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PRELIMINARES
PARA UNA POLÍTICA DE LA IDENTIDAD
Daniel Innerarity
PROFESOR TIULAR DE FILOSOFÍA. UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
Resumen
Las sociedades modernas se caracterizan por su complejidad. Desde el punto de vista de la
teoría de sistemas eso significa que siempre hay una pluralidad de perspectivas desde las que
pueden ser observadas y también significa que el observador es, a la vez, objeto de la ob-
servación de otro. En estas condiciones no es posible encontrar una unidad de pertenencia,
una identidad aislable que pueda ser concebida como un "nosotros". Se produce un inter-
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cambio entre lo familiar y lo extraño. Si antaño, lo extraño era lo no familiar ahora la dife-
rencia se hace progresivamente más relativa.
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En el orden constitucional de la convivencia democrática siempre queda un "nosotros" para-
dójico que se reproduce y se transforma de modo incesante. Por eso lo político no puede ser
monopolizado por las realidades institucionales, por la organización de la sociedad y por un
estado ritual. "Lo político es más bien el lugar en el que una sociedad actúa sobre sí misma y 33
renueva las formas de su espacio público común". Por eso, la identidad de lo común no es de
carácter cronológico. La "sociedad", en el sentido que esta expresión adquiere en Tönnies, no
ha surgido de la pérdida de una previa "comunidad", lo cual no significa que el pueblo no
exista en absoluto, sino que es una magnitud inestable, una realidad abierta y mutable.
Abstract
The modern societies are characterized by their complexity. From a systems theory point of view,
it means that modern societies can always be observed from many perspectives and also means
that the observer is watched as well. Under these conditions, it is impossible to find a linking be-
longing; an isolated identity able to be understood as ‘ourselves’.
An exchange between the familiar and the strange comes out. If long time ago, the strange was
not the familiar, right now the difference is getting more relative.
A paradoxical ‘ourselves’, that it gradually reproduces and changes itself, remains at the constitu-
tional order into the democratic coexistence. That is the reason why the institutional realities, the
societies organization and the ritual State cannot monopolize the politics. “Politics is rather than a
place where the society acts over itself and renovate the public sphere methods”. For that, the
identity of the common interest does not have a chronological nature. The ‘society’, such Tön-
nies explains, has not loomed up out of the losing of a previous ‘community’ –it does not me-
an that the people do not exist not at all– but the society is an unsteady scale, an opening
and mutating reality
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La primera persona del plural es un lugar cómodo; sirve de coartada, ofrece seguridad,
diluye la responsabilidad, acompaña al solitario. También es una sede inevitable, pues los hom-
bres estamos en el mundo en plural, aunque ese plural sea más difuso y contingente de lo que
acostumbramos a creer. Por eso casi toda la reflexión ética acerca de nuestras acciones tiende
a perturbar esa grata multitud; nos empuja a preguntar si son tantos, si constituyen un núcleo
compacto o difuso, cuáles son las razones de pertenencia y desafección, en virtud de qué se fi-
ja la frontera con otros, de qué manera influye el paso del tiempo en ese límite, qué tipo de
operaciones cabe establecer entre lo nuestro y lo suyo, qué diferencia hay entre delegar y ena-
jenarse, cuáles son las condiciones de la representación. Pero son este tipo de preguntas mo-
lestas –¿quiénes somos "nosotros"?– las que permiten distinguir una adscripción legítima de
otra inconfesable, un sujeto de responsabilidades y derechos frente a lo que Musil llamaba "el
delirio de los muchos".
descubre que somos más o menos, con pertenencias de diverso grado, bajo determinadas condicio-
nes que el tiempo modifica. La libertad humana implica siempre una capacidad de ausentarse de
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aquellos lugares en los que está instalada en plural y convocar otro género de agrupamiento.
Hace no mucho tiempo resultaba tan evidente la necesidad de cambiar la sociedad que ape-
34 nas quedaba tiempo para preguntarse por ella. Los imperativos enfáticos ahorraban la reflexión
acerca de qué era aquello que debía cambiarse. Hoy tenemos la impresión de que muchos de esos
mensajes no llegaban a su destinatario, acaso inexistente o con un domicilio distinto del que su-
poníamos. Y la pregunta por las cosas se ha colocado delante de la cuestión acerca de qué hace-
mos con ellas, al igual que la pregunta por quiénes somos se antepone a la cuestión acerca de qué
podemos hacer con nosotros. En la sociedad contemporánea, debido probablemente a la movili-
dad de los sujetos, a la diversidad de las pertenencias y solidaridades que cabe establecer, resul-
ta cada vez más pertinente preguntarse por los sujetos de las frases.
El adjetivo más empleado para caracterizar nuestras sociedades es el que se deriva del tér-
mino "complejidad". En su utilización habitual el concepto "complejidad" tiene en ocasiones un uso
que revela su valor estratégico: alude a circunstancias inabarcables, abre vías de escape (como
cuando un problema se elude afirmando que es demasiado complejo), posibilita el traspaso de pro-
blemas a los expertos o la adjudicación de la culpa a instancias ajenas a la propia individualidad.
En un empleo legítimo cuando se trata de establecer una identidad, complejidad significa pérdida
de una construcción de la identidad que carezca de alternativa. Los sistemas complejos no pueden
construir su identidad sin paradojas, de manera incontrovertible o definitiva. Dicho paradójica-
mente: padecen la indeterminación e indeterminabilidad consistente en que no pueden decir sin
dramáticas ambigüedades quién sufre de qué.
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La multiplicación de los contextos tiene unas consecuencias significativas para pensar la so-
ciedad contemporánea. La realidad social ha adquirido una fluidez difusa. La complejidad afecta
a lo que Luhmann ha llamado "experiencias primordiales de la diferencia" (Luhmann, 1981: 195),
dualidades del tipo de cercano/lejano, propio/impropio, familiar/extraño, amigo/enemigo. A la
actual fluidez de estas oposiciones se refieren conceptos y problemas como los de la multiculturali-
dad, la sociedad abierta, la movilidad social, la posibilidad de hacer valer puntos de vista margi-
nales o incluir lo excluido, así como todos los lamentos a causa de la complejidad y el deseo nos-
tálgico de claridad. Desorientación en los individuos, ingobernabilidad de los sistemas sociales,
crisis de sentido y relevancia, pérdida de los meta-relatos (Lyotard) se han convertido en tópicos pa-
ra caracterizar esta circunstancia. Habermas ha calificado esta explosión de perspectivas como
una "nueva inabarcabilidad" (Habermas, 1985) y Giesen la ha descrito como una "pérdida de ros-
tro" de la sociedad (Giesen, 1991).
Podría resumirse esta situación indicando que la postmodernidad significa para la sociología
el reconocimiento radical de que toda operación social depende de un contexto y de una obser-
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vación. La representación de "realidades" es siempre una representación vinculada a un contexto.
Siempre cabe exigir que junto con una afirmación se comunique el contexto al que se debe y en el
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que se inscribe. Ahora bien, cuando se actúa así, la contingencia se hace automáticamente visible.
La sociedad postmoderna aparece entonces como una realidad multiperspectivista o, por utilizar la
formulación de Gotthard Günther, policontextual (Günther, 1979). No hay posiciones de observa-
ción privilegiadas, puntos de vista exentos desde los cuales pudieran ser formulados de manera on- 35
tológica los "hechos" sociales. El resultado de esta pluralización es la pérdida de un punto unitario
al que reconducir la comunicación, la delimitación de las barreras vigentes, la multiplicación de los
contextos accesibles. Queda de este modo suprimida o, cuando menos, problematizada, la posi-
bilidad de una representatio identitatis.
La teoría de sistemas ha formulado así esta idea: lo que se observa en y desde un lugar pue-
de ser observado de otro modo en y desde otros lugares. No existe ningún punto de Arquímedes
a partir del cual todas las observaciones pudieran ser liberadas de su anclaje, niveladas y tradu-
cidas en virtud de determinadas invariantes sociales. La totalidad ya sólo resulta pensable como
"totalidad polémica" (Röttgers, 1983). No hay una observación final, a salvo de cualquier contro-
versia: basta con que exista la posibilidad de observar las cosas de otra manera para percibir otras
realidades. La sociedad contemporánea debe precisamente su modernidad al hecho de que cual-
quier operación relativa a la unidad tiene lugar en competencia con otras. Con la terminología pro-
pia de la teoría de sistemas, esto exige el cultivo de una cultura de la observación de la observa-
ción y de descripción de la descripción (Luhmann, 1990: 718). Se trata de establecer qué puede
ver y qué no puede ver el observador observado, o sea, cuál es su zona ciega, lo que vale tam-
bién por supuesto para quien observa al observador observado.
mente contingente, hasta el punto de que también esta observación está sometida a la misma ley.
La sociedad policontextual es indeterminada por cuanto en ella se observa que es observable; de
este modo, está expuesta al desvelamiento de zonas ciegas y a la posibilidad de caer en la cuen-
ta de tales insuficiencias. En toda observación y descripción de una totalidad reside la paradoja
de que ella misma debería observar y describir cómo ella misma observa y describe… Cualquier
resultado de tal intento es siempre, al menos en una nimiedad temporal, menos poderoso que el sis-
tema que trata de describir. No hay un término lógico para este proceso y la cuestión acerca de
cuándo debe detenerse sólo puede solucionarse de manera contingente.
La sociedad multicontextual no es una sociedad sin orden sino aquella que elabora ordena-
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ciones que no se dejan reducir a una unidad. La constitución policontextual de la sociedad moder-
na, funcional y diferenciada, excluye la posibilidad de que la economía, el derecho, la política, el
arte, la religión o la ciencia se atribuyan una representación de la identidad que sea incuestiona-
36 ble, sin competencia. Esta contingencia se debe al hecho de que es imposible pronosticar las po-
sibilidades de observación de las propias operaciones por otros sistemas parciales. El problema se
vuelve especialmente agudo cuando la acción de uno es rechazada por una observación diversa.
Y es que ningún acontecimiento aparece en el monitor de la sociedad con una sola identidad. Se
busca el desarrollo económico y aparecen resistencias desde la sensibilidad por el medio ambien-
te, quien produce obras de arte es juzgado desde una perspectiva política, una decisión política
puede ser impedida desde una instancia judicial, las entidades financieras se convierten en agen-
tes culturales… En ninguna configuración de la sociedad hubo más saber acerca del no-saber, más
ignorancia instruida, y en ninguna fue más problemático obtener observaciones que organizaran
observaciones anexas sobre su propia racionalidad sin estimular al mismo tiempo posibilidades la-
terales de observación que también podrían caracterizarse como racionales.
La explosión de la complejidad pone en marcha el deseo de reducirla para hacer de ella una
magnitud que se pueda comprender y gobernar. Siempre cabe exigir una restauración de lo per-
dido y estilizar una protesta melancólica ante la creciente extrañeza de las realidades sociales; tam-
bién es posible construir enclaves comunitarios de sentido en los que las confirmaciones recíprocas
y las limitaciones comunes de las posibilidades de observación excluyan otras posibilidades de ob-
servación. Una secta o una familia son ámbitos en los que todo está organizado para confirmar lo
que ya se sabe o lo bueno que uno es y limitar cuanto pueda cuestionar esas certezas. Probable-
mente no sea posible vivir sin ningún espacio en el que somos reconocidos sin ninguna problema-
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tización, aunque también es cierto lo contrario: que no es deseable vivir en una permanente co-
rroboración sin crítica. El miedo es una ausencia de referencias que ratifiquen lo que sabemos o
somos; la estupidez podría definirse, por el contrario, como una inmensa tautología. Y entre am-
bos extremos se mueve la condición humana.
Es lógico que en épocas de un espacio público abstracto y de una nivelación informe del vín-
culo social, los individuos se adentren en lo arcano familiar y busquen allí las huellas de una co-
pertenencia más auténtica. La unidad de la sociedad ha sido intentada mediante el recurso a su
concepto contrario: comunidad. Según la mitología de la comunidad, a la sociedad primitiva, he-
cha de un acuerdo recíproco, sucede un orden jurídico exterior, un estado impuesto, no querido.
La legalidad reemplaza la solidaridad, la sociedad reemplaza a la comunidad.
La contraposición arquetípica de Tönnies (1887) entre comunidad y sociedad –con sus agu-
dizaciones dualistas: organismo frente a artefacto, comprensión frente a contrato –plantea una an-
tinomia típica de la política en la modernidad, al menos desde la queja romántica (Innerarity,
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1993): una sociedad sólo puede ser justa, idéntica consigo misma, unitaria, mediante la disolución
de sus vínculos naturales e históricos, retrotrayéndose a identificaciones primarias, pero, al mismo
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tiempo, reconoce que en estas tradiciones e inercias se contiene la garantía de su cohesión. El in-
tento de asegurar la comunidad en el vínculo transparente de los contratos resucita la opacidad exi-
liada de lo colectivo. En continuidad con este planteamiento, el concepto husserliano de "mundo
de la vida" se convirtió desde 1926 en el contrapunto que se opone a las turbulencias sociales. 37
Probablemente la sugestión que ejerce se deba a que su mera mención ilumina un ámbito de fa-
miliaridad y fiabilidad, un seno protector. Simboliza lo contrario de todo aquello que hay de com-
plejo y extraño en la estructura social, prometiendo un mundo equilibrado en medio de la confu-
sión del sistema social.
Más recientemente, las críticas comunitaristas al constructo normativo de las teorías liberales
del contrato han vuelto sobre la antinomia y la tensión mítica de una teoría política que, por una
parte, sólo puede imaginarse la sociedad como una relación estatalmente protegida de personas
y propietarios pero que, por otra parte, termina cayendo en el seno de ese remanente común que
es la otra cara del artificio contractual, el lugar donde se hospedan las imágenes de los "nosotros"
enfáticos, de los vínculos y las identificaciones originarias. Los hombres no son gente dispersa
amontonada por la historia y que tienen tan poco que ver entre sí como la lista de pasajeros de un
vuelo internacional (Taylor, 1993: 47). Si así fuera, no se entendería, por ejemplo, que personas
sin ningún vínculo recíproco estén masivamente dispuestas a someterse a los procedimientos y re-
sultados de las decisiones democráticas o a las redistribuciones propias del Estado de bienestar.
El concepto de comunidad es una imagen útil para poner en evidencia las contradicciones
entre el sistema económico y el desarrollo social; una idea para reivindicar los derechos de un gru-
po reprimido, de las colectividades minoritarias; una fórmula para exigir el control del poder eco-
nómico y realizar una mayor igualdad social. La unidad presenta continuamente a los hombres la
imagen de algo que no quisieran perder: una determinada configuración de la vida común sin la
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que el pensamiento y la acción se quedarían sin aquella virtud de la magnanimidad que distingue
los asuntos políticos de las ocupaciones comerciales.
Ahora bien, el recurso a lo común con objeto de salvar las diferencias no deja de ser apo-
rético. Veámoslo en el ejemplo de una discusión teórica. En este caso, la apelación a lo que sabe-
mos sólo funciona en el contexto en el que se trata efectivamente de algo conocido; toda discusión
entre expertos y no expertos tiende a expulsar a los contrarios fuera del mundo común conocido:
unos apelan a lo que cualquier bien informado debe saber y los otros al sentido común. La apela-
ción a la familiaridad de un mundo común tiene un efecto simplificador pero también incluye la
amenaza implícita de expulsar a quien no acepte determinadas ofertas o, al menos, de que el dis-
crepante deberá entonces asumir la carga de comprobar todos los supuestos que facilitan el en-
tendimiento. Los conceptos aparentemente unificadores –lo que todo el mundo sabe, el sentido co-
mún, la tradición, lo decente– no dejan de producir víctimas. Todos no somos todos. Todos son
todos los "a partir de una determinada situación". Existen muchos todos; por eso la utilización del
concepto Lebenswelt refleja la añoranza por una unidad sin exclusiones, unidad que es inalcanza-
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Los sistemas sociales se desenvuelven en un ámbito familiar que siempre es extraño para
otros. Lo más extraño muy probablemente no lo sea para alguien en alguna parte, como indicamos
en el habla coloquial cuando sentenciamos ante algo que nos parece absurdo que "hay gente pa-
38 ra todo". Esto significa que debe ser posible convertir en familiar lo que en un momento es extra-
ño mediante el recurso a léxicos, instituciones de aprendizaje, etc. Pero también significa que la
magnitud de lo familiar es móvil porque hay procesos de extrañamiento, de pérdida de evidencia,
confianza y familiaridad. Por eso la apelación al mundo de la vida no es un recurso mágico para
eliminar la extrañeza. La traducción no es mecánica sino interpretativa. E interpretar supone siem-
pre retrotraer lo extraño a una esfera de familiaridad pero también modificar el "nosotros" desde
el que esa práctica resulta comprensible o estimable.
La semántica del Lebenswelt, que se sirve del esquema propio/extraño, es enriquecida y modifi-
cada por el hecho de que el esquema mismo está expuesto a la modificación evolutiva. Mientras que
en las sociedades arcaicas el ámbito de lo familiar tenía la misma extensión que toda la sociedad co-
nocida y lo extraño era todo aquello que no se dejaba reducir a ese ámbito, bajo las condiciones mo-
dernas ocurre que lo extraño está socialmente presente. Ya no hace falta abandonar la sociedad para
traspasar los límites de lo conocido; existen familiaridades exclusivas, como el espacio de la privaci-
dad, y magnitudes desconocidas a las que podríamos acceder, mediante la investigación o el viaje;
manejamos artilugios sofisticados gracias a una confianza ciega en que para algunos expertos –me-
cánicos, ingenieros, químicos o médicos– no son realidades enigmáticas. La distinción entre lo familiar
y lo extraño es tan móvil como la observación; sabemos además que lo familiar no es una magnitud
ontológica sino cultural, que es familiar desde un determinado punto de vista y extraño desde otro.
miliar puede dejar de serlo. Cuando los sujetos que aprecian lo propio y lo extraño son a su vez
históricos, la posibilidad de repetir las observaciones es desafiada por el hecho de que la repeti-
bilidad misma aparece como problemática. El sujeto de toda experiencia posible no es una mag-
nitud que pueda sustraerse al curso del tiempo. En la dimensión temporal, las líneas de continuidad
posibles o esperables se presentan como algo interrumpible, el horizonte temporal calculable se
atrofia. La familiaridad, lo común, son referencias más equívocas de lo que esperaban los gober-
nadores de la dispersión.
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intento de todo fanatismo, dogmatismo o fundamentalismo, que precisamente no son capaces de
hacerse a la idea de que puedan ser observados como tales.
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Planteando el asunto en los términos utilizados anteriormente: el trato con la propia ceguera
se presenta como una exigencia para quien sabe que toda observación no es absoluta –es obser-
vable, a su vez– sino producción de una realidad que presentaría otro aspecto si fuera observada 39
de otra manera. Lo razonable es instituir formas de trato con el mundo que cuenten con la plurali-
dad de perspectivas estableciendo así nuevas oportunidades para el ejercicio de la tolerancia que
Luhmann y Fuchs han sintetizado en la expresión "incongruencia cultivada" (Luhmann y Fuchs,
1989: 223). Solamente es humana una identidad que permite la comparecencia de lo incon-
gruente, que toma en consideración lo que otros dicen de uno mismo, que se preocupa por las ex-
clusiones a que pueda estar dando lugar, que es capaz de imaginarse de otra manera.
c) La precariedad de lo común
Es cierto que el ideal de una sociedad humana apela a algo que va más allá de la acción
común en el presente. Pero la superación de lo presente no tiene por qué tramitarse mediante la in-
mersión mitológica en una comunidad primigenia; también puede adoptar la forma de la revoca-
bilidad constitutiva de todo acuerdo, del derecho a revisar lo vigente y ponerlo en manos de la li-
bertad. La invención comunitaria define una topología azarosa de lugares y destinos, de situaciones
y acontecimientos que, precisamente por su carácter heterogéneo, ofrece numerosas oportunidades
para hacer valer los significantes igualitarios, para verificar lo común y lo diverso, haciendo así de
la sociedad una comunidad polémica de los iguales.
soluciona mediante una solidaridad de los afectados por una misma pérdida. Ni siquiera a los gru-
pos sociales oprimidos les queda el privilegio de una solidaridad interna homogénea, la unidad
consoladora de las víctimas. Cuando se dice que la sociedad está desconcertada ha de entender-
se esta afirmación como una transposición metafórica de muchos pequeños desconciertos que acon-
tecen simultáneamente. Hablar de una amenaza global tiene un efecto mágico para la producción
de unidad, pues supone que se trata de una sociedad que tiene un problema común: su supervi-
vencia. Implica que hay una unidad de la sociedad y que se muestra de manera negativa: como
unidad amenazada.
za la identidad sino la estabilidad del sistema cuando se dan las circunstancias adecuadas. La ra-
cionalidad sólo comparece cuando utiliza autorreferencialmente el concepto de diferencia, es de-
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cir, cuando se reflexiona sobre la unidad de la diferencia (Luhmann, 1984: 640). Dicho de otra
manera: son racionales aquellas operaciones que conciben como unidad la diferencia sistema/en-
torno y utilizan la reflexión acerca de dicha unidad para elaborar mayor información. Éste es el
40 presupuesto para la auto-distancia, condición de posibilidad no sólo para poder distinguirse de
otros, sino para poder distinguir también esta distinción de otras distinciones. Se podría decir: no
sólo observarse a sí mismo y al entorno, sino observar cómo se es observado y obrar en conse-
cuencia.
tiene siempre a las representaciones que se procura de sí misma como un producto exterior, en el
que no termina por reconocerse plenamente, como una alteridad irreductible. Es el espacio de una
contingencia irrevocable, el carácter azaroso de un sujet à l’état naissant, como lo ha denominado
Lyotard (1989).
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tes de su acto de fundación, acto que precede al pueblo como instancia autorizadora. Ocurre
algo tan extraño como que el pueblo, mediante su firma, viene al mundo como sujeto libre e in-
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dependiente, como posible firmante. Firmando se autoriza a firmar (Derrida, 1980: 66). En el
"nosotros" congregado en el acto de la fundación se enmascara una heterogeneidad originaria.
El pueblo es un sujeto decretante a la vez que un montón empírico de individuos todavía dis-
persos; es instaurador de una ley a la que él mismo se somete. La irrepetible y ficticia fundación 41
no representa otra cosa que la inicial inidentidad que se fracciona en una continua iteración. Es-
ta identidad imposible recuerda que la fundación no está cerrada de una vez para siempre, que
lo común no es ni originario ni presente, ni previo ni deducible, sino algo continuamente des-
plazado, prorrogado, aplazado. La heterogeneidad de la comunidad que se funda a sí misma
le obliga a repetir siempre una vez más su fundación. El sujeto colectivo está siempre en un es-
tado de continua autoconstitución y el juicio que haga tendrá un efecto reflejo sobre su propia
identidad como una comunidad (Beiner, 1983: 143). La sociedad no es algo histórico, sino que
se basa en la autoalteración, en el dépassement (Castoriadis) de lo instituido por lo instituyente
inscrito en la acción social.
Los griegos designaron el espacio político ágora, o sea, lugar de discusión. Nada más aje-
no a la competición mediante la palabra que hurtar algún tema al debate o la comodidad de man-
tener a toda costa las cosas como vienen dadas. Ágora significa asamblea, pero ya al comienzo
de la Ilíada se muestra el momento de disputa propio del agon con sus combates de palabras, en
el que dos interlocutores se destacan para medir sus fuerzas (I, 304). Basta pensar en las reunio-
nes y en aquellas "opiniones hostilmente enfrentadas" que, en el informe histórico de Tucídides, pro-
vocaron un agon entre los atenienses cuando tenían que dilucidar por segunda vez en medio de la
guerra del Peloponeso qué debía hacerse con Mitilene (III, 49, I). Hablar y combatir quizás no es-
tén tan alejados entre sí como parece a primera vista.
La buena polémica empieza por uno mismo y la naturaleza del sujeto que la practica tam-
bién puede ser puesta a discusión. ¿Somos todos los que estamos y estamos todos los que somos?
¿Cuáles son nuestras obligaciones recíprocas y las condiciones de nuestra lealtad? ¿Quién puede
formar parte de nosotros o dejar de contar como uno de los nuestros? La discusión política no tie-
ne únicamente por objeto una serie de temas; es también una reflexión polémica acerca del sujeto
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mismo de la discusión, sobre su alcance, número y extensión, sobre el modo de articular las deu-
das interiores que vinculan a sus miembros entre sí e incluso sobre los contornos exteriores marca-
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dos por quienes ha de considerar como enemigos. El juego de la política es tan complejo y al mis-
mo tiempo apasionante porque las dimensiones del campo se están redefiniendo a medida que el
juego avanza, al tiempo que aumenta o disminuye el número de jugadores. Esta falta de fijación
42 se debe a que la política es una actividad que tiene que ver fundamentalmente con el convenci-
miento mutuo y la concertación de voluntades. En esta complicación reside su fortaleza integrado-
ra y no en una hipóstasis grupal indiscutible.
forma precaria de introducirlos en nuestro discurso, pues no conocemos con exactitud sus necesi-
dades. Junto con la exigencia de tomar en cuenta los derechos de los otros –y especialmente los de
quienes no pueden hacerlos valer– está el reconocimiento de que esa "idealización" puede estar
equivocada o ser mejorable, de tal modo que también la comunidad establecida con los sujetos pa-
sivos o las víctimas es contingente. La representación de los muertos, de las generaciones futuras y
de los actualmente excluidos es una exigencia que no puede cumplirse perfectamente y que, por
eso mismo, prohíbe arrogarse la identidad que tendría un "nosotros" tan poderoso.
Lo común sería aquel espacio interior entre los hombres en que Hannah Arendt reconocía pre-
cisamente la regla del inter-esse político. Al menos en la forma mínima de un perder que es común
a todos, en el sentido apuntado por el verso de Rilke: también la pérdida es todavía nuestra, por-
que incluso los derrotados tienen en común su igualadora desposesión. La política sería aquel des-
tello cuya propiedad peculiar consistiría en mostrar en su irrupción el "entre" como tal, el aparecer
común, lo que Jean Luc Nancy ha llamado la comparution; una figura de lo nuestro sin hipóstasis.
Sólo así comienzan a destacarse unos perfiles de "nosotros", de nuestra aparición común, de nues-
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tra puesta en escena, que no son abstractos ni ficticios. Tan sólo nos queda aprender a repasar sus
contornos.
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