Cartas en El Asunto - Moreno Duran (Cut)
Cartas en El Asunto - Moreno Duran (Cut)
Cartas en El Asunto - Moreno Duran (Cut)
CARTAS EN EL ASUNTO
'
R. H. MORENO-DURAN
CARTAS EN
EL ASUNTO
ISBN: 958-614-434-8
Editor:
Mireya Fonseca Leal
Preparación Litográfica:
Mulcilecras Editores Leda., Santafé de Bogotá, D.C.
Impreso en Colombia
Índice
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MIENTRAS USTED ABRE el sobre que el cartero le aca-
ba de entregar o baraja con impaciencia los naipes
en la gran partida de su vida o entre la increduli-
dad y el optimismo consulta al cartomántico o con
curiosidad busca en los peri6dicos la secci6n Correo
del Lector o siente c6mo el espléndido menú de los
grandes gourmets le ofrece nuevas y suculentas al-
ternativas a sus apetitos o simple y llanamente se
deja cautivar por la visi6n de ese torneo donde com-
baten el rey de oros y el caballo de bastos, mientras
todo eso ocurre usted no puede menos que pregun-
tarse cuántos sentidos tiene la palabra carta.
Probablemente tantos como augurios se derivan
de la lectura de las múltiples cartas en las que por
una u otra razón usted ha puesto sus expectativas.
Porque la polisemia de la carta es tan fecunda como
sorprendente. Y esto no s6lo es válido a la hora de
sumar las bazas de una sesión de tresillo sino tam-
bién cuando los vaticinios nos perturban tras la in-
terp retaci6n de-los arcanos del Tarot o cuando nos
jugamos el todo por el todo en una bronca partida de
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poker. Algo similar ocu"e con esa carta que usted
espera con impaciencia y que nunca recibe. O la
que no espera y que, al recibirla, cambia radical-
mente su vida. Pero el proverbia/sentido epistolar
cede su paso a otras formas de correspondencia. ¿En
qué pemaba quien, en medio de /,os más sofisticados
manejos galantes, inventó el arte de comer a la carta?
¿Qué buscaban los mds per-tinaces e ingeniosos li-
bertinos a la hora de enredar a sus amantes en ese
juego llamado Petite Poste? La patente de corso es
también la credencial que, tras el abordaje, justi-
fica los cambios abruptamente introducidos en la
carta de marear de la victima. De la misma forma,
la epístola con ribetes pastorales reaparece con énfa-
sis admonitorio en una época en que las sectas mds
diversas imisten en catequizar a uno que otro espí-
ritu extraviado entre las heterodoxias y el esoteris-
mo. Ahí encuentra usted también la carta de
batalla, rica en estrategias, desaflos y ardides. O la
carta de ajuste, cuando las imdgenes de su televisor
se difuminan y dan paso al espectro de la luz sólo
para abrirle espacio a nuevas imdgenes. O la carta
magna, ese texto en el que a pesar de las .fronteras y
las ideologías insisten en soñar las naciones, incluso
las mds bravas.
Toda carta es un destino al acecho, alerta, vigi-
lante, que sólo espera el momento preciso para ases-
tar ese golpe que ha de cambiarnos la vida para
siempre. Y esto vale para todos los sentidos de lapa-
labra. Observe la baraja, que sobre el tapete verde
invoca las fluctuaciones de la suerte y que con una
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mala jugada precipita la ruina de los apostadores:
Les chances peuvent tourner, une seule mauvaise
chance et vous perdrez tour ... Esa misma baraja
facilita las artes del tahúr para transformar en ban-
carrota lo que el azar me prometía como jugosas dá-
divas. ¿Cómo ignorar las sorpresas que nos depara la
interpretación de los arcanos mayores y menores y que
nuestra crédula condición acepta como designio
inevitable? Así mismo, la carta astral nos condena a
la felicidad o al infortunio desde el momento mis-
mo de nuestro nacimiento, en tanto que la carta nacio-
nal se empeña en regir colectivamente nuestra
convivencia.
Pero es en el amor donde hay que jugar todas las
cartas. Y usted sabe que con una carta de amor há-
bilmente redactada se puede alterar el rumbo de los
sentimientos de quien, sin sospechar ninguna clase
de argucias, la lee y acepta con devoción de súbdito.
Es la entrega inmediata. Argumentos no muy dis-
tantes rigen la carta anónima, que, so pretexto de
hacerle a usted un favor con sus revelaciones, cam-
bia malignamente su confianza en los demás y mo-
difica los términos de su conducta. Así, de ser un
hombre a carta cabal, el siniestro manejo de al-
guien lo convierte en un incorregible fullero. Y en
este caso, más que en ningún otro, resulta dolorosa-
mente cierta la presunción según la cual la carta,
sea cual sea su posición -en la prosa o sobre el tapete
de juego-, representa siempre a un enemigo. De esta
forma, nos guste o no, todos -ases o comodines- esta-
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mos involucrados en esta gran partida de sotas, ca-
ballos y reyes, que es la vida.
El volumen que usted tiene en las manos es tam-
bién un mazo de naipes. Baraje y corte como quiera
y encontrard al final siempre lo mismo: la solitaria
jugada de alguien que no puede prescindir de sus
sueños ni de la confianza o traición de los otros.
Porque todos alimentamos la esperanza de encon-
trar en nuestra baraja el as redentor, sin saber que
ese tahúr al que nos empeñamos en llamar destino
es quien esconde las cartas claves en la manga.
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Para Mónica,
en clave de tres.
He desatinado lo mejor que me ha sido posible,
porque sin delirio no hay ternura; y creo que por esto
las mujeres son tan superiores a nosotros en las cartas
amorosas...
Carta LXX
Bret Harte
Los proscritos de Poker Flat
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VUELVO A LLAMAR su atención, señor Director,
sobre la serie de crónicas que su periódico publicó
a partir del pasado 14 de noviembre y en las cuales
se abordó con alarmante ligereza la m~erte de la
actriz Sofía Parkinson. Diversas fuentes de opi-
nión se han manifestado ya en contra de las ver-
siones que su redactor, de manera irresponsable,
difundió en su influyente diario, y a ellas quiero
sumarme, una vez más, dado el escarnio que ta-
les versiones han vertido sobre la honra de la
occisa y su familia. Los hechos son bastante co-
nocidos por el gran público y aunque aún no hay
un juicio concluyente sobre los mismos, llaman la
atención las hipótesis y suposiciones que su co-
laborador acumuló y expuso como definitivas.
De todos es sabido que Sofía Parkinson apa-
reció muerta en su apartamento de las Torres del
Parque y que desde el comienzo todos los indicios
apuntaban hacia un probable suicidio. En cual-
quier caso, es cierto que algunas circunstancias
no resultaban del todo claras y, como bien puso
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de presente el inspector Sanabria, encargado
del caso, el deceso se prestaba a una investiga-
ción más exhaustiva. ¿Cómo pasar por alto los
graffitis que en una de las paredes proclamaban
el amor de alguien por Sofía? Los caracteres eran
firmes aunque el sentido de los mensajes reñía
con el buen gusto a causa de una flagrante cur-
silería. Su redactor, sin embargo, en una actitud
próxima al agravio, no vaciló en sugerir que,
dada la predisposición más bien democrática de
la actriz por mantener toda clase de indiscrimi-
nadas relaciones, el extraño autor de las frases
pudo ser su asesino. Obviamente, se analizaron las
huellas encontradas en el apartamento y todo se
volvió un rompecabezas: había tantas y de tan di-
versa identidad que el periodista creyó divertido
subrayar que el resultado dactilar comprometía
a casi todos los actores y a los miembros más
destacados de la farándula de la ciudad. Y fue
entonces cuando bruscamente rectificó la supo-
sición original y apostó su discutible prestigio
profesional por otra, mucho más delirante.
Si bien ~s verdad que la idea del suicidio pro-
gresó dadas la posición y circunstancias en que
se encontró el cadáver, no es menos cierto que
todavía no se ha manifestado en tal sentido el
Instituto de Medicina Legal. Por otra parte, ¿qué
relación puede existir entre el Diario y las cartas
que se encontraron junto a la cama de la finada
y su fatal determinación, en el caso de que en
realidad hubiera puesto fin a su vida? ¿De dónde
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saca su redactor la teoría de que la actriz fue ase-
sinada precisamente a causa del contenido del
Diario y de las cartas? ¿Acaso un asesino no habría
hecho desaparecer la prueba que lo indujo a co-
meter su delito? La suspicacia de su colaborador,
señor·Director, roza la irresponsabilidad, cuan-
do no la insania. O si no, ¿por qué no revisar
algunas de las estrambóticas especulaciones a
que se dedicó? ¿Hasta qué punto la serie de tele-
visión Los olvidados de Dios tiene alguna rela-
ción con los hechos? De todos es sabido que
dicha serie, inspirada en acontecimientos reales
que recientemente conmovieron a nuestra ciu-
dad, tuvo como protagonista principal a Sofía
Parkinson, quien encarnaba a la directora del al-
bergue donde se cometieron los crímenes. Es de
general conocimiento que algunas enfermeras
fueron acusadas de asesinar a unos pacientes y
prodigar malos tratos a otros, en especial ancia-
nos e indigentes, y que tal vez por las altas dosis
de realismo el desarrollo de la trama deparó ele-
vadísimos índices de sintonía. ¿En qué se apoya su
redactor para afirmar que los incriminados en el
abominable delito decidieron ajustarle las
cuentas a la actriz? Por otra parte, no resultan
decorosos los juicios de valor del periodista
cuando, sin venir a cuento, enfrenta el talento
histriónico de la señorita Parkinson con la bondad
interpretativa de célebres actrices como Laura
Dávalos y Estefanía Santana. Resulta cr.uel, por
no decir miserable, la opinión del cronista
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cuando afirma que la actuación de la occisa es
poco convincente, casi tan inverosímil como si
Marilyn Monroe interpretara a la Madre Teresa
de Calcuta...
Es igualmente reprochable el pésimo gusto de
su colaborador al publicar sin piedad algunos ex-
tractos del Diario y parte de las cartas, documen-
tos en los que, como todos saben, se registran
opiniones y recuerdos que afectan la vida íntima
de una persona que en principio nada tenía que
ver con el caso. Ante la lluvia de reproches su
redactor se justificó pedantemente al citar el pre-
cedente de Madame de Stael, quien en sus nove-
las no vacilaba en reproducir las cartas de amor
de su madre, la celebrada Susana Curchod, presi-
denta de la Academia de las Aguas y amante de
los mejores cerebros de S\,l tiempo. Claro está
que una cosa es la literatura, en_la que todo vale,
y otra el periodismo, en esencia ceñido sólo a la
verdad. Tampoco hay que olvidar que en sus pri-
meros artículos el cronista, en su torpeza, llegó a
afirmar que la autora del Diario era la propia So-
fía Parkinson, y apoyaba su teoría en la imperti-
nente idea de que la letra temblorosa del
documento sugería que su autora le hacía honor
a su apellido. Afortunadamente, tal versión fue
pronto desvirtuada por los grafólogos al precisar
que la letra de la occisa era distinta de la que apa-
recía en el Diario y que la autora del mismo era
una persona muy respetable cuya identidad, a
causa del contenido de los papeles, había que
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proteger a cualquier costa. El periodista, herido
en su afán especulativo, optó entonces por lasa-
bia medida de ocultar al santo pero promulgar
sus milagros, y por ello se dedicó a ventilar con
todo lujo de escabrosos detalles el contenido de
los documentos: presuntas relaciones tribádicas
entre la autora y diversas congéneres cuyos nom-
bres aquí omito, pues se trata de aspectos senti-
mentales de exclusiva jurisdicción personal y
cuya descripción haría enrojecer de pudor a las
viciosas más recalcitrantes. Nada le impidió a
este sujeto apoyarse en tales hechos para sugerir
que personas involucradas en el Diario y las car-
tas tramaron y llevaron a cabo el homicidio de la
actriz. Tampoco pasó por alto la circunstancia de
que en el apartamento se encontró un frasco con
Pentotal, y con suspicacia luciferina afirmó en la
tercera de sus crónicas que tal sustancia había
causado la muerte de Sofía. ¿Homicidio? ¿Suici-
dio? ¿Conspiración de alguna oscura secta? En el
caso de que el Pentotal hubiera provocado la
muerte de Sofía - y ni el forense ni Toxicología
se han pronunciado aún al respecto- ¿aclara tal
hecho la sospecha de que la muerte sobrevino
por imposición de terceros o por voluntad pro-
pia? Claro está que el redactor no se detuvo a
considerar esta circunstancia y de inmediato se
hizo portavoz de la idea del homicidio. ¿Acaso
podemos olvidar la fantástica interpretación que
el periodista le dio al hecho de que el cabello de
la occisa oliera a una sustancia que se le antojó
21
tóxica aunque luego se descubrió que lo que en
realidad sucedía era que la actriz acostumbraba
a lavárselo con manzanilla?
Ahora bien, señor Director, si su colaborador
insiste en la idea del homicidio ¿cómo. explica
que la puerta del apartamento estuviira firme-
mente cerrada por dentro? Los enormes venta-
nales del decimoséptimo piso de una de las
Torres del Parque se abren dire~1amente a un va-
cío de vértigo sobre la Plaza de Toros y ni siquie-
ra una araña habría podido_.escapar una vez
cometido el delito. En otra crónica afirma que el
hecho de haber sido abandonados deliberada-
mente el Diario y las cartas hacía prosperar la .
hipótesis del suicidio, que era lo que·a la postre
le importaba al asesino, aunque olvida decir que,
precisamente, los datos que arrojarían una lectu-
ra seria de esos documentos revelarían nuevos
indicios y pistas. Además, ¿en qué se apoya para
elaborar su teoría personal sobre las fotografías?
Todos saben que desde el comienzo de la in-
vestigación llamó la atención el comprobar que
en un·o de los más destacados anaqueles de la sala
aparecían debidamente enmarcadas siete foto-
grafías y que en todas, sin excepción, posaban
monjas de diversa identidad. El investigador
quedó impertérrito -o in pretérito, como decía
la difunta-: al hojear las cartas descubrió que to-
das habían sido remitidas desde Lourdes, y su
olfato, como sugiere el redactor, lo hizo pensar
en una inevitable relación entre las monjas de las
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fotos y la autora del Diario. ¿Pero por qué tantas
monjas? En ninguna de las fotografías se repetía
un rostro y tampoco había parecido alguno entre
las religiosas retratadas y otras personas vincula-
das por amistad u otro tipo de afinidad con la
occisa. ¿Qué sucedía?
En cualquier caso, su colaborador se las inge-
nió para involucrar el nombre de doña Clemen-
cia Argáez, abnegada dama de nuestra alta
sociedad que ha dedicado su vida a paliar el dolor
ajeno, primero en vinud de múltiples obras de be-
neficencia que auspició con dadivosidad, y
luego gracias a diversos seminarios que gratuita-
mente impartían especialistas altamente califica-
dos para devolverle la tranquilidad de espíritu a
las jóvenes más díscolas de nuestro medio. Y
aquí surge algo inadmisible. ¿Qué hace pensar
que esta dama y las monjas de las fotografías ten-
gan algo que·ver con la muerte de Sofía? En una
prefabricada relación de causa a efecto, el redac-
tor.asocia las obras de beneficencia de Clemen-
cia Argáez y la muerte de Sofía, y es enfático al
afirmar que la clave de todo radica en el papel
que la actriz desempeñaba en la serie televisiva
en el momento de autos. Invoca la serie Los ol-
vidados de Dios, inspirada en los lamentables
sucesos acaecidos en El Albergue de Job, casa de
reclusión para desvalidos que presuntamente fue
financiada por una de las organizaciones de la
señora Argáez. Creo, señor Director, que la des-
medida imaginación de su redactor merece un
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proceso por difamación, aunque otras de sus hi-
pótesis resultan aún más sórdidas.
·El cadáver de Sofía fue encontrado gracias al
buen celo profesional del portero del edificio.
Este ciudadano había llamado insistentemente
por el citófono para anunciar la entrega de un
ramo de rosas pero nadie le contestó. Firmó el
recibo y despidió al mensajero, aunque la intriga
comenzó a minarle la atención, pues un par de
horas antes la señorita Parkinson le había pedido
el favor de hacerle llegar una carta a su amiga,
la modelo Lorena Camargo, gestión que él cum-
plió por medio de su hijo Arnulfo, como había
hecho en otras ocasiones. Y por eso estaba con-
vencido de que la actriz no había salido del edifi-
cio. Además, durante esos días ella había adquirido
la costumbre casi compulsiva de preguntar en la
portería acerca de un desconocido que en la últi-
ma época la frecuentaba. Y el portero no sólo no
había vuelto a ver a ese individuo, sino que jura-
ba no haberse movido de su sitio un solo instan-
te. Y aquí su redactor infla otra de sus oprobiosas
teorías. ¿Quién era ese misterioso visitante?
Barajó diversas opiniones pero ninguna resulta-
ba convincente. Se habló de un individuo joven
de quien la actriz afirmó era lo único decente
que le había ocurrido en la vida, aunque nada
más se supo al respecto. Durante varios días, las
crónicas destilaron toda suerte de infundios, apo-
yados en un solo hecho verídico, avalado por la
familia de la difunta, y es el de que ese visitante
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no era otro que el doctor Varela, un psicoanalista
casado con la actriz aunque ya divorciado de ella,
y a quien al cabo de los años había vuelto a tratar.
Pero el periodista se las ingenia para desmentir
tal afirmación al sostener que, según algunos tes-
tigos, el individuo de las visitas nada tenía que
ver con Varela ni con el joven que, según la fina-
da, había sido lo más decente de su vida. En efec-
to, en la crónica quinta afirma se trata de un
hombre algo mayor de sesenta años, de cuidada
melena blanca, nariz aguileña y buen aspecto fí-
sico, elegante, amable y con una curiosa gema en
el anular derecho. ¿Un político? ¿Un hombre de
vida alegre? ¿Un magnate?
Y aquí la febril imaginación del redactor vol-
vió a vender prensa de forma inaudita al recons-
truir para el público ávido de escándalos la vida
privada de Sofía Parkinson y, también, sacar a
relucir anécdotas y hechos por completo sórdi-
dos, aunque hay que reconocer que algunos de
ellos ya habían sido ventilados en los medios
sensacionalistas, ansiosos de carne de famo-
sos, así como en las llamadas revistas del cora-
zón. Se mencionaron múltiples amantes, entre
ellos un violinista muy chiquito de quien la ac-
triz se separó a causa de incompatibilidades odo-
rantes, ya que, según se dijo, el olor natural del
virtuoso le repugnaba a Sofía, aunque esto obe-
decía tal vez a su roce diario con las tripas de gato
de su instrumento. La lista se enriquecía con la
presencia de un profesor de Minnesota - ¡qué
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vulgaridad!-, aunque también salieron a relucir
sucesos de mayor trascendencia, como aquél en
virtud del cual Sofía, lastimada por la indiferen-
cia de su ginecólogo, de quien se enamoró loca-
mente, quiso suicidarse. Del drama la liberó su
exmarido, pero la actriz, tras afirmar en una muy
concurrida rueda de prensa que no era mujer de
un solo hombre, y luego de hacer con suficiencia
la apología de la promiscuidad, siguió en las mis-
mas: flirts con políticos, aventuras con fotógra-
fos, episodios con uno que otro arquitecto
sirvieron para alimentar el morbo ciudadano,
cebado en la vida íntima de una de nuestras más
bellas y conocidas actrices. ¿Y qué pasó con el
joven que, según ella, le puso un tinte de decencia
a su vida? Unos lo asociaron con el hombre de las
rosas y otros fueron más a fondo: parece que tan
hermosa relación no prosperó porque al cabo de
cierto tiempo el joven se quedaba ensimismado
durante horas y la actriz no podía soportar tal
actitud. Con un currículum tan movido como el
de Sofía, ¿quién no iba a quedarse callado duran-
te el resto de su vida? Y fue tal vez por eso que el
redactor sacó a colación la participación de la ac-
triz en la serie Los niños del Paraíso, una historia
de ribetes escabrosos pero apoyada en hechos rea-
les, ambientados en los entresijos de la farándula
nacional. En tales hechos se basa el guión de
Aníbal Pontevedra quien, además, aprovechó su
influencia en la programadora Alfa Beta para ca-
tapultar a su propia hija como la joven estrella
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que recibía la alternativa nada menos que de la
Parkinson. Sofía representaba en la obra a una
perturbadora maítresse -según la cuarta acep-
ción que le da a esta palabra el diccionario Gar-
nier, tal como subrayó el cronista- y su
actuación fue tan convincente que le mereció una
nominación al Osear local. Todo esto le sirvió al
periodista para forjar teorías más bien crueles,
como la de que Sofía, tras su precoz como fugaz
matrimonio, había recorrido todos los círculos
de la pasión -incluídos los del silencio del ama-
do- sólo para volver a caer en las garras de su
psicoanalista.
Pero si algo clama a la decencia, señor Di-
rector, es la forma tan artera como su cronista
se vale del background de la señorita Parkinson
para darle consistencia a sus exabruptos. ¿Acaso
no es eso lo que ocurre con la serie Los niños del
Paraíso? ¿Por qué razón busca y adapta similitu-
des entre el argumento y aspectos biográficos de
la actriz? ¿Qué pretende demóstrar con tan peli-
grosas afinidades? Es cierto que, según el
guión, la heroína sufre dos o tres abortos, fru-
to más de su inexperiencia .vital que de una vo-
luntad tortuosa, afín a la obsesión homicida de
las enfermeras de Los olvidados de Dios. Por
otra parte, ¿en qué se basa para destacar presun-
tas analogías entre la tragedia de Arabella Arbenz
y la de Sofía, sobre todo al saberse que a la actriz
le habían ofrecido poco antes de los hechos un
contrato para protagonizar la serie La diva y el
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matador? A la luz de todas estas consideraciones,
hay que admitir la retorcida intención del cro-
nista al insinuar semejanzas entre estas telenove-
las -nada aleccionadoras, todo hay que decirlo-
y la vida personal de la difunta.
Pero volvamos al cadáver. El inspector Sana-
bria observó atentamente el cuerpo de Sofía y
varias cosas llamaron su atención, entre ellas la
placidez del rostro, ya conocido por el gran pú-
blico a causa de sus frecuentes apariciones en te-
levisión y cine, así como en las revistas del
medio. Al observar las axilas y los brazos descu-
brió una extraordinaria capa de vello y varios lu-
nares en forma de hoz sobre la muñeca de la
mano izquierda. El redactor se aferró a estas cir-
cunstancias como a una tabla de salvación ante
sus ya desprestigiadas teorías y abundó a sus an-
chas en la peregrina relación entre excesiva pilo-
sidad y efusividad amatoria, sin olvidar un viejo
refrán español y un ejemplo gringo. El refrán co-
teja salazmente los lunares femeninos con una
incorregible casquivanía -Hembra lunareja,
puta hasta vieja- en tanto que el ejemplo nos
recuerda que el potentado Howard Hughes se
oponía terminantemente a que sus amantes, casi
siempre actrices, se depilaran el cuerpo. Y si a todo
esto sumamos la doble evocación del visitante
con pinta de magnate y la indiferencia del gine-
cólogo, el coctel de la infamia está servido.
Pero como si esto fuera poco, el periodista es-
peculó a sus anchas con otro de los hallazgos que
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la atenta investigación del inspector Sanabria
ofreció al expediente. En lugar destacado de la
alcoba apareció aparcado un cochecito de bebé _
y sobre la mesa de noche un biberón. Y exacta-
mente encima del cochecito, como un móvil de
Calder, con hilos de nylon pendía un sonajero
infantil. En las gavetas y en los armarios apare-
cían por doquier ropas de niño, talcos, zapatitos
de lana, pero el niño se había esfumado. Pregun-
tado el portero al respecto dijo que por ese apar-
tamento jamás había circulado nadie menor de
treinta y pico de años, lo que incrementó el mis-
terio. ¿Infanticidio? ¿Tráfico de niños? ¿Eutana-
sia? ¿Qué hacía el biberón al lado del frasco de
Pentotal? ¿A quién y por qué le habían aplicado
el suero de la verdad? ¿Tiene el Pentotal otros
atributos? El redactor, ante hechos tan extraños,
desató su imaginación y por eso una de sus cró-
nicas vincula la suerte del misterioso bebé con la
labor genocida de las enfermeras que suprimían
a su antojo a ancianos e indigentes en El Alber-
gue de Job. ¿Puede pasarse por alto -subrayó- la
desaparición del bebé con la ola de abortos que
la actriz lleva a cabo en esa serie que por algo se
titula Los niños del Paraíso? El misterio aumen-
tó al comprobarse que la difunta tenía una acu-
sada predilección por las carteras de mano, ya
que un inventario arrojó dos docenas, entre pie-
zas de piel y terciopelo, de calle y de noche, y de
29 .
todos los estilos imaginables. Y otra curiosidad:
pese al magnífico surtido de prendas de vestir, de
objetos de mercería y fina ropa interior, de fou-
lards y medias de seda, en todo el apartamento
no apareció un solo pañuelo. El olfato del cro-
nista se puso a husmear en todas las direcciones
y al final su conclusión fue tan extravagante y
confusa como las otras: el consumo de una mez-
cla de semillas de cardamomo y marihuana, a
que la occisa era tan afecta, le habría estropeado
las mucosas nasales. En tod_o caso, esta conclu-
sión no le impidió afirmar crípticamente que la
mayor virtud de la bella actriz era la alianza de
su nariz y su puntualidad.
No se puede negar que la opulencia bien
administrada del apartamento ofrecía algunas
sorpresas, como el refrigerador rebosante de
champaña y vino blanco, amén de caviar, sal-
món y mariscos: buen gusto tenía la muchacha
o, como maliciosamente insinuó el periodista,
algún protector la alimentaba con generosidad.
¿Tal vez el viejo magnate de la melena blanca? Por
otra parte, el apartamento, lujosamente decora-
do aunque no había ni un solo libro, estaba lleno
de afiches con frases publicitarias e imágenes de
Sofía, desnuda y en diversas poses sugeridas por
su profesión, imágenes que su periódico, señor
Director, ha multiplicado hasta la saciedad.
También sorprendió -dado que a la sazón la
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actriz estaba otra ve:z soltera- el hallazgo de tres
corbatas, una maquinilla de afeitar y un frasco
de loción Varón Dandy, lo cual disparó aún más
la imaginación del cronista. Y como banda mu-
sical, en el equipo de sonido apareció un disco
de Aznavour en el que el armenio canta Quién
cuando yo no esté ... A nadie le fue indiferente
una guitarra, muda en un rincón, y con la que,
según dijeron sus allegados, la actriz, poco des-
pués de la separación del joven decente de las
rosas, se acompañaba al cantar con lágrimas in-
disimuladas El gato que está triste y azul.
Sin embargo, si algo llamó la atención fue una
impresionante colección de miniaturas de caba-
llos, así como tres versiones diferentes en video
de la pelicula Equus. Pero, ¿por qué sorprender-
se? Para nadie era un misterio la gran afición de
la actriz por la hípica y cualquiera podía admi-
rarla los domingos, cuando en compañía de la
modelo Lorena Camargo y el locutoÍ Camilo
Abadía, asistía sin fálta a las carreras, en el hipó-
dromo de La Perseverancia. Y aquí el redactor
no vaciló en forjar una teoría tan arbitraria
como inimaginable: Sofía Parkinson, a su juicio,
padecía de una fijación equina rayana en la zoo-
filia, y de ahí no sólo la colección que ponía de
presente su devoci_ón por el noble bruto sino
también su célebre peinado cola de caballo. Y no
contento con eso, arriesgó la tesis según la cual
31
la víctima practicaba cierta gimnasia amatoria a
la manera ecuestre, tal como se evocaba ·c on pa-
sión en un poema que un antiguo novio le dedi-
có y que fue encontrado entre s~s papeles y que
su redactor no vaciló en reproducir. Más lejos no
pudo ir su desaprensivo colaborador, y es por
eso, señor Director, que le pido dé publicidad a
la presente carta en un espacio destacado de su
diario - y ojalá no ocurra como con las anterio-
res, que usted resumió y editó a su antojo-, aun-
que esto en nada modificará las acciones que a
nombre de la familia de la, occisa me dispongo a
emprender contra su ero~ y su periódico.
Porque si todo lo anterior constituye un inadmi-
sible desvarío contra la memoria de la difunta,
no lo es menos la cantidad de infamia vertida a
nombre de sus deudos, en cuyas ramificaciones
y vidas se introdujo con la vileza de un depredador.
¿Qué razón tenía al prodigarse con tanta in-
quina en aspectos familiares que nada aportan a
la investigación y sí al morbo del vulgo? ¿Por qué
el padre de la finada, el finan2iero lbáñez, salió
a·relucir en las crónicas, sin respetar siquiera de-
talles de su vida privada? Ibáñez, sepataclo de .su
esposa, doña Eladia Parkinson, se había estable-
cido en Filadelfia, Caldas, en tanto que dopa
Eladia reorganizaba su vida con un impottante
promotor de teatro, circunstancia ésta que invi-
tó al redactor a proclamar que la gloriosa: carrera
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de Sofía en la farándula criolla obedecía no tanto
a su talento como a hábiles gestiones de su pa-
drastro. ¿Por qué Sofía no se apellidaba Ibáñez
sino Parkinson? Porque los artistas son así y fa-
randulescamente era más llamativo llamarse Par-
kinson que Ibáñez, y de ahí que Sofía -¿y si lo
hizo Picasso por qué no ella?- repudiara el ape-
llido paterno e inmortalizara el de su madre. Es
sabido que los Parkinson eran oriundos de Ri-
chmond, Virginia, y que a finales del siglo pa-
sado se trasladaron a Zapatoca, donde el cultivo
del .t abaco al que se dedicaban sus ancestros los
hizo prosperar al punto de que pronto se afianzaron
en puestos claves de la industria del humo. Pero
el redactor va más allá de la genealogía de la actriz.
Tendenciosamente se pregunta en la última de
las crónicas ¿qué tenían que ver el señor lbáñez y
cierta multinacional de la farmacopea -con la
que colaboró financieramente durante un cuar-
to de siglo- con el hallazgo del frasco de Pento-
tal? Y si todo esto ya resulta insólito, ¿qué papel
jugaban en la crónica dos de las primas de Sofía?
Ximena es conocida como una excelente profe-
sora de la Javeriana y -pese a cierta fama de
sonámbula- poco o nada tiene que ver con el
asunto, y menos aún Patricia, destacada y furiosa
integrante de ese grupo de analistas políticos
mejor conocido como los Giraldinos. ¿Por qué
entonces el periodista menciona como al socaire
33
a las protagonistas de películas como Garganta
profunda, Emmanuele, El imperio de los sen-
tidos o Las calientes bolcheviques? ¿Qué tienen
que ver Sofía y sus primas con esas célebres
fornicatrices? ¿Apoya y ratifica acaso la especie
pública según la cual las primas Ibáñez. son excesi-
vamente condescendientes en cosas de la carne
presta? Y como si lo anterior no bastara, todavía
tenemos que soportar a ese sujeto que a nombre
de la libertad de prensa agobia la moral con toda
clase de truculencias. ¿A quién le importa que la
difunta tuviera una enfermiza predilección por
los hombres de edad longeva? ¿De dónde sacó la
historia según la cual Sofía era una de esas mu~
jeres tan bravas que siempre llevan navaj~ en el
portaligas? En cuanto a los grumos de marihua-
na que el inspector Sanabria encontró en la me-
sita de noche no constituyen argumento suficiente
para afirmar que Sofía era una viciosa o, lo que
es peor, que estuviera vinculada a alguna célula
de narcotraficantes. Viejos, navajas, estupefa-
cientes: ¿acaso todo esto no es común entre la
gente del espectáculo?
Pero si todo lo anterior vulnera la honorabili-
dad y prestancia de una de nuestras más respeta-
das familias, hay algo que afecta directamente a
la justicia de este país y es la sorprendente con-
clusión a la que llega su redactor en su último
artículo, cuando ni siquiera la policía, el poder
34
judicial o Medicina Legal se han pronunciado.
Nada en esas crónicas resulta convincente y el
misterio del caso sólo se presta a especulaciones:
graffitis sentimentaloides, monjas fotografiadas
en serie, damas acusadas de lesbianismo, bebés
desaparecidos, enfermeras asesinas. ¿Por qué, en
el colmo del delirio, el reportero se atreve in-
cluso a darle consejos a los jueces para que em-
prendan una autopsia colectiva ya que,
seguramente, encontrarán restos de Pentotal
en los cuerpos de Sofía y otros olvidados de
. ....
D lOS ~
35
motivos que me autorizan a ejercer acciones per-
tinentes con el fin de que, al contrario de lo que
siempre ocurre en nuestro medio, ninguno de
estos agravios quede sumido en el olvido y la im-
punidad total?
36
SOTA. CUALQUIER COSA menos eso, dije, aunque
al decirlo la voz se me llenó de suspicacias y va-
cilaciones, ¿por qué no? Mi marido no insistió y
dio a entender que a la postre lo que importaba
eran las otras fases del amor, y que después ya
veríamos. Los días de luna de miel transcurrie-
ron como ya me lo habían pronosticado, ple-
tóricos de satisfacciones, y todo fue tan suave y
perturbador como el tacto sobre el terciopelo
azul. Sabía que por fin quedaban atrás el desa-
sosiego y la duda y que una nueva era marcaba
mi vida, y mientras pensaba en las horas doradas
con que la suerte me había recompensado obser-
vaba a Ricardo al tiempo que éste le daba vueltas
y más vueltas al anillo de bodas en su dedo. Me
miraba de tal forma que un intruso habría exi-
gido de inmediato un intérprete, pues el idioma
cruzado entre nos.o tros era tan complejo
como preocupante.
En ese entonces yo pensaba en él como en el
salvador de mi vida, pese a mi precocidad sorne-
37
tida a toda suerte de accidentes y bellaquerías.
¿Pero qué puede pedírsele a quien ha crecido sin
la presencia de un hombre en casa, sólo con la
compañía no muy amable de la madre y los otros
hermanos? Mi padre murió cuando yo tenía sólo
diez años y muy poco es lo que recuerdo de él.
Varios viajes en su compañía, algún cumpleaños,
una que otra fotografía en grupo. Ahora que lo
pienso, hay por ahí una foto en la que sólo apa-
recemos él y yo: él de pie con las manos en los
bolsillos y con la mirada más allá de quien ma-
neja la cámara; yo, a su lado, diminuta como de
cinco años, con la cabeza ladeada hacia arriba,
mirándolo, y con mis manos también en los bolsi-
llos. Tiempos después, cuando comencé a dictar
mis clases pensé en esa foto como en un temprano
ejemplo de mímesis afectiva, de proyección, de
afirmación. Tal vez por eso, cuando cometía al-
gún acto de indisciplina, mi madre me repro-
chaba el haber salido idéntica a mi padre. A mis
hermanos jamás les dijo nada parecido. ¿Por qué
sería yo tan inquieta y jodida? A los doce años
quise escaparme de casa pero me atraparon en la
esquina. A los quince lo conseguí por una semana,
pero algunos años después logré mis propósitos.
¿Cómo olvidar cuando, en la frontera de mis
dieciocho años y llevada por un rapto de digni-
dad, decidí vengarme de un reproche que me in-
fligió mamá y me largué de la casa? Por
pasármela todo el tiempo entre hombres mayo-
res y peludos, artistas y bohemios - lo mismo
38
da-, mamá me había tildado de esto y aquello,
hasta de casquivana me trató, por lo que decidí
montar tolda aparte. Un conocido a medias me
puso en contacto con dos amigas suyas que ne-
cesitaban compartir los gastos de su apartamen-
to, allá en Las Puertas de Emaús, y pronto me
instalaron en una pieza, al fondo a la izquierda.
Una de mis nuevas compañeras era Irma Mon-
eada, una azafata que cuando no volaba de ver-
dad volaba de mentiras: no había noche, cuando
estaba en tierra, que no llenara el apartamento
con toda clase de tipos, por lo general pilotos, a
quienes ya avanzada la travesía se les ofrecía gra-
cias a una rifa. A mí nadie me tocaba, no por fea
sino porque durante esos días andaba más en las
nubes que ellos mismos, aunque con una gorra de
piloto en la cabeza me invitaban a sacar de otra
gorra la boleta ganadora. Previamente, Irma me
instruía acerca de la forma como debía ignorar
las papeletas sueltas y buscar con arte y disimulo
la que estaba escondida en el plegadillo interior
de la gorra, que como una rueda de la fortuna
proclamaba la gran suerte del piloto elegido de
antemano.
La otra inquilina era Edilma Sabogal, una ne-
gra que dormía hasta el medio día y, al levantar-
se, no encontraba otra ocupación que la de
pintarse con gran esmero los labios, las uñas de
los pies y, si le quedaba tiempo, se depilaba hasta
el alma. Por la noche desaparecía y nunca se en-
con traban ella y la azafata -y yo como correo de
39
las dos: que lo del arriendo, que los gastos de
mantenimiento, que esto y lo otro-, aves am-
bas de diversos cielos. Pero Edilma me cam-
bió la vida, ·pues si había algo que no le ofrecía el
menor misterio era el dominio de las cartas. Co-
gía el mazo, lo barajaba bien, lo colocaba sobre
la mesa y luego me hacía cortar tres veces con la
mano izquierda. Hecho eso, distribuía las cartas
de una en una y de derecha a izquierda, siete
montones de cinco cartas cada uno. Las cinco
restantes las colocaba al lado. Decía que lo que
más confianza le inspiraba era la baraja española
de cuarenta cartas, divididas en cuatro palos y
numeradas del uno al siete, más sota, caballo y
rey. También sabía lo concerniente al juego de
cuarenta y ocho cartas-a los gitanos les gusta mu-
cho, decía-, con los ochos y nueves numerados de
cada palo. Todas las tardes me echaba las cartas:
yo partía y luego Edilma las interpretaba. Mesa-
lían las cosas más raras: la sota de oros me anun-
ciaba una próxima relación con un muchacho
moreno, apasionado y generoso. Pero, invertida,
la misma carta me involucraba con una mujer
frívola en amores, qué miedo, y además me decía
que yo corría peligros de salud. Cuando salía el
siete de copas era como para morirse, pues signi-
fica nada menos que se cumplirán mis sueños.
Claro que, invertida, esta carta dice que mis sue-
ños son puro cuento, nada de nada. Y otra vez a
tirar y cortar. El cuatro de espadas me anuncia lo
sabido: conflictos familiares, disgustos y alguien
40
que me abandona. Pero, invertida, casi me
hace llorar, pues anuncia magnífica suerte en los
negocios. ¿Qué negocios? A duras penas intenta-
ba sacar adelante mis estudios. Y así carta por
carta. Sólo el cuatro de bastos me resultaba esti-
mulante: relaciones sexuales dichosas. Pero,
¿con quién? Invertida, esa carta me dice que la
dicha aumenta. La negra me enseñó todos sus
secretos y las grandes tiradas.
Y vuelvo al presente cuando mi marido me
dice, en el séptimo día de nuestras maniobras,
que por qué no jugamos a los indios. Me parto
de la risa, qué cosas se le ocurren, y sin decirle sí
o no me escabullo mientras el gran jefe me bus-
ca, palpa que palpa, por los rincones. Al cabo de
un rato, ya impaciente, me dejo encontrar, a ver
qué se le ocurre esta vez, y él me pone una pluma
en el pelo y me pinta la cara con rouge y cremas
de colores, y para darle más credibilidad al juego
se pone a danzar en círculo y a gritar, llevándose
la mano al aro de la boca, todo un comanche. Y
mientras me muero de la risa él me coloca boca.
abajo, me ata las manos a la cabecera de la cama
y .luego, sorpresivamente, también me ata los
pies, cuidándose de mantenérmelos bien separa-
dos, me haces daño, pero nada, el otro sigue, y
cuando advierto que las ataduras están tan bien
hechas que me duelen las muñecas y los tobillos,
veo cómo el gran jefe salta sobre lo que llama el
ara de los coitoficios, me levanta el borde infe-
rior del deshabillé y comienza a husmear como
41
un diestro sabueso entre mis partes. Y cuando
inicio una furiosa jaculatoria, siento cómo me
lubrica con glicerina, se regodea digitalmente
con el anillo de mis intimidades más sucias y de
pronto mi grito se confunde con el dolor que su
tomahawk me produce mientras se abre paso en
mis postrimerías. Intento rechazar el ataque pero
a cada esfuerzo lo que consigo es incrementar el
avance del pielroja en mis dominios. Y así, entre
la rabia y los gemidos, prosigue la refriega hasta
que Ricardo cae exhausto y yo con ganas de ma-
tarlo, pero amarrada, ¿cómo? Pero aquí no paró
todo, pues el maldito optó por repetir la ceremo-
nia tres o cuatro veces, plenilunio y menguante
y otras barbaridades, aunque lo raro es que yo,
durante la dolorosa contienda, me oí pronunciar
la palabra amor, sin menoscabo de mi decencia,
y pese a las maldiciones no me hacía rogar, y se-
guía, dále que dále, Dios bendiga a esta casa. Y
entonces, cuando él captó en mí cierta solapada
complacencia, hizo algo abominable, tomó un
frasco de mentol y salvajemente exorcizó el lasti-
mado corazón de mis miserias y mientras me de-
sataba recorrió con su lengua el aro reseco de mis
labios como si de esta forma evocara el ritual ur-
dido en mis antípodas. Protesté con ira, y él
comprendió que era mejor dejar las cosas de ese
tamaño, malnacido, lo miré con odio y dolor y
entonces fue cuando me dí cuenta que, sin qui-
tarme de encima su cínica mirada, sonreía mien-
42
tras le daba vueltas y más vueltas al anillo debo-
das en su diestra.
43
¿Cómo soportar un sujeto tan ambiguo y ade-
más aquejado de unos celos que daban pánico?
Le miras el arete y con una sonrisa bendices tu
fortuna.
Ese arete te hace pensar en los gitanos y re-
cuerdas entonces lo que Edilma te enseñó. Co-
gías el mazo de cuarenta y ocho cartas, las
barajabas como Dios manda y luego lo hacías
corcar. Formabas una hilera de doce cartas y
cuando ya tenías frente a tí los doce montoncitos
de cuatro cartas te dedicabas a interpretárselas y
la verdad es que salían cosas con las que él se
identificaba: de izquierda a derecha, la primera
carta es la de la personalidad, la quinta es la del
amor y el sexo, la séptima su pareja y enemigos,
la décima la de la política y la sociedad, no en
vano quería él cambiar a este cochino país. Claro
que la última lo ponía pensativo, con aire grave:
era la carta de las frustraciones. Para consolarlo
y consolarte optabas por la tirada de los tres sie-
tes: tras barajar y cortar, formabas tres hileras de
siete cartas: la hilera de arriba es la de tu pasado
-o la del pasado de tu hombre-, la hilera del me-
dio es la del presente, y la última significa todo
lo concerniente al futuro. Para no abochornarlo
-al pobre casi siempre le salían espadas- le dabas
explicaciones heroicas y piadosas, y él como un
niño te pagaba la consulta en especie. Y a tí te
hacía bendecir la vida.
¿Cómo olvidar esos gratos resabios con los que
él vencía tus escrúpulos? ¿Cómo negarse a sus sú-
44
plicas cuando te pedía recorrer las fases de la
luna? Se hundía entre tus tabalarios y ante tus
gemidos, que te hacían pensar en el escozor pro-
ducido por el criminal mentol con que un día te
friccionó tu marido, se ponía a desvariar como
un hechicero: te hablaba de los anillos de Selene,
de la sortija camuflada entre tus mejillas menos
asoleadas, y tú tan feliz, y él dejándose enredar
en los círculos de tu consentimiento. Pero no da-
bas tu brazo a torcer. Siempre estuviste apegada
al lado más oscuro de la noche y por eso te asal-
taban los recuerdos: la sordidez de tu tía te atraía
de forma inexplicable, su alcoholismo extremo e
irredento y, lo que es peor, sus torcidas relacio-
nes, ese trueque de hembra a hembra que man-
tenía con su mofletuda compañera de orgías.
Estar siempre al lado de ese detritus con falda y
oírla narrar con los ojos empañados por el mor-
bo sus anécdotas más ruines era para tí la única
manera que tenías de vengarte de tu madre -su
hermana menor- y de palpar el sentido más es-
tricto de la piedad.
Puesto que de eso se trataba: en el fondo, por
esa época eras una especie de misionera laica y de
ahí tu devoción por cuanto desgraciado se cru-
zaba en tu camino -poetas, estudiantes indigen-
tes, uno que otro profesor adúltero- y cuya
única patria era tu lástima. Y al aceptar a seres
tan desmarcados de la realidad o tan canallas pa-
recías asumir tu propia, inédita vileza. Y vuelves
a mirar el rostro de Sanín e imaginas grandes ha-
45
zañas realizadas en la sombra y a nombre de las
más nobles causas. Recuerdas lo que te ha dicho
y que, en realidad, es lo que te ha cautivado: él
es el correo secreto de los altos mandos de la
insurgencia, heraldo de una inminente victoria,
paladín de la más justa de las contiendas. Pero de
pronto, al observar de nuevo el arete, te ves sumer-
gida en una historia reciente y que estuvo a pun-
to de matarte de dolor. En los períodos de
soledad volcaste tu vida en un cuaderno de ani-
llas, en cuyas páginas anotabas fragmentos de
canciones que te gustaban, trozos de poemas,
comentarios sobre películas, frases sueltas, pen-
samientos o, sencillamente, datos y compromi-
sos por cumplir. No se trataba de un diario ni
cosa parecida, sino de un atiborrado vademé-
cum con el que distraías tus ocios desde la súbita
deserción de tu marido. Hasta que llegó el día en
que a tu amante clandestino le dio por confesar-
te que ese cuaderno le daba mala espina. Te sor-
prendió su reproche y te reíste con ganas, y
suavemente le tiraste del arete, no seas tonto,
amor mío. Tres días después tu activista volvió a
decirte, en tono más lastimero que crítico, que
lo que anotabas en ese cuaderno rompía la co-
mún intimidad, hasta ahora tan completa.
Esta vez lo miraste llena de pesadumbre, algo
incrédula, pero no diste pie a mayores inciden-
tes. Una semana más tarde Sanín se metamorfo-
seó a tal extremo ante la simple vista del
cuaderno que, aterrada, se lo entregaste y le pe-
46
diste lo revisara para que advirtiera que nada ha-
bía en él que pusiera en duda la exclusividad de
tu afecto. Él lo hojeó, lo analizó atentamente y
con un gesto agrio te lo devolvió. Pero un día
después volvió a insistir en esa intimidad repar-
tida entre el papel y el verdadero amor, y tú, para
zanjar el asunto, le preguntaste qué era lo que en
realidad quería. Y él, como si nada, te dijo que
como muestra de tu amor debías entregarle el
cuaderno, que él lo guardaría, ya sabría qué ha-
cer con él. Se lo entregaste y la paz volvió a reinar
como si nadie supiera escribir en esta casa. Pero
una mañana, cuando te dirigías a tu trabajo, viste
cómo en una esquina próxima, apenas dos calles
más allá de tu casa, algo flotaba sobre el agua de
una alcantarilla atascada. Con horror descubris-
te los anillos desvertebrados del lomo del cua-
derno y alguna de las hojas con la inconfundible
letra de tus confidencias, manchadas por la tinta
verde desleída como una flor pútrida. No supiste
si llorar o gritar, te sentiste violada y encima ob-
jeto de la más sórdida de la mofas, y durante
todo el día estuviste como muerta. Pero al llegar
a casa todo lo olvidaste, volvió Sanín a precipitar
a costa de tu flagelada luna el eclipse que por lo
visto tanto le gusta a tus hombres, pensaste en el
enorme sufrimiento que tu amante debía sopor-
tar para hacer lo que hacía, y mientras le dabas un
suave beso en la oreja del anillo, como si le co-
municaras un íntimo mensaje, supiste que ahora
47
más que nunca y por encima de cualquier inter-
ferencia lo amabas de verdad y sin reserva alguna.
48
anillo de mujer casada, sin mentir del todo pero
sí un poquito, y cuando la relación con el prócer
clandestino agotó su plazo guardó con tristeza la
joya una vez más. Y pasaron entonces un otoño
y un invierno pero llegó la primavera y con ella
el íntimo interés de uno de sus colegas en la Fa-
cultad, y Ximena, más feliz que nunca, le arran-
có al nuevo depositario de sus obsesiones la
promesa de un Ahora sí llegó nuestra oportuni-
dad, vida mía, y el cofre volvió a abrirse y el anu-
lar exhibió otra vez el aro dorado, a espaldas de
la vicaría o del juzgado, aunque fue gracias a tanta
persistencia que el nombre del dedo se convirtió
en sinónimo de la ceremonia anterior, desplaza-
da por el nuevo gesto. Pero cuando el efímero
vínculo abrió paso a un afecto más vivo que, por
supuesto, sepultó a los anteriores, Ximena proce-
dió a borrar el nombre de la pasión difunta y en
su lugar hizo grabar el del último hombre que la
cortejaba. La pobre sortija adelgazaba a todas lu-
ces gracias al testimonio del amor por escrito,
aunque la memoria de los pretéritos afectos se
esfumaba como los polvos dorados que inscri-
bieron sus hazañas en el vientre de la joya, cada
vez más lastimada por la inconstancia de su due-
ña. Sobre los restos del anillo, un hábil paleógra-
fo del alma habría tenido que descifrar un
palimpsesto para descubrir las edades afectivas y
los verdaderos mensajes de pasión que habían
marcado la vida de esta mujer que, pese a codo,
no llegaba aún a los treinta años. Pero el mensa-
49
je, múltiple y reiteradamente escrito también
había sido múltiple y reiteradamente borrado, y
se había difuminado, como esa efímera certeza
sentimental, envuelta en las jornadas áureas que
desaparecían para que otras se tornaran cifra roja
en el calendario que agotaba, día tras día, sema-
na tras semana, el insaciable frenesí nupcial de
Ximena. Y fue Gustavo Esquive!, un hombre en-
trado en años, quien la hizo prescindir de esa
sortija tan ultrajada, convertida ya en un arabes-
co similar a una fina red por cuyos agujeros se
escapaban los nombres y la pasión, todos los ca-
prichos de la porfiada amante. Y él, enfrentado
al cuerpo de Ximena, todo lo reducía a anillos,
las aréolas de los senos eran cárdenas argollas que
enmarcaban los diminutos aros de los pezones
mientras que la saludable redondez de los cuar-
tos posteriores de la bella eran fases de una luna
que protegían, allá en el corazón del doble he-
misferio, el quasar, la sortija magna, balsámica
rosa mundi con sus sabores y fragancias, antaño
lastimada por el esposo y vuelta a deshojar, una
y otra vez, por el celoso clandestino. Y tras él,
legiones sucesivas de devotos practicantes de la
astermanía más gozosa. ¿Te duele el deseo?, le
preguntaba a Ximena el nuevo amante y cuando
ella vacilaba entre la respuesta y el gemido él le
tapaba dulcemente la boca, se calzaba el aro de
sus postrimerías y se dejaba ir, temerario y fecun-
do en sus afanes. Ella suspiraba, y tras comprobar
que la aspersión la clavaba en el centro de una ga-
50
laxia bastante frecuentada, vagaba entre recuer-
dos y conjeturas dichosas.
Y cuando él la abordaba de esa forma, ella
pensaba en otra de las enseñanzas de la negra
Edilma, la tirada del Círculo Encantado. Lo lla-
maba al orden y tras barajar, le pedía cortar y
luego ellc:1. formaba un círculo con diecinueve
cartas, todas descubiertas. Dejaba pasar las cartas
numeradas, pero cuando aparecía la primera
figura -sota, caballo o rey- y en dirección con-
traria a las manecillas del reloj, comenzaba la lec-
tura e interpretación. Cuantas más cartas
blancas aparezcan, mayor es la fortuna del
consultante, sobre todo ases y las tres últimas de
cada palo. Casi siempre la lectura redonda les
ofrecía cartas de copas y bastos, cartas que tenían
que ver con buenas noticias y amistades positi-
vas. Pero la tirada del Círculo Encantado, de la
que se volvieron adictos, comenzó a perder inte-
rés cuando las espadas se prodigaron más que en
Los tres mosqueteros. La sombra de una grave
amenaza comenzó a dibujarse y ella, que de eso
ya sabía mucho, abandonó este juego.
Fue Esquivel quien, presuntuoso, un día dijo
comprender el que, como en las fábulas de la in-
fancia, Ximena hubiera tenido que besar mu-
chos sapos antes de encontrar a su príncipe, a lo
que ella respondió con una evocación extraña.
Una mañana, cuando jugaba con su hermana
Patricia, encontró un sapo en el jardín y ambas
se dedicaron a un juego perverso: lanzaban el
51
sapo contra el techo de la sala y al caer intenta-
ban aplastarlo con una vieja plancha metálica.
Su madre las sorprendió y, como castigo, las des-
nudó y encerró en su cuarto. Al atardecer, ya li-
beradas de su confinamiento, las dos muchachas
se cruzaban ambiguas miradas y exhibían una
sonrisa depravada al tiempo que les comentaban
a sus hermanos y primos que en sus horas de
cautiverio habían descubierto una nueva di-
versión y que se habían dedicado a lo que a par-
tir de entonces llamaron el juego del sapito. Y
fue precisamente Esquive! quien le regaló a Xi-
mena un nuevo anillo, ornado con una esmeral-
da reina escoltada por dos pares de diamantes que
-como decía el poeta- fueron antes de amantes
de su mujer. Sólo que el tan anhelado obsequio
llegó al ávido dedo de Ximena acompañado de
una carta varias semanas después de que el señor
de los anillos se hubiera esfumado y, lo que fue
aún más grave, la fecha de la carta y la grabada
en el interior de la sortija tenían la cruel virtud
de registrar la misma cronología: la del día en
que X imena descubrió que Esquive! ya hacía por
lo menos un mes la había olvidado.
52
O SI NO, pónte en mi lugar. Con su aspecto de
agente de pompas fünebres se introdujo en El
Recreo de los F.-ailes como la serpiente en el jar-
dín del Génesis. Y lo del Génesis no es una in-
vocación gratuita. Citaba sin cesar ése y otros de
los libros mayores y no le dí al comienzo la me-
nor importancia, pues gente como él toca de
puerta en puerta todos los días y lo peor que le
puede ocurrir al vecino despistado es encon-
trarse entre las manos con una Biblia a plazos.
Pero al cabo de unas semanas lo que yo consideré
una más de las chanzas pesadas a que me tiene
acostumbrado mi hija comenzó a convertirse en
un tremendo dolor de cabeza.
Hablaba como los dioses - citaba a Isaías y a
menudo soltaba uno que otro proverbio, se apo-
yaba en los Reyes o rebatía a los Jueces y cuando
las cosas no le salían bien se remitía al Libro de
los Números- y al final tuve que admitir que su
doctrina era menos ostentosa que su semblante.
Miraba a Leo nora con tan pastoral devoción que
53
nunca pude sospechar que detrás de esa mirada
se escondía el ancestro de una fe vituperada. Un
capricho más de mi hija, me dije al ver cómo el
sujeto se volvía habitual en casa, aunque debo
confesarte, querido Manosalva, que nunca pude
tragar las creencias de esa religión tan confianzu-
da que obliga a sus fieles a tratar a los demás
como conserjes, sea el interlocutor un ministro,
la directora de Bienestar Familiar o el mismísi-
mo Fiscal General. Si vieras la desfachatez de sus
modales: no les da la mano, los tutea y ni modo
de hacerle quitar el sombrero. Yo he aguantado
todo esto por Leonera, ya que si le expulso a su
amigo a lo mejor se larga con él, como cuando
se hizo hippy y se fue a vivir a una comuna en
Providencia, o cuando le dio por tragar sólo hor-
talizas y comenzó a frecuentar a los Hare Khris-
na de Las Nieves y a vestirse con túnicas de
ésas que hacen recuperar el olor de la guayaba.
Mucho tacto, me dije en consecuencia, no vayas
a espantarle el cuáquero a tu hija. Por eso, como
ya te comenté en otras cartas, me hice el de que
la cosa no es conmigo, aunque ahora todo es di-
ferente pues al fulano se le ha metido en la cabe-
za nada menos que la idea de convertirme a su fe.
Así como lo oyes.
Comenzó por llamarme la atención sobre he-
chos aparentemente irrelevantes, como algunos
de los hábitos domésticos de muchos vecinos
de la urbe, que se visten diariamente de color
perro triste como él aunque no militan en su
54
doctrina y m siquiera son deudos de nadie.
Otras veces, en cambio, y como te decía al co-
mienzo de la presente, acierta de lleno en el co-
razón de nuestra insensatez. La semana pasada,
por ejemplo, me sorprendió con la pregunta más
genial del mundo. Sin quitarse el maldito som-
brero, me preguntó por qué razón en esta ciudad
llaman Fama a los expendios de carne. No había
pensado en eso, te lo juro, pero la intriga semán-
tica comenzó a corroerme y al final tuve que
reconocer la sabia malicia de nuestros conciuda-
danos al convertir en picadillo de hígado, chatas
y hueso de aguja todo aquello que cimenta la
dignidad, porte y prestigio de algunas personas,
para no hablar por supuesto de la grandeza de las
naciones. En cualquier caso, debo admitir que
eso de Fama es mejor que carnicería, que es lo
que ocurre todos los días en los campos patrios
cuando se encuentran las más bravas facciones
de nuestros seis ejércitos. Y así, llevado por el
hilo de la disquisición filológica, volvió a asaltar
mi curiosidad al indagar sobre el por qué de la
carne de muchacho en ciertas Famas, y te juro
que si no hubiera sido por la súbita irrupción de
Leonera en el estudio estrangulo al maldito cuá-
quero y luego me hago vegetariano.
Pero si la aparición de mi hija evitó un cri-
men, estuvo en cambio a punto de desatar otro.
¿Cómo explicarte, Manosalva, el aspecto de la
pobre muchacha? Un difuso color, entre el gris y
el negro, le da un tinte conventual a su atuendo,
55
el cuáquero me la desgració y ni modos de me-
terme donde no me importa. ¿Recuerdas lo jo-
vial, lo alegre, lo divertida que era? ¿Cómo
olvidar su bella tez, como de terciopelo, sus pár-
pados satinados con polvos de perla madre?
Ahora es una larga mancha de tinta, sin botones
en las mangas ni en la opulenta pechera, con un
chambergo tan estilizado que transforma su lin-
da cabecita en una enorme letra te, la dorada
melena de otras épocas convertida hoy en un
peinado estilo recluta, una infamia que ni te
imaginas. ¿Cómo podía suponer yo que los an-
tojos de mi hija por comer cereales iban a tras-
tocar el orden de la casa? La culpa la tiene su
amor por la ecología, su simpatía por la con-
tracultura, su obsesión por el Tercer Ojo y esas
cosas exóticas que le quitaban el sueño. Había que
ver la ternura con la que pedía protección para los
sauces llorones, lo que incluso le mereció un
voto de aplauso de los Verdes nacionales. No
menos hermoso fue su gesto cuando pidió la
abolición de los manicomios y el consiguiente
exclaustramiento de todos los locos. O cuan-
do, llevada por un orientalismo de última hora,
quiso practicar a fondo todo lo que había apren-
dido sobre el erotismo Zen y se dedicó, para
goce suyo y pudor mío, a imitar las aventuras de
una tal Candy con cuanto indonesio, nipón o
camboyano se le pusiera al alcance de sus apeti-
tos. Y como si esto fuera poco, ya podrás ima-
ginarte la guachafita en Alfa Beta, todos los
56
colegas de la programadora tomándome el pelo
a causa de la súbita gerontofilia de mi hija, ena-
morada de un cuáquero que me lleva diez años
de edad y a ella como cuarenta. Y yo que pensaba
que todos los cuáqueros eran como los pintó
Brillat-Savarin, ¿recuerdas? En el diálogo entre el
autor y su amigo, que sirve de aperitivo a su
Fisiología del gusto, el sibarita cuenta una anéc-
dota que encontró en un drama preocupante-
mente titulado The natural Daughter, toco
madera El héroe del drama es un cuáquero joven
y hermoso que se presenta en la escena con traje
pardo, su gran sombrero chato y el pelo liso;
todo esto, por supuesto, no impide que esté ena-
morado. Aparece como rival suyo un fatuo que,
envalentonado por aquella presencia y por la
tranquilidad que la acompañaba, se burla de él,
escarneciéndole y ulcrajándole hasta tal punto
que nuestro joven, acalorándose poco a poco, se
llena de furia y planta un bofetón mayúsculo so-
bre el impertinente provocador. Sacudido el bo-
fetón vuelve a su estado habitual de compostura
y recogimiento, diciendo en tono afligido ¡Ay de
mí, creo que la carne ha podido más que el espí-
ritu ... ! De pronto me sucede algo parecido y no
quiero que esto ocurra, Manosalva. Me absten-
go de provocarlo, aunque te cuento que El Re-
creo de los Frailes, siempre tan plácido y amable,
es ahora una fuente de murmullos y risas, una
coral de solapadas burlas cuando ven deambular
57
a tan extraña pareja, a la que llaman Totem y
Tabú.
Te preguntarás entonces por qué armo tanta
alharaca, yo que siempre hice gala de ser tan de-
mocrático y tolerante en mis relaciones con la
gente. Me explico: que L~onora no se quite el
sombrero ni para dormir no ·me preocupa; que a
la hora de comer sea más frugal que una golon-
drina, tampoco; que siempre tenga a flor de la-
bios una plegaria o un proverbio, menos.
¿Entonces? No son, pues, sus costumbres las que
me inquietan, por más extravagantes que parez-
can. Lo que no puedo resistir es que el maldito
sujeto se meta en mis asuntos. Cuando supo que
nuestra sirvienta iba a dar a luz se apresuró a ca-
tequizarla y, a nombre de su doctrina, aún antes
de haber nacido la criatura, le arrancó a la pobre
Marvel la promesa de no bautizar al vástago,
pues el bautismo -afirma el insensato- es una
aberración revisionista. Y si hubieras oído el ser-
món que a continuación le echó a la fámula por
entregarse a la concupiscencia y parir sin saber a
quién pertenece la semilla que engrosó su vien-
tre. Y encima me obsequió un guiño ambiguo.
Pero hay algo más. Cuando tengo invitados en
casa irrumpe en la sala sin ninguna contempla-
ción, con el sombrero bien calzado, sin saludar a
nadie y, lo que es peor, tuteando a la gente como
si se conocieran de toda la vida. Obviamente,
quien paga las consecuencias soy yo. Más de un
quórum se me ha desbandado con la sola pre-
58
sencia del cuáquero ése y encima me pregunta
por qué son tan maleducados los fugitivos. Leo-
nora, conmovida un día por mi semblante de
tiza, me confesó que su novio invadía mi recin-
to adrede, pues forma parte de su fe repudiar y
combatir el placer y la vida social, la: confraterni-
zación galante y esas cosas. Le pregunté enton-
ces cómo demonios se las arregló él para
cortejarla y su respuesta fue de antología. Me ha-
bló de mi condición de gusano -dijo- y luego me
invitó a comer avena en un sitio llamado La gata
golosa ... ¿Te imaginas, Manosalva, qué piropo
tan eficaz?
Leonora me contó que su novio había crecido
en los campos de Pennsilvania o por ahí cerca,
que había rodado por éste o aquél lugar y que a
nombre de sus creencias se había negado a pres-
tar el servicio militar, aunque a la vista del pelo
ralo de mi hija supongo que es ella quien ahora
milita en armas. Para que te dés cuenta a dónde
puede conducir eso que los liberales llaman ob-
jeción de conciencia.No jura ni maldice ni se
enfurece y tal actitud me saca aún más de quicio
pues recordarás lo divertidamente boquisucia
que era mi hija cuando andaba de novia con el
alférez Prisco. Claro está que eso lo heredó de
la buena de su madre, a quien afortunadamente
no he vuelto a ver desde que se largó con ese
tipo a quien llaman Crisanto el Duque. A
propósito de ese fulano, ¿todavía crees que no
hay justicia en este mundo? Le arrastraba el ala a
59
mi hija y tuvo que conformarse el pobre con las
ansias todavía despiertas de mi mujer, y yo sé lo
que eso significa: baba y gimnasia hasta que can-
te el gallo.
De todas formas, si algo me encabrita es cuan-
do el cuáquero interrumpe mi trabajo, fisgonea
entre mis papeles y encima me suelta sus jacula-
torias. El pasado martes, cuando revisaba el ma-
terial que me enviaste para completar el guión
sobre la serie de Arabella, estuve a punto de es-
trangularlo. No sólo tildó de obscena mi dedica-
ción a resucitar casos escabrosos, como llamó a
la tragedia de la bella muchacha, sino que se
puso a dar exclamaciones cuando supo las cir-
cunstancias que rodearon su suicidio. Ni que yo
la hubiera instigado a volarse la tapa de los sesos.
Y ahora que lo pienso, Manosalva, te cuento
que se me han ocurrido algunos cambios en el
guión. En cualquier caso son alteraciones míni-
mas, por lo que el libreto original obedece, gros-
so modo, al siguiente argumento: Jacobo
Arbenz se tambalea en el poder y ante las prime-
ras escaramuzas de la facción enemiga emprende
el camino del exilio. Creo que esta inicial secuen-
cia debe presentarse como un prólogo apoyado
con material documental. Se impone, pues, una
minuciosa consulta en los archivos, en busca de
reporters y noticiarios de la época, la elaboración
de foto-montajes y de todo recurso técnico que
contribuya a darle un sentido realista a la his-
toria. Ayer mismo le dije a Bohórquez que se
60
ocupara de la selección del material, esencial para
conciliar lo documental con lo argumental, pues
ahí está la clave del proyecto. Pero prosigo con el
libreto. Todo se inicia, en sentido estricto, con el
exilio de Arbenz y su hija Arabella, quien crece y
multiplica su belleza en tierra de infieles, aunque
una misteriosa ternura se apodera de su sem-
blante. Un mal día conoce a ese torero andaluz
que le hará la faena de su vida: la corteja, le da
. .
vanos pases maestros, se casan y Juntos re-
corren las grandes plazas donde la fiesta es rito.
En la versión definitiva quiero insistir en un he-
cho que no sé si responde más a la ficción que
a la realidad pero que considero crucial: di-
cho torero se hizo célebre por haber participado
en la película El churumbel de La Maestranza,
anécdota que habría de conmover mucho a la
sensible Arabella al extremo de ganarla pronto
para su causa. No estaría de más glosar visual-
mente el proyecto con fragmentos de otra
película, realizada en Hollywood y protagoniza-
da por Arabella, con guión de un escritor muy
importante y que nada tenía que ver con la espa-
ñolada interpretada por su marido. Considero
que, en este sentido, mucho nos ayudaría la por-
tada y el reportaje fotográfico que la revista Love
le dedicó a nuestra heroína. En fin, todo marcha
bien para la pareja de recién casados hasta ese
patético día en que nuestra propia capital sirvió
de escenario a la tragedia. El churumbel triunfa
en la Plaza de Santamaría y es sacado en hom-
61
bros por los aficionados. Arabella no cabe en sí
de gozo y satisfacción y quiere celebrar el triunfo
con su marido pero éste la disuade y dice que
mejor se reúna con él dos horas más tarde, pues
tiene que arreglar algunos asuntos con su apode-
rado, a quien, por otra parte, le atribuye el espal-
darazo de su buena suerte. Le sugiere se divierta
durante el lapso de la espera con las Mallarino,
que como bien sabes se vuelven locas por los to-
ros y toda la panoplia de matadores, muletillas y
mozos de espada. Se van, pues, a una tasca pero
de pronto Arabella se siente mal -tal vez la man-
zanilla, las aceitunas o ese jabugo medio raro- y
decide regresar al hotel. Al abrir la puerta la sor-
prende el frenesí que irradia el Vals de los Torea-
dores, puesto a todo volumen, aunque algo más
la deja paralizada en el umbral: el apoderado, en
efecto, le da un espaldarazo a su marido en esa
posición que tanto le gustaba a los griegos, des-
nudos en su ejercicio como su madre los echó al
mundo. Ante semejante espectáculo cobró senti-
do la pregunta del cuáquero sobre el por qué
de la carne de muchacho y el apelativo de
Fama dado a las carnicerías, sobre todo si se con-
sidera que el protagonista era un matador es-
poleado en salva sea la parte por un apoderado
que, como dijo alguien y en vista de los hechos,
bien podría ser su mozo de espaldas. Escandali-
zada, fustigada por la vergüenza y el dolor, Ara-
bella huyó al cuarto contiguo e inq1paz de
sobrellevar tanta ignominia se pegó un tiro. Di-
62
vulgados con minuciosidad casi morbosa los
acontecimientos, que muchos considerarían
sórdidos si no hubieran sido reales, toda la
ciudad se conmovió y en medio del estupor El
churumbel de La Maestranza y su apoderado de-
saparecieron. JacoboArbenz, en un epílogo que
argumental y técnicamente traza la simetría
con el prólogo, prosigue su exilio por el mundo
has.t a que un día alguien encuentra su cadáver en
una tina llena de agua hirviendo.
Si vieras la cara del cuáquero cuando term.inó
de leer el guión, aunque no sé si su asombro obe-
decía a la trama o al título que le has puesto y
que aún no me convence. ¿No crees que La últi-
ma de los Arbenzerrajés es un título que puede
prestarse a equívocos? No faltará incluso quien
lo considere una falta de respeto: razones políticas
por la prestancia de Arbenz, tú sabes. Aunque
suene algo cursi, prefiero La diva y el matador,
que fue el título que le dio Aníbal Pontevedra a
su ~daptación. En cuanto a la reacción del cuá-
quero, te cuento que no sólo perdió los estribos
sino que al mesarse bíblicamente los cabellos se
le cayó el sombrero. Una vez más invocó a Isaías
y mientras recogía su chambergo pude apreciar
por fin su secreto, una airosa y blanca melena,
pluvial como la de los profetas que tanto citaba.
De nada me sirvió explicarle, incluso con la ayu-
da de mi hija, que todo lo que acababa de leer
era verdad y que había ocurrido en esta ciudad
un par de décadas atrás, que se fijara en las cró-
63
nicas fotocopiadas de El Tiempo y El Especta-
dor, periódicos que con todo lujo de detalles cu-
bri<:!ron la tragedia, y si no le mostré los recortes de
El Siglo fue por la inveterada tendencia de este
diario a la censura. El cuáquero no me creyó ni
siquiera cuando, contra _mi costumbre, abundé
en información sobre algunos de los aspectos bá-
sicos ·del libreto para la serie de televisión ni
cuando le expuse el criterio de la programadora
y sólo pareció calmarse cuando le conté que el
mayor patrocinador del proyecto era u.ria cono-
cida multinacional de cereales.
Te preguntarás, Manosalva, el por qué de tan-
to escándalo, si .al fin y al cabo mi futuro yerno
-Dios me coja confesado- parece haberse olvida-
do de lo que llamó acusado gusto por lo escabro-
so. Sin embargo, lo que no puedes imaginarte
siquiera es la antol0gía de muecas que le ha con-
tagiado a la pobre Leonora. El cu~quero, al verla
contoneándose como si tuviera el mal de $an
Vito, sonríe, pero no de placer o lasciva sino de
sagrada expectación. Por todo ello, al borde de
la desesperación, decidí llamar por teléfono a
Cepeda, que como bien sabes tiene un hermano
que milita en la iglesia del Séptimo Día. Estable-
cido el contacto, el místico no sólo estuvo a pun-
to de retirarle el saludo a su hermano sino que
me increpó en feos términos por mantener tratos
con herejes, según dijo. Le expliqué que yo no me
iba a convertir ni nada parecido, sino que era mi
hija quien había caído en las garras de una secta
64
rarísima y que necesitaba recabar información an-
tes de que fuera demasiado tarde. El otro se llenó
de malsana curiosidad, me pidió le detallara los
gestos y mohínes a que se dedicaban Leonora y
su pretendiente y al final, tras un largo silencio
salpicado de toses al otro lado del aparato, dijo
algo que me pareció sorprendente: que todo
cuáquero es contorsionista porque cuáquero
·quiere decir, precisamente, el que se contorsiona
y hace muecas. Y fue entonces cuando creí que a
mi hija se la llevaba el diablo, pues basta que
llegue un amigo a casa para que la feligresa lo ob-
sequie con una larga sesión de expresión corporal
y de ñapa se ponga a hacerle toda clase de gestos,
como si estuviera embarazada o tuerta. Y lo más
curioso es que mis invitados, al ser recibidos de
semejante forma, sospechan una nueva moda y
para estar lo que se dice in se dedican a imitarla,
pero no sólo en sus contorsiones y muecas sino
también en la indumentaria, por lo que cual-
quier reunión que celebro en El Recreo de los
Frailes se convierte ipso facto en una cuaqueri-
zación colectiva.
¿Comprendes ahora sí mi desgracia? Toda mi
casa se ha convertido en una secta y hasta yo mis-
mo, a la hora del afeitado diario, me he sorpren-
dido haciéndome muecas, sacándome la lengua
y dando una que otra voltereta ante el espejo.
Sospecharás, pues, que tales cosas no pueden se-
guir así. Por eso, pese a mis reservas, volví a
llamar al militante del Séptimo Día y le expuse
65
mi bochorno. Entonces, como si se lo ordenara
su Dios, se obstinó en convertirme a su fe, ima-
gínate la bromita, por lo que no tuve más reme-
dio que mandarlo a la mismísima porra. Pero al
día siguiente, como arrepentido por la conducta
de su hebdoestúpido hermano, Cepeda me hizo
llegar un paquete con una tarjeta. La nota decía
que no me deiara persuadir por mi hija y menos
por su pretendiente y que adjunto me remitía un
libro que, bien leído y digerido, sería de inmenso
provecho para mí. En efecto, abrí el paquete y
encontré las Lettres Philosophiques, en la edi-
ción Garnier del año treinta y nueve. Y minucio-
samente subrayadas en rojo las cuatro primeras
cartas, que tratan sobre los síntomas y remedios
aplicables a la enfermedad que amenaza con
diezmar mi casa. Las leí de un tirón y es por eso
que te escribo con tanta prisa, pues se me ha ocu-
rrido que estamos aún a tiempo de hacer .algunos
cambios en el guión de la serie. ¿Hasta qué pun-
to es inalterable la decisión de los directivos de
Alfa Beta de ofrecerle a Estefanía San tana el pa-
pel de Arabella? Es cierto qu~, tras la desapari-
ción de Sofía Parkinson -quien desde ~n
comienzo fue la candidata ide,al para protagoni-
zar la telenovelá.,.;:.;· en nuestró Hollywood local
sólo destacan con estilo propio Estefanía y Laura
Dávalos. Y si bien Laura es la mejor actriz de
estos parajes, su edad rebasa un poco nuestros
propósitos. En cuanto a Estefanía, temo que su
belleza arrecha y morena poco tenga que ver con
66
el ánimo más bien frío y rubio de nuestro per-
sonaje. Pienso que, como quien no quiere la
cosa, tú podrías conversar con esos viejos
maricas de la programadora y luego intentar
convencer a mi hija para que, dada su gran pre-
disposición al histrionismo, interprete a la sufri-
da Arabella. Y ya metidos en gastos y fieles al
nepotismo que nos invade, ¿quién mejor que el
cuáquero para que a nombre de Arbenz se con-
torsione en la tina de agua hirviendo? En cual-
quier caso, y al margen de tus gestiones al
respecto, no pierdo la esperanza de recuperar a
Leonera por vías ajenas al género dramático, y
motivos no me faltan. Tan grandes han sido las
preocupaciones que su comportamiento último
me han acarreado que incluso añoro los días en
que iba por ahí, de la cama de uno al catre de
otro, en pleno ejercicio de una mística sexual
que la colocaba al borde mismo de la santidad.
Y lo que puede aplicársele a la inquieta mucha-
cha que guiaba sus pasos hacia horizontes de
perfección espiritual por la vía erótica es tam-
bién válido a la hora de comprender sus ra-
zones, pues como el autor de las Lettres
Philosophiques dice m~y bien Elle ne savait
pas combien elle était vercueuse dans le crime
qu' elle se reprochait ...
Y fue tal vez apoyado en esa sospecha por lo que
anoche coloqué descaradamente el libro de
Voltaire sobre su almohada. ¿Qué buscaba con
todo eso? Si de lecturas se trata, pensé, por lo
67
menos las cartas del francés son más entretenidas
y convincentes que las que su novio le dio a leer
la otra tarde. No te imaginas cómo se me remo-
vió el alma al ver a Leonora sumergida en la lec-
tura de un volumen de cartas titulado Arte de
cortejar, para los cuáqueros... Pero parece que no
todo está perdido, pues acaba de suceder algo
extraordinario, por lo que deduzco que la fortu-
na ha decidido recompensarme de tantos des-
calabros. Tras desearme risueña los buenos días,
Leonora me devuelve el libro y su aspecto me
deja estupefacto. Aunque vestida de color gris
barro, como lo ordena la moda cuáquera, el
sombrero deliberadamente ladeado deja entre-
ver un coqueto mechón de su dorado cabello,
algo impensable ayer, de la misma forma que los
pómulos aparecen acentuados gracias a un blush
de tono rosa coral. Y mientras las pestañas exhi-
ben enhiestas un color mate en verde menta,
como en los buenos tiempos, algo de rouge fulge
en sus hasta ahora frugales labios. Sin embargo, el
inesperado look de mi hija ofrece una nueva y
radical sorpresa: un par de tímidos botones de
nácar en las mangas de su ascética blusa y un
foulard escarlata, tal vez para que el agravio contra
su indumentaria de la víspera sea más evidente.
Ahora mismo escucho el timbre de la puerta
y Marvel, siempre atenta a la voz de su amo, co-
rre a abrir y mientras le franquea el paso a lama-
gra figura del cuáquero yo te digo hasta pronto,
Manosalva, espero tus noticias pues las mías se
68
confunden con la expectativa del momento pre-
sente: el rostro desencajado del intruso ante la
insolente balleza de Leonora, que se acaricia el fou-
lard y le sostiene la mirada como si fuera un de-
safío: vientos de cisma se ciernen sobre mi casa.
¿Te imaginas qué daría con tal de poder decirte
que la pesadilla se ha desvanecido, que la alegría
y la sensatez terminaron por imponerse y que
por fin El Recreo de los Frailes ha vuelto a ser lo
que su nombre indica?
69
LA BANDA SONORA lo conmin6 a cerrar los ojos y
el juez Baena se arrellan6 aún más en la vienesa.
Ni siquiera las más s6rdidas noticias del día pu-
dieron distraer su atención de las inquietudes
que comenzaban a embargar su ánimo. Las
fanfarrias que escoltaban con abierta estridencia
los créditos del noticiero dieron paso a la voz me-
lodiosa de la presentadora y luego a los titulares
que en alarmantes mayúsculas desgranaron un
rosario de sucesos no aptos para gente crédula. El
viejo juez, sin embargo, parecía estar al margen de
la cuota de oprobio que subrayaban las imáge-
nes de la pantalla y se esforzaba en encontrar
en el ancho espacio de sus prevenciones algo que
confirmara su actitud alerta. Fue entonces cuan-
do la tesitura de la voz de su hija lo sacó del ma-
rasmo presente.
Siempre se había sentido fascinado por la voz
de Victoria -nombre que la joven cambi6 por el
de Vicky cuando comenzó a ser conocida en el
medio de la televisi6n- al punto de apreciar en
71
su timbre algo que lo remitía a lo único que
para él respondía a la noción de música: las
treinta y dos sonatas del sublime sordo. Pero trein-
ta y dos son muchas voces, piensa el juez mien-
tras observa los viejos discos de acetato, con
las a su parecer insuperables interpretaciones
de Gleichenstein, apiñados junto al fonógrafo
de manivela, y que él prefería a versiones más
recientes, incluso ya canonizadas por la crítica.
Entre todas las sonatas se inclinó desde el co-
mienzo por la cuarta de la serie, la opus siete en
mi bemol mayor, mejor conocida como La
Amorosa, y cuyos movimientos parecían
ilustrar en el orbe sonoro los cuatro estados del
alma de su hija.
En efecto, cada vez que el juez escuchaba su
voz pensaba en el inicial Allegro molto e con
brio y luego se dejaba llevar por el Largo con
gran espressione, aunque el momento máximo
llegaba cuando sus tímpanos se encendían con el
Rondó poco allegretto e grazioso, y entonces no
tenía más remedio que suscribir las razones que
tuvo el genio para dedicarle esta obra a Babette
von Keglevics. Y fue gracias al entusiasmo de su
padre por su voz, rescatada de la rutina merced a
la evocación de esta sonata, que Victoria, en una
nueva etapa de su evolución onomástica, dejó de
llamarse Vicky y pronto pasó a ser conocida
como Babette. Para todos quedó claro que a es-
tas alturas la joven diva creía que su nombre bau-
tismal y su abreviación eran algo así como motes
72
vulgares, apelativos dignos de tipas dedicadas al
meretricio, ni más ni menos que el bochorno de
llamarse Lulú, Concha o Lolita. Además, dada
su profesión, llamarse Victoria era tanto como
cambiarle el sexo al célebre perrito que atento
escucha la voz del que manda junto al fonógrafo
de antaño. Y ella no estaba para bromas. Con-
cluyó entonces que Babette Baena era el nombre
conveniente -no se hable más- y pronto su cara
y su acento consiguieron por fin para su vanidad
el reconocimiento que una fugaz y poco afor-
tunada experiencia como modelo había retra-
sado. Y ello con razón, pues lo cierto es que
nadie en su sano juicio y por muy bien que mue-
va el culo se atreve a competir con Lorena Ca-
margo en las pasarelas.
El viejo estuvo a punto de vencer sus p reven-
ciones y quiso abrir los ojos pero pronto desesti-
mó ese impulso, pues el solo rostro de Victoria
-para él su hija siempre se llamaría así, pese a que
en el fondo encarnaba su más honda derrota- le
araña ahora desde la pantalla un lugar muy sen-
sible en la memoria. Salvo la voz, su hija era
idéntica a Susana, su exmujer, y por nada del
mundo estaba dispuesto a amargarse el día dedi-
cándole a la arpía ni siquiera lo que se dice un
mal recuerdo. Los ojos enormes, la nariz fina y
arqueada, los labios gruesos y húmedos y, sobre
todo, los pulcros dientes, lo remitían a la cono-
cida geografía facial de su cónyuge. Por eso,
desde que Babette Baena comenzó a presentar
73
el noticiero de la noche, llamado Televésper, el
juez sacrificaba sus ocupaciones y se dejaba aca-
riciar por la sedosa voz de su hija, y para evitar
las evocaciones que el rostro de Susana le suge-
rían, cerraba los ojos y escuchaba el relato de los
acontecimientos del día, abandonado en la vie-
nesa. En otras ocasiones, procedía a aumentar el
volumen y sin hacer caso de las imágenes se li-
mitaba a escuchar, como si se tratara de la radio,
mientras se dedicaba a labores diversas.
El Televésper se había impuesto en las prefe-
rencias de la audiencia y todo coincidía con la épo-
ca en la que Babette se había hecho cargo de la
locución de las noticias. Como si de esta forma
fuera fiel a la escabrosa situación del país, la ban-
da sonora salía al aire marcialmente confundida
con un arreglo de las frases liminares del Himno
del Bárbula, en tanto que, al fondo, sobre un
enorme mapamundi, la cámara destacaba el lo-
gotipo del noticiero, un búho presto a levantar
su vuelo. Y fue tal vez gracias al gran parecido
entre los enormes ojos del ave y los de la presen-
tadora que los televidentes pronto decidieron
apodar Telebúho al programa. Babette iniciaba
indefectiblemente las noticias con la frase El
búho de Minerva levanta su vuelo al anochecer...
y a continuación invitaba a la teleaudiencia a le-
vantar el vuelo en su compañía. La programado-
ra supo sacarle partido a la amplia acogida del
telediario y no tardó en clasificar a la audiencia
en Minerválidos, o sea quienes sintonizaban el
74
canal del búho noticiero, y Minusválidos, es de-
cir, los adictos a los anodinos canales de la com-
petencia. El juez cerraba los ojos al escuchar el
primer toque de trompeta y así, entre la resigna-
ción y el espanto, digería sin inmutarse las sor-
presas del día.
Pero hoy ha habido un cambio en su actitud.
Por más que se lo propuso no pudo mantener
cerrados los ojos y por primera vez la voz de su
hija evocó la fisonomía de su exmujer, y la ine-
vitable y molesta asociación lo irritó. Aumen-
tó el volumen del aparato y mientras
escuchaba con particular atención, no las noti-
cias sino el registro minucioso de la voz de la pre-
sentadora, quiso ausentarse, dedicarse a lustrar
los marcos de plata de la vasta colección de
portarretratos que descansaban sobre la consola,
hacer cualquier cosa, esfumarse. Miró con aten-
ción las fotografías, el rostro desvaído de los
abuelos, más allá las solteronas tías Munévar y
Santamaría, una triste galería de afectos difun-
tos. Por doquier aparecían fotos de la infancia de
Victoria y al lado, ya infladas de pubescente su-
ficiencia, sus primas Catalina, Paula y Mercedi-
tas. No un gineceo sino un grandeseo, sonrió el
juez -Eso me pasa por leer las atrocidades que
escriben Monsalve y Ontiveros-, aunque la ver-
dad es que muy célebres se habían vuelto las
mujeres de la parentela, tal vez por lo catredis-
puestas que habían salido. ¿Cómo no pensar en
ellas, sobre todo en la esposa de Armando Ola-
75
ya, esa Lucrecia que, suma de todas sus infames
tocayas, era más infiel que Saladino según el
criterio de los Cruzados? Pero, ¿de qué sopren-
derse? Esas cosas se llevan en la sangre, y aquí el
juez no puede menos que pensar en la que fue su
mujer, incapaz de evitar una glosa a posteriori
sobre sus aventuras, pues era tan culipresta que
no había dejado títere con bonete entre la ma-
gistratura. Tan ardientes eran sus ardides
' que pronto pasó a ser conocida como Susana la
arrecha, mote que otros, más cultos e informa-
dos, cambiaron por el de Teodora, en honor a la
pervertida cónyuge de Justiniano, el padre de las
Pandectas e lnstitutas.
Una extendida conseja afirmaba que Susana
la arrecha había cometido más estragos entre
los miembros de la Judicatura de este país que
los militares e insurrectos que se batieron a tiros
a nombre de la ley y dejaron convertida en ceni-
zas la sede de la Suprema Corte. Pero el mayor
escarnio -y que en realidad fue lo que precipitó
su separación- se derivaba de las relaciones de la
mujer con un par de miembros del Tribunal
Superior del Distrito Judicial, con un juez del
Circuito y, lo que resultaba aún más bochorno-
so, con un Prefecto de Provincias. Estos escán-
dalos, hábilmente orquestados por cierta
prensa, fueron conocidos bajo el bíblico aun-
que infamante apelativo de Susana y los Jueces.
Pese a que el Libro de Daniel absolvió a Susana,
la prensa local se cebó en ella, por lo que el juez
76
Baena, dispuesto a cortar glosas e incisos, no sólo
se dio de baja en la magistratura sino que tras
una década de sinsabores repudió a la arrecha y;
además, en un acto que sorprendió a todo el
mundo, unió la suerte de su hija a la de suma-
dre cuando las extraditó a un Ponto Euxino
sen timental.
¿Qué había ocurrido? Para algunos, el juez ha-
bía cimentado su venganza en un bastardo sen-
tido del pudor: la víspera de Navidad de hace
catorce o quince años esperó a su esposa a la sa-
lida del motel que frecuentaba con el Prefecto y
en una limpia muestra de desprendimiento filial
le entregó a su hija. Nadie comprendió y menos,
aún aceptó lo que él acababa de hacer. ¿Por qué
le regaló esta victoria pírrica a la adúltera? Algo
lo apoyaba en la convicción de que su matri-
monio se había deteriorado por un vicio de
forma y, a su parecer, tal vicio aquejaba también
a los frutos de la sociedad conyugal. Lo cierto es
que después de su insólito y bien aireado gesto
madre e hija desaparecieron, aunque el juez
nunca se desentendió de lo que consideraba el
cumplimiento de sus obligaciones, así sus amigos,
colegas y hasta la propia ley se empecinaran en
exonerarlo de tan absurdo tributo. A pesar de
que conocía como pocos los argumentos tejidos
entre los títulos tercero y décimocuarto del Li-
bro Primero del Código de Bello, el juez sacri-
ficó prerrogativas tan sensibles como la patria
potestad y renunció a lo que llamaba, no sin pi-
77
cardía, capacidad de goce y ejercicio, tal vez lle-
vado por la certeza de que su cónyuge había he-
cho de su cuerpo el foro donde todos sus colegas
ventilaban sus jurisprudencias.
Encerrado en su biblioteca, pasaba largas
temporadas sumido en el estudio de viejos expe-
dientes y doctrinas, como si aún practicara su
oficio. Había dedicado años enteros a establecer
la relación entre el preceptum legis y la sanctio
legis, obsesionado por fijar la responsabilidad
derivada de la conducta del sujeto. Insistía en
hacer valer sus juicios contra Von Beling y sus
teorías sobre la antijuridicidad como presupuesto
general de la culpabilidad, y a todo aquel que que-
ría escucharlo le ratificaba su intención de escri-
bir un denso tratado sobre la materia. Estaba
convencido, aún en oposición al criterio de otros
colegas, de que la pena no era más que la objeti-
vación de un juicio hipotético, con expresión es-
tática y función descriptiva y práctica, es decir,
con valor de regla. Expresión estática y valor de
regla ... , musita el juez mientras observa el busto
parlante de su hija, que desde la pantalla da
cuenta sobre la forma como nuestros compa-
triotas, día a día, multiplican su capacidad de
infamia.
¿Cómo había comenzado su adicción al Tele-
búho? Entregado a sus especulaciones jurídicas,
se le había pasado la vida, año tras lustro y déca-
da tras la nostalgia, hasta que un buen día com-
probó lo que ya era una noticia públicamente
78
comentada: el éxito de Babette Baena al labrarse
un espacio propio e indisputado en las franjas
más bravas de la sintonía. Adoptó entonces la
costumbre de darle un carpetazo a sus tratados a
la hora del búho, apoltronarse en la vienesa, re-
gocijarse con la. voz de su hija y la evocación de
esa especie de Largo con gran espressione que
tanto le recordaba el segundo movimiento de La
Amorosa, cuidándose, eso sí, de mantener cerra-
dos los ojos para no ver el rostro que tanto le
recordaba a Susana la arrecha. Y todo habría per-
petuado el pasivo ritual del Televésper a no ser
por la irrupción de dos hechos singulares. El pri-
mero, fue lo que él mismo llamó facinerosa de-
safección al sentido del pudor y que se dio
cuando, incapaz de domeñar sus instintos y tras
sofaldar en reiteradas tardes a Ana Milena, la jo-
ven fámula que intentaba poner orden en su vida
de cenobita, la dejó en Estado, como decían los
jurisconsultos. Diestro en los incisos del derecho
de familia, le quitó a la criada la cofia, la dispen-
só de sus obligaciones más ruines y la instaló en
el cuarto de los invitados a la espera de que ter-
minaran de crecer sus meses. El otro hecho, y
que es el que ahora mismo le roba el sosiego, está
relacionado con la cinta de Fandiño.
El juez mue".'e con inquietud la cabeza, como
si de esta forma quisiera eliminar el pésimo re-
cuerdo que resucitaba el rostro de su hija, y
presta mayor atención a la cadenciosa voz de la
locutora, que en esos momentos informa sobre
79
los últimos datos que hacen referencia a la ma-
tanza de La Rochela, donde algunos jueces y
funcionarios de la rama judicial fueron masacra-
dos. Y es entonces cuando el viejo cree confirmar
su pesadilla: al glosar la noticia, Victoria dice que
tales crímenes no deben repetirse -indudable
comentario a manera de editorial de los redacto-
res del programa-, y a continuación formula
una frase que, con enfático acento, afirma que
en nuestro país una matanza como la descrita
No puede ser posible ... ¿Qué es lo que en reali-
dad despierta la atención del juez? ¿El espantoso
pleonasmo No puede ser posible? ¿Acaso lapo-
sibilidad expresa de la cuarta palabra de la ora-
ción no está ya anulada por el No puede ser de
las tres primeras? En este país se es redundante
incluso a costa de la vehemencia -piensa-, aun-
que lo que de verdad llama su atención es el tim-
bre empleado en las palabras iniciales de la
frase y el lento, moroso paladeo de la última.
Fandiño, con quien tiempo atrás el juez,
Fonnegra y Manrique Avilán compartían largas
y bien rociadas veladas en el Jockey, reapareció
un día tras muchos años de ausencia, tantos
como los que la vergüenza pública desatada por
las aventuras de Susana la arrecha habían trazado
entre él y la sociedad. Y resucitó únicamente
para hacerle una consulta que - tras escucharlo
con la cortesía debida a los buenos tiempos- el
viejo considera no es de su incumbencia, por lo
que le recomienda ir con sú'historia a la policía.
Porque así de feo es el asunto. Fiel a la sinopsis
de los casos tortuosos, el juez recapitula en bre-
ves líneas el molesto problema de su amigo. Ligia
Fandiño, su hija, se había mostrado muy alte-
rada en los últimos rrieses y lo que al comienzo
parecía no ser más que uno que otro altibajo de
salud, pronto pasó a ser, en consideración a la
atenta mirada de sus padres, una serie de
fluctuaciones sentimentales, aunque allí fa-
llaba lo importante, pues a Ligia no se le cono-
cía novio ni pretendiente alguno, y los pocos que
osaban asediarla eran expulsados con la contun-
dencia de un anatema. ¿Qué sucedía? Desespe-
rada, la muchacha incluso había intentado
suicidarse con barbitúricos pero, afortunada-
mente fuera de peligro, optó por sincerarse con
sus padres: alguien, cuyo nombre se negó a pro-
nunciar, la chantajeaba desde hacía algún tiem-
po por razones que llamó de estricta intimidad
personal. Algo sórdido había detrás de una his-
toria que tampoco Fandiño se preocupó en escla-
recer. Lo del chantaje le pareció cosa bastante
vulgar, asaz comprometedora e indecente, y por
eso decidió consultar el caso con su viejo amigo
el juez Baena. Tras varias semanas de ruegos y
confidencias, y ante la negativa de Fandiño de
llevar el caso ante la policía -por nada del mun-
do iba a involucrar a su hija y enredar su propio
nombre en quién sabe qué escándalo-, el juez
decidió ayudarlo gracias a una estratagema do-
méstica, pues no sólo fueron camaradas en la
81
época en que todavía no se habían desatado los
maleantes instintos de su esposa sino que Ligia y
su propia hija, en la feliz adolescencia, habían
sido amigas inseparables.
Fandiño, fiel a un plan trazado por el juez,
interceptó el teléfono y sin que Ligia lo supiera
grabó todas las conversaciones en las que se ven-
tilaban los detalles y exigencias del chantaje. Y
esta mañana, como resultado de la operación,
Fandiño le entregó el éasette que registró lo
que podía ser la clave del asunto y donde po-
drían encontrarse los elementos que condujeran
a la identidad y posterior enjuiciamiento del
chantajista. Con evidente desgano, el juez colo-
có la cinta sobre su escritorio y le prometió a
Fandiño escuchar y analizar más tarde, en debi-
da forma, su contenido. Y así estuvo, hasta un
par de horas antes de que Ana Milena, al socaire
de su ya avanzada gravidez, le contara un chiste
que le pareció genial y que había escuchado en
la farmacia ¿En qué tiempo está conjugada la
frase Estoy embarazada? Y sin darle tiempo a
reaccionar ella misma se contestó En p_reserva-
tivo imperfecto. El juez se rió de buena gana e
incluso se permitió darle una sonora palmada en
el nalgamen a la chistosa fámula y tras decirle
que no olvidara llevarle su .tisana a la hora de la
carta de ajuste la despidió y se dispuso a escuchar
lo que Fandiño había grabado.
82
Y entonces comenzó a sudar y una grave acti-
tud se apoderó de su semblante. No fue el asunto
que la cinta reveló lo que lo sumió en tal estado,
pues en sus largos años de judicatura había teni-
do que escuchar las historias más retorcidas del
mundo. Y aunque el relato que de alguna forma
reconstruía el casette no era para arcángeles
tampoco merecía un lugar destacado en una an-
tología de perversiones. Se trataba de una violen-
ta retaliación entre amantes, con una bien
condimentada tanda de reproches, evocaciones
groseras y amenazas. Las voces interlocutoras su-
bían de tono y a menudo se escuchaba un plúm-
beo silencio y a continuación el llanto de Ligia. En
efecto, aunque Ja ~ncarnizada rencilla no confor-
maba una fábula ni respondía a los cánones de
una prosodia edificante, el juez se resistía a creer
que Fandiño le hubiera entregado el casette sin ¡.1
oírlo previamente, pues de haber sido así jamás JI
habría vuelto a visitarlo. No hay duda de que la
candidez de los padres es sólo comparable con la
de los esposos engañados, y una vez más pensó
en Susana la arrecha y en las taimadas artes con
las que durante años cubrió sus infidelidades
con sus colegas más destacados . Como al-
guien comentó con calculada malignidad, lo
que pasaba era que Susana estaba ávida de justicia.
Desterró enfáticamente la odiosa evocación y
centró sus expectativas en lo que decía el casette.
Ligia lloraba y otra voz amenazaba con llevar la
83
historia ante las autoridades del colegio donde
dictaba clases y, más aún, en soplarle los hechos
a un diario sensacionalista, pues -afirmaba con
implacable convicción- contaba con buenas in-
fluencias en ese medio. A continuaci_ón, le repro-
chaba su deslealtad y describía lo que habían
vivido en épocas felices. Ni más ni menos que un
enredo sáfico, en el que más allá de la agitada
relación entre las interlocutoras surgía de pronto
una tercera persona, cuyo nombre le resultó fa-
miliar al juez: una adolescente lanzada a la más
bien magra" fama nacional tras haber participado
en Los niños del Paraíso, la telenovela que más
ha hecho rabiar al clero en los últimos meses.
Dicha adolescente, llamada Andrea Pontevedra
-y entronizada por su propio padre en el mundo
de los seriales televisivos-, habría sido envilecida
por Ligia en el colegio donde impartía clases y
donde la joven cursaba su último año de secun-
daria. Y lo que podía intuirse como causa del
rencor de la chantajista era el hecho de que
también ella había gozado los encantos de la
adolescente. La historia se enredaba en un agita-
do ménage a trois y el juez no le habría prestado
mayor atención al asunto si no hubiera sido
porque, en un determinado mom ento, la re-
sentida de scuidó el disimulo de la voz y él se
sobresaltó como al tacto de una alimaña. ¿Dón-
de había escuchado anees ese giro, aquella expre-
84
sión, esta modulación tan cálida? ¿Qué ecos le-
janos le traían esos timbres tan peculiares?
Prestó más atención pero la tríbada ofendida
volvió a deformar el tono y el viejo se quedó
sin elementos de juicio. Como ganado por una
súbita adicción volvió a escuchar cuatro, cinco
veces la grabación completa, y al final centró
toda su curiosidad en el fragmento en que la
chantajista bajó la guardia. En cualquier caso, un
lastimado sentido de la equidad lo impulsaba a
concederle al sospechoso un margen de con-
fianza, como si ahí radicara la última oportuni-
dad para salir airoso de la prueba. El acento puede
ser el mismo -pensó mientras escuchaba por
sexta vez la cinta-, aunque tuvo que reconocer
cómo en diversas ocasiones, llevado por las en-
trevistas y audiencias propias de su oficio, había
confundido las voces dispersas de personas que,
a-la postre, nada tenían que ver entre sí. Sin em-
bargo, ahora hay algo que va más allá de la simi-
litud entre la voz del recuerdo difuso y la que se
deja oír en el casette. Pero aparte del timbre algo
más ganó su curiosidad y fue la forma como se
pronunciaban ciertas frases, nada originales y,
antes bien, parte esencial del repertorio de luga-
res comunes de sus conciudadanos. ¿Pero qué
era lo que lo intrigaba?
Durante un buen rato persistió atento a la cinta,
perdido en un marasmo de frases ya oídas y que
poco a poco le negaban todo sentido, hasta que
85
de su rapto lo liberó la llamada telefónica del
abogado Peralta, para consultar su opinión sobre
si tal ley era constitucionalmente viable o no. El
juez se distrajo por completo con los·últimos chis-
mes de la Corte, bien condimentados por el áci-
do humor de Peralta -su máxima distracción
consistía en escribir largas cartas a los directores
de los periódicos para tomar partido en favor o
en contra de algún caso bien sonado-, aunque
también tuvo tiempo para pensar en las circuns-
tancias de su inesperada paternidad. Un rato des-
pués se dedicó a foliar su manuscrito contra Von
Beling y a clasificar sus notas y las de otros juris-
peritos o jurisprudentes en torno a la consolida-
ción de la prueba. Estaba visto que a pesar de su
renuncia aún al caminar se le agitaba la toga. Y es
entonces cuando los ecos del Himno del Bárbu-
la lo remiten al orbe tenebroso de unas noti-
cias ante las cuales el juez no sabe -ni su alma
ni sus ojos- si admiración o espanto sentir o
padecer...
La voz de Babette Baena se abre paso y a con-
tinuación invita a la teleaudiencia Minerválida a
levantar con ella el vuelo sobre los acontecimien-
tos del día. El viejo se sienta con indolencia en
la vienesa, cierra los ojos como de costumbre,
pero de pronto una inexplicable desazón co-
mienza a apoderarse de su ánimQ. Sin poder re-
mediarlo, abre los ojos y en la pantalla ve el
rostro de Susana la arrech¡i y por primera vez la
86
hermosa voz de Victoria-que por momentos lo
hacía pensar en la verdadera Babette y en el Ron-
dó poco allegreto e grazioso- adquiere un timbre
diverso y oscuro, y tras desentenderse por com-
pleto del contenido de la información ve a su
hija enredada en tratos que se le antojan sinuo-
sos y viles con Ligia y la joven Andrea, ante la
mirada de millones de Minerválidos, mecidos por
los sones marcialmente espurios de la franja mu-
sical, y mientras las imágenes multiplican con
infame minuciosidad el nudo tribádico los la-
bios del juez se empeñan en balbucir algunas
palabras, sin articulación ni sentido, entre la
baba y los nervios, la mirada extraviada y las ma-
nos trémulas, como el batir de alas del búho en
el logotipo, y entonces se oye decir-¿repetir? ¿glo-
sar? ¿subrayar?-, más allá de la pulcritud y la lógica,
algo que antes no tenía razón aparente pero que
ahora lo doblega con toda la férula de su inequí-
voco significado. ¡No puede ser posible!, pleonas-
ma el juez sin detenerse en la ignominia de la
frase mientras sus palabras, sus ojos, su unánime
derrota se confunden con los cuerpos entrevera-
dos de su hija, de Ligia Fandiño y de la joven
aunque no por ello menos pervertida Andrea
Pontevedra.
Varias horas después Ana Milena, cuando en
cumplimiento de los bien arraigados hábitos
del juez procedió a llevarle su tisana,. lo en-
contró, inconmovible y ausente, desmorona-
87
do en la vienesa, con la mirada en las antípodas
y los pies sobre los trozos de acetato de La Amo-
rosa. En la pantalla del televisor sobrevolaba
sin destino fijo la enorme ave de rapiña nacio-
nal, altiva y magnificada en el escudo, al tiempo
que se diluían las últimas fanfarrias del himno
sobre la carca de ajuste, congelada imagen de una
realidad que al filo de la medianoche encarnaba
también una aureola de cal y de ceniza sobre el
viejo rostro que a pesar de codo, íngrimo y lasti-
mado, sonreía.
88
LÁNGUIDA Y VAGA, la mirada iba del pisapapeles
a su colección de budares, tunjos y ocarinas, sin
interés preciso en los folios dispersos sobre su es-
critorio. No puedo creerlo, pensó, y volvió a aca-
riciar el mazo de naipes que le había regalado
Vidalia, barajó sin ganas y el azar le ofreció dos
cartas: el palo más alto de espadas y el más bajo
de oros. Sonrió con un poco de piedad hacia sí
mismo y ya no tuvo la menor duda sobre
esos hechos que, como ineludibles eslabones,
lo habían llevado a la extrema decisión a la que
ahora se enfrentaba. Entonces sacó papel de la se-
gunda gaveta de la izquierda, habrá que comprar
pronto otra resma, probó ritualmente su estiló-
grafo y procedió a escribir. Las cláusulas del nue-
vo documento eran explícitas y, pese a los
argumentos y advertencias de su amigo, el nota-
rio Madrid Malo, decidió zanjar de una vez por
todas esa cuestión. ¿Cómo he podido vivir hasta
ahora en medio de semejantes cafres?, se lamen-
tó mientras pasaba a limpio lo que consideraba
89
su definitiva e incuestionable voluntad. ¿Qué
había ocurrido? ¿Qué lo impulsó a dar por fin
ese paso que lo liberaba?
Seis meses antes Fonnegra era lo que se dice
un hombre a carta cabal. Sus investigaciones en
torno al Diccionario de Construcción y Régi-
men avanzaban pero precisaba aún de muchas
consultas, de ahí su interés por intercambiar opi-
niones con Figueroa. ¿Para qué dilatar más ese
asunto? En la tarde del miércoles acudió como
siempre a su oficina, en la sucursal de Yerba.:.
buena, al lado de La Bonne Table, saludó de
lejos al prefecto -fiel a su hábito, también hoy se
acaricia mefistofélicamente su chivera- y luego
se dedicó a hojear algunas entregas de la revista
Thesaurus y los nuevos volúmenes publicados
por el Instituto. Media hora después invadió el
despacho de Figueroa, conversó toda la tarde
con él y tras anotar los datos que su colega le
ofreció abandonaron el Instituto, atravesa-
ron la plaza de Lourdes, entraron al San Fer-
mín, buscaron la mesa de siempre, al fondo, y
prosiguieron la charla. Fue entonces cuando, sin
querer, la escuchó y ya no pudo menos que de-
sentenderse de las cultas digresiones de su amigo.
Una dulce orgía de vibraciones palatales y
consonantes fricativas ganó súbitamente su inte-
rés, e incapaz de permanecer indiferente a tan
perturbadora promiscuidad de fonemas la obser-
vó abiertamente, al borde de la indiscreción total.
Una chaqueta de gamuza realzaba las opulen-
90
tas formas de su busto, en tanto que sus bluyines
estaban a punto de hacer saltar, una a una, las
costuras. Y aunque su rostro conquistaría por sí
solo la devoción de un ciego fue algo totalmen-
te diferente lo que cautivó su atención. Ha-
blaba y apoyaba la mano izquierda en el mentón
mientras, con el pielroja en la derecha, parecía
llevar el compás de la conversación. A sü lado
otra mujer, no menos atractiva, la escuchaba.
Qué mamera. No sólo me resultó un tahúr así
de grande sino que todo mi billete va a parar al
garito de Las Nieves. Antes andaba con ésa a la que
llaman B~deja Paisa pero apenas lo vi fue traga
segura. Y una así se ablanda del todo, ¿me en-
tendés? Además me enseñó a manejar los nai-
pes y ya ves vos, ni un político me gana a la hora
de descrestar al cucherío de este barrio. Algu-
nas calcetas y las dejadas del tren son las más
tenaces. Las sardinas, en cambio, son rollo aparte.
Fonnegra intentó asimilar, anotar, analizar lo
que la muchacha decía e incluso se sintió tenta-
do de involucrar a Figueroa en el fisgoneo, pero
desistió al ver que el otro, sin advertir el repenti-
no interés de su amigo por la conversación ajena,
pedía dos nuevos tintos. Ubícate, repuso la otra
mujer. Eso te pasa por lidiar con culicagados. Y
ya es hora de que cambies de man, no sea que te
toque pedir limosna o darlo por cualquier cosa .
para mantener a tu pisco, que además tiene pinta
de camaján. O no. Ya te acordarás de mí cuando
ese ñero te deje colgada de la brocha. Fonnegra
91
estaba tan concentrado en la jerga próxima que
hasta Figueroa terminó por darse cuenta. Escu-
chó también durante un buen rato y tras darle
una palmadita.en el hombro a su abstraído ami-
go lo invitó a salir del local. Fonnegra miró su
reloj y asintió. Medírsele al tráfico a esta hora es
todo un camello.
El antiguo Chantilly era ya un laberinto de
ejecutivos y busetas embarcados en la guerra del
centavo, pitos y madrazos, gamines y desecha-
bles de todas las marcas y tamaños. Mejor acom-
páñame hasta el Club del Comercio, dijo
Figueroa, pues aquí ni de fundas consigo un taxi.
También yo tengo prisa, comentó Fonnegra,
pues esta noche mi hijo pide la mano de su no-
via. Y mientras daban la vuelta por la esquina del
parque Diners recordó el espeso idioma de las dos
mujeres, otra excelente razón para sacar adelante
lo más pronto posible la nueva versión de las
Apuntaciones Críticas sobre el lenguaje de los
rolonícolas. Su colega sonrió, pero no contestó,
pues las vitrinas de Cancino's le ofrecían al vian-
dante el batiburrillo más extraño: candiles de co-
mienzos de siglo y misales romanos, alguna vieja
máquina de escribir, y álbumes de los años vein-
te, relojes con la hora suspendida en algún lunes
del calendario Emiliani y cuadros a los que se les
adivinaba la falsa pátina, bibelots y lámparas. Y
más lámparas.
Como ves, dijo Figueroa, hasta los anticua-
rios hacen de las suyas gracias a las densas tinie-
92
bias en las que nos ha hundido el Cuatrienio
Violeta. Pero eso no es lo más grave de todo, se-
ñaló Fonnegra, e hizo un chiste más bien malo e
irrepetible a costa de su apellido y el estricto ra-
cionamiento de luz eléctrica por el que a tientas
deambula el país. ¿Cómo fuimos capaces de pen-
sar que El que sabemos podía solucionar siquie-
ra el problema del salario mínimo? ¿Cómo ir en
serio por la vida asesorado por una legión de efe-
bos y con esa voz de vicetiple que ni para qué te
digo? Pero lo lamentable no es que acabe con la
cosa pública sino que por el camino que va tam-
bién puede acabar con el idioma. ¿Lo escuchaste
el otro día cuando decidió neutralizar los atenta-
dos de los terroristas con reproches que consti-
tuían verd;ideros crímenes contra la lengua?
Sólo a un tipo como ése se le ocurre hablar de
masacres criminales y de asesinatos inhumanos.
Ciertamente, esas dos expresiones encarnaban
una pleonasmática verdad y, tras ponerle
comillas, Fonnegra recordó la noche en que,
ante el televisor, vio cómo la pantalla se dividía
en franjas tricolores y en medio se imponía una
efigie apoyada en muletas, con un gallo a_flor de
párrafo y la boca llena de ideologemas Jan arte-
ros que incluso salpicaban errores de qrtografía.
En fin, vanas letanías para engatusar caléntanos. Y
a propósito, ¿cómo olvidar la tarde en que, ante esa
faraónica obra hidráulica que ha enriquecido de
forma ilícita a medio gabinete, afirmó que los
logros de su administración eran -literalmente-
93
bastante suficientes? ¿Cuál de sus mancebos tendrá
la misión de prepararle sus discursos? Por otra
parte, hay que ver con qué tabernaria desfacha-
tez nos promete revolcones y otras vulgaridades
por el estilo, se lamentó Figueroa, imagínate la
guachafita con las damas, y para rematar, entre
gorgorito y gorgorito, tenemos que hacernos
cargo de frases como ésa que tanto conmovió
a botánicos y meteorólogos. ¿Recuerdas? Los ma-
los podrán matar todas las flores del jardín pero
nunca asesinarán la primavera... ¿Cómo la
ves? Yo intenté cambiar de programa, dijo
Fonnegra, pero en la segunda cadena también se
había instalado El que sabemos, y en la siguiente lo
mismo: tres floripondios distintos y un solo de
flauta majadero.
Al pasar la calle, y como si la situación del país
súbitamente los hubiera apabullado, Fonnegra y
Figueroa se detuvieron a descansar un momento
a la sombra de la estatua -:le Peredín, uno de los
mártires de la Constituyente. Qué rápido pasa el
tiempo, comentó Fonnegra mientras recordaba
los trágicos hechos de hace dos años, cuando de
forma muy extraña y aún no resuelta el joven
jurisperito fue asesinado por la mujer de un can-
tante de vallenatos. Esos confusos sucesos no
consiguieron echarle mácula a la imagen del
casi adolescente progenitor de la nueva Carta. A
instancias de Pereda el mayor, el padre - también
diestro en esas lides- , y de un grupo de amigos
y repúblicos, compungidos en pleno por la desa-
94
parición de una de las mentes más brillantes
del Cuatrienio, se le encargó a un conocido
escultor una obra que, de inmediato, el artista
tituló Constituyente Desnudo, proyección
nostálgica de otra erigida en honor del Liberta-
dor y que da lustre a esa ciudad donde tradicio-
nalmente se viven todas las complacencias. Los
dos amigos observan la estatua-, airosa, en la mi-
tad del parque de El Veedor del Tesoro, entre
amapolas y urapanes. Por lo menos el arte de la
escultura ha encontrado estímulos y apoyo bajo
las sombras que ahora nos agobian, concluyó
Figueroa mientras extendía el brazo derecho
ante un taxi que aceptó detenerse ochenta me-
tros más allá, en las cercanías de Carulla. Nos ve-
mos mañana -entumecido, gimió mientras corría
hacía el vehículo-, y Fonnegra vio cómo el Da-
cia amarillo enfilaba veloz en dirección al norte.
95
tica, no carecía de cierta gracia eufónica y Fon-
negra, con una sonrisa, se ofreció a acompafiarla
hasta su casa, muy amable y con los paquetes en
sus brazos. No era difícil adivinar que vivía por
ahí cerca, y la verdad es que, casi frente a la su-
cursal de Yerbabuena, habitaba una buhardilla a
la que, como ella dijo, se trepaba a pezuña limpia
después de superar siete pisos de los de antes. No
es por nada, pero el trotecito de todos los días
me ha puesto muy pispas las pantorrillas. Qué
agite. Y sonrió para hacer menos ingrata la dura
travesía. Fonnegra se conmovió de nuevo con el
cálido acento que había ganado su atención en
el San Fermín y no pudo menos que inquirir su
origen. Ante su pregunta, la muchacha fue con-
tundente Me llamo Vidalia y soy de donde vos
sabés: querendona, trasnochadora y morena.
Fonnegra descifró el acertijo, celebró los grandes
hitos de la cultura greco-quimbaya y recordó
que por esos días Pereira celebraba su fiesta mag-
na, ~l Festival del Despecho, con la asistencia de
cantantes, políticos, estrellas de la televisión, la
primera dama y otras gentes aporreadas pOr al-
gún mal sentimiento. Una guaricha de Las Cru-
ces, amiga mía, se zampó medio frasco de
raticid~ porque su machucante le dio una
muenda y se largó con una gulumba de La 1Per-
severancia, compuso Vidalia una de sus parrafa-
sadas más complejas al tiempo que lograba
trazar la cartografía non sancta de la urbe y se
echaba al bolsillo el interés de Fonnegra por
96
razones filológicas. Esa forma de hablar, pensa-
ba, es una mina que ni pintada para explotar e
ilustrar la Ortología que actualmente prepara el
Instituto. La cara que va a poner Figueroa cuan-
do le cuente todo esto. Ya en el umbral, observó I'
con más atención a la muchacha y entonces fue
sumario su retrato: veintitantos años, tan atrac-
tiva como desenvuelta y locuaz, encarnación de
la vida misma, bella y perturbadora expresión
del hembrerío de Risaralda.
Risa malva, observó c~n apetito Fonnegra los
húmedos labios de Vidalia y cuando hizo ade-
mán de despedirse ella lo liberó por fin de los
jotos, como dijo, y sin más lo invitó a seguir.
Decí de una buena vez a qué te le apuntás. Fon-
negra vaciló: demasiado tarde para un tinto, tal
vez la hora ideal para un Néctar. Y sin escucharlo
siquiera ella le dio lo primero que encontró a
mano: Tres Esquinas puro. Perdoná tanto ché-
chere, dijo mientras le servía tal cantidad que ha-
bría podido anestesiar a un cebú. Y mientras la
muchacha se improperiaba muy castizamente
por el desorden Fonnegra intentó hacerse una
idea que explicara el extraño escenario: la cama
revuelta, las cobijas por el suelo, los cuadros tor-
cidos, una guitarra huérfana junto al alféizar, el
armario abierto y la ropa desperdigada por la ha-
bitación.
Ni que fuera el cuarto del reblujo, dijo. Lo
que pasa es que él es un teso de Dos Quebradas
y cuando se embejuca de verdad-verdad le da
97
por ventilarme los chanchiros y ya ves vos, cree
que así se me afloja el monedero. Pero eso se aca-
bó, te lo juro por ésta, y ante el cada vez más
sorprendido Fonnegra crucificó unos cuantos
dedos y con rabia infinita se los llevó a los labios.
No sé por qué se las da de verraquito, y a conti-
nuación le contó que incluso había llegado a
darle una pela con cáscara de novillo, y todo por-
que ella no le soltaba lo suficiente para sus gas-
tos, como llamaba su decliéación al billar, al
chance y al poker. Fonnegra se sintió incómodo
y cuando ya emprendía la retirada Vidalia le
cortó el aliento con una frase que se le antojó
un poema En días así yo canto, pues se me parte
el alma de lo puro entelerida que me deja la in-
comprensión de ese guache. Y tomó la guitarra
y sin que el pasmado Fonnegra pudiera decir
gracias, a lo mejor en otra ocasión, se puso a can-
tar algo muy sentido y remoto, la melancolía al
rojo vivo Era hermoso y rubio como la cerveza /
el pecho tatuado con un corazón / en su voz
amarga había la tristeza/ doliente y cansada del
acordeón .. . Fonnegra recordó que eso lo canta-
ba, en sus ya marchitas mocedades, Concha Pi-
quer, y Vidalia le salió al paso con un comentario
totalmente zurdo Ya sé lo que vos me vas a revi-
rar. O sea, que esa canción se ha puesto otra vez
de moda aunque ahora sólo la cantan algunos
maricas de mi tierra. Fonnegra nada sabía de eso
y Vidalia dijo que los tales se ponían trapos de
hembra y salían a imitar a las tonadilleras de an-
98
taño. Y volvió a suspirar Él llegó en un barco/
de nombre extranjero / le encontré en el puerto
al anochecer... Y no pudo seguir porque se le
atragantó la voz.
¿Es usted cantante?, preguntó Fonnegra, emo-
cionado y con la mano ya en el pomo de la puer-
ta. Soy artista, asintió Vidalia, aunque algunos
piensan que también soy algo puta. Ante tan ex-
presiva respuesta Fonnegra hizo una venia, como
si estuviera frente a una abadesa, y ella se rio de
buena gana al ver lo nervioso que lo había
puesto. Y observó entonces a un típico rolo,
un caballero chapineruno de atildado tempera-
mento y ropa oscura, rebuscadísimo en el hablar
y delicado en el trato. Por lo menos tendrá sesen-
ta años, calculó la muchacha, y una súbita sim-
patía la embargó, aunque no dejó de prevenirse
ante la célebre sentencia Contra lujuria, Chapi-
nero. Lo vio vacilar y se disculpó Lo que pasa es
que me has cogido fuera de base, ¿entendés? Pero
Fonnegra evidentemente no entendía. Vidalia se
colocó entonces entre él y la puerta e intentó ser
más explícita Cuando estoy con la cosa me vuel-
vo inmamable, pero no quiero que vos pensés
mal de mí. Lo que pasa es que el comportamien-
to de Abelardo me saca la piedra. Y ante la cara
de sorpresa de Fonnegra le suprimió los dos
puntos a su aclaración Abelardo es mi hombre,
vos sabés. Full arrechera por la mañana y locha
el resto del día. Pero no sé por qué ando con él,
pues más atravesado no puede ser. Ya podés ver
99
lo que me hizo, y deslizó la mano sobre el deso-
lador panorama de la habitación como prueba
irrefutable de sus lamentos. Entonces se arrodi-
lló y recogió los restos de una alcancía Me ha
cepillado hasta la última moneda pero tapo, re-
macho y no juego más. Que se largue a desvalijar
a otras desguarambiladas más pendejas que yo.
Y volvió a jurar con más dedos y mayor vehe-
mencia.
Fonnegra creyó que ya era hora de marcharse
y cuando por fin abrió la puerta, Vidalia, con la
mirada húmeda, le dijo Volvé cuando querás,
pues con gente como vos uno le hace pistola
hasta al guayabo. Y él se sintió obligado a pre-
guntarle dónde trabajaba, a lo mejor una noche
de estas voy a verla actuar. Y mientras anotaba el
nombre y la dirección se vio caer en la cochina
mentira. ¿Cómo justificar ante sus amigos su vi-
sita a un antro de esos, para oír los lloriqueos de
Vidalia? ¿Cómo explicarle a su familia la razón
de esa súbita admiración por el ruin canto? ¿Y
qué pensarían sus colegas académicos, al verlo a
su edad enredado con una rumbera que tendría
los mismos años de sus hijos y que además era
de donde er.a? Se despidió con suma cortesía y
juró mentalmente no volver a verla, pero tres no-
ches después ocupaba una discreta mesa en me-
dio del enrarecido ambiente de El Futuro.
Y contra lo que él mismo se reprochaba, la
cita no pactada se repetía un par de veces por
semana. Puntualmente tomaba asiento y, a la luz
100
de la vela, pergeñaba notas en su libreta, analiza-
ba la morfología, subrayaba semejanzas y dife-
rencias con otras jergas de uso común en el país.
Pero a medida que atiborraba páginas con toda
clase de sutilezas gramaticales el asunto se com-
plicó, pues lo que al comienzo fue una interesa-
da diversión filológica pronto terminó por
volverse intensa e inexplicable adicción. Duran-
te su tercera o cuarta visita al club nocturno Vi-
dalia le presentó a Abelardo, que fue a
recogerla como si nada hubiera pasado entre
ellos. Y nada ocurrió, en efecto, ni siquiera un
reproche. Es más, ella, en tono festivo le pre- 1.
sentó al joven en términos contundentes Para
que veas vos que mi bacán no es un tinieblo. A
partir de entonces fue habitual entre los tres ir
juntos a todas partes. Salían de El Futuro pasada
la medianoche y ya en la buhardilla de Vidalia se
dedicaban a beber y a jugar cartas: el novio ba-
rajaba, Fonnegra partía y la mujer repartía. Todo
en un plan muy zanahorio. Hasta el día en que
Fonnegra, ya borracho, en medio de canciones
de carrilera y otras no tan sórdidas ni plebes,
hizo el brindis: Abelardo, por ti.
El repertorio de Vidalia era tan rico como her-
mético, y eso suponía todo un desafío, pero lo
que Fonnegra nunca supo fue que en la raíz de
su devoción se había instalado el perturbador,
cálido y gratificante acento de la muchacha, que
decía las cosas más estrambóticas y armaba sus
frases con la prosodia más disparatada y a menu-
101
do vulgar, aunque con un ropaje tan dulce y per-
nicioso que ni él se dio cuenta. En cierta oca-
sión le había dicho a Figueroa que lo que más
le llamaba la atención del habla grecoquimbaya
era la cálida fusión de vocales con consonantes
metálicas y, como el colega dibujó con los
hombros el ademán de lo obvio, apeló a su me-
moria e invocó algunas de las normas de lo que
entre entendidos llaman fonética sintáctica. No
olvides, le dijo, que así como el acento de la
segunda vocal es en el mayor número de los
casos causa de separación en la palabra, así, ha-
llándose dentro de una frase, intensamente
acentuada la inicial de la segunda palabra, las
más veces se evita la sinalefa y tiene cabida el
hiato... Figueroa, sin saber qué decir -más que
gramática, la exposición se le antojó lo más pa-
recido a un triángulo pasional-, convino con su
amigo en que así era, pero le advirtió tener cui-
dado con aquello en lo que andaba metido,
no fuera a ser demasiado tarde.
Y cuando Fonnegra se dio cuenta ya era, en
efecto, demasiado tarde. En la sucursal de Yerba-
buena advirtieron que algunos días llegaba más
retrasado que la prima de navidad, con profun-
das ojeras y una buena sucesión de bostezos. Se
bebía dos litros de Bretaña y lo peor es que sus
investigaciones se estancaron y ni Figueroa ni sus
otros compañeros de trabajo podían explicarse la
razón de su evidente desidia. Y como si esto fue-
ra poco, comenzó a hablar como un javeriano.
102
El día en que se le comunicó un incremento pe-
cuniario dijo Qué nota. Así por lo menos me
quitaré de encima unas cuantas culebras, y los
colegas lo miraron como si estuviera, apestado o
fuera uno de esos gomelos que asesoran a El que
sabemos. ¿Acaso no se da cuenta del oso que
hace? NL siquiera asistió al coctel en el que se
presentaba el nuevo libr~ de Porras Callantes ni
felicitó a Cabarcas con motivo del homenaje que
recibió por la edición facsimilar del Amadis de
Gaula. La verdad es que no le quedaba tiempo
para esas cosas y un día se justificó con una larga
conferencia en la oficina del Director sobre la ne-
cesidad de fetecuar los análisis tradicionales, a
los que motejó de ser pura carreta y estéril garla-
dera, y emprender en cambio el estudio de una
lingua franca, inspirada no tanto en la pulcritud
de las preceptivas como en los aspectos más sen-
sibles y menos ventilados de la vida. En fin, ni
que se hubiera trasteado a la Calle del Cartucho.
En su casa tampoco fueron indiferentes a su
verbamorfosis. Ni siquiera su mujer, que todos
los días devoraba las páginas sociales del periódi-
co para ver a qué miembro del nocablato se le
había torcido el caminado la noche anterior,
como sucedió con la fogosa Dama del Picas o el
patricio garoso que quiso para él solo el latifun-
dio Oklahohla o el Ministro de Justicia defenes-
trado por chupahuevos, mentiroso y !ambón. Le
faltaba voz a doña Eduviges para despotricar
contra tanta guacherna y lobería que se había
103
apoderado de la gente bien. Y ni hablar de los
lagartos que rondaban su casa. Pero ahora ella no
era la excepción: junto a los extraños cambios de
su marido había que ver los experimentados por
su hijo Miguel Antonio y a quien lo mejor era
dejar en paz. Se empelotaba en la televisión para
promover nuevas marcas de jabón y desodoran-
tes pero de mujeres nada. Lo peor de todo es
que había logrado enamorar a una, chirriadí-
sima e inteligente, un bizcochazo, y hasta tuvo el
coraje de pedir su mano, pero a los dos días le
entró un cullillo tan arrebatado que incluso lo-
gró convencer a su mamá para que estuviera a su
lado, animándolo, mientras él llamaba por telé-
fono a su novia y, atortolado hasta la tartamu-
dez, rompía el compromiso. Ni siquiera dio la
jeta ese jayanazo infeliz, se lamentó con digni-
dad herida Fonnegra. Pero aún así, méritos no le
faltaban a la familia, pues por el lado eduvigeo
aparecían algunos laboriosos turcos que, des-
pués de haberse hecho una posición al vender
género de casa en casa, habían conseguido desde
un par de generaciones atrás convertirse en los
dómines de la peletería local. Por el lado de la
fonnegritud no, había que especular mucho,
pues conocido era ese abolengo que pretendía
descolgarse nada menos que de la rama del pró-
cer más cabronamente legalista de la historia pa-
tria, aunque, a diferencia de este antepasado, el
actual titular del apellido optó por transitar la
docta vía de la lengua a despecho de la del foro
104
o las armas. Y había que ver lo que esa alianza de
turcos y patricios engendró: un vástago que -como
sentenció Fonnegra la otra noche ante Vidalia y
su novio- era una perfecta güeva en almíbar. Y
una muchachita -la gorda Rufina José- a la que
había que mantener amarrada, lejos de los re-
quiebros del vecindario, pues tras los desarreglos
de la pubertad se convirtió en una levantabra-
guetas tenaz. Pero, tal vez por llevar la contraria,
después de casada se pasmó. ¿Por qué el viejo
hablará tan raro últimamente?, se preguntaban
todos, con doña Eduviges al frente. Por otra
parte, Fonnegra canceló la suscripción al pe-
riódico de toda la vida y ahora en casa sólo se lee
The Chapinero Telegraph.
De sus jefes del Instituto hablaba pestes y una
mañana comentó que nada podía esperarse de to-
das esas changüitas. Mucha baboseadera fina
pero ni un gramo de peso específico en el culo,
concluyó. Al oír tales cosas doña Eduviges se en-
redaba más que camándula en velorio, sobre
todo cuando tuvo la certeza de que -también
ella puso al día su idioma- a su familia se la lle-
vaba el putas. Su yerno, el marido de su hija.Ru-
fina José, había comenzado a acosar a la antigua
novia de su hijo, y ella superbién pero nada que
ver: no sólo puso en su sitio al pretendiente sino
que le fue con el soplo a la engañada gorda y ésta,
de puro sapa e inflada por la tirria, se lo contó a
su padre. ¿Y crees que con bochinches de esos tu
hombre te va a poner bolas? Con este comenta-
105
rio Fonnegra esquivó el bulto ante el chisme, ya
tan manoseado que incluso era tema de graffitis
en las paredes vecinas. Además, ¿qué puedes es-
perar tú de un país de gallinazos? Y la fulminó
con la mirada de quien a cualquier precio quiere
alejarse de la carroña.
No era de extrañar, pues, que Fonnegra, so
pretexto del fervor lingüístico, se hubiera con-
vertido en un bolerótico tenaz -nada odiaba más
que a tangópatas y salsamentarios- en las pe-
numbras de El Futuro. Llegaba temprano, liqui-
daba su cover y no se perdía una sola de las
canciones de Vidalia: Tatuaje, Madrigal o Si nos
dejan. Ésta última se convirtió en el himno nacio-
nal de los dos-de vez en cuando Abelardo capaba
recital y los dejaba a solas- y al amparo de su
ritmo y letra todo prosperó, pues si por las no-
ches Fonnegra era bienvenido a El Futuro en ti-
nieblas, durante la tardecita del día siguiente, en
rigurosa matinée, visitaba a Vidalia en su buhar-
dilla. No fue raro que todo terminara en el catre
aunque hay que reconocer que algo de cariño se
había filtrado en semejante contrabando sen-
timental. Y entre resoplidos y efusiones, de palo
en palo, la mujer le echaba las cartas, pues siem-
pre había a mano una baraja en cuyos arcanos
elli creía entrever el destino. En Pereira todas
-de uno u otro sexo- somos medio brujas, dijo.
Algunas veces, cuando en los altos de Lourdes
declinaba la luz natural y el recinto se envolvía
en sombras, Vidalia le preguntaba a Fonnegra si
106
le provocaba una esperma, y entonces él no sabía
bien si su compañera lo inViitaba a reincidir en la
agitada coyunda o lo instaba a poner algo de luz
en sus vidas. En otras ocasiones, cuando Vidalia
no actuaba y Abelardo celebraba el día del tahúr,
se iban los tres a Las Acacias de al lado y entre
arepas y mondongo, y Néctar por canecas y uno
que otro pase de perica, garlaban durante horas,
es decir, intercambiaban gramática y slang, se
hundían en los meandros más sinuosos de la
noche mientras le pedían a los músicos que in-
terpretaran sus boleros de siempre, entre los que,
gracias a los antojos de Abelardo, terminaron
por incluir Collar de Lágrimas que, como todos
saben, sólo adquiere sentido en un ambiente
paisa, ya que poca o ninguna acogida tiene en un
sumerceadero tan presuntuoso como esta capital.
Y todo iba de lo 1!1ás bien hasta que Fon-
negra dejó de asistir a su oficina en la sucursal de
Yerbabuena, aunque al final a ninguno de sus co-
legas le sorprendió esta actitud. Este país está
para el arrastre, decían, o si no hay que ver, por
ejemplo, ese muladar en el que han convertido
la Cancillería tras las brillantes gestiones de los Ba-
rahona. El titular dura dos horas maquillándose
y ya hay hasta bidet en la oficina principal. Otro
día Fonnegra renunció a su familia y a su casa y
durante un tiempo nadie supo de su paradero,
un desaparecido más, un cero a la izquierda en
la contabilidad de los sobrevivientes. Pero lo más
extraño de todo fue que también Vidalia se vio
107
privada de las visitas de su amigo. Y entonces
sucedió algo inaudito: la muchacha, tan curtida
y sobrada, tan recorrida y fregada; comenzó a
desmejorar notoriamente, como si una prema-
tura vejez se hubiera apoderado de su semblan-
te. ¿Qué había sucedido entre ella y ese cucho
tan chévere, como lo llamaba? Le había regalado
lo más inédito de su vida y encima un mazo de
cartas -lo que él interpretó como una descarada
invitación para que se dedicara al solitario- y
ojalá pensés en mí cuando no podás venir, no te
imaginás la tusa que me da tu ausencia. Que un
retobo como Abelardo le sonsacara el sueldo, los
ahorros y hasta las propinas para sus fullerías, lo
comprendía. ¿Pero Fonnegra? Aceptar que el
viejo había sacado la mano era tanto como reco-
nocer que le había mamado gallo. ¿Cómo se ha-
bía dejado hacer conejo de la tercera edad? No
daba crédito a sus sospechas, hasta que algunos
meses después comenzó a circular la historia de
que Fonnegra y Abelardo habían hecho llave,
que andaban muy de pipí cogido e incluso un
chino de la calle juraba haberlos visto amaciza-
dos ·e n La Teja Corrida. Vidalia se deshizo pron-
to como una milhoja, intentó recomponer los
datos de la situación y lejanos indicios Ja ayuda-
ron a comprender -mas no a aceptar- lo sucedi-
do. ¿Era ahora Fonnegra quien financiaba las
apuestas de Abelardo? ¿Por qué o a cambio de
qué? Recordó entonces cómo, durante las refrie-
gas de Lourdes, entre el denso sopor-del Néctar
108
y la mafafa, una súbita visión de madrugada la
hizo sentir como si fuera el comodín de una par-
tida ajena. Ante el nudo desigual de esos dos
cuerpos, a su lado, jugó la carta de la indiferencia
pero le salió el dos de bastos.
Y ahí fue cuando Vidalia renunció a com-
prender el sentido de esa aristocracia pintada en
las barajas y que igual valor tiene cuando sale
con la cabeza en alto o patas arriba, de esos mo-
dales finos y ese lenguaje higiénico pero em-
baucador, y echó de menos a Abelardo, peón
como ella de tantas bregas y sumisiones, aunque
él pensara lo contrario. ¿Pero para qué consolar-
me con argumentos poposiados?, se recriminó
en voz alta y recordó la última vez que vio a Fon-
negra, cuando radiante y medio borracho la vi-
sitó en su buhardilla, con unos extraños papeles
en sus manos. ¿Será verdad que piensa deshere-
dar a sus hijos? No sólo resultaron ser dos cretinos
sino también unos chambones, lo había oído
quejarse, y agregó Si uno no corta por lo sano le
puede pasar lo mismo, o algo peor, que al pobre
doctor Manrique Avilán con la cabra de su mu-
jer y sus tres chivas. Vidalia no entendió pero
acto seguido él la despojó de todas su prendas y
tras colocarle el documento sobre sus bellas gru-
pas lo firmó y luego, a manera de celebración,
roció tan grata como reconocida anografía con
una botella de Dom Perignon. O está en los fí-
sicos rines o va para el manicomio que se las pela,
pensó ella aunque se dejó hacer. Bebieron hasta
109
que el mundo les supo a cacho y entonces Vida-
Jia intuyó los motivos secretos de aquel casi olvi-
dado pero divertido brindis -Abel ardo por tí-,
Jos juegos de palabras y esa sintaxis que se Je es-
capaba. ¿Qué podían importarle a elJa anfibolo-
gías y enclíticos, acrónimos y dequeísmos? En
cierta ocasión, cuando él le habló de hipocorís-
ticos y del uso de la hache entre vocales, ella,
como por no dejar, balbució algún comentario y
él se enfureció y le ordenó que se callara, pues
todo Jo que decía no era más que pura emisión
ptialítica. Pero ella de política sólo sabía que un
paisano suyo había sido nombrado presidente
por un huérfano en el cementerio, cuando ente-
rraban a su padre, aunque al pobre Je iba como
a los perros en misa. Entonces, antes de dormir-
se, recordó la noche en que él la esfintoreó a
sus anchas, jugándose la suerte a una sola car-
ta, el cinco de oros, hasta que, como una firma,
estampó el testimonio de sus ansias en su lasti-
mado asterisco a pie de espalda. Pero Juego él se
dio vuelta y pernof tÓ como Dios manda y al
borde del sueño Vidalia lo ·sintió husmear entre
sus fundamentos y pliegues más secretos, al
tiempo que, labio con labio, fricaba y parlo-
teaba hasta la extenuación, y fue entonces
cuando ella comprobó cómo Fonnegra claudi-
caba por fin ante esa loca y púrpura eminencia
que un día él, con feliz reminiscencia de su patria
chica, tuvo la gentileza de apodar La Perla del
Otún.
110
TRES AÑOS DESPUÉS, cuando Lorena Camargo re-
apareció, él comenzó a ver la vida en blanco
y negro y a tararear el tema musical de Casa-
blanca aunque mejor le hubiera ido con el de
Sangre y arena. Tras los sucesos de ese día de no-
viembre -el agitado paseo con el dálmata por el
parque y al anochecer la extraña carta que le envió
Sofía- Lorena se había esfumado y en el largo
lapso transcurrido Camilo Abadía no había te-
nido ni una sola noticia suya. ¿Por qué lo había
hecho?
Nunca hubo la menor desavenencia entre
ellos y, por lo mismo, nada justificaba tan súbita
desaparición. Además, ¿a dónde podía ir con
cinco meses de embarazo? Pese a su vanidad, a
los cambios que le deformaban lentamente su
cotizado cuerpo y a su momentánea renuncia a
las pasarelas, nada parecía empañar los términos
de convivencia. ¿Acaso no fue ella quien saltó de
júbilo al saberse embarazada? Incluso le llama-
ba la atención el interés con que Lorena seguía
111
la evolución de su estado. A los dos meses ya ha-
bía logrado neutralizar los raptos de náuseas con
una dieta de galletas que la liberaban de la es-
pan tosa acidez. Y muerta de risa, hacía bromas
sobre las enormes ganas de orinar, a todas horas
de cuclillas. Y como para no perderle el gusto a
esta posición, a los tres meses se le agudizó de
forma tremenda el apetito sexual. Sudaba
como una convicta y su cara se puso más hermo-
sa que nunca, pues un rubor permanente se le
instaló en sus antes pálidas mejillas, fenómeno
que repercutió en su imagen profesional, pues
no en vano ella era una de las más conocidas ex-
ponen tes de la onda waif, una de esas modelos
sin una sola gota de maquillaje y, además, twiggy
irredenta, más pesaba una vara de mimbre. Pero
esto último también sufrió sus cambios, pues al
cuarto mes el abdomen la delataba y ella cada vez
más excitada, aunque, tras las incursiones por la
asteria seca -lo más goloso del capítulo de anto-
jos-,. comenzó a temer le aparecieran hemorroides,
qué fastidio. Semanas después notó que al acari-
ciarle y besarle los senos - si antes lo enardecían,
con mayor razón ahora, cada día más grandes y
además embellecidos al oscurecérsele los pezo-
nes y la aréola- un líquido transparente le lubri-
caba los labios y le dejaban una sensación como
de insípido agobio. Y al promediar el quinto
mes, cuando una línea de pigmentación oscura
comenzó a extenderse desde el ombligo hasta el
nacimiento del vello púbico, ella desapareció.
112
Al conocerse la noticia del embarazo, que Lo-
rena proclamaba gracias a un hermoso aunque
perturbador vestido estilo Imperio, también las
pasarelas se vieron privadas del amable camina-
do de la modelo. Había que verla en sus galas de
gloria: la cabeza erguida, levemente echada hacia
atrás, el pecho firme y como en plan de desafío
y las largas piernas al ritmo de los aplausos, ar-
mónico concierto de caderas y esa sonrisa que
aún ante los no iniciados revelaba los términos
de una divisa. Lorena -a quien sencillamente lla-
maban La Camarga- iba por el mundo como
heraldo de eso que denominaban le dernier cri y
cada una de sus salidas implicaba un rotundo
giro de la moda, su clase era tal que imponía tra-
pos tan estrafalarios que ni siquiera los más ~e-
buscados dómines de la couture se atrevían a
confeccionar en contravía.
Pero él en ese entonces no le iba a la zaga: ,\ !
hacía lo mismo pero en frecuencia modulada.
Todas las mañanas su voz se apoderaba de las
ondas a través de Díme con quién andas -un
programa de Baja Fidelidad, como él mismo
llamaba a su espacio de chismes radiofóni-
cos- y sus juicios y opiniones sobre el mundo
de la farándula incitaban al suicidio de los adve-
nedizos o resucitaban a las divas a quienes tres
meses antes él mismo había dado cristiana sepul-
tura. Era implacable y más de una vez anóni-
mos conatos de accidentes le habían advertido
sobre los límites de la paciencia ajena. Pero, aún
113
así, Abadía seguía en las mismas. ¿Cómo olvidar
la poco caballerosa actitud que asumió ante el
escándalo que se desató cuando las revistas del
corazón filtraron las impresentables relaciones
entre Ligia Fandiño y la hija del juez Baena?
¿O sus malintencionados comentarios acerca
del envilecimiento sufrido por un conocido aca-
démico, enredado en tortuoso amancebamiento
con una joven cabaretera? Lo cierto es que aun-
que no todos le temieran, sí resultaba imposible
permanecer indiferente ante sus comentarios. Y
eso era lo que le ocurría a Lorena hasta ese día en
que Díme con quién andas difundió lo que ni
ella misma se atrevía a desmentir: sus intimida-
des con uno de los jerarcas de Alfa Beta, una co-
nocida programadora de televisión. No daba
crédito a lo que oía. El maldito Abadía hablaba
de comprometedores encuentros suyos en una
finca del Valle de Tenza, de reiteradas salidas
nocturnas a una boite llamada Dachau, donde
escuchaban y bailaban tangos en hebreo, y hasta
de las veleidades místicas de la hija de su presun-
to amante, que había convertido su casa en un
monasterio o algo así.
Esta especie caló hondo, tal vez porque de to-
dos era conocida la inclinación de La Camarga
por los sexogenarios. Pero había corriente de
profundidad y los radioescuchas lo advirtie-
ron. ¿Qué buscaba Abadía con sus infidencias?
Dada su edad, ¿quería acaso formar parte de la
senecta escudería sentimental de La Camarga?
114
De ser así tenía que alentar un optimismo tenaz,
pues eran de público conocimiento las relacio-
nes de la muchacha con un viejo escultor que,
por lo visto, para el acabado formal de sus obras
se inspiraba en modelos reales. Y Lorena era de una
majestad imponente. Sólo había un par de pre-
guntas que concitaban la general curiosidad: si
ella estaba involucrada con el escultor, ¿qué
fundamentos tenía Abadía para meter en el
asunto al viejo jerarca de Alfa Beta? Y, sobre
todo, ¿qué papel jugaba en todo este enredo So-
fía, la mejor amiga de Lorena y a quien el locutor
mencionó como al socaire en su programa?
Enfurecida por la evidente mala fe de los chis-
mes, La Camarga estuvo a punto de contratar a
un sicario pero se abstuvo e hizo acopio de pacien-
cia. Después, orientada por su tía, que de eso sa-
bía mucho, decidió enfrentar a quien sin razón
definida divulgaba todas esas intimidades por
los aires. Dos días después él acudió a la cita que
ella concertó en El Minotauro, la fuente de
soda ubicada frente al primer piso de la emisora.
Pero más le valiera haber dejado las cosas como
estaban. Mientras tragaba saliva tuvo que admi-
tir que ese tipo había nacido para contraatacar
con mano izquierda y por la sombrita. Ni siquie-
ra tuvo ánimo para sostener su mirada y fue
entonces cuando ella se sintió como una basu-
ra. ¿Qué tenía que reclamarle? ¿Hasta qué punto
era falso lo que.aquel maldito había difundido por
las ondas? Sin embargo, nada de eso salió a relu-
115
cir en la conversación y súbitamente Lorena
tuvo la sensación de que ambos se conocían
desde siempre y si a alguien le debía algo era
precisamente a este sujeto que fumaba como un
procurador y que entre la azul cortina de humo
no le quitaba los ojos de encima. Además, esa
voz con que alborotaba los bajos instintos de la
audiencia la recorría ahora, con perfecta impu-
nidad, y una serie de calambres minúsculos le
erizaba la piel del vientre y parte de la entrepierna.
Él, por su parte, por más que se las quisiera
dar de duro, no pudo negar que La Camarga se
le metía por la vena del gusto: en ese primer en-
cuentro ella lo deslumbró. Y no era para menos,
pues como luego comentó con no oculta pedan-
tería, ella parecía una página de Proust: lucía una
larga chaqueta de terciopelo azafrán de Myrene
de Prémonville, con blusa de seda, de Saint-Lau-
rent, y falda pareo de seda labrada. Además, para
que todo fuera como Dios manda, collar y sor-
tija de Candente. No faltaban a la verdad quie-
nes afirmaban que Lorena enloquecía por igual
a diseñadores y fotógrafos. Por eso, algunas de
las otras modelos -salvo damas ya canonizadas
como Laura Dávalos y Estefanía Santana, meti-
das más a fondo en el mundo de la actuación-
se sentían ante ella como si fueran expósitas.
¿Será cierto -se hacía eco de los chismes Abadía en
su programa- que pronto dejará de desfilar para
ese aborigen Carpel Club ya que fue llamada
nada menos que por Lagerfeld? Otros decían que
116
Gianni Versace y Osear de la Renta estaban in-
teresados en ella, aunque nada se había decidido
aún. En cualquier caso, sólo es cuestión de saber
esperar con calma. Pero, como siempre, los re-
sentidos pronto se hicieron oír. ¿A partir de cuán-
do y por qué tanto cosmopolitismo, tanto lujo,
tanto jet-set? La respuesta la dio poco después la
sección central de la revista Playboy. Si algunas
de nuestras muchachas se empelotan por delante
y por detrás, y además en inglés, ¿por qué otras
no iban a cubrirse con sedas y terciopelos del
más alto caché, y caminar en francés?
Lorena captó el enorme interés que despertaba
en Abadía y sonrió al borde de una resignación
gozosa. Al comienzo se vieron dos o tres veces
por semana pero al cabo de cierto tiempo pusie-
ron las cartas sobre la mesa y ambos vieron en-
tonces cómo se trocaban los papeles de la noche
a la mañana: un desaprensivo se apoderó de los
micrófonos de la competencia y, tras despe-
llejados -¿acaso Camarga no significa mujer
pública? ¿Y Abadía? Mejor no meneallo-, los
convertía en el bocado ideal para la voracidad
del prójimo. ¿Qué le había dado Lorena a suco-
lega para acallar sus bien documentados infor-
mes? Le diera lo que le diera, lo cierto es que el
antes vitriólico comentarista enmudeció, señal
evidente de que sabía comer callado. Pero,
¿cómo no amar a Lorena, si hasta su caminado
era una danza? Imposible no detener el paso y
observarla.
117
Con la cabellera al aire y como si la cosa no
fuera con ella, esa tarde descendía lentamente
por la avenida de Gólgotas y Draconianos, la
blusa ceñida al busto y la falda de lino color púr-
pura a merced del viento que sin ningún pu-
dor le dibujaba los meses de su vientre. Con la
mano izquierda como al azar y la derecha firme-
mente asida a las riendas, parecía volar ya en los
dominios del parque, arrastrada por el veloz dál-
. mata. ¿Cómo olvidar sus bellos pies, el empeine
y los dedos al desnudo, realzados por las delga-
das cintas de las sandalias? Los tobillos y el talón,
las pantorrillas airosas en plena carrera, alertas,
todo al descubierto, hasta el hueco poplíteo
donde él tantas veces apoyó sus labios. El dálma-
ta era puro músculo en movimiento y con el tro-
te se agitaban las manchas negras sobre el mapa
blanco de la piel, esbelto animal que, con las fau-
ces abiertas, hacía aún más inalcanzable el sueño
de los admiradores que querían flirtear con la
dueña. Y ella, ante la mirada de todos, parecía a
punto de flotar tras el perro, multiplicaba sus es-
fuerzos como el aire los pliegues de la falda, agi-
tada por las hojas que iban y venían con las
corrientes de noviembre, mes de evocaciones y
de cosas idas. Y fue un poco más tarde cuando
Arnulfo llegó a su casa y le entregó la carta que
le envió Sofía.
Lorena lo mira ahora como si no hubieran
transcurrido tres años y él aún se resiste a darle cré-
dito a sus ojos. Como si ayer hubiera dispuesto
118
las sorpresas de hoy, Abadía se muerde el labio
inferior al descubrir que su imaginación no da
para tanto, que jamás había sospechado su regre-
so y menos su actitud cuando se acercó y,
como si nada, lo saludó. Él estaba en lá barrera
de sombra y la multitud vociferante había dis-
traído su atención. Por encima de los aullidos del
respetable ella le palmoteó el hcmbro izquierdo,
él se dio vuelta por la derecha y entonces sintió
que se lo tragaba la tierra. Lorena sonreía y con
su bella voz de champaña derramada sobre el
cristal lo saludó como si no hubiera tenido tiem-
po la víspera. El ala del sombrero y unas enormes
gafas de sol le cubrían prácticamente todo el ros-
tro y si no hubiera sido por la voz no la habría
reconocido. Y por si aún tiene dudas, lo agobia
con su fragancia preferida, ese Loris Azzaro que
lo hacía apropiarse de un lema que ilustraba su
suerte Que serait la vie d'un homme sans la fan-
taisie d'une femme? Pero ahora, en medio de
esas emanaciones inquietantes, atrevidas, cáli-
das, toda ella destila realidad mientras que la fan-
tasía sólo tiene lugar en su nostalgia.
La acompañan dos personas más, una hermo-
sa morena a quien ella poco después presenta
como azafata de, una: aerolínea internacional y
un individuo que las triplica en edad, de nariz
aguileña y cuidada melena blanca. Algún play-
boy, pensó Abadía con algo de envidia, aunque
el tipo aquel rezuma simpatía por todas partes.
Te presento a Gustavo Esquive!, dice Lorena
119
de forma contundente, y a continuación hace lo
mismo con su amiga, a quien sencillamente llama
Irma. Los tres ocupan los puestos posteriores al
suyo y mientras él se pellizca los otros comentan
entre sí aspectos de la faena. Es evidente que el
playboy no tienefa menor idea de lo que ocurre
allá abajo, en__ d ·ruedo, y Lorena y su amiga le
explican, sin: compadecerse de la más elemental
doctrina, lo poco que saben sobre la fiesta.
·¿Qué había ocurrido? Cuando optaron por
vivir juntos -en ningún momento Camilo habló
de divorciarse de su mujer, y Lorena como si
nad.¡., me importa un comino- a nadie sorpren-
di6 esa decisión, pues incluso a ojos de los más
lastimados por la elección de su dama hacían
una hermosa pareja y parecía, además, que entre
ellos las cosas funcionaban a las mil maravillas.
¿Qué había ocurrido con el viejo escultor? ¿Era
tan inexistente como la relación que le atribuye-
ron con el ejecutivo de Alfa Beta? Cierto o no,
nad¡e volvió a ventilar más ese asunto.
Con frecuencia se les veía en público, cocte-
les, fiestas, conciertos. Pero si había una cita a la
que nunca faltaban y donde quien los buscara
podía encontrarlos sin ningún problema era la
tarde de los domingos en el hipódromo de La
Perseverancia. Ni que fuera el derby de Ascot ru-
miaban los envidiosos, y la verdad es que La Ca-
marga convertía cualquier oportunidad en una
pasarela a la luz del día para exhibir los cortes y
modelos de la próxima colección pret-a-porter.
120
De la troupe de esos días formaban también par-
te una actriz de moda y un tipo joven, con aires
de soñador. Abadía, por su parte, aprovechaba
estas salidas para reciclar su repertorio de chis-
mes y tener con qué saciar el apetito de su audi-
torio radiofónico. Y así se la pasaban: los
domingos en La Perseverancia y los días de tem-
porada ahí al lado, en el coso de la Santamaría.
Nada parecía romper sus hábitos, ni siquiera
cuando Lorena le dijo que estaba embarazada.
Lo único que cambió fue la actitud de Abadía
ante el micrófono: comenzó a perder veneno, el
morbo escaseaba de forma notoria, se transfor-
mó en un pobre boy scout y la farándula optó
por darle vueltas al dial y pronto se pasó en masa
a las ondas rivales, un programa llamado A veces
llegan cartas, y que sin misericordia alguna des-
cueraba a los protagonistas del mundo artísti-
co y a los políticos más resabiados a través del
curioso pero efectivo recurso de leer las cartas !1
que, reales o ficticias, publicaban algunos perió-
dicos y revistas o llegaban al master central de la
emisora. Fíjense lo que un mal sentido de lapa-
ternidad es capaz de liquidar, se lamentaban los
antiguos radioescuchas de un Abadía ahora en
ruinas, pero él como si tronara: comenzaba a ha-
bitar la inopia, cada vez más alejado de la reali-
dad, en las lindes mismas del autismo. Fue
entonces cuando cerraron el hipódromo. Ru-
mores bien fundados sobre trampas en las
apuestas, carreras arregladas y caballos dopados
121
-engrosaron un buen expediente y las autoridades
sellaron las instalaciones de La Perseverancia
hasta que se aclarara el asunto. Y ni modos de ir
a pasar el rato a los garitos de Las Nieves o a las
galleras de Las Cruces o al canódromo. El sudor
que cubría la esbelta clase de los caballos a todo
galope o el oscuro placer que producían los
músculos alertas del toro durante la suerte de
varas no tenían equivalente en ningún otro es-
pectáculo. Por eso, cuando Lorena desfilaba pa-
recía reproducir ante sus admiradores el noble
esfuerzo de lo que ocurría en las pistas o en la
plaza, cubierta de pieles bajo los reflectores o se-
midesnuda, devorada por la mirada expectante
del público, ávido y fino, exquisito, que mien-
tras la aplaudía elegía los trapos de la temporada
y bebía chJ111paña.
Entre el segundo y el tercero de la tarde Lore-
na le pregunta por Díme con quién andas, su
programa radiofónico, y, como si a través del es-
cándalo definiera su suerte, él dice que los índi-
ces de sintonía andan por los suelos pero que,
aún así, lo han demandado como diez veces y
que además le han interpuesto ya no sabe cuán-
tas acciones de tutela.¿ Y tú qué has hecho?, pre-
gunta a quemarropa, y cuando Lorena se quita
las gafas para contestarle -lo hace como para de-
mostrarle, los ojos bien abiertos clavados en los
suyos, que ni siquiera las preguntas a mansalva la
amedrentan- Irma los interrumpe y mientras lu-
brica sus labios con una barra Rouge absolu co-
122
menta una curiosa opinión de Esquive! sobre las
criadillas y el exquisito plato que se prepara con
ellas. ¿Es chef tu amigo?, pregunta Abadía y al
tiempo que el playboy suelta la risa como en cas-
cada Irma le dice que es publicista y, sin embargo,
un magnífico gourmet. Ya tendrán ocasión de I'
¡J
apreciar sus guisos. Esquivel se reacomoda en su
asiento y fija en él su mirada, unos ojos profun-
dos y negros, penetrantes, por algo lo llaman El
Brujo, y se ríen todos. El próximo fin de semana
lo espero en la casa, dice, un dejeneur intime. Y
como si quisiera oficializar la invitación, le ex-
tiende la mano, que Abadía se apresura a estre-
char y entonces ve que en uno de sus dedos luce
un anillo con una turquesa sobre la que figuran
algunos símbolos. No te imaginas lo bien que
prepara el boeuf bourguignon, dice Irma, libe-
rándolo de su momentáneo rapto. Se mete en la
cocina desde la tarde anterior y hay que ver la
maravilla con que nos sale al día siguiente, y
como prueba de su admiración le da al viejo un
rápido beso en la boca. Luego, mientras le dice a
Lorena que le devuelva su sombrero, se lleva la de-
recha a la cara y se quita el mechón que el viento
de la tarde le ha echado sobre los ojos.
Los clarines. ¿Cómo olvidar lo que había su-
cedido tres años atrás, el sexto día del mes sexto
a la sexta hora? Lorena cayó en la cuenta de la
triple circunstancia que él, en broma, le había
puesto de presente y de un salto abandonó la
cama; como si estuviera asustada de verdad, flaca
123
y espléndida. ¿Dónde las habré dejado? Y busca-
ba afanosamente en su cartera, su rostro por mo-
mentos como que se descomponía aunque al
final, tras hurgar inútilmente entre llaveros, tar-
jetas de crédito, papeles, su kotex discret, aspiri-
nas, píldoras y más píldoras, pero no las que
buscaba, y quién sabe_cuánta farmacia más, re-
signada y con la boca como un gladiolo abierto,
se dejó caer otra vez. a su lado y mientras lo be-
saba en el cuello le dijo que eran el mes, el día y
la hora señalados para engendrar al Anticristo.
Y mientras él le mordía un glúteo como para es-
pantarle de una vez por todas esas teologías can
chuecas, la llamó al orden. Fíjate que no son las
seis de la mañana sino las seis de la tarde, las die-
ciocho horas: el instante del Ángelus y no la hora
del maligno. Pero mientras ella se restregaba la par-
te herida por la gluteonería de su hombre, refutó
su cálculo con otro más siniestro. ¿Dieciocho?
Multiplica seis por tres y verás cómo se confirman
el mes, el día y la hora. Entonces él la regañó de
verdad. Sólo falta que te hagas echar las carcas o
te dejes engatusar por médiums y espiritistas y
gente así. Y ambos rieron y rememoraron las gratas
incidencias de la tarde. Por televisión habían vis-
to la faena que se fajó el matador nacional, su
cuarta salida consecutiva por la puerta grande de
Las Ventas, con el Rey y todo su séquito en la
corrida de la beneficencia. ¿Es posible que ha-
yan transcurrido ya tres años desde entonces?
124
BRINDÓ E INICIÓ citando de largo, para embar-
carla y ejecutar series templadísimas, con pases
sobre la diestra. Lo hizo sin presunción ni sober-
bia, con la naturalidad de las cosas sabidas. Lue-
go le regaló un desplante con el codo, frente a los
pitones. Por su parte, ella remató cada una de las
series con su portentoso pase de pecho: lo ejecu-
tó casi en redondo, con temple supremo y con
suavidad. Entonces él le hizo el dos en uno. Pero
si sus derechazos eran templados, con la mano
baja y la figura compuesta, de los naturales ni
se diga. Continuó con series por derecha, precio-
sas por lo limpias. Y se lo hizo hasta de rodillas.
Citó otra vez de largo y luego la atrajo para
cuajar una serie en la que hubo de todo: hondu-
ra, mando y pasión. La cerró con una excelente
ejecutoria sobre las dos manos. Promediada la
faena, ella se resentía de los cuartos traseros pero
él no tuvo piedad alguna. Logró sacárselo de en-
cima con un tremendo pase, desde la ensortijada
cabeza hasta el rabo. A pesar de ello, no era muy
buena en el tercio de quites: perseveraba, insis-
tía, se instalaba en la faena, ávida e insaciabl_e.
Estiró entonces la cintura para prolongar el pase
y lo obligó a salir por detrás de su cadera. Y all(
por detrás, él ensayó la suerte contraria.
125
A continuación, ejecutó tres series sobre la
diestra, porfió y aguantó, expuso, aunque tuvo
problemas en el momento de cuadrarla. Luego,
ella lo recibió con una larga cambiada pero él la
cogió de frente. Tejió entonces algunos pases si-
lenciados por la ortodoxia: el pase de frente por
detrás, también conocido como la tapatía, salti-
llera o fregolina. Ella no le permitió pases de
primera porque tenía medias arrancadas, era
probona y había que cambiarla de terreno. Por
eso él la enceló ejecutando galleos de mariposa o
chicuelinas corridas. Por su parte, ella lo enfren-
tó al quiebro: esperó a pie firme la embestida y
lo desvió con un esguince de cintura. Él no olvi-
da· que ante ella sólo cabe ejercer dos suertes bá-
sicas: la de recibir y la del volapié. La suerte de
recibir tiene como variante la estocada aguan-
tando. El volapié tiene dos: la estocada arranca-
da y la estocada al encuentro. Con ella las
practicaba ambas, con harta frecuencia y con
excelentes puntos al finalizar la faena.
¿Cómo olvidarlo ahora? Frente a su quinto es-
tuvo él algo medroso y no se acopló. Era eviden-
te el desconsuelo en su rostro y además cierto
aire de escepticismo. Siete veces intentó ella ha-
cerlo pasar pero no sacó ni un natural. Por el
pitón derecho se le colaba y por el izquierdo los
naturales le salieron deslucidos. No pudo tem-
plar la embestida y se dejó trompicar el engaño
y hasta desarmar en una oportunidad. Porfió
mucho pero él no logró lucimiento alguno.
126
Todo quedó en voluntad y valor, a espera del
próximo. Él tardó en la embestida y entonces
ella lo llevó a los medios y, citando de lejos, lo
embarcó para una serie con mando, Y él como
que no quería: buscó las tablas y allí, en queren-
cia, ella lo sometió a varios pases. Le ligó ocho y
le alternó las suertes, dejándolo felizmente aba-
tido al salir por la fuerza de su pase de pecho.
Entonces él le dio un hábil giro a su maniobra y
la sorprendió por detrás, cogiéndola de plano
por la suerte contraria. Esa medioestocada la
dejó cariacontecida, como si él la embistiera más
por nervio que por bravura. Pero en el último,
con tres formidables naturales y un largo pase de
pecho logró ponérselo otra vez por delante. Fue
la apoteosis. Él se recostó entonces como para
1
morirse. La faena deshizo los tendidos.
¡
127
Abadía se rió de la abrumadora capacidad de es-
peculación numérica de la mujer y, como si otra
vez intentara dibujar con la fusión de los dos
cuerpos el signo zodiacal de Cáncer -que era
el de ella- colocó sus labios sobre la boca más
odorante de Lorena y le dijo que la única bestia
que a él le interesaba era aquella que por un
punto se plantaba antes de llegar al setenta.
Apocalipsis con figuras, sonrió entre las inicia-
les oblaciones. Y predicó con el ejemplo. ¿Cómo
no amarla?
En el medio en el que ella se movía todo era
frivolidad y cosmética, una elegante impostu-
ra. Contra el glamour, l'amour: ésa era su divi-
sa. ¿Qué razones tuvo para abandonarlo, sin una
nota siquiera? Muchas cosas habían ocurrido entre
tanto, aunque lo peor de todo había sido la ex-
traña muerte de su amiga Sofía. ¿Qué había pa-
sado con la carta que le entregó el hijo del portero?
Y lo más importante: ¿qué había pasado con el
hijo de ambos? Tendrá que darme más de una
explicación, piensa, aunque recuerda que ella
siempre dijo que un hijo es exclusivo asunto de
quien durante nueve meses lo lleva en su vientre,
y con mucha mayor razón en su caso, pues su
profesión es su cuerpo y hay que ver cómo se lo
había cambiado el embarazo. Carácter es lo que
le sobra a Lorena, reconoce. ¿No le había conta-
do Jorge Alí Triana que un par de años atrás la
había visto en compañía de un desconocido en
The Markham, allá en el downtown neoyorki-
128
no, rodeada de gentecita avant-garde? Por lo vis-
to, concluyó, ella pronto volvió a su profesión, y
yo aquí sin una noticia suya. Entonces una tre-
menda algazara lo liberó de sus cavilaciones.
El público abuchea sin piedad y sobre el rue-
do llueven almohadillas, botas, monedas y toda
clase de denuestos. Hasta el sombrero de lrma
aterriza sobre la arena. La verdad es que .lo que
hoy le ha tocado en suerte a este pobre ha sido
una auténtica birria y nada pudo hacer. Cuando
entró a matar se tiró la faena. Descabello y pitos.
Irma le explica a Esquive! por qué el diestro ha
perdido cualquier posibilidad de trofeo. Curioso
asunto, piensa Abadía: una azafata dándole lec-
ciones de tauromaquia a un chef. Y de reojo mira
a Lorena, seducida no tanto por la que se ha ar-
mado en el ruedo sino por lo que Esquive! co-
menta. La última vez que vine a este lugar fue
por las fechas en que se mató Arabella Arbenz.
Por eso no entiendo las barrabasadas que sobre
la tragedia de la actriz ha comenzado a difundir
una serie de televisión. Me parece que quien hizo
el guión se tomó a la ligera ese caso, que le dio la
vuelta al mundd~Lorena le pregunta que de qué
habla y el playboy le traza una sumaria historia
de lo ocurrido en esta ciudad hace ventitantos
años. Abadtá recuerda bien el asunto y comparte
la (?pinió.n de Esquive!: ya tiene tema para su
programa de mañana. ¿Sabía el guionista - prosigue
El Brujo- que el torero por quien Arabella se
mató escribía versos y cuentos sobre los toros de
129
lidia? Desaprovechó este dato y en cambio acen-
tuó el morbo de la teleaudiencia por el lado del
incesto. ¿De qué incesto hablas?, pregunta lrma,
intrigadísima. Tampoco yo lo sé, dice el viejo,
pues no está claro en la serie si ella mantiene tra-
tos con su padre -como pudo ocurrir en la vida
real- o si se inspira en la película que ella prota-
gonizó sobre el mismo tema. Todavía recuerdo,
como si fuera hoy, su hermoso rostro en la por-
tada de la revista Life y las declaraciones de Car-
los Fuentes, pues él fue autor del guión de la
película de la que hablo.
Y durante un buen rato Esquive! los cautiva
con una historia en la que hay de todo, aunque
insiste en hablar de cada una de las cinco esposas
de ese torero que, entre otras cosas, quiso ser sa-
cerdote, payaso de circo y militar, aunque al final
se tranzó por la fiesta brava. ¿Cinco esposas?,
pregunta Irma, algo preocupada, mientras mira al
viejo de reojo. Cinco -repite éste, y glosa mi-
nuciosamente-: una condesa italiana, una rica
heredera portuguesa, una francesa que era corre-
dora de automóviles y una actriz creo que grin-
ga, aunque no recuerdo bien. Arabella era su
quinta esposa. No hay quinto malo, comenta
Abadía, sobre todo para un torero. Pero la agra-
dable charla se echó a perder cuando en un mo-
mento lrma, que meditaba desde hacía buen
rato, le preguntó a Lorena si el culpable de la
mala adaptación televisiva del drama de Arabella
no era ese viejo de Alfa Beta, con quien un
130
imbécil de la radio le inventó un romance. Men-
cionada la soga en casa del ahorcado, y entre to- -·
1
1
1
131
11
enviado al director de un conocido periódico de
esta capital.
Y ese es el' mom_eri_to en que nutridos grupos
de aficionados-_-.se precipitan hacia las puertas,
impacientes-unos, furiosos otros, decepcionados
la mayor parte. Abadía se hace a un lado abrién-
doles paso y entonces descubre que Lorena lleva
puestas las sandalias con las que había calzado las
incógnitas de su último encuentro. Siente en-
tonces cómo un sudor frío le recorre la espina
dorsal, seguro de haber vivido ya ese instante
que ahora lo acongoja, y ella, más hermosa que
nunca, las gafas aparcadas sobre el cabello, le sos-
tiene la mirada y adivina la pregunta que él no
hace y que probablemente jamás hará. Y Abadía
no tiene que mirar para saber que Lorena luce
una falda de lino color púrpura y que el viento que
baja de los cerros le dibuja con amoroso empeño
el abultado abdomen. Entonces ella le toma sua-
vemente la mano y la aprieta sobre su vientre
mientras con infinito cariño busca reintegrarlo a
la memoria común. Cuatro meses más -dijo- y
entonces comprenderás lo que durante tanto
tiempo has querido saber. Y ante una extraña
sonrisa de Irma y Esquive!, sin soltarse de la
mano, poco a poco ambos logran superar el túnel
que, entre empellones y gritos, los lleva hacia la
calle.
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Impreso por Editorial Presencia Ltda.
Calle 23 No. 24-20. Santafé de Bogotá.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia.