100% encontró este documento útil (1 voto)
221 vistas5 páginas

Heker - La Trastienda

El documento describe la génesis del cuento "Cuando todo brille" de Silvina Ocampo. Comenzó con su obsesión por ordenar la biblioteca de manera perfecta, lo que la llevó a pensar en el tema de la perfección y el caos. Trece años después, decidió escribir el cuento para una publicación. Desarrolló el personaje de Margarita y la trama de su obsesión con la limpieza, escribiendo el cuento de manera feliz. También describe la génesis de su cuento "La fiesta aj

Cargado por

Melisa Gomes
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
100% encontró este documento útil (1 voto)
221 vistas5 páginas

Heker - La Trastienda

El documento describe la génesis del cuento "Cuando todo brille" de Silvina Ocampo. Comenzó con su obsesión por ordenar la biblioteca de manera perfecta, lo que la llevó a pensar en el tema de la perfección y el caos. Trece años después, decidió escribir el cuento para una publicación. Desarrolló el personaje de Margarita y la trama de su obsesión con la limpieza, escribiendo el cuento de manera feliz. También describe la génesis de su cuento "La fiesta aj

Cargado por

Melisa Gomes
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 5

El cuento del cuento

De la obsesión a la trama: acerca de “Cuando todo brille”


El cuento empezó una tarde de 1964, cuando yo estaba ordenando la
biblioteca. O pretendiendo ordenarla; en rigor —con todos los libros en el suelo y ante
los estantes vacíos—, lo único que hacía era meditar acerca del criterio más apropiado
para conseguir el orden añorado, ese que en el futuro me permitiría acceder a
cualquier libro apenas lo desease y que, por mérito propio, perduraría a lo largo de los
años. ¿Cómo me convenía ordenarlos?: ¿según el género?, ¿según la nacionalidad de
su autor? Es un hecho que me encanta tener todos los libros de cuentos juntos, y toda
la poesía, y todo el teatro. Pero, ¿sería prolijo, pongamos por caso, desarticular a
Joyce? Acá Dublineses, allá Ulises, Exiliados en teatro, Esteban, el héroe ¿dónde? Tal
vez resultaría más sistemático ubicar todo Joyce bajo un mismo rubro, pero ¿cuál?:
¿literatura irlandesa o literatura inglesa? Para no hablar de ciertos libros inclasificables
—Historia natural del disparate, ¿iría en ensayo, en ficción o en misceláneas?— y de
un problema tan trivial que me avergüenza consignarlo: los libros grandes. Volúmenes
descomunales que no caben en un estante normal y que me obligarían a establecer un
espacio caótico en el que fatalmente irían a mezclarse, horizontales, el bello tomo
antiguo de Los miserables, la colección de los impresionistas franceses, y un libro
incomodísimo que, ya no me acuerdo a propósito de qué, me había regalado la
Municipalidad de Buenos Aires.

En algún momento —rodeada de libros, sepultada bajo libros, casi respirando


libros— supe que, aun antes de que yo hubiera empezado a actuar, mi anhelado orden
se iba pareciendo cada vez más al desorden. Un poco desesperada, o un poco harta,
me dije: ya que esto de cualquier manera va a acabar siendo un caos, ¿por qué no
meter los libros en los estantes a lo que venga y terminar de una vez con esta
pesadilla? Eso me llevó a pensar: todo anhelo de perfección conduce a la parálisis o al
caos. Y ahí nomás vi que era un buen tema para un cuento: alguien que busca la
perfección en aquello que hace y que, como no puede conseguirla, acaba en la famosa
compota de Ferdydurke: chapoteando en la compota, metiendo adentro migas,
ensalada, escarbadientes; ya que esto no va a ser perfecto, que sea una porquería.

Naturalmente, lo primero que se me ocurrió fue una mujer tratando de


ordenar la biblioteca. La descarté enseguida; esa mujer solo podría hacer lo mismo que
estaba haciendo yo: divagar ante los estantes vacíos. Aburrido.

La asociación vino enseguida. El chapoteo gombrowicziano me condujo como


por un tubo al tema de la limpieza. Eso era lo que buscaría mi personaje: la limpieza
perfecta. Era excelente: la persecución de la limpieza exige acción y siempre lleva a
imperfección. Si una limpia la mesa con un trapo, se le ensucia el trapo; lava el trapo
en la pileta y se le ensucia la pileta; frota la pileta con. Y así hasta la catástrofe. El título
lo encontré enseguida (por una manía personal que tal vez se vincula con la
consignada pretensión de un orden, no puedo empezar un cuento si antes no tengo un
título). Lo escribí en mi diario de 1964 el 1° de diciembre: “Cuando todo brille”, y al
lado anoté: “Mujer obsesionada con la limpieza. Nunca alcanza la limpieza perfecta.
Acaba en la suciedad más abyecta”.

Claro, por algo se me ocurren esos temas. Cualquier proyecto de escritura me


suele provocar una parálisis inicial. Presumo que me bastará con escribir las primeras
frases para que la imperfección se instale sobre aquello que, en mi imaginación, era
bello e impoluto. Adivino que me aguarda un arduo camino hasta aproximarme a eso
que, de antemano, sé cómo querría que fuera. Para hacerla corta: durante trece años
el tema aleteó en ese fastidioso lugar de mi conciencia donde acechan todas las
buenas ideas que he tenido en mi vida y que, a la larga, si la muerte no me llega a
destiempo, confío escribir.

Soy hija del rigor; hace falta un requerimiento fortuito o mi impiadoso amor
propio para que me ponga a trabajar. Si alguno de estos hechos sucede, soy imparable.
Esta vez, ocurrió la primera opción: en 1977 estábamos por sacar el primer número de
El Ornitorrinco y yo quería publicar allí un cuento nuevo. Ese cuento.

Entonces empezó el trabajo. Primero, una tarea previa a la escritura,


imperceptible desde afuera, que me apasiona: la de ir transformando en una historia
concreta lo que hasta ese momento ha sido casi una abstracción. Cuando estoy
inventando un cuento, lo invento en toda circunstancia: en el colectivo, al caminar por
la calle, antes de dormirme, aún mientras duermo. En esa primera etapa, en agosto de
1977, mi mujer abstracta empezó a llamarse Margarita, adquirió un marido, careció de
hijos (según su criterio, los hijos ensuciaban, y concebirlos también). Le incorporé
hábitos de una antigua vecina de mi infancia que tenía a toda su familia andando sobre
patines de fieltro y no hacía bifes a la plancha por el olor. Le asigné una rutina
aportada por Sylvia Iparraguirre, quien la registró de una parienta lejana: en cuanto el
marido empezaba a bañarse, la mujer entraba al baño y se llevaba los calzoncillos y la
camiseta para lavarlos de inmediato, como si estuvieran contaminados. Margarita lo
hizo. A esa altura, ya bien colmada de hábitos propios, realizó casi sola el acto que yo
estaba aguardando de ella. Le pidió a su marido que, cuando el viento soplara del
norte, él entrase por la puerta del fondo que daba al sur, y cuando el viento soplara del
sur, él entrase por la puerta del frente, que daba al norte. Esa era la situación
conflictiva que yo necesitaba; la que iría desbarrancando los acontecimientos hasta el
final.

Recién entonces me senté ante la máquina y escribí la primera frase: “Todo


empezó con el viento”. A partir de ahí el trabajo fue feliz. Solo debía ir
desencadenando gradualmente la locura de Margarita, hacerla lavar la pala en la
pileta, limpiar la pileta con un trapo, quemar el trapo, recoger las cenizas con la pala,
lavar la pala en la pileta. Había empezado el ritual previsible: deleitarme con la
elección de ciertas palabras, desechar otras, tirar muchos papeles al canasto, caminar
locamente por mi pieza mientras trataba de redondear cada situación, tirar más
papeles, ir tramando, como una música, las palabras finales.

Tal vez algunos llamen solo a esta última etapa “el acto de escribir”, pero yo sé
que la escritura de “Cuando todo brille” empezó cuando ordenaba la biblioteca, en el
momento de pavor en que descubrí algo que me concernía. Y que también de estas
vacilaciones, dilaciones y transformaciones está hecha para mí la construcción de un
cuento.

Los tropiezos de una buena idea: acerca de “La fiesta ajena”

Estamos en Bachín, en una de esas cenas multitudinarias y tardías que suceden


los viernes, después de las reuniones de El Escarabajo de Oro; Raúl Escari está
contando un episodio que transcurre en un jardín o en un campo; no alcancé a
escuchar si se trataba de algo que inventó o de un recuerdo: hay mucho ruido
alrededor y tengo sueño, no es fácil prestar atención. Solo registro una escena, como
un cristal: una nena que llora junto a una laguna por una injusticia que alguien cometió
contra ella. Entiendo —o imagino— que la nena pertenece al personal de servicio y
que la injusticia viene del lado de los patrones. No más que eso.

Tiene que haber sido antes de 1967 (ese año Raúl Escari ya no venía a las
reuniones y poco después se fue a vivir a París). No sé en qué momento tuve una idea
clara de la bajeza que se había perpetrado con la nena; de lo que estoy segura es de
que no la construí ni la busqué —como suele ocurrirme en otros casos—: la supe.
Básicamente, supe que le habían pagado por algo que ella había hecho por pura
amistad. Y también, que en ese suceso había un cuento.

Que el pago abstracto haya devenido en propina que a la chica le dan en lugar
de un souvenir es la consecuencia directa de haber instalado la trama en una fiesta de
cumpleaños. Y la idea del cumpleaños sí sé de dónde viene: de uno de esos episodios
perturbadores que guardo en la memoria y que suelen ser materia viva para la
escritura de ficciones. En este caso, el cumpleaños de una compañera de cuarto grado.
Las invitadas éramos del mismo grado o eran primas de la cumpleañera. Pero
entonces, muy sonriente y almidonada, apareció una nena más chica que todas
nosotras. Lo que ocurrió fue lo opuesto de lo que pasa en mi cuento: casi con
desesperación, nos volcamos a hacerle fiestas a la recién llegada. Y, sin embargo, yo —
demasiado pensante a los ocho años— percibí algo anormal en ese exceso de
entusiasmo. Algo que me avergonzaba. Supe, aunque no tenía el vocabulario para
expresarlo así, que con tanto mimo estábamos tratando de aplacar nuestra mala
conciencia: esa nena no era una invitada del modo en que lo éramos nosotras; era la
hija de la mujer que trabajaba por horas en la casa de mi amiga. Fue una de esas
revelaciones que se clavarían en mí para siempre; seguramente contribuyó a tramar lo
que luego iba a ser mi ideología. Lo cierto es que la chiquita almidonada y sonriente se
me instaló en la situación a narrar como una presencia más real, más entrañable, que
la nena que lloraba junto a una laguna en el relato de Escari. Me dio ganas de escribir
el cuento.

Esas ganas recorrieron muchos años y algunos títulos que fueron descartados
—recuerdo “Los lirios del campo” y “El cumpleaños de la infanta”—, cada uno de ellos,
asociado a varios intentos —malogrados e inconclusos— de escritura. Yo insistía en
empezar con un diálogo entre la madre y la chica (en algún momento empezó a
llamarse Rosaura y ese, sin ninguna duda, fue el nombre). Durante ese diálogo,
Rosaura le explicaba lo de la invitación, el vínculo que la unía a la del cumpleaños, los
detalles de la fiesta, su deseo de ir; y la madre manifestaba sus objeciones, haciendo
hincapié en su trabajo como sirvienta; en fin, en ese diálogo se dejaba en claro todo lo
que hacía falta saber para que luego el cuento se desarrollara sin tropiezos. Un bodrio
perfecto. Me aburría escribiendo una y otra vez ese comienzo, y eso es un mal
síntoma: si una se aburre escribiendo una ficción, puede apostar a que la ficción le está
saliendo aburrida. Yo, desde cada uno de esos comienzos, llegaba a la fiesta con toda
la información prolijamente expuesta y sin la menor energía. Entonces abandonaba la
escritura.

El cuento quedó suspendido en esa primera escena. Hasta que una tarde de
1980, el poeta Fernando Noy —una ráfaga de trasgresión y ocurrencias explosivas en
tiempos de la dictadura— me llamó por teléfono y me pidió un cuento inédito para
una antología; iban a estar Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Abelardo Castillo,
Juan José Manauta, Elvira Orphée, Juan José Hernández…, siguió nombrando y
culminó: “La antología se va a llamar Cuentos para leer en la playa”. Le dije
rotundamente que no; me negaba a publicar en un libro con ese título. “Entonces sos
una tarada”, me dijo, “el libro va a ser excepcional por los autores que tiene y se va a
vender a lo loco por el título”. Tuve que admitir que tenía razón, pero no podía
sacarme de la cabeza la imagen del lector playero que, a falta de una cosa mejor para
matar el tiempo, busca algo livianito aunque no exento de prestigio: ese lector era el
destinatario del libro. Pensé: “Si ese me va a leer en la playa, al menos le voy a
amargar la reposera”. Y sin la menor vacilación busqué los borradores de lo que
todavía no se llamaba “La fiesta ajena”.

Imprevisibles esos momentos en que una pasa de la chatura más lastimosa a la


pura creatividad. Doy fe de que suceden; lo que me perturba es no saber por qué
suceden. O mejor: las motivaciones son tan diversas y arbitrarias que casi nunca las
puedo prever. Ni —lo que es más grave— provocar. En este caso, fue el deseo de
incomodar a mis presuntos lectores playeros, lo cual no exalta la grandeza de mis
intenciones. Pero funcionó. Me instaló en ese estado de privilegio en el que la
memoria, la imaginación, la conciencia y el inconsciente trabajan a favor de lo que me
propongo contar. Aunque, en este caso, “lo que me propongo contar” es una
exageración. Fuera del final, sabía muy poco sobre los acontecimientos.

Lo primero que acudió a mí cuando me dispuse a escribir fue el mono. No vino


de la nada: unos diez años atrás, para un cumpleaños de mi sobrino, había venido un
animador con unos monitos; los había dejado en la cocina, dentro de una jaula, y el
mayor interés de los chicos era ir a verlos. Escribí: “Nomás entró, fue a la cocina a ver
si estaba el mono”. Y me di cuenta de que había eliminado mi mayor problema: el
aburrimiento del principio. Ahora el cuento empezaba con Rosaura entrando a la fiesta
y terminaba cuando ella se iba. Pura acción. Con Rosaura instalada en la cocina,
conociendo al mono, la discusión del día anterior con su madre tenía otro interés y
otra velocidad.

Algo que quiero señalar sobre el proceso de escritura. Puesta a escribir el


cuento, ya sabía bastante sobre los personajes; tenía claro que Rosaura, en la fiesta, se
sentía hermosa, en cierto modo privilegiada y, además, triunfante sobre su madre;
conocía también las razones de su madre y la manera de pensar de la señora Inés. Y
resulta que, cuando una conoce a sus personajes, los tiene en una situación dada y
sabe a dónde van a ir a parar, puede largarlos al ruedo y dejar que actúen; seguro que
van a saber qué hacer y, a grandes trazos, conducirán la trama. Y acá está lo que quería
señalar: la irrupción de lo imprevisto. Ocurre cuando una está metida en la historia
hasta los pelos y el universo de lo narrado empieza a moverse según leyes que le son
propias. Muchas veces —no siempre— esas irrupciones resultan afortunadas y se
vuelven ineludibles. Eso me pasó con la chica del moño. A diferencia del mago, que fue
inventado a conciencia y cuyas características estaban mandadas por necesidad de la
trama, la del moño no estaba prevista. Apareció, insidiosa, mostró las garras, provocó
a Rosaura, y fue a partir de este encontronazo que tuve plena confianza en lo que
estaba escribiendo.

No voy a detenerme en otros detalles de la escritura. Sí en el título, y en un


incidente a propósito del final. El título lo robé: de una novela publicada en los sesenta
que ya entonces no había trascendido. Apenas estuve sumergida en el cuento supe
que ese era el título: “La fiesta ajena”. Lo hice mío sin la menor culpa.

En cuanto al final, sabía de entrada que, anecdóticamente, era bueno. Pero


resulta que, a veces, los finales buenos son los más peligrosos. Hay que cuidar muy
bien lo previo, y las palabras de cierre, para que el acontecimiento final caiga con todo
el peso que requiere. Una vez terminado “La fiesta ajena”, lo leí en el taller. Suelo
hacerlo con algunos de mis cuentos: confío en la crítica de mis alumnos; sé hasta qué
punto saben ser precisos e implacables. Y bien; una de ellas, Margarita Roncarolo (que
después fue una maestra de escritura inolvidable para muchos adolescentes, y es una
persona maravillosa) me dijo que el cuento estaba muy bien pero que a ese final le
estaba faltando algo. Ella no sabía qué, pero le parecía que terminaba con demasiada
brusquedad. Volví a leerlo a solas y entendí que tenía plena razón. A la luz de esa
observación escribí, tal como es ahora, la escena congelada del final.

También podría gustarte