Obra Enfermo Imaginario
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PROYECTO DE TEATRO
GRADOS: SEXTOS Y SÉPTIMOS
GRUPO: BASE
ANTONIA. Ya voy.
ARGAN (Furioso) -¡Traidora! Hace una hora que me has abandonado.
ANTONIA. - ¡Ay!
ARGAN. - ¡Calla, granuja, y déjame que te reprenda! ¡Abandonarme así!
ANTONIA. - Si continuáis regañándome, lloro.
ARGAN. ¡Pues si quieres llorar, pues llora! Bastante tengo con mi enfermedad y con mis
medicamentos.
ANTONIA.. Quisiera yo saber qué enfermedad es la vuestra, que necesita de tantos
remedios?
ARGAN. - ¡Calla, ignorante! ¿Quién eres tú para, criticar las prescripciones de la
medicina?. . . Ve a llamar a mi hija Angélica, que tengo que hablarle.
_____
ANTONIA.- Aquí viene. Parece que ha adivinado vuestros deseos.
ARGAN (Sentándose). Hija mía, te voy a dar una noticia que seguramente te tomará de
nuevas. Me han pedido tu mano. ¿Qué es eso?... ¿Te ríes? Bien mirado, no puede
imaginarse noticia más halagüeña para una joven... ¡Oh, naturaleza! Ya veo bien claro que
no tengo para qué preguntarte si te quieres casar.
ANGÉLICA. - Mi único deseo es obedeceros, padre mío.
ARGAN. -Me complace esa sumisión. Hemos ultimado el asunto y ya estás prometida.
ANGÉLICA. -Acataré a ojos cerrados vuestra voluntad, padre mío.
ARGAN. -Tu madrastra pretendía que tú y Luisa, hermana menor, entrarais en un
convento. Desde hace tiempo ese era su propósito. Por lo cual se negaba al ahora a
autorizar este matrimonio; pero he logrado reducirla y dar mi palabra.
ANGÉLICA. -¡Cuánto tengo que agradecer a vuestras bondades, padre mío!
ANTONIA. -Seguramente, ésta es la acción más cuerda de vuestra vida.
ARGAN. -Aun no conozco a tu futuro; pero me afirman que quedaré satisfecho y tú
también.
ANGÉLICA. -Seguramente, padre mío.
ARGAN. -¿Cómo? ¿Tú le has visto?
ANGÉLICA. -Puesto que vuestro consentimiento me autoriza a abriros mi corazón, no os
ocultaré que hace seis días el azar nos puso frente a frente, y que la petición que os han
hecho es consecuencia de una inclinación mutua, experimentada desde el primer instante.
ARGAN. -No me habían dicho nada, pero me alegro, porque más vale que sea así. Según
parece, se trata de un buen mozo.
ARGAN. –Muy buen mozo, digno, juicioso, honrado y habla el latín y el griego a
maravilla.; además dentro de tres días será recibido de médico.
ANGÉLICA. Y cómo sabes todo esto?
ARGAN. –me ha contado el señor Purgón porque es su sobrino.
ANGÉLICA. -¿Cleonte es sobrino de Purgon?
ARGAN. -¿Quién es ese Cleonte? Hablamos del joven que ha pedido tu mano.
ANGÉLICA. -¡Claro!
ARGAN. -Que es sobrino del señor Purgon e hijo de su cuñado, el señor Diafoirus, médico
también. Ese joven se llama Tomás: Tomás Diafoirus, y no Cleonte. Con él es con quien
hemos acordado esta mañana tu boda, entre el señor Purgon, Fleurant y yo. Mañana mismo
vendrá el padre a hacer la presentación de tu futuro. Pero ¡qué es eso?
¿Por qué pones esa cara de asombro?
ANGÉLICA. -Porque vos hablabais de una persona y yo me refería a otra.
ANTONIA. -¡Eso es una burla! Teniendo la fortuna que teneís, ¡seríais capaz de casar a
vuestra hija con un médico?
ARGAN. -¿Quién te mete a ti donde no te llaman, imprudente?
ANGÉLICA. Calma padre.
ARGAN. -La razón de que, encontrándome enfermo -porque yo estoy enfermo-, quiero
tener un hijo médico, pariente de médicos, para que entre todos busquen remedios a mi
enfermedad. Quiero tener en mi familia el manantial de recursos que me es tan necesario;
quien me observe y me recete.
ANTONIA. -, ¿es verdad que estáis enfermo?
ARGAN. -¡Cómo , granuja! ¿Qué si estoy enfermo?... ¿Si estoy malo, insolente?
ANTONIA. - No vayamos a pelearnos por eso. Estáis muy malo, lo reconozco; mucho más
malo de lo que os podéis figurar, estamos de acuerdo. Pero vuestra hija, al casarse, debe
tener un marido para ella, y estando buena y sana, ¿qué necesidad hay de casarla con un
médico?
ARGAN. -Si el médico es para mí. Una buena hija debe sentirse dichosa casándose con un
hombre que pueda ser útil a la salud de su padre.
ANTONIA. -Vuestra hija, que no quiere oír hablar del señor Diafoirus, ni de su hijo, ni de
ninguno de los Diafoirus que andan por el mundo.
ARGAN. -Pues yo sí. Además, esa boda es un gran partido. El señor Diafoirus no tiene
más hijo ni heredero que ese; y el señor Purgon, que es soltero, lega en favor de ese
matrimonio sus ocho mil duros de renta.
ANTONIA. - yo insisto, y os lo vuelvo a repetir, en que le busquéis otro marido. No nació
vuestra hija para ser la señora de Diafoirus.
ARGAN. -¡Pues yo quiero que lo sea! -¡ y que piensen lo que quieran; pero ella ha de
cumplir la palabra que yo he dado o la meteré en un convento!
ANTONIA. -Que no la meteréis en ningún convento.
ARGAN. -¡Esto sí que tiene gracia! De manera que, queriéndolo yo mismo, no meteré a mi
hija en un convento.
ANTONIA. -Vos, que no podréis tener tan mal corazón.
ARGAN. -¡Pues lo tendré!¡Yo no soy bueno, y seré malo, cuando me dé la gana! Y Le
ordeno, terminantemente, que se disponga a casarse con quien yo le diga.
ANTONIA. -Pues yo le prohibo en absoluto que lo haga y No consentiré jamás en ese
matrimonio.
ARGAN. -Pero, ¿en qué país vivimos? ¿Qué audacia es ésta de atreverse una pícara de
sirvienta a hablar de ese modo a su amo?-¡Angélica, sujétame a esa pícara!
ANGÉLICA. -¡Vamos, padre, que os vais a poner malo!
ARGAN (Dejándose caer en un sillón, rendido de correr tras ella.) -¡Ay, no puedo más!...
¡Esto me costará la vida!
____
ARGAN. -¡Esposa mía , acércate! -¡Socórreme!
BELISA. -¿Qué tienes, pobrecito mío? ¿Qué es lo que te pasa, hijito mío?
ARGAN. -Me han encolerizado. ¡Esa pillastre de Antonia, que cada día es más insolente!.
Hace una hora que me lleva la contraria en todos mis propósitos. -¡Y ha tenido la avilantez
de decirme no estoy enfermo!
BELISA. -¡Qué impertinencia!
ARGAN. -Esa pícara será la causa de mi muerte, amor mío.
BELISA. -Por Dios, hijo mío; no hay sirviente que no tenga defectos, y muchas veces hay
que soportarles lo malo en gracia de lo bueno. Esta es hábil, cuidadosa, diligente y, sobre
todo, fiel. Ya sabes cuántas precauciones hay que tomar antes de admitir gente nueva.
ARGAN. -¡La muy traidora no quiere que case a Angélica con el sobrino del señor
Diafoirus. Le dije que si mi hija no acepta ese matrimonio, la meteré en un convento.
BELISA. -No hay motivos para que se enfades por eso; me parece que tienes razón.
ARGAN. -¡Gracias por comprenderme y apoyarme en todo chacha mía.-Para recompensar
tanta amorosa solicitud, ya te he dicho, corazón mío, que deseo hacer el testamento.
BELISA. -¡Ay, querido mío; te ruego que no hablemos de eso! De tal modo me horroriza
esa idea, que la sola palabra testamento me hace estremecer de angustia.
ARGAN. -Te dije que llamaras a tu notario.
BELISA. -Vino conmigo, aquí afuera está conmigo. Ya mismo le digo que siga.
_____
ARGAN. -Adelante, señor Bonafé. Tomad asiento, si os place... Necesito hacer mi
testamento, heredarle mis bienes a mi querida esposa y saltarme por encima de los derechos
de mis hijos. Le pagare veinte mil francos en oro y dos letras.
NOTARIO: Está complicado porque ella no es tu legítima esposa pero haré todo lo
posible para redactarle hoy mismo el testamento.
______
ANTONIA. -Señor...Señor, señor. Hay ahí un hombre que quiere hablar con usted, dice
que es Cleonte.
ARGAN. -Que pase.
CLEONTE. -Señor... -Celebro el encontraros levantado y ver que estáis mejor.
ARGAN: Aparentemente me miras mejor, pero yo estoy muy enfermo.
CLEONTE. -Lo lamento, señor... Yo venía de parte del maestro de música de vuestra hija,
que se ha visto precisado a marchar al campo por unos días; y, como tenemos una gran
amistad, me ha rogado que continuase las lecciones, temeroso de que, al interrumpirlas,
pueda olvidar vuestra hija lo que ya ha aprendido.
ARGAN. -Perfectamente. Antonia Llama a Angélica.
ANTONIA: Angélica, Angélica.
ARGAN. -Ven acá, hija mía. Tu maestro de música ha tenido que ausentarse y envía a este
amigo en su lugar.
ANGÉLICA. -¡Cielos!
ARGAN.- ¿Qué es eso? ¿De qué te sorprendes?
ANGÉLICA. -Esta misma noche, soñando, me encontraba en el trance más arriesgado, y,
de improviso, apareció un caballero enteramente idéntico a este señor. Yo le pedí socorro y
él, acudiendo en mi ayuda, me libertó del peligro. Figuraos mi sorpresa al encontrar ahora
aquí a la persona con quien he estado soñando toda la noche.
CLEONTE. -Feliz ocurrencia la de ocupar vuestro pensamiento, ya en sueños ya en
vigilia; pero mi dicha sería mucho mayor si al encontraros en verdadero trance me juzgarais
digno de socorreros. No habría peligro al que no me arriesgara...
ANTONIA. Siento interrumpirlos, pero ha llegado el señor Diafoirus y un acompañante.
ARGAN – Es un gusto tenerlos por estos lugares. Me disculpan que me encuentre así, pero
ustedes ya saben que estoy muy enfermo.
DIAFOIRUS. –No os preocupéis. Nuestra presencia debe proporcionar alivio y no
incomodidad al enfermo.
TOMÁS. -Señor: Aquí llego a saludar, reconocer, amar y reverenciar a un segundo padre.
Pero a un segundo padre al cual, me atrevo a declararlo, soy más deudor que al primero. El
primero me ha engendrado; vos me habéis elegido. Aquél me acogió por obligación; vos
me adoptáis graciosamente. Lo que recibí del primero fué obra de la materia; lo que de vos
recibo es acto de la voluntad; y por ser las facultades espirituales tan superiores a las
materiales, tanto más os debo y tanto más aprecio esta futura unión, por la cual vengo ahora
a expresaros anticipadamente mis más humildes y rendidos respetos.
ARGAN. Me honráis con tus palabras. Te presento a mi hija Angélica.
TOMAS. Señorita, le deposito en el altar de vuestros encantos la ofrenda de este corazón,
que ni alienta ni ambiciona otra gloria que la de ser, mientras viva, vuestro muy humilde,
muy obediente y muy fiel servidor y marido.
DIAFOIRUS. -Señor: No es porque sea mi hijo, pero tengo motivos sobrados para estar
orgulloso. Todo el que le conoce habla de él como de un joven que siempre se ha guiado de
mi ejemplo, sigue ciegamente los principios de la escuela antigua y sus valores son
excepcionales. Por lo demás, en lo que respecta a las cualidades que se requieren para el
matrimonio y la propagación de la especie, puedo aseguraros que, según las reglas del arte,
está a pedir de boca; posee en un grado loable la virtud prolífica, y su temperamento es
justamente el que se requiere para engendrar y procrear hijos fuertes.
ARGAN. -¿Y no entra en vuestros cálculos el irlo introduciendo en la corte y obtenerle una
plaza de médico?
DIAFOIRUS. -Si he de deciros la verdad, nuestra profesión al lado de esa gente grande es
muy desairada. Yo he preferido siempre vivir del público. Es más cómodo, más
independiente y de menos responsabilidad, porque nadie viene a pedirnos cuentas; y con tal
que se observen las reglas del arte, no hay que inquietarse por los resultados. En cambio,
asistiendo a esos señorones, siempre se está en vilo, porque apenas caen enfermos quieren
decididamente que el médico los cure.
ARGAN. -Vamos, hija mía. Enlaza tu mano a la del señor y dale tu palabra de esposa.
ANGÉLICA. -¡Padre!- Os ruego, por favor, que no precipitéis las cosas.
Concedednos el tiempo necesario para que nos lleguemos a conocer y para que nazca entre
nosotros la inclinación indispensable en toda unión.
TOMÁS. -En mí ya nació, señorita, y por mi parte no hay nada que aguardar.
ANGÉLICA. -Si vos sois tan súbito, a mi no me sucede lo mismo; y os confieso que
vuestros méritos aún no han logrado hacer una gran impresión en mi alma.
ARGAN. -¡Bah, bah! Todo esto vendrá con el matrimonio.
TOMÁS. -Señorita, las antiguas historias nos cuentan que era costumbre raptar de la casa
paterna a la joven con la cual se iba a contraer matrimonio, precisamente para que no
pareciera que se entregaba voluntariamente en brazos de un hombre.
ANGÉLICA. -Los antiguos, señor, eran los antiguos, y nosotros somos gentes de ahora; de
una época en que no son necesarios esos subterfugios, porque cuando un marido nos agrada
sabemos aproximarnos a él sin que se nos obligue. Tened, pues, paciencia, y si me amáis,
mis deseos deben ser también vuestros.
TOMÁS. -Siempre que no se opongan a las intenciones de mi amor.
ANGÉLICA. -Y ¿qué mayor prueba de amor que la de someterse
a la voluntad de quien se ama?
BELISA. -Acaso haya por medio otra inclinación.
ANGÉLICA. -Si la hubiera, sería de tal naturaleza que la razón y la honestidad podrían
autorizarla.
ARGAN. -¡Por lo visto, yo no soy más que un monigote!
BELISA. -Yo, en tu caso, esposo mío, no la obligaría a casarse, y...ya sabría yo lo que
hacer con ella, porque claramente se mira que ella quiere elegir un marido a su gusto y no
cumplirá su sumisón.
ANGÉLICA. -Comprendo lo que queréis decir, señora, y conozco vuestras caritativas
intenciones respecto a mí; pero acaso vuestros deseos no se realicen. Lo único que pido es
que no me obliguen a casarme con quien no puedo amar.
ARGAN. -Perdonad esta escena, señores.
BELISA. -¡Eres de una estupidez insoportable!
ANGÉLICA. -Todo cuanto digáis será inútil, porque no he de abandonar mi discreción; y
para que no os quede la esperanza de lograrlo, me voy.
ARGAN -Escúchame bien: o te casas con el señor dentro de cuatro días o entras en un
convento.
DIAFOIRUS. -Con vuestro permiso nos retiramos.
ARGAN. -Antes os ruego que me digáis cómo estoy.
DIAFOIRUS (Tomándole el pulso.) Vamos, Tomás, tómale la otra mano y veamos si
sabes hacer un diagnóstico por el pulso. ¿Quid dicis?
TOMÁS. -Dijo que el pulso del señor es el pulso de un hombre que no está bueno. Está
agitado. -Lo cual produce una intemperancia en el parénquima esplénico; es decir, en el
bazo.
ARGAN. -No. Purgon dice que mi enfermedad está en el hígado.
DIAFOIRUS. -¡Claro! Quien dice parénquima, lo mismo dice hígado que bazo, a causa de
la estrecha simpatía que los une, ya por el vaso breve, por el píloro y, frecuentemente, por
los conductos colido- cos. Os habrá prescripto, sin duda, que comáis mucho asado.
ARGAN. -Hasta la vista, señores.
____
BELISA. -Hijo mío, vengo, antes de marcharme, a prevenirte una cosa. Ahora mismo, al
pasar por delante de su alcoba, he visto a Angélica con un hombre que ha huido al verme.
ARGAN. -¡Mi hija con un hombre!
BELISA. -Sí. Luisa estaba con ellos y te lo podrá contar todo.
ARGAN. -Mándamela aquí, amor mío. ¡La muy sinvergüenza!...¡Ahora me explico su
negativa!
LUISA. -¿Qué queréis, papá?
ARGAN. -Ven acá. Acércate. Levanta los ojos y mírame a la cara. ¿A ver?
LUISA. -¿Qué, papá?
ARGAN. -¿No tienes nada que contarme?
LUISA. -No, papá.
ARGAN. -¿No?
LUISA. -No, papá.
ARGAN. -¿Seguro?
LUISA. -Seguro.
ARGAN. -¡Farsante!... ¿No quieres decirme que has visto a un hombre en la alcoba de tu
hermana?
LUISA. -¡Papá!
ARGAN. -Yo te enseñaré a mentir ( coge una garrote)
LUISA. -(Echándose a los pies de su padre.) Perdón, papá, perdón. Mi hermana me rogó
que no os dijera nada; pero yo os lo contaré todo.
ARGAN. -Primero te tengo que azotar por haberme mentido; después, ya veremos.
LUISA. -¡Perdón, papá!¡Por Dios, papá! Me habéis herido!... ¡Me muero! (Cae, haciéndose
la muerta.)
ARGAN. -¿ Qué es esto?... ¡Luisa!... ¡Luisa!... ¡Dios mío! ¡Luisa, hija mía!.. ¡Ah,
desventurado, que acabas de matar a tu hija! ¿Qué has hecho, miserable? ¡Malditas
disciplinas!... ¡Hija mía, Luisa!
LUISA. -No lloréis, papá, que no estoy muerta del todo. Debo contarte lo sucedido pero no
le digáis a mi hermana que yo os he contado.
ARGAN. -No.
LUISA. -Pues estando yo en el cuarto de Angélica ha llegado un hombre, el maestro de
canto; mi hermana le dijo que se vaya, pero él no quiso marcharse, se arrodillo y empezó a
decir que la amaba, que era la criatura más bella del mundo y beso sus manos; hasta que
miro a mi madrastra y salió huyendo
ARGAN. Márchate.
_____
ANTONIA: Señor ha llegado a buscarle Beraldo.
ARGAN. Tengo una debilidad y un decaimiento increíble, pero que siga.
BERALDO. – Buen día hermano. Necesito hablarte de mi sobrina Angélica. Te propongo
un gran partido para ella.
ARGAN. -(Exaltado y levantándose del sillón.) ¡No me hables de esa bribona!... ¡Es una
pícara, impertinente y desvergonzada, a la que encerraré en un convento antes de cuarenta y
ocho horas!
BERALDO. -¿Cómo es que teniendo una buena fortuna y una sola hija -porque la otra es
aún muy pequeña- quieres encerrarla en un convento?
ARGAN. -Porque, siendo yo el cabeza de familia, puedo hacer con ella lo que me dé la
gana.
BERALDO. -Y ¿no obedecerá más bien a deseos de tu mujer? ¿No es ella la que te
aconseja que te separes de tus hijas? Claro está que ella lo hace con la mejor intención y
con el deseo de que sean dos excelentes religiosas.
ARGAN. -¡Ya apareció aquello! Ya salió a relucir esa pobre mujer, a la que no puede ver
nadie y a la que se culpa de todo.
BERALDO. -No es eso. No hablemos más de ella; ella es una mujer bonísima, animada de
las mejores intenciones para los tuyos, llena de desinterés, que te ama tiernamente y que ha
demostrado un afecto inconcebible hacia tus hijos; todo eso es exacto. No hablemos más de
ella, y volvamos a tratar de tu hija. ¿Cuál es tu intención al desear casarla con el hijo de un
médico?
ARGAN. -Tener el yerno que necesito.
BERALDO. -Pero el marido ¿es para ella o para ti?
ARGAN. -Para los dos; quiero tener en la familia las personas que me son necesarias.
BERALDO. -Según eso, si Luisa fuera mayor la casarías con un farmacéutico.
ARGAN. -¿Y por qué no?
BERALDO. -Pero ¿es posible que te emperres en vivir zarandeado por médicos y
boticarios y que quieras estar enfermo en contra de la opinión de todos y de tu misma
naturaleza?
ARGAN. -¿Qué me quieres decir con eso?
BERALDO. -Quiero decirte que no conozco hombre más sano que tú y que no quisiera
más que tener una constitución como la tuya.
ARGAN. -Seamos razonables, hermano mío... ¿Tú no crees en la medicina?
BERALDO. -No. Ni veo la necesidad de creer en ella para estar sano.Tus grandes médicos
tienen dos personalidades: si los oyes hablar, es la gente más lista del mundo; pero si los
ves hacer, no hay hombres más ignorantes que ellos. Para tu cura te tengo la solución,
llevarte ver una comedia de Molière precisamente sobre este tema.
ARGAN. -¡Valiente impertinente está el tal Molière!... ¡Me parece de muy mal gusto hacer
chacota de gente tan respetable como los médicos!
BERALDO. -No es de los médicos, sino de lo ridículo de la medicina. Mejor cambiemos
de conversación... Respecto a lo de tu hija, no está bien que por un ligero altercado tomes
una resolución tan violenta como la de encerrarla en un convento. Al elegirles un marido no
debemos obedecer ciegamente al mandato de nuestros prejuicios; debemos conceder algo a
la inclinación de nuestras hijas, puesto que de eso depende la felicidad de una unión que ha
de durar toda la vida.
ANTONIA: Señor, acaba de llegar Fleurant con las lavativas.
ARGAN. Que siga, solo son unos ligeros lavados.
BERARLO . -¡Vaya una broma! ¿ Pero es que no puedes pasar un momento sin lavados y
sin medicinas? ¡Deja eso para otra ocasión y estate aquí tranquilo!
FLEURANT (A Beraldo.) -¿Quién sois vos para oponeros a las prescripciones de la
medicina e impedir que el señor tome su ayuda? ¡Es un atrevimiento bastante necio!
ARGAN. -¡Tú, tendrás la culpa del desastre que se me avecina!
BERALDO. -¿Desastre por no tomar la ayuda recetada por Purgon?...
ARGAN. -Conseguirás sacarme de mis casillas. ¡Ojalá tuvieras tú lo que yo tengo; ya
veríamos si entonces te burlabas como ahora! ¡Ah!
Aquí viene el señor Purgon.
PURGON. –Buen día, Abajo, acaban de comunicarme muy sabrosas nuevas. Me han
dicho que hay aquí quien se burla de mis prescripciones y que se han dejado de tomar los
remedios que yo había ordenado.
ANTONIA. -¡Eso es espantoso!
PURGON. -¡Una ayuda que yo mismo me había tomado el trabajo de preparar! Y ha sido
rechazada despreciativamente!
ARGAN. -¡Yo no he sido! Ha sido mi hermano el causante de todo.
PURGON. -No quiero más trato con vos. Y para que no quede lazo alguno entre nosotros,
ved lo que hago con la donación que mi sobrino, deseoso de favorecer el proyectado
matrimonio.
ARGAN. -¡Yo no he tenido la culpa! Dios mío! Señor Purgon!
ARGAN. -¡Ay, Dios mío, estoy muerto!... ¡Me has matado, hermano! No puedo más! ¡Ya
siento la venganza de la medicina!
BERALDO. -Tú estás loco, y, por muchas razones, no quisiera que te vieran de este modo.
Tranquilízate un poco, te lo ruego; vuelve en ti y no te dejes llevar de la imaginación.
Habrá que convencerse de que eres un maniático que lo ve todo de un modo extravagante.
ANTONIA. Señor lo buscan, dice que es un médico, pero esta vez no sé quién es.
ARGAN. -Hazle pasar.
ANTONIA.( Vestida de médico) -¡Señor!... Permitid que venga a visitaros y a ofreceros
mis humildes servicios para todas las sangrías y lavativas de que tengáis necesidad.
ARGAN. -Muy agradecido, señor. ¡Juraría que es Antonia en persona!
BERALDO. -La semejanza es muy grande; pero no es la primera vez que esto se ha visto,
y la historia está llena de casos semejantes. Son caprichos de la Naturaleza.
ANTONIA. ¿Quién es vuestro médico?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANTONIA. -En mis anotaciones sobre las eminencias médicas no figura ese nombre.
Según él, ¿qué enfermedad tenéis?
ARGAN. -El dice que es el hígado; pero otros afirman que el bazo.
ANTONIA. -Son unos ignorantes. Vuestro padecimiento está en el pulmón.
Para ello te recomiendo beber vino puro y comer buey viejo, cerdo cebado, queso de
Holanda, harina de arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar.
ARGAN. -¡Cuánto os lo agradeceré!
ANTONIA. -¿Qué demonios hacéis con ese brazo, con ese ojo derecho? Si yo estuviera en
vuestro pellejo, ahora mismo me haría cortar ese brazo y quitar ese ojo.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -¿No estáis viendo que ellos se llevan para sí todo el alimento y no deja que se
nutra el otro?
ARGAN. -Sí, pero si ellos me hacen falta...
ANTONIA. -Adiós, siento teneros que dejar tan pronto, pero debo asistir a una consulta
interesantísima que tenemos ahora sobre un hombre que murió ayer.
ARGAN. -¿Sobre un hombre que murió ayer?
ANTONIA. -Sí. Vamos a estudiar qué es lo que se debía haber hecho para curarlo. Hasta la
vista. (Sale.)
BERALDO. -Parece muy inteligente este médico.
ARGAN. -Demasiado radical.¡Eso de cortarme un brazo y de saltarme un ojo para que el
otro vea mejor!... Prefiero que sigan como están. ¡Bonito remedio, dejarme manco y tuerto!
BERALDO. -Ahora, querido hermano, puesto que el señor Purgon ha tarifado contigo,
¿quieres que hablemos de la colocación de tu hija?
ARGAN. -No. Estoy decidido a meterla en un convento por haberse opuesto a mi voluntad.
Veo claramente que hay unos amoríos de por medio, y ella no lo sabe, pero he tenido
conocimiento de cierta entrevista secreta...He resuelto que sea religiosa.
BERALDO. -¿Deseas complacer a alguien?
ARGAN. -Ya sé por dónde vas. Como le tienes ojeriza, crees que es mi mujer...
BERALDO. -Sí. Y puesto que es mejor hablar a cara descubierta, te confieso que es a tu
mujer a quien aludo. Tan intolerable como tu obstinación en las enfermedades es la
obcecación que padeces por ella, hasta el extremo de no ver los lazos que te tiende.
ANTONIA. Pero ella lo ama, lo cuida y lo respeta. Si usted desea señor Argan, podemos
hacer algo para que su hermano se convenza de ello.
ARGAN. Pero cómo?
ANTONIA. La señora volverá dentro de un instante, tumbaos ahí, haciéndoos el muerto, y
veréis su desolación cuando yo le dé la noticia. Y tú Beraldo te escondes para que ella no te
vea.
ARGAN. -Muy bien pensado.
BERALDO. Rápido que ya va llegando.
____
ANTONIA (Llorando). -¡Ay, Dios mío, qué desgracia tan grande!
BELISA. -¿Qué es eso, Antonia? Qué pasa?
ANTONIA. -¡Vuestro esposo ha muerto!
BELISA. -¿Estás segura?
ANTONIA. -¡Y tan segura!... Todavía no conoce nadie el accidente, porque estaba yo sola;
ha muerto en mis brazos... Vedle, vedle difunto.
BELISA. -¡Loado sea Dios, y qué carga más pesada se me quita de encima!... Pero ¿a qué
viene el afligirse de ese modo?
ANTONIA. -Yo creía que había que llorar.
BELISA. -¡No vale la pena, que no es tan gran cosa lo que se ha perdido! ¿Quieres decirme
para qué servía este hombre?... Para molestar a todo el mundo con sus lavativas y sus
drogas. Siempre sucio, tosiendo, estornudando y moqueando a cada instante; agrio,
enojoso, de mal humor y no dejando vivir a nadie ni de día ni de noche...
Ahora es preciso que secundes mis planes, que yo te compensaré si me ayudas. Puesto que,
afortunadamente, todavía no conoce nadie la noticia, vamos a llevarle a su cama y a ocultar
su muerte hasta que yo haya terminado lo que me interesa. Hay dinero y
papeles de los que quiero apoderarme, porque creo que es razón que yo los disfrute,
habiéndole sacrificado los mejores años de mi vida. Ven acá. Primero cojamos las llaves.
ARGAN (Incorporándose bruscamente). -¡Poco a poco! Era ésta vuestra manera de amar,
señora esposa? ( Belisa se marcha).
BERALDO (Saliendo de su escondite). -¿Te has convencido?
ANTONIA. -¿Quién iba a pensar esto? Pero aquí llega vuestra hija; volveos a tender y
veamos cómo recibe la noticia de vuestra muerte.
ANTONIA (Llorando). -¡Dios mío, qué desgracia!... ¡Qué día más desdichado!
ANGÉLICA. -¿Qué tienes, Antonia? ¿Qué te pasa?
ANTONIA. -¡Tengo que daros una noticia muy amarga! Vuestro padre ha muerto!
ANGÉLICA. -¡Qué terrible infortunio. Dios mío!... ¡Quién me iba a decir que iba a perder
a mi padre, que era lo único que me quedaba en el mundo, y que lo iba a perder en un
momento en que se hallaba irritado conmigo!... ¡
ANTONIA. Angélica, ha llegado Cleonte.
CLEONTE. -¿Qué tenéis, Angélica? ¿Por qué lloráis?
ANGÉLICA. -¡Lloro porque acabo de perder lo más grande que puede perderse en la vida!
¡Lo más querido! ¡Lloro la muerte de mi padre!
CLEONTE. ¡Qué catástrofe! ¡Qué suceso tan inesperado!... Habiéndole rogado a vuestro
tío que intercediera en mi favor, venía ahora a presentarme a él para rogarle, con todos los
respetos, que me concediera tu mano.
ANGÉLICA. -No hablemos más de nada, olvidemos toda idea de matrimonio. Después de
esta desgracia, no quiero pertenecer al mundo; renuncio a él para siempre... ¡Sí, padre
querido! Si antes me resistí a vuestros deseos, quiero seguirlos ahora y reparar de este
modo la pesadumbre que os causé y de la que ahora me acuso. Aceptad, padre mío, mi
promesa y dejad que os abrace para testimoniaros mi ternura.
ARGAN (Incorporase). -¡Hija mía!¡Ven! ¡No temas! Tú sí eres de mi sangre; mi verdadera
hija, cuya bondad me enorgullece.
ANGÉLICA. -¡Qué agradable sorpresa, padre mío! Y ya que, para dicha mía, vuelvo a
veros, dejad que me eche a vuestras plantas y que os suplique que, si no estáis dispuesto a
favorecer los impulsos de mi corazón, si no queréis darme a Cleonte por esposo, al menos,
os lo ruego, no me obliguéis a casarme con otro. Es la única gracia que os pido.
CLEONTE (Echándose a los pies de ARGAN). -Dejaos enternecer, señor, por sus ruegos
y por los míos, y no queráis contrariar los transportes de nuestra mutua inclinación.
ARGAN. -Que se haga médico y consentiré en el matrimonio. Haceos médico y os entrego
mi hija.
CLEONTE. -Con mucho gusto, señor. Si es esa la condición para llegar a ser vuestro
yerno, yo me haré médico, y boticario también, si os agrada. ¡Qué no haría yo por lograr a
mi Angélica!
BERALDO. -Se me ocurre una cosa, hermano. ¿Por qué no te haces médico tú también?
Esa sería la mejor solución, porque entonces lo tendrías todo en tu mano.
ARGAN. -¿Os burláis de mí? ¿Estoy yo en edad de ponerme a estudiar?
BERALDO. -¿Estudiar? La mayoría de los médicos no saben lo que tú.
ANTONIA. -Además, con esas barbas ya tenéis la mitad del camino ganado; unas buenas
barbas hacen a un médico.
BERALDO. -Yo tengo amigos en la Facultad que vendrán al instante a celebrar la
ceremonia de médico. Además, no te costará nada.
ARGAN. -¿Qué hacer?
BERALDO. -Te aleccionan en cuatro palabras y te dan por escrito el discurso que debes
pronunciar. Y quedas proclamado como médico.
ARGAN. -Pues vamos.
ANTONIA. -¿Qué es lo que pretendéis?
BERALDO. -Que nos divirtamos un rato. Los comediantes han concertado una mascarada
parodiando la recepción de un médico; propongo que nosotros tomemos también parte en la
farsa y que mi hermano represente el papel principal.
ANGÉLICA. -Me parece demasiada burla.
BERALDO. -Más que burlarnos, es ponernos a tonó con sus chifladuras y, aparte de que
esto quedará entre nosotros, encargándonos cada uno de un papel, nos daremos mutuamente
la broma; el Carnaval nos autoriza. Vamos a prepararlo todo.
CLEONTE (A ANGÉLICA). -¿Consientes?
ANGÉLICA. -Puesto que mi tío nos autoriza...