FranciscoBermudezJimenez Guía#10 Grado11A Filosofía
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SABER SER: participar del intercambio de ideas y plantear su cosmovisión con relación a los
documentos abordados
Saberes previos:
Observe la siguiente imagen. ¿Qué nos tratan de decir?
El aprendizaje humano
“En alguna parte dice Graham Greene que «ser humano es también un deber». Se refería
probablemente a esos atributos como la compasión por el prójimo, la solidaridad o la
benevolencia hacia los demás que suelen considerarse rasgos propios de las personas «muy
humanas», es decir aquellas que han saboreado «la leche de la humana ternura», según la
hermosa expresión shakespeariana. Es un deber moral, entiende Greene, llegar a ser humano de
tal modo. Y si es un deber cabe inferir que no se trata de algo fatal o necesario (no diríamos que
morir es un «deber», puesto que a todos irremediablemente nos ocurre): habrá pues quien ni
siquiera intente ser humano o quien lo intente y no lo logre, junto a los que triunfen en ese noble
empeño. Es curioso este uso del adjetivo «humano», que convierte en objetivo lo que diríamos
que es inevitable punto de partida. Nacemos humanos pero eso no basta: tenemos también que
llegar a Serlo. ¡Y se da por supuesto que podemos fracasar en el intento o rechazar la ocasión
misma de intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran poeta griego, recomendó
enigmáticamente: «Llega a ser el que eres.» Desde luego, en la cita de Graham Greene y en el
uso común valorativo de la palabra se emplea «humano» como una especie de ideal y no
sencillamente como la denominación específica de una clase de mamíferos parientes de los
gorilas y los chimpancés. Pero hay una importante verdad antropológica insinuada en ese empleo
de la voz «humano»: los humanos nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo hasta
después. Aunque no concedamos a la noción de «humano» ninguna especial relevancia moral,
aunque aceptemos que también la cruel lady Macbeth era humana —pese a serle extraña o
repugnante la leche de la humana amabilidad— y que son humanos y hasta demasiado humanos
los tiranos, los asesinos, los violadores brutales y los torturadores de niños... sigue siendo cierto
que la humanidad plena no es simplemente algo biológico, una determinación genéticamente
programada como la que hace alcachofas a las alcachofas y pulpos a los pulpos. Los demás
seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente son, lo que irremediablemente van a ser pase
lo que pase, mientras que de los humanos lo más que parece prudente decir es que nacemos
para la humanidad. Nuestra humanidad biológica necesita una confirmación posterior, algo así
como un segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la relación con
otros humanos se confirme definitivamente el primero. Hay que nacer para humano, pero sólo
llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos contagian su humanidad a propósito... y con
nuestra complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad natural pero también
deliberación artificial: llegar a ser humano del todo —sea humano bueno o humano malo— es
siempre un arte. A este proceso peculiar los antropólogos lo llaman neotenia. Esta palabreja
quiere indicar que los humanos nacemos aparentemente demasiado pronto, sin cuajar del todo:
somos como esos condumios precocinados que para hacerse plenamente comestibles necesitan
todavía diez minutos en el microondas o un cuarto de hora al baño María tras salir del paquete...
Todos los nacimientos humanos son en cierto modo prematuros: nacemos demasiado pequeños
hasta para ser crías de mamífero respetables. Comparemos un niño y un chimpancé recién
nacidos. Al principio, el contraste es evidente entre las incipientes habilidades del monito y el
completo desamparo del bebé. La cría de chimpancé pronto es capaz de agarrarse al pelo de la
madre para ser transportado de un lado a otro, mientras que el retoño humano prefiere llorar o
sonreír para que le cojan en brazos: depende absolutamente de la atención que se le preste.
Según va creciendo, el pequeño antropoide multiplica rápidamente su destreza y en comparación
el niño resulta lentísimo en la superación de su invalidez originaria. El mono está programado
para arreglárselas sólito como buen mono cuanto antes —es decir, para hacerse pronto adulto—,
pero el bebé en cambio parece diseñado para mantenerse infantil y minusválido el mayor tiempo
posible: cuanto más tiempo dependa vitalmente de su enlace orgánico con los otros, mejor.
Incluso su propio aspecto físico refuerza esta diferencia, al seguir lampiño y rosado junto al
monito cada vez más velludo: como dice el título famoso del libro de Desmond Morris, es un
«mono desnudo», es decir un mono inmaduro, perpetuamente infantilizado, un antropoide
impúber junto al chimpancé que pronto diríase que necesita un buen afeitado... Sin embargo,
paulatina pero inexorablemente los recursos del niño se multiplican en tanto que el mono empieza
a repetirse. El chimpancé hace pronto bien lo que tiene que hacer, pero no tarda demasiado en
completar su repertorio. Por supuesto, sigue esporádicamente aprendiendo algo (sobre todo si
está en cautividad y se lo enseña un humano) pero ya proporciona pocas sorpresas, sobre todo al
lado de la aparentemente inacabable disposición para aprender todo tipo de mañas, desde las
más sencillas a las más sofisticadas, que desarrolla el niño mientras crece. Sucede de vez en
cuando que algún entusiasta se admira ante la habilidad de un chimpancé y lo proclama «más
inteligente que los humanos», olvidando desde luego que si un humano mostrase la misma
destreza pasaría inadvertido y si no mostrase destrezas mayores sería tomado por imbécil
irrecuperable. En una palabra, el chimpancé —como otros mamíferos superiores— madura antes
que el niño humano pero también envejece mucho antes con la más irreversible de las
ancianidades: no ser ya capaz de aprender nada nuevo. En cambio, los individuos de nuestra
especie permanecen hasta el final de sus días inmaduros, tanteantes y falibles pero siempre en
cierto sentido juveniles, es decir, abiertos a nuevos saberes. Al médico que le recomendaba
cuidarse si no quería morir joven, Robert Louis Stevenson le repuso: «¡Ay, doctor, todos los
hombres mueren jóvenes!» Es una profunda y poética verdad. Neotenia significa pues
«plasticidad o disponibilidad juvenil» (los pedagogos hablan de educabilidad) pero también implica
una trama de relaciones necesarias con otros seres humanos.
El niño pasa por dos gestaciones: la primera en el útero materno según determinismos biológicos
y la segunda en la matriz social en que se cría, sometido a variadísimas determinaciones
simbólicas —el lenguaje la primera de todas— y a usos rituales y técnicos propios de su cultura.
La posibilidad de ser humano sólo se realiza efectivamente por medio de los demás, de los
semejantes, es decir de aquellos a los que el niño hará enseguida todo lo posible por parecerse.
Esta disposición mimética, la voluntad de imitar a los congéneres, también existe en los
antropoides pero está multiplicada enormemente en el mono humano: somos ante todo monos de
imitación y es por medio de la imitación por lo que llegamos a ser algo más que monos. Lo
específico de la sociedad humana es que sus miembros no se convierten en modelos para los
más jóvenes de modo accidental, inadvertidamente, sino de forma intencional y conspicua. Los
jóvenes chimpancés se fijan en lo que hacen sus mayores; los niños son obligados por los
mayores a fijarse en lo que hay que hacer. Los adultos humanos reclaman la atención de sus
crías y escenifican ante ellos las maneras de la humanidad, para que las aprendan. De hecho, por
medio de los estímulos de placer o de dolor, prácticamente todo en la sociedad humana tiene una
intención decididamente pedagógica. La comunidad en la que el niño nace implica que se verá
obligado a aprender y también las peculiaridades de ese aprendizaje.
Hace casi ochenta años, en su artículo «The Superorganic» aparecido en American
Anthropologist, lo expuso Alfred L. Kroeber: «La distinción que cuenta entre el animal y el hombre
no es la que se da entre lo físico y lo mental, que no es más que de grado relativo, sino la que hay
entre lo orgánico y lo social... Bach, nacido en el Congo en lugar de en Sajonia, no habría
producido ni el menor fragmento de una coral o una sonata, aunque podemos confiar en que
hubiera superado a sus compatriotas en alguna otra forma de música.» Hay otra diferencia
importante entre la imitación ocasional que practican los antropoides respecto a los adultos de su
grupo —por la que aprenden ciertas destrezas necesarias— y la que podríamos llamar imitación
forzosa a la que los retoños humanos se ven socialmente compelidos. Estriba en algo decisivo
que sólo se da al parecer entre los humanos: la constatación de la ignorancia. Los miembros de la
sociedad humana no sólo saben lo que saben, sino que también perciben y persiguen corregir la
ignorancia de los que aún no saben o de quienes creen saber erróneamente algo. Como señala
Jerome Bruner, un destacado psicólogo americano que ha prestado especial interés al tema
educativo, «la incapacidad de los primates no humanos para adscribir ignorancia o falsas
creencias a sus jóvenes puede explicar su ausencia de esfuerzos pedagógicos, porque sólo
cuando se reconocen esos estados se intenta corregir la deficiencia por medio de la
demostración, la explicación o la discusión. Incluso los más "culturizados" chimpancés muestran
poco o nada de esta atribución que conduce a la actividad educativa». Y concluye: «Si no hay
atribución de ignorancia, tampoco habrá esfuerzo por enseñar.» Es decir que para
rentabilizar de modo pedagógicamente estimulante lo que uno sabe hay que comprender también
que otro no lo sabe... y que consideramos deseable que lo sepa. La enseñanza voluntaria y
decidida no se origina en la constatación de conocimientos compartidos sino en la evidencia de
que hay semejantes que aún no los comparten. Por medio de los procesos educativos el grupo
social intenta remediar la ignorancia amnésica (Platón dixit) con la que naturalmente todos
venimos al mundo. Donde se da por descontado que todo el mundo sabe, o que cada cual sabrá
lo que le conviene, o que da lo mismo saber que ignorar, no puede haber educación... ni por tanto
verdadera humanidad.
Ser humano consiste en la vocación de compartir lo que ya sabemos entre todos, enseñando a
los recién llegados al grupo cuanto deben conocer para hacerse socialmente válidos. Enseñar es
siempre enseñar al que no sabe y quien no indaga, constata y deplora la ignorancia ajena no
puede ser maestro, por mucho que sepa. Repito: tan crucial en la dialéctica del aprendizaje es lo
que saben los que enseñan como lo que aún no saben los que deben aprender. Éste es un punto
importante que debemos tener en cuenta cuando más adelante tratemos de los exámenes y de
otras pruebas a menudo plausiblemente denostadas que pretenden establecer el nivel de
conocimientos de los aprendices. El proceso educativo puede ser informal (a través de los padres
o de cualquier adulto dispuesto a dar lecciones) o formal, es decir efectuado por una persona o
grupo de personas socialmente designadas para ello. La primera titulación requerida para poder
enseñar, formal o informalmente y en cualquier tipo de sociedad, es haber vivido: la veteranía
siempre es un grado. De aquí proviene sin duda la indudable presión evolutiva hacia la
supervivencia de ancianos en las sociedades humanas. Los grupos con mayor índice de
supervivencia siempre han debido ser los más capaces de educar y preparar bien a sus miembros
jóvenes: estos grupos han tenido que contar con ancianos (¿treinta, cincuenta años?) que
conviviesen el mayor tiempo posible con los niños, para ir enseñándoles. Y también la selección
evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se daban mejores relaciones entre
viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La supervivencia biológica del individuo
justifica la cohesión familiar pero probablemente ha sido la necesidad de educar la causante de
lazos sociales que van más allá del núcleo procreador.
… Si la cultura puede definirse, al modo de Jean Rostand, como «lo que el hombre añade al
hombre», la educación es el acuñamiento efectivo de lo humano allí donde sólo existe como
posibilidad. Antes de ser educado no hay en el niño ninguna personalidad propia que la
enseñanza avasalle sino sólo una serie de disposiciones genéricas fruto del azar biológico: a
través del aprendizaje (no sólo sometiéndose a él sino también rebelándose contra él e innovando
a partir de él) se fraguará su identidad personal irrepetible. Por supuesto, se trata de una forma de
condicionamiento pero que no pone fin a cualquier prístina libertad originaria sino que posibilita
precisamente la eclosión eficaz de lo que humanamente llamamos libertad. La peor de las
educaciones potencia la humanidad del sujeto con su condicionamiento, mientras que un ilusorio
limbo silvestre incondicionado no haría más que bloquearla indefinidamente. Según señaló el
psicoanalista y antropólogo Géza Roheim, «es una paradoja intentar conocer la naturaleza
humana no condicionada pues la esencia de la naturaleza humana es estar condicionada». De
aquí la importancia de reflexionar sobre el mejor modo de tal condicionamiento. El hombre llega a
serlo a través del aprendizaje. Pero ese aprendizaje humanizador tiene un rasgo distintivo que es
lo que más cuenta de él. Si el hombre fuese solamente un animal que aprende, podría bastarle
aprender de su propia experiencia y del trato con las cosas. Sería un proceso muy largo que
obligaría a cada ser humano a empezar prácticamente desde cero, pero en todo caso no hay
nada imposible en ello. De hecho, buena parte de nuestros conocimientos más elementales los
adquirimos de esa forma, a base de frotarnos grata o dolorosamente con las realidades del
mundo que nos rodea. Pero si no tuviésemos otro modo de aprendizaje, aunque quizá lográramos
sobrevivir físicamente todavía nos iba a faltar lo que de específicamente humanizador tiene el
proceso educativo. Porque lo propio del hombre no es tanto el mero aprender como el aprender
de otros hombres, ser enseñado por ellos. Nuestro maestro no es el mundo, las cosas, los
sucesos naturales, ni siquiera ese conjunto de técnicas y rituales que llamamos «cultura» sino la
vinculación intersubjetiva con otras conciencias.
En su choza de la playa, Tarzán quizá puede aprender a leer por sí solo y ponerse al día en
historia, geografía o matemáticas utilizando la biblioteca de sus padres muertos, pero sigue sin
haber recibido una educación humana que no obtendrá hasta conocer mucho después a Jane, a
los watuzi y demás humanos que se le acercarán... a la Chita callando. Éste es un punto esencial,
que a veces el entusiasmo por la cultura como acumulación de saberes (o por cada cultura como
supuesta «identidad colectiva») tiende a pasar por alto. Algunos antropólogos perspicaces han
corregido este énfasis, como hace Michael Carrithers: «Sostengo que los individuos
interrelacionándose y el carácter interactivo de la vida social son ligeramente más importantes,
más verdaderos, que esos objetos que denominamos cultura. Según la teoría cultural, las
personas hacen cosas en razón de su cultura; según la teoría de la sociabilidad, las personas
hacen cosas con, para y en relación con los demás, utilizando medios que podemos describir, si
lo deseamos, como culturales.» El destino de cada humano no es la cultura, ni siquiera
estrictamente la sociedad en cuanto institución, sino los semejantes. Y precisamente la lección
fundamental de la educación no puede venir más que a corroborar este punto básico y debe partir
de él para transmitir los saberes humanamente relevantes. Por decirlo de una vez: el hecho de
enseñar a nuestros semejantes y de aprender de nuestros semejantes es más importante para el
establecimiento de nuestra humanidad que cualquiera de los conocimientos concretos que así se
perpetúan o transmiten.
De las cosas podemos aprender efectos o modos de funcionamiento, tal como el chimpancé
despierto —tras diversos tanteos— atina a empalmar dos cañas para alcanzar el racimo de
plátanos que pende del techo; pero del comercio intersubjetivo con los semejantes aprendemos
significados. Y también todo el debate y la negociación interpersonal que establece la vigencia
siempre movediza de los significados. La vida humana consiste en habitar un mundo en el que las
cosas no sólo son lo que son sino que también significan; pero lo más humano de todo es
comprender qué, si bien lo que sea la realidad no depende de nosotros, lo que la realidad significa
sí resulta competencia, problema y en cierta medida opción nuestra. Y por «significado» no hay
que entender una cualidad misteriosa de las cosas en sí mismas sino la forma mental que les
damos los humanos para relacionarnos unos con otros por medio de ellas. Puede aprenderse
mucho sobre lo que nos rodea sin que nadie nos lo enseñe ni directa ni indirectamente
(adquirimos gran parte de nuestros conocimientos más funcionales así), pero en cambio la llave
para entrar en el jardín simbólico de los significados siempre tenemos que pedírsela a nuestros
semejantes. De aquí el profundo error actual (bien comentado por Jerome Bruner en la obra antes
citada) de homologar la dialéctica educativa con el sistema por el que se programa la información
de los ordenadores.
No es lo mismo procesar información que comprender significados.…Porque el significado es lo
que yo no puedo inventar, adquirir ni sostener en aislamiento sino que depende de la mente de
los otros: es decir, de la capacidad de participar en la mente de los otros en que consiste mi
propia existencia como ser mental. La verdadera educación no sólo consiste en enseñar a pensar
sino también en aprender a pensar sobre lo que se piensa y este momento reflexivo —el que con
mayor nitidez marca nuestro salto evolutivo respecto a otras especies— exige constatar nuestra
pertenencia a una comunidad de criaturas pensantes. Todo puede ser privado e inefable —
sensaciones, pulsiones, deseos...— menos aquello que nos hace partícipes de un universo
simbólico y a lo que llamamos «humanidad». En sus lúcidas Reflexiones sobre la educación, Kant
constata el hecho de que la educación nos viene siempre de otros seres humanos («hay que
hacer notar que el hombre sólo es educado por hombres y por hombres que a su vez fueron
educados») y señala las limitaciones que derivan de tal magisterio: las carencias de los que
instruyen reducen las posibilidades de perfectibilidad por vía educativa de sus alumnos… La
realidad de nuestros semejantes implica que todos protagonizamos el mismo cuento: ellos
cuentan para nosotros, nos cuentan cosas y con su escucha hacen significativo el cuento que
nosotros también vamos contando... Nadie es sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que
siempre se es sujeto entre sujetos: el sentido de la vida humana no es un monólogo sino que
proviene del intercambio de sentidos, de la polifonía coral. (Savater 1997)
INSTITUCIÒN EDUCATIVA DEPARTAMENTAL RURAL DE MEDIALUNA
AREA DE FILOSOFÍA. SEMANA # 9, del 14 de julio al 12 de agosto de 2021
Estudiante: Grado: 11A-
TALLER A DESARROLLAR
OBSERVACIONES: Se anularán los trabajos que sean copias de
trabajos de otros estudiantes.
ACTIVIDADES
3. Defina con sus propias palabras, el significado que ofrece el texto de la neotenia