El Espíritu Contemplativo

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ii

El espíritu contemplativo:
un desafío a la modernidad*

C ontemplación es una palabra ambivalente. Sin intentar decir qué


es la contemplación, o cómo podemos definirla, presenta un
rasgo constante: es algo definitivo, algo que tiene relación con el fin
mismo de la vida y que no es ningún medio para llegar a otra cosa. El
acto contemplativo tiene en sí su propia razón de ser, su fundamento.
No podemos manipular la contemplación para alcanzar algún otro
fin. En este sentido, no representa una etapa. No tiene una intencio-
nalidad ulterior. Requiere inocencia, porque la misma voluntad de
alcanzar la contemplación puede ser un obstáculo para llegar a ella. El
acto contemplativo es un acto puramente espontáneo, un acto libre,
incondicionado, movido solo por su propio impulso, es svadhā, como
diría el R. g-veda (x, 129, 2). La persona contemplativa simplemente
«se sienta», simplemente «es», vive. La contemplación es la respiración
misma de la vida.
Sócrates aprende con entusiasmo a tocar una nueva melodía con su
flauta la noche antes de su muerte; a Lutero le habría gustado plantar
un manzano la mañana del día en que llegara el fin del mundo; san

* El texto de este capítulo se publicó por primera vez en catalán en R. Panikkar,


La nova innocència, Barcelona, Proa, 21998, págs. 60-77. Nuestro texto se basa en
la versión castellana: La nueva inocencia, Estella, Verbo Divino, 21999, págs. 39-52,
y ha sido confrontado con el texto original catalán y el texto italiano publicado en
R. Panikkar, Opera Omnia i.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 51-65.

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Parte I. La nueva inocencia

Luis Gonzaga habría continuado jugando aun sabiendo que había de


morir aquella misma noche; el maestro zen disfruta mientras observa
los trabajos de una hormiga, indiferente al hecho de estar colgando
sobre un abismo, ceñido a una cuerda que está a punto de ser cor-
tada. He ahí algunos ejemplos de la actitud contemplativa, llámese
como se llame: atención, consciencia, concentración, iluminación
o contemplación.
Esta actitud se opone a la tendencia de la civilización moderna,
tanto religiosa como secular, aunque yo no emplearía estos dos térmi-
nos en este sentido, porque tanto las cosas seculares como las religiosas
pueden ser sagradas, y también unas y otras pueden ser profanas.
En realidad, parece que a nuestra sociedad la mueven cinco grandes
incentivos:

1) el Cielo, en las alturas, para los creyentes;


2) la historia delante, para los progresistas;
3) el deber del trabajo, para los pragmáticos;
4) la conquista de grandes cosas, para los inteligentes;
5) el afán de éxito, para todos.

Estos cinco incentivos son puestos en discusión, de una manera radi-


cal, por el espíritu contemplativo. La contemplación da importancia
al hic, al nunc, al actus, al centrum escondido, a la pax interior; y no al
allá, al después, al resultado, a la grandeza de las acciones exteriores o
al consenso de la mayoría.
El primero de estos cinco aspectos de la contemplación desafía
la religiosidad tradicional, que demasiado a menudo se contenta con
aplazar para otro mundo los verdaderos valores de la vida.
El segundo rechaza el dogma fundamental de un determinado
secularismo, que simplemente ha trasladado a un futuro temporal los
ideales de la mentalidad religiosa.
El tercero es un tipo de praxis que invierte directamente los valores
cardinales de la sociedad moderna, básicamente paneconómica.

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

El cuarto aparece como una interferencia extraña y destructiva de


las exigencias internas del mundo tecnológico.
El quinto pone directamente en cuestión la idea antropológica
predominante, según la cual la realización del hombre presupone
forzosamente la victoria de uno sobre los demás, de forma que las
víctimas son condición necesaria para tener la sensación de haber
conseguido algo.

1. El cielo, en las alturas (el AQUÍ opuesto al ALLÁ)

Si actúas movido por una recompensa en un cielo, quizá conseguirás lo


que quieres, pero esto no será un acto contemplativo, es decir, un acto
de amor, cuya intención es actuar sin preocuparse de alcanzar la per-
fección o recibir una recompensa. Como nos recuerdan los maestros,
cuando las personas contemplativas comen, comen; cuando duermen,
duermen; cuando rezan, rezan. Actúan, Sunder Warumbe, «sin un por
qué», como diría Eckhart.1 El contemplativo no puede concebir qué
se quiere decir cuando se habla de la vida «futura», como si la vida
que ahora vivimos no fuese vida, la Vida, la cosa misma. Según la
mayoría de las tradiciones, quien se entrega a la contemplación expe-
rimenta la realidad, Dios, el cielo, el brahman, el moks.a, el nirvān.a, el
satori, la iluminación, la verdad, el ser y la nada..., aquí abajo, ya desde
ahora, en el acto mismo que está realizando, en la situación misma que
está viviendo. La vida contemplativa ya es un estado celestial, una vida
última, como dicen los místicos. Y si no fuera así, si quedara todavía
algo por desear, es que no se ha alcanzado aún la contemplación.
«Maestro, os he seguido durante tres años, y ¿qué he encontrado?».
«¿Acaso has perdido alguna cosa?», fue la respuesta del guru hindú.2

1. Cf., por ejemplo, Sermo 26 (Die deutschen und lateinischen Werken, ii, 26-27);
Sermo 41 (ibid., ii, 249) y passim, tal como aparece en la ed. crítica de J. Quint
(Stuttgart, Kohlhammer, 1971).
2. Ramana Maharshi.

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Parte I. La nueva inocencia

«Felipe, quien me ha visto, ha visto al Padre», dice el Evangelio cris-


tiano (Jn 14,9). No hace falta nada más, ni hay que ir más allá. «El
nirvān.a es el sam.sāra, y el sam.sāra es el nirvān.a», afirma el buddhismo
mahāyāna.3 «Y si tengo que ir al infierno, tanto da; el cielo es esto, eres
tú, está aquí», cantan los místicos musulmanes.4
Desear algo, incluso tener el deseo de no desear, ya es señal de que
no se posee el espíritu contemplativo, de que no se ha llegado a aquella
«santa indiferencia», tan subrayada por las espiritualidades ignaciana
y vedántica, que trasciende todas las diferencias, hasta el punto de
que a la persona contemplativa la vemos como si estuviera «más allá
del bien y del mal», como dice una Upanis.ad (tu ii, 9). Esta última
frase debería entenderse correctamente.5 Si haces algo que crees que
está mal hecho, entonces está claro que no estás más allá del bien o
del mal. Se puede discutir sobre si es posible ir más allá del bien y del
mal; ahora bien, aceptada esta posibilidad, las nociones de bien y de
mal ya no son adecuadas para describir un acto que supuestamente ha
sobrepasado ambos. «Estos dos pensamientos: “he obrado mal”, “he
obrado bien”, no se le ocurren al iluminado», puntualiza el mismo
texto upanis.ádico.6 La nueva inocencia no es cosa que pueda exigirse
a voluntad (cf. Jn 6,44).
Los contemplativos no necesitan cielo alguno «allá arriba en las al-
turas», porque para ellos cada cosa es sagrada: tratan las cosas «sagradas»
como si fueran profanas. Comen el pan prohibido, queman imágenes
santas, pisan el śivalin.ga y no guardan los minuciosos preceptos del
sabbat. ¿Por qué? Porque tratan las cosas profanas como si fueran
sagradas. «Así en la tierra como en el cielo», dice una antigua oración
(Mt 6,10). «Si ves al Buddha, ¡mátalo!», dice la tradición mahāyāna.7
Un mahāvākya cristiano podría ser: «Si ves a Cristo, ¡cómetelo!».

3. Mādhyamika-kārikā, xxv, 19.


4. Rābi‘a y también al-Bist.āmī.
5. Cf. por ejemplo bg ii, 50.
6. tu ii, 9; cf. también bu vi, 3, 22; maitu vi, 18, etc.
7. Cf. Taisho 45.500 (El proverbio se atribuye a Nāgārjuna).

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

La contemplación no se preocupa por el mañana, no se interesa


por cómo llegar al nirvān.a o cómo ganar el cielo. Esta es también la
razón por la cual la persona contemplativa no discute sobre doctrinas.
El místico acepta las doctrinas establecidas, pero no deposita en ellas
su fe. Las doctrinas son muletas o, a lo sumo, canales o gafas, pero no
son ni el caminar, ni el agua, ni la vista que sugieren estas metáforas
tradicionales. El dogma es hipótesis, no theoria. «La verdad solo puede
ser percibida por ella misma», afirmaba Nicolás de Cusa,8 recordando
al Maestro Eckhart; y esto mismo repitió también Ramana Maharshi y
muchos otros antes y después de él, cada uno de una manera indepen-
diente, porque en cada caso se trataba de un descubrimiento personal.
Toda afirmación que se base en algo que no sea ella misma no puede
ser absolutamente cierta. El contemplativo sabe que

no me mueve, mi Dios, para quererte


el cielo que me tienes prometido,9

como solía decir aquel contemplativo español del Siglo de Oro, esfor-
zándose por mostrar el lado positivo del quietismo, y proclamando de
nuevo lo que los textos de la Bhagavad-gītā y los buddhistas habían
dicho siglos atrás: no deberías ser ni incauto ni cauteloso, porque ni
te falta todo ni lo tienes todo, sino que eres libre y, por lo tanto, libre
estás de preocupaciones.10 Svarga kamo yajeta (haz sacrificios para poder
ir al cielo),11 esto es importante, dice la mīmām.sā; pero no es así como
alcanzarás el moks.a (la liberación), añade el vedānta.

8. De Deo abscondito 3.
9. Texto anónimo, por miedo a la Inquisición, que algunos autores han atribuido
a santa Teresa de Jesús, entre otros. Cf. bg iii, 4; iv, 20; xviii, 49; Dīgha-nikāya
iii, 275; etc.
10. La frase inglesa «you should be neither careless nor caruful because you are
neither “less” nor “full” but free and thus care free» contiene un juego de palabras
intraducible.
11. Frase ritual de los brahmanes.

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Parte I. La nueva inocencia

Quizá los hombres de hoy no crean en un Dios que premia y castiga,


y quizá no les importe mucho que exista o no un cielo allá arriba,
pero la mayoría de sus acciones las hacen teniendo en cuenta las fluc-
tuaciones de Mammón, que premia y castiga y no está en lo alto (el
cielo), sino detrás (de los actos humanos). Las personas contemplativas
son insensibles a esos incentivos. Han descubierto en su interior que
 (makarioi), bienaventurados, felices, lo son los pobres de es-
píritu (Mt 5,3). El contemplativo no se mueve por dinero, no porque
lo menosprecie, sino porque no lo necesita. Por esto, una civilización
que exija dinero para vivir es anticontemplativa.

2. La historia delante (el AHORA opuesto al DESPUÉS)

La sociedad secular quiere construir la «ciudad sobre la tierra». Pero


esto requiere tiempo. Es decir, si temporalidad es todo lo que tenemos,
la «ciudad del hombre» es siempre la «ciudad del futuro», porque la
ciudad presente está muy lejos de ser aquello que debería ser. La vida
moderna es una preparación para el futuro, para el tiempo venidero.
El crédito, el crecimiento, los estudios, los hijos, los ahorros, los segu-
ros, los negocios, todo se calcula para un después, se orienta hacia las
posibilidades de un futuro que siempre permanecerá incierto. Siempre
estamos en movimiento, y cuanto más aprisa mejor, para ganar tiempo.
Sin planificación, estrategia, preparación y propósito para el futuro, la
vida moderna es inconcebible. La temporalidad es la obsesión de nuestra
época; el factor tiempo es el aspecto de la naturaleza que hay que vencer.
La aceleración es el gran descubrimiento de la ciencia moderna. Tanto
individual como colectivamente, la vida de la mayoría de nuestros con-
temporáneos se proyecta hacia delante, hacia la meta, hacia el premio, en
medio de una implacable competencia, en dirección al «Gran Evento».
La soteriología se ha vuelto escatología, sagrada y también profana.
El contemplativo, en cambio, detiene el curso del tiempo en el
mundo. La temporalidad se frena para el contemplativo o, más bien, se

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

vuelve hacia sí misma, de modo que aparece la realidad tempiterna. La


contemplación no se interesa por el después, sino por el ahora. Incluso
cuando el contemplativo dirige su atención a algo que tiene relación
directa con el futuro, realiza este acto tan absorto en el presente que
lo que puede seguir es del todo imprevisible. El acto contemplativo es
creativo, un nuevo comienzo, y no una conclusión. Si eres un contem-
plativo, puedes encontrar a un samaritano en el camino y llegar tarde a
la reunión, o simplemente puedes quedarte jugando con una bagatela
que —quién sabe por qué razón— ha seducido tu fantasía. En última
instancia, no tienes ningún camino que seguir, lugar alguno adonde
llegar. Renuncias a todo peregrinaje, solo cuenta el presente tempiterno,
y solamente este es vivido como real. El sentido de tu vida no depende
solo de lo que hayas alcanzado al final, de igual forma que el sentido de
una sinfonía no se encuentra únicamente en su final: cada momento
es decisivo. Tu vida no quedará incompleta aunque no hayas llegado a
tu edad de oro o hayas sufrido un accidente mientras hacías el camino.
Cada día es una vida, y cada día se basta a sí mismo. El contemplativo no
espera una eternidad después, sino que vive la tempiternidad ahora.
La contemplación revela la plenitud de todo lo que es, por el he-
cho mismo de ser lo que realmente es. «El hombre tiene que ser feliz
porque existe», dice Ramon Llull al inicio de su voluminoso Llibre de
contemplació en Déu.12 Parece que la felicidad lo es todo para el contem-
plativo porque el auténtico contemplativo no espera nada del mañana.
El tiempo ha sido redimido, superado o negado. El reino, el nirvān.a,
ya está aquí y ahora, aunque no en un sentido newtoniano. Si eres una
persona realizada, la realización nada te ha aportado. Solo que (antes)
no lo sabías. Ya estás allí o, mejor dicho, ya eras aquello. El valioso
12. R. Llull, Llibre de contemplació en Déu i, 2: «Molt se deu alegrar l’home per
ço com és en ésser». El primer capítulo trata del gozo del hombre por la existencia
de Dios; y el tercero, por la existencia del prójimo. Philosophus semper est laetus (El
filósofo siempre está contento), añadió en su Liber Proverbiorum (ed. maguntina,
vi, int. v, pág. 122). Su Llibre de mil proverbis comienza con un proverbio sobre
el gozo: «Haja’s u alegre, per ço car Déus és tot bo e complit» (Alégrese cada cual,
porque Dios es todo, y en todo bueno y cumplido).

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Parte I. La nueva inocencia

perfume podía haberse vendido para dar el dinero a los pobres, pero
la que amaba fue alabada, porque realizó «un acto lleno de belleza»,
de pura espontaneidad, como dio a entender Jesús al defenderla (Mt
26,10). «Alegraos conmigo», canta un cantor ciego bengalí bāul: «Yo
no puedo ver la oscuridad». Y nosotros no podemos ver la luz —solo
el mundo iluminado—.
Doctrina peligrosa es esta, llena de riesgos. Los contemplativos
están «por encima» o «fuera» de la sociedad, como dicen muchos
textos, pero pueden perder su inocencia. También puede ocurrir que
la gente se aproveche de esta indiferencia y despreocupación y abuse
de ellos para explotarlos y cometer injusticias. Sin embargo, al final
parece que ningún suceso puede turbar su «perfecta alegría», como
explica la tradición franciscana.
Los hombres de hoy siempre tienen prisa por llegar a la «siguiente
meta», mientras que para el contemplativo no hay ninguna diferencia
fundamental entre un cielo que está arriba y una historia que está
delante. Ambas cosas son aplazamientos: se «entra» en el cielo o se
«avanza» en la historia. Tanto si se trata de un capitalismo individua-
lista como si se trata de un capitalismo de Estado, de fe en un cielo o
de fe en la historia, la diferencia entre una ganancia que se encuentra
más arriba y una ganancia contenida en el futuro es solo de grado y de
dirección. Si en Occidente el marxismo es considerado una apostasía
(cristiana), en Oriente aparece como una herejía (cristiana). Si en
Occidente el cristianismo es considerado una alienación, en Oriente
aparece como un primer paso hacia su socialización. Marxismo y cris-
tianismo son primos hermanos.
La actitud contemplativa no sigue este modelo. Si hay que jugar
al juego secular, hazlo honestamente, pero sin idolatrar sus reglas.
Cada momento es un momento de por sí pleno y, todo lo más, en-
gendra el siguiente: «Caminante, no hay camino, se hace camino al
andar», canta Antonio Machado.13 Cada momento contiene todo el

13. Proverbios y cantares v.

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

universo: la continuidad no es una cosa sólida, una sustancia, es un


anātmavāda. No puede haber sensación de frustración si no acumulas
méritos, poder, conocimientos o dinero, porque cada momento es
un regalo único y completo en sí mismo. Khano ve maupaccaga (No
dejes que el instante se escape).14 Es evidente que este presente tem-
piterno que experimenta el contemplativo no es solo el cruce entre
un pasado fugaz, que se ha ido rápidamente, y un futuro acelerado.
Más bien es una encrucijada que contiene todo el pasado, pues,
habiendo muerto, ha renacido; y contiene en sí todo el futuro, pues
aunque este no ha visto el alba todavía, conserva toda la luminosi-
dad de un sol escondido que puede aparecer por cualquier punto
del horizonte.
No es huyendo del tiempo —incluso si eso fuera posible— como
el contemplativo descubre la realidad tempiterna, sino más bien inte-
grándolo por completo en la dimensión vertical que constantemente
cruza la línea horizontal del tiempo. La tempiternidad no es la ausencia,
sino la plenitud del tiempo, pero esta plenitud no es, ciertamente,
solo el futuro.15

3. El deber del trabajo (el ACTO opuesto al PRODUCTO)

Parece como si la adicción actual al trabajo estuviera convirtiéndose


en una epidemia que contagia a toda la humanidad. Debes traba-
jar porque, al parecer, tu existencia pura y simple no tiene ningún
valor; por lo tanto, has de justificar tu vida haciéndola útil. Tienes que
ser útil contribuyendo al bienestar de una sociedad, que ha dejado
de ser una comunidad. No puedes permitirte ser un adorno, tienes que
llegar a ser un valor útil. No se trata solo de que tengas una función que
desempeñar: no es tu svadharma (cf. bg ii, 31) lo que se espera de ti;

14. Dhammapāda, 315.


15. Cf. R. Panikkar, «El presente tempiterno», en A. Vargas-Machuca (ed.),Teología
del mundo contemporáneo, Madrid, Cristiandad, 1975, págs.133-175.

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Parte I. La nueva inocencia

no se trata de integrarse en un modelo social más o menos dinámico,


como es el caso para las sociedades más tradicionales. Lo que se espera
de ti es que produzcas, que hagas alguna cosa distinta de ti mismo, algo
que pueda objetivarse y hacerse intercambiable y disponible mediante
el dinero. Debes ganar lo que consumes, además de tu reputación
y de tus privilegios, o serás despreciado como un parásito que no
sirve para nada. El mendigo es un criminal que muy probablemente
será perseguido. Nada es gratuito, nada llega como un regalo, incluso
las propinas recibidas deben ser declaradas en los impuestos. Todo
tiene precio, y tienes que ganar lo suficiente para pagarlo. Los trabajos
pueden ser de muchos tipos, pero todos son iguales en la medida en
que todos son convertibles en dinero. El reino de la cantidad, que la
ciencia pide, se ha convertido en el reino del dinero en la vida de los
hombres. La moneda permite la cuantificación de todos los valores
humanos haciendo así posible cualquier tipo de transacción.
Eres real en la medida en que trabajas y produces. No existe otro
criterio para determinar la autenticidad de tu trabajo que los resulta-
dos. Serás juzgado por los resultados de tu trabajo. Puedes descansar y
hasta distraerte, pero solo para poder trabajar después mucho mejor
y producir mucho más. Quizá puedas escoger el tipo de trabajo que
mejor te conviene, porque si trabajas a gusto producirás más y no te
agotarás tanto. Hoy, hasta a las vacas se les pone música. «El trabajo es
un culto». La eficiencia es un nombre sagrado, y la vida se subordina
a la producción. Incluso los alimentos son un arma militar, llamada
eufemísticamente «instrumento político».
Sin duda, las sociedades tradicionales no están exentas de una cierta
obligación respecto al trabajo, e incluso al trabajo en favor de otros.
No deberíamos idealizar el pasado o las otras culturas. Pero hay algo
específico en el «trabajo como deber» de la vida moderna. Uno de los
pecados capitales en la moralidad cristiana era la melancolía, el tedio,
la acedia. Hoy, eso se ha traducido como pereza, haraganería. El otium,
el tiempo libre, se ha convertido en vicio y el negotium, la actividad
laboral, en virtud. En una sociedad jerarquizada, una vez que llegas a

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

la edad adulta, ocupas tu lugar, lo cual puede darte la sensación de que


te has realizado. En una sociedad igualitaria, los cargos más altos están
teóricamente abiertos a todo el mundo. Si no los consigues, después
de haber tenido —teóricamente— las mismas oportunidades, quiere
decir que eres un inútil. ¡Tienes que trabajar más y mejor!
El mundo tecnológico moderno se ha vuelto tan complejo y tan
exigente que para «disfrutar de sus ventajas» hay que obedecer sus leyes.
Y la primera de ellas es considerar tu trabajo como la primera de tus
obligaciones. El trabajo se vuelve un fin, y este fin no es ya la realización
del hombre, sino la satisfacción de las necesidades del trabajo. Asumir
que cada ser humano es un conjunto de necesidades, cuya satisfacción
le traerá automáticamente su realización y contento, constituye el mito
fundamental que he llamado «estilo de vida norteamericano», que
actualmente está en crisis en el mismo país donde tuvo origen, pero
que se extiende por todo el mundo como una condición necesaria del
éxito tecnológico.
En todo caso, la persona contemplativa está en desacuerdo con
esta clase de razonamientos. Para empezar, tiene una actitud comple-
tamente distinta respecto al trabajo: no será el trabajo lo que tendrá
prioridad, sino la actividad, es decir, el acto en sí (el finis operationis de
los escolásticos), de manera que cualquier trabajo deberá tener sentido
en sí mismo. Si un acto no tiene de por sí sentido, sencillamente no se
hará. El respeto por todo ser y por su constitución es una característica
de la actitud contemplativa. Se cultiva una planta porque el acto de
cultivar tiene sentido en sí mismo: es una colaboración entre el hom-
bre y las fuerzas vitales de la naturaleza, un perfeccionamiento tanto
de la naturaleza como de la cultura, un ennoblecimiento inherente
al acto mismo —no es ni el acto de un esclavo ni el del señor, sino el
acto de un artista—.
La segunda intencionalidad, el finis operantis de los escolásticos,
o la intención del agente, será una prolongación armoniosa de la
misma naturaleza del acto. Cultivas la planta no solo porque tiene
posibilidades de belleza y de aumentar la vida, sino también porque

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Parte I. La nueva inocencia

proporciona alimento; alimentarse pertenece al orden cósmico que


representa el dinamismo, la influencia recíproca, el crecimiento y la
transformación de todo el universo. Comer no es un acto egoísta; es
comunión dinámica con todo el mundo.
En tercer lugar, tu intencionalidad tenderá a fundirse con el fin
mismo del acto (finis operis), de manera que tus intenciones persona-
les se reducen prácticamente a nada. El contemplativo renuncia a los
resultados del trabajo, llevando a cabo cualquier clase de actividad por
razón del acto mismo, y no por lo que pueda obtener de él (nais.karmya
karman).16 Si la acción no tiene valor en sí misma, no se llevará a cabo.
La persona contemplativa no realiza nada pensando que obtendrá
algo. El arte tiene aquí cabida porque cada uno de los pasos inter-
medios tiene sentido en sí mismo, de la misma forma que el esbozo
preparatorio o el torso escultórico pueden ser tan bellos e inspirados
en su género como la obra de arte final. Eso no excluye la conscien-
cia de realizar actuaciones parciales con vistas a un todo; pero, igual
que en la ceremonia japonesa del té, cada gesto es una parte orgánica
de la operación total. El ojo contemplativo es el ojo atento al brillo de
cada instante, a la transparencia de las cosas más simples, al mensaje
de cada día. Hay también espacio para la actividad orientada hacia el
futuro, porque la causa final está presente desde el inicio, y el acto en
sí es la totalidad de sus diversos aspectos.
Hoy, la obsesión por el trabajo, aun cuando no se enfoque hacia
la productividad y se la llame, pomposamente, creatividad, no es
capaz de hacer de cada uno de nosotros un verdadero homo faber, un
creador, porque lo que haces no es ni tu vida ni tu felicidad personal
y ni siquiera la colectiva. Tú trabajas —es decir, estás encadenado al
instrumento de tortura (tripalium, de donde proviene «trabajo»)—
para justificar de alguna manera tu existencia ante los ojos de los
demás y, ¡ay!, para muchos, también ante los propios ojos y los de
su Dios.

16. Cf. bg iii, 4, 20; xviii, 49.

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

El contemplativo no es el asceta que se pone a trabajar en sí mismo,


en los otros o en sus propios fines nobles. El contemplativo disfruta
de la vida porque la vida es gozo y brahman ānanda, y sabe ver todo
un jardín en una sola flor. Es capaz de ver la belleza de los lirios
silvestres, aunque los campos sean improductivos. El contemplativo
tiene espontáneamente el poder de transformar una situación gracias
al gozo absoluto de haber sabido distinguir la señal luminosa en la
trama aparentemente oscura de los asuntos humanos.

4. El poder de las grandes cosas (la INTERIORIDAD


contrapuesta a la EXTERIORIDAD)

Una praxis fundamental en la vida contemplativa es la concentración,


es decir, el intento de llegar al centro. Este centro es interior, no tiene
dimensión alguna y es equidistante de todas las actividades. Una vez
establecido el centro, adquieres la serenidad, en alemán Gelassenheit,
en español sosiego, en sánscrito śama, en latín aequanimitas, en griego
74# (sōphrosynē): ninguno de estos términos debería confundirse
con autocomplacencia. Este equilibrio interior no tira de ti hacia el
lugar donde «está la acción», no te tienta con un lujo cada vez mayor,
ni te seduce con el poder de las grandes cosas. Las sustancias concen-
tradas tienen más densidad, pero menos volumen.
En realidad, el hecho mismo de que palabras como «grande» o
«gran» denoten cualidad y bondad traiciona la mentalidad moderna
fascinada por los imperios económicos, las multinacionales y las su-
perpotencias. Cuando hablamos de las «grandes religiones», queremos
decir las religiones «importantes». El denominado «poder de la ma-
yoría» constituye otro ejemplo en este sentido; aunque una mínima
tecnocracia puede manipular a las masas a través de la tecnología,
es la «mayoría» la que detenta teóricamente el poder. Lo que cuenta
aquí, lo que confiere valor son las cifras. Si resulta que eres distinto
«del resto», podrás verte muy fácilmente amenazado o por lo menos

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Parte I. La nueva inocencia

sentirte inseguro. En tal situación, el centro no lo tienes dentro de


ti. Estás fuera del centro. El «centro» está fuera de ti, en el poder que
quieres conquistar.
El imperialismo lingüístico es también otro ejemplo de esta actitud.
A los dialectos, cuando no se los desprecia abiertamente, no se les con-
cede ninguna importancia. Hay que hablar por lo menos una «lengua
internacional». Eso te hace importante. A los que viven en los pueblos
sencillamente se los tilda de provincianos. Tus modismos, si no siguen
la moda dictada por los medios de comunicación, son o ininteligibles
o considerados extraños por la mayoría. La lengua siempre ha sido una
creación del grupo que vive, que habla. La poesía de la mayor parte de
las lenguas tiene su humilde nacimiento en la especificidad expresiva de
los dialectos hablados. Estos dialectos pueden ser tanto el de Dante, que
ha penetrado en el uso común, como el sánscrito forjado por los pan.d.it,
o una lengua moderna occidental impuesta sutilmente por las clases lla-
madas eruditas. Los académicos hablan su dialecto, de la misma manera
que otros grupos hablan el suyo. Hoy son los que tienen poder suficiente
quienes difunden su habla idiosincrática, su manera particular de con-
cebir el mundo, de decir las cosas, asediando ojos y oídos de millones
de espectadores pasivos. Los juglares y los cantores de los poblados de la
India están desapareciendo rápidamente. La gente escucha a los pocos
que han triunfado y que cantan por la radio. A los otros se les llama
mendigos. La lengua ha llegado a ser algo que escuchamos o leemos
pasivamente, una mercancía que recibimos más que un medio vivo
con el que nos expresamos de forma creativa y con el que delimitamos
el significado de las palabras de nuestros interlocutores en el diálogo.
Mantenemos muchos más monólogos que diálogos. No es de extrañar
que nuestra lengua se deteriore y que el arte de conversar se vuelva
elitista, porque nuestras expresiones se construyen según lo que vemos
en la televisión, escuchamos por la radio o vemos escrito por los que
redactan la prosa diluida y simplista a que nos someten nuestros pe-
riódicos. El '/# (idiōtēs, aquel que tiene una manera de ser propia,
particular) ha pasado a ser un idiota, y la idiosincrasia casi un insulto.

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

El símbolo indiscutible de la «civilización» es la «gran ciudad»,


donde prevalece la mentalidad de los medios de comunicación.
Se nos estimula a ascender cada vez más en términos de impor-
tancia, poder, éxito; debemos avanzar para sentir que somos alguien,
ganar confianza en nosotros mismos e inspirarla en los demás. La
movilidad deviene el auténtico símbolo de nuestro estatus. El creci-
miento ha llegado a ser un concepto cuantitativo: conseguir lo máximo
es el ideal.

La persona contemplativa no solo comprenderá la necesidad teórica


de descongestión que tiene la sociedad moderna, sino que la pondrá
en práctica. Si no soy capaz de encontrar el centro de la realidad en
mí mismo —o, por lo menos, en aquella realidad que es concéntrica
respecto a mi propio centro—, no seré capaz de superar la sensación
esquizofrénica de ser una persona desplazada porque no vivo en la
capital o no trabajo en la mejor universidad, en la mayor industria,
sociedad o empresa, o porque no gano el sueldo más alto posible. Me
sentiré nervioso, o por lo menos tenso, hasta que no haya conseguido
llegar a la cima —no al centro—.
Los contemplativos no se prestan a este juego, y no por motivos
egoístas o por una especie de hedonismo (como dice el proverbio cas-
tellano del «ándeme yo caliente y ríase la gente»); tampoco porque la
eficiencia los deje indiferentes o porque aprecien solo las cosas pequeñas,
sino porque, para ellos, el verdadero sentido de la vida está en otra parte.
Aunque muchos hombres de Estado y pensadores laicos, como Aldous
Huxley y Arnold Toynbee, hayan escrito que es una quimera pensar que
la política puede cambiar el mundo, esta ilusión continúa tentando a
personas religiosas a convertirse en «simples» políticos. Pero hay una
dimensión más profunda de la vida, un teatro más amplio donde po-
demos trabajar por un verdadero cambio. Es aquí donde descubrimos
la dimensión monástica del hombre, a menudo olvidada.17

17. Cf. R. Panikkar, Elogio de la sencillez, Estella, Verbo Divino, 1993.

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Parte I. La nueva inocencia

El contemplativo es feliz, como lo es un niño sano jugando en-


tusiasmado con un juguete. Viendo cómo disfruta, alguien podría
intentar quitárselo de las manos, pero el niño volverá a jugar con otro
distinto, y así puede pasar una y otra vez, mientras alguien siga pen-
sando erróneamente que la felicidad del niño depende del juguete.
Ya hemos dicho anteriormente que la contemplación supone un
riesgo, porque esta «santa indiferencia» puede ser explotada por otros,
que podrían traspasar los límites de lo tolerable. Una religión que
fomente solo la contemplación puede convertirse no solamente en
el opio que administraban, pongamos por caso, los ingleses a los
chinos, sino también en el que administran los misioneros, los brah-
manes y los sacerdotes a la gente. Por esta razón, los maestros tanto
de Oriente como de Occidente, han hablado siempre de viveka, el
discernimiento, como elemento indispensable de una vida auténtica-
mente contemplativa.

5. El afán de éxito (el CONTENTAMIENTO opuesto al TRIUNFO)

«Ambición» es una palabra clave para el mundo de hoy, pero es tam-


bién un término ambivalente. Por una parte, todo ser humano quiere
y necesita realizar algo, o por lo menos así se nos ha dicho. Existe un
afán innato que impulsa a los hombres hacia la perfección, en una
especie de autosuperación; queremos desplegar todas nuestras posi-
bilidades latentes para hacer efectivas todas nuestras potencialidades.
Por otra parte, esta necesidad urgente de «ser» se traduce, sobre todo
en Occidente, en la necesidad de tener éxito en el plano social, tal
como se entiende hoy en las naciones industrializadas. Los hombres
y las mujeres de hoy sienten una preocupación frenética por ganarse
la aceptación de los que les rodean. En una sociedad que se llama a
sí misma democrática, parece que nuestro poder es, entre otras cosas,
directamente proporcional a la reputación de que gozamos. Se nos ha
enseñado que debemos crearnos una imagen propia y proyectarla con

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

destreza al exterior, de forma que nuestros actos y palabras tengan un


peso. El hombre moderno aspira a estar en los centros de decisión; debe
estar implicado en lo que le interesa a la sociedad en todos los niveles,
porque es la sociedad, y no un dharma, el derecho, el orden, o Dios, lo
que gobierna y decide en nuestras vidas: necesitamos triunfar. Cuando
buscamos el motivo dominante que mueve a las personas en nuestra
sociedad, descubrimos que se trata del deseo de tener éxito, de conseguir
resultados. El éxito, en una sociedad tecnológica, se ha convertido en un
valor objetivado, fácilmente medible en términos del poder financiero o
de supuesta libertad económica. El éxito, en una sociedad competitiva,
se mide por el número de personas (víctimas) que hemos dejado atrás.
No se trata de una satisfacción personal, sino de un éxito objetivado.

Sin duda alguna, muchas religiones tradicionales han tenido el mismo


modelo objetivado, según el cual solo los vencedores y los héroes
alcanzan el cielo, los otros son aniquilados, van al infierno o son con-
denados a regresar una vez tras otra a la tierra. En un sistema de este
tipo, es fácil caer en la trampa de despreciar las ambiciones terrenas,
porque hemos proyectado el mismo tipo de deseos en un reino de
otro mundo. Los monasterios bien podrían estar llenos de personas
que, dándose cuenta de que no consiguen triunfar en las cosas de este
mundo, buscan la oportunidad de triunfar trabajando y esforzándose
por una recompensa en el cielo. Una cierta imagen antropomórfica
de Dios es también una transposición, aunque más refinada en cierto
sentido, de la misma actitud: se puede hacer cualquier cosa para com-
placer a un Dios personal, incluso ignorar el reconocimiento de los
demás hombres, porque estamos seguros de que Dios está contento de
nosotros, nos ve y, llegado el momento, nos habrá de premiar.
Esta actitud no debería confundirse con la motivación del amor
por el amado, humano o divino, que te impulsa a hacer cualquier
cosa por complacer a quien te quiere y hacerla solo por su amor. Él o
ella, o la persona divina, son el verdadero fin y la fuerza motriz de tu
vida, de cada una de tus acciones.

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Parte I. La nueva inocencia

La espiritualidad bhakti de todos los tiempos y lugares parece ser


una constante humana, algo que siempre atraerá a un tipo determinado
de personas. Pero, incluso con las necesarias correcciones, y a pesar de
notables variaciones, este no es el enfoque del contemplativo.
La contemplación, por supuesto, no existe sin amor, pero puede
haber amor sin contemplación. Además, para el contemplativo el amor
no es el motivo último. O, mejor dicho, es el último motivo, pero el
motivo no es todavía la cosa en sí. En última instancia, el contempla-
tivo actúa sin motivo; no hay motivo ulterior, externo o ajeno, que
se distinga de la acción, que ha sido hecha por sí misma. Jacopone da
Todi lo expresó exclamando: «La rosa non ha perchéne» (La rosa no
tiene un porqué). Es porque es. Simplemente existe, aunque, como
los lirios del campo, será por un tiempo muy corto; o, más bien,
ningún tiempo es corto, porque cada instante es, y es único. Los con-
templativos queman su vida a diario; cada día agota todos los eones
y todos los universos, cada momento es una «nueva» creación. Ahora
bien, no hay que confundir la auténtica actitud contemplativa con
ninguna de sus trampas, como el narcisismo o el puro placer estético
y la autocomplacencia. «La vertù non è perchéne, ca’l perchéne è for
de tene» (La virtud no tiene un porqué, ya que el porqué está fuera de
lugar), dice el mismo franciscano.18
Para los contemplativos no existe un «arriba», o un «aquí abajo»;
no discutirán nunca si existe Dios en el sentido en que la mayoría de
las religiones tradicionales lo entiende.
Por eso los contemplativos nos sorprenden. No hay manera de
obligarlos a nada. No hay forma de predecir qué harán o cuál será el
siguiente paso. Los «locos por Dios» de Rusia, de la India y de otros
lugares, la locura de Platón y el entusiasmo del chamán podrían apor-
tarnos ejemplos de este fenómeno aparentemente anárquico. Es el
Espíritu quien los guía. Y el Espíritu es libertad y no se lo puede reducir

18. Laudi i, x. Cf. también A. Silesius, Cherubinischer Wandersmann, i, 289: «Die


Ros’ ist ohn warum, sie blühet weil sie blühet» (La rosa es sin porqué, florece porque
florece; trad. cast.: El peregrino querubínico, Burgos, Monte Carmelo, 2011).

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II. El espíritu contemplativo: un desafío a la modernidad

al logos. A pesar de ello, los contemplativos también pueden aprender


a actuar como cualquier otra persona, aunque con una «motivación»
de otra clase; descubriréis un destello de alegría en sus acciones y, a
menudo, también lo que podría parecer una sonrisa irónica. No se
nos oponen con otro poder, un poder contrario, sino que de algún
modo hacen que nuestro poder pierda toda su fuerza, no dedicándole
simplemente la más mínima atención.
De igual forma los estudios contemplativos desafían nuestra idea
acerca de lo que quiere decir «estudio», es más, recuperan su significado
original.19 No se puede enseñar contemplación ni tampoco estudiarla
como una materia cualquiera. Studium puede significar dedicarse a
la contemplación, el anhelo de comprender de qué se trata, sin otra
razón que el conocimiento en sí: practicar la contemplación, hacerse
contemplación. El estudio es entonces la contemplación misma, un
fin en sí mismo y no un medio para dominar una disciplina deter-
minada u obtener información acerca de lo que dicen los llamados
contemplativos.
El concepto de «estudio» implica algo más cuando se aplica a la
contemplación. El studium contemplativo indica que el acto con-
templativo no se ha completado todavía y, por lo tanto, que aún
no es perfecto; indica que el acto contemplativo en sí aún se está
haciendo; implica el esfuerzo o más bien la tensión del alma que, ha-
biendo entrevisto de alguna manera su meta, no la alcanza todavía,
y se extiende, por así decir, entre nuestra condición humana común y
su (relativa) plenitud. El studium es el camino. Un solo trazo de pincel
de los calígrafos japoneses puede no ser toda la frase o no contener
el significado completo y, sin embargo, en cada uno de los trazos se
contiene todo un mundo, y la motivación final o la frase completa
ya está contenida en cada uno de los trazos. Esto significa que el acto
contemplativo es un acto «holístico» y no puede por ello atomizarse a

19. Cf. el significado clásico de svādhyāya en el jainismo y en el hinduismo. Cf.


por ejemplo tu i, 9, i.

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Parte I. La nueva inocencia

voluntad. En definitiva, el estudio contemplativo no constituye una


materia en la que indagar o un objeto de investigación. Es sobre todo
una actitud, una manera especial de ver las cosas o, más aún, una au-
téntica apropiación, la verdadera asimilación del objetivo (ad-propius:
más cercano). Como todo está cerca, todo se considera sagrado, un
fin en sí mismo y no un medio. Se convierte en tu vida, en tu amor:
«Amor meus, pondus meum!».20

20. «Mi peso es mi amor» (san Agustín, Las confesiones, xiii, 9, 10, en Obras de
san Agustín [texto bilingüe], ii, Á. Custodio Vega [ed.], Madrid, bac, 2005, pág.
561).

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