2.3.b. La Madre Del Salvador

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La Madre del Salvador

14. De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo.
Ella "llena de gracia” (Lc 1,28; ST, III q.27, a.5), fue “redimida de modo eminente, en
previsión de los méritos de su Hijo” (LG 53): desde el primer instante de su concepción fue
inmaculada, totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de
todo pecado personal a lo largo de toda su vida. Es imagen y principio de la Iglesia
inmaculada (Ef 1,3-4; 5,27; Pío IX, Ineffabilis Deus, D(H) 2803; LG 56; JUAN PABLO II,
RMat 7-11; CCE 490-493; 721-722;) [→Dios 4.2, →Pecado 11, → Cristo 11, Gracia 10,
>Iglesia 9].
De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella "llena de
gracia” (Lc 1,28; ST, III q.27, a.5).

Lc. 1, 28. “Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo”.

ST, III, q.27, a.5, co. Alcanzó la Santísima Virgen la plenitud de gracia por su santificación en el seno
materno.

Cuanto algo está más cerca del principio en cualquier género de cosas, tanto más participa de los efectos
de dicho principio. Los ángeles, por estar más cerca de Dios, participan en mayor medida que los hombres
de las excelencias divinas. Cristo es el principio de la gracia: como autor, por su divinidad; como
instrumento, por su humanidad. Ahora bien, la Santísima Virgen María gozó de la suprema proximidad a
Cristo según la humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió obtener de
Cristo una plenitud de gracia superior a la de los demás.

Fue “redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo” (LG 53).

LG.53. Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su
cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor.
Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El con un vínculo estrecho e
indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso
hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja
con creces a todas las otras criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán,
con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, «sino que es verdadera madre de los
miembros (de Cristo)..., por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son
miembros de aquella Cabeza» [174]. Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo
y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la
caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre amantísima, con
afecto de piedad filial.

Desde el primer instante de su concepción fue inmaculada, totalmente preservada de la mancha del
pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida. Es imagen y
principio de la Iglesia inmaculada (Ef 1,3-4; 5,27; Pío IX, Ineffabilis Deus, D(H) 2803; LG 56; JUAN PABLO II,
RMat 7-11; CCE 490-493; 721-722;)

Ef. 1, 3-4. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del
mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.

Ineffabilis Deus. “por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y
Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fué asunta en
1
cuerpo y alma a la gloria celestial. Por eso, si alguno, lo que Dios no permita, se atreviese a negar o
voluntariamente poner en duda lo que por Nos ha sido definido, sepa que se ha apartado totalmente de la
fe divina y católica”.

Redepmtoris Mater 7-11. Llena de gracia

7. « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo » (Ef 1,  3). Estas palabras de la Carta a los Efesios  revelan el
eterno designio de Dios Padre, su plan de salvación del hombre en Cristo. Es un plan universal, que
comprende a todos los hombres creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén  1,  26). Todos, así como
están incluidos « al comienzo » en la obra creadora de Dios, también están incluidos eternamente en el
plan divino de la salvación, que se debe revelar completamente, en la « plenitud de los tiempos », con la
venida de Cristo. En efecto, Dios, que es « Padre de nuestro Señor Jesucristo, —son las palabras sucesivas
de la misma Carta—  «  nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,  para ser santos e inmaculados
en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus « hijos adoptivos por medio de
Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos
agració en el  Amado.  En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la
riqueza de su gracia » (Ef 1,  4-7).

El plan divino de la salvación,  que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Está
también —según la enseñanza contenida en aquella Carta  y en otras Cartas  paulinas— eternamente unido
a Cristo.  Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la « mujer »  que es la Madre de
aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación. 19 Como escribe el Concilio Vaticano II, « ella
misma es insinuada proféticamente en la promesa dada a nuestros primeros padres caídos en pecado »,
según el libro del Génesis  (cf. 3, 15). « Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo
nombre será Emmanuel », según las palabras de Isaías (cf. 7, 14). 20 De este modo el Antiguo Testamento
prepara aquella « plenitud de los tiempos », en que Dios « envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que
recibiéramos la filiación adoptiva ». La venida del Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento narrado en los
primeros capítulos de los Evangelios según Lucas y Mateo.

8. María  es introducida  definitivamente en el misterio de Cristo a través de  este acontecimiento: la


anunciación  del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la historia de Israel, el primer
pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino dice a la Virgen: « Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo » (Lc 1, 28).  María « se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría
aquel saludo » (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión «
llena de gracia » (Kejaritoméne).21

Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente sobre la expresión « llena de
gracia », podemos encontrar una verificación significativa precisamente en el pasaje anteriormente citado
de la Carta a los Efesios.  Si, después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada
también « bendita entre las mujeres » (cf. Lc  1, 42), esto se explica por aquella bendición de la que « Dios
Padre » nos ha colmado « en los cielos, en Cristo ». Es una bendición espiritual,  que se refiere a todos los
hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad (« toda bendición »), que brota del amor que, en el
Espíritu Santo, une al Padre el Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra
de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo,
esta bendición se refiere a María de modo especial y excepcional;  en efecto, fue saludada por Isabel como
« bendita entre las mujeres ».

La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta « hija de Sión » se ha manifestado, en cierto
sentido, toda la « gloria de su gracia », aquella con la que el Padre « nos agració en el Amado ». El
mensajero saluda, en efecto, a María como « llena de gracia »; la llama así, como si éste fuera su verdadero
nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: « Miryam » (María),
2
sino con este nombre nuevo: «llena de gracia ». ¿Qué significa este nombre? ¿Porqué el arcángel llama así a
la Virgen de Nazaret?

En el lenguaje de la Biblia « gracia » significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la
propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor
es la elección,  de la que habla la Carta a los Efesios.  Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de
salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en la
participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del hombre,
es como un germen de santidad,  o como una fuente que brota en el alma como don de Dios mismo, que
mediante la gracia vivifica y santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad
aquella bendición del hombre « con toda clase de bendiciones espirituales », aquel « ser sus hijos adoptivos
... en Cristo » o sea en aquel que es eternamente el « Amado » del Padre.

Cuando leemos que el mensajero dice a María « llena de gracia », el contexto evangélico, en el que
confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular
entre todas las « bendiciones espirituales en Cristo ». En el misterio de Cristo María está  presente  ya «
antes de la creación del mundo » como aquella que el Padre « ha elegido » como Madre  de su Hijo en la
Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad.
María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente  es amada en
este «  Amado »eternamente,  en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda « la gloria
de la gracia ». A la vez, ella está y sigue abierta perfectamente a este « don de lo alto » (cf.  St 1, 17). Como
enseña el Concilio, María « sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con
confianza la salvación ».22

9. Si el saludo y el nombre « llena de gracia » significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se
refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud
de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a
ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de
Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos
adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la
singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.

El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en
el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del
Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: « ¿Cómo
será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras
precedentes. Gabriel le dice: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti  yel poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su


cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda
la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices.  En
efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos.
María es « llena de gracia », porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la
naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es « Madre de
Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan
eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas ». 23

10. La Carta a los Efesios,  al hablar de la « historia de la gracia » que « Dios Padre ... nos agració en el
Amado », añade: « En él tenemos por medio de su sangre la redención » (Ef  1, 7). Según la doctrina,
formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta « gloria de la gracia » se ha manifestado en la Madre
de Dios por el hecho de que ha sido redimida « de un modo eminente ». 24 En virtud de la riqueza de la
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gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido  preservada de la
herencia del pecado original.25 De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su
existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el
« Amado », el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por
eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza
divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida  como madre, en el orden de la
generación terrena. La liturgia no duda en llamarla « madre de su Progenitor »  26 y en saludarla con las
palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: « hija de tu Hijo ». 27 Y dado que esta « nueva
vida » María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a
la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama « llena de gracia ».

11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el


cumplimiento  sobreabundante de la promesa  hecha por Dios a los hombres, después del pecado
original,  después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra
(cf. Gén  3, 15). Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que derrotará el mal del pecado en su
misma raíz: « aplastará la cabeza de la serpiente ». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la
victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. « La
enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la
Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap  12, 1).

María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella  « enemistad », de aquella
lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. En este
lugar ella, que pertenece a los « humildes y pobres del Señor », lleva en sí, como ningún otro entre los seres
humanos, aquella « gloria de la gracia » que el Padre « nos agració en el Amado », y esta  gracia determina
la extraordinaria grandeza y belleza  de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la
humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de la que habla
la Carta  paulina: « Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, ... eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos » (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del
mal y del pecado, de toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta
historia María sigue siendo una señal de esperanza segura.

LG.56. Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre
predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer
contribuyese a la vida. Lo cual se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al
mundo la Vida misma que renueva todas las cosas y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos
de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los Santos Padres prevaleciera la
costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como
plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo [176]. Enriquecida desde el primer instante de su
concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios,
es saludada por el ángel de la Anunciación como «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al
mensajero celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

CEC. La Inmaculada Concepción. 490 Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones
a la medida de una misión tan importante”22. El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda
como “llena de gracia”23. En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación
era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.

491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María “llena de gracia” por Dios24 había
sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado
en 1854 por el Papa Pío IX: «… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha
de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano» 25.
4
492 Esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer
instante de su concepción”26, le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime
en atención a los méritos de su Hijo”27. El Padre la ha “bendecido (…) con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo”28 más que a ninguna otra persona creada. Él la ha “elegido en él antes
de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor”29.

493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios “la Toda Santa” (Panaghia), la celebran
“como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu
Santo”30. Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su
vida.

721 María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del
Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su
Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre
los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la Sabiduría, la Tradición de la Iglesia los ha entendido
frecuentemente con relación a María112: María es cantada y representada en la Liturgia como el “Trono de
la Sabiduría”. En ella comienzan a manifestarse las “maravillas de Dios”, que el Espíritu va a realizar en
Cristo y en la Iglesia:

722 El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese “llena de gracia” la Madre de Aquel
en quien “reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente”113. Ella fue concebida sin pecado, por
pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del
Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la “Hija de Sión”: “Alégrate”114. Cuando ella
lleva en sí al Hijo eterno, hace subir hasta el cielo con su cántico al Padre, en el Espíritu Santo, la acción de
gracias de todo el pueblo de Dios y, por tanto, de la Iglesia115.

15. Uno y el mismo es el Hijo concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo y el
Hijo eterno del Padre. Por eso mismo, María es Madre de Dios (Ga 4,4; ÉFESO, D(H) 251;
LG 53; JUAN PABLO II, RMat 12-16) [+ Cristo 7, Dios 3, +Iglesia 8].
Uno y el mismo es el Hijo concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo y el Hijo eterno del
Padre. Por eso mismo, María es Madre de Dios (Ga 4,4; ÉFESO, D(H) 251; LG 53; JUAN PABLO II, RMat 12-
16).

Gal. 4, 4. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley”.

Éfeso. “Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre El el
Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien
hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente
en llamar madre de Dios a la santa Virgen”.

LG.53. Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su
cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor.
Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El con un vínculo estrecho e
indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso
hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja
con creces a todas las otras criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán,
con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, «sino que es verdadera madre de los
miembros (de Cristo)..., por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son
miembros de aquella Cabeza» [174]. Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo
y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la
caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre amantísima, con
afecto de piedad filial.

5
Redemptoris Mater 12-16. 12. Poco después de la narración de la anunciación, el evangelista Lucas nos
guía tras los pasos de la Virgen de Nazaret hacia « una ciudad de Judá » (Lc 1, 39). Según los estudiosos esta
ciudad debería ser la actual Ain-Karim, situada entre las montañas, no distante de Jerusalén. María llegó allí
« con prontitud » para visitar a Isabel su pariente. El motivo de la visita se halla también en el hecho de
que, durante la anunciación, Gabriel había nombrado de modo significativo a Isabel, que en edad avanzada
había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios: « Mira, también Isabel, tu pariente, ha
concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna
cosa es imposible a Dios »(Lc 1, 36-37). El mensajero divino se había referido a cuanto había acontecido en
Isabel, para responder a la pregunta de María: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » (Lc 1,
34). Esto sucederá precisamente por el « poder del Altísimo », como y más aún que en el caso de Isabel.

Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder
a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, « llena de Espíritu Santo », a su vez saluda a María
en alta voz: « Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno » (cf. Lc 1, 40-42). Esta exclamación
o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave María, como una continuación del saludo del
ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son
todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: « ¿de donde a mí que la madre de mi Señor venga a
mí? »(Lc 1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor,
la Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno: « saltó de
gozo el niño en su seno » (Lc 1, 44). EL niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará en Jesús
al Mesías.

En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser de importancia
fundamental lo que dice al final: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de
parte del Señor! » (Lc 1, 45).28 Estas palabras se pueden poner junto al apelativo « llena de gracia » del
saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre
María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque « ha creído
». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada
por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este don.

13. « Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe » (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6),
por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el Concilio.29 Esta descripción de la
fe encontró una realización perfecta en María. El momento « decisivo » fue la anunciación, y las mismas
palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren en primer lugar a este instante.30

En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando « la


obediencia de la fe » a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando « el homenaje del
entendimiento y de la voluntad ».31 Ha respondido, por tanto, con todo su « yo » humano, femenino, y en
esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con « la gracia de Dios que previene y
socorre » y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, « perfecciona constantemente la
fe por medio de sus dones ».32

La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería a ella misma « vas a concebir en el
seno y vas a dar a luz un hijo » (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María se convertiría en la « Madre del
Señor » y en ella se realizaría el misterio divino de la Encarnación: « El Padre de las misericordias quiso que
precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada ».33 Y María da este
consentimiento, después de haber escuchado todas las palabras del mensajero. Dice: « He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38). Este fiat de María —« hágase en mí »— ha decidido,
desde el punto de vista humano, la realización del misterio divino. Se da una plena consonancia con las
palabras del Hijo que, según la Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: « Sacrificio y oblación
no quisiste; pero me has formado un cuerpo ... He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu voluntad » (Hb 10,
5-7). El misterio de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su fiat: «
6
hágase en mí según tu palabra », haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el designio divino, el
cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se
confió a Dios sin reservas y « se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la
obra de su Hijo ».34 Y este Hijo —como enseñan los Padres— lo ha concebido en la mente antes que en el
seno: precisamente por medio de la fe.35 Justamente, por ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor! ». Estas palabras ya se han
realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de
Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? ».

14. Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol «
nuestro padre en la fe » (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham
constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva
Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones »
(cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de
virgen (« ¿cómo será esto, puesto que no conozco varón? »), creyó que por el poder del Altísimo, por obra
del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: « el que ha de
nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Sin embargo las palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » no se aplican únicamente a aquel momento
concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de
María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su « camino hacia
Dios », todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico —es mas, con un
heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará la « obediencia » profesada por ella a la palabra de la divina
revelación. Y esta « obediencia de la fe » por parte de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías
sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del
camino de su fiat filial y maternal, « esperando contra esperanza, creyó ». De modo especial a lo largo de
algunas etapas de este camino la bendición concedida a « la que ha creído » se revelará con particular
evidencia. Creer quiere decir « abandonarse » en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo
y reconociendo humildemente « ¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! » (Rom
11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo
de aquellos « inescrutables caminos » y de los « insondables designios » de Dios, se conforma a ellos en la
penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio
divino.

15. María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al que « pondrá por
nombre Jesús » (Salvador), llega a conocer también que a el mismo « el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre » y que « reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33)
En esta dirección se encaminaba la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe ser «
grande », e incluso el mensajero celestial anuncia que « será grande », grande tanto por el nombre de Hijo
del Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe ser rey, debe reinar « en la casa de
Jacob ». María ha crecido en medio de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de la
anunciación ¿qué significado preciso tenían las palabras del ángel? ¿Cómo conviene entender aquel « reino
» que no « tendrá fin »?

Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del « Mesías-rey », sin embargo
responde: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38 ). Desde el primer
momento, María profesa sobre todo « la obediencia de la fe », abandonándose al significado que, a las
palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.

16. Siempre a través de este camino de la « obediencia de la fe » María oye algo más tarde otras palabras;
las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del nacimiento de Jesús,
según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José « llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor
7
» (Lc 2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas
que, con ocasión del censo de la población ordenado por las autoridades romanas, María se dirigió con José
a Belén; no habiendo encontrado « sitio en el alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo y «le acostó en
un pesebre » (cf. Lc 2, 7).

Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del « itinerario » de la fe de María. Sus
palabras, sugeridas por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la anunciación. Leemos, en
efecto, que « tomó en brazos » al niño, al que —según la orden del ángel— « se le dio el nombre de Jesús »
(cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón es conforme al significado de este nombre, que quiere decir Salvador: «
Dios es la salvación ». Vuelto al Señor, dice lo siguiente: « Porque han visto mis ojos tu salvación, la que has
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2,
30-32). Al mismo tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: « Este está puesto para
caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ... a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos corazones »; y añade con referencia directa a María: « y a ti misma
una espada te atravesará el alma (Lc 2, 34-35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al anuncio que María
ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es « luz para iluminar » a los hombres. ¿No es aquel que se
manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los pastores fueron al establo? ¿No es aquel que
debía manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del Oriente? (cf. Mt 2, 1-12). Al mismo tiempo,
sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de María —y con él su Madre— experimentarán en sí
mismos la verdad de las restantes palabras de Simeón: « Señal de contradicción » (Lc 2, 34). El anuncio de
Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en la
cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio
confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que
deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será
oscura y dolorosa. En efecto, después de la visita de los Magos, después de su homenaje (« postrándose le
adoraron »), después de ofrecer unos dones (cf. Mt 2, 11), María con el niño debe huir a Egipto bajo la
protección diligente de José, porque « Herodes buscaba al niño para matarlo » (cf. Mt 2, 13). Y hasta la
muerte de Herodes tendrán que permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15).

16. María “fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto,
Virgen después del parto, Virgen siempre” (S.AGUSTÍN, serm. 186,1): ella con todo su ser es
la esclava del Señor (Mt 1,18-25; Lc 1,34-35; LG 63-65; CCE 496-507) [+ Cristo 6, +Iglesia].
María “fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después
del parto, Virgen siempre” (S.AGUSTÍN, serm. 186,1).

Regocijémonos, hermanos; alégrense y exulten los pueblos. Este día no lo ha hecho sagrado para nosotros
este sol visible, sino su creador invisible, cuando una virgen madre, de sus entrañas fecundas y
virginalmente íntegras, trajo al mundo a su creador invisible, hecho visible para nosotros. Fue virgen al
concebir, virgen al parir, virgen grávida, virgen encinta, virgen siempre. ¿Por qué te maravilla esto, oh
hombre? Una vez que Dios se dignó ser hombre, fue conveniente que naciera así. Así la hizo a ella aquel a
quien ella hizo. Pues, antes de ser hecho, ya existía, y, como era omnipotente, pudo ser hecho
permaneciendo lo que era. Estando junto al Padre, se hizo una madre, y, una vez hecho de la madre,
permaneció en el Padre. ¿Cómo iba a dejar de ser Dios al comenzar a ser hombre quien otorgó a su madre
que no dejara de ser virgen cuando le dio a luz? Por tanto, del hecho de que la Palabra se hizo carne1 no
cabe deducir que la Palabra cedió ante la carne, pereciendo ella; al contrario, fue la carne la que, para no
perecer, accedió a la Palabra a fin de que, como el hombre es alma y carne, Cristo fuese a su vez Dios y
hombre. El mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, no por mezcla de naturalezas,
sino por la unidad de la persona. Finalmente, el que, en cuanto hijo de Dios al nacer del Padre, es coeterno
con el que lo engendra, al nacer de una virgen comenzó a ser hijo del hombre. De esta manera, a la

8
divinidad del hijo se añadió la humanidad; a pesar de lo cual no se produjo una cuaternidad de personas,
sino que se mantiene la Trinidad.

Ella con todo su ser es la esclava del Señor (Mt 1,18-25; Lc 1,34-35; LG 63-65; CCE 496-507).

Mt. 1, 28-25. La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José
y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. 19 Su marido José,
como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. 20 Así lo tenía planeado,
cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a
María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. 21 Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» 22 Todo esto sucedió para que se cumpliese
el oráculo del Señor por medio del profeta: 23Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán
por nombre Emmanuel, que traducido significa: «Dios con nosotros.» 24 Despertado José del sueño, hizo
como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer. 25 Y no la conocía hasta que ella dio
a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús”.

Lc. 1, 34-35. “María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» 35 El ángel le
respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el
que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”.

LG.65-66. 65. Mientas la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no
tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes
para toda la comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a
la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la
encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la
historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es
anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre. La Iglesia, a su vez,
glorificando a Cristo, se hace más semejante a su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en
la esperanza y en la caridad y buscando y obedeciendo en todo la voluntad divina. Por eso también la
Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu
Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los
fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados
todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres.

66. María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los
hombres, por ser Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente
honrada por la Iglesia con un culto especial. Y, ciertamente, desde los tiempos más antiguos, la Santísima
Virgen es venerada con el título de «Madre de Dios», a cuyo amparo los fieles suplicantes se acogen en
todos sus peligros y necesidades [192]. Por este motivo, principalmente a partir del Concilio de Efeso, ha
crecido maravillosamente el culto del Pueblo de Dios hacia María en veneración y en amor, en la invocación
e imitación, de acuerdo con sus proféticas palabras: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi maravillas el Poderoso» (Lc 1, 48-49). Este culto, tal como existió siempre en la
Iglesia., a pesar de ser enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración tributado al
Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo favorece eficazmente, ya que las diversas
formas de piedad hacia la Madre de Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los limites de la
doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y teniendo en cuenta el
temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser honrada la Madre, el Hijo, por razón del cual
son todas las cosas (cf. Col 1, 15-16) y en el que plugo al Padre eterno «que habitase toda la plenitud» (Col
1,19), sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos.

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CEC.496. Desde las primeras formulaciones de la fe39, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el
seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal
de este suceso: Jesús fue concebido absque semine ex Spiritu Sancto40, esto es, sin semilla de varón, por
obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo
de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra: Así, san Ignacio de Antioquía (comienzos del
siglo II): «Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de
David según la carne 41, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios 42, nacido verdaderamente de
una virgen (…) Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato (…) padeció
verdaderamente, como también resucitó verdaderamente» 43.

497 Los relatos evangélicos44 presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda
comprensión y toda posibilidad humanas45: “Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”, dice el ángel a
José a propósito de María, su desposada46. La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina
hecha por el profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo”47 según la versión griega
de Mt 1,23.

498 A veces ha desconcertado el silencio del Evangelio de san Marcos y de las cartas del Nuevo Testamento
sobre la concepción virginal de María. También se ha podido plantear si no se trataría en este caso de
leyendas o de construcciones teológicas sin pretensiones históricas. A lo cual hay que responder: la fe en la
concepción virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no
creyentes, judíos y paganos48; no ha tenido su origen en la mitología pagana ni en una adaptación de las
ideas de su tiempo. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe que lo ve en ese “nexo que
reúne entre sí los misterios”49, dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta
su Pascua. San Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este vínculo: “El príncipe de este mundo ignoró la
virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en
el silencio de Dios”50.

María, la “siempre Virgen”. 499 La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a


confesar la virginidad real y perpetua de María51 incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre52. En
efecto, el nacimiento de Cristo “lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre53. La liturgia
de la Iglesia celebra a María como la Aeiparthénon, la “siempre-virgen”54.

500 A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús55. La Iglesia
siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago
y José “hermanos de Jesús”56 son los hijos de una María discípula de Cristo57 que se designa de manera
significativa como “la otra María”58. Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión
conocida del Antiguo Testamento59.

501 Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende60 a todos los
hombres a los cuales Él vino a salvar: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el Primogénito entre muchos
hermanos61, es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre”62.

La maternidad virginal de María en el designio de Dios. 502 La mirada de la fe, unida al conjunto de la
Revelación, puede descubrir lasrazones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su
Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo
como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres.

503 La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como
Padre más que a Dios63. “La naturaleza humana que asumió no le ha alejado jamás de su Padre (…); Uno y
el mismo es el Hijo de Dios y del hombre, por naturaleza Hijo del Padre según la divinidad; por naturaleza
Hijo de la Madre según la humanidad, pero propiamente Hijo del Padre en sus dos naturalezas”64.

10
504 Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo
Adán65 que inaugura la nueva creación: “El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene
del cielo”66. La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios “le da
el Espíritu sin medida”67. De “su plenitud”, cabeza de la humanidad redimida68, “hemos recibido todos
gracia por gracia”69.

505 Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo nacimiento de los hijos de adopción
en el Espíritu Santo por la fe “¿Cómo será eso?”70. La participación en la vida divina no nace “de la sangre,
ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios”71. La acogida de esta vida es virginal porque
toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana con relación a
Dios72 se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.

506 María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe no adulterada por duda alguna73 y de su
entrega total a la voluntad de Dios74. Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador: Beatior est
Maria percipiendo fidem Christi quam concipiendo carnem Christi (“Más bienaventurada es María al recibir
a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo”75).

507 María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia76: “La
Iglesia (…) se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el
bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de
Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo”77__

17. La Virgen María “colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres”
(LG 56). Ella pronunció su “fiat” “ocupando el lugar de toda la naturaleza humana” (ST III
30,1). Por su obediencia y su amor ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los miembros
de Cristo (Lc 1,38; In 2,4; 19,26-27; LG 53; 60-62; CCE 494; 726; 964-965; 967-970) [+Cristo
11, >Iglesia 8].

La Virgen María “colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres” (LG 56).

LG.56. Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre
predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer
contribuyese a la vida. Lo cual se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al
mundo la Vida misma que renueva todas las cosas y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos
de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los Santos Padres prevaleciera la
costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como
plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo [176]. Enriquecida desde el primer instante de su
concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios,
es saludada por el ángel de la Anunciación como «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al
mensajero celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo
corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como
esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con
El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no
fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres
con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí
misma y para todo el género humano» [177]. Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con
él en su predicación que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que
lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe» [178]; y

11
comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes»[179], afirmando aún con mayor frecuencia
que «la muerte vino por Eva, la vida por María» [180].

ST. III, q.30, a.1, co. Fue conveniente que a la Santísima Virgen se le anunciase que habría de concebir a
Cristo. Primero, para que se guardase el orden oportuno en la unión del Hijo de Dios con la Virgen, esto es:
para que su mente fuera instruida acerca de El antes de que lo concibiese corporalmente. De donde dice
Agustín en el libro De virginitate: María es más dichosa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne
de Cristo. Y además añade: Nada aprovecharía a María la unión materna si no llevase con mayor felicidad a
Cristo en el corazón que en el cuerpo.

Segundo, para que pudiera ser testigo más seguro de este misterio, supuesto que había sido instruida por
inspiración divina acerca de él.

Tercero, para que ofreciese voluntariamente a Dios el don de su obediencia, para lo que se ofreció
dispuesta cuando dijo: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38).

Cuarto, para dar a conocer la existencia de un cierto matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la
naturaleza humana. Y, por eso, mediante la anunciación se esperaba con ansia el consentimiento de la
virgen en nombre de toda la naturaleza humana.

Por su obediencia y su amor ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los miembros de Cristo (Lc 1,38;
Jn 2,4; 19,26-27; LG 53; 60-62; CCE 494; 726; 964-965; 967-970).

Lc.1, 38. “Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se
fue”.

Jn. 2,4; 19,26-27. “Jesús le responde: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.»”
“Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo.» 27 Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su
casa”.

LG.53. Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su
cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor.
Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El con un vínculo estrecho e
indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso
hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja
con creces a todas las otras criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán,
con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, «sino que es verdadera madre de los
miembros (de Cristo)..., por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son
miembros de aquella Cabeza» [174]. Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo
y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la
caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre amantísima, con
afecto de piedad filial.

60. Uno solo es nuestro Mediador según las palabra del Apóstol: «Porque uno es Dios, y uno también el
Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de
todos» (1 Tm 2, 5-6). Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni
disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues
todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible,
sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de
éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata
de los creyentes con Cristo, la fomenta.

12
61. La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la
encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino
Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor.
Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con
su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la
obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas.
Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia.

62. Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin cesar desde el momento del
asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la
consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora,
sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna [186]. Con su
amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y hallan en peligros y ansiedad
hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en
la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora [187]. Lo cual, embargo, ha de
entenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.

CEC. 494 Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón, por la virtud del Espíritu
Santo31, María respondió por “la obediencia de la fe”32, segura de que “nada hay imposible para Dios”:
“He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”33. Así, dando su consentimiento a la palabra
de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin
que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo,
para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención34:

«Ella, en efecto, como dice san Ireneo, “por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el
género humano”. Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar “el
nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de
fe lo desató la Virgen María por su fe”. Comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes” y
afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva, la vida por María”» 35.

726 Al término de esta misión del Espíritu, María se convierte en la “Mujer”, nueva Eva “madre de los
vivientes”, Madre del “Cristo total”120. Así es como ella está presente con los Doce, que “perseveraban en
la oración, con un mismo espíritu”121, en el amanecer de los “últimos tiempos” que el Espíritu va a
inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.

964 El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de
ella. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la
concepción virginal de Cristo hasta su muerte”3. Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión: «La
Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta
la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con
corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo
como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre
al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26- 27)» 4.

965 Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus
oraciones”5. Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del
Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra”6.

967 Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu
Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro
supereminente y del todo singular de la Iglesia”9, incluso constituye “la figura” [typus] de la Iglesia10.

13
968 Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera
totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para
restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la
gracia”11.

969 “Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que
dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y
definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora,
sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna (…) Por eso la
Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora”12.

970 “La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la
única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen
en la salvación de los hombres (…) brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su
mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia”13. “Ninguna creatura puede ser
puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de
Cristo participan de diversas maneras tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de
Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del
Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única
fuente”14.

18. La inmaculada, madre de Dios y siempre virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la
gloria de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su
Cuerpo (Pío XII, D(H) 3900-3903; LG 62.65.68; CCE 966) [+Cristo 12,--Iglesia 3 y 9,
→Escatología 12].
La inmaculada, madre de Dios y siempre virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta
en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria de la resurrección de su Hijo,
anticipando la resurrección de todos los miembros de su Cuerpo (Pío XII, D(H) 3900-3903; LG 62.65.68;
CCE 966)

Pío XII, D(H) 3900-3903. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador fidelísimo de la ley
divina, ciertamente no podía menos de honrar, además de su Padre eterno, a su Madre queridísima. Luego,
pudiendo adornarla de tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro,
debe creerse que realmente lo hizo.

Pues debe sobre todo recordarse que, ya desde el siglo II, la Virgen María es presentada por los Santos
Padres como la nueva Eva, aunque sujeta, estrechísimamente unida al nuevo Adán en aquella lucha contra
el enemigo infernal; lucha que, como de antemano se significa en el protoevangelio [Gen. 3, 15], había de
terminar en la más absoluta victoria sobre la muerte y el pecado, que van siempre asociados entre sí en los
escritos del Apóstol de las gentes [Rom. 5 y 6; 1 Cor. 15, 21-26; 54, 57].

Por eso, a la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fué parte esencial y último trofeo de esta
victoria; así la lucha de la Bienaventurada Virgen común con su Hijo, había de concluir con la glorificación
de su cuerpo virginal; pues, como dice el mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal se revistiera de la
inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que fué escrita: absorbida fué la muerte en la victoria [1. Cor.
15, 54].

Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, «por un
solo y mismo decreto» (1) de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina
maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus
consecuencias, consiguió, al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la

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corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo y
alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal
de los siglos [1 Tim. 1, 17].

LG.62. Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin cesar desde el momento del
asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la
consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora,
sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna [186]. Con su
amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y hallan en peligros y ansiedad
hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en
la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora [187]. Lo cual, embargo, ha de
entenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador [188].

Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor; pero así como el sacerdocio
Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y como
la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del
Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la
única fuente.

La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la


recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor
intimidad al Mediador y Salvador.

65. Mientas la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene
mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al
pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la
comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del
Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se
asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de la salvación
reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae
a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre. La Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace
más semejante a su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad y
buscando y obedeciendo en todo la voluntad divina. Por eso también la Iglesia, en su labor apostólica, se
fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para
que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles. La Virgen fue en su vida
ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión
apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres.

68. Mientras tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y en
alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la
tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo
hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10).

CEC.966. “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original,
terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por
Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y
vencedor del pecado y de la muerte”7. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación
singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste
la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras
almas» 8.

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