En El Nombre Del Padre
En El Nombre Del Padre
En El Nombre Del Padre
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Gerry Conlon
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Título original: Proved Innocent
Gerry Conlon, 1990
Traducción: Gerardo Batlles Gurgui
Retoque de cubierta: Titivillus
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Este libro está dedicado
a mi padre y a mi familia
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Mi muerte limpiará tu nombre.
Limpia tú luego el mío.
GIUSEPPE CONLON, 18 de enero de 1980.
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AGRADECIMIENTOS
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LOS AÑOS DE CÁRCEL DE GERRY CONLON
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PRÓLOGO
Alzo las manos en el aire, como si hubiera metido un gol para Irlanda en la Copa
del Mundo, y miro a mi familia. Por primera vez en más de diez años veo una sonrisa
en sus rostros. Se han acabado las celdas, los carceleros, las esposas.
Cuando trato de acercarme a mi familia un carcelero me cierra el paso, diciendo:
—Tienes que bajar.
Me niego a seguir acatando las órdenes de los carceleros. No permitiré que ese
cabrón se tome más confianzas conmigo. Pero ése es el lenguaje que utilizamos en la
prisión, y yo ya no soy un preso. Al cabo de unos minutos bajo con mis compañeros
para firmar los papeles y recoger mis pertenencias. Los carceleros nos miran
inquietos. Seguramente están pensando, los que son capaces de pensar: «¿Qué van a
contarle al mundo esos cuatro cabrones sobre nuestro sistema?».
Voy a contarlo todo, absolutamente todo.
Non miran sonrientes, pero detrás de esa máscara se oculta su crueldad. Han
llegado a orinarse sobre mis pies. Me han roto la foto de mi madre. Me han puesto
inyecciones de penicilina. Me han dado más patadas que a un balón de fútbol.
Imagino los eslóganes que les dan vueltas por la mente: «El POA apoya la pena
de muerte», «El POA afirma que hay que colgar a los del IRA», «¿De qué os quejáis,
cabrones, acaso no os unisteis voluntariamente a la causa?».
Mientras espero a que me llamen enciendo un cigarrillo. Por fin oigo pronunciar
mi nombre: «¡Conlon!».
Avanzo por el pasillo sintiéndome como Superman. Paso frente a la celdas. Todos
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los presos están pegados a los barrotes, golpeándolos con las manos y con los pies y
silbando. Siento una sensación inenarrable. El carcelero sentado ante la mesa me
indica con su grueso dedo índice dónde debo firmar y me entrega un pequeño sobre
marrón. Es el sueldo que me he ganado en la cárcel.
—Aquí hay treinta y cuatro libras y noventa chelines. ¿Las quieres? —me
pregunta, sosteniendo el sobre entre el índice y el pulgar y agitándolo ante mis
narices.
Si tuviera que partirle los dedos para arrancarle el sobre, no dudaría en hacerlo.
—Por supuesto. Se lo daré a mi madre —contesto, cogiendo el sobre y
guardándomelo en el bolsillo—. ¿Dónde está la salida?
El carcelero me mira preocupado.
—Nos gustaría que de momento regresarais a vuestras celdas.
—¿Qué?
—Por favor, regresad a vuestras celdas. Durante una hora más o menos. Se ha
congregado una enorme multitud frente al edificio y es mejor esperar que se disperse.
—¡Y una mierda! El presidente del tribunal ha declarado el caso sobreseído. Soy
libre. Haz el favor de indicarme la salida.
Un policía se acerca y extiende la mano como si fuera a tocarme el hombro.
—¿Le importa esperar unos minutos hasta que organicemos lo del transporte?
Luego le conduciremos a una salida trasera.
Yo me giro bruscamente y retrocedo unos pasos.
—¡Ni hablar! Nada de transporte. Nada de salida trasera. Me metisteis aquí por
una puerta trasera y voy a salir por la puerta principal. ¡Abrid esa jodida puerta!
Pienso en mi padre. Ésas fueron sus palabras: «No lo olvides, hijo, nos metieron
por la puerta trasera. Cuando llegue el día de tu liberación quiero que salgas por la
puerta principal. Cuéntales lo que nos han hecho».
De improviso, un carcelero abre la puerta y me indica un pequeño pasillo que
conduce a la salida. La puerta se cierra bruscamente a mis espaldas y me encuentro
en un pasillo rodeado de seis policías, lo cual hace que me sienta aterrado.
Súbitamente la puerta se abre de nuevo y aparece Helena Kennedy, la abogada de
Paul. Corro hacia ella.
—¿Por dónde puedo salir?
—Acompáñame. Se ha formado una multitud impresionante frente al edificio.
Echamos a caminar por el pasillo y nos encontramos con Grant McKee y Ros
Franey. Abrazo a Ros con fuerza y le pregunto:
—¿Están todos aquí?
—Sí, no te preocupes.
El pasillo se halla atestado de gente que habla animadamente. Veo a algunas de
las personas que han contribuido con su apoyo y sus esfuerzos a que al fin llegara
este día. La hermana Sarah, mis hermanas Ann y Bridie, Carol Coulter, del Irish
Times, David Andrews, miembro irlandés del Dáil, que ha luchado durante años para
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defender nuestra inocencia en el Parlamento irlandés, y Tom McGurk. La hermana
Sarah Clarke ha tratado de convencer al mundo de nuestra inocencia prácticamente
desde el día en que fuimos arrestados. Intentó repetidamente conseguir que le dieran
permiso para visitarnos, pero el Home Office siempre le denegó su petición. Ahora,
al verla por primera vez, me quedo asombrado al comprobar lo menuda que es.
—Vamos —dice mi hermana Ann—, salgamos de aquí.
Todos estamos muy emocionados. Abrazo y beso a varias personas, las cuales me
besan y abrazan a su vez. De pronto veo a Gareth.
—Yo voy a salir por la puerta principal —le digo—. Acompáñame.
—No —contesta ella—. Éste es tu gran día.
Conque tomo a Ann y a Bridie del brazo y nos dirigimos hacia la puerta principal.
Un policía la abre y salgo flanqueado por Ann a mi derecha y Bridie a mi izquierda.
Al vernos aparecer, la gente empieza a aplaudir y a vitorearnos. Rugen como si
estuvieran en un estadio de fútbol. Hay colocadas unas barreras para contener a los
miles de personas que han acudido a vernos. Frente a la cárcel se está construyendo
un edificio y los obreros comienzan a agitar sus gorras. Hasta los viandantes se
detienen para saludarnos y expresarnos sus parabienes. Noto el calor y la alegría de la
gente, lo cual me produce una felicidad difícil de describir. Supongo que cuando uno
muere y va al cielo debe de experimentar una sensación parecida.
Me fijo en un individuo que, vestido con una chaqueta de mezclilla, se pasea por
delante de la barrera hablando por un teléfono sin cable. Deduzco que pertenece al
Cuerpo Especial de la policía.
—No dejéis que se me acerque. Es un poli.
—No —me informa Ann—. Es Chris Jamieson, de la ITN, un tipo legal. Ha
venido a recogernos en coche.
Mi hermana señala el equipo de televisión y los reporteros que nos aguardan.
—¿Quieres decir unas palabras?
Aunque no estaba preparado para este recibimiento, me acerco a ellos y digo:
—He pasado quince años en la cárcel, acusado de un delito que no cometí y en el
que no tuve nada que ver. He visto a mi padre morir en la cárcel por un delito que no
cometió. Es inocente, los Maguire son inocentes, los Seis de Birmingham son
inocentes. Confío en que los liberen pronto.
Cuando termino de hablar, la multitud rompe en aplausos. Me siento satisfecho
porque he dicho exactamente lo que mi padre hubiera querido que dijese. Luego, nos
montamos en el coche y partimos.
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Mi madre dice que cuando nací era tan delicado, tenía una sangre tan poco densa
que el médico le recomendó que me diera una botella de Guinness al día. Así,
mientras los otros niños tomaban sus biberones, yo me inicié en una de las grandes
tradiciones irlandesas. Pero lo primero que recuerdo con nitidez es haberme caído en
un cubo de agua hirviendo al entrar en el patio trasero de nuestra casa. Tenía unos dos
años. Tropecé en el umbral de la puerta, caí hacia atrás y me quemé el trasero. Puede
decirse que desde entonces no he dejado de meterme en problemas.
Los primeros límites de mi universo abarcaban seis pequeñas calles que daban a
Lower Falls Road, en el oeste de Belfast: las calles de Mary, Peel, Colin, Ross,
Lemon y Alma. Durante los primeros cuatro años de mi vida nunca salí de esos
límites, los cuales constituían, sin embargo, un mundo muy interesante para un niño
de corta edad como yo. Me pasaba el día en la calle desde las ocho de la mañana,
sentado en la acera y rodeado de mujeres arrodilladas con cubos y cepillos. Esas
mujeres eran abuelas, esposas, viudas y jóvenes solteras. Todas llevaban un delantal
floreado y un pañuelo en la cabeza. Todas ofrecían el mismo aspecto, excepto que el
delantal era de distintos colores. Arrodilladas sobre unas pequeñas almohadillas,
limpiaban con orgullo el pequeño tramo de acera que les correspondía mientras no
cesaban de charlar: «¿Ha encontrado tu Johnny trabajo?», «¿Se ha curado tu Joe de la
bronquitis?», «¿Vas a ir al bingo esta noche, Sadie?». Todas restregaban el pavimento
formando un arco limpio y pulido frente a la puerta de su casa. Entretanto, los chicos
mayores jugaban a la pelota y las niñas saltaban a la comba o jugaban a la pata coja.
Las niñas solían cantar una canción que se llamaba Mary Ross mondó un limón, que
trataba sobre las calles en las que vivían, mientras seguían saltando a la pata coja.
Yo esperaba que saliera una de las mujeres y me enviara a hacer un recado. A
veces me daban dos peniques y me pedían que fuera a por cien gramos de manteca y
una barra de pan. A mí me parecía entonces que era millonario y me iba a la
pastelería de Lena, o a la de John Kerr, y compraba unas bolitas de anís o unos
caramelos que costaban un penique. Siempre me gastaba todo el dinero, aunque sólo
tuviera dos chelines, como si temiera que se me fueran a caer por un agujero de los
pantalones. Me lo gastaba todo y compartía los caramelos con los otros niños.
Durante las noches estivales, en lugar de sentarme en la acera me instalaba a la
puerta de mi casa, pues mi madre no dejaba que me alejara pasadas las siete de la
tarde, y observaba a los hombres que se dirigían al pub. Había tres: el bar de Paddy
Gilmartin, que se llamaba Laurel Leaf, el de Peter Murray, situado justo enfrente, y el
de Charlie Gormley, que estaba a la derecha, frente a la carnicería de Finnegan.
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El de Paddy Gilmartin era el más distinguido y elegante. Paddy había construido
un saloncito con una puerta corredera de madera lacada. Cuando era niño sentía
siempre deseos de descorrer esa puerta. Al abrirla, las voces de la gente que cantaba
(a veces mi madre, a veces mi padre, amigos y vecinos) sofocaba cualquier otro
sonido. Era un lugar alegre y acogedor, y yo sabía que si conseguía entrar me darían
patatas fritas, limonada y seguramente unas monedas. Jamás veías a una mujer
tomándose una copa sola, y mucho menos durante la semana, en un bar de Falls
Road. No hubiera sido correcto. Las mujeres salían acompañadas por su marido o su
novio los viernes o los sábados por la noche.
La mayoría de los jóvenes acudían al pub de Charlie Gormley, donde ocupaban el
saloncito situado en el piso de arriba. Charlie había mandado instalar unas barras
azules en las ventanas, sin duda para impedir que un cliente arrojara a otro por la
ventana. Charlie era un buen hombre. No le importaba servir a sus clientes habituales
unas copas pasada la hora de cerrar, y si no llevabas dinero te las apuntaba. Era un
buen sitio para correrse grandes juergas.
Todo el mundo gastaba bromas. Si uno se ponía una camisa limpia, algún listillo
te preguntaba: «¿Es que tu madre ha robado una caja de jabón? ¿Crees que le
importaría lavarme mi camisa?». Los clientes se ponían morados de Guinness, sidra,
Harp y todo tipo de bebidas. Era un lugar genial. Empezabas a frecuentarlo a los
diecisiete años hasta que cumplías los treinta, que era cuando uno normalmente
sentaba cabeza. A partir de entonces, acudías al pub de Paddy Gilmartin o al de Peter
Murray.
Sólo había cincuenta metros de distancia entre esos tres pubs. Los fines de
semana estaban tan llenos que no cabía un alfiler y, cuando los clientes se marchaban,
siempre llevaban una bolsita con bebidas y comida.
Al salir solía ver a Francie Teague, que vivía en la calle de Mary, cerca de
nosotros, encendiendo las farolas de gas. Era un hombre alto, con unas manazas
enormes. Utilizaba una escalera que apoyaba en las farolas, por la que trepaba para
encender el gas. En Belfast existía una gran tradición que consistía en atar cuerdas en
los postes de las farolas para columpiarse en ellas. Las cuerdas se iban deslizando
poco a poco y las niñas acababan aterrizando en el suelo. Luego, cuando aparecía
Francie Teague para encender las farolas, recogía las cuerdas y las tensaba de nuevo.
Las casas estaban pegadas las unas a las otras. La calle no era lo suficientemente
ancha para permitir el paso de dos coches al mismo tiempo, aunque cuando yo era
niño nadie tenía coche. Las gentes vivían hacinadas y las puertas de las casas estaban
siempre abiertas, así que recuerdo que los niños éramos muy aficionados a jugar al
escondite y no hacíamos más que entrar y salir corriendo de las casas para
escondernos detrás de las puertas. Pero nadie protestaba. Existía una gran
espontaneidad que era fruto de la pobreza, pues los hombres casi nunca encontraban
un trabajo estable, pero la gente era muy amable y bondadosa. En mi barrio vivían
muchos artesanos y obreros especializados que no conseguían empleo; era muy difícil
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encontrar trabajo si uno era católico. Esa penosa situación, sin embargo, redundaba
en beneficio de la comunidad. Andy McDonald, un excelente electricista, tenía su
taller en la calle de Mary y, si alguien sufría una avería en la instalación eléctrica, él
la reparaba en un periquete. En vez de pagar cuarenta libras, Andy te cobraba cinco y
te la dejaba como nueva. Si se desprendía alguna teja en invierno, acudía
apresuradamente Dan Lindsey con una escalera, te instalaba de nuevo la teja y
cuando terminaba decía: «Invítame a una copa cuando tengas dinero». Jamás te
cobraba un céntimo. Ése era el espíritu de la comunidad; todo el mundo se ayudaba
mutuamente.
La pobreza, no obstante, era un hecho evidente, incluso para un niño de corta
edad como yo. Recuerdo que un día fui a ver a un amigo. Cuando su madre me abrió
la puerta y le pregunté que si podía salir, ella me contestó: «No, Gerry, hoy se ha
puesto su ropa su hermano Jim».
Todos éramos católicos en Lower Falls, y mi amigo pertenecía a una de las
muchas familias en las que el número de hijos superaba la decena. A mis padres sólo
les quedaban tres hijos vivos. Yo era el único varón, pero nunca vi que mi madre
tirara nuestra ropa vieja. Solía regalarla a alguien más necesitado que nosotros, a
alguna mujer con catorce o quince hijos. Durante buena parte de su vida, mi madre
trabajó en una tienda de ropa usada y siempre les preguntaba a los dueños que si
podía llevarse algún jersey o una camiseta para regalársela a una familia pobre. Con
la comida sucedía otro tanto. Cuando alguien hacía un buen puchero de sopa o un
guisado y quedaban restos, se los daba a algún pobre.
Nuestra familia no era tan pobre como otras. Eramos bastante afortunados, en el
sentido de que comíamos carne y en invierno llevábamos zapatos en lugar de unas
sandalias de plástico que costaban un chelín y nueve peniques y te dejaban los pies
helados. Si íbamos bien alimentados y calzados, ello era gracias a las dos mujeres de
mi familia: mi madre, Sarah, a quien no recuerdo haber visto nunca desocupada, y su
madre, Mary Catherine Maguire, en cuya casa vivíamos.
Mi abuelo Vincent Maguire falleció cuando yo tenía aproximadamente un año. En
la primera fotografía que me tomaron de pequeño aparezco sentado en su regazo
cuando él ya estaba postrado en cama, poco antes de morir. Supongo que debía de
estar muy enfermo, pero en su buena época Vincent Maguire fue todo un personaje.
Le robó mi abuela a otro hombre durante la Primera Guerra Mundial, un hombre con
el que estaba comprometida para casarse. Ambos se encontraban en las trincheras en
Francia, pero mi abuelo consiguió huir del campo de batalla y regresar a Lower Falls.
Una noche conoció a mi abuela, se enamoraron y, cuando el otro pobre diablo volvió
a casa con permiso, se encontró con que su novia se había convertido en la señora
Maguire.
Vincent o Vinty, como solíamos llamarle, tocaba estupendamente el silbato. Le
encantaba azuzar a los nacionalistas de Lower Falls el 12 de julio, fecha en que la
Orden Naranja celebraba la Batalla de Boyne con desfiles y bandas de música. Vinty
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se ponía un sombrero de copa y una faja y se ponía a tocar el silbato y a bailar al son
de La faja que lucía mi padre y Dios salve al Rey por toda la ciudad, metiéndose con
los republicanos irlandeses, los cuales aceptaban de buen grado sus bromas. Hoy en
día nadie se atrevería a hacer eso, pero las cosas eran distintas en los años cuarenta.
Como he dicho, en parte se debía a mi abuela que los Maguire gozáramos de una
situación desahogada. Era una mujer inteligente, que tenía un gran sentido práctico, y
una excelente administradora. Solía comprar en los bazares donde vendían toda
suerte de objetos, desde platos y bombillas hasta tapetes de hule. Lo primero que le
preguntaba al propietario de la tienda era que si vendía a crédito, y si le contestaban
afirmativamente mi abuela decía: «En mi barrio conozco a mucha gente dispuesta a
comprar en una tienda donde vendan a crédito». En cierto aspecto resultaba más caro,
pero de esa forma la gente podía adquirir cosas que necesitaba en unas condiciones
más ventajosas. Mi abuela llevaba a personas con escasos recursos a esas tiendas. El
propietario estaba encantado de hacer un buen negocio, los clientes también
quedaban satisfechos y mi abuela conseguía así algunos objetos en concepto de
comisión.
La casa de mi abuela se hallaba siempre llena de personas, algunas de las cuales
acudían a liquidar sus deudas. Mi abuela les ofrecía una taza de té y, a veces, yo me
sacaba seis peniques si me situaba en el lugar adecuado. Uno de los visitantes asiduos
era el señor Shah Deine, un hindú que tenía una tienda en la calle de Agnes, arriba de
Shankill, el cual era socio, por decirlo así, de mi abuela y solía acudir cada semana, el
viernes por la noche o el sábado por la mañana.
Shah Deine era el único hindú que yo conocía en Falls. Hablaba con un fuerte
acento indio y, como no comprendía perfectamente el acento irlandés, mi abuela y sus
amigas solían enredarle contándole historias que él no entendía. Lo único que
intercambiaba con mi abuela era sonrisas, jamás dinero. Nadie alcanzaba a
comprender cómo se las arreglaban para hacer negocios a base de sonrisas. «Ese
hindú es un encanto —decían—. Muy amable y educado». Por supuesto, siempre
acababan pagándole, aunque quizá no la cantidad que él confiaba en sacar del
negocio.
También solía ver en casa de mi abuela a Sam Daly, el prestamista judío, que
tenía una oficina en la avenida Royal. Posteriormente ocupó el cargo de consejero en
Larne, o quizá fuera el de alcalde. Sam era el típico judío, muy sagaz e inteligente. Se
presentaba todos los sábados impecablemente vestido, con sombrero de fieltro,
camisa limpia y corbata. La corbata era una señal de respetabilidad. Los vecinos de
Falls solían ponerse un corbatín, con un pañuelo a juego, cuando salían; sólo
utilizaban corbata para asistir a las bodas y los funerales.
La casa de mi abuela, aparte de ser un centro de negocios, constituía también un
importante centro social. Uno de los motivos era que teníamos una radio, de modo
que a la hora en que cerraban los pubs, a las diez de la noche, la gente traía unas
botellas de cerveza o una botella de brandy y se montaba una fiesta. Los
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organizadores de la fiesta se encargaban de traer la comida, que solía consistir en una
sopa de verduras, a base de zanahorias, perejil, cebollas, guisantes, lentejas, patatas
hervidas y un poco de carne. Uno podía comer hasta hartarse o, como decimos en
Belfast, hasta que echabas sangre por la nariz.
A veces iban a casa de mi tía Kathleen, o a la de Lily McCann, pero yo prefería
que vinieran a la nuestra porque daban dos peniques por los cascos vacíos de cerveza,
lo cual me permitía embolsarme unos cuatro chelines.
Conseguir un poco de dinero suponía la gran preocupación de los niños, imagino
que debido al ambiente de pobreza que nos rodeaba. Lo importante era estar en el
lugar apropiado en el momento preciso. Por ejemplo, yo siempre procuraba estar en
casa cuando venía Sam Daly los sábados, pues solía darme una propina de seis
peniques. Otras veces, todo dependía del tiempo que hiciera. En invierno rezaba para
que nevara. Antes de acostarme murmuraba: «Dios, haz que mañana nieve para poder
limpiar las entradas de las casas de mis vecinos y conseguir un chelín». Si el Señor
atendía mis oraciones, al día siguiente salía con mis amigos, llevando un cazo de
agua hirviendo y la pala de mi abuela, y llamábamos a todas las puertas del barrio y
preguntábamos: «¿Quiere que le limpie la acera, señora?». Puesto que los demás
niños no estaban tan bien organizados como nosotros, nuestra cuadrilla era la más
solicitada y ganábamos más dinero.
Aparte de mi abuela y sus clubes, la única fuente de ingresos segura para nuestra
familia era nuestra madre. Siempre ha sido una mujer muy trabajadora. Lleva
trabajando desde que dejó la escuela a los doce años, en labores corrientes y no
especializadas, pero muy duras y que exigían una gran resistencia. Sólo ha tenido tres
empleos. Comenzó en 1938 de tejedora en la fábrica de Greaves, una fábrica de
hilados. Las losas del suelo se recalentaban tanto que había que ir sin zapatos.
Utilizaban unos husos que medían trece metros de largo. Colocaban el hilo en el telar
mojado, que luego pasaban a la broca u ovillo para enderezarlo. La fricción lo secaba
parcialmente. La habitación estaba llena de una pelusilla que los obreros aspiraban,
haciéndoles toser. Mi madre estuvo empleada allí hasta que cumplió diecisiete años.
Luego, se puso a trabajar en la tienda de artículos de segunda mano de Harry Kane,
en la calle de Cyprus. Mi madre se encargaba de empaquetar las prendas usadas y
enviarlas a otros lugares. Su tercer trabajo fue como cocinera en el Hospital Royal
Victoria, empleo que ha conservado desde 1970.
Así es como la recuerdo en los tiempos de mi infancia, siempre trabajando y
enseñándome a rezar mis oraciones y el rosario. Toda la familia nos reuníamos por
las noches a rezar el rosario. Si yo estaba jugando al fútbol en la calle, mi madre
enviaba a mi hermana a buscarme para que rezara con ellos el rosario, una costumbre
que respeté hasta que cumplí los quince años.
Mi madre es muy religiosa. Toda su vida ha girado alrededor de Dios: ir a misa,
recibir la bendición, observar las fiestas de guardar, hacer novenas y ayunar. Durante
años, sus vacaciones anuales consistían en ir al santuario de Knock, en County Mayo,
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donde un día se apareció la Virgen, y rezar durante tres o cuatro días. Puede que a
muchos no les parezcan unas vacaciones ideales, pero a mi madre sí.
Mi padre se llamaba Giuseppe, no porque fuéramos de origen italiano, sino
porque tenía un padrino italiano que se llamaba Joe Raffo. Era dueño de una
heladería en la calle de Divis y siempre se portó muy bien con mis abuelos. Pusieron
a mi padre el nombre de Giuseppe, que en italiano quiere decir Joe, en señal de
respeto hacia su padrino. A mi padre le daba vergüenza ser el único irlandés del oeste
de Belfast que llevaba un nombre italiano, pues la gente le tomaba el pelo. Cuando
cumplió treinta años fue a ver al párroco y le preguntó que si podía ponerse el
nombre de Patrick Giuseppe. Aunque consiguió cambiarse el nombre, todo el mundo
siguió llamándole Giuseppe. «Pero si ahora me llamo Patrick», protestaba él, y la
gente respondía: «De acuerdo, Giuseppe». Era un hombre bueno, amable y cariñoso,
y yo era su orgullo. Siempre procuraba llevarme a todas partes con él.
Durante un tiempo trabajó de peón caminero en un lugar llamado Cherry Valley.
Era un suburbio de clase media, pero a mí me parecía un mundo distinto, como si
estuviera en América o en algún remoto lugar. Los fines de semana, cuando mi padre
trabajaba horas extra en Cherry Valley, dejaba que yo le acompañara.
Era muy emocionante despertarme y desayunar a primeras horas de la mañana.
Tomaba tortitas de coco y té, pero sólo me comía el coco rallado y el azúcar que
cubría las tortitas y me bebía el té. Luego, partíamos hacia Cherry Valley, donde yo
observaba cómo vivían las gentes de clase acomodada, en unas calles con árboles y
coches aparcados a la entrada de sus viviendas. Los compañeros de mi padre se
sentaban en un pequeño cobertizo, vestidos con unos vaqueros manchados de
alquitrán y una gorra, frente a un fuego de coque sobre el que hervía una tetera de
agua, rodeados de un intenso olor a betún. Yo debía de tener unos seis o siete años y
me sentía muy mayor e importante por formar parte de la cuadrilla de obreros.
Algunos estaban agotados y medio dormidos, seguramente debido a la resaca, y los
fastidiaba que yo no parara de hablar y revolver.
A las diez de la mañana me enviaban a la tienda de la esquina a por un paquete de
tabaco, unas chocolatinas o un ejemplar del Irish News y, cuando regresaba, me
decían: «Quédate con el cambio, hijo», que podía ascender hasta a siete chelines y
seis peniques, lo cual, para un niño de siete años, representaba una fortuna. Se trataba
de una cantidad que normalmente sólo podías soñar con alcanzar, pues era suficiente
para comprar el objeto más deseable que podía poseer un chico de mi edad: un balón
de fútbol.
El fútbol era nuestra gran obsesión. Todos jugábamos al fútbol en la calle.
Cuando no disponíamos de un auténtico balón utilizábamos un viejo jersey relleno de
periódicos húmedos para que pesara más. Fue por jugar al fútbol en la calle por lo
que sufrimos nuestros primeros encontronazos con la policía. Los llamábamos los
cabrones negros: negros por el color del uniforme de la RUC (Real Policía del
Ulster), y cabrones porque nada los divertía más que presentarse en Falls y perseguir
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a los que estábamos jugando al fútbol o a los naipes en la calle. Se paseaban
montados en sus motos o en coches patrulla Zephyr, con la antena levantada, y nos
obligaban a largarnos a toda prisa. Lo que más temíamos era que nos arrebataran el
balón; el balón era lo que más queríamos, y los polis lo sabían. Cuando se apoderaban
de un auténtico balón de fútbol, lo desgarraban con una navaja y lo arrojaban
avanzada la calle. Luego, uno de nosotros, el más valiente, tenía que ir a recuperarlo,
aunque se exponía a que lo agarraran por los pelos y le propinaran una bofetada o una
patada en el culo.
Las partidas de naipes callejeras eran un rasgo característico de nuestros tiempos.
Por todas partes veías individuos en cuclillas jugando a los naipes, siempre con
dinero. Jugaban al veintiuno, al póquer o a timbas similares. A veces, en verano, se
desarrollaban hasta cuatro timbas en una sola calle. Un nutrido grupo de curiosos se
congregaba alrededor de los jugadores, que colocaban el dinero y las cartas sobre un
par de hojas de periódico, dispuestas en el suelo y sujetas con piedras en las esquinas.
Recuerdo a un chico que tenía un agujero, o hueco, en la suela del zapato lo
suficientemente grande para que cupiese una moneda. Mientras observaba una
partida, ponía el pie sobre alguna moneda de media corona que se hubiera resbalado
hasta el borde del papel. Luego, retrocedía unos pasos, se agachaba fingiendo atarse
el cordón del zapato y se embolsaba el dinero.
Había sobrados motivos para organizar las timbas en las esquinas de las calles,
pues ofrecía mayores posibilidades de zafarse de los polis. Por alguna razón que
desconozco, los jugadores llamaban a los policías que iban montados en motos
«derangos». Cuando un «derango» que patrullaba por nuestra zona divisaba a unos
tipos jugando a los naipes en la calle, conectaba la sirena y se precipitaba hacia ellos.
Los jugadores solían apostar a un compañero en la esquina para que vigilara. Cuando
éste veía acercarse un poli gritaba «¡vi-oh!», para indicarles que recogieran lo que
pudiesen y echaran a correr. Cuando yo oía a alguien lanzar ese grito de alarma,
procuraba colarme entre las piernas de los curiosos que presenciaban una partida, por
si conseguía hacerme con algunas medias coronas.
Gracias a esos vigilantes, cuando llegaba el «derango» todos se habían largado,
aunque solían quedar algunas monedas en la acera. El policía se agachaba, recogía el
dinero y se largaba. Como es lógico, muchas veces se producía una falsa alarma.
Algunos gritaban «¡vi-oh!», aunque no hubiese ningún policía a la vista, para
provocar una desbandada y coger las monedas que pudieran.
Por aquel entonces yo asistía a la escuela primaria, situada en la calle de Raglan.
La directora era la señorita Noblett, y mis maestras eran las señoritas Corbett y
McVeigh. Recuerdo que el primer día me sentía aterrado. Por primera vez en mi vida
estaba rodeado de extraños. Aunque la escuela quedaba sólo a quince manzanas de
donde vivía, no conocía a nadie. Me dieron una de esas botellitas de leche con una
paja, cosa que jamás había visto, y, además, yo estaba acostumbrado a beber té.
Luego, nos sentamos en unos pequeños pupitres colocados en ordenadas hileras y
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cantamos una canción infantil y recitamos el alfabeto. Todo aquello me resultaba
extraño y no me divertía nada. Me había pasado mi corta vida jugando en la calle y lo
único que deseaba era salir corriendo y regresar a casa de mi abuela.
Al cabo de un tiempo, sin embargo, no sólo me acostumbré a la escuela primaria,
sino que incluso disfrutaba asistiendo a ella. Los estudios no eran muy duros, aunque
yo era un tanto perezoso. Pero el principal motivo de que me gustara asistir a clase
era el mismo que me infundía terror el primer día: la posibilidad de conocer otras
personas y hacer amigos. El hecho de hacer nuevos amigos siempre me ha parecido
uno de los mayores placeres que ofrece la vida.
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MI INFANCIA
Tuve una infancia feliz. Mis padres me querían y la comunidad en la que me crié
era cálida y afectuosa. Pero en 1965, cuando había cumplido once años y estaba a
punto de abandonar la escuela primaria para asistir a la escuela secundaria de St.
Peter, le sucedió algo a mi padre que arroja una siniestra sombra sobre la historia que
me dispongo a relatar.
En primer lugar quisiera explicar qué tipo de hombre era Giuseppe Conlon, y la
mejor forma de hacerlo es referir la historia de su guerra. Nació en 1923, de modo
que cuando mi padre estaba en edad de cumplir el servicio militar la Segunda Guerra
Mundial se encontraba en pleno apogeo. Por aquella época mi padre trabajaba de
jornalero en Londres, donde le llamaron a filas. Tras cumplir un breve periodo de
adiestramiento, le dijeron que podía regresar a casa unos días antes de emprender su
carrera de soldado. Se sentía muy disgustado. Regresó a Belfast para ver a su novia,
Sarah Maguire (se conocían desde niños y se habían criado prácticamente juntos), y
acabó convenciéndose de que la Segunda Guerra Mundial no tenía nada que ver con
él. Era un hombre al que le repugnaba la violencia, un pacifista que detestaba la
disciplina de la vida militar. Así pues, cuando expiró su permiso decidió permanecer
en Belfast, en su casa.
Pero una noche, cuando regresaba a casa, se encontró con que había un jeep del
Ejército aparcado frente a ella. Un grupo de soldados se apearon del vehículo,
arrestaron a mi padre por desertar, le esposaron y le obligaron a embarcar de regreso
a Inglaterra. No le quitaron las esposas hasta que estuvieron en medio de la bahía de
Belfast. Mientras mi padre observaba cómo se alejaba Belfast, desde la cubierta del
buque, comprendió que le era indiferente morir ahogado en la bahía de Belfast que en
Alemania o en otro sitio, de modo que se quitó los zapatos y se arrojó al agua.
Cuando alcanzó la orilla, el barco se había perdido en el horizonte. Mi padre le pidió
a un vecino que le acompañara a casa en coche y llegó descalzo y calado hasta las
huesos, pero sano y salvo.
Supongo que el Ejército británico creyó que se había ahogado, pues no regresaron
a buscarlo. Por consiguiente, Giuseppe Conlon siguió viviendo tranquilamente en su
casa y, en 1947, contrajo matrimonio con Sarah, mi madre.
Durante una de las épocas más largas en que mi padre estuvo empleado, en los
años cincuenta, trabajó en el astillero de Harland & Wolf. Su trabajo consistía en
recubrir los cascos de acero de los buques con plomo rojo. Recuerdo que un jueves
por la noche regresó a casa y le dijo a mi madre: «Les hemos pedido que nos faciliten
unas máscaras, pero no nos hacen caso».
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Sin una adecuada máscara protectora, mi padre no tardó en enfermar de los
pulmones. Cuando cumplí los once años, empezó a escupir sangre. Debido a la mala
condición de las viviendas, Belfast tenía la tasa más elevada de tuberculosis en
Europa Occidental. Dada su densa población, las gentes vivían hacinadas en las
casitas que he descrito anteriormente, las cuales fueron construidas en la época
victoriana en unas callejuelas que parecían conejeras. Carecían de baño, pero por los
muros chorreaban grandes cantidades de agua, haciendo que el papel de las paredes
se desprendiese, y los moradores nada podían hacer para remediar esta lamentable e
insalubre situación. Durante mi infancia, en Belfast abundaban los casos de
raquitismo, tos ferina y tuberculosis, unas enfermedades que en Gran Bretaña
parecían corresponder al siglo anterior.
Todos tuvimos que ir a la clínica de la calle de Durham, que no estaba lejos de
donde vivíamos nosotros, para que nos hicieran pruebas y comprobaran si estábamos
enfermos del pecho. Unos días más tarde, los médicos diagnosticaron que mi padre y
mis dos hermanitas, Bridie y Ann, sufrían tuberculosis pulmonar. Mi madre y yo
estábamos sanos. Cuando mi madre me explicó que mi padre y mis dos hermanas
tendrían que ingresar en el hospital, sólo se me ocurrió responder: «¿Por qué nosotros
no tenemos que ingresar en el hospital?». Mi madre y mi abuela debían de estar muy
preocupadas, pero trataban de disimularlo. «Sólo tienen que hacerles unas pruebas,
pronto saldrán», decían.
Pero no fue así. Yo creí que permanecerían ausentes un par de días, y cuando
fuimos a visitarlos al cabo de una semana echaba mucho de menos a mi padre.
Fuimos en un autocar azul a Whiteabbey, el sanatorio donde estaban ingresados mi
padre y mis hermanas. Quedaba bastante lejos de Belfast, y me pareció un viaje
larguísimo. Me recuerdo sentado en el autocar, contemplando el paisaje que desfilaba
por la ventanilla y sosteniendo unas bolsas que contenían uvas y peras. Eran un lujo
para nosotros, pero lo único que me importaba era ver a mi padre. Cuando llegamos
al sanatorio me dejaron verle, aunque no aproximarme a él ni tocarle. Estaba aislado
también de mis hermanas, Bridie, que a la sazón contaba ocho años, y Ann, que sólo
tenía seis. Mi padre ocupaba una habitación a pocos metros de la suya, pero no le
dejaban acercarse a ellas. Lo único que podía hacer era dar unos golpecitos en la
ventana y hablarles a través del cristal.
Fue una época muy difícil para mi familia, sobre todo para mi madre, que sabía
que mi padre y mis hermanas estaban muy enfermos, aunque trataba de mostrarse
valiente. Para colmo, teníamos problemas económicos, debido a nuestras frecuentes
visitas a Whiteabbey; aparte de los gastos de desplazamiento, siempre llevábamos
dulces y galletas para mis hermanas y fruta para mi padre. Mi madre entraba a
trabajar en el comercio de Harry Kane a las ocho y media, de modo que se levantaba
a las siete, me preparaba el desayuno, limpiaba la casa con ayuda de mi abuela, me
daba unas monedas para que almorzara en la escuela y se marchaba a trabajar. Los
martes y los jueves trabajaba hasta las ocho de la tarde y disponía de media hora libre
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para comer y de otra media hora para tomarse un té. Normalmente salía a las seis y,
cuando llegaba a casa, mi abuela ya tenía preparado el té, había lavado la ropa y
había recogido un poco la casa. Las tres tardes a la semana en que no trabajaba horas
extras íbamos a Whiteabbey a visitar a mi padre y mis hermanas. Mi madre no se
quejaba nunca, jamás la vi llorar; incluso solía decir que hubiera preferido estar ella
ingresada en el hospital en lugar de mi padre. Sólo puedo añadir que mi madre es una
mujer extraordinariamente fuerte, leal y trabajadora, con una increíble fuerza de
carácter. Lo más importante para ella es la familia; se comporta con gran dignidad y
nunca se le ocurriría molestar a los demás con sus problemas.
Yo echaba mucho de menos a mi padre y a mis hermanas, pero sobre todo a mi
padre, porque él me adoraba. Solía quejarme a mi madre de que lo echaba mucho de
menos y, siempre que abandonábamos el sanatorio después de ir a visitarle, rompía a
llorar desconsoladamente. Fue, como digo, una época muy dura para nosotros.
Recuerdo que el tratamiento consistía en una interminable serie de inyecciones,
cinco o seis al día. Cuando vi los moratones que tenían mis hermanas en los brazos a
consecuencia de las inyecciones, me quedé horrorizado. Bridie se lo tomó con una
admirable sangre fría. Nos echaba de menos, pero lo disimulaba para no
preocuparnos y porque debía cuidar de nuestra hermana Ann, que se ponía a gritar y a
llorar cada vez que le administraban una inyección, implorando que la dejaran
regresar a casa. Bridie es una persona excepcional, a la que debo mucho. Siempre fue
la más sensata y equilibrada de los tres hermanos, unas cualidades que resultarían
muy útiles para la familia en años sucesivos.
Mi padre y mis hermanas permanecieron varios meses en el sanatorio. La casa
parecía vacía sin ellos. Cuando al fin regresaron, mis hermanas estaban curadas, pero
mi padre nunca pudo volver a desempeñar un trabajo que le exigiera un esfuerzo.
La escuela secundaria de St. Peter era muy grande, con capacidad para seis clases
cada año. Aunque nuestra familia había quedado diezmada por culpa de la
enfermedad de mi padre y mis hermanas, la escuela me parecía una aventura llena de
imprevistos, emocionante y aterradora al mismo tiempo. Yo estaba en la clase 1C.
Según el nivel de capacidad, la 1A era la clase de los genios y la 1F la de los
botarates, de modo que yo me encontraba en la superior de los de en medio. Sin
embargo, la 1C era una clase aburrida, llena de chicos excesivamente estudiosos para
mi gusto. Yo hubiera preferido tener por compañeros a los alumnos de la 1D, los
cuales, a juzgar por las carcajadas que sonaban a través del tabique, eran muy
aficionados a las bromas. Al cabo de unos meses conseguí que me expulsaran de la
1C y me relegaran a una clase inferior.
Quisiera añadir otra cosa a propósito de mi traslado de la clase 1C a la 1D: una
parte del programa de estudios en las clases 1A, 1B y 1C consistía en aprender
francés y, sobre todo, irlandés. Las clases de historia hacían también mucho hincapié
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en el pasado de Irlanda y, si hubiera permanecido en esa clase, seguramente habría
tenido una conciencia mayor cuando empezaron los disturbios, habría conocido la
historia de Irlanda, que es muy evocadora. De haberme quedado en la clase 1C, tal
vez hubiese adoptado desde joven una postura republicana más definida. El hecho de
que me relegaran a una clase inferior, donde no nos enseñaban la historia de Irlanda,
acaso influyó decisivamente en el hecho de que no acabara convirtiéndome en un
miembro del IRA. La gran mayoría de las personas que entraron a formar parte del
IRA habían aprendido de jóvenes la historia de Irlanda y el gaélico.
Entre nosotros, los católicos, la educación no constituía necesariamente un
pasaporte al éxito. Por muchos títulos que yo obtuviera o por muchos exámenes que
aprobara, lo más probable era acabar en el paro, como la mayoría de los hombres que
vivían donde residía yo. Al igual que la mía, las madres de casi todos mis amigos
trabajaban, mientras que sus padres estaban en el paro. Las mujeres ganaban un
salario inferior al de los hombres, por lo que las fábricas y las industrias preferían
lógicamente contratarlas a ellas. Los hombres trabajaban cuando hallaban empleo, y
cuando estaban desocupados se entretenían jugando a los naipes en la calle.
Por aquel tiempo empecé a desarrollar un marcado interés por las apuestas
hípicas, lo cual seguramente se debía a que mi padre trabajaba a la sazón en Walsey’s,
el local de apuestas de Falls Road. Durante años, ese trabajo lo desempeñó su
hermano, mi tío Mickey, de modo que cuando éste murió lo más natural fue que mi
padre le sustituyera. Mi padre se encargaba del marcador, es decir que se ocupaba de
anotar las apuestas en una pizarra, una figura que ha desaparecido, pues actualmente
los locales de apuestas se han automatizado y más bien parecen la sala de control de
la NASA. Pero en aquellos tiempos el marcador era la persona más estrechamente
observada por los apostadores, que no le quitaban la vista de encima mientras iba
anotando los cambios producidos en las apuestas a medida que recibía la información
a través del teléfono. Cuando yo bajaba al local, que estaba a unos treinta metros de
mi casa, para llevarle a mi padre un poco de té y unos sándwiches, me fascinaba verle
convertido en el centro de atención. Algunos jugadores estaban convencidos de que
les traía suerte. «Vamos, Giuseppe —decían—, marca un buen resultado». Algunos le
daban una generosa propina cuando ganaban una cantidad importante de dinero.
Un sábado, Tommy Moore y yo nos encontramos una papeleta de apuestas en la
calle. El jugador había apostado treinta chelines a ganador por Kentucky Fair, otros
treinta a ganador por Blazing Sand y treinta más a ganador en apuesta combinada.
Nos dirigimos al local de las apuestas y comprobamos que mi padre había colocado
en primer lugar a Kentucky Fair, que era un claro favorito con nueve a cuatro. Al
mirar más abajo en la pizarra, vi que Blazing Sand también había resultado ganador.
¡Jesús! Tommy y yo no nos podíamos creer que nos hubiéramos encontrado una
papeleta con una apuesta doble que había resultado vencedora. Habíamos ganado una
fortuna, más de diez libras. El problema era cómo cobrar la apuesta. No podíamos
hacerlo personalmente, puesto que éramos menores de edad, de modo que le pedimos
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a un amigo que fuera a cobrar el dinero. Él accedió, aunque sabía que la papeleta no
era nuestra, a cambio de cuatro libras y diez chelines. El caso es que nos entregó
cinco libras y se quedó con el resto. Pero no nos importó, pues cinco libras
representaba para nosotros muchísimo dinero, tanto es así que creíamos que nos
duraría eternamente. Nos fuimos directamente a la heladería de Morelli, situada entre
las calles de Albert y Lemon, y nos compramos dos gigantescos helados. Luego, nos
metimos en el cine a ver Sonrisas y lágrimas.
Al cabo de un par de años empecé a interesarme seriamente en las apuestas de
caballos. Solía examinar la página de apuestas en el Irish News, elegía un caballo y
apostaba por él el dinero que me daba mi madre para la comida. Envolvía una
moneda de media corona en un papel, me situaba a la entrada del local de apuestas y
le pedía a algún cliente que se disponía a entrar que depositara la papeleta que yo
había rellenado. Si me preguntaba que para quién era, le decía que para mi padre, mi
madre o mi abuela.
Mi única otra afición era el fútbol. Deseaba ser futbolista, un George Best o un
Jimmy Johnston, verdaderos futbolistas capaces de controlar el balón y eludir a cinco
o seis hombres. Mis amigos y yo jugábamos todos los ratos que teníamos libres. En
verano jugábamos desde las dos hasta las cinco de la tarde; luego, entrábamos en casa
para tomarnos una taza de té y un bocadillo de salsa —pan untado con mantequilla y
salsa HP— y seguíamos jugando hasta las once de la noche. No cronometrábamos el
tiempo de los partidos, sino que jugábamos hasta haber marcado un determinado
número de goles. Así, la media parte se producía cuando un equipo metía doce goles,
y el partido finalizaba cuando se llegaba a veinticuatro. Esos partidos eran unos
auténticos maratones que duraban varias horas. Nuestro equipo estaba formado por
chicos pertenecientes a familias numerosas de clase obrera y residentes en las calles
de Peel, Lemon, Mary y Colin, y nos llamábamos los Comanches porque teníamos
fama de salvajes.
Como no disponíamos de campo de fútbol, jugábamos en la calle y nuestro
territorio era la calle de Peel. Nos las ingeniábamos para lanzar la pelota tratando de
sortear los coches y nos deteníamos cuando un peatón atravesaba la calzada, al salir
de la carnicería de Hughie Finnegan, o si aparecía alguien tambaleándose en la puerta
del pub de Charlie Gormley. Solíamos disputar partidos con los equipos
pertenecientes a otras calles, con los que jugábamos en nuestro «campo» o en el suyo,
como los equipos profesionales. De vez en cuando, antes de que empezaran los
disturbios, jugábamos contra equipos protestantes. Íbamos a la calle de North
Howard, que en Lower Falls llamábamos Black Pad, una especie de tierra de nadie
que unía dos calles paralelas, Shankill y Falls. En la actualidad, a lo largo de esa calle
es donde está instalada la barrera de paz que separa a los católicos de los protestantes,
el Muro de Berlín de Belfast.
En aquella época nadie corría ningún riesgo en Black Pad, aunque más valía ser
precavido. En las raras ocasiones en que jugábamos contra un equipo de Shankill,
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asistía al encuentro un grupo de hinchas protestantes, que se instalaban detrás de la
portería que daba a Shankill para apoyar a su equipo. Por lo tanto, cuando acudía un
numeroso grupo de protestantes era preferible no lanzar la pelota hacia Falls durante
la segunda mitad del partido, por temor a no salir de allí con vida. Así pues,
acordamos con nuestros rivales protestantes que, durante la primera mitad del partido,
lanzaríamos la pelota hacia Falls y, durante la segunda, jugaríamos de espaldas a él,
de modo que cuando concluyera el partido pudiéramos regresar a casa sanos y salvos.
Entre los equipos semiprofesionales a los que apoyábamos estaba el Distillery,
cuyos jugadores llevaban un uniforme blanco como los del Real Madrid, aunque no
podían compararse con éstos. Apoyábamos a los Blancos no porque fuera un equipo
brillante, que no lo era, sino porque el otro equipo local, el Linfield, se negaba a tener
jugadores católicos en su plantilla. O sea que, como es lógico, apoyábamos al equipo
de los Blancos, del que la mitad de sus jugadores eran católicos y que contaba incluso
con algún jugador procedente de nuestro barrio del oeste de Belfast.
Cuando cumplí los doce años empecé a ir a Glasgow para apoyar al Glasgow
Celtic. En aquella época considerábamos al Celtic el mejor equipo del mundo. El
Manchester United también era importante, puesto que George Best había jugado con
ellos y no sólo era el mejor jugador de fútbol, sino que se había criado como nosotros
en las calles de Belfast. Pero nos identificábamos más con el Celtic en cuanto a
equipo, pues lo considerábamos un equipo católico y además sus mayores rivales
eran los Rangers, un equipo formado exclusivamente por protestantes. Se trataba
nuevamente de un problema tribal, como en la época del Distillery contra el Linfield,
sólo que con dos grandes equipos profesionales en liza.
Cuando íbamos a ver jugar a «los chicos» (el equipo del Celtic), mis amigos y yo
solíamos viajar de polizones. Adquiríamos unos pasajes por media corona con los
cuales podíamos subirnos al barco, pero que, curiosamente, no nos permitían viajar a
bordo del mismo, sino que teníamos que bajarnos media hora antes de que el buque
zarpara. El caso es que un grupo de chicos de mi escuela —Mickey McParland, Brian
Donaghy, Big Joe Boyle y Paul Hill— y yo nos ocultábamos a bordo y, una vez que
desembarcábamos, nos dirigíamos directamente a Parkhead, el estadio del Celtic, que
para nosotros representaba el paraíso, la selva.
Cuando cumplí catorce años me harté de la escuela y empecé a hacer novillos con
un par de chicos que se dedicaban a robar casas. Me advirtieron que si quería ser
amigo de ellos tenía que asaltar alguna casa, a lo que accedí sin mayores problemas.
Así fue como me convertí en ratero.
La casa estaba situada en la calle de Amcomrie. Nos introdujimos por una
ventana y ellos dos registraron el piso de abajo en busca de relojes, joyas, radios o
cualquier otro objeto que pudiéramos vender a los comerciantes del mercado de
Smithfield. Yo estaba arriba y, al abrir un bolso que había en la cama de una alcoba,
hallé en su interior varios sobres abiertos que contenían mucho dinero. Les grité a mis
compañeros que subieran a ver el botín que había conseguido y les mostré los sobres
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colocados sobre la cama. Eran más de seiscientas libras. Tras repartirnos el dinero
nos largamos precipitadamente.
Estaba tan aterrado que intenté desprenderme del dinero cuanto antes. Compré
pescado frito para todos mis colegas, los invité al cine y les hice otros regalos, a fin
de librarme de aquel dinero que me quemaba los bolsillos. Pero la dirección de mi
escuela andaba ya siguiéndome la pista y escribieron a mis padres comunicándoles
que hacía novillos. Mis padres me obligaron a regresar a la escuela, mientras que mis
dos colegas continuaron dedicándose a asaltar casas. Un día, hacia las siete de la
mañana, se presentaron en mi casa unos policías de paisano. Dos tipos del
Departamento de Investigación Criminal me sacaron de la cama y me condujeron a la
comisaría. Recuerdo que mis padres no hacían más que preguntarles: «¿Qué es lo que
ha hecho?», pero los policías se negaron a decírselo y no les dejaron acompañarme.
Al llegar a la comisaría me informaron de que habían descubierto a mis
compinches robando. En su declaración, se confesaban autores de varios robos y me
citaban como cómplice en el robo de la calle de Amcomrie. Los tres fuimos juzgados
y puestos en libertad bajo fianza y, finalmente, a ellos los encerraron durante un par
de años en un correccional y a mí me sentenciaron a veinte semanas de servicios
comunitarios. Mi padre estuvo junto a mí en la sala del tribunal. Mi madre no pudo
acompañarnos porque estaba trabajando, pero les dirigió una carta a los magistrados
rogándoles que le permitieran restituir el dinero que yo había robado. En aquel
momento creí que se había vuelto loca. Pero así es mi madre.
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3
ELLOS Y NOSOTROS
Mi familia siempre se ha sentido orgullosa de ser irlandesa, pero nunca han sido
más que unos nacionalistas pasivos. El padre de mi madre, Vincent Maguire, solía
reírse de los republicanos, diciéndoles que se tomaban a sí mismos demasiado en
serio. Para mi madre, la religión y la respetabilidad eran más importantes que la
política. En cuanto a mi padre, cualquier forma de violencia le repugnaba. Ésos
fueron los principios que heredé de mi familia, unos principios que cualquiera que
visitara mi casa observaría de inmediato. Todas las viviendas que había en nuestra
calle eran idénticas, pero uno no tenía más que contemplar las paredes de una casa
para comprender lo que pensaban sus ocupantes. La gente como mi madre solía
colgar cuadros de Jesús, del Sagrado Corazón y de Patrick Pío (un santo italiano que
tenía los estigmas) por toda la casa. Otros vecinos colgaban cuadros de Patrick
Pearse, James Connolly o una declaración enmarcada de la República. En esas casas
había también cuadros de la Virgen, pero principalmente esos emblemas republicanos
a los que me he referido. En la calle, los sentimientos que uno se formaba eran más
simples, más tribales. La cuestión se reducía a «ellos y nosotros».
El gran acontecimiento tribal cada año para un niño católico era la fiesta de la
Asunción, el 15 de agosto. Esa fecha la adoptaron los católicos en respuesta al 12 de
julio. Los protestantes encendían grandes hogueras la noche del 11 de julio, tiñendo
el cielo de rojo y negro debido a las llamas y al humo, y en las hogueras quemaban
efigies del Papa. Nosotros tratábamos de encender el 15 de agosto unas hogueras aún
más grandes. Los residentes de cada calle rivalizaban entre sí para ver cuál de ellos
encendía una hoguera más espectacular. Durante una semana nos dedicábamos a
recoger trastos viejos y objetos inservibles. Íbamos de tienda en tienda pidiendo que
nos dieran cajas de naranjas; registrábamos las casas abandonadas, en busca de tablas
o zócalos sueltos; robábamos neumáticos de los garajes, e íbamos a las canteras
McQuillan, donde sabíamos que encontraríamos gigantescos neumáticos de
camiones, de más de tres metros de diámetro, y nos los llevábamos rodando hasta
casa con uno de nosotros instalado en su interior. Era muy emocionante y divertido.
El sentimiento de «ellos y nosotros» se ponía sobre todo de manifiesto en ciertos
partidos de fútbol de la liga irlandesa. Grosvenor Park, el estadio del Distillery, era
una zona predominantemente católica y, a finales de los sesenta, cuando se disputaba
un partido en casa contra el Linfield o algún otro equipo sectario, como el Glentorran,
los hinchas protestantes acudían en masa, agitando centenares de banderas de Gran
Bretaña y del Ulster. Puesto que contaban con los mejores jugadores de la liga
irlandesa, acababan generalmente dándole una paliza a nuestro equipo. Luego,
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desfilaban con aire triunfal por la calle de la Distillery, agitando las banderas, tocando
el silbato y destrozando ventanas, aparte de saquear comercios y robar lo que
pudieran pillar en las casas. Vociferaban «que se joda el Papa» y otras lindezas
referidas a la Virgen, mientras los de la RUC los contemplaban cruzados de brazos.
La primera vez que les oí gritar esas cosas no podía comprender qué era lo que
tenían contra el Papa o la Virgen. El nacionalismo no significaba nada para mí, como
tampoco el sentimiento de patriotismo irlandés. Por supuesto que había oído a la
gente cantar canciones de los rebeldes irlandeses en casa de mi abuela durante las
fiestas que organizábamos los sábados por la noche, y había oído también todo tipo
de atrocidades referentes a los Black and Tan[1]. Pero sólo eran canciones e historias,
no poseían un significado místico porque nadie había tratado de imbuirme un sentido
del patriotismo, como hacían otras familias con sus hijos. El mundo en el que yo
vivía —ese puñado de calles de Lower Falls— era muy reducido. Yo sentía lo mismo
que sentía todo el mundo, una absoluta lealtad hacia la comunidad.
A medida que fui creciendo me fijé en la actitud de los polis hacia nosotros, pues
nos trataban de forma muy distinta que a los protestantes. Recuerdo que iba todos los
viernes a la tienda de Shah Deine con el dinero del club, los plazos para pagar los
artículos que habían adquirido los clientes de mi abuela. Ella me daba media corona
además del dinero para el autobús, pero yo solía guardármelo e ir a pie. Eso
significaba recorrer la calle de Northumberland, una zona totalmente protestante, y
atravesar Shankill hasta llegar a la calle de Agnes.
Según pude comprobar, esas calles eran muy parecidas a las nuestras. Las timbas
callejeras eran idénticas a las que se montaban en nuestras calles. Sin embargo, noté
algo que me chocó. Los hombres de la RUC presenciaban las partidas, riendo y
bromeando con los jugadores, sin intervenir para nada. En mi barrio se llevaban
detenidos a los jugadores o los obligaban a dispersarse y se embolsaban las monedas
que quedaban en el suelo. En la zona protestante, los polis incluso participaban a
veces en las timbas.
Un día, cuando cumplí trece años, me reuní a la puerta de una farmacia de Falls
Road con un chico llamado Gerry McAnoy. Estábamos esperando a un amigo,
llamado Kieron O’Neill, para organizar con él un partido de fútbol. Llovía a cántaros.
De pronto apareció un Zephyr, del que se apearon dos hombres de la RUC y nos
preguntaron que qué hacíamos. Contestamos que esperábamos a un amigo, pero ellos
nos dijeron:
—Sois unos mentirosos. Os arrestaremos por vagabundear.
—¿Qué significa vagabundear, señor? —pregunté yo.
No le estaba tomando el pelo, era que no conocía esa palabra. El caso es que nos
arrestaron y nos llevaron al cuartel de la calle de Hasting, donde nos preguntaron el
nombre y la dirección y qué estábamos haciendo cuando nos sorprendieron los
policías. Les repetimos que esperábamos a un amigo, pero no nos creyeron. Uno de
ellos le dio a Gerry un tirón de orejas y dijo:
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—Voy a contárselo a tus padres.
Otro me propinó un puñetazo en la nariz, provocándome una hemorragia, y
después una patada en el culo.
Al cabo de una hora y media, tras divertirse un rato con nosotros, nos soltaron. Mi
amigo y yo nos dirigimos a casa de la hermana de Gerry, situada en Ormond Place.
Recuerdo que mientras me limpiaba la sangre de la camisa, la hermana de Gerry
comentó:
—Esos sucios canallas siempre se están metiendo con nosotros.
Eso era lo que opinábamos sobre la policía.
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(dividir de forma arbitraria una zona en distritos electorales para dar ventaja a un
determinado partido) estaba muy extendida en el Ulster. Sí sabía, sin embargo, que la
gente del Bogside, en Derry, era católica como nosotros y que la RUC la sometía a un
acoso implacable, al igual que a nosotros. De modo que cuando aquel verano
estallaron varios disturbios en el Bogside y la policía cargó contra los manifestantes,
disparando gases lacrimógenos y rociándolos con mangueras, los habitantes del oeste
de Belfast nos sentimos tan indignados como si nos hubieran atacado a nosotros
mismos, cosa que no tardó en suceder.
La gente empezó a organizar manifestaciones frente a las comisarías de la RUC
en el oeste de Belfast, en apoyo del Bogside. La primera vez que me vi envuelto en
una manifestación me encontraba en la calle de Hasting con un grupo de varios
centenares de personas, sentados frente al cuartel de la policía. De pronto aparecieron
los de la RUC y trataron de dispersar a la muchedumbre. Algunos se negaron a
levantarse y la policía se los llevó arrastrándolos por el pelo. Alguien propinó un
puñetazo a un policía, otro recibió también un golpe, y acabaron arremetiendo contra
uno de los coches patrulla.
Yo tenía quince años y aquello me parecía muy emocionante. La RUC era un
símbolo odiado por todos los católicos y me alegré de poder vengarme, de todo lo
que nos habían hecho, arrojándoles pedruscos, ladrillos y botellas. Toda la hostilidad
que se había ido acumulando a lo largo de los años estalló al fin.
En vista de que la RUC era incapaz de controlar la situación, llamaron a los
Especiales B. Los Especiales constituían un cuerpo de policías auxiliares
uniformados, exclusivamente protestantes, y conocidos por los brutales métodos que
empleaban. No tenían reparos en tomar todo tipo de represalias contra los católicos,
golpeando a personas inocentes e irrumpiendo en sus casas o saqueándolas y
quemándolas. Incluso disparaban contra la gente.
Mi tío Willie McCann vivía en la calle de Conway, una de las calles que conecta
Falls con Shankill. Willie era marinero y estaba casado con Annie, la hermana menor
de mi madre. Por aquel entonces, mi tío trabajaba de camarero a bordo del QE2, de
modo que cuando estalló la violencia en Belfast se hallaba en Nueva York. La noche
en que los Especiales bajaron por la calle de Cooper y por la de Conway, seguidos
por una multitud de unionistas, mi tía estaba sola en casa con sus tres hijas, la mayor
de las cuales tenía seis años. No sé si eligieron su casa deliberadamente o por azar.
Mi tía no era una agitadora ni una activista política; dudo mucho de que la política le
interesara lo más mínimo. El hecho es que, tras obligarlas a ella y a sus hijas a salir a
la calle, destrozaron las ventanas, robaron muebles y cuantos objetos de valor
hallaron y prendieron fuego a la casa con gasolina.
Por aquella época nosotros vivíamos en la calle de Leeson, y mi tía y sus hijas se
refugiaron en nuestra casa. Su casa de la calle de Conway había quedado reducida a
cenizas y no tenían dónde alojarse. Lo único que lograron salvar fueron sus vidas y la
ropa que llevaban puesta. Aquella misma noche vimos a los policías y a los
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Especiales B tomándose unas copas con los unionistas entre los cascotes de las casas
de familias católicas que habían destruido. Era muy sencillo para ellos. En 1969, en
Lower Falls no teníamos armas. El IRA no existía en aquellos tiempos, esas siglas
significaban simplemente «I Run Away» (salgo huyendo); así pues, les resultaba muy
fácil a los Especiales presentarse con sus coches blindados Short & Harland y sus
metralletas y disparar al azar mientras recorrían Falls Road. Esa noche, en una
fracción de segundo, todo cambió radicalmente en Lower Falls. A la mañana
siguiente comprobamos que habían quemado las casas de la calle de Conway y las de
la calle de Cooper, que habían destrozado el concesionario de la Mercedes, que los
autobuses estaban carbonizados, que el banco de la calle de Balaclava se encontraba
reducido a un montón de humeantes ruinas y que habían saqueado la cooperativa
junto a éste. El barrio ofrecía un aspecto extraño y fantasmagórico. Todo cuanto nos
resultaba familiar y entrañable había desaparecido.
A lo largo de los meses siguientes, la población del oeste de Belfast empezó a
aumentar a medida que los católicos, cuyas casas habían sido quemadas, se instalaban
en nuestra zona buscando protección. Construimos barricadas para defendernos y nos
convertimos en una comunidad asediada, en un gueto amurallado.
Recuerdo aquella época como unos tiempos salvajes, presididos por la anarquía.
Por doquier había grupos de vigilantes apostados que se mantenían alertas por si
aparecían la policía o los Especiales. Esos grupos disponían de unos pequeños
cobertizos de metal y lona y por las noches se sentaban fuera, alrededor de una
fogata, y relataban historias. Yo era demasiado joven para unirme a ellos, pero solía
acercarme con mis amigos y permanecía toda la noche escuchando sus emocionantes
hazañas.
La llegada de toda esa gente nueva me dio también la ocasión —por primera vez
— de conocer chicas pertenecientes a familias que mis padres no conocían. Para
impresionarlas, les relataba las historias que oía contar a los vigilantes, sólo que yo
mismo me erigía en protagonista para demostrarles que era un auténtico macho. Fue
por aquella época cuando perdimos nuestras inhibiciones, cuando la ley nos
importaba un comino y la policía brillaba por su ausencia. Yo solía permanecer toda
la noche fuera de casa bebiendo, fumando y persiguiendo a las chicas. Era una época
muy emocionante y divertida. A partir de entonces dejé de regresar a casa para rezar
el rosario con mi familia.
Cuando el Ejército británico llegó por primera vez, el 14 de agosto de 1969, fue
recibido en Falls Road como el protector de la población católica. La gente salió a
ofrecerles tazas de té y sándwiches, para darles las gracias. Durante varios meses, los
católicos hicieron lo que pudieron para ayudar a las tropas, haciendo de mensajeros,
dejando que sus hijas asistieran a los bailes en los cuarteles, etcétera. Por supuesto, a
veces también nos aprovechábamos de la situación. Recuerdo que unos soldados les
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dieron a unos amigos míos cinco libras para que les llevaran unos cigarrillos y unos
refrescos. En lugar de ello, mis amigos apostaron el dinero a los caballos.
Poco a poco, la amabilidad de los católicos hacia las tropas fue disipándose. Las
cosas cambiaron. El primer miembro de las fuerzas de seguridad, un hombre llamado
Victor Arkbuckle, fue asesinado (víctima de unos pistoleros unionistas) en octubre de
1969. A partir de entonces la situación se agravó. El 3 de julio de 1970, se impuso el
toque de queda en Falls Road. Todos protestaron por esa medida, ya que no se
impuso ningún toque de queda en la zona de los unionistas. El IRA comenzó a
organizarse a medida que aumentaba el sentimiento de indignación y rabia entre la
población. Todo el mundo se creía con derecho a tomar decisiones. El terreno estaba
abonado y la gente empezó a tomar partido por uno u otro bando. A partir de aquel
momento, las cosas cambiaron definitivamente.
Una noche, aproximadamente un año después de la llegada de las tropas
británicas, tuve un encontronazo con unos soldados. Había ido con un tipo escocés,
llamado Joe Duffy, a tomarme una copa a la ciudad y, de camino a casa, hacia las diez
de la noche, vimos una multitud congregada ante la puerta de la funeraria de la calle
de Albert. Enfrente había un grupo de soldados con chalecos antibalas y coches
blindados. Oímos unos disparos y el estallido de bombas cerca de donde vivíamos.
—No subáis por esa calle —nos advirtió un vecino.
—Pero es que vivimos allí.
—Os aconsejo que no vayáis. Es peligroso.
Mi amigo y yo nos dirigimos a los soldados, miembros de la Guarnición Escocesa
del Rey.
—¿Podemos subir por esa calle? —preguntamos.
—Desde luego —respondieron.
Pero cuando fuimos a pasar nos arrestaron.
Nos mantuvieron de pie contra la pared por espacio de media hora, junto con un
tipo llamado Mo Short. Nos insultaron y nos golpearon. Luego, nos obligaron a
sentarnos en un camión militar, mientras Joe Duffy no cesaba de repetir; «Quiero
hablar con mi abogado».
—Conque quieres ver a tu jodido abogado, ¿eh? —le espetó el soldado que nos
vigilaba, el cual estaba borracho perdido.
Empezó a arremeter contra Duffy con la culata de su rifle y Joe trataba de zafarse
de él y Mo Short, que estaba sentado junto a Duffy, recibió varios golpes en la
cabeza.
Cuando consiguieron sacar de la calle a todas las personas que se habían
congregado ante la funeraria, nos condujeron a la comisaría de la calle de Musgrave,
detrás de la Sala de Justicia situada en la calle de Chichester. Nos acusaron de
infringir el toque de queda y de alterar el orden público y nos enviaron a prisión,
donde permanecimos bajo custodia.
Aquella noche arrestaron a centenares de personas y todas terminaron en la cárcel
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de Crumlin Road, al igual que yo. Estaba aterrado. Pasé la primera noche solo en una
celda, con un ejemplar de la Biblia, abandonado por algún miembro de la Gideon
Internacional, como única compañía. Al cabo de un rato oí unas voces. Eran los
demás prisioneros detenidos la noche anterior, que cantaban por las ventanas de sus
celdas. Al oírles me sentí mejor.
Al día siguiente, domingo, asistimos todos a misa en la capilla de la cárcel, que se
encontraba llena de las personas arrestadas el viernes por la noche. Los polis estaban
cagados de miedo. Jamás habían visto tantos católicos concentrados en un sitio. Al
término de la misa cantamos un himno católico, titulado Fe en nuestros padres. Todo
el mundo cantaba a voz en cuello, haciendo que las paredes retumbaran. Parecía
como si fuera a hundirse el techo.
Al día siguiente comparecí ante el tribunal de la calle de Chichester. Mi padre
había contratado a un abogado, que consiguió que me dejaran en libertad
incondicional. Yo estaba tan aturdido que me dirigí hacia la escalera que conducía a
las celdas.
—Está libre, no tiene que regresar a la celda —dijo un policía.
Acto seguido, abrió una puertecita en un lateral de la sala. Di unos pocos pasos y
allí estaba mi padre.
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ESTADO DE GUERRA
Cuando abandoné la escuela en junio de 1969 no tenía la menor idea de lo que iba
hacer. Aunque confieso que era perezoso y poco honesto, decidí buscar trabajo,
puesto que era lo que mis padres deseaban que hiciera. Al cabo de un tiempo, poco
antes de que estallaran los disturbios, conseguí un empleo en un comercio de
artículos de peluquería que se llamaba H. J. Christies, en College Street Mews.
Recorría todo Belfast en bicicleta cargado con tijeras, peines, rulos, champús y piezas
de secadores. Mi jefe llenaba la cesta de la bicicleta con tantos objetos que un hombre
solo no hubiera sido capaz de levantarla. Me pagaba tres libras y quince chelines por
trabajar cuarenta y dos horas a la semana, un sueldo irrisorio incluso para un joven de
quince años. Yo me rebelaba contra el hecho de que el comerciante ganase seis o siete
veces más que yo, cuando lo único que hacía era cargar las mercancías en la bicicleta.
Así pues, quizás inevitablemente, empecé a robar para redondear mis ingresos,
sustrayendo unos frascos de tal cosa o unos paquetes de tal otra, que luego vendía
baratos a algún barbero o a algún peluquero. Un día, al cabo de unos meses, llevaba
la cesta tan cargada de objetos que el manillar se torció y yo aterricé en el suelo,
partiéndome el pulgar. Como no podía montar en bicicleta, tuve que abandonar mi
empleo.
A continuación entré a trabajar en la fábrica de Ross, una importante fábrica
textil, cuya puerta principal daba a Falls Road y la trasera a una calle próxima a
Shankill. La mayoría de los obreros eran católicos, y una gran proporción de los
empleados eran mujeres. A todos los chicos que empezaban a trabajar en la fábrica
les gastaban una broma, consistente en que las mujeres te bajaban los pantalones y los
calzoncillos y te embadurnaban de grasa. Era una especie de rito iniciático. Yo me
sentí muy avergonzado y, a partir de aquel día, cada vez que me tropezaba con una de
las operarias me ponía colorado como un tomate.
Mi trabajo en la fábrica también consistía en hacer de mensajero, pero esta vez
resultaba más cómodo. Por las mañanas preparaba el té para Tommy O’Neill, el
guardián de la fábrica, y para mí, además de unas tostadas y unos huevos cocidos.
Tommy era un buen hombre y siempre se mostró muy amable conmigo. Después de
desayunar leíamos el periódico y él me contaba historias hasta que llegaba el
momento de llevar la correspondencia a la administración para que la despacharan.
Otra de mis obligaciones era la de recorrer todas las salas de hilado y de tejido y
entrar en los lavabos para reponer jabón líquido en los dispensadores, rollos de papel
higiénico y un producto llamado Swarfega, con el que los trabajadores se quitaban la
grasa de las manos. Asimismo, los viernes llevaba a la tintorería los uniformes sucios
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del personal de las oficinas. El resto de la jornada lo dedicaba a hacer recados en
bicicleta, con tiempo de sobra para ir a la tienda de apuestas o dar un paseo si me
apetecía. Era un trabajo muy agradable.
Un día tuve la desgracia de pelearme con una de las oficinistas. La mayoría de la
plantilla de la administración eran protestantes y entraban a trabajar a las nueve y
media por la puerta trasera, que, como he dicho, daba a una calle cercana a Shankill.
Yo me encargaba de abrirles la puerta, pero tan pronto como entraban me apresuraba
a cerrarla y corría a reunirme con Tommy O’Neill en su garita, pues ya habían
comenzado los disturbios y temía que me atacaran. Una de las empleadas tenía la
manía de llegar tarde y llamaba al timbre para que fuera a abrirle la puerta.
—¿Por qué no procuras llegar a la misma hora que los demás? —le espeté un día.
Me replicó que era la esposa del jefe de personal y me amenazó con quejarse a su
marido por haberme metido con ella.
Me enfadé tanto que decidí marcharme. Tras presentar mi dimisión el viernes por
la mañana, me encargaron que fuera a la tintorería a recoger la ropa sucia de los
empleados. Cuando examiné los comprobantes vi que la mayoría de las prendas
pertenecían a la empleada con la que me había peleado. Rompí los comprobantes, los
arrojé a la alcantarilla y me dirigí al local de apuestas con el dinero que me habían
dado para pagar la factura de la tintorería. Estaba tan enfurecido que no volví a poner
los pies en la fábrica.
Ésos fueron los dos primeros empleos que tuve en Belfast. Al cabo de unos meses
me ofrecí para ocupar un puesto en una fábrica de calentadores y estufas situada en la
calle de la Corporation. Por la mañana me hicieron una prueba, la cual, según me
dijeron, salió bien y me pidieron que regresara por la tarde para cumplir unos
trámites. Pero, cuando tuve que rellenar un formulario y puse que había asistido a una
escuela católica, se negaron a contratarme.
Así pues, me encontré en el paro, aunque afortunadamente contaba con otros
ingresos. Recuerdo que en cierta ocasión fui a la oficina del paro y me encontré con
un tipo al que llamaré Mitty, aunque ése no es su verdadero nombre.
—¿Dónde vas, Gerry? —me preguntó.
—A cobrar el paro, Mitty.
—Pues acompáñame. De regreso puedes echarme una mano.
Yo accedí, aunque en aquel momento no comprendí lo que quería decir. Después
de haber ido a cobrar el paro, atravesamos la calle de Great Patrick y llegamos a la
cooperativa situada en la calle de York. Mitty se giró de pronto y dijo:
—Tengo que comprar una cosa para mi madre.
Entré con él y nos dirigimos al departamento de aparatos eléctricos. De pronto,
Mitty agarró un carrito, lo colocó debajo de una lavadora, levantó ésta del suelo y
empujó el carrito y la lavadora hacia el ascensor.
—¿Qué coño estás haciendo, Mitty?
—Es la lavadora de mi madre.
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—Ah.
Cuando llegamos a la planta baja, Mitty salió apresuradamente con la lavadora,
una flamante Hotpoint, la llevó a Smithfield y la vendió por cincuenta libras.
—¿Pero no me dijiste que era la lavadora de tu madre? —le pregunté yo.
Mitty soltó un carcajada y me dio diez libras. En aquel momento comprendí que
si uno tenía la suficiente cara dura no había nada que no pudiera robar. En Belfast
había un ratero archiconocido que era la admiración de toda una generación de chicos
propensos a seguir sus pasos. «Lo único que necesitas en la vida es un abrigo y unas
manos ágiles», solía decir. Llevaba el abrigo colgado del hombro y todos los objetos
que sustraía los ocultaba debajo del brazo. Nosotros le admirábamos porque tenía
estilo, un gran sentido del humor y un temperamento jovial, y porque siempre iba
impecablemente vestido. Le apodaban Fagin y tenía cuatro o cinco años más que yo.
Se comportaba de un modo temerario y, por lo general, era muy influyente.
Tras practicar durante nueve meses, me convertí en un consumado ratero. Alguien
me pedía que le consiguiera un determinado objeto, negociábamos el precio y yo me
autoconvencía de que se trataba simplemente de llevarme algo que me pertenecía.
Acto seguido, me dirigía a la tienda y, si era posible, me apoderaba inmediatamente
de lo que me habían encargado. En caso contrario, regresaba al cabo de una hora,
sustraía el objeto y salía precipitadamente.
Bien mirado, resulta asombroso que no me pillaran nunca. Cuando pienso en
aquella época me siento avergonzado. Me dejaba arrastrar por la corriente como un
barco a la deriva, sin una meta ni un fin. No tenía la menor esperanza de conseguir un
buen trabajo, lo cual me producía una gran amargura. En esas circunstancias, la única
salida que se me ocurría era robar. Un día que estaba en Stonedry’s con dos amigos,
nos acercamos a una percha de la que colgaban sesenta y cinco pares de pantalones,
los oculté debajo del abrigo y salimos tranquilamente. Más tarde, en los servicios de
un pub, vendimos en veinte minutos los sesenta y cinco pantalones de espiguilla por
cincuenta y cinco chelines cada uno. En otra ocasión, en Haslett’s, en la calle de Ann,
conecté todos los televisores para comprobar cuál tenía la imagen más nítida, le pedí
a la dependienta que ajustara la imagen y el sonido y, cuando ella se alejó, cogí el
aparato y salí del establecimiento. Varias personas me miraron sorprendidas, pero
nadie dijo nada ni intentó detenerme.
Tras varias incursiones en Haslett’s, los propietarios decidieron encadenar las
mercancías. Un día entramos para llevarnos varios radiocasetes que nos habían
encargado y nos encontramos con que les habían puesto unas cadenas de seguridad.
—Esto es inadmisible —protestamos.
—Necesitamos un cortacadenas —dijo alguien—. Vamos a Smith’s a robar uno.
De modo que sustrajimos un cortacadenas, regresamos a Haslett’s y nos llevamos
los radiocasetes.
Era muy sencillo; trabajo fácil y dinero fácil. Yo me sacaba entre cien y ciento
cincuenta libras a la semana, más de lo que necesitaba. Casi todo ese dinero lo
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gastaba en copas y en apostar a los caballos, aparte del que entregaba a gente
necesitada, como hacíamos todos.
La única persona de mi familia que pudo haber sospechado algo era mi hermana
Ann, que a la sazón tenía diez o doce años. Solía registrarme los bolsillos cuando yo
llegaba a casa borracho, y en más de una ocasión, si se encontraba una gran cantidad
de dinero, me hacía chantaje.
—Si no me das diez chelines le diré a mamá que he encontrado diez libras en el
bolsillo de tu chaqueta —decía.
Yo accedía con tal de comprar su silencio. De haberlo sabido mi madre, se habría
puesto furiosa. Pese a gozar del calor y el cariño de unos padres honestos y
profundamente católicos, me había convertido en un sinvergüenza, en un ladrón, lo
cual les hubiera causado un gran dolor. En aquella época, lógicamente, yo me
consideraba muy listo. Ahora me sonrojo al pensar que no era más que un mocoso
deshonesto e ingrato.
Como he dicho antes, la policía ya no aparecía por Lower Falls, y el IRA —
nosotros lo llamábamos el Ra— vino a colmar ese vacío. Por entonces, el IRA se
encontraba escindido en dos facciones: los Oficiales, o Stickies, y los Provisionales.
Cada una de esas dos facciones disponía de su propia organización, de una estructura
de mando y de un movimiento juvenil, conocido como el Fianna.
Por la época en que yo tenía dieciséis o diecisiete años, el problema de seguridad
respecto al Ejército británico se había recrudecido. Los atentados se sucedían
continuamente y los enfrentamientos callejeros con el IRA estaban a la orden del día,
lo cual generaba un clima de gran violencia.
La primera vez que tuve problemas con el Ra fue debido a los Oficiales. La culpa
la tuvo una tontería, una discusión sin importancia y el afán de demostrar lo machos
que éramos. Yo estaba con unos amigos en la esquina de la calle de Leeson y Falls
Road, tomándome una copa, cuando de pronto se acercó un chico y nos dijo que nos
largáramos porque estábamos molestando. Nos negamos a movernos de allí y, al cabo
de un rato, volvió con un grupo de compañeros y empezaron a empujarnos y
golpearnos. Al final salimos vencedores de esa escaramuza, pero unos días después
pagamos el precio de esa victoria pírrica.
El sábado por la noche nos dirigíamos a un baile cuando se acercó un coche
ocupado por cuatro individuos que nos obligaron a subir al vehículo y nos llevaron a
un solar desierto. Nos comunicaron que nos habían arrestado por pelearnos con unos
miembros del Fianna Oficial y que tenían órdenes de darnos un escarmiento. No fue
una paliza seria, pero sí una advertencia. Mis padres estaban muy preocupados. Se
acababa de aprobar la ley de internamiento y el Ejército había enviado a numerosas
personas a Long Kesh. Mis padres, temiendo que al no tener yo un trabajo acabara
allí también o me sucediera una desgracia peor, decidieron enviarme una temporada a
Inglaterra, a casa de mi tío Hughie y mi tía Kathleen, que residían en Londres. Yo
estaba entusiasmado ante la idea de viajar a Inglaterra, pues nada me retenía en
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Belfast.
En Londres trabajé en un andamio en la City Road, cerca del Ángel. Era un
trabajo muy bien remunerado, en comparación con los empleos que había tenido en
Irlanda, pero echaba de menos a mis amigos y nuestras correrías. Dado que tenía un
dinero ahorrado, en Navidad hice las maletas y regresé a casa. Al llegar comprobé
que la situación no había cambiado. Habían asesinado a unos cuantos más. Otros
muchos habían sido enviados a Kesh, personas a las que conocía desde nuestra época
estudiantil. No todos ellos pertenecían al IRA; los habían detenido injustamente, sin
motivo alguno.
Recuperé mis viejos hábitos, saquear y robar tiendas. Pero en marzo de 1972,
inesperadamente, me devolvieron una parte de los impuestos que me habían deducido
del sueldo cobrado en Inglaterra. Eran más de doscientas libras. Ese día me reuní con
mi primo Tony, que había hecho novillos, y con un par de amigos suyos y, después de
cobrar el cheque, les compré un montón de cosas, como camisas Ben Sherman y
cosas semejantes. Luego, fui a diversos locales de apuestas y rellené varias papeletas.
Al parecer, los Oficiales, que imagino que me estaban vigilando, dedujeron que me
dedicaba a robar casas. El caso es que un domingo por la tarde se presentaron de
improviso tres Oficiales en nuestra casa de la calle de Cyprus, con la evidente
intención de propinarme un buen escarmiento.
Mi hermana Ann les abrió la puerta y les preguntó que qué deseaban, a lo que
respondieron que querían hablar conmigo. Cuando Ann informó a mi madre de que
habían venido a verme tres tipos de aspecto sospechoso, ella salió y les dijo que no
permitiría que su hijo los acompañara.
Los tipos se marcharon con el rabo entre las piernas. Pero al cabo de media hora
se presentaron de nuevo y le pidieron a mi madre que me llevara al Centro de
Asesoramiento Ciudadano, situado en Falls Road.
—¿Para qué? —quiso saber ella.
—Varias personas han denunciado que unos ladrones asaltaron sus casas, y
últimamente su hijo parece disponer de mucho dinero. Sospechamos que puede tener
algo que ver con esos robos.
Jamás hubiera asaltado yo las casas de mis vecinos. Primero, porque habría sido
una canallada y, segundo, porque hubiera sido una temeridad. Incluso cuando
robábamos en las tiendas del centro resultaba peligroso regresar a Falls con los
objetos sustraídos. El IRA censuraba tajantemente ese tipo de conducta, por lo que
procurábamos vender buena parte de los objetos robados antes de regresar a casa, en
el pub de Kelly o en el Bank Bar.
Por suerte, en esta ocasión mi madre pudo mostrar a los Stickies el certificado de
la devolución del dinero, lo cual probaba que yo no había tenido nada que ver con los
asaltos a las casas de Lower Falls. Los Stickies se marcharon satisfechos de mi
inocencia.
Sin embargo, seguí teniendo problemas con el Ra debido a mi conducta
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antisocial.
Un día recibí otra paliza por haber participado en una pelea callejera un viernes
por la noche en una esquina de Falls Road. Lo que comenzó como una simple disputa
con unos Stickies acabó en pelea campal cuando un grupo del Fianna Provisional
intervino para ayudarnos. Al final, se convirtió en una enconada batalla entre los
Provos y los Stickies, algunos de los cuales incluso sacaron su pistola. Yo no llevaba,
ni he llevado jamás, un arma encima. Ni siquiera sabía cómo utilizarla. Pero, como
había participado en la pelea, los Provisionales decidieron que merecía una lección
por comportarme de forma tan poco civilizada. Era un intento de suavizar las cosas
con los Stickies. Me llevaron a un descampado y me propinaron tal paliza que me
partieron una ceja y tuvieron que darme siete puntos de sutura. Como es lógico, no
tuve más remedio que aguantarme sin rechistar.
Me aconsejaron que me uniera al Fianna Provisional, pues tenía fama de ser un
elemento poco recomendable y ellos me meterían en cintura, y me ordenaron que me
presentara en los pisos de la calle de Divis, donde nos instruyeron en irlandés y nos
hablaron sobre la lucha proindependentista de Irlanda. Luego, nos encomendaron
pequeños trabajos, como contar las patrullas militares británicas o ayudar a detener a
los malhechores y ladrones locales para interrogarlos, exactamente lo que me habían
hecho a mí anteriormente.
Pero no tardaron en expulsarme a raíz de un robo que cometí en un pub junto con
un colega que también pertenecía al Fianna. Al otro chico le echaron un buen
rapapolvo, pero no le expulsaron. A mí me dijeron que, si me comportaba
correctamente durante unos meses y me mantenía alejado de los chicos del Fianna,
me permitirían unirme de nuevo a ellos. Sólo que no fue eso lo que hice. Me había
incorporado a su movimiento porque les tenía miedo, de modo que cuando me
informaron de que ya no requerían mis servicios acogí la noticia con gran
satisfacción.
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presentable aquella noche. Salía de allí con una chica cuando nos detuvieron unos
militares. Tras preguntarme mi nombre, dirección y fecha de nacimiento, consultaron
por radio que si había alguna orden de captura contra mí. Les oí deletrear mi nombre:
«C de Carlos, O de Óscar, N de noviembre, L de Lima, O de Óscar y N de
noviembre». Por aquel entonces yo ya estaba acostumbrado a esas cosas y sólo sentía
una mezcla de rabia, indiferencia e impotencia por no poder salir con una chica sin
que se metieran conmigo. Mientras nos tenían retenidos, uno de los soldados trató de
meterle mano a la chica que iba conmigo y la insultó. Yo nada podía hacer por
impedirlo y eso me enfureció todavía más. Al cabo de un rato, tras cerciorarse de que
la justicia no me perseguía, nos dejaron marchar. Yo no era miembro del IRA, aunque
éstos me acosaban tanto o más que los militares.
Unos días más tarde, al regresar a mi casa vi a un miembro de una patrulla de a
pie en la entrada del edificio. Se había refugiado allí por temor a ser alcanzado por un
francotirador, lo cual era comprensible. Al recordar el ataque del que había sido
víctima unas noches antes, le ordené que saliera. En aquel momento salió mi padre de
casa y me espetó:
—Ésta es mi casa. No tienes ningún derecho a decirle a nadie que se vaya de
aquí. No quiero ser responsable de que alguien reciba un disparo. Puede quedarse ahí
tanto tiempo como desee.
Mi padre comprendía que yo estuviera furioso, pero él tenía un carácter dulce y
bondadoso que siempre influyó favorablemente en mi vida. Tal vez yo fuera capaz de
estallar, pero jamás se me ocurriría ingresar en ninguna organización.
Pat Kane y yo nos fuimos a trabajar durante un tiempo a Manchester. A finales de
1972 regresamos a Belfast para celebrar allí las Navidades y trabajamos
intermitentemente a lo largo de 1973 como obreros de la construcción. Luego, hacia
finales de año, me vi envuelto en una pelea a causa de una chica, una pelea que tuvo
para mí unas consecuencias importantes e inesperadas. Se trataba de una joven de
Derry con la que había salido durante varios meses desde comienzos de año, pero ya
habíamos dejado de vernos. Yo estaba en un baile, en la Discoteca de Shelley, junto a
la calle Mayor, cuando de pronto la vi acompañada de un tipo. Al cabo de un rato, él
se acercó a mí y me preguntó:
—¿Conoces a Ann O’Brien, de Derry?
Contesté afirmativamente e hice unos cuantos comentarios sobre ella.
—Soy su novio —dijo él.
—Eso es problema tuyo —contesté yo.
—Te equivocas, es tuyo. Te espero en los lavabos.
Como no quería pasar por cobarde, fui a los lavabos y me encontré al tipo con dos
compañeros. Se abalanzó sobre mí y me clavó una navaja en numerosos sitios. Vi que
llevaba una navaja y una botella rota en las manos. Tuve suerte de que no me dejara
ciego. Cuando alcé la mano para protegerme, me clavó la navaja en la muñeca. No
recuerdo lo que pasó a continuación, sólo sé que me llevaron al hospital City en un
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estado lamentable.
Informé a los de la RUC de que había sido víctima de un ataque y me dijeron que
podía percibir una compensación económica de la Junta de Lesiones Criminales,
puesto que no podía mover el pulgar derecho debido a la pelea y ésta se había
producido en una discoteca, un lugar público. Presenté la correspondiente demanda y
me olvidé del asunto.
Durante los meses sucesivos seguí robando lo que pude y cobrando del paro. Al
cabo de un tiempo, a mediados de 1974, recibí inesperadamente un cheque por valor
de doscientas libras.
Recordé entonces la zurra que había recibido a causa de la devolución de los
impuestos, de modo que pensé: «Si me ven con tanto dinero, ¿qué pensarán de mí?
Más vale que me largue de aquí». Tras darle varias vueltas, decidí regresar a
Inglaterra, donde supuse que hallaría la libertad que anhelaba.
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cuando yo le conocí era un leal miembro de la Legión Británica y, al igual que su
hermano Hugh, del Paddington Conservative Club.
Annie era la mujer más fuerte de su familia, quizá porque no le quedaba otro
remedio. Trabajaba muy duro y los niños eran lo más importante de su vida. Annie
también era muy atractiva, tenía la casa como los chorros del oro y vestía bien. Dudo
que ella haya tenido nunca un buen concepto de mí.
Mi primer recuerdo de Londres se remonta a cuando fui allí con mi abuela. Yo
tenía unos seis años. Ella solía ir cada verano a visitar a su familia y a comprar en las
rebajas, y a menudo nos llevaba a mí o a mis hermanas. Esa vez nos alojamos en casa
de otro pariente, mi tío Willie McCann y su esposa, Annie, hermana de mi madre, la
misma a la que le quemaron la casa en los disturbios de 1969. Me llevaron a una
tienda de su barrio a comprar leche. Era un hermosa y soleada mañana de domingo.
La tienda estaba cerrada, pero en el exterior había una máquina expendedora de leche
que funcionaba con monedas. Yo nunca había visto nada parecido. Y allí estábamos,
echando monedas a la máquina, cuando apareció un africano que mediría un metro
noventa y esperó a que termináramos para poder comprar su leche. Era la primera vez
que veía un negro, a excepción de los que salen en las películas de Tarzán y que
siempre quieren o matarle a él o matar a Jane. Y como era negro y llevaba una túnica
africana pensé inmediatamente que iba a sacar una lanza y atacarnos. Empecé a
gritar: «¡Tarzán! ¡Tarzán! ¡Éste es el que quiere matar a Tarzán!». Tuvieron que
sacarme a toda prisa mientras yo chillaba como un histérico.
Mi idea personal de Inglaterra siempre ha tenido ese lado excitante. Cuando era
adolescente y acababa de dejar el trabajo en la fábrica de Ross, en octubre de 1969,
me escapé a Inglaterra con mis dos colegas Skee y Anthony. Estaban en la misma
situación que yo: habían dejado el trabajo y no se lo habían contado a su familia.
Teníamos muy poco dinero y compramos sólo billete de ida para el barco que va a
Liverpool. Tampoco llevábamos equipaje porque, como es natural, no queríamos que
nuestras familias sospecharan. Así que nos pusimos un pantalón encima de otro, una
camisa encima de otra, un jersey encima de otro y nos dirigimos al puerto.
Nos sentíamos muy mayores paseando solos por Liverpool, con todas esas
personas que hablaban con un acento tan extraño. Alguien nos dijo que podíamos
alojarnos en la Asociación de Jóvenes Cristianos de Mount Pleasant, así que nos
fuimos hacia allí. Estaba cerca de la oficina central de Correos y nos inscribimos con
nombres falsos. Nos pareció que estaba muy bien situado, con la catedral en lo alto de
Mount Pleasant y abajo el puerto. Recuerdo que había una mesa de snooker y lo
único que tenías que hacer para que se encendieran las luces era echar una moneda de
un penique, por lo que pensamos que la partida nos iba a salir muy barata. Pero, tan
pronto como dispersamos las bolas, las luces se apagaron de nuevo. Duraban tan poco
tiempo encendidas con cada moneda que, cuando terminamos la partida, nos
habíamos gastado dos libras, todo un dineral, pero nos dijimos que no había
problema, que ya encontraríamos trabajo al día siguiente.
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Y al día siguiente fuimos a buscar trabajo e hicimos lo que hacen todos los
irlandeses: ir a todas las obras y pedir empleo como albañiles. Pero éramos unos
enanos delgaduchos de quince años y en todas partes nos dijeron que nos largáramos.
Esa época coincidió con el auge del movimiento de los cabezas rapadas, y
conocimos a un grupo de ellos en la estación de la calle de Lime. Uno de ellos se
quedó prendado de mis zapatos, unos Oxford, y quería quitármelos, pero al final
acabamos hablando y nos llevaron a conocer Liverpool. Más tarde, pasamos junto a
un coche aparcado en el que había un maletín y uno de los cabezas rapadas dijo: «¡A
por él!». Así que rompieron una de las ventanillas, cogieron el maletín y salimos
todos corriendo en direcciones distintas. Yo corrí con Anthony y Skee se fue con los
cabezas rapadas, y nosotros llegamos primero al albergue. Una hora más tarde llegó
Skee completamente borracho. Había estado bebiendo sidra con los cabezas rapadas.
Después de una semana sin encontrar trabajo, nos fuimos a dedo a Manchester
por la East Lancs Road. Por la noche dormimos en un campo, cerca de St. Helens, y
nos despertamos cubiertos de rocío y helados de frío. Llegamos a Salford y nunca
olvidaré la cafetería de Eccles New Road a la que fuimos a desayunar. Apenas nos
quedaba dinero, pero estábamos muertos de hambre y nos dimos el gustazo de
desayunar como si fuéramos ricos: salchichas, huevos, patatas fritas, pan con
mantequilla y té por tres chelines y nueve peniques. Al salir, Skee robó un abrigo con
el cuello de piel sintética y nos lo pusimos por turnos mientras matábamos el tiempo
en el canódromo de White City. No teníamos dinero para apostar, pero pasábamos el
rato. Esa noche dormimos en un cementerio, en un diminuto cobertizo de jardinero
que estaba lleno de herramientas. Si hubiéramos sabido dónde venderlas las
habríamos robado, pero no lo hicimos.
Después de uno o dos días más merodeando por las calles y durmiendo en el
cobertizo, la policía nos detuvo y creo que en aquel momento lo agradecimos. Nos
encerraron en una celda y se pusieron en contacto con nuestras familias, y fue mi
padre, como siempre, quien vino a buscarnos. Primero, nos echó un sermón sobre la
estupidez que habíamos cometido y, luego, nos llevó a comer a un excelente
restaurante de Manchester.
Teníamos que regresar a Liverpool para tomar el barco y recuerdo que mi padre
nos llevó a todos a ver El desafío de las águilas con Clint Eastwood y Richard
Burton. Terminó incluso pagando el viaje de vuelta a Belfast de uno de mis colegas.
Cuando fue a ver a su madre y le dijo que nos habían encontrado, que iba a buscarnos
y le pidió dinero para el viaje de regreso de su hijo, ella contestó: «Yo no voy a
pagarlo. Es un descastado. Que se quede allí torturando a esa gente en vez de
torturarnos a nosotros». Pero mi padre lo trajo de vuelta. Después de todo, sólo
teníamos quince años.
Cuando llegué a casa intenté hablar con mi madre, pero ella no quería hablarme.
Estaba muy deprimida. Finalmente, al cabo de una hora o así, le pedí cigarrillos, lo
cual era una excusa para que hablara conmigo.
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—¿Cigarrillos? Qué cara más dura, mira que pedir cigarrillos. ¿No tienes nada
que decir acerca de lo que has hecho?
—Oh, mamá, no te enfades conmigo. Te he traído un recuerdo de Liverpool.
—¿Qué es? —preguntó.
Metí la mano en el bolsillo y saqué un billete de autobús de Liverpool. Estalló en
carcajadas y toda la tensión desapareció del ambiente. Daba gusto volver a estar de
nuevo en casa: una cama limpia, y mis dos hermanas que me mimaban con tazas de
té. Mis hermanas pensaban que yo era todo un personaje. Solían decirme: «Gerry,
tienes tanto aire en la cabeza como para hacer funcionar un compresor». Las había
echado de menos y era evidente que ellas me habían echado de menos a mí. Y yo
sabía que todo iba a salir bien.
La siguiente vez que viajé a Inglaterra fue en 1971 y yo sólo tenía entonces
diecisiete años. Los Stickies me habían dado un toque y mis padres decidieron que
desapareciera del mapa. Después de pasar un par de meses con mi tío Hughie, me
porté muy mal. En esa época yo era un jugador empedernido, y un día le cogí el giro
de su pensión, lo cobré y lo aposté a un perro que perdió. Nunca se habló del asunto,
pero le debió de doler muchísimo lo que yo había hecho. Ya no podía seguir allí, me
sentía muy avergonzado. Así que hice las maletas y me largué.
En 1972 pasé otra temporada en Inglaterra, esta vez trabajando. Fui con Pat Kane
a Manchester y me alojé con los McCann, que se habían trasladado a esa ciudad
después de perder su casa en los disturbios de 1969. Trabajábamos en el tumo de
noche de una fábrica de neumáticos llamada Greengate & Irwell, en Regent Road, y
seguimos la gran tradición irlandesa de ir a Inglaterra a buscar empleo, trabajar y
vivir hacinados, ahorrar un poco de pasta y, luego, sentir nostalgia y regresar a casa.
Nunca nos olvidábamos de nuestras familias. Por entonces me hice tatuar los brazos
cerca de Alexandra Park, en Moss Side. En el brazo derecho llevo un corazón
atravesado por una daga y tres nombres: «Bridie», «Gerry» y «Ann». En el otro brazo
llevo dos corazones entrelazados, en los que se lee «papá» y «mamá», y una
golondrina sobre ellos. Pensé que eso era lo adecuado, lo hacían los hombres adultos.
De un modo u otro seguí yendo a Inglaterra, de vacaciones con Hughie y Kate o
para trabajar. Así pues, cuando en verano de 1974 me llegó el dinero de la
indemnización, empezaba a estar harto y aburrido de Belfast otra vez. Necesitaba más
espacio a mi alrededor, más desconocidos en mi entorno, más horizontes para mis
actividades. Pero allí estaba, esquivando balas y bombas, con los Provos a mis
espaldas por culpa de mis hurtos y con mi familia empeñada en que buscara trabajo.
Por aquel entonces salía con una chica encantadora, llamada Eileen McCann, que
vivía en Lower Falls. Yo le gustaba y ella me hacía sentir bien, así que un martes le
dije: «¿Te gustaría que nos fuéramos a Inglaterra?».
Respondió que sí. Era el 2 de agosto. Al día siguiente, sábado 3 de agosto, nos
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embarcamos en el Duke of Lancaster, el transbordador nocturno que nos llevaría a
Heysham.
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6
SOUTHAMPTON
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—Gerry, dentro hay un tipo que dice que te conoce.
—¿Quién es?
—Dice que es de Belfast. Un chico joven llamado Paul Hill, más o menos de tu
misma edad.
Miré al interior del bar a través de la ventana, vi a aquel chico delgado y de pelo
largo, sentado ante su jarra de cerveza, y dije:
—Oh, sí. Solíamos hacer el golfo juntos en nuestra ciudad. Es amigo mío.
Yo le llamaba Benny Hill. Vivía en una finca a las afueras de New Barnsley, pero
su abuela vivía en el número doce de la calle de Cairns, justo al doblar la esquina de
nuestra casa, a unos treinta metros de distancia. Así que probablemente le conocía de
cuando él tenía once o doce años e iba a visitar a su abuela y se quedaba a dormir allí.
También habíamos ido a la misma escuela, a la secundaria de St. Peter, pero aunque
casi teníamos la misma edad su cumpleaños debía de caer en el otro semestre y por
eso iba un curso por detrás. De todos modos, habíamos jugado mucho a fútbol y a
balonmano juntos y también habíamos salido de juerga. Era de los del grupo que
cogíamos el barco para ir a Glasgow a ver los partidos de los Celtic.
Benny tenía dos cosas que le diferenciaban de mí. La primera era que nunca se
apuntaba a ir a robar a las tiendas. No robaba, aunque siempre estaba sin dinero,
siempre aguantando con las seis libras semanales de su subsidio de paro; pero a
menudo se aprovechaba de nuestros robos. Si las cosas nos salían bien en el centro de
la ciudad, le dábamos un billete de diez libras para que pudiera salir de marcha con
nosotros. Si nos hacíamos con unas cuantas chaquetas de cuero, una era para él.
El segundo aspecto era que, aunque procedía de una familia como la mía, había
estado en el Irish College, había estudiado la historia de Irlanda y sabía mucho sobre
toda esa mitología de la rebelión de la Pascua y los Black and Tan. Yo, en cambio,
estaba más interesado por la carrera de las cuatro y media en Kempton Park que por
James Connolly y la historia del país.
Una vez, cuando tenía dieciséis años, le detuvieron y le encarcelaron, lo cual
causó una gran controversia e indignación en Irlanda del Norte, y le liberaron a los
pocos días. Su madre, Lily Hill, que es una gran mujer, mandó a Paul a Inglaterra a
casa de unos familiares para que se mantuviera alejado de toda la agitación que se
vivía en Belfast. Así, igual que yo, Paul había viajado regularmente a Inglaterra y por
eso, aunque me encantó verle, el encuentro no me supuso una gran sorpresa.
Por aquel entonces yo empezaba a estar verdaderamente harto del panorama de
los irlandeses en Southampton. Es una comunidad muy vieja y muy cerrada,
concentrada en torno a Shirley o a St. Mary, cerca de los muelles, donde hay un
pequeño mercado. Supongo que tiene sus orígenes en los asentamientos que fundaron
los marineros irlandeses, y era precisamente a trabajar en el mar a lo que Danny
McQuaid se dedicaba desde hacía años.
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Pero todo me parecía demasiado serio y empecé a pensar que podía hacer algo
más con mi tiempo libre que pasarlo con Danny y sus amigos. Eran muy buena gente
y conmigo se habían portado de maravilla, pero yo tenía veinte años y ellos casi
cuarenta, y todos estaban casados y llevaban una vida estable. Siempre se reunían en
bares concretos, el Kingsland y uno llamado George, entre otros, y se sentaban y
bebían pinta tras pinta de Guinness y hablaban sobre la situación en el Norte. Como
es natural, tenían aspiraciones republicanas, al igual que las tienen todos los católicos
irlandeses después de tomarse unas cuantas copas y cantar Danny Boy y otras
canciones rebeldes.
He ido a Estados Unidos y he conocido irlandeses, cuyos padres y abuelos ya han
nacido en Norteamérica, y no paran de hablar del Norte. Eso no significa que sean
terroristas o activistas, como tampoco lo eran Danny McQuaid y sus amigos. Lo
máximo que hacían era comprar The Republican News, emborracharse un poco,
ponerse sentimentales, soltar unas cuantas palabras duras contra Ian Paisley y el
Gobierno británico y luego regresar tambaleantes a sus confortables nidos. Todo ello
me parecía demasiado rutinario y deprimente.
O sea que, al encontrarme allí con Benny Hill, pensé que al menos tendría al lado
a alguien de mi edad, alguien que hablaba mi mismo lenguaje, alguien con quien
salir, con quien correrme las juergas. Y en seguida nos pusimos manos a la obra.
Juntos fuimos a todos los clubes de Southampton, nos emborrachamos, fumamos
droga, ligamos con chicas y conocimos gente, muchísima gente. Me acuerdo de un
chico llamado Joe, un irlandés que se pasaba la vida entrando y saliendo de la prisión
de Winchester por pelearse con la pasma, por desórdenes públicos y por posesión de
marihuana. Y los tres recorríamos Shirley Road arriba y abajo a las dos o las tres de
la madrugada, cantando y riendo.
Nos tomamos unas libertades increíbles. Recuerdo una vez que estábamos
borrachos y robamos unas guitarras eléctricas en una tienda de música. Luego, no
sabíamos dónde venderlas y nos paseamos por la avenida de Shirley, frente a la
comisaría de policía de Shirley Road, con las guitarras colgadas al cuello y
preguntándonos por qué no salían y nos arrestaban. Al final dejamos las guitarras en
el cobertizo de un jardinero irlandés que conocíamos, con la esperanza de poder
venderlas al día siguiente, pero no lo hicimos. Lo más probable es que sigan allí.
Por entonces entablé amistad también con otro irlandés que no se parecía en nada
a Danny y sus amigos. Tony también había sido marinero, pero era un rebelde y le
echaban de los barcos, por pelearse, según creo. Los gustos de Tony eran distintos: la
música norteamericana y la ropa de moda. Formaba parte de una pequeña comunidad
de irlandeses en Southampton que no eran aburridos y conformistas. Entre ellos se
contaban Frankie, Jimmy y Eammon, que eran un poco mayores que yo y no
participaban de la tradicional forma de entender la vida predominante entre los
irlandeses. Ninguno de ellos estaba casado, pero todos vivían con alguna mujer. Tony
se lo tenía bien montado, vestía a la moda, su chica era extraordinariamente guapa y
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en su apartamento lo primero que veías eran cuatro enormes altavoces para su equipo
de música cuadrafónico, y todo al nivel del suelo. En casa de los McQuaid había el
típico tresillo, la alfombra Axminster y la tele en color. Tony tenía glamour, tenía
estilo. También fumaba porros.
A un chico de Belfast de diecinueve años, como yo, todo aquello le resultaba
excitante. Allí se consumía todo tipo de droga. Para la Iglesia Católica, todas las
drogas, excepto el vino, eran creación del diablo, y los del IRA eran gente que te
pegaba un tiro en la rodilla sin pensárselo dos veces si sospechaban que estabas
metido en algún asunto de drogas. Pero este tipo, Tony, conocía marineros que
llegaban a Southampton procedentes de Marruecos, Sudamérica y Extremo Oriente, y
todos le traían droga. En su piso siempre había una buena cantidad de hachís sobre la
mesa.
Él me presentó gente de una forma de ser distinta y solíamos reunimos a tomar
copas en un bar, el White Hart, que estaba justo al lado de la calle Alta de Shirley.
Sólo con entrar ya te colocabas por el humo de los porros. Luego, íbamos al Fridays,
al After Eight Club o, si era de día, al piso de Tony, nos sentábamos en el jardín y nos
poníamos ciegos, escuchábamos sus discos de blues y hablábamos con toda aquella
gente variopinta que se dejaba caer por allí.
Benny sólo participaba esporádicamente en las juergas porque vivía fuera de la
ciudad, en casa de la hermana de su novia Gina, y no tenían teléfono. Si quería salir
conmigo teníamos que organizarlo bien. Por lo general empezábamos viéndonos en el
pub con los miembros de la vieja guardia de la comunidad irlandesa. Siempre
elogiaban a Benny e insistían en verle, tal vez porque era el último que había llegado
de Belfast y a él no le importaba participar en las arengas sobre las fuerzas de
seguridad y sus atrocidades, cosas que a mí me parecían terriblemente aburridas. De
modo que yo esperaba ansiosamente a que el dueño del pub dijera que era hora de
cerrar y que los mayores se fueran a tomarse su vaso de cacao caliente y a acostarse,
para que así Benny y yo pudiéramos irnos a los clubes.
En esa época empecé a llegar cada vez más tarde al trabajo y a veces ni siquiera
me presentaba, por lo que me amenazaron con echarme. Eileen y yo apenas nos
veíamos y estaba muy resentida conmigo. Yo salía por las noches con Benny Hill y la
dejaba con Gina Clarke, la novia de Benny, cuando ella en realidad hubiera preferido
estar conmigo. Al final, Eileen me dejó y no tardó demasiado en regresar a Belfast.
No se lo reproché.
Benny aún no había encontrado trabajo y Gina le presionaba. Un día me dijo:
—Sería mejor que nos fuéramos a Londres, allí nos divertiríamos más.
Southampton ya está quemado. Hemos estado en todos los clubes, hemos hecho todo
lo que podíamos.
Esto coincidía con mis propios pensamientos. Estaba harto de Southampton.
Londres significaba luces brillantes, diversión, clubes distintos y gente nueva. Así
pues, Londres era una gran idea, el siguiente paso.
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7
TRABAJANDO EN LONDRES
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otro tipo de referencias. Pero cuando nos vio con aquel aspecto de ratas empapadas,
hizo lo que todo buen cristiano debe hacer y nos dejó quedar.
Nunca había estado en un albergue de aquel tipo, y para ser sincero, tenía tantas
ganas de quedarme como el sacerdote de que me marchara. Era un lugar regentado
por la Iglesia Católica, que no aceptaría de ningún modo el tipo de vida que yo
llevaba, y lo último que deseaba es que alguien quisiera meterme en cintura. Pensé
además que aquel lugar estaría lleno de chicos de pueblo, unos tipos cuya cabeza
estaba en un universo totalmente distinto del mío. Vi que, debido a la influencia de
Tony, yo había empezado a desarrollar unas aficiones bastante avanzadas.
El padre Carolan nos alojó en habitaciones diferentes. Benny se quedó en la
planta baja y yo en el primer piso. Cuando vi a mis compañeros de habitación se
confirmaron mis primeras sospechas acerca del albergue. Parecían unos granjeros
irlandeses cuyas únicas ideas sobre la vida eran ganar mucho dinero partiéndose la
espalda para J. Murphy, Laing o McAlpin, mandar la mitad del sueldo a su madre y
que les quedara lo suficiente para salir cada noche a tomar unas cuantas jarras. Por
cierto, las jarras londinenses son tan grandes que «unas cuantas jarras» serían unas
quince de las que tomamos en Irlanda.
Benny tuvo más suerte. Fue a parar a una habitación en la que había un hombre
de Belfast, Paddy Carey, y otros dos. Yo solía dejar mis cosas encerradas en mi cuarto
y bajar a la habitación de Benny a charlar, porque ya conocía a Paddy Carey. Le había
visto en Belfast, en la sala de juegos Davitt de la calle de Dunville, jugando a las
cartas. También conocía, al menos de vista, a otro de los compañeros de habitación de
Benny. Siempre llevaba un sombrero verde de ala ancha y tenía una especie de
fetichismo por todo lo que fuera de color verde. Sus trajes eran verdes, su abrigo y
sus calcetines eran verdes y hasta su empleo era verde, porque trabajaba de verdulero.
Pensé que se llamaba Paul, Paul el Verdulero. Pero más tarde resultó que Paul no era
su nombre auténtico.
Esa noche, después de deshacer los equipajes, fuimos a cenar a casa de Hughie y
Kate, así que caminamos hacia el metro de Kilburn Park y lo tomamos hasta la
estación de Warwick Avenue, la más cercana a la casa de mis tíos. Por el camino
pasamos ante un pub llamado Memphis Belle y en la puerta había un hombre que
llevaba una bufanda del Celtic. Me volví para mirarle porque me pareció conocerle
de Belfast. Más tarde supe que se trataba de Jimmy Goodall, que limpiaba las mesas
del Memphis Belle. Junto a él había otro tipo con barba, el pelo hasta los hombros y
vestido al estilo hippy. En seguida me llamó la atención, pero no le reconocí.
Entonces me llamó:
—¡Gerry! —Le miré de nuevo, pero no sabía quién era—. ¿No te acuerdas de mí?
—No.
—Soy Paddy Armstrong, de Milton. Entrad y tomaos una pinta.
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La calle de Milton estaba en Lower Falls, salía del extremo de la calle de Murray
opuesto a nuestra casa, así que como es natural, conocí de inmediato a Paddy en
cuanto mencionó su nombre. Pero su aspecto había cambiado. Siempre fue un tipo
muy aseado, pero ahora parecía una reliquia del período hippy de los sesenta:
descalzo, con una enmarañada barba y el pelo muy largo. Estuvo en la escuela con
Benny y conmigo, pero como era cuatro años mayor que nosotros no fuimos
compañeros de clase. Le recuerdo, sin embargo, de las calles de nuestro barrio. Paddy
solía merodear por las esquinas donde aprendíamos a jugar a las cartas o por los
locales de apuestas. Nunca tenía dinero y no podía apostar, pero siempre cabía la
posibilidad de llevarse algo si alguien sacaba una buena tajada.
Me acuerdo de que era muy amigo de mi primo Patsy Conlon, que una noche se
emborrachó en el transbordador que iba a Inglaterra y apostó con alguien a que podía
caminar por encima de la barandilla del barco. Pobre Patsy, perdió la apuesta. Cayó al
mar y nunca más volvió a saberse de él. Paddy nunca hubiera hecho algo tan
temerario, pues era un tipo tímido y apacible. Tal vez su logro más importante en
Belfast fue que su hermana era Eileen Armstrong, una de las chicas más guapas de
Lower Falls. En Irlanda trabajé con Paddy durante un breve periodo. Ambos
estuvimos en Mackie’s, una fábrica de piezas de maquinaria, un trabajo que acepté
sólo porque la seguridad social había amenazado con quitarme el subsidio si no lo
hacía. Debíamos de ser unos cuatro mil obreros, pero de ellos sólo doscientos eran
católicos. Paddy y yo estábamos en la sección de molduras y recuerdo que íbamos a
la cantina con dos o tres más y los hombres que había allí nos tiraban tuercas y
tornillos. Y no lo hacían sólo para divertirse.
Así que Benny y yo nos tomamos la primera de las muchas copas que nos
beberíamos en el Memphis Belle. Paddy nos contó cosas de Londres, de la cantidad
de irlandeses que había en la zona de Kilburn, de que iba a esas fiestas en las que se
fumaba droga y de lo que no debía hacerse.
—Si queréis verme —dijo cuando nos marchábamos— o venir a una fiesta con
los otros chicos, siempre podréis encontrarme en el Memphis Belle. No lo olvidéis.
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Yo sabía que, con frecuencia, a los nuevos les gastaban bromas. Recuerdo que en
la obra donde trabajé en 1971 me mandaron a la tienda a buscar dos corchetes. Yo no
sabía qué eran los corchetes, pero me dijeron que necesitaría una carretilla. Tomé una
carretilla, salí de la obra y fui a la tienda de enfrente, y todos los trabajadores iban
detrás de mí riéndose. Cuando llegué a la tienda me enteré de que los corchetes no
eran más que presillas. En esta ocasión, el primer trabajo que me dieron fue hacer un
encargo, ir a una pequeña cafetería cercana y volver con comida. Y en la lista habían
escrito «pasteles de roca». Yo nunca había oído hablar de pasteles de roca, no sabía
que era un término inglés para los bollos con pasas. Pensé que lo de «pasteles de
roca» era una tomadura de pelo. Cuando regresé me dijeron:
—¿Dónde están los pasteles de roca, eh, Belfast?
—No, esta vez no me habéis pillado —contesté yo—. Los pasteles de roca no
existen.
Yo no era apto para hacer todos los trabajos de la obra. Al principio, Tucker me
puso a trabajar con un par de carpinteros, pero llevando tablas de madera rompía un
montón de ventanas. Alguien decía «¡eh, Belfast!», yo me volvía y rompía el cristal
que estaba a mis espaldas. Entonces me mandaron al montacargas, que parecía un
trabajo bastante fácil porque sólo tenía que accionar el botón de arrancar y parar. El
problema fue que allí había un chico llamado Dublin Joe (los irlandeses siempre
tienen la costumbre de llamarse unos a otros por el nombre de su ciudad natal) que
solía llevar porros al trabajo. Y como estaba allí arriba, fumando con Dublin Joe, se
me olvidó parar el montacargas y cayó al suelo con varias toneladas de cemento
dentro. El impacto fue tan fuerte que el montacargas quedó prácticamente enterrado y
les costó casi un día sacarlo de nuevo. Finalmente, Tucker Clarke me puso a trabajar
en tierra, mezclando arena y cemento, con lo cual era difícil que pudiera causarles
más problemas.
El primer viernes que cobramos, nos fuimos con toda nuestra paga semanal al
Memphis Belle. Paddy llevaba meses sin trabajar, pero siempre se sacaba algo en el
pub limpiando las mesas. Allí le encontramos, y nos presentó a algunas personas de
Belfast que estaban aquella noche en el bar: Jimmy Goodall, John McGuinness, Brian
Anderson, Sean Mullin, Paul Colman y algunos más de los nuestros, sentados en la
parte trasera del pub. Fue maravilloso encontrar gente de Belfast.
Esa noche Paddy celebraba su fiesta de cumpleaños y fui al piso de Rondu Road,
en el que vivían muchos de Belfast. En aquella ocasión conocí a Carole Richardson,
la novia de Paddy, y a su amiga Lisa Astin. Eran chicas jóvenes y guapas pero no me
impresionaron mucho, aparte del hecho de que eran muy jóvenes e inglesas. Allí se
congregó un grupo de gente muy maja, todos muy despreocupados y abiertos. Y lo
que más me gustó de ellos es que fumaban muchos canutos.
Durante las tres semanas siguientes nuestra vida fue bastante regular.
Trabajábamos en la obra de lunes a viernes, íbamos dos o tres tardes a la semana a
casa de Hughie, y pasábamos otras dos o tres veladas con los amigos de Paddy y
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Armstrong. Con Hughie teníamos una rutina muy bien establecida. Tomábamos el té
que nos hacía Kate, luego íbamos al Conservative Club, aunque hacíamos una parada
antes en el pub Bridge House para beber un par de pintas. En el Club jugábamos a las
cartas o al snooker y a las once volvíamos al albergue.
Un viernes por la noche fuimos a un baile en la sala Carousel de Kentish Town
Road. Tocaba un grupo de Belfast llamado los Wolfhounds. Aquello estaba lleno de
irlandeses, entre ellos algunos miembros de mi familia y también Frank Keenan, un
tío de Benny. Mi tía Annie estaba allí sentada con Hughie y Kate y, como no se
conocían, le presenté a Benny. Se pasaron media fiesta hablando de nuestro país, de si
su familia era de la calle de Abyssinia y la de él de la calle de Cairns, y de que si
Benny conocía a su hermano Robert y ella conocía a su tía. Congeniaron mucho y, en
una fecha posterior, muchos de los detalles que salieron de la boca de mi tía se
repitieron en una comisaría de policía de Guildford y constaron como prueba de que
Benny Hill y Annie Maguire se habían reunido varias veces antes de esa noche y no
por razones sociales.
Estábamos ganando una suma de dinero razonable, once libras al día más nuestro
subsidio, pero Benny y yo siempre aspirábamos a algo mejor. Al cabo de tres
semanas, Benny dijo que podíamos ganar catorce libras en una obra al lado de
Piccadilly, así que dejamos el trabajo de Camden Town el viernes y el lunes por la
mañana nos fuimos al West End. No tuvimos suerte. No había nada, aunque nos
dijeron que tal vez conseguiríamos algo si nos sacábamos el permiso de trabajo, el
cual tardaríamos una semana en obtener. En fin, que íbamos a tener que vivir del
subsidio y de lo que pudiéramos lograr con nuestro ingenio.
Ese mismo lunes fuimos a Rondu Road para ver si había alguien allí. La casa
estaba vacía y la puerta abierta. Entramos y nos llevamos alguna que otra cosilla, que
vendimos en una tienda de objetos de segunda mano. Luego, nos mantuvimos a flote
con algunas buenas ganancias en el local de apuestas, con un 7 a 1 incluido, Hard
Attack, al que el yóquey irlandés Tony Murray consiguió hacer ganar por una cabeza
en el Captain Ryan Price. Benny se quedó en el pub, pues no le iba mucho el juego,
mientras yo entraba y salía apostando, cada vez más excitado al ver que la suerte me
sonreía. Una de las veces que fui del pub al corredor de apuestas, me encontré con un
tipo al que conocía del albergue. Estaba leyendo el tablón de anuncios con los
mensajes escritos a mano: «Gran pecho en venta o clases de francés». Los señaló y
me dijo que eran anuncios de prostitutas. Yo nunca había caído en ello.
—Me estás tomando el pelo —dije.
—No, en serio. Todas son putas. —Golpeó el cristal del tablón de anuncios—.
Viven en sitios muy fáciles de desvalijar. Y siempre tienen algo de pasta en casa.
Entendí su sugerencia y copié algunos números de teléfono.
Esa noche teníamos un poco de dinero de mis ganancias y nos fuimos en busca de
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Dublin Joe a los bares que decía frecuentar en Kensington. Uno era el KPH, el
Kensington Park Hotel, de Ladbroke Grove, pero el camarero me dijo que no le
conocía. Fuimos a otro pub que Joe había mencionado, el Elgin, y tampoco le
encontramos allí. De todas formas, le compré droga a una negra que estaba en ese bar
y me puse ciego.
Nos preguntábamos cuánto tardaríamos en estar sin blanca otra vez y me acordé
de lo de los pisos de las prostitutas. Hurgué en los bolsillos hasta encontrar el trozo de
papel en el que había anotado los números y telefoneé a una de las de pechos grandes,
fingiendo ser un cliente interesado en sus servicios. Me dio una dirección en
Bayswater.
Benny se fue al albergue a dormir, pero yo quise darme un pequeño paseo por
Kensington Gardens hasta Bayswater. Encontré la casa. Era una vivienda en el
sótano. No se veía luz en las ventanas, o sea que o bien estaba dormida o divirtiendo
a un cliente a oscuras o había salido. En la esquina de la calle había una cabina
telefónica y marqué de nuevo el número, con la intención de colgar si respondía. Pero
la señal sonó una y otra vez y nadie descolgó el aparato. En esa época todavía no se
utilizaban los contestadores automáticos. Había salido.
Era la una de la madrugada. Me metí en la zona del sótano y me quité el abrigo
que llevaba, una chaqueta Harrington que pertenecía a Benny. La puse contra la
ventana y di un golpe con el codo. Se oyó ruido de cristales rotos. Me quedé inmóvil,
escuchando, pero no oí nada. Entonces empecé a ensanchar el agujero quitando
trozos de cristal del marco de madera. Me corté la mano, pero al final conseguí hacer
un agujero lo bastante grande como para pasar por él.
Yo no llevaba linterna y la habitación estaba iluminada sólo por el resplandor
naranja de las luces de la calle. De repente apareció un perro pequeño, un chihuahua,
gruñendo y ladrando alrededor de mis tobillos. Era un perro estúpido, aunque
evidentemente intentaba cumplir con su deber, así que le cogí y traté de hacerle callar,
pero siguió ladrando. Le lancé al sofá y procuré no hacerle caso. Empecé a abrir
cajones, tirando ropa y papeles por todas partes. El perro no se rendía, se me tiraba a
las piernas y me mordía los tobillos. Le di una patada para que se quedara
inconsciente y se callara. Quedó tendido en el suelo, pero cuando me marché de la
casa parecía recuperado.
Miré a mi alrededor y deseé haber tenido una furgoneta para llevarme todo
aquello. Era una casa como las de la alta sociedad, llena de lujosas alfombras y un
equipo de música muy caro, pero seguí revolviendo el lugar en busca de algo portátil
por lo que hubiera merecido la pena entrar allí. Había un pequeño dormitorio. Abrí el
armario y encontré una bolsa, algo parecido a las bolsas que se utilizan para guardar
comida en el refrigerador. A través del plástico vi que estaba llena de billetes. Cuando
los conté, descubrí que había unas setecientas libras.
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Ahora, dieciséis años más tarde, no me siento nada orgulloso de lo que ocurrió
esa noche. Exactamente un año y una semana después del robo, un tribunal inglés me
declaró culpable de cinco asesinatos, de atentado con explosiones y de conspiración,
y según el juez inglés mi condena no iba a ser inferior a treinta años. En realidad,
desvalijar un piso es el delito más grave que he cometido en toda mi vida.
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ARRESTADO EN BELFAST
En cierto momento del verano de 1974 el IRA decidió iniciar una campaña de
atentados con bombas en Inglaterra. Muchas de las personas con las que crecí en el
oeste de Belfast terminaron en la cárcel por las actividades del IRA. Algunos de ellas
habían ido a la escuela conmigo. Ni los tipos con los que salía a beber ni quienes
gritaban a mi lado animando a su caballo en el local de apuestas estaban metidos en
ello. Pocos, por no decir ninguno, sabían nada de esa campaña, aparte de lo que leían
en la prensa.
La decisión de empezar esa campaña en Inglaterra se tomó, como supe más tarde,
en la República de Irlanda, no en Belfast. La gente que la realizó fue elegida
especialmente por su sangre fría, su dedicación absoluta y su habilidad para
esconderse por un tiempo. Cuando salían de nuevo a la luz, con nombres falsos,
elegían sus objetivos (organismos oficiales y militares), y uno de los primeros que
escogieron fueron dos pubs de Guildford, en Surrey, frecuentados por soldados libres
de servicio procedentes de los campamentos de instrucción de las cercanías.
Así, la noche del 5 de octubre de 1974 esos hombres colocaron bombas de
relojería en dos pubs de Guildford: el Horse and Groom, y el Seven Stars. Fue una
atrocidad terrible. Cinco personas resultaron muertas y otras muchas gravemente
heridas y mutiladas. Sé muy bien lo horrible y cruento que fue, ya que, como
acusado, tuve el privilegio de ver las fotografías tomadas por la policía.
Pero cuando ocurrieron los atentados de Guildford, aquello apenas me
impresionó. La primera vez que Benny se marchó a Southampton a ver a Gina era un
sábado, y al día siguiente yo estaba en el dormitorio hablando con Paddy Carey
cuando Benny regresó. Recuerdo que dijo que el tren de regreso había sido desviado
en Guildford, donde el Ejército Republicano había puesto unas bombas la noche
anterior, y que tenía el periódico del domingo. Leímos la noticia del atentado, pero, si
habías vivido los enfrentamientos callejeros de Belfast, el Viernes Sangriento y lo del
McGurk’s Bar, y sabías todo acerca del Domingo Sangriento de Derry, esas noticias
no te impactaban demasiado, sobre todo si eras una persona como yo.
Desvalijé el piso unos diez días después. A la mañana siguiente, contamos el
dinero y había tanto que empecé a ponerme algo nervioso. Recordaba haber dejado
mis huellas digitales por toda la casa, porque estaba muy colocado y abstraído, así
que, como no teníamos que ir a trabajar, le dije a Benny que por qué no íbamos a
Manchester con el dinero a ver a mis tíos Willie y Anne McCann. De ese modo nos
quitaríamos de en medio por un tiempo. El miércoles nos marchamos, pero antes
fuimos de compras a la calle Alta de Camden y me compré un abrigo afgano y unos
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pesados zuecos de esos que estaban de moda en aquella época. Benny también se
compró un abrigo afgano y unos zapatos de plataforma de color rojo y crema.
Salimos caminando, o mejor dicho tambaleándonos, de la tienda y pensando que
parecíamos un par de estrellas del rock, unas imitaciones de Marc Bolan y Gary
Glitter.
En Manchester pasamos unos días tranquilos. Íbamos al cine, salíamos a beber,
yo iba a apostar y, cuando regresamos a Londres el sábado por la mañana, apenas nos
quedaba dinero.
Estaba cayendo en la misma rutina que había dejado en Belfast y, para vivir de
ese modo, era mejor regresar junto a la familia. Londres no había estado a la altura de
mis expectativas. Nada de luces brillantes y éxito. En vez de eso, compartía una
habitación con dos personas en un miserable albergue. No había conocido a nadie
interesante, a excepción de John Conteh en un café, justo cuando acababa de ganar el
título mundial, pero ni siquiera me telefoneó para invitarme a una pinta. Me estaba
juntando con inadaptados sociales, y desde luego yo, en esa época, era uno de ellos.
Había robado setecientas libras y ahí estaba, a los tres días, otra vez a cero. En
Londres no hice amistades auténticas, sólo Benny y mi familia, a los que, por otro
lado, ya conocía. Empecé a pensar que Belfast era mucho más divertido, a pesar de
sus problemas. Echaba de menos a mi gente y me sentía vulgar y deprimido,
terriblemente solo y vulnerable.
Benny se marchó a Southampton y yo me acerqué al Memphis Belle; allí me
tomé unas pintas, perdí algunas apuestas y empezaba a sentirme aún más deprimido
cuando, de repente, como caído del cielo, alguien me ofreció una pastilla de LSD.
Nunca había tenido un viaje de LSD. Carole y Paddy ya lo habían probado, así
como muchos de sus amigos, y creí que había llegado el momento de que me iniciara.
Pero jamás me habían contado nada del ácido, no conocía las normas básicas de esa
droga: tenías que tomarla en momentos en que te sintieras feliz y seguro, y estar con
otra gente que supiera de qué iba el rollo. Pensé que bueno, que muy bien, que me lo
tomaría y tal vez me levantase el ánimo. Hurgué en mis bolsillos, saqué todo el
dinero que me quedaba y me tragué la pastilla con una pinta de cerveza.
Si no hubiera sido un completo ignorante acerca del LSD, probablemente habría
soportado la experiencia; pero el efecto del ácido me produjo una terrible conmoción.
Al cabo de unos tres cuartos de hora, me encontré de pronto ante paredes que se
movían y luces que destellaban, grandes estallidos de color ante mis ojos y una
especie de sensación eléctrica y sibilante en mi interior. Tuve miedo de volverme
loco, porque aquello duró mucho, muchas horas; esa sensación de que mi cuerpo ya
no me pertenecía, con todo moviéndose a mi alrededor, todo distorsionado. Tenía
grandes temblores y me sentía absolutamente confundido. Aparte de eso no recuerdo
mucho más del viaje, sólo que en un momento determinado tomé la decisión de
regresar a Belfast. Me sentía muy deprimido, nunca en mi vida lo había estado tanto,
y muy autocrítico. Londres me parecía un auténtico desastre. Había ido allí en busca
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de un poco de estabilidad, pero había perdido el trabajo y empezaba a presentir que la
pasma me pillaría robando en un lugar u otro.
Mucho después, el sacerdote del albergue recordaría lo extraño que estaba yo esa
noche, con mi abrigo afgano, muy alterado e incapaz de sentarme ni de relajarme. Me
encontraba en su despacho pidiéndole que me devolviera el adelanto de una semana
de alojamiento que le había dado, para poder así regresar a Belfast. No quería
dármelo porque pensaba que estaba al borde de un ataque de nervios y me preguntó
que si necesitaba un médico, pero yo me fui a mi cuarto y me tumbé en la cama.
En la habitación había un tipo nuevo llamado Paddy Hackett, un profesor de
Irlanda del Sur. Más tarde recordó que yo le había molestado pidiéndole dinero para
el billete. Según contó, le decía que estaba destrozado y que quería largarme, y me
dio unas pocas libras. Finalmente, volví a ver al sacerdote y me dio las cinco libras
que me faltaban para comprar el billete. Me dijo que tuviera cuidado y que no hiciera
dedo. Llamó a la estación para hacer la reserva, pero el tren a Heysham ya había
salido. Sin embargo, había uno que iba a Holyhead y conectaba con el transbordador
de Dublín. Yo dije que, si no quedaba otro remedio, volvería a Irlanda por esa ruta.
No recuerdo en absoluto esa conversación, tan confundido estaba por el ácido.
Recogí mis pocas pertenencias y me las apañé para llegar a tiempo a la estación.
Cuando me marché de Hope House llovía a cántaros, igual que el día que llegué allí,
exactamente cuatro semanas antes.
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—Perdí el tren de Heysham, y éste es el único barco que va a Irlanda esta noche.
—Comprendo. Dame la dirección en Londres y la de Belfast.
Le di la dirección de Quex Road y la de mis padres. Quiso saber también los
nombres completos de éstos. Después dijo:
—Muy bien, hijito. Quédate ahí.
Entró en un despacho y yo me quedé allí, acordándome de sus muertos porque me
haría perder el barco. Finalmente, al cabo de unos diez minutos, salió.
—Vale, chico. Puedes marcharte.
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de ácido hubo una laguna de varias horas en mi vida, apenas me acordaba de nada.
No sabía qué hacer conmigo, pero ya tenía veinte años y tal vez debía poner orden en
mi vida y darle algún sentido.
Volví a encontrarme con Pat Kane. Había estado en Inglaterra en la misma época
que yo e incluso me buscó por Southampton. Si tenemos en cuenta lo que me ocurrió
después, Pat tuvo mucha suerte al no encontrarme.
Una noche, me encontraba con Pat cuando nos detuvieron los soldados al vernos
discutir y forcejear en la calle con otros dos chicos, por asuntos de chicas, supongo.
La patrulla británica nos vio, nos metió en su coche y nos llevó a su cuartel. Nos
preguntaron el nombre y la edad y comprobaron por radio si teníamos antecedentes.
Yo no mencioné que acababa de volver de Inglaterra y Pat tampoco lo hizo, pero
llegó el sargento y me preguntó que qué había estado haciendo en Inglaterra. Me di
cuenta de que debían de tener mi ficha de la noche que regresé por Holyhead. Tuve
que dar la dirección en la que había estado y nos retuvieron allí media hora más y
luego nos soltaron.
Pasaron dos o tres semanas y yo llevaba una vida tranquila, levantándome tarde y
ganduleando. Un viernes, me levanté a eso de las once de la mañana cuando mi padre
volvió a casa y me dijo que acababa de encontrarse a Lily Hill, la madre de Benny, en
la panadería de la calle de Leeson. La mujer le contó que había recibido una llamada
telefónica en la que le decían que la policía había detenido a Benny en Inglaterra,
pero ella no sabía por qué.
—¿Os metisteis en algún lío en Inglaterra, Gerry?
—No, papá, no hicimos nada —respondí, pues yo no creía que el arresto de
Benny tuviera nada que ver conmigo.
Esa noche, la del viernes, dos amigos me llamaron para salir a tomar una copa,
pero yo no tenía dinero. Mi padre había salido a tomar algo al Engineers Club y mi
madre trabajaba en el turno de tarde. En casa sólo estaba la abuela, que aunque en
aquella época vivía en los pisos de Divis no dejaba de venir por casa ni un solo día.
—Sal con ellos, Gerry —me dijo—. Te daré dinero para que te tomes algo.
—No. Dámelo mañana.
Así que me quedé en casa y por eso vi el noticiario en televisión, en el que
contaron que habían detenido a un hombre por el atentado de Guildford y aparecía
una imagen suya saliendo de un coche patrulla con una manta que le tapaba la
cabeza. Nada más verle supe que era Paul Hill. La imagen duró apenas dos segundos,
pero reconocí sus pantalones, sus zapatos y su forma de caminar.
Me reí y bromeé, porque sabía que él no había hecho lo que decían en el
informativo; yo lo hubiera sabido, ¿no? Mi abuela seguía insistiendo en que saliera a
tomar algo y yo le dije:
—¿Quieres callarte, abuela? Ya me darás dinero mañana.
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Mi hermana Ann andaba por allí con su amigo, ocupados en sus cosas. Yo
bromeaba con la abuela.
—Tengo que volver a casa —decía ella una y otra vez.
Eran aproximadamente las nueve de la noche, así que le desabroché la cremallera
de las zapatillas y las tiré a la calle, diciendo:
—Ahora tendrás que quedarte a dormir aquí, Mary Catherine.
De todos modos se fue a su casa, pero no pudo darme dinero para tomar una copa
la noche siguiente ni ninguna otra noche. Me acosté y nunca más volví a ver a mi
abuela en nuestra casa.
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me dejarían libre en seguida, que podría ir a hacer apuestas y ver las carreras de
caballos en televisión. Aquello no era nada, un simple control rutinario, ese tipo de
cosas que ocurrían continuamente donde yo vivía.
Springfield Road es la comisaría central de policía en la parte oeste de Belfast.
Era, y es, un puesto de mando militar fortificado, completamente encerrado tras una
jaula de redes de metal y alambradas de espinos. En el exterior patrullaban vehículos
blindados, revolviendo el barro. Eran las siete de la mañana cuando dos grandes
puertas de hierro acanalado se abrieron para dejar paso al diminuto coche de policía.
Me llevaron a la planta superior, a un despacho en el que había tres policías.
Estuve media hora allí sentado. Dos de los polis no me hicieron el más mínimo caso,
pero el tercero se me acercó y me dijo:
—¿Sabes por qué estás aquí?
—No, ¿y usted?
Negó con la cabeza.
—Tiene que ser algo serio. El gran jefe quiere verte en persona.
Luego, me condujeron ante el escritorio del sargento de guardia y le dijeron:
—Éste es Conlon. Ya conoces las instrucciones. Nadie puede verle y nadie puede
ponerse en contacto con él hasta que llegue el señor Cunningham. Está en cuarentena,
¿de acuerdo?
Me encerraron en una celda, una caja de cemento sin ventanas e iluminada por un
fluorescente en el techo. En una esquina había un poyo de piedra lo bastante largo
como para tumbarse en él, con una delgada colchoneta de goma encima. Por lo
demás, el recinto estaba vacío. Me quitaron los cordones de los zapatos y, mientras yo
caminaba perplejo hacia el centro de la celda, la puerta de acero se cerró a mis
espaldas y el cerrojo se encajó con un fuerte sonido metálico.
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Si eres fumador, la primera preocupación que tienes cuando te ves solo en una
celda son los cigarrillos. ¿Te bastarán los que te quedan? ¿No tienes ninguno? Los
míos se habían quedado fuera. Miré a mi alrededor y vi un timbre junto a la puerta.
Llamé.
—¿Podrían darme mis cigarrillos?
—No. Cuando quieras fumarte uno, llamas al timbre y vendremos a encendértelo.
En la celda no se pueden tener cerillas.
Las horas pasaban tediosamente, pero yo no sabía cuántas porque no llevaba
reloj. No tenía nada que hacer, a excepción de pensar que me estaba perdiendo las
carreras de caballos y preguntarme quién habría ganado la de la una y media, la de las
dos, la de las dos y media. De vez en cuando, llamaba para pedir un cigarrillo y decía:
—Me estoy volviendo loco aquí dentro. ¿Pueden dejarme un periódico?
—Los periódicos no están permitidos.
—¿Puedo ir al servicio?
Me escoltaron hasta el servicio y noté que algunos de los otros policías me
miraban divertidos, como si supieran algo que yo no sabía.
—¿Les importaría decirme qué coño pasa?
Pero ellos se limitaron a encogerse de hombros y a responderme que ya lo sabría
cuando llegara el jefe. Les pregunté:
—¿Me pueden decir si hoy ha ganado United?
—No, no podemos. Vas a pasar la noche aquí, así que, acuéstate, ¿vale?
Me dormí, me desperté y volví a dormirme.
De repente, pasada la medianoche, oí ruido de pasos en el corredor. Me desperté y
me apoyé sobre un codo, preguntándome si debía llamar para pedir un cigarrillo. Me
levanté y en aquel momento oí un tintineo de llaves y la puerta se abrió. Entraron dos
policías. Uno era un hombre grande y corpulento, el otro tenía una estatura normal y
una constitución más delgada.
—¿Nombre?
—Gerald Patrick Conlon.
Luego siguieron con la monserga de mi dirección y la fecha de nacimiento, y el
más pequeño de ellos me preguntó:
—¿Sabes por qué estás aquí, Conlon?
—No.
—¿Conoces a Paul Michael Hill?
—Conozco a Paul Hill, no sé si se llama Michael.
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El más pequeño de los dos, un inspector de policía llamado McCaul, sacó una
fotografía.
Era la típica foto policial de una persona con la espalda contra la pared. Llevaba
un jersey de cuello alto, de color amarillo canario, y unos pantalones de espiguilla.
Miraba a la cámara y yo conocía muy bien ese rostro.
—Oh, sí, es mi amigo Benny Hill.
McCaul cerró el puño y me golpeó en la nariz.
—Ahora ya sabes por qué coño estás aquí.
Me llevé la mano a la dolorida nariz y retrocedí.
—No, no lo sé.
Tal como testifiqué en el juicio, McCaul dio un paso adelante, lanzó una patada
que me alcanzó en la barbilla y luego quiso volver a golpearme con el puño. Pero el
poli más grande, que resultó ser el superintendente Cunningham, le detuvo y dijo:
—Tienes diez minutos, Conlon, diez minutos para recordarlo todo. Prepárate para
contárnoslo.
Se marcharon. La nariz me sangraba y me quedé allí, sentado en el poyo de
dormir y demasiado confundido para pensar.
Cuando la puerta se abrió de nuevo, entró sólo McCaul.
—Vamos, Conlon, dime por qué estás aquí.
—Ya he dicho que no lo sé.
—Claro que lo sabes. Y nosotros lo sabemos porque tu amigo nos lo ha contado.
McCaul me agarró del pelo, me puso en pie y me llevó a rastras hacia la puerta.
De repente, en el umbral aparecieron dos hombres detrás de McCaul, y uno de
ellos entró en la celda.
—Somos policías ingleses, Conlon. Soy el sargento Jermey y él es el inspector
jefe Grundy. Estamos investigando un asunto, un asunto muy serio, por cierto, y
pensamos que puedes ayudarnos.
—No creo —conseguí decir.
Grundy habló por primera vez:
—Venga, vamos a llevarle arriba.
McCaul aún me tenía agarrado por el pelo y me llevó a rastras fuera de la celda y
hacia la escalera. Pasamos junto a un grupo de soldados y McCaul gritó:
—¡Mirad, éste es uno de los hijos de puta que hizo lo de Guildford!
Guildford. Era la primera vez que alguien mencionaba esa ciudad, pero yo nunca
había estado en Guildford, ni en el Guildford de Surrey y ni siquiera, por todos los
santos, en el Guildford de County Down.
McCaul me agarró por el cuello de la camisa, tiró de mí escaleras arriba y me
hizo entrar en un despacho. Se quedaron todos de pie rodeándome y Grundy empezó
el interrogatorio.
—Tenemos razones para creer, Conlon, que participaste en un atentado con
bombas que perpetró el IRA y mató a cinco personas en Guildford, en Surrey. ¿Tienes
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algo que decir?
Debí de tambalearme o se me doblaron las rodillas, porque pusieron una silla
junto a mí para que me sentara.
—Yo no lo hice —contesté.
Los miré uno a uno y vi que no me creían. Lo intenté de nuevo:
—Nunca he estado en Guildford. Nunca he puesto ninguna bomba. No soy del
IRA. Mi familia ni siquiera es republicana. Pregunten a quien quieran.
Al principio, Grundy no dijo nada. Luego, con movimientos pausados, abrió su
portafolios y sacó una carpeta que contenía varias hojas de papel. Me las pasó para
que las leyera.
—Si eso es cierto, ¿cómo explicas esto?
Había cuatro o cinco páginas, escritas a mano, y reconocí la letra de Benny Hill.
Aquí y allá aparecía mi nombre rodeado de círculos rojos. Empecé a leer. Era como
una fantasía, una absoluta ficción. La declaración decía que yo había llevado a Benny
a conocer a un tipo del IRA llamado Paul y a otro llamado Dermont y que vestía un
largo abrigo negro y no cesaba de golpearse el costado para demostrar que llevaba
una pistola. Venía luego cantidad de chorradas sobre una chica llamada Marion, que
me había enseñado a fabricar bombas, y muchas otras sobre cómo Benny, yo, Paddy
Armstrong, dos chicas de identidad desconocida y ese tal Paul habíamos ido en dos
coches a Guildford a poner las bombas.
Cuando terminé de leer, me sentí invadido por una oleada de incredulidad.
—Son todo mentiras, señor —me limité a decir.
Noté un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza y McCaul dijo:
—Pero es tu colega, tú mismo has dicho que es tu mejor amigo. ¿Por qué iba a
decir todo eso de ti tu mejor amigo si no fuera verdad?
—No lo sé, señor. No lo sé.
Era todo lo que podía decirles, pero pareció que los enloquecía. Todos me hacían
preguntas a la vez, gritando e insultándome. McCaul me golpeó de nuevo, me dio
codazos en las costillas y en la espalda y patadas en los muslos.
—¿Cuándo sucedió todo eso? —pregunté finalmente—. ¿Cuándo se supone que
ocurrió?
—No se supone que ocurrió. Ocurrió de verdad. Y lo hiciste tú, hijo de puta
mentiroso.
—Yo no estaba allí. No estaba en ningún lugar cerca de allí. Díganme cuándo
ocurrió y yo les diré dónde estaba.
—En octubre.
—En octubre yo estaba en Londres.
—Ya lo sabemos. En octubre estabas poniendo bombas en Londres.
—No, estuve trabajando y también robé un poco. Eso es todo. Luego volví a casa.
¿Qué día de la semana era?
—Un sábado.
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Entonces pensé en mi tío Hughie, pensé que posiblemente estuviera con él, ya que
en esa época le veía unas tres veces por semana.
—Puedo probar que no fui yo —les dije—, porque siempre iba al Conservative
Club de Paddington con mi tío Hughie. Comprueben el registro de visitantes donde
yo firmaba.
Fue un disparo a ciegas, porque en el estado en que me encontraba no podía decir
de improviso lo que había estado haciendo un determinado sábado por la noche dos
meses antes, pero tuvo el efecto deseado. Los dos policías ingleses retrocedieron y se
miraron el uno al otro. Me dijeron que comprobarían esa información y que ya
volverían a verme más tarde. Sentí un alivio increíble cuando vi que se marchaban.
McCaul me llevó de nuevo a la celda, pero antes de dejarme dijo:
—Ponte contra la pared, con las piernas y los brazos separados. Quiero
registrarte. —Después de hacerlo añadió—: Volveremos a por ti muy pronto, Conlon.
No queremos que nos cuentes más mentiras. Será mejor que nos digas lo que
queremos oír.
La puerta se cerró a sus espaldas.
Me sentía muy mal, escupía sangre y tenía ganas de vomitar, pero no podía
porque no había comido prácticamente nada. Llamé al timbre e hicieron pasar a un
médico para que me visitara. Era un hombrecillo calvo que ahora sé que se llamaba
McAvinney. Me preguntó que qué me pasaba.
—Me duelen los testículos y los riñones.
El doctor McAvinney me tomó la presión sanguínea y me miró la garganta. Dijo
que tenía una infección renal y me recetó unas tabletas de antibióticos. Cuando se
marchó me tumbé e intenté dormir.
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soy del IRA y ustedes lo saben, ¿por qué no me encierran en Long Kesh?
—No te hagas el gracioso conmigo —dijo McCaul, golpeándome de nuevo en el
rostro—. Pronto desearás estar en Kesh.
—Lo estoy deseando ya.
Me parecía increíble, y aún me lo parece, que esos policías del Ulster pudieran
acusarme de poner bombas en Inglaterra, de ser miembro de un comando activo, de
ser un hombre itinerante. Los polis ingleses no sabían nada de Belfast y eran lo
bastante ignorantes como para creérselo todo. Pero aquél era terreno de la Real
Policía del Ulster. Lo único que tenían que hacer era salir y preguntar y en seguida
tendrían la respuesta. «¿Conlon? Es un rufián, roba en las tiendas, le gusta beber, es
un jugador empedernido. El IRA no lo querría ni regalado. Le echaron del Fianna».
Si salieron a preguntar, lo único que puedo hacer es suponer que se hicieron los
sordos ante las respuestas.
Hacia el mediodía aún no había vuelto a ver a Jermey ni a Grundy, los policías
ingleses, pero había visto de nuevo al médico sin ningún resultado concreto. Nunca
me dieron las medicinas que me recetó.
Entonces reaparecieron Jermey y Grundy y se hicieron cargo del interrogatorio.
Y, si no había podido convencer a McCaul y a Cunningham de que yo no pertenecía
al Ejército Republicano, ¿cómo iba a conseguir que me creyeran esos dos? Así que
siguieron con lo mismo de antes una y otra vez: ponte de pie, siéntate, contra la
pared. Yo les dije que no sabía nada de Guildford y que no comprendía por qué
Benny había contado esas cosas de mí. Y de repente me dijeron que iban a llevarme a
Inglaterra.
—¿Hay alguien ahora en tu casa? —quisieron saber—. Vamos a mandar que
traigan ropa limpia, tienes un aspecto asqueroso, Conlon.
Huelga decir que era verdad. McCaul y otro policía perverso me habían hecho
jirones la camisa manchada de sangre. Los tejanos estaban sucios y rotos, tenía la
nariz hinchada y me habían pisoteado los dedos de los pies.
Me trajeron la ropa limpia y me llevaron a un lavabo que se encontraba al final
del pasillo que llevaba a la recepción. Me quité la camisa y los pantalones y me lavé
lo mejor que pude, vigilado siempre por un agente de la Real Policía del Ulster.
Notaba que tenía moratones en la cara y me dolía la nariz. Me hubiera gustado ver mi
aspecto, pero allí no había espejo. Me mojé el rostro y el contacto con el agua me
hizo sentir bien. El olor del jabón me volvió a una cierta normalidad. Me puse la ropa
limpia, sabiendo que mi madre debía de haberla sacado del armario sólo una o dos
horas antes.
Con el pensamiento de mis padres reciente en la cabeza, salí del lavabo y los vi.
Me parecieron dos pequeñas figuras en el otro extremo del pasillo ante el despacho
de recepción. Hablaban apremiantemente con el sargento de guardia, le hacían
preguntas, y yo los llamé y eché a correr hacia ellos. Pero en un abrir y cerrar de ojos,
el policía me agarró del pelo y volvió a meterme en el lavabo. Me retuvieron allí
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hasta que se hubieron marchado, y me dijeron que no fuera tan estúpido y que no
volviera a hacer nada parecido. Mis padres no oyeron el jaleo. Más tarde supe que les
dijeron que, cuando ellos llegaron, yo ya estaba camino de Inglaterra.
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EL INTERROGATORIO EN SURREY
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Respondí en un susurro apenas audible. El sargento se inclinó hacia delante, me
cogió de la camisa y me atrajo hacia sí hasta que quedé tendido encima del
mostrador. Mi rostro estaba a pocos centímetros del suyo.
—¡Asesino, basura irlandesa, eres un animal! ¿Qué digo? ¡Un animal irlandés
asesino! Ahora dime tu nombre, tu fecha de nacimiento y tu dirección con palabras
que yo pueda entender.
Se lo dije y me soltó.
—Bien, desnúdate.
Eché un vistazo a mi alrededor, buscando a alguien que me indicará dónde ir. El
sargento comenzó a vociferar.
—¿Qué es lo que buscas, animal? ¡Te he dicho que te desnudaras, aquí mismo!
Empecé a quitarme la ropa, temblando de miedo. Pero mi sensación era de
absoluta incredulidad. Aquello no podía estar sucediendo, no podía sucederme a mí,
no podía suceder allí.
Cuando estuve completamente desnudo, me obligaron a que permaneciera de pie
mientras se burlaban de mí.
—Jesús, eso no parece gran cosa.
—Deberíamos cortársela.
—Tendrá una larga y jodida espera antes de que pueda volver a usarla.
Comencé a llorar. Algunos de ellos me abofeteaban mientras el resto se reía o me
empujaba o me golpeaba en la espalda. Luego, me llevaron a través de un corredor, se
abrió una puerta y me empujaron al interior de una celda. La puerta se cerró con
violencia detrás de mí, pero inmediatamente escuché que levantaban la mirilla de la
puerta para vigilarme.
En la celda sólo había un banco de madera y estaba helado. Era la primera noche
de diciembre y los dos pequeños ventanucos, en la parte superior de la pared y fuera
de mi alcance, tenían los cristales rotos. Me senté en el banco y comencé a temblar
inconteniblemente mientras el viento frío de la noche entraba en la celda. No tenía
sentido buscar un poco de comodidad en ese cuarto helado, no había absolutamente
nada, ni mantas, ni ropa, nada con lo que poder cubrirme.
Me eché a llorar otra vez, helado y aterrorizado. Me tendí en el banco de madera
y me encogí como un bebé. Pero, en cuanto lo hube hecho, la puerta se abrió con
violencia.
—¡Levántate, jodido animal irlandés asesino! —gritó una voz—. ¡No puedes
acostarte! ¡No puedes dormir!
Yo era como un animal, un animal del zoo, sucio, sin comida, sin nada para
beber. Me acurrucaba sobre el frío suelo de cemento o en el banco de madera,
tratando de entrar en calor. Pero ellos venían cada cinco minutos, abrían la mirilla de
la puerta y comenzaban a gritarme e insultarme.
—¡Levántate, arriba, basura! ¡Nada de dormir! ¡Nada de descanso! ¡No para ti,
animal! ¡Maldito irlandés hijo de puta!
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En ocasiones me invadía una terrible furia por lo que me estaba pasando.
—¡Soy inocente! —chillaba—. ¡No he hecho nada!
Ellos se echaban a reír.
—¿Oh, sí? Sólo has puesto una bomba y te has cargado a un montón de gente.
Sólo ha sido un jodido asesinato en masa.
Seguía sin poder creer lo que estaba pasando. Simplemente no podía entenderlo.
Al amanecer les pedí que me devolvieran la ropa.
—¿La ropa? Debes de estar de broma. Desde ahora no recibirás nada,
absolutamente nada.
Se hizo de día y la luz de la mañana entró en la celda a través de los ventanucos.
Pensé que las cosas mejorarían. Una vez que la noche había pasado comprenderían
que no podían seguir tratándome de esa manera. Pero nada cambió salvo el hecho de
que habían llegado policías de refresco y eran ellos los que se encargaban de
gritarme, insultarme y aporrear la puerta de acero de la celda. Las horas que pasaban
podían haber sido semanas. Yo temblaba violentamente y me sentía sucio y débil.
Entonces regresó Grundy. Se había cambiado de ropa. Tenía todo el aspecto de haber
dormido bien y su comportamiento hacía mí era más considerado. Me dio mi ropa.
—¿Cómo estás, Conlon?
—Señor, estoy helado y tengo miedo. Lo que me han estado haciendo aquí no
está bien. No he hecho nada de lo que dicen que he hecho.
Le pedí un poco de agua y me la dio. Mientras yo bebía, Grundy me dijo:
—Mira, ¿por qué no te facilitas las cosas a ti mismo? Sólo tienes que admitir que
pusiste la bomba, igual que tu compañero. Sólo tienes que decimos que lo hiciste tú y
te dejaremos en paz, nadie volverá a pegarte, podrás dormir y meter un poco de
comida en el estómago.
—Señor, yo no puse esa bomba. Lo único que he hecho ha sido robar algunas
cosas. Ésa es la razón por la que nunca me uní al IRA. No sé nada de ninguna bomba.
Grundy se encogió de hombros, me puso las esposas y me llevó a un coche de
policía. Nadie me dijo adónde me llevaban.
Era otra comisaría, esta vez en Godalming, a unos cuarenta kilómetros. Llegamos
a la una de la tarde aproximadamente y me llevaron directamente a la sala de
interrogatorios.
Estaban Grundy y Jermey otra vez, con las mismas preguntas que se repetían sin
cesar.
—Tu amigo Hill dice que aprendiste a fabricar explosivos.
—No sé absolutamente nada de explosivos. Lo único que he hecho ha sido fumar
porros y tomar ácido.
—Dice que fuiste a una casa de Brixton donde te enseñaron a preparar
explosivos.
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—¿Brixton? Jamás he estado allí.
—¿Conoces a una chica llamada Marion? Hill dice que fue ella quien te enseñó a
fabricar explosivos.
—No, no conozco a ninguna Marion. Lo juro por Dios. Nunca he tenido nada que
ver con explosivos.
—Estás negando todo lo que Hill dice que es verdad.
—Le estoy diciendo la verdad, señor. No tengo ni idea de qué va todo esto.
—Pero él es tu amigo, tú dices que él es tu amigo. Y, sin embargo, él asegura que
tú estabas metido en esto. ¿Por qué iba decir todas esas cosas de ti si no fuese verdad?
—No lo sé. No lo sé.
—Estás mintiendo, Conlon. Eres un bastardo embustero y asesino. Admítelo.
De pronto, recibí un golpe en la cabeza y luego otro. Después, Grundy le dijo a
Jermey:
—Sargento, estoy harto de esto. Quédate con él.
Grundy se marchó muy cabreado y regresó unos minutos más tarde.
—Sargento, ve a buscar a Hill —dijo con voz firme—. Le traeremos aquí para
que este jodido cabrón pueda verle.
Jermey se fue. Me quedé inmóvil en la silla, como si estuviese en trance o en
estado de muerte aparente. Incluso hoy soy capaz de recordar aquella habitación con
todo detalle. Había una ventana frente a la puerta y daba al aparcamiento de la
comisaría. Yo estaba sentado a la mesa, a un costado de la puerta, y había un reloj en
la pared opuesta. Eran las dos menos diez. Me encontraba exhausto. No había
dormido ni comido. Ni siquiera me habían dejado fumar. Seguramente debía de tener
un aspecto horrible y también debía de parecer aterrorizado.
Entró Benny, y Jermey le tenía cogido por el bíceps del brazo derecho. Benny
estaba fumando y sostenía el cigarrillo con la mano izquierda. Llevaba la misma ropa
que yo le había visto en la fotografía de Springfield Road. Parecían limpias y pulcras.
Apenas si me miró; sus ojos se encontraron con los míos y apartó rápidamente la
vista. Grundy me señaló con el dedo.
—¿Quién es éste, Hill?
—Gerry Conlon.
—Dile lo que hizo.
—Puso la bomba en Guildford.
Yo estaba rígido, completamente tenso. Grundy me tenía cogido del cuello de la
camisa.
—Benny, ¿por qué dices eso? —grité—. ¡Mírame a la cara y dime que yo lo hice!
¡Mírame!
Pero no lo hizo. Sus ojos estaban clavados en el suelo.
—Estoy diciendo la verdad —dijo—. Tengo la conciencia tranquila. Te dije que
hicieras lo mismo.
—Está bien, es suficiente —concluyó Grundy.
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Y se lo llevaron.
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Los miré mientras fumaban; yo me moría por dar una calada.
—¿Qué tal un poco de té? —dijo Grundy.
—¿Qué quieres, jefe, té con limón? —preguntó Jermey.
Salió de la habitación y regresó con dos tazas de té con limón. Nunca había oído
hablar del té con limón.
—Para ti no hay té, Conlon. Y no habrá nada para ti hasta que no confieses haber
colocado esa bomba. Nada de té, nada de comida, nada de cigarrillos hasta que hayas
confesado.
Cuando volvieron a arrojarme dentro de la celda para que pasara la noche, sólo
había bebido un par de vasos de agua en todo el día y no había comido nada. Los
policías se pasaron toda la noche golpeando la puerta de la celda con sus porras para
que no pudiera dormir. Me quedé sentado en el banco de madera mientras todo giraba
a mi alrededor.
A las diez de la mañana siguiente, martes 3 de diciembre, me llevaron
nuevamente a la misma sala de interrogatorios. No me habían dado nada para
desayunar. Continuaron con la misma rutina, abofeteándome, obligándome a
ponerme de pie, a sentarme, a ponerme de pie otra vez.
—A la mierda con esto —dijo Grundy—. Vete a buscar a Tim. Él le hará cambiar
de opinión.
Jermey regresó con un tío corpulento que parecía un delantero de rugby. Era el
inspector Timothy Blake. Yo estaba de pie, apoyado contra la pared con las piernas
abiertas, y Blake me cogió de las pelotas y tiró hacia abajo.
Me dijeron que las cosas podían ser fáciles o difíciles, que dependía de mí,
mientras Blake se quitaba la chaqueta y se arremangaba la camisa. Pude ver los
tatuajes que llevaba en los brazos. Resultó ser el sádico feliz que prefiere el camino
más duro para el detenido. Jermey se colocó detrás de la silla donde yo estaba
sentado y comenzó a buscar dos puntos precisos detrás de las orejas, justo allí donde
los lóbulos se unen al cráneo. Por un momento sus dos dedos corazón permanecieron
apoyados en ambos lóbulos y entonces, súbitamente, los apretó con fuerza contra mi
cabeza al tiempo que tiraba hacia arriba, arrancándome literalmente de la silla.
El dolor era indescriptible. Jermey estaba satisfecho. Se sentía orgulloso de esa
técnica para infligir dolor sin dejar marcas. Dijo que la había aprendido en la RAF.
Volvió a izarme y Blake me golpeó en los riñones. Yo gritaba de dolor. Era como un
niño al que le están haciendo daño y recuerdo que pensé que me matarían, que podían
matarme.
Blake tenía una mirada profunda. Me dijo que era católico y provenía de una
familia irlandesa, pero que los malvados bastardos asesinos como yo le ponían
enfermo. Dijo también que había visto a algunas de las víctimas del atentado y se
había sentido tan mal que pensaba que debían fusilarme o ahorcarme por ello. Estaba
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diciendo esas cosas y golpeándome y zarandeándome en el aire cuando la puerta se
abrió de golpe.
Eran dos policías de alto rango a los que no había visto hasta aquel momento, el
subjefe de policía Christopher Rowe y el inspector jefe Wally Simmons. Rowe era un
hombre alto y reservado, con bigote, mientras que Simmons era un hombre delgado y
apuesto. Rowe me miró, me dio unos golpecitos en el pecho, dijo que yo era culpable
y que me convenía hacer una declaración lo antes posible, y se marchó.
Simmons parecía muy enfadado. Hizo que Blake saliera de la habitación y les
dijo a los otros que me sentaran en la silla. Él se sentó en la mesa para poder mirarme
desde arriba.
—Ahora quiero que me escuches con mucha atención, Conlon, porque si no lo
haces puedes lamentarlo. Me encargo de este caso y estoy convencido de que eres
culpable.
—No lo soy —dije—, soy inocente. Se han equivocado de hombre.
Simmons se inclinó sobre mí y me propinó un terrible bofetón. Después continuó
hablando:
—Estoy tan convencido de que eres culpable, Conlon, que estoy preparado para
tomar algunas medidas, unas medidas inusuales, pero no desconocidas, para obligarte
a confesar. ¿He sido lo bastante claro?
Sacudí la cabeza, así que cogió el teléfono.
—Póngame con la comisaría de Springfield Road en Belfast, con el
superintendente Cunningham.
Se produjo una larga pausa, durante la cual Simmons siguió hablando conmigo.
—¿Tu madre se llama Sarah?
—Sí.
—¿Y trabaja en el hospital Royal Victoria?
No respondí, sólo cerré los ojos.
—Y tu hermana Bridget trabaja en… —Echó un vistazo a un papel que llevaba
con él—. ¿En una fábrica que está en Dublin Road? Ése es el lugar donde suelen
cometerse esos asesinatos sectarios, Dublin Road, ¿verdad, Conlon?
Tenía razón. La zona de Dublin Road era tierra de nadie, un lugar donde siempre
aparecían cuerpos acribillados a balazos.
No había que ser adivino para comprender lo que Simmons quería decir.
Para cuando le pusieron con Cunningham, yo estaba temblando y me eché a
llorar. Simmons se identificó.
—Verá, este pequeño bastardo de Conlon no está cooperando. ¿No podría
preparar un pequeño accidente en su distrito, algo que le persuada a cambiar de
actitud?
Simmons me cogió del pelo y me levantó la cabeza para que la oreja quedase a la
altura del auricular. No alcancé a escuchar lo que decían al otro lado de la línea.
—¿Quiere repetirlo? —dijo Simmons—. Hay interferencias en la línea.
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—Sí —oí que decía una voz—. Estoy seguro de que podemos arreglar algo así.
Simmons me empujó hacia atrás, dijo que volvería a llamar más tarde si era
necesario y colgó.
—Muy bien, Conlon. Ahora depende de ti. Te dejaré solo para que lo pienses.
Yo lloraba y temblaba sin poder controlarme.
—¿Qué piensa hacer? Mi familia no ha hecho nada.
—Lo que pueda ocurrirle a los miembros de tu familia está en tus manos, Conlon.
No pienso seguir perdiendo el tiempo contigo.
Abandonó la habitación.
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11
DECLARACIONES Y RESPUESTAS
No sabía qué era lo que debía escribir, de modo que se lo pregunté a Jermey. Era
como un niño hablando con su maestra de inglés. Jermey dijo que tenía que empezar
por poner que estaba escribiendo esa declaración por mi propia voluntad y que había
sido advertido de ello. Me indicó luego que describiera cómo llegué a Inglaterra,
cómo conocí a Benny Hill y cómo me trasladé a Londres. Ya me traería después las
declaraciones de Benny y me permitiría copiarlas.
Escribí tres o cuatro páginas de cosas sin importancia y pensé que debía incluir
algunos detalles sobre explosivos, el IRA o armas. De modo que puse que Benny
estaba muy comprometido en la lucha republicana y que la policía estaba vigilando a
su familia en Londres. Añadí que el IRA buscaba a Benny para que hiciera un trabajo
para ellos y que el capataz de Camden estaba implicado. Decidí escribir eso porque la
obra de Arlington Road figuraba en la declaración de Benny, donde él decía que el
IRA nos había proporcionado los puestos de trabajo. Benny declaraba también que
habíamos almacenado explosivos en el almacén de cemento de la obra. El capataz era
completamente inocente y jamás ha sido procesado por nada de lo que dijimos, pero
el simple hecho de que yo repitiera su nombre debió de causarle un gran sufrimiento.
Después de escribir todo eso me quedé en blanco. Jermey me enseñó la
declaración de Benny, en la que hablaba de las lecciones que habíamos recibido de
una chica llamada Marion para fabricar explosivos. Me leyó algunos párrafos. Benny
había escrito que las «lecciones» tuvieron lugar en un piso de Brixton, pero en su
segunda declaración cambió la localización a un piso en Rondu Road, Kilburn.
Comprendí que se refería a la casa de McGuinness, aunque no nombró a ninguno de
los miembros del Memphis Belle que vivían allí. Escribí una versión del mismo
suceso, pero añadí que, en aquel momento, me encontraba pasado de ácido y no sabía
dónde me encontraba ni qué estaba pasando. Y afirmé que no conocía a esa chica.
Volví a quedarme atascado. Jermey dijo que debería describir los explosivos que
había allí.
—Nunca he visto un explosivo en mi vida. No sé qué aspecto tienen.
—En su declaración, Hill dice que parecía azúcar moreno, pero no pongas azúcar.
Va a parecer que os habéis puesto de acuerdo.
Así que lo cambié por arena. Escribí algo sobre una caja que contenía arena.
También recordé que Benny había escrito algo acerca de unos relojes, de modo que
puse que vi un reloj fijado a la caja.
Volví a quedarme en blanco. Jermey me dijo que escribiera cómo había seguido
en el proyecto del atentado, y me inventé un cuento increíble acerca de que Benny me
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amenazaba con decirles a los «chicos» de Belfast que yo estaba metido en las drogas.
Tenía miedo de que me liquidaran por estar enganchado a las drogas, y ésa fue la
razón por la que acompañé a Benny y a Paddy Armstrong. Benny había escrito
mucho sobre Paddy, de modo que pensé que era mejor que le incluyera en mi
declaración. Afirmé que estuvimos dando vueltas con el coche y que Benny me dijo
que fuese a un pub con una chica. Yo no la conocía. Escribí también que la chica
llevaba un bolso, pero que yo ignoraba qué había en el interior, y que Benny me
advirtió que no le contara a nadie dónde había estado y que yo le pregunté que por
qué no.
En un par de ocasiones, mientras yo seguía escribiendo, Jermey salió de la
habitación para buscar las declaraciones de Benny con el fin de que yo pudiese copiar
algunos fragmentos. Cuando hube terminado dejé caer el bolígrafo. La historia que
había inventado decía que sí, que fui en aquel coche a Guildford, entré en el pub con
una chica a la que no conocía y nos marchamos, pero que nunca supe, nunca me di
cuenta, de que se trataba de un atentado con explosivos. La declaración no pretendía
ser convincente, pero, extrañamente, hubo un momento en que me vi a mí mismo en
la escena que estaba describiendo. Cerré los ojos y me dije: ¡Dios mío, tal vez estuve
allí! Recordé mi viaje con el ácido y cómo borré de mi mente la mayoría de las cosas
que me habían sucedido. Así que, por un instante, tuve la horrible sensación de que
quizá me encontraba bajo los efectos del ácido y fui a Guildford sin saberlo. Me
sentía completamente exhausto y alucinaba con que las cosas que acababa de escribir
eran ciertas. Luego, recobré el control, pero tal vez todo ello le dio a la declaración un
barniz de autenticidad. En cualquier caso, los policías estaban encantados. Jermey
tenía una expresión triunfante. Se marchó, hizo que le pasaran a máquina mi
confesión y firmé todas las páginas y puse mis iniciales en cada uno de los errores de
mecanografía corregidos. No volví a leer la declaración completa, pues me
encontraba completamente agotado.
Me llevaron abajo de nuevo y me metieron en una celda.
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las espinillas, me dolía la parte inferior de la espalda, alrededor de los riñones, y
cualquier movimiento que hacía me producía agudos dolores. Me dolían también el
estómago y los testículos y sentía que me latía la cabeza; no había una sola parte del
cuerpo que no me doliese.
No podía concentrarme en lo que había hecho en la sala de interrogatorios, en la
declaración que había firmado. Mientras redactaba mi declaración traté de
convencerme a mí mismo de que ningún jurado podría condenarme por algo que no
había hecho, por algo tan terrible como aquello. Incluso pensaba que las cosas no
llegarían hasta ese punto, que la policía entraría en razón y me dejarían en libertad.
Pero ya lo había olvidado todo y estaba totalmente confuso. Las últimas horas no
existían, no eran importantes, no tenían ningún sentido. Habían dejado de golpearme
y eso era lo único que importaba.
Sólo que incluso entonces, incluso después de haber cooperado, las tácticas de
terror seguían funcionando. De vez en cuando, el policía que hacía el turno de noche
abría la mirilla de la celda. Si yo mostraba signos de estar dormido, comenzaba a
aporrear la puerta de acero con su porra y se ponía a gritar como un energúmeno.
—¡Despierta, maldita sea! ¡Despierta! ¡No puedes dormir, jodido bastardo!
Tenía la sensación de que le hubiese gustado tener mi cabeza en la punta de su
porra en lugar de la puerta.
Caminaba alrededor de la celda completamente desorientado, tanteando las
paredes. Pensaba que la noche nunca acabaría. Ansiaba un poco de alivio, un
cigarrillo, una manta para abrigarme, un vaso de agua. No me dieron nada.
Si había pensado que ya se sentirían satisfechos, pronto descubrí cuán equivocado
estaba. A la mañana siguiente volvieron a llevarme arriba.
—Queremos algunas respuestas más.
—Ya he hecho una declaración. Escribí una declaración.
—No es suficiente. Queremos saber quién más participó en el atentado.
—Los nombres que les dio Benny y que yo también di. Miren, he escrito esa
declaración, pero yo no cometí el atentado. No sé absolutamente nada.
Alzaron la vista hacia el techo.
—Haz el jodido favor de no empezar otra vez con eso.
El interrogatorio continuó durante toda la mañana y luego volvieron a encerrarme
durante una hora aproximadamente.
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—¿Quién era ella?
—No lo sé. No la conozco.
—Había otra mujer, una mujer mayor. ¿Quién era ella?
—No lo sé. Nunca la vi.
El interrogatorio continuó de la misma manera y en la misma sala de
interrogatorios hasta que alguien llamó a la puerta y Grundy abandonó la habitación.
Permaneció fuera unos quince minutos. Cuando regresó, a eso de las cuatro y media,
me dijo:
—Conlon, tú sabes quiénes eran esas mujeres.
—No, no lo sé. Le digo la verdad.
—Estás mintiendo otra vez. Lo sabes muy bien.
—¿Y quiénes son?
—Hill nos lo ha contado todo. Ha hecho una declaración. Dice que tu tía Ann te
enseñó a fabricar explosivos.
Al principio no pude creer lo que estaba oyendo.
—¿Mi tía Ann? ¿Annie? ¿Annie Maguire?
—Sí.
—Debe de estar de guasa. ¿Annie Maguire? Ella es más inglesa que irlandesa.
Vota a los conservadores y habla con acento de Londres. Es una mujer respetuosa con
la ley. Todo esto es jodidamente ridículo.
—Supongo que el señor Simmons estaría muy interesado en oír lo que acabas de
decir, Conlon. El señor Simmons cree que Hill está diciendo la verdad. Y ya sabes
cómo es el señor Simmons.
De modo que volvían a presionarme. Querían obtener otra declaración, querían
que yo confirmara los nombres de las mujeres que Benny les había dado: mi tía
Annie y la novia de Paddy. Cerré los ojos. Me habían privado de sueño, de comida,
de cigarrillos. Me habían desnudado, insultado, golpeado y arrojado a una celda
helada. Había soportado las palizas. Y ahora las vidas de mi madre y mi hermana
estaban amenazadas. Me encontraba al límite de mis fuerzas, pero al final todo saldría
bien. Tenía que salir bien.
Y accedí a hacer otra declaración.
Me dijeron claramente lo que querían que escribiese. La mujer que estaba en el
piso era realmente Annie Maguire y ella fue quien nos enseñó a fabricar las
explosivos. La chica que me acompañó al pub era Carole, la novia de Paddy
Armstrong. Después sugirieron que escribiera otros detalles del atentado, como en
qué lugar del pub me encontraba. A esas alturas yo accedía a escribir cualquier cosa
que ellos me decían. Si me hubiesen pedido que escribiera los nombres de la Reina o
del duque de Edimburgo o del mismísimo Papa de Roma, los hubiera escrito.
Fue una declaración mucho más breve que la anterior, pero cuando terminé todos
se mostraron muy complacidos.
Justo antes de empezar a redactar esta declaración vi por primera vez a un hombre
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que después supe que era Peter Imbert, superintendente de la brigada antiterrorista.
Pensé que probablemente pertenecía al Cuerpo Especial. No se presentó, entró
silenciosamente en la habitación y se quedó unos diez minutos, mirándome fijamente.
Mientras estuvo allí, Jermey y Grundy iniciaron otro tipo de preguntas; preguntas
acerca de otros hombres del IRA en Inglaterra, preguntas acerca de explosivos y
fábricas de explosivos. Yo no sabía nada de todo eso y así se lo dije.
Una vez que hube terminado la segunda declaración, me metieron nuevamente en
la celda durante cuarenta y cinco minutos, aproximadamente, y luego volvieron a
sacarme. Comenzaba a anochecer, pero yo había perdido prácticamente la noción del
tiempo. Me dijeron que debía ver a alguien, un tío del Ejército, de unos veintipocos
años. Se presentó como teniente de Inteligencia militar. Era formal, pero cortés. Me
hizo un montón de preguntas acerca de mis amigos de Londres y la gente que solía
frecuentar en Belfast. Me dio una lista de nombres y me preguntaba que si los
conocía, a lo que yo respondía solamente sí o no. Todos los nombres que reconocí
eran de Lower Falls, la mayoría de ellos de personas muy conocidas. Pero casi todos
los nombres de la lista eran absolutamente desconocidos para mí. Desde aquel día,
ese teniente desapareció del expediente de mi arresto. No estuve con él mucho tiempo
—entre treinta minutos y una hora— antes de que me llevaran de nuevo a la celda. El
teniente debió de ver el estado en que me encontraba y comprendió que no iba a serle
de mucha ayuda. Para entonces los interrogatorios no significaban nada, el tiempo no
significaba nada. Yo estaba completamente confundido a causa del agotamiento.
Pasé otra noche en la caja de cemento. Al día siguiente todavía no habían
terminado conmigo. Me sacaron de la celda a las nueve y media de la mañana, me
pusieron las esposas y me dijeron:
—Venga, iremos a dar un paseo por el campo.
Me cubrieron la cabeza con una manta y me llevaron fuera. Caminamos unos
pasos y, un momento después, estaba dentro de un coche que partió a toda velocidad.
Unos minutos más tarde me quitaron la manta de la cabeza. Seguramente había
periodistas y gente de la televisión fuera de la comisaría, aunque no me dijeron nada
de ellos. Se mostraban tensos y eficientes.
—Queremos que nos enseñes dónde preparaste los explosivos, Conlon.
Miré a mi alrededor. Estábamos en la campiña de Surrey y circulábamos por
caminos rurales que nunca había visto. Observé que el conductor llevaba una pistola.
Uno de los otros policías la señaló y se echó a reír.
—Reza tus oraciones, hijo.
Los otros también se echaron a reír. Era su idea de la diversión.
Ascendimos por un estrecho camino y el coche se detuvo junto a un monumento,
una cruz de piedra que se alzaba en el borde de la hierba. Cuando me arrestaron, yo
llevaba una cruz —una cruz celta— alrededor del cuello.
—Es igual que la que llevabas colgada de una cadena.
—Sí —dije—. Es una cruz celta.
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—¿Es aquí entonces donde preparaste los explosivos?
Los miré. Tenían una expresión expectante en el rostro. Les dije lo que querían
oír.
—Sí, es aquí.
Emprendimos el camino de regreso. Después de recorrer un par de kilómetros me
dijeron:
—Echa un vistazo a tu alrededor, Conlon. ¿Reconoces alguna cosa, alguna señal
que hayas visto antes? —Miré hacia todas partes. Nada. En ninguna parte había nada
que yo pudiera reconocer—. Por el amor de Dios, seguramente hay algo que puedas
reconocer, porque éste es el camino que tomasteis para llegar a Guildford. Ésta es la
ruta que seguisteis.
Para entonces yo aceptaba cualquier cosa que me dijeran, simplemente me dejaba
llevar. Pasamos delante de un pub que tenía un cartel con un ancla o un barco encima
de la puerta.
—Eso me resulta familiar —dije.
Pero no era verdad, lo hice sólo para complacerlos. Me llevaron de regreso a
Godalming y me encerraron otra vez en la celda.
Una vez a solas fui capaz de comprender, quizá por primera vez, lo que estaba
haciendo. Quería complacer a la policía para que no volvieran a pegarme, para que no
me insultaran más, para que dejaran de abusar de mí. Realmente quería complacer a
esos cabrones. Me encontraba en un terrible estado de confusión y pánico. Lloraba.
Estaba destrozado moralmente y abatido. Y lo único que deseaba era complacer a
esos policías, complacerles y quitármelos de encima.
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12
ACUSADO DE ASESINATO
Creo que la policía de Surrey necesitaba creer que yo era culpable, y sin duda los
estaban presionando para que consiguieran un resultado positivo. En Londres, la
campaña de atentados con explosivos no cesó, y, mientras tanto, se habían producido
dos atentados del IRA contra pubs de Birmingham, que se saldaron con veintiún
muertos. La policía de Birmingham había practicado numerosos arrestos a las pocas
horas de producirse las explosiones y, sin embargo, ahí estaba la policía de Surrey
dando palos de ciego dos meses después del atentado de Guildford.
El Parlamento británico los había ayudado aprobando con carácter de urgencia la
Ley de Prevención del Terrorismo tres días antes de que me arrestaran. Fue una
medida originada en el pánico causado por los atentados de Birmingham y que
permitía prolongar el tiempo que la policía podía retener a un sospechoso sin
formular cargos contra él y sin permitir que tuviera acceso a un abogado o a un
magistrado. Benny Hill fue el primer detenido al que se le aplicó esa ley. La nueva
ley concedía a la policía hasta una semana para conseguir suficientes pruebas para
acusar a alguien. Si hubiese estado en vigencia la antigua, que fijaba en dos días el
tiempo máximo de detención sin pruebas, se habrían visto obligados a presentarme
ante un tribunal el lunes anterior, después de lo cual mi historia hubiera sido muy
diferente. En cambio, la policía tuvo todo el tiempo del mundo para aterrorizarme y
presentar un caso que pudiera convencer a cualquier magistrado.
De modo que, la tarde siguiente a mi paseo por la campiña, volvieron a sacarme
de la celda.
—Venga. Te llevaremos a Guildford, donde se presentarán los cargos contra ti.
Una vez en el coche, tenían una sorpresa para mí.
—Verás a un abogado. No digas una sola palabra sobre lo que ha ocurrido aquí.
Cuando el abogado se marche volverás con nosotros, de modo que ya sabes lo que te
espera.
En Guildford se repitió la rutina habitual. Me sacaron del coche con la manta en
la cabeza, me hicieron bajar unas escaleras y me metieron en una celda. Media hora
después me sacaron para llevarme a la sala de instrucción. A Grundy y a Jermey se
unió un policía uniformado que parecía un oficial de alto rango, con un montón de
insignias y galones y condecoraciones. Y, de pie detrás de ellos, con aspecto humilde,
había un hombre joven, de unos veintitantos años y con el pelo rubio y fino. Llevaba
una chaqueta demasiado pequeña para él —los puños estaban a mitad de camino de
los codos— y una corbata verde y sostenía una carpeta de cartulina. Pensé que tenía
un aspecto desaliñado, como algunos de los que veía en Kilburn, uno de los amigos
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de Carole y Paddy que ocupaban ilegalmente casas abandonadas.
—Aquí está tu abogado, Conlon. Puedes hablar unos minutos con él.
El joven se acercó, visiblemente nervioso.
—Hola, soy David Walsh, de Simon, Muirhead & Allen de Londres. Han
contratado nuestros servicios en su nombre. —Miró al policía—. Por favor, ¿dónde
podría hablar con mi cliente?
—Allí mismo, señor.
El policía señalaba una pequeña mesa en una esquina de la sala de instrucción.
Fuimos hasta la mesa y David Walsh abrió su carpeta y sacó una pluma.
Yo, como es natural, no sabía absolutamente nada de él. No sabía cómo encajaba
en todo esto, quién le había contratado, nada. Miré hacia los policías. Jermey y
Grundy estaban juntos, escuchando todo lo que decíamos. Yo estaba medio histérico.
Era mi primera oportunidad en cinco días de hablar con alguien que no fuese oficial
de policía, y no sabía qué decir. Los policías se encontraban a menos de tres metros,
observándonos. Fue una reunión muy breve, duró apenas unos minutos. Le dije a
Walsh que había hecho una confesión falsa porque mi familia estaba amenazada, pero
que yo era inocente. Me preguntó cómo me sentía, cómo me habían tratado, lo cual
me daba la oportunidad de hablarle de las palizas. Pero Jermey y Grundy ya me
habían advertido lo que me pasaría si me iba de la lengua, así que ¿cómo le iba a
contar a mi abogado que me habían golpeado y humillado? De modo que traté de
llamar la atención de Walsh, señalé hacia Jermey y Grundy y dije en voz muy baja:
—Esos dos policías han sido muy amables conmigo, no me han tirado del pelo,
no me han pateado ni me han dado puñetazos por todo el cuerpo.
Pensé que eso le pondría en el buen camino. Pero en aquel momento entró
Simmons en la habitación. Cuando le vi, no pude contenerme. Simmons era quien
había amenazado a mi madre. Le señalé con el dedo.
—Pero ese policía no cree una sola palabra de lo que digo y he intentado decirles
la verdad.
Todo quedó en silencio. Los oficiales de policía se acercaron a nosotros y eso fue
todo. La reunión había terminado. El oficial uniformado leyó la acusación contra mí.
Un único cargo por el asesinato de Caroline Slater en el pub Horse and Groom, de
Guildford, el 5 de octubre.
—Soy inocente —me limité a decir.
Antes de marcharse, David Walsh recordó un par de cosas que tenía que decirme.
Primero, que sólo estaría detenido una noche más y después me llevarían a juicio. Y
lo segundo que me dijo, con su voz tímida, fue:
—Debería saber que ya no pueden seguir interrogándole. No tiene que decirles
nada más.
Luego, se marchó.
Recuerdo que la puerta se cerró tras él, una sólida puerta de madera dura con un
tirador de bronce. Yo sabía que había ido demasiado lejos al decir aquello sobre
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Simmons y que tras cerrarse la puerta volvía a estar a merced de la policía. Grundy y
Jermey se abalanzaron sobre mí como dos leones.
—¿Qué le dijiste? ¿Qué le dijiste a ese hombre?
Me sujetaron los brazos detrás de la espalda de modo que todo mi cuerpo quedó
arqueado hacia atrás. Me empujaron hacia el corredor y pasamos delante de algunas
celdas mientras me llamaban las cosas más repugnantes que se les ocurrían y
levantaban mis muñecas a la altura de la nuca. La mirilla de la puerta de una de las
celdas estaba abierta y la persona que estaba adentro se acercó a ella.
—¡Eh! —gritó.
Me las ingenié para echar un vistazo al hombre. Me llevaban medio en volandas,
de otro modo me hubiese caído al suelo de la sorpresa. El que estaba gritando era mi
tío Hughie.
—¡Eh! ¡Dejad al chico en paz!
Pero no se detuvieron y continuaron arrastrándome por el corredor mientras uno
de ellos le gritaba a Hughie.
—¡Mete la cabeza en la celda!
Intenté volverme para mirarle otra vez, pero no pude hacerlo.
—¡Es mi tío y tiene una pierna muy enferma! —chillé—. ¡Debería estar en su
casa!
Llegamos al final del corredor, donde había una habitación pequeña y similar a
una celda de una prisión norteamericana, con rejas de acero en lugar de puerta. Las
rejas estaban pintadas de azul claro. Aparentemente la utilizaban para guardar los
colchones. Alcancé a ver dos o tres apilados contra la pared. Hicieron que me girara y
comenzaron a empujarme contra la pared.
—¡Te advertimos que no le dijeras nada a ese abogado! ¡Te dijimos que
mantuvieras cerrada tu jodida boca!
Mi cabeza caía hacia atrás, golpeando la pared.
—El hecho de que haya comenzado la instrucción del caso no supone ninguna
diferencia, Conlon. Todavía estás bajo arresto, ¿lo has entendido?
Después me cogieron entre los dos y me arrastraron nuevamente a través del
corredor. La puerta de la celda de Hughie estaba cerrada. Pasamos delante de ella,
subimos un tramo de escaleras y recorrimos otro corredor. A lo largo de él había salas
de entrevistas.
—Te llevamos a ver a tu tía Annie Maguire. Le dirás lo que nos has dicho a
nosotros.
—¿Qué?
—Que ella cometió el atentado contigo.
—Pero ella no tuvo nada que ver con el atentado.
Traté de apartarme, cuando abrieron una de las puertas, para impedir que me
metieran dentro de la habitación. Pero me cogieron del pelo, uno a cada lado, y me
empujaron a través de la puerta abierta.
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Mi tía Annie estaba sentada junto a una mesa. Parecía encontrarse totalmente
conmocionada. La acompañaban dos policías, un hombre y una mujer. Annie y yo
nos estábamos mirando cuando entró Simmons y se rompió el silencio.
Incluso hoy, Annie y yo recordamos aquel momento de un modo diferente. Sé que
yo seguía llorando, no podía parar. Sé que dije:
—Lo siento, lo siento.
Volvieron a cogerme del pelo y me llevaron nuevamente al corredor. La puerta se
cerró con estrépito detrás de nosotros y me golpearon varias veces con el dorso de la
mano.
—¿Por qué no le dijiste que había sido ella quien cometió el atentado?
Me sentía confuso y profundamente abatido. Había confesado ser el responsable
de algo que no había hecho y ahora dos miembros inocentes de mi familia estaban
detenidos. Mientras me llevaban a través del corredor y me metían en el coche para
regresar a Godalming, iba como un sonámbulo.
Yo lo ignoraba, pero los abusos contra mi familia habían comenzado hacía una
semana, antes incluso de que me arrestasen. Detuvieron a más de cuarenta personas
para interrogarlas en varias comisarías de policía. Benny mencionó los nombres de
Hugh y Kate Maguire en su primera declaración. Me sentí horrorizado cuando vi a mi
tío Hughie metido en una celda; es un hombre encantador, y la idea de que estuviera
sufriendo por mi culpa era difícil de soportar.
El piso de Hughie y Kate había sido registrado en la madrugada de sábado, una
hora antes de que la Real Policía del Ulster me detuviera. Varios policías armados
llegaron con perros, destrozaron el piso y se llevaron a Kate y a Maureen, su sobrina,
a la comisaría. Luego, se llevaron a Hughie a otra comisaría. Acabó en una celda en
Guildford, sin ni siquiera un camastro durante las tres primeras noches, sin vendaje
para su pierna ulcerada, sin la asistencia de un médico cuando pidió ver a uno.
Simplemente, le abandonaron en la celda. En realidad no estaban interesados en él,
pues seguramente sabían que Hughie no tenía nada que ver con el atentado de
Guildford. Le interrogaron sólo una vez, aunque le aplicaron la nueva ley para
mantenerle confinado en solitario durante una semana. Al séptimo día su pierna
ulcerada apestaba.
Muchos años después supe que a Kate la habían tratado de la misma manera, o
incluso peor. Hughie preguntó por mi tía tan pronto como llegó a Guildford, y le
mintieron, le dijeron que Kate había regresado a su casa. En realidad —yo lo
ignoraba— la retuvieron en el mismo lugar donde yo estaba, en Godalming. En
aquellos días tuvo el periodo y no le dieron absolutamente nada para que pudiera
limpiarse. Tuvo que lavar las bragas en el retrete y permaneció descalza todo el
tiempo. La interrogaron violentamente, queriendo saber si ella había cometido el
atentado de Guildford, y le preguntaron que qué sabía de explosivos y del IRA, cosas
de las que ella no sabía absolutamente nada, de las que nunca hubiese podido saber
nada, como debió de resultar obvio después de los primeros diez minutos.
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Kate sufrió mucho durante la detención y los interrogatorios. Cuando, hacia
finales de semana, le permitieron regresar a su casa sin cargos —y sin ninguna
disculpa— se hallaba en un estado lamentable. Desde aquellos siete días que pasó en
la comisaría, mi tía no ha sido capaz de comer ningún alimento sólido y subsiste
gracias a una dieta de papilla y leche, incluso quince años más tarde. Después de
quedar en libertad intentó suicidarse, a causa de los malos tratos recibidos. Solía ser
una mujer muy jovial y animada; ahora le tiene terror a la policía.
En aquellos días yo no sabía nada de lo que estaba pasando. Era como un zombi,
me encontraba exhausto y, sin embargo, tenía miedo de dormir. No creía que pudiese
dormir hasta no haberme librado de esos policías, pues pensaba que podían entrar en
cualquier momento en mi celda y matarme. Toda capacidad de razonar con lógica
había desaparecido.
A la mañana siguiente, cuando vinieron a buscarme, la atmósfera había cambiado
ligeramente. Me ofrecieron comida por primera vez, un bocadillo de tocino grasiento.
Miré el bocadillo con indiferencia y pedí un vaso de agua y uno de mis cigarrillos.
Me dieron ambas cosas.
Esa mañana debía presentarme ante el tribunal y la abrumadora atmósfera de
hostilidad, que para entonces ya había aprendido a esperar con resignación,
comenzaba a disiparse. En aquel lugar aún existían vibraciones de odio hacia mí. Las
miradas de desprecio seguían rodeándome, igual que los policías fuertemente
armados. Pero iríamos al tribunal y luego, sin duda, me enviarían a una de las
prisiones. La policía ya había conseguido de mí todo lo que necesitaba, y ellos lo
sabían. Me habían exprimido hasta dejarme seco.
De modo que, nuevamente con la cabeza cubierta con una manta, me metieron en
un coche y el convoy partió en dirección a Guildford. A pesar de la distancia alcancé
a oír los gritos que profería la multitud. En ningún momento pude verlos, ya que iba
cubierto con la manta cuando el coche redujo la velocidad, pero tuve la impresión de
que la mayoría eran mujeres, exteriorizando su odio.
—¡Ahorcad al bastardo! ¡Colgadle!
Se oían golpes en el techo del coche y voces cada vez más cerca, junto a la
ventanilla, pidiendo mi sangre. Entonces alguien tiró de mis esposas, me ajustaron la
manta sobre la cabeza y oí decir:
—Sigue mirando hacia abajo. Mira al suelo o rodarás por las escaleras.
Un minuto más tarde estábamos fuera del coche y dentro del juzgado.
No recuerdo mucho de lo que se dijo. El magistrado estaba allí, y vi a David
Walsh y a alguien de la oficina del fiscal. Tuve la sensación de que todo el mundo me
miraba con hostilidad: periodistas, abogados, funcionarios del juzgado, policías.
Todos querían creer que nosotros éramos los que habíamos puesto la bomba, los
terroristas perversos y crueles retratados en la prensa sensacionalista; y lo creían. El
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tribunal era un circo de odio y Benny y yo figurábamos como las atracciones
principales.
Colocaron a Benny junto a mí en el banquillo. Le miré con expresión vacía, como
si ya no estuviese seguro de quién era él, como si no supiera qué decirle, aun cuando
tuviese posibilidad de hacerlo. Yo lloraba. Ya no éramos Gerry y Benny, sino Gerard
Patrick Conlon y Paul Michael Hill, los supuestos terroristas.
Benny estaba muy serio, pero me guiñó un ojo y dijo en voz apenas audible:
—Todo saldrá bien.
Yo no era capaz de imaginar cómo.
El magistrado dijo que nos encarcelarían durante una semana, y yo escuché esas
palabras con increíble alivio. Estaba fuera del alcance de la policía.
De modo que todo el proceso anterior se desarrolló a la inversa, con las esposas,
la manta, los gritos y los insultos alrededor del coche y el coche alejándose a toda
velocidad y las voces apagándose detrás de nosotros. Me llevaban a la prisión de
Winchester.
Después de viajar unos cuarenta minutos, el coche redujo la velocidad hasta casi
detenerse y luego volvió a acelerar. Un momento después oí que unas puertas se
cerraban detrás de nosotros. Cuando el coche finalmente se detuvo escuché una voz
que gritaba:
—¡Ya han llegado!
Cuando bajamos del coche no comprendía por qué seguía con la cabeza cubierta
con la manta, ya que debíamos de estar dentro de los muros de la prisión. Pero me di
cuenta de que era para que los presos, que atisbaban por las ventanas de sus celdas,
no pudieran reconocer a los terroristas de Guildford. Me hicieron subir por una
escalera hasta llegar a lo que supuse que era el área de recepción. Una vez allí me
quitaron la manta de la cabeza. Paul Hill había llegado en el mismo convoy y, al igual
que yo, parpadeaba y miraba a su alrededor.
Un grupo numeroso de guardias nos miraba, veinte pares de ojos que nos
observaban con furia. Los policías nos quitaron las esposas.
—Aquí los tenéis, muchachos. Para vosotros.
Antes de marcharse no nos dijeron nada, lo cual me pareció de perlas; sólo adiós
cuando se fueron.
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A Paul y a mí nos encierran en dos pequeños cubículos justo al lado del área de
recepción y, mientras estoy de pie en ese diminuto espacio, el alivio que sentía por la
marcha de la policía se evapora. Pienso en que no tengo la más remota idea de cómo
puede ser la vida en la prisión. Hace sólo una semana yo era un hombre libre que sólo
pensaba en apostar y emborracharme, y ahora soy un preso. ¿Cómo me tratarán?
¿Con quién compartiré la celda? ¿Cómo sobreviviré?
Oigo que a Paul le sacan de su cubículo y le llevan a corta distancia de allí. Puedo
oír su voz y la agresividad de los guardias cuando comienzan a tomarle los datos.
Espero sentado a que llegue mi turno.
Me sacan del cubículo y me llevan hasta una mesa.
—Quítate la ropa.
Por un momento pienso en Addlestone y me desnudo rápidamente. Mientras
estoy allí de pie, el guardia comienza a cumplimentar un formulario.
—¿Nombre? ¿Fecha de nacimiento? ¿Domicilio? ¿Ocupación? ¿Religión?
¿Parientes más próximos? ¿Dieta?
Esta última pregunta me deja perplejo. La única dieta de la que he oído hablar es
la de la gente que quiere perder peso.
—No sigo ninguna dieta.
El tío me mira.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No, no sigo ninguna dieta especial. No sé de qué está hablando.
—Significa qué clase de comida comes habitualmente.
Me encojo de hombros.
—No lo sé. Comida normal.
El guardia mira a su compañero.
—Por Dios Todopoderoso, ¿nos han traído a un gilipollas, o qué?
Luego, proceden a clasificar mis ropas, me miden, me pesan y me toman las
huellas dactilares. Sigo desnudo, y los guardias continúan allí, mirándome con
evidente hostilidad. Después de unos veinte minutos me arrojan un par de
calzoncillos que debieron usarse en la final de la Copa de 1924. Me los pongo y me
caen hasta la altura de las rodillas. Me pongo una camisa dos tallas más grande y un
par de calcetines de lana tan encogidos que apenas me cubren los tobillos. Luego,
unos pantalones marrones con una cinta amarilla a los lados. Todos los presos de
primer grado llevan esa cinta al costado de los pantalones para poder identificarlos en
todo momento, así como una chaqueta a juego y un par de alpargatas mocasines.
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Permanezco allí, vestido y sintiéndome completamente ridículo, como un mono
amaestrado.
Traen un bulto informe de mantas que deduzco que es la ropa de cama. Me lo dan
de mala manera y añaden un orinal, una jarra grande, una cuchara, un tenedor y un
cuenco. Ahora estoy cargado de cosas.
El guardia de la recepción firma el formulario y lo arranca del cuaderno.
—Y ahora desaparece de mi vista.
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Yo aún no lo sabía, pero me encontraba en el bloque de castigo, encerrado en una
celda de ocho metros cuadrados que apestaba a orines y a sudor rancio. Las paredes,
el techo y el suelo estaban muy sucios, y sólo había una silla, una mesa de madera y
una cama baja, a pocos centímetros del suelo y sin colchón.
Pasaron unos minutos y no sucedió nada. Me subí a la silla y eché un vistazo por
la ventana. Sólo podía ver una valla metálica coronada de alambre de espino. Reuní
el poco coraje que aún tenía y grité a través de la ventana.
—¡Benny! ¡Benny!
Escuché su voz, que me contestaba.
—¿Gerry?
—Sí, soy yo. ¿Qué es lo que pasa? ¿Cómo coño hemos llegado aquí? ¿Qué pasó?
—Ahora no. Te lo diré cuando salgamos a hacer ejercicio.
Tuve que conformarme con eso. Al menos había oído una voz que no era hostil.
Llegó la hora de la comida. Los guardias vinieron y abrieron la puerta. Saqué mi
plato y me sirvieron una especie de papilla hecha con picadillo de carne, una papilla
de color marrón grisáceo. La miré sin nada de hambre. Pensé que podía contener
veneno, escupitajos de los guardias, cualquier cosa. Tenía un olor absolutamente
repugnante. Pero también me habían dado un trozo de pan, que devoré en pocos
segundos. Dejé el resto, extendí la ropa de cama donde debía haber estado el colchón
y me acosté. Hacía varios días que había superado el límite del agotamiento y me
comportaba de un modo estúpido y automático. Pero cerré los ojos y me dormí.
Los guardias debieron de regresar sigilosamente, después de comer ellos, para
espiarme a través de la mirilla. Ni siquiera les oí cuando abrieron la puerta, pero de
pronto sentí que alguien me pateaba las suelas de los zapatos.
—¡Levántate! ¡Levántate, bastardo!
Miré con la vista nublada a los dos guardias que estaban de pie junto a mí.
—No se puede dormir durante el día. No está permitido. La cama sólo debe
usarse por la noche.
—Está bien.
Recogí la ropa de cama y me levanté.
—Muy bien, basura fuera.
—¿Qué?
—Basura fuera.
—¿Qué es eso?
Los dos se miraron con esa mirada de desprecio y repugnancia, como si dijeran:
¡Dios, qué gilipollas!
—Saca tu bandeja, tira lo que no has comido en ese cubo de basura y lava el
cuchillo y el tenedor.
No había usado el cuchillo y tampoco el tenedor, así que me limité a vaciar el
plato.
—¿Puedo ir al retrete?
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—No. Vuelve a la celda.
Una vez dentro oí que repetían la operación con Paul Hill, de modo que esperé a
que cerraran la puerta y volví a subirme a la silla.
—¡Eh, Benny! ¡Soy yo! Me estoy volviendo loco en este lugar. Pronto mataré a
alguno de esos bastardos.
La voz de Paul llegó desde tres ventanas más allá de la mía.
—Tómatelo con calma. No hagas caso de sus provocaciones.
—Dios, no me importa que me provoquen. ¿Qué estamos haciendo aquí? Dime
qué fue lo que pasó.
—Te lo diré cuando salgamos a hacer ejercicio. No es bueno hablar por la
ventana, nunca sabes quién puede estar escuchando.
De pronto, la puerta de mi celda se abrió violentamente. Me volví. El guardia
gritaba como un condenado.
—¡No se puede hablar por la ventana! ¡No se puede pisar la silla! ¡Si vuelvo a
sorprenderte en la ventana haré que se lleven la silla y la mesa! ¿Entendido?
Aquel día lo peor fue el silencio. Lo rompí caminando arriba y abajo de la celda,
recorriendo mi jaula con un montón de pensamientos dándome vueltas en la cabeza.
Me habían acusado de asesinato. ¿Qué pensaría mi madre? ¿Y mi padre? ¿Qué
estarían diciendo de mí en mi casa? ¿Pensarían que era culpable o inocente? Estaba
rodeado por un muro de silencio.
A eso de las tres de la tarde el silencio fue roto por unos ruidos en el exterior de la
celda y, a pesar de la advertencia del guardia, no pude contenerme. Me subí
silenciosamente en la silla y me asomé por la ventana. Pude ver que la zona que se
extendía debajo de las celdas era un patio de ejercicios y que estaba lleno de presos
—aproximadamente dos centenares— que caminaban formando un círculo dentro de
esa jaula de alambre. Me quedé mirando la escena absolutamente fascinado,
pensando que pronto yo también estaría allí. Caminaban en grupos reducidos y dejé
pasar el tiempo tratando de imaginarme entre ellos, tratando de adivinar en qué
pabellones estarían y con quiénes acabaría entablando conversación.
Me llevó un rato darme cuenta de que podía oír lo que decían algunos, aquellos
que pasaban más cerca de mi ventana: fragmentos de conversación; en su mayor
parte, cosas que no entendía porque había mucha jerga de la prisión en lo que decían,
palabras que para mí tenían tanto sentido como un idioma extranjero. Pero de pronto
una conversación llegó claramente a mis oídos, algo que me produjo un escalofrío.
¡Estaban hablando de mí!
—¿Has oído lo que dicen? Han traído a algunos de los terroristas.
—Sí, llegaron esta mañana.
Hablaban de mí como de un terrorista, un asesino. Bajé de la silla, me senté y
apoyé la cabeza encima de la mesa. Comprendí de inmediato cómo iban a
considerarme en esa prisión. La policía me había condenado, los guardias me habían
condenado, y ahora me enteraba de que los presos también me habían condenado.
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Para ellos era un terrorista, un asesino. Esa misma noche, todos mis amigos saldrían
de copas, probablemente buscando ligar con alguna chica, seguirían con su vida
normal, haciendo lo que yo debería estar haciendo. Pero, en cambio, me encontraba
encerrado en aquella asquerosa celda, rodeado de odio. Ese pensamiento hizo que me
compadeciera de mí mismo y empecé a llorar. Lloré hasta quedarme dormido con la
cabeza apoyada en la mesa.
Escuché un ruido muy fuerte y, al despertarme, vi que la puerta de la celda estaba
abierta. Me levanté de un salto. El guardia me miraba con cara de pocos amigos.
—Vamos. Es la hora del té.
Esos hombres me aterrorizaban, parecían muy poderosos y malvados. Sentía tanto
pánico que ni siquiera me atrevía a hablar, y me limité a hacer lo que me decían.
Salí fuera de la celda y eché un vistazo a la comida. Parecía ser pescado hervido
con patatas. También había un pequeño pastel de aspecto extraño, tres rebanadas de
pan y un poco de margarina. Tenía un vacío en el estómago y, por primera vez toda la
semana, comencé a sentir hambre. Llevé la bandeja al interior de la celda y me lo
comí todo, salvo el pescado. No me fiaba demasiado.
Después del té volví a dar vueltas por la celda y descubrí entonces los nombres
escritos en las paredes. Una de las razones por las que las celdas estaban tan
mugrientas era porque las paredes se hallaban cubiertas de inscripciones, nombre tras
nombre de las distintas generaciones de presos que habían ocupado la celda antes que
yo, hasta tan arriba como alcanzaba la mano. Me encontré tratando de leer todos los
nombres, revisando la pared hasta en los rincones más oscuros, cualquier cosa con tal
de mantener la mente ocupada.
Tuve que sacar los restos de la comida y recoger un colchón. Estaba realmente
inmundo. Tenía manchas de orín, de vómito y de sangre, semen seco y mocos. Tal
vez lo hubieran sacudido para limpiarlo un poco, pero era evidente que hacía años
que no lo lavaban. Le di la vuelta y el otro lado estaba exactamente igual.
Cinco minutos después, un guardia abrió la puerta y me arrojó una almohada que
me dio de lleno en la cabeza. Estaba igual que el colchón, cubierta de mocos y de
vómito. Di gracias a Dios porque tenía una funda de almohada entre las cosas que me
habían dado al llegar.
Hice la cama, deseando acostarme en ese mismo instante, pues estaba totalmente
agotado. Pero me quedé petrificado, tan aterrorizado de que no fuese la hora correcta
que me quedé sentado en la cama mirando al cielo oscuro. Me pregunté qué podría
ver desde la ventana, de modo que me subí en la silla y conseguí ver la hilera de luces
en lo alto del techo opuesto y, debajo, el patio de ejercicios vallado. Estaba
contemplando la noche cuando oí la voz de Paul, que me llamaba suavemente.
—¡Gerry! ¿Estás en la ventana?
—Sí.
—No te preocupes. Todo saldrá bien. Te veré mañana.
Bajé de la silla y volví a pasearme por la diminuta celda, leyendo las
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inscripciones de la pared, hasta que se abrió la puerta y me encontré con un preso que
llevaba un gran recipiente con té.
—¿Té? ¿Quieres un poco de té? —dijo el guardia detrás de él.
—No. ¿Pero puedo ir a buscar un poco de agua?
El guardia dudó un momento y dijo:
—Por supuesto que puedes ir a buscar un poco de agua. Mañana por la mañana.
Cerró de golpe la puerta en mis narices.
Unos minutos más tarde la luz se apagó. Me quedé inmóvil, sintiéndome extraño
e incapaz de comprender por qué. La oscuridad me hacía bien, era reconfortante.
Entonces recordé que llevaba una semana sin estar a oscuras. Me desnudé y me metí
en la cama.
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hasta mi celda y me arrojó dentro. No sé qué sucedió en la hora y media siguiente. El
tiempo simplemente pasaba y en el exterior había cada vez más actividad, que llegó a
su punto culminante cuando la puerta de mi celda volvió a abrirse.
—Ponte de pie ante el director de la prisión, Conlon. Nombre y número.
No sabía que tuviese ningún número, de modo que dije:
—Mi nombre es Gerry Conlon y no debería estar aquí. No he cometido ningún
delito.
El director caminaba a mi alrededor escoltado por un guardia uniformado de alta
graduación.
—Bien, eso es lo que oímos siempre, Conlon, continuamente. ¿Cómo le han
tratado? ¿Alguna queja?
—No lo sé, no tengo nada a qué atenerme, ¿no le parece, señor director? He
preguntado que si podía hacer ejercicio y cada vez que lo pregunto estos dos no hacen
más que gritarme.
El director se volvió hacia ellos.
—Encargaos de que haga ejercicio.
Pero yo aún no había terminado. Se me ocurrió otra cosa.
—¿Qué posibilidades hay de que recupere mi ropa?
El director alzó una ceja.
—¿Tiene su propia ropa?
—Sí, pero me la quitaron al llegar aquí y me dieron ésta.
—Lo investigaré.
Se marchó y la puerta volvió a cerrarse.
La comida se servía a las once en ese pabellón, y cuando la trajeron descubrí que
estaba muerto de hambre. Me lo comí todo: un tazón de sopa, un trozo de carne de
ave y un pastel cubierto con natillas. Me apoyé en la pared, sintiendo que recobraba
las fuerzas. Pero entonces se presentó un nuevo problema. Necesitaba ir al retrete.
Miré el orinal; pero no, rechacé la idea y, en ese momento, tomé una decisión, que
mantuve sin romperla una sola vez: nunca usaría el orinal para cagar. Era una
cuestión de dignidad y de respeto por mí mismo, una línea que nunca cruzaría.
De modo que traté de distraerme paseando arriba y abajo de la celda, deseando
que se abriera la puerta para sacar los restos de la comida y poder ir al retrete.
Finalmente, oí que se acercaban. Pero, en lugar de abrir primero mi celda,
continuaron hasta la de Hill. Oí las voces:
—Basura fuera.
Y luego:
—Muy bien, Hill. Ejercicio. Ponte la chaqueta.
Los guardias abrieron y cerraron varias puertas y volvió a reinar el silencio.
¿Cuándo vendrían a mi celda?
Por último, mi puerta se abrió.
—Basura fuera.
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Salí disparado, como si fuese un galgo. Dejé los trastos sucios encima de una
pequeña mesa que había junto al cubo de la basura y me metí en el retrete. Treinta
segundos después, entró uno de los guardias.
—¿Quién te ha dado permiso para entrar en el retrete?
—Nadie, pero tenía que hacerlo.
—¿Para qué coño crees que tienes ese orinal en tu celda, Conlon? Es para que
mees y cagues en él.
—Sólo quería usar el retrete.
—Bien, la próxima vez usa el orinal.
Cuando salí del retrete traté de prolongar el tiempo fuera de la celda lavando una
y otra vez los cacharros de la comida, hasta que empecé a temer que los guardias se
dieran cuenta y me amonestaran. Cuando regresaba a mi celda, lo más lentamente que
podía, volví a preguntar:
—¿Podré hacer ejercicio?
—¿Cuántas veces hay que decirte las cosas, bastardo irlandés? Cuando hables con
nosotros, di señor. Y no, aún no vas a hacer ejercicio.
—Pero Paul Hill lo está haciendo.
—Sabemos que él está haciendo el puñetero ejercicio, porque nosotros le hemos
llevado para que lo hiciera. Tú lo harás cuando él haya terminado.
Me hizo entrar en la celda y cerró la puerta.
Fui directamente a la ventana y miré hacia fuera. Allí estaba, solo y dando vueltas
alrededor del patio. Le tenía dentro de mi campo visual durante unos veinte metros y
luego desaparecía de mi vista durante un trecho similar. Cuando pasó cerca de mi
ventana, traté de llamar su atención.
—¡Psst!
No me oyó y siguió caminando. En el patio había con él dos guardias, apoyados
contra la valla metálica, y más guardias patrullando por el perímetro exterior con
perros alsacianos. Paul volvió a pasar cerca de mi ventana.
—¡Psst!
Alzó la vista y vio mi cara en la ventana. Le saludé con la mano.
—¡Eh!
Paul movió apenas la cabeza y siguió caminando. Luego, volvieron a encerrarle
en la celda. Me puse la chaqueta y me senté a esperar. Ansiaba salir al patio, como un
niño que espera a la hora del recreo. Pasaron diez minutos, quince, y no ocurrió nada.
Pensé que tal vez debía llamarlos y recordarles que me sacaran al patio. Había un
botón que hacía sonar un timbre en la oficina de los guardias y dejaba abierta la
mirilla que había en la parte exterior de la puerta. Varias veces mi dedo estuvo a
punto de pulsar el botón, y otras tantas me falló el coraje. Entonces, después de que
hubiese transcurrido media hora, ya no pude seguir esperando y lo pulsé. Oí que la
mirilla se abría. Esperé.
Pasaron cinco minutos y oí unos pasos. El guardia pasó por delante de mi celda y
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cerró la mirilla. Pasaron otros cinco minutos y reuní el valor suficiente para volver a
oprimir el timbre. El guardia se acercó lentamente a mi celda y, en esa ocasión, me
habló.
—¿Qué quieres?
—Hacer ejercicio. Me dijeron que saldría al patio a hacer ejercicio.
—No, hoy no.
—¿Por qué no? Paul Hill ha salido al patio. ¿Por qué no puedo salir yo también?
—El tiempo es inclemente.
Me quedé desconcertado. No sabía a qué se refería. Era la primera vez que
escuchaba la palabra inclemente.
—Lo siento, ¿qué significa eso que ha dicho?
—Que está lloviendo. De modo que, mala suerte, hoy no harás ejercicio.
Fui a la ventana y miré afuera. No llovía.
A la hora del té me trajeron ensalada con queso, pero no probé bocado. La
desesperación y la tensión me habían quitado las ganas de comer, y sólo pude tomar
un trozo de pan y un vaso de agua. Temía lo que pudieran decirme y hacerme cuando
abrieran la puerta para que lavara los cacharros.
Finalmente la puerta se abrió.
—Basura fuera.
Me encontré frente a un guardia completamente desconocido. El turno había
cambiado.
Me dirigí nerviosamente al fregadero, consciente de que uno de los guardias
nuevos no apartaba su mirada de mí. Entonces, de forma totalmente inesperada, me
preguntó:
—¿Quieres ducharte?
Me quedé perplejo; realmente era lo último que podía imaginarme.
—Sí, por favor.
—Bien, acaba de lavar esos cacharros, busca el jabón y la toalla y ve a la ducha.
Lo hice rápidamente, antes de que cambiara de idea. El agua estaba caliente y
aunque el jabón apestaba era mucho mejor que la suciedad acumulada durante ocho
días. Salí de la ducha con la confianza renovada.
—¿Hay alguna posibilidad de recuperar los cigarrillos que dejé en recepción? Me
los quitaron cuando llegué.
—Lo siento —dijo el guardia que me había llevado a la ducha—. No puedo hacer
nada con respecto a eso, pero recibirás tu paga por la mañana. Toma un cigarrillo.
Y me encerró de nuevo en la celda.
Una vez que se cerró la puerta me quedé atónito. Era como si se hubiese
producido un milagro. Alguien había sido amable conmigo, la primera muestra de
amabilidad que veía desde el momento en que me detuvieron. Y venía de un guardia.
Sólo había un problema, que no tenía fuego para encender el cigarrillo. Me daba tanto
miedo volver a apretar el timbre que me quedé sentado una hora y media con aquel
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cigarrillo sin encender en la mano, oliéndolo, tratando de inhalar el aroma del tabaco.
Cuando se abrió la puerta, el guardia me preguntó:
—¿Quieres una taza de té?
—No. ¿Pero podría darme un poco de agua y una cerilla?
El guardia se echó a reír.
—¿Y has estado sentado ahí todo el tiempo? ¿Por qué no usaste el timbre?
Así que conseguí encender el que, probablemente, fue el mejor cigarrillo de mi
vida.
Al día siguiente me dijeron cuál era mi paga: 1,29 libras a crédito, que podía
gastar en la cantina de la prisión. Me dieron una lista impresa en la que podía señalar
lo que necesitaba. El tabaco Old Holborn, el papel de liar y las cerillas se llevaron la
mayor parte del dinero, pero me quedó el suficiente para pedir una barra de Mars. El
guardia se llevó la lista y oí que abría la celda de Paul. Luego, le dijo a uno de sus
compañeros:
—Voy a la cantina a por el pedido de estos chicos.
Estuvo ausente unos quince minutos. Yo estaba sentado en el borde de la silla y
sentía una terrible excitación en el pecho. Era el mismo guardia que me había dado
un cigarrillo la noche anterior y, cuando abrió la puerta y me entregó una bolsa de
papel marrón, juro por Dios que para mí era Papá Noel.
Todo aquel domingo el cielo estuvo cubierto de nubes y yo miraba por la ventana,
esperando que la lluvia cesara el tiempo suficiente para poder salir al patio de
ejercicios. Pasé el tiempo liando cigarrillos que resultaban demasiado flojos o
demasiado apretados, hasta que por fin los guardias vinieron a buscarme.
Fui el primero al que sacaron al patio. Me acompañaba la escolta reglamentaria,
dos guardias y un tercero con un perro. Mientras yo caminaba por el patio, soltaron al
perro para que corriera por fuera del perímetro vallado. Era la primera vez, desde que
salí de mi casa de Belfast, que respiraba aire puro. Lo aspiré agradecido, llenándome
los pulmones.
No estuve solo mucho tiempo. Oí que la puerta de la valla se abría detrás de mí y
me volví rápidamente. Traían a Paul para que estuviera en el patio conmigo. Apreté el
paso y nos encontramos a mitad de camino.
—¿Qué está pasando? ¿Qué hacemos aquí? ¿Cómo ha ocurrido esto, Benny?
Paul hizo que me diera la vuelta y comenzamos a caminar alejándonos de los
guardias. Habló en voz muy baja.
—Éste no es momento de hablar de ello. No queremos que los guardias nos
oigan.
—Eso no importa, ¿qué coño estamos haciendo en prisión? Yo nunca he matado a
nadie en mi vida. ¿Por qué me acusan de asesinato? Todo esto empezó por ti, Benny.
¡Dime qué está pasando!
Pero Benny no quería hablar y continuó diciéndome que me callara porque los
guardias podrían oír lo que hablábamos. De todos modos, me contó que la policía le
había amenazado con presentar cargos contra su novia, Gina.
—No te preocupes, Gerry. Tranquilo, todo saldrá bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pero me gustaría saber qué coño está pasando aquí.
Poco después acabó el tiempo de recreo sin que yo supiera más que antes.
Regresé al interior del pabellón pensando que tal vez todo saldría bien y, cuando entré
en la celda, vi que había papel de carta de la prisión encima de la mesa. El corazón
me dio un brinco dentro del pecho. Eso significaba que podía escribir una carta,
escribirles a mis padres, decirles que era inocente. Me senté dispuesto a escribir, pero,
inmediatamente, me levanté y pulsé el timbre.
—No tengo bolígrafo.
El guardia me trajo uno y volví a sentarme. Comencé a escribir sobre los
renglones impresos en la parte superior, como estaba ordenado: «Al Sr. y la Sra.
Patrick Conlon, 32 Cyprus Street, Belfast 12». Luego, llevé el bolígrafo al espacio en
El resto de la semana no fue tan malo como los dos primeros días. Comencé a
sentirme menos asustado e intimidado. Los guardias seguían presionándome para que
los llamase señor y yo me negaba. Paul los llamaba jefe, como se hace en las obras de
los edificios en construcción. Yo me dirigía a ellos por usted o no los llamaba de
ninguna manera.
Después de siete días, nuestro encarcelamiento en espera de juicio debía ser
renovado. Se había hecho tan interminable como todo un año, pero empezábamos a
comprender cómo podíamos sobrevivir a la larga espera hasta que nos llevaran a
juicio. Cuando volvimos al juzgado éramos varios más: Paddy Armstrong, Carole
Richardson y Annie Maguire comparecieron junto con Paul y conmigo para luego ser
enviados nuevamente a prisión, en esta ocasión durante dos días.
Annie no ofrecía buen aspecto, aunque nunca tuvimos oportunidad de hablar. Una
vez terminada la vista, Paddy regresó con nosotros en el furgón y a las mujeres se las
llevaron a Brixton. A Paddy le habían arrestado el 3 de diciembre y le llevaron a
Guildford, donde le interrogaron durante todo el día siguiente. La policía le presionó
para que admitiera su culpabilidad, igual que habían hecho con Paul y conmigo.
Paddy, lo mismo que nosotros, estaba seguro de que esas declaraciones no se
sostendrían ante un tribunal.
Dos días más tarde nos llevaron nuevamente ante el tribunal y allí también
estaban John McGuinness, Paul Colman y Brian Anderson, todos ellos de Kilburn,
acusados del atentado de Guildford y enviados a prisión en espera de juicio por otros
siete días. El pabellón en Winchester comenzaba a llenarse.
La primera vez que salimos todos juntos al patio fue como una fiesta y todos
tratábamos de obtener información de los demás.
—¿Qué coño es todo esto?
—¿Cómo he venido a parar aquí?
—Lo peor que he hecho es fumar un poco de marihuana.
—Lo peor que he hecho es robar unas pocas libras.
Íbamos de unos a otros haciendo las mismas preguntas y diciendo las mismas
cosas: éramos inocentes. No estábamos en el IRA porque el IRA jamás aceptaría a
gente como nosotros, de modo que nos absolverían porque nunca podrían presentar
una acusación contra todos nosotros. Investigarían nuestros antecedentes y verían que
habían detenido a un grupo de vagos, fumadores de hierba, ladrones de poca monta y
dirían que, por el amor de Dios, que habían cogido a la gente equivocada.
Esa noche me fui a la cama sintiéndome mucho mejor y, a la mañana siguiente,
Cuando regresé a mi celda vi que había otro papel de carta de la prisión sobre la
mesa y me di cuenta de que la conmoción de haber visto a mi padre había eliminado
el bloqueo que me impedía escribir. Me senté inmediatamente y escribí una carta a mi
madre, llorando amargamente, contándole que había visto a mi padre, lo mal que me
sentía y pidiéndole por favor que no se creyera las cosas de las que se me acusaba.
Pero sentía un enorme sentimiento de culpabilidad porque sabía que yo era la única
razón por la que mi padre había viajado a Inglaterra. Si estaba allí era por mi culpa.
A la mañana siguiente, el director de la prisión nos hizo una visita y le dije que
quería ver a mi padre.
—Pero se encuentra en el hospital de la prisión —objetó.
—Sí, lo sé. Pero quiero ver a mi padre.
—Eso he de decidirlo yo, Conlon. Debe presentar una solicitud formal y yo la
estudiaré.
EL TRASLADO A BRIXTON
Mi recuerdo de aquel día era que Paul Hill se levantó antes que yo y preparó el
desayuno, consistente en un bollo y un vaso de leche, que nos tomamos sentados en
la cama. Luego, llevamos la colada al sótano del albergue, donde había dos lavadoras
y una secadora. Probablemente me entretuve examinando la hoja de las carreras,
tomando nota de algunos caballos —incluido a John Cherry—, mientras Paul iba a la
tintorería. Tras recoger la colada nos dirigimos a Woolworths, en Kilburn High Road,
para comprar unas hojas de afeitar. Regresamos al albergue, nos lavamos y nos
afeitamos y esperamos a que abrieran los pubs.
A las once llegamos al Memphis Belle, donde nos bebimos la primera pinta del
día. De pronto vi a Paddy Carey pasar frente al pub con su chica, di unos golpes en la
ventana y los invité a entrar. Paddy se tomó una cerveza y su chica una Coca-Cola, y
escuchamos unas cuantas canciones en el tocadiscos automático.
Al cabo de veinte minutos, Paul vio pasar a Danny Wilson y salió
apresuradamente para saludarle. Danny es un tipo pelirrojo, perteneciente a una
familia numerosa de Lower Falls. Su hermano mayor, Barney, es un exboxeador que
actualmente hace de árbitro en los combates pugilísticos. Puesto que Danny tenía
prohibido poner los pies en el Memphis Belle, le dijo a Paul que nos reuniéramos con
él más tarde en el Olde Bell.
Al cabo de un rato, Paddy Carey y su novia cogieron un autobús turístico para
visitar la ciudad, mientras Paul y yo nos dirigíamos al Olde Bell, situado al otro lado
de la calle. Allí nos encontramos a Paddy Armstrong acompañado de un tipo llamado
EL JUICIO
¿Qué fue lo que falló? O quizá sería más apropiado preguntarse, ¿qué les permitió
salirse con la suya?
Teóricamente, era muy difícil para el ministerio fiscal condenarnos basándose en
los escasos indicios de que disponían para vincularnos con una unidad en servicio
activo del IRA. En relación a nosotros, no tenían explosivos ni detonadores, ni armas
ni municiones; no tenían planos de Londres ni mapas del sureste de Inglaterra, ni una
lista de presuntas víctimas ni de personajes conocidos; no disponían de informes de
los servicios secretos ni soplones, ni huellas ni documentos de identidad, ni pisos
francos ni vehículos. Lo que sí tenían era pruebas de todo ello en relación con
atentados que ellos sabían que tenían que ver con los de Guildford y Woolwich.
Dichas pruebas indicaban claramente que quienes cometieron aquellos atentados
debieron de estar también en Guildford y en Woolwich. Las únicas personas que no
sabíamos nada éramos nosotros cuatro y nuestros abogados. Ese hecho se hizo
evidente dos meses después de que concluyera nuestro juicio, cuando fueron
arrestados cuatro de los individuos responsables de esos atentados. No tenían nada
más que nuestras declaraciones firmadas, que eran papel mojado. Al examinarlas
salta a la vista que se contradicen en todos los puntos importantes. No coinciden en
quién colocó las bombas, quién conducía los coches, dónde conservábamos los
explosivos, dónde fabricábamos las bombas y dónde las poníamos a punto. La policía
nos intimidó para obligarnos a realizar unas declaraciones que carecían de valor.
El tribunal no vio más allá del hecho de que habíamos confesado; no fue capaz de
entender que hubieran podido obligarnos a confesarnos culpables de algo que no
habíamos cometido. Habría estado bien que hubiese comparecido a declarar Brian
Anderson, un protestante cuyo padre era uno de los miembros más destacados de la
Orden Naranja en Comber. Brian le habría contado al jurado lo que me reveló a mí
cuando nos hallábamos en prisión preventiva, que estuvo a punto de confesar ser el
WANDSWORTH
A lo largo de los siguientes quince años pasé algo más de tres incomunicado. A
menos que uno haya vivido esa experiencia, resulta difícil explicar la soledad, la
impotencia y la vulnerabilidad que se siente. La celda constituye una silenciosa
burbuja, donde los únicos sonidos que percibes son los tuyos. Si dispones de una
radio, ésta no tarda en convertirse en un mero zumbido de fondo, sofocado por la
pulsión de tus pensamientos. Es como estar emparedado en una tumba.
Para matar el tiempo, paseas de un lado al otro de la celda; al principio,
rápidamente y, luego, más despacio, midiendo los pasos. Cinco metros treinta y tres
centímetros desde la ventana hasta la puerta, dos metros ochenta y nueve centímetros
de una pared a la otra. Lees y relees los pequeños nombres garabateados en los
Esa noche, después de la merienda, a las siete, igual que la noche anterior, se
apagó la luz de mi celda. Miré por la ventana y vi que las luces del Pabellón D
seguían encendidas. Supuse que las largas horas de oscuridad eran un trato especial
que nos dispensaban a los cabrones irlandeses que estábamos encerrados ahí.
Me quedé tendido en la cama pensando en nuestro juicio, en lo que había fallado
y si sería posible rectificar el error. Me pregunté si la fe que tenía Paddy Maguire en
la justicia británica se habría visto mermada por el veredicto. Y pensé en mi padre,
que había ido a Inglaterra para ayudarme y se vio atrapado en ese asqueroso y
vergonzoso asunto. Tres meses más tarde juzgarían a mi padre; pero, después de lo
MÁS PREGUNTAS
Puede ser que a algunos les cueste creerlo, pero en ocasiones, y sobre todo al
principio, mi inocencia me resultaba una carga muy pesada en la cárcel. Quiero decir
que me avergonzaba, que me resultaba muy difícil de expresarlo sin sonrojarme, muy
difícil decir: «No debería estar aquí. Soy inocente de los cargos que me imputan».
No obstante, me consolaba el poder decirlo si daba con una persona con la que
podía desahogarme. Uno de los pocos recuerdos gratos que conservo de Wandsworth
ocurrió un domingo, poco después de mi llegada, mientras estaba haciendo ejercicio
en el patio con Gerry Hunter. Aquel día nos permitieron hablar. Recuerdo que el
guardia que nos vigilaba había estado destinado en la comisaría de Crumlin Road o
en algún lugar de Irlanda del Norte. Llevaba, como de costumbre, la gorra y los
guantes de cuero negro de la SS y se puso a silbar una canción de los unionistas,
titulada No nos rendiremos o La faja, con evidente intención de intimidarnos. De
Además de los problemas que tenía en Wandsworth con los otros presos del
bloque, tuve que sufrir la apertura del juicio contra mi padre, al que acusaban de
manipulación de explosivos.
Comenzó a finales de enero de 1976 y me resultó muy difícil conseguir
información sobre el desarrollo cotidiano del proceso. Según parece, no acababan de
ponerse de acuerdo sobre el resultado de las pruebas de laboratorio, que, según el
ministerio fiscal, demostraban que los Siete Maguire habían manipulado
nitroglicerina al intentar eliminar los indicios que demostraban que fabricaban
bombas en casa de mi tía.
Los resultados de las pruebas de laboratorio constituían la única prueba contra los
Siete Maguire. Pero, a mi entender, la disputa entre los letrados sólo servía para
distraer al tribunal del punto crucial, es decir, de cómo llegó la nitroglicerina a manos
de los Maguire. La defensa trató de demostrar que las pruebas eran erróneas y que los
acusados eran personas inocentes a las que se quería convertir en culpables
erróneamente. Yo conocía la verdad, lo mismo que mi padre: los Siete Maguire eran
personas inocentes a las que se quería convertir en culpables deliberadamente.
Un día, en febrero de 1976, mientras proseguía el juicio de los Siete Maguire y
WAKEFIELD
Allí había setecientos cuarenta reclusos, de los cuales el setenta por ciento estaban
encarcelados por delitos sexuales, es decir, eran violadores. En nuestra opinión, los
violadores rompían el equilibrio del lugar y hacían que Wakefield fuera una cárcel
terrible. Casi todos eran débiles y deficientes mentales, lo cual propiciaba que los
guardias fueran unos bastardos negligentes y perezosos, porque tres cuartas partes de
los internos nunca se enfrentaban a ellos. Por eso la comida era horrible y por eso el
lugar tenía aquella atmósfera tan enfermiza.
La noche de mi primer día en Wakefield, un hombre diminuto se presentó en la
puerta de mi celda, completamente vestido de blanco.
—Hola —dijo—. ¿Quieres un sándwich de cecina? ¿Una botella de leche?
En Wandsworth apenas había comido y aquel individuo parecía inofensivo, como
si no se atreviera a pisar un escarabajo, por lo que le dije que sí, que gracias.
El tipo estaba a punto de entrar en la celda con el sándwich cuando Bobby
Cunningham le vio y gritó:
—¡Sal de esa celda de una puñetera vez!
Le sacó de allí y luego regresó y dijo:
—No te acerques a ese tipo. Es un violador, un enano agresivo, ¿comprendes?
Algunos de los delitos sexuales eran asombrosos. A mis veintiún años, yo apenas
tenía experiencia de la vida, fuera de los círculos en los que había crecido, y me
resultaba chocante encontrarme entre esa gente y, sobre todo, ser una minoría entre
ellos. Algunas de las cosas que habían hecho eran tan horribles que te entraban ganas
de vomitar, y muchos de ellos eran, además, tipos muy extraños. Recuerdo que había
uno que quería ser una mujer y se estaba haciendo crecer los pechos. Le oías cantar
para sí mismo con una voz muy aguda, intentando sonar como un mujer. En esa
época me parecía imposible que me hubieran llevado allí, con todos aquellos
monstruos y deficientes. Yo era una persona cuerda encerrada en un asilo mental.
El juicio de los Maguire todavía seguía su curso cuando llegué a Wakefield. Allí
había bastantes presos irlandeses, por lo que recibí mucho apoyo de Bobby
Cunningham, Jerry Meal y los demás. Pero cuando la vista se suspendió durante dos
días y medio, me sentí muy mal y mi estado de ánimo pasaba constantemente de la
depresión a la esperanza y viceversa.
Finalmente, se conocieron los veredictos y yo los escuché por la radio. Pese a los
largos debates que sin duda hubo entre los miembros del jurado, los Siete Maguire
fueron considerados culpables de todos los cargos: culpable Annie Maguire, culpable
La habitación es muy pequeña, de unos tres metros por uno y medio, con tres
sillas de madera y dos mesas pequeñas. Las mesas están colocadas una contra otra,
pero separadas por un panel de madera. Yo me siento en un lado y mi madre en el
otro, y sólo puedo verle la cabeza por encima del panel. No nos permiten tocarnos, a
excepción del apretón de manos inicial. No podemos abrazarnos ni besarnos, sólo el
apretón de manos antes de sentarnos. Después de eso, entre ambos sólo puede haber
intercambio de palabras, nada más. Tras la cabeza de mi madre veo al guardia a
medio metro de su espalda y ella ve al otro guardia detrás de mí en la misma
posición, asomando sobre nuestras cabezas, vigilando cada movimiento. Si mi
hermana Ann está con ella, tienen a dos guardias detrás y, si mi padre está conmigo,
hay dos guardias detrás de nosotros. Y en medio, sentado como un árbitro de tenis,
hay otro guardia, con un cuaderno abierto y un bolígrafo en la mano. Su trabajo
consiste en anotar todo lo que decimos.
Ningún visitante de un preso de Belfast se siente a gusto hablando de cosas de su
ciudad, sobre todo de las habladurías que corren por allí o si se trata de personas.
Esos temas son los más naturales en una conversación cotidiana, pero, cuando sabes
que piensan que tu hijo se dedica a colocar bombas y, además, están anotando todo lo
que dices, te preocupa que empiecen a escribir cosas que en realidad no has dicho. De
este modo, hay un tipo de conversación que queda absolutamente descartado.
Pero por la misma razón, ¿cómo se puede hablar de algo personal? En la cárcel no
hay secretos. Se sabe todo; lo divulgan los guardias o los otros presos, porque el
cotilleo es la enfermedad del aburrimiento. Así que sabes que si en una visita se
comenta algo personal será la comidilla de la prisión, te lo echarán en cara y se reirán
de ello. Entonces, ¿de qué se puede hablar?
—¿Cómo te encuentras?
—Oh, bien, bien.
—Dijiste que estabas resfriado.
—¿Ah, sí?
—En tu última carta.
—Oh, eso. Ya pasó.
—Me alegro.
Me siento verdaderamente incómodo. He vivido obsesionado con este momento
desde hace semanas, lo he saboreado con antelación, he pensado en verla, me he
preguntado cómo la encontraré y he sabido que seré capaz de decirle que estoy bien.
Y ahora me encuentro aquí, sufriendo con esta inexpresiva conversación, y miro de
Fue por acabar con todo eso por lo que murió Frank Stagg. Jerry Mealey también
estuvo a punto de morir. Recuerdo haberle visto cuando llegué a Wakefield y él
acababa de salir del hospital. Tenía poco más de treinta años, pero parecía un viejo
que se arrastraba por los pasillos y bajaba las escaleras con dificultad. Lo hicieron
porque querían el derecho, que es el derecho de todo preso, de estar encarcelados
cerca de su familia.
La diferencia que eso hubiera significado para los familiares habría sido enorme:
se acabarían esas terribles y artificiales visitas anuales, en las que nos sentábamos
unos frente a otros sin nada que decirnos; se trataría de una sola visita semanal
después de un simple trayecto en autobús; nos mantendría en contacto con el resto de
la familia, y nos daría la oportunidad de tener algo nuevo que contar cada vez. Al
negarse a concederme la posibilidad de estar encarcelado en Belfast, castigaron a mi
madre de una manera innecesaria e inmerecida durante quince años. Y no la
castigaron sólo a ella; castigaron también a las familias de los presos irlandeses, y
siguen haciéndolo.
LA APELACIÓN
Cuando hablé por primera vez con Bobby Cunningham y Jerry Mealey allí, en el
Pabellón A, Bobby me dio un codazo en las costillas y dijo:
—Así que tú colocaste las bombas de Guildford, ¿eh?
Bobby era un irlandés que empezaba a cumplir una condena por conspiración
para colocar explosivos. Me miró con una sonrisa provocativa en los labios.
—Lo hiciste, ¿no?
Me ruboricé desde la cabeza hasta el pecho, y las orejas se me encendieron como
anuncios de neón por lo abrumado que estaba debido a la vergüenza. Allí estaba yo,
que ante el tribunal había quedado como un experto dirigente del IRA, el cabecilla de
los que pusieron las bombas, el Provo más peligroso de Inglaterra, teniéndoles que
decir a Bobby y a los demás:
—No, todo eso que dice la prensa es un disparate. Yo no lo hice, soy inocente.
—Entonces, ¿por qué coño estás en la cárcel? —me preguntaron mirándome
fijamente.
En aquellos momentos en que mi padre había sido condenado, y estaba
brutalmente claro que los intentos que hice para persuadir a la policía a que le
ayudara habían resultado inútiles, ya no existía ninguna razón para hacerme pasar por
el autor del atentado, a excepción de que todavía tenía ese irracional deseo de no
hablar de mi inocencia.
En Wakefield vi a un hombre, llamado Michael Luvaglio, que había sido
condenado por un asesinato ocurrido unos años antes en Newcastle. A Luvaglio se le
tenía en la cárcel por un hombre injustamente condenado que nunca había conseguido
lavar su nombre, a pesar de haber llevado su caso, con nuevas pruebas, a la Cámara
de los Lores. Esa decisión sentó un precedente que permitió que los jueces decidieran
ser sustituidos por jurados a la hora de evaluar las pruebas nuevas. Fue en el caso de
Luvaglio en el que se basó el tribunal de apelación un año más tarde, cuando unas
espectaculares pruebas nuevas salieron a la luz en mi caso.
Después de pasar nueve años entre rejas, Luvaglio se encargaba de las flores de la
capilla de la prisión y cada día le veía ir de aquí para allá con flores en pequeñas
jarras, agobiado por la tristeza. Lo notabas por la forma en que se movía, la manera
de comportarse, la forma en que le colgaba la ropa, como si fuera una mortaja. Y en
cualquier zona de la prisión a la que fuese la gente decía: «Ahí está Luvaglio, es
inocente».
La inocencia de Luvaglio pasó a ser de dominio público. Todo el mundo se le
acercaba y le daba consejos útiles, información útil, porque todos sabían que era
STRANGEWAYS
Desde lo alto de las celdas de primer grado de Old Bailey bajan cinco tramos de
estrechas escaleras. Me empujaron hacia abajo con las manos esposadas a la espalda,
tan apretadas que me levantaban la piel y, al terminar el día, las muñecas me
sangraban. Los guardias nos miraban con satisfacción perversa porque volvían a
encerrarnos y, mientras nos bajaban, lo celebraron golpeándome varias veces contra
las paredes de la larga y empinada escalera.
Una vez dentro del furgón nos dirigimos hacia el norte por la M1 y la M6. Dos o
tres horas más tarde, oí al conductor hablar por radio con la policía, para avisar que
iba a detenerse a poner gasolina, y nos dirigimos a una estación de servicio.
Todo el lugar estaba vigilado, acordonado por hombres armados que llevaban
chalecos antibalas y escopetas recortadas. Los únicos vehículos que había en la
gasolinera eran un pequeño coche rojo y una furgoneta familiar, con un papá, una
mamá y dos niños que lo miraban todo boquiabiertos, como si un espectáculo del
Salvaje Oeste hubiera llegado a la ciudad. Nos detuvimos. Dos motoristas y dos
coches patrulla escoltaban el furgón y dentro de éste había seis guardias de la cárcel,
todos ellos armados. Y pavoneándose entre las bombas de gasolina, como si fuera
Mister T, se hallaba un sargento de la policía con una pistola en una funda colgada
del cinturón. Lucía un enorme y absurdo bigote, estilo RAF, y parecía el hombre más
feliz del mundo, pensando «miradme, mirad lo importante que soy».
No pude oír las palabras, pero cuando vi que el padre se asomaba por la ventanilla
de la furgoneta y le preguntaba algo imaginé lo que estaban comentando.
—¿Qué pasa?
—Un traslado de prisioneros.
—Pero, Dios mío, ¿quién va ahí adentro? ¿El Increíble Hulk?
—Uno del IRA que ha puesto bombas. Un preso de máxima seguridad. Estamos
aquí para que no intenten liberarle.
Y abrió el cierre de la pistolera por si el hombre no se había dado cuenta de que la
llevaba.
WORMWOOD SCRUBS
El año 1977, que había empezado con tanto optimismo, terminó, por lo que a mí
se refiere, en una gran depresión. Mi apelación fracasó, la apelación de mi padre
fracasó, experimenté la destructora crueldad de almas del bloque de castigo de
Manchester y, luego, cuando me llevaron a Londres, me encontré con que debía
afrontar las consecuencias de mis estúpidas conversaciones, de dos años atrás, con la
brigada antiterrorista.
Wormwood Scrubs, la nueva cárcel, era otra vieja y enorme prisión, con una
tremenda variedad entre los reclusos. Los irlandeses tenían mucha fuerza, pero había
gran cantidad de internos negros y una buena representación de gángsters cockneys.
Los pabellones eran tan inmensos que los presos formaban subgrupos más pequeños.
Los veías en las mesas donde todos comíamos, que estaban situadas en el recinto
central al que daban las distintas plantas de celdas, numeradas del 1 al 25, y los
diversos clanes ocupaban mesas diferentes. Las mesas irlandesas eran la 13 y la 14,
las jóvenes promesas de la delincuencia cockney ocupaban la 4, y los gángsters
londinenses a la vieja usanza estaban en la 15 y la 16.
Algunos presos siempre han conseguido ocupar posiciones de poder, como si
fueran barones feudales. Antes se los llamaba barones del tabaco, pero en la
actualidad sería más apropiado hablar de barones de la droga. De cualquier modo, se
tratara de lo que se tratase, si podían controlar una mercancía valiosa dentro de la
prisión, hacían valer la ley del más fuerte. Cuando llegué a Scrubs, en el Pabellón D
había un famoso maleante del East End que era el mandamás supremo. A los tipos
como él los llamábamos The Face. En las prisiones hay muchos de ésos. Todos los
cockneys lo son. Ese tipo tenía tanto poder que, cuando los guardias se enfrentaban a
algún problema, le decían: «A ver si arreglas esto, porque yo no puedo».
The Face había dirigido un club en Soho y sus antecedentes eran muy brillantes.
Para tratarse de un gángster, tenía unos principios muy elevados y nunca transigía en
según qué cosas. Eso significaba que no se dedicaba a traficar con ciertos artículos.
Odiaba la pornografía, que era muy abundante en una prisión como Scrubs, y
detestaba las drogas, que también circulaban masivamente en la cárcel, y la
homosexualidad, que era un asunto de lo más corriente. Pero The Face era el corredor
de apuestas y además se encargaba de otros pequeños fraudes organizados. Era todo
un personaje, y ésta fue una de las muchas razones por las que consideré que Scrubs
era una cárcel mucho más interesante que las demás. De todos modos, The Face no
era allí el único personaje. Había un preso negro, llamado Mackie, que había llegado
de Jamaica a finales de los sesenta y hablaba en una especie de dialecto tan cerrado
Scrubs fue mi casa durante los dieciocho meses siguientes. La vida de la prisión
seguía cada día, y yo me concentraba en las tareas de mantener la moral alta, vigilar
que nadie me puteara y buscar, de vez en cuando, algún estímulo.
Pero mientras tanto, fuera de los muros de la cárcel, se producían los primeros
movimientos de apoyo a nuestro caso. Mi madre es una gran creyente de la fuerza de
la plegaria y llevaba un año yendo tres tardes por semana a la catedral de St. Peter,
donde hacía el Via Crucis y rezaba por nuestra liberación. El padre McKinley, que era
el párroco, salió una tarde de la sacristía y la encontró allí llorando. Se acercó a ella y
le pasó un brazo por los hombros.
—¿Qué le ocurre, Sarah?
—Mi familia está en la cárcel —respondió simple y llanamente—. Mi marido está
en la cárcel, mi hijo está en la cárcel, mi hermano está en la cárcel, y también mi
cuñada y dos de mis sobrinos. Y, padre, son inocentes, pero cuando lo digo nadie lo
cree. Nadie quiere escucharme.
El sacerdote la llevó a la rectoría, le preparó una taza de té y hablaron. Esa noche,
el padre McKinley no pudo dormir, dándole vueltas a lo que mi madre le había
contado. Conocía a mi padre. También había conocido muy bien a Paddy Armstrong
de pequeño, al que enseñó a jugar al snooker en el Boy’s Club y otras cosas por el
estilo. A mí también me conocía un poco, de cuando iba a la escuela, y creo que sabía
algo de mi fama de pasota. Pero cuando pensaba en Paddy se acordaba de un chico
tímido, totalmente contrario a la violencia, y tenía muy claro que no podía ser un
terrorista. Bueno, y si Paddy no lo era yo tampoco. Y mi padre era la última persona a
la cual relacionaría con las explosiones. Así que, cuando se le presentó la primera
oportunidad, le dijo a mi madre:
—Sarah, no sé qué puedo hacer, pero si no hago nada sé que les estoy dando la
razón en lo que le han hecho a su familia.
Inició una campaña, junto con mi madre y con Lilly Hill, en Irlanda escribiendo
cartas a personas influyentes que pudieran contribuir a que se abriera de nuevo el
caso.
Por otra parte, en Inglaterra había una diminuta monja irlandesa, la hermana
La visita del cardenal Hume nos llenó de esperanza e incluso llegamos a pensar
en una tranquila transición hacia nuestra liberación, que podía producirse al cabo de
unos meses o de un año o dos como máximo. Pero aquella sensación de tranquilidad
se hizo añicos a los pocos días.
Todo empezó cuando trasladaron a unos cuantos presos de Gartree al Pabellón D
de Scrubs. Sembraron un gran descontento entre la población penitenciaria debido a
las diferentes regulaciones existentes, en lo que al dinero se refiere, en las distintas
cárceles.
En todas las prisiones hay dos tipos de dinero para gastar en la tienda de la cárcel
o en la cantina: el que se gana en la prisión y el dinero particular. En ninguna cárcel
se permite comprar tabaco con dinero particular, y lo mismo ocurre con el té y la
comida. Esas cosas sólo se pueden comprar con lo que se gana trabajando allí dentro.
Pero en muchas prisiones, y Gartree era una de ellas, no existen tales restricciones
con los productos de aseo, como el jabón, el champú o la pasta de dientes. Puedes
comprarlos con tu dinero particular, lo cual te permite destinar una parte mayor de tu
pobre salario (tres libras a la semana) en tabaco y en comida. Pero en 1979 las cosas
en Scrubs no funcionaban así. Tenías que utilizar tu sueldo para comprar los artículos
de aseo, lo cual significaba que, a veces, debías prescindir del tabaco para conseguir
pasta de dientes, jabón u hojas de afeitar.
Cuando llegaron los de Gartree, en el Pabellón D había mucho resentimiento, lo
MUERE MI PADRE
Parkhurst, que está en la isla de Wight, tiene fama de ser una cárcel muy violenta,
una fama que se remonta al motín de 1969. Es muy sucia, las instalaciones sanitarias
se encuentran en muy mal estado, la comida es terrible y el hecho de estar en una isla
Aparte de alejarme del borde de la locura, las tácticas de asedio de Noel Boyd
reavivaron mi interés por la campaña de envío de cartas que yo había comenzado con
la ayuda de Shane Docherty en Scrubs, y en la que había trabajado duramente durante
mi estancia en Parkhurst. Intentaba escribir cinco o seis cartas por semana, algunas de
ellas dirigidas a personas que jamás habían oído hablar de mí o de mi caso. En 1981
incluso le escribí a Mijail Gorbachov. Las enviaba como un náufrago que lanza
mensajes al mar en el interior de las botellas, con la esperanza de que, tarde o
temprano, alguien las encontrara. Pero también me estaba comprometiendo en una
correspondencia regular, manteniendo a la gente en contacto con cualquier cosa que
sucediera en Irlanda, Inglaterra y Estados Unidos.
Ya existía un Grupo de Campaña de los Cuatro de Guildford organizado por Errol
y Theresa Smalley, los tíos de Paul Hill. Tenían a Tom Barron actuando como
secretario y su filosofía era hacer la mayor cantidad de ruido posible y, si había
alguna duda, convocar una rueda de prensa. Mi hermana Ann y su esposo, Joe,
estaban tratando de hacer lo mismo en Irlanda. Fueron a Dublín con mi madre para
ver al ministro de Asuntos Exteriores poco después del fallecimiento de mi padre.
Debo decir que el Gobierno de la República de Irlanda supuso una enorme
decepción para nosotros y que, hasta el mismo momento de nuestra liberación, las
autoridades irlandesas no hicieron más que andarse con rodeos. La Constitución
irlandesa proclama que toda persona nacida en cualquier parte de Irlanda, ya sea en el
norte o en el sur, es ciudadano irlandés y tiene derecho a ser representada por el
Gobierno de Dublín, así que, cuando solicitamos específicamente al Gobierno que
nos ayudara, que nos representara en Londres, que organizara campañas para que nos
pusieran en libertad o transfiriesen nuestro caso a Irlanda del Norte, teníamos grandes
esperanzas de que harían todo lo que estuviese en su mano para que así fuese. Pero no
hicieron absolutamente nada.
El primer contacto que tuve con la Embajada irlandesa en Londres fue en 1983.
Enviaron a un hombre para que me dijera que yo debía purgar mi condena y dejar de
escribir cartas a la Embajada, porque no tenían tiempo para gente como yo. Estuve a
punto de pegarle.
Durante todo el tiempo de mi reclusión, ésta fue la primera y la única vez que
tuve la oportunidad de hablar públicamente fuera de un tribunal. Creo que fue un acto
de valentía por parte de Jenny Lo y Hugh Prycer-Jones resistirse a las presiones, ya
fuesen de dentro o de fuera de la BBC, que trataron de persuadirlos para que
Pero una pequeña parte de un programa de radio escuchado por unos cuantos
miles de personas no tiene el mismo efecto que un documental de televisión visto por
millones de telespectadores. Es la clase de publicidad con la que uno siempre sueña.
En este sentido, hubo tres programas de First Tuesday emitidos por Yorkshire TV
sobre los Maguire o sobre los Cuatro de Guildford. El primero de ellos, «La fábrica
de explosivos de la tía Annie», emitido en 1984, llegó de forma absolutamente
inesperada en lo que a mí concernía. Luego, dos años más tarde, se emitió «La bomba
de relojería de los Guildford», al que contribuí de forma totalmente inconsciente. Las
cosas sucedieron de este modo.
Hacia finales de 1984, Alastair Logan vino a verme con aire misterioso y me dijo
que yo podía ayudarle.
—Hay algunas personas que se están interesando por el caso. Se han convencido
por fin de que ha habido un error judicial.
Durante todos esos años, Alastair se había mantenido fielmente junto a su cliente,
Paddy Armstrong, luchando para que se reabriese el caso. De modo que, durante los
quince meses siguientes, me hizo montones de preguntas, especialmente sobre mi
estancia en Inglaterra en 1974. Lo que en realidad estaba haciendo, como finalmente
descubrí, era trabajar con los realizadores de «La bomba de relojería de los
Guildford», que se emitió en el verano de 1986.
Recuerdo el terror y la ansiedad que sentí aquella mañana cuando leí en el
periódico que iba a emitirse el programa. En primer lugar, porque no había nada que
yo pudiera hacer, o pudiera haber hecho, para influir en el programa, pues ni siquiera
sabía cómo iban a utilizar mis contribuciones escritas y verbales; en segundo lugar,
porque no sabía quién más participaría y si habría reservada alguna sorpresa
desagradable, gente que pudiera aparecer en la pantalla diciendo que yo era culpable,
o alguna otra cosa completamente inesperada sobre mí; y, por último, porque yo
estaría viendo el programa en compañía de cuarenta o cincuenta tíos que me conocían
y que después seguramente tendrían muchas cosas que decir.
Pero, a la postre, resultó ser un programa importante. No obstante, le escribí una
carta a Grant McKee diciéndole que había tratado a la policía con mano de seda. El
equipo de World in action había realizado un documental mucho más gráfico acerca
de los Seis de Birmingham, que no dejó ninguna duda en los espectadores sobre la
forma en que la policía consiguió las confesiones; en cambio, en First Tuesday
trataron a la policía con demasiada consideración.
Posteriormente le escribí a Grant para disculparme, pero el programa tuvo un gran
efecto sobre mí. Fue la máxima publicidad que habíamos tenido hasta la fecha, y
pensé que era muy importante que hubiesen contado toda la historia.
Un año más tarde hicieron un segundo programa, «Un caso que no se cerrará».
Pero el cardenal trabajaba también por nosotros a su manera, que era discreta,
seria y enormemente influyente. Yo estaba impresionado por ello, porque siempre
había creído que, para ganar, debíamos encontrar a nuestros propios miembros de la
Iglesia Anglicana que defendieran nuestra causa contra la mayoría, que estaría
automáticamente contra nosotros. Sabía que había gente respetable y con buenos
contactos que tenía capacidad para pensar por sí misma, y sólo era cuestión de
encontrarla. La lista final de los Grandes y los Buenos que se arriesgaron por nosotros
incluía a lord Fitt, a dos exministros del Interior, lord Jenkins y Merlyn Rees, al
difunto Sir John Biggs Davidson, miembro del Partido Conservador británico y del
Parlamento, a dos jueces del Tribunal Supremo de Justicia, Scarman y Devlin, y a
más de doscientos miembros del Parlamento británico, miembros del Parlamento
europeo, senadores norteamericanos y sacerdotes.
Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. En esta etapa, ni siquiera tenía
abogado y aún quedaba un montón de trabajo por hacer.
NUEVAS PRUEBAS
LA ÚLTIMA PRISIÓN
En marzo de 1988 mi relación con Joe Whitty, el nuevo director de Long Lartin,
que llegó en 1987 y cambió muchas de las costumbres de la prisión, se había
deteriorado hasta tal punto que mi traslado era algo inevitable. Yo veía que les
concedía visitas abiertas a muchos presos de primer grado, tipos que eran mil veces
más peligrosos que yo; sin embargo, mis familiares debían soportar esas horribles
visitas siempre rodeados de guardias y viendo cómo todo lo que decían era anotado
con puntos y comas. La gota que colmó el vaso fue cuando Whitty le dijo a mi madre
que no dependía de él conceder visitas abiertas a presos de primer grado, lo cual era
mentira. Long Lartin había dejado de ser una prisión tranquila y relajada. Envié una
carta a la Embajada de Irlanda, una carta muy dura en la que criticaba la actitud de
Whitty y pedía que intercedieran ante el Ministerio del Interior para que se me
concediesen las visitas abiertas. Metí la carta en el buzón en la mañana del 28 de
marzo. Esa carta nunca llegó a su destinatario y, a las cinco de la tarde, yo
abandonaba Long Lartin para ser trasladado a Full Sutton, en Yorkshire. Era un lugar
odioso; una prisión moderna, organizada para la comodidad de los guardias y con un
director verdaderamente severo. Por entonces yo tenía esa arrogancia propia del
hombre inocente que sabe que será reivindicado y puesto en libertad, de modo que
era un preso muy conflictivo. Cuando fui a ver al director y le golpeé en la cabeza
con el manual de normas de la prisión, me enviaron castigado a Durham. Veintiocho
días por el diez setenta y cuatro.
El bloque de castigo de Durham resultó ser un lugar muy duro porque las celdas
eran muy pequeñas, como caballerizas, sin espacio suficiente para estirarse y con
cinco centímetros entre la cama y la pared. Además estaba llena de cucarachas y
ratones, y el patio de ejercicios era una especie de jaula de zoológico. Pero tuve la
suerte de encontrar a un amigo, Tommy Mulvey, y él tenía organizada una red de
suministros desde el pabellón donde se encontraban los detenidos a la espera de
juicio.
Las cuerdas estaban hechas con jirones de sábanas anudados y, por la noche,
desde una de las ventanas del otro pabellón dejaban colgar una cuerda y un preso
llamado Jiffy que ocupaba la celda del bloque de castigo más cercana al pabellón de
los detenidos a la espera de juicio, lanzaba una cuerda provista de un gancho hasta
que, finalmente, lograba enganchar la otra cuerda y coger lo que colgaba de ella. A
veces, lograba cogerla después de un par de lanzamientos, otra veces la operación
duraba casi una hora. Pero, finalmente, Jiffy siempre conseguía asegurar la cuerda y
pasar de celda en celda lo que nos habían enviado: comida, zumo de naranjas,
El 17 de octubre de 1989 era martes. Yo estaba sentado con Paddy Joe Hill,
escuchando una historia extraña sobre su vida en Birmingham, cuando llegó uno de
los guardias.
—Conlon, debes presentarte en la oficina.
Yo quería escuchar el final de la historia de Paddy.
—Está bien, jefe, iré en un minuto.
Pero era una historia muy larga, que cada vez se volvía más elaborada y
fantástica, y medio minuto después yo no me había movido y el guardia regresó,
agitado y pálido, presa de un gran nerviosismo.
—¡Venga, Conlon, a la oficina, ahora!
Paddy alzó una ceja y me dijo:
—Ve y averigua qué quieren.
Después de haber visto la cara del guardia, pensé que se había producido un
desastre, que mi madre estaba enferma o había ocurrido algún accidente.
—Te trasladan. Ve a tu celda y coge tus cosas.
—¿Adónde? —pregunté automáticamente.
No esperaba ninguna respuesta, pero, asombrosamente, obtuve una:
—A Londres. Ahora ve a buscar tus cosas.
—¿A Londres? ¿Para qué?
—Para tu apelación. Date prisa.
El guardia parecía tener mucha prisa en sacarme de allí y yo no podía entender la
razón.
—Pero la apelación no será hasta dentro de tres meses, el 15 de enero. Me enviáis
castigado a otra prisión.
—No, vas a Londres y tu compañero irá contigo. No puedo decirte más.
Regresé al taller de la prisión y me despedí de todos los amigos que había hecho,
con los que había jugado al fútbol y al backgammon y con los que había hablado
durante cientos de horas. Me despedí de los londinenses, los negros y de los chicos de
Birmingham, y todos me desearon suerte: «Todo saldrá bien», «No te olvides de
machacarles y decirles lo que te hicieron», «No te olvides de decirles cómo es la vida
en la prisión». Los antillanos chocaban la palma de la mano con la mía y todos me
daban palmadas en la espalda. Mientras me despedía de ellos, me sentía muy
confuso, sin saber exactamente lo que significaba todo aquello, pero consciente de
que tal vez no volviera a Gartree o, al menos, no por mucho tiempo. Así que Paddy
Hill me acompañó a la celda y me ayudó a preparar mis cosas. Les regalé a mis
amigos casi todo lo que tenía y ellos me decían:
VEREDICTO ANULADO
Debimos de salir de Gartree justo a tiempo, o tal vez hicieron coincidir el anuncio
con el recuento del mediodía. Si aún hubiésemos estado allí y la noticia se hubiese
sabido durante las horas de tiempo libre, cuando nos reuníamos en el corredor o en
las celdas, jamás hubiéramos llegado a Londres aquel día. Ronnie McCartney me
contó después que él se encontraba en su celda estudiando cuando comenzó a
escuchar ruidos, como si alguien estuviese golpeando la puerta de la celda. Y luego
otra, y otra más, hasta que cincuenta puertas eran golpeadas con sillas y mesas, y los
presos gritaban, expresando ruidosamente su alegría. Ronnie se levantó y golpeó la
pared de su celda.
—¿Qué coño está pasando? —le gritó al chico de la celda de al lado—. ¿A qué
viene todo ese ruido?
—Pon la radio. Escucha las noticias.
—¿Cuál es la noticia?
—Los Cuatro de Guildford se van a casa el jueves. Lo han dicho en Radio Uno.
Y Ronnie me contó que cogió la silla y empezó a golpear la puerta con ella, junto
con todos los presos de la prisión; todo el lugar estaba vibrando. La gente abría
recipientes con bebidas alcohólicas, conseguidas clandestinamente, y los pasaba de
ventana en ventana; personas que no se habían dirigido la palabra durante años
bebían juntas —compartiéndolo todo— y así continuó durante toda la tarde. Después
de que se abriesen de nuevo las celdas, los presos se pasearon por el corredor
bebiendo alcohol abiertamente. Fue una fiesta memorable y, al día siguiente, todo el
mundo tenía una resaca monumental.
Yo había visto a Paul Hill un par de veces. Estuvimos juntos en Parkhurst menos
de un año, la mayor parte del tiempo en el mismo pabellón, y también durante un
corto espacio de tiempo cuando los Seis de Birmingham estuvieron en Long Lartin
para su apelación. Paul estaba más delgado y más viejo, pero no había cambiado
tanto como Paddy.
Pasamos una noche interminable en Brixton —yo no pude pegar ojo— y ahora
nos enfrentábamos a un largo día, nuestro último día como presos. Podría parecer
anormal que, aunque todo el mundo sabía lo que iba a pasar al día siguiente, nosotros
siguiéramos sometidos a las restricciones artificiales del código de los presos de
primer grado: perro, dos guardias, esposas, furgón, visitas cerradas, registro. Pero yo
no pensaba que fuese anormal. Después de quince años, las restricciones propias del
primer grado formaban parte de mi vestimenta e incluso parte de mí. Quítale la giba a
un jorobado y ¿cómo se sentirá? Me habría sentido desnudo si las hubieran
¡VOLVER A NACER!
La mayoría de los presos condenados a largas penas que han conocido la fecha de
su liberación se han preparado para su nueva situación, y las autoridades los han
ayudado a ello. Hay cursos especiales, salidas para hacer compras, ejercicios para
volver a manejar dinero. Yo no tuve nada de eso; simplemente, volví a nacer al
mundo.
Lo que más me atemoriza de mi nueva vida —que también es lo más excitante—
es la posibilidad de elección. Cuando salí del Holiday Inn, ejercí la posibilidad de
elegir. Pero luego hube de enfrentarme a un número increíble de extrañas elecciones:
la ropa, las diversiones, la música, las copas en el pub. Tenía un grave problema con
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