La Llamada
La Llamada
La Llamada
Mi mano golpeó una y otra vez el despertador hasta que cayó al suelo y se abrió por la mitad. Por más que
trataba, no lograba acallar el sonido que perforaba mis oídos. El timbre continuaba sonando. Segundos más tarde,
descubrí que no se trataba del pobre reloj, sino de mi celular. Sin abrir los ojos, tomé el aparato y atendí la llamada.
—Hola… —dije, entre dormida y preocupada.
—Si querés volver a ver a tu padre con vida, te esperamos a las ocho y media de la mañana en la bajada
veinticuatro de Solymar; en la playa. Si la policía o alguien más se entera, tu padre es hombre muerto.
—¿Cómo dice? Mi padre… ¡Hola!
Era inútil; ya había cortado. No sabía si la conversación había sido real o si se trataba de un sueño y me
despertaría en cualquier momento. Me incorporé en la cama, miré la pantalla del móvil para ver si reconocía el
número, pero decía «número oculto».
Traté de recordar la voz: sonaba grave y rasposa, como la de un hombre ya entrado en años, aunque podía
estar desfigurada para que no la identificara. ¿Se trataría de una broma de mal gusto? ¿Qué hora era? Otra vez recurrí
al celular: las siete de la mañana. Recordé que era domingo. Con razón estaba tan dormida. La noche anterior me había
acostado después de las tres.
Volví a enfocarme en la llamada. ¿Quién sería el gracioso?
Por un momento me sentí tentada a dejarme caer sobre las sábanas, taparme con el acolchado y seguir
durmiendo.
¿Y si no era broma? Pensé en llamar a la policía. ¿Qué les diría? ¿Que alguien había arruinado la única
mañana en la que dormía hasta tarde en la semana? Por otro lado, ¿si era en serio y al llamar a la policía hacía que lo
mataran? No podría vivir el resto de mis días con ese peso sobre mi conciencia.
Si quería acudir al lugar y a la hora indicada, debía apresurarme. Me levanté y fui a darme una ducha.
Mientras lo hacía, pensé en telefonear a un amigo para que me acompañara, no me gustaba la idea de ir sola. Pero el
hombre había sido muy claro en que si alguien más se enteraba lo mataría. ¿Y si mi acompañante se ocultaba en el
asiento trasero o en el maletero? No, esa no era la solución; pondría ambas vidas en peligro. Si iba a ir, debía hacerlo
yo sola. «¿Si iba a ir?» No me lo había cuestionado hasta el momento. Era una opción válida. Quizás la mejor. No ir y
hacer de cuenta que no había recibido la llamada.
Tras meditarlo un instante, concluí que era lo correcto.
Como sabía que no podría volver a dormirme, decidí aprovechar la mañana. El miércoles debía rendir un
examen, así que no me venía mal haberme levantado temprano.
Me vestí y fui hacia la cocina, calenté el café que había quedado del día anterior y puse a tostar una rodaja de
pan. Cuando saltó de la tostadora me senté a la mesa a desayunar. No pude probar bocado. Mi mente y mi estómago
no me lo permitieron. Sobre todo mi mente, que en el fondo seguía sin decidir qué hacer: «Si no voy, van a matarlo; y
si voy… a lo mejor también lo hacen, o quizás sea una trampa para robarme».
Bebí el café de un solo trago. La tostada quedó en el plato. Comprobé la hora otra vez: las ocho menos diez.
Estimaba que llegar hasta el punto indicado me tomaría unos quince minutos en auto, por lo que disponía de poco
tiempo para decidir qué haría.
Busqué abrigo. Estábamos a fines de agosto y el invierno golpeaba con fuerza. ¿En la playa? Una jugada
inteligente. No querían a nadie alrededor. Un domingo a esa hora, con el frío y el viento, seguro que no habría ni un
alma. Por otra parte, al ser un lugar tan abierto, me verían venir desde lejos.
Me pregunté qué irían a pedirme. ¿Dinero? Esperaba que no, porque no tenía más que unos pocos pesos en mi
billetera. De todos modos, no importaba lo que me pidieran, si iba, estaría en sus manos.
¿Y si entraba a la playa algunas cuadras antes de la bajada veinticuatro? De esa forma podría pasar por la zona
sin detenerme y observar quiénes o qué me aguardaban.
Otra tontería… ¿Qué me garantizaba que, al ver acercarse un auto, no le dispararían?
Tenía que aceptar las condiciones establecidas o no ir.
«Voy», concluí. Debía arriesgarme.
Caminé de un lado al otro del living con la cabeza baja, el abrigo en mis manos y temblando por los nervios.
Miré la hora por última vez: pasaban unos minutos de las ocho. Tomé las llaves del coche y me dirigí hacia la puerta
de calle.
Cuando salí, sentí que el viento gélido me helaba el rostro. El parabrisas estaba cubierto de escarcha, pero ya
no disponía de tiempo para volver a buscar agua caliente, así que encendí el auto y activé el limpiaparabrisas.
Mientras se calentaba el motor, evalué por última vez la posibilidad de no ir: «hasta aquí llegué; mejor vuelvo
a entrar en casa».
Por última vez, desistí de hacerlo.
Mientras conducía, no dejaba de cuestionarme por qué lo hacía. ¿Por qué fuerzas del destino había sonado mi
celular en lugar del de la persona correcta? ¿Por qué no alcancé a decirle al hombre que llamó que mi padre había
fallecido hacía ya cinco años?
La vida de un completo desconocido estaba en mis manos.