Brook Peter El Espacio Vacio-60-94

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Tercera parte

EL TEATRO TOSCO

Siempre es el teatro popular el que salva a una época. A


través de los siglos ha adoptado muchas formas, con un único
factor en común: la tosquedad. Sal, sudor, ruido, olor: el
teatro que no está en el teatro, el teatro en carretas, en
carromatos, en tablados, con el público que permanece en
pie, bebiendo, sentado alrededor de las mesas de la taberna,
incorporado a la representación, respondiendo a los actores;
el teatro en cuartos traseros, en falsas, en graneros; el teatro
de una sola representación, con su rota cortina sujeta con
alfileres a través de la sala, y otra, también rasgada, para
ocultar los rápidos cambios de traje de los actores. Ese
término genérico, teatro, abarca todo lo anterior, así como las
resplandecientes arañas. He tenido muchas discusiones
fracasadas con arquitectos que estaban trazando nuevos
teatros; he intentado en vano encontrar las palabras con las
que comunicar mi convicción de que el problema no es de
edificios buenos o malos: no siempre un hermoso local es
capaz de originar una explosión de vida, mientras que un
local fortuito puede convertirse en una tremenda fuerza
capaz de aglutinar a público e intérpretes. Éste es el misterio
del teatro, y en la comprensión de dicho misterio radica la
única posibilidad de ordenarlo como ciencia. En otras formas
de arquitectura existe una relación entre el proyecto
consciente, articulado, y el buen funcionamiento: un hospital
bien diseñado puede ser más eficaz que otro trazado de
manera confusa. Sin embargo, en materia de salas teatrales,
el problema de su trazado no puede partir de un esquema
lógico. No se trata de enunciar analíticamente cuáles son los
requisitos necesarios y el mejor modo de combinarlos,
puesto que así surgen por lo general salas domesticadas,
convencionales, incluso frías. La ciencia de la construcción de
locales de teatro ha de partir del estudio de lo que consigue
la más vivida relación entre los seres humanos, quizá lograda
con la asimetría, incluso con el desorden. Si es así, ¿cuál es la
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norma de este desorden? Un arquitecto sale mejor librado si
trabaja como el escenógrafo, si mueve intuitivamente piezas
de cartón en lugar de proyectar su modelo ateniéndose a un
plano realizado con regla y compás. Si sabemos que el
estiércol es un buen fertilizante, no es cuestión de irse con
remilgos; si al parecer el teatro necesita un cierto elemento
tosco, ha de aceptarse como parte de su abono natural. Al
comienzo de la música electrónica, algunos estudios
alemanes de grabación afirmaron que eran capaces de
producir cualquier sonido emitido por un instrumento musical,
con la diferencia de que lo mejoraban. Descubrieron luego
que todos sus sonidos estaban caracterizados por cierta
uniforme esterilidad. Analizaron los sonidos emitidos por
clarinetes, flautas y violines, y observaron que cada una de
las notas dadas por estos instrumentos contenía una alta
proporción de simple ruido: el raspar del violín o la forzada
respiración del aire al pasar por la madera. Desde el punto de
vista de la pureza musical no era más que porquería y, sin
embargo, los compositores pronto se vieron obligados a
escribir porquería sintética, a «humanizar» sus
composiciones. Los arquitectos siguen sin querer aceptar esta
exigencia, y de ahí que año tras año las experiencias
teatrales más vivas se realizan fuera de las salas construidas
para ese propósito. Durante medio siglo Gordon Craig ejerció
gran influencia sobre Europa debido a un par de
representaciones que dio en una iglesia de Hampstead; la
firma del teatro brechtiano, el medio telón blanco, tuvo su
origen en una bodega en la cual Brecht tenía que tender un
alambre de pared a pared. El teatro tosco está próximo al
pueblo; trátese de un teatro de marionetas o de sombras
animadas, como se da hoy día en algunos villorrios griegos,
su característica es la ausencia de lo que se llama estilo. El
estilo necesita ocio, mientras que un espectáculo montado en
condiciones toscas es como una revolución, ya que todo lo
que se tiene al alcance de la mano puede convertirse en un
arma. El teatro tosco no escoge ni selecciona: si el público
está inquieto, resulta más importante improvisar un gag que
intentar mantener la unidad estilística de la escena. En el lujo
del teatro de la clase alta todo puede ser de una pieza; en el
teatro tosco el aporreo de un cubo puede servir de llamada

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para la batalla, la harina en el rostro sirve para mostrar la
palidez del miedo. El arsenal es ilimitado: los apartes, los
letreros, las referencias tópicas, los chistes locales, la
utilización de cualquier imprevisto, las canciones, los bailes,
el ruido, el aprovechamiento de los contrastes, la taquigrafía
de la exageración, las narices postizas, los tipos genéricos,
las barrigas de relleno. El teatro popular, liberado de la unidad
de estilo, habla en realidad un lenguaje muy estilístico: por lo
general, el público popular no tiene dificultad en aceptar
incongruencias de inflexión o de vestimenta, o en precipitarse
del mimo al diálogo, del realismo a la sugestión. Sigue el hilo
de la historia, sin saber que se han infringido una serie de
normas. Martin Esslin ha escrito que los presos de la cárcel de
San Quintín, que veían por primera vez en su vida una obra
de teatro, al asistir a la representación de Esperando a Godot
no tuvieron ningún problema en seguir lo que resultaba
incomprensible al público que frecuenta las salas de teatro.
Uno de los iniciadores del movimiento de renovación de
Shakespeare fue William Poel. En cierta ocasión, una actriz
que había trabajado con Poel en una versión de Mucho ruido y
pocas nueces, presentada hace cincuenta años y por una sola
noche en una lóbrega sala londinense, me contó que el
primer día de ensayo llegó Poel con una caja de la que fue
sacando curiosas fotografías, dibujos y retratos recortados de
revistas. «Ésta eres tú», le dijo al tiempo que le daba la
fotografía de una debutante en el Royal Garden Party. A otro
actor le entregó el recorte de un caballero de armadura, a un
tercero un retrato de Gainsborough, al siguiente un simple
sombrero. Expresaba con toda sencillez la manera cómo
había visto la obra cuando la leyó, de manera directa, como
hace un niño, no como un adulto que se rige por las nociones
de historia relativas a un período determinado. Mi amiga me
dijo que esa mezcla de pre-pop-art tenía extraordinaria
homogeneidad. Estoy convencido. Poel fue un gran innovador
que vio claramente que la coherencia no guarda relación con
el verdadero estilo de Shakespeare. En mi escenificación de
Trabajos de amor perdidos hice que el personaje llamado Dull,
alguacil, se vistiera de policía Victoriano, ya que su nombre
me evocó la típica figura del bobby londinense. Por otras
razones, el resto de los personajes llevaban vestidos
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dieciochescos a lo Wat-teau, pero nadie se dio cuenta del
anacronismo. Hace largo tiempo vi una puesta en escena de
La doma de la bravía en la cual todos los actores vestían
exactamente como habían visto a los personajes — todavía
recuerdo a un cowboy y a un actor grueso que apenas cabía
dentro de su uniforme de paje—, y ésta fue con mucho la más
satisfactoria interpretación que he visto de dicha obra.
Está claro que la porquería es lo que principalmente da
filo a la rudeza; lo sucio y lo vulgar son cosas naturales, la
obscenidad es alegre, y con estos elementos el espectáculo
adquiere su papel socialmente liberador, ya que el teatro
popular es por naturaleza anti-autoritario, anti-pomposo, anti-
tradicional, anti-pretencioso. Es el teatro del ruido, y el teatro
del ruido es el teatro del aplauso.
Piénsese en esas dos horrendas máscaras que nos miran
ceñudas desde las páginas de tantos libros sobre teatro: se
nos ha dicho que en la antigua Grecia esas dos máscaras
representaban dos elementos iguales, la tragedia y la
comedia. Al menos, nos las muestran siempre como partes
iguales de una unidad. Sin embargo, a partir de la época
clásica se ha considerado «legítimo» el teatro importante,
mientras que se ha tenido como menos serio el teatro tosco.
No obstante, todo intento de revitalizar el teatro ha tenido
que volver a la fuente popular. Meyerhold apuntó muy alto,
quiso llenar de vida el escenario, tuvo por maestro
reverenciado a Stanislavsky, por amigo a Chejov, pero a la
hora de la verdad buscó inspiración en el circo y en el music-
hall. Brecht estaba enraizado en el cabaret, Joan Littlewood
tiene la vista puesta en las ferias de atracciones, Cocteau,
Artaud, Vakhtangov, los más improbables compañeros de
camino, todos estos espíritus selectos han vuelto al pueblo, y
el teatro total es la mezcla de dichos ingredientes. El teatro
experimental sale continuamente de sus salas habituales y se
reintegra a lugares más populares: el verdadero sitio de
reunión de las artes norteamericanas no es la ópera, sino la
comedia musical, en las raras veces que ésta cumple su
promesa. Los libretistas, coreógrafos y compositores se
vuelven hacia Broadway. Un ejemplo interesante es el del
coreógrafo Jerome Robbins, que pasa del "teatro puro y
abstracto de Balanchine y Martha Graham a la tosquedad del
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espectáculo popular. Pero la palabra «popular» no lo resume
todo, ya que sólo parece evocar fiestas campesinas y gente
inofensiva y alegre. La tradición popular es también sátira
feroz y grotesca caricatura, cualidad que ya estaba presente
en el más importante de los teatros toscos, el isabelino, y hoy
día la obscenidad y la truculencia se han convertido en los
motores del resurgimiento de la escena inglesa. El
surrealismo es tosco, Jarry lo es también. El teatro de Spike
Milligan, en el cual la imaginación, liberada por la anarquía,
revolotea como murciélago entrando y saliendo de todas las
formas y estilos posibles, tiene al máximo esa tosquedad.
Milligan, Charles Wood y unos pocos más señalan el camino
hacia lo que puede convertirse en una pujante tradición
inglesa.
He visto dos puestas escénicas del Ubu Roí de Jarry, que
ilustran perfectamente la diferencia entre una tradición tosca
y otra de carácter artístico. La primera, ofrecida por la
televisión francesa, valiéndose de medios electrónicos,
lograba una verdadera proeza de virtuosismo. El director
conseguía de modo brillante con actores de carne y hueso dar
la impresión de que frieran marionetas en blanco y negro: la
escena estaba subdividida en estrechas franjas con el fin de
asemejarse a las páginas de un tebeo. El señor y la señora
Ubu eran los dibujos animados de Jarry, eran los Ubu al pie de
la letra. Pero no a lo vivo, y los telespectadores no aceptaban
la cruda realidad de la historia: al ver sólo las piruetas de
unos muñecos, se desconcertaron y aburrieron, no tardando
en apagar el televisor. La virulenta obra de protesta se había
quedado en el jeu d'esprit de una élite. Casi al mismo tiempo,
la televisión alemana presentó una versión checa de Ubu.
Esta versión hacía caso omiso de todas las imágenes e indica-
ciones de Jarry, e inventaba un estilo pop-art propio, puesto al
día, hecho a base de cubos de basura, desechos y viejas
armaduras de cama de hierro: el señor Ubu no era un
Humpty-Dumpty enmascarado, sino un evidente estúpido,
nada de fiar, mientras que la señora Ubu era una desaliñada
y atractiva prostituta. El contexto social resultaba claro.
Desde el primer plano del señor Ubu bajando de la cama en
calzoncillos, al tiempo que una voz regañona procedente de
la almohada le preguntaba por qué no era rey dé Polonia, la
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credulidad del telespectador quedó atrapada y pudo seguir el
desarrollo surrealista de la historia, puesto que había
aceptado en sus propios términos la primitiva situación y los
personajes.
Todo esto se refiere al aspecto externo de lo tosco, pero
¿cuál es la intención de este teatro? En primer lugar, su
objetivo es provocar desvergonzadamente la alegría y la risa,
lo que Tyrone Guthrie llama «teatro de delicia», y cualquier
teatro que proporcione auténtica delicia tiene bien ganado su
puesto. Junto al trabajo serio, comprometido y exploratorio,
ha de haber irresponsabilidad. Esto último nos lo puede dar
también el teatro comercial, si bien por lo común de manera
monótona, sin originalidad. La diversión necesita de continuo
nueva carga eléctrica: la diversión por la diversión no es
imposible, pero rara vez suficiente. Puede cargarse con la
frivolidad: el buen humor puede servir de buena corriente,
pero las baterías han de llenarse constantemente, hay que
encontrar nuevas caras, nuevas ideas. El chiste nuevo
deslumbra y desaparece; entonces vuelve el chiste viejo. La
comedia más hábil está enraizada en arquetipos, en
mitología, en situaciones básicas y recurrentes;
inevitablemente está muy arraigada en la tradición social. No
siempre la comedia surge de la corriente principal del debate
social. Es como si diferentes tradiciones cómicas se
ramificaran en muchas direcciones; durante cierto tiempo,
aunque no se vea su curso, la corriente sigue discurriendo,
hasta que un día, inesperadamente, se seca por completo.
No existe una norma rígida que diga que uno no debe
nunca cultivar los efectos y la superficialidad como fines en sí
mismos. ¿Por qué no ha de poderse hacer? Personalmente,
creo que poner en escena una comedia musical puede ser
mucho más agradable que dirigir cualquier otra forma de
teatro. Cultivar un hábil juego de manos puede proporcionar
gran placer, pero la impresión de frescura lo es todo: los
alimentos conservados pierden su sabor. El teatro sagrado
tiene su energía, el tosco tiene otra. La despreocupación y la
alegría lo alimentan, pero es esa misma energía la que
también produce rebelión y oposición. Se trata de una
energía militante: la de la cólera y, a veces, la del odio. La
energía creadora que existe tras la riqueza inventiva de la
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versión de Los días de la Comuna realizada por el Berliner
Ensemble es la misma que guarnece las barricadas; la
energía de Arturo Ui es capaz de llevar directamente a la
guerra. El deseo de cambiar la sociedad, de obligarla a
enfrentarse con sus eternas hipocresías, es una poderosa
fuerza motriz. Fígaro, Falstaff o Tartuffe satirizan y revelan la
realidad mediante la risa, y el propósito del autor es lograr un
cambio social.
La notable obra de John Arden La danza del sargento
Musgrave puede tomarse, entre muchos otros de sus
significados, como ejemplo de cómo cobra vida el auténtico
teatro. En una improvisada plataforma, situada en la plaza del
mercado, Musgrave se enfrenta a la muchedumbre
intentando comunicar del modo más convincente el horror
que siente hacia la futilidad de la guerra. La demostración
que improvisa se asemeja a una genuina pieza de teatro
popular: ametralladoras, banderas y un esqueleto en
uniforme que levanta sobre su cabeza, son los medios de que
se sirve para confirmar su dialéctica. Cuando todo este
despliegue no consigue trasmitir por completo su mensaje a
la multitud, su desesperada energía le lleva a buscar nuevos
medios de expresión y, en un relámpago de inspiración,
comienza un rítmico zapateo que deriva en furiosa danza.
Esta danza del sargento Musgrave demuestra cómo la
violenta necesidad de proyectar un significado puede
repentinamente dar vida a una forma desenfrenada e
imprevista.
Vemos aquí el doble aspecto de lo tosco: si lo sagrado es
el anhelo por lo invisible a través de sus encarnaciones
visibles, lo tosco es también una dinámica puñalada a un
cierto ideal. Ambos teatros alimentan en sus respectivos
públicos, profundas y auténticas aspiraciones, tanto uno
como otro abren infinitos recursos de energía, de diferentes
energías, pero ambos acaban por delimitar zonas en las
cuales no se admiten ciertas cosas. Aparentemente, el teatro
tosco carece de estilo, de convenciones, de limitaciones, pero
en la práctica tiene las tres cosas. Al igual que en la vida el
uso de trajes viejos puede comenzar como actitud de desafío
y convertirse en una postura, lo tosco también puede pasar a
ser un fin en sí mismo. El hombre desafiante del teatro
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popular puede llegar tan a ras de tierra que impida el vuelo
de su propio material. Cabe incluso que rechace el vuelo
como posibilidad, o el cielo como lugar apropiado para el
vagabundeo. Esto nos lleva al punto donde ambas formas de
teatro muestran su verdadero antagonismo. El teatro sagrado
se ocupa de lo invisible, y éste contiene todos los ocultos
impulsos del hombre. El teatro tosco se ocupa de las acciones
humanas, y debido a que es directo y toca con los pies en
tierra, debido a que admite la risa y lo licencioso, este tipo de
teatro al alcance de la mano parece mejor que el sacro.
Resulta imposible seguir adelante sin detenerse a
considerar las implicaciones del hombre de teatro más
influyente, más radical y de mayor personalidad de nuestro
tiempo: Brecht. Nadie interesado seriamente por el teatro
puede pasar por alto este nombre. Brecht es la figura clave
de esta época, y todo el quehacer teatral de hoy arranca en
algún punto de los enunciados y logros del dramaturgo
alemán o vuelve a ellos. Recordemos, por ejemplo, la palabra
que introdujo en nuestro vocabulario: alienación. Como
acuñador de este término, Brecht ha de considerarse desde
un punto de vista histórico. Comenzó a trabajar en un tiempo
en que la escena alemana estaba dominada por el
naturalismo o por las embestidas del teatro total, al modo de
la ópera, cuya finalidad era apresar al espectador en sus
propias emociones y hacer que se olvidara por completo de sí
mismo. Cualquiera que fuese el tipo de vida que se
presentaba en el escenario, quedaba neutralizada por la
pasividad que exigía al público.
Para Brecht, un teatro necesario no podía perder de vista
ni siquiera por un instante la sociedad a la que servía. No
había una cuarta pared entre actores y público: el único
objetivo del actor consistía en crear la respuesta precisa en
un público por el que sentía respeto total. Y debido a ese
respeto, Brecht introdujo la idea de alienación, ya que ésta es
una invitación a hacer un alto: la alienación corta, interrumpe,
levanta y expone algo a la luz, nos obliga a mirar de nuevo.
Por encima dé todo, la alienación es una llamada al
espectador para que trabaje por sí mismo, para que se haga
cada vez más responsable de lo que ve, sólo si le convence
en su calidad de adulto. Brecht rechaza la noción romántica
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de que en el teatro volvemos todos a ser niños. El efecto de la
alienación y el del happening son similares y opuestos: la
sacudida que produce éste tiene como fin derribar las
barreras levantadas por nuestra razón, mientras que el
objetivo de aquélla es transferir a la obra teatral lo mejor de
nuestra razón. La alienación trabaja de muchas maneras y
con numerosos registros. Una acción escénica normal nos
parecerá real si es convincente, apta para tomarla
transitoriamente como verdad objetiva. Por ejemplo, entra en
escena llorando una muchacha que ha sido violada; si su
interpretación nos conmueve de manera suficiente,
automáticamente aceptamos la implícita conclusión de que
es una víctima, una desventurada. Supongamos ahora que la
sigue un payaso, quien imita burlonamente su llanto, y
supongamos que el talento de este actor consigue hacernos
reír: su burla, entonces, destruye nuestra primera reacción.
¿Dónde van, pues, nuestras simpatías? La verdad del
personaje interpretado por la muchacha, la validez de su
posición, quedan en tela de juicio por la befa del payaso y, al
mismo tiempo, se pone al descubierto nuestro fácil
sentimentalismo. Esta serie de hechos, llevada más lejos, es
capaz de enfrentarnos repentinamente con nuestros
mudables conceptos de lo recto y lo erróneo. Todo esto deriva
de un estricto sentido de finalidad. Brecht creía que, al hacer
que el público aceptara la suma de elementos de una
situación, el teatro cumplía el fin de llevar a los espectadores
a un más justo entendimiento de la sociedad en que vivían y,
como consecuencia, al aprendizaje de los medios adecuados
para hacerla cambiar.
La alienación puede funcionar por antítesis: parodia,
imitación, crítica, está abierta a toda la gama de la retórica.
Es el método puramente teatral del intercambio dialéctico. La
alienación es el lenguaje que en la actualidad se nos
presenta, tan rico en posibilidades como el verso: es el
posible instrumento de un teatro dinámico en un mundo que
cambia. Por medio de la alienación podríamos alcanzar
algunas de las zonas que Shakespeare tocó valiéndose de los
dinámicos recursos del idioma. La alienación puede ser muy
simple, puede no ser más que una serie de trucos físicos. El
primer ardid alienador lo presencié, siendo niño, en una
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iglesia de Suecia: del cepillo de la colecta sobresalía un trozo
de madera con el que el sacristán tocaba ligeramente a los
fieles que se habían dormido durante el sermón. Brecht usaba
carteles y visibles focos con el mismo propósito, Joan
Littlewood hacía vestir a sus soldados de pierrots: la
alienación tiene ilimitadas posibilidades. Constantemente
apunta a pinchar los globos de la interpretación retórica: el
contraste chapliniano entre sentimientos y calamidad es
alienación. Sucede a menudo que el actor que se deja llevar
por su papel se hace cada vez más exagerado, cada vez más
vulgarmente emotivo y, sin embargo, consigue arrastrar al
público. En este caso el dispositivo alienador nos despertará
cuando una parte de nosotros desee rendirse por entero al
tirón de las fibras de nuestro corazón. No obstante, resulta
muy difícil interferir las reacciones del público. Al final del
primer acto de El rey Lear, encegado ya Gloster, encendíamos
las luces de la sala antes de que terminara la última bárbara
acción, con el objetivo de que el público tomara conciencia de
la escena antes de sumirse en el automático aplauso. En
París, durante las representaciones de El Vicario, hicimos de
nuevo todo lo posible para impedir el aplauso, ya que el
homenaje al talento de los actores parecía fuera de lugar ante
un documento sobre los campos de concentración. No
obstante, tanto el infortunado Gloster como el más
nauseabundo de todos los personajes, el doctor de Auschwitz,
abandonaban el escenario con salvas de aplausos de similar
intensidad.
Jean Genet sabe emplear el lenguaje más elocuente, pero
las asombrosas impresiones que provocan sus obras vienen
dadas muy frecuentemente por los hallazgos visuales con que
yuxtapone elementos serios, hermosos, grotescos y ridículos.
En el teatro moderno hay pocas cosas tan compactas y
fascinantes como el momento cumbre de la primera parte de
Las persianas, donde la acción escénica es un garrapato de
guerra inscrito en amplias superficies blancas, al tiempo que
frases violentas, personajes ridículos y fantoches
desmesurados forman un monumento al colonialismo y a la
revolución. En esta obra la potencia de la concepción es
inseparable de la serie de recursos técnicos que, a muchos
niveles, se convierten en su expresión. Los negros de Genet
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adquiere su pleno significado cuando existe una vigorosa
relación entre actores y público. En París, ante un público
intelectual, la obra era un entretenimiento barroco y literario;
en Londres, donde no pudo encontrar un público que se
interesara por la literatura francesa o por los negros, la obra
carecía de significado; en Nueva York, bajo la soberbia
dirección de Gene Frankel, era eléctrica y vibrante. Me han
dicho que las vibraciones cambiaban de noche en noche
según la proporción de espectadores blancos o negros. El
Marat-Sade no habría podido escribirse antes de Brecht: Peter
Weiss concibió la obra basándola en muchos planos
alienadores. Los acontecimientos de la Revolución Francesa
no pueden aceptarse literalmente ya que son interpretados
por locos y, a su vez, sus actos se abren a una posterior
problemática, puesto qué su director es el marqués de Sade
y, más aún, los acontecimientos de 1780 están vistos con
ojos del año 1808 y de 1966, ya que las personas que asisten
al desarrollo de la obra representan a un público del comienzo
del siglo XIX y son también sus iguales del siglo XX. Todos
estos planos entrelazados espesan la referencia en todo
momento y apremian a la actividad a cada espectador. Al
final de la obra el hospicio se convierte en una barahúnda:
todos los actores improvisan con extrema violencia y, por un
instante, el escenario ofrece una imagen naturalista y
apremiante. Tenemos la sensación de que nada puede parar
este tumulto, y sacamos la conclusión de que nada puede
detener la locura del mundo. Sin embargo, en ese mismo
momento, en la versión dada por el Royal Shakespeare
Theatre, una ayudante salía al escenario, tocaba un silbato e
inmediatamente terminaba la locura. Esta interrupción era un
efecto alienador. Un segundo antes la situación era
desesperada: después todo había acabado, los actores se
quitaban las pelucas, no se trataba más que de una obra de
teatro. Por lo tanto, comenzábamos a aplaudir.
Inesperadamente, los actores hacían lo mismo, con ironía.
Ante esto, reaccionábamos con momentánea hostilidad hacia
los actores como individuos, y dejábamos de aplaudir. Cito
esto como típica sucesión de elementos alienadores, cada
uno de los cuales nos obliga a reajustar nuestra postura.
Existe una interesante relación entre Brecht y Craig. Este
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quería que una sombra bien caracterizada reemplazara a un
bosque pintado, únicamente porque reconocía que la
información inútil absorbía nuestra atención a costa de algo
más importante. Brecht adoptó este rigor y lo aplicó no sólo a
la escenografía, sino también al trabajo del actor y a la
actitud del público. Si cortaba la emoción superflua y el
desarrollo de las características y sentimientos que se
relacionaban sólo con el personaje, era porque comprendía
que la claridad de su tema estaba amenazada. Los actores de
los otros teatros alemanes de la época de Brecht—al igual
que más de un actor inglés de hoy día— creían que su trabajo
consistía en presentar a su personaje lo más completo
posible, todo en una pieza. Eso significaba que el actor
concentraba su capacidad observadora e imaginativa en la
busca de detalles adicionales para su retrato, ya que, de la
misma manera que el pintor de sociedad, deseaba que el
resultado de su trabajo fuera lo más reconocible y parecido a
la vida. Nadie le había dicho al actor que podía haber otro
objetivo. Brecht introdujo la sencilla y devastadora idea de
que «completamente» no significaba por necesidad
«semejante a la vida» ni «todo de una pieza». Señaló que
cada actor ha de estar al servicio de la acción de la obra, pero
que le resulta imposible saber a lo que sirve hasta que no
entienda cuál es la verdadera acción de la pieza, su
verdadero propósito, desde el punto de vista del autor y en
relación con las exigencias de un mundo exterior que se
transforma, así como en qué lado se encuentra en las luchas
que dividen el mundo. Sólo cuando comprenda exactamente
lo que se le pide, lo que debe realizar, captará de manera
adecuada su papel. Cuando el actor se vea en relación con la
totalidad de la obra, no sólo se dará cuenta de que la
excesiva caracterización se opone a menudo a las
necesidades de la pieza, sino también de que demasiadas
características innecesarias trabajan en contra suya y hacen
menos convincente su interpretación. Entonces comprenderá
más imparcial-mente a su personaje, examinará sus rasgos
simpáticos o antipáticos desde un punto de vista diferente y,
al final, tomará decisiones distintas a las que hubiera tomado
cuando creía que la «identificación» con el personaje era lo
único que importaba. Está claro que esta teoría tiene el

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peligro de confundir al actor, ya que si intenta ponerla en
práctica de manera ingenua, constriñendo sus instintos y
convirtiéndose en un intelectual, acabará en desastre. Es un
error pensar que cualquier actor puede trabajar sólo de
acuerdo con la teoría. Nadie es capaz de interpretar en clave:
por muy estilizado o esquemático que sea el texto, el actor
debe siempre creer hasta cierto punto en la vida escénica del
curioso animal que representa. No obstante, el actor puede
interpretar de mil maneras y la interpretación de un retrato
no es la única alternativa. Lo que Brecht introdujo fue la idea
del actor inteligente, capaz de juzgar el valor de su
contribución. Había y sigue habiendo actores que se
enorgullecen de no saber nada de política y que consideran al
teatro como una torre de marfil. Para Brecht tales actores no
son dignos de figurar en una compañía de adultos: el actor
que vive en una comunidad que mantiene un teatro ha de
estar tan comprometido en el mundo exterior como en su
propio oficio.
Cuando la teoría se expresa en palabras, se abre la
puerta a la confusión. Las puestas en escena a lo Brecht,
basadas en los ensayos del autor alemán y que se realizan
fuera del Berliner Ensemble, tienen la economía brechtiana
pero raramente su riqueza de pensamiento y de emoción.
Quedan como retraídas y secas. El más vivo de los teatros se
hace mortal cuando desaparece su tosco vigor, y a Brecht lo
destruyen los esclavos mortales. Cuando Brecht habla de la
necesidad de que los actores entiendan su propia función, no
quiere decir que pueda lograrse todo por medio del análisis y
la discusión. El teatro no es un aula, y al director que tenga
un concepto pedagógico de Brecht le será tan imposible
animar las obras brechtianas corno a un pedante las de
Shakespeare. La calidad del trabajo realizado en cada ensayo
deriva por entero de la creatividad del ambiente de trabajo, y
la creatividad no surge con explicaciones. El lenguaje de los
ensayos es como la misma vida: usa palabras, pero también
silencios, estímulos, parodia, risa, infortunio, desesperación,
franqueza y encubrimiento, actividad y lentitud, claridad y
caos. Brecht reconocía todo esto y en sus últimos' años
sorprendió a sus colaboradores al afirmar que el teatro no ha
de ser ingenuo. Con esta palabra no renegaba del trabajo de
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toda su vida, sino que señalaba que el acto de coordinar una
obra es siempre una forma de interpretación, que asistir al
desarrollo de una pieza es lo mismo que interpretarla:
desconcertantemente, hablaba de elegancia y diversión. No
se debe a simple casualidad que en muchos idiomas una
misma palabra signifique interpretar y jugar.
En sus textos teóricos Brecht separa lo real de lo irreal, y
a mi entender eso ha sido el origen de una gigantesca
confusión. En términos semánticos, lo subjetivo se opone
siempre a lo objetivo, la ilusión se aparta del hecho. Debido a
esto, el teatro se ve obligado a mantener dos posiciones:
pública y privada, oficial y no oficial, teórica y práctica. Su
labor práctica se basa en el profundo sentimiento del actor
por una vida interior pero en público el teatro niega esta vida
porque la vida interior de un personaje se califica con la
horrible etiqueta de «psicológica». Dicha palabra es inesti-
mable en cualquier discusión viva: al igual que el término
«naturalista», puede emplearse con desprecio para concluir
un tema o apuntarse un tanto. Por desgracia, lleva también a
una simplificación, contrastando el lenguaje de la acción —
que es duro, brillante y efectivo— con el de la psicología, que
es freudiano, versátil, oscuro, impreciso. Considerada de este
modo, resulta claro que la psicología tiene las de perder. Pero
¿es auténtica esta diferenciación? Todo es ilusión. El
intercambio de impresiones por medio de imágenes es
nuestro lenguaje básico: en el momento en que un hombre
expresa una imagen, otro sale a su encuentro con pleno
convencimiento. La asociación de imágenes que comparten
es el lenguaje: no hay intercambio si dicha asociación no
evoca nada a la segunda persona, si no existe un instante de
ilusión compartida. Como situación narrativa, Brecht solía
citar el caso de un hombre qué describe un accidente
ocurrido en la calle. Tomemos su ejemplo para examinar el
proceso de percepción que lleva consigo. Cuando alguien nos
describe un accidente acaecido en la calle, el proceso
psíquico es complicado: lo veremos mejor considerándolo
como un collage tridimensional con sonido añadido, ya que
experimentamos a la vez muchas cosas que no guardan
relación entre sí. Vemos al narrador, oímos su voz, sabemos
dónde nos encontramos y, al mismo tiempo, percibimos
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superpuesta la escena que describe: la vivacidad y plenitud
de esta ilusión momentánea depende de la convicción y
habilidad del que narra. Depende también del tipo de
narrador. Si es cerebral, quiero decir si es un hombre cuya
prontitud y vitalidad residen principalmente en su cerebro,
recibiremos más impresiones de ideas que de sensaciones. Si
se trata de un emotivo, fluirán otras corrientes, de modo que,
sin esfuerzo o búsqueda por su parte, recreará
inevitablemente una imagen más completa del accidente,
que recibiremos sin dificultad. Sea como sea, el narrador
envía en nuestra dirección una compleja red de impresiones
y, al recibirlas, creemos en ellas, perdiéndonos en dicha red al
menos momentáneamente.
En toda comunicación las ilusiones se materializan v
desaparecen. El teatro brechtiano es un rico compuesto de
imágenes que despiertan nuestro crédito. Cuando Brecht
hablaba despreciativamente de ilusión, no atacaba a ésta,
sino a la singular Imagen que se mantiene de manera
artificiosa, a la aseveración de que sigue vigente después de
cumplir su finalidad, al igual que el árbol pintado del
escenario. Pero cuando Brecht afirmaba que había en el
teatro algo llamado ilusión, se desprendía que había algo más
que no era ilusión. De ahí que la ilusión llegó a oponerse a la
realidad. Sería mejor que opusiéramos con claridad la ilusión
muerta a la viva, el enunciado displicente al vital, la forma
fosilizada a la sombra en movimiento, la imagen congelada a
la animada. Lo que vemos más a menudo es un personaje
dentro de un marco y rodeado por un decorado interno de
tres paredes. Naturalmente, ésta es una ilusión que, según
Brecht, contemplamos en un estado de credibilidad
anestesiado, no crítico. No obstante, si un actor permanece
en un escenario desnudo, junto a un letrero que nos recuerda
que estamos en el teatro, no caemos entonces en la ilusión,
observamos y juzgamos como adultos. Esta diferenciación
que hace Brecht es más clara en la teoría que en la práctica.
No es posible que ningún espectador que asista a la
puesta en escena naturalista de una obra de Chejov o a una
tragedia griega montada según los cánones tradicionales, se
rinda a la creencia de que se encuentra en Rusia o en la
antigua Tebas. Sin embargo, basta en ambos casos que un
74
actor eficaz interprete un texto importante para que el
espectador quede apresado por la ilusión, aun sabiendo en
todo instante que se halla en el teatro. El objetivo no es cómo
evitar la ilusión, ya que todo es ilusión, si bien algunas cosas
parecen más ilusorias que otras. Lo que comienza a no
convencernos es la ilusión que carga la mano. Por otra parte,
la ilusión compuesta por el destello de rápidas y cambiantes
impresiones mantiene el filo de la imaginación en la obra.
Esta ilusión es como uno de los puntos negros que aparecen
en el televisor para formar la móvil imagen: sólo dura el
instante que exige su función.
Resulta fácil caer en el error de considerar a Chejov como
escritor naturalista, y la verdad es que muchas de las obras
más chapuceras e insignificantes de los últimos años, que
pretenden reflejar un «trozo de vida», tienen a gala calificarse
de chejovianas. Chejov nunca creó un «trozo de vida»: era un
doctor que con infinita delicadeza y cuidado tomó de la vida
miles y miles de refinados estratos, los cultivó y arregló
siguiendo un orden sutil y exquisito, completamente artificial
y pleno de sentido, en el que la sutileza disfrazaba tan bien al
artificio que el resultado semejaba algo muy distinto a lo que
era en realidad. Cualquier página de Las tres hermanas nos
produce la impresión de asistir al despliegue de la vida, como
si se tratara de una cinta magnetofónica que hubiéramos
dejado en funcionamiento. Si examinamos cuidadosamente
una de esas páginas, vemos que contiene una serie de
coincidencias tan grande como en Feydeau: el vuelco del
jarrón de flores, el paso del coche de bomberos en el
momento preciso, la palabra, la interrupción, la música lejana,
la entrada, el adiós. Pincelada a pincelada, estos detalles
crean por medio del lenguaje de ilusiones la total ilusión de
un fragmento de vida. Dicha serie de impresiones equivale a
una serie de alienaciones: cada ruptura es una sutil
provocación y una llamada a la reflexión.
Ya he citado las representaciones que se podían ver en
Alemania después de la guerra. En una buhardilla de
Hamburgo asistí a una versión de Crimen y castigo de cuatro
horas de duración, y esa velada ha sido una de mis
experiencias teatrales más sorprendentes. Por pura
necesidad, todos los problemas de estilo teatral se habían
75
esfumado: nos hallábamos ante la auténtica y principal
fuerza, ante la esencia de un arte que surge del narrador que,
tras abarcar con la mirada a su auditorio, comienza a hablar.
Las salas de teatro de todas las ciudades alemanas estaban
destruidas, pero allí, en esa buhardilla, cuando un actor
sentado en una silla tan próxima que casi tocaba nuestras
rodillas comenzó a decir «Corría el año 18... Un joven
estudiante llamado Roman Rodianovitch Raskolnikov...»,
todos nos sentimos atrapados por el teatro vivo.
Atrapados. ¿Qué quiere decir eso? No sé decirlo. Lo único
que sé es que esas palabras, dichas con un tono de voz serio
y suave, suscitaron algo singular en todos los espectadores.
Éramos oyentes, niños embelesados por la historieta que les
narran cuando están acostados y, al mismo tiempo, adultos,
plenamente conscientes de lo que estábamos presenciando.
Un momento después, a pocos centímetros de distancia,
rechinó una puerta al abrirse y, cuando apareció el actor que
personificaba a Raskolnikov, ya estábamos sumidos por
entero en el drama. Por un instante la puerta recordaba una
farola, segundos más tarde se convirtió en la entrada del piso
de la usurera, inmediatamente después era el pasillo que
conducía al cuarto interior de la vieja prestamista. Sin
embargo, como éstas no eran más que impresiones
fragmentarias cuya acción sólo duraba el tiempo requerido,
desvaneciéndose en seguida, no se nos olvidaba que
estábamos apiñados en un cuarto siguiendo el hilo de una
historia. El narrador añadía detalles, explicaba y filosofaba,
los intérpretes pasaban de la representación naturalista al
monólogo, un actor, encorvando la espalda, saltaba de una a
otra caracterización, y punto por punto, toque tras toque, se
iba recreando el complejo mundo de la novela
dostoyevskiana.
¡Qué libre es la convención en la novela, qué fácil resulta
la relación entre novelista y lector! Los antecedentes pueden
evocarse y descartarse, la transición del mundo exterior al
interior es natural y continua. El éxito del experimento que
presencié en Hamburgo me hizo pensar de nuevo en lo
grotescamente torpe, inadecuado y lastimoso que ha llegado
a Lo único que sé es que esas palabras, dichas con un tono de
voz serio y suave, suscitaron algo singular en todos los
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espectadores. Éramos oyentes, niños embelesados por la
historieta que les narran cuando están acostados y, al mismo
tiempo, adultos, plenamente conscientes de lo que
estábamos presenciando. Un momento después, a pocos
centímetros de distancia, rechinó una puerta al abrirse y,
cuando apareció el actor que personificaba a Raskolnikov, ya
estábamos sumidos por entero en el drama. Por un instante la
puerta recordaba una farola, segundos más tarde se convirtió
en la entrada del piso de la usurera, inmediatamente después
era el pasillo que conducía al cuarto interior de la vieja
prestamista. Sin embargo, como éstas no eran más que
impresiones fragmentarias cuya acción sólo duraba el tiempo
requerido, desvaneciéndose en seguida, no se nos olvidaba
que estábamos apiñados en un cuarto siguiendo el hilo de
una historia. El narrador añadía detalles, explicaba y
filosofaba, los intérpretes pasaban de la representación
naturalista al monólogo, un actor, encorvando la espalda,
saltaba de una a otra caracterización, y punto por punto,
toque tras toque, se iba recreando el complejo mundo de la
novela dostoyevskiana.
¡Qué libre es la convención en la novela, qué fácil resulta
la relación entre novelista y lector! Los antecedentes pueden
evocarse y descartarse, la transición del mundo exterior al
interior es natural y continua. El éxito del experimento que
presencié en Hamburgo me hizo pensar de nuevo en lo
grotescamente torpe, inadecuado y lastimoso que ha llegado
a ser el teatro, no sólo por necesitar un grupo de hombres y
de máquinas chirriadoras para trasladarnos de un lugar a
otro, sino también porque el paso del mundo de la acción al
del pensamiento ha de explicarse con algún artificio: música,
cambio de luces, subida de un actor a una plataforma.
Godard ha realizado por su propia cuenta una revolución
en el cine al mostrar lo relativa que es la realidad de una
escena fotografiada. Donde generaciones de directores
habían desarrollado leyes de continuidad y cánones de
coherencia para no romper la realidad de una acción
continua, Godard ha demostrado que esa realidad era otra
convención falsa y retórica. Al fotografiar una escena e
inmediatamente hacer pedazos su aparente verdad, ha
resquebrajado la Ilusión muerta, permitiendo que una
77
corriente de impresiones contrarias se abriera libre paso. Está
muy influido por Brecht.
La reciente puesta escénica de Coriolano realizada por el
Berliner Ensemble destaca una vez más el problema de
dónde empieza y dónde acaba la ilusión. En muchos
aspectos, esta versión ha sido un triunfo. Numerosas facetas
de la obra quedaron como relevadas; cabe decir que esta
pieza rara vez se había puesto en escena de modo tan
brillante. La compañía afrontó el drama desde un punto de
vista social y político, lo que quería decir que ya no eran
posibles los medios mecánicos de poner en escena a la
multitud shakesperiana. Hubiera sido inconcebible que uno
cualquiera de esos inteligentes actores, que personificaban
anónimos ciudadanos, remedara los rezongos y burlas propios
de los comicastros. La energía que alimentó los meses de
trabajo, cuyo resultado fue iluminar toda la estructura del
argumento secundario, procedía del interés del actor por los
temas sociales. Los papeles pequeños no les resultaban
aburridos a los actores: nunca pasaban a último término, ya
que llevaban consigo fascinantes temas para estudiar y
discutir. El pueblo, los tribunos, la batalla, las asambleas eran
de rica contextura: todas las formas de teatro estaban
comprimidas y puestas al servicio de la obra. Los trajes se
asemejaban a los de la vida cotidiana, pero la posición
escénica tenía la solemnidad de la tragedia. El discurso era
en ocasiones elevado, otras coloquial, las batallas se libraban
con antiguas técnicas chinas para traer modernos
significados. No había un solo momento teatralmente falso, ni
se hacía uso por sí misma de ninguna noble emoción.
Coriolano no estaba idealizado, ni siquiera era agradable, sino
explosivo, violento, no admirable aunque convincente. Todo
servía a la acción, que por sí misma era ciara como el cristal.
Y entonces apareció un minúsculo defecto que en mí se
convirtió en aguda e interesante imperfección. La principal
escena de confrontación entre Coriolano y Volumnia a las
puertas de Roma había sido escrita de nuevo. Ni por un
momento pongo en entredicho el derecho a reescribir un
texto de Shakespeare: al fin y al cabo, los textos no se echan
al fuego. Toda persona puede hacer con un texto lo que crea
necesario, sin que nadie padezca. Lo que importa es el
78
resultado. Brecht y sus colegas no deseaban que e! eje de
toda la acción fuera la relación entre Coriolano y su madre.
Consideraban que eso no era un punto interesante para el
público contemporáneo: en su lugar, querían ilustrar el
tema de la no indispensabilidad del líder. Con tal fin,
inventaron una pieza narrativa adicional. Coriolano solicitaba
a los ciudadanos romanos que hicieran una señal de humo si
estaban preparados para rendirse. Al final de la discusión con
su madre, Coriolano observa jubiloso que el humo asciende
por encima de las murallas. Su madre le indica que el humo
no es señal de rendición, sino que sale de las forjas del
pueblo, que se arma para defender sus hogares. Coriolano
comprende que Roma puede proseguir sin él y siente lo
inevitable de su propia derrota. Y cede.
En teoría, este nuevo argumento es tan interesante y
«funciona» tan bien como el original. Sin embargo, toda obra
de Shakespeare tiene un sentido orgánico. Sobre el papel
parece como si dicho episodio se hubiera sustituido
razonablemente por otro; y lo cierto es que en muchas obras
hay escenas y párrafos que resulta fácil cortar o trasladar.
Pero si se tiene un cuchillo en una mano, la otra necesita el
estetoscopio. La escena entre Coriolano y su madre se
encuentra casi en el núcleo de la obra: al igual que la
tormenta en El rey Lear o el monólogo de Hamlet, su
contenido emotivo engendra el calor con el que finalmente se
funden los hilos de frío pensamiento y los esquemas de
argumentación dialéctica. Sin el enfrentamiento de los dos
protagonistas en su forma más intensa, la historia queda
castrada. Abandonamos el teatro con un recuerdo menos
insistente. La fuerza de la escena entre Coriolano y su madre
depende de esos elementos que en apariencia carecen de
sentido. Tampoco el lenguaje psicológico nos lleva a parte
alguna, ya que las etiquetas no cuentan; lo que exige nuestro
respeto es el cerco más profundo de la verdad, el hecho
dramático de un misterio que no podemos sondear por
completo.
La elección del Berliner Ensemble implicaba que su
actitud social se hubiera debilitado en caso de aceptar la
insondable naturaleza del hombre dentro de la escena social.
Históricamente resulta claro que un teatro que detesta el
79
individualismo auto-indulgente del arte burgués debería
haber vuelto a la acción.
Hoy día en Pekín parece acertado mostrar gigantescas
caricaturas de personajes de Wall Street tramando la guerra y
la destrucción y recibiendo su merecido. En relación con otros
innumerables factores de la actual China militante, se trata
de un arte popular vivo y pleno de significado. En muchos
países sudamericanos, donde la única actividad teatral
consiste en pobres imitaciones de éxitos extranjeros, que
presentan improvisados empresarios y por una sola sesión, el
teatro únicamente comienza a encontrar su significado y su
necesidad cuando está en relación con la lucha
revolucionaria, por una parte, y con los centelleos de una
tradición popular sugerida por los cantos de los trabajadores
y las leyendas campesinas, por la otra. En realidad, una
expresión de los actuales temas militantes a través de las
tradicionales estructuras católicas de los dramas alegóricos
pudiera ser, en ciertas regiones, la única posibilidad de
establecer un contacto vivo con el público popular. En
Inglaterra, por otra parte, en una sociedad en cambio, donde
nada está verdaderamente definido, y menos que nada la
política y las ideas políticas, pero donde hay en curso una
constante revisión que varía de la más intensa honestidad a
la más frívola evasiva, cuando el natural sentido común v el
natural idealismo, la natural sinceridad y el natural
romanticismo, la natural democracia, la natural amabilidad, el
natural sadismo y el natural esnobismo forman una confusa
mezcolanza intelectual, sería inútil esperar que un teatro
comprometido siga una línea de partido, incluso suponiendo
que pudiera encontrarse esa línea.
La acumulación de acontecimientos durante estos
últimos años, los asesinatos, cismas, caídas, levantamientos y
guerras locales, han tenido un creciente efecto desmitificador.
Cuanto más refleja el teatro una verdad de la sociedad, más
claro muestra el deseo de un cambio antes que la convicción
de que ese cambio pueda realizarse de una manera
determinada. Cierto es que el papel del individuo en la
sociedad, sus deberes y sus necesidades, el problema de lo
que le pertenece y lo que pertenece al Estado, están de
nuevo en discusión. De nuevo, como en la época isabelina, el
80
hombre se pregunta el porqué de la vida y sobre qué puede
medirla. No se debe al azar que el nuevo teatro metafísico de
Grotowsky surja en un país empapado tanto de comunismo
como de catolicismo. Peter Weiss, mezcla de familia judía,
educación checa, idioma alemán, residencia sueca y
simpatías marxistas, surge en el momento en que su
brechtianismo se relaciona con un individualismo obsesivo en
tal grado que hubiera sido impensable en Brecht. Jean Genet
une colonialismo y racismo con homosexualidad, y explora la
conciencia francesa a través de su propia degradación. Sus
imágenes son personales y, sin embargo, también se pueden
considerar nacionales, y llega casi a descubrir mitos.
El problema es diferente para cada centro de población.
Aunque, en conjunto, los sofocantes efectos decimonónicos
del obsesivo interés por los sentimientos de la clase media,
enturbian en todos los idiomas gran parte del trabajo del siglo
XX. El individuo y la pareja han sido explorados durante largo
tiempo en un vacío o en un contexto social tan aislado que
equivale al vacío. La relación entre el hombre y la sociedad en
evolución que lo rodea es siempre lo único que da nueva vida,
profundidad y verdad a su tema personal. En Nueva York y en
Londres se suceden las obras que presentan graves
protagonistas inmersos en un contexto ablandado, diluido o
inexplorado, de manera que el heroísmo, la tortura de uno
mismo o el martirio se convierten en agonías románticas en el
vacío.
Precisamente una de las casi insuperables diferencias
entre marxistas y no marxistas radica en el relieve dado al
individuo o al análisis de la sociedad. Sin embargo, el óptimo
escritor no político puede ser otro tipo de experto, capaz de
discriminar con gran precisión matices de experiencia en el
traicionero mundo del individuo. El autor épico de piezas
marxistas, rara vez lleva a su obra ese refinado sentido de la
individualidad humana, quizá porque no desea considerar la
fuerza y la debilidad del hombre con el mismo criterio
imparcial. Tal vez por esta razón la tradición popular inglesa
tiene sorprendentemente tan amplia atracción: no política, no
alineada, está, sin embargo, sintonizada con un mundo
fragmentado en el cual bombas, drogas, Dios, padres, sexo y
ansiedades personales, son inseparables, y todo iluminado
81
por un deseo, no muy grande, aunque deseo al fin y al cabo,
de alguna clase de cambio o transformación.
Hay un desafío a todos los teatros del mundo que aún no
han comenzado a enfrentarse a los movimientos de nuestro
tiempo, para que se saturen de Brecht, para que estudien al
Berliner Ensemble y vean todas las facetas de la sociedad
que no han tenido cabida en sus aislados escenarios. Hay un
desafío a los teatros revolucionarios de los países que se
encuentran en una clara situación revolucionaria, como los de
América Latina, para que aparejen sus teatros con temática
audaz e inequívocamente clara. Del mismo modo, hay un
desafío al Berliner Ensemble y a sus seguidores para que
reconsideren su actitud con respecto a las tinieblas del
individuo. Esta es nuestra única posibilidad: no perder de
vista los juicios de Artaud, Meyerhold, Stanislavsky,
Grotowsky, Brecht, y luego compararlos con la vida del lugar
concreto donde trabajamos. ¿Cuál es nuestro propósito,
ahora, en relación con la gente que encontramos cada día?
¿Necesitamos liberación? ¿De qué? ¿En qué manera?
Shakespeare es un modelo de teatro que no sólo contiene
Brecht y Beckett, sino que va más allá de ambos. Lo que
necesitamos en el teatro post-brechtiano es encontrar un
camino hacia adelante para retornar a Shakespeare. En éste
la introspección y la metafísica no atenúan nada. Todo lo
contrario. Mediante el irreconciliable contraste de lo Tosco y lo
Sagrado, mediante el estridor atonal de notas absolutamente
disonantes, experimentamos las turbadoras e inolvidables
impresiones de sus obras. Debido a que las contradicciones
son tan agudas, se nos adentran tan hondo. Está claro que no
podemos sacarnos de la manga a un segundo Shakespeare.
Pero cuanto más claramente veamos en qué consiste la
fuerza del teatro shakesperiano, mejor prepararemos el
camino a seguir. Por ejemplo, al fin nos hemos dado cuenta
de que la ausencia de escenografía del teatro isabelino era
una de sus mayores libertades. En Inglaterra, al menos desde
hace bastante tiempo, todas las puestas en escena han
estado influidas por el descubrimiento de que las obras de
Shakespeare se escribieron para ser representadas de
manera continua, que su estructura cinematográfica de
cortas escenas alternadas, trama principal intercalada con la
82
secundaria, eran parte de un aspecto total, que sólo se
revelaba dinámicamente, es decir, en la ininterrumpida
secuencia de estas escenas, sin que su efecto y poder
disminuyesen, como sería el caso de una película proyectada
con interrupciones e intermedios musicales entre cada rollo.
El escenario isabelino era como la buhardilla de Hamburgo
que describí anteriormente, o sea, una plataforma abierta,
neutra, un lugar cualquiera con puertas, que capacitaba así al
dramaturgo para vapulear sin esfuerzo al espectador a través
de una ilimitada sucesión de ilusiones que abarcaba, si lo
deseaba, la totalidad del mundo físico. También se ha
señalado que la estructura permanente de la sala, con su
ruedo llano y descubierto, su amplio balcón y su segunda
galería más pequeña, era un diagrama del universo tal como
lo veían los espectadores y el dramaturgo: los dioses, la corte
y el pueblo, tres niveles separados, si bien a menudo
entremezclados; escenario que era una perfecta máquina
para un filósofo.
Lo que no se ha apreciado suficientemente es que la
libertad de movimiento del teatro isabelino no era sólo una
cuestión de escenografía. Resulta demasiado fácil pensar que
una dirección escénica moderna, con tal que pase
rápidamente de escena a escena, ha aprendido la lección
esencial de la vieja sala teatral. El hecho primordial es que
este teatro no sólo permitía al dramaturgo recorrer el mundo,
sino que también le ofrecía libre paso del mundo de la acción
al de las impresiones interiores. Creo que aquí radica lo que
es más importante para nosotros hoy día. En la época de Sha-
kespeare, el viaje de descubrimiento en el mundo real, la
aventura del viajero que se ponía en ruta hacia lo
desconocido, suscitaba emociones que no cabe volver a
sentir en una época en que nuestro planeta carece de
secretos, en la cual la perspectiva de los viajes
interplanetarios parece ya algo muy aburrido. Sin embargo,
los misterios de los continentes desconocidos no le bastaban
a Shakespeare: con su imaginativa — imágenes sacadas del
mundo de los descubrimientos fabulosos— penetra en la
existencia psíquica, cuya geografía y movimientos siguen
siendo elementos vitales para nuestra comprensión de hoy
día.
83
En una relación ideal con un verdadero actor, situado en
un escenario desnudo, pasaríamos continuamente del plano
largo al corto, al tiempo que los planos se sobrepondrían.
Comparado con la movilidad del cine, el teatro parecía en otro
tiempo pesado y chirriador, pero cuanto más nos acercamos a
la verdadera desnudez del teatro más nos aproximamos a un
escenario que tiene una ligereza y amplitud mucho
mayores que las del cine o la televisión. La fuerza de las
obras de Shakespeare reside en que presentan al hombre
simultáneamente en todos sus aspectos: toque tras toque,
podemos identificarnos o inhibirnos. Una situación primitiva
turba nuestro subconsciente, la inteligencia está al acecho,
comenta, filosofa. Brecht y Beckett están contenidos en
Shakespeare, irreconciliados. Nos identificamos emotiva,
subjetivamente y, sin embargo, al mismo tiempo, nos
valoramos política, objetivamente con respecto a la sociedad.
Debido a que lo profundo sobrepasa a lo cotidiano, un
lenguaje elevado y un empleo ritualista del ritmo nos llevan a
esos aspectos de la vida que oculta la superficie; no obstante,
como el poeta y el visionario no se parecen a la gente común,
como lo épico no es una situación en la cual nos encontremos
normalmente, Shakespeare puede también, con una rotura de
ritmo, un pasa a la prosa, el simple cambio a una
conversación en lenguaje popular o con una palabra tomada
directamente del público, recordarnos con llano sentido
común dónde nos encontramos y devolvernos al tosco mundo
familiar en el cual llamamos pan al pan y vino al vino. De esta
manera Shakespeare consigue lo que nadie ha logrado antes
ni después que él: escribir piezas que pasan a través de
muchos estados de conciencia. Lo que técnicamente le
capacita para hacerlo, la esencia en realidad de su estilo, es
una tosquedad de contextura y una mezcla consciente de
elementos contrarios que, en otros términos, se podrían
calificar como falta de estilo. Voltaire, incapaz de entenderlo,
le puso la etiqueta de «bárbaro».
A manera de prueba tomemos el ejemplo de Medida por
medida. La obra no se representó mientras los eruditos
decidían si se trataba o no de una comedia. En realidad, esta
ambigüedad la hace una de las obras más reveladoras de
Shakespeare, en la que muestra lo Sagrado y lo Tosco casi
84
esquemáticamente, uno al lado del otro. Se oponen y
coexisten. En Medida por medida nos hallamos ante un
mundo bajo, un mundo muy real en el cual la acción está
firmemente enraizada. Se trata del ambiente nauseabundo y
repugnante de la Viena medieval. La tiniebla de este mundo
es absolutamente necesaria para el significado de la obra: la
petición de gracia por parte de Isabela tiene mucho más
significado en este marco dostoyevskiano que lo tendría en el
de una comedia lírica sin concreción geográfica. Cuando esta
obra se monta con delicadeza, carece de significado, ya que
exige una tosquedad y vileza convincentes del todo. Además,
debido a que gran parte del pensamiento de la obra es
religioso, la estrepitosa jocosidad del burdel es importante, ya
que supone un elemento alienador y humano. De la fanática
castidad de Isabela y del misterio del duque pasamos a
Pompeyo y Bernardino, que son como una ducha fría de
normalidad. Para realizar la intención de Shakespeare
debemos animar toda la tensión de la obra no como fantasía,
sino como la más tosca comedía que se pueda hacer.
Necesitamos libertad completa, rica improvisación, nada de
contención, ningún falso respeto y, al mismo tiempo, hemos
de tener sumó cuidado porque alrededor de las escenas
populares hay amplias zonas de la obra que la torpeza podría
destruir. Al entrar en este terreno más sagrado vemos que
Shakespeare nos da una clara señal: lo tosco está en prosa y
el resto en verso. Hablando muy en general, cabe enriquecer
con nuestra imaginación las escenas en prosa, puesto que
éstas necesitan la adición de detalles externos para ase-
gurarse su plena vida. En los párrafos en verso nos
encontramos ya en guardia: Shakespeare recurre al verso
porque intenta decir más, condensar más significado.
Estamos alerta: detrás de cada signo visible sobre el papel
acecha otro invisible, difícil de captar. Técnicamente
necesitamos ahora menos abandono, más concentración,
menos amplitud, más intensidad.
Sencillamente, necesitamos una diferente aproximación,
un estilo distinto. No hay nada vergonzoso en cambiar de
estilo: una rápida ojeada a cualquier infolio nos depara un
caos de símbolos irregularmente espaciados. Si reducimos
Shakespeare a la estrechen de cualquier tipografía teatral,
85
perdemos el verdadero significado de la obra; si le seguimos
en sus siempre cambiantes recursos, nos llevará a través de
muchas y diversas claves. Si en Medida por medida seguimos
el paso de lo tosco a lo sagrado y viceversa, descubriremos
una obra sobre la justicia, la misericordia, la honestidad, el
perdón, la virtud, la virginidad, el sexo y la muerte: como si
fuera un calidoscopio, cada parte de la obra refleja a otra, y
sólo aceptando el prisma en su totalidad emerge el
significado. Cuando dirigí esta obra rogué a Isabela que, antes
de arrodillarse a pedir por la vida de Ángelo, hiciera cada
noche una pausa hasta que el público no pudiera más, pausa
que solía durar dos minutos. El recurso se convirtió en una
especie de poste de vudú: un silencio en el cual se agrupaban
todos los elementos invisibles de la noche, un silencio donde
el concepto abstracto de piedad se hacía concreto a todos los
presentes durante esos minutos. Esta estructura tosco-
sagrada queda también patente en las dos partes de Enrique
IV: por un lado, Falstaff y el realismo prosaico de las escenas
en la taberna, y, por el otro, los niveles poéticos de todo lo
demás, ambos elementos englobados en un todo complejo.
La sutilísima construcción de El cuento de invierno gira
sobre los goznes del momento culminante en que una estatua
cobra vida. A menudo se ha calificado esto de torpe recurso,
de manera poco plausible de dar fin al argumento,
justificándolo con terminología de ficción romántica como una
chabacana convención de la época, que Shakespeare tuvo
que emplear. En realidad, la estatua que cobra vida es la
verdad de la obra. En El cuento de invierno encontramos una
natural división en tres partes. Leontes acusa a su mujer de
infidelidad y la condena a muerte. A la niña recién nacida la
envía por mar a un país extranjero, donde la deja
abandonada. En la segunda parte la niña ha crecido y, en
diferente clave pastoril, se repite la misma acción. El hombre
falsamente acusado por Leontes se comporta a su vez de
manera irrazonable. La consecuencia es similar: la muchacha
ha de escapar. Su viaje la lleva de nuevo al palacio de
Leontes y la tercera parte se desarrolla en el mismo lugar que
la primera, si bien con una diferencia de veinte años. Una vez
más Leontes se halla en condiciones análogas y podría actuar
de manera tan violenta e irrazonable como tiempo atrás. Así
86
pues, la acción principal se presenta primero ferozmente;
luego, por medio de una encantadora parodia expuesta en
clave más alta y atrevida, ya que lo pastoril de la obra es
tanto un espejo como un hábil recurso. El tercer movimiento
se encuentra en otra clave contrastante: en la del
remordimiento. Cuando los jóvenes amantes entran en el
palacio de Leontes, la primera y la segunda partes se
sobreponen: ambas interrogan sobre la acción que puede
emprender ahora Leontes. Si el sentido de la verdad obligara
al dramaturgo a hacer de Leontes un hombre vengativo con
relación a sus hijos, la obra no podría escapar de su mundo
particular, y su final tendría que ser amargo y trágico; pero si,
respetando la verdad, permite que en los actos de Leontes
haya un nuevo equilibrio, todo el esquema temporal de la
obra queda transformado: el pasado y el futuro ya no son lo
mismo. El nivel cambia y, aunque lo califiquemos de milagro,
la estatua ha de cobrar vida. Cuando trabajábamos en El
cuento de invierno descubrí que la manera de entender esta
escena consistía en interpretarla, no en discutirla. En la
representación dicha escena resulta extrañamente
satisfactoria y por eso nos sorprende en alto grado.
Tenemos aquí un ejemplo del efecto happening, el
momento en que lo ilógico irrumpe en nuestra comprensión
cotidiana para abrirnos más los ojos. Todo el drama apunta
preguntas y sugerencias: el momento de sorpresa es una
sacudida al calidoscopio, y lo que presenciamos en la sala
podemos retenerlo y relacionarlo con las preguntas de la obra
que se repiten, transpuestas, diluidas y disfrazadas, en la
vida.
Si por un momento imaginamos que Medida por medida y
El cuento de invierno han sido escritas por Sartre, cabe
suponer que Isabela no se arrodillaría por Ángelo, con lo que
la obra terminaría con el estampido de los fusiles del pelotón
de ejecución, y, por otra parte, la estatua no cobraría vida,
con lo que Leontes habría de hacer frente a las duras
consecuencias de sus actos. Tanto Shakespeare como Sartre
habrían construido las obras de acuerdo con su sentido de la
verdad: el material interno de un autor contiene diferentes
indicios del material de otro. El error sería tomar hechos o
episodios de una obra y discutirlos a la luz de alguna tercera
87
norma externa de plausibilidad, como «realidad» o «verdad».
La clase de obra que nos ofrece Shakespeare nunca es una
serie de hechos: resulta mucho más fácil comprenderlo si
consideramos las obras como objetos, como complejos con
muchas facetas de forma y significado en los cuales la línea
narrativa no es más que uno de los numerosos aspectos, que
no se puede provechosamente representar o estudiar por sí
sola. Experimentalmente podemos acercarnos a El rey Lear
no como narrativo lineal, sino como racimo de relaciones. En
primer lugar intentamos liberarnos de la idea de que, como el
título de la obra se refiere al rey Lear, se trata
primordialmente de la historia de un individuo. Elegimos un
punto de la amplia estructura, la muerte de Cordelia y, en
lugar de mirar hacia el rey, volvemos a la conclusión de que
es con mucho el personaje más atractivo. Nos concentramos
en este personaje, Edmundo, y comenzamos a recorrer la
obra de un lado a otro, tamizando los hechos, intentando
descubrir quién es este Edmundo. Se trata sin lugar a dudas
de un bellaco, cualesquiera que sean nuestras normas de
juicio, ya que, al asesinar a Cordelia, comete el acto de
crueldad más gratuito de toda la obra; sin embargo, si
consideramos la impresión que nos causa en las primeras
escenas, llevamos los ojos hacia el responsable de su muerte.
Al comienzo de la obra existe una negación de la vida en el
torpe y riguroso poder de Lear; Gloster es irritable, inquieto y
necio, ciego a todo lo que no sea la infatuada imagen de su
propia importancia, y en dramático contraste observamos la
relajada libertad de su hijo bastardo. Aunque en teoría
comprendamos que su manera de tener a Gloster agarrado
por las narices no es moral, instintivamente nos ponemos al
lado de su natural anarquía. No sólo simpatizamos con
Gonerila y Regania por enamorarse de él, sino que tendemos
a compartir con ellas su juicio de que Edmundo es
admirablemente malvado, ya que afirma una vida que la
esclerosis de los ancianos parece negar. ¿Mantenemos esta
misma actitud de admiración hacia Edmundo después de
haber matado a Cordelia? Si no es así, ¿por qué razón? ¿Qué
ha cambiado? ¿Ha cambiado Edmundo debido a los
acontecimientos exteriores o es sólo el contexto lo que
resulta diferente? ¿Queda implicada una escala de

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valores? ¿Cuáles son los valores de Shakespeare? ¿Cuál es
el valor de una vida? Volvemos de nuevo a la obra y
encontramos un incidente situado en lugar estratégico, que
no guarda relación con el tema principal y que se cita a
menudo como ejemplo de la descuidada construcción
shakesperiana. Se trata de la lucha entre Edmundo y
Edgardo, en la cual nos sorprende que no gane el fuerte
Edmundo, sino su hermano más joven. Al comienzo de la
obra, Edmundo engaña con toda facilidad a Edgardo; cinco
actos después, Edgardo domina en singular combate. Si
aceptamos esto como verdad dramática, no como convención
romántica, tenemos que preguntarnos a qué se debe este
cambio. ¿Cabe explicarlo sencillamente como una evolución
de índole moral —Edgardo ha madurado, Edmundo ha
decaído—, o bien toda la cuestión del indudable paso de
Edgardo desde la naiveté hasta la comprensión —así como el
visible cambio de Edmundo desde la libertad hasta la
trabazón— es mucho más que un firme juicio sobre el triunfo
del bien? ¿No nos vemos obligados, de hecho, a relacionarlo
con la evidencia de la dualidad desarrollo y ocaso, es decir,
juventud y vejez, o sea, fuerza y debilidad? Si por un
momento aceptamos este punto de vista, de repente toda la
obra parece referirse a la esclerosis que se opone al flujo de
la existencia, a las cataratas que se disuelven, a las rígidas
actitudes que ceden, mientras que al mismo tiempo se
forman las obsesiones y las posiciones se endurecen. Claro
está que la obra trata también del sentido de la vista y de la
ceguera, de lo que supone la primera y de lo que significa la
segunda, de cómo los ojos de Lear no observan lo que capta
el instinto del bufón, de cómo los ojos de Gloster pasan por
alto lo que su ceguera conoce. Pero el objeto tiene muchas
facetas; muchos temas entrecruzan su forma prismática.
Quedémonos con los hilos de la vejez y de la juventud, y en
pos de ellos pasemos a las últimas líneas de la obra. Al oírlas
o leerlas nuestra primera reacción es ésta: «Es evidente. ¡Qué
trivialidad!»; ya qué Edgardo dice:
«Nosotros, que somos jóvenes, no veremos tantas cosas
ni viviremos tantos años».
Cuanto más las releemos, más turbadoras se nos hacen,
ya que su aparente precisión se desvanece, dejando paso a
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una extraña ambigüedad oculta en la ingenua discordancia.
La última línea, en su significado literal, carece de sentido.
'¿Hemos de entender que los jóvenes no envejecerán o que el
mundo dejará de tener ancianos? Cualquiera de los dos
significados parece un débil final para una obra maestra
escrita conscientemente. Sin embargo, si recordamos la
actuación de Edgardo, observamos que si bien su experiencia
durante la tormenta corre pareja con la de Lear, no ha forjado
en su interior el intenso cambio sufrido por Lear. Edgardo
adquirió fuerza por dos asesinatos, el de Osvaldo, primero, y
después el de su hermano. ¿Qué han producido en él estos
dos crímenes, de qué profunda manera ha experimentado
esta pérdida de inocencia? ¿Sigue con los ojos muy abiertos?
¿Dice en sus palabras finales que juventud y vejez están
limitadas por sus propias definiciones, que el único modo de
ver tanto como Lear es sufrir tanto como Lear, y que
entonces, ipso facto, uno deja de ser joven? Lear vive más
que Gloster —en tiempo y en intensidad— e indudablemente
«ve» más que Gloster antes de morir. ¿Desea decir Edgardo
que una experiencia de este orden e intensidad es lo que
realmente significa «vivir mucho»? Si es así, el «ser joven» es
un estado con su propia ceguera, como el del primer Edgardo,
y con su propia libertad, como el del primer Edmundo. La
vejez, a su vez, tiene su ceguera y su decadencia. No
obstante, la verdadera visión proviene de una perspicacia de
vivir que puede transformar a los ancianos. Y efectivamente,
a lo largo de la obra se muestra con toda claridad que Lear
sufre más y «llega más lejos». Sin duda su breve momento de
cautividad con Cordelia es un instante de gloria, paz y
reconciliación, y los comentadores cristianos suelen escribir
como si éste fuera el final de la historia: claro relato de la
ascensión del infierno al paraíso a través del purgatorio. Por
desgracia para este punto de vista la obra continúa sin
piedad, alejándose de la reconciliación. «Nosotros, que somos
jóvenes, no veremos tantas cosas ni viviremos tantos años».
La fuerza de las turbadoras palabras de Edgardo —
palabras que suenan como una interrogación a medio
formular— radica en la carencia de tono moral. Edgardo no
sugiere que la juventud o la vejez, con el sentido de la vista o
con ceguera, sean en modo alguno superior, inferior, más o
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menos deseable una que otra. La cierto es que nos vemos
obligados a enfrentarnos a una obra que rechaza toda
moralización, una obra que comenzamos ya a no ver como
narrativa, sino como un amplio, complejo y coherente poema
diseñado para estudiar el poder y la vaciedad de la nada, los
aspectos positivos y negativos latentes en el cero. Por lo
tanto, ¿qué quiere decir Shakespeare? ¿Qué intenta
enseñarnos? ¿Quiere decir que el sufrimiento ocupa un lugar
necesario en la vida y que vale la pena cultivarlo debido al
conocimiento y desarrollo interior que aporta, o bien desea
hacernos entender que la época del inmenso sufrimiento ha
acabado y que nuestro papel es el de los eternamente
jóvenes? Sabiamente, Shakespeare se niega a contestar. Sin
embargo, nos ha dado su obra, cuyo campo de experiencia es
tanto interrogación como respuesta. Bajo esta luz, la obra se
emparenta directamente con los más excitantes temas de
nuestro tiempo: viejos y jóvenes en relación con nuestra
sociedad, nuestras artes, nuestra noción del progreso, el
modo de vivir nuestras vidas. Eso es lo que revelarán los
actores si se interesan por la obra, y eso es lo que nosotros
encontraremos si compartimos dicho interés. Los trajes de
época quedarán relegados.
El significado surgirá en el momento de la
representación.
De todas las obras existentes, ninguna es tan
desconcertante y esquiva como La tempestad. Una vez más
descubrimos que el único modo de encontrar un significado
compensador es tomar la pieza como un todo. Como
argumento carece de interés; como pretexto para la
exhibición de trajes, efectos escénicos y música, apenas vale
la pena revivirla; como mezcla de estilo atractivo y
tumultuoso, a lo máximo que puede aspirar es a complacer a
unos cuantos espectadores de sesión de tarde, y por lo
general sólo sirve para apartar del teatro a generaciones de
escolares. No obstante, cuando observamos que en la obra
nada es lo que parece, que se desarrolla en una isla y no en
una isla, durante un día y no durante un día, con una
tempestad que desencadena una serie de acontecimientos
que siguen dentro de la tempestad incluso cuando ha
desaparecido la tormenta, que el encantador drama bucólico
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para niños encierra violación, asesinato, conspiración y
violencia; cuando comenzamos a desenterrar los temas que
tan cuidadosamente enterró Shakespeare, comprendemos
que ésta es su completa y última declaración y que ella trata
de la entera condición del hombre. De manera similar, la
primera obra de Shakespeare, Tito Andrónico, descubre sus
secretos en cuanto dejamos de considerarla como una serie
de gratuitos golpes melodramáticos y buscarnos su
integridad. Todo en Tito está ligado a una oscura corriente de
la que surgen los horrores, rítmica y lógicamente
relacionados; vista de este modo cabe encontrar la expresión
de un poderoso y finalmente hermoso ritual bárbaro. Sin
embargo, este enfoque es comparativamente simple: hoy día
podemos encontrar siempre nuestro camino hacia el violento
subconsciente. La tempestad es otra cuestión. Desde la
primera hasta su última obra, Shakespeare se movió a través
de muchos limbos: tal vez en la actualidad no puedan hallarse
las condiciones que nos revelen plenamente la naturaleza de
la obra. Hasta que se encuentre un medio de ponerla en
escena, al menos hemos de ser cautos para no caer, al
forcejear con el texto, en confusos e infructíferos intentos. Si
bien hoy día es irrepresentable, no deja de ser un ejemplo de
cómo una obra metafísica puede hallar un idioma natural que
es sagrado, cómico y tosco.
Resulta, pues, que en la segunda mitad del siglo XX en
Inglaterra, donde escribo estas palabras, nos enfrentamos al
irritante hecho de que Shakespeare sigue siendo nuestro
modelo. A este respecto, nuestra labor en la puesta escénica
de Shakespeare consiste siempre en hacer «modernas» sus
obras, ya que sólo así el público entra en contacto directo con
los temas que el tiempo y las convenciones desvanecen. De
la misma • manera, cuando nos acercamos al teatro
moderno, en cualquiera de sus formas, ya sea la obra con
pocos personajes, el happening o la pieza con numerosos
personajes y escenas, el problema es siempre el mismo:
¿dónde están los equivalentes de la fuerza del teatro
isabelino, en el sentido de alcance y extensión? ¿Qué forma,
en términos modernos, podría adoptar ese rico teatro?
Grotowski, como un monje que descubriera un universo en un
grano de arena, llama teatro de pobreza a su teatro sagrado.
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El teatro isabelino, que abarcaba todo lo de la vida, incluso la
suciedad y miseria de la pobreza, es un teatro tosco de
extraordinaria riqueza. Ambos no están tan separados como
pudiera parecer.
Me he referido extensamente al mundo interior y al
exterior, oposición que como todas es relativa, simple
conveniencia. He hablado de belleza, magia, amor,
maltratando estas palabras con una mano mientras parecía
querer alcanzarlas con la otra. Y, sin embargo, la paradoja es
simple. Todo lo relacionado con estos términos nos parece
mortal: lo que implican corresponde a lo que necesitamos. Si
no entendemos la catarsis es porque se la ha identificado con
un emocional baño de vapor. Si no entendemos la tragedia se
debe a confundirla con la interpretación del papel de rey.
Necesitamos la magia, pero la confundimos con el truco, y
mezclamos desesperadamente el amor con el sexo, la belleza
con el esteticismo. Pero sólo buscando una nueva
discriminación ampliaremos los horizontes de lo real. Sólo
entonces podría ser útil el teatro, ya que necesitamos una
belleza que nos convenza: necesitamos experimentar la
magia de una manera tan directa que pueda cambiarse
nuestra misma noción de lo que es sustancial.
No ha terminado el necesario período de revelar la
verdad, apartando falsas tradiciones. Por el contrario, a lo
ancho del mundo, y con el fin de salvar al teatro, casi todo lo
teatral tiene que barrerse. El proceso apenas ha comenzado y
tal vez no acabe nunca. El teatro requiere su perpetua
revolución. No obstante, la destrucción desenfrenada es
criminal; produce violenta reacción y mayor confusión. Si
demolemos un teatro pseudos-sagrado, hemos de procurar no
engañarnos pensando que está pasada de moda la necesidad
de lo sagrado y que los cosmonautas han demostrado de una
vez para siempre que los ángeles no existen. De la misma
manera, si nos sentimos insatisfechos por la vaciedad de
tanto teatro de revolucionarios y propagandistas, no
hemos de dar por sentado que la necesidad de hablar del
pueblo, del poder, del dinero y de la estructura de la sociedad
obedece a una moda periclitada.
Pero si nuestro lenguaje ha de corresponder a nuestra
época, debemos aceptar que actualmente la tosquedad está
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más viva y lo sagrado más muerto que en otros tiempos.
Antiguamente el teatro pudo comenzar como magia: magia;
en el festival sagrado, magia al surgir las candilejas. Hoy día
es todo lo contrarío. Apenas se necesita el teatro y apenas se
confía en sus trabajadores. Por lo tanto, no cabe suponer que
el público se agrupará devota y atentamente. A nosotros nos
toca captar su atención y ganar su fe.
Para lograrlo hemos de convencer de que no hay truco,
nada oculto. Debemos abrir nuestras manos y mostrar que no
escondemos nada en nuestras mangas. Sólo entonces
podemos comenzar.

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