Heker - La Trastienda
Heker - La Trastienda
Soy hija del rigor; hace falta un requerimiento fortuito o mi impiadoso amor
propio para que me ponga a trabajar. Si alguno de estos hechos sucede, soy imparable.
Esta vez, ocurrió la primera opción: en 1977 estábamos por sacar el primer número de
El Ornitorrinco y yo quería publicar allí un cuento nuevo. Ese cuento.
Tal vez algunos llamen solo a esta última etapa “el acto de escribir”, pero yo sé
que la escritura de “Cuando todo brille” empezó cuando ordenaba la biblioteca, en el
momento de pavor en que descubrí algo que me concernía. Y que también de estas
vacilaciones, dilaciones y transformaciones está hecha para mí la construcción de un
cuento.
Tiene que haber sido antes de 1967 (ese año Raúl Escari ya no venía a las
reuniones y poco después se fue a vivir a París). No sé en qué momento tuve una idea
clara de la bajeza que se había perpetrado con la nena; de lo que estoy segura es de
que no la construí ni la busqué —como suele ocurrirme en otros casos—: la supe.
Básicamente, supe que le habían pagado por algo que ella había hecho por pura
amistad. Y también, que en ese suceso había un cuento.
Que el pago abstracto haya devenido en propina que a la chica le dan en lugar
de un souvenir es la consecuencia directa de haber instalado la trama en una fiesta de
cumpleaños. Y la idea del cumpleaños sí sé de dónde viene: de uno de esos episodios
perturbadores que guardo en la memoria y que suelen ser materia viva para la
escritura de ficciones. En este caso, el cumpleaños de una compañera de cuarto grado.
Las invitadas éramos del mismo grado o eran primas de la cumpleañera. Pero
entonces, muy sonriente y almidonada, apareció una nena más chica que todas
nosotras. Lo que ocurrió fue lo opuesto de lo que pasa en mi cuento: casi con
desesperación, nos volcamos a hacerle fiestas a la recién llegada. Y, sin embargo, yo —
demasiado pensante a los ocho años— percibí algo anormal en ese exceso de
entusiasmo. Algo que me avergonzaba. Supe, aunque no tenía el vocabulario para
expresarlo así, que con tanto mimo estábamos tratando de aplacar nuestra mala
conciencia: esa nena no era una invitada del modo en que lo éramos nosotras; era la
hija de la mujer que trabajaba por horas en la casa de mi amiga. Fue una de esas
revelaciones que se clavarían en mí para siempre; seguramente contribuyó a tramar lo
que luego iba a ser mi ideología. Lo cierto es que la chiquita almidonada y sonriente se
me instaló en la situación a narrar como una presencia más real, más entrañable, que
la nena que lloraba junto a una laguna en el relato de Escari. Me dio ganas de escribir
el cuento.
Esas ganas recorrieron muchos años y algunos títulos que fueron descartados
—recuerdo “Los lirios del campo” y “El cumpleaños de la infanta”—, cada uno de ellos,
asociado a varios intentos —malogrados e inconclusos— de escritura. Yo insistía en
empezar con un diálogo entre la madre y la chica (en algún momento empezó a
llamarse Rosaura y ese, sin ninguna duda, fue el nombre). Durante ese diálogo,
Rosaura le explicaba lo de la invitación, el vínculo que la unía a la del cumpleaños, los
detalles de la fiesta, su deseo de ir; y la madre manifestaba sus objeciones, haciendo
hincapié en su trabajo como sirvienta; en fin, en ese diálogo se dejaba en claro todo lo
que hacía falta saber para que luego el cuento se desarrollara sin tropiezos. Un bodrio
perfecto. Me aburría escribiendo una y otra vez ese comienzo, y eso es un mal
síntoma: si una se aburre escribiendo una ficción, puede apostar a que la ficción le está
saliendo aburrida. Yo, desde cada uno de esos comienzos, llegaba a la fiesta con toda
la información prolijamente expuesta y sin la menor energía. Entonces abandonaba la
escritura.
El cuento quedó suspendido en esa primera escena. Hasta que una tarde de
1980, el poeta Fernando Noy —una ráfaga de trasgresión y ocurrencias explosivas en
tiempos de la dictadura— me llamó por teléfono y me pidió un cuento inédito para
una antología; iban a estar Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Abelardo Castillo,
Juan José Manauta, Elvira Orphée, Juan José Hernández…, siguió nombrando y
culminó: “La antología se va a llamar Cuentos para leer en la playa”. Le dije
rotundamente que no; me negaba a publicar en un libro con ese título. “Entonces sos
una tarada”, me dijo, “el libro va a ser excepcional por los autores que tiene y se va a
vender a lo loco por el título”. Tuve que admitir que tenía razón, pero no podía
sacarme de la cabeza la imagen del lector playero que, a falta de una cosa mejor para
matar el tiempo, busca algo livianito aunque no exento de prestigio: ese lector era el
destinatario del libro. Pensé: “Si ese me va a leer en la playa, al menos le voy a
amargar la reposera”. Y sin la menor vacilación busqué los borradores de lo que
todavía no se llamaba “La fiesta ajena”.