez, al ver una familia destrozada por la
muerte en accidente de uno de sus miembros más jóvenes.
Después de pasarme la muerte rozando por dos veces,
imaginé lo que habría sido para mi familia una tragedia de
estas dimensiones.
489
Manuel, decidí salir al campo yo solo, para ver si el aire libre y
la naturaleza me levantaban mi ánimo decaído.
La ocasión más propicia se presentó una nubosa mañana
de abril, en que me fui a hacer uno de mis safaris solitarios por
la orilla sur del embalse del Ebro, próximo a Reinosa; cuando
buscaba ranas de San Antonio en una zona encharcada, uno
de mis deportes favoritos, descubrí un pequeño manantial
que, entre piedras, formaba una poza de no más de un metro
cuadrado. Justo en el instante en que lo vi, una especie de ex-
traña lagartija negruzca nadando bajo el agua, se escondió en-
tre unas rendijas de las piedras del fondo. Me arrodillé junto
a la poza y lentamente levanté las piedras, metí las dos manos
juntas en el agua formando un cuenco y dentro de él saqué
a un extraño ser como nunca Javier me había mostrado otro
semejante, al cogerle entre mis dedos y debatirse intentan-
do escapar, se giró sobre sí mismo y pude ver su vientre rojo
anaranjado. Tuve la certeza de haber hecho un descubrimien-
to importante. Saqué todas las piedras para que no quedasen
escondites, y rebuscando entre la escasa vegetación acuática
capturé ocho más como él.
Automáticamente suspendí la excursión y volví a casa con
mis joyas, para instalarlas en un acuario hasta llevarlas a Ma-
drid y que Javier valorase la importancia de la captura
Dos días más tarde entraban conmigo en el Laboratorio
de la escuela de Ingenieros de Montes.
-¡Hombre Pardo! ¿Qué traes esta vez?- El saludo de Javier
en tono inexpresivo no parecía presagiar la cascada de pregun-
tas que segundos más tarde saldrían de su boca. En cuánto
saqué de mi bolsa el tarro transparente que contenía a mis
capturas y los ojos de Javier se enfocaron en él…
-¿Qué es esto? ¿Es posible lo que veo? ¿Dónde estaban?
¿Había más? ¿Son de Covadonga?- Poco a poco le expliqué
todo lo quería saber, le dibujé un plano de la zona, incluyendo
490
Arija y San Vicente de Villamezán, los dos pueblos más próxi-
mos al lugar de la captura y le juré que intentaría buscar más.
Javier estaba exultante.
-¡No sabes lo que has hecho, es un descubrimiento im-
portantísimo! La primera vez que se captura en la provincia
de Burgos y sólo a 850 metros sobre el nivel del mar. Hasta
ahora se los conocía sólo de los lagos de Covadonga. Pardo,
búscame más.-
-¡Te felicito Pardof! ¡Has hecho un gran descubrimiento
para la ciencia!- “Watson” siempre animaba a todo el mundo.
491
Al oírlo, María, de sólo tres añitos, corre en mi busca
inmediatamente con todo su entusiasmo, me encuentra al
instante y se lanza con tal ímpetu a darme un beso, que la
“pesco” en el aire en el momento en que está apunto de caer
encima de doscientos cincuenta mil cuatrocientos veintitrés
pequeños gusanos negros y veloces… pudo ser una catástro-
fe, pero todo quedó en el abrazo y el beso de una niña que
adoraba a su tío...
El fin de la planta de producción de gusanos negros estaba
apunto de comenzar, debido a diferentes y variadas causas.
Por una parte los estudios, que hubo que tomárselos
más en serio ya que tenía novia y edad suficiente para pensar
en casarme. Además, los gusanos negros eran de comporta-
miento “caprichoso”… a diferencia de los otros, que hacían
una generación tras otra sin pausa alguna. Los negros, alcan-
zado el tamaño máximo, se podían quedar en él estancados
durante meses a la espera de una señal exterior de humedad
o temperatura o ambas al tiempo, que pusiese en marcha el
proceso de la metamorfosis a pupa o crisálida. Como esto no
ocurría por no sé qué causa, se detenía la producción y no
tenía materialmente tiempo de investigar el por qué. Por úl-
timo, dos pollitos de chorlitejo patinegro recién nacidos que
encontró alguien que me conocía, a la orilla del Embalse del
Ebro, dieron la puntilla a la planta piloto. Estos chorlitejos,
a pesar de su pequeño tamaño, comieron gusanos a un ritmo
tal, que, ayudados por unos ratones voluntariosos y con sus
mismos gustos, en dos meses seguidos que pasé en Madrid
por necesidades profesionales, dieron al traste con las exis-
tencias de la planta piloto.
Mientras los chorlitejos se ponían las botas a mi costa
con mis gusanos, y los ratones del gallinero se daban el gran
banquete, yo, en Madrid, intentaba estudiar todos los días,
pero mis buenas intenciones iban a quedar truncadas breve-
492
mente desde el día de San Isidro a las 7 de la mañana, hasta
dos días después.
A esa hora me desperté desasosegado con una extraña
sensación. Minutos después se había convertido en un do-
lor insoportable y mi temperatura descendió a treinta y cinco
grados debido a un sudor frío que me bañó y que a mí me
pareció la antesala de la muerte. Mis padres, que estaban con
nosotros, me llevaron a toda prisa y me ingresaron vivo en el
Hospital San Francisco de Asís de la Calle Velázquez, eso sí,
creyendo yo que estaba viviendo mis últimos momentos.
Como un milagro o por arte de magia para los más incré-
dulos, al poco rato de ingresar en el Hospital mis espantosos
dolores desaparecieron. Acababa de llegar a la primera planta
del hospital.
Después de mirarme, analizarme y radiografiarme el doc-
tor Vara hizo su diagnostico: “Con toda probabilidad el cau-
sante es un dolor muscular”.
El tiempo, sin embargo demostró más adelante, que este
diagnóstico era erróneo y basado en pruebas tan circunstancia-
les como que la víspera cargué durante un recorrido de veinte
metros con una caja de quince kilos que contenía una pareja
de tarros blancos y otra de patos mandarines que compré en
Kenia, por un total de siete mil pesetas, y que a última hora de
la tarde facturé por RENFE a la estación de Torrelavega. Allí
los recogería alguien de la familia.
Tras día y pico de observación y harto de ver la tele, me
dieron de alta y volví a mi vida habitual.
493
tura del mismo: “Por una exploración” (de quince minutos
escasos), quince mil pesetitas de nada… a mil pelas el minuto.
Cuando, incrédulo, releí la factura, me di cuenta que había
equivocado la carrera, y estuve a punto de cambiarme de Ca-
minos a Medicina, pero no pude hacerlo al sufrir un desmayo
de la impresión.
Por otro lado, llegó la factura del hospital de un día y
medio en observación viendo la tele… Fue sin duda el día de
San Isidro más caro de mi vida y por culpa mía… me tenía
que haber ido “de puente,” como hice en años anteriores. Si
me hubiese ocurrido el percance en Torrelavega, don Enrique
Otí, el médico de la Mina, me habría diagnosticado mi dolen-
cia gratis y con más acierto.
494
Me pasé horas y más horas mirando aquella maravilla.
Vi desarrollarse las diminutas larvas dentro de los huevos que
aumentaban de tamaño cada día y vi salir a través de aque-
lla membrana que los contenía como si fuese un diminuto
acuario a aquellos pequeños seres vivos parecidos a pececillos
enanos provistos de una especie de plumeros a los lados de la
cabeza que les servían para respirar.
Los debí de observar demasiado a juzgar por el resultado
en junio de algunos exámenes…
495
497
A los dieciocho años el ejército se había acordado de mí.
Hasta entonces había permanecido ignorándome, pero una
carta, en la que me comunicaban escuetamente la fecha en
que querían conocer mi estatura, constituyó el primer aviso de
que, tarde o temprano, tendría que vestir el uniforme militar.
Comenzaba así, con el acto de la “talla”, la lucha de los
estudiantes por compatibilizar su vida académica con la vida
militar obligatoria. Desde aquel momento en que recibí la
carta me uní al número, casi infinito, de jóvenes españoles
que intentábamos resolver este problema de la mejor y más
cómoda forma posible.
El abanico de posibilidades que se abría ante mí era bastante
escaso. La opción de que me desechasen por un problema físico
no tenía visos de prosperar y renuncié a ella desde un principio,
mi salud era buena, mi vista excelente, y no veía la forma de por
dónde “meterle el diente” a un tribunal médico militar.
Quedaban, por tanto, dos opciones. Una, la mili normal,
la del grueso de los españoles de entonces, era claramente in-
compatible con los estudios de Ingeniero de Caminos que aca-
baba de comenzar. Dieciocho meses enrolado en el ejército, en
quién sabe qué destino aleatorio, no parecía ni apetecible ni
“compaginable” con los estudios, y la otra, por la que opté, la
milicia universitaria, llamada Instrucción Preliminar Superior,
499
I.P.S. En algún momento de los próximos años ocuparía dos
veranos enteros, desde el uno de junio hasta el treinta y uno
de agosto, en un campamento especial, junto con otros miles
de estudiantes como yo. Pero antes de esto deberían ocurrir
muchas cosas…
Para ir a los campamentos de verano debería tener apro-
bado el ingreso en Caminos y haberme examinado de primero.
Pero el ingreso en Caminos, había sido una empresa harto “ar-
dua y peligrosa”. Mientras tanto, comencé con las prórrogas.
Todos los años tuve que solicitar las consiguientes prórro-
gas para evitar ser sorteado a un “viaje de vacaciones” de die-
ciocho meses de duración, eso sí, gratis, ya que el alimento y la
ropa eran por cuenta del ejército. Con la prórroga concedida
en el bolsillo, me iba tranquilamente de vacaciones a bañarme
en el Cantábrico. Pero aquello tenía un final, podía estirarlo
“como una goma”, pero sólo hasta terminar tercero, porque en
ese momento se acababan las prórrogas y, o solicitaba acudir a
las pruebas físicas y “psíquicas” para que me admitiesen en la
I.P.S., o sencillamente el sorteo diría hacia qué región militar
me regalarían un billete de tren…
500
hasta el 31 de agosto, SÓLO DOS MESES EN LUGAR DE
TRES, Y LO MISMO SE HARÁ AL AÑO SIGUIENTE.”
-¡Lo han acortado un mes por año!- dijimos todos y cada
uno de los estudiantes de España, que estábamos en mi caso,
a nuestras respectivas familias.
-¡No puedo perder esta oportunidad!- me dije yo en par-
ticular. Y decidí hacer todo lo posible para incorporarme a
filas en la famosa I.P.S.
El test “psicotécnico” era preciso aprobarlo, pero era una
cuestión de suerte. Nadie hasta entonces sabía qué había que
contestar para que te admitiesen o te rechazasen y, por supues-
to, todos contestábamos las preguntas de un modo bastante
parecido… y no creo que nadie pusiese “Sí” en la contestación
de “¿Siente deseos repentinos de matar a su familia?”, y a otras
preguntas de parecido talante.
La prueba física ya era otro cantar, y ahí había que en-
tregarse a fondo. Correr los 100 metros lisos en 14 segundos,
saltar 4,50 metros de longitud y 1,30 de de altura, saltar “el
caballo” (extraño aparato de cuatro patas, que ya conocía del
colegio y con el que nunca simpaticé), contra el que era nor-
mal que se estrellasen muchas peticiones a Caballero Aspirante
junto con el cuerpo del titular, pero por suerte o habilidad no
sería mi caso… y por último, lo más complicado y donde más
aspirantes caían, (algunos desde bastante arriba), que consistía
en trepar por una cuerda hasta seis metros de altura.
El lugar elegido para esta demostración de poderío fue
el Palacio de los Deportes de Madrid (destruido por el fuego
treinta años más tarde), y la fecha, el día tres de enero de ese
mismo año.
El viaje a Madrid en tren en plenas fiestas navideñas de-
jando caza y novia, no me hizo maldita la gracia.
Para llegar a las pruebas físicas bien fresco, RENFE me
brindó su apoyo incondicional y el tren estuvo averiado o de-
501
tenido en las Hoces de Bárcena, antes de Reinosa, durante
cinco horas, sin calefacción, rodeados de nieve y a muchos
grados bajo cero en el exterior.
Sobrevivimos todos los pasajeros a base de imaginación,
de fuegos hechos en el interior del tren aprovechando perió-
dicos usados, de juntar envueltos en la misma manta doce
pies descalzos, y a pesar del hielo en el interior del vagón que
cubría los cristales.
Llegamos a Madrid a las dos de la tarde, con seis horas de
retraso, en mangas de camisa (porque cuando se arregló la ca-
lefacción se notó de veras), aunque con un hambre, que estuve
a punto de comerme los periódicos sobrantes de las hogueras
de la noche.
A pesar de todos estos contratiempos sin importancia, mi
resultado en las pruebas físicas fue un éxito absoluto, aunque
no sin esfuerzo. Las consecuencias: el uno de julio yo estaría
viviendo entre Toro y Zamora, en un precioso lugar rebosante
de vida y de “Caballeros Aspirantes”, el campamento militar
de Monte la Reina.
Antes de ir allí, acudí a un sastre de la calle del Pez en Ma-
drid que me hizo un magnífico uniforme militar “de paseo”
que tenía que llevar de casa... y costeármelo yo mismo. El fusil
y todo lo demás me lo suministraba el ejército.
Unos días antes de julio nos vacunaron como si fuése-
mos reses, mientras pasábamos en fila de a uno entre varios
enfermeros situados a izquierda y derecha y armados de unas
extrañas pistolas con las que nos inyectaron no sé qué vacunas
de las habituales, y quizá también la de la rabia, que a más de
uno le tuvieron postrado varios días en cama.
Después de una comida de despedida en Zamora, con el
pelo cortado de casa a la longitud reglamentaria, recorrí en
un tren militar el trayecto desde Zamora hasta el apeadero de
Monte la Reina.
502
Todos sus ocupantes íbamos igual. La resignación era pa-
tente en nuestros rostros y nuestra intención también... procurar
sobrevivir lo mejor posible a aquello de lo que tanto habíamos
oído hablar, pero que ahora lo íbamos a vivir intensamente.
Una vez llegamos, fuimos llamados por los altavoces. Nos
agruparon por compañías, nos colocaron en largas filas y fui-
mos provistos de uniformes de trabajo, botas, traje de deporte,
(pantalón azul marino corto y camiseta blanca) y alguna otra
cosa más. No quedamos demasiado bien vestidos en aquella
sastrería, pero tampoco íbamos pensando en presumir.
Más tarde nos dieron mantas y almohadas, y nos repar-
tieron en tiendas de campaña cónicas y algo parecidas a las de
los indios.
Hasta metro y medio de altura, la tienda tenía una especie
de muro de ladrillo revocado y encalado, con unas divisiones
a modo de nichos. Donde acababa la obra de ladrillo comen-
zaba la lona, como la carpa de un circo, con un mástil central.
Cada uno de los doce nos hicimos con un hueco o “pilarillo”
donde instalamos todas nuestras pertenencias, incluida una
bolsa de viaje de plástico verde claro en la que a los lados, en
blanco, ponía la consabida “Instrucción Preliminar Superior”
junto con su escudo de armas.
Ya alojados y vestidos, llegó lo que nos temíamos. Nos
dieron hora para el día siguiente a las seis y media de la maña-
na y dijeron que nos avisarían a toque de corneta.
-¡Tararí!- sonó la corneta a la hora prevista y todos co-
menzamos a correr de aquí para allá.
Primero vestirse y salir a formar a toda prisa. Afuera el Te-
niente, el Alférez y un “Aspirante” del año anterior asimilado
de Sargento. Nos cuentan a los ochenta y dos de la 2ª Compa-
ñía de Zapadores y, satisfechos con un “¡Rompan filas!”, nos
dicen que en diez minutos tenemos que dejar todo lo de la
tienda en orden y salir a formar en traje de gimnasia...
503
Hace un frío que pela, ¿quién me dijo que en Zamora
hacía calor? Nos conducen a gritos como si fuésemos ovejas
hasta una explanada inmensa de tierra dura con apenas unos
pocos hierbajos. Caminamos en tres largas filas, marcando el
paso por primera vez.
-Aaaaaltó, ¡Ar! - grita el Teniente Garea, y todos nos dete-
nemos...- Primera fila, derecha ¡Ar! ...seis pasos al frente ¡Ar!...
Tercera fila izquierda ¡Ar!...seis pasos al frente ¡Ar!...
En un minuto estamos todos esparcidos por el campo,
equidistantes unos de otros. Comienza la tabla de gimnasia,
mientras yo comienzo un monólogo conmigo mismo anali-
zando la situación.
“El lugar es precioso, ¡qué fresnos centenarios! Aquella
frondosidad a lo lejos debe ser la ribera del Duero... ¡Una oro-
péndola cantando! “Uno, dos, uno, dos, uno, dos”... La tabla
de gimnasia continúa y yo descubro que soy capaz de obede-
cer lo que grita el Teniente Garea, y al mismo tiempo, pensar
en mis cosas. ¡Qué maravilla! El porvenir me parece menos
negro por momentos”.
Después de la gimnasia, el desayuno: aguachirli con sabor
a café, leche, pan... y dicen que a veces habrá algo parecido al
chocolate y churros. Eso sí, aunque la calidad no sea la óptima,
tienen el detalle de traerlo hasta cerca de nuestras tiendas.
Cuando hemos terminado de desayunar, nos vestimos
con ropa de trabajo y nos encasquetamos la gorra de instruc-
ción (hay otra a la que la llaman “cuartelera”) y otra vez a la
explanada, arropados por el sargento habilitado y ahora con
toda la plana mayor: Capitán Torres, Teniente Garea y Alférez
de nombre desconocido…comienza la instrucción.
¡Ar! …¡Ar! …y más ¡Ar! hasta acabar aburridos. Toda la
mañana de aquí para allá sin rumbo fijo como si estuviésemos
perdidos en aquella campa y no supiésemos la dirección co-
rrecta.
504
-¡Derecha!, ¡Ar!... ¡Izquierda!, ¡Ar!, Media vuelta ¡Ar!...
Uno, dos, uno, dos (que en lenguaje militar suena como “Aró,
ois, aró, ois” o algo parecido). Al final, sudorosos, a las duchas
y a comer.
La comida no está mal, aunque hay “Caballeros Aspiran-
tes” que no lo prueban. Yo como lo que me ponen y después
de llenar el estómago y llevarnos en fila a nuestra residencia de
verano ¡dos horas de descanso!
La primera siesta de Monte la Reina en el interior de la
tienda me deja casi deshidratado. Del “frío que pela” de por
la mañana, hemos pasado al horno de la panadería en ocho
horas. Pero de aquella sauna salgo despierto y completamente
descansado.
-¡A formar! Cinco minutos para ir a clase teórica de tiro.-
De cuatro a siete tenemos clases de tiro, táctica, etc. ... Nos
sentamos en el suelo formando una media luna frente a un
impresionante fresno centenario machacado por los rayos,
donde el Capitán Torres y el Teniente Garea se turnan pin-
tando sobre una pizarra colgada del tronco, cosas bastante ele-
mentales y de sentido común.
Con un ojo miro al capitán y con el otro a un agateador,
un pequeño pájaro gris que trepa los troncos de abajo a arriba
en espiral, buscando larvas entre la corteza y al que noto que
no siente ningún interés por lo que cuenta el capitán Torres.
Tres veces le he visto volar en la misma dirección con algo en
el pico, como si quisiera decirme ¡tengo el nido ahí! Nunca he
visto un nido de agateador pero antes de veinticuatro horas
sabré donde cría éste. Otros pájaros, mosquiteros, se mueven
por las ramas altas del fresno. Me parece que las clases van a
ser entretenidas...
A las siete de la tarde ¡libres al fin! Hay dos opciones: irse
al bar denominado “el Hogar del Aspirante” y así se ahorra la
cena el ejército, para lo que previamente hay que “rebajarse”
505
de la cena, o sea apuntarse en la lista de los que no quieren
cenar, o bien marcharse a las ocho y media, en formación, a
los comedores y cenar a cuenta del Estado.
Sólo cuatro tacaños o despistados forman la fila que con-
ducirá a los comedores. El resto llenamos hasta la bandera el
Hogar del Caballero Aspirante donde nos forramos a huevos
fritos con patatas, paella y filetes que están comestibles, para
ayudarnos a tragarlo, cerveza va y cerveza viene. Antes de lle-
gar a la compañía eliminamos el exceso de líquidos en las fas-
tuosas letrinas.
A las diez de la noche nos cuentan y a dormir. Pero antes
el Teniente Garea nos anima.
-Chicos- dice con una sonrisilla mordaz -Esto de hoy ha
sido un ensayo, preparaos y dormid bien, que mañana vais a
saber lo que es bueno…- Con estas buenas noches tan cari-
ñosas nos dormimos rodeados de algunos hambrientos mos-
quitos.
Esta segunda noche no fue buena. Demasiadas emocio-
nes y novedades en un solo día y...un colchón de gomaespuma
de seis centímetros de grosor sobre hormigón, no forman el
mejor equipo para relajarse. Todos rebullimos en los petates
buscando postura, yo creo que fui uno de los que la encon-
tré gracias a mi familia numerosa, que me había obligado a
dormir la siesta sobre la moqueta del cuarto de estar ante la
tele, por mi afición a dormir tumbado y para evitar así ocupar
demasiadas plazas de sofá.
Por la mañana, unos más descansados que otros, fuimos
despertados por un coro singular, pájaros que cantaban, una
trompeta tocando y un tenor que gritaba ¡Compañía!, ¡Diana!
...y con tanta música no tuvimos más remedio que levantar-
nos.
Esta segunda jornada fue muy similar a la anterior y me
sirvió para construirme un plano mental del Campamento.
506
Al salir de Toro en dirección a Zamora se desciende una
cuesta con curvas, después se extiende la llanura en la que
tras recorrer 10 kilómetros aproximadamente, se ve a la iz-
quierda la primera garita de vigilancia, blanca con tejadillo
rojo de teja árabe, tronera para sacar por allí el fusil y en
aquella época durante el verano, con una especie de can-
grejo ermitaño dentro vestido con uniforme militar y con
la mirada perdida en el infinito, que quiere decir “haciendo
guardia”. Unos cientos de metros más adelante se encuentra
la entrada principal con el cuerpo de guardia, la residencia
de oficiales, la enfermería y otras dependencias. Desde la ca-
rretera y al llegar a la altura del campamento, entre encinas
y acacias, se divisan las primeras tiendas, que son el batallón
de Ingenieros, donde encontré hospedaje para dos veranos,
lo forman dos compañías obviamente denominadas 1ª y 2ª
de zapadores.
Una vez en el interior del recinto campamentario y de-
jados a ambos lados las dependencias que ocupa el cuerpo
de guardia y residencia de oficiales, de frente encontramos
el parking de los coches de los Caballeros Aspirantes, donde
unas decenas de Seat 600 y Citroen dos caballos acompañan
a algún Fiat 1500 y algún otro coche grande que permane-
cen entre los árboles esperando al sábado, día de salida.
Un poco más adelante está el Hogar del Aspirante, la
piscina grande y limpia como si se tratara de un hotel de lujo
y...las infectas letrinas, que aunque las recuerdo muy bien
prefiero no hacer sufrir a nadie con su descripción al tiempo
que evito el martirio de su mal recuerdo.
A la izquierda del parking poblado de pequeños coches
se extiende la gran explanada de instrucción y gimnasia y
bordeando a ésta de izquierda a derecha el Batallón de In-
genieros más allá Caballería y a la derecha alejados, cerca ya
de las choneras (como llaman a las pocilgas en mi tierra) los
507
Batallones de Infantería. Creo que a la Artillería la he perdi-
do por algún lugar de mi mente.
Otros servicios están repartidos por aquí y por allá. Du-
chas en varias zonas, el polvorín, la “pista americana” para dis-
frutar arrastrándonos bajo alambradas de espino a pleno sol y
las “choneras”, donde muchos cerdos esperan su San Martín
antes de tiempo, todas estas forman las piezas esenciales del
complejo militar.
En algún otro lugar duerme la tropa auxiliar compuesta
de soldados de reemplazo, que se encargan de todos los servi-
cios del campamento: limpieza, cocinas, asistencia, manteni-
miento, etc. porque aunque parezca raro, con sus limitaciones,
los campamentos de la I.P.S. eran auténticos hoteles de lujo...
Por último, donde termina el campamento, al lado con-
trario de la carretera, entre sauces, olmos y otros copudos ár-
boles, corría mansamente el Duero. De allí llegaba el canto de
oropéndolas, el arrullo de las tórtolas y los cantos de muchos
pájaros que a mí, a ratos, me hacían sentir en el nirvana.
Al atardecer, al Hogar a cenar y al acostarnos nueva ame-
naza del Teniente Garea:
-Hoy no ha sido mal día, pero mañana...-
Al día siguiente a primera hora nos esperaba el capitán To-
rres resplandeciente, enfundado en un chándal blanco impo-
luto, como si anunciase un magnífico detergente. Se veía a las
claras que si no lo era, por lo menos se sentía deportista y estaba
orgulloso de su cuerpo moreno, atlético y sin grasas superfluas.
Aunque “el personal” de ciudad estaba algo “tocado” por
las agujetas, yo empecé a dudar que las amenazas del Teniente
Garea fuesen ciertas y, poco a poco, los recuerdos de las ame-
nazas con descripciones de agotamiento y fatigas sin cuento,
que nos hizo algún antecesor malintencionado, se fueron ol-
vidando como si el calor del sol los evaporara de mi cabeza.
Entonces nos dieron la buena noticia:
508
-Hoy se cena en los comedores. A continuación todos
formados con traje de instrucción y listos para marcha noc-
turna.
-¡Será pusible!- murmuró Segades, un gallego estudiante
de Biológicas en Santiago de Compostela. Lo dijo con el acen-
to más gallego que he oído en mi vida.
La marcha nocturna de seis kilómetros que comenzó al
atardecer fue un éxito. Todos volvimos sanos y salvos, algo
picados por los mosquitos, un poco molidos y con la cena
totalmente digerida.
-Es muy bueno dar un paseo para “bajar la cena” antes de
acostarse. Pero esto no es nada, veréis mañana.- No recuerdo
quien fue el sádico que nos amenazó nuevamente.
Por la mañana “los de ciudad” estaban hechos unos zo-
rros y no precisamente plateados, por primera vez el desfile a
reconocimiento médico, después del desayuno, fue numeroso.
Todo el mundo pensaba en lo mismo, seguir durmiendo. Pero
casi todos nos fuimos a hacer instrucción. Unos pocos inten-
taron evitarlo con argucias de todo tipo.
-Le dije al capitán médico que había ido ocho veces al
water esta noche y ¿Sabéis lo que me ha dicho? “Eso no es
nada chaval, estás como una rosa. ¡A hacer instrucción!”-
-Yo le he enseñado unas ampollas que tengo en los pies
como no he visto en mi vida ¡parecen setas! y me ha dicho de
pasada “No están mal, date ésta pomada y… ¡a hacer instruc-
ción!”-
-Pues yo le he dicho que tenía fiebre, me ha tocado un se-
gundo la frente y me ha dicho “No tienes casi nada, no llegas
a 38 y en ningún sitio vas a estar mejor que con tus amigos ha-
ciendo instrucción, te puedo asegurar que en la tienda, solo, te
aburrirías, así que ¡a hacer instrucción!”-
Todas las intervenciones del Capitán acababan igual “A
hacer instrucción”. Entonces una idea rondó por mi cabeza.
509
Tanto pasear juntos por el campo hizo que enseguida to-
dos nos conociéramos bien. Como en todo lugar había gente
pintoresca, mezclada con otra más insulsa, altos y bajos, ru-
bios y morenos. Pero aquí el más alto no sólo destacaba por su
altura sino que ocupaba un lugar de privilegio en la compañía,
el de “guía”.
Colocados en nueve filas por alturas, el guía asturiano
Moncho Neira Torviso era el primero de la derecha en la pri-
mera fila. Era el pivote sobre el que girábamos todos. Mi pues-
to hacia el centro del rectángulo de 81 Caballeros Aspirantes
era el lugar ideal para pasar desapercibido y poder pensar en
mis cosas. Los había con auténtico espíritu miliar o que si-
mulaban muy bien tenerlo, Martínez Alonso de Celis, Pepe
Carrasco y otros destacaban en ese apartado.
Otros, los más “admirados” por el Teniente Garea y el
Capitán Torres, tenían una rara habilidad, cuando haciendo
instrucción se confundían después de un giro o media vuel-
ta, “arrancaban” adelantando pie y brazo del mismo lado al
mismo tiempo, cosa bastante difícil por cierto, este arte se de-
nominaba ir a “piñón fijo”. Un exponente importante de este
grupo se llamaba Fermín que con ese nombre era lógicamente
navarro, y menos lógicamente, estudiante de arquitectura.
En mis divagaciones mentales durante la instrucción, el
tema del “piñón fijo” despertó especialmente mi interés y con
una pequeña investigación conseguí descubrir que se podía
llegar a inducir fácilmente, para eso usé en el estudio al que
me precedía en la fila y advertí que, si al bracear hacia atrás, le
sujetaba la mano derecha unas décimas de segundo hasta que
adelantase el pie izquierdo totalmente y en ese momento se la
liberaba, seguía siempre unos metros a “piñón fijo”.
Los había como Piña, estudiante de Ingeniero de Minas
en Oviedo, que sudaban copiosamente antes aún de comenzar
el paseo matinal. Piña era casado y ferviente admirador de la
510
cantante Cecilia, nos despertaba cada mañana acompañado
por el de la trompeta con su canción preferida, “Dama, dama,
de alta cuna de baja cama...”.
Bernardo, “Nardito”, también de Minas, era de una rara
especie que sólo se alimentaba de latas de conservas, principal-
mente de sardinas. Su organismo no admitía alimento alguno
cocinado en el campamento, sólo toleraba latas y la cena del
Hogar del Aspirante en eso consistía. Su aspecto exterior bas-
tante deslavazado era, con toda seguridad, fruto de esa mala
alimentación.
El más limpio de la compañía y quizá de aquella década
en España era un asturiano: “Paco el de Coyoto”, nunca supe
su apellido porque le rebauticé de inmediato por su compor-
tamiento especial como Paco “Pato” ya que a la vista estaba,
no renunció al veraneo y a los baños de otros años en ningún
momento. Paco “Pato” se duchaba cinco o seis veces al día,
iba a la piscina también a diario y durante la siesta se instalaba
en traje de baño en una tumbona, se untaba bien con crema
bronceadora y... ¡ala, a veranear! No es por tanto raro que tu-
viese mejor aspecto incluso que el capitán Torres. Paco “Pato”
invitaba a bañarse hasta a los pájaros.
En el bar, “El Chefi”, de nombre oficial Fernando Tascón
invitaba a vivir. Chefi era una fotocopia de Don Quijote de la
Mancha vistiendo uniforme de soldado y sin un gramo más de
peso que este, era estudiante de la rama de arquitectura y con
una novia que le quitaba el sueño, por lo que de tanto oírle pro-
nunciar su nombre aún lo recuerdo : Fuensanta García Poveda.
Muchos más de esta “fauna” humana vienen a mi recuer-
do: Mortera, Uría, José Félix Del Campo Casasús... pero son
demasiados personajes.
Un día, el comandante del batallón a que pertenecían las
compañías de Ingenieros zapadores me hizo llamar. Una vez
en su despacho me preguntó.
511
-¿Es usted pariente de los Pardo de Santayana artilleros?-
-Sí mi comandante - contesté escuetamente- Son primos
míos lejanos pero no les conozco personalmente. En cambio
sí conocí a su padre, Ramón, que era general y que en alguna
ocasión vino por casa a visitar a mi padre con el que tenía
bastante relación.-
-Pues son de lo mejor del ejército. Los cuatro números
uno de sus promociones en la Academia. Todo un record-
El comandante, un navarro simpático que se aburría en el
campamento más que una mona en una habitación sin palos
para trepar. A partir de esa primera entrevista, me llamaba a
veces cuando nos cruzábamos y charlábamos un rato amiga-
blemente. Además era aficionado a las aves y como yo, criaba
canarios.
La segunda marcha nocturna causó estragos entre los
“ciudadanos”. Yo también me resentí y creo que fue el ama-
necer del día siguiente cuando más me costó abandonar las
sábanas de “fino hilo” durante toda mi estancia en Monte la
Reina. Por eso puse en práctica mi meditado plan. Sólo Mon-
cho Neira y dos más de confianza sabían la verdad.
Cuando me puse de pie cojeé, sólo tenía agujetas pero
cojeé como si no pudiese mover mi pierna izquierda. Acto
seguido me apunté en la lista de reconocimiento médico.
Las caras de los agotados estudiantes de ciudad al salir del
dispensario donde el capitán médico impartía justicia eran un
poema.
-¡A instrucción!- balbuceaban la mayoría al pasar junto a
los que hacíamos cola. El capitán médico era implacable, sólo
unos pocos se libraban... pero era porque estaban tan mal que
no podían ni sonreír aunque les hiciese cosquillas una geisha.
Por fin la larga cola fue acortándose y me llegó el turno
a mí, preparé la mejor cara de dolor que pude y la asomé al
dispensario.
512
-¿Da usted su permiso, mi capitán?- pregunté con la cara
contraída por el “dolor”.
-Pase -me ordenó el justiciero-, ¿qué le ocurre?- dijo al
tiempo que bajaba su mirada hasta detenerla en “los restos” de
mi pierna izquierda que yo arrastraba con dificultad.
-Un calambre. Esta noche he sufrido un calambre en la
pierna izquierda...-
Como yo esperaba el juicio sumarísimo con sentencia in-
cluida, lo dio por terminado el capitán en cuanto yo dejé de
hablar.
-¡A instrucción!- fue todo lo que dijo.
-Es que… -comencé yo titubeando- hace muchos años
me dieron un tiro en esta pierna, aquí- y señalé con mi dedo
la zona alta del muslo, casi en la ingle.-
-¿Qué es eso de que le dieron un tiro?- dijo intrigado.
Todo iba saliendo a pedir de boca, como estaba previsto.
El capitán había picado el anzuelo, sólo faltaba lo más fácil,
tirar de la caña para rematar la jugada.
Lentamente me bajé los pantalones y señalé primero la
aparatosa cicatriz de la entrada del tiro del accidente infantil
y luego giré el cuerpo y mostré el lugar por donde habían ex-
traído la perdigonada, al tiempo que decía:
-Por aquí entró y por aquí salió...
El capitán, ¡por fin!, había visto una herida de arma de
fuego aunque ya perfectamente curada. Sin darle tiempo a
reaccionar continué con mi ataque.
513
-¿Qué suele hacer entonces?
-Nada, uno o dos días de reposo y se me pasa completa-
mente.-
-Vaya a la compañía y vuelva por aquí mañana o pasado,
cuando se encuentre mejor...Queda rebajado del servicio-
Y me fui cojeando, cosa que hacía bastante bien porque
unos años atrás lo que le conté al capitán me había ocurrido
varias veces. Sólo quedaba lo más difícil por hacer, cojear, co-
jear y cojear sin olvidarlo un momento, porque si el capitán
médico me viese andar sin dificultad o participando en un
partido de fútbol de los que se jugaban frente a la compañía,
no me habría enviado a hacer instrucción sino al calabozo,
para que esperase allí mi Consejo de Guerra.
Fue un día largo pero descansado. Aunque salimos todos
al mismo tiempo, llegué al comedor el último, dos minutos
más tarde que el resto de la compañía, para que se me viese
bien. Lo mismo hice por la tarde al ir a clase, pero como la
mañana se me hizo eterna y aburrida, decidí que esa noche
experimentaría una importante mejoría y que al día siguiente,
después de gimnasia, estaría totalmente restablecido y podría
volver a la instrucción. Como pronostiqué... así ocurrió.
514
con el Chanel Nº 5 y los varones de la especie humana, logra
hacerlos enloquecer.
Deseché las orugas pequeñas que darían origen a machos
y me llevé a la tienda a las cuatro grandes, hembras con seguri-
dad, junto con una ramita de encina. Las coloqué en una caja
de cartón bien cerrada y, como suponía, a los dos días habían
hecho capullo, cuatro hilos de seda por todo capital y en su
interior las orugas estaban a punto de crisalidar. Allí en la caja,
quedaron reposando unos días.
Los días pasaban implacables y el manejo del mosquetón
nos era más familiar, la instrucción la hacíamos casi a la per-
fección, aunque de vez en cuando Torres o Garea, por turnos,
se hacían los cabreados.
-¡Mal!, ¡Fatal!, ¡Un desastre! Vais a estar haciendo instrucción
todo el día hasta que salga bien, y al primero que pierda el paso
se queda aquí el fin de semana...¡Sargento, toma nombres!-
Era un momento de tensión en que nos jugábamos mu-
cho. La jura de la bandera iba a ser ya. Llevábamos un mes en
el campamento y las novias se resentían de nuestra ausencia.
Después de jurar bandera tendríamos dos días de permiso y
quedarse arrestado en el campamento era peor que una mal-
dición.
-¡Media vuelta!, ¡Ar! Derecha ¡Ar!...Aaaaltó ¡Ar!- y toda la
compañía se detenía con un taconazo al unísono.
-¡Teniente!- decía Torres.- Siga con ellos hasta que salga
bien...- y volvíamos a lo mismo.
Así, casi sin darnos cuenta llegó la víspera de la jura. Todo
el mundo estaba feliz pensando en irse a casa por un par de
días. Yo esperaba a mis padres y a Maribel, con la que llevaba
casi un año saliendo.
Me había afeitado y duchado, donde coincidí ¡cómo no!
con Paco “Pato” al tiempo que escuchaba a lo lejos el “canto”
de Segades que emitía a cada momento...
515
-¡Será pusible! Otra vez el agua helada…- El “será pu-
sible” de Segades era tan popular que lo utilizaba ya medio
campamento.
-¡A formar!- decía el teniente y en las tiendas se oía un
murmullo de “será pusibles”, como si se tratase de un eco.
A las siete de la tarde entraron las familias al campamento
para una corta visita. Tardé un rato en encontrar a mis padres
y a Maribel.
-¡Hola!- nos saludamos.
-¡Menos mal que te veo arreglado!- Fue lo siguiente que
dijo Maribel.- Hemos pasado por esa explanada y... ¡qué “pin-
tas”! ¿Cómo está todo el mundo tan sucio?-
A mí no me lo parecía y miré a los alrededores. No me
había fijado hasta entonces de lo arrugados de los uniformes
de trabajo ni del aspecto poco alentador de muchos Caballe-
ros Aspirantes que al no esperar a sus familias, no se habían
cambiado la ropa de trabajo ni mejorado su aspecto, con lo
que unos arreglados y recién duchados y otros más andrajosos
transportando provisiones de bebida...El contraste hacía daño
a la vista.
Pasó la jura, sólo uno de los de mi compañía perdió el
paso al cruzar junto a la bandera, fui yo, lo confieso, pero reac-
cioné a la velocidad del rayo y salvo para Maribel, mis padres y
unos cientos de personas más, pasó mi traspiés desapercibido.
Después de la jura nos marchamos casi todos con nuestras
familias y novias.
516
dados, y nuestra rutina cambió. Aunque los mandos le daban
mucha importancia a este tema yo no noté ningún cambio
sustancial en mí.
Ahora podíamos “usar” las armas y por tanto iríamos a
disparar con ellas “al tiro” y haríamos guardias. La instrucción
pura y dura bajaría de intensidad pero las clases de tiro, tácti-
ca, etc. ...se mantendrían al mismo ritmo.
Una mañana al volver de la instrucción, fui el único que
notó un pequeño y casi imperceptible cambio en la tienda
donde vivíamos. Dos mariposas pequeñas, de color marrón,
revoloteaban alrededor de ella interesadísimas por encontrar
la entrada. El corazón me dio unos latidos más acelerados
al tiempo que levantaba la tapa de la caja de cartón donde
guardaba las crisálidas... No una, sino dos hembras blancas
y grandes, igualitas a la que años atrás encontré posada bajo
la escalera de Escoriaza y con el abdomen peludo de color
castaño como aquella, estaban colgadas de la tapa con sus alas
recién estiradas, a juzgar por lo visto, eran irresistibles, ¿dónde
podía instalarlas para disfrutar de su poder de atracción?. La
idea que se me pasó por la mente era irresistible…
Rápidamente me puse en marcha a buscar material. En
el Hogar del Aspirante me hice con un montón de palillos y
yo tenía una tijera. Todo lo demás fue coser y cantar. Perdí la
siesta, pero construí una diminuta jaula donde coloqué a las
dos hembras y las escondí en uno de mis bolsillos...
-¡Segunda de Zapadores!... ¡a formar!
-¡Será pusible!... ¡otra vez a clase!...
Al romper filas y buscar cada uno el mejor acomodo posi-
ble para la hora que duraba la clase, pasé junto al árbol donde
colgaba la pizarra y con todo el disimulo “pusible”, mientras
todos buscaban sitio para sentarse, metí la jaula con las hem-
bras en un agujero del fresno centenario a casi dos metros de
altura. Allí no la vería nadie.
517
Cinco minutos más tarde nuestro capitán Torres, hecho
un pincel y oliendo a colonia, se colocaba delante de la piza-
rra. El momento para mí era de absoluta tensión y mis ojos
miraban en todas las direcciones... ¿funcionaría?
Dos minutos más tarde a 20 metros, una mariposa macho
de color marrón zigzagueaba a toda velocidad en dirección al
capitán Torres... y a las dos hembras cautivas. Pasó por delante
del capitán sin que éste se diese cuenta y comenzó a revolotear
alrededor del fresno y la pizarra.
Unos segundos más tarde ya no estaba solo. Un amigo
suyo volaba con él en torno al árbol, la pizarra y... el capitán.
-¿Qué las pasa a estas mariposas? Parece que hoy las atrai-
go...-
¡Por fin se había dado cuenta! La verdad es que no se
caracteriza por sus dotes de observación, pensé para mis aden-
tros, porque ya son cinco las mariposas que están revolotean-
do a su alrededor.
-¡Otra!... ¡y otra!- así hasta la docena.
El capitán estaba perplejo por el efecto de su colonia so-
bre las mariposas, y yo la estaba gozando. ¡La mejor clase de
mi vida, sin lugar a dudas!
-Pero ¿qué les ha pasado hoy a esos bichos? Parece que la
han tomado conmigo- protestaba el capitán Torres al tiempo
que lanzaba sin éxito fulgurantes manotazos al aire. Las mari-
posas, volando en zig-zag, no eran nada fáciles de cazar.
La clase estaba detenida. Así, con aquella plaga no se po-
día continuar.
-¡En pie!- ordenó el capitán. -Vamos con la mesa y la pi-
zarra donde aquel otro árbol.-
Y dicho y hecho.
Atrás quedaron las mariposas revoloteando. El capitán un
poco desilusionado al ver que no le seguían a él como las ratas
al flautista de Hamelin, continuó la clase.
518
-Mañana quiero la pizarra en este árbol, porque no sé qué
tiene aquel que les gusta a todas las mariposas del campamen-
to.-
Decidí arriesgarme confiando en que la ignorancia de To-
rres sobre entomología sería “enciclopédica” y asesté el golpe
de gracia a la clase colocando nuevamente a mis reclamos en el
nuevo alojamiento. Minutos más tarde al comenzar la clase…
el capitán se dio cuenta al ver pasar junto a su cara la primera
mariposa y la miró con odio, pero continuó con lo suyo “la
táctica...” a la tercera mariposa titubeó y con la cuarta aplicó la
“táctica” de que “una retirada a tiempo equivale a una victoria”
y...
-¡En pie! Volvemos al árbol de siempre que hoy no les
gusta a estas cabronas…-
No me atreví a arriesgarme más y después de las clases
puse a disposición de los machos aquellas preciosas hembras;
se lo habían merecido. Después del apareamiento a los felices
novios los posé sobre una horquilla de una encina.
519
Entre todos los menús destacaban dos: Uno, en el que el
“plato fuerte” era merluza con mayonesa, pero que muchos
aseguraban que era “boa con Sidol” (un limpia-metales muy
en boga en la época), cosa que yo rebatía a diario con mi me-
jor argumento y gracias a mis conocimientos sobre reptiles:
-No hay boas en América para alimentar a tanta gente
El segundo, la paella, que sin ser de concurso, dio origen
a una letra que, a diario cantaban nuestros vecinos de la 2ª de
Ingenieros Zapadores. Más o menos la letra decía así:
520
me pidiese el cuerpo. Con esa dosis extra rozaba el “punto y
coma”, que decían en un pueblo que me sé y me callo, y que
deduzco, que equivalía en la escala médica local al coma pro-
fundo.
Durante la siesta el campamento cobraba un aspecto ex-
traño. Aquí y allá había cuerpos tirados en el suelo o sobre las
colchonetas, vestidos de militares o sin camisa y muchos en
traje de baño. Con el calor de las primeras horas de la tarde no
se movían ni las moscas y en el interior de las tiendas, autén-
ticos hornos, no se atrevía nadie a descansar.
Si hubiese sobrevolado un avión “enemigo” Monte la
Reina a estas horas, habría visto un campamento cubierto de
“cadáveres” porque nadie movía ni un dedo...excepto Paco
“Pato” que aprovechaba este tiempo para darse un baño en la
piscina y un par de duchas para reforzar.
-¡En diez minutos a formar!- gritaba el sargento de se-
mana y, como si de un milagro se tratase, todos los cuerpos al
unísono volvían a la vida.
-Pero… ¡será pusible! -el reclamo de Segades comenzaba
a oírse en cuanto este abría un ojo.
521
me hizo estar atento para no repetir el contacto con el plomo
y me cuidé muy mucho de mis vecinos de ambos lados.
Del mosquetón pasamos al cetme automático con el que
practicamos el tiro a ráfagas, y de éste a las granadas de mano,
llamadas cariñosamente, bombas de mano.
Las granadas fue otro cantar. Primero comenzamos con
las “granadas de instrucción”, unas burdas imitaciones de ma-
dera, que lejanamente recordaban a las auténticas, pero que
venían de perlas para ver quien constituiría un peligro poten-
cial cuando tuviera una de verdad en sus manos. Después de
unas prácticas con las falsas granadas, llegó el turno a las de
verdad (a medias) pues no contenían metralla. Eran de plásti-
co relleno de trilita, hacían el mismo ruido, pesaban parecido,
el mecanismo de disparo era idéntico y nos aseguraron que
carecían de peligro…o por lo menos, no se había podido de-
mostrar lo contrario hasta esa fecha.
Nos situamos en lo alto de la ladera para ver mejor los
lanzamientos. A cincuenta metros más o menos y en la parte
baja, en una trinchera, esperaba el capitán Torres. Descendía-
mos en grupos y nos quedábamos más atrás esperando; uno
se adelantaba, tomaba una granada, introducía la “cápsula de
iniciación”, roscaba la tapa de la granada, la lanzaba y se aga-
chaba rápidamente. Torres, derrochando valor, permanecía
sentado encima de la trinchera, dando la espalda a las explo-
siones... Pero algún patoso que no había lanzado una piedra
en su vida, lanzó la granada mal y hacia arriba, y Torres se tuvo
que dejar caer al fondo de la trinchera, con el consiguiente
susto. La granada, después de estar apunto de ser la primera
en entrar en órbita espacial, explotó a sólo cinco metros de la
trinchera.
Torres, impertérrito, continuó con su trabajo.
-No ocurre nada- decía para tranquilizar a los nervio-
sos que les temblaba peligrosamente la mano con la granada.
522
-Echa el brazo atrás y lánzala con fuerza, pero hacia delante,
no como tu compañero que la ha tirado en vertical, son grana-
das de instrucción, no llevan metralla, sólo explosivo, así que
no hay peligro...- y el de turno hacía el lanzamiento.
-¡¡Ay!!- se oyó un quejido a mi lado, justo después de la
explosión y uno de mis vecinos se dejó caer al suelo con cara
de dolor.
-¿Qué ha pasado?- dijo el Capitán Torres incorporándose.
-¡Aquí hay un herido!- gritábamos en lo alto de la colina.
Efectivamente, había inexplicablemente un herido en
una pierna, con un agujero en la espinilla por el que manaba
abundante sangre.
-Mi capitán- dijo una voz. -La granada al explotar ha de-
bido de lanzar una piedra hasta aquí y le ha dado a éste. ¡Si le
da en un ojo le “avía”!-
Fue nuestra segunda baja. La primera había ocurrido
antes incluso de incorporarnos al campamento. Menéndez,
de Mieres, con su “carraplina” un Citroen 2 caballos, se llevó
por delante un tractor agrícola antes de llegar al campamento
y hasta unos días antes de la Jura no se incorporó desde el
hospital militar... si tarda en recuperarse unos días más y no
llega a tiempo para la jura de la Bandera, le hubieran hecho
continuar en la mili normal. Menéndez, con más cara de po-
laco que de asturiano, era un tanto cáustico y corrosivo, y con
algo de mala uva, pero ocurrente... cuando alguien presumía
de coche y contaba sus hazañas y record, Menéndez, a pesar
del tortazo reciente se atrevía, imperturbable a fanfarronear;
con su acento asturiano cerrado, de lo más puro de la cuenca
minera, le decía...
-A ti “O”, pásote yo cuando quiera con la mi “carraplina”.-
Tras el incidente de la piedra todos, incluso Torres, se pu-
sieron algo más a cubierto y a pesar de las precauciones, tras-
curridos cinco minutos…
523
-¡¡Aah!!- el grito, más agudo y largo que el del herido por
la granada, surgió de lo profundo de un matorral. El que lo
lanzó debía de haber sufrido una herida importante... pero en
ese momento nadie disparaba sus armas ni lanzaba granadas.
-¡¡Aah!!- salió de entre la espesura un Caballero Aspiran-
te mirándose horrorizado la mano -¡Me ha mordido una ser-
piente mientras estaba meando… me agarré a una rama y la
muy cabrona me largó la dentellada!-
¡Una serpiente!, repetí en mi mente y fui zumbando a ver
qué especie era, antes de que la hiciesen cualquier barbaridad.
Según miré al matorral la vi intentando huir entre las ramas
bajas, era una Elaphe scalaris o culebra de escalera como la que
me enseñó Castroviejo en el Museo, de poco más de un metro
veinte y mucho más inofensiva que las granadas de instruc-
ción. Adelanté la mano bruscamente y la cogí por el cuello lo
más cerca posible de la cabeza, lo llevaba haciendo años y no
entrañaba riesgos de mordedura si se hacía bien.
-¡Mátela inmediatamente! - dijo el Teniente Garea.
-Mate ese bicho asqueroso!- me ordenó el Capitán Torres.
-¿Qué serpiente es esa que ha cogido, Pardo?- dijo en tono
más tranquilizador el comandante.
-Es una serpiente de escalera, mi comandante. Totalmente
inofensiva, así que al que le ha mordido puede estar tranquilo,
que no le pasará nada.- Con esta intervención del comandante
y con mi explicación, se había tranquilizado todo la compañía
que curiosa se agolpaba a mí alrededor.
-¿Qué va a hacer con ella?, ¿matarla? - me preguntó otra
vez el Comandante.
-Si usted me da su permiso, mi comandante, me gustaría
quedármela. La puedo tener hasta el sábado guardada en el
coche que lo tengo en el aparcamiento y la llevo entonces a
Torrelavega, allí tengo varias serpientes y esta especie, que no
la hay en Santander, tenía muchas ganas de conseguirla...-
524
-Bajo su responsabilidad, quédese con ella, pero que no se
le escape, porque como ocurra un incidente más por su culpa
con este bicho...- no acabó de pronunciar la amenaza así que
me quedé sin saber a lo que me exponía... -Que el coche de
los médicos les baje a usted, al herido y a la serpiente al cam-
pamento y nosotros... Torres, forme a la compañía.-
Con la serpiente revolviéndose incómoda en mi mano,
subimos todos al coche y, saltando por los baches del camino,
nos adelantamos a la compañía y me dejaron en la mismísi-
ma 1ª de Zapadores. Sin soltar a la serpiente cogí con la otra
mano las llaves del coche y pegándome el reptil al cuerpo para
no llamar la atención y pasar lo más desapercibido posible,
me fui hasta mi coche, un Seat 600 azul metalizado, conocido
como “El Pájaro azul”.
Por primera y oportuna vez había llevado el coche hasta el
campamento. Los dos viajes anteriores que había hecho a casa
en autobús, me habían servido para convencer a mis padres de
lo que ganaba en seguridad con vehículo propio.
La experiencia de los autobuses era un tanto aterradora.
A las cinco de la tarde del sábado se salía del campamento, ni
un minuto antes. Salían autobuses en todas direcciones: Ma-
drid, Galicia, Cataluña, Santander, etc. ... por aquellas malas
carreteras aquellos autobuses viejos volaban más que corrían,
un auténtico rally. Al conductor se le ofrecía un tanto en di-
nero, por cada minuto que rebajase la hora prevista de llega-
da. Las novias esperaban y, como palomos mensajeros, todos
queríamos llegar los primeros. Adelantamientos entre unos y
otros en las primeros kilómetros eran habituales… y bastante
peligrosos.
El domingo a las 11 de la noche había que estar de vuelta,
eran pocas horas y había que aprovecharlas. El regreso, más
tranquilo. A la “novia” del campamento -el mosquetón- nadie
tenía tantas ganas de abrazarla.
525
Una vez la serpiente y yo llegamos al coche, preparé el
sitio que in mente la había ya destinado: la bolsa que a cada
uno nos había dado el ejército, la bolsa de plástico verde claro
con ribetes blancos y con el escudo, en blanco, de la I.P.S.
Instrucción Preliminar Superior estampado en el costado. Allí
estaría segura hasta el sábado, sólo faltaban tres días y esos los
resistiría sin problemas, aún sin agua ni comida. La metí en la
bolsa, cerré la cremallera y la coloqué bajo el asiento, bien a
la sombra. .. Pero al coche, aún en medio de la arboleda, po-
dría darle el sol y calentarse demasiado el aire en su interior...
Tomé precauciones, descorrí solo dos puntos la cremallera y
dejé tres dedos bajadas las ventanillas. Así estaría más fresca.
La historia de la serpiente que mordió a uno de Zapa-
dores, corrió por el campamento como la pólvora. Nada más
terminar de comer, tenía lista de espera para ver al reptil. Elegí
a tres más amigos y al resto les dije:
-Luego, cuando vayamos al Hogar a cenar os la enseño.
No quiero que todo el campamento se revolucione ahora y
quiera ir de excursión hasta mi coche.-
Con los tres afortunados pisándome los talones llegué al
coche, abrí la portezuela y saqué la bolsa de bajo del asiento
y descorrí la cremallera. La serpiente por desgracia, no había
sido capaz de resistir el encierro... y se había fugado.
Se me heló la sangre en las venas.
-Vamos a registrar bien el coche, si no aparece, no sabéis
nada de nada. ¡Cómo se haya largado por la ventanilla y esté
en los jardines de la residencia de oficiales y aparezca, no se
que explicación voy a dar! ¡No quiero ni pensarlo!-
En el coche no estaba con absoluta certeza. Un Seat 600
tiene poco donde esconderse pues la serpiente era casi tan lar-
ga como el coche.
Por el camino de vuelta hice mis planes. Necesitaba mu-
cha suerte y tacto para que no se produjera el escándalo.
526
-Ahora decís que se excitó muchísimo al abrirla y que
apenas pudisteis verla... Lo demás dejádmelo a mí.
-No puedo enseñársela a nadie porque lanza unos mor-
discos de órdago- dije más de cien veces. -Imposible, si empie-
zo con uno tengo que enseñársela a todos y cada vez aprenderá
más a temer a los humanos y no habrá quién haga vida de
ella...-
Lentamente pasaron los días. Cada vez estaba más nervio-
so por salir del campamento. Las cinco de la tarde del sábado
se acercaban tan lentamente como la horca a un condenado
pero, por fin, el sábado llegó, limpié las botas, el mosquetón,
las hebillas y todo el equipo como nunca. Comprobé uno a
uno los botones y todos los detalles que miraría sin duda el
capitán en la revista. Bajo ningún concepto podía correr el
riesgo de que el capitán me dejase ese fin de semana sin salir
del campamento por un descuido con mi uniforme.
Ya en el coche, comencé a tranquilizarme. Me acompaña-
ban tres que creían viajar con una culebra.
Los últimos minutos antes de las cinco se me hicieron
eternos pero al fin sonó la corneta y empezaron a canalizar
a los autobuses hacia la salida. Todos los coches en marcha,
amontonados, unos muy pegados a los otros haciendo ruido
con acelerones para calentar los motores... aunque el sol calen-
taba lo suficiente era un espectáculo difícil de olvidar.
Una vez que los autobuses comenzaron su loca carrera
nos dieron paso a nosotros en los vehículos particulares.
Si la carrera de los 60 autobuses era para impresionar, la
de los casi 200 coches no era para menos. Sobre todo en sus
primeros kilómetros como en la fórmula uno, todos querían
situarse en los primeros puestos a la salida. A mí me dio un
ataque de risa histérica.
-Como aparezca una serpiente de escalera en el dormito-
rio del Maxi o del Tani, me van a tener que someter al tercer
527
grado y al suero de la verdad, porque la serpiente para todos
los efectos viaja aquí… y abrí la cremallera de la bolsa vacía
con la mano derecha.
El Maxi y el Tani eran dos queridos oficiales, no recuerdo
sus nombres exactos, pero el Maxi era “el más hijo p...” y el
Tani…. “el tan hijo p... como el Maxi”.
Cuando ya más tranquilo, con la serpiente “teóricamente”
en Torrelavega, regresé al campamento la noche del domingo,
ningún reptil había alterado la paz en mi ausencia. Unos días más
tarde di por zanjado el caso de la fugitiva, que nunca apareció.
528
Salir por la noche del campamento era severísimamen-
te castigado y podía ocurrir que el fugitivo, después de pasar
unos días arrestado en el Cuerpo de Guardia, diese con sus
huesos durante 18 meses en Melilla, Ceuta o cualquier lugar
de España bien alejado de su universidad donde perdería un
curso por lo menos y perfeccionaría sin parar sus conocimien-
tos militares marcando el paso.
Una noche, a las tres de la mañana se armó el gran revue-
lo pues un vigilante nocturno (“imaginaria” en argot militar)
vio una sombra chinesca que proyectaba la luna contra un
costado de una tienda, sin pensarlo dos veces gritó ¡alto! y la
sombra huyó en dirección a la 2ª de Ingenieros Zapadores...
pero un teniente trasnochador o alguien que no debía de estar
allí en ese momento “levantó la liebre”... y la “liebre” en forma
de Capitán Torres, nos levantó a todos nosotros.
Las pesquisas comenzaron y el cerco se estrechó. El in-
fractor era con toda seguridad de nuestra compañía. Pasamos
algunas horas de esa noche al sereno y en posición de firmes y
por la mañana, nos machacaron más que hasta entonces en el
campo de instrucción.
Todos sabíamos el apellido del culpable, Salinas, que casi
todas las noches se iba “de copas” a Toro. El coche lo tenía
aparcado fuera del recinto militar y con otros amigos habían
formado un comando nocturno que entraba y salía de Monte
la Reina, como si tal cosa.
Al final averiguaron los mandos quienes habían sido y
llevaron un buen “palo” de recuerdo. Al campamento volvió
la normalidad.
No hubo más perturbaciones nocturnas que las habitua-
les de los que bebían algo de más en un “garito” oculto, que
tenían los de la tropa auxiliar, donde se reunían después del
toque de silencio y desde donde regresaban a la compañía vol-
cando bidones de basura y haciendo otras gracias no precisa-
529
mente en silencio. No saliendo del campamento de paisano, la
falta no era grave y siempre de uniforme se podía argumentar
que se volvía de una excursión “a letrinas”, aunque el olor a
“cubata” impregnase la atmósfera.
530
me aparece al fondo en mi mente el campamento de Monte la
Reina y a un joven teniente, rubio y con bigote, sentado a la
entrada de su compañía, y delante de él sobre la mesa, peque-
ños tubos con animalejos minúsculos que mirados por un mi-
croscopio se podían confundir con extraterrestres. Al teniente
Nieto tardé más de veinte años en volver a verle, ostentaba
para entonces el “grado” de catedrático e impartía clases de
“instrucción” en la Universidad de León.
Ya teníamos asimilado lo fundamental. Las clases de Tiro,
Táctica, Armamento, etc. nos habían dado muchas respuestas
interesantes.
-¿Hacia dónde hay que apuntar el arma?- pregunta inte-
resante...
-¡Hacia el enemigo!- esa era la contestación correcta,
¡nunca lo hubiera imaginado!
No se podía llamar “rifle” al mosquetón o al fusil de asalto
porque era humillante para ellos. En el ejército NO existen
bombas de mano, lo que sí hay son granadas de mano y a los
tanques en realidad se les llama, “carros de combate”.
La primera conclusión que saqué es que los directores de
películas bélicas no tenían ni idea del tema y carecían total-
mente de conocimientos militares.
Con esta preparación teórica y el conocimiento práctico
de las armas, nos encomendaron a la Compañía de Zapadores
que hiciésemos la guardia que nos correspondía.
Era nuestra “puesta de largo”. Un día entero en el cuer-
po de guardia, de donde cada dos horas salían pelotones de
refresco a sustituir a los aburridos ocupantes de los puntos es-
tratégicos del Campamento: Polvorín, garitas de observación,
la granja de cerdos, esta última era sin duda el puesto de más
responsabilidad… y de peor olor.
Todos los movimientos tenían su ritual, en cada puesto de
guardia era obligatorio dar el santo y seña del día, se comuni-
531
caban las novedades y se adelantaban los de refresco a sustituir
a los aburridos y cansados vigilantes. Acabado el circuito se
regresaba otra vez al cuerpo de Guardia. Así durante 24 horas.
Por la mañana nuestra compañía, agotada de tanto paseo,
fue sustituida por la siguiente en el riguroso turno y unos días
más tarde, con una especie de locura colectiva nos despidieron
hasta el verano siguiente.
Fue una despedida emotiva de “viejos” amigos de sólo dos
meses de conocerse, pero de una convivencia intensa en aquel
“internado”.
Atrás quedaron la instrucción, los sencillos exámenes de
los viernes, las cenas en el Hogar, las siestas bajo las acacias,
junto a las tiendas o protegidos por un barracón... y muchas
cosas más.
A mí me resultó agradable, nunca pude decir que lo pa-
sase mal, ni llegué al agotamiento. Fue sin duda mucho mejor
de lo que esperaba, por lo que al año siguiente decidí... repetir
“veraneo” en Monte la Reina.
532
En cuanto “mi socio” Pepe Salas llegó de Barcelona -don-
de estudiaba ingeniería industrial- desempolvamos las esco-
petas, compramos munición abundante en deportes García y
nos fuimos a cazar patos al Pantano del Ebro cerca de Reinosa.
Mi hermano Gonza se unió a la expedición.
Ya metidos en faena y a los primeros disparos, Pepe me
dijo extrañado.
-Socio, no se que le pasa a la puñetera escopeta que ya
por dos veces, al disparar yo un tiro, ella, de su mano mayor,
larga el otro tiro al mismo tiempo, así que me está dando en la
cara unos sopapos de cuidado.- Continuamos cazando y Pepe,
haciendo caso de mi consejo, dejó un cañón de la escopeta sin
cartucho, con lo que el problema momentáneamente quedó
resuelto.
A las tres de la tarde, cuando cruzábamos sobre un puen-
te que une el pueblo de Orzales con la península de la Lastra
escuchamos una lejana algarabía. Agucé el oído y dije escue-
tamente.
-Gansos “socio”, si pasan volando por aquí lo harán altos,
voy a cargar los dos cañones con perdigón “lobero”- Siempre
llevábamos dos o tres cartuchos de perdigón “gordo,” por si
un zorro lejano, o unos Gansos salvajes,- nuestra máxima y
nunca satisfecha aspiración- se dejaban disparar aunque fuese
desde el infinito.
-“Socio”, voy a hacer lo propio, pero voy a cargar los dos
cañones, si cruzan por aquí les tiro los dos cartuchos aunque
sean juntos, a ver si empujándose unos perdigones a los otros
les llega alguno al cuerpo- contestó Pepe.
Los gansos arreciaban en sus graznidos cada vez más próxi-
mos, pero aún muy lejanos. Por si se acercaban nos escondi-
mos tras las esquinas de hormigón a modo de torretas de dicho
puente, separadas una de otra no más de quince metros y que
están unidas por unas barandillas hechas de tubos de hierro que
533
sirven de protección para que los transeúntes, sean hombres o
animales no caigan al embalse. Ya escondidos detrás abrimos
las escopetas, sacamos la habitual munición “patera” del núme-
ro cinco, buscamos en la canana los cartuchos del doble cero y
con ellos en los cañones cerramos las escopetas.
-¡¡¡¡¡Booooom!!!!!. El ruido ensordecedor de la escopeta de
Pepe al disparar me llegó al tiempo que un golpe en mi pierna
derecha me tiró sobre el suelo del puente, como tantas veces
había visto caer a infinidad de soldados en las películas de
guerra, pero esta vez de verdad. Una sensación de dolor y calor
invadió mi pierna derecha y fue haciéndose insoportable en el
hueso del talón aunque también, con menor intensidad, en las
proximidades de la rodilla.
Pepe llegó, junto a mí, el primero y mi hermano detrás de
él, corriendo. Yo, tendido en el suelo aterrorizado evalué mi
situación en menos de un segundo.
-“Perdigón lobero a esa distancia supone perder la pierna
que sin duda estará destrozada y muy posiblemente también
la vida por pérdida de sangre en unos pocos minutos…lo raro
es no sentir la sangre empapándolo todo.”
-¿Qué te pasa “socio”? ¿Qué sientes? ¡¡Que desgracia!!-
Pepe, pálido como el papel de escribir me miraba buscando
en mi pierna la herida fatal.
-¿Qué ha pasado?- preguntó Gonza jadeando, que acusa-
ba el esfuerzo de la carrera desde el otro extremo del puente.
-¡Se me ha disparado la escopeta al cerrarla, y le he dado
de lleno en las piernas al “Socio”! ¡Menos mal que esta vez sólo
se ha disparado un cañón!-
-Intentad con cuidado quitarme el pantalón, porque no
sé lo que tengo, siento dolor y calor en varias zonas de la pier-
na, pero no noto correr la sangre…-
Lentamente comenzaron sin mover mi cuerpo a quitarme
el pantalón, debajo llevaba el del pijama desde la noche ante-
534
rior para protegerme del frío. Al dejar al descubierto la zona
de pijama próxima a la rodilla, una mancha de sangre de unos
pocos centímetros de diámetro…y nada más. El pie me dolía
a rabiar y costó un buen rato despojarme de la bota de goma.
Ahora le tocó el turno al pijama, que pronto le tenía por deba-
jo de las rodillas. Al dejar la pierna derecha al descubierto, en
el muslo se apreciaba un agujero negro y como chamuscado
por el que manaba un hilo de sangre. No aparecieron más
daños hasta quitar el calcetín. Bajo él, y casi pegada al pie,
apareció lo que a simple vista podría confundirse con una pe-
queña moneda de plomo, que no era otra cosa que un perdi-
gón aplastado contra el hueso. Este era el que con diferencia,
me producía más dolor y de donde más sangre fluía.
La cosa no era grave, de eso no había duda, pero había
estado en un “trís” de serlo…entonces, a la vista de mi suerte
y del peligro corrido, me quedé aún más pálido que Pepe, me
dio una arritmia cardiaca de la impresión por lo que me podía
haber ocurrido y me mareé durante unos minutos, tendido
donde estaba en mitad del puente y casi desnudo de cintura
hacia abajo. Poco después entre los tres, y ya más tranquilos,
reconstruimos el accidente.
La escopeta se disparó al cerrarla cuando apuntaba “casi”
hacía mí. El grueso de la perdigonada se estrelló contra el muro
de hormigón a menos de diez centímetros de mis rodillas y
buena prueba de ello era la marca de unos veinte centímetros
de diámetro donde faltaban varios milímetros de espesor del
hormigón. Los dos perdigones, el que me rebotó en el hueso
y el que aún conservo en mi pierna, cerca del hueso y un poco
por encima de la rodilla, se desviaron levemente al rozar con
las barandillas de tubo de hierro del puente, se cruzaron con
los otros y me acertaron a mí. Había salvado la pierna y la vida
por escasos centímetros. A esa distancia y con esa munición,
el disparo me habría segado, como habría hecho una guada-
535
ña, ambas piernas a la altura de las rodillas y habría muerto
desangrado en unos pocos minutos. Fue mi segundo tiro…y
espero que el último.
Recuperado el habla y un poco cojitranco continuamos
un par de horas persiguiendo a los patos inútilmente, que para
eso estábamos allí.
1 Millán Astray fue un militar que en la segunda guerra mundial en la división azul en Rusia y anterior-
mente en la guerra civil española, fue herido de bala y metralla en muchas ocasiones.
536
teados, y ruficauda, las diminutas estrildas africanas de cara
naranja, picos de coral, azulitos, pinzones degollados, tórtolas
australianas y por supuesto los pájaros granívoros de España
representados con más de diez especies diferentes de escriba-
nos, pinzones, verderones etc. Por último, la pareja de viejas
águilas ratoneras, la gaviota que comía de todo y las estrellas
del espectáculo doña Brunilda y Dartagnan y más alejados, los
canarios de mi sociedad con Mier como unidad a parte.
537
tenía ropa y otros enseres en mi Seat 600 azul, el “blue bird”
o “pájaro azul”, como aquel que había batido no se qué récord
de velocidad en el lago salado, en EE.UU. Al día siguiente a
mediodía tenía que estar otra vez en Monte la Reina, pero esta
vez iba relajado porque sabía bien lo que me esperaba.
Este sería un fin de Campamento estupendo porque se-
ríamos la mitad, no se volvería a escuchar al final de Campa-
mento la canción de despedida que nos dedicaron los vetera-
nos cuando nos íbamos felices...
“Aspirante, Aspirante, no te sientas tan ufano que después
de nueve meses, volverás otro verano. Aspirante, Aspirante, no
te mueras de ilusión que después de nueve meses volverás he-
cho un cabrón...”
Ni tampoco otra más ofensiva... “Cuando el año que vie-
ne te toquen a retreta... yo estaré con tu novia tocándole…”
Pero, aunque no tuviésemos novatos para cantárselo,
tampoco tendríamos que hacer de instructores ni de sargentos
de semana en otra Compañía... y dormiríamos más anchos en
las tiendas porque sobraría espacio por todos lados.
Salí temprano y sin prisas de Torrelavega con rumbo a
Zamora y disfruté del paseo mirando tórtolas y otras aves de
la meseta que se cruzaron en mi camino. A la una de la tarde
cerca ya de mi destino, metí el coche por un camino al final
del cual había un pinar y allí, a la sombra de los pinos, me
puse el uniforme militar. Me faltaban seis o siete kilómetros y
aquel grueso uniforme de paseo me asfixiaba, pero nada más
llegar me lo cambiaría por el de trabajo, mucho más cómodo y
después me fumaría el primer cigarrillo con los amigos mien-
tras comentábamos los avatares de los exámenes.
Al cruzar la puerta y saludar a la tropa auxiliar que hacia
las guardias en ausencia de los Caballeros Aspirantes, me sentí
cómodo y seguro. Una sensación de pisar “terreno conquista-
do” recorrió mi cuerpo... ya podía amenazar Garea o el que
538
tuviésemos de Teniente, si éste había cambiado, que ni uno
solo le íbamos a creer.
Por si esto fuese poco, un estudio a fondo del calendario
era aún más reconfortante. Dieciocho de julio fiesta y martes
(puente a la vista), veinticinco de julio, idem eadem idem, o sea
lo mismo otra vez, y por si fuera poco y como es fácil d deducir,
el quince de agosto también fiesta y martes. Si nos dejan “ir de
puentes”, no me toca guardia ningún fin de semana y tampoco
me dejo arrestar, sólo dormiré en Monte la Reina 42 noches,
ni una más ni una menos. Los lunes, además, podré decir para
animarme aquello que dice un amigo optimista: “¡¡Hay que ver
como se pasa la semana!! Pasado mañana...¡¡Casi jueves!!”.
Desde el primer día a las ocho de la tarde, después del to-
que de oración, comenzó a escucharse por todo el campamen-
to el grito de: ¡un día menos! al tiempo que todos tirábamos la
gorra al aire lo más alto que podíamos. Esto no gustaba a los
oficiales, pero muchos de los Caballeros Aspirantes no podían
reprimirse el gusto de gritarlo a los cuatro vientos.
Para hacer más llevadero este 2º Campamento, llegué
bien equipado con un caza-mariposas y prismáticos que iba
a necesitar para estudiar la fauna de insectos y aves con más
profundidad que el año anterior.
539
de la mesita de noche de mi casa de Madrid. En una caja de
cartón llevaba un macho de lagarto verde y en un bote con sal-
vado de trigo unos cientos de gusanos de la harina, el alimento
ideal del lagarto. A la rana tenía que cazarla moscas vivas a las
que arrancaba un ala, las echaba al bote y en un momento
desaparecían.
Estos huéspedes los instalé en la repisa de ladrillo que
tenía sobre la cabecera de mi petate. Eran silenciosos y dis-
cretos y sólo mis compañeros de tienda y algún amigo vecino
conocía su existencia.
Por la mañana, la instrucción se me pasaba bastante rá-
pido, había conseguido desarrollar y perfeccionar una especie
de “piloto automático” que me era muy útil. Yo me movía en
la compañía de forma similar a como lo hacen los estorninos
dentro de un bando, todos giran al mismo tiempo aunque
nadie de una orden. Yo me movía con el bando y en el mo-
mento en que todos giraban a la derecha bruscamente, quizá
con décimas de retraso, hacía yo el mismo giro. Una parte de
mi cerebro respondía así a una mezcla de la orden del capitán
a la que, todo sea dicho, no prestaba demasiada atención y
otra respondía al movimiento sincronizado de mi “bando de
estorninos”: mis compañeros de instrucción.
Este mecanismo me permitía oír a los abejarucos, que
procedentes del Duero nos sobrevolaban por la explanada lan-
zando sus graznidos característicos al tiempo que se lanzaban
en picados rápidos con las alas cerradas sobre hormigas aladas,
mosquitos, abejas y todo insecto que volase por las alturas.
Veía a los vencejos, alguna abubilla, pájaros carpinteros,
golondrinas, las tórtolas que cruzaban a beber al Duero, águi-
las ratoneras planeando en el infinito y alguna que otra ma-
riposa despistada, sobre todo Colias amarillos que cruzaban
todos en la misma dirección día tras día, de lo que deduje que
eran unas mariposas migratorias.
540
-Hoy no hay instrucción- dijo el Teniente Garea para dar-
nos una alegría. -Vamos de excursión al Duero a construir un
puente, así que llevad los trajes de baño.-
La sola perspectiva de salir del recinto del campamento y
acercarnos al arbolado de la orilla del río Duero, era una pro-
mesa de descubrimientos de especies interesantes hasta ahora
nunca vistas por mí.
541
con cuidado como los indios, para no hacer ruido y ver con
comodidad a los pequeños pájaros habitantes de la espesura.
El puente se quedó parado a los quince metros de avance
por falta de piezas. A mí me hubiera gustado seguir allí quince
días y cruzar completamente el río pero “ce n´est pas possible”,
que dicen los franceses, y tuvimos que desmontarlo, lo que
se hizo muy rápidamente y acto seguido abandonamos aquel
idílico y sombreado lugar.
542
“Las ganas de divertirse son inversamente proporcionales
al tiempo disponible para ello y directamente proporcionales
al transcurrido desde la última vez que se disfrutó.”
Esto es, a menos tiempo... más ganas y a más tiempo de
encierro…más ganas aún.
Tres días seguidos gracias a la fiesta del Alzamiento Na-
cional, se viven con más calma que dieciocho horas, que era
a lo que estaba acostumbrado... No digo que se me hiciesen
eternos ni mucho menos, pero me permití la licencia de echar
un par de siestecitas y dormí casi siete horas cada noche, sobre
una cama blanda y confortable con sábanas blancas y limpias,
elevadas cuarenta centímetros sobre el suelo. Todo un lujo.
543
Ese miércoles por la mañana los cantos fueron sustituidos
por otros diferentes solicitando alimento, eran de hambre, los
pobres verderones pedían alimento con urgencia y al parecer
sin conseguirlo.
Esa mañana el Teniente Corral estaba más cabreado que
una mona.
-¡Cómo coja al que ha matado a la verderona de un per-
digonazo le voy a despabilar bien!- no hacía más que decir al
tiempo que se lamentaba.
-¡Se me van a morir de hambre, y eso lo va a pagar alguien
con un arresto de lo que queda de campamento!
¿Qué podía hacer el desolado Corral? Alguien le sugirió
que yo entendía de pájaros y en seguida me mandó llamar.
-Pardo -me dijo muy serio-, ha habido un cabrón que ha
matado a la madre de mis pájaros y están que se mueren. ¿Qué
puedo hacer con ellos si aún no saben comer solos?-
-La cosa es fácil, mi teniente -nada más oírme cambió la
expresión de Corral-, yo tengo gusanos de la harina que he
traído para un lagarto y una rana que tengo en la tienda y por
suerte tengo de sobra para los dos. Estoy seguro que en cuanto
los prueben, los verderones resucitan, porque el poder alimen-
ticio de estos gusanos es impresionante. Ahora voy a por unos
pocos y hacemos una prueba.-
Dos minutos más tarde restregué un trozo de jugoso gusa-
no contra la comisura del pico del verderón en peor estado. Al
principio no se dio por aludido, pero, en cuanto un poco del
jugo le entró por el pico y notó su sabor, comenzó a piar con
todas sus fuerzas, pidiendo más gusano ricos, como aquel.
El pobre pájaro estaba extremadamente débil y más des-
entrenado a comer aún que “Nardito”, y el segundo gusano,
le dejó más que satisfecho.
-Mi Teniente, tengo que ir a Instrucción en cinco minu-
tos, aquí le dejo gusanos, pero tiene que seguir usted hacién-
544
dolo cada diez minutos, o se le morirán los cinco verderones
hoy mismo- exageré y dramaticé un poco la situación porque
dos estaban muy mal, pero los otros tres era relativamente
fácil sacarlos adelante sin gusanos, sólo con un poco de huevo
cocido.
-De eso nada Pardo- dijo Corral de inmediato. -Tú te
quedas aquí con los pájaros. Es una orden. Voy a pedirle al
Capitán Torres que te dé el día libre y te dedicas en cuerpo
y alma a salvar a estos pájaros, mientras tanto, yo buscaré al
cabrón que mató a su madre.-
-Oiga mi Teniente, que no quiero tener un lío con el Ca-
pitán- protesté yo, como si no estuviese deseando quedarme
con los pájaros.
-No se preocupe Pardo, que el Capitán es asunto mío. Si
necesita algo o un ayudante de la tropa auxiliar, pídalo ahora.
-Sólo necesito dos huevos duros. Si le parece puedo ir a
cocinas de su parte y pedirlos allí, con eso sería suficiente y,
si no le importa, me llevo a los cinco pájaros a mi tienda que
tengo más comodidad para atenderlos.-
-Lo que tú digas.- Corral me trató de tú con familiaridad.
Mira por dónde, la posibilidad de salvar sus verderones me
iba a granjear un amigo en transmisiones a la vez que un día
de descanso.
Pasé por la Compañía a la espera de que el Capitán Torres
fuese puesto al corriente por Corral. Al entrar en la tienda mis
compañeros se estaban vistiendo para instrucción.
-“Mortimer”, (así llamaban sus compañeros a Mortera el
autor del desaguisado), eres un suicida. ¿Tú sabes lo que has
hecho, desgraciado? ¡¡Te has cargado a la madre de los verde-
rones del Teniente Corral!! Te está intentando identificar para
mandarte al calabozo de cabeza. No es por ser profeta, pero
van a ocurrir dos cosas totalmente diferentes. Yo me voy a
pasar dos días de relajo, disfrutando como un enano, mien-
545
tras recupero a los verderones. A ti, como te trabe el Teniente
Corral te va a fundir como si te metiesen en un horno de EN-
SIDESA, que tú, como buen asturiano ya conocerás...- Mor-
timer me miraba con cara embobada- ¡Ah! Y, un consejo de
amigo, haz desaparecer la escopeta y jura que nunca tuviste
una en tus manos. Corral ha puesto precio a las cabezas de
los que por sus proximidades tengan una carabina, y a ti te ha
visto con ella medio campamento.
Mortimer reaccionó:
-¡Joder! Eso le pasa a Corral por culpa de su compañero
Garea que me ha jodido el fin de semana. Como me aburría,
me dediqué a hacer puntería con los gorriones...-
Pues confundiste a un verderón con un gorrión ¡Qué
Dios se apiade de tu alma si te coge hoy!... si consigues llegar
a mañana y salvo los verderones, a lo mejor hasta consigues
salvar el pellejo...
-¡A formar para instrucción!- oí fuera al cabo cuartelero.
Por si las moscas, formé con la Compañía, pero al ins-
tante…
-Pardo, salga de formación y acompañe al Teniente Co-
rral que tiene trabajo para usted- me ordenó Torres en cuanto
se percató de mi presencia.
-A sus órdenes, mi Capitán- respondí reglamentaria-
mente.
546
que se les transparentaba a través de la piel a un costado del
cuello, como una gran bola amarilla.
A partir de ahí todo fue coser y cantar, cada hora les daba
de comer y mantenía el buche con algo sin que tirasen de la
“reserva” de sus pocas grasas. Todo esto lo podía compatibili-
zar con leer o charlar con los que estaban de cuartel vigilando
la compañía.
El segundo día le dije a Corral, no sin pesar, que ya podía
dejarles sin comer unas horas... ya me había salvado de pasar
frío haciendo gimnasia y estaba dispuesto a reengancharme a
la Compañía para hacer instrucción.
Una rana, un lagarto verde y cinco verderones eran de-
masiado para tenerlos en la tienda aunque había sitio de sobra
porque de un año a otro habíamos pasado de ser doce a ser
ocho sus ocupantes y quedaban huecos de petates y pilarillos
vacíos. Aproveché la coyuntura de los verderones para, a tra-
vés de Corral, conseguir que me dejasen instalar mi pequeño
Zoo en una de las tiendas aún sobrantes... Y esto sólo fue el
comienzo...
Durante el transcurso de la semana hice mis planes.
Ahora tenía una hermosa tienda de campaña casi vacía para
mí solo, donde habitaban mis cinco verderones pidiendo
todo el día comida, una rana y un lagarto silenciosos. Hacia
falta algo más. Si desarmaba unas jaulas, aunque mi coche
era pequeño, podía traer varias el fin de semana y en unas
cajas de transporte, algunos pájaros de los que criaba mu-
chos en Torrelavega, periquitos, diamantes mandarines, ca-
narios y tórtolas australianas. Estaba decidido, traería una
“representación” y así estaría más entretenido, sólo tendría
que suprimir un poco más de siesta, otro poco de la tertu-
lia del Hogar y unos minutos aquí y allá en los descansos
para cambiarnos y tendría a todo mi personal perfectamen-
te atendido.
547
Los verderones eran un éxito, me reconocían a distancia
en cuanto sonaba un ruido especial que yo hacía con los la-
bios. Nada más oírlo aleteaban y contestaban piando de igual
forma que si el sonido hubiese salido del pico de su difunta
madre.
Al final de la semana habían crecido mucho, tenían más
pluma, la cola más larga y estaban preparados para volar, pero
las clases de vuelo se quedarían para la próxima semana, este
fin de semana tendrían que viajar conmigo si no se torcía algo
antes de las cinco de la tarde del sábado.
Volaron los verderones ese sábado, pero en coche. Una
tormenta de rayos, truenos y centellas, como no recuerdo
otra, nos acompañó los 300 kilómetros del recorrido hasta
Torrelavega.
Los ocho ocupantes del vehículo, José Miguel Barrio, un
Caballero Aspirante de nombre olvidado, cinco verderones y
yo llegamos vivos, pero de casualidad.
La Bajada de las “Hoces de Bárcena” entre Reinosa y To-
rrelavega, una profunda garganta con el río Besaya al fondo,
la hicimos iluminados por los rayos que caían a izquierda y
derecha. A pesar de que había oído muchas veces en las clases
de electricidad que el coche se comporta como una “Caja de
Faraday” y que es imposible que uno en su interior muera por
efecto de un rayo, no pude reprimirme y pisé el acelerador a
fondo para huir de la tormenta.
En una barriada de uno de los pueblos del Valle de Iguña
uno de los ocupantes, José Miguel Barrio, se tiró del coche en
plan comando en décimas de segundo y entró corriendo en
casa de su novia.
Media hora después me empecé a sentir seguro cuando ce-
rré la puerta tras de mí en la casa de Torrelavega. Si nos hubiése-
mos estrellado entonces, treinta y cinco años más tarde, Reino-
sa, no habría tenido nunca por alcalde a José Miguel Barrio.
548
El domingo por la mañana madrugué y después del desa-
yuno copioso de huevo duro con bizcocho, los verderones me
estuvieron contemplando como desarmaba varias jaulas. Eran
de tela metálica electro soldada y soltando media docena de
amarres se plegaban fácilmente.
En una caja metí comederos, bebederos, mijo, alpiste y
una mezcla de otros granos como cañamones, panizo, semilla
de linaza y de nabo. Los “pasajeros” no los cogería hasta las
cinco de la tarde, media hora antes de la partida.
A las 11 de la noche del domingo llegaba a Monte la Rei-
na. Mientras mis compañeros comentaban el fin de semana,
yo solo en silencio desplegaba jaulas, ponía los palos e instala-
ba en ellas a mis huéspedes. Por la mañana todos mis vecinos
se despertaron al son de la trompeta con acompañamiento de
cantos de canarios y parloteo de periquitos... Como debe ser.
Ese lunes por la tarde me dejé caer por cerca de la resi-
dencia de oficiales y me hice el encontradizo con mi amigo el
comandante. Enseguida me vio y me saludó y después de un
“A sus órdenes mi Comandante”, charlamos un buen rato.
Definitivamente, ese hombre se aburría. Tenía inquietudes li-
terarias y culturales difícil de compartir en un mundo militar
del que probablemente deseaba el retiro más que un ascenso.
Le conté la historia de los verderones y también que había
traído unos pájaros para que les hiciesen compañía.
Con la aprobación del Comandante, me sentí más seguro.
549
interesando al finalizar el campamento me lo dices y te le ven-
do. Si no es para ti, irá con sus hermanos en septiembre a una
pajarería. Valen a 400 pesetas cada uno, precios de mayorista.
-Pues yo te lo digo ahora: Resérvamelo- contestó.
Probablemente fue la primera venta de un canario en el
interior de una tienda de un Campamento de la I.P.S. A causa
de ella, las peticiones comenzaron a lloverme. Cada día algún
Caballero Aspirante me preguntaba:
-¿Te queda una pareja de periquitos?
-No, pero si estás interesado, te los puedo traer el próxi-
mo fin de semana, cuando vaya a casa.-
-Esos pájaros tropicales tan bonitos con el pico rojo y que
los machos parecen una perdiz en miniatura, ¿qué son?-
-Diamantes mandarines de Australia. Valen a 300 pesetas
la pareja, precio de mayorista.-
-Guárdame una pareja que se la voy a regalar a mi novia
que le gustan muchísimo las aves y se los llevaré a la finca al
terminar el Campamento.-
-Hecho. Pero te los traeré dentro de dos semanas, estos
están comprometidos.-
Tres días más tarde tuve que decir que no tenía más exis-
tencias. Aquello me desbordaba. Nunca pensé que hubiese
tanta demanda y con lo comprometido tenía de sobra para
pasar un magnífico mes de septiembre.
Pero llegaron más aves, sin estar previstas en el programa.
-Mire, me dijo un soldado de la tropa auxiliar- y abriendo
una caja me mostró tres preciosos cernícalos a medio emplu-
mar- Los tenía un compañero que trabajaba en cocinas, los
cogió de un nido, pero está enfermo y le han llevado al hospi-
tal y yo no puedo conseguir pollo ni carne y se van a morir.
El Teniente Corral hizo de intermediario y se amplió la
intendencia de dos huevos cocidos al día en tres alas de pollo
para los cernícalos.
550
Dentro de la misma caja en que llegaron a mis manos
acabaron de emplumar y pronto comenzaron a saltar fuera y a
pasearse por el suelo de la tienda mirando con “ojos golositos”
a los canarios y verderones, que sobre los pilarillos a modo de
mesitas de noche, los miraban desconfiados.
En cuanto uno saltó a un lugar un poco alto improvisé
unas pihuelas y sujeté con ellas a los tres aspirantes a cazar
ratones, cosa que no les hizo ninguna gracia.
El puente del 15 de agosto lo pasé en casa. Estaba tenien-
do una suerte loca hasta el momento, los servicios de guardia,
cuartel, etc. que me podían anclar allí el fin de semana me
pasaban “rozando”. El 16 cuartel, el 11 retén... en medio el
puente para mí solo.
Un colaborador espontáneo obligado a quedarse por los
servicios obligatorios, resolvió mi problema de abastecer de
agua y comida al averío, cazar moscas para mi rana y repartir
gusanos al lagarto.
Por si me fallaba el siguiente fin de semana, traje todos
los pedidos el 16. Más jaulas y más pájaros. Nunca hubo una
tienda más alegre en Monte la Reina... Sin consumo de cuba-
libres ni sidra de por medio.
551
diez metros de ancho y dos de profundidad, en donde se le-
vantaría la construcción.
Todos dimos el do de pecho y el montaje se logró en
un tiempo record. Sudamos como nunca pero quedó precioso
aquel puente verde en medio de aquel árido desierto.
552
-¿Sabes qué especie de águila es?- pregunté intrigado.
-Es grande, blanquecina por delante y ¡con unos ojos! La
tienen amarrada por una pata y le dan de comer filetes de los
que sobran en los platos. Si quieres te acompaño a verla-
Fuimos al fondo del Campamento a la izquierda, frente a
Infantería. Allí, en un barracón, amarrada por una pata, una
joven águila culebrera, desnutrida y con mala pluma, tomaba
el sol del atardecer. Junto a ella dos soldados de la tropa auxiliar
con peor “plumaje” que el águila, fumaban con parsimonia.
-¿Es vuestra el águila?- pregunté.
-Sí, ¿pasa algo?- el tono provocativo no me extrañó por-
que la tropa auxiliar nos miraba con desprecio, ya que éramos
la causa de su trabajo. Cuando nos fuésemos vivirían felices.
-Si no sabéis qué hacer con ella, yo me la podría quedar...-
comencé a tantear.
-De eso nada. El pájaro lo cogí yo y no pienso soltarlo ni
aunque me lo ordene el Coronel. Me gusta el bicho y cuando
me aburra de él lo suelto... o lo mato, según me parezca.
Durante varios días intenté negociar. Primero, un cambio
por pájaros, después, una compra, pero el águila y su dueño
desaparecieron el fin de semana y nunca más supe de ellos.
553
Un momento histórico como ese, merecía la pena vivirlo.
Toro había sido la gran beneficiada por la I.P.S., a sólo unos
kilómetros del Campamento recibía familias de visita que
dormían allí, oficiales que cenaban en sus restaurantes y bares
y, cada fin de semana, muchos Caballeros Aspirantes que por
diversas razones de distancia, tiempo, dinero o arrestos, no
viajaban en el “rally” del sábado. Seguro que nos trataban bien
y como era un día entre semana, sería una buena forma de
cambiar la rutina.
Una vez que tomaron nuestros nombres y números y vie-
ron que había suficientes voluntarios, el Teniente Garea nos
dio más información.
-Después del desfile que será por la mañana, habrá vaqui-
llas en la plaza de toros y por la tarde baile en la piscina, y a
las 11 de la noche, todo el mundo en el Campamento. El que
llegue tarde no se va para casa el día 31, le dejo arrestado...
Todos reímos el chiste de Garea. Para que uno de nosotros se
quedase allí tendrían que mantener el campamento abierto
sólo para él, y eso era imposible.
Comenzaron los ensayos. Desfilaríamos de a tres, o sea en
tres filas, ya que las calles de Toro y el público no permitirían
el ir de a nueve como era habitual en el Campamento. Fueron
ensayos cortos porque todo lo teníamos más que ensayado.
Por supuesto, el desfile en traje de paseo.
Casi trescientos, un quince por ciento del Campamento,
nos reunimos en una explanada del pueblo. Más tarde, cuan-
do todos estuvimos en nuestros puestos respectivos, la banda
militar comenzó a interpretar una marcha militar y comenzó
el desfile por las calles principales de Toro, hasta pasar por de-
lante del Ayuntamiento, donde poco más adelante terminaba
nuestra misión.
Todos estos actos coincidieron con las fiestas de Toro y la
despedida de aquel campamento que ocupaba la Instrucción
554
Premilitar Superior, la I.P.S., desde su fundación, a principio
de los años cuarenta, cuando los Caballeros Aspirantes se te-
nían que rellenar un jergón con paja de los campos próximos,
calzaban alpargatas para gimnasia y no sabían lo que signifi-
caba la palabra piscina. Todo había cambiado en este tiempo
una enormidad pero así y todo había llegado a su fin.
Después del desfile hubo vaquillas, comida en un restau-
rante sentado cómodamente, con cubiertos de acero y mantel
y servilleta de hilo. Por la tarde, baile en el recinto de la piscina
pública y después a dormir a la tienda.
555
madas y tres cernícalos, la rana, cinco verderones, un lagarto
y yo, el último. Al llegar a la entrada los soldados que hacían
guardia me miraron con sorpresa porque era el último en salir;
ya no quedaban coches en el parking ni restos de la polvareda
originada por la salida. Cómodamente, con la carretera para
mí solo, puse la proa hacia el norte.
Abandonar Monte la Reina me produjo tristeza y sabía
que sentiría añoranza de ese lugar, a pesar de que fui forzoso,
viví allí dos veraneos inolvidables por lo diferentes de los que,
a mi manera, disfruté como nunca antes pude pensar que era
posible cumpliendo el servicio militar.
556
El lago era un paraíso y no podía creer en tanta suerte. Era
de tamaño similar al Lago del Retiro o quizás ligeramente más
pequeño, pero con las ventajas de estar en un paraje solitario
rodeado de bosques de acacias, a menos de un kilómetro de
la casa donde vivía con mis padres, y con una carretera poco
transitada que en mi SEAT 600 “preparado”, M- 326.450,
“El Pájaro Azul”, hacía este recorrido varias veces diarias a un
promedio de treinta Kilómetros hora, en dos minutos aproxi-
madamente.
En el lago vivían de forma espontánea, y natural muchas
agachadizas en los meses fríos, gallinetas junto con zampulli-
nes todo el año y recibían a su vez visitas esporádicas de patos,
gaviotas, garzas, cormoranes, limícolas y en los atardeceres de
otoño algún bando de gansos extenuados de su viaje desde
lejanos países.
Mi intención era hacerle mucho más atractivo a todo tipo
de seres vivos incluso humanos si exceptuamos a los cazadores;
pues si yo no pensaba disparar un solo tiro a mis protegidos
mucho menos iba a consentir que lo hicieran otros.
En cuanto me hice cargo de él planté más de 200 es-
quejes de sauce llorón por toda la orilla y muy próximos al
agua para que en seguida hundieran en terreno húmedo sus
raíces. Construí plataformas flotantes con cajas nido para que
criasen los patos a salvo de los zorros, muy abundantes en
las proximidades. Puse comederos en los cuatro costados que
mantuve aprovisionados de maíz permanentemente. Cada
dos árboles, en las acacias próximas a la orilla, colgué cajas
nido para pequeños insectívoros. Boté una pequeña barca de
madera comprada en ruinas y, por último, comencé a soltar
los patos que había estado reuniendo durante casi dos años
de ahorro: Patos Mandarines y Carolinas, Silbones de Chile y
de Europa, Porrones Moñudos y Comunes, Azulones, Rabu-
dos, gansos de Canadá y del Nilo, Tarros Blancos y Canelos
557
y para completar, Cisnes Negros y Cisnes Blancos. En total
catorce especies diferentes y más de cincuenta aves nadando
por el lago.
Con todo esto, parecía el lago desierto de vida. Era tan
grande que necesitaba mucho tiempo y armarme de prismá-
ticos cada vez que “pasaba lista” y quería comprobar que esta-
ban todos vivos…Entre los cañaverales y la vegetación de las
orillas se escondían de forma tal, que decidí hacer los censos al
amanecer ya que a esas horas estaban más activos y salían más
al descubierto.
558
me en sentido contrario sin provocar una estampida. Cuando
llegaba a casa todo el mundo estaba preocupado.
-¿Cómo es posible que vuelvas a las ocho de la noche si a
las seis y media era noche cerrada?- me preguntaba mi madre
con gesto de desaprobación.
-Hoy he tenido una “visita” importante que me impedía
moverme. Un macho y dos hembras de pato colorado han espe-
rado hasta hace diez minutos para lanzarse al comedero como
locos llenarse el estómago a mi costa y alejarse nadando. ¡No te
imaginas lo desconfiados que son! Se han acercado al comedero
a veinte metros por hora y a cinco metros de él, se han detenido
a escuchar durante quince minutos más. ¡No he visto hasta hoy
algo semejante!- En otoño siempre había algo nuevo, aunque
lo normal era que en cuanto descansaban y saciaban el hambre,
siguiesen su viaje misterioso hacia otras aguas lejanas.
Garzas Imperiales, un Colimbo Ártico, un bando de más
de doscientos Andarríos (Tringa hypoleucos) como no vi jamás
otro igual y del que capturé y anillé a más de treinta, la Garza
Real que pescaba los peces de colores ante mis narices, el Mar-
tinete que con su sola presencia ahuyentó a más de seis mil go-
londrinas que dormían en el carrizal, un bando de veinticinco
Cercetas Comunes que se pasaron un invierno haciéndome
compañía con sus vuelos vertiginosos…fueron infinidad de
horas y de vivencias de las que me queda un recuerdo imbo-
rrable.
559
Cuando yo estaba fuera, primero Aureliano, el chofer de
la ambulancia que vivía junto al hospital a cincuenta metros
de la orilla del lago, me alimentaba a los patos. Después fue
Mier, mi socio de los canarios, que también trabajaba muy
cerca de allí y que junto a su trabajo había instalado una “mi-
nicuadra” en la que dos terneros engordaban y unas cuantas
conejas parían a sus hijos para ayudar a la economía familiar
de su dueño, lo cual le obligaba a diario a ir hasta ese lugar,
trabajase o no y aprovechando esa obligación yo le convencí
de que diese también de comer a mis patos.
Antonio Mier ya conocía mis intenciones de poner un
zoo cerca de Santillana del Mar y con frecuencia charlábamos
del tema.
-En cuanto consiga acabar la carrera pongo en marcha lo
del zoo. Lo que no tengo nada claro es como y cuando con-
seguiré terminar y tampoco de donde voy a sacar el dinero.-
Le repetía una y otra vez, mis dos problemas que detenían el
arranque de mi proyecto.
-No te preocupes que todo se andará. Dale tiempo al
tiempo. Ten paciencia.-
560
Pero en la mía, una niña de cinco años dio un toque muy
especial con su ocurrencia. Mi sobrina y ahijada María, con
cinco años de edad, conocía mis aficiones al dedillo, y, aunque
esté mal el decirlo, sentía adoración por su padrino.
Al terminar la ceremonia y salir al exterior, cuando en la
escalinata de bajada nos detuvimos para hacernos una foto,
María comenzó a treparse por una protección de piedra ante
la sorpresa de todos.
-¿Qué estás haciendo? ¡Bájate de ahí inmediatamente!- la
orden de su madre fue tajante y María se bajó con cara triste
diciendo, a modo de disculpa.
-Es que he visto una lagartija muy bonita y se la quería
coger a tío Nané…- Yo me quedé sin lagartija pero siempre
tuve ese entrañable recuerdo.
De la iglesia, fuimos a mi casa a despedirnos de la abuela
Ota, que con más de noventa años y una lucidez perfecta, no
pudo, por la inmovilidad que padecía desde que se rompió la
cadera, acompañarnos en la ceremonia ni en el banquete.
Al día siguiente, y camino del sur de Portugal, no pude por
menos que desviarme y, desde Tordesillas, acercarme a Toro y
Monte la Reina. Es probable que alguien me tome por loco, pero
el recuerdo de los dos veranos en ese campamento, entremezcla-
do con los de mi larga estancia en Madrid, sale muy favorecido.
Unos días más tarde, nos dedicamos a recorrer el Gua-
diana en barco bajo un sol abrasador, viendo la riqueza de su
fauna con rabilargos, perdices, tórtolas, agujas, ostreros, espá-
tulas, garzas y muchas especies más. Intercalamos excursiones
con solazarnos en las playas de Huelva y el Algarbe.
Como no podía ser de otra forma, nos acercamos al coto
de Doñana, donde, a pesar de ser una época pésima para ver
aves acuáticas, me gasté una pequeña fortuna haciendo pelícu-
la de las colonias de garzas, espátulas y garcillas de las famosas
“pajareras” de la Algaida.
561
En el Palacio de Doñana mantuve una conversación con
los biólogos de la estación biológica y volví a mis orígenes,
hablando de lo que sólo con estos fanáticos de la naturaleza
podía hablar. Con uno de ellos, no recuerdo su nombre, nues-
tra coincidencia de criterios fue tal que me confesó que había
comido gusanos de la harina, para comprobar en su persona
por qué les volvían tan locos a los pájaros, reptiles, etc. Su
conclusión fue que eran ricos…pero no para tanto. Cuestión
de gustos.
Antes de abandonar Doñana, Miguel Delibes hijo, nos
enseñó sus jinetas criadas a biberón, tenían dos meses, esta-
ban escondidas bajo un tronco y se treparon por encima de
Maribel, fue una experiencia maravillosa…que el destino nos
daría la oportunidad de revivirla durante meses, unos años
más tarde en el zoo.
562
to posterior, de Boj y de Brenda, una pareja de campeones in-
ternacionales y con el añadido en Brenda de el “best in Show”
en la exposición internacional de Madrid… Por si fuese poco
y con toda probabilidad, Keisy en mes y medio sería madre.
Fuimos a buscarla una mañana a Madrid en el coche de
Esteban el padre de Maribel. En ese mismo coche, un SEAT
1430, habíamos hecho nuestro viaje de novios. En el asiento
de atrás se acomodó Keisy y entonces nos dimos cuenta de
sus auténticas dimensiones. La “cachorrita” ocupaba todo el
asiento de atrás, cuando devolviésemos el coche prestado ne-
cesitaríamos un remolque para trasportarla.
Cuando nos detuvimos en Torres para enseñársela a mi
familia, Keisy se portó como si fuese nuestra perra de toda la
vida y eligió de inmediato a Maribel como su dueña y señora.
Desde la primera noche escogió en nuestra habitación la
alfombra junto a Maribel y allí se instaló para dormir siempre
que nosotros no estábamos de viaje.
Muy poco después nos fuimos a vivir a nuestra primera
casa en la avenida de los Castros, muy cerca del Sardinero,
frente a la escuela de Caminos donde un tiempo después tra-
bajaría como profesor. Por aquella época pasábamos los fines
de semana en Torres donde yo tenía todos mis animales y
donde Keisy tuvo a sus seis hijos.
El parto, asistido por mi hermana Consuelo a la que los
perros la volvían loca y a la que Keisy adoptó como segunda
dueña, fue emocionante, largo y feliz.
Seis hermosos “toretes” como en las corridas, con unos
pulmones excelentes y con un exceso de piel que en un futuro
cuando creciesen, les sería muy necesaria para cubrir un cuer-
po de sus futuras dimensiones.
Mientras estuvimos con Keisy en nuestra nueva casa, los
vecinos se maravillaron con nuestra perrita de setenta kilos de
peso, pero, a pesar de haber sido tan bien recibida incluso por
563
Benito, el portero del inmueble, no nos atrevíamos a trasladar
allí aquellos futuros cuatrocientos veinte kilos de perro.
A medida que pasaron los días y muy pronto, los bebés
perro se volvieron tan callados como su madre que nunca solía
ladrar, lo que nos decidió a trasladarlos a nuestra casa a altas
horas de la noche con nocturnidad y alevosía.
Nadie en la casa imaginó durante dos meses que allí podía
vivir semejante jauría, hasta que con pena comenzamos a des-
hacernos de ellos, unos a casa de su abuela en Madrid, otro a
Burgos a casa de un amigo… Al final los perdimos a todos de
vista, aunque cuando tuvimos ocasión los visitamos para ver el
cambio sufrido en unos pocos meses, que era espectacular.
Keisy era una perra plegable, podía ocupar un coche ella
sola o ponerse de canto como los libros de una biblioteca y no
ocupar prácticamente nada. En el pájaro azul en varias ocasio-
nes, con Maribel y yo en los asientos delanteros viajaban atrás
Keisy, Mª Aurora, prima de Maribel y Consuelo, mi hermana,
las dos últimas de más de un metro setenta de estatura, y tan
felices los cinco… ahora me parece un sueño.
Keisy nos proporcionó durante años todo lo que un pe-
rro puede proporcionar a un ser humano. Su único defecto,
el que compartió con todos los de su especie… vivir mucho
menos que sus dueños.
Un día, no sé de qué manera ni por qué, fuimos los dos a
casa de Jesús, un conocido con aficiones parecidas a las mías,
donde varios años antes había estado una sola vez viendo unos
peces llamados espinosos, hasta entonces para mí desconoci-
dos. La trascendencia de esta visita no la descubriría hasta un
año más tarde… y más aún posteriormente. En un momento
de la conversación, recuerdo que dije.
-Cuando termine Caminos, tengo previsto construir un
Zoo en los alrededores de Santillana del Mar, donde todos
los años visitan el pueblo un millón de personas para hacer
564
turismo.- A mi declaración de intenciones Jesús mi anfitrión,
se levanta, se dirige a una librería, coge unos papeles y los ex-
tiende en la mesa ante nosotros y dice.
-Yo también tengo la intención de poner un Zoo en al-
gún lugar. Tengo incluso hechos unos planos. Mirad, aquí
pondré los hipopótamos, ahí los elefantes, en esa otra zona
los felinos….- El plano en colores tenía dibujados los anima-
les sobre las instalaciones de los recintos. Me quedé un tanto
perplejo, pero volví a mi rutina como si no me hubiesen di-
cho nada.
Continué durante meses dándole vueltas a la cabeza a mi
propio proyecto, esperando que mi vida se clarificase en los
aspectos laboral y económico.
Una carta con el remite de Jesús me dejó más perplejo
que en la primera ocasión. Su texto escueto, echaba por tierra
en parte mi proyecto que aún estaba sólo en mi cerebro, pero
que sin salir de él, debería cambiar de ubicación.
-“Amigo Ignacio, estoy poniendo un Zoo de fauna Ibéri-
ca próximo a Santillana y deseo comprarte algunas aves para
él. Si estás interesado y, tienes algo que te sobre disponible,
házmelo saber.”- Lo del Zoo sin duda iba en serio, pero a mí
me faltaban problemas por resolver.
565
cer la cuenta era fácil. Ocho años más tarde tenía obligatoria-
mente que hacer las prácticas de Alférez, so pena de acabar lo
mili en un cuartel degradado a soldado y con una miseria de
diez pesetas de sueldo al mes o algo similar, y no tenía ningu-
na intención de saber la cantidad con exactitud. Por tanto, el
año 1975 vencía este plazo. Para entonces ya estaba casado,
vivía en un piso pequeño pero muy bien situado en la zona
del Sardinero, en la ciudad de Santander y me faltaban dos o
tres asignaturas fáciles de aprobar y el proyecto fin de carrera
para tener el Título y buscarme otro trabajo mucho menos
divertido que mis animalitos. En otoño estaría todo, menos
el proyecto fin de carrera, listo para sentencia.
En septiembre acudí a Madrid a examinarme de Ferroca-
rriles y cuatro o cinco días antes me dejé caer por la escuela.
Cuando estaba indagando algunos asuntos de mi interés en
la secretaría, una cara conocida se me acercó y me saludó
como dos viejos colegas lo hacen después de mucho tiempo
sin verse.
-¿Qué es de tu vida? ¡Hacía años que no te veía!- me
dijo.
-He venido a examinarme, me quedan unos restos por
aprobar, entre ellos Ferrocarriles, y me la quiero quitar de en-
cima de una vez y para siempre. ¿Y tú qué haces por aquí?- co-
rrespondí demostrando mi interés por él.
-¡Vaya casualidad! Acaban de contratarme este curso en
esa asignatura de profesor ayudante, así que te veré en el exa-
men.-
La ocasión para recibir una información interesante no
podía dejarla pasar a mi lado sin sacarla algún provecho.
-Por cierto. ¿Ha habido algún cambio en el temario que
pueda afectarme?- le dije con cara de inocente.
-¿Alguno dices? ¡Todos! Ha cambiado todo. El nuevo ca-
tedrático ha irrumpido en la asignatura como un elefante en
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una cristalería y ha hecho un programa nuevo. Básicamente,
cuatro temas importantes: Estaciones Centro, Estaciones de
Clasificación… -
Tomo nota mentalmente de esta especie de lotería que
me acaba de tocar y que dicho sea de paso… ¡Ya iba siendo
hora! Este fue uno de los riesgos de estudiar la carrera libre
dedicado a otras actividades, que las sorpresas en los exámenes
eran mayúsculas.
En la puerta del examen unos días más tarde, me encuen-
tro a otro compañero de fatigas al que noto más gordo de lo
habitual. Nada más verme se me acerca, se desabrocha la cha-
queta, se abre por dentro de ésta dos cremalleras una a cada
lado y me enseña una especie de armario donde en vez de ropa
aparecen colgadas multitud de fotocopias reducidas.
-¡Tío, no se puede dejar nada a la improvisación! Esta
vez me traigo todo el libro en fotocopias, me ha costado una
pequeña fortuna pero merece la pena. ¿No crees?-
-No creo- le contesto escuetamente al tiempo que me fijo
en su cara para no perderme un solo gesto cuando reciba la
noticia fatal- Las puedes tirar todas y hacer unas nuevas de los
apuntes de Estaciones Centro, Estaciones… ¿Qué te ocurre?
¡Te estas poniendo blanco!- Blanco, amarillo y de varios co-
lores más se puso el colega con la noticia. Nunca me pareció
bien regodearme en la desgracia ajena, pero mi frustración por
mi incapacidad de copiar y ver a otros a mi lado que aproba-
ban así, no me hacía especialmente tanta gracia como para
ser condescendiente con ellos. Por una vez se hizo justicia, yo
aprobé y mi colega… no lo supe nunca.
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Centro de Instrucción de Reclutas pues en ellos estaban con-
centradas todas las plazas disponibles en los alrededores de la
capital de España.
Solicité el C.I.R. nº 1 con sede en Colmenar Viejo y a él
me destinaron. Debería de presentarme allí la mañana del día
diez de diciembre.
Tres semanas antes de esa fecha debería superar un trance
difícil de olvidar; Maribel, que por la noche se encontraba
perfectamente, ingresó por la mañana en estado de “coma”,
en la Unidad de Vigilancia Intensiva del Centro Médico Mar-
qués de Valdecilla con una encefalitis vírica que la retuvo en
ese lugar tres días entre la vida y la muerte y a mí también, de
preocupación.
Cuando afortunadamente salió del trance y la instalan en
una habitación en planta, se enteró con retraso de la noticia:
Franco ha muerto hace dos días.
Quince días después abandona el Hospital y nos instala-
mos en casa de sus padres. Yo tengo que marcharme a Madrid
tres días más tarde y hemos hecho planes para que en cuanto
los médicos lo autoricen -nos han hablado de un mes de con-
valecencia-, se venga a casa de mi hermana donde me quedaré
yo los días que pueda dormir fuera del campamento.
El día diez de diciembre, con un uniforme que con el
paso de los años se me ha quedado algo estrecho, llevando en
una de sus mangas un brazalete negro por el luto oficial tras la
muerte de Franco acaecida veinte días atrás y con un frío “que
pelaba” y hacía presagiar lo que se me avecinaba ese invierno,
llegué en mi SEAT 127, S-1608-D, al puesto de guardia del
CIR Nº 1 en Colmenar Viejo. Allí me identifiqué, hice los
saludos de rigor y, en mi coche, me dirigí al centro del campa-
mento. A la izquierda dejé un edificio extraño en ejecución y
con una cierta similitud al armazón de un paraguas. Al aparcar
el coche junto a los edificios principales me encontré a otros
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de mi rango, pero con un uniforme abierto y con corbata, a
diferencia del mío cerrado en el cuello y sin ella.
Todos teníamos una cosa en común, la estrella de alfé-
rez brillaba de idéntica forma que un anillo de recién casado.
Uno de los compañeros iba vestido igual que yo y a punto de
reventar el uniforme, su tez rubicunda y su cabello rubio des-
entonaban con su acento centroamericano.
-¿Tu eres de la I.P.S. verdad?- le pregunté.
-Por supuesto. ¿Crees tú que con mis años voy a ser de esa
IMEC que se han inventado ahora? Veo por tu uniforme que
eres de Ingenieros ¿De qué escuela eres? Yo soy de Caminos y
me llamo Carlos Fernández Mc Nair -lo de Mc Nair es por mi
madre que es escocesa- y vengo de Panamá. ¡Allí sí que hay mu-
jeres! ¡Vengo huyendo y de incógnito, chico, porque si les digo a
los de la banca brasileña para los que trabajo que vengo a servir
en el ejercito español, no vuelvo a hacer un trabajo para ellos en
mi vida! ¡Figúrate! No quería venir, pero ese pendejo cabrito de
Omar Torrijos -y le llamo cabrito por quitarle años- me está po-
niendo las cosas muy difíciles. Si no vengo a cumplir con el ejér-
cito me declaran prófugo y si más tarde algún día intento volver
huyendo a España a lo mejor me meten en la cárcel. Todos allá
creen que me he cogido unas vacaciones de cuatro meses debido
al estrés. Sólo mi secretaria sabe donde voy a “disfrutar” estas
vacaciones.- Cuando acabó le puse en antecedentes de mi caso
y, como si sus palabras anteriores fueran una premonición, unos
días más tarde el Alférez Tropical ingresaba en el calabozo… Eso
sí, de oficiales, llamado “Sala de banderas”, que no era otro que
el bar de oficiales. Allí el Alférez Tropical pasó los dos días más
descansados del campamento, tomando copas, leyendo perió-
dicos y charlando con los amigos que nos acercábamos allí para
“consolarle” por su buena suerte. Todo se debió a una discrepan-
cia sin importancia sobre las órdenes y a un mal entendido- du-
rante su primera guardia- con el Teniente Coronel Mayor.
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El catorce de diciembre, después de jurar bandera los cer-
ca de cuatro mil quinientos reclutas, y, acto seguido, marchar-
se a sus nuevos destinos, el campamento quedó sumido en un
extraño silencio. Los graznidos de cornejas y urracas eran los
únicos ruidos que se percibían provenientes de todas direc-
ciones, porque el campamento con todos los desperdicios que
generaba, era un paraíso para ellas. La imagen de mi azor Bru-
nilda, triunfando fuera de su tierra, cruzó por mi pensamiento
como si fuese real.
Al principio estuve unos días en la compañía 12 donde
tuve de sargento a Emilio Ibarra Ibarra al que puse un cero en
vocación militar, pero enseguida, no recuerdo por qué razón,
me destinaron a la 18.
En mi nuevo destino junto a mí estaba otro alférez, Agus-
tín de la Cruz Merino, “reenganchado” casi a la fuerza, que
había firmado en un documento - para facilitar su aceptación
como alférez- estar dispuesto a ampliar su estancia de cuatro
a dieciséis meses si el ejército le necesitaba…y le necesitó. Por
último, el teniente profesional Humberto Calabia y un capi-
tán con nombre de frutal, Cerezo, éramos los cuatro oficiales
asignados a esta compañía.
El resto de mis compañeros ubicados en otras compañías,
en la mayoría de los casos pasaron al olvido, aunque algunos
por alguna razón especial aún los recuerdo: al alférez Segura
por lo que sufrió, a Manolito “Semanilla” por dejar embaraza-
da a su mujer en un permiso posterior a estar de oficial de se-
mana, de ahí su apodo, y al actual Duque de Huescar porque
aunque sólo coincidimos durante un mes en el campamento,
no han dejado que me olvide de su presencia allí, las revis-
tas del corazón. De otros recuerdo sus caras vagamente y del
resto, nada. Los capitanes, Colmenares, por su facilidad para
arrestar soldados, Sarrais, porque era cazador y charlé con él a
veces y Córdoba, porque jugaba al dominó.
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Del capitán cajero recuerdo su cara, especialmente cuan-
do estando yo de Guardia el día de Nochevieja de ayudante de
otro oficial veterano apellidado Landero o algo muy parecido,
se nos presentó de improviso y nos sorprendió echando un
sueñecito después de comer abundantemente, venía con las
claras intenciones de amargarnos la comida y prolongar así
nuestra salida a la mañana siguiente día de Año Nuevo, y, para
ser exacto, lo consiguió y nos tuvo en el campamento hasta
casi la hora de comer. El descabezar un sueño el oficial de
guardia no era para tanto, ya que nuestra obligación era estar
allí disponibles, vestidos, con el arma al cinto y si era necesa-
rio, dispuestos a actuar al primer aviso de un soldado de guar-
dia, que eran los que en sus lugares y turnos tenían que estar
bien despiertos. Pero el cajero no era un hombre dialogante y
a mí, no se la razón, no me tenía precisamente simpatía.
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personales. Cuando la devuelva repetirá el proceso y así un
día sí y otro también. Lo mejor es que coja una y no la de-
vuelva hasta el fin del campamento, ahorrará muchos paseos,
créame.-
Al asunto de la pistola decidí de inmediato aplicarle el
refrán “Del viejo, el consejo.” Sobre el tema del azor, que me
preocupaba más, lo que me dijo el comandante había que
modificarlo un poco para que Cerezo, muy susceptible por
naturaleza y con pocas relaciones con el comandante, no se
cabrease conmigo y me acusase de saltarme a la torera el Con-
ducto Reglamentario.
-Mi capitán - le dije en cuanto le vi - He estado hablando
con el comandante y no se como ha salido a relucir que yo
tengo un azor, me ha dicho que porqué no me le traigo al
campamento que a él le gustaría verle cazar. Sólo ha puesto
una condición y es que usted esté de acuerdo y dé su permi-
so.-
-Por supuesto Pardo, puede traer el bicho ese cuando
quiera, por cierto ¿Qué clase de bicho es?-
-Una hembra de azor que se llama Doña Brunilda.-
-Ah - fue la contestación que me dejó con la duda de si
sabía por lo menos, que un azor, era un ave.
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La llegada de Bruni al campamento no llegó a armar el
revuelo de la visita de un teniente general, pero no se quedó
muy lejos. En los días siguientes a su llegada, por delante de
la compañía 18 desfilaron la mayoría de los oficiales del CIR,
picados por la curiosidad. Nada más tener a Bruni conmigo
comencé de nuevo el entrenamiento, poca comida y toda ella
sobre mi mano enguantada, mucha proximidad humana que
la conseguía fácilmente teniéndola todo el día a la puerta de la
compañía sobre su posadero y por último vuelos de entrena-
miento a la mano y al señuelo. Pronto tuve lista de espera, en
orden a la graduación del peticionario.
-Alférez- me llamó un capitán al pasar cerca de él - Esta
tarde a las cinco espéreme aquí con el avechucho ese que quie-
ro verle volar.-
-Imposible mi capitán- me miró con ojos de increduli-
dad- A no ser que quiera que le de plantón al Teniente Coro-
nel Mayor o acompañarnos a los dos a la excursión que tene-
mos planeada.- Mano de santo, el capitán pierde al instante
toda su afición por la cetrería.
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una compañía no se podía ubicar y en los calabozos tampo-
co porque estaban repletos y podía desencadenarse un motín.
De momento y para salir del paso, el capitán de la compañía
correspondiente le envió al botiquín y se le enclaustró en una
habitación a la espera de órdenes superiores.
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pecho del recluta y acto seguido, con un gesto de la cabeza,
le indicaban que continuase su camino. No dedicaban a cada
recluta más de tres segundos con el fonendoscopio y otros tres
en la placa de rayos x, con lo que la compañía de doscientos
veintinueve, circuló por la enfermería en dos filas, una para
cada médico, en menos de quince minutos.
Intrigado por tal rendimiento en su trabajo, no pude con-
tenerme y le pregunté a uno de los médicos qué enfermedades
buscaban en su exploración. La contestación concisa, dejó to-
talmente satisfecha mi curiosidad.
-Sólo escucho uno o dos latidos del corazón para estar
seguro de que están vivos, la placa es para “despistar”.-
En cuanto al recluta mujer, se decidió tras largas delibe-
raciones, que se quedaría en la enfermería encerrado en su
habitación, hasta que mandos de más graduación en el mi-
nisterio del ejército le destinasen a otro lugar y terminasen
así las habladurías. Así se hizo y sólo los médicos y los que le
llevaban la comida le vieron durante el poco tiempo que duró
su estancia.
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son los pies del oficial instructor que les acompaña. A este
trozo de madera se le denomina en argot militar “granada de
instrucción”. Por semejanza en la utilidad había puesto ese
nombre al trozo de pollo.
Una tarde que presenciaban el entrenamiento de Bruni:
Copito de Nieve, -oficial de alto rango, pelo completamente
blanco y el genio a flor de piel-, y junto a él, un capitán, un
teniente y mi compañero Agustín de la Cruz, saqué a relucir
la broma de la urraca de instrucción.
-Mire, mi… cómo caza el azor a la “urraca de instruc-
ción”- Lanzo el trozo de pollo al aire lo más alto que puedo,
Bruni vuela detrás y lo atrapa en una fracción de segundo.
Copito de Nieve se vuelve hacia mí con rostro inexpresivo,
el alférez se aleja prudentemente para evitar la tormenta que
se avecina y el capitán se queda rígido esperando el desenlace
fatal previsible por semejante pitorreo. Yo mismo por un ins-
tante lamento haber cruzado la línea de la tolerancia militar,
pero curiosamente ocurre algo inesperado y aquel Copito de
Nieve se derrite un poco, se vuelve humano y me dice:
-¡Tiene gracia alférez! ¡Nunca pensé que cuando como
pollo, me esté comiendo una urraca de instrucción! Le in-
vito a una copa en el bar de oficiales que hoy duermo en el
campamento. Lleve el pájaro con usted.- La tormenta nunca
descargó sobre mí.
Ese mismo día horas antes, estando yo de oficial de sema-
na de mi compañía -que quiere decir, que mi obligación prin-
cipal durante toda la semana era cuidar de los reclutas y dirigir
todos sus movimientos desde que se levantaban al toque de
diana, hasta que se acostaban después del toque de retreta-,
una de las tareas más importantes era llevar a comer a los re-
clutas en el mayor orden posible, pero yo acababa de descubrir
que el Ejército hacía de una cosa sencilla, otra más complicada
de lo necesario y decidí simplificarlo a mi manera. Al llegar al
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comedor mandé a mis 229 reclutas ¡Derecha, Ar! y les coloqué
mirando hacia la puerta del comedor junto a la cual estaba
el capitán de cuartel de turno, en esta ocasión un conocido
mío, el capitán Cajero, yo le saludé reglamentariamente y le
dije bien alto para que todos lo oyeran. -“Sin novedad en la
18 mi capitán.”- Él me devolvió el saludo y me indicó que ya
podían entrar al comedor. Ahí estaba el fallo. Ahora en vez
de mandarlos -“¡Izquierda, Ar!”- y ponerles mirando de cos-
tado al comedor, para simplificar mejoré la maniobra, y apro-
vechando que estaban mirando hacia el comedor, les mandé
entrar por filas y los chicos que no me comprendieron bien,
interpretan un “¡Rompan filas!” y con el hambre que tenían…
se abalanzan en tropel al comedor. El capitán Cajero que lo
ve, monta en cólera como si fuese de caballería y viene a por
mí, que hábilmente me escabullo como si no hubiese visto sus
intenciones. Dentro del comedor, se tiene que contener para
no montar un escándalo. Yo salgo ileso del percance.
Cuando entramos el séquito de Brunilda encabezados
por el Alto Mando y nos estábamos acomodando en la barra,
y mientras Bruni aprovecha para comerse la urraca de instruc-
ción y manchar bien el suelo de la cafetería con unas cacas
abundantes para así tener más hueco donde meterse el pollo,
veo que se acerca al Jefe que me acompaña la cara de pocos
amigos del pesado capitán Cajero.
-A sus órdenes mi… sin novedad en el campamento…
Por cierto, esta mañana el alférez Pardo que está con usted,
ha armado un lío fenomenal al llevar a su compañía al come-
dor…- Copito le hace una seña con la mano de que no siga
hablando y le dice:
- Olvide esas historias sin importancia y mire como se
come el pájaro la “urraca de instrucción”. Cuando tenga un
rato acompañe al alférez y verá que maravillas hace el ave.- La
cara de cabreo que puso el capitán Cajero no es para descrita.
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Nunca más me habló el capitán Cajero en lo que restó de
campamento, no así Copito que siempre fue amable conmigo
y cuando nos cruzábamos, después del obligado saludo, man-
teníamos a veces una corta charla.
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-No te imaginas la que se acaba de liar cerca de la Plaza
de Castilla con una manifestación. Los “Grises” dando palos
a diestro y siniestro, los manifestantes volcando y cruzando
coches aquí y allá con toda la parafernalia de costumbre, botes
de humo, chorros de agua y alguna bala de goma que otra
porque hay mucho “lanzao” que le gusta darle al gatillo. Ha
estado cortado el tráfico más de una hora…-
-Pues cuéntaselo a Cerezo que ha preguntado por ti.- Y
Agustín se va en busca del capitán para informarle.
Al cabo de un rato, veo venir a los dos para marchar como
es de rigor al campo de la Jura. Cuando estoy junto a ellos y
Cerezo está distraído, Agustín me susurra al oído la ocurrencia
de Cerezo.
-¿Sabes que me ha contestado el capitán cuando le he
contado el motivo de mi retraso?... “¡Estas cosas hay que pre-
verlas Agustín! ¡¡Estas cosas hay que preverlas!!” ¿A ti se te ocu-
rre cómo? Porque a mí no.-
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No llevábamos quinientos metros cuando después de un
corto murmullo comienzan todos a cantar la canción para
niños de “Su-sa-ni-ta tiene un ratón, un ra-tón chiquitín…
”Pero con otra letra que al principio no entiendo, pero que sí
en la repetición.
“-El al-fé-rez tiene un azor, un a-zor cazador…” El resto
de la letra la olvidé, tengo una especie de don para olvidar
la letra de una canción, aunque esté dedicada a mi azor fa-
vorito.
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lógico, a Bruni con más razón que a mí. Indefectiblemente, a eso
de las doce regresaba a Madrid y me convertía en un civil más.
Si veía el tiempo ventoso o lluvioso, ya que esa climatolo-
gía era muy desfavorable para el azor y peligraba volarle por el
riesgo de perderle, me volvía a la cama y continuaba durmien-
do, que de sueño siempre estaba sobrado.
Una soleada pero fría mañana de domingo al llegar a la
compañía me esperaba una sorpresa desagradable.
-¡Joder! mi alférez! ¡La que tuvimos aquí anoche con su
pájaro!- El soldado está al borde de un ataque de nervios, pero
continúa -A eso de las doce de la noche llegó a la compañía
un capitán con una cogorza de primera división y según entró
por la puerta tambaleándose preguntó:
-¿Dónde está el pájaro del alférez?- “El puertas” se hizo
el tonto a la vista del estado del capitán, pero el tío insistió y
comenzó a abrir habitaciones, hasta que dio con él. Para en-
tonces “el puertas” había avisado a dos “imaginarias” para que
le socorriesen, pues barruntaba que se iba a armar gorda. El
capitán al ver al ave se remanga la camisa y le dice:
-Bicho, súbete aquí- y el pájaro, viendo la “castaña” que
trae puesta el susodicho no le hizo ni caso… pero el capitán
se pone pesado y viendo que el pájaro no le hace ni puñetero
caso, le coge por un ala, le levanta en el aire colgando de unas
plumas y le dice:
-Si yo digo que te subas aquí, te subes, que si no lo haces
te mando fusilar.- Después no se le ocurre otra cosa que acer-
carle el otro brazo para que se pose encima… y se posó. ¡Vaya
que si se posó! Parecía como si le hubiesen grapado las patas
del bicho al brazo del capitán. Éste, a más que tiraba, más que
se le agarraba el pájaro. Tuvimos que ayudarle entre los tres y
nos costó un huevo soltarle. Al final se fue chorreando sangre
hacia la enfermería caminando recto como una vela ¡Las uñas
del bicho le quitaron la “castaña” mejor que diez cafés!-
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Fui a ver a Bruni con el corazón en un puño, la encontré
impertérrita subida en su posadero y descansando sobre una
sola pata sin darse la menor importancia, a pesar de ser el pri-
mer azor que cazaba un capitán de artillería.
El lunes, según llegué, miré hacia donde sabía que estaba
el más sospechoso, apodado el Capitán “Whisky”. Las pruebas
eran irrefutables en su brazo izquierdo, Brunilda había hecho
su trabajo a conciencia.
Nunca me hizo este capitán el más mínimo comentario
al respecto y yo hice lo propio, aunque seguí de lejos la evo-
lución de las marcas de las uñas de Bruni. Por la descripción
de la “toña” que llevaba, es probable que no recordase lo ocu-
rrido la noche anterior y no iba a ser yo quien hurgase en su
subconsciente.
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De inmediato salieron los reclutas del aula y cuando salimos
tras ellos Agustín y yo, con la gorra de plato puesta y el sable
apoyado en el hombro… un silbido de admiración en tono
de pitorreo brotó de todas las bocas. Agustín enaltecido, lanza
un ataque sable en mano sobre la tropa que nos aclama, entra
entre ellos haciendo molinetes con el sable, calcula mal y…
¡Zas! Le arrea un sablazo a un recluta en pleno rostro. Todo
el mundo menos Agustín nos quedamos de piedra, mientras
que él se acerca al que tiene ya en su cara la marca del Zorro y
le dice impasible.
-Nada chaval, no ha sido nada, pero como sigas ponién-
dote en medio cuando ensayo con el sable, tú no juras bandera
pasado mañana…-
-¿Qué ha pasado Agustín?- aparece en ese instante Cere-
zo, que tiene el don de estar siempre en el lugar más inopor-
tuno, intuye que ha ocurrido algo inusual y reclama informa-
ción. Agustín, impasible y restando importancia al percance,
contesta.
-Nada mi Capitán, le estaba demostrando a un recluta lo
bien que manejo el sable…y lo poco que corta. Voy a tener
que llevarle a afilar-
583
Allí vi por última vez a “Caspolino” el de Caspe, a “Zuzu”
un vasco con apellido lleno de zetas y a Meneses un tinerfeño
que llegó con una melena a lo Toro Sentado y que el pelu-
quero después de podarle casi al cero el lado derecho de la
cabeza, le dijo que volviese a que le terminase el trabajo al día
siguiente. Cuando vi las lágrimas en sus ojos, le dije al “pelos”
que acabase su trabajo.
A los médicos y a otros muchos los recuerdo, pero sólo
a uno de todos ellos le volvería a ver. Jesús López Alonso, un
magnifico amigo, coincidí con él posteriormente cuando es-
tuvimos los dos de profesores en la escuela de Caminos de
Santander, yo dejaría la escuela voluntariamente, él murió en
un accidente de trabajo haciendo un estudio del terreno cinco
o seis años más tarde de conocernos en el C.I.R. nº 1.
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Para ser fiel a mis aficiones, el Proyecto Fin de Carrera
que elegí fue la restauración y construcción de una Estación
Biológica a orillas de la ría del Besaya, en el lugar denomi-
nado Vuelta Ostrera, una especie de meandro rodeado de un
muro de escollera que protegía unas 85 Hectáreas de ma-
risma y de rellenos al pie de una colina llamada la Masera
de Suances y a sólo dos kilómetros de la playa de esta villa
turística y marinera.
Con esto acabado, mi vida daría después de muchos años
un giro completo. Volvería a mi tierra y tendría que tomar
decisiones importantes.
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587
Antes del verano del 76 recibí una nueva y escueta carta
de Jesús Ubalde Merino, decía así:
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pró y a la vista de que está en venta no creo que haya hecho
cosas nuevas. De todas formas, si así prefieres, entramos un
momento y arreglado.-
Ubalde no estaba y nos recibió la guardesa, de nombre
Dominica, después de dar varios toques con una campana
bajo la cual un cartel avisaba: -“Si quieren visitar el Zoo, to-
quen la campana y esperen a que les abran”-
-No sé si el doctor vendrá esta tarde, pero si quieren es-
perarle un rato por si acaso, pueden ver los animales mientras
tanto- dicho esto, entró en la casa.
El lugar donde vivían el guarda que cuidaba de los ani-
males, su esposa la guardesa que hacía de portera entre otras
cosas y sus hijos, dos por lo menos, era una casa pequeña pero
con un encanto especial, construida en piedra con materiales
tomados de ruinas diversas y de unos treinta metros cuadrados
por planta, tenía un balcón orientado al sur, que ocupaba todo
el frente y de una profundidad suficiente para instalar en él una
mesa para cuatro comensales. A él se abrían dos ventanas, una
desde la cocina de “fórmula uno” a juzgar por su estrechez y otra
desde el dormitorio principal, entre ambas, una puerta con la
parte superior acristalada daba acceso al balcón. Bajo el balcón,
un porche de similares dimensiones donde una puerta circular
daba paso al interior, enmarcando a ésta un precioso arco estilo
románico y a ambos lados dos ventanas un poco más grandes
que troneras, construidas con sillares de piedra caliza, permitían
tener una hermosa planta en flor sobre su alfeizar. En el costado
oeste una sola ventana de piedra con curvas renacentistas dota-
ba a esta fachada aparentemente insulsa de un encanto especial.
Maribel nada más verla, quedó prendada de aquel palacio para
los siete enanitos. En el piso superior un servicio y una ducha
dotaban a la edificación de unas mínimas comodidades.
A simple vista el lugar amenazaba ruina; unos perros
grandes, un mastín y un labrador negro, montaban guar-
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dia atados junto a sus cobijos, unos toneles tumbados que
hacían de casetas. A su alrededor pollitos correteando con
sus madres y en la casa de la entrada un tendal con ropa
daba más aspecto al conjunto de granja que de Zoo. En un
edificio adyacente a la casa de los guardas- que resultó ser
también bar- había dos partes perfectamente diferenciadas,
en la primera conejeras con conejos y en la segunda búhos
y lechuzas. Detrás de este edificio en un patio angosto, unas
peceras habitadas por lagartos, ranas y sapos a los que nunca
daba el Sol.
En el resto del parque: dos gamos, dos ciervos, cinco ja-
balíes, tres lobos, cuatro zorros que despedían un olor apes-
toso, dos tejones, unas jinetas mancas manifiestamente co-
gidas a cepo, unos buitres en la zona más alta, unas cigüeñas
a la orilla del arroyo que atravesaba el terreno, unas rapaces
enclaustradas en jaulas demasiado pequeñas y una pajare-
ra grande, pero demasiado baja para mi gusto, donada por
un tal Vivaldi que por el aspecto deteriorado del conjunto,
podía haber sido pariente directo del genial músico. Parecía
que aquí en la hondonada, el tiempo trascurría más deprisa
a juzgar por la vejez aparente de las instalaciones.
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Después de ver todo con detenimiento comenzamos a
comentar ideas y no pudimos quitarnos la oferta de la cabeza.
Todo el tiempo estábamos dando vueltas y vueltas al mismo
tema: -Si hiciésemos…Si cambiásemos…Podríamos poner…
Me traería todos los patos del lago…- Así comenzaban todas
nuestras conversaciones, cada vez aportando ideas nuevas.
592
respiratoria y coge carrerilla hasta el final.- Por otra parte, la
Caja valorará lo edificado y el terreno, sobre esta valoración
prestará como máximo un 60 % y quizá no sea suficiente…
Habéis dicho que la casa está dividida por dentro en tres vi-
viendas y si convencierais a alguno de vuestros respectivos pa-
dres de que se comprasen alguna de las tres partes y pagasen
en metálico, mejoraría mucho de cara a la Caja, que asumiría
menos riesgos y vosotros también - Con estos consejos, la ope-
ración, a priori, parecía mucho más factible.
593
-Si te ocupas personalmente tú que tienes tiempo, puedes
lograr casi con seguridad quince o veinte mil visitantes en un
año y unos ingresos de más de un millón y medio anual lo que
te permitirá vivir del Zoo y pagar a un empleado que te ayude-
no contesté nada, pero yo era mucho más optimista.
No sé si fue culpa del coche que predisponía con su amor-
tiguación al mareo, o fue la emoción del momento, pero llegué
completamente mareado y necesité una hora en un sofá para
recuperarme. Al día siguiente cumpliría treinta y dos años con
un porvenir, no por más deseado menos incierto.
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allá. Debido a la falta de luz y con el cielo ya estrellado nos
tuvimos que marchar a descansar. Poco después desde la cama
oí que comenzaba a llover.
Al alba me levanté sorprendido por el cambio brusco de
la climatología, llovía con fuerza, soplaba un fuerte viento del
oeste y mi ánimo un poco decaído no me impidió meter en
una caja a las dos águilas ratoneras, que desde hacía más de
diecisiete años vivían en la huerta de casa de mis padres, en un
jaulón cercano al estercolero y llevármelas a su nuevo destino
en el Zoo. Lloviendo a mares las abrí, saltaron fuera de la caja
y de un aletazo subieron a un posadero hecho con una rama
de un árbol casi sin desbastar para que pareciese más natural.
En vista de que la lluvia arreciaba me volví a la casa de mis
padres donde encontré a Maribel recién levantada y deseosa
de volver al Zoo a ultimar detalles.
-No te des prisa que el día no está para otra cosa que no
sea coger caracoles o mojarse. A las diez iremos para abrir la
taquilla, no sea que algún buceador de la armada o piragüista
se deje caer por allí.
Unos minutos antes de las diez subimos al coche con al-
gunos bártulos que podríamos necesitar a lo largo del día y un
cuarto de hora después, nos apeamos del coche y cayéndonos
encima cuatro gotas nos dirigimos a la taquilla. Allí nos espe-
raba una sorpresa.
-Corre ven aquí y mira la tienda. ¡Está llena de agua y se
han movido de sitio todos los platos de cerámica que había
puesto en el suelo! ¿Es posible que haya caído tanta agua? ¿Y
por dónde ha entrado?- Oí gritar a Maribel e inmediatamente
corrí hacia allá. Nada más llegar comencé a analizar la situa-
ción.
-Ha sido el río que se ha desbordado y ha inundado toda
esta zona ¿Ves como ha arrastrado hasta aquí todas estas hojas
y palos? Entre las seis de la mañana que vine yo y ahora ha
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llovido muchísimo y el río ha subido y ha bajado manchando
todo. Por supuesto ha entrado en la tienda por la rendija de
la puerta y por allí ha vuelto a salir ¡Que se le va a hacer!-dije
para consolarla.
La mañana continuó lluviosa y nadie se atrevió a ser el
primero en gastarse las cincuenta pesetas que costaba la entra-
da. Sólo tres personas vinieron esa mañana y no hubo manera
de hacerles pagar, fueron los padres de Maribel y mi hermana
Consuelo.
A la hora de comer encendimos la chimenea que ya era
operativa y nos secamos y reconfortamos al amor del fuego.
Por la tarde regresaron los aguaceros con más intensidad y los
lobos que tenían seis cachorros de dos semanas, comenzaron
a ponerse nerviosos y a pasear cada uno a un lobezno en su
boca, buscando un lugar seco donde refugiarle. Cuando es-
tábamos observándolos con preocupación, la hembra posó al
lobezno en el suelo que rodó un metro y calló a un agujero
que la lluvia había llenado de barro arcilloso.
- ¡Que desastre! ¡Se va a ahogar en barro ¡ ¡Hay que sacarle
como sea!- Minutos después, desde fuera, con un salabre de
mango largo, izamos una croqueta de lobo rebozado en arcilla
y a punto de morir de frió. Tuvimos que bañarle, secarle y
calentarle y como continuaba lloviendo decidimos que el día
siguiente, lunes trece, sería mejor momento para devolvérselo
a sus padres. Moisés dormiría esa noche en casa de los míos.
A la caída de la tarde dejamos el Zoo cerrado y nos fuimos
a nuestras respectivas viviendas, llovía poco, los lobos parecían
más tranquilos.
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todavía mojado. Cuando iba camino del Zoo me llamó la
atención los lagos que se habían formado en las fincas a orilla
de la carretera. En las zonas pendientes, auténticos ríos con
cascadas arrastraban piedras, hojas y palos. El río Saja parecía
un aprendiz de Amazonas que ya no cabía entre sus márgenes
habituales.
Al llegar al Zoo, o mejor dicho donde la víspera estaba el
Zoo, en su lugar había un inmenso lago ¿Qué había ocurrido
con los animales? ¿Había supervivientes entre ellos? ¿Cuántos
se habrían podido poner a salvo nadando?
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Descendiendo el agua de la inundación que cubrió parte del tejado.
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cuerpos? Sin resolver el enigma continué caminando lo más
cerca que me permitía el agua. Por los zorros pasé de largo,
una sola mirada me bastó para contar los cuatro cadáveres
quietos sobre la playa de hormigón que el descenso de las
aguas comenzaba a dejar al descubierto A partir de ese punto
el agua me impedía el paso pero no había que ser un lince
para darse cuenta de que todos los habitantes de las cinco
jaulas desaparecidas bajo el agua en su totalidad, estaban to-
dos muertos.
Poco a poco, según descendía el nivel de las aguas, un
espectáculo dantesco de muerte y destrucción fue apareciendo
ante mis ojos. Unas de las muertes que más sentí fueron las
dos águilas ratoneras que después de vivir durante diecisiete
años a mi lado, desde que yo era un niño, murieron sin apenas
conocer su nueva instalación
El balance era aterrador: en total más de treinta animales
muertos. Además de los descubiertos en el primer momento,
una cigüeña, dos búhos reales, varias lechuzas, dos ardillas, un
tejón, dos cernícalos….y un pato mandarín que curioseando
entre tanta abundancia de agua, entró en una jaula vacía cuya
puerta de sólo un metro de altura quedó abierta en espera de
un ocupante que nunca llegó, al subir el nivel quedó atrapado
entre el techo y el agua, pudo salir buceando pero no supo y
murió ahogado.
Las ventanas de la taquilla y tienda las abrió el oleaje y por
allí salieron flotando una “armada invencible” de tazas, platos,
cuencos y todo tipo de objetos que, al llenarse de agua por la
intensa lluvia que les continuó cayendo, se hundieron aquí y
allá, sin casi combatir.
Mangueras, palos, sillas, bancos y multitud de objetos
colgaban de los árboles o se apoyaban en los cercados. Los
patos escapados volverían y a los jabalíes les oí a lo lejos, en la
orilla de enfrente a donde debieron cruzar nadando.
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Abandoné aquella zona destruida por el agua y me fui a
contarles lo ocurrido a Maribel y a mis padres. Maribel había
tardado tres horas en treinta kilómetros para llegar a su traba-
jo, después de retroceder varias veces por cortes de carretera
y buscar vías alternativas. Estaba al tanto de lo ocurrido en la
provincia y yo le conté la parte que conocía de nuestro desas-
tre particular.
Nada más verle, mi padre enterado en parte de lo ocurri-
do, me preguntó preocupado.
-¿Qué piensas hacer ahora?- me preguntó.
-Debo varios millones a la Caja de Ahorros y se los pienso
devolver. En una semana repararé lo que pueda, enterraré a
los animales muertos, buscaré algunos nuevos para cubrir los
huecos, y el próximo domingo día diecinueve, si Dios quiere,
intentaré de nuevo abrir el Zoo- respondí yo con absoluta de-
terminación.
Porque yo, como Noé, también tenía un Zoo, pero con
algo menos suerte que él. El suyo flotaba, pero el mío tenía
que esperar aún a que saliese del fondo de las aguas...
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Epílogo
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lar, completando su ciclo vital, desgraciadamente a veces en
plena juventud. Pero los buenos momentos y los éxitos han
sido innumerablemente más abundantes.
Si tuviese que comenzar otra vez, no me importaría que
fuese con una inundación, pero sin muertes. En aquella trage-
dia gastamos casi todo el almacén de mala suerte y eso, cuanto
antes se quite de en medio, mejor.
Tengo que agradecer la gran ayuda recibida por el públi-
co visitante, ya que, con sus visitas y nuestro trabajo, hemos
hecho posible todo lo conseguido. Y deseo que los tres millo-
nes de visitantes que hemos recibido se sientan más orgullo-
sos de su colaboración porque han conseguido, no sólo que
esto se haya construido prácticamente sin ayudas oficiales,
sino a pesar de las contra-ayudas oficiales de varios gobiernos
regionales.
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Más de veinte mil aves han salido aquí de su cascarón,
entre ellas 98 de las 145 especies de patos que hay en el mun-
do se han reproducido aquí, más de la mitad de las cuales ha
sido, al igual que los Orangutanes, “estreno nacional”. Veinte
especies de faisanes, Urogallos, Gallos Lira, Perdices Nivales,
Perdices Griegas, Perdices Roul-roul, Francolines, Grullas Co-
ronadas, Buitres, Turacos, Loros, Milanos Negros, Cigüeñas,
Cigüeñuelas, Garzas Reales, Martinetes, Garcillas, Garcetas,
Ibis Escarlata y muchos pequeños pajaritos tropicales y del
país. Sobre los 250 árboles del Zoo crían muchas aves silves-
tres de forma voluntaria, que alegran el cielo en primavera y
verano.
Cientos de Pitones y Boas y otros centenares de ser-
pientes más pequeñas como Falsas corales, Serpientes Rey,
de Maizal, etc. han asomado su cabeza por la abertura del
huevo y se han encontrado con la mirada sorprendida y cu-
riosa de un visitante que observa ensimismado la “nursery”
de nacimientos.
Los peces, con su facilidad para reproducirse, se llevan en
el acuario el premio al número de nacimientos.
El jardín tropical de mariposas es nuestra selva particular.
Allí ostentamos el récord de once mil mariposas nacidas en un
año, aunque principalmente en verano y, como las serpientes,
a la vista del público.
603
gar a ser, pero yo, mentalmente, elevé el listón. Ahora, treinta
y dos años más tarde, estoy seguro de que los dos, aunque él
más que yo, nos habíamos equivocado por pesimistas.
¿Qué ocurrirá en el futuro? Ésa es la incógnita, pero, en
lo que hace treinta y dos años comenzamos un empleado, Ma-
ribel y yo, el pasado verano trabajaban treinta y cinco per-
sonas. El terreno que ocupa el Zoo también ha sufrido un
cambio importante: los 5.000 m2 iniciales se han convertido
en 60.000 m2 aproximadamente.
La Fundación Zoo de Santillana, fundada por mí, el 5 de
febrero de 2007, administra los Programas de Conservación
de las Especies en Peligro de Extinción y todo lo concerniente
al Programa de Educación Ambiental, y, si logramos consoli-
darla y hacerla crecer con las ayudas exteriores, nuestras apor-
taciones, y los ingresos que puedan producir estas líneas con
la historia de mi vida, la Fundación Zoo de Santillana, en un
futuro, gestionará la totalidad del Zoo.
De momento estamos Maribel y yo al frente y con las es-
paldas bastante cubiertas, por María (la niña que quería coger
para mí una lagartija el día mi boda), actualmente Directora-
Gerente del Zoo, Andrea, licenciada en Biología y Juan, Con-
servador de Aves, los tres, sobrinos míos.
Si el ADN se encuentra en el sudor, puedo asegurar que
lo hemos repartido con generosidad durante estos treinta y
dos años, y que, cualquier científico que tome al azar una
muestra de tierra de estos campos, sin duda, encontrará en
ella nuestra huella genética mezclada con la del hombre de
Altamira.
Aunque no sé si existen de verdad fantasmas en los cas-
tillos escoceses… si esto de ser fantasma de un lugar fuese
posible, yo solicitaré mi plaza como titular en el Zoo de San-
tillana, y, si no, me tendré que conformar con dejar en él mis
cenizas…
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