Brian Lumley - 5 Engendro de La Muerte (CNV)
Brian Lumley - 5 Engendro de La Muerte (CNV)
Brian Lumley - 5 Engendro de La Muerte (CNV)
NECROMÁNTICAS
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BRIAN LUMLEY
VOLUMEN CINCO
TIMUN MAS
Brian Lumley Engendro de la muerte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Primera parte
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Capítulo uno
Descubrimiento macabro
—Harry —La voz de Darcy Clarke sonó crispada a través de la línea telefónica, a
pesar de que se esforzaba por controlarla—. Tenemos un problema para el que nos
vendría bien algo de ayuda. Como la que tú podrías prestarnos.
Harry Keogh, necroscopio, podía o no saber qué preocupaba al jefe de la Sección PES
británica, y podía o no estar relacionado directamente con él.
—¿De qué se trata, Darcy? —preguntó con voz suave.
—De un asesinato —contestó Darcy, y la crispación aumentaba y le temblaba la
voz—. ¡Un horrible asesinato, Harry! ¡Dios mío, nunca había visto nada igual!
En su época, Darcy Clarke había visto muchas cosas y Harry Keogh lo sabía, de
modo que le resultó difícil creer en lo que acababa de decir. A menos que Clarke se
refiriera a...
—¿Has dicho el tipo de ayuda que yo podría prestaros? —De repente, Harry centró
toda su atención en el teléfono—. Darcy, ¿intentas decirme que..., que...?
—¿Cómo? —Al principio, el otro no lo entendió—. No, no, por el amor de Dios, no.
No ha sido obra de un vampiro, Harry. Pero sí de una especie de monstruo, de eso no cabe
duda. Humano, pero monstruo al fin.
Harry se relajó un poco, muy poco.
Ya suponía que tarde o temprano lo llamarían de la Sección PES. Podría tratarse de
eso: alguna trampa ingeniosa. Salvo que..., no, Darcy siempre había sido amigo suyo;
Harry no lo creía capaz de fingir en algo así sin haberse cerciorado antes a fondo. E incluso
si así fuera, Harry no se imaginaba a Darcy persiguiéndolo con una ballesta y una flecha
de madera dura, un machete y una lata de gasolina. No, primero tendría que hablar con él,
obtener la versión de Harry. Pero al final...
El jefe de la Sección sabía ya casi tanto como Harry sobre vampiros. Por lo tanto,
sabría también que no había esperanza. Habían sido amigos, habían luchado en el mismo
bando, de modo que Harry suponía que no sería Darcy quien pusiera el dedo en el gatillo.
Sino otra persona.
—¿Harry? —Clarke parecía nervioso—. ¿Sigues ahí?
—¿Dónde estás, Darcy? —preguntó Harry.
—En la sala de servicio de la Policía Militar, en el castillo —respondió el otro de
inmediato—. Encontraron el cuerpo debajo de los muros. Era una cría, Harry. Tendría
dieciocho o diecinueve años. Todavía no han podido averiguar siquiera quién era. Si lo
supiéramos, nos sería de gran ayuda. Aunque lo mejor de todo sería descubrir quién lo ha
hecho.
Si Harry Keogh podía confiar en alguien, ése era Darcy Clarke.
—Dame un cuarto de hora —contestó—, voy para allá.
—Gracias, Harry —dijo Clarke con un suspiro de alivio—. Te estamos agradecidos.
—¿Estamos? —le espetó Harry, sin poder disimular un asomo de suspicacia en su
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voz.
—¿Cómo? —Clarke parecía sorprendido, estupefacto—. ¿Quién va a ser? La policía y
yo.
Un asesinato. La policía. No se trataba de un trabajo para la Sección. ¿Qué tendría
Clarke que ver si la cosa iba en serio?
A simple vista, Darcy Clarke resultaba quizás el hombre más anodino del mundo.
Sin embargo, la naturaleza había compensado su físico anónimo dotándolo de un talento
casi único. Clarke era un deflector, lo opuesto a alguien propenso a los accidentes. En
cuanto se acercaba a un peligro, algo, una especie de ángel de la guarda parapsicológico,
aparecía para protegerlo. Esto significaba que si, por ejemplo, todo el equipo de psíquicos
de Clarke con habilidades similares para la PES fueran fotografías, él habría sido el único
negativo. No ejercía ningún control sobre esa facultad; sólo era consciente de ella en las
ocasiones en que se encontraba deliberadamente cara a cara con el peligro.
Las facultades de los demás —la telepatía, la predicción del futuro, la oniromancia, la
detección de mentiras— eran más maleables, más obedientes, más prácticas; no así las de
Clarke. Su facultad se limitaba a manifestarse a su aire, y a cumplir con su cometido:
cuidar de él. No le servía para nada más. Pero dado que aseguraba su longevidad, lo
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convertía en el hombre ideal para su trabajo. Lo malo era lo siguiente: ni él mismo creía en
esa habilidad hasta que no la veía en funcionamiento. ¡Pero si desconectaba la corriente
cuando iba a cambiar una bombilla! Aunque tal vez ése fuera otro ejemplo de cómo
funcionaba su extraña facultad.
Al verlo, nadie imaginaría que Clarke pudiera ser jefe de nada, y, mucho menos, de
la sección más secreta de los Servicios Secretos británicos. De estatura media, cabello gris,
algo cargado de hombros, barriga incipiente y, para colmo, de mediana edad, era regular
en casi todos los aspectos. Tenía unos ojos de un tono avellana neutral, un rostro no muy
inclinado a la sonrisa y una boca intensa que se podía llegar a recordar si es que se
recordaba algo más de él, pero aparte de eso, tenía un aire de anonimato tan generalizado
que era muy fácil olvidarlo. En cuanto al resto de su aspecto, incluida su manera de vestir,
era... regular.
Éstos fueron los pensamientos mundanos de Harry Keogh en los escasos segundos
que transcurrieron desde que abandonó el continuo metafísico de Möbius para pasar a la
explanada del castillo de Edimburgo y encontrar a Darcy Clarke allí, de pie, de espaldas,
con las manos sepultadas en los bolsillos del abrigo, leyendo la inscripción de una placa de
bronce que aparecía en lo alto de un bebedero del siglo XVII. En la fuente de hierro, que
mostraba dos cabezas, una desagradable y otra beatífica, podía leerse:
El brillante día de mayo habría resultado cálido a no ser por el viento borrascoso; la
explanada se encontraba casi desierta; reunidos en pequeños grupos en el extremo más
alto de la amplia meseta amurallada, donde el suelo estaba cubierto de cemento, una
veintena de turistas se asomaba a las murallas y contemplaba la ciudad o tomaba fotos de
la enorme fortaleza gris —el castillo sobre la Roca— tras su fachada de patios y almenas.
Harry había llegado en el momento en que Clarke, que había estado escrutando en vano la
explanada, trataba de encontrar alguna señal de él y se había vuelto hacia la placa.
Poco antes, Clarke estaba a solas con sus pensamientos, y a una distancia de quince
metros de la persona más próxima. De pronto, a su espalda, una voz suave dijo:
—El fuego es un destructor indiscriminado. Sea bueno o malo, todo se quema
cuando se calienta demasiado.
A Clarke se le heló la sangre. Con un aparatoso respingo, se dio la vuelta al tiempo
que perdía todo el rubor y palidecía manifiestamente.
—¡Ha... Harry! —exclamó con un hilo de voz—. ¡Caray, no te había visto! ¿De dónde
has...? —Se interrumpió, porque era evidente que sabía de dónde había salido Harry...
porque el necroscopio lo había llevado con él en una ocasión a aquel lugar que era todos
los lugares, a aquel sitio que estaba dentro y fuera a la vez y que se conocía como el
continuo de Möbius.
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de cierta erudición, un aire docto. Docto, sí, ¿pero en qué temas fabulosos? Aunque la
verdad era que Keogh no había sido así. Al menos no solía ser así. ¿Harry, experto en
magia negra? ¿Hechicero? ¡Por Dios, no!
... Simplemente necroscopio: un hombre que hablaba con los muertos.
El cuerpo de Keogh había sido rechoncho, quizá con un cierto exceso de peso.
Aunque con su altura, aquello no debía de haber importado mucho. Pero a Harry sí que le
importaba. Después del asunto del château Bronnitsy —de su metempsicosis— había
adiestrado su nuevo cuerpo para tratar de alcanzar la perfección. O al menos hizo lo
posible, si se tenía en cuenta la edad. Por eso sólo aparentaba treinta y siete o treinta y
ocho años.
Y dentro del cuerpo de Harry y detrás de su rostro, un inocente. O alguien que había
sido inocente. Él no había pedido ser como era, no había querido convertirse en el arma
más poderosa de la Sección PES ni hacer las cosas que había hecho. Pero siendo como era,
el resto había venido rodado. ¿Y ahora? ¿Seguía siendo inocente? ¿Conservaba todavía el
alma de un niño? ¿Tenía alma acaso? ¿No estaría poseído por algo?
Los dos hombres pasaron debajo del arco de la sala de guardia militar, donde varios
agentes de policía habían estado interrogando a un grupo de soldados uniformados, y
siguieron por un pasadizo empedrado que conducía al castillo propiamente dicho. Todos
los agentes que estaban en la sala de guardia parecieron darse cuenta de que Clarke era un
pez gordo; nadie los detuvo. De pronto, la masa del castillo surgió ante ellos.
—¿De modo que no hace falta que ponga orden en todo aquello? No has dejado nada
por hacer, ¿verdad? —preguntó Darcy.
—Nada —respondió Harry—. ¿Qué me dices de la organización de Janos en las islas?
—No queda nada —respondió Darcy, con decisión—. Ni de la organización ni de la
gente. Pero he dejado a algunos de mis hombres vigilando, sólo para asegurarme.
El rostro de Harry estaba pálido y sombrío pero se esforzó por esbozar una sonrisa
extraña y triste.
—Muy bien, Darcy. Siempre vas a lo seguro. Nunca corres riesgos. Y menos con
cosas así.
Había algo raro en su tono; Clarke miró de reojo al necroscopio, lo observó
disimuladamente mientras entraban en la sombra de un ancho patio, en cuyos tres lados
se alzaban unos edificios desolados.
—¿Quieres contarme cómo fue?
—No —respondió Harry, y sacudió la cabeza—. Tal vez más adelante. O tal vez no.
—Se volvió y miró a Clarke a los ojos—. Todos los vampiros se parecen. Además, ¿qué
puedo contarte yo que tú ya no sepas? Sabes cómo matarlos, es un hecho...
Clarke miró fijamente los cristales negros y enigmáticos de las gafas de Harry.
—Tú nos enseñaste, Harry.
Keogh volvió a sonreír con tristeza y, en apariencia de modo casual —aunque Clarke
sospechó que lo hizo deliberadamente—, se quitó las gafas. Sin apartar el rostro, plegó las
patillas de las gafas, se las guardó en el bolsillo y dijo:
—¿Y bien?
Clarke se quedó boquiabierto, retrocedió, tambaleándose, y a duras penas logró
contener el suspiro de alivio que nacía en su interior. Lo había cogido desprevenido (otra
vez); miró a los ojos perfectamente normales del otro, de un castaño perfecto, y respondió:
—¿Cómo y bien?
—Y bien, ¿adónde vamos? —respondió Harry, y se encogió de hombros—. ¿O es que
ya hemos llegado?
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Abandonó con rabia aquella idea. No, él no era un profanador. Todavía. Era un
amigo. Era el único amigo. Era el necroscopio.
Fuera como fuese, cuando posó la mano sobre la frente fría, ella se apartó como si la
hubiera tocado una serpiente. No su cuerpo, porque estaba muerta, sino su mente, que se
encogió, se encerró en sí misma como los tentáculos de una anémona de mar al ser
rozados por un nadador. A Harry se le heló la sangre en las venas y por un momento se
sintió horrorizado de sí mismo. Lo último que deseaba era asustarla todavía más.
La envolvió en sus pensamientos, en lo que cierta vez había sido el calor del
necrolenguaje:
¡Tranquila!¡No tengas miedo!¡No te haré daño!¡Nadie podrá volver a lastimarte!
Había sido fácil. Sin intentarlo siquiera, le había dicho que estaba muerta. Pero al
momento siguiente supo que ella ya lo sabía.
¡NO TE ACERQUES! El necrolenguaje de la muchacha sonó como un grito
acongojado de tormento en la mente de Harry. ¡APÁRTATE DE MÍ..., COSA
ASQUEROSA!
Como si alguien lo hubiera tocado con un cable eléctrico, Harry se sacudió junto a
ella, se sacudió y tembló como si reviviera con ella sus últimos momentos. Sus últimos
momentos con vida, pero no las últimas cosas que había conocido. Porque en ciertas
circunstancias raras y piadosas, y obedeciendo órdenes de ciertos hombres monstruosos,
hasta la carne muerta puede volver a sentir.
En una secuencia subliminal de pesadilla, una serie de temblorosas y caleidoscópicas
imágenes se proyectaron en la pantalla de la mente metafísica del necroscopio y a
continuación desaparecieron. Quedó el resplandor de aquellas imágenes, y Harry sabía
que ese resplandor no se marcharía con tanta facilidad; probablemente, permanecería
durante mucho tiempo. Lo supo con la misma certeza que supo a qué se enfrentaba,
porque no era la primera vez que se encontraba ante algo semejante.
Algo cuyo nombre había sido... Dragosani.
En este caso, el asesino de aquella pobre chica había sido, como Dragosani, un
nigromante, aunque en un aspecto particularmente horrendo era todavía peor. ¡Porque ni
siquiera Dragosani había violado el cadáver de sus víctimas!
Pero ya ha terminado, le dijo a la muchacha. No puede volver. Ahora estás a salvo.
Notó cómo disminuía el estremecimiento en los pensamientos de la joven para dar
paso a la curiosidad natural de su mente incorpórea. Quería conocerlo, pero de momento
sentía miedo. También quería saber cuál era su estado, aunque probablemente aquello
fuera lo más aterrador de todo. A su manera, la muchacha era valiente y tenía que estar
segura.
¿Estoy...? (al volver a utilizar el necrolenguaje, su voz no sonó ya como un chillido,
sino como un temblor), ¿de verdad estoy...?
Sí, asintió Harry, y supo que ella sentiría el movimiento, del mismo modo que las
huestes de los muertos captaban todos sus movimientos y cambios de humor. Pero
(vaciló), quiero decir..., ¡podía ser peor!
Había pasado por todo aquello muchas veces, demasiadas, aunque no por eso le
resultaba más sencillo. ¿Cómo se puede convencer a alguien que acaba de morir que
podría ser peor? «Tu cuerpo se pudrirá y los gusanos se lo comerán, pero tu mente seguirá
viva. Ah, por cierto, no verás nada, siempre estará oscuro, y no volverás a tocar ni
saborear ni oler nada, pero podría ser peor. Tus padres y tus seres queridos llorarán ante
tu tumba y te llevarán flores, tratarán de ver en ellas un retazo de tu cara o de tu cuerpo,
pero tú no te enterarás de que están allí, ni podrás hablarles y decirles: "¡Estoy aquí!". No
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¿Lo harás?
—Si tú me lo pides —asintió.
¡Pues hazlo!, exclamó, con un suspiro etéreo. Eso era lo peor, Harry, pensar en mis padres,
en cómo iban a tomárselo. Pero si puedes facilitarles las cosas... Creo que empiezo a entender por
qué los muertos te quieren tanto. Me llamo Penny. Penny Sanderson. Y vivo..., vivía en...
Y así, le contó al necroscopio todo sobre sí misma, y él recordó hasta el último
detalle. Era lo que Darcy Clarke quería, aunque no era todo. Cuando Penny Sanderson
terminó con su relato, Harry supo que debía lograr que fuera un paso más allá.
—Escúchame, Penny. Ahora no quiero que hagas ni digas nada. No intentes
hablarme en absoluto. Pero tal como te he dicho antes, esto es importante.
¿Sobre él?
—Penny, antes, cuando te toqué y creíste que era él que había vuelto por más,
recordaste cómo había sido. Al menos en parte. Pensaste en ello en forma de breves
recuerdos. A eso se le llama necrolenguaje y yo pude captarlo. Pero estaba todo muy
mezclado y desordenado.
Pero no hay nada mas, dijo. Fue así como ocurrió.
—De acuerdo —asintió Harry—, está bien, pero necesito volver a verlo. Porque
cuanto mejor lo recuerde, más probabilidades tendré de encontrarlo. De modo que no
tienes necesidad de contarme nada, al menos no de forma consciente. Simplemente te diré
unas cuantas palabras a las que reaccionarás recordando lo que necesito. ¿Lo comprendes?
¿Asociación de palabras?
—Sí, más o menos. Salvo que, en este caso, la asociación será para ti algo horrendo,
aunque sin duda más fácil que hablar de ello.
La muchacha comprendió; Harry sintió su voluntad de cooperar. Antes de que
pudiera echarse atrás, dijo:
—¡Cuchillo!
Una imagen golpeó la pantalla de su mente como una mezcla de sangre y ácido. La
sangre lo sacó de sus casillas y el ácido lo quemó con su calor, fijó la imagen para siempre.
Harry retrocedió ante el insoportable horror de la chica y, de no haber estado sentado,
habría caído al suelo. El choque fue así de fuerte, aunque duró una fracción de segundo.
Cuando la muchacha dejó de sollozar, le preguntó:
—¿Te encuentras bien?
No..., sí.
—¡Cara! —le espetó Harry.
¿Cara?
—Su cara —insistió Harry.
Y una cara enrojecida, con una sonrisa malévola y lujuriosa, la boca abierta y
babeante y unos ojos insensatos como diamantes helados, pasó rauda ante la mente del
necroscopio. Pero no tan rauda como para que no pudiera captarla. Esta vez la muchacha
no lloró. Quería que aquello sirviera para algo. Quería que aquel ser fuese llevado ante la
justicia.
—¿Dónde?
Una imagen de..., ¿un aparcamiento? ¿Un restaurante de la autopista? La oscuridad
traspasada por puntos luminosos. Una hilera de coches y camiones que avanzaban por
tres carriles; luces que venían de frente y que encandilaban momentáneamente. Y
limpiaparabrisas que se movían..., izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda...
Pero no había dolor, por lo que Harry supuso que no fue allí donde ocurrió. No, allí
había comenzado a suceder, probablemente donde la chica lo encontró.
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Capítulo dos
Sobre la espalda... y la pican...
Harry permaneció con la muchacha durante otra media hora; trató de calmarla, hizo
lo que pudo para tranquilizarla, y así logró sacarle algunos datos personales, los
suficientes para que la policía pudiera comenzar su trabajo. Cuando llegó la hora de
marcharse, ella lo retuvo y le hizo prometer que volvería a visitarla. No llevaba mucho
tiempo en ese estado, pero Penny ya había descubierto que la muerte era algo muy
solitario.
El necroscopio estaba hastiado —o al menos eso creía él— de la vida, de la muerte,
de todo. Creía que necesitaba una motivación. Antes de dejarla, le preguntó si le
molestaba que la mirase. Ella le contestó que de haber sido cualquier otra persona le
habría dado igual, porque ni siquiera se habría enterado de que la estaban mirando. Pero
en el caso de Harry, sí que lo sabría, pues él era el necroscopio. Era una muchacha tímida.
—¡Eh! —protestó él, suavemente—. ¡No soy ningún mirón!
Si no estuviera..., si él no me hubiera..., si no estuviera marcada, entonces no creo que me
importara, le dijo.
—Penny, eres preciosa —le dijo Harry—. ¿Y yo? A pesar de todo lo dicho y hecho, no
soy más que un ser humano. Pero, créeme, no quiero ofenderte cuando te digo que en este
momento no estoy interesado en ese aspecto. Quiero verte precisamente porque estás
marcada. Necesito sentir rabia. Y ahora que te conozco, sé que si veo lo que te hizo sentiré
mucha rabia.
Entonces tendré que imaginar que eres mi médico, contestó ella.
Harry apartó con suavidad la sábana de plástico del cuerpo joven y pálido, la miró y
con un estremecimiento volvió a cubrirla.
¿Tan mal estoy? Hizo un esfuerzo por contener un sollozo. Es una pena. Mamá siempre
me decía que podía ser modelo.
—Claro que sí —respondió él—. Eras muy hermosa.
¿Y ahora ya no? Aunque lograba contener las lágrimas, Harry notó cómo se
desbordaba la desesperación de la chica. Al cabo de un rato, le preguntó: ¿Harry, te ha dado
rabia?
Sintió que un gruñido le subía por la garganta, lo contuvo y, antes de irse, contestó:
—Sí, me ha dado rabia.
Darcy Clarke seguía fuera, con el policía de paisano. Harry tenía aspecto de fatigado
cuando se reunió con ellos y cerró la puerta.
—Le he dejado la cara destapada —dijo. A continuación dirigió una mirada colérica
al agente y añadió—: ¡No le tapen la cara!
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El otro enarcó una ceja con aire indiferente, se encogió de hombros y con el acento
nasal de Glasgow y un tono nada compasivo preguntó:
—¿Quién yo? Yo no tengo nada que ver con eso, jefe. ¡Pero cuando están muertos se
les tapa la cara!
Harry se volvió rápidamente hacia él con los ojos muy abiertos, las aletas de la nariz
palpitantes y la cara crispada y fue entonces cuando el instinto de Darcy Clarke se hizo
cargo de la situación. De repente, el necroscopio se había vuelto peligroso y el extraño don
de Clarke lo percibió. Había en él una rabia inmensa que debía desahogar con alguien.
Clarke sabía que esa rabia no iba dirigida al policía ni a nadie en particular, tan sólo
necesitaba un desahogo.
Se interpuso veloz entre Harry y el agente especial y aferró al necroscopio por los
brazos.
—Venga, Harry —le dijo con urgencia—. Ya vale. Lo que ocurre es que esta gente ve
cosas así todos los días. No los afecta tanto. Se acostumbran.
Con un esfuerzo, Harry logró dominarse. Miró a Clarke y gruñó:
—¡No ven cosas así todos los días! ¡Nadie puede «acostumbrarse» nunca a la idea de
que alguien (algo) pueda hacerle eso a una chica! —Al ver la expresión de asombro de
Clarke, añadió—: Ya te lo explicaré después.
Miró por encima del hombro de Clarke y con un tono casi civilizado —¿más
civilizado?— preguntó al agente:
—¿Tiene usted una libreta?
Perplejo, sin saber qué ocurría y con la única idea de cumplir con su trabajo, el otro
respondió:
—Sí —y buscó a tientas en el bolsillo. Garabateó rápidamente cuando Harry le dio el
nombre de Penny, su dirección y los datos de su familia. Después de lo cual, y con aire
aún más perplejo, preguntó—: ¿Está usted seguro de estos datos, señor?
Harry asintió.
—Usted asegúrese de pasarlos tal como se los he dado, ¿de acuerdo? No quiero que
nadie le tape la cara. Penny detestaba llevar la cara tapada.
—¿Conocía usted a la muchacha?
—No —respondió Harry—. Pero ahora la conozco.
Dejaron al agente, que hablaba ya por su walkie-talkie y se rascaba la cabeza, y
salieron al patio a respirar el aire fresco. Cuando quedaron bajo el sol, Harry se puso las
gafas oscuras y se subió el cuello del abrigo.
—Hay algo más, ¿no es cierto? —preguntó Clarke.
Harry asintió, pero inmediatamente dijo:
—Da igual lo que haya, ¿qué has averiguado tú? ¿Sabes a qué te estás enfrentando?
Clarke levantó las manos y contestó:
—Sólo que se trata de un asesino reincidente y que es raro.
—¿Pero sabes lo que hace?
—Sí —asintió Clarke—. Sabemos que es algo sexual. Al menos un tipo de sexo. Del
enfermizo.
—Más enfermizo de lo que imaginas. —Harry se estremeció—. El tipo de conducta
enfermiza que tendría Dragosani.
—¿Qué?—exclamó Clarke, y se detuvo.
—Un nigromante —le respondió Harry—. Asesino y además nigromante. Y, en cierto
modo, peor que Dragosani, porque además es necrofílico.
Clarke se las arregló para hacer una mueca y poner cara inexpresiva al mismo
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tiempo.
—Refréscame un poco la memoria —le pidió—. Sé que debería haberlo captado, pero
no me aclaro.
Harry reflexionó unos instantes antes de contestar, pero al final la única manera de
explicarlo era decirlo tal como era.
—Dragosani destrozaba los cadáveres de los muertos para sacarles información —
dijo, por fin—. Ése era su «don», del mismo modo que tú tienes el tuyo y yo el mío. La
nigromancia. A eso se dedicaba cuando trabajó para Gregor Borowitz y la Sección PES
soviética en el château Bronnitsy, a «examinar» los cadáveres de los enemigos de su país.
Era capaz de leer sus pasiones en la mucosidad de sus ojos, de arrancar las verdades de
sus vidas de las vísceras, de sintonizar los susurros de sus cerebros paralizados y de
olisquear los más ínfimos secretos en los gases que soltaban sus intestinos hinchados.
Clarke levantó una mano en señal de protesta.
—¡Por favor, Harry..., eso ya lo sé!
El necroscopio asintió y prosiguió:
—Pero no sabes lo que se siente al estar muerto, y por eso no lo comprendes. Porque
ni siquiera llegas a imaginar de qué hablo. Sabes lo que yo hago y lo aceptas porque lo
sabes a ciencia cierta, pero en el fondo sigues creyendo que es algo demasiado rebuscado
para pensar en ello. De modo que no piensas en ello. Y no te culpo. Por eso te pido que me
escuches. Sé que siempre he sostenido que era diferente de Dragosani, pero en ciertos
aspectos él y yo nos parecíamos. Ni siquiera ahora me gusta reconocerlo, pero es la
verdad. Ya sabes lo que ese cabrón hizo a Keenan Gormley, en qué lo convirtió, pero sólo
yo sé lo que Gormley pensaba de todo aquello.
Y fue entonces cuando Clarke lo comprendió. Aspiró profundamente y sintió que se
le erizaban los pelos de la nuca al tiempo que un temblor irrefrenable le recorría el cuerpo.
—¡Dios santo, tienes razón! —exclamó con un hilo de voz—. ¡No pienso en ello
porque no quiero hacerlo! ¡Pero en realidad Keenan lo sabía! ¡Sintió todo lo que Dragosani
le hizo!
—Exacto —dijo Harry, y prosiguió, implacable—: La tortura es la principal
herramienta del nigromante. Los muertos sienten cómo el nigromante trabaja sobre ellos,
del mismo modo que me oyen a mí cuando les hablo. Y mientras a los vivos les queda el
recurso del grito, ellos no pueden hacer nada, ni siquiera gritar. Y tampoco ser oídos. ¿Y
Penny Sanderson?
Clarke palideció por un instante.
—¿Sintió que...?
—Todo —gruñó Harry—. ¡Y ese cabrón, sea quien sea, lo sabía! Ya ves, la violación
es una cosa, de por sí bastante grave cuando el que la sufre está vivo, pero la necrofilia es
algo bien distinto, un ultraje perpetrado contra los muertos que no sienten; lo que él hace es
aún más bajo. Tortura a sus víctimas mientras están vivas, y luego las tortura después de
muertas... y sabe que mientras lo hace sus víctimas lo sienten todo. Utiliza un cuchillo con
hoja curvada, como una herramienta para sacar tierra cuando vas a plantar un bulbo. Es
afiladísimo y..., y no lo utiliza para sacar tierra.
Clarke tenía la intención de hacer un alto en la sala de guardia para hablar con los
policías que había allí. Pero en ese momento, pálido como un fantasma, se apoyó en el
muro bajo del castillo. Se aferró a los ladrillos para no caerse, respiró entrecortadamente y
se controló para no arrojar la bilis que le subía desde el estómago.
—¡Dios santo, Dios santo! —gritó con voz ahogada. Ya lo comprendía todo y nada
podía hacer para borrar la imagen que se había formado en su mente. ¿Sexo desviado?
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Más tarde, con ayuda de Clarke, Harry lo dispuso todo para que Penny Sanderson
fuera incinerada. Los padres de la chica así lo querían y no les haría daño que todo fuera
un montaje. De todos modos no se enterarían: Penny ya era cenizas cuando sus lágrimas
cayeron sobre su ataúd vacío, antes de que éste se deslizara y desapareciera tras unas
cortinas crujientes para convertirse en humo de madera.
Clarke no quería hacerlo, pero estaba en deuda con Harry. Por muchas cosas. Y no
veía la hora de atrapar al maníaco que le había hecho eso a Penny y a muchas otras
inocentes.
—Si tengo sus cenizas —le había dicho Harry—, sus cenizas puras, sin mezclar con
tela quemada ni carbón, entonces podré hablar con ella cuando lo desee. Tal vez recuerde
algo importante.
En aquel momento parecía lógico (si podía llamarse así a cuanto estaba relacionado
con el necroscopio), de modo que Clarke había movido los hilos. Como jefe de la Sección
PES poseía ese poder. Aunque de haber conocido toda la historia de lo ocurrido en el
castillo de Janos Ferenczy, en Transilvania, tal vez se lo habría pensado dos veces. Para
acabar no moviendo un dedo.
Sin duda, no habría seguido adelante con el plan si Zek Föener se hubiera mantenido
firme en su primera... ¿acusación? Bien, si no una acusación, sí al menos una premonición.
Zek era telépata y sumamente leal al necroscopio. En las islas griegas, al final del
asunto Ferenczy, había tenido ocasión de ponerse en contacto mental con Harry, y durante
ese contacto algo la había dejado paralizada de miedo. Pero tuvo que pasar un tiempo
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Brian Lumley Engendro de la muerte
antes de que pudiera contar a Clarke lo ocurrido. En aquella ocasión, hacía menos de un
mes, se encontraban en la isla de Rodas, y todavía recordaba claramente la conversación.
—¿Qué te ocurre, Zek? —le había preguntado cuando pudo hablar con ella a solas—.
La expresión de tu cara ha cambiado cuando te has puesto en contacto con Harry. ¿Acaso
está en apuros?
—No..., sí..., ¡no lo sé! —le había contestado; podía percibir el miedo y la frustración
en cada una de sus palabras y sus movimientos. Después, le dirigió aquella misma mirada
extraña, incrédula, que había visto cuando intentó ponerse en contacto con Harry, como si
contemplara cosas extrañas en un mundo lejano, más allá de los tiempos y los lugares que
conocemos. Recordó entonces que en una ocasión Zek había estado en un mundo así con
Harry Keogh. ¡Un mundo de vampiros!
—Zek —le dijo—, si hay algo que debo saber sobre Harry, creo que es justo que me...
—¿Justo para quién? —lo había interrumpido—. ¿Para qué? ¿Es justo para él?
Entonces Clarke sintió que se le helaba la sangre, y respondió:
—Creo que es mejor que te expliques.
—¡No puedo explicar nada! —exclamó ella—. O tal vez sí. —La expresión vacía de sus
hermosos ojos había cambiado un poco y su tono se había vuelto más razonable, incluso
suplicante—. ¡Lo que pasa es que parece como si todas las mentes con las que me he
puesto en contacto en estos últimos días hayan sido las de ellos! Quizás he empezado a
encontrarlos allí donde..., ¿donde no los hay? ¿Donde es imposible que estén?
Supo entonces sin la menor duda lo que Zek intentaba decirle.
—¿Quieres decir que cuando te pusiste en contacto con Harry, sentiste que...?
—¡Sí..., sí! —volvió a exclamar—. Pero podría estar equivocada. ¿Acaso no es eso lo
que está haciendo en este momento, enfrentarse a ellos? En este mismo instante está cerca
de los vampiros, incluso mientras hablamos. Quizás entré en contacto con uno de ellos.
Santo cielo, tuvo que haber sido uno de ellos...
Fin de la conversación, pero Clarke no había podido apartarla de su mente desde
entonces. Cuando llegó el momento de abandonar las islas y volver a casa, le preguntó a
Zek si quería visitar Inglaterra como invitada de la Sección PES.
Su respuesta había sido más o menos la que había imaginado:
—No engañas a nadie, Darcy. Además, no me gusta la idea de que quieras
engañarme a mí, y menos después de todo esto. De manera que te lo diré sin rodeos:
detesto las Secciones PES, ya sean soviéticas o británicas, o de donde sean. No me refiero a
los PES en concreto sino al modo en que son utilizados, al hecho de que sea preciso
utilizarlos. En cuanto a Harry, no iré contra el necroscopio. —Y sacudió la cabeza con
decisión—. Harry y yo estuvimos en bandos diferentes, y me dio muy buenos consejos.
«Nunca te enfrentes a mí ni a los míos», me dijo, y no voy a hacerlo. He visto su mente por
dentro, Darcy, y sé que cuando alguien como Harry te dice algo así, más te vale hacerle
caso. De manera que si hay... problemas, son tus problemas, no los míos.
Era el tipo de respuesta que preocupa todavía más.
Concluida la expedición griega, una vez en Londres, en la Central de la Sección PES,
se encontró con una montaña de trabajo atrasado. Durante los primeros días de su regreso
al despacho, Clarke comenzó a solucionar muchos de los asuntos pendientes, y con ello
había logrado liberar su mente de gran parte del horror del caso Ferenczy. Pero las
pesadillas no le dejaban dormir. Sobre todo una muy desagradable y repetitiva.
En esencia ocurría lo siguiente: se encontraban (Clarke, Zek, Jazz Simmons, Ben
Trask, Manolis Papastamos: casi todo el equipo griego, con la importante excepción de
Harry Keogh) en una barca que se mecía suavemente sobre un mar completamente en
22
Brian Lumley Engendro de la muerte
calma. Aquel mar era tan azul que sólo podía tratarse del Egeo. Una islita desnuda, rocosa,
flotaba en el azul formando una silueta negra de contornos dorados contra la
enceguecedora refracción del sol que comenzaba a ocultarse tras el promontorio rocoso de
la isla para producir un efímero crepúsculo. Una escena serena, inmaculadamente
estructurada, vívida, real; no había en ella un solo indicio de que se tratase del preludio de
una pesadilla. Pero como se trataba de un hecho que se repetía —en realidad, cada
noche—, Clarke sabía siempre lo que ocurriría después y dónde debía buscar su inicio.
Miraba a Zek, preciosa, con un traje de baño que dejaba poco a la imaginación, que
tomaba el sol tendida sobre una estrecha plataforma acoplada a las hiladas superiores de
la proa. Estaba tumbada boca abajo, con el rostro ladeado y una mano hundida en el agua.
El mar estaba tan en calma que sus dedos provocaban pequeñas olas. Pero entonces...
Zek miró de repente la mano que tenía en el agua, la sacó violentamente y después
de volver a observarla lanzó un grito de disgusto y se abalanzó hacia el interior de la
barca. ¡La mano le sangraba! No, no le sangraba, sino que estaba ensangrentada... como si
la hubiera hundido en la sangre de alguien. Para entonces, toda la tripulación había
contemplado cómo en el mar se formaba un enorme surco rojo, un manchón alargado que
parecía una capa de aceite (¿o de sangre?) que flotaba sobre el agua, alrededor de la barca,
lamiéndola con sus franjas encarnadas.
¿Pero de dónde procedía?
Todos miraban el mar, en la distancia, siguiendo la mancha hasta llegar a su origen.
Aparecía entonces algo que no habían notado: a apenas cincuenta metros, la proa
verrugosa y cubierta de crustáceos de una embarcación hundida surgía del agua a manera
de grotesco saludo. El mascarón de proa era una cara horrible pero reconocible, una figura
con la boca abierta y unos colmillos desproporcionados; de la boca manaba, cual grito
silencioso, un torrente inagotable de sangre.
¿Y el nombre de aquella embarcación que zozobraba, tragada por su propia sangre,
antes de perderse de vista? A Clarke no le hizo falta leer todas las letras negras pintadas
en su quilla leprosa mientras una tras otra iban desapareciendo en orden decreciente en el
mar escarlata: O...R...C...E...N.
No, sabía ya que se trataba de la nave apestada Necroscopio, que había zarpado de
Edimburgo, contaminada en extraños puertos y condenada por toda la eternidad a los
mares de sangre. O hasta que zozobrara como hacía en aquel momento.
Contempló espantado cómo se hundía, y se puso en pie de un salto cuando
Papastamos lanzó una maldición y se precipitó para aferrar un lanzaarpones. La mancha
de sangre junto a la barca comenzó a hervir, a despedir humo al tiempo que algo
indefinible afloraba a la superficie. Un cuerpo desnudo, boca abajo, flotó y se bamboleó
como una extraña medusa agitando los tentáculos de sus brazos y sus piernas. Débil como
una medusa, intentó nadar.
Papastamos se acercó a la borda y apuntó con su arma; Clarke avanzó y gritó «¡No!»,
pero demasiado tarde. El arpón de acero siseó en el aire y se hundió con un ruido sordo en
la espalda del solitario superviviente, que se sacudió en el agua y se dio la vuelta.
Su cara era la misma que aparecía en el mascarón de proa, y sus ojos carmesíes
centelleaban y su boca escarlata escupía sangre mientras se hundía para perderse de vista
por última vez...
En ese momento, Clarke se despertó sobresaltado.
Como se sobresaltaba ahora al oír sonar el teléfono, aunque suspiró aliviado al ver
interrumpida esa cadena de pensamientos. Dejó que el teléfono sonara unos instantes y
analizó su pesadilla a la luz de la fría lógica.
23
Brian Lumley Engendro de la muerte
Clarke no era un oniromante, pero la interpretación del sueño era bien simple.
Consternada, Zek había señalado a Harry con el dedo de la sospecha. En cuanto al telón
de fondo del mar Egeo y a la sangre resultaba de lo más apropiado en esas circunstancias,
sobre todo considerando los acontecimientos del pasado reciente.
¿Cuál era la conclusión del sueño? Papastamos había puesto fin al horror, pero eso
no era significativo, no había sido ésa la finalidad. No tenía por qué ser Papastamos, podía
haber sido cualquiera de ellos..., exceptuando a Clarke. Ahí estaba la cuestión: que no lo
había hecho Darcy Clarke en persona y que él no había querido que ocurriera. De hecho,
había tratado de impedirlo. De la misma manera que en ese mismo momento se mostraba
más que reacio a iniciar ninguna...
El teléfono iba a sonar por quinta vez cuando lo cogió, pero el alivio que sintió al oír
el primer timbrazo fue efímero: su pesadilla hablaba desde el otro extremo de la línea.
—¿Darcy? —la voz del necroscopio sonó tranquila, sosegada, más indiferente de lo
que Clarke la hubiera oído jamás.
—¿Harry? —Clarke pulsó un botón de su escritorio para grabar la conversación y
otro para advertir a la centralita que intentara localizar la llamada—. Creí que me
llamarías mucho antes.
—¿Y por qué?
Harry formulaba buenas preguntas, y ésa dejó a Clarke de una pieza. Porque,
después de todo, la Sección PES no era propietaria de Harry Keogh.
—¡Por tu interés en ese asesino reincidente! —respondió enseguida—. Ya han pasado
diez días desde que nos vimos en Edimburgo, y desde entonces sólo hablamos una vez.
Supongo que esperaba que averiguaras algo pronto.
—¿Y tu gente? —preguntó Harry—. Tus PES, ¿han logrado averiguar algo? ¿Tus
telépatas, tus expertos en corazonadas, precognición y localizaciones? ¿Ha descubierto
algo la policía? Claro que no, porque de ser así, no me estarías preguntando. Oye, que yo
soy un solo hombre, Darcy, y tú cuentas con todo un equipo.
Clarke decidió seguirle el juego.
—Muy bien, pues, ¿a qué debo el placer de tu llamada, Harry? No puedo creer que
sea por pura cortesía.
La risita del necroscopio —normal, aunque un tanto seca— le produjo un cierto
alivio.
—Eres estupendo como contrincante dialéctico —le dijo—. Lástima que te des por
vencido tan pronto. —Antes de que Clarke pudiera replicar, prosiguió—: Necesito cierta
información, Darcy, por eso te llamo.
¿Con quién estaré hablando?, se preguntó Clarke. ¿Con qué estoy hablando? ¡Dios santo, si
pudiera estar seguro de que eres tú, Harry! Quiero decir, todo tú, sólo tú. Pero no estoy seguro, y si
no eres todo tú..., entonces, tarde o temprano tendré la obligación de ponerle remedio. Y
precisamente de eso trataba su pesadilla. En voz alta preguntó:
—¿Información? ¿En qué puedo ayudarte?
—En dos cosas —respondió Harry—. La primera es complicada: detalles sobre las
demás chicas asesinadas. Bueno, ya sé que podría conseguirlos por mi cuenta; tengo
amigos en los sitios adecuados, ¿no? Pero esta vez preferiría no importunar a las huestes
de los muertos.
—¿Y eso? —Clarke sintió curiosidad. De pronto, Harry parecía evasivo. ¿Importunar
a la Gran Mayoría? ¡Los muertos harían cualquier cosa por el necroscopio..., incluso
levantarse de sus tumbas!
—Ya les hemos pedido demasiadas cosas a los muertos —intentó explicar Harry,
24
Brian Lumley Engendro de la muerte
como si le hubiera leído la mente—. Ha llegado la hora de que les hagamos unos cuantos
favores.
—Dame media hora y te haré una copia de todo lo que tengo —dijo Clarke, todavía
intrigado—. Puedo enviártelo por correo o..., olvídalo, he dicho una tontería. Puedes pasar
a recoger el material personalmente.
Otra vez la risita de Harry.
—¿Quieres decir a través del continuo de Möbius? ¿Y volver a disparar todas esas
alarmas? —Dejó de reírse—. No, envíamelo por correo. Ya sabes que la Central no es santo
de mi devoción. ¡Tus PES me dan grima!
Clarke soltó una sonora carcajada. Era una carcajada forzada, pero abrigó la
esperanza de que Harry no lo hubiera notado.
—¿Y cuál es la otra cosa en la que puedo ayudarte, Harry?
—Algo fácil —respondió el necroscopio—. Puedes hablarme de Paxton.
Aquello le cayó como un golpe inesperado.
—¿Pax...? —A Clarke se le borró la sonrisa de la cara y frunció el entrecejo. ¿Paxton?
¿Qué pasaba con Paxton? No sabía nada de él, sólo que había estado unos meses a prueba
como PES, como telépata, y que el ministro responsable lo había rechazado por algún
motivo: al parecer, un par de fallos en sus antecedentes.
—Sí, Paxton —repitió Harry—. Geoffrey Paxton. Es uno de los tuyos, ¿no? —Su voz
se había endurecido, tenía una especie de precisión mecánica, fría y controlada. Como una
computadora que esperara una información de vital importancia para poder iniciar sus
cálculos.
—Era —respondió al fin Clarke—. Iba a ser uno de los nuestros. Pero, al parecer,
había un par de manchas oscuras en su pasado que jugaron en su contra y perdió el tren.
¿Cómo has sabido de él? O, para ser más exacto, ¿qué sabes de él?
—Darcy —la voz de Harry se había endurecido aún más. No sonaba amenazadora,
no había en ella amenaza alguna, pero Clarke percibía una especie de advertencia en el
tono—. Puede decirse que hemos sido amigos durante mucho tiempo. Me la he jugado por
ti y tú te la has jugado por mí. No me gustaría pensar que ahora me estás engañando.
—¿Engañarte a ti? —La respuesta de Clarke fue instintiva, natural, incluso algo
ofendida, y con todo derecho, porque no ocultaba nada ni engañaba a nadie—. ¡Ni
siquiera sé de qué me estás hablando! Es tal como te lo he dicho. Geoffrey Paxton es un
telépata de una calidad normal pero que mejora rápidamente. O al menos lo era. Después
lo perdimos de vista. Nuestro ministro encontró algo en él que no le gustó y Paxton quedó
descartado. Sin nosotros jamás logrará desarrollar plenamente su potencial. Lo vigilamos
de vez en cuando para cerciorarnos de que no utiliza lo que tiene para aprovecharse
demasiado de la sociedad, pero aparte de eso...
—Se está aprovechando —lo interrumpió el necroscopio, visiblemente enfadado—.
¡O al menos intenta aprovecharse de mí! Lo tengo sobre mis espaldas, Darcy, pegado
como una lapa. Trata de meterse en mi mente, pero hasta ahora he logrado impedírselo.
Pero ocurre que eso requiere un esfuerzo y acaba cansándome, ¡y ya estoy hasta el gorro
de esforzarme tanto por una cosa así! ¡Por un cabrón rastrero que hace el trabajo sucio de
otro!
Por un momento, Clarke se sintió confundido, pero sabía que si vacilaba se
convertiría en sospechoso.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó.
—¡Averiguar quién lo dirige, claro! —exclamó Harry—. Y por qué.
—Haré lo que pueda.
25
Brian Lumley Engendro de la muerte
—Haz algo más que eso —contestó Harry, seco como un disparo—. O tendré que
encargarme yo mismo.
¿Por qué no te has encargado ya?, se preguntó Clarke. ¿O es que le tienes miedo a Paxton,
Harry? Y si es así, ¿por qué?
—Ya te he dicho que no es uno de mis hombres —comentó en voz alta—. Es la
verdad, de modo que no puedes amenazarme a través de él. Pero tal como acabo de decir,
haré lo que pueda.
Hubo una pausa. A continuación Harry preguntó:
—¿Y me pasarás los detalles sobre esas chicas?
—Te lo prometo.
—Muy bien. —La voz del necroscopio se había apaciguado un poco, había perdido
algo de tensión—. No era..., no era mi intención ser tan duro, Darcy.
Clarke se ablandó enseguida y le dijo:
—Creo que tienes muchas preocupaciones, Harry. Quizá podamos hablar en algún
momento..., personalmente, claro. Lo que quiero decir es que no tengas miedo de contar
conmigo.
—¿Miedo?
Había escogido mal la palabra.
—Aprensión, si lo prefieres. Quiero decir que no te preocupes porque haya algo que
no puedas contarme o de lo que no podamos hablar. No existe nada que no puedas
contarme, Harry.
Hubo otra pausa larga y significativa.
—En estos momentos no tengo nada que contarte, Darcy. No obstante, te llamaré si
eso ocurre.
—¿Me lo prometes?
—Sí, te lo prometo. Ah, Darcy..., gracias.
¿Estaría Clarke bajo vigilancia PES? De ser así, ¿qué pensamientos le habrían leído?
Se puso en contacto con la centralita y ordenó:
—Póngame con el ministro responsable. Si no puede ponerse, déjele dicho que
quiero que me telefonee lo antes posible. Quiero que alguien me haga unas copias de los
informes policiales sobre las muchachas víctimas de ese asesino reincidente.
Media hora más tarde le enviaron los informes y, mientras los metía en un sobre
grande, le pasaron la llamada del ministro.
—¿Sí, Clarke?
—Señor, acabo de hablar por teléfono con Harry Keogh.
—¿Ah, sí?
—Me ha solicitado una serie de informes sobre las víctimas del asesino reincidente.
Como recordará usted, le pedimos que nos ayudara en el caso.
—Recuerdo que usted solicitó su ayuda, Clarke. La verdad es que no estoy seguro de
que haya sido buena idea. En realidad, creo que deberíamos replantearnos nuestra actitud
hacia Keogh.
—¿Ah, sí?
—Sí. Sé que ha sido de cierta ayuda para la Sección y...
—¿De cierta ayuda? —lo interrumpió Clarke—. ¿De cierta ayuda? Hace tiempo que
estaríamos muertos de no haber sido por él. Y eso no se paga con nada. No me refiero sólo
a nosotros, sino a todos. Y cuando digo todos, es todos.
—Las cosas cambian, Clarke —le respondió su superior, invisible, desconocido—.
Son ustedes muy extraños, lo digo sin ánimo de ofender, y Keogh tiene que ser el más
extraño de todos. Además, no es realmente uno de ustedes. De modo que a partir de ahora
quiero que evite todo contacto con él. Volveremos a hablar de él más adelante, estoy
seguro.
Las campanitas de advertencia repicaron con más fuerza. Hablar con el ministro
responsable siempre era como hablar con un robot suave, pero en aquella ocasión, había
sido demasiado suave.
—¿Y los informes policiales, se los doy?
—Creo que no. Por el momento, mantengámoslo a una distancia prudente, ¿de
acuerdo?
—¿Hay algo quizá por lo que debamos preocuparnos? —preguntó Clarke sin más
rodeos—. ¿Cree usted que deberíamos vigilarlo?
—¡Vaya, me sorprende usted! —exclamó su interlocutor, más suave que nunca—.
Tenía entendido que Keogh ha sido siempre un buen amigo suyo.
—Es verdad.
—Bien, sin duda, eso nos ha sido útil en su momento. Pero, tal como le he dicho, las
cosas cambian. Ya volveremos a hablar sobre él a su debido tiempo... ¿Tenía usted alguna
otra pregunta?
—Sí, una sola. —Clarke mantuvo el tono neutral, pero miró ceñudo el teléfono—. Se
trata de Paxton. —Seguía el ejemplo de Harry Keogh, y funcionó del mismo modo que lo
había hecho con Clarke.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—¿Paxton? —Oyó incluso que el ministro contenía el aliento. Después, con más
cautela, quizás incluso con curiosidad, repitió—: ¿Paxton? Pero si ya no nos interesa,
¿verdad?
—Verá, es que estaba releyendo su expediente —mintió Clarke—, los informes sobre
su evolución. Y me ha parecido que hemos perdido a un buen elemento. ¿No habrá sido
usted demasiado exigente? Es una pena que lo perdamos si hay posibilidades de
encauzarlo. La verdad es que no podemos permitirnos el lujo de desperdiciar así estos
talentos.
—Clarke —dijo el ministro con un suspiro—, usted desempeña un aspecto del
trabajo y yo el mío. Yo no cuestiono sus decisiones, ¿verdad?
¿Que no las cuestiona?
—Le agradecería que no cuestionara usted las mías. Olvídese de Paxton, ya no está
en esto.
—Como usted guste, pero creo que voy a mantenerlo vigilado. Aunque desde lejos.
Al fin y al cabo, no somos los únicos que participamos en el juego de los espías mentales.
No me gustaría nada que el bando contrario lo reclutara...
El ministro comenzaba a irritarse.
—¡Como si no tuviera usted bastante trabajo entre manos! —le recriminó—. Deje a
Paxton en paz. ¡Con un control periódico bastará..., y cuando yo se lo ordene!
Clarke sólo era amable con quienes eran amables con él. Era demasiado importante
como para dejar que lo pisaran.
—No se sulfure, señor —gruñó—. Cuanto digo y hago es en beneficio de la Sección,
créame..., incluso si hiero sentimientos.
—Claro, claro. —El otro se mostró inmediatamente conciliador—. Pero estamos
todos en el mismo barco, Clarke, y ninguno de nosotros lo sabe todo. De modo que, de
momento, le pido que confiemos el uno en el otro, ¿de acuerdo?
¡Si, claro, seguro!
—Muy bien —respondió Clarke—. Siento haberle hecho perder tanto tiempo.
—No se preocupe. Pronto volveremos a hablar, estoy seguro...
Clarke colgó el teléfono y siguió mirándolo con el entrecejo fruncido; cerró entonces
el sobre que contenía los informes policiales y escribió rápidamente la dirección de Harry
Keogh. Borró la conversación que acababa de mantener con Keogh y después preguntó a
la centralita si habían logrado localizar la llamada. Provenía del número de Harry en
Edimburgo. Llamó por la línea directa, pero nadie contestó. Llamó después a un
mensajero y le entregó el sobre.
—Envíelo por correo —le ordenó, pero antes de que el mensajero se marchara,
cambió de parecer y le dijo—: No, haga un paquete con todo y despáchelo urgente. Y
después olvídese de que lo ha visto, ¿de acuerdo?
Al cabo de unos instantes volvió a quedar a solas con sus negros pensamientos y una
comezón entre las paletillas a la que no lograba llegar.
La cancioncilla de su madre sobre las pulgas continuaba dándole vueltas en la cabeza
de una manera persistente.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo tres
Suplantación
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Brian Lumley Engendro de la muerte
la única excepción (el alma, ¿quizá?) de Harry Keogh— se alejaban de él. Perdía el
contacto con ellos; el cambio en él había producido un cambio en ellos. La confianza que
tenían antes se debilitaba.
Claro que había muchos que estaban muy en deuda con él, una deuda que jamás
podrían pagarle, y muchos más que lo querían porque sí, para quienes el necroscopio
había sido siempre una chispa de luz en una oscuridad de otro modo eterna, aunque
incluso éstos le tenían miedo. Porque cuando simplemente era Harry —puro y no
contaminado, inocente y amable— había sido algo maravilloso, los muertos podían tocarlo
y él a ellos. Y todo eso era cosa del pasado.
¿Y ahora que era algo más que Harry? Existen ciertas cosas que incluso los muertos
temen, y existen límites que ni siquiera ellos se atreven a superar...
Harry había estado ocupado desde la destrucción de Janos Ferenczy y de sus obras.
Aparte de la constante irritación que suponía Geoffrey Paxton, lo único que suponía una
intromisión —lo que lo distraía de su propósito, porque no ejercía control alguno sobre
ello— la certeza de que en Inglaterra existía un nigromante y que practicaba sus
abominaciones. Lo distraía porque Penny Sanderson era ahora su amiga (¿su guardiana,
incluso?) y porque estaba al corriente de cuanto le había ocurrido a ella y a otros.
Harry no dudaba que las fuerzas de la ley y el orden lograrían con el tiempo
encontrar y detener al torturador, asesino y violador de Penny, pero jamás lo acusarían de
toda la gama de delitos cometidos, porque no disponían de un patrón con el cual medirlos.
Tampoco conocían ni eran capaces de definir una gama completa de delitos, no en este
caso. Y sin duda no había castigo que correspondiera a aquel crimen. Al menos no en la
ley.
Pero el necroscopio comprendía plenamente la naturaleza de aquella bestia y de sus
crímenes, y su idea del castigo era bastante más estricta. Lo tenía claro incluso antes de su
contaminación. Era una llama encendida en él por el asesinato de su dulce madre, y que
ardía en su interior con la misma fuerza que el primer día. Ojo por ojo.
En cuanto a las actividades de Harry una vez expulsado para siempre al último de
los Ferenczy del mundo de los hombres, sus obras habían sido extrañas y maravillosas y
los pensamientos en su mente de Möbius todavía más.
Para empezar, había traído desde Rodas las cenizas de Trevor Jordan. El telépata
incorpóreo así lo había deseado (la muerte podía tener algún tipo de significado si se
podía hablar con Harry), pero ni siquiera Jordan sospechó el verdadero motivo de Harry.
Sin embargo, por sí solas, las sales esenciales de un hombre no bastaban para poner
en marcha el plan de Harry y al mismo tiempo alcanzar el resultado plenamente
satisfactorio que él pretendía. Por ese motivo, antes de destruir aún más las ruinas del
castillo de Janos Ferenczy, el necroscopio se había apoderado de ciertas sustancias
químicas con las que Janos había practicado su monstruosa nigromancia.
Harry era consciente de que no todos los muertos deseaban que se produjese
semejante resurrección; Bodrogk, rey guerrero de Tracia, y su esposa Sofía, cuyo mundo
había existido hacía dos mil años, habían sido felices al morir en brazos el uno de la otra
para regresar al polvo (para ellos había sido una piadosa liberación por la que habían
rogado con frecuencia). ¿Pero qué ocurría con los muertos más recientes?
¿Como Trevor Jordan, por ejemplo?
La respuesta podía parecer fácil: ¿por qué no preguntárselo directamente? Pero, en
realidad, aquello era lo más difícil de todo.
«Tengo intención de devolverte a la vida. Dispongo del instrumento, pero no estoy
plenamente seguro del sistema. Funcionó a la perfección con otro, pero él tenía la ventaja
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Brian Lumley Engendro de la muerte
de varios cientos de años de experimentación. En caso de que todo salga bien, serás como
eras antes, salvo por..., bueno, como recordarás, te disparaste una bala en la cabeza. No
estoy del todo seguro de cómo te afectará eso. Si cuando te llame para que te levantes de
las cenizas, descubro que eres un idiota balbuceante, entonces, aunque me cueste, me veré
obligado a devolverte de donde has venido. Ahora bien, si estás completamente satisfecho
con todo esto...»
O en el caso de Penny Sanderson:
«Penny, creo que puedo hacerte volver. Pero si no logro hacer bien la mezcla, tal vez
no seas tan hermosa como antes. Quiero decir que tu piel o tus facciones podrían ser
imperfectas, o estar manchadas o tener... horribles marcas. Por ejemplo, algunas de las
cosas que invoqué en el castillo Ferenczy eran bastante monstruosas; eran reducciones,
inconsistencias..., esto..., ¿anomalías? Por lo tanto, me reservo el derecho de eliminarte si
las cosas salen mal. Claro que siempre podremos volver a repetirlo más tarde y, quizá, con
un poco de suerte, me salga bien.»
No, no podía decirles lo que tenía en mente, todavía no. Aunque sólo les explicara lo
esencial de la cuestión, le pedirían explicaciones y, si se las daba, se preocuparían hasta
por el más mínimo detalle. Y desde aquel momento hasta que se produjera la verdadera...
¿resurrección?, mezclarían la ansiedad con el miedo, pasarían del estremecimiento del
entusiasmo a los temblores del terror más extremo. Escalarían hasta las cimas de las
montañas de la esperanza para precipitarse luego a los lagos negros de la desesperación y
la depresión más profundas.
«Tengo una inyección que podría curarte el cáncer..., pero tal vez cojas el sida.»
Harry se lo habría tomado así si se hubieran invertido los papeles; pero al mismo
tiempo sabía que no era así: para los muertos no existe la mínima esperanza, de manera
que cualquier esperanza es mejor que ninguna. ¿O no? ¿O sería tal vez que el vampiro que
llevaba dentro —la tenacidad que aspira a la inmortalidad— lo inducía a pensar de
aquella manera?
¿O... quizá vacilaba por otro motivo mucho más elemental: algo que le advertía que
con sus pequeñas facultades (sí, pequeñas, en la escala de un universo o multiversos
paralelos) no debía, no se atrevía a usurpar una de las grandes facultades de ese Otro al
que los hombres llamaban Dios? Los nigromantes de la historia, entre los que Janos había
sido un recién llegado, se habían atrevido, ¿y dónde habían ido a parar? ¿Tal vez
existieron ángeles vengadores antes que Harry, encargados de corregir los males de
aquellos hechiceros? De ser así, ¿habría alguno que lo perseguía para darle su merecido?
Harry había sido el necroscopio, se estaba convirtiendo en vampiro y pasaría a ser un
nigromante por derecho propio. ¿Cómo se atrevía a buscar por una parte al asesino de
Penny para castigarlo mientras que por otra pretendía practicar esas mismas negras artes?
¿Cuál sería el castigo para él?
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Brian Lumley Engendro de la muerte
mismo Dios era corrupto? No, porque las máximas de los hombres son como sus leyes:
sólo se aplican a los hombres.
Éstas eran las interminables reflexiones que se producían durante la metamorfosis
que experimentaba el necroscopio en cuerpo y alma, hasta tal punto que llegó a creerse
loco. Pero cuando sus pensamientos eran lúcidos, sabía que no estaba loco; todo era obra
de aquello que llevaba dentro y que alteraba también sus percepciones.
Entonces recordaba cómo había sido, decidía que debía seguir siendo siempre así, y
sabía que vacilaba sólo por consideración a los amigos que tenía entre los muertos. No
quería que Trevor y Penny padecieran el dolor de una incertidumbre prolongada, no
quería defraudarlos cuando se acabara la espera. Morir una vez ya es suficiente, así se
expresaban los muchos esclavos tracios de Janos en las entrañas del castillo Ferenczy.
En cuanto a Dios, si existía un ser semejante (Harry nunca había estado seguro),
entonces el necroscopio suponía que debía considerar que sus facultades eran un don de
Dios y, por lo tanto, tenía que utilizarlas consecuentemente. Mientras pudiera.
Harry se había pasado gran parte de su tiempo discutiendo, y no sólo consigo
mismo. Si se interesaba por un tema —casi por cualquier tema—, acostumbraba jugar a
juegos de palabras consigo mismo, hasta el punto de la distracción y el delirio: una especie
de masturbación mental. Pero no era sólo consigo mismo; en las conversaciones con los
muertos, se mostraba igual de polémico, incluso cuando sospechaba que los demás tenían
razón y él estaba equivocado.
En realidad, discutía por el placer de discutir, por llevar la contraria. Pensaba en Dios
y discutía sobre él; también sobre el Bien y el Mal, sobre la ciencia, sobre la pseudociencia
y la hechicería, sus similitudes, sus discrepancias y ambigüedades. El tiempo, el espacio y
el espacio-tiempo lo fascinaban, y sobre todo las matemáticas, con sus leyes inalienables y
su lógica pura. La misma inmutabilidad de las matemáticas era una fuente de constantes
alegrías y alivios para la mente suplantada del necroscopio en su cuerpo suplantado.
Uno o dos días después de haber regresado de las islas griegas utilizó la
comunicación instantánea del continuo de Möbius para viajar a Leipzig y ver a (hablar
con) August Ferdinand Möbius en su tumba. Möbius había sido y seguía siendo un gran
matemático y astrónomo; era el hombre cuyo genio le había salvado la vida a Harry en
diversas ocasiones, a través del continuo de Möbius. Si bien el propósito principal de
Harry al visitar al matemático era agradecerle la recuperación de sus habilidades
matemáticas, acabó enzarzándose con él en una discusión.
Aquel gran hombre había mencionado que su siguiente proyecto iba a consistir en
medir el espacio, y al oírlo el necroscopio se lanzó de cabeza a la discusión. En aquella
ocasión, el tema había girado en torno a «el espacio, el tiempo, la luz y los multiversos».
¿Acaso el «universo» no es suficiente?, preguntó Möbius.
—En absoluto —le contestó Harry—, porque sabemos que hay paralelos. Yo he
visitado uno, ¿lo recuerdas?
(Armados de libretas, los estudiantes de la Alemania Oriental se quedaron
asombrados al ver a aquel hombre extraño mascullando para sí, de pie ante la tumba de
un científico muerto.)
Muy bien, pues, concentrémonos en el que conocemos mejor, sugirió Möbius con lógica. En
éste.
—¿Quiere usted medirlo?
Eso mismo me propongo.
—Pero dado que se encuentra en constante expansión, ¿cómo va usted a hacerlo?
Me situaré en su borde más exterior, más allá del cual no existe nada, me transferiré
32
Brian Lumley Engendro de la muerte
instantáneamente a través del universo hasta el borde más alejado, más allá del cual tampoco hay
nada y, al hacerlo así, mediré la distancia intermedia. Después me transferiré instantáneamente de
nuevo hasta aquí y llevaré a cabo el mismo experimento exactamente una hora más tarde, y lo
repetiré otra hora más tarde.
—¡Bien! —había exclamado Harry—. Pero... ¿con qué fin?
(Suspiro.) ¡Bien, a partir de ese momento en adelante, y toda vez que yo quiera saberlo, se
dispondrá instantáneamente de un cálculo correcto del tamaño del universo!
De mala gana, Harry permaneció en silencio durante un momento, hasta que dijo:
—Yo también he reflexionado sobre el tema, aunque sólo de un modo estrictamente
teórico, porque la medición física de una cantidad que cambia constantemente me parece
algo infructuoso. Mientras que comprender lo que ocurre, cómo y en qué medida la edad
del universo está ligada a su velocidad de expansión (que, por cierto, es constante) me
parece algo mucho más satisfactorio.
(Una pausa asombrada.)
¿De veras? Harry casi había podido ver cómo las cejas de Möbius se enarcaban
unidas sobre el puente de la nariz. Dices que has pensado en ello, ¿verdad? Desde el punto de
vista teórico, ¿no? ¿Puedo preguntarte cuáles son tus conclusiones?
—¿Quiere saberlo todo sobre el espacio, el tiempo, la luz y los multiversos?
¡Si tienes tiempo para explicármelo!, exclamo Möbius con cáustico sarcasmo.
A lo que el necroscopio respondió:
—Su medición inicial bastará, no hará falta que realice ninguna otra conociendo el
tamaño del universo (y no sólo de éste, por cierto, sino de todos los paralelos) en cualquier
momento del tiempo, automáticamente podremos saber su edad exacta y su velocidad de
expansión, que será uniforme para todos ellos.
Explícate.
—Ahora viene la teoría —dijo Harry—. Al principio no había nada. ¡Y se hizo la luz
original! Probablemente brilló desde el continuo de Möbius, o quizá vino con la bola de
fuego del Big Bang. Pero fue el comienzo del universo de luz. Antes de la luz no había
nada, y después de ella hubo un universo en expansión a la velocidad de la luz.
¿Eh?
—¿No está usted de acuerdo?
¿El universo se expandía a la velocidad de la luz?
—En realidad, al doble de la velocidad de la luz —le contestó Harry—. Recuerde que
ahí estaba la esencia de su problema, el que permitió que yo recuperara mi habilidad
matemática. Si se enciende una luz en el espacio y se coloca a dos observadores a
trescientos mil kilómetros de distancia de esa luz, en direcciones opuestas, los dos verían
esa luz un segundo más tarde, porque la luz se expande en ambas direcciones. ¿No está
usted de acuerdo?
¡No, no, claro que no! La luz primordial, al igual que toda luz, debió de expandirse tal como
has dicho, ¿Pero... el universo?
—¡A la misma velocidad! —exclamó Harry—. Y sigue expandiéndose a esa
velocidad.
Explícate. Y sé convincente.
—Antes de la luz no había nada, no había universo.
De acuerdo.
—¿Hay algo que viaje a más velocidad que la luz?
¡No..., sí! Nosotros, pero sólo en el continuo de Möbius. Y supongo que el pensamiento
también es instantáneo.
33
Brian Lumley Engendro de la muerte
En otra ocasión, el necroscopio habló con Pitágoras. Una vez más, el motivo principal
por el que había ido a verlo era para darle las gracias (el gran místico y matemático griego
lo había ayudado en su búsqueda del saber matemático), y una vez más, la visita había
concluido con una discusión.
Harry pensaba hallar la tumba griega en Metaponto, y si no estaba allí, entonces en
Crotona, al sur de Italia. Pero lo único que encontró fue a uno o dos discípulos, hasta que,
por pura casualidad, tropezó con la tumba olvidada durante 2.480 años de un miembro de
la Hermandad Pitagórica de la isla de Quío. No había ninguna señal; se trataba de un
lugar de piedras ocres donde las cabras comían cardos a apenas cincuenta metros de la
costa rocosa que daba al norte del Egeo.
¿Pitágoras? No, aquí no, le informó en voz baja y con tono reservado, cuando el
necrolenguaje de Harry interrumpió sus reflexiones centenarias. Está en otra parte,
esperando a que le llegue la hora.
—¿La hora de qué?
¡De la metempsicosis que lo transforme en un hombre vivo!
—¿Pueden hablar ustedes? ¿Puede usted ponerse en contacto con él?
De vez en cuando, él se pone en contacto con nosotros, cuando se le ha ocurrido alguna idea.
—¿Con nosotros?
¡La Hermandad! Pero ya he hablado demasiado. Márchate. Déjame en paz.
—Como desee —dijo Harry—. Pero no le gustará que haya echado al necroscopio.
¿Qué? ¿El necroscopio? (Asombro y pavor.) Eres el que enseñó a los muertos a hablar desde
sus tumbas, permitiéndoles conversar entre ellos como si estuvieran vivos?
—El mismo.
¿Y pretendes aprender de Pitágoras?
—Pretendo instruirlo.
¡Qué blasfemia!
—¿Blasfemia? —Harry enarcó una ceja—. ¿Es Pitágoras un dios, acaso? ¡Si es así, se
trata de uno terriblemente lento! Considere lo siguiente: yo ya he alcanzado mi
metempsicosis. En estos momentos, me embarco en una segunda fase, una nueva...
condición.
¿Tu alma está en el proceso de migración?
—Sin duda puedo decir que hay en perspectiva un cambio.
Al cabo de un instante: Si hablo con nuestro maestro Pitágoras en tu nombre, y si me has
mentido, ten por seguro que te condenaremos con los números. ¡Y posiblemente me condenaré
contigo! No, no me atrevo. Antes prueba lo que acabas de decir.
—Quizá pueda mostrarle algunos números. —Harry contuvo su impaciencia cuanto
pudo—. Como miembro de la Hermandad, estoy seguro de que apreciará su importancia.
¿Pretendes seducirme con tus tontas cifras? ¿Con el trabajo de una simple vida? ¿Sugieres
que en los más de dos mil años que han transcurrido desde que me enterraron aquí no he soñado con
números, ecuaciones o fórmulas propias? ¡Necroscopio o no, eres un presuntuoso!
35
Brian Lumley Engendro de la muerte
simple de las sumas era un misterio? ¿Eres tú por quien ellos, las legiones del polvo, las huestes de
los muertos, me suplicaron? Möbius se presentó ante mí de rodillas, ¿y qué eres después de todo
sino un ingrato?
Harry se sintió aguijoneado, pero se cuidó muy bien de dejar que el griego lo notara.
Del mismo modo que le ocultó lo que pensaba de él, ¡viejo pomposo!, mientras que en voz
alta le decía:
—He venido a darle las gracias por mi don para las matemáticas. Sin él, sería igual
que usted, polvo en una tumba. O tal vez no, porque había un hombre que me habría
levantado de entre los muertos para torturarme y sacarme mis secretos.
¿Un nigromante?
—Exactamente.
¡Es un arte negra!
—No siempre. Tiene sus utilidades. Al fin y al cabo, lo que ahora hago es una especie
de nigromancia. Porque soy un hombre vivo que habla con otro que está muerto.
Pitágoras meditó un momento sobre aquello y luego respondió:
He oído tu conversación con uno de los Hermanos. ¿Acaso la blasfemia es tu forma de
escarnio? Has alegado la reencarnación, la transmigración y la metempsicosis.
—No hice más que enunciar un hecho —dijo Harry—. Yo era un hombre en su
propio cuerpo y cuando éste murió pasé a habitar otro. No hace falta que acepte mi
palabra, pregunte a los muertos, que no ganan nada mintiendo. Le dirán que es la verdad.
Es más, si sus cenizas fueran puras, podría levantarlo a usted de entre los muertos. Y no
con números, sino con palabras. Y no es una blasfemia, Pitágoras, sino la pura verdad. O
tal vez... el acto mismo constituiría una blasfemia, no estoy seguro. Si es así, entonces
usted tiene razón y soy un blasfemo, y pienso volver a serlo.
¿Podrías hacerme resurgir de mis cenizas?
—Sólo si fueran puras. ¿Fue sepultado en una urna?
Fui sepultado en la tierra, en secreto, aquí, bajo tus pies, donde de niño corría entre los
árboles. Mi carne y mis huesos forman una unidad con la tierra. De todos modos, no te creo.
¿Palabras y no números? Las palabras nacen de los labios, son cosas frívolas que cambian después
de ser pronunciadas, mientras que los números surgen de la mente pura y son inmutables.
—Todo esto es teoría. —Harry se encogió de hombros—. En dos mil años, las lluvias
han mezclado sus sales con la tierra. Ya no hay palabras, y sin duda tampoco números,
que puedan ayudarlo.
¡Blasfemia y sedición! ¿Pretendes que mis seguidores se vuelvan en mi contra?
Harry ya no pudo contenerse y gritó:
—¡Pitágoras, es usted un charlatán! En su mundo, ocultó sus pequeños e inútiles
secretos matemáticos, descubrimientos básicos que cualquier niño de hoy aprende con sus
textos escolares, como si se trataran de la vida y la muerte. La muerte verdadera no lo ha
cambiado. Le di el necrolenguaje, y desde entonces ha podido, si lo deseaba, conversar con
maestros más modernos y genuinos. Con Galileo Galilei, Isaac Newton, Albert Einstein,
con Roemer, Maxwell y...
¡Basta!, chilló el otro, indignado. ¡Debí de haber hecho caso omiso de Möbius! ¡Debí...!
—¡Pero no pudo! —Le tocó a Harry interrumpir—. No se atrevió...
¿Qué quieres decir?
—Que conozco su verdadero secreto. Fue usted un impostor. ¡No sólo se mofó usted
de su preciosa «Hermandad» cuando estaba vivo, sino que sigue engañándolos después
de muerto! No hay misticismo en los números, Pitágoras, y usted lo sabe. Aunque sólo sea
porque es usted un hombre instruido. Usted mismo acaba de decirme que los números
37
Brian Lumley Engendro de la muerte
son inmutables, que no cambian ni pueden ser cambiados. ¡Lo cual significa que son una
verdad sólida, que no son fruto de la fantasía! Son una verdad de hierro, no una magia
etérea.
¡Mentiroso, embustero!, gritó Pitágoras, enfurecido. ¡Tergiversas las palabras, cambias su
sentido!
—¿Por qué se oculta incluso de los muertos?
Porque no entienden. Porque su ignorancia es contagiosa.
—¡Porque saben más que usted! Sus seguidores lo abandonarían. Usted les dijo que
migrarían, que volverían a estar entre los hombres, a encontrarse con usted en mundos de
números puros... y ahora sabe que es falso.
Creí que era verdad.
—Eso fue hace dos mil quinientos años. ¿Y ha vuelto usted? ¿Cuánto tiempo ha de
transcurrir para que reconozca su error?
¡He soñado números que te destrozarían!
—Destróceme, pues.
En ese punto, Pitágoras se echó a llorar. Le lanzó a Harry un catálogo de números
que chocó contra el muro de la mente metafísica del necroscopio. Al menos sirvieron para
que reconociera la difícil situación en la que se hallaba: que aquello que llevaba dentro
luchaba por sustituirlo y, en esa ocasión, mediante el uso de la enrevesada lógica
wamphyri.
Aquélla fue su salvación, porque Harry nunca había querido lastimar ni siquiera
alarmar a los muertos.
—Lo..., lo siento —se disculpó.
¿Lo sientes?¡Eres perverso!, sollozó Pitágoras. Pero... tienes razón.
—No, me limité a discutir. Puede que tenga razón y puede que no. Pero no hice bien
en discutir por el mero placer de hacerlo. Admitamos que contradigo mi propia
argumentación.
¿Cómo es eso?
—Sé que los números no son inmutables.
¡Aahh! (Un largo suspiro.) ¿Quieres..., podrías demostrarlo?
Harry le mostró la pantalla de su mente, en la que todas las configuraciones de
Möbius garabateadas en su superficie iban mutando y extendiéndose hasta el infinito. El
viejo griego permaneció largo tiempo en silencio.
Fui una criatura inteligente que creyó que lo sabía todo, dijo, con voz quebrada. El tiempo
me ha superado.
—Pero nunca lo olvidarán —se apresuró a aclarar Harry—. Recordamos su teorema;
se han escrito libros sobre usted; incluso hoy en día sigue habiendo pitagóricos.
¿Mi teorema? ¿Mis números? Si no los hubiera inventado yo, otros lo habrían hecho.
—Pero es su nombre el que recordamos. De todos modos, lo mismo puede decirse de
todos y de todo.
Salvo del necroscopio.
—Ni siquiera estoy seguro de eso —contestó Harry—. Creo que es posible que antes
que yo hubiera otros. Y sin duda, hubo uno después que yo. Ahora habitan en otros
mundos.
¿Y tú también habitarás allí?
—Es posible. Es probable. Y tal vez sea pronto.
¿Cómo es ahora?, preguntó Pitágoras al cabo de un rato, y Harry sospechó que era la
primera pregunta que le formulaba a nadie después de mucho tiempo.
38
Brian Lumley Engendro de la muerte
—En esta isla —contestó el necroscopio—, yacen muchos muertos recientes. Pero
usted los ha alejado. Podía haberles preguntado por Samos, el mundo, los vivos. Pero
temía conocer la verdad. ¿Sabía que una de las pocas cosas que tiene alguna importancia
para los que viven en esta isla son los números? Aunque tal vez no sea del todo cierto.
Pero estoy seguro de que les interesa saber cuántos dracmas equivalen a una libra, un
marco y un dólar. —Le explicó a qué se refería.
¡Qué pequeño es ahora el mundo!
Harry se puso el sombrero y las gafas y salió de la sombra para dirigirse al sol.
Llevaba las manos en los bolsillos y el sol no le molestaba demasiado, pero avanzaba
despacio para no perder el equilibrio por los escarpados senderos y el camino que
llevaban a Tigani. Pitágoras fue con él, o al menos su necrolenguaje; la distancia no era
demasiado importante una vez establecido el contacto.
Abriré la Hermandad, la disolveré por completo, la olvidaré. Hay mucho por aprender.
—El hombre ha llegado a la Luna —le informó Harry.
La mente de Pitágoras volaba en círculos.
—Han calculado la velocidad de la luz.
Los pensamientos del viejo místico eran un inmenso y asombrado signo de
interrogación.
—Pero no sé si sabe que entre los muertos hay matemáticos que podrían aprovechar
enormemente sus conocimientos.
¿Mis conocimientos? ¡Pero si estoy en pañales!
—Ni por asomo. Se ciñó al número puro. ¡Vamos, que después de dos mil y pico de
años, se habrá convertido usted en una calculadora velocísima! ¿Me permite que lo ponga
a prueba?
Por supuesto, pero, por favor, que sea algo simple. No esos diseños vertiginosos que se
inscriben en tu mente secreta.
—Dígame la suma de todos los números entre el uno y el cien, inclusive.
Cinco mil cincuenta, respondió Pitágoras instantáneamente.
—Una calculadora velocísima. —Harry estaba en lo cierto—. Entre los matemáticos
menos prácticos, los matemáticos teóricos, sería usted como una regla de cálculo viviente.
Pitágoras, creo que para ser usted un muerto tiene un gran futuro.
Pero ha sido algo muy simple. El griego se sentía halagado. Aprendido de memoria. La
multiplicación, la división, las sumas y las restas... y la trigonometría también... es algo que he
hecho con mucha frecuencia. No existe un sólo ángulo que no pueda calcular.
—¿Se da cuenta? —Harry sonrió; y añadió, ya más serio—: Créame, hoy en día son
muy pocos los que se conocen todos los ángulos.
¿Y tú, Harry? ¿Eres una calculadora velocísima?
Harry no quería frustrarlo, por eso contestó:
—Ah, pero en mi caso es diferente, porque soy intuitivo.
¡Entre uno y un millón!
—Quinientos millones quinientos mil —replicó el necroscopio casi con el mismo
aliento—. Se toma el número diez y se multiplica por sí mismo cuantas veces se quiera, y
siempre funciona. Cinco es la mitad de diez; si vuelve a unir las dos mitades tiene usted
cincuenta y cinco. La mitad de cien es cincuenta, si se unen las mitades se obtiene cinco
mil cincuenta. Y así sucesivamente. Para algunos es magia, para mí es intuición.
Pitágoras se mostró abatido.
¿Para qué iban a necesitarme si ya te tienen a ti?
—Porque, como ya he dicho, puede que no esté aquí durante mucho tiempo. Tiene
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Brian Lumley Engendro de la muerte
usted razón, el mundo es pequeño. Y resulta difícil encontrar un sitio donde ocultarse.
En las afueras de Tigani encontró una pequeña taberna, se sentó a su sombra y pidió
un ouzo con un poco de limonada. Unas chicas inglesas chapoteaban en las aguas cálidas
y azules de una pequeña bahía rocosa. Tenían los pechos relucientes y a Harry le llegaba el
olor a aceite de coco. Pitágoras captaba la imagen de la mente de Harry y la contemplaba
ceñudo.
Tal vez es una ventaja ser incorpóreo, así puedo quedarme, comentó sombríamente. Vacían
al hombre como los vampiros.
Por un momento, el necroscopio se sintió cogido por sorpresa, pero luego replicó:
—¡Ah! Pero hay vampiros y vampiros...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo cuatro
Alguien muere
El vampiro del necroscopio —aún era una contaminación extraña y parásita del
tamaño de un renacuajo— no estaba maduro. Por ello no deseaba ningún tipo de
conflictos, ni interno ni externo; sólo quería evolucionar y continuar con el largo proceso
de la conversión de su huésped, razón por la cual su influencia resultaba enervante. Si
Harry se mantenía mental y emocionalmente vacío, sería poco probable que se expusiera
al peligro. Lo cual significaba que sería poco probable que expusiera al peligro a su
horrendo inquilino. De ahí los destellos de conciencia wamphyri (un conocimiento apenas
atisbado de un poder ingobernable y floreciente) y la urgente necesidad de discutir y de
interrogar, incluso de someter a su propia mente a largas sesiones de intensa
autoinquisición, a pesar de los ataques internos de rabia y del cansancio mental que se
producían invariablemente como resultado de todo ello.
Pero dejando de lado la mente del necroscopio, su sangre también era consciente de la
presencia del invasor; tenía la impresión de que padecía una extraña fiebre psíquica que lo
mantenía nervioso y constantemente en guardia. Era un hombre con un volcán en su
interior, que de momento se limitaba a arder sin llama y a soltar de vez en cuando una
bocanada de humo. Como ignoraba cuándo entraría en erupción el volcán, no podía
relajarse, debía de mantenerse alerta y escuchar con atención arrobada, horrorizada y a la
vez llena de curiosidad el bullir interior.
Por un lado, Harry tenía ganas de poner plenamente a prueba sus facultades de
wamphyri (porque formaban parte de él, a pesar de que el aspecto físico de aquella cosa
seguía en estado embrionario), pero, por otro, sabía que si lo hacía el proceso se aceleraría.
Porque de algo estaba seguro: por más inmaduro que fuera el simbionte, crecía y aprendía
con mucha rapidez. Aquel vampiro era un principiante nada lerdo.
Si aquel parásito, al igual que todos los de su especie, era obstinado, el necroscopio
no lo era menos. Su hijo había logrado mantener a raya a su vampiro, ¿no? De tal astilla tal
palo: Harry haría lo imposible por seguir su ejemplo.
Aquello, de por sí, ya era bastante difícil como para tener que soportar además la
obstinación de la Gran Mayoría... y la certeza o al menos la fuerte sospecha de que la
Sección PES se preparaba para la guerra... y el hecho de que, a pesar de todo, Harry había
decidido llevar ante la justicia a un cierto delincuente al que antes debía encontrar.
Antaño habría sido capaz de elaborar un esquema lógico de actuación, como escribir
una lista de prioridades. Pero su confusión mental y el cansancio que le producía lo
ofuscaba, de modo que a pesar de que era consciente del paso del tiempo y de que había
unas fuerzas que se movilizaban contra él, se sentía incapaz de sobreponerse y de salir del
miasma personal en el que se hallaba inmerso. Eso, a su vez, le producía frustración, más
rabia y las primeras y turbulentas señales de que aquellas emociones tempestuosas
clamaban por encontrar un desahogo físico.
Como un autista incapaz de expresarse, Harry sentía su violencia agazapada debajo
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Brian Lumley Engendro de la muerte
de la superficie. Su violencia, sí, porque el vampiro que llevaba dentro no era ni violento
ni emocional: sencillamente se limitaba a ampliar aquellas propiedades de su huésped.
Quizá lo más frustrante fuera que sabía que nada de lo que hiciera —o de lo que
hubiera hecho, de sentirse capaz— tenía la mínima importancia para su propia
supervivencia. Otro, en su lugar, habría intentado cambiar de identidad, buscar un lugar
seguro, alejarse de forma permanente de cualquier foco o fuente de peligro.
¿O no? ¿Acaso sería capaz de lograrlo? Porque tal como Harry había dicho a
Pitágoras, el mundo era muy pequeño. Y, por definición, cualquier otro en la situación de
Harry también habría sido wamphyri y se habría sentido apegado a su territorio. Aquél
era su mundo; aquella casa, no lejos de Edimburgo, era su casa; y ante todo, sus
pensamientos y sus actos eran su territorio —la mayoría de ellos, la mayor parte del
tiempo—, al menos cuando los demás no lo espiaban.
El día anterior había ido a las ruinas del castillo Ferenczy para hablar con Bodrogk, el
tracio. Bodrogk era un amigo reciente y no conocía a Harry antes de que iniciara su
transición; lo aceptaba tal como era entonces. Además, Bodrogk no temía a nada y, en
cualquier caso, no podía temer al necroscopio ni tampoco a ningún otro hombre vivo. Sus
cenizas y las de Sofía, su esposa, habían sido lanzadas a los vientos y en los Cárpatos sólo
quedaban sus espíritus. Nada mundano podía lastimarlos.
Harry quería investigar la composición y las proporciones de los ingredientes
químicos de las pócimas nigrománticas de Janos Ferenczy. Se proponía recuperar a Trevor
Jordan y a Penny Sanderson de sus «sales esenciales» sólo si lograba devolverlos al mundo
de los vivos en perfecto estado, o lo más cercano a la perfección. Dado que Bodrogk había
sido sometido a ese tipo de experimentos, era todo un entendido. Aun así, indagó a fondo
sobre los fines del necroscopio antes de transmitirle la información necesaria.
Ese día, Harry estaba preparado para convertirse en un nigromante por derecho
propio, y habría seguido adelante... si en el último momento no hubiera sentido aquel
dolor, aquel pellizco encubierto en el fondo de la mente, que le advertía que Geoffrey
Paxton andaba cerca y lo vigilaba. Sabedor de que Paxton pretendía probar que él estaba
implicado en esas actividades antinaturales, Harry se vio obligado a aplazar el
experimento. Después, controlando a duras penas la ira, llamó a Darcy Clarke a la Central
de la Sección PES.
Sintió alivio al enterarse de que Paxton no era un hombre de Darcy; ¿de quién sería,
entonces? Quizá Darcy lo averiguaría y se lo diría, o quizá no. De todas maneras, ¿qué
podía suponer aquello para él? Harry sabía que tarde o temprano Darcy y los demás
cerrarían filas para enfrentarse a él. Lo más desgraciado de aquella situación era que el jefe
de la Sección PES había sido un buen amigo suyo. El necroscopio no podía pensar siquiera
en lastimar a Darcy. ¿Pero cómo explicárselo al ser que llevaba en su interior?
A las dos de la tarde Harry se sentó tranquilamente en su estudio a «escuchar». Pero
la conciencia de su vampiro seguía en pañales y no detectó nada. O tal vez sí: que algo se
agitaba levemente en la capa más exterior de sus percepciones. Fuera lo que fuese, resultó
lo bastante sospechoso como para impulsarlo a dejar el experimento una vez más;
después, se encasquetó el sombrero de ala ancha y salió para hablar con su madre.
Sentado en la orilla desmoronada del río, Harry dejó que sus piernas colgaran, se
quedó mirando las aguas que bajaban en mansos remolinos, aguas que para él eran la
tumba de Mary Keogh desde niño, y dejó que sus pensamientos expresados en
necrolenguaje la buscaran. Como no había nadie cerca, se limitó a hablar en voz alta,
utilizando también el necrolenguaje, y así se sintió más natural:
—Mamá, estoy metido en un lío.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
tratara de un efecto de sus percepciones exacerbadas. Quizás había alguien a quien debía
consolar.
—¿Has dicho Bonnyrig? Mamá, tengo que marcharme. Mañana vendré a verte. Tal
vez para entonces ya sepas algo.
Cuídate, hijo.
Harry se puso en pie, miró río arriba y luego río abajo y hacia la otra orilla. El sol
estaba oculto tras unas nubes algodonosas, lo cual era un alivio.
Saltó por encima de una cancela que estaba a punto de venirse abajo, se internó en un
bosquecillo y en el abigarrado centro de aquel verdor conjuró una puerta de Möbius. Al
cabo de un momento, apareció en un callejón de Bonnyrig, cerca de la calle principal. Dejó
que la sensibilidad de su necrolenguaje se abriera a su alrededor como un abanico o una
telaraña y buscó entre los muertos para ver si encontraba a un recién llegado.
Ahí estaba, no muy lejos: un gañido leve al recordar el pánico y el dolor de
momentos antes, una cierta sorpresa al no sentir ya dolor e incredulidad de que el día
soleado pudiera volverse negro tan deprisa, más negro que la noche. La torpe percepción
que tenía un animal de la muerte repentina.
Harry la comprendía muy bien, porque no era muy diferente de la reacción de un ser
humano. La única diferencia radicaba en que los perros no poseen ni la presciencia ni la
preocupación de la muerte, por lo cual su sorpresa es aún mayor. Si se golpea o se patea a
un perro injusta o cruelmente, el animal se retraerá con la misma sorpresa, la misma
incredulidad.
Aprovechando que nadie lo observaba, el necroscopio utilizó el continuo de Möbius
para seguir los pensamientos del cachorrito hasta su origen: el bordillo de la calle principal
del pueblo, en una intersección en la que giraba a la izquierda para desembocar en la
carretera de Edimburgo. Era día laborable, no había mucha gente en la calle; el accidente
había reunido a algunas personas, que estaban de espaldas a Harry cuando éste apareció
en la acera, como surgido de la nada. Lo primero que vio fue la larga huella oscura dejada
en el asfalto por el frenazo.
Los pensamientos en necrolenguaje del cachorro se tornaron más desesperados
cuando advirtió que no podía salir de la difícil situación en la que estaba metido. No sentía
nada, ni podía tocar nada, ni ver la luz. ¿Dónde estaba su Dios, su joven amo?
¡Ssh!, lo calmó Harry. Tranquilo, pequeño. ¡Tranquilo, ya ha pasado! ¡Sssh!
Se colocó delante del puñado de testigos presenciales y vio a un niño arrodillado
junto a la alcantarilla, con las mejillas bañadas en lágrimas y el cachorrito muerto entre los
brazos. El animalito tenía un anca y la espina dorsal torcidas; la pata delantera derecha le
colgaba como si fuera de goma; tenía la cabeza aplastada y la oreja derecha rezumaba
líquido cerebral.
Harry se apoyó sobre una rodilla, rodeó al niño con un brazo y acarició al cachorro
muerto.
—¡Ssh, calma, pequeño! —los consoló a los dos. En su mente, los gañidos y quejidos
del cachorro se calmaron hasta convertirse en un lloriqueo entrecortado. Volvía a sentir.
Sentía a Harry.
Pero no había manera de consolar al niño.
—¡Está muerto! —exclamaba entre sollozo y sollozo—. ¡Muerto! ¡Paddy está muerto!
¿Por qué ese coche no me golpeó a mí en vez de a Paddy? ¿Por qué no se detuvo el coche?
—¿Dónde vives, hijo? —le preguntó Harry al niño, un rubito de unos ocho o nueve
años.
El otro lo miró a través de los anegados ojos azules.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
El necroscopio tenía muy pocos amigos entre los vivos, pero uno de ellos era un viejo
alfarero de Pentlands que tenía hornos propios. No había duda de que Paddy estaba
completamente muerto cuando Harry se lo entregó a Hamish McCulloch para que lo
calcinara en uno de sus hornos.
—Hamish, es muy importante para mí —le dijo al viejo escocés— que lo reduzcas a
cenizas. Bueno, si no para mí, al menos para su amo, un niño que ahora mismo está
muerto de pena. Y te compraré una vasija para meterlas.
—Creo que podremos hacerte ese favor —asintió Hamish.
—Una cosa —le advirtió el necroscopio—, ten cuidado cuando las recojas. El
pequeño quiere estar seguro de poder conservar todas sus cenizas.
—Como digas —volvió a asentir.
Harry esperó cinco horas hasta que terminó la incineración, pero se mostró tranquilo,
paciente y controlado. Era el Harry de antes, y a pesar de que disponía de poco tiempo,
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Fue como si hubiera acercado una cerilla encendida a una pila de material
combustible: surgió una luz fosforescente, una nube de humo de colores, un olor parecido
al azufre. ¡Se oyó un gañido!
Paddy, resucitado de sus cenizas, se acercó tambaleante al borde de la nube en forma
de seta; el gas o el vapor se dispersaba velozmente. Tenía las orejas caídas y el rabo lacio,
temblaba y avanzaba a trompicones sobre unas patas de gelatina que parecían incapaces
de aguantarlo. Había regresado de la muerte y la ingravidez, de la incorporeidad había
pasado a la vida y a la materialidad en un instante, pero las patas del cachorro aún no se
acostumbraban.
—Paddy —susurró el necroscopio, apoyado en una rodilla—. ¡Paddy, ven aquí,
pequeñajo! —El cachorrito cayó, se puso en pie, se sacudió para volver a caer y después se
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Brian Lumley Engendro de la muerte
acercó a él.
Blanquinegro, paticorto, de orejas colgantes, un perro cruzado, ¡pero estaba vivo!
¿Lo estaría de verdad?
Paddy, repitió el necroscopio en necrolenguaje. No hubo respuesta.
Paddy estaba vivo. De verdad.
Media hora más tarde, Harry entregaba a Paddy en la casa número siete de una hilera
de bonitas viviendas construidas en una zona elevada de Bonnyrig. No tenía intención de
quedarse, se marcharía de inmediato si podía, pero había cosas que quería averiguar.
Sobre Paddy. Sobre el carácter de Paddy. ¿Era exactamente el mismo perro?
Al parecer, lo era. Al menos Peter así lo creía. El amo de Paddy hacía una hora que
estaba a punto de irse a la cama, pero no quería dormirse hasta no tener noticias de su
veterinario. Para él, el regreso de Paddy era un milagro, aunque sólo el necroscopio sabía
hasta qué punto aquello era cierto.
El padre de Peter era un hombre alto, delgado, rudo, pero amable.
—El chico nos ha dicho que creía que Paddy estaba muerto —le comentó cuando
Peter y el cachorro se acostaron; y mientras servía a Harry una buena dosis de whisky—.
Que tenía los huesos rotos, que le salían los sesos por la oreja, que sangraba y tenía la
espina dorsal medio descoyuntada..., nos tenía preocupados. Adora a ese chucho.
—Parecía peor de lo que en realidad era —respondió Harry—. El cachorro estaba
inconsciente, por eso le colgaban tanto las patas; se hizo unos cuantos cortes y, claro, la
sangre siempre impresiona; echó bastante baba, pero todo por el golpe.
—¿Y sus ancas? —El hombre levantó una ceja—. Peter nos dijo que no estaban bien,
que las tenía rotas.
—Estaban dislocadas —asintió Harry—. En cuanto se las arreglamos, todo lo demás
quedó en orden.
—Le estamos agradecidos.
—No ha sido nada.
—¿Cuánto le debemos?
—Nada.
—Es usted muy amable...
—Sólo quería asegurarme de que Paddy fuera el mismo perro de siempre —dijo el
necroscopio—. Que el golpe que recibió no le cambiara la personalidad. ¿Le ha parecido a
usted el mismo?
Del dormitorio de Peter les llegaron un gañido y un ladrido seguidos de una
carcajada.
—Están jugando. —La madre del niño asintió y sonrió, comprensiva—. Deberían de
estar durmiendo, pero ésta es una noche especial. ¿No es así, señor...?
—Keogh —replicó Harry.
—No cabe duda de que Paddy es el mismo de siempre.
El padre de Peter acompañó a Harry hasta el portón del jardín, volvió a darle las
gracias y se despidió de él. Cuando entró en la casa, su mujer le comentó:
—Qué persona tan amable y decente. ¡Pero qué ojos más tristes tiene!
—¿Mmm? —Su marido parecía pensativo.
—¿A ti no te lo ha parecido?
—Ah, sí, claro. Pero...
—¿Pero qué? ¿Es que no te ha caído bien? ¿O es que desconfías de un hombre que no
ha querido cobrar por un trabajo bien hecho?
—No, no es eso. Pero sus ojos...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Una vez en casa, Harry se sintió satisfecho. Mejor de lo que se había sentido nunca
desde lo de Grecia, cuando había recuperado el necrolenguaje y sus habilidades
matemáticas. Tal vez lograra sentirse todavía mejor, y hacer que otros también se sintieran
mejor.
Se sentó en un sillón de su estudio, en un rincón oscuro y se puso a hablar con una
urna. O al menos habría parecido que hablaba con una urna, aunque las urnas no
responden.
—Trevor, tú eras telépata, y de los buenos. Eso significa que sigues siéndolo. De
modo que sé que aunque no te hable, me estás escuchando. Escuchas mis pensamientos.
Así que... sabes lo que he hecho esta noche, ¿no?
No puedo evitar ser lo que soy, Harry, le contestó Trevor Jordan en un necrolenguaje
entrecortado por el entusiasmo. Del mismo modo que tú tampoco puedes evitar ser lo que eres.
Sí, sé lo que has hecho y lo que piensas hacer. Todavía no lo creo, y me parece que no podré creerlo
hasta bastante tiempo después de que haya ocurrido, si es que ocurre. Es como un sueño maravilloso
del que no quiero despertar. Salvo que exista una posibilidad de que sea más maravilloso aún si
despierto. No había ninguna esperanza, ninguna, y ahora sí...
—Pero sabías desde el principio cuál era mi intención, ¿no?
Saber lo que alguien quiere hacer no significa que sea capaz de hacerlo, le contestó. Pero
ahora, después de lo que ocurrió con el perro...
Harry asintió y respondió:
—Pero un perro es un perro, y un hombre es un hombre. No podremos estar seguros
hasta que..., hasta que no lo intentemos.
¿Tengo algo que perder?
—Supongo que no.
Harry, cuando estés dispuesto, yo también lo estaré. ¡Caray, no puedes imaginarte hasta qué
punto estoy preparado!
—Trevor, hace unos momentos dijiste que ni tú ni yo podíamos evitar ser como
somos. ¿Con eso querías decir más de lo que parece? Sé que me habrás leído muchas cosas
en mi mente.
Al cabo de una larga pausa, replicó:
No te mentiré, Harry. Sé lo que te ha pasado, en qué te estás convirtiendo. No sabes cuánto lo
siento.
—Pronto, muy pronto —dijo el necroscopio—, toda la manada de ratas vendrá por
mí.
Ya lo sé. Y también sé lo que les harás y adónde te irás.
Harry volvió a asentir y luego dijo:
—Pero es como me ha dicho mi madre. Se trata de un sitio extraño y siniestro. Me
hará falta toda la ayuda que pueda conseguir.
¿Puedo echarte una mano? Supongo que no, y menos estando donde estoy ahora.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—En realidad, sí. Podríamos hacerlo ahora mismo. Pero no pienso aprovecharme de
ese modo. Si esto funciona, pronto lo probaremos. Con todo, cuando llegue el momento,
tú serás quien decida.
¿Cuándo, pues? (Volvió a notarse que Jordan estaba sin resuello.)
—Mañana.
¡Dios!
—¡No! —advirtió el necroscopio—. Jura todo lo que quieras pero cuida a quién
nombras...
Hablaron a continuación de todo un poco y recordaron los viejos tiempos. Era una
pena que no hubiera nada bueno que recordar. Claro que con ello habían logrado cosas
buenas, pero mientras lo vivieron había sido maligno hasta lo indecible.
Durante una pausa en la conversación en necrolenguaje, Jordan comentó:
Harry, ¿sabes que Paxton te sigue vigilando, no?
Había sido él quien había advertido al necroscopio de la presencia del espía mental.
Harry lo recordaba agradecido. Pero desde entonces, y de eso hacía una semana, su propia
intuición le había avisado de la proximidad del telépata.
Su primera reacción instintiva al problema había sido invocar un poder heredado de
Harold Wellesley, un ex jefe de la Sección PES, que se había suicidado después de que se
descubriera que era un agente doble. Ese poder de Wellesley era de signo negativo: su
mente era más segura que las bóvedas de un banco, literalmente impenetrable. Y ello lo
convertía en el candidato ideal para el puesto de jefe de la organización británica de
seguridad de espías mentales. Al menos lo parecía. Para expiar su culpa, le había
transmitido a Harry su poder.
Pero el don de Wellesley era a veces una espada de doble filo: si se cierra la puerta
para impedir el paso del enemigo, se impide al mismo tiempo que pasen los amigos.
Además, cuando se apaga una vela en una cueva profunda, todos quedan a oscuras. Harry
habría preferido la luz, habría preferido saber que Paxton estaba allí y qué se proponía.
En cualquier caso, resultaba agotador mantenerse siempre en guardia de ese modo.
La energía, toda energía, ha de ser generada en alguna parte, y dado el esfuerzo emocional
cada vez mayor que debía realizar el necroscopio, sus baterías estaban casi agotadas.
Por lo tanto, Harry debía mantener a raya al espía mental con su intuición y la
inteligencia en expansión de aquello que llevaba dentro, sus poderes crecientes. A la larga,
esos poderes se convertirían en una especie de telepatía, en otras formas de PES, pero no
estaba de más contar con el «extra» de los dones especiales de Jordan.
Jordan también había oído eso.
Harry, eso está hecho. Sé que eres diferente. Toma cuanto pueda darte. Ahora o cuando lo
hayas..., cuando lo hayas probado conmigo, da igual. No voy a cambiar de parecer. Lo utilizarás
para protegerte, claro está, pero no para hacernos daño, de eso estoy seguro.
—¿Hacernos daño?
A la gente, Harry. No creo que puedas lastimar a la gente.
—Ojalá pudiera estar tan seguro. La cuestión es que no seré yo... O sí, pero ya no
pensaré del mismo modo.
Lo único que has de hacer es ceñirte a tu plan. Cuando sepas que está por ocurrir, o cuando
las circunstancias te obliguen a defenderte o a huir, entonces, pon pies en polvorosa y lárgate.
—¡Me echarán de mi propio mundo! —gruñó el necroscopio.
O eso o dejas que el genio salga de la lámpara, no hay otra opción.
—Directo al grano, ¿eh, Trevor?
¿Acaso los amigos no estamos para eso?
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—En cierto modo, tú también eres una especie de genio metido en una lámpara, ¿no?
—En Harry asomó el ánimo wamphyri de llevar la contraria, su necesidad de discutir la
cuestión. Cualquier cuestión.
Jordan aún no se había percatado de ello, en cualquier caso, y procuraba que la
conversación no se acalorara demasiado.
Tal vez de ahí surjan las leyendas musulmanas. Un hombre con el Poder, que conoce las
palabras mágicas, e invoca a un poderoso esclavo de una lámpara polvorienta. ¿Cuál es tu deseo, mi
amo?
—¿Mi deseo? —preguntó Harry con una voz tan desolada como su rostro—. ¡A veces
deseo no haber venido a este jodido mundo!
Fue entonces cuando Jordan se percató de la dualidad de Harry, de las singulares
corrientes de su sangre que erosionaban la costa de su voluntad, el horror que desafiaba su
ascendente humano, desafío que crecía hora tras hora, día tras día.
Estás cansado, Harry. Tal vez deberías dejar de preocuparte tanto y dormir un poco.
—¿Dormir de noche? —preguntó el necroscopio con una risita ahogada, seca y
sombría—. No está en mi naturaleza, Trevor.
Tienes que luchar contra él.
—¡Es lo que he hecho! —gritó Harry con voz ronca—. No hago más que luchar
contra él.
Jordan guardó silencio y luego dijo:
Tal vez..., tal vez deberíamos hacer una pausa. Su necrolenguaje era vacilante.
Harry notó su miedo, el terror de un hombre muerto. Y para sus adentros más
profundos, a los que Jordan no podía llegar, exclamó:
¡Dios mío! Ahora hasta los muertos me temen.
Se puso en pie con tanta precipitación que a punto estuvo de tirar la silla. A grandes
zancadas se acercó a la ventana, espió por el espacio que quedaba entre las cortinas y vio
el río y la noche. En ese preciso instante, en la orilla más alejada, bajo los árboles, alguien
encendió una cerilla para fumarse un cigarrillo. Por un segundo, Harry vio el resplandor
antes de que lo ocultara el hueco de la mano. Después, sólo pudo ver un fulgor amarillo
que se hacía más intenso cuando el observador le daba una fuerte calada al cigarrillo.
—Ese cabrón está ahí afuera —dijo Harry, para sí.
Tanto daba que lo dijera para sí, porque Jordan estaba demasiado asustado como
para contestarle...
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Capítulo cinco
El resucitado
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Se apartó del portón que había en el viejo muro de piedra, invocó una puerta, la
cruzó y entró en el continuo de Möbius..., volvió a aparecer en un camino secundario que
corría paralelo al extremo más alejado del río. No había nadie a la vista; el cielo estaba
encapotado; por entre los árboles el río era una cinta plúmbea caída como por descuido en
la oscuridad.
El coche de Paxton estaba aparcado debajo del ramaje y ocupaba parte del camino. Se
trataba de un modelo reciente y caro; la pintura brillaba en la oscuridad; las puertas
estaban cerradas con llave y las ventanillas subidas. El vehículo estaba ligeramente
inclinado colina abajo, y apuntaba hacia una curva bordeada por una pared, donde el
camino de acceso se unía al principal que iba a Bonnyrig.
Harry salió del asfalto lleno de baches, dejó atrás el coche y se ocultó entre los
árboles; la bruma lo seguía a donde él se dirigiera.
Pero no se limitaba a seguirlo, porque él mismo era su fuente y su calzador. Se
elevaba del suelo que pisaba, caía de sus ropas oscuras como una singular evaporación,
surgía de su boca en forma de aliento. Avanzó en silencio, con fluidez, sin percatarse que
sus pies se posaban, infalibles, sobre terreno blando, entre los lugares donde las ramitas
frágiles y traicioneras esperaban para delatarlo. Notó que el inquilino que llevaba dentro
tensaba los músculos y enterraba profundamente sus garfios en su voluntad.
Sería una buena prueba del poder que aquella cosa ejercía sobre él, dejar que tomara
las riendas allí mismo, para que lo impulsara a hacer algo que no podría reparar.
Hasta entonces, la fiebre de Harry había estado más o menos bajo control. Si bien sus
iras habían sido más violentas, sus depresiones más profundas y sus períodos de alegría
pronunciados, en general, no había sentido ninguna compulsión, ningún ansia, o al menos
nada que no pudiera resistir. Pero en ese momento sentía todo aquello. Era como si Paxton
se hubiera transformado en el centro de todo lo que no funcionaba en su vida, un punto en
el que podía concentrarse, un quiste voluminoso en el cutis ya imperfecto de la existencia.
Hacía falta una intervención quirúrgica.
La bruma de Harry reptaba delante de él. Saltó de la ribera y del sitio donde las
ramas de los árboles tocaban el suelo húmedo para tender sus enroscados zarcillos
alrededor de los pies de Paxton. El telépata estaba sentado en un tocón, cerca del río, con
la vista fija al otro lado de la orilla, en la negra silueta de la casa por una de cuyas ventanas
superiores salía la luz. Harry había dejado esa luz encendida deliberadamente.
Aunque el necroscopio no se percató de ello, en el rostro de Paxton aparecía una
mirada entre ceñuda y amenazante; el espía mental había perdido el aura de su presa.
Suponía que Harry seguía en la casa, pero por más que se concentrara ya no lograba
restablecer contacto con él. Ni siquiera el leve contacto que constituía el requisito mínimo.
Aquello no significaba gran cosa, por supuesto, porque Paxton era consciente de los
poderes de Harry: el necroscopio podría encontrarse literalmente en cualquier lugar.
Aunque, por otra parte, podía significar mucho. No todo el mundo es capaz de salir con
rapidez suficiente, en plena noche, para ponerse fuera del alcance de hombres y telépatas
por igual. Keogh podía estar tramando cualquier cosa.
Paxton se estremeció como si hubiera visto un espectro. Evidentemente se trataba de
una frase hecha, pero por un momento tuvo la impresión de que algo lo había tocado,
como si una presencia invisible se le hubiera acercado, cruzando el agua a la deriva, para
colocarse junto a él, en el silencio reinante en la ribera amortajada por la niebla.
¿Amortajada por la niebla? ¿De dónde diablos había salido aquella expresión?
Se puso en pie, miró hacia la derecha y la izquierda y luego alrededor de él. Harry,
que se encontraba apenas a cinco pasos de distancia, se internó en silencio en las sombras.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Paxton dio una vuelta completa en círculo, volvió a estremecerse y luego, incómodo,
se encogió de hombros y prosiguió mirando fijamente la casa que había al otro lado del
río. Metió la mano en el interior de la chaqueta, sacó una petaca forrada de cuero, la
inclinó y bebió a borbotones un largo trago del fuerte licor.
Mientras contemplaba cómo el PES vaciaba la petaca, Harry notó que en su interior
crecía algo sombrío. Era grande, quizá más que él mismo. Avanzó con un movimiento
sigiloso y se detuvo justo detrás del telépata confiado. ¡Qué gracioso sería permitir que el
escudo de Wellesley cayera en ese mismo instante y concentrar sus pensamientos en la
nuca de Paxton! ¡Con toda probabilidad, el PES iría a parar al río de un salto!
O tal vez se volvería despacio, muy despacio, para ver a Harry allí, de pie, mirando
directamente en el fondo de su alma temblorosa. Entonces, si se pusiera a gritar...
La cosa oscura, extraña y henchida de odio se apoderaba ya de las manos de Harry,
las levantaba hacia la nuca de Paxton. Aquella cosa estaba también en su corazón, en sus
ojos y en su rostro. Sintió cómo le obligaba a retirar los labios para dejar al descubierto
dientes babosos. Habría sido tan sencillo levantar a Paxton para meterlo en el continuo de
Möbius y..., y encargarse de él allí. Allí, donde nadie podría encontrarlo jamás.
Las manos de Harry no tenían más que cerrarse para retorcer el cuello de aquel PES
como si fuera una gallina. ¡Ahhh!
La cosa que llevaba dentro le hablaba de emociones aún inalcanzables que podrían
ser suyas. Se sintió turbado ante aquel mensaje, ante el grito cuyo eco llegaba hasta lo más
profundo de su ser: ¡Wamphyri! ¡Wam...!
Paxton se subió un poco la manga del abrigo y echó un vistazo a su reloj.
Nada más; su movimiento había sido algo tan natural, tan mundano que el hechizo
de un plano de existencia extraño quedó truncado. Harry volvió a sentirse como si fuera
un niño de doce años, que se masturba con furia delante de la taza del inodoro, y que
cuando está al borde del orgasmo, aparece su tío y llama a la puerta del lavabo.
Se apartó de Paxton, conjuró una puerta de Möbius y la cruzó a trompicones.
Demasiado tarde, por fortuna, el espía mental notó algo y se dio media vuelta...
... Pero no vio nada más que un torbellino de bruma.
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Pasó al asiento delantero, quitó el freno y notó que las ruedas se movían despacio y
el vehículo empezaba a avanzar. Giró el volante para que el vehículo quedara situado en
el camino y dejó que la gravedad hiciera el resto. El coche fue bajando por la suave
pendiente, ganando impulso.
Harry pisó repetidamente el acelerador hasta que le llegaron los fuertes vahos de la
gasolina; puso el estárter y volvió a pisar el acelerador. Después de recorrer unos
trescientos metros sin dejar de bombear el acelerador, el coche iba ya a unos treinta y cinco
o cuarenta kilómetros. La curva se acercaba a toda velocidad con su borde cubierto de
hierba y su alto muro de piedra. Harry soltó el volante, conjuró una puerta de Möbius que
apareció junto a su asiento y la cruzó con toda tranquilidad.
Dos segundos más tarde, el coche de Paxton se subía al borde del camino, chocaba
contra el muro y estallaba como una bomba.
El PES regresaba en ese mismo momento hacia el camino y miraba sin entender nada
hacia el lugar donde había aparcado el coche..., después oyó la explosión camino abajo y
vio cómo una bola de fuego se elevaba en la noche.
—¿Qué...? —dijo—. ¿Qué?
A esas alturas Harry se encontraba de nuevo en su casa y marcaba el 999. Contestó
una de las operadoras de emergencias de Bonnyrig, que lo comunicó con la comisaría.
—Policía..., ¿en qué podemos ayudarlo? —inquirió una voz con un fuerte acento.
—Acaba de incendiarse un coche en el camino de acceso a la vieja casa que hay
detrás de Bonnyrig —contestó Harry sin aliento y acto seguido le dio los detalles
completos del lugar—. Y hay un hombre que bebe de una petaca y se calienta las manos en
el fuego.
—¿Quién llama, por favor? —La voz sonó más autoritaria, alerta y con tono oficial.
—No puedo darle más detalles. He de ir a ver si hay algún herido —respondió, y
colgó.
Desde la ventana de su cuarto, en el piso de arriba, el necroscopio observó cómo el
fuego se hacía cada vez más brillante; al cabo de diez minutos vio llegar el coche de los
bomberos de Bonnyrig, con una escolta policial. Durante un instante el lamento tenebroso
de las sirenas se elevó del ramillete de luces azules y anaranjadas apiñadas alrededor de
las llamas. Luego, el fuego se fue apagando, las sirenas se callaron y, al cabo de nada, el
coche patrulla se alejó... con un pasajero.
Harry se habría alegrado de saber que el pasajero era Paxton, que juraba y perjuraba
su inocencia, mientras su aliento despedía vahos de whisky en las caras inconmovibles de
los agentes de policía. Pero no se enteró, porque en ese momento estaba profundamente
dormido. No tenía importancia si dormir de noche le sentaba bien o mal a su carácter:
Trevor Jordan le había dado un sano consejo...
Por la mañana, el calorcillo del sol sacó a Harry de la cama. Se elevó por detrás del
río, avanzó sigiloso hasta colarse por su ventana y dibujar un rastro caliente sobre su
mano izquierda, que en sueños Harry veía atrapada en uno de los hornos de Hamish
McCulloch. Se despertó sobresaltado y vio el cuarto inundado por la luz amarilla del sol
que se colaba por la ventana: había olvidado echar las cortinas.
Desayunó café solo y se dirigió al sótano. No sabía cuánto tiempo había estado
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Brian Lumley Engendro de la muerte
ausente, de manera que quizá fuera cuestión de ahora o nunca. Había prometido a Trevor
Jordan que iba a ser aquel día. Las urnas de Jordan y Penny ya estaban abajo, junto con los
productos químicos que Harry había sacado del castillo Ferenczy.
—Trevor —dijo, mientras pesaba y mezclaba los polvos—. Anoche perseguí a
Paxton..., no en serio, pero casi. Al final me limité a ponerle chinitas en el camino, creo que
nos lo hemos quitado de encima por un tiempo. Lo cierto es que no lo siento cerca, aunque
quizá se deba a que es de mañana y hace sol. ¿Puedes decirme si está ahí fuera?
El kiosco de Bonnyrig acaba de abrir y hay un lechero que hace el reparto, respondió Jordan.
Ah, y un montón de personas perfectamente corrientes del pueblo están desayunando. Pero ni
señales de Paxton. A mí me parece que es una mañana del todo normal.
—No del todo —lo corrigió Harry—. Al menos para ti.
Es que he tratado de no hacerme demasiadas ilusiones, contestó Jordan; su necrolenguaje
sonaba vacilante. He procurado no rezar. Aún pienso que estoy soñando. Porque en realidad
algunas veces nos desconectamos y dormimos. ¿Lo sabías?
El necroscopio asintió, terminó de preparar los polvos y cogió la urna de Jordan.
—Recuerda que yo también he sido incorpóreo. Me agotaba. El cansancio mental es
mucho peor que el físico.
Se produjo un silencio mientras vertía las cenizas de Jordan.
¡Harry, estoy tan asustado que no puedo hablar!
—¿Asustado? —Harry repitió la palabra casi automáticamente, concentrado como
estaba en romper la urna con un martillo y disponiendo los trozos con la parte interior
hacia arriba alrededor del montoncito de restos mortales y catalizadores químicos, para
que cuanto hubiera podido quedar adherido reaccionara cuando pronunciara las palabras.
Asustado, emocionado, de todo..., ¡si tuviera estómago, vomitaría, estoy seguro!
Había llegado la hora.
—Trevor, has de comprender que si no estás bien..., quiero decir...
Sé lo que quieres decir. Lo sé.
—De acuerdo. —Harry asintió y se humedeció los labios resecos—. Allá vamos.
Pronunció las palabras de evocación como si pertenecieran a su lengua materna, pero
con un gruñido que negaba toda posibilidad de que fuera un lenguaje humano. Utilizaba
su arte con... ¿orgullo? Sin duda sabedor de que se trataba de algo poco común, de que él
era una criatura completamente fuera de lo común.
—¡Uaaah! —La exclamación final no llegó a ser un gruñido..., un momento después
recibía como contestación un grito de dolor.
El necroscopio retrocedió cuando una nube de humo purpúreo llenó el sótano y le
irritó los ojos.
De los restos de productos químicos se expandía una nube en forma de hongo. Era la
esencia misma de los genios: una fuente pequeñísima que producía un enorme volumen.
A trompicones, gritando por el dolor de la resurrección, de ella salió la silueta desnuda de
Trevor Jordan. Pero el necroscopio estaba preparado, por si debía abortar aquel
nacimiento.
Al principio Harry apenas veía nada en aquel remolino de humo químico; poco
después echó un vistazo y vio un ojo enloquecido y fijo, una boca torcida y abierta, una
cabeza apenas visible. ¿Acaso sólo estaría allí en parte?
Jordan tendió los brazos hacia Harry; le temblaban las manos, le vibraban casi. Las
piernas le fallaron y cayó sobre una rodilla. Harry sintió que lo recorría un escalofrío de
horror; las palabras para devolverlo a la muerte surgieron en su mente, prontas para salir
de sus labios resecos. Luego...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Después le tocó a Penny. Ella también creyó que soñaba, no podía creer lo que el
necroscopio le decía en necrolenguaje. Pero fue un sueño del que él la despertó muy
pronto.
Cayó en sus brazos, llorando; él la sacó del sótano, la llevó a su dormitorio, la tendió
en la cama y le dijo que tratara de dormir. Imposible: en la casa había un loco que corría
frenéticamente, riendo y llorando al mismo tiempo. Trevor Jordan iba y venía, daba
portazos, entraba en las habitaciones a la carrera, se detenía para palparse, para tocar a
Harry, a Penny, y luego se echaba a reír otra vez. Reía como un poseso, como un loco.
¡Loco por estar vivo!
A Penny le ocurrió otro tanto cuando se dio cuenta de la verdad, cuando creyó del
todo. Durante una o dos horas aquello fue una casa de locos. ¿Quedarse en la cama? Se
vistió con un pijama de Harry y una de sus camisas y se puso a bailar. Dio vueltas y
vueltas a ritmo de vals, hizo piruetas; Harry se alegró de no tener vecinos. Finalmente, se
cansaron, y a punto estuvieron de cansar también al necroscopio.
Les preparó mucho café. Tenían sed; tenían hambre; le invadieron la cocina. ¡Se lo
comieron todo! De vez en cuando, Jordan se ponía en pie de un salto, abrazaba a Harry
hasta que éste creía que iba a romperle las costillas, salía corriendo al jardín para sentir el
sol y volvía a entrar a la carrera. Penny estallaba en sollozos y lo llenaba de besos. Aquello
lo hacía sentir bien. Pero al mismo tiempo lo turbaba. En aquel momento, no era digno de
sus emociones.
Y cuando llegó la tarde, Harry dijo:
—Penny, creo que ya te puedes ir a casa.
Le había dado instrucciones sobre qué debía decir, que la policía habría encontrado
el cuerpo de alguien que se le parecía mucho. Que había padecido de amnesia o algo así y
que no sabía dónde había estado hasta que se encontró en su calle, en su pueblo de North
Yorkshire. Eso era todo, ni un detalle más. No debía mencionar, ni siquiera en susurros, el
nombre de Harry Keogh, el necroscopio.
Apuntó en un papel sus medidas, viajó mediante el continuo de Möbius hasta
Edimburgo, le compró ropa y esperó mientras la muchacha se vestía frenéticamente. Se
había olvidado de los zapatos: daba igual, iría descalza. ¡Iría desnuda si no quedaba más
remedio!
La acercó hasta su casa —sólo interrumpió el salto en los ondulados páramos para
hacerle una última advertencia— utilizando el continuo de Möbius, que era algo más en lo
que no debería creer. Y le advirtió:
—Penny, a partir de ahora las cosas serán normales para ti, y con el tiempo, incluso
puedes llegar a creer en esta historia que hemos pergeñado. Mejor para ti, para mí, para
todos, si te la crees de verdad. Y sin duda, mejor para mí.
—Pero... ¿volveré a verte?
Se daba cuenta de lo que había vivido y de lo que iba a perder. Por primera vez se
cuestionó si había salido ganando o perdiendo.
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Jordan esperaba en la casa que estaba cerca de Bonnyrig. Se había calmado un poco,
pero todavía resplandecía, asombrado y maravillado, lo que le daba un aspecto hermoso,
como de recién bañado, como de haber regresado de unas vacaciones al sol o de nadar en
un arroyo de montaña. Todo a la vez.
—Harry, estoy preparado para cuando tú me digas. No tienes más que pedir por esa
boca.
—No tienes que hacer nada. Tan sólo no dejarme fuera, es todo. Quiero meterme en
tu mente y aprender de ella.
—¿Como hizo Janos?
Harry sacudió la cabeza.
—No, como hizo Janos, no. No te he traído de vuelta para hacerte daño. Ni siquiera
te he traído de vuelta por mí. Esto sigue dependiendo de ti. Si te disgusta la idea de que
me meta en tu mente, me lo dices. Has de colaborar por voluntad propia. —Palabras muy
significativas.
Jordan lo miró y respondió:
—No sólo me has salvado la vida, sino que me la has devuelto.
El necroscopio concentró sus incipientes pensamientos wamphyri en la cabeza de
Jordan, y éste dejó el camino libre para que entrara. Harry encontró lo que quería: se
parecía tanto al necrolenguaje que lo reconoció de inmediato. El mecanismo era sencillo,
una parte de la psique humana. Una actividad mental, aunque su funcionamiento era
puramente físico; una parte de la mente que la gente —la mayoría de la gente— no ha
aprendido a utilizar. Los gemelos idénticos suelen poseer ese don, porque provienen del
mismo óvulo. Pero descubrirlo no era lo mismo que hacerlo funcionar.
Harry se retiró y dijo:
—Te toca a ti.
A Jordan le resultó fácil. Él ya era telépata. Miró dentro de la mente de Harry y
encontró el gatillo que el necroscopio había imaginado para él. Sólo hacía falta dispararlo.
Después, Harry podría apretar el mecanismo todas las veces que quisiera, como un
interruptor.
—Inténtalo —dijo Jordan cuando se retiró.
Harry se imaginó a Zek Föener, una poderosa telépata por derecho propio, y la buscó
con su nuevo don.
Él (no, ella) nadaba en las cálidas aguas azuladas del Mediterráneo; pescaba con arpón cerca
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de Zakinthos, donde vivía con Jazz Simmons, su marido. Se encontraba a seis metros de
profundidad y tenía un pez en la mirilla, un salmonete estupendo que se movía cerca del fondo
arenoso y se la comía con los ojos.
—Probando..., probando..., probando —dijo Harry, con humor seco.
Zek tragó agua salada por el tubo de su respirador, disparó el arpón y falló, tiró el
arma y pataleó con fuerza para subir a la superficie. Y allí se mantuvo a flote, tosiendo y
escupiendo, mientras miraba sorprendida por todas partes. De pronto se le ocurrió que las
palabras debían de proceder de su mente. Pero aquella voz mental era inconfundible.
Recuperó por fin el aliento y se concentró.
¿Ha..., Harry?
Y en su casa de Bonnyrig, a dos mil kilómetros de distancia, Harry contestó:
—El mismo que viste y calza.
Harry..., ¿eres..., eres telépata? Su confusión era completa.
—No era mi intención asustarte, Zek. Sólo quería averiguar hasta qué punto lo hacía
bien.
¡Pues estupendamente!¡Pude haberme ahogado!
¿Una nadadora como Zek? Sería imposible que se ahogara. De repente, la mujer
retrocedió; el necroscopio supo que había sentido esa otra cosa que había en Harry Keogh.
Zek intentó excluirla de sus pensamientos, pero él pasó por alto su confusión y le dijo:
—Tranquila, Zek. Sé que sabes lo que me pasa. Creo que deberías saber que conmigo
no será así. No pienso quedarme aquí. Al menos no por mucho tiempo. Tengo que
terminar un asunto y después me iré.
¿Volverás a ese lugar? Lo había leído en la mente de Harry.
—Para empezar, sí. Pero quizás haya otros lugares. Sabes mejor que nadie que no
puedo quedarme.
Harry, le contestó rápidamente y llena de ansiedad, sabes que no haré nada contra ti.
—Ya lo sé, Zek.
La mujer permaneció callada durante un largo rato; después, Harry tuvo un
pensamiento.
—Zek, si nadas hasta la orilla, encontrarás allí a alguien a quien le gustaría hablarte.
Pero será mejor que tengas los pies firmemente apoyados en la playa, porque no te vas a
creer quién es y lo que tiene que decirte. ¡Esta vez sí que podrías ahogarte de verdad!
Tenía razón, porque Zek no se lo creyó. Al menos durante un rato...
Hacia media tarde, cuando Jordan asumió su condición por completo y se le apagó
un poco el fulgor que despedía, dijo:
—¿Qué pasa conmigo, Harry? ¿Puedo irme a casa?
—Tal vez he cometido un error —replicó el necroscopio—. Darcy Clarke sabe que
tenía las cenizas de la chica. Podría llegar a descubrirlo. Si lo hace, sabrá que dispongo
ahora de algunos poderes más. ¡Que quedarán más que confirmados si apareces tú!
Además, tengo la sensación de que todo va a estallar de un momento a otro. Puedes
marcharte cuando quieras, Trevor, pero te agradecería que te quedaras aquí escondido
durante un tiempo más.
—¿Cuánto más?
—Tengo un asunto que terminar —respondió Harry, y se encogió de hombros—. El
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tarde cogería la sartén por el mango y, para variar, echaría un vistazo en la mente de
Paxton. La idea lo deleitaba. Pero antes iría a ver a su madre para saber si tenía algo para
él.
El cielo estaba encapotado; una vez apostado en la orilla, se subió el cuello del abrigo
para protegerse de la llovizna fina y penetrante.
—Mamá, ¿has podido hacer algo?
¿Harry? ¿Eres tú, hijo? Su necrolenguaje era tan débil, sonaba tan lejano que por un
momento el necroscopio creyó que se trataba simplemente de la «estática» de fondo, de los
susurros de las huestes de los muertos que conversaban en sus tumbas.
—Sí, mamá, soy yo. Pero... te oigo como si estuvieras sumamente débil.
Ya lo sé, hijo, contestó ella desde muy lejos. Como a ti, me queda muy poco tiempo. Al
menos en este lugar. Todo se desvanece, todo... ¿Querías algo, Harry?
Parecía muy débil y delirante.
—Mamá —fue paciente con ella, como en los viejos tiempos—, como últimamente he
tenido ciertos problemas con los muertos, habías quedado en que me echarías una mano y
que tratarías de que se mostraran un poco menos reacios contigo..., me refiero a esas chicas
que asesinaron. Me pediste que te diera tiempo y que volviera aquí a verte. Por eso he
venido. Todavía necesito esa información, mamá.
¿Chicas asesinadas? Repitió vagamente.
Harry notó entonces que, de pronto, su madre concentraba su atención y que su
necrolenguaje sonaba más claro en su propia mente.
¡Ah, sí, esas pobres chicas que asesinaron! Esas inocentes. Aunque la verdad..., no todas eran
inocentes, Harry.
—Por lo que a mí respecta, lo eran, mamá. Para mis fines, lo eran. ¿Pero a qué te
refieres?
Veras, la mayoría de ellas se negó a hablar conmigo, respondió. Al parecer, ya las habían
advertido sobre ti. Cuando se trata de vampiros, los muertos no son muy clementes, Harry. Una de
las que sí quiso hablarme fue la primera de las víctimas, pero de inocente no tenía ni un pelo. Era
prostituta, hijo, con boca y mente de letrina. Pero se mostró dispuesta a hablar de aquello y me dijo
que no le importaría hablar contigo. En realidad, dijo más que eso.
—¿Ah, sí?
Sí, dijo que para ella sería una bonita novedad dedicarse a hablar, simplemente a hablar con
un hombre. La madre de Harry parecía escandalizada. Y qué joven era, una cría.
—Mamá, he de marcharme; iré a ver a esa chica... muy pronto. Pero te estás
debilitando tanto que no sé si podremos volver a hablar. Por eso he pensado que debía
decirte ahora mismo que has sido la mejor madre que nadie pudo haber tenido y que...
Y tú has sido el mejor de los hijos, Harry, lo interrumpió. Pero, escúchame, no llores por mí.
Y te prometo que no lloraré por ti. He vivido una buena vida, hijo, y a pesar de la muerte cruel que
tuve, no he sido del todo desdichada en mi tumba. Harry, a ti te debo la felicidad que encontré, y te
debo también lo que en este lugar se considera felicidad. ¿Que los muertos ya no se fían de ti?
Bueno, pues ellos se lo pierden.
Le lanzó un beso y le dijo:
—Perdí muchas cosas cuando te apartaron de mí. Pero, claro, tú perdiste muchas
más. Espero que haya un lugar más allá de la muerte, mamá, y que puedas alcanzarlo.
Harry, una cosa más. Su voz se desvanecía muy deprisa; tuvo que concentrarse al
máximo para no perder su necrolenguaje. Sobre August Ferdinand.
—¿August Ferdi...? ¿Sobre Möbius? —Harry recordó su última conversación con el
gran matemático—. ¡Ah! —exclamó, y se mordió el labio—. Bueno, verás, ocurre que es
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Brian Lumley Engendro de la muerte
posible que haya ofendido a Möbius, mamá..., sin darme cuenta, ¿entiendes? En esa
ocasión no era el mismo de siempre.
Eso mismo me dijo él, hijo, también me dijo que no volvería a hablar contigo.
—Ah —dijo Harry, un tanto alicaído. Möbius había sido uno de sus mejores amigos,
uno de los más íntimos—. Lo comprendo.
No, no lo comprendes, Harry, replicó su madre. No volverá a hablar contigo porque ya no
estará allí..., quiero decir, aquí. Él también tiene que irse a otra parte, o al menos eso cree él. De
todos modos, me habló de un montón de cosas que no entendí muy bien: del espacio y del tiempo, del
espacio-tiempo, de universos de luz en forma de cono. Creo que eso es más o menos todo. Me dijo
también que tu razonamiento dejaba sin resolver una cuestión muy importante.
—¿Ah, sí?
Sí. La cuestión del... tinuo de Möbius mismo. Dijo..., cree... saber qué es. Dijo... era... mente...
Se estaba desintegrando y su necrolenguaje llegaba muy entrecortado; Harry sabía
que aquélla sería la última vez.
—¿Mamá? —Estaba inquieto.
Möbius... dijo... era... La mente, Harry...
—¿La mente? Mamá, ¿has dicho la mente?
La mujer intentó contestar, pero no pudo. Lo único que logró transmitir fue unos
susurros débiles y muy lejanos.
Haaarry... Haaaarryyy...
Y se hizo el silencio.
Paxton había leído los archivos de los casos del necroscopio y sabía bastante sobre él.
A las personas de creencias más mundanas, gran parte de esas cosas les habrían resultado
increíbles. Pero Paxton no era de esas personas. Desde la orilla opuesta, vigilaba a Harry
con un par de prismáticos y pensó: Vaya tío más raro, está hablando con su madre, una mujer
que lleva muerta un cuarto de siglo y que hace la tira que se ha convertido en barro. ¡Dios santo!¡Y
después dicen que la telepatía es una cosa rara!
Harry lo «oyó» y supo que había estado escuchando la conversación que había
mantenido con su madre, al menos lo que Harry había dicho. Se sintió furioso, pero era
una furia fría, no como la de la otra noche. Volvió a recordar el consejo de Faethor: «¿Que
entrará en tu mente? ¡Penetra tú en la suya!».
Paxton vio que el necroscopio se ocultaba detrás de un arbusto y esperó a que saliera
por el otro lado. Pero no lo hizo. «¿Estará orinando?», se preguntó el PES.
—En realidad no —dijo Harry en voz baja, justo detrás de él—. Pero cuando lo haga,
me gustaría que fuera en la intimidad.
—¿Qué...?
El espía mental se volvió velozmente, tropezó, retrocedió a trompicones hasta la
orilla del río. Harry tendió una mano y lo aferró de la chaqueta, lo aguantó y lanzó una
sonrisa que no tenía nada de alegre. Lo miró de arriba abajo: era un hombre delgado,
pequeño, con aspecto ajado, que tendría unos veintitantos años, con cara y ojos de
comadreja. Sus capacidades telepáticas debían de ser la forma en que la vieja madre
naturaleza pretendía compensar aquella serie de deficiencias.
—Paxton —susurró Harry, con una suavidad peligrosa, exhalando un aliento cálido
como si en lugar de provenir de sus pulmones saliera de un fuelle caliente—, eres una
pulga mental asquerosa y rastrera. Seguro que cuando tu padre te hizo, se le salió lo mejor
por el condón pinchado y, después de mojarle la pierna a tu madre, cayó al suelo del
prostíbulo. Eres un cabrón hijo de puta que invade mi territorio, me pisotea y me provoca
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Brian Lumley Engendro de la muerte
urticaria. Tengo todo el derecho de este mundo a ponerte en vereda. ¿No estás de
acuerdo?
Paxton boqueó como un pez recién sacado del agua, y cuando por fin recuperó el
aliento y el valor, contestó:
—Me..., me limito a hacer mi trabajo, es todo. —Lanzó un gritito y trató de soltarse.
Pero el necroscopio lo mantenía agarrado, delante de él, con mucha firmeza, aunque no
daba la impresión de hacer fuerza.
—¿Que haces tu trabajo? —repitió Harry—. ¿Para quién, basura?
—No es asunto tu... —comenzó a decir Paxton.
Harry lo sacudió, le lanzó una mirada colérica y por primera vez el PES notó que un
leve resplandor rojo que se colaba por las gruesas lentes de las gafas oscuras coloreaba las
demacradas mejillas del necroscopio. ¡Una colérica luz roja... en sus ojos!
—¿Para la Sección PES? —preguntó Harry en voz tan baja y cavernosa que más bien
pareció un gruñido.
—Sí..., ¡no! —respondió Paxton bruscamente.
Se había ablandado como la gelatina y lo único que quería era alejarse de allí; para
ello estaba dispuesto a decir cualquier cosa, lo primero que se le ocurriera. Harry lo sabía,
lo leía en su rostro pálido y en sus labios temblorosos; pero si los labios pueden mentir, la
mente casi siempre dice la verdad. Penetró en ella, la exploró a fondo y volvió a salir como
si hubiera merodeado en el pútrido cenagal de una cloaca. Incluso a través del olor rancio
del miedo de Paxton habría sido capaz de oler la mierda.
Resultaba un alivio saber que no abundaban las mentes como aquélla; de lo
contrario, el necroscopio se habría sentido tentado a declarar la guerra allí mismo a toda la
raza humana.
Paxton supo que Keogh había estado dentro de su mente: lo sintió como trozos de
hielo. Comenzó a imitar otra vez a un pez.
—Ahora lo sabes sin lugar a dudas —le dijo Harry—. E informarás de ello a tu jefe.
Vete, pues, y dile al ministro que su peor pesadilla se ha hecho realidad, Paxton. Díselo y
luego presenta la dimisión. Y no vuelvas. Sé que no te gustan los consejos, pero esta vez
acéptalo: corre mientras puedas. No habrá una segunda advertencia.
Mientras Paxton se hacía a la idea de cuál era su situación, Harry lo soltó con
violencia, lo empujó hacia atrás hasta la orilla del río y lo tiró a las aguas que bajaban en
suaves remolinos.
Fue entonces cuando el necroscopio vio el maletín de Paxton abierto sobre el tocón
de un árbol. Unos cuantos sobres blancos, correo comercial, y un sobre grande de papel
manila, que fueron como imanes que captaron su mirada. Iban dirigidos a Harry Keogh, 3
The Riverside, etc., etc.
Harry lanzó una mirada furibunda hacia donde el PES boqueaba, chapoteaba y
tragaba el agua fría del río, fuera de su alcance —y de momento lejos del peligro— y luego
recogió su correspondencia y se marchó a casa.
Paxton sabía nadar; mejor para él. Porque al necroscopio le daba exactamente igual...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo seis
¡Alerta roja!
Un viernes por la noche me fui a bailar. Como trabajaba por mi cuenta, era dueña de
mi tiempo. No necesitaba que un macarra me consiguiera clientes, se llevara mi dinero y
me trajera a sus amigos para hacérselo gratis. Pero el baile era en el pueblo y yo vivía a
unos cuantos kilómetros. Pasada la medianoche, los taxis son caros; Cenicienta necesitaba
un carruaje para volver a casa.
No era ningún problema; siempre hay un puñado de muchachos prometedores
dispuestos a acompañar a casa a una chica con la esperanza de meterle mano. Y si el chico
me gustaba y si no era muy pesado, en una de ésas conseguía algo más que meterme
mano. Como dice el refrán, favor con favor se paga.
En esa ocasión, elegí mal: no era nuestro hombre, pero el tío parecía un pulpo. En
cuanto me subí a su coche, dejó fuera la actitud amable y preocupada. No tenía idea de lo
que yo era, creía que era una chica normal, aunque un bocado fácil. Ni conducir podía de
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Brian Lumley Engendro de la muerte
tanto babear y quería detenerse en cada callejón y cada lugar de descanso de la carretera.
Yo llevaba ropa cara y no quería que me la estropeara. De todos modos, el tipo no me
gustaba.
Dijo que conocía un sitio cerca de la autopista y antes de que yo pudiera decirle que
no me hacía falta desvió hacia Edimburgo. En una zona de descanso, debajo de unos
árboles, entró en acción y recibió un rodillazo en sus partes por haberse tomado la
molestia. Cuando estuvo en condiciones de volver a conducir, se marchó y me dejó ahí
plantada.
A unos cuatrocientos metros por la autopista había una estación de servicio. Me fui
hasta allí y me tomé un café. No estaba nerviosa ni nada parecido, simplemente me sentía
deshidratada. En el Palace había tomado demasiadas ginebras con vermut italiano.
Cuando estaba ahí sentada, en uno de los reservados, llegó un conductor. Así lo veía
yo, como un conductor. Un hombre que venía de lejos y que había parado para quitarse el
cansancio con un tazón de café.
No me preguntes qué aspecto tenía; aquel lugar estaba medio vacío y había poca luz,
para ahorrar, y yo todavía llevaba el colocón de ginebra. Le hablé, pero en realidad no me
lo miré, ¿sabes? En fin, que no me pareció de los malos y además no se mostró nada
pesado. Cuando se acabó el café hizo ademán de ponerse de pie, y entonces le pregunté
hacia dónde iba.
—¿Adónde quieres ir? —me contestó. Tenía una voz suave, parecía amable.
Le dije dónde vivía y él me comentó que conocía el sitio.
—Estás de suerte —me dijo—. Me queda de paso por la autopista. Estará a unos ocho
kilómetros de aquí, ¿no? Hay un desvío donde puedo dejarte. Aunque no voy a poder
acercarte mucho más, porque me controlan el kilometraje y la gasolina. Tú decides. Tal vez
te sientas más segura yendo en taxi.
Pero soy de las que a caballo regalado no le mira el diente.
Salimos de la cafetería y nos fuimos al aparcamiento de camiones. El hombre estaba
tranquilo, no tenía prisa. Con él me sentía perfectamente segura. En realidad, no había
pensado en nada malo. Tenía uno de esos vehículos enormes con remolque, al que nos
acercamos de costado y por atrás. Las luces de un coche que pasaba por la autopista lo
iluminaron. El camión llevaba paneles de color azul con letras blancas que decían: FRIGIS
EXPRESS. Me acuerdo bien porque la «X» tenía la pintura blanca desconchada y se leía
EYPRESS.
Al llegar a la parte trasera del camión, mi conductor se detuvo, me miró y me dijo:
—Tengo que asegurarme de que esta puerta está cerrada.
Me quedé a su lado mientras la abría y la deslizaba a lo ancho del camión. Salió una
bocanada de frío helado y me puse a temblar cuando se convirtió en una nube de bruma.
En el interior..., tuve la impresión de que había filas de cosas colgando, pero estaba oscuro
y no distinguí bien qué eran. Metió ambas manos en el interior e hizo algo, después me
miró por encima del hombro y me dijo:
—Está en orden.
Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que no lo había visto sonreír. Ni una
sola vez.
Me indicó que subiéramos a la cabina y cuando él iba a cerrar la puerta, yo me alejé
de él. Fue entonces cuando me agarró por detrás. Me rodeó el cuello con un brazo y con la
otra mano me colocó algo sobre la cara. Inspiré hondo para recuperar el aliento y todo lo
que obtuve fue cloroformo.
Pataleé y luché, pero lo único que conseguí fue necesitar más aire. Y después me
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Brian Lumley Engendro de la muerte
dormí...
Cuando me desperté estaba tendida o, más bien, me deslizaba sobre un montón de
hielo, o ésa fue mi impresión. Olía a algo que no supe distinguir bien. Tenía mucho frío,
estaba aterida. Y el cloroformo me provocaba náuseas y mareo.
Entonces me acordé de todo, supe que estaba en la parte posterior del camión y que
me deslizaba de aquí para allá cuando él frenaba o aceleraba. Supe también que estaba
metida en un lío, de hecho, en un lío tremendo. Mi conductor iba a conseguir cuanto
quisiera. Y también existía la posibilidad de que me matara. Había visto su camión, y más
o menos podía describirlo, si bien no en ese momento, sin duda más tarde lo habría hecho;
todo estaba en mi contra y yo ya era historia.
Me incorporé, apoyándome en un rincón del oscuro refrigerador (supongo que de
eso se trataba: un enorme refrigerador móvil, un camión para congelados), y traté de
entrar en calor. Me abracé, me soplé las manos, me di golpecitos en los brazos. Pero el frío
y los efectos del cloroformo me habían debilitado. No tenía fuerzas para nada.
Después de... no sé cuánto tiempo, tal vez de un cuarto de hora, pasamos por una
zona de baches y entonces oí los frenos neumáticos. Aun hoy no sé dónde estábamos,
porque nunca más volví a ver el exterior. El camión paró; al cabo de nada, la puerta se
abrió y afuera no había luz; una figura oscura, jadeante, subió al remolque. Cerró la puerta
y encendió una luz tenue, una sola bombilla que colgaba del techo. Y entonces vino a por
mí.
Llevaba un abrigo largo, de cuero, con manchas negras por fuera y piel marrón por
dentro; se lo quitó cuando se me acercaba y me lo tiró donde yo estaba.
—Póntelo encima —me ordenó, jadeando, con una extraña emoción. Pero su voz era
tan fría como el lugar donde pensaba tomarme; fue entonces cuando supe que
transportaba carne. Había reses de color gris, marrón y rojo colgadas en filas de los
ganchos. Y la capa de hielo que había en el suelo era sangre congelada de los animales.
—No..., no tiene por qué haber violencia —le dije—. Podemos hacerlo como tú
quieras. —Y aunque estaba helada de frío, me desabroché la blusa y me subí la mini para
que me viera las braguitas de encaje.
Me miró sin sonreír y vi que tenía la cara hinchada y sus ojos parpadeaban como
pedazos de carbón ardiente en la máscara inflada de su cara.
—¿Como yo quiera? —Repitió mis palabras.
—De la forma que tú quieras. Y juro que te lo pasarás bien. Sólo te pido que no me
hagas daño. Puedes fiarte de mí. Después no diré una palabra. —Mentí como una cochina.
Quería vivir.
—Quítatelo todo —me ordenó, jadeando.
Dios santo, en esa voz y en esos ojos no había alma. Sólo se veía el vaho que despedía
el calor de su cuerpo, se notaba el latir de su sangre calenturienta. Sentí lo fuerte que era, y
lo extraño y diferente.
—¡Deprisa! —gritó, con un gruñido, y fue como si la cara se le hinchara más por el
esfuerzo y la horrible excitación.
Tuve que hacer lo que me pidió, tenerlo contento. Pero tenía tanto frío que los dedos
no me respondían. No podía quitarme la ropa. Se apoyó sobre una rodilla y entre los
pliegues de su abrigo de cuero alcancé a ver el brillo de unas herramientas. ¡Llevaba un
gancho para la carne, lo sacó y me lo enseñó! Quedé boquiabierta y aparté la cara, y
entonces me arrancó la chaqueta y la blusa. Después me colocó el gancho en la cintura de
la falda, tiró hacia abajo, me rompió el cinturón de plástico y la tela. Las bragas las rasgó
de la misma manera. No podía hacer otra cosa que acurrucarme ahí, fría como una de las
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Brian Lumley Engendro de la muerte
reses que colgaban de los ganchos. Y pensé: «¿Qué pasará si utiliza el gancho conmigo?»
Pero no lo hizo. No fue con el gancho.
Después se arrancó la ropa: no toda, sólo los pantalones. Y supe que me había
llegado la hora. Un hombre tan fuerte y peligroso como aquél podía hacerme mucho daño.
Debía facilitarle las cosas —y facilitármelas— lo más posible. Me abrí de piernas y agité la
melena helada. Y Dios me ampare, traté de sonreír.
—Está todo aquí —le dije; las palabras se convirtieron en nieve en cuanto las
pronunciaba—. Todo para ti.
—¿Eh? —gruñó; me miraba y, mientras, su enorme pene se bamboleaba de aquí para
allá como dotado de vida propia—. ¿Todo para mí? ¿Todo para Johnny? ¿Eso? —Entonces
sonrió. Y sacó otra de sus herramientas.
Era una especie de cuchillo, pero hueco, como un tubo de acero de unos cuatro
centímetros de diámetro, cortado en ángulo, para que tuviera la punta afilada. Los bordes
estaban afiladísimos como cuchillas.
—¡Dios mío! —exclamé, con un hilo de voz, porque ya no podía aguantar el miedo.
Me acurruqué, tratando de ocultar mi desnudez. Pero mi conductor, que pronto sería mi
asesino..., esa..., esa cosa se limitó a reír. No había emoción en su risa, al menos no como yo
entiendo la emoción, pero rió.
—Eso, tápate —murmuró entre gorjeos, mientras la saliva de la lujuria le salía por la
boca deformada y sonriente—. Tápate toda, nena. Porque Johnny no quiere el asqueroso
agujerito por el que follas. ¡Johnny se hace sus propios agujeros!
Se me acercó y fue como si su carne tuviera vida propia, como si brincara para
abalanzarse sobre mí. Y después..., después...
—Ya está bien. —Harry no soportaba oír más. Tenía la voz temblorosa, quebrada—.
Ya sé lo que pasó después. Ya me has contado bastante. Seguiré buscando con lo que ya
tengo.
Pamela lloraba, mostraba su pobre alma mutilada; su aire desafiante y duro había
quedado aplastado, reducido a nada, por el horror de lo que se había obligado a recordar
para el necroscopio.
¡Me..., me destrozó el cuerpo! sollozaba. ¡Me hizo agujeros! Me penetró antes de morirme. Y
después, cuando ya estaba muerta, sentía cómo gruñía encima de mí y me hacía daño. No está bien
que alguien pueda hacerte daño después de que te has muerto, Harry.
—Tranquila, vamos, tranquila —era todo lo que Harry podía decir para consolarla.
Pero incluso cuando lo decía, sabía que no era todo, sabía que no sería todo hasta que él no
pusiera remedio a aquella situación.
La muchacha captó este pensamiento de su necrolenguaje, comprendió su
determinación, y agregó su rabia a la de él.
¡Atrápalo por mí, Harry!¡Atrapa a ese maldito perro por mí!
—Y por mí. Porque si no lo hago, sé que siempre estará ahí, pegado como el fango en
las paredes de mi mente. Pero, Pamela...
¿Sí?
—Con matarlo no será suficiente. Sencillamente, no es suficiente. Pero si estás
dispuesta, hay una forma en que puedes ayudarme. Eres una mujer fuerte, Pamela, ahora
que estás muerta igual que lo fuiste en vida. Y lo que he pensado..., creo que con ello
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Durante las siguientes treinta y tantas horas, el necroscopio estuvo ocupado; no fue
el único, la Sección PES también. La noche del día siguiente, una noche de mediados de
mayo, el ministro responsable hizo que entrara en funcionamiento el sistema de llamadas
de emergencia de la Sección.
En primer lugar, y siguiendo la alarmante información recibida de Geoffrey Paxton
(relacionada, entre otras cosas, con los archivos que Darcy Clarke había enviado por
correo a Harry Keogh), el ministro había relevado a Clarke de todos sus cargos y lo había
puesto bajo arresto domiciliario, en su apartamento de Crouch End, al norte de Londres.
En segundo lugar, debía asistir a la reunión de emergencia que había convocado en la
Central de la Sección PES. Sin duda, los PES deducirían que se preparaba algo importante:
todos los agentes debían asistir.
Paxton esperaba al ministro en la planta baja. Mientras se saludaban lacónicamente,
Ben Trask, que acababa de regresar de una misión, entró desde la calle por la puerta
giratoria. Trask parecía nervioso y macilento. El ministro lo llevó aparte y, por primera
vez, Paxton no metió las narices donde no debía. Después, los tres cogieron el ascensor y
subieron a la sala de operaciones.
Los agentes convocados permanecían sentados, en silencio, esperando al ministro. El
ministro subió a la tarima y paseó la mirada por las caras de aspecto corriente de los PES
—los espías mentales británicos dotados de percepción extrasensorial—, que le
devolvieron la mirada. Los conocía a todos por las fotos de sus expedientes, pero los
únicos que habían hablado con él en persona eran Darcy Clarke y Ben Trask. Y Paxton,
claro.
Si Clarke hubiera estado allí, posiblemente se habría puesto en pie en señal de
respeto, y tal vez los demás lo habrían imitado. O tal vez no. El problema con aquella
gente era que se creía especial. En ese punto, el ministro sabía con certeza que no
engañaba a nadie, y menos a sí mismo. ¡Eran especiales, sumamente especiales!
Y mientras los miraba se sintió del mismo modo que debían de sentirse varios de los
que tenía delante. Física y metafísica, robots y románticos, instrumentos y fantasmas. Dos
caras de la misma moneda. ¿Eran así en realidad? ¿La ciencia y la parapsicología? ¿Lo
mundano y lo sobrenatural? ¿Cuál sería la diferencia? ¿Acaso un teléfono o una radio no
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Brian Lumley Engendro de la muerte
son mágicos? ¿No es magia hablar con alguien que se encuentra en el otro extremo del
mundo, o incluso en la luna? ¿Acaso existía un encantamiento o una invocación más
potente, más monstruosa que E = mc2?
Eran algunos de los pensamientos del ministro mientras exploraba los rostros de los
PES que formaban parte de la Sección y les ponía nombres: Ben Trask, el detector de
mentiras humano; corpulento, con exceso de peso, cabello grisáceo y ojos verdes, hombros
cargados y aspecto lúgubre. Tal vez la expresión de tristeza de Trask se debiera a su
certeza de que todos mentían. Si no todos, al menos muchos. Ése era el talento de Trask:
reconocer cuanto era falso. Si se le mostraba o se le decía una mentira, él lo descubría al
instante. No siempre sabía la verdad, pero siempre, sin excepción, sabía cuándo algo que
se le presentaba como cierto no lo era. No había fachada por bien construida que estuviera
que lograra engañarlo. La policía lo utilizaba mucho para desenmascarar a asesinos
difíciles; su talento también resultaba útil en negociaciones internacionales, en las que era
conveniente saber si las cartas que había sobre la mesa formaban una baraja completa.
David Chung: un joven londinense, localizador y adivino de la mejor calidad. Era
delgado, fuerte, de ojos almendrados y amarillentos. Pero era un británico leal, con un
talento sorprendente. Detectaba submarinos nucleares soviéticos camuflados, unidades
del IRA en el campo, narcotraficantes. Sobre todo a estos últimos. Los padres de Chung
habían sido drogadictos y la droga los había llevado a la tumba. Fue entonces cuando
comenzó a manifestarse su don, que continuaba desarrollándose.
Anna Marie English era algo distinto. (¿Acaso no lo eran todos?) Veintitrés años, con
gafas, nerviosa, pálida y desaliñada, era cualquier cosa menos una rosa inglesa. Su aspecto
era resultado directo de sus facultades, porque formaba «una unidad con la tierra», que
era tal como ella misma definía su don. Sentía cómo se iban destruyendo las selvas
húmedas; sabía el tamaño de los agujeros en la capa de ozono; cuando los desiertos se
extendían, sentía la sequía, y la erosión de las montañas la ponía enferma. Tenía una
«conciencia ecológica» que iba más allá de los cinco sentidos del ser humano. Greenpeace
podría fundamentar toda su campaña en ella, pero nadie se lo creería. La Sección sí que la
creía, y la utilizaba igual que utilizaba a David Chung: como buscadora. Localizaba
desechos nucleares ilegales, vigilaba la contaminación, advertía sobre las invasiones de
escarabajos de Colorado y la plaga de los olmos holandeses, lloraba a gritos por la
extinción de las ballenas, los elefantes, los delfines y otras especies. No tenía más que
mirarse al espejo cada día para saberlo.
Estaba también Geoffrey Paxton, un telépata, uno de tantos. Según el ministro, una
persona desagradable, pero su talento le resultaba útil. Y en este mundo ha de haber de
todo. Paxton era ambicioso, lo quería todo. Era mejor emplearlo y tenerlo donde se lo
podía vigilar que permitirle que hiciera chantajes al alto nivel o se convirtiera en espía
mental para alguna potencia extranjera. Más adelante, Paxton podría desarrollar una
carrera digna de vigilar. Bien de cerca.
Se habían reunido allí dieciséis de ellos, bajo el mismo techo, y había otros once en
distintas partes del mundo, guiándolo, o al menos vigilándolo. Se les pagaba según sus
poderes... generosamente. Y valían hasta el último céntimo. Les resultaría mucho más caro
si decidieran trabajar por su cuenta...
Eran dieciséis, y mientras el ministro los contemplaba, ellos, a su vez, lo estudiaban a
él: un hombre que hasta ese momento había permanecido en las sombras y que habría
preferido no salir a la luz, de no haberlo obligado un problema de último momento. Tenía
unos cuarenta y cinco años; era bajo y apuesto, de cabello oscuro, peinado hacia atrás, con
gomina. Era un personaje que carecía de nervios, al menos no se le notaban. Calzaba
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Brian Lumley Engendro de la muerte
zapatos de charol negro, vestía un traje azul oscuro y llevaba una corbata azul claro. Tenía
algunas arrugas en la frente, pero aparte de eso, su cara era perfectamente lisa, y sus ojos
brillantes, claros y azules. Sin embargo, en ese momento, sobre todo después de su
conversación con Ben Trask, parecía molesto.
—Señoras y señores —no era amigo de preámbulos—, lo que debo decir parecería
fantástico a cualquiera que estuviera al otro lado de estas paredes, del mismo modo que
resultaría fantástico cuanto ocurre aquí dentro. Procuraré no aburrirlos con demasiados
detalles que ya conocen. Los he reunido aquí para informarles que tenemos un problema
sumamente grave. Primero les contaré cómo surgió y cómo salió a la luz. Después tendrán
que decirme cómo solucionarlo, algo para lo que sé que hasta el menos dotado de ustedes
(si podemos utilizar esta expresión) posee más experiencia que yo. En realidad, son
ustedes las únicas personas con experiencia en estas cosas, de manera que son los únicos
que pueden enfrentarse al problema que nos ocupa.
Inspiró hondo y luego prosiguió:
—Hace un tiempo, nombramos a un traidor como jefe de la Sección PES. Hablo de
Wellesley. Pues bien, ya no podrá causar más daño. Después de él, mi tarea consistió en
que no se repitiera tan mala experiencia. En pocas palabras, necesitábamos a alguien que
fuera capaz de espiar a los espías. Sé que ustedes poseen un código no escrito: ninguno de
ustedes espía a un colega. De manera que no podía utilizar a ninguno de ustedes, al menos
in situ. Debía sacar a uno de ustedes de la Sección y ponerlo directamente bajo mi
supervisión. Tuve que hacerlo antes de que se crearan demasiadas lealtades. Por eso
escogí como vigilante de los vigilantes a Geoffrey Paxton, prácticamente un recién llegado.
Levantó de inmediato ambas manos como para parar las protestas, aunque nadie
había manifestado nada..., aún.
—No sospechábamos de ninguno de ustedes, y cuando digo ninguno me refiero a
exactamente ninguno. Pero después de lo ocurrido con Wellesley, no podía correr riesgos.
No obstante, quisiera que entendieran que sus vidas privadas siguen siendo eso, privadas,
y que no nos hemos metido en ellas. Paxton ha recibido siempre instrucciones muy
estrictas de que no debía interferir ni fisgonear en nada que no tuviera que ver pura y
exclusivamente con asuntos de la Sección. Es decir, con la seguridad de la Sección.
»Hace unas semanas tuvimos una misión en el Mediterráneo. Dos de nuestros
miembros, Layard y Jordan, se habían encontrado con..., con una desagradable oposición.
Se trataba de un asunto de suma gravedad, pero no carecíamos de precedentes. Darcy
Clarke, el jefe de la Sección PES, viajó hasta allí acompañado de Harry Keogh y Sandra
Markham, para ver qué podía hacer. Más tarde, se les unieron Trask y Chung, que
también recibieron ayuda de otros lados. En cuanto a la capacidad de los agentes, Clarke y
Trask habían tenido experiencia con ese tipo de cosas y Keogh..., bueno, Keogh es Keogh.
Si lográbamos reactivarlo, recuperar sus poderes, para la Sección significaría una gran
ayuda. En principio, su presencia en esta acción era como consejero y observador, porque
no había nadie que supiera más que él sobre vampirismo... —Hizo entonces una pausa
significativa.
»Todavía no sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió en Rodas, las islas griegas,
Rumania, pero sabemos que perdimos a Trevor Jordan, a Ken Layard y a Sandra
Markham. Y cuando digo que los perdimos quiero decir que están muertos. Como verán
ustedes, tuvieron un problema serio, un problema que Darcy Clarke nos hizo creer que
estaba... ¿resuelto? Evidentemente, Harry Keogh podría contárnoslo todo, pero por el
momento ha decidido darnos muy pocos datos.
A esas alturas, la respiración de los allí reunidos era casi audible, incluso pesada,
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Brian Lumley Engendro de la muerte
impaciente; el ministro vio que alguien se había puesto de pie. Dado que la única luz
iluminaba la tarima, tuvo que entrecerrar los ojos para ver quién se había levantado en las
sombras, pero al cabo de unos instantes consiguió reconocer a Ian Goodly, el clarividente
alto y esquelético.
—¿Sí, señor Goodly?
—Señor ministro —contestó Goodly con voz chillona, aunque en él era algo
natural—, sé que no sacará usted conclusiones erróneas ni se ofenderá si digo que, hasta
ahora, lo que ha expresado lo ha dicho con absoluta integridad y honestidad, con el
corazón en la mano, tal como lo ve y con la mejor de las intenciones. No creo que ninguno
de los aquí presentes dude de ello, ni que haga falta ser muy valiente para venir aquí y
tratar de contárnoslo, sobre todo sabiendo de antemano que entre los aquí reunidos hay
quien podría leerle el pensamiento.
El ministro asintió e hizo esta aclaración:
—Sobre la valentía no sé qué decirle, pero todo lo demás es correcto. Es más, descarta
cualquier tipo de subterfugio; está claro (ustedes sin duda pueden verlo) que no tengo
ninguna queja. Bien, ¿quiere ir usted al grano, señor Goodly?
—Bien, la cuestión es que yo sí tengo una queja, señor —repuso Goodly con
tranquilidad—. Todos nosotros la tenemos. Y por la marcha de esta reunión, creo que es
muy probable que tendremos algunas más antes de que haya usted acabado. No por
usted, entiéndame. No tendría sentido, porque mi talento me dice que será usted nuestro
ministro responsable durante mucho tiempo. De manera que la queja no va con lo que ha
dicho o con lo que piensa, sino con lo que ha hecho y lo que piensa hacer. O piensa
hacernos hacer. A menos que, claro está, existan buenos motivos.
—¿Quiere usted explicarse? —La confusión del ministro iba en aumento— Pero
brevemente, porque tengo que continuar y...
—Las explicaciones son sencillas. —Alguien más se había puesto en pie; era Millicent
Cleary, una bonita telépata cuyo don se encontraba aún en estado embrionario. Dedicó
una rápida mirada al ministro, pero miró ceñuda y con furia la nuca de Paxton, sentado en
la primera fila—. Al menos algunas lo son. Era inevitable que a la larga nos mandaran
vigilar, pero ¿por ése? —Sin dejar de mirar ceñuda, sacudió la cabeza para dar más fuerza
a su última palabra. Señalaba a Paxton.
—¿Señorita...? —El ministro estaba tan confundido que se le había olvidado su
nombre. Se jactaba de no olvidarse nunca de los nombres. Miró a la muchacha y luego a
Paxton.
—Cleary —dijo la chica—. Millicent... —y casi sin aliento, prosiguió—: Paxton no
siguió sus instrucciones. Sencillamente hizo caso omiso de sus órdenes. ¿La seguridad de
la Sección? ¿Los asuntos de la Sección? Vaya, ésa fue la excusa práctica que le proporcionó
usted, y que no le hacía ni pizca de falta, porque se metió en los asuntos de otras personas,
¡y vaya si fisgoneó a sus anchas!
El ministro fruncía el entrecejo. Miró a Paxton con severidad.
—¿Podría ser más explícita, señorita Cleary?
No quiso ser más explícita. Podía serlo, pero no quiso. ¿Y revelar ante todos los
presentes que durante el primer mes que Paxton estuvo en la Sección, una noche
descubrió al muy asqueroso metido en su mente, toqueteándose al son del ronroneo del
vibrador que ella estaba utilizando y del estremecimiento de sus sentidos?
—Nos espió a todos —dijo alguien en ese momento, con voz clara y seria, evitándole
el mal trago—. ¡Se metió en todos los aspectos jugosos que, nos guste o no, cada uno de
nosotros posee, incluso antes de que usted se lo ordenara! Desde cuándo y por qué, no lo
73
Brian Lumley Engendro de la muerte
sé..., ¡pero seguro que habrá fisgoneado incluso en sus aspectos jugosos!
El larguirucho Goodly retomó la palabra:
—Señor ministro, si no hubiera usted echado a Paxton de la organización, lo
habríamos hecho nosotros. Es tan de fiar como un anticonceptivo defectuoso. Si el sida
fuera una enfermedad psíquica, en estos momentos nuestros cerebros estarían hechos
mierda. ¡Todos! —Hizo una pausa para que sus palabras fueran digeridas y luego
continuó. De manera que tenemos la impresión de que ha quitado usted a la única persona
en la que confiábamos para colocarnos un perro policía que se dedica a morder a sus
amos. Y, además, ha elegido usted un momento muy jodido para hacerlo. —Era la
segunda vez que utilizaba una palabrota y no era aquél el estilo de Godly, ni en broma.
Entretanto, Paxton se dedicaba a limpiarse las uñas de las manos, como si la
discusión no fuera con él, aunque en aquel momento las orejas se le habían puesto
coloradas. Se puso en pie, se volvió y les lanzó a todos una mirada furibunda; todos los
ojos se centraban en él, acusadores.
—¡Mi poder es... ingobernable! —les espetó—. ¡Además, es impetuoso, tiene todo el
entusiasmo que vosotros, malditos envidiosos, habéis perdido! Todavía no lo tengo
dominado, sigo descubriendo cosas sobre él, experimentando. ¡No es una mierda de bonsai
cualquiera al que se le puede dar la forma deseada!
Todos sacudieron la cabeza al mismo tiempo, como si fueran un solo hombre; no
eran de la clase de personas a quienes se debía tratar de convencer; sus tibias excusas no le
servirían de nada. Todos y cada uno de ellos se la tenían jurada a Paxton. Finalmente, Ben
Trask habló, dando forma y unidad a sus ideas.
—Eres un mentiroso, Paxton —dijo, sin más. Y dado el don de Trask, no tuvo que
ampliar su acusación.
El ministro tuvo la impresión de haber topado con un avispero, y a pesar de sus
esfuerzos (o a causa de ellos) lo estaban desviando del tema, y no podía permitirse el lujo
de que ocurriera. Levantó las manos y habló con un tono más duro y autoritario.
—¡Por el amor de Dios, dejen las rencillas y los sentimientos personales de lado! —
gritó—. Al menos por el momento, o durante el tiempo que tarde en acabar con esto.
Independientemente de las características propias de cada uno de ustedes, una cosa es
segura: ¡son ustedes humanos!
Aquello los sacudió como si los hubiera atropellado un camión.
Al comprobar que había logrado llamar su atención, y mientras mantenía la ventaja,
el ministro se volvió suplicante hacia Ben Trask.
—Señor Trask, con calma, por favor, ¿quiere usted repetir lo que me ha comentado
abajo?
Trask lo miró de mala gana, pero asintió.
—Pero antes permítame que termine con la historia que usted empezó a contar. Ya
conocen la mayor parte y probablemente habrán adivinado el resto, de manera que iré al
grano. Quizá sea más fácil si se la cuento yo.
—Muy bien —convino el ministro, con un suspiro de alivio.
—Zek Föener nos prestó ayuda en las islas griegas —dijo—. Ya sabréis quién es por
los archivos de Keogh y por lo que ocurrió en Perchorsk y en la Tierra de las Estrellas. Es
una poderosa telépata, una de las mejores del mundo. Pero al igual que el necroscopio ha
optado por apartarse del mundo de los espías y el misterio.
»La misión en el Mediterráneo era peligrosa. Se trataba de matar vampiros y en
muchas ocasiones casi nos matan a nosotros. Pero Harry asumió todo el peso de la lucha y
se enfrentó al grande, Janos Ferenczy..., sé que no hace falta que os hable de los Ferenczy.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
La última vez que Harry estuvo en Rumania, justo antes del final, Zek intentó ponerse en
contacto con él para ver cómo iban las cosas. Pero la telepatía a larga distancia resulta
difícil y Zek no logró averiguar demasiado. Al menos eso fue lo que nos dijo, pero nos
dimos cuenta de que lo poco que sacó en limpio la dejó pasmada.
»Sé que esto preocupa mucho a Darcy Clarke, porque el hecho es que Darcy cree que
el necroscopio es lo mejor que existe después del pan. Sé que varios de vosotros pensáis lo
mismo, y vamos, yo también, para qué negarlo. O al menos lo pensaba...
»En fin, que acabamos con el trabajo y regresamos, y por lo que yo sé, Harry tuvo
éxito con su parte de la misión. Al parecer hizo un trabajo sensacional. Lo que ocurre es
que se ha mostrado un tanto evasivo sobre lo que ocurrió en los Cárpatos. No he logrado
interpretar del todo esa actitud. Tampoco Darcy Clarke ha podido. Al fin y al cabo, Harry
perdió a Sandra Markham en esa misión. Darcy pensaba dejar que él se sincerara cuando
llegara el momento.
»Por eso, o al menos es lo que parece, digamos que han degradado a Darcy, lo han
apartado de su cargo, lo han echado, etcétera. ¿Pero por qué? Es lo que me gustaría saber.
¿Por ineficiente, porque no quiso prejuzgar a un viejo amigo? ¿Por esperar un tiempo, por
no actuar con rapidez? ¡Coño! ¿Por haber tenido un poco de fe?
El ministro y Paxton abrieron la boca como si quisieran intervenir, pero Trask los
cortó, diciendo:
—Hay algo que tenéis que recordar sobre Darcy Clarke: sus facultades no le
permiten fisgonear en las mentes ajenas, ni escuchar conversaciones ni espiar de lejos. Su
don sólo le permite cuidar de sí mismo. Pero se ha mantenido en contacto con el
necroscopio y hasta el momento no hay nada que informar. El poder de Darcy no le
advirtió de ningún peligro inmediato. De lo contrario... podéis apostar la vida a que habría
sido el primero en dar la voz de alarma. ¡Lo último que querría es que hubiera otro Yulian
Bodescu dando vueltas por ahí, haciendo de las suyas!
—Pero... —comenzó a decir Paxton.
—¡Cierra el pico! —le ordenó Trask—. ¡Esta gente todavía no ha terminado de
escuchar a alguien que dice la verdad! Sólo la verdad... —Después de una pausa,
prosiguió—: De todas maneras, eso fue ayer, y hoy es otro día. Ahora las cosas parecen
haber cambiado... —Miró al ministro y añadió—: ¿Quiere usted seguir ahora, señor?
El ministro le lanzó una mirada sombría, enarcó una ceja y le contestó:
—Pero ya lo ha contado todo, señor Trask.
Trask hizo rechinar los dientes y asintió. Al cabo de un momento, dijo:
—Acabo de volver de una misión. Se trata del caso de un asesino reincidente, unos
asesinatos brutales y horrendos de jóvenes mujeres. La cuestión es que Darcy se había
puesto en contacto con Harry para pedirle ayuda en el caso, porque..., bueno..., el
necroscopio es el único hombre del mundo que puede hablar con una víctima después de
muerta. Darcy me comentó que Harry se había sentido especialmente afectado por la
muerte de la última de las víctimas, una muchacha llamada Penny Sanderson.
»Pues bien, hace dos días apareció Penny... como un mal sueño. La chica estaba
muerta para siempre, y de repente, ahí la tenemos, vivita y coleando, de vuelta en casa,
con sus padres. Y la cuestión es que ni siquiera pudo convencerlos de que no la habían
asesinado. Sus padres habían visto su cadáver; lo habían reconocido como el cuerpo de su
hija; consideraron su regreso como un milagro.
»A la policía no le gustó nada todo esto. La chica tenía su versión, pero sonaba a
invento. Y si de verdad era Penny Sanderson, ¿a quién habían incinerado entonces? El
ministro me envió entonces para que asistiera a una entrevista de rutina de la policía.
75
Brian Lumley Engendro de la muerte
—Sé que prácticamente soy un recién llegado —dijo Paxton—, y que no os caigo bien
y que todos tenéis motivos para estar agradecidos a Harry Keogh por lo que hizo en el
pasado. ¿Pero os ha cegado todo esto hasta el punto de que no veis los hechos? De
acuerdo, no queréis creerme, ni siquiera queréis creer en vosotros mismos, pero pensad a
lo que nos enfrentamos si es verdad.
»Habla con los muertos, que al parecer saben una infinidad de cosas. Utiliza el
continuo de Möbius para ir a donde le da la gana instantáneamente, del mismo modo que
nosotros damos un paso y cambiamos de habitación. Es telépata. ¡Y ahora no sólo habla
con los muertos sino que además hace que vuelvan!
—Eso ya sabía hacerlo antes —aclaró Ben Trask, con un estremecimiento.
—Pero ahora los hace volver en un estado parecido a la vida —prosiguió Paxton,
implacable—. ¡Los levanta de sus cenizas! Para devolverles... ¿la vida? ¿O para
convertirlos en muertos vivientes?
Al oír esto, David Chung dio un fuerte brinco, se tambaleó como si alguien lo
hubiera golpeado y escupió unas cuantas frases en cantonés. Casi todos los PES se habían
puesto en pie, pero Chung había logrado dar con una silla en la que se había desplomado.
El ministro responsable frunció el entrecejo y lo llamó:
—¿Señor Chung?
La palidez de Chung daba a su rostro un tono amarillo limón casi enfermizo. Se secó
la frente brillante, se humedeció los labios y volvió a mascullar algo en chino. Después,
levantó la mirada y abrió los ojos desmesuradamente.
—Ya sabéis qué es lo que hago —dijo con un tono un tanto sibilante y cortando las
palabras, como era su estilo—. Soy localizador. Tomo un modelo o un trozo de algo y lo
utilizo para encontrar lo que se busca. La política de la Sección estipula que debo tomar y
guardar en sitio seguro algún objeto personal de cada uno de vosotros. Es por vuestra
propia seguridad: si llegarais a perderos, puedo dar con vosotros.
»Bien, también tengo varios objetos que pertenecen a Harry Keogh. Son cosas que se
ha ido dejando aquí...
»Yo también participé en la misión del Mediterráneo. Sabía que había algo que
preocupaba a Zek Föener, de modo que yo también vigilé a Harry. Me decía a mí mismo
que era por su propio bien. Pero sabía lo que me hacía y lo que buscaba.
»Al principio de mi vigilancia, era él; no había nada distinto; todo estaba en orden.
Recibía la imagen de él. Una imagen en la que no hacía nada, la imagen de cuando lo
conocí en su casa de Edimburgo o dondequiera que estuviera. Pero últimamente esa
imagen es borrosa, aparece envuelta en una bruma y anoche y esta mañana en la imagen
no había mucho de Harry; sólo una bruma, una niebla. Pensaba redactar un informe
mañana.
—En los viejos tiempos —dijo Trask—, a eso lo llamábamos niebla mental. Es lo que
percibes cuando intentas explorar la mente de un vampiro.
—Lo sé —asintió Chung. Ya estaba prácticamente recuperado—. Eso es lo que me
preocupa; eso y otra cosa. Paxton ha dicho que Harry podía levantar a los muertos de sus
cenizas. Es lo que más me ha impactado.
—¿Qué? —el ministro volvía a fruncir el entrecejo.
Chung lo miró y respondió:
—También tengo cosas que pertenecían a Trevor Jordan. Y esta mañana, por
casualidad, toqué uno de esos efectos personales. Fue como si Trevor estuviera aquí
mismo, o en la habitación contigua, o abajo, en la calle. Pensé que tal vez fuera producto
de algún recuerdo. Porque apareció de repente y luego desapareció. Pero se me ocurre que
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Brian Lumley Engendro de la muerte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Segunda parte
(Cuatro años antes)
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo uno
Las Tierras Heladas
Los grandes lores wamphyri Belath, Lesk el Ahíto, Menor Mordisco, Lascula
Dientelargo y Tor Cuerpodesgarrado ya no existían. Todos ellos y muchos otros
wamphyri de menor linaje, sus lugartenientes y sus guerreros habían sido eliminados por
el Habitante y su padre en la batalla por la posesión del jardín del primero. Se perdió la
batalla y los nidos de águila de un kilómetro de altura que poseían los wamphyri (todos
salvo el de lady Karen) fueron convertidos en piedras, huesos y cartílagos por las
numerosas explosiones de las bestias gaseosas que escupían metano; los amos wamphyri
de la Tierra de las Estrellas fueron abatidos por las consecuencias desastrosas de su
humillante derrota.
Shaithis, ex jefe del ejército de vampiros, obligó a su bestia voladora a volverse hacia
el viento amargo que soplaba del norte y, elevándose en sus corrientes ascendentes, enfiló
hacia las Tierras Heladas. No era el primer wamphyri que se aventuraba a seguir ese
camino. A lo largo de los siglos muchos lo habían precedido, exiliados o huidos, y después
de la batalla del jardín, algunos supervivientes de su ejército también se dirigieron hacia
allí. Mejor las Tierras Heladas, fuera lo que fuese lo que allí pudieran encontrar, que las
temibles armas del Habitante y su padre. Sí, esos dos, padre e hijo, no eran más que
hombres. Pero hombres que poseían ciertos talentos; hombres surgidos de las tierras
infernales que se extendían más allá de la Puerta de la esfera; hombres que utilizaban el
poder del mismo sol para destrozar la carne protoplásmica y metamórfica de los
wamphyri hasta convertirla en un gas sobrecalentado, en una hedionda evaporación.
Harry Keogh y su hijo, llamado el Habitante, destruyeron el ejército de Shaithis,
desbarataron sus planes, lo redujeron casi a la nada. Pero ese casi aún significa algo, y en
toda la creación no hay nada más tenaz que un vampiro. A la menor oportunidad, Shaithis
ampliaría las escasas fuerzas que le quedaban para volver a ser alguien. Cuando llegara
ese día, si es que llegaba, entonces los habitantes del infierno pagarían. Ellos y cuantos los
habían secundado en la batalla por la posesión del jardín.
Lady Karen los había apoyado, ¡esa traidora ramera wamphyri! Shaithis jaló con
fuerza de las riendas de cuero, tirando de la embocadura de oro que llevaba en la boca su
bestia voladora hasta que rasgó la carne. La criatura, que en otros tiempos había sido un
hombre, un Viajero, transformado horriblemente por obra del arte mutante de Shaithis,
lanzó un gruñido quejumbroso por los ollares humeantes y agitó sus alas de manta a
mayor velocidad, elevándose aún más en el aire helado como si quisiera alcanzar las frías
estrellas diamantinas.
De repente, a espaldas de Shaithis, un estallido de ardiente luz hendió las montañas;
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Brian Lumley Engendro de la muerte
los rayos de sol asomaron por detrás de la cordillera y lo golpearon como una lanza desde
la Tierra del Sol. Notó cómo la luz bañaba su negra túnica de piel de murciélago, dio un
respingo y supo que había volado demasiado alto. ¡Amanecía! El sol se elevó lentamente,
exhibiendo su ígneo borde amarillo. A pesar de que estaba helado, Shaithis notó cómo le
quemaba la espalda.
Unido mentalmente a la bestia voladora, formada ante todo a partir de un hombre,
Shaithis le ordenó a su extraña montura: ¡Deslízate! Había sido un gasto innecesario de
fuerza mental, porque la bestia voladora también había sentido los amenazantes rayos del
sol. Sus enormes alas de manta se inclinaron hacia arriba por las puntas y dejaron de batir;
bajó la cabeza mientras todo su cuerpo planeaba en el aire; Shaithis suspiró, aliviado, y
volvió a concentrarse en sus lúgubres reflexiones.
Lady Karen...
Había quienes decían que era una «madre», cuyo vampiro daría a luz algún día cien
huevos por medio de su cuerpo. En un futuro lejano, en la Tierra de las Estrellas volverían
a aparecer los nidos de águilas, y en ellos habitarían los negros descendientes de Karen y
la ramera en persona sería la reina de la colmena de todos los wamphyri. No cabía duda
de que Karen y el Habitante firmarían una tregua, que harían las paces y establecerían
entre ambos los lazos de la carne. Cómo lo conseguirían era algo que Shaithis ni siquiera
lograba imaginar. ¿Acaso no había visto él con sus propios ojos a Harry Keogh y a Karen
juntos en la madriguera de ésta, en su nido de águilas de la Tierra de las Estrellas, el único
que seguía en pie cuando todos los demás habían sido derribados?
Karen...
Sin excepción, todos los lores vampiros se habían sentido atraídos por su cuerpo y su
sangre. Y si hubieran ganado la batalla por la posesión del jardín del Habitante, Shaithis
habría reinado junto a ella. ¡He ahí un pensamiento digno de saborear!
Karen.
Shaithis la recordaba tal como la había visto durante una reunión de todos los lores
wamphyri en el nido de águilas de Karen.
Tenía el pelo bruñido como el cobre, parecía llamear y se movía sobre sus hombros
como si fueran finos hilos de oro que quisieran competir con las ajorcas doradas que le
adornaban los brazos. Los eslabones de oro de una fina cadena que le rodeaba el cuello
sostenían la túnica ceñida que dejaba entrever el firme pecho izquierdo y la nalga derecha,
y como iba desnuda, de haberse visto del todo, el efecto habría sido explosivo. Si los lores
que la veían de aquel modo hubieran llevado guanteletes de batalla, y si el orden del día
de la reunión no hubiera sido tan importante,, con toda probabilidad los lujuriosos lores
habrían luchado por ella. ¿Y cuál era el más lujurioso de los wamphyri?
De un hombro pálido y perfecto pendía una capa negro humo, hilada con destreza
de la piel de Desmodus, en la que brillaban puntadas doradas; calzaba unas sandalias de
pálido cuero, también cosidas con hilo de oro, y de los lóbulos de sus orejas pendían unos
discos dorados en los que aparecía su signo cabalístico: la cabeza de un lobo aullando.
¡Karen te dejaba sin aliento! Shaithis había notado cómo los pensamientos de los
demás lores se encendían igual que su sangre y supo entonces que todos habían deseado
estar dentro de ella. Hasta los pensamientos del más taimado y tortuoso de todos ellos,
Shaithis, habían sido desviados, precisamente lo que la bruja deseaba. No cabía duda,
Karen era muy lista. Aún podía verla, un recuerdo ardiente en su memoria.
Su cuerpo tenía la cadencia sinuosa de las mujeres Viajeras al bailar y, sin embargo, parecía
tan indiferente que rayaba en la inocencia. Su rostro, en forma de corazón, con un rizo de pelo rojo
que colgaba sobre la frente, también podría haber sido inocente..., pero sus ojos escarlata la
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Brian Lumley Engendro de la muerte
delataban. Tenía unos labios gruesos, rojos como la sangre, color que acentuaba la palidez de sus
mejillas, ligeramente hundidas. Tan sólo la nariz poseía un aspecto un tanto desfavorecedor, porque
era un poco inclinada, regordeta, con los orificios excesivamente redondos y oscuros. Y quizá
también sus orejas, medio ocultas entre los cabellos y un poco retorcidas, como las extrañas
orquídeas que crecían en la Tierra del Sol. Hermosa, pero..., ¡ay!, una wamphyri.
Shaithis se estremeció. Pero no de frío, sino de deseo y de odio. Era un temblor que lo
recorrió como la vibrante descarga de la electricidad. Y era el reconocimiento certero de su
ambición. Tiempo atrás, destruir al Habitante había sido todo su afán. Pero en aquel
momento tenía otras ambiciones.
—Algún día, Karen —prometió Shaithis, con voz cavernosa—, si hay justicia, algún
día, serás mía. ¡Ah, y mientras por un lado te llenaré hasta rebosar, por el otro te vaciaré
hasta la última gota! ¡Te hincaré en el corazón una paja de oro y por cada gota lechosa que
tu sexo me haga derramar, te extraeré un gran sorbo escarlata! De manera tal que
comparados nuestros agotamientos, mientras el mío será temporal..., el tuyo será definitivo.
¡Lo juro! —Era su juramento wamphyri.
Mirando ceñudo el viento amargo, Shaithis voló hacia el norte...
El lento elevarse del sol por la Tierra del Sol no logró dar alcance a Shaithis de los
wamphyri; si bien volaba despacio hacia la curva del mundo de los vampiros, en dirección
a su techo, avanzaba más deprisa que los rayos dorados que lo perseguían. Al cabo de
poco tiempo, Shaithis llegó y cruzó el borde al cual los rayos del sol jamás llegaban; supo
entonces que había llegado a las Tierras Heladas.
A Shaithis nunca le habían interesado demasiado las leyendas y las historias. De las
Tierras Heladas sólo conocía los detalles que adornaban los cotilleos diarios o que eran de
público conocimiento: que el sol no brillaba nunca en aquellas tierras era evidente; pero se
rumoreaba que si uno cruzaba el casquete polar y seguía adelante, encontraría más
montañas y nuevos territorios por conquistar. Pero no se sabía de nadie que hubiera
comprobado la leyenda (al menos no por voluntad propia), porque las altas columnas de
la Tierra de las Estrellas habían sido la morada de los wamphyri, sus madrigueras y nidos
de águilas desde tiempos inmemoriales. Así había sido hasta el día anterior. A partir de
aquel momento, el mito iba a ser puesto a prueba.
En cuanto a las criaturas de las Tierras Heladas, se decía que en las márgenes de sus
océanos abundaban enormes peces de sangre caliente, inmensos como el más poderoso de
los guerreros y con unas bocas como palas con las que barrían el mar en busca de presas
más pequeñas. Llegaban hasta allí provenientes de un océano oriental, nadando a lo largo
de un río cálido que recorría el mar mismo. A Shaithis aquello le parecía pura invención.
También había murciélagos que se comían a los peces más pequeños. Estos últimos
eran unas miniaturas albinas que moraban en las cavernas de hielo y cuyas mentes
armonizaban con las de los wamphyri, del mismo modo que ocurría con sus parientes de
zonas más hospitalarias. Otro mito que habría que poner a prueba.
Además de las ballenas y de los murciélagos de nieve, Shaithis había oído hablar de
los osos, parecidos a los pequeños osos pardos de la Tierra del Sol, pero enormes y
blanquísimos, que se camuflaban con la nieve y el hielo para abalanzarse sobre el primer
desprevenido que pasara por allí. Aunque todo eso estaba por verse. Ninguna de aquellas
cosas lo asustaban. Porque eran vida y la vida significaba sangre. Y tal como rezaba un
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Las osas iniciaron el ataque; la más pequeña (aunque sólo por pocos centímetros)
dirigía a la más grande. Shaithis había escogido el lugar de la batalla: se quitó la capa con
un ademán, y se alzó cuan alto era en el centro de una zona despejada y helada rodeada
de un campo de puntiagudos peñascos de hielo. Las osas se encontraban en desventaja; se
acercaron, resbalando, por un terreno desigual. Rugieron y el lord vampiro contestó con
otro rugido que no hizo más que aumentar la furia de las bestias.
Hasta poco antes, Shaithis había tenido una apariencia más o menos humana. En ese
momento, era cualquier cosa menos humano. Su cráneo se había alargado hasta adquirir
aspecto de lobo; su boca era un enorme agujero bordeado de blancos dientes, afilados
como los de un tiburón. La larga nariz se había ensanchado y aplanado contra la cara, y
era sensible como el hocico de un murciélago. Aunque hubiera estado ciego, aquel hocico
y sus orejas retorcidas habrían rastreado los movimientos de sus contrincantes con tanta
precisión como sus ojos escarlata. La mano derecha, enfundada en el guantelete, se había
expandido hasta llenar aquella temible arma, dándole mayor peso, mientras que la
izquierda era como la zarpa de un caimán y estaba dotada de garras rematadas por
cinceles quitinosos y punzantes.
A pesar de que su silueta conservaba forma humana, de hecho, se había
transformado en una criatura-guerrera compuesta: ¡un wamphyri!
La osa que encabezaba el grupo se acercó, corriendo atolondradamente, y en cuanto
entró en el campo de batalla se alzó en las patas traseras. Shaithis dejó que se acercara y
esperó, acurrucado en el suelo, para lanzarse en el último momento sobre las corpulentas
patas del animal. Se aferró a ellas, se estiró hasta rodearla por atrás y la desjarretó con un
diestro movimiento del guantelete. La osa lanzó un aullido y cayó pesadamente sobre su
atacante; antes de que Shaithis pudiera escapar, aquella mole se le desplomó encima y le
abrió la espalda de un zarpazo. En cuanto notó el dolor, lo neutralizó a fuerza de
concentración; se retorció hasta liberarse de la osa herida y buscó a su corpulenta
compañera. ¡Ya la tenía encima!
Unas patas enormes lo buscaron a tientas allí donde se había deslizado sobre la
espalda lastimada; unas mandíbulas potentísimas se cerraron sobre su antebrazo
izquierdo, que había levantado para protegerse la cara. Pero mientras la enorme cabeza de
la osa estaba ocupada con su brazo y las garras del animal hendían su cuerpo, Shaithis
describió un arco mortal con su guantelete. Golpeó con fuerza contra la cabeza de la osa, le
destrozó la oreja izquierda y le alcanzó el ojo; el animal herido se irguió veloz y se apartó,
arrastrando a Shaithis. El wamphyri había logrado liberar su brazo izquierdo, pero lo tenía
aplastado e inutilizado. Si la bestia llegaba a cerrar las enormes fauces alrededor del cuello
o del hombro, estaría acabado.
Ensangrentada, rugiendo de rabia y dolor, la osa sacudió la cabeza roja y destrozada
y salpicó los ojos de Shaithis con perlas de sangre. Sin prestar atención a lo que acababa de
suceder, y mientras la osa se disponía a dirigir sus fauces hacia la cara del wamphyri, éste
metió el guantelete directamente en la cavernosa boca de la bestia. Unos dientes como
cabezas de martillos de oreja se hincaron en el guantelete mientras éste los destrozaba.
Shaithis hundió más su terrible arma, la giró hacia ambos lados, abrió así la garganta al
animal y luego tiró hacia abajo en dirección al gaznate de la osa.
La bestia se tambaleó de un lado para otro mientras golpeaba con los brazos
inútilmente. Shaithis abrió el guantelete en la boca de la osa, lo extrajo y le dislocó lo que
le quedaba de mandíbula inferior. La osa ya no lo mordía. Mientras aún se agitaba, el
wamphyri volvió a golpear con el guantelete, esta vez con los punzones de hierro
desplegados. Se enterraron en el cráneo a través de la masa enrojecida de su oreja y le
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Después de un larguísimo vuelo, Shaithis atisbó los castillos de hielo que relucían
bajo las contorsiones serpenteantes de la aurora.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
No podían ser otra cosa que nidos de águila. El corazón le latió con más ímpetu
dentro del enorme pecho. ¿Wamphyris allí? ¿En qué clase de criaturas se habrían
convertido a causa de las bajísimas temperaturas de las Tierras Heladas? ¿Serían albinos,
como los míticos murciélagos a los que les crecía una blanca pelambre que los mantenía
abrigados? ¿De qué se alimentarían? Y, más importante aún, ¿cómo reaccionarían ante la
presencia de lord Shaithis?
Condujo a su bestia voladora a zonas más elevadas, para espiar mejor las tierras
cubiertas de hielo. Hacia el norte, tal vez en el extremo más septentrional, una hilera de
volcanes apagados elevaban al cielo los conos de sus cráteres a través del hielo y la nieve.
Se extendían, tanto hacia el este como el oeste, hasta donde alcanzaba la mirada de
Shaithis, perdiéndose de vista en horizontes helados y relucientes. Algunos estaban
envueltos en hielo, otros dejaban ver la roca desnuda; de todo ello Shaithis dedujo que las
montañas descubiertas debían de conservar una parte de su antiguo fuego.
Su opinión se vio reforzada cuando notó que el cono central y más grande despedía
un poco de humo. Pero era un efecto que iba y venía y podía tratarse de una ilusión óptica
producida por el deslumbramiento general. Deslumbramiento provocado por las estrellas
y la aurora: el techo del mundo aparecía iluminado por una extraña luz diurna de tonos
azulados. La luz no era considerada como algo esencial por los wamphyri, todo lo
contrario, puesto que la noche era su elemento; poseían unos ojos capaces de ver en los
lugares más oscuros.
En cuanto a las columnas de hielo, Shaithis las escrutó tan a fondo como le fue
posible. Eran simples toperas comparadas con las otrora poderosas columnas de piedra y
hueso de la Tierra de las Estrellas; incluso la más alta de las que allí veía apenas medía la
mitad de los más humildes nidos de águilas. Allí donde no aparecían cubiertas de nieve,
se apreciaba que el hielo que las envolvía era purísimo; parecían inmensos carámbanos
invertidos que crecían en círculos concéntricos a partir del volcán central. En los lugares
donde la luz atravesaba sus picos, vio que eran de hielo compacto, pero en la base, muchas
parecían tener cimientos rocosos.
Tal vez en su época de apogeo, el volcán central había lanzado a su alrededor
grandes cantidades de material ígneo, para formar manchones de roca caliente en
ondulantes anillos, como un puñado de barro lanzado en un estanque. Después, con el
paso de los siglos, las capas de hielo se fueron acumulando para formar poco a poco las
columnas dentadas de afiladas puntas. Era una explicación tan factible como cualquier
otra.
El hecho de que los castillos de hielo no eran aptos para ser habitados resultó obvio
desde el principio, y Shaithis pudo muy bien haber continuado su vuelo. Pero entonces
vio algo en la base de uno de aquellos castillos que tenía el aspecto de una bestia voladora
postrada —en realidad, estaba congelada— y descendió para verla más de cerca. Volvió a
escoger el borde de un acantilado de hielo como pista de aterrizaje, dejó allí su bestia
voladora y recorrió poco más de medio kilómetro hasta llegar al cuerpo que había visto
desde arriba, acurrucado sobre la nieve helada.
Una bestia voladora, no cabía duda, cubierta de escarcha, muy delgada y, en
apariencia, muerta. En apariencia. Pero nadie sabía mejor que Shaithis de los wamphyri lo
difícil que era matar a tales criaturas. Al igual que los lores vampiros que las hacían,
habían sido creadas para resistir. Envió un mensaje telepático al cerebro de aquella
enorme cosa con forma de diamante y quince metros de envergadura, ordenándole que se
moviera y se incorporara. No obedeció, cosa que apenas lo sorprendió: sus diminutos
cerebros rara vez sintonizaban con otra mente que no fuera la de su amo. Pero sí esperaba
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Brian Lumley Engendro de la muerte
una mínima reacción de curiosidad, aunque sólo fuera por el hecho de que un lord
wamphyri extraño le hubiera dado una orden, por más inútil que ésta fuera. No había
observado la más mínima reacción, por lo que dedujo que su cerebro debía de estar
muerto. Igual que la enorme masa de carne que lo cubría.
Shaithis trepó al frío lomo encorvado de su cuerpo central hasta llegar a la base de su
cogote, donde se unían las alas, y desde allí escrutó su silla y sus arreos y reconoció el
blasón familiar de su amo/hacedor labrado en el cuero: la caricatura de una cara grotesca,
distorsionada por el peso de inmensos quistes y verrugas. Shaithis esbozó una sonrisa
sardónica e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. La bestia voladora había
pertenecido a lord Pinescu.
Volse Pinescu, el más feo de los wamphyri, quien solía favorecer la formación de
úlceras purulentas y festones de diviesos por toda su cara y su cuerpo para que su aspecto
fuera más aterrador. De modo que Volse estaba allí, ¿eh? Shaithis se sintió un tanto
sorprendido, porque había visto a los lores Pinescu y Fess Ferenc envueltos en nubes de
polvo cuando hacían un aterrizaje forzoso con sus bestias voladoras, heridas en la llanura
de piedras de la Tierra de las Estrellas, poco después de la batalla en el jardín del
Habitante, y había creído que aquél había sido su fin. Aquélla era una posibilidad, de lo
contrario, tenían que haber ido andando hasta el norte. En el caso de Volse..., era evidente
que se había equivocado. Estaba claro que el viejo y astuto wamphyri tenía una bestia
voladora de reserva, por si acaso.
¿Qué habría sido de «Ferenc», como gustaba hacerse llamar el otro? ¿Estaría también
allí? Vaya con Fess Ferenc, un hombre o un monstruo del que había que cuidarse mucho.
Con casi dos metros y medio de altura, al lado del Ferenc hasta las osas que Shaithis había
matado para conseguir carne habrían parecido enanas. Era el único entre todos los
wamphyri que no utilizaba guante para luchar: no le hacía falta, porque sus manos eran
garras asesinas. ¡Vaya, vaya! Todavía cabía la posibilidad de que las cosas se pusieran
interesantes en aquellas Tierras Heladas...
Shaithis se sentó en la silla de Volse, masticó un trozo de corazón de osa y luego
ordenó a su bestia voladora:
Ven a comer
Cuando su criatura se acercó y se posó en el hielo, Shaithis bajó del lomo, caminó
alrededor del cadáver de la bestia y descubrió que alguien había comido el costado,
dejando un gran agujero; se veía que los vasos sanguíneos, del grosor de un pulgar
humano, habían sido seccionados y chupados para ser luego cerrados con nudos. Shaithis
supo entonces que Volse Pinescu había sobrevivido a su cabalgadura herida. La siguiente
pregunta era obligada: ¿dónde estaría Volse?
Shaithis extendió su conciencia de vampiro y efectuó un sondeo telepático. No
deseaba hablar con nadie, sino más bien escuchar para descubrir a alguien. No oyó nada.
¿O tal vez el eco de una mente o de los postigos de una mente que se cerraban
estrepitosamente? Si Volse y Fess se encontraban allí, era evidente que no estaban
hablando. Shaithis volvió a esbozar una sonrisa sardónica. A los perdedores nadie los
aplaude. Todo habría sido muy distinto si hubiera ganado la batalla por la posesión del
jardín del Habitante. Muy diferente; porque de haber ganado, no habría estado allí.
Mientras su bestia voladora se daba un banquete, Shaithis levantó la mirada y
contempló el castillo de hielo. La fría y reluciente escultura era ante todo obra de la
naturaleza. Pero no en su totalidad. Los bordes de los toscos escalones que aparecían en el
hielo habían sido pulidos por el tiempo, pero era evidente que habían sido tallados.
Conducían a una entrada en arco situada debajo de una fachada de gruesos carámbanos.
87
Brian Lumley Engendro de la muerte
El interior, de piedra, era oscuro y poco acogedor. Shaithis subió las escaleras, entró en el
castillo de hielo y notó cómo la capa de escarcha crujía bajo sus pies cuando avanzaba a
grandes zancadas, por lo que se arrastró sobre ella hasta llegar a un laberinto helado. Al
avanzar advirtió que en aquel lugar había algo terrible o algo terrible había ocurrido allí;
por primera vez desde que se enfrentara al Habitante, sintió temor a lo Desconocido.
En aquel sitio se oían ecos y quejidos. Los ecos eran sobre todo suyos, pero las
cavidades y circunvoluciones del castillo de hielo los transformaban hasta convertirlos en
crujidos y deslizamientos, que sonaban graves y amortiguados, como témpanos flotantes
que chocaran entre sí en un mar agitado, o como inmensas puertas de hielo que se
cerraban con estrépito. Los quejidos provenían del viento helado al chocar contra los
capiteles de la construcción, distorsionados y amplificados por el hielo hasta convertirse
en las quejas de dolor de monstruos moribundos.
—A menos que se haya aclimatado —dijo Shaithis para sí, en voz muy baja, más que
nada para sentirse acompañado—, no entiendo cómo un hombre, aunque sea vampiro,
pueda sobrevivir en este lugar. Bien, podría durante un tiempo, tal vez durante cien
amaneceres, aunque aquí siempre es de noche, pero al final el frío habría acabado con él.
Sí, y creo que entiendo cómo pudo haber ocurrido.
»El frío penetra en los huesos hasta que, a la larga, la carne wamphyri se congela. El
corazón comienza entonces a latir más despacio, enviando la sangre espesa por el frío a
través de sus venas y arterias temblorosas. Por último, se endurece y pierde la capacidad
de moverse y el hielo lo cubre por completo hasta formar con él un trono helado en forma
de estalactita transparente, y elabora pensamientos helados desde el interior de su frío
cerebro.
»Y como es wamphyri, suponiendo que lo sea, no habrá muerto. Al menos hasta que
el hielo no lo erosione y lo reduzca a polvo. ¿Pero a eso puede acaso llamársele vida? Mis
antepasados disponían de sus enemigos de tres maneras. A los que despreciaban los
enterraban muertos en vida, para que en el interior de sus tumbas se convirtieran en
fósiles. A los que les jugaban malas pasadas los desterraban a las Tierras Heladas. Y a los
que temían los empujaban hasta la Puerta de la esfera que hay en la Tierra de las Estrellas.
¿Quién sería capaz de decir cuál de estas penas era la más severa? ¿Irse al infierno,
convertirse en hielo o quedarse tieso como una piedra? ¡Si tuviera que elegir, no me
importaría ser un bloque de hielo!
Estos pensamientos, expresados en voz alta, fueron transportados como suspiros, y
amplificados y devueltos en forma de explosiones de sonido. Era como un susurro en una
caverna o gruta en la que hubiera eco, con la excepción de que en aquellas cuevas de hielo
había mayor resonancia. En los elevados techos abovedados los carámbanos tintinearon,
se estremecieron, soltaron esquirlas y cayeron ruidosamente. Algunos eran bastante
grandes, por lo que Shaithis tuvo que apartarse de un salto.
Cuando las cosas se hubieron calmado un poco, decidió abandonar el lugar, y en ese
preciso instante, en su mente telepática sonó una voz lejana y temblorosa:
¿Eres tú, Shaitan, que has venido después de tanto tiempo a descubrirme y devorarme?
¡Entonces has de saber que me alegro! Estoy aquí arriba. Ven y acabemos de una vez. Tantos siglos
de frío me han helado incluso las fogosas pasiones wamphyri. ¡Anda, ven, date prisa y apaga esta
última llamita vacilante!
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo dos
Exiliados
escaleras cubiertas de escarcha en dirección a la cima dentada del núcleo, donde su último
y negro colmillo ígneo apuntaba hacia arriba, como amenazando con salirse de la vaina
que lo contenía. Mirando fijamente a través del hielo duro como la piedra, Shaithis atisbó
por fin al autor de los mensajes mentales que había oído en los corredores inferiores.
En el reluciente corazón azulado de hielo, sentado bien erguido en un nicho de lava,
con una mano apoyada suavemente sobre el lomo de la roca, como si se tratara del brazo
de su sillón preferido, aparecía un hombre antiguo como el tiempo, cansado, consumido y
extraño. Embutido como una mosca en un trozo de ámbar, tenía los ojos cerrados, el
cuerpo helado inmóvil y el porte tan severo como su destino. Sin embargo, aparecía allí,
sentado, con la cabeza orgullosamente inhiesta sobre un delgado cuello y con ese aire en
su aspecto que hablaba sin palabras, pero con toda claridad, de sus orígenes, del hecho
que era un wamphyri. Kehrl Lugoz, quienquiera que hubiese sido.
¡No, quienquiera que aún fuera!
Shaithis colocó una mano sobre el liso muro de hielo, la apretó con fuerza hasta que
se le congeló la palma. Transcurrió un minuto, luego otro hasta que al fin se oyó un ruido
seco y amortiguado.
Era leve, muy leve y lejano, pero perceptible. Al cabo de una pausa de dos minutos
volvió a oírse otro ruido seco y amortiguado... y así sucesivamente. Kehrl Lugoz estaba
vivo. Por más pausados que fueran los latidos de su corazón, por más fosilizado que
estuviera su cuerpo (y estaba al borde de la fosilización completa), aún continuaba con
vida. Aunque, tal como se había preguntado Shaithis, ¿era aquello vida?
Miró intensamente aquel cuerpo marchito y consumido, lo estudió a través de casi
un metro de hielo que, por más puro que fuera, distorsionaba la imagen, la modificaba al
más mínimo movimiento que Shaithis hiciera. Creía conocer ya la respuesta a la pregunta
que acababa de formularse: ¿qué era peor, ser enterrado como un muerto en vida, enviado
a las tierras infernales o desterrado a aquel lugar? El lord vampiro se estremeció ante la
idea de los incontables siglos transcurridos desde que Kehrl Lugoz había ido a parar allí
para sentarse a esperar a que se formara el hielo.
¡Pom! Otra, vez el ruido seco y amortiguado, pero en esta ocasión, al estar sumido en
sus pensamientos, Shaithis dio un brinco y retiró la mano.
Kehrl Lugoz era demasiado viejo para intentar siquiera adivinar su edad. Cuando los
wamphyri envejecen no exhiben, necesariamente, señales externas del transcurso del
tiempo. Shaithis mismo tenía más de quinientos años y no aparentaba más de cincuenta,
aunque bien llevados. Pero después de las privaciones a las que se había visto sometido,
era evidente que no podría ocultarlo; Lugoz parecía viejo como el tiempo.
Las cejas que coronaban sus ojos, cerrados, de pronunciada forma almendrada, eran
pobladas y blancas y aparecían atrapadas en el hielo, como el resto de su cuerpo. Tenía el
pelo blanco como un halo de nieve sobre una frente arrugada y castaña como una nuez;
las patillas blancas, rizadas y revueltas ocultaban en parte las orejas en forma de concha.
Su cara anciana no tenía arrugas, sino surcos momificados, como un trog que hubiera
permanecido demasiado tiempo en su capullo y se hubiera marchitado. Tenía las grises
mejillas hundidas y una mandíbula puntiaguda de la que surgía un mechón de rala barba
blanca. Del marchito labio inferior sobresalían unos colmillos amarillos; el de la izquierda
estaba roto. El vampiro congelado había conservado fuerzas suficientes para que le
creciera otro.
Las ventanas de la nariz corta, ancha y torcida (más parecida al hocico de un
murciélago de lo que solía ser costumbre en los wamphyri) mostraba señales de corrosión,
que Shaithis atribuyó a los efectos de alguna enfermedad. Un inmenso quiste purpúreo
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Brian Lumley Engendro de la muerte
distorsionada por el hielo, «¡KEHRL LUGOZ, DESPIERTA!». Luego echó hacia atrás el
carámbano-martillo y golpeó con fuerza la parte frontal de la envoltura de Lugoz. ¡Pero el
enorme carámbano se negó a moverse, algo se lo impedía!
Siseando y escupiendo, con la boca abierta, que dejaba ver el velo rojizo de su
paladar y el arco brillante y vibrante de su lengua bífida, con los ojos enrojecidos e
hinchados, y mientras sus facciones menos humanas fluían instintivamente hasta formar
una espantosa máscara inhumana con aspecto de lobo, Shaithis miró por encima de su
hombro, dejó caer el carámbano y buscó el guantelete. En ese instante, una garra inmensa
cayó sobre su muñeca y la aferró con fuerza, y Shaithis se quedó mirando fijamente las
sombrías caras grisáceas de los dos supervivientes de la batalla por la posesión del jardín
del Habitante: ¡Fess Ferenc y Volse Pinescu!
Tiró con fuerza, liberó la mano y se apartó de ellos tambaleante.
—¡Malditos sean vuestros corazones! —rugió con un hilo de voz—. ¡Habéis
aprendido a ser sigilosos!
—Hemos aprendido muchas cosas. —Volse Pinescu masculló estas palabras con
esfuerzo, pues tenía los labios prácticamente sellados por una cicatriz recubierta de pus
reseco—. También hemos sabido que el «invencible» ejército vampiro de Shaithis de los
wamphyri puede ser quemado, destrozado, aplastado, que sus nidos de águilas pueden
ser reducidos a polvo y que sus supervivientes pueden ser desterrados como perros
apaleados a los eternos yermos de hielo.
El rostro festoneado de pústulas de Volse se tornó violáceo de rabia y aquel ser
repulsivo avanzó hacia Shaithis pesadamente y con aire amenazante. El temperamento del
Ferenc era menos explosivo. Su enorme altura, su gran fuerza y sus manos terribles hacían
innecesario que se sulfurara.
—Hemos perdido muchas cosas, Shaithis —dijo con voz cavernosa—. Desde que
estamos aquí nos hemos dado cuenta de cuánto hemos perdido. Porque este lugar es frío y
solitario.
—¿Frío? —profirió Shaithis, colérico—. ¿Qué es el frío para un wamphyri? Ya os
acostumbraréis.
Volse inclinó la cabeza hacia adelante con mucha violencia y un grupo de forúnculos
de la nuca se le reventaron y el pus amarillo cayó a chorros sobre el hielo.
—¡Ah! —exclamó—. Igual que se acostumbró ése, ¿quieres decir? —Inclinó otra vez
la cabeza horriblemente marcada, señalando a Kehrl Lugoz, que seguía sentado e inmóvil
como una montaña a unos cuantos palmos de distancia—. ¿Como éste y los otros que
encontramos enquistados en estas fortalezas de hielo plagadas de ecos?
—¿Otros? —preguntó Shaithis, y miró vacilante primero a Volse y luego al Ferenc.
—Los hay a decenas —contestó Fess Ferenc, con un movimiento afirmativo de su
enorme cabeza acromegálica—. Están todos envueltos en hielo, se han aferrado a este
clavo ardiendo, esperan a que pase el tiempo y que se produzca un deshielo mágico que
los libere y los haga resurgir en una tierra llena de vida. O la muerte. Porque el frío que
hace aquí no es como el de la Tierra de las Estrellas, Shaithis. ¡Aquí es eterno!
¿Acostumbrarnos? —se mostró escéptico como Volse Pinescu—. ¿Resistirlo?
¿Calentarnos? ¿Avivar nuestro fuego interior para protegernos de él? ¡Pero los fuegos
necesitan alimentarse..., la sangre es vida! ¿Con qué vamos a alimentarnos mientras nos
acostumbramos a este frío? La sangre se enfría, Shaithis, gota a gota, minuto a minuto. Los
miembros se te entumecen y hasta el corazón más recio se vuelve lento.
—¿Y preguntas qué es el frío para un wamphyri? —dijo Volse—. ¡Ja! ¿Cuántas veces
tuviste frío en la Tierra de las Estrellas, Shaithis? ¡Te lo diré yo: nunca! Te mantenían
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Brian Lumley Engendro de la muerte
caliente el ardor de la cacería, el fuego vivo de la batalla, la sangre salada y tibia de los trog
o los Viajeros. Y cuando salía el sol, tenías el abrigo de una cama acogedora, y los pechos y
las nalgas de las mujeres lujuriosas dispuestas a chuparte el aguijón de la cola. Tenías
todas esas cosas para entrar en calor. ¡Todos las teníamos! Y teníamos un jefe que nos
decía: «Unámonos para tomar el jardín del Habitante». ¿Y qué tenemos ahora?
Shaithis miró al Ferenc, que se encogió de hombros y respondió:
—Llevamos aquí más tiempo que tú. Hace frío y cada vez tenemos más frío. Y lo que
es peor, tenemos hambre... —Su voz se había convertido en un gruñido.
La mano de Volse se dirigió lentamente hacia el guantelete que llevaba colgado de la
cadera..., tal vez se tratara de un movimiento inconsciente..., aunque podía significar
cualquier cosa. Shaithis dio un paso atrás.
El lord amenazado hundió la mano en el guantelete, la flexionó en su interior y
cuando salieron todas las cuchillas, punzones y bordes cortantes, Fess Ferenc levantó una
ceja y rugió:
—¿Dos contra uno, Shaithis? ¿Te gustan las desigualdades, eh?
—No demasiado —siseó Shaithis—, ¡pero me aseguraré que perdáis tanta sangre
como la que bebáis! ¿Qué provecho podríais sacar de ello?
Volse carraspeó, tosió con fuerza y escupió una flema amarilla.
—Yo digo... que... ¡valdría la pena! —Se agazapó; él también llevaba puesto el
guantelete.
El Ferenc se limitó a relajarse, se hizo a un lado, se encogió de hombros y dijo:
—Pelead si queréis. Yo preferiría comer. Los estómagos llenos son menos feroces, y
los cerebros con sangre que fluye en ellos son más capaces de pergeñar astutas artimañas.
—Tal vez aquella máxima no se adecuara a los hombres, pero era sin duda aplicable a los
wamphyri.
Al verse solo, Volse se lo pensó mejor.
—¡Ja! —bufó, y se dirigió al Ferenc—. ¡Vaya, Fess, parece que la mente te funciona
igual de bien cuando tienes hambre! Si Shaithis y yo lucháramos, te darías un banquete
con el perdedor y después serías más fuerte que el vencedor. —Asintió y se quitó el
guantelete—. No soy tan tonto.
El Ferenc se rascó la mandíbula prominente y en su rostro se dibujó una sonrisa
sombría.
—Es extraño, pero siempre te había considerado un tonto...
Con cautela, Shaithis se quitó el guantelete, lo colgó de su cinturón y finalmente
asintió y sacó de su morral un corazón rojo, del tamaño de un puño.
—Si estáis tan hambrientos, aquí tenéis —dijo y lo lanzó hacia ellos.
Volse lo agarró en el aire y le hincó sus dientes babosos. Pero el Ferenc se limitó a
sacudir la cabeza.
—Rojo y humeante para mí —dijo—. Al menos mientras pueda conseguirlo.
Shaithis arrugó la frente y entrecerró los ojos con suspicacia cuando el gigante
comenzó a descender las escaleras heladas.
—¿Qué plan tienes? —le espetó—. ¿A quién vas a matar?
—Mejor pregunta qué —contestó el Ferenc por encima del hombro—. Y no voy a
matarlo, sino que lo vaciaré poquito a poco. Creo que la respuesta es obvia.
Shaithis y Volse lo siguieron.
—¿Qué? —preguntó Volse con la boca llena de corazón de osa—. ¿Qué es lo obvio?
El Ferenc le devolvió la mirada y repuso:
—¿Qué comiste cuando tu bestia voladora cayó exhausta?
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Cuando despertara aún le sobraría un poco de corazón de osa. Mientras pudiera cobijar
sus pensamientos y sus sueños, Volse Pinescu y Fess Ferenc no lo encontrarían.
Pero antes había algo que deseaba saber.
¿Por qué, Fess?, envió su última pregunta telepática. Pudiste matarme y, sin embargo,
has permitido que viviera. Seguro que no ha sido por obra de tu bondadoso corazón. ¿Por qué?
En medio de las escaleras, el Ferenc sonrió de oreja a oreja.
Siempre fuiste un pensador, Shaithis, contestó. Y muy inteligente, por cierto. Has cometido
errores, claro está, pero el hombre que nunca se equivoca jamás llega a nada. Tal como lo veo yo, si
hay una manera de salir de este lugar, tú la encontrarás. Y cuando la encuentres, yo te seguiré.
¿Y si no la encuentro?
El Ferenc se encogió de hombros y envió a Shaithis esta imagen mental junto con su
respuesta:
La sangre es la sangre, Shaithis. Y la tuya es sabrosa y buena. Que quede bien clara una cosa:
si hasta aquí hemos de llegar, si el hielo es nuestro destino, cuando llegue el final yo seré quien
quede encapsulado esperando el Gran Deshielo. Fess Ferenc y ningún otro. Y no me enfrentaré a mi
destino con el estómago vacío...
Dos lores wamphyri exiliados, uno enorme y grotesco, el otro enormemente grotesco,
abandonaron el resplandeciente castillo de hielo, husmearon el aire amargo y luego se
dejaron guiar por sus hocicos hasta la desgraciada bestia de Shaithis.
La carne no era el alimento que acostumbraba tomar la bestia voladora; su dieta
consistía normalmente en huesos molidos, pastos de la Tierra de las Estrellas, miel y otros
líquidos dulces y algo de sangre. Sin embargo, dada su constitución metamórfica, era
capaz de consumir cualquier tipo de materia orgánica. En esa ocasión, después de haberse
atiborrado con la carne congelada de otra bestia voladora, debía descansar hasta haber
digerido y transformado el alimento. Ahíta, ya no se encontraba donde los ex lores la
habían visto por primera vez, junto al cadáver devorado de la bestia voladora de Volse,
sino que había buscado refugio al socaire de un gran bloque de hielo a poco más de medio
kilómetro hacia el oeste, donde Shaithis le había ordenado.
Con unos inmensos ojos como platos en sus flancos coriáceos, la estúpida criatura
lanzó una mirada triste al Ferenc y a Volse Pinescu y agitó la cabeza en forma de diamante
cuando los vio acercarse. Húmedos y con pesados párpados, sus ojos veían pero apenas
alcanzaban a comprender. A menos que la bestia voladora recibiera instrucciones de
Shaithis, su amo legítimo, no haría nada, ni siquiera pensaría. Intentaría protegerse en
cierta medida, pero nunca hasta el punto de lastimar a uno de los wamphyri. Porque los
embates de la telepatía concentrada de los vampiros eran capaces de pinchar como dardos
y las dejaba sumisas y temblorosas en un instante. Por lo tanto, aunque la bestia voladora
no volaría para Fess ni para Volse, al menos permanecería allí echada. Incluso cuando
ellos le cortaran la cálida barriga para seccionar los gruesos tubos de sus venas que
abrirían a chupetones.
En su nicho del castillo de hielo, Shaithis oyó el sonoro plañido mental de la criatura
y sintió la tentación de enviarle órdenes como: ¡Échate a rodar, aplasta a estos hombres que te
atormentan! ¡Enróscate y cae sobre ellos! Aunque se encontraba a una cierta distancia, podría
transmitir tales órdenes, sabía que la bestia voladora lo obedecería instantánea e
instintivamente. Pero también sabía que si la bestia podía herir a los lores, jamás los
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Brian Lumley Engendro de la muerte
mataría, y recordaba la advertencia del Ferenc. Si volvía a la bestia voladora contra ellos (a
menos que tuviera garantías de que los anularía por completo) se expondría a un riesgo
demasiado grande. Por eso se limitó a apretar un poco más los dientes, a no moverse y a
no hacer nada.
A Shaithis le pareció un gran desperdicio utilizar a su estupenda bestia voladora
como comida. Sobre todo cuando la criatura de Volse —literalmente dos toneladas de
excelente carne, aunque no demasiado apetitosa— se echaría a perder. Aunque no era del
todo así. Al estar congelada, no se estropearía, sino que estaría disponible durante
muchísimo tiempo. Pero Shaithis sabía que detrás de todo aquello había algo más que el
hambre; el Ferenc tenía otras intenciones además de llenarse el estómago.
Por una parte, la bestia quedaría tan debilitada por aquella primera «visita» glotona
de Fess y Volse que le sería imposible volar; con ello, Shaithis quedaría atrapado en
aquellas tierras, como ellos. Era la manera del Ferenc de pagarle por haber perdido la
batalla por la posesión del jardín del Habitante, pero había algo más.
Era evidente que Shaithis había sido el gran pensador, con una capacidad para la
maquinación que lo distinguía entre los suyos, los universalmente tortuosos wamphyri. Si
había un hombre capaz de encontrar el modo de salir de las Tierras Heladas, ése era
Shaithis. Salida que beneficiaría también a Fess Ferenc, quien sin lugar a dudas lo seguiría.
Y tal como había señalado con tanto acierto el mismo Fess, ése era el motivo por el cual a
Shaithis le habían perdonado la vida: para que se concentrara en su supervivencia y
ayudara así a todos los exiliados.
Ese «todos» se refería pura y exclusivamente a Fess Ferenc, porque a Shaithis no le
cabía duda de que a la larga (a menos que se produjera algún cambio imprevisto y
sustancial) el abominable Volse Pinescu acabaría teniendo el mismo fin que toda carne. En
cuanto a por qué el Ferenc había permitido que Volse viviera, tal vez fuera porque no
soportaba la idea de comérselo. Shaithis se permitió esbozar una mueca dolorosa y amarga
antes de volver a analizar la cuestión de la supervivencia de Volse. Una explicación mucho
más factible radicaba quizás en la soledad y el aburrimiento que reinaban en aquellas
Tierras Heladas; posiblemente, el gigante Fess añoraba la compañía. Sin duda, en el poco
tiempo que llevaba allí, Shaithis había sentido el peso enorme de la soledad..., ¿o no?
Aunque aquel lugar parecía completamente muerto y carente de cualquier forma de
vida inteligente digna de mención, él no estaba muy convencido. Desde su nicho de hielo,
con los pensamientos a salvo, notaba aquel cosquilleo instintivo de la conciencia de su ser
vampírico, su mente de vampiro sospechaba que... ¿alguien observaba sus cavilaciones?
Tal vez. Pero saberlo o sospecharlo era una cosa y probarlo otra bien distinta.
Por el momento, se dedicaría a dormir y dejar que su vampiro lo curara; entonces
volvería a concentrar su atención en cómo conseguir sobrevivir...
... Además de lograr su venganza.
Shaithis cerró firmemente su mente, se acomodó y por primera vez notó la
mordedura del frío. Sabía que el Ferenc y Volse Pinescu estaban en lo cierto: incluso la
carne de un wamphyri acabaría sucumbiendo a un frío como el de las Tierras Heladas. No
había manera de negarse a la evidencia, y menos después de una prueba tan patente como
la de Kehrl Lugoz.
Cuando Shaithis se disponía a cerrar el ojo derecho (pues el izquierdo permanecía
siempre abierto, aunque durmiera), algo pequeño, blando y blanco revoloteó por un
momento ante su rostro para desaparecer veloz mientras lanzaba unos grititos casi
inaudibles en los nidos de águilas que había en los hielos de las alturas. Pero antes de que
huyera, Shaithis logró reconocerlo. Aquel ser volador tenía ojos rosados, alas
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Brian Lumley Engendro de la muerte
favorablemente por Radu— se llamaba ahora Arkis Leprafilius. Llevaba el huevo de Radu.
Del mismo modo, Fess Ferenc era hijo carnal (nacido de una mujer) de Ion Ferenc; su
madre Viajera había muerto al dar a luz al gigante, cuyo tamaño era tan inmenso y había
impresionado tanto a su padre que lo dejó vivir. Gran error, sin duda. Porque cuando Fess
era todavía niño, acabó matando a Ion para abrir su cuerpo, robar y devorar entero su
huevo de vampiro. De este modo, Ion no pudo transmitírselo a ningún otro, y su nido de
águilas de la Tierra de las Estrellas debió de pasar de modo «natural» a Fess.
En su época, Shaitan había engendrado a muchos descendientes por diversos
medios, pero su huevo había ido a parar a Shaithar Shaitanfilius, quien a su vez se había
convertido en padre de vampiros. Los hijos de la sangre de Shaitan habían recibido los
nombres de Shaithos, Shailar el Obsesionado, Shaithag, y otros. Entre los descendientes de
Shaithar Shaitanfilius estaba una tal Sheilar la Puerca, y posiblemente otros con nombres
de sonidos parecidos derivados del original. Todos ellos habían nacido antes de que
Shaitan fuera desterrado.
¿Sería tal vez demasiada casualidad, algo improbable, que tres mil años más tarde,
éste, el tal Shaithis, apareciera allí, desterrado igual que su antepasado? Shaitan creía que
no. ¿Pero un descendiente directo? La sangre es vida, y sólo la sangre podría decirlo.
Sí, la sangre lo diría.
Sacadle un trozo, ordenó Shaitan a los minúsculos funcionarios de su ley— Que uno de
vosotros le dé un mordisco, que absorba una gota de su sangre y me la traiga. No dijo nada más.
En la grieta helada en la que se ocultaba, Shaithis apenas notó las agujas afiladas
como anzuelos que le pincharon el lóbulo de la oreja para sacarle un poco de sangre;
apenas se enteró del zumbido de las alas cuando el murciélago se alejó de él, se internó en
el gélido laberinto del castillo de hielo y salió de aquella asombrosa escultura para
perderse en la noche estrellada del mundo.
Poco después, el albino se lanzó al interior del cono central del volcán todavía activo,
se internó en los aposentos amarillo azufre de Shaitan y allí permaneció, flotando en el
aire, a la espera de sus órdenes.
Desde su oscuro rincón, su amo le dijo:
Ven aquí, pequeñito. No te aplastaré.
La diminuta criatura voló hacia él, plegó las alas y se adhirió a la... ¿mano de
Shaitan? Tosió un poco, y soltó sobre algo parecido a una palma un poco de saliva,
mucosidad y un escupitajo brillante de sangre color rubí.
¡Bien!, dijo Shaitan. Ahora vete.
Feliz de obedecerlo, el murciélago se apartó de su amo y dejó que se las arreglara
solo.
Fascinado, Shaitan permaneció largo tiempo contemplando la gotita color rubí. Era
sangre, y la sangre es vida. Esperó impaciente a que la carne vampírica de su mano se
transformara en una boca pequeña que al fin se abriera y sorbiera la gotita —reacción
automática, producto de un instinto repugnante—, con lo cual sabría que aquélla no era
más que la sangre de un hombre corriente. Pero esperó en vano, porque igual que él,
Shaithis era un ser poco común. Se le parecía mucho.
—¡Es mío! —exclamó por fin Shaitan con un susurro ronco, tembloroso y plagado de
regocijo—. ¡Carne de mi carne!
La gotita se estremeció, penetró en la piel leprosa de su mano y entró en él como si
hubiera sido una esponja...
99
Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo tres
La historia del Ferenc
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Brian Lumley Engendro de la muerte
siniestro y que era normal entre los wamphyri. Al cabo de nada se encontraron cara a cara.
—¿Y bien? —dijo Shaithis—. ¿Estamos en paz? ¿O es que el hambre tampoco te deja
pensar? Seré sincero, no me vendría mal un amigo. Y por el aspecto que tienes..., nuestras
circunstancias son bastante parecidas. Tú eliges, ten en cuenta que sé dónde hay comida.
El otro reaccionó instintivamente, profiriendo una sola palabra:
—¿Comida? —Abrió los ojos como platos y su hocico ancho y retorcido soltó una
nubecilla de vaho helado.
Arkis estaba al borde de la inanición. Shaithis lanzó una sonrisa sombría, sacó de su
morral el último pedazo de corazón de osa, devoró la mitad de un solo mordisco y le lanzó
la otra mitad al hijo del leproso, que lo cazó al vuelo con un grito que parecía de dolor, y
se lo metió en la boca inmediatamente.
Arkis había sido engendrado por Morgis Gritodoliente en una niña Viajera
abandonada. La niña era leprosa y la infección había atacado el miembro de Morgis, que,
junto con sus labios, ojos y orejas, habían sido las primeras partes de su cuerpo en
deshacerse. La enfermedad había sido como un fuego devastador que lo consumía a
mayor velocidad de la que su vampiro podía repararlo. Finalmente, entre gritos de dolor
que recordaban su nombre, Morgis había cogido una tea encendida y se había arrojado
junto con su odalisca Viajera a un pozo de residuos donde el metano acumulado hizo el
resto. Su suicidio convirtió a Arkis en un joven lord, heredero de un estupendo nido de
águilas. Y lo que era mejor de todo, Arkis no había contraído la enfermedad de sus
progenitores. Al menos por el momento. Tal vez no la contrajera jamás, porque habían
pasado ya muchos ocasos.
Mientras Arkis comía, Shaithis se dedicó a estudiarlo.
Rechoncho de cuerpo, el cráneo de Arkis era asimismo rechoncho, como si se lo
hubieran aplastado un poco. Su cara parecía proyectarse hacia afuera, su mandíbula
inferior era todavía más prominente y unos dientes de jabalí se curvaban hacia arriba y le
cubrían en parte el carnoso labio superior. Sin embargo, su aspecto no era el de un puerco,
sino el de un lobo, sobre todo si se tenía en cuenta la excesiva longitud de sus orejas
peludas y ahusadas. Sin duda, entre sus antepasados debía de haber existido algún lobo.
Más aún, estaba flaco como un lobo, al menos comparado con otras épocas. En ese
momento, tenía los ojos encendidos por el ansia de comer, aunque el bocado fuera
pequeño; entrecerró los ojos y miró a Shaithis. Cuando terminó gruñó:
—He de reconocer que era un buen bocado, ¿pero era ésta la comida que prometiste?
—Yo no prometí nada —respondió Shaithis—. Me limité a referirte un hecho: sé
dónde hay montones de comida.
—¡Ah! —gruñó el otro, e inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Te refieres a la bestia
voladora de Volse? Pero Volse y el Ferenc la tienen bien vigilada. Es una trampa, Shaithis;
¡acércate mucho a su despensa privada y acabarás en ella! Aquí, la caballerosidad ya no
existe, amigo mío. ¡La carne fría y cristalizada jamás sabrá tan bien como los rojos jugos
que brotan de una arteria seccionada! Pero a caballo regalado no se le mira el diente. Lo he
intentado y he fallado; nunca se alejan demasiado, y sé que codician mi sangre.
—¿A esto habéis llegado? —preguntó Shaithis, levantando una ceja negra e hirsuta—
. ¿A acosaros los unos a los otros como buscadores de basura?
Sabía que así era y que pronto a él le ocurriría otro tanto. En el mejor de los casos; la
«caballerosidad» de los wamphyri era un mito. De todos modos, su insulto —las palabras
«buscadores de basura»— cayó en saco roto, porque Arkis Leprafilius ni se inmutó.
—Shaithis, llevó aquí entre cuatro y cinco ocasos, de todos modos, cinco auroras
polares, que, según creo, deben de ser más o menos lo mismo. ¿Que nos perseguimos por
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Brian Lumley Engendro de la muerte
la comida? Te diré una cosa, si encuentro algo que se mueva, yo pienso cazarlo. Al
principio, comía murciélagos a espuertas; los aplastaba hasta hacerlos pulpa para dejarlos
escurrir en mi boca y después hasta me comía la pulpa. Pero ahora ya no se me acercan.
Estos pequeños albinos tienen una mentalidad peculiar. En estos momentos iba a ver al
abuelito arrugado que está allá arriba, envuelto en hielo. Habría intentado llegar a él antes
si hubiera estado lo bastante desesperado..., ¡y ahora lo estoy! De modo que no me hables
de que me veo reducido a esto o aquello. ¡Todos nos vemos reducidos, Shaithis, y tú no
eres menos que ningún otro!
Daba la impresión de que el insulto de Shaithis había hecho mella después de todo.
Lo cual no dejó de resultar sorprendente, pues el hijo del leproso había sido siempre un
lelo. Tal vez el frío le hubiera aguzado el ingenio.
—Arkis, ahora somos dos y hemos compartido la comida. Eso es positivo, porque
tengo la impresión de que funcionaremos mejor en equipo. En el tiempo que llevas aquí
habrás aprendido cosas y debes de conocer muchos de los peligros. Ese conocimiento tiene
un valor. Además, el asqueroso de Volse Pinescu y el gigante de Fess Ferenc se lo
pensarán dos veces antes de enfrentarse a nosotros dos. ¿Qué me dices si nos marchamos
de este caparazón helado lleno de ecos y nos vamos a buscar algo para desayunar?
El hijo del leproso suspiró impaciente, cosa que molestó a Shaithis, pues no estaba
acostumbrado a que las criaturas lerdas y rechonchas se colocaran a su altura.
—Voy a repetírtelo —gruñó Arkis—. ¡Esos dos vigilan la bestia voladora de Volse y
lo hacen a conciencia! Además, están bien alimentados, mientras que nosotros no. ¡Y como
tú mismo acabas de señalar, el Ferenc es un maldito gigante!
Shaithis ensanchó las ventanas de la nariz y por un momento pensó en dejar que el
muy idiota se las arreglara solo. Pero eso habría significado que a la larga hubiera
quedado a merced de los otros dos. Y Shaithis quería que a la larga Arkis fuera para él.
Procuró dirigir esos pensamientos hacia su interior, de lo contrario, Arkis se habría
percatado de ellos.
—¿Crees acaso que pueden vigilar dos bestias? —preguntó—. ¿Crees acaso que
llegué aquí andando, Arkis Muertehorrenda? —Ése era el otro nombre del idiota.
—¿Eh? ¿Otra bestia voladora? —dijo Arkis, parando en seco—. No la he visto. ¡Claro
que no me atrevía a alejarme demasiado del hielo para que ellos no me viesen! ¿Dónde
está esa otra voladora?
—Donde le dije que fuera —respondió Shaithis—. Está fresca y..., un momento... —
Envió un pensamiento orientado a la bestia—: ¿Me oyes? —Percibió entonces que la vida
continuaba ardiendo, aunque con llama muy débil—. Y todavía no la han desangrado del
todo.
—¿Saben que está ahí, la cuba de mugre y el Ferenc?
—Por supuesto, de lo contrario no necesitaría tu ayuda.
—¡Ah! —gritó Arkis—. ¡Debí haberlo sabido! ¿Algo a cambio de nada? ¿Qué? Piensa,
piensa, Arkis, muchacho. Estás hablando con el gran lord Shaithis. ¡Vamos, Arkis, seamos
amigos... porque te necesito!
—Es así —admitió Shaithis, y se encogió de hombros—. Sencillamente se trata de una
empresa común que proporcionará beneficios comunes, es todo. A partes iguales. ¿Pero
algo a cambio de nada? Vaya, ¿creías que estábamos en la Tierra del Sol, donde durante el
crepúsculo abundan los dulces Viajeros que son presas fáciles? —Hizo ademán de
marcharse—. Pues muérete de hambre.
—¡Espera! —exclamó Arkis, y se acercó a él. En tono más razonable añadió—: ¿Cuál
es tu plan?
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Se levantó viento.
Mientras Shaithis y Arkis Leprafilius, llamado Muertehorrenda, estaban sentados en
una cueva que Volse y Fess habían cavado en el vientre de la bestia voladora de Shaithis, y
sorbían los jugos que manaban lentamente del animal inconsciente, unas nubes negras y
vaporosas taparon las estrellas radiantes. La nieve cayó en una efímera ventisca que cubrió
el hielo con una fina capa blanda.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—Parece ser que la ventaja está de mi lado —dijo Shaithis—. Además, he de saldar
cuentas. Me has causado no pocos dolores. —El Ferenc no contestó—. Sin embargo —
prosiguió Shaithis—, puede que todavía lleguemos a un acuerdo. Como verás, Arkis y yo
hemos formado un equipo. Estar unidos da seguridad, ¿sabes? Pero ¿dos contra las Tierras
Heladas? Las diferencias son muy grandes. Si fuésemos tres, nos iría mucho mejor.
—¿Se trata de un truco? —Fess no se lo creía. Si se hubieran cambiado los papeles,
Shaithis ya estaría muerto.
—No se trata de ningún truco —respondió Shaithis, sacudiendo la cabeza—. Al igual
que Muertehorrenda, que aquí ves, conoces este lugar. Y así como la sangre es vida, lo
mismo puede decirse del saber. Si compartimos nuestros conocimientos y recursos, tal vez
podamos sobrevivir.
—¿Qué más? —preguntó Fess, con la voz más temblorosa que antes.
—No tengo nada más que decir —respondió Shaithis, y negó con un gesto de la
cabeza—. Sal del frío, ven a comer y cuéntanos qué te ha pasado, por qué vas desnudo
como un crío en un lugar así, oculto en una niebla extraña y tan poco sutil. Vamos, y tal
vez luego nos hables del paradero del poco agraciado Volse Pinescu, el que fuera tu
compañero.
El Ferenc no tuvo más remedio que obedecer. Si huía, lo atraparían, porque estaban
bien alimentados. Si se quedaba donde estaba, se congelaría y ellos se encargarían de
descongelarlo para comérselo. Si se acercaba y hablaba..., tal vez pudiera hacer las paces
con Shaithis. En cuanto a Arkis; era harina de otro costal.
Se acercó, se refugió bajo la bestia voladora congelada, cortó una vena de la pared de
carne y le hincó el diente. No salía nada (la sangre de la criatura se había terminado o se
había helado en las zonas más externas de su mole), por lo que se conformó con arrancar
la vena a dentelladas y a tragarse la pulpa. Al menos serviría de sustento. Entre bocado y
bocado, comentó:
—Tal vez debimos quedarnos en la Tierra de las Estrellas. Al menos el Habitante
habría acabado con nosotros de forma rápida.
—¿Sigues echándome la culpa, Fess? —preguntó Shaithis desde su altura mientras
observaba cómo se alimentaba. Arkis estaba sentado a cierta distancia, mirando, como
siempre, ceñudo.
—La culpa la tenemos todos —respondió el Ferenc con cierta amargura—. Exaltados,
nos lanzamos como ciegos por el precipicio. Como tontos, nos dispusimos a asesinar
cuando en realidad íbamos al suicidio. Tú lo planeaste, es verdad, pero todos te
secundamos.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Se puso en pie, volvió al hielo a buscar sus ropas, se agachó y se puso a limpiarlas
cuidadosamente con la nieve. Al menos había que reconocer eso al gigante: siempre había
sido escrupuloso. Cuando terminó, regresó a la cueva de carne helada y desplegó sus
ropas para que se secaran o se congelaran.
—¿Una extraña contaminación? —preguntó Shaithis en voz alta.
—Ya puedes decirlo —replicó el otro, y frunció el hocico ya de por sí bastante
retorcido—. ¡Esas manchas hediondas eran de Volse! —Y mientras aún comía, entre
bocado y bocado, les contó su historia.
—Volse y yo notamos que del cono central salía humo. Y, además, una extraña
actividad de vez en cuando en una cueva de las alturas. Y pensamos, si la vieja montaña
contiene calor y fuego, lo razonable es que alguien se haya instalado allí. ¿Pero quién?
¿Hombres corrientes? ¿Wamphyri exiliados, quizá? La única manera de descubrirlo era ir
a ver. Claro que antes de hacerlo enviamos nuestras sondas mentales, pero la persona o la
cosa que vivía en el volcán mantuvo ocultos sus pensamientos.
»El camino es más largo de lo que parece, unos ocho kilómetros hasta el pie de la
montaña, y luego sigue un ascenso de tres kilómetros o más hasta el cono. Cerca de la
cima, donde el sendero se hace muy empinado, hay una cueva. Y era allí donde habíamos
observado señales de actividad, como espejos que reflejaban la luz de las estrellas.
Habitantes, pensamos. Trogs de la nieve o algo por el estilo. En cualquier caso, carne.
»Y, efectivamente, había carne —el semblante del Ferenc se tornó repentinamente
sombrío—. ¡Una tonelada de carne! Pero será mejor que no me precipite y os lo cuente tal
como ocurrió...
«Llegamos a la boca de la cueva escarpada y amarilla por el azufre, me imaginé que
se trataba de una zona de desagüe de la lava. Pero no era apta para ser habitada y ni pizca
más caliente que cualquier otro lugar de los alrededores. Lanzamos nuestras sondas y
descubrimos que ahí dentro había vida: una especie de inteligencia adormecida en el
interior de la cueva, y no nos sentimos en absoluto amenazados. Lo más probable era que
el agujero aquel atravesara toda la montaña hasta el centro mismo. Y si allí estaba el calor,
allí sería donde íbamos a encontrar la vida.
»De modo que entramos. El túnel estaba lleno de rincones y curvas, estaba oscuro y
olía a pozo de basuras. Pero ¿qué es la oscuridad para los wamphyri?
»Volse, que había ideado las pústulas más increíbles para aumentar su ya de por sí
horrendo aspecto, iba delante. Se quitó la chaqueta y su torso aparecía completamente
festoneado por todo tipo de cosas malsanas: «Haya lo que haya ahí dentro —dijo—, deja
que me vea o sienta mi proximidad y no le quedará más remedio que desmayarse y desear
ardientemente que sea una pesadilla». Pensé que tenía razón y no me opuse a que fuera
delante.
«Después..., ¡aah! —Fess dio un leve respingo al atisbar un minúsculo murciélago
albino que revoloteaba cerca de él, debajo del saliente del costado de la bestia voladora
muerta. Con un ademán veloz como el rayo, partió por la mitad al animalito en pleno
vuelo. Después de lo cual siguió—: ¡Ah, sí! Tal vez debería mencionarlo, durante todo el
trayecto, Volse y yo tuvimos compañía. ¡Estos condenados murciélagos! Están por todas
partes.
—¿Por qué los tratas con tanta violencia? —lo interrumpió Shaithis—. En la Tierra de
las Estrellas eran nuestros familiares.
—Éstos no son iguales —comentó Fess, sacudiendo la enorme cabeza—. No
obedecen.
Bastante lleno, fortalecido por la comida, el Ferenc comenzó a vestirse y generó calor
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Brian Lumley Engendro de la muerte
corporal para terminar de secar sus ropas. Se le daba tan bien como generar nieblas.
Mientras se vestía, prosiguió con su historia:
—Como os iba diciendo, Volse iba primero y fue también el primero en internarse en
el corazón de roca y, para ser sincero, he de reconocer que no creíamos que hubiera nada
allí. Nada que nos causara alarma o nos amenazara. Sin embargo, presentí que la imagen
que nos llegaba de aquel lugar y de su presunto morador o moradores debía de ser falsa.
Tenía la sensación de que observaban mi mente, aunque me era imposible detectar al
observador. Pero cuanto más nos internábamos en la montaña, más se reforzaba mi
convicción de que nuestro avance era vigilado hasta el más mínimo detalle, como si cada
paso nos acercara más a una confrontación terrorífica, a una conclusión artificial y
monstruosa. ¡En pocas palabras, a una emboscada!
Arkis lanzó un gruñido y asintió.
—Del mismo modo me sentí yo —comentó en voz baja y con los dientes apretados—,
en las ocasiones en que me acerqué a la bestia voladora de Volse para tratar de pegarle un
mordisco.
—Pues muy bien —asintió Fess sin sentirse ofendido, como si deliberadamente se
negara a ver acusación alguna en el comentario de Arkis—. Y conocí el... ¿miedo? No, eso
no, el miedo no, porque no nos han criado para eso. Digamos, simplemente, que
experimenté una nueva sensación que no me resultó agradable. Y mi presentimiento no
carecía de fundamento, como veréis enseguida. Durante todo el trayecto, esos condenados
albinos nos siguieron de cerca, hasta que el batir de sus alas y sus chillidos llegaron a
hacerse tan molestos que me rezagué un poco para golpearlos en el aire. Probablemente
fue eso lo que me salvó la vida.
»Volse seguía avanzando a grandes zancadas. Pero sintió que algo se acercaba en el
mismo momento que yo lo sentí, y sólo dijo una palabra antes de que lo atacara. La
palabra que pronunció fue «¿Qué?». Sí, hizo una pregunta, pero a pesar de ello jamás llegó
a saber qué fue lo que lo golpeó.
—¡Explícate! —le pidió Arkis con un hilo de voz. Shaithis seguía la historia del
Ferenc completamente concentrado, como embelesado.
Fess se encogió de hombros. Cuando terminó de vestirse se dedicó a cortar trozos de
carne de las costillas alveoladas de la bestia voladora y a echárselos uno por uno en la
boca.
—Es difícil de explicarlo —dijo al cabo de un rato—. Era veloz. Inmenso. Sin
inteligencia. ¡Terrible! Pero vi lo que le hizo a Volse, y decidí que no me haría a mí lo
mismo. Nunca antes había huido de nada..., salvo, quizá, del Habitante y de la tremenda
destrucción que provocó en la batalla por la posesión de su jardín..., pero de aquello tuve
que huir.
»Era blanco, pero de un blanco enfermizo. El blanco que nace de estar oculto en sitios
muy oscuros, como una especie de hongo de caverna. Tenía patas..., muchas, me parece,
con unos pies agarrotados y unos dedos unidos por membranas. Tenía cuerpo y cabeza de
pez, con unas fauces feroces. Pero el arma que empuñaba...
—¿Un arma? —preguntó Arkis, proyectando el morro hacia adelante—. Has dicho
que esa cosa carecía de inteligencia. ¿Cómo es posible entonces que tenga la suficiente
para llevar un arma?
El Ferenc le dirigió una mirada sarcástica, levantó las manos dotadas de garras y le
preguntó:
—¿Acaso éstas no son armas? ¡El arma de aquella cosa era parte de su cuerpo, idiota,
del mismo modo que tus colmillos de jabalí forman parte del tuyo!
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo cuatro
Los lores congelados
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valientes esfuerzos por salvar a los gemelos de perecer ahogados no habían contribuido en
nada a aumentar su vitalidad. Los guerreros necesitan matar y devorar grandes
cantidades de carne roja, de lo contrario, pierden pronto las energías. Entonces pensé:
«¿qué me será más útil en las Tierras Heladas? ¿Un poderoso guerrero o un par de
esclavos porfiados, sin importancia y siempre hambrientos?». ¡Ja! No lo dudé.
»Pensé en matar a uno de los hermanos allí mismo y dárselo a mi guerrero para que
se lo comiera. Pero..., bueno, he de reconocer que había subestimado a ese par de finísimos
aspirantes a wamphyri. Ellos también habían estado ocupados en sopesar todas las
posibilidades y, al igual que yo, se habían decantado por la bestia luchadora.
Retrocedieron una distancia prudente y descendieron por unas profundas y estrechas
grietas en las que no podría ni tentarlos a salir para que se me acercaran. ¡Perros
amotinados! ¡Pues bien, que se congelen! ¡Que se mueran de hambre! ¡Que se mueran los
dos!
»Me monté en mi guerrero, lo espoleé y resbalamos por la rampa del glaciar hasta
que por fin la bestia se elevó en el aire y voló velozmente sobre el océano. Conseguí
despegar con aquella bestia exhausta justo a tiempo, pues era tal su grado de cansancio
que pude paladear la sal del rocío que lanzaban las olas al chocar contra el glaciar. Pero,
afortunadamente, estaba ya en el aire.
«Enfilé tierra adentro, me elevé más aún y vi a los traicioneros gemelos Largazi que
salían del hielo y volvían sus caras hacia mí; los saludé con la mano a manera de sarcástica
despedida y puse rumbo a una línea lejana de picos cuya silueta se recortaba contra las
iridiscencias que la aurora dibujaba en el cielo. Eran los picos que veis allí detrás, con su
cono volcánico central y esas chimeneas de expulsión de lava que están vigiladas, según el
Ferenc, por monstruos de nariz en forma de espada. Esos mismos que veis allí.
»No me atrevería, y tampoco podría, llamar mentiroso a Fess por contarnos que
Volse murió a manos de una criatura extraña y salvaje, porque mi guerrero halló un final
triste y sospechoso. ¿Y quién podría negar que Volse y mi pobre y cansado guerrero
fueron víctimas de la misma bestia sanguinaria?
»Os contaré cómo ocurrió. Mi guerrero se encontraba mortalmente cansado..., bueno,
tal vez no estuviera tan cansado, porque como bien sabéis no mueren con facilidad y rara
vez de cansancio. Pero la criatura estaba al límite de sus fuerzas, jadeaba y se quejaba.
Exploré las tierras que nos rodeaban y vi unos senderos de lava en las laderas superiores
del cono central, que constituían unas resbaladizas rampas de despegue en caso de que el
guerrero volviera a encontrarse en condiciones de remontar el vuelo.
»Pero, ay, el aterrizaje fue poco diestro y la bestia me lanzó al suelo; se le resquebrajó
el caparazón blindado, se le retorció un ala estabilizadora y se le rompió un orificio de
propulsión al chocar contra un saliente afilado de lava. Perdió varias decenas de litros de
fluidos antes de que su carne metamórfica lograra sellar los agujeros. Mis heridas, sin
embargo, fueron leves y no les presté mayor atención; pero fue tal mi enojo que maldije y
pateé al guerrero durante un buen rato hasta que la bestia se enfadó y comenzó a gritar y a
escupirme. Me vi entonces obligado a calmar al bruto, y, finalmente, para ocultarlo de la
vista de cualquiera que pudiera pasar, lo hice retroceder hasta la entrada de un túnel
cavernoso, muy similar o tal vez idéntico al que ocupaba la blanca bestia leprosa y
sanguinaria que describió el Ferenc. Porque aquel túnel era también un antiguo sendero
por el que había fluido la lava desde el centro ígneo del volcán, y tal vez debí haber
explorado su interior. Pero en aquel momento no tenía pruebas de que en el cono central
ocurriera nada sospechoso.
«Ordené al guerrero que se curara, lo dejé allí, en la entrada de la caverna, y vencido
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Brian Lumley Engendro de la muerte
por la curiosidad bajé a pie hasta la llanura de resplandecientes castillos de hielo, para ver
qué contenían. Porque, como habréis notado, parecen columnas o nidos de águilas
wamphyri formados en el hielo. En cuanto a lo que descubrí, fue algo muy extraño y
pavoroso, diría incluso temible.
»Lores expatriados, todos ellos congelados, con las funciones vitales suspendidas,
encerrados en hielo en el centro de sus resplandecientes castillos. Muchos estaban
muertos, aplastados o segados por el movimiento de los glaciares; pero había algunos,
demasiados, me pareció, que habían... ¿sucumbido?... de maneras muy variadas. Sin
embargo, encontré también unos cuantos que todavía se conservaban bien y dormían en el
interior de impenetrables muros de hielo, duros como el hierro, con sus metabolismos
vampíricos tan reducidos que apenas parecían haber cambiado al cabo de tantos siglos.
Pero era ésta una falsa impresión, pues sus sueños se desvanecían, transformados en cosas
efímeras, meras memorias de las vidas que habían conocido en los viejos tiempos, cuando
el primero de los wamphyri habitó en sus columnas de la Tierra de las Estrellas y
desencadenó allí sus guerras territoriales.
«Todos los ex lores se morían; lentamente, muy lentamente, pero se morían. Y no
podía ser de otro modo, porque la sangre es la vida y durante siglos no habían tenido otra
cosa que hielo...
—¡Algunos de ellos! —lo interrumpió Fess Ferenc—. La mayoría de ellos, sí. Pero al
menos hay uno al que no le ha faltado. Ésta es la conclusión a la que llegamos Volse
Pinescu y yo después de examinar las columnas de los castillos de hielo.
Shaithis miró primero a Fess y luego a Arkis, y preguntó:
—¿Os importaría darme más detalles?
Arkis se encogió de hombros y respondió:
—Supongo que el Ferenc habla de los tronos de hielo rotos y de los vacíos. Porque he
podido descubrir que es un hecho el que algunos reductos congelados, en realidad un
número nada despreciable, han sido violados y sus congelados e impotentes habitantes
han sido robados. Pero ¿por quién..., adónde los habrán llevado... y para qué?
El Ferenc, corpulento y de cráneo sesgado, volvió a interrumpir:
—Yo también he sacado mis propias conclusiones sobre estas cosas. ¿Puedo hablar?
Arkis Leprafilius volvió a encogerse de hombros y contestó:
—Si vas a arrojar luz sobre este misterio, adelante.
—Sí, habla —le pidió Shaithis.
El Ferenc asintió y dijo:
—Como habréis podido notar por vuestros propios medios, el número de castillos de
hielo ronda entre los cincuenta y los sesenta, forman anillos concéntricos alrededor del
volcán apagado, que está en el cono central. ¿Pero está en realidad apagado el volcán? Y,
de ser así, ¿por qué sigue saliendo un poco de humo por el antiguo cráter recubierto de
hielo? Además, ya hemos visto, al menos yo lo he hecho con claridad, que hay como
mínimo una monstruosa criatura guerrera vigilando los túneles de entrada al cono. ¿Pero
qué más o quién más está vigilando?
Cuando la pausa que hizo amenazaba con prolongarse indefinidamente, le tocó a
Shaithis encogerse de hombros.
—Te ruego que prosigas —Te pidió a Fess—. Nos tienes en ascuas, completamente
fascinados.
—¿De veras? —El Ferenc se mostró un tanto halagado. Lenta y deliberadamente,
hizo sonar cada uno de los nudillos de sus manos agarrotadas—. Fascinados, ¿eh? Bien, no
es para menos. Ya lo ves, Shaithis, no eres el único pensador que ha sobrevivido a las iras
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Brian Lumley Engendro de la muerte
del Habitante.
Shaithis soltó un zumbido por su nariz retorcida, tal vez un tanto indeciso, y giró la
cabeza hacia ambos lados. Por fin dijo:
—Reconoceré cuanto deba reconocer..., pero sólo cuando pueda ver el panorama
entero.
—Muy bien —dijo el Ferenc—. He aquí cuanto vi y lo que de ello deduje. El llagado y
purulento Volse Pinescu y yo exploramos los nidos de águilas helados más interiores y
descubrimos que todos habían sido saqueados. Después de lo cual, y sobre todo ahora que
Volse ha desaparecido, absorbido hasta los huesos por la Cosa que hay en los túneles de
lava, estoy en condiciones de unir de forma bastante exacta todos los elementos para tener
un panorama completo de cuanto ha ocurrido aquí.
«Según lo veo yo, los amos del volcán dormido son algún lord o alguna lady
wamphyri. Durante siglos lucharon contra los vampiros exiliados para impedir que
tomaran posesión de las comodidades del volcán..., donde al parecer queda algún resto de
calor. A medida que los vampiros que los asediaban fueron sucumbiendo al frío y
entraban en estado de hibernación, el ingenioso amo del volcán salía de vez en cuando a
saquear sus cámaras heladas para alimentarse de sus carnes congeladas. ¡En realidad, los
castillos de hielo son como su despensa!
—¡Ah! —exclamó Arkis, y se dio un golpe en el muslo—. Ahora todo queda claro.
El Ferenc asintió con su cabeza hinchada, de grotescas proporciones.
—¿Estáis de acuerdo con mis conclusiones?
—¿Acaso podría ser de otro modo? —preguntó Arkis—. ¿Qué dices tú, Shaithis?
Shaithis lo miró con curiosidad y respondió:
—Digo que ondeas como bandera al viento, ahora por aquí, dentro de un rato, por
allá. Primero querías matar al Ferenc, y ahora aceptas hasta su última palabra. ¿Con tanta
facilidad cambias de parecer?
El hijo del leproso lo contempló, ceñudo, y repuso:
—Conozco la verdad cuando la oigo. Además, sé reconocer la validez de un plan
sólido. El análisis que ha hecho el Ferenc sobre el estado de las cosas me parece correcto, y
tu petición de que nos unamos para nuestra mutua seguridad me parece igualmente
acertada y sabia. ¿Qué es lo que te preocupa, Shaithis? Creía que deseabas que fuéramos
amigos.
—Así es —respondió Shaithis—. Pero me preocupa que las lealtades cambien tan
deprisa, es todo. ¿Te importaría concluir tu historia? Lo último que nos has contado fue
que habías dejado a tu guerrero herido en la boca de un túnel de lava y que habías bajado
a la llanura para explorar los castillos de hielo.
—Sí, eso hice —convino Arkis—. Y descubrí más o menos lo mismo que ha explicado
el Ferenc. Los tronos envueltos en hielo de todos esos lores wamphyri desconocidos
habían sido abiertos y vaciados, como colmenas de la Tierra de las Estrellas saqueadas
para quitarles la miel. Sí, y en aquellos castillos de hielo que estaban más alejados del cono
central, también encontré pruebas de intentos de robo, pero en muchos casos el hielo era
demasiado grueso y los lores arrugados por el paso de tantos siglos permanecían a salvo,
intactos, sin que nadie hubiera podido expoliarlos. Lo cual significaba que también
estaban a salvo de mí.
»Al final me cansé de mis fantasmales exploraciones. Tenía hambre y no podía entrar
en aquellas despensas permanentemente heladas; los pequeños murciélagos albinos ya no
se fiaban de mí y huían de mis poderosas manos; si mis ex esclavos, los Largazi,
continuaban con vida, sin duda se encontrarían a mitad de camino de donde yo estaba.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
También estarían exhaustos y no podrían darme alcance. ¡Ah, pero entonces tuve una
idea! Era hora de que regresara junto a mi criatura guerrera para ver si había logrado
sobrevivir. De modo que trepé hasta la caverna elevada donde había ocultado a la bestia.
»Pero no la encontré. Sólo hallé algunos restos, nada más.
—La cosa chupadora —dijo el Ferenc—. La bestia sanguinaria con el hocico
cartilaginoso en forma de espada.
—¿Pero cómo? —preguntó Shaithis, inseguro—. Que una criatura carente de
inteligencia chupe a un hombre o, si le dan tiempo, a un guerrero hasta dejarlo seco,
puedo entenderlo. Pero cortar en trozos a una criatura tan corpulenta para llevárselos...
El Ferenc se limitó a encogerse de hombros y dijo:
—Estamos en las Tierras Heladas. Aquí hay extrañas criaturas, con extrañas
costumbres, y los alimentos escasean. Piensa un poco, ¿crees acaso que en la Tierra de las
Estrellas habrías soñado siquiera con masticar las correosas arterias de una bestia
voladora? ¿Con las despensas llenas de trogs y con todos esos Viajeros vivitos y coleando
al otro lado de las montañas? ¡Ni hablar! ¿Pero aquí? ¡Ja! No tardamos mucho en aprender.
Bajamos el listón a toda prisa. ¿Y qué me dices de las criaturas y de los seres que tal vez se
han pasado aquí todas sus vidas? Si la bestia sanguinaria y leprosa caza por sus propios
medios, entonces debe de tener una despensa en alguna parte. ¿Y si caza para un amo? —
Volvió a encogerse de hombros—. Tal vez fuera ese amo el que despedazó al guerrero de
Arkis para llevárselo trozo a trozo.
Shaithis ocultó sus pensamientos en el fondo de su mente, y dijo para sí: Un amo, sí,
tienes razón, Fess. Un amo del Mal, la fuente misma del Mal, en forma de lord vampiro infinito; en
realidad, uno de los primeros y auténticos lores. ¡El oscuro lord Shaitan! ¡Shaitan el Nonato!
¡Shaitan el Caído!
—¿Y bien? —preguntó Arkis Leprafilius—. ¿Tiene sentido lo que dice el Ferenc o no?
Si lo tiene, ¿qué hacemos ahora?
Shaithis contestó con tono cauteloso:
—Es posible que lo que el Ferenc dice tenga sentido. —Y para sí pensó: ¡Mucho
sentido, a pesar de venir de un tonto deforme! Pero lleva aquí más tiempo que yo. Tal vez no sea la
expresión repentina de una inteligencia antes impensable en el gigantón, sino el hecho puro y
simple de que ha estado sometido durante más tiempo a la influencia de Shaitan..., a la mirada de
sus antiquísimos ojos a través de las órbitas rosadas de la miríada de esbirros albinos que posee.
—¿Y bien? —el Ferenc repitió la pregunta de Arkis—. ¿Qué hacemos ahora, Shaithis?
¿Tienes algún plan?
¿Un plan? ¡Ah, sí, un plan! Descubrir más acerca del tal Shaitan; buscarlo y averiguar por
qué permitió que me abrigara con sus albinos; pero, ante todo, descubrir qué es esta extraña afinidad
que me empuja a una criatura que jamás he conocido más que a través de mitos y leyendas.
En voz alta contestó:
—Un plan, sí. —Pensando con su claridad acostumbrada, diseñó un plan de la nada,
siguiendo la inspiración del momento. Un plan que esperaba aprobaran sus compañeros
vampiros y que sirviera a sus propósitos—. Primero cortaremos una buena cantidad de
carne de esta bestia voladora —dijo—, toda la que podamos cargar cómodamente. Luego,
de camino al cono central, podréis enseñarme algo más sobre los lores helados. Porque
hasta ahora sólo he visto uno. —Kehrl Lugoz, que fue desterrado aquí junto con Shaitan, en los
albores de la tiranía wamphyri—. Y no es suficiente para que me forme una firme opinión.
Después, en los castillos de hielo interiores, podréis enseñarme las guaridas rotas de
donde han sido robados los cuerpos de algunos lores. Todo esto para empezar. —Ya se me
ocurrirán más cosas a medida que avancemos.
114
Brian Lumley Engendro de la muerte
después de mirar un momento los ojos escarlata de cada uno de sus «compañeros»,
Shaithis dijo:
—Listo. Vayamos a ver qué aspecto tienen estos exiliados que llevan siglos en el
hielo.
Y unidos, al menos por el momento, los vampiros partieron por los campos nevados
y los montones de hielo centelleante; atravesaron las extrañas terrazas, y las rielantes
almenas del castillo que habían elegido se hicieron más grandes a medida que acortaban la
distancia que los separaba. Y en el desagradable centro, rodeado por los brillantes nidos
concéntricos de águilas, aparecía de vez en cuando la forma más oscura del volcán
«apagado», por el que salía una bocanada de humo que subía hacia el cielo radiante
perpetuamente cambiante.
¿O tal vez era solamente una ilusión? Probablemente. Pero Shaithis creía que no...
Shaithis no tardó en descubrir que los castillos de hielo se parecían mucho entre sí. El
primero que exploraron, por ejemplo, podía muy bien haber sido la columna fría,
estremecedora y desnuda de Kehrl Lugoz; podía haber sido, pero el caso era que el de la
envoltura tupidamente protegida del centro no era Kehrl, el muerto en vida, quien
esperaba a que transcurrieran los siglos, sino otro lord. Además, y quienquiera que
hubiera sido en vida, hacía tiempo que su espera había tocado a su fin, puesto que en
aquel momento estaba completamente muerto. Convertido en una momia de hielo,
congelado, muerto de hambre, disecado hasta alcanzar una condición que iba más allá de
la vida, el viejo vampiro pasó a formar parte de todas las cosas del pasado, dejando atrás
sólo su caparazón exterior para representarlo en el presente.
Shaithis lo miró a través de la vacilante impureza del hielo y se preguntó quién
habría sido. Fuera quien fuese, tal vez mejor era que estuviera muerto. Sus pensamientos,
de haber existido, podían haber revelado a Arkis y al Ferenc secretos que Shaithis prefería
que no conocieran..., como, por ejemplo, por qué yacía en su pedestal tallado en el hielo,
apoyado sobre un codo esquelético, con una mano agarrotada levantada ante él como para
escudarse de algún mal inefable. Tenía los ojos descoloridos, el tiempo se había encargado
de desteñirlos comiéndose el tono escarlata, aunque no había logrado borrar la huella del
horror. Sí, porque incluso aquel miembro de los antiguos wamphyri aparecía horrorizado.
Por algo o por alguien que se le había puesto delante, donde Shaithis se encontraba en
aquel momento.
—¿Cómo interpretas eso? —El eco repentino de la voz cavernosa del Ferenc hizo que
Shaithis diera un brinco. Miró hacia donde el gigante apuntaba con su mano provista de
garras, a un agujero circular en el hielo en el que hasta ese momento no había reparado.
De aproximadamente un palmo de diámetro, el agujero casi invisible parecía señalar como
una flecha hacia la reliquia conservada del wamphyri que yacía en su sillón tallado.
—¿Un agujero? —preguntó Shaithis, ceñudo.
—Sí —asintió el Ferenc—. Como si fuera de una enorme lombriz de tierra. ¿Pero una
lombriz de hielo? —Se arrodilló y metió la mano y el brazo en el agujero y lo hundió hasta
la altura del hombro. Retiró luego el brazo, observó la dirección que llevaba y añadió—: ¡Y
le apunta directamente al corazón!
—Aquí hay más agujeros de esos —gritó Arkis, cerca de la curva del núcleo—. Me da
la impresión de que los han hecho con algún instrumento. ¿Veis los fragmentos
amontonados que han caído al suelo?
Shaithis pensó: Vaya, parece que las pequeñas privaciones que han padecido los tontos de
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Brian Lumley Engendro de la muerte
mis amigos los han vuelto observadores. Siguió la curva del núcleo hasta llegar donde se
encontraba Arkis y examinó los nuevos agujeros o, mejor dicho, los agujeros recién
descubiertos, porque en realidad podían haber sido hechos hacía uno o dos siglos. Y
observando la dirección que llevaban, tal como había hecho el Ferenc, Shaithis notó que
aquellos túneles perfectamente circulares apuntaban a la masa principal de la momia
amortajada en el hielo.
Pensó para sí: Túneles, no cabe duda, y achicó un poco los ojos y reflexionó sobre aquel
concepto con más detenimiento. Hacía mucho tiempo, Shaithis había visitado los
asentamientos de los szgany itinerantes que trabajaban el metal y vivían al este de la gran
cadena montañosa que separaba la Tierra de las Estrellas de la Tierra del Sol. Se trataba de
los «caldereros» que diseñaban y construían los temibles guanteletes de batalla de los
wamphyri. Shaithis había visto la forma en que los pintorescos Viajeros vertían metal
fundido por tubos de arcilla o por canales de tierra que iban a parar a unos moldes; de
manera que aquellas perforaciones o agujeros tenían algo que le recordaban el vertido de
líquidos. Pero todos aquellos túneles incompletos ascendían por unas suaves pendientes
hacia el lord muerto, lo cual parecía indicar que no habían sido diseñados para conducir
nada hasta él. ¿Tal vez para extraer algo de él? Shaithis se estremeció; comenzó a
considerar que sus investigaciones y, sobre todo, sus conclusiones eran detestables.
Había en aquel ambiente algo que hasta el corazón de vampiro de Shaithis
encontraba ominoso, opresivo, cargado de muerte. Y, finalmente, Fess Ferenc expresó en
voz alta esa sensación de mal augurio:
—El purulento Volse y yo vimos los núcleos donde el hielo no era tan grueso. ¡Los
gruesos habían penetrado justo hasta el centro y ahí dentro sólo quedaban montones de
trapos, piel y huesos!
—¿Qué? —preguntó Shaithis, arrugando la frente.
—Como si los habitantes o durmientes que vivían en estas columnas heladas
hubieran sido absorbidos a través de estos canales hasta ser consumidos por completo,
salvo sus trozos más sólidos.
—¿Pero cómo? —insistió Shaithis, porque era exactamente lo que él había pensado—.
¿Cómo es posible absorber un cuerpo entero y congelado por un agujero por el que no
entra siquiera la cabeza de ese cuerpo?
—No lo sé. —El Ferenc sacudió su cabeza deformada—. Pero supongo que eso fue
precisamente lo que temía este viejo. Es más, supongo que por eso mismo murió de
miedo...
Más tarde, cuando se encontraban un kilómetro más cerca del núcleo o cono central,
entraron en uno de los castillos de hielo internos.
—En éste no he estado antes —comentó el Ferenc—. Pero encontrándose tan cerca
del viejo volcán, creo que es fácil adivinar lo que vamos a descubrir.
—¿Ah, sí? —dijo Shaithis, y lo miró.
—¡Nada! —exclamó el Ferenc, con aire de enterado—. Sólo hielo despedazado
alrededor de un montón de lava negra y el agujero vacío por el que se han llevado a algún
antiguo lord.
Tenía razón. Cuando por fin encontraron el alto trono de lava, estaba vacío y la
cobertura de hielo yacía en el suelo hecha pedazos y astillas escarchadas. Había unos
cuantos fragmentos de tela, pero eran tan viejos y estaban tan tiesos que se deshacían con
sólo tocarlos. Y nada más.
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Capítulo cinco
Parientes consanguíneos
Shaithis de los wamphyri tuvo un sueño fantástico. Tal como suele ocurrir con los
sueños, el de Shaithis se componía de muchas escenas y temas del todo incoherentes y
difícilmente explicables, salvo si se los consideraba como ecos de sus ambiciones. La
fantasía llevaba tiempo gestándose en las cavernas más oscuras del subconsciente de
Shaithis, hasta que tomó forma definida en una secuencia de escenarios ordenados más o
menos así:
Todo ocurría durante la recepción de Shaithis, su triunfo, su momento de gloria.
Lady Karen estaba arrodillada y desnuda entre los muslos separados de Shaithis, le
palpaba las enormes gónadas, le acariciaba e incluso le mordisqueaba (pero con sumo
cuidado) la punta abultada y purpúrea de su hinchado falo; de vez en cuando se detenía
para frotar suavemente la verga palpitante entre sus pechos perfectos. Shaithis estaba
reclinado entre suntuosos cojines, sobre el trono de hueso de Dramal Cuerpocondenado,
en el nido de águilas de Karen; la última de todas las inmensas columnas de los wamphyri
le pertenecía por fin por derecho de conquista, y mentalmente pasó revista a todas las
personas, criaturas y posesiones que estaban a su disposición para que él usara y abusara
de ellas, incluso para que las destruyera si así lo deseaba.
Por encima de los contrafuertes, balcones y almenas de un nido de águilas situado a
un kilómetro de altura y construido con huesos fosilizados, piedras, membranas y
cartílagos, unas estrellas nuevas se amontonaban para unirse a las que ya brillaban en el
oscuro cielo. El sol desplegó en abanico las últimas radiaciones doradas y se hundió tras la
Tierra del Sol, y durante unos intensos momentos las montañas que hacían de barrera
proyectaron sus siluetas corpulentas y serradas mientras las puntas amarillas y
resplandecientes de sus picos pasaban de los tonos purpúreos a los grises intensos.
Después, la sombra de las montañas se fue alargando velozmente en forma de
monstruosas manchas que cubrieron las llanuras de rocas de la Tierra de las Estrellas para
sumirlas en la oscuridad, y por fin se produjo el ocaso que tanto había esperado Shaithis:
la hora de su gran triunfo, de su venganza.
Como obedeciendo a una señal, sus lugartenientes apartaron los pesados tapices que
cubrían las ventanas, cortaron los signos cabalísticos de Karen, de modo que éstos se
retorcieron y se precipitaron en la oscuridad describiendo espirales en el aire; desplegaron
entonces los estandartes más largos que llevaban el nuevo blasón de Shaithis —un
guantelete wamphyri cerrado en un puño y alzado amenazadoramente por encima de una
esfera resplandeciente que era el portal de la Tierra de las Estrellas que conducía a las
Tierras del Infierno— para colgarlos y dejar que ondearan en las leves corrientes de aire
que soplaban en los parapetos más altos del nido de águilas.
—Así lo deseé —gruñó—, y así ha acontecido.
Miró con ojos encendidos a su alrededor, desafiando a todos a que negaran su
soberanía, si se atrevían. Sin embargo, en el fondo de su corazón Shaithis sabía que la
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Brian Lumley Engendro de la muerte
victoria no le pertenecía por entero. Sabía que no podía sostener que él fuera su único
artífice, ni que él solo había logrado aplastar las extrañas fuerzas y la magia ultraterrena
del Habitante. No, porque le había hecho falta mucha ayuda para ello.
Shaithis no recordaba con exactitud cómo se había ganado la batalla, pero sabía que
había contado con un poderoso aliado que lo acompañaba incluso en aquel momento.
Dado que él parecía ser el único consciente de la presencia de ese otro, y dado que sólo él,
entre todos los hombres, estaba en condiciones de asumir el mando y proclamarse jefe
militar de los nuevos wamphyri, ¿qué importaba? Un espectro no puede usurpar el puesto
de un hombre.
Entrecerró los ojos y miró hacia la derecha y hacia atrás (aunque con disimulo, para
que nadie lo notara); atisbó un momento la Cosa de Negra Capucha, envuelta en su negra
capa, mientras contemplaba de cerca cuanto acontecía. Era una Cosa maligna y oscura,
invisible a todos, desconocida por todos menos Shaithis; sin embargo, aquella criatura
había hecho posible la conquista de la Tierra de las Estrellas. Shaithis no se sentía en
absoluto agradecido, y se limitaba a mirar ceñudo; porque de repente se le ocurrió que
aquel aliado secreto y sin rostro —su invisible espíritu protector— era el verdadero amo
de todo aquello y que él no era más que un testaferro, cosa que lo irritó sobremanera y le
avinagró la victoria. Porque él era wamphyri y necesitaba de un territorio y ni en aquel
mundo ni en ningún otro había sitio suficiente para dos jefes militares.
Como galvanizado por una extraña frustración, Shaithis se puso en pie
repentinamente. Sus esclavos postrados y sus lugartenientes vigilantes, que estaban
arrodillados, se levantaron con él (aunque todos ellos, amos y esbirros por igual, se
encogieron al descubrir la severidad de su mirada), y cuatro guerreros pequeños cubiertos
por armaduras que despedían leves destellos sisearon asustados ante semejante
despliegue de movimiento, aunque se mantuvieron en sus posiciones en los extremos más
apartados del gran salón.
A los pies de Shaithis, lady Karen se alejó de su amo. Su mirada escarlata parecía en
cierto modo adoradora (era una mujer traicionera como de costumbre), pero sobre todo
temerosa; la apartó de una patada y se acercó a grandes zancadas a las ventanas de altos
arcos. Allá fuera, en los niveles aéreos, pululaban colonias enteras de murciélagos
Desmodus, de piel color humo, como si fueran nubes de diminutos y nerviosos pájaros que
volaban junto a los gigantescos guerreros de Shaithis; además, una fila tras otra de bestias
voladoras con forma de manta, ataviadas con arreos decorativos, aparecieron en el cielo,
conducidas por los lugartenientes y los jinetes esclavos de alto rango, sentados
orgullosamente sobre las sillas de montar que llevaban grabado el sello con el guantelete
de Shaithis. Era un despliegue aéreo de su fuerza después de la mas grande de las
victorias.
Shaithis contempló la exhibición durante un momento, con los brazos en jarras y la
cabeza bien erguida; observó el desfile de su flota aérea como un general que pasara
revista a las tropas. Después, volvió los ojos carmesíes hacia el oeste para posarlos en el
jardín del Habitante o, mejor aún, en los altos lomos de las grises colinas donde el jardín
había florecido. Ah, pero eso había sido ayer, y ahora...
Se alzaban unas llamas y un humo negro subía hacia el cielo, y la parte inferior de las
nubes que tocaban los picos se teñía de rojo por efecto del infierno que ardía debajo de
ellas. ¡Shaithis lo había instado a materializarse y se había vuelto real! El jardín ardía y sus
defensores estaban... ¿muertos?
No, no todos. Todavía no.
—Traédmelos aquí —ordenó el vampiro dormido a nadie en particular—. Ya me
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Brian Lumley Engendro de la muerte
acercarse del modo indigno en que Shaithis le había ordenado, su hermosa esbeltez no se
vio en modo alguno mermada.
Cuando estuvo cerca de él, Shaithis se inclinó rápidamente y aferró con una mano un
puñado de sus cabellos rojizos, tiró de ellos con fuerza y la obligó a ponerse en pie. La
mujer no dijo palabra, no protestó, pero el Habitante se inclinó un poco hacia adelante —
extraña actitud o postura, como un perro que hiciera equilibrios sobre las patas traseras—
y Shaithis creyó haber oído un gruñido quedo tras la máscara. ¿Había despertado tal vez
las pasiones del Habitante? De ser así, ¿qué reacción habría provocado en su padre,
morador del infierno?
Sujetó a Karen en posición vertical, de modo que ésta se apoyaba de puntillas,
dejando ver las uñas pintadas de rojo. Shaithis apartó entonces la mirada del Habitante y
contempló los ojos extraños y tristes de su ridículo padre. Inclinó la enorme cabeza con
aire inquisitivo y dijo:
—De modo que tú eres el morador del infierno que tantos problemas me ha causado
en el jardín, ¿eh? Pues bien, hombrecito, tengo la impresión de que tanto tú como tu hijo
tuvisteis suerte en esa ocasión, y que si sois lo mejor que pueden enviarnos los del otro
lado de la Puerta esférica, ¡ya ha llegado entonces la hora de que los wamphyri entremos
en las Tierras del Infierno y les enseñemos de qué somos capaces! Aunque he de admitir
que hay algo que no logro explicarme. ¿Una criatura como tú, pequeña, blanda, canija, con
las partes carnosas de un muchacho virgen quiere hacerme creer que ha penetrado esto?
—Enroscó con más fuerza los cabellos de Karen en su puño y la alzó más alto, hasta que la
mujer se vio obligada a bailar de puntillas—. ¿Y que has vivido para jactarte de ello? —La
carcajada despreciativa de Shaithis crepitó como un hierro candente entre las ascuas.
El morador del infierno se puso rígido y sus ojos escarlata se abrieron más; crispó la
comisura de los labios; su carne pálida adquirió mayor palidez. Pero encontró fuerzas para
contener la fría furia que la burla de Shaithis le había provocado momentáneamente. Por
fin, con voz calmada y en un susurro, contestó:
—Has de creer lo que te plazca. Yo ni confirmo ni niego nada.
¡Cuanta negatividad! Shaithis tomó aquello como muestra de la impotencia del
morador del infierno. Porque si Karen y él habían sido amantes, sin duda se habría
deleitado en jactarse de que él la había usado primero y la había desechado, costumbre
habitual entre los wamphyri; ¡de haber cometido semejante insolencia, Shaithis le habría
arrancado las entrañas con instrumentos afilados y ante su mirada viva habría alimentado
a un guerrero con sus intestinos humeantes! Pero se sintiera o no impotente, todavía no
había contestado la pregunta del lord vampiro.
—Muy bien —dijo Shaithis, y se encogió de hombros—. Entonces voy a suponer que
ella no significa nada para ti. Porque si creyera lo contrario, te cortaría los párpados para
que no pudieras cerrar los ojos, y te colgaría de cadenas de plata en las paredes de mi
alcoba, donde no te quedaría más remedio que observar hasta la última de las intrincadas
acrobacias de nuestros acoplamientos..., ¡hasta que ella muriera de extenuación!
En el instante mismo en que expresaba su amenaza oyó:
¡No lo hagas!
La advertencia sonó como un gong en la mente de Shaithis y de inmediato reconoció
su procedencia. Miró furioso hacia el otro lado del salón, donde estaba la Cosa de Negra
Capucha, comprobó que en el interior de la capucha, que antes había sido negro e
impenetrable como el granito, se veían unas órbitas color azufre y los puntitos escarlata de
unos ojos, que sin parpadear le enviaban a su mente aquel mensaje de fuego.
¡No los provoques demasiado! ¡Los tengo hechizados y he suprimido sus poderes, pero
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acicatearlos es como encajar estacas afiladas debajo de las escamas de un guerrero! Los vuelve
inestables, los galvaniza y se debilita el control que ejerzo sobre ellos.
Shaithis contestó:
¡Pero están abatidos, conquistados, apaleados como perros! Nadie mejor que tú para saberlo;
porque eres tú quien tiene sus mentes en tus manos como si fueran uvas, para pelarlas o aplastarlas
a tu antojo. Y así de sujetos tengo yo a los guerreros que aquí ves, y a mis muchos lugartenientes y
esclavos. Así como a mis criaturas de afuera que pueblan el viento nocturno. Ahora te ruego que me
digas, ¿qué debo temer?
Sólo tu codicia, hijo mío, y tu orgullo, respondió el otro. ¿Has dicho «tus» guerreros,
lugartenientes y esclavos? ¿Tuyos y no nuestros? ¿Es que no tengo nada que ver en tu triunfo?
Fuimos dos, Shaithis, ¿lo recuerdas? Sin embargo, hablas de ti cuando sólo podías estar refiriéndote
a nosotros. Evidentemente se trata de un lapsus linguae. Ah, pero hay que tener en cuenta que los
wamphyri tienen la lengua bífida, ¿no?
Shaithis siseó su respuesta:
¿Qué quieres de mí?
Sólo quiero que no seas tan orgulloso, respondió la Cosa de Negra Capucha. Porque yo
también, en mis tiempos, fui orgulloso y descubrí que el orgullo desaparece antes de una caída.
Era el colmo. ¿Pedirle a un vampiro que no fuera orgulloso? ¿Contener las emociones
impetuosas y aumentadas de un ser como Shaithis? ¡Pero él era un wamphyri!
Dirigiéndose a la Cosa de Negra Capucha, le manifestó:
He prometido matar a Karen de un modo determinado, con mis propias manos y en mi propia
cama. Mi triunfo no será completo hasta que ello ocurra del modo más parecido a como lo deseo.
Además, el Habitante y su padre han sido enemigos mortales y tengo la intención de destruirlos.
¡Entonces destrúyelos!, exclamó el otro con los ojos ardientes, como si estuvieran
envueltos en llamas. Mátalos ahora, pero no los tortures. Porque si los azuzas demasiado...
¿Sí?
... Creo que ni siquiera ellos mismos son conscientes de su propia fuerza, de sus poderes.
Shaithis se mostró asombrado.
¿Su fuerza? ¿Pero es que no ves que son débiles? ¿Sus poderes? ¡Es evidente que son
impotentes! Lo son y pienso probarlo.
Soltó el pelo de Karen y la mujer se desplomó a sus pies. En sus sueños, Shaithis se
dirigía otra vez a sus cautivos, que durante la conversación mantenida con la Cosa de
Negra Capucha habían quedado inmóviles en un segundo plano, sujetos por unos
esclavos vampiros.
—Hubo una época —dijo a los dos prisioneros— en la que la perra de Karen
traicionó a su legítimo señor, es decir, a quien os habla, así como a todos los wamphyri.
¿Qué digo traicionarnos? ¡Su traición nos llevó al borde de la destrucción! Fue entonces
cuando juré que si los tiempos y las suertes cambiaban, introduciría un tubo en su corazón
palpitante y le chuparía la sangre sorbo a sorbo. También juré que mientras le fuera
absorbiendo los jugos, la llenaría con mi carne. Un doble éxtasis para una señora de lo más
indigna. ¡Lo he jurado y así será! —Y mirando a sus lugartenientes dijo—: Traedme mi
lecho de sábanas de negra seda y la paja fina de oro que encontraréis sobre mi almohada.
Seis esclavos forzudos transportaron el lecho de Shaithis; un lugarteniente servil le
presentó un pequeño cojín de seda en el que había un delgado tubito de oro, cuya boquilla
en forma de embudo reflejaba el resplandor despedido por la luz de las antorchas. Shaithis
cogió la paja, se quitó la túnica e hizo una seña a Karen para que se dirigiera al lecho.
Cuando avanzó para reunirse con ella volvió a oír el gruñido profundo que surgía de la
garganta del Habitante, y Shaithis volvió a notar que su contrincante adoptaba la extraña
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Las carnes de Karen se despedazaron ante los ojos del lord vampiro como si el tubo
de Shaithis la hubiese envenenado y desencadenara en ella un catabolismo corruptivo. Sus
brazos se convirtieron en unas varas surcadas de venas amarillas de las que los brazaletes
se deslizaron para caer al suelo con sonido metálico; sus ojos escarlata se tiñeron de un
tono amarillo enfermizo bajo las espesas pestañas; la piel se le arrugó como una pasa.
—¿Qué? —exclamó con voz ronca Shaithis cuando los labios desfigurados de Karen
dibujaron la parodia de una sonrisa para enseñarle la leprosa lengua bífída, unas encías
arrugadas y sueltas y unos dientes podridos—. ¿Qué? —No era exactamente una
pregunta, pero ella la contestó de todos modos.
—¡Mi lord, aquí me tienes, soy toda tuya! —exclamó, y su voz sonó como un cacareo
morboso, al tiempo que tendía la mano para aferrar el miembro menguante de Shaithis.
Presa de una actividad frenética, Shaithis le dio una fuerte palmada a la boquilla del
tubo y la enterró en el cuerpo de Karen..., ¡un chorro burbujeante de hediondo pus salió a
presión y fue a adherirse a su propia carne estremecida! Con un grito inarticulado se
incorporó, tambaleante, señaló la cosa que se disolvía sobre el lecho y ordenó:
—¡Destruidla! ¡Sacadla ahora mismo! ¡Al pozo de inmundicias!
Pero nadie parecía prestarle atención. Los lugartenientes de Shaithis y otros esclavos
estaban confundidos; la faceta de lobo del Habitante causaba entre ellos los mismos
estragos que un zorro en un gallinero; en cuanto al padre del Habitante, aquel morador
del infierno..., el lord vampiro no podía creer lo que veía.
Los dos corpulentos aspirantes a wamphyri que habían arrastrado hasta el salón a
aquel hombrecito retraído se habían convertido en un montón de jirones de carne ardiente
que encharcaba las lajas del suelo con su icor. Y el mago (¡sí, porque no cabía duda de que
aquello era magia!) que los había quemado se asomaba a la ventana y contemplaba con
sus ojos devastadores los cielos nocturnos de la Tierra de las Estrellas y la llanura plagada
de ruinas. Porque allí donde su mirada se posaba y se recreaba, surgían nuevas ruinas, y
por todo el cielo, en medio de la creciente oscuridad del ocaso, las hordas de Nuevos
Wamphyri de Shaithis estallaban hechas jirones de fuego y dejaban caer sus desechos
sobre las columnas destrozadas de sus antiguos antepasados.
Presa de la frustración, Shaithis se vio nuevamente despojado y con el guantelete
colgado de la cadera. Sabía qué había que hacer, y que él era el único que estaba a la altura
del Habitante y su padre; enfundó su mano en el arma letal y, siguiendo la tradición de los
antiguos wamphyri, se abalanzó sobre ellos para cortarlos en pedazos. ¿Y por qué no? Al
fin y al cabo no eran más que de carne y hueso, igual que los enormes osos polares de las
Tierras Heladas. Y como sabía muy bien el lord vampiro, la carne siempre es débil. Hasta
la carne de los wamphyri es débil en determinadas circunstancias.
La Cosa de Negra Capucha oyó sus pensamientos caóticos y sanguinarios y dejó que
su voz se oyera en la mente de Shaithis:
¡Iluso! Pero Shaithis no lo escuchó.
Cayó primero sobre el morador del infierno y agitó el guantelete..., pero éste quedó
inmovilizado en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido. Shaithis comprendió
entonces que el tiempo no había hecho más que extenderse y que su monstruoso
guantelete recorría la distancia que los separaba con una lentitud enloquecedora. El padre
del Habitante lo vio venir y sus extraños ojos tristes se volvieron (pero, ay, con cuánta
lentitud) para posarse ardientes sobre la cara de Shaithis. Los ojos escarlata de su hijo, el
inmenso lobo renegado, también se posaron sobre Shaithis desde el aire, donde aquella
criatura babosa flotaba en la cúspide de su salto.
Siguiendo la costumbre de los wamphyri, los dos monstruos le hablaron a Shaithis
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Y Shaithis volvió a soñar. Pero en esta ocasión supo con mayor certeza que en la
anterior que se trataba de algo más que un sueño corriente. Se encontraba con un ser
llamado Shaitan el Caído, al que reconoció de inmediato como la Cosa de Negra Capucha
que había sido su siniestro espíritu protector —¿quizás, incluso, su alter ego?— en su
pesadilla de venganza frustrada.
Percibió a la Cosa como una sombra entre otras menores, en el interior de una
caverna de roca negra, sin que nada delatara su presencia salvo el fulgor rojizo de sus ojos,
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Brian Lumley Engendro de la muerte
que flotaban en el interior de unas luminosas órbitas amarillentas. Era incapaz de decir
qué hacía él, Shaithis, en un lugar como aquél, pero presentía que había sido llamado. Sí,
eso era, no se encontraba allí por su propia voluntad sino porque aquel ser enigmático lo
había convocado.
Y como si le confirmaran ese pensamiento, oyó que la Cosa de Negra Capucha le
decía con una voz más profunda y sombría y quizá más engañosa que ninguna que
Shaithis hubiera escuchado hasta entonces:
—Shaithis, hijo mío, por fin me has contestado. Resulta difícil llegar a ti, hijo mío,
superar esa ingeniosa pantalla deflectora con la que te rodeas, de lo contrario te habría
conocido y mandado venir aquí mucho antes.
Los ojos y la conciencia wamphyri de Shaithis se habían acostumbrado a la oscuridad
de aquel lugar. Veía y sentía mejor que nunca: como un gato en la noche o un Desmodus en
pleno vuelo. La oscuridad no era un impedimento; en realidad, no hacía más que
confirmar su primera deducción instintiva de que se encontraba en una cámara natural, en
las profundidades del volcán apagado. Lo cual indicaba que Shaitan era el señor de
aquellas regiones subterráneas.
Era tal la proximidad de aquel ser que leyó sus pensamientos como si se tratara de
una frase enunciada en alta voz.
—Pues, claro, lo he sido desde..., desde hace mucho, mucho tiempo —le dijo Shaitan.
Shaithis escudriñó atentamente la sombra de ojos carmesíes que era Shaitan.
Resultaba extraño, pero a pesar de sus sentidos ampliados por el vampiro sólo alcanzaba a
distinguir la silueta del otro. Pero no era por él; sus sentidos no estaban mermados;
Shaitan debía de proteger su físico de la misma manera que Shaithis protegía sus
pensamientos. Pero... ¿Shaitan el Caído? ¿Era posible que una criatura viviera tanto
tiempo? Decidió que sí debía serlo, porque ahí estaba él en presencia de aquel ser.
—Esto no es sólo un sueño —dijo Shaithis al fin, mientras sacudía la cabeza—. Siento
tu presencia y sé que eres real, el mismo Shaitan que a Kehrl Lugoz le inspiraba y le
inspira un terror mortal, el antiguo ser surgido de los primeros anales de la leyenda
wamphyri. Te desterraron aquí en la prehistoria y sigues viviendo aquí.
—Es cierto —respondió el otro, y la oscuridad donde se encontraba se agitó como si
acabara de encogerse de hombros despreocupadamente—. ¡Soy ese mismo Shaitan, al que
llamaban el Nonato, que fue y es tu antepasado inmemorial!
—¡Ah! —exclamó Shaithis cuando comprendió la verdad—. Somos de la misma
sangre.
—Así es, y resulta obvio. Te destacas del resto como un meteoro que se desplaza
veloz entre las estrellas inmóviles, del mismo modo que destacaba yo en aquellos lejanos
tiempos, cuando caí a la Tierra.
Y nuestras ambiciones son las mismas, sí, y nuestra inteligencia. Yo soy tus orígenes,
Shaithis, y tu futuro. Y tú representas el mío.
—¿Nuestros futuros están ligados?
—De modo inextricable.
—¿Fuera de esas Tierras Heladas, quieres decir? ¿En lugares más civilizados?
—En la Tierra de las Estrellas y en mundos que se encuentran más allá de ella.
—¿Cómo? —Shaithis se mostró sorprendido, porque percibía algo que le recordaba
su primer sueño—. ¿Mundos que se encuentran más allá de la Tierra de las Estrellas? ¿Te
refieres a las Tierras del Infierno?
—Para empezar.
—¿Y conoces esos lugares?
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—Hace mucho habité en un lugar así. Pero eso fue antes de que me cayera, o de que
me lanzaran, a la Tierra.
—¿Y te acuerdas?
—¡No me acuerdo de nada! —gruñó la Cosa de Negra Capucha, adelantándose un
poco; su movimiento tenía un no sé qué, como si su mismo fluir estuviera dotado de
inteligencia, de una viscosidad sensitiva que obligó a Shaithis a dar un paso atrás—.
Cuando me echaron de allí me robaron la memoria.
—¿No recuerdas lo que hiciste, ni quién eras ni cómo eras?
La Cosa volvió a acercarse más y Shaithis retrocedió, aunque no demasiado, por
temor a salirse de su propio sueño.
—Sólo recuerdo mi nombre y que estaba lleno de vanidad y de orgullo y que era
hermoso —respondió Shaitan, con lo que evocó otros ecos del primer sueño—. Pero de eso
hace mucho tiempo, hijo mío, y con el tiempo, todo cambia. Yo también he cambiado.
—¿Cambiado? —Shaithis se esforzó por comprender—. ¿Ya no eres vanidoso ni
orgulloso? Pero hasta el menos importante de los wamphyri conoce esos vicios y disfruta
de ellos. Y siempre lo hará.
Shaitan sacudió despacio la cabeza encapuchada; Shaithis lo adivinó por el
movimiento de sus ojos carmesíes dentro de las órbitas amarillas, las únicas partes de la
criatura visibles a través de la trama del oscuro e impenetrable escudo mental.
—¡Ya no soy hermoso! —exclamó.
—Pero a todos nos ocurre igual —replicó Shaithis—. Sabemos que no somos
hermosos y lo aceptamos. Además, ¿qué tiene que ver la belleza con el poder? ¡Vaya, si
algunos de nosotros incluso fomentamos nuestra fealdad como prueba de nuestra fuerza!
—Sin quererlo pensó en Volse Pinescu.
Shaitan captó la imagen de su mente.
—Sí, qué feo era ése. Pero él lo quería así. Yo no. Por más que los wamphyri sean feos
física y mentalmente, comparados con él son hermosos. —Y volvió a acercarse por tercera
vez.
Shaithis no se movió, pero acercó la mano al guantelete. Era un sueño, no cabía duda,
pero él no había perdido del todo el control.
—¿Deseas hacerme daño? —le preguntó.
—Al contrario —respondió Shaitan—, juntos hemos de recorrer un largo camino.
Pero el arte que practico se está desgastando. Sería mejor que me conocieras como soy.
—Entonces déjate ver.
—Me estaba preparando —replicó Shaitan—. En realidad, te preparaba a ti.
—¡Ya basta! Estoy preparado.
—¡Sea, pues! —dijo su antepasado, y relajó su voluntad hipnótica.
La visión que recibió Shaithis hizo que se despertara por segunda vez, como si el
volcán apagado hubiera hecho erupción debajo de sus pies. Se incorporó en el nicho de
hielo con un grito horrorizado, los ojos como platos, deslumbrado por la luminosidad del
castillo después de la oscuridad del sueño que había tenido en el corazón del cono; sintió
en su negro corazón un frío mucho mayor que el que le había producido lo que la Cosa de
Negra Capucha le había dejado ver, un frío que superaba la mera sensación física. Dado
que el sueño había sido algo más que un sueño corriente, en realidad, una visitación, no se
desvaneció en el limbo subconsciente de la oscuridad sino que se mantuvo grabado a
fuego en su mente como los sellos en los estandartes y pendones ondeantes de un nido de
águilas.
Shaithis, un monstruo en todos los sentidos, no era una criatura fácilmente
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Brian Lumley Engendro de la muerte
evitar preguntarse: Pero si esto creció dentro de un hombre, ¿qué ocurrió entonces con su
huésped?
Después, la imagen grotesca, vaga, de la Cosa (vaga, sencillamente, de puro obscena)
quedó grabada a fuego en su mente y así pudo percatarse de sus más mínimos detalles,
pero fue tal el espanto que tuvo que despertarse.
La Cosa (no, no debía pensar en ella como una «cosa» solamente, sino también como
Shaitan, su antepasado) tenía miembros de goma, algunos de los cuales acababan en
tentáculos succionadores. Sin embargo, había otros que no, que sólo estaban dotados de
vestigios de partes humanas y de otros animales: manos momificadas y arrugadas,
rudimentos de pies, incluso brillantes garras óseas. Fueron esas partes y la cara plana y
compuesta de Shaitan, en una cabeza aplanada como la de una cobra, lo que más repugnó
a Shaithis e hizo resurgir su fobia largo tiempo olvidada.
Sabía que el hibridismo que veía allí no era producto de las cubas experimentales de
un lord wamphyri, sino obra de la naturaleza; o tal vez de la desnaturalizada tenacidad de
los vampiros, su determinación de aferrarse a la vida por más desesperadas que fueran las
circunstancias, pasando por triunfos y ordalías a lo largo de incontables siglos. Sí, porque
lord Shaitan se había hecho demasiado antiguo para albergar la carne humana mortal, y su
cuerpo original se había consumido para ser reemplazado casi en su totalidad por el
organismo metamórfico de su vampiro, que en realidad era él mismo.
¿Feo? El resultado era horrendo; al menos así se lo parecía a Shaithis en su sueño,
porque representaba el compendio de todas las pesadillas que había tenido durante su
aprendizaje.
Se enteró del destino de Shaitan, de su aislamiento en aquella tierra helada —de su
evolución, no, de su involución de hombre vampiro o wamphyri a vampiro en estado
puro—, porque lo había visto escrito en la vasta inteligencia, en el odio y la maldad
extrema de los ojos escarlata de aquella babosa que lo habían mirado sin parpadear bajo su
capucha de cobra. No era el odio desbocado e insensato visto con frecuencia en los ojos
ardientes de un guerrero, ni la mirada vacía y sin párpados de una mastodóntica bestia
voladora, ni tampoco la mirada lacrimosa e insulsa de un chupador. Era una inteligencia
malvada de tal calibre que Shaithis supo de inmediato que aquella cosa no era un
experimento morboso sino una verdadera mutación.
Supo también con renovada certeza que aquél era Shaitan el Nonato, llamado el
Caído. Porque de todas las leyendas wamphyri había una que prevalecía universalmente:
Shaitan había sido el más malvado entre todos los hombres y todas las criaturas y su
maldad llegaba hasta lo más profundo de su ser...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo seis
Oscura alianza
Shaithis había bajado la guardia mental; y mientras salía del sueño su mente fue
accesible. Había alguien allí, una presencia oscura que deseaba aprovecharse de su
confusión. Era Shaitan, por supuesto; si bien estaba lejos, su «voz» gorjeante y venenosa
resultaba inconfundible.
¿Malvado? ¿Dices que fui malvado? No, fui agraviado. ¡Agraviado por los wamphyri, mi
propia especie! Porque era más fuerte que ellos y me temían. ¿Y tú, hijo de mis hijos? ¿También me
temes? Mira cómo te despiertas sobresaltado para apartarte de mí, como si yo fuera la MUERTE
que ha venido a buscarte y no tu salvación.
Shaithis estuvo a punto de cerrar su mente..., pero vaciló. Su repulsivo antepasado
era el amo del volcán apagado, ¿no? ¿Qué daño podía causar desde allí? Aquello podía
muy bien ser la oportunidad perfecta para enterarse de más cosas sobre él sin alertar a los
otros de su presencia.
Shaitan captó todos aquellos pensamientos directamente de la mente de Shaithis y
lanzó una monstruosa risita ahogada.
Sí, murmuró, no sería nada conveniente dejar que se enteraran de nuestro secreto. Se
enterarán cuando sea demasiado tarde. Al menos, demasiado tarde para ellos.
Shaithis se tumbó, entrecerró los ojos y paseó la mirada por la brillante vastedad del
hueco corazón del castillo de hielo hasta encontrar las siluetas acurrucadas y dormidas de
Fess Ferenc y Arkis Leprafilius. Exploró con su conciencia wamphyri y tocó las débiles
barreras mentales que habían erigido para proteger sus mentes dormidas y comprobó que
en efecto estaban dormidos. Después contestó a la oscura inteligencia que había declarado
ser su antepasado:
Creo que te prefiero así, Shaitan, al aire libre, por decirlo de alguna manera, y no envuelto en
sueños. Pero fuiste muy hábil al superar mis escudos de ese modo. Los que se llamaban mis «pares»
entre los wamphyri jamás lo lograron.
No eran de tu misma sangre, contestó de inmediato Shaitan. ¿O debería decir que no eran
de mi sangre? Nuestras mentes se entrelazan como las de hermanos gemelos, Shaithis. Es una señal
de que eres un genuino hijo de mis hijos, de manera que es como si fuéramos uno solo. Estábamos
destinados a ser uno y a triunfar a pesar de todas las adversidades, a conseguir victorias que
escapan a toda imaginación.
Así es, asintió Shaithis, admirado, en éste y en otros mundos, como tú has dicho. Creo que
sería interesante saber más sobre todo eso. En realidad me gustaría enormemente recuperar la
Tierra de las Estrellas de los enemigos extranjeros que moran allí ahora y vengarme de ellos.
Revélame tus pensamientos. Porque has insinuado que tenemos un largo camino por recorrer
juntos. ¿Has planeado nuestros primeros pasos por ese camino? ¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?
Tus leyendas son infames incluso entre los wamphyri, que no se caracterizan precisamente por ser
rectos de comportamiento.
Otra vez la odiosa risita ahogada de Shaitan.
Hijo mío, te fiarás de mí porque no te queda más remedio, porque sin mí estás aquí enterrado,
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y yo me fiaré de ti por el mismo motivo. Pero si te hace falta una prueba de mi buena fe, ¿acaso no
has visto ya suficiente? ¿Quién crees que te envió sus pequeños murciélagos albinos para que te
calentaran los huesos cansados mientras dormías?¿Y quién se libró de uno de tus enemigos que no
guardaba para ti más que malas intenciones, por no decir algo peor?
¿Un enemigo? Mentalmente, Shaithis hizo un gesto contrariado. ¿Quién era ese
enemigo?
¿Cómo? Shaitan parecía sorprendido. ¡Lo sabes bien! Hablo del abominable pustulento, de
aquel que gustaba adornarse con forúnculos y era compañero del Ferenc. ¡Vaya, si no paraba de
incitar al grotesco gigante para que fuera a buscarte y acabara contigo!
Shaithis asintió.
Era típico de Volse, qué duda cabe. Nunca gocé de su predilección. Ni él de la mía.
Monstruoso payaso: ¡si sus quistes hubieran sido sesos nos habría superado a todos juntos! De
modo que fue tu bestia quien lo mató, ¿eh?
Por supuesto, repuso la voz mental de Shaitan, con tono más profundo y sombrío.
¿Acaso piensas que no podría matarte a ti también? Ah, hijo mío, sí que podría..., pero no lo haré.
En un instante su tono volvió a tornarse leve. No, porque presiento que nos irá bien juntos. Y
dado que ya te he demostrado mi buena voluntad de muchas maneras, te tocará a ti pasar a la
próxima fase.
¿Fase?¿Qué fase?, preguntó Shaithis, frunciendo el entrecejo.
La fase del plan, le explicó Shaitan. ¿O pretendes que yo lo haga todo para quedarte después
con el mérito?
Explícate.
No hay nada que explicar. Tú sigue según tu propio plan —tal como lo has pensado— y con
eso bastará. En pocas palabras, tráemelos a mí, hijo mío, para que pueda encargarme de ellos a mi
manera.
¿A Fess y al hijo del leproso? ¿Vas a matarlos? ¿Y después tal vez también a mí? ¿No será
mejor que siga aliado a ellos contra ti? Dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Al cabo de una larga pausa Shaitan respondió:
¿Diablo? Es una palabra que no me gusta nada. No sé por qué, pero no me gusta. Te advierto
que no vuelvas a utilizar ese término conmigo, ni siquiera de manera indirecta.
Shaithis se encogió de hombros y replicó:
Como quieras.
Antes de que pudiera añadir nada más, Shaitan siseó:
Ya despiertan el rechoncho y el gigante. Será mejor que me marche para no comprometerte.
¡Tráelos hasta mí, Shaithis! De ello dependen muchas cosas.
En un abrir y cerrar de ojos, la mente de Shaithis quedó libre de interferencias
exteriores. Justo a tiempo.
—¿Shaithis? —La voz cavernosa del Ferenc retumbó en el aire frío—. Siento que estás
despierto. ¡Ah! Es la mala conciencia que te inquieta. Tendrás que enmendarte. —Y rió a
carcajadas. El castillo de hielo se estremeció y dejó caer una cascada de carámbanos de
variados tamaños que, a su vez, despertaron a Arkis.
El hijo del leproso se sentó mientras se rascaba la cabeza.
—¿A qué viene tanto ruido? —quiso saber.
—Es hora de que nos levantemos —respondió Shaithis—. Basta ya de demoras.
Prepararemos el desayuno, que por cierto será bien escaso, y luego nos pondremos en
camino. Sea lo que sea lo que albergue este volcán, será nuestro plato fuerte. Y nos
quedaremos además con todos sus bienes.
—Grandes planes, Shaithis —le contestó el otro—. Pero antes hemos de burlar a la
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Pero Shaitan no había terminado con su víctima. Porque los extractos de la carne de
Volse (que estaba infectada de metamorfosis vampírica y, por lo tanto, no había muerto
por completo) le resultarían útiles en sus experimentos: la creación de criaturas híbridas
como el engullidor y otros prácticos inventos; con tal fin, los restos «vivientes» de Volse,
una vez éste despellejado, desangrado, destripado y decapitado, fueron convenientemente
almacenados junto con otros restos para que Shaitan pudiera utilizarlos en el futuro.
Igual que serían almacenados los restos del gigante Ferenc y el rechoncho Arkis
Leprafilius, si todo salía según lo planeado. En cuanto a Shaithis..., bueno, hay planes y
planes.
Shaithis era de su misma sangre, y de todos los wamphyri que habían existido era el
más hermoso. Evidentemente, no era una hermosura que encajara en los cánones
humanos, sino en los de Shaitan. Hermoso, fuerte, rebosante de vida. ¡Ah, pero la sangre
es la vida! Y cuando Shaitan daba rienda suelta a estos pensamientos, igual que su astuto
descendiente, procuraba ocultarlos.
Entretanto, sus diminutos albinos continuaban dándole parte del avance del trío; al
cabo de nada advirtió que se habían desviado ligeramente del sendero, por lo que había
que volver a encauzarlos. Para ello antes debía ponerse en contacto con Shaithis, que en
ese momento había ascendido ya hasta la mitad de los acantilados de lava volcánica
solidificada, en dirección a la cara occidental del cono. Los otros dos se hallaban a tiro de
piedra, concentrados en la tarea que tenían entre manos.
Shaitan apuntó un potente y fino haz de pensamientos hacia la mente de Shaithis,
con el que ya estaba un poco más familiarizado:
Hijo de mis hijos, le dijo, os habéis desviado un poco. Has de corregir tu ruta.
Shaithis se sobresaltó, pero consiguió controlar de inmediato el aleteo agitado de sus
pensamientos. Aunque Fess Ferenc logró captar algo.
—¿Qué? —gritó Fess desde la otra pared del precipicio de roca desnuda—. ¿Te has
alarmado por algo, Shaithis?
—He resbalado en una mancha de hielo —mintió Shaithis—. Estamos a mucha
altura. Si me hubiera caído..., me preparaba para la metamorfosis.
El Ferenc asintió desde donde estaba.
—Nos debilitamos. En otros tiempos me hubiera recreado adoptando una forma
aérea y lanzándome a volar desde estas alturas. Ahora, un esfuerzo así me dejaría agotado.
Hemos de ir con tiento.
Shaithis ya podía contestar a su antepasado, pero debía hacerlo con sumo cuidado,
concentrando todas sus fuerzas para que sus transmisiones telepáticas no fueran captadas
por los otros. Con tal fin se afirmó en una pequeña cornisa antes de replicar:
Casi me delatas, Shaitan. ¿Por qué dices que nos desviamos del camino? ¿Y cómo puedo
corregirlo? Dime también qué debo esperar. No deseo acabar con el corazón perforado y desangrado
como Volse Pinescu.
¡Estúpido!, siseó el otro. Creí que ya habíamos hablado de eso y que estaba todo claro. Si te
quisiera muerto, ya te habría eliminado. Ahora mismo podría enviar una criatura para que os
lanzara a los tres por ese precipicio. Tal vez lograras volar, tal vez no. En cualquier caso, quedarías
sin fuerzas. Y mis criaturas te encontrarían para acabar contigo. Pero te necesito, Shaithis, nos
necesitamos, y por eso vivirás. En cuanto a los otros dos, no deseo lastimarlos. ¡Los quiero enteros!
¿No te das cuenta qué par de estupendos guerreros podríamos hacer con Arkis y el Ferenc?
Las palabras de Shaitan sonaban tan ominosas que debían decir la verdad. No se
habría atrevido a jactarse de poseer esa superioridad si no hubiera sido capaz de
cumplirlo. En realidad se trataba de un ultimátum: decídete, únete a mí ahora o afronta las
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consecuencias.
Muy bien, respondió Shaithis, trabajamos juntos. Dime qué debo hacer.
Sin pausa alguna, Shaitan le explicó:
El hijo del leproso se desvía demasiado hacia el este y se aleja de ti en diagonal. En su camino
se encuentra una caverna de lava sin guardias que conduce directamente a mis aposentos, en el
corazón del volcán. Si Arkis descubriera la entrada de esa cueva, mi posición peligraría y me vería
obligado a efectuar cambios rápidos y radicales en mis planes.
¿Una entrada sin guardias? Vaya descuido de tu parte.
Mis recursos no son ilimitados. Basta de hablar. Debes hacer que los otros, sobre todo Arkis,
vuelvan a reunirse contigo.
Muy bien, convino Shaithis. Se dirigió a los otros y gritó:
—Arkis, Fess, nos hemos separado demasiado..., percibo un problema hacia el este.
Arkis buscó el refugio de un nicho de lava y comenzó a explorar a su alrededor.
—¿Un problema? —profirió, colérico—. ¿Cerca de aquí, dices? ¡Ja! No percibo nada.
—Pero su voz estaba llena de tensión y sus pensamientos divagaban.
El Ferenc, que se encontraba quince metros más próximo a Shaithis, comenzó a
acercarse a él.
—Hay algo que me ha importunado todo el trayecto —dijo—. He tenido mis
sospechas. Tienes razón, Shaithis, así distanciados resulta fácil arrancarnos de la roca.
—¡Pero yo no veo ni siento nada! —volvió a protestar Arkis, como quien silba en la
oscuridad.
Con tono despectivo, Shaithis gritó:
—¿Quieres decir que tu conciencia wamphyri es más fuerte que las nuestras
combinadas? Pongámosla a prueba, pues. Haz lo que te plazca. Sé dueño de tu propio
destino. Al menos te lo hemos advertido.
Con eso bastó; Arkis empezó a escalar más hacia la izquierda, siguiendo una
trayectoria que iba a converger con la de los otros. Justo a tiempo, porque desde su
posición, a la derecha y un poco más arriba de Arkis, Shaithis había descubierto por fin la
oscura sombra de una cueva. De no haberle pedido que modificara el rumbo, el hijo del
leproso ya la habría encontrado.
A la mente de Shaithis volvieron a fluir los oscuros pensamientos de su antepasado.
¡Bien! El problema no era insoluble, pero el camino más fácil es siempre el mejor.
¿Y ahora qué?, le preguntó Shaithis.
Encima de ti hay una amplia cornisa formada por un cono anterior, respondió Shaitan.
Cuando llegues a ella, sigue hacia la izquierda, es decir, hacia el oeste. No tardarás en cruzar otra
caverna de lava, no te detengas allí. La siguiente entrada parece una simple grieta formada al
enfriarse la roca, pero ésa será la ruta por la que entraréis al volcán. Pero tú habrás de colocarte en
la retaguardia. ¿He sido claro?
Shaithis se estremeció, tal vez debido al intensísimo frío que comenzaba a calarle
hasta los huesos de wamphyri, pero sobre todo por lo que significaba aquello. Los
pensamientos, al igual que las palabras, suelen prestarse a diversas interpretaciones, y él,
sin duda, había detectado el «tono» ominoso de la insinuante voz mental de Shaitan. Sabía
que en lo más profundo, los pensamientos de Shaitan no contaban con un sistema de
drenaje. Resultaba curioso ser wamphyri y experimentar un cierto pavor ante la maldad
implícita en las intrigas ajenas.
Shaitan, contestó al fin con sumo cuidado, deposito en ti mi confianza. Al parecer, mi
futuro se encuentra ahora en tus manos.
Y el mío en las tuyas, replicó el otro. Sigue ocultando tus pensamientos y concéntrate en la
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En ese momento todo se tornó más oscuro y los tres se detuvieron a mirarse con aire
indeciso, aprensivo. Una fina capa de nubes cubría las cimas más altas del cono.
Comenzaron a caer los primeros copos de nieve y a cubrir la cornisa.
Arkis examinó el cielo y manifestó en voz alta sus pensamientos:
—¿Una nube? ¿Y se ha formado aquí, así, de repente? ¿No será una niebla
vampírica?
—Es evidente —contestó el Ferenc—. Quienquiera que habite aquí, ha percibido
nuestra llegada y pretende dificultarnos las cosas. Oscurece su guarida y nos pone
obstáculos en el camino.
—Lo cual significa que vamos por buen camino —añadió Shaithis. Siguió andando
por la cornisa y los otros lo siguieron casi automáticamente.
—¡Ah! —gruñó Arkis—. Al menos tus premoniciones son acertadas. Tal vez
demasiado. Creo que éste nos lleva ventaja. Lo ve y lo sabe todo mientras nosotros
estamos a oscuras. —Lanzó un manotazo a un murciélago blanco que se le había acercado
demasiado.
El Ferenc abrió los ojos como platos, sobresaltado, y exclamó atropelladamente:
—¡Sus albinos! ¡Sus murciélagos! Debimos haberlo adivinado. Así es como sigue
nuestro curso. ¡Estos enanos nos persiguen como pulgas a un lobezno!
Shaithis asintió con aire de entendido y dijo:
—Yo también lo sospechaba. Son sus esbirros, del mismo modo que Desmodus y sus
pequeños primos negros eran los nuestros allá en la Tierra de las Estrellas. Exploran
nuestro paradero y nuestras circunstancias y se lo cuentan luego todo a..., a quienquiera
que sea.
Arkis se quedó boquiabierto, lo aferró por el brazo y lo obligó a detenerse.
—¿Sospechabas de estos bichos y no dijiste nada?
—Una sospecha es una sospecha hasta que se convierte en un hecho comprobado —
contestó Shaithis, liberándose con rabia de la mano que lo sujetaba—. Lo importante es
que lo hemos descubierto y que esto nos permite comprender mejor sus circunstancias.
—¿Comprender sus circunstancias? ¿De qué hablas? ¿A qué te refieres?
—¡A que el amo del cono nos tiene miedo! ¿Murciélagos que le informan de nuestros
movimientos; una nevada para impedir nuestro avance; una criatura con hocico de espada
cuidando de su colmena, como las abejas soldados de la Tierra del Sol guardan su miel?
Ah, nos tiene miedo..., lo cual significa que es vulnerable. —Y para sus adentros: Buena
deducción..., tal vez nos tenga miedo de verdad. Aun así, seguiré con él. Al menos tenemos algo en
común: nuestra inteligencia.
De inmediato sonó como un gorjeo en la mente de Shaithis:
Y nuestra sangre, hijo mío. ¡No te olvides de nuestra sangre!
Rápidamente, el Ferenc le espetó:
—¿Qué? —Giró la enorme cabeza en dirección a Shaithis; sus ojos centelleaban bajo
las pobladas cejas negras—. ¿Qué ha sido eso? ¿Has dicho... o has pensado algo, Shaithis?
Shaithis disimuló su pánico fingiendo una afable inocencia.
—¿Eh? ¿Que si he dicho o pensado algo? ¿Qué te pasa, Fess? —Mientras el Ferenc y
Arkis exploraban nerviosamente los alrededores, lanzó un pensamiento protegido por un
triple escudo: Es la segunda vez que has estado a punto de descubrirme, Shaitan. ¿Crees que esto
es un juego? ¡Si llegan a sospechar siquiera lo que me propongo, estoy acabado!
—¿A mí? A mí no me pasa nada, lo único que quiero es acabar con esto, es todo —
respondió el Ferenc, y abandonó su postura de lucha—. ¿Qué dices, seguimos adelante o
ya basta por hoy? ¿Es vulnerable el amo del volcán o nosotros lo somos más que él? Esto
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de escalar en la nieve sin saber qué nos aguarda desgasta los nervios.
Shaitan susurró en la mente de Shaithis:
¡Sigue adelante, tráemelos aquí dentro, tráemelos! Deprisa. El gigante no es ningún tonto. Es
sensible y lo hemos subestimado. Tendrás que vigilarlo... muy de cerca.
—He notado que los albinos van y vienen del oeste —comentó Shaithis en tono
casual—. Sugiero que no nos apartemos de la cornisa y que veamos adonde conduce.
—¡No! —rugió el Ferenc—. Aquí hay algo que no funciona, estoy seguro.
Shaithis miró primero a él y luego a Arkis.
—¿Quieres que volvamos a bajar? ¿Malgastar todo este tiempo y nuestro esfuerzo?
¿Es que una niebla vampírica envolvente te ha metido el miedo en el cuerpo? ¡Nuestro
enemigo no la habría producido si no se hubiera sentido amenazado!
—Estoy de acuerdo con el Ferenc —dijo Arkis.
—Entonces seguiré solo —respondió Shaithis, y se encogió de hombros.
—¿Eh? —El Ferenc lo miró fijamente—. Ten por seguro que irás a tu propia muerte.
—¿Ah, sí? ¿Es éste el lugar donde se llevaron a Volse?
—No, fue del otro lado, pero...
—Entonces me arriesgaré.
—¿Solo? —preguntó Arkis.
—¿Qué es peor, morir ahora o más tarde? Creo que es mejor aquí, trabado en
combate, que encerrado en el hielo mientras algo se abre paso hacia mi corazón. —Y, de
pronto, como si se le hubiera agotado la paciencia, dirigiéndose a los otros dos, siseó—:
¡No olvidéis que somos tres! Tres «grandes»... ¡ja...! lores wamphyri contra... ¿qué? Un ser
desconocido que evidentemente nos teme tanto como nosotros..., como vosotros le teméis
a él. —Dicho lo cual se dio media vuelta y se alejó.
—¡Shaithis! —lo llamó el Ferenc, con una mezcla de enfado y admiración.
—Basta ya —le espetó Shaithis por encima del hombro—. He acabado contigo. Si
gano, será por mérito propio. ¡Y si pierdo..., al menos moriré como he vivido, como un
wamphyri!
Avanzó por la cornisa y sin volverse a mirar atrás percibió que la mirada de los otros
dos lo seguían.
—Vamos contigo —decidió por fin el Ferenc, pero Shaithis continuó avanzando.
Después oyó también la voz de Arkis que le gritaba:
—¡Shaithis, espéranos!
No los esperó, apretó el paso y los otros dos tuvieron que correr para alcanzarlo.
Seguido de cerca por sus compañeros, enfiló hacia la entrada de la primera cueva que le
había indicado Shaitan. Una vez allí, se detuvo, la respiración agitada; sus compañeros
vieron la negra entrada de la caverna a la que Shaithis miraba completamente
concentrado.
—¿Crees que se entrará por aquí? —preguntó Arkis sin demasiado entusiasmo.
Shaithis exploró con más detenimiento el interior en sombras de la cueva y a
continuación reculó con cuidado.
—Es obvio que sí —contestó—. Demasiado obvio quizá... —Se dirigió a Fess y le
preguntó—: ¿Qué opinas, Fess? Está claro que el frío clima de estas tierras te ha afinado
los sentidos. ¿Es un lugar seguro para entrar o no? Yo creo que no. Tengo la sensación de
que en el fondo de la caverna hay algo que se mueve. Percibo una cosa de gran
corpulencia y de inteligencia escasa, aunque es muy sigilosa. —Se trataba, por supuesto,
de la descripción que el Ferenc le había ofrecido de la bestia con hocico de espada. Y tal
como había esperado Shaithis, el gigante se imaginó exactamente lo que él pretendía.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Fess asomó la enorme cabeza hacia el interior de la cueva, lanzó una mirada colérica
a sus profundidades y frunció el hocico.
—Sí —gruñó al cabo de un rato—, yo también la percibo, y ésta podría ser una de las
entradas, porque el amo del cono ha puesto aquí a una bestia sanguinaria para que la
vigile.
—¿O quizá la bestia sanguinaria?
—¿Eh? —inquirió Arkis.
—Tal vez sólo tenga una criatura —repuso Shaithis—. De haber tenido dos, se habría
llevado a Fess junto con Volse.
—¿Qué importancia tiene eso ahora? —preguntó Fess—. Aunque esté sola, esta cosa
es un monstruo. ¿Acaso sugieres que nos enfrentemos a ella? ¡Qué locura! Mataría sin
lugar a dudas a uno de nosotros, quizás a dos, incluso a los tres..., o al menos acabaríamos
gravemente heridos antes de que la cosa sucumbiera. La vi atacar tres veces en otros
tantos segundos y sin fallo alguno, y traspasar a Volse una y otra vez como hacen los
Viajeros cuando ensartan peces en sus arpones. ¡Volse ni siquiera se enteró de qué lo
atacaba!
—No, no propongo que la ataquemos —aclaró Shaithis—, sino todo lo contrario. Lo
que sugiero es que si sólo existe una de esas bestias, y está aquí, entonces hemos de entrar
por otro lado.
—¿Qué? —exclamó Arkis, amenazante—. Porque estas entradas y salidas abundan,
¿no?
—Es la impresión que tengo —respondió Shaithis—. El túnel donde eliminaron a
Volse. La cueva que te pareció ver allá, en el acantilado de lava. Esta entrada oscura que
tenemos ante nosotros. Escuchadme, el amo del cono ha creado una niebla para
confundirnos, ¿no es así? Pero no para alejarnos de esta cueva, y menos si es aquí donde
ha apostado su hocico de espada. Por lo tanto, por aquí cerca tiene que haber otra entrada.
—Hizo un amplio movimiento afirmativo con la cabeza—. Propongo que continuemos por
la cornisa, al menos un poco más. Después, si no descubrimos nada, al menos habremos
explorado a fondo esta parte de la vertiente.
—Me parece bien —dijo el Ferenc—. Estoy de acuerdo, siempre y cuando no me
pidas que entre ahí.
—Entonces prosigamos —gruñó Arkis—. Perdemos el tiempo con tanta charla y
conjeturas. —Avanzó el primero y el Ferenc lo siguió. Shaithis se colocó en la retaguardia.
En el cielo, la nube se había deshecho en nieve; la aurora serpenteaba y las estrellas
daban un fulgor azulado a la curva helada del horizonte del mundo; Shaithis percibió que
sus dos «compañeros» habían concentrado su conciencia vampírica en el terreno que
tenían por delante, dejándolo libre para comunicarse con Shaitan. Transmitió un
pensamiento fuertemente protegido:
Ya está. ¿Te va bien esta formación? ¿Y por qué nos enviaste esa tormenta de nieve? Creí que
estabas ansioso por atraparlos y, sin embargo, pretendes asustarlos.
La respuesta no se hizo esperar:
En primer lugar, la formación nos va bien a los dos. Y en segundo lugar, la nieve sirvió para
confundirlos y distraerlos..., sobre todo al gigante. Escúchame bien, voy a describirte el camino que
has de seguir a partir de este punto. Pronto llegaréis a un lugar donde la roca está plagada de
profundas hendiduras. En una de esas hendiduras la lava ha formado un suelo. Seguid por ese suelo
y llegaréis a mi morada en el núcleo central. En cuanto a tus compañeros, ay, se les acaba el tiempo.
En realidad, no les queda ni para encontrar el camino que acabo de describirte. Al menos por su
propio pie.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
La voz mental de Shaitan no tenía nada de jocosa, en ella se percibía únicamente una
gélida firmeza. Shaithis no hizo más comentarios; de todas maneras, Arkis, que
encabezaba el grupo, se había detenido. Fess se le unió primero, seguido de Shaithis.
Ante ellos, la superficie de la cornisa y la cara casi vertical del acantilado aparecían
surcadas por profundas fisuras de casi una zancada de ancho. Arkis miró a los otros y
preguntó:
—¿Y ahora qué hacemos?
—Seguir adelante —respondió Shaithis.
Tal vez había respondido con demasiada prontitud, o lo había hecho con un exceso
de seguridad, porque el Ferenc se lo quedó mirando largo rato. Finalmente, le dijo:
—El camino parece estar cubierto por un montón de rocas despedazadas. Si
encontramos alguna cueva, seguramente se habrá venido abajo.
—No lo sabremos hasta que no lo hayamos visto —respondió Shaithis—. Presiento
que estamos muy cerca.
El Ferenc entrecerró los ojos y comentó:
—Según parece no soy el único al que el frío le ha aguzado los sentidos. Está bien,
sigamos. Arkis, guíanos tú.
Mascullando de mala gana para sus adentros, el hijo del leproso saltó la primera
hendidura, se tambaleó un poco al llegar al otro lado, pero recuperó el equilibrio. Y así
fueron avanzando los tres.
Después de pasar media docena de hendiduras similares, Arkis gritó:
—¡Eh! Esta hendidura tiene un suelo firme debajo formado por un río helado de
rocas.
—Un antiguo sendero dejado por la lava —comentó Fess, colocándose a su lado.
Shaithis llegó el último y miró el acantilado hendido donde en otros tiempos el flujo
de lava había formado una salida.
—Lava del corazón secreto del volcán —dijo—. Es posible que después de todo
hayamos dado con una de las entradas.
El Ferenc se metió debajo del saliente del acantilado, a la sombra de la hendidura.
—Deja que la explore.
Arkis fue tras él y Shaithis ocupó la retaguardia; los tres husmearon el aire y
sondearon el camino con sus aguzados sentidos vampíricos. Finalmente, Arkis concluyó:
—¡Yo no percibo nada!
—Yo tampoco —dijo Shaithis, aliviado de que el poco ingenioso Muertehorrenda no
hubiese descubierto ningún peligro (cuando él había comprobado que aquel lugar era
sumamente amenazador e inhóspito). Pero el Ferenc parecía opinar igual que Shaithis, con
la diferencia que él estaba más que dispuesto a manifestarlo en voz alta.
—No me gusta —opinó—, tiene un olor demasiado parecido al que tenía la cueva
donde se llevaron a Volse.
—Te has dejado impresionar demasiado por la muerte de Volse —le dijo Shaithis—.
Pero tal como hemos comentado antes, hombre prevenido vale por dos. Además, en esta
ocasión somos tres. Arkis y yo tenemos nuestros poderosos guanteletes y tú tienes tus
fuertes garras. De todas maneras, ya dijimos que la bestia sanguinaria se ocultaba en esa
cueva. —Hizo una pausa para volver a husmear el aire de la caverna—. Creo que el amo
del cono nos ha preparado algún engaño aquí mismo, ha oscurecido este lugar y dejado
olor a muerte. Pero un olor no es más que eso, un olor, y yo huelo el éxito. Voy a entrar —
concluyó, mirando alternativamente a Arkis y a Fess.
—Si el llamado «amo del cono» tiene aquí comodidades —dijo Arkis—, entonces voy
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Brian Lumley Engendro de la muerte
contigo, Shaithis. ¡Estoy hasta los colmillos de tantas privaciones! No me vendría nada mal
un poco de sangre fresca para el estómago y una mujer para mi lecho. ¿Crees que eso que
guarda con tanto celo es un harén?
—Nunca he prestado mucha atención a las historias —respondió, encogiéndose de
hombros—, pero he oído decir que algunos de los lores desterrados se llevaron a sus
concubinas. No sabremos con qué nos encontraremos hasta que lo hayamos descubierto.
—Ah, comodidades —dijo el Ferenc, y se pasó la lengua por los labios—. A mí
también me vendrían bien unas pocas. Muy bien, entremos.
Shaithis lo miró ceñudo y replicó:
—¿A qué se debe este cambio? ¿Es que te has convertido en nuestro jefe? Parece ser
que te gusta decir la última palabra, Fess Ferenc. «Arkis, guíanos tú.» «Muy bien,
entremos.»
—¡Bah! —respondió Fess—. Si nadie tomara una decisión, nos pasaríamos aquí la
vida. Venga, dejad que vaya yo delante...
Precisamente lo que Shaithis quería.
Para los lores vampiros, la oscuridad que reinaba en el interior era como la luz del
día, porque la preferían a la luz de la aurora y al brillo azul que desprendían las estrellas.
El Ferenc avanzó a grandes zancadas por todos los lugares en los que no habían
obstáculos, tanteó las paredes allí donde toparon con piedras o donde el techo poco
uniforme bajaba demasiado o donde las ampollas de lava habían reventado para formar
contornos circulares de bordes afilados, como pequeños cráteres en la superficie arrugada
del suelo. Y allí donde se abrían fisuras naturales o agujeros de ventilación que se
separaban del camino principal, se apresuraba a seguir el antiguo flujo de lava.
Arkis se mantenía a unos pasos de distancia del Ferenc, seguido inmediatamente de
Shaithis. Mientras avanzaban, aumentaba la sensación opresiva de ominosa expectación,
lo cual (al menos para Muertehorrenda y el Ferenc) daba más credibilidad a la «teoría» de
Shaithis de que el morador del volcán había rodeado la entrada del camino de lava con un
aura maligna para disuadir a los posibles exploradores.
Shaithis se mantenía alerta y ocultaba con celo sus pensamientos; le habría gustado
ponerse en contacto con Shaitan, pero no se atrevió, y menos cuando Fess y Arkis
sondeaban a fondo con sus mentes aquel lugar oscuro, aguzando la conciencia wamphyri
para captar la mínima señal de actividad mental. Se adentraban cada vez más en el
corazón de la roca.
Finalmente, el Ferenc los mandó detenerse y, en un susurro, les dijo:
—Debemos de estar más o menos a mitad de camino. Es hora de hacer inventario.
—¿De qué? —gruñó Arkis. Su brusca pregunta sonó como una avalancha; su eco
reverberó en lentas olas decrecientes.
—¡Tonto! —volvió a susurrar Fess cuando creyó que podían oírlo—. ¿De qué nos
sirve tener sentidos de murciélagos, oler nuestro camino como lobos y mantener nuestras
mentes sintonizadas para percibir los pensamientos ajenos si te pones a gritar a la primera
oportunidad que se te presenta? ¿Quieres alertar al enemigo de nuestra presencia?
Desconcertado, Arkis respondió en voz baja:
—¡Diablos, si está en casa, seguro que a estas alturas ya sabe que venimos!
—Es posible —intervino Shaithis—, pero de todos modos, será mejor que no
hagamos ruido.
—Hemos de hacer inventario —dijo el Ferenc—. Llevar la delantera durante todo
este trayecto me ha desgastado la conciencia. Arkis, ocupa mi sitio.
—No hay inconveniente. —El otro tomó la delantera, contento de poder reparar su
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Brian Lumley Engendro de la muerte
error de antes. Pero después de haber dado apenas media docena de pasos exclamó—:
¡Alto! ¡Hay algo extraño!
Los tres lo percibieron a la vez: un vacío sensorial, una zona carente de todo tipo de
vibraciones, ya fueran buenas o malas, un lugar calmado como un lago subterráneo sin
luz. Supieron de inmediato lo que significaba: que aquel sitio había sido esterilizado,
porque para ellos incluso la oscuridad y la fría piedra tenían sensaciones. Alguien deseaba
que creyeran que allí no había nada, absolutamente nada..., porque en realidad, allí había
algo.
A Shaithis se le erizó la piel; supo que los demás debían de experimentar la misma
sensación. Arkis, que llevaba la delantera, estaba clavado en su sitio y mascullaba algo
ininteligible; pero era demasiado tarde para mascullar nada. Shaithis sintió que la pesada
cortina mental se rasgaba deliberadamente y se abría; notó que tras ella se agazapaba el
horror dispuesto a saltar por entre los jirones, después percibió una confusa imagen gris
que debía de ser el fin de Arkis Leprafilius, llamado Muertehorrenda. ¡Su muerte fue en
verdad horrenda!
Habría sido difícil decir de dónde había salido la Cosa —un nicho en la pared, un
túnel lateral, un escondite al abrigo de alguna excrecencia de lava— pero salió a una
velocidad increíble y atacó con una decisión espeluznante. Era tal como el Ferenc la había
descrito. Con manchas blancas y grises, veteada como el mármol, era como si hubiera
surgido de repente, como si un peñasco inmenso medio sepultado en el suelo hubiera
cobrado vida para adoptar una forma nueva. Sus patas eran una masa confusa, unas
garras rascaron el suelo cuando se retiró ante Arkis; su cabeza de pescado llevaba una
lanza de hueso rematada en una punta afilada, equipada de espinas o ganchos en toda su
extensión; sus ojos eran como platos, miraban fijamente a su víctima con expresión carente
de emociones.
Arkis se había puesto el guantelete y estaba dispuesto a utilizarlo, pero al levantar el
brazo, la Cosa lo golpeó con un movimiento tan veloz que le resultó imposible seguirlo.
Con la lanza le traspasó el cuello corto y rechoncho, y sus fauces de dientes afilados se
cerraron alrededor del brazo en el que llevaba el guantelete. Le cortó el brazo y se lo tragó
entero. Al retirarse, la Cosa volvió, le cercenó el cuello y le cortó la tráquea; de inmediato,
volvió a arremeter por segunda vez con su lanza y le traspasó el corazón. Arkis se retorció
en el aire, espetado en la cuchilla de hueso; sus colmillos chasquearon en el aire y se
tiñeron de rojo cuando escupió una bocanada de sangre.
Fess huyó veloz de la escena (Shaithis pensó en echar a correr) con los ojos
desorbitados y teñidos de rojo. Estaban encendidos por algo más que el miedo: la rabia. El
gigante aferró a Shaithis con una de sus garras y llevó hacia atrás la otra como si fuera un
puñado de brillantes guadañas.
—¡Maldito traidor! —rugió—. ¡El huevo de tu padre estaba podrido y sigues
llevando dentro su pus!
—¿Qué? —Shaithis se esforzó para que la carne metamórfica de su mano se
expandiera en el interior del guantelete—. ¿Estás loco?
—¿Por fiarme de ti? ¡Es posible! —El Ferenc se preparó para golpear a Shaithis, para
encajarle un puñetazo en las costillas con su mano cubierta de garras, llegarle hasta el
corazón y arrancárselo de cuajo. Pero algo se lo impidió. Algo que había visto detrás de
Shaithis.
Shaitan tenía el color y la textura de la lava. El movimiento que había hecho ante la
pared de roca lo había delatado, pero lo había hecho expresamente, porque quería que el
otro lo viera. Fess lo vio y se quedó boquiabierto. Inspiró una profunda bocanada de aire y
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Brian Lumley Engendro de la muerte
se olvidó de golpear a Shaithis, que lo recompensó dejando caer con fuerza el guantelete
sobre el costado de su cabeza. Y...
El antepasado inmemorial de Shaithis lo apartó, lo liberó de la mano súbitamente
inerte del Ferenc y envolvió al gigante medio atontado en un nido de tentáculos. Con el
brazo atado al costado, Fess quedó inerme, aunque de todos modos Shaitan no le dio
tiempo a que se recuperara. ¡Con un sonido como de cuero que se rasga, su boca elástica
se ensanchó para cerrarse alrededor de la cara y la cabeza del Ferenc!
Shaithis se alejó, tambaleándose, fue a dar contra unos restos de piedra y tropezó. Y,
repentinamente impotente —algo impensable en Shaithis—, se desplomó con estrépito
sobre el suelo de lava. A un lado, el horrendo engullidor de Shaitan siseaba y babeaba
mientras absorbía los últimos fluidos de Arkis; al otro lado, el cuerpo «invencible» de Fess
Ferenc palpitaba y vibraba por las heridas que le había producido Shaitan al arrancarle la
cabeza.
¡Si el infierno existe, me encuentro ante sus puertas!, pensó Shaithis.
Los ojos de Shaitan desprendían un brillo rojizo desde la oscuridad que formaba su
cabeza metamórfica, que en esos momentos continuaba triturando y aplastando. Su
respuesta reverberó en la mente confusa de Shaithis:
Sí, una especie de infierno del que nosotros somos los señores. ¡Porque es nuestro infierno,
hijo de mis hijos, el que un día nos ha de llevar a la Tierra de las Estrellas y de allí a otros mundos!
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Tercera parte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo uno
Cazadores y cazados
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Brian Lumley Engendro de la muerte
La oficina del archivo estaba sucia y desordenada y olía a café fuerte y a humo rancio
de cigarrillos. Se encontró con un sistema antiguo de archivos y con que estaban todos
abiertos para que los inspeccionara. Dio enseguida con una lista de los gerentes de
sucursales y almacenes, pero ninguna información sobre el personal subalterno. Lo que sí
encontró fue una lista con las direcciones y números de teléfono de todas las sucursales de
Frigis Express y se la guardó en el bolsillo. Con eso ahorraría algo de tiempo. Pero eso fue
todo y distaba mucho de satisfacerlo.
Malhumorado, Harry se puso a pensar sobre cuál sería su siguiente paso: quizá
comenzar por el principio de la lista de sucursales e ir bajando. De pronto se dio cuenta de
que se preguntaba si Trevor Jordan no estaría ya despierto. Le vendría bien una taza de
café, un poco de compañía y una conversación amigable, alguien con quien estar, si bien
por poco tiempo, aunque sólo fuera para deshacerse de esa extraña sensación que lo
invadía.
No era probable que Jordan estuviese despierto, pero por si acaso Harry le envió un
mensaje telepático y lo encontró rápidamente.
¿Harry? La voz inconfundible de Jordan vibró en la mente de Harry con la misma
claridad que si le hubiera susurrado al oído. ¿Eres tú?
Según Harry, la telepatía se parecía al necrolenguaje; sin embargo, era algo muy
diferente. Había utilizado algo parecido en una ocasión anterior —una especie de
necrolenguaje invertido—, pero de eso hacía ya unos cuantos años, en su época
incorpórea, y también había sido muy distinto. Por lo tanto, la telepatía le resultaba algo
nuevo. Aun así, le daba la impresión de que era más..., ¿más natural? Bien, suponía que era
más natural. Comparado con lo otro, cualquier cosa era más natural. Pero la telepatía era
algo así como una conversación telefónica, incluso existía el siseo y el crepitar de la
«estática» psíquica; mientras que el necrolenguaje era como el silbido fantasmal del viento
en un cañón desierto y yermo iluminado por la luz de la luna llena. En pocas palabras, era
la diferencia que existía entre hablar de mente a mente con personas vivas y mantener una
conversación metafísica con los muertos.
Jordan se mostraba cauto, inseguro de la identidad de Harry e incluso renuente a
revelar la propia. El necroscopio no tenía idea del motivo. Frunció el entrecejo y preguntó:
¿Quién iba a ser si no, Trevor?
Al oír su voz, Jordan lo reconoció de inmediato. Pero el suspiro de su mente (¿de
alivio, quizá?) previno a Harry de que algo no funcionaba. Igual que lo que dijo a
continuación:
Harry, ¿conoces mi vieja casa de Barnet? Estoy ahí. Pero no sé por cuánto tiempo. Me
gustaría salir de aquí. No quiero explicártelo ahora —puede incluso que no fuera seguro—, ¿crees
que podrías venir? ¿Ahora mismo, por ejemplo?
¿Qué problema hay? Harry tenía todos los sentidos alerta y percibía la incertidumbre
de Jordan.
No lo sé, Harry. Vine a Londres para ver si podía averiguar algo para ti, pero me he sentido
bloqueado casi desde el principio. Vine para vigilar a los de la Sección PES, ¡pero, diablos..., no
pensé que habría alguien vigilándome a mí!
¿En estos momentos?
Sí, en estos momentos.
Voy para allá, dijo Harry.
El aire registró una pequeña implosión en el espacio vacío por donde Harry cruzó
una puerta de Möbius; la corriente agitó los papeles de un archivo que había dejado
abierto. Pero antes de que dejaran de agitarse los papeles Harry ya había rastreado los
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Brian Lumley Engendro de la muerte
interferencia mental...
—Está bien —lo interrumpió Jordan—. Te daré un ejemplo. Intenta dirigir tus
pensamientos a mí.
Harry lo hizo y se encontró con un muro de zumbidos e interferencias. De no haber
sabido que era Jordan, no se hubiera enterado de lo que ocurría.
—Si te encuentras con algo así, sabrás que hay alguien que interfiere con tu mente —
le explicó—. Deliberadamente. Lo sé porque tengo práctica. Cuando los PES rusos cubrían
el château Bronnitsy, era así todo el tiempo. Tratábamos de superar la barrera y, cuando lo
lográbamos, ahí estaban ellos intentando conectar con nuestras mentes. —Lanzó otra
mirada penetrante a Harry—. Por cierto, se ha de hacer todo el tiempo, Harry, salvo
cuando quieres leerle el pensamiento a alguien o cuando quieres que te lean el tuyo. Pero
contigo es diferente, en ti es algo permanente que se vuelve cada vez más fuerte. No es
estática, sino otra cosa, y te sale de forma natural. Tan natural que ni siquiera te habías
dado cuenta, ¿verdad? Quizás el término «natural» no sea el adecuado. Lo tuyo es...,
bueno, en la Sección PES lo llamábamos niebla mental.
—He pensado en ello —comentó el necroscopio—. Porque es una forma segura de
delatarte. A estas alturas los PES de Darcy ya deben saber lo que soy. ¡Y si no, debería
despedirlos a todos! Parece ser que el poder que Wellesley me dio resultará redundante...
o tal vez no. —Después de reflexionar un instante, añadió—: No, sin duda no. Lo de
Wellesley es como una manta que lo cubre todo, no hace que mi mente sea ilegible, sino
que la deja completamente en blanco. La característica vampírica es sólo una niebla
mental, como tú has dicho. Pero ¿cómo es posible que Paxton no descubriera antes lo que
me estaba pasando? ¿Cómo lograría comunicarse conmigo?
—Es que entonces era muy incipiente —le contestó Jordan—. Tu vampiro no había
alcanzado un desarrollo pleno. Y todavía no lo ha alcanzado, pero digamos que ha llegado
a un nivel que me ha impedido llegar a ti. Hace dos días que trato de comunicarme
contigo, lo he intentado al menos en seis ocasiones, pero sólo lo logré cuando tú quisiste.
Ah, y hay algo más. Has mencionado a Darcy Clarke, ¿no? Bueno...
Se interrumpió de repente y levantó una mano a manera de advertencia.
—¡Espera! —Al cabo de un instante añadió—: ¿Has notado eso?
Harry sacudió la cabeza.
—Una sonda —dijo Jordan—. Alguien intenta meterse en mi cabeza. En cuanto me
relajo, ahí están...
Harry se acercó a Jordan y a las amplias ventanas curvadas, pero se mantuvo entre
las sombras.
—Me comentaste que tenías pensado salir de aquí. ¿Qué quisiste decir?
—Sólo que no sé qué piensan ellos —repuso el otro—. Sé que los de ahí fuera tienen
que ser de la Sección PES, pero no sé qué quieren ni qué traman. ¿Saben que soy yo?
Parece poco probable que estén enterados de que he regresado de entre los muertos.
Aunque, por otra parte, y desde el punto de vista de ellos, ¿quién más podría ser si soy un
telépata que usa el apartamento de Trevor Jordan? Y esta vigilancia a la que me tienen
sometido me recuerda aquella vez en que tú controlaste a Yulian Bodescu. Quiero decir,
¿quién diablos creerán que soy, Harry?
—Empiezo a entender —dijo Harry, inclinando la cabeza muy despacio. Asió a
Jordan por el codo y agregó—: Tienes razón, es exactamente como aquella vez que
vigilaban a Yulian Bodescu. ¡Lo cual significa que la cuestión no radica tanto en quién
creen que eres sino en qué creen que eres!
—¿Quieres decir que creen que soy...? —preguntó Jordan, estupefacto.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
sonrisa de Harry.
—No hace falta que llames ningún taxi —le informó el necroscopio—. Tengo mi
propio medio de transporte...
Darcy Clarke seguía levantado y paseaba por la habitación como había estado
haciendo toda la noche. No era su talento lo que lo importunaba —él no estaba en
peligro—, le preocupaba la Sección y el trabajo que sospechaba que tenían entre manos en
ese mismo momento. Le preocupaba eso y Harry Keogh. Aunque en realidad eran una
misma cosa.
Harry guió a Jordan para que cruzara una salida de Möbius y regresara al mundo
real y, tras una fachada de arbustos y árboles, surgieron las luces brillantes de la planta
baja de la casa de Clarke.
—Ya puedes abrir los ojos —dijo a Jordan; éste se tambaleó al volver a estar bajo los
efectos de la gravedad, momentáneamente suspendida.
Era la misma sensación que se tiene cuando un ascensor baja a la planta que uno
desea y se detiene allí, con la diferencia de que ese ascensor carecía de paredes, suelo y
techo y se «caía» en todas las direcciones al mismo tiempo. Razón por la cual Harry le
había pedido a Jordan que cerrase los ojos.
—¡Dios mío! —susurró Jordan, tambaleándose ligeramente cuando miró a su
alrededor y vio la calle.
Y Harry pensó:
¿Dios? ¿El continuo de Möbius? Bueno, podrías tener razón. ¡Al menos eso mismo cree
August Ferdinand! Incorporó al telépata y le dijo:
—Ya lo sé, es una sensación extraña, ¿verdad?
Jordan miró a Harry, admirado. Se refería a lo ultramundano, a lo increíble, como si
fuera sólo extraño. Finalmente, recuperó sus facultades y dijo:
—Qué puntería, Harry. La casa de Darcy está justo ahí.
Entraron por la cancela del jardín y recorrieron un sendero bordeado de arbustos. El
globo blanco y brillante de una farola, colgada como una pequeña luna ante la puerta
principal, aparecía envuelto en una nube de mariposas nocturnas. Harry le indicó a Jordan
que esperara a un lado, se puso las gafas oscuras y pulsó el timbre; al cabo de nada se oyó
en el interior ruido de pasos.
La puerta tenía una mirilla; Clarke la utilizó y vio a Harry en el umbral de la puerta
mirándolo a los ojos. Su don particular no le envió señal alguna de peligro cuando abrió la
puerta, y eso ya era bastante.
—¡Harry! ¡Pasa, hombre, pasa!
—Darcy —dijo Harry, cogiéndolo del brazo—, escúchame, y tómatelo con calma...,
he venido con alguien.
—¿Con alguien...? —comenzó a decir Darcy cuando Jordan se dejó ver—. ¿Trevor...?
—Se llevó un susto tremendo y dio un paso atrás.
Harry lo siguió y le dijo:
—¡Tranquilo, no pasa nada!
—¡Trevor! —balbuceó Clarke; de pronto, los ojos destacaron saltones en su rostro
pálido—. ¡Trevor Jordan! ¡Dios mío! ¡Dios mío de mi alma!
Harry deseó que no se utilizaran los nombres sagrados con tanta asiduidad, aunque
en esa ocasión entendía que su uso estaba más que justificado.
Trevor Jordan pasó delante de Harry y tomó el otro brazo de Clarke; Clarke se liberó
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Brian Lumley Engendro de la muerte
de los dos y se apartó de ellos. Pero una vez más se trató de una reacción normal, no
ligada a su don.
—Darcy, soy yo —le dijo Jordan—. Y estoy bien.
—¿Bien? —Clarke abrió la boca y la cerró al instante, por lo cual la palabra salió
como un graznido—. ¿De veras eres tú? Sí, veo que sí. Pero sé que estás muerto. Estuve
contigo en ese hospital de Rodas, cuando te disparaste una bala en la cabeza.
—¿Podemos entrar, sentarnos y hablar? —preguntó Harry.
—¿Hablar? —Clarke miraba a los dos como si estuvieran locos o como si el demente
fuera él. Luego asintió—. Sí, ¿por qué no? ¡Tal vez dentro me despierte!
Una vez en el salón, Clarke les indicó unas sillas, les sirvió unas copas como un
robot, se disculpó por el desorden y les dijo que todavía no había terminado de instalarse.
Después, se sentó con sumo cuidado, se bebió el whisky de un solo trago, se incorporó de
un salto y les pidió:
—¡Hablad de una vez, coño! ¡Convencedme de que no he perdido el juicio!
Harry lo calmó y le explicó todo —o casi todo— rápidamente, pero sin entrar en
mayores detalles. Cuando hubo terminado, le comentó:
—Por eso hemos venido a verte, para averiguar qué pasa, y qué os proponéis la
Sección PES y tú. En realidad, estoy casi seguro de que ya lo sé. De manera que cuento
contigo para que los mantengas a raya hasta que haya terminado con lo que prometí
hacer.
Clarke cerró por fin la boca y se volvió para mirar fijamente a Jordan. Era Jordan, no
cabía duda —tenía el mismo aspecto que Clarke le había conocido siempre—, pero lo
tomó de la mano, se la apretó y volvió a mirarlo con mayor intensidad para estar
completamente seguro. No quedaba duda, aquél era Trevor Jordan. El telépata aguantó el
asombrado escrutinio de Clarke sin quejarse, mientras su amigo de tantos años pasaba
revista a cada una de las arrugas que recordaba de su cara.
Jordan tenía la cara fresca, ovalada y franca, y aquel pelo ralo y rubio que le caía
sobre los ojos grises le daba un aire casi infantil; pero en su rostro aparecían arrugas de
preocupación y asombro. La línea de la boca mostraba sus sentimientos: normalmente
crispada, solía estrecharse y contraerse si algo andaba mal. En ese momento tenía la boca
contraída y estrecha. Clarke lo comprendía. Y pensó:
¡El plácido Trevor! Transparente como un cristal, se puede leer en él como en un libro abierto.
Al menos así te has presentado siempre. Como deseoso de que los demás te leyeran la mente con la
misma facilidad con que tú leías la de ellos, como si trataras de equilibrar la balanza por tu don
metafísico, como si pidieras disculpas por ese don. Trevor Jordan, sensible, pero siempre decidido,
jamás conocí a nadie a quien le cayeras mal. Y si había alguien que no te tragaba, tú procurabas
evitarlo. Y si de veras eres tú, sabrás exactamente lo que estoy pensando.
Jordan sonrió y le dijo:
—Te has olvidado de lo de guapo, de piernas largas y aspecto atlético. ¿Y a qué viene
lo de «infantil»? ¿Quieres decir que soy un niño grande, Darcy?
Clarke se reclinó en su asiento y se pasó la mano temblorosa por la frente afiebrada.
No sabía a quién mirar, si a Harry Keogh o a Trevor Jordan. Finalmente dijo:
—Lo único que se me ocurre decirte es... ¡bienvenido, Trevor!
Después de varias copas, le tocó el turno a Darcy. Les contó lo que sabía, que no era
mucho y terminó comentando:
—Supongo que Paxton debió de informar que te había enviado los archivos sobre
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Brian Lumley Engendro de la muerte
esas muchachas, Harry, eso bastó para que me suspendieran. En cuanto a si te siguen,
sabes tan bien como yo la forma de trabajar de la Sección. Tarde o temprano irán a por ti.
—¿Y yo? —preguntó Trevor.
—Tú no —contestó Darcy—, porque mañana a primera hora iré a la ciudad y les
informaré de todo. Podría telefonear al Ministro responsable ahora mismo, pero siendo la
hora que es, dudo que fuera a darme las gracias. Iré a verlos y hablaré con quien sea en la
Sección PES y me aseguraré de que entiendan bien lo que pasa. Tal vez surta efecto y
consiga que dejen en paz a Harry, al menos por el momento.
—Espero que me dejen en paz —dijo el necroscopio sin asomo de emoción—. De
verdad. —Se quitó las gafas oscuras y le pidió a Darcy que apagara las luces.
Cuando el jefe de la Sección PES, apartado momentáneamente de su cargo, vio el
rostro de Harry en la oscuridad, dijo con voz queda:
—¡Yo también lo espero, Harry..., por el bien de todos ellos!
Harry suponía que Darcy hablaba en serio, suponía que era uno de los pocos
hombres en el mundo de quien podía fiarse; pero el carácter misterioso del vampiro que el
necroscopio llevaba en su interior se imponía al suyo, y al mirar a Darcy Clarke vio en él a
un hombre que era medio amigo, medio enemigo suyo. Harry no sabía predecir el futuro,
al menos con certeza, y en cualquier caso sabía que las profecías eran un juego peligroso,
cargado de paradojas, pero podía adivinar con bastante certeza lo que se avecinaba. Si se
veía obligado a permanecer en este mundo más de lo que había planeado, si la tarea que se
había impuesto le llevaba más que unos cuantos días, era muy probable que Darcy se
viera obligado a unirse al otro equipo.
Darcy era un experto y a medida que la metamorfosis de Harry avanzaba, la Sección
necesitaría la ayuda de cuantos expertos estuvieran a su alcance. A la larga, y de un modo
u otro, Darcy y él acabarían enfrentados. No tendría alternativa: tarde o temprano, el
portador de la plaga debía ser destruido. Era así de simple.
—Darcy —dijo Harry, y volvió a encender las luces—, si algún día llegamos a
enfrentarnos, serás el único capaz de detenerme. En cierto modo, te temo. ¿Sabías que
ahora soy telépata? Pues sí. ¿Te importaría si le echara un vistazo más de cerca a tu mente?
El don de Darcy no percibió peligro alguno. No podía ser de otro modo, puesto que
Harry no quería hacerle daño. Lo que sí pretendía era obtener una especie de póliza de
seguro, una póliza que pudiera cancelar más tarde, cuando el peligro hubiera pasado. No
implicaría daño alguno para Darcy Clarke, como persona, aunque sí para su don. Porque
eso era lo que el necroscopio temía: enfrentarse a Clarke sabiendo que no podría ganar,
que el ángel de la guarda lo protegería. Pero si a Clarke le quitaban su don, se volvería
inofensivo. Al menos, el tiempo que durara la estancia de Harry en la tierra. Después... se
lo devolvería.
—¿Echarle un vistazo a mi mente? —repitió Darcy.
—Con tu permiso —asintió Harry—. Pero sólo si tú estás de acuerdo.
Darcy no percibió nada malo en las palabras del necroscopio y le preguntó:
—¿Pero no puedes leerme el pensamiento como lo hace Trevor?
—Esto es diferente —respondió Harry—. Para esto es preciso que me invites a entrar,
como si tu mente fuera una puerta y tú me la abrieras.
—Como quieras —dijo Darcy, y se encogió de hombros; sus miradas se encontraron
y, al cabo de un instante, Harry entró en su mente.
A Harry no le resultó difícil encontrar el mecanismo que buscaba, vio de inmediato
que se trataba de una anormalidad, de una mutación. Ese don único de Clarke, que
durante toda su vida lo había protegido de los peligros externos, no fue capaz de avisar
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Brian Lumley Engendro de la muerte
del peligro interno que representaba Harry Keogh. Y aunque hubiera sido capaz, no lo
hizo, porque Harry no tenía la intención de hacerle daño.
No existía ningún dispositivo que Harry pudiera trabar, de modo que se limitó a
envolver todo el mecanismo en un fragmento de la manta de Wellesley. Tardó en
conseguirlo lo que se tarda en decirlo, y salió. Se sintió satisfecho de haber amordazado al
ángel de la guarda de Clarke, al menos por el momento.
—¿Ya está? —preguntó Darcy, frunciendo el entrecejo—. ¿Estás convencido ya de
que no pretendo hacerte daño?
Absolutamente, se dijo Harry, mientras asentía con la cabeza. Porque si lo intentas,
estarás desprotegido, lo que significa que al menos podré protegerme yo.
Entonces oyó otra voz en su mente, la de Jordan, que le decía:
Lo que significa que está desprotegido ante cualquier cosa. ¿No vas a decirle lo que has hecho?
No, respondió Harry. Conoces a Darcy: en un abrir y cerrar de ojos se volvería paranoico
por su seguridad. Y ahí radica la paradoja, que a pesar de su extraño don, se cuidaba como si fuera
una persona propensa a los accidentes.
Espero que no le pase nada, concluyó el otro.
—¿Y bien? —dijo Darcy, dirigiéndose a Harry.
—Ya sé que no te enfrentarás a mí —contestó el necroscopio—. Y ahora debemos
marcharnos.
—Tengo la impresión de que la Sección se enterará de nuestra visita —dijo Jordan—.
Si quieres quedar en buenas relaciones con ellos, Darcy, tal vez tengas que telefonear al
oficial de servicio para confirmárselo. Dales a entender que no estás enfrentado a nosotros.
Y de paso podrías utilizar tus buenos oficios para aclarar mi situación.
Darcy hizo una mueca y comentó:
—La verdad es que mis buenos oficios están en baja forma. Pero lo intentaré. —Miró
a Harry y le preguntó—: ¿Adónde os marcháis ahora? ¿O no debería preguntarlo?
—No deberías preguntarlo —repuso Harry—, pero te lo pienso decir. Vamos a
buscar a tu asesino reincidente. Es algo así como una obsesión. Es el trabajo que quiero
terminar antes de marcharme.
—De ese modo dejarás un expediente limpio, que es como debe estar. Siempre serás
la leyenda inmaculada, como el hombre intachable.
Harry no dijo nada. La fama o la infamia lo traían sin cuidado. Lo único que
importaba era su obsesión. Más aún, sabía por qué se había convertido en una obsesión.
Lo expulsaban de su territorio, lo obligaban a abandonar su propio mundo, por el que
había luchado. Todavía no querían echarlo físicamente, pero pronto llegaría eso también.
Y el vampiro, especialmente uno de los wamphyri, es tenaz y celoso de su territorio.
Frustrado hasta lo indecible, Harry presentaba batalla. Pero era preciso que se desahogara
con alguien; que fuera entonces al menos con un delincuente hecho y derecho. El asesino
reincidente, el nigromante, el torturador de Penny y de las otras pobres inocentes. Incluso
Pamela Trotter había sido inocente, sí. Al menos comparada con él.
Era hora de que Harry y Trevor Jordan se marcharan. Se despidieron sin muchas
ceremonias y Harry pidió a Jordan que volviera a cerrar los ojos. Darcy Clarke los vio
marcharse; cuando ya no estaban allí tendió la mano temblorosa hacia el espacio por el
que habían atravesado una puerta de Möbius para desaparecer en la nada.
Y eso fue lo que allí encontró. Nada...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo dos
Buscando a Johnny
No tardaría en amanecer en Edimburgo, pero Harry Keogh sabía que las cosas —
todo tipo de cosas— llegaban rápidamente a su culminación y no estaba preparado para
aflojar. Una vez empezado el trabajo, sólo podía pensar en terminarlo. En la oscuridad o, si
era necesario, a la luz del día.
A partir de ese momento, la luz matutina del verano representaría un problema, pero
se trataba más de un inconveniente que de una amenaza propiamente dicha. El sol no lo
mataría, al menos de momento, pero si lo tomaba a grandes dosis podría caer enfermo y
debilitarse. Las gafas contribuían a impedir que el resplandor le llegara a los ojos; el
sombrero de fieltro le protegía la cabeza y la cara, pero llamaba mucho la atención; debía
mantener las manos en los bolsillos durante largos períodos, lo que le daba el aspecto
descuidado de un joven delincuente o de un político laborista, pero era absolutamente
necesario. Lo único que estaba a su favor era el clima británico, invariablemente malo.
Por otra parte, Trevor Jordan no padecía esas restricciones, de modo que podía ir y
venir a su antojo; y con la ayuda de Harry, iba tan lejos como quería y al instante.
En la casa que el necroscopio tenía en Bonnyrig, mientras bebía café (Harry habría
preferido un buen vino tinto, pero había agotado las existencias), se repartieron la lista de
almacenes de Frigis Express. Las repasarían por orden alfabético hasta que encontraran lo
que buscaban. Jordan haría el turno de día y Harry le proporcionaría el transporte; Harry
se ocuparía del turno de noche mientras Jordan hacía de centinela. El telépata le había
preguntado a qué venía tanto alboroto por aquel trabajo y Harry le había enseñado una
serie de vívidas imágenes mentales tomadas de Penny Sanderson y Pamela Trotter,
después de lo cual, Jordan se sintió tan ansioso por descubrir al asesino como él. Un
monstruo andaba suelto y tenía que morir.
—Seguro que en estos lugares habrá vigilantes nocturnos —dijo Jordan, mientras
estudiaba su mitad de la lista—, pero a estas horas de la madrugada estarán durmiendo en
algún rincón oculto. Podríamos visitar unos cuantos almacenes ahora mismo, antes de que
los camioneros o los embaladores o lo que sean empiecen a llegar.
—El tipo al que buscamos es camionero —comentó Harry—. Utiliza la M1 y quizá la
Al o la A7. Tal vez sería mejor que comenzáramos con los almacenes que estén más cerca
de esas autopistas.
Jordan había echado un vistazo a los archivos sobre las chicas asesinadas. El informe
sobre Penny parecía haberle interesado mucho. Haciendo caso omiso de lo que el
necroscopio acababa de comentarle, preguntó:
—Harry, ¿sabías que el cuerpo de Penny fue encontrado en los jardines que hay bajo
los muros del castillo?
—Sí. ¿Es algo significativo? —preguntó Harry a su vez.
—Podría serlo —contestó el otro—. En el castillo hay unas cuantas unidades
especializadas. Por lo que sabemos, esa noche nuestro hombre de Frigis entregó unos
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Brian Lumley Engendro de la muerte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
aparentemente casual, el ministro observó lo cansado que parecía Clarke, a lo que éste
respondió:
—He estado levantado hasta tarde. Apenas había dormido un par de horas cuando
me llamaron de su despacho para organizar esta cita. De todos modos, me alegro, porque
pensaba venir. Anoche recibí a dos visitantes. Aunque me temo que no esté dispuesto a
creerme cuando le diga quién era uno de ellos.
Paxton se apresuró a contestar con amargura:
—Sabemos quiénes son, Clarke, ¡Harry Keogh y Trevor Jordan..., los vampiros!
Clarke ya estaba preparado para aquello. Suspiró y, dirigiéndose al ministro, le
preguntó:
—¿Es preciso que este imbécil esté presente? Si no queda más remedio que vaya
hurgando en la cabeza de la gente como un gusano de mierda, ¿no podría hacerlo a una
cierta distancia? Por ejemplo, desde ahí fuera, al otro lado de la puerta.
El ministro lo miró, imperturbable.
—¿Quiere usted decir que Paxton se equivoca?
Clarke volvió a suspirar y respondió:
—Anoche vi a Harry y a Trevor. En eso no se equivoca.
—¿Entonces quiere usted decir que Harry Keogh y Jordan no son vampiros? —La
voz del ministro sonó muy tranquila.
Clarke lo miró a los ojos, apartó la vista y se mordió el labio inferior. El ministro
insistió:
—¿Son vampiros?
Clarke volvió a mirarlo de frente y respondió:
—Jordan... no.
—¿Pero Keogh sí?
—De eso ya estaban ustedes seguros, ¿no? —le espetó Clarke—. Gracias a... —le echó
una mirada furibunda a Paxton y añadió—: ¡Ese mierda! Sí, Harry está contaminado.
Cogió esa jodida cosa para protegernos (a todos nosotros) mientras hacía ese trabajo en las
islas griegas en el que yo le pedí que nos ayudara. ¡De manera que según mis normas
todavía no se lo puede considerar un asesino! ¿Qué más les puedo decir?
—Muchas cosas —contestó Paxton, pero con más suavidad; todavía tenía el rostro
enrojecido por efecto del insulto de Clarke.
Clarke lo miró, miró al ministro y no percibió simpatía alguna. No los conmovía.
—¿Por qué no me dejan que lo cuente a mi manera? —suplicó—. ¿Y por qué no
intentan escucharme? Quién sabe, tal vez aprendan algo.
—Y puede también que nos despistemos —dijo Paxton.
Clarke le lanzó una mirada colérica, miró al ministro y dijo:
—Oiga, ese loro que tiene usted ahí no hace más que decir tonterías. ¡Joder, si no se le
entiende una palabra! ¿Sabe usted de qué diablos habla?
El ministro tomó una determinación, hizo un abrupto movimiento afirmativo con la
cabeza y respondió:
—Clarke, se lo voy a explicar sin rodeos. Anoche, la Sección PES controlaba su casa.
La suya y la de Jordan. Verá, nos enteramos antes que usted de que Jordan había
regresado de entre los muertos, es decir, de entre los muertos vivientes. ¿Un hombre que
ha muerto y que sin embargo está dando vueltas por ahí entre los vivos? ¡Un muerto
viviente! Así es como lo entendemos, la única manera en que podemos entenderlo. Jordan
no es el único, también está una de esas chicas asesinadas. No pueden ser otra cosa que
vampiros.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—¡Ben, soy yo! ¡Con tus poderes tienes que saber que digo la verdad!
—Darcy —contestó Trask, sin dejar de retroceder—, te han cogido. Esa es la única
respuesta.
—¿Me han cogido?
—Sin que te dieras cuenta. Crees que dices la verdad, y eso en sí mismo debería
bastar para dejarme a mí en evidencia. Pero somos dos contra uno, Darcy. Y, además, has
estado en estrecho contacto con Harry Keogh.
Clarke giró sobre los talones, miró las caras que lo rodeaban. Tras su escritorio, el
ministro estaba blanco como el papel. Paxton lucía un rostro sombrío mientras su mano
derecha jugueteaba nerviosamente con la solapa de la americana. Trask, cuyo don jamás le
había fallado... hasta ese momento. Y Millicent Cleary, que aunque respetuosa como
siempre, acababa de acusarlo de monstruo.
—¡Estáis locos, estáis todos locos! —exclamó Clarke con voz trémula. Hundió la
mano izquierda en el bolsillo, sacó su carnet de la Sección y lo tiró sobre el escritorio—.
Ahí lo tenéis; estoy harto de todo esto; he terminado con la Sección para siempre. Me voy.
—Metió la mano derecha en el interior de la chaqueta y sacó su pistola reglamentaria de 9
mm...
—¡Quieto! —gritó Paxton, y apuntó a Clarke con el revólver que había sacado un
momento antes.
Asombrado, Clarke se volvió hacia él y, al hacerlo, lo encañonó con la pistola
descargada, y Paxton le disparó dos tiros.
Al mismo tiempo que se oían las ensordecedoras descargas, Millicent Cleary y Ben
Trask gritaron:
—¡No!
Demasiado tarde, porque el impacto de la primera bala había lanzado a Clarke al
centro del despacho, su cuerpo se levantó en el aire y volvió a caer al recibir el segundo
disparo. Su arma voló por los aires cuando él caía de rodillas contra la pared
ensangrentada, mientras se llevaba la mano vacilante hacia el corazón. Los dos agujeros
que tenía en la chaqueta se tiñeron de rojo y la sangre comenzó a gotear entre sus dedos
agarrotados.
—¡Mierda! —susurró—. ¿Qué...?
Cayó de bruces, rodó sobre el costado y Trask y Cleary se arrodillaron junto a él. El
ministro estaba de pie, azorado, agarrado al borde del escritorio para no caerse; Paxton se
había adelantado con el revólver dispuesto, el rostro pálido como un papel que tuviera
agujeros en el lugar de los ojos y la boca.
—Llevaba un arma —dijo con un hilo de voz—. ¡Iba a usarla!
—A mí... —dijo el ministro—, a mí me pareció que iba a entregarla. Es la impresión
que me dio.
Ben Trask acunaba la cabeza de Clarke y sollozaba:
—¡Dios santo, Darcy! ¡Dios santo!
La muchacha le había desabrochado la chaqueta a Clarke y le había roto la camisa
ensangrentada. Pero la sangre ya casi había dejado de manar.
Con incredulidad, Clarke se miró el pecho y la roja vida que se le escapaba por la
herida.
—¡No es... posible! —exclamó. La cuestión era que el día anterior aquello no habría
ocurrido.
—¡Darcy, Darcy! —volvió a decir Trask.
—¡No es posible! —murmuró Clarke por última vez antes de que se le nublara la
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vista y la cabeza le cayera sobre el regazo de Trask. Hasta ese momento nadie había
llamado a un médico ni a una ambulancia.
La escena se mantuvo estática durante largos segundos hasta que Paxton rompió el
silencio y gritó:
—¡Apartaos de él! ¿Estáis locos? ¡Apartaos de él!
Trask y la chica lo miraron.
—Su sangre —explicó Paxton—. ¡Estáis manchados con su sangre! ¡Os contaminará!
Trask se puso en pie y el horror fue desapareciendo lentamente de sus ojos. El horror
por lo que acababa de ocurrir. Porque lo que le inspiraba Paxton era algo diferente.
—¿Que Darcy nos contaminará? —repitió las palabras de Paxton, y se acercó a él
dando una gran zancada—. ¿Que su sangre nos contaminará?
—¿Qué rayos te pasa? —preguntó Paxton, retrocediendo.
—Darcy tenía razón —rugió Trask—. Sobre ti. —Y señalando al Ministro
Responsable añadió—: Y sobre usted. —Luego dio otro paso hacia Paxton.
—¡No te acerques! —le advirtió Paxton blandiendo el revólver.
Trask lo aferró de la muñeca y se la retorció con furia. El revólver cayó al suelo con
un sonido metálico.
—Nunca tuvo más razón que ahora —dijo Trask, manteniendo a Paxton a distancia,
como si sujetara un trozo de carne podrida—. No sabes de vampiros más que lo que has
leído o te han contado. No tienes experiencia con ellos. Si la tuvieras, sabrías que las balas
no los detienen, al menos no durante mucho tiempo. Pero el pobre Darcy que está ahí,
tendido..., si posees algún don, sabrás que está muerto. ¡Y tú lo has matado!
—Yo..., yo... —Paxton pugnó por liberarse de la férrea mano de Trask, pero no pudo.
—¿Contaminarnos? —dijo Trask con los dientes apretados. Acercó a Paxton hasta el
cuerpo tendido y le restregó la sangre de Clarke por el pelo, los ojos y la nariz—. ¿Y a ti,
gusano de mierda, qué te puede contaminar a ti? —Apartó una manaza, cerró el puño y...
—¡Trask! —gritó el ministro—. ¡Ben! ¡Suelte a Paxton! ¡Déjelo! Lo hecho, hecho está.
Tal vez ha sido un accidente. Puede que un error. Pero está hecho. Y es una de las muchas
cosas que no nos gusta hacer.
El puño de Trask quedó suspendido en el aire; temblaba de ganas de ir a estamparse
contra la cara de Paxton. Pero al oír las palabras del ministro y al comprender lo que había
querido decirle, apartó de un empellón al telépata. Tambaleándose, como si estuviera
borracho, regresó junto al cuerpo encogido y sin vida de Clarke.
—Pida un doctor... y una ambulancia —ordenó el ministro a Paxton, y vio entonces
su mirada.
El telépata había recobrado el juicio y el temple; se limpiaba la cara con un enorme
pañuelo y sacudía la cabeza. Su mirada decía, piense bien lo que dice y lo que hace. En voz alta
manifestó:
—No necesitamos ni lo uno ni lo otro, sólo un incinerador. A Clarke hay que
quemarlo, y nos hemos de encargar nosotros mismos de hacerlo ahora. Esté bien o mal, no
podemos arriesgarnos. Ha de ir a parar a la hoguera lo antes posible. Y yo debo darme un
baño. Trask, Cleary, sé cómo debéis sentiros, pero yo en vuestro lugar...
—No sabes cómo nos sentimos —le dijo Ben Trask, mirándolo desde abajo con el
rostro vacío de toda emoción.
—De todos modos —prosiguió Paxton—, yo en vuestro lugar me bañaría. Ahora
mismo.
El ministro señaló la puerta y ordenó a Paxton:
—Está bien, ocúpese de..., de la incineración. Ahora mismo. Y dúchese, si cree que es
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Brian Lumley Engendro de la muerte
9.40 de la mañana.
Harry Keogh acababa de repasar los archivos de personal del almacén de Frigis
Express en Darlington cuando ocurrieron tres cosas a la vez. Una: el empleado del
almacén, al que Harry había alejado de su despacho, pequeño como una cajita, mediante
una llamada telefónica falsa, regresó inesperadamente. Dos: Harry sintió una punzada —
casi de dolor— que nunca había sentido antes, en el pecho, como si alguien le hubiera
remojado el corazón con agua helada. Y tres: el eco apagado de un grito desconocido
reverberó en su mente para perderse en un limbo metafísico inalcanzable. El necroscopio
tuvo la impresión de que fuera cual fuese su origen iba dirigido específicamente a él: como
si alguien hubiera gritado su nombre en el abismo que separa la vida de la muerte.
¿Sería necrolenguaje? No, había sido diferente. ¿Telepatía? Tal vez. ¿Una mezcla de
ambas cosas? Parecía más probable; Harry recordó cómo su madre le había descrito las
emociones de su corazón incorpóreo cuando un cachorro llamado Paddy había sido
atropellado en un camino de Bonnyrig.
¿Habría muerto alguien? ¿Pero quién? ¿Y por qué había llamado a Harry?
—¿Quién diablos es usted? —preguntó airado el empleado corpulento y pelirrojo
que iba en mangas cortas. Empujó a Harry hacia las sombras de un rincón polvoriento,
donde el archivador metálico se apoyaba en la pared. El hombre se quedó boquiabierto al
ver el contenido del archivador desparramado por el suelo.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Harry había seguido la lista por orden alfabético y ya había investigado tres
almacenes e instalaciones de Frigis: el garaje de camiones de Alnwick, el matadero y la
planta de procesamiento de Bishop Auckland y, por último, el complejo de congelación de
Darlington. Había logrado copiar las direcciones de cuatro posibles sospechosos, todos
ellos de nombre «John» o «Johnnie» y todos ellos camioneros de la firma. Aunque tenía
media mañana por delante, el extraño grito mental surgido de la nada lo había
perturbado, había dañado su firmeza y destruido su concentración hasta tal punto que se
marchó a su casa de Bonnyrig utilizando el continuo de Möbius, y desde allí se puso en
contacto con Trevor Jordan en el castillo del Monte en Edimburgo.
¿Harry?, contestó Jordan de inmediato; su «voz» telepática denotaba el gran alivio
que sentía porque el necroscopio se hubiera puesto en contacto con él. Traté de hablar
contigo, pero tu niebla mental era demasiado espesa, y a cada momento que pasa se torna más densa.
¿Puedes venir a buscarme? Creo que he dado con una pista.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Harry asintió con un movimiento de cabeza, como si hablara con alguien que tuviera
delante y no con alguien que se encontraba a treinta kilómetros de allí, y le preguntó:
¿Conoces La Despensa del Hacendado? Es un café que está cerca del Milla Real. Pregúntale a
cualquiera y te indicará cómo llegar. Estaré allí dentro de cinco minutos. Trevor, dime una cosa,
¿ha ocurrido algo raro? ¿Has percibido algo extraño? ¿Debo tener más cuidado que de costumbre?
¿Te refieres a los vigilantes? ¿A la Sección? (El otro negó mentalmente con la cabeza.) Al
menos nada que yo haya detectado. Tal vez un intento de contacto de vez en cuando, pero nada que
pudiera rastrear. Nada concentrado, vaya. Si han puesto gente aquí arriba, son demasiado buenos
para mi nivel. ¡Y eso que tengo un nivel estupendo!
¿No hay estática? ¿No será Paxton?
No siento ninguna estática. A lo lejos, quizá, pero nada local. En cuanto a Paxton, estoy
seguro de que a él lo captaría aunque estuviera a treinta kilómetros. ¿Y tú qué?
He tenido una..., una experiencia, respondió Harry. En Darlington.
¿En Darlington? (El necroscopio se imaginó al otro enarcando las cejas.) ¡Vaya
coincidencia! ¿Has encontrado algún Johnnie en Darlington?
Harry se sintió intrigado.
Dos, repuso. Y uno de ellos es un «Johnny» en la vida real. Al menos así es como escribe su
nombre: Johnny Courtney. El otro se llama John Found.
Se imaginó a Jordan asintiendo sombríamente mientras contestaba:
Ya. Dragosani también había sido un niño expósito, ¿no?
¿Crees que significará algo?, preguntó Harry, aunque sabía que sí.
¡Más te vale creerlo así!, le confirmó Jordan.
Te veré delante de La Despensa del Hacendado, le recordó Harry. Dentro de cinco minutos...
Esperó a que transcurrieran los cinco minutos presa de una expectación ardiente,
dejó transcurrir otro más para asegurarse de que Jordan habría llegado y, finalmente, viajó
mediante el continuo de Möbius hasta el camino empinado y adoquinado que pasaba
cerca del Milla Real. Salió del continuo en una acera atestada de turistas y lugareños,
apiñados como abejas en una colmena, que iban ajetreados y con determinación cada uno
a sus ocupaciones. Nadie notó la repentina aparición de Harry; la gente aparecía de todas
partes y se hacían a un lado para no atropellarse; el necroscopio fue un rostro más en la
muchedumbre.
Jordan esperaba en el portal de La Despensa del Hacendado. Vio a Harry, lo agarró
del brazo, lo metió en el bar y se lo llevó a un lugar en la sombra. Harry se alegró de ello
porque el sol había salido y se había convertido en algo más que una irritación. Lo
detestaba con ganas.
—Compra tres bocadillos —pidió al telépata—. Para mí de carne, lo más cruda
posible, pide algo para ti y el tercero de lo que sea con mucho pan. ¿De acuerdo?
Desconcertado, Jordan asintió y se acercó al mostrador lleno de gente. Encargó la
comida, se la sirvieron y regresó junto a Harry, que lo esperaba. Harry lo tomó del brazo y
le dijo:
—Cierra los ojos.
Lo condujo a través de una puerta de Möbius. Quienes los estuvieran observando
tendrían la impresión de que acababan de salir del bar. Pero no llegaron a la calle. Un
momento más tarde, reaparecieron a tres kilómetros de allí, junto al lago, en la cresta del
vasto afloramiento volcánico llamado Arthur's Seat. Se sentaron en un banco vacío y
comieron en silencio; Harry desmenuzó el tercer bocadillo y echó las migas a los patos y a
un cisne solitario que se acercó nadando al festín.
—Cuéntamelo —dijo poco después el necroscopio.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo tres
Johnny Found1
»Les deseé buena suerte y eso fue todo. Me sentía estupendamente por estar vivo, y
mucho más por haber logrado avanzar en el caso, así que decidí tomarme una cerveza en
el Milla Real. Después de eso, esperé a que tú te pusieras en contacto conmigo. Fin de la
historia...
El necroscopio parecía un tanto decepcionado.
—¿No conseguiste una descripción de ese hombre, ni averiguaste cuándo volverá a
repartir para Frigis?
—Son cosas que no estaban en sus pensamientos —respondió Jordan, negando con la
cabeza—. Además, de haberme concentrado para explorar sus mentes podría haber
metido la pata y delatarme. Ya sabes que tú y yo somos telépatas. Cuando nos leemos el
pensamiento y nos llega con toda claridad, es porque lo hacemos deliberadamente. Pero
leerle el pensamiento a una persona corriente es algo distinto. Las mentes suelen
comportarse de un modo disperso, rara vez se concentran en algo más que un momento.
—No era mi intención reñirte. Lo que has hecho es estupendo. Ha funcionado de
maravilla..., hasta ahora. Pero quiero averiguar algo sobre los antecedentes de este tipo,
como por qué actúa así. Esa clase de datos podrían ser útiles, es todo. Aunque no para mí,
al menos para la Sección PES cuando yo me haya ido. Además, me intriga su nombre. Has
mencionado antes que Dragosani era un niño expósito. Tal vez haya en eso más de lo que
tú creías. Así que... hay un par de cosas que quiero conocer de este Johnny Found. Y
quiero llegar a él antes que la policía. Sé que lo acusarán de asesinato, pero lo que ha
hecho es mucho más grave y se merece más que eso. Ha actuado con mucha crueldad. Y
así tiene que terminar.
El necroscopio acabó la frase con una voz ronca y profunda que se fue apagando
cada vez más. Jordan se alegró de no estar leyéndole el pensamiento, pero no pudo evitar
pensar para sí: Señor Johnny Found, seas quien seas, o lo que seas, no me gustaría estar en tu
lugar ni por todo el oro de Fort Knox.
Ben Trask había convocado la reunión para las dos de la tarde y ante sí tenía a todos
los agentes disponibles de la Sección PES. El ministro responsable también estaba
presente, y lo acompañaba Geoffrey Paxton, al que Trask no esperaba ver. Pero no dijo
nada; había comprendido que la tarea era demasiado importante como para dejar que
interfirieran las personalidades de cada uno. Le parecía de lo más incongruente que un
espécimen rastrero como Paxton estuviera a salvo y se lo considerara legal, mientras que
los buenos elementos como Harry Keogh habían caído en desgracia y estaban a punto de
convertirse en víctimas de sus propios métodos.
Porque había sido Harry quien le había enseñado a la Sección cómo proceder en esos
casos. Cómo disponerlo todo, qué armas utilizar —la hoguera, la espada, el fuego— y
cómo atacar para matar vampiros.
Cuando todos estuvieron presentes, Trask no perdió tiempo y fue al grano.
—A estas alturas, todos ustedes saben en qué se ha convertido Harry Keogh —
comenzó—. Es la criatura más peligrosa que jamás haya existido..., en parte porque lleva la
plaga del vampirismo, que podría consumirnos a todos y para la que no existe cura. Pues
bien, hubo otros antes que Harry, y todos sucumbieron... ¡a manos del necroscopio en
persona! Y eso es el otro aspecto que lo hace tan peligroso: lo sabe todo, sobre nosotros,
sobre..., en fin, sobre todo. No quiero que me malinterpreten: no es un superhombre ni
nunca lo ha sido, pero se parece bastante. Lo cual era estupendo cuando estaba de nuestro
lado, pero en estos momentos ya no es tan maravilloso. Ah, sí, y a diferencia de otros
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Brian Lumley Engendro de la muerte
vampiros con los que la Sección tuvo que luchar, Harry sabrá que lo perseguimos.
Dejó que comprendieran la importancia de ese detalle y prosiguió:
—Hay otras cosas que lo hacen peligroso. Se ha convertido en telépata, de manera
que a partir de ahora los que se dedican a robar pensamientos de entre ustedes deberán
vigilar sus mentes. De lo contrario, Harry se meterá en ellas. Y si se entera de lo que
tramamos, no se quedará a esperar a que lleguemos, ¿verdad? Además, utiliza la
teleportación; se vale de algo llamado el continuo de Möbius para ir y venir a su antojo.
Puede estar literalmente en cualquier parte que desee instantáneamente. Ténganlo en
cuenta...
»Y por último, pero no por eso menos importante, al menos que sepamos, Harry es
también nigromante, como lo fue Dragosani; no, mejor que Dragosani. Porque Dragosani
sólo examinaba a sus víctimas. Y Harry puede traérnoslas de entre los muertos, utilizando
sus cenizas... y creemos que vuelven como vampiros. Y como tales, obviamente, trabajarán
para él. En una palabra, lo que quiero decirles es que cuanto ha logrado anteriormente se
encuentra ahora invertido: Harry Keogh es nuestro objetivo. Él y cualquiera que trabaje
con él.
»Muchos de ustedes se preguntarán dónde está Darcy Clarke, de manera que voy a
ponerlos al corriente. Darcy ha muerto... a raíz de un accidente. —Trask levantó de
inmediato la mano para frenar las protestas, porque había visto que algunas caras
comenzaban a crisparse y algunas bocas a abrirse para formular preguntas—. Fue una
especie de accidente —repitió—, en cierta manera comprensible, aunque no del todo
aceptable. He tenido que buscar a fondo en mi alma para aceptarlo así, por lo que
comprendo la confusión que sienten ustedes en estos momentos. Pero a Darcy lo habían
cambiado. No cabe otra explicación, de lo contrario, no habríamos podido matarlo. Han
oído ustedes bien, he dicho «habríamos», y me refiero a la Sección. De haber estado vivo,
habría sido nuestro enlace más débil, y tarde o temprano nos habríamos visto obligados a
deshacernos de él. Pero está muerto y nadie puede traerlo de vuelta de donde está... ni
manipular sus restos. Porque los hemos incinerado (sí, ya lo hemos hecho) y en estos
momentos alguien se ocupa de esparcir sus cenizas. Si era uno de los hombres de Harry, lo
cual parece probable, entonces, ha dejado de existir.
»Muy bien, he dicho que fue un accidente. Pero el verdadero accidente, o mejor
dicho, la verdadera tragedia fue que Darcy Clarke y Harry Keogh eran amigos, y que
habían estado estrechamente relacionados. Es así de sencillo. Harry sufrió su «accidente»
en las islas griegas o, tal vez, con más probabilidad, en Rumania, hace unas cuantas
semanas. Desde entonces, esa cosa se ha apoderado de él por completo. Y es posible que
sin que Darcy se enterara, y también sin que el necroscopio mismo estuviera al corriente,
la cosa, la enfermedad, el contagio, o como quiera que le llamen ustedes a eso, pasó del
uno al otro. Al menos así es como lo veo yo.
»Pero la cuestión es que Darcy se encontraba afectado gravemente por la niebla
mental y había perdido su ángel de la guarda, el don que lo había mantenido a salvo a lo
largo de las misiones que la Sección le había encomendado durante todos estos años. En
cuanto al hecho de que Darcy trabajaba con o para Harry, sabíamos que le pasaba
información incluso antes de que tuviésemos la certeza de que lo habían transformado.
Resulta difícil determinar cuándo se produjeron estas transformaciones. Tal vez estuvieran
latentes durante un cierto tiempo, y acabaron por manifestarse anoche. Fue entonces
cuando Harry visitó a Darcy en su casa. No se quedó mucho tiempo, pero cuando se
marchó... Darcy quedó envuelto en una niebla mental.
»A eso me refería cuando dije que Darcy había sido transformado, cambiado.
168
Brian Lumley Engendro de la muerte
Cuando murió, ya no era Darcy Clarke, al menos no el que nosotros conocíamos. Y ahora
no es nadie. Pero lo más importante es que ya no representa ni representará nunca una
amenaza para la Sección ni para el mundo.
»Por desgracia, no podemos decir lo mismo de Harry Keogh, él sí que es una
amenaza, igual que las personas que creemos que ha contaminado. Hay por lo menos dos:
una joven llamada Penny Sanderson y... el telépata que conocíamos como Trevor Jordan.
—Volvió a levantar la mano—. Ya lo sé, Trevor también era amigo mío. ¡Pero también
estaba muerto! Y ya no lo está. Harry Keogh ha resucitado a estas dos personas de sus
cenizas..., lo que sin duda confirma en qué se han convertido. ¡En muertos vivientes!
»¿Adónde nos conduce todo esto? Lisa y llanamente, nos encontramos ahora con una
lucha entre manos, una lucha que requerirá la habilidad y el esfuerzo de todos y cada uno
de nosotros. Porque si no ganamos esta batalla, ya no habrá otra. He aquí el plan de
acción. A partir de esta noche, la chica llamada Sanderson quedará sometida a una
vigilancia encubierta. Dejaremos el asunto en manos de la Sección Especial. En este caso
no intervendrá ningún PES. ¿Por qué? Porque Harry Keogh o Jordan percibirían a los
nuestros como si fueran radiactivos. De modo que será el policía británico de costumbre el
que cubrirá esta parte del plan, pero sin saber exactamente de qué va el asunto. Para ellos
será una vigilancia más. Suponemos que no habrá demasiado peligro, porque, por lo que
sabemos, la chica no ha tenido contactos con Jordan ni con el necroscopio desde que
Harry..., bueno, desde no importa qué hiciera para lograr que regresara. Dejaremos que
los representantes normales de la ley se ocupen de su vigilancia hasta que sea la hora;
entonces, los apartaremos de la misión y nos tocará a nosotros actuar. Para entonces ya
sabremos cómo tratarla.
»Por cierto, si les parece que hablo de esto con mucha sangre fría, se debe a que así
tiene que ser. Soy el único que queda del grupo veterano, lo que significa que soy el único
que sabe lo que es el infierno. Lo vi durante el caso Bodescu y también en las islas griegas.
El que crea que exagero es que no se ha leído los archivos de Keogh o el informe de Darcy
Clarke sobre el caso griego. ¡Si alguno de ustedes no se ha leído ese material, más le vale
que lo haga ahora mismo!
»Muy bien, pues, a partir de esta noche, tendremos vigilada a la chica y así seguirá
hasta que estemos preparados. Pero ella es un pececito más del cardumen, porque los
peces gordos, los tiburones, siguen nadando a sus anchas. Y de ellos tenemos que
preocuparnos. ¿Pero hasta qué punto debemos preocuparnos? Hablemos de Jordan.
»Esta mañana estuvo en Edimburgo, en el castillo del Monte, para interesarse por el
caso del asesino reincidente. Darcy Clarke había solicitado la ayuda del necroscopio en
este asunto y, al parecer, Harry se obsesionó con él. Creemos que Harry y Jordan trabajan
juntos; no me pregunten por qué, lo único que puedo decirles es que Penny Sanderson fue
una de las víctimas del asesino. ¿Venganza? Podría ser, los vampiros son así. De ser así,
tarde o temprano Harry y compañía tratarán de echarle el guante a ese maníaco sexual.
»¿Que cómo nos enteramos de que Jordan estuvo en el castillo? Sencillamente porque
se reunió como quien no quiere la cosa con un par de policías de paisano que investigaban
el caso. Pudo hacerlo porque todavía conserva su carnet de la Sección. Posteriormente,
uno de los investigadores mencionó el nombre de Jordan a un superior; el hecho de que la
Sección PES tuviera a uno de sus hombres siguiendo el caso alertó a su jefe, que se puso de
inmediato en contacto telefónico con nosotros para agradecernos el interés e informarnos
de que ya no necesitaba nuestra ayuda, porque creen que ya han descubierto al asesino. Al
menos hemos conseguido el nombre y la dirección del sospechoso, cosa que nos resultará
útil. Según parece, se llama John o Johnny Found y tiene un apartamento en Darlington.
169
Brian Lumley Engendro de la muerte
Pondremos a un agente de policía a vigilar al señor Found y designaré a alguien para que
los vigile a ellos, con la advertencia de que se mantengan al margen, por el momento, a la
espera de que Keogh y Jordan decidan echarle el guante.
»¿Qué más puedo decirles sobre Jordan? Como ya sabrán, Trevor era, quiero decir,
es, un telépata muy dotado. Es posible que Harry haya conseguido ese don de él. Porque
no olviden que Harry es también nigromante. Y como tal es capaz de acumular los dones
que va encontrando, del mismo modo que hacía Dragosani. Sin embargo, todo esto que les
digo es pura especulación, porque no ha sido probado. Otro detalle sobre Jordan: siempre
fue un hombre sumamente agradable. Ya sé, ya sé que no existe un vampiro bueno. ¡No
hace falta que me lo digan! Pero quiero hacer hincapié en que no creo que la maldad sea
en él algo natural. Probablemente se trate de un proceso gradual. Al menos eso espero,
porque por supuesto su vampirismo aumentará velozmente sus ya de por sí potentes
capacidades telepáticas. Después de lo cual... ¡no habrá manera de cogerlo por sorpresa!
»Muy bien, ya casi he acabado. Dentro de una hora recibirán más detalles sobre las
nuevas misiones que se les encargarán, en cuanto logre que los elaboren. Aparquen todos
los temas que llevaban hasta nuevo aviso.
»Haré un resumen de cómo actuaremos en este asunto:
»Conocemos la guarida preferida de Harry Keogh, el lugar que con todo derecho
considera su «territorio», pues ha vivido allí casi toda su vida; se trata de una vieja casa
cerca de Bonnyrig, no muy lejos de Edimburgo. Creemos que tiene allí su base de
operaciones y que Jordan le ayuda en lo que está haciendo, sea lo que sea. Es posible que
estén tras la pista de Johnny Found, o bien, si ya lo han localizado, se estarán preparando
para que se haga «justicia». De manera que además de vigilar a la joven Sanderson y al
señor Found, vamos a controlar de forma encubierta la vieja casa de Harry. He de insistir,
y creo que por más veces que lo repita nunca será suficiente, he de insistir, digo, que la
vigilancia ha de ser muy disimulada.
»Si logramos coger a la chica, a Harry y a Jordan al mismo tiempo, sobre todo si los
encontramos a solas, entonces podremos actuar contra ellos. Tal vez nos veamos obligados
a precipitar nuestra intervención si Harry y Jordan deciden eliminar a Found. Lo ideal
sería que esperásemos a poder atrapar a los tres a la vez. De ese modo no podrán recibir
aviso alguno. Lo que no debemos hacer es tratar de detenerlos uno por uno, porque de ese
modo los demás quedarían sobre aviso. ¿Está claro?
»Por último, o mejor dicho, antes de pasar a examinar los instrumentos de nuestro
oficio, debo comentarles algo que sé que no les sentará bien. El ministro, aquí presente, ha
confiado en la Sección PES soviética para que nos auxilie en este asunto. —Trask fijó la
mirada en el pequeño mar de caras asombradas, pero nadie pronunció una sola palabra.
—La cuestión es —prosiguió— que aunque encontremos la forma de atrapar al
necroscopio, que evidentemente no será fácil, él estará en condiciones de huir a un lugar
del que con toda probabilidad puede volver... acompañado de Dios sabe qué cosas. Sí, me
refiero a la Puerta del Perchorsk Projekt, que está en los Urales. Desde que nos enteramos
de esa pesadilla, no la hemos perdido de vista, y sabemos que los rusos han logrado
mantenerla a raya mientras encuentran una solución más satisfactoria. Si logramos hacerle
la vida intolerable, y con suerte, imposible, es probable que Harry intente marcharse a la
Tierra de las Estrellas. Por eso hemos confiado en los rusos, porque no nos atrevíamos a
dejar que se marchara a ese lugar. Sería magnífico si quisiera quedarse allí para siempre,
pero monstruoso si alguna vez decidiera volver acompañado de quién sabe qué.
»¿Y qué nos hace pensar que tal vez trate de ocultarse en otro mundo? Una libreta
que encontramos en el apartamento de Clarke hace una hora. Darcy había apuntado unas
170
Brian Lumley Engendro de la muerte
cuantas ideas, pero debió de ser antes de que Harry fuera a verlo. Puede que haya ido a
verlo por eso. Las notas son una maraña de garabatos, pero de ellas se desprende que
Darcy creía que Harry se marcharía a la Tierra de las Estrellas. Pues bien, los soviéticos
están ya enterados de lo de Harry, al menos de todo lo que pudimos informarles, y se
mantendrán alertas por si aparece. De manera que da la impresión de que la Puerta de
Perchorsk está cerrada para él.
»Pasemos ahora a considerar nuestro... equipo. Y cómo utilizarlo. Después
procederemos a formar grupos equilibrados y a preparar una lista preliminar detallada de
sus tareas.
Trask quitó una manta que cubría diversas armas distribuidas sobre una robusta
mesa plegable.
—Es importante que aprendan a utilizar estas cosas —dijo—. Los machetes hablan
por sí solos. Pero manéjenlos con cuidado, porque están afilados como cuchillas. En
cuanto a esto, supongo que todos ustedes saben que se trata de una ballesta. Pero el tercer
elemento puede que no les resulte tan familiar. Se trata de un lanzallamas portátil, es un
nuevo modelo. Será mejor que le echemos un vistazo primero.
»Aquí tienen el depósito de combustible, que se lleva en la espalda así, como les
indico...
La reunión continuó de este modo durante otra hora más.
171
Brian Lumley Engendro de la muerte
incluso antes de que se cometiera el acto en sí, el monstruoso crimen. Pero tenía que haber
algo parecido a un juicio. Pero un juicio como en una ordalía, y no como en un examen
previo a una sentencia. Porque si Johnny Found era en realidad el hombre, la sentencia ya
había sido emitida.
El día laborable había tocado a su fin; el tráfico iba decayendo en las calles en
sombras; las personas se encaminaban a sus casas. Algunas entraban en el edificio donde
vivía el nigromante; una mujer de mediana edad, con un abultado carrito de la compra,
entró torpemente por la puerta principal; una joven con el pelo desordenado y un niño
lloroso que le tiraba del brazo le gritó a la mujer del carrito para que la esperara y le
aguantara la puerta abierta; tras ellas iba un hombre mayor, vestido con un mono, de
aspecto cansado y cargado de hombros, que llevaba una bolsa de cuero llena de
herramientas.
En una habitación de la buhardilla, bajo los aleros empinados, se encendió una luz.
En la segunda planta se encendió otra luz con un pestañeo, y otra en la tercera. Harry
apartó la mirada un momento, exploró ambos extremos de la calle y luego volvió a
observar el edificio.
En ese momento vio que una cuarta luz, mucho más tenue, se encendía en una
ventana de una esquina del apartamento de la planta baja. Pero no había visto entrar a
Found.
El edificio se encontraba en una esquina, tenía que haber una entrada lateral; Harry
esperó a que el tráfico se despejara, cruzó al otro lado del camino y dobló la esquina. Ahí
estaba, una puerta metida como en un nicho en el costado del edificio. La entrada
particular a la guarida de Johnny Found. Y Johnny estaba ahí dentro.
Harry cruzó la calle adoquinada, se alejó de la casa y se fundió en las sombras del
edificio que había en el extremo más alejado. Se giró, se reclinó contra la pared y miró la
luz que brillaba desde ese lado, a través de un ventanuco del apartamento de Found de la
planta baja. Se preguntó qué estaría haciendo su presa ahí dentro, qué pensaría..., hasta
que cayó en la cuenta de que no tenía por qué preguntarse nada. Porque Trevor Jordan le
había dado el don de averiguarlo por sí mismo.
Permitió que sus dones telepáticos, aumentados por el vampiro, fluyeran hacia la
noche, que se internaran en la oscuridad, cruzaran el camino, atravesaran la pared de
ladrillo y entraran en la casa del mal, ennegrecida por el humo. Pero el sondeo no seguía
un destino fijo, carecía de determinación y parecía inexperto; se extendía en todas
direcciones, como el oleaje en un lago oscuro. Hasta que de pronto... el necroscopio
encontró mucho más de lo que esperaba.
Su habilidad telepática hizo contacto con una mente —no, con dos— y supo de
inmediato que ninguna de ellas pertenecía a Johnny Found. Para empezar, no se
encontraban en la casa, y para terminar... ya estaban concentradas en él. ¡En Harry Keogh!
Harry inspiró con un profundo siseo de aprensión, luchó contra la urgente necesidad
de agacharse, que no habría hecho más que delatar su precaución, y miró hacia ambos
lados del callejón. ¿Serían de la Sección PES? No, porque no percibía ninguna fuerza,
ningún don, ningún poder metafísico. ¿Qué y quiénes serían? ¿Y dónde estarían?
Un cigarrillo brilló en la oscuridad del callejón cuando alguien le dio una chupada,
alguien que permanecía en las sombras, como el necroscopio. Al otro lado del camino
principal, bajo una farola, había una silueta envuelta en un abrigo oscuro, con las manos
solitarias hundidas en los bolsillos, que daba vueltas de aquí para allá, como si se tratara
de un hombre al que le han dado plantón pero que no ha perdido las esperanzas de que su
novia aparezca: un señuelo para que no se fijara en el que estaba en la oscuridad.
172
Brian Lumley Engendro de la muerte
Y los dos se preguntaban cosas sobre Harry, de modo que percibió en ráfagas sus
pensamientos directamente de sus mentes confiadas.
El que estaba debajo de la farola pensaba: Found está en casa, ¿pero quién será este tipo?
Fíjate, va calle arriba y calle abajo, acechando como un gato... ¿Será el tipo del que nos dijeron que
nos cuidáramos? ...Dijeron que si aparecía no teníamos que meternos con él, pero... si lo pescamos,
vaya triunfo..., ¿un ascenso a inspector?
Y el que estaba en las sombras salió de su escondite y se dirigió hacia Harry. Dijeron
que era peligroso... Eso ya lo veremos. Si me obliga a defenderme... ¡le volaré la cabeza! (Harry
notó cómo la mano del hombre apretaba nerviosamente la empuñadura de goma de la
culata de la pistola que llevaba en el bolsillo.)
Mientras el de la pistola se le acercaba con paso decidido, el otro se enderezó, sacó
las manos del bolsillo, cruzó el camino y se dirigió hacia Harry. Y como quien no quiere la
cosa, pacientemente, pero con los corazones galopándoles en el pecho y la vista aguzada
como dagas, fueron hacia él.
Harry les lanzó una mirada furibunda y se sorprendió al oír que de su garganta
escapaba un gruñido. Un río de fuego le recorría las venas, encendiéndole algo que llevaba
dentro y que le hablaba de asesinatos y de sangre roja manando con fuerza, que le hablaba
de la vida y de la muerte. ¡Wamphyri! Pero su lado humano exclamaba:
—¡No! ¡Estos no son tus enemigos! Hace tiempo, antes de que te tomaras la justicia
por tu propia mano, podían haber sido incluso amigos tuyos. ¿Para qué quieres
lastimarlos si puedes huir de ellos con tanta facilidad?
¡Porque la naturaleza no me ha hecho para huir sino para plantar cara y luchar!
—¿Luchar? ¡No sería una lucha justa! Son como niños...
¿Ah, sí?¡Uno de esos niños va armado!
El hombre que cruzaba el camino esperó a que una hilera de coches pasara por el
primer carril; se encontraba a apenas diez o quince pasos de distancia. El otro estaría a
unos veinte. Pero estaba claro que los dos iban hacia Harry. Su vampiro percibió el
peligro, igual que él, y entró en acción para protegerlo. Un sudor frío le exudaba por los
poros, y por la boca le manaba una extraña niebla que se le pegaba como una capa cada
vez más densa. A medida que los dos policías se acercaban, la niebla de Harry salía de las
sombras donde esperaba y se alzaba visible como las emanaciones del cuarto de una
caldera.
Las armas ya no les sirven de nada. Con esto no me ven. Pero yo sí los veo, los huelo, los
percibo, si quisiera, con sólo tender la mano hasta podría tocarlos. ¡Con sólo tender la mano podría
borrarlos del mapa!
—¡Maldito seas! —exclamó Harry en voz alta, dirigiendo la maldición hacia sí mismo
o más bien hacia la cosa que llevaba en su interior—. ¡Cosa asquerosa y rastrera!
—Bueno, no nos ofenderemos por eso —respondió uno de los policías al tiempo que
se agachaba y apuntaba hacia la niebla empuñando el arma con las dos manos—. No es la
primera vez que nos maldicen. Así que sal de ahí. Tanto vapor no te hará nada bien.
¿Quieres estropearte los pulmones? O prefieres que te los estropee yo, ¿eh? ¡Sal de ahí te
he dicho!
No recibió respuesta alguna, sólo una repentina agitación, un remolino de la niebla al
encogerse ésta sobre sí misma, como si alguien hubiera sacudido una manta o dado un
portazo en su interior. Segundos después, la niebla se disipó, cayó al suelo, se convirtió en
una capa de líquido que mojó los adoquines y los hizo brillar. Y la pared surgió alta, negra
y vacía, sin el callejón y sin cuarto de calderas.
No había nadie.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo cuatro
Sueños...
La noche aún era joven cuando Harry apoyó la cabeza en la almohada; la luna estaba
alta y las estrellas brillaban, era su hora. Sus sentidos ya no eran fuertes durante el día,
pero con la oscuridad de la noche alcanzaban una potencia insospechada. Incluso los que
regían o eran regidos por su subconsciente. Sus sueños también eran más fuertes.
Primero soñó con Möbius y presintió que era algo más que un sueño normal y
corriente. El matemático que había muerto hacía tantos años se acercaba y se sentaba en su
cama, y aunque su rostro y su silueta no se veían con claridad, su necrolenguaje le llegaba
con nitidez y sin interferencias.
Es la última vez que podremos hablar, Harry, por lo menos en este mundo.
¿Está seguro de que quiere hablar conmigo?, repuso el necroscopio. Últimamente, parece
ser que no puedo evitar hacer pasar malos ratos a la gente.
La silueta vaga e ingrávida de Möbius asintió.
Sí, pero los dos sabemos que ése no eres tú. Por eso he decidido venir a verte, mientras tus
sueños sigan perteneciéndote.
¿Me pertenecen?
Creo que sí. Sin duda te pareces más al Harry que conocía.
Harry se relajó un poco, suspiró y se hundió en la cama.
¿De qué quiere hablar?
De otros lugares, Harry. De otros mundos.
¿De mis dimensiones paralelas en forma de cono? El necroscopio se encogió de hombros a
manera de seca disculpa. Eran un puro engaño, discutía por el gusto de discutir. Mi vampiro y
yo estábamos practicando.
Puede que haya sido así, replicó Möbius, pero haya habido o no engaño de tu parte, tenías
razón. Tu intuición, Harry. Lo único que tu visión no tenía en cuenta era cómo.
¿Cómo?
Mejor dicho, quién, aclaró Möbius.
¿Cómo? ¿Quién? ¿Volvemos a hablar de Dios?
Del Big Bang, dijo Möbius. La luz primigenia, allá por los inicios del tiempo y el espacio.
Todo esto no pudo surgir de la nada, Harry. Sin embargo, ya hemos decidido que antes del
Comienzo no había nada. ¡Una soberana tontería por nuestra parte, porque tú y yo sabemos que no
hace falta que exista la carne para tener una mente!
Dios, asintió Harry. El Ser Incorpóreo Fundamental. Él lo hizo todo, ¿no? ¿Con qué fin?
¿Para saber qué ocurriría, quizá?
¿Quiere decir usted que no lo sabía ya? ¿Y la omnisciencia?
No seas injusto, nadie puede saber ni conocer nada antes de que tenga lugar. Además, es
peligroso intentarlo. Pero Él lo sabe todo desde entonces.
Hábleme de los otros lugares, le pidió Harry, fascinado muy a pesar suyo.
El mundo de la Tierra de las Estrellas y de la Tierra del Sol es uno de ellos, explicó Möbius.
Pero fue un..., un error. Se produjeron ciertas paradojas imprevistas y las cosas salieron
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Brian Lumley Engendro de la muerte
desastrosamente mal. La Tierra de las Estrellas, las ciénagas de los vampiros y los mismos
wamphyri, fueron a la vez causa y efecto. ¡Pero es así en el futuro y en el pasado! Contarlo ahora
sería cambiarlo y resultaría presuntuoso.
El tiempo y el espacio son relativos, adujo Harry. ¿No lo he dicho siempre? Y a su manera,
son fijos. No se los puede dañar ni cambiar por el mero hecho de hablar de ellos.
Möbius lanzó una risita ahogada sin asomo de alegría.
Eres ingenioso, Harry, he de reconocerlo. ¡Pero conmigo de nada te sirven tus artes
vampíricas! De todas maneras, no me refiero a la Tierra de las Estrellas.
Soy todo oídos, respondió el necroscopio, malhumorado.
En una ocasión, le recordó Möbius, mencionaste el equilibrio del multiverso, donde los
agujeros blancos y los agujeros negros movían la materia, por las distintas capas de la existencia,
retardando e incluso invirtiendo la entropía. Como las pesas que rigen el balanceo de un viejo reloj
de péndulo. Pero ése es un tipo de equilibrio, el equilibrio físico. Existen también los equilibrios
metafisico, místico y espiritual.
¿Otra vez Dios?
El equilibrio entre el Bien y el Mal.
¿Y todo se originó en la misma fuente? ¡Su razonamiento, August Ferdinand! Recuerde que
«antes del Principio no había nada».
Nuestras opiniones no están enfrentadas, dijo Möbius, sacudiendo la cabeza. ¡Al
contrario, están en completo acuerdo!
¿Que Dios tenía un lado oscuro?, preguntó Harry, asombrado.
¡Claro que sí, un lado oscuro que apartó de sí!
Las palabras del matemático dejaron a Harry petrificado.
¿Y yo puedo hacer lo mismo? ¿Es eso lo que quiere decirme?
Lo que quiero decirte es que los otros lugares son como niveles, algunos superiores, otros
inferiores. Y lo que hagamos aquí determina el paso siguiente. El que subamos o bajemos.
¿El cielo o el infierno?
Möbius se encogió de hombros.
Si te sirve de algo pensar en esos términos, pues adelante.
¿Quiere decir que cuando salga de aquí puedo dejar atrás mi lado oscuro y, con suerte,
también a mi vampiro?
Mientras exista una diferencia, sí.
¿Una diferencia?
Mientras se os pueda diferenciar.
¿Quiere usted decir si no sucumbo?
He de marcharme ya, dijo Möbius.
¡Pero necesito saber más!, exclamó Harry, desesperado.
Se me autorizó a regresar, dijo Möbius, con sencillez. Pero no a quedarme. Mi nuevo lugar
está más arriba, Harry. Y no puedo permitirme el lujo de perderlo.
¡Espere! Harry intentó moverse, sentarse, aferrar a Möbius por la muñeca. Pero estaba
inmóvil y de todos modos habría sido como querer aferrar humo. Igual que un conjunto
de sus fórmulas esotéricas, el gran hombre se transformó en la nada y desapareció...
La visita de Möbius había fatigado a Harry mucho más de lo que ya estaba. Se sumió
en un sueño más profundo. Pero en su mente, influida por el vampiro, un nombre
rondaba sin cesar, lo atormentaba sin tregua. El nombre era Johnny Found.
Harry era telépata; tenía una misión, una tarea que debía terminar; y en su interior
llevaba un vampiro. Cuando se marchó a las montañas de Transilvania, a enfrentarse a
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Janos, hijo de Faethor Ferenczy, éste le había advertido que sólo uno de ellos saldría con
vida y que el ganador sería una criatura con un poder increíble.
Después de leer el futuro, Janos se había enterado de lo mismo y sabía que no podía
perder. Pero... uno no debería nunca tratar de entender el futuro. Léelo si no te queda
remedio, pero no trates de entenderlo. Fue Harry quien había descendido de las montañas.
Y aunque todavía no sabía hasta dónde llegaban sus poderes, sobre todo los de reciente
adquisición, como los telepáticos, una cosa era cierta: se trataba de unos poderes
increíbles. Lo habían sido antes, pero en ese momento, con el refuerzo que suponía el
vampiro...
Mientras soñaba no controlaba sus dones, aunque permanecían activos. Los sueños
son los bancos de compensación de la mente, donde se lleva el balance, donde se cuadran
todas las cuentas, como una sala de selección donde se descarta lo trivial y superfluo de la
vida y se reordena lo importante. He ahí la función de los sueños. Y hacer realidad los
deseos. Y para aquellos que tienen conciencia, sirven para elevar la culpa reprimida.
Razón por la que ciertos hombres tienen pesadillas.
Harry tenía su ración de culpa y más que suficientes deseos que exigían hacerse
realidad. Y cuanto él había sido incapaz de ordenar en las horas de vigilia, su
subconsciente —y el vampiro que formaba parte de él— intentarían ponerlo en orden
mientras dormía.
Su conciencia ampliada salió de él y se extendió para formar una sonda telepática
que, sin el más mínimo error y en un solo instante, recorrió los kilómetros que la
separaban de su objetivo en Darlington. Ese objetivo era la mente dormida de Johnny
Found, una mente con un don extraño y retorcido sobre el que Harry deseaba saber más.
Con la siniestra astucia del vampiro, no tenía más que sugerir, proponer, tocar esta o
aquella fibra y, con un poco de suerte, Johnny Found se lo diría todo.
Absolutamente todo.
Johnny también soñaba. Con su niñez. No era algo que hiciera voluntariamente, pero
un espectro nocturno insistía en llamar a la puerta de los recuerdos infantiles y exigirle
que la abriera.
¿Recuerdos infantiles? Claro que los tenía, pero según él no merecía la pena
recordarlos, mucho menos soñar con ellos. Razón por la cual no lo hacía. Normalmente.
Se removió un poco en la cama; su subconsciente gimió, se disponía a empuñar un
martillo para clavar la puerta que daba a su pasado; algo apartó el martillo para que no lo
alcanzara y Johnny no pudo hacer otra cosa que contemplar impotente cómo se abría la
puerta. Del otro lado lo esperaban las Cosas Malas del ayer: los pequeños delitos que
había cometido y toda la gama de castigos y penas que le habían hecho pagar por ellos.
Pero entonces sólo era un niño inocente (eso decían) y con el tiempo todo aquello pasaría;
pero Johnny había sabido siempre que el tiempo no ejercería en él ninguna influencia
benefactora y que jamás encontrarían un castigo lo bastante severo para sus crímenes.
Habían tratado de convencerlo de que las cosas que hacía eran malas, y casi lo habían
logrado, pero para entonces ya había crecido y había descubierto que le mentían, porque
no lo entendían. Y como no lo entendían, jamás sabrían lo buenas que eran las cosas que él
hacía. Y lo bien que lo hacían sentir.
Sí, señor, la niñez había sido un lugar solitario, en el que nadie lo entendía, ni
siquiera querían conocer... las cosas que hacía. Porque ni siquiera querían pensar en
semejantes cosas, y mucho menos conocerlas.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Sí, señor, el lugar que se encontraba tras aquella puerta sugerente había sido
solitario. ¿Cuánto más solitario habría sido de no haber podido hablar con las cosas
muertas? De no haber podido jugar con ellas. De no haber podido atormentarlas.
Pero como tenía aquello..., su secreto, su inteligente forma de persuadir a las
criaturas que ya no existían..., la orfandad no le había resultado tan mala. Porque sabía
que había otros que estaban peor que él, en una situación mucho peor. Y si no ocurría así,
Johnny no tardaría en ponerle remedio.
La puerta abierta le repelía y atraía a la vez. Más allá de aquella puerta se agitaban
las nieblas de la memoria que lo hipnotizaban con sus remolinos; hasta que —¿en contra
de su voluntad?— Johnny se encontró flotando por los aires y cruzando la puerta. Donde
lo esperaba su niñez...
Le pusieron «Found» porque lo habían encontrado en una iglesia. Los bancos habían
vibrado con sus berridos y los ecos se habían perdido entre las vigas, esa mañana de
domingo, cuando el sacristán fue a comprobar a qué se debía todo aquel alboroto. El niño
expósito estaba todavía empapado en la sangre del nacimiento, envuelto en un periódico
dominical; la placenta con la que entró en este mundo estaba aún tibia en el interior de una
bolsa de plástico, metida debajo del banco.
¿Vigoroso? Johnny gritó hasta destrozar sus pulmones, berreó lo suficiente como
para romper los vitrales y hacer que el techo se desplomara, como si supiera que no tenía
derecho a estar en aquella iglesia. Tal vez su madre lo sabía y lo hizo para salvarlo. Pero
había fallado. Y no sólo se perdió Johnny, también ella.
En fin, que la criatura siguió chillando de ese modo hasta que la sacaron de la iglesia
y la condujeron a la unidad de cuidados intensivos de la maternidad. Sólo entonces, lejos
ya de la casa de Dios, se calló.
La ambulancia que lo condujo veloz al hospital, llevó también a su madre, a la que
encontraron apoyada contra una lápida del cementerio, en medio de un charco de su
propia sangre, con la cabeza inclinada sobre los pechos hinchados. A diferencia de Johnny,
no aguantó el viaje. O tal vez sí, durante un breve instante...
Un extraño inicio para una vida extraña, pero lo extraño no había hecho más que
empezar.
En la unidad de cuidados intensivos, a Johnny lo bañaron, lo vistieron, le asignaron
una cuna e incluso le dieron un nombre provisional que después habría de quedarle para
toda la vida. Alguien había garrapateado la palabra «Found» en la tarjeta de plástico que
llevaba colgada de la muñeca para distinguirlo de los demás bebés. Y le quedó ese
apellido.
Cuando una enfermera fue a ver por qué había dejado de llorar tan de repente...,
ocurrió la cosa más extraña de todas. O tal vez no, según la perspectiva con la que se
mirara. Porque su joven madre no había muerto, después de todo. Y tal vez había oído el
llanto de los bebés y había adivinado que uno de ellos era el suyo. Seguramente ésa debía
de ser la razón. ¿Porque qué otra explicación iba a haber?
La madre desconocida de Johnny estaba sentada junto a su cunita vacía, con Johnny
entre sus brazos que chupaba un chorrito de leche fría del gélido pezón sin vida.
Johnny permaneció internado en un orfanato hasta los cinco años, después vivió
otros tres años más con una pareja que lo había adoptado, hasta que se separaron en
trágicas circunstancias. A partir de entonces pasó a un orfanato infantil de York.
179
Brian Lumley Engendro de la muerte
En cuanto a sus padres adoptivos, los Prescott, tenían una casa grande en las afueras
de Darlington, donde la ciudad lindaba con el campo. En 1967, cuando adoptaron a
Johnny, tenían ya una hija de cuatro años, pero a raíz de una serie de problemas la señora
Prescott no podía tener más hijos. Una lástima, porque la pareja se había planteado
siempre ser la familia tipo perfecta: matrimonio y dos hijos, un niño y una niña. Johnny
parecía cumplir perfectamente con el trámite y compensar toda deficiencia.
Desde el primer momento en que lo vio, David Prescott se había sentido siempre
incómodo en presencia del niño. No por ningún motivo concreto, era más bien algo que
jamás pudo definir exactamente, una sensación, y debido a ese detalle, las cosas fueron un
poco menos perfectas de lo esperado.
A Johnny le dieron el apellido de familia y se convirtió en un Prescott, al menos por
el momento. Pero desde el principio no se llevó bien con su hermana. No podían dejarlos
cinco minutos solos sin que se pelearan, y las miradas que se lanzaban eran demasiado
envenenadas incluso para ser hermanastros. Alice Prescott le echaba la culpa a su hija por
ser una consentida (es decir, se echaba la culpa a sí misma por consentirla), y su marido le
echaba la culpa a Johnny por ser raro. El chico tenía algo..., en fin, raro.
—¡Claro que tiene algo raro! —exclamaba la mujer, airada—. Johnny es un niño
abandonado, no ha tenido familia ni más hogar que el orfanato. ¡Y que yo sepa no es el
mejor de los lugares para un niño! ¿Amor? ¿Abandonar a niños? ¡Si quieres que te diga la
verdad, siempre creí que no veían la hora de deshacerse de él! ¡No veo yo exceso de amor
en eso, sino todo lo contrario!
David Prescott se había preguntado: ¿Con motivo, tal vez? ¿Pero qué motivo? Johnny
todavía no ha cumplido los seis años. ¿Cómo puede nadie volverse en contra de un niño tan
pequeño? Mucho menos un orfanato, que debería cuidar de este tipo de desafortunados.
Los Prescott eran propietarios de una tienda que iba muy bien, una especie de
almacén que vendía casi de todo. Estaba a poco más de un kilómetro de su casa, en el
camino principal que desde el norte iba a Darlington, y abastecía a una urbanización
reciente de unas trescientas casas. Trabajando de nueve a cinco, cuatro días a la semana y
los miércoles y los sábados sólo por la mañana, se ganaban bien la vida. Con la ayuda de
una canguro a tiempo parcial, una jovencita que vivía en la zona, no iban agobiados.
David criaba palomas en un palomar que tenía al fondo del amplio jardín; cuando
acababa con el trabajo del día, a Alice le gustaba estar al aire libre, ocupada en tareas de
jardinería; cuando la canguro tenía fiesta se turnaban para cuidar de los niños. Aparte de
los enfrentamientos entre Johnny y su hermana Carol, la vida de los Prescott podía
considerarse normal, agradable y corriente. Así siguieron las cosas hasta el verano en que
Johnny cumplió ocho años. En realidad, hasta ese momento, su vida podía haberse
considerado incluso idílica.
Por aquella época, David Prescott comenzó a tener problemas con sus palomas; y el
gato de la familia, un plácido felino capado llamado Moggit, que dormía con Carol y era la
niña de sus ojos, salió una mañana y no volvió a casa; todo aquello coincidió con largos
períodos de ese calor sofocante y pegajoso que irrita, exacerba y, a veces, provoca
erupciones en la piel. Fue ese mismo verano cuando David construyó una piscina para los
niños y la techó con polietileno colocado sobre un armazón de aluminio.
Johnny se había mostrado entusiasmado de poder contar con una piscina propia para
poder jugar a sus anchas, pero no tardó en aburrirse de ella. A Carol le encantaba, cosa
que molestó a su hermanastro: no soportaba que los demás disfrutasen de cosas con las
que él se aburría y, en cualquier caso, no soportaba a Carol.
Una mañana, tres o cuatro días después de la desaparición de Moggit, Johnny se
180
Brian Lumley Engendro de la muerte
levantó temprano. Sin que él se enterara, Carol también se había levantado y se estaba
vistiendo a toda prisa cuando oyó que la puerta de su hermano se abría y se cerraba
despacio. Su hermano (la niña solía emplear un tono burlón al pronunciar la palabra)
llevaba días levantándose temprano, horas antes que el resto de la familia, y quería
averiguar qué tramaba. No lo hizo con maldad, sino porque estaba un poco celosa y
porque sentía una gran curiosidad. Aunque Johnny era un cerdo, prefería que jugara con
ella en la piscina en lugar de que jugara a sus juegos estúpidos, misteriosos y solitarios.
Johnny tenía todo el tiempo para él y nadie le exigía nada. No tenía que ir a la
escuela hasta pasadas las vacaciones de verano; tenía «cosas» que hacer; normalmente se
lo podía encontrar al otro lado del muro del jardín, donde los setos se mezclaban con el
prado y las tierras de cultivo que se extendían hacia el norte y el noroeste. Pero siempre
acudía cuando lo llamaban a los gritos y tenía la sensata costumbre de regresar a casa para
comer.
Qué hacía allá afuera todas las horas del día era otro cantar. Si sus padres adoptivos
se lo preguntaban, contestaba: «Juego», y eso era todo. Pero Carol quería saber a qué
jugaba. No le cabía en la cabeza que hubiese encontrado algo más interesante que la
piscina. De modo que lo siguió; pasó de puntillas delante del dormitorio de sus padres y
salió al jardín, donde hacía poco que el amanecer iluminaba el horizonte con su sonrisa
dorada.
Johnny bajó al jardín, pasando debajo del tejadillo de polietileno de la piscina, y se
dirigió hacia el muro. Trepó a él por un sitio conocido y saltó al otro lado. Comenzó a
caminar junto a un seto alto en dirección al laberinto de campos que rielaban bajo la luz
matinal. Carol fue tras él.
A poco más de medio kilómetro, en pleno campo, en un sitio donde confluían
antiguos senderos, se agazapaban los restos de una granja, envueltos en el verdor de las
zarzamoras florecidas y los matorrales de ortigas; allí surgían en columnas de piedra los
restos de una pared derrumbada cubierta de líquenes grises y la masa ennegrecida de una
vieja chimenea. Johnny acortó en diagonal a través de un prado, y por encima de la hierba
ondulante sólo se veía su cabeza morena, brillante de sudor.
Desde donde se encontraba, en precario equilibrio en lo alto de unos peldaños, para
pasar por encima de una cerca, Carol vio adonde se dirigía y decidió seguirlo. Las viejas
ruinas eran sin duda el lugar secreto de Johnny, el sitio donde jugaba a sus juegos secretos.
Pero dejarían de serlo.
Johnny había desaparecido en algún punto entre el montón de escombros cubiertos
de maleza cuando su hermana salió jadeante del prado. Se detuvo un momento, miró
hacia ambos lados, por los senderos que en otro tiempo habían comunicado con la granja y
se disponía a cruzarlos en dirección a las ruinas... cuando se detuvo en seco.
¿Qué había sido aquello? ¡Un grito! ¿El maullido de un gato? ¿De Moggit?
¡Moggit!
Carol se tapó la boca. Inspiró hondo y contuvo el aliento. ¿Sería el pobre Moggit,
perdido entre aquellos escombros? Tal vez eso había atraído a Johnny hasta aquel lugar: el
maullido de Moggit, atrapado en algún agujero, atrapado y muerto de hambre entre esas
ruinas.
Carol quiso gritar para responder a los gritos extraños y ahogados de Moggit, para
reconfortarlo y darle esperanzas, pero después de pensárselo mejor decidió no hacerlo,
porque aquello haría que el gato luchara con más fuerzas y quedara más atrapado de lo
que estaba. Tal vez gritaba de aquel modo tan urgente y lastimero porque Johnny ya había
dado con él y trataba de rescatarlo.
181
Brian Lumley Engendro de la muerte
Conteniendo el aliento, Carol cruzó los senderos de tierra batida hasta lo que había
sido una amplia entrada, entre las altas paredes de la granja, que conducía al grupo de
edificaciones del interior. El hueco estaba cubierto por un montón de piedras envueltas en
zarzamoras y hiedra y se veían unos cuantos avellanos y unos saúcos pelados, aplastados
por el peso de las hiedras y las zarzamoras. Recorrió un sendero bien definido entre la
maleza, seguramente el mismo camino que había recorrido Johnny, pensó Carol, y al
andar notó cómo los trozos de ladrillo y escombros se movían bajo sus pies.
Polvoriento y cubierto de telarañas, el sendero que se internaba entre el follaje era
casi como un túnel en el que la luz no entraba; la pequeña Carol, de siete años, sintió que
le faltaba el aire a medida que se adentraba en él. Si en otras circunstancias hubiera
dudado, los aullidos de Moggit (porque estaba segura de que debía de tratarse de Moggit,
aunque al mismo tiempo rogaba que no fuera él) la impulsaban a seguir. Hasta que por fin
salió a la luz del sol, parpadeó con fuerza para quitarse la tierra de los ojos y vio a Johnny
sentado en un claro. Y vio las...
... Vio las cosas que tenía, pero sin verlas realmente al principio, porque su mente
infantil no podía concebir aquello, no podía creerlo. Finalmente, lo vio..., pero no, no,
imposible, aquél no podía ser Moggit.
(Moggit el del vientre y las patas blancos como la nieve, el de la cola tupida, el de la
cara con máscara estilo Llanero Solitario, el del lomo, el cuello y las orejas negras y
brillantes? ¿Aquella cosa torturada y rota era Moggit? Carol estuvo a punto de
desmayarse; al ocultarse detrás de una pared derruida tropezó con un ladrillo suelto y
Johnny oyó el ruido. Se volvió a la velocidad del rayo para mirar en dirección de Carol y al
principio no la vio a ella, sino sólo las ruinas del claro tal y como las conocía desde
siempre. Pero Carol sí podía verlo a él: la cara hinchada, los ojos saltones e inexpresivos y
las manos agarrotadas, manchadas de sangre. Junto a él, sobre el muro donde estaba
sentado, aparecía el cortaplumas abierto, mientras aferraba con fuerza con la mano un
palo afilado con la punta roja.
Y aún veía a Moggit. Las patas traseras del gato rozaban apenas el suelo y se agitaban
para mantenerse erguido y aliviar la presión de su peso sobre el cogote, que aparecía
envuelto en un trozo de alambre que colgaba de la rama de un saúco. Uno de los ojos
amarillos le colgaba de un hilo, destilando líquido y balanceándose sobre su mejilla
peluda y mojada; el vientre blanco y regordete aparecía flaco y empapado de rojo porque
se lo habían abierto de un tajo y los intestinos negros, relucientes y amarillos colgaban.
Moggit no era el único. Dos de las palomas preferidas del padre de Carol pendían de
otras ramas, con las alas quebradas. Y un erizo aún vivo, que llevaba clavado en el costado
un alambre de púas herrumbrado que lo mantenía sujeto al suelo, daba vueltas y más
vueltas sobre su propio eje, en una agonía interminable que lo hacía resollar
horriblemente. Había más cosas, pero Carol no quiso verlo.
Una vez que Johnny se cercioró de que estaba solo, reanudó su «juego». A través de
las lágrimas, Carol vio cómo se ponía en pie, agarraba una paloma muerta con una mano y
le hundía el palo en el cuerpo frío. Hurgó con el palo en la carne insensible del pájaro
como si..., como si el animalito pudiera sentir todo aquello. Y mientras lo hacía, no paraba
de reír y de hablar y mascullar cosas a aquellas pobres y torturadas criaturas que no se
sabía si estaban vivas o muertas, pero que sin duda pronto lo estarían, sin importarle su
dolor. Carol comprendió entonces la naturaleza de aquel juego: después de provocar la
muerte a un ser vivo, Johnny no soportaba la idea de que se le hubiera escapado, de modo
que se dedicaba a torturarlos en el mundo incorpóreo que había más allá.
Fue la primera en conocer la verdad sobre su hermano adoptivo, sin ser consciente de
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Brian Lumley Engendro de la muerte
ello. No era más que una niña y sabía reconocer los caprichos infantiles, y supo que aquello
no era un capricho de Johnny, supo que Johnny era un niño odioso y cruel y que cuanto
había imaginado era verdad.
¡Pero el pobre Moggit, no! Finalmente, Carol se convenció de que el gato que Johnny
había destrozado y destripado era Moggit. Y ya no pudo soportarlo.
—¡Moggiiit! —gritó a voz en cuello—. ¡Te odio, Johnny..., te odio con toda el alma!
Se puso en pie, tropezó, recuperó el equilibrio y salió disparada hacia él con un trozo
de ladrillo afilado en la mano. Johnny la vio y su cara enrojecida palideció
repentinamente. Cogió el cortaplumas —no para utilizarlo contra ella, sino con una
intención completamente diferente, tal vez mucho más siniestra— y cortó un trozo de
bramante de cometa con el que había atado a Moggit a la rama. Se partieron unas cuantas
ramitas, pero el bramante no; presa de una furia súbita, Johnny tiró del bramante de aquí
para allá y Moggit se elevó en el aire y ondeó como un trapo mientras el alambre, que se le
hundía en la garganta, entrecortaba sus roncos chillidos.
Johnny lanzó un suspiro triunfal cuando logró cortar el bramante. Moggit quedó
colgado; escupió y pateó durante uno o dos segundos cuando el lazo se le cerró alrededor
del cogote y acabó con él. Johnny estaba tan concentrado en matar al gato que no se dio
cuenta de que Carol se le echaba encima. La niña lo atacó ciegamente, lo arañó con una
mano mientras apretaba el trozo de ladrillo con la otra, Johnny esquivó sus uñas afiladas,
pero recibió un fuerte golpe en la frente con la punta afilada del ladrillo y acabó en el
suelo. Se incorporó de inmediato, sacudió la cabeza y buscó su cortaplumas. Tenía los ojos
inyectados en sangre cuando miró furioso a su hermana y le gritó:
—¡Antes fue Moggit, ahora te toca a ti!
Se puso en pie, tambaleante; tenía la frente herida, le sangraba; vio el cortaplumas y
se abalanzó sobre él. Carol supo de inmediato que se encontraba en peligro de muerte.
Johnny no podía permitir que le contara a sus padres cuanto había visto, lo que Johnny
había hecho. Su hermano sólo tenía un modo de impedírselo.
Miró hacia atrás y vio toda la escena por última vez —el pobre Moggit colgado y
columpiándose según se movía la rama del saúco; el erizo había llegado al límite de sus
fuerzas y lanzaba los últimos estertores, y los pájaros muertos y mutilados colgados, en
fila—, se dio media vuelta y corrió hacia su casa. Salió como una tromba del túnel formado
por la maleza y supo que Johnny le pisaba los talones.
Y la habría seguido de inmediato, pero el niño sabía que si su hermana llegaba a casa
antes que él, llevaría a alguien a que viera todo aquello. Y él no podía permitir que nadie
más lo viera.
A toda prisa cortó el bramante y bajó a Moggit y los pájaros y tiró de la estaca que
mantenía espetado al erizo. Jadeando por la furia de su esfuerzo y por la rabia, tiró todos
los animalitos a un pozo profundo de aguas residuales que había descubierto en las
inmediaciones y cuya tapa podrida se encontraba en el suelo. Detestaba ver a sus cosas
muertas y moribundas perderse así en la oscuridad, chapoteando en el agua negra y
profunda de allá abajo. ¡Qué desperdicio, con toda la vida que aún les quedaba! Todo por
culpa de Carol. Y tendría mucho más de qué culparla si llegaba a casa antes que él.
Salió tras ella, siguió sus gritos y el enloquecido rastro zigzagueante que había
dejado en la hierba alta.
Más de medio kilómetro a campo abierto es mucha distancia para una niña apenada,
con los ojos bañados en lágrimas. Carol sentía que el corazón le martilleaba en el pecho y
que le faltaba el aire; Pero la imagen que conservaba en su mente bastó para impulsarla a
seguir, la imagen de Moggit balanceándose colgado del lazo de alambre, con las tripas al
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Brian Lumley Engendro de la muerte
aire, como la bolsita de frutas machacadas que preparaba su madre cuando hacía
mermelada en la cocina. Y más que todo eso la impulsaba a seguir la voz de Johnny que
gritaba:
—¡Caaarol..., Carol espérame!
No le hizo caso; el muro del jardín estaba allá adelante, al final del seto; tras ella,
jadeando y gruñendo a la vez, como si fuera un perro salvaje, Johnny acortaba distancia. A
punto estuvo de agarrarla del tobillo cuando la niña medio trepó medio cayó al otro lado
del muro. Una vez en el jardín, se quedó tendida, demasiado aterrada, llorosa y cansada
para seguir.
Johnny saltó después que ella; los ojos enfurecidos echaban chispas, abría y cerraba
los puños, manteniéndolos a los costados del cuerpo. La niña miró hacia la casa, pero
quedaba oculta tras los árboles frutales y la bóveda empañada de la piscina. ¿Se habrían
levantado sus padres? Ni siquiera le quedaba aliento para gritar.
Johnny gruñó; la agarró del pelo con fuerza y comenzó a arrastrarla hacia la piscina.
—¡A nadar! —le dijo—. Vas a nadar, Carol. Sé que te gustará. Y a mí también. ¡Sobre
todo después!
David Prescott hacía una semana que se levantaba temprano. Alice no se quejó ni
preguntó por qué, puesto que procuraba no hacer ruido e, invariablemente, le llevaba una
taza de café. Debía de ser el verano, las mañanas luminosas y el síndrome del pájaro
mañanero. Pero en realidad era por el correo.
Por aquella zona la correspondencia llegaba siempre temprano, casi al alba, y David
esperaba una carta. Del orfanato. No contenía nada importante —estaba seguro de que
no—, pero de todas maneras deseaba leerla antes que Alice. Porque si ella la veía
primero..., pues le diría que era un paranoico. Por lo de Johnny. Sin duda eso habría
parecido, de lo contrario, ¿por qué iba a escribir al orfanato para preguntar por él?
La cuestión era que David tenía verdaderas ganas de que las cosas salieran bien;
deseaba con toda el alma querer a ese pobre chico. Pero, al mismo tiempo, siempre había
sido más intuitivo que Alice —más consciente del aura de la gente, sobre todo de los
niños— y sabía que el aura de Johnny no estaba del todo bien. Tenía que ver con algo de
su pasado (¿pero qué pasado?, si no era más que un niño), algo que el orfanato conocía, y
David creía que él y su mujer tenían derecho a saberlo. Tenía la impresión de que Alice
estaba en lo cierto cuando se quejaba de la actitud del orfanato; daban la impresión de
estar demasiado ansiosos por deshacerse de Johnny o, mejor dicho, «de ponerlo bajo el
cuidado de una familia normal y cariñosa, donde pueda convertirse en una persona
sana..., física y mentalmente...».
Ésas habían sido las palabras del director el día que fueron a recoger a su nuevo hijo,
y se le habían grabado a David en la memoria, «sano física y mentalmente».
¿Acaso tendría una enfermedad mental? ¿Una enfermedad leve? ¿O grave? Porque
así era el aura que David percibía en el niño: un aura enferma y babosa, como la de un
viejo en su lecho de muerte. Johnny despedía un aura tenebrosa como la muerte. Pero no
su muerte.
La carta llegó esa misma mañana. David la abrió y la leyó, y durante unos instantes
las palabras no tuvieron sentido alguno. ¿Periquitos en las habitaciones de los niños y
Johnny que se dedicaba a robarlos, matarlos y coleccionarlos? ¿Una colección de cosas
muertas, ratones, escarabajos, los periquitos, un gato incluso?
¿Un gato muerto debajo de su cama, plagado de gusanos, y Johnny que le retorcía las
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Brian Lumley Engendro de la muerte
patas al animal para que los gusanos le saltaran a la mano? Las autoridades del orfanato se
habían enterado cuando los demás niños salieron gritando del dormitorio.
¿Pero un gato?
¿Acaso Moggit...?
¿Gritando?
David alcanzaba a oír desde allí los gritos horrorizados de aquellos niños. Pero los
gritos no eran de aquellos niños, sino de uno de sus hijos, de su propia hija, de Carol, que
gritaba desde el fondo del jardín...
¿Qué...?
Desde el piso de arriba le llegó la voz adormilada de Alice, que le preguntaba:
—¿Dónde está el café? Los niños se han levantado temprano.
Y otro grito desde el jardín que acababa en un gorgorito, antes de alcanzar toda su
fuerza.
David era de los que siempre sacaba conclusiones apresuradas, a menudo erróneas.
Eso mismo hizo en aquella ocasión, pero no se equivocó.
Salió corriendo por el sendero del jardín, con el albornoz al viento, gritando
roncamente el nombre de Carol. Nadie le contestó. Arrodillada junto a la piscina, bajo la
bóveda de polietileno, vio una silueta pequeña y borrosa. David entró de sopetón;
encontró a Johnny arrodillado; daba la impresión de querer sacar a Carol del agua. La niña
flotaba boca abajo, con los brazos estirados, crucificada en el agua azulada que lamía
suavemente los bordes.
Johnny había estado jugando en el campo; había oído los gritos de Carol y había
visto a un hombre —sucio, barbudo y harapiento— que saltó tras ella por encima del
muro. El hombre salió corriendo por los campos y Johnny fue a ver qué había hecho.
Encontró a Carol en la piscina y trató de sacarla.
Fue la historia que contó a David, a Alice, a la policía, a cuantos quisieron oírla. Casi
todos le creyeron; incluso David se la creyó a medias, pero no quiso volver a saber de él.
Probablemente Alice también se la creyera, aunque habría sido difícil precisarlo, porque
desde entonces no volvió a servir para mucho.
La policía encontró un campamento entre las ruinas de la vieja granja y sacó un
montón de basura del pozo. Alguien debía de haber vivido por allí, robando de los
huertos y de las casas (las palomas de David) para poder comer. Tal vez fueran gitanos (el
erizo) o tal vez un vagabundo. Difícil precisarlo. Lo más probable era que a la larga les
echaran el guante.
Pero nunca le echaron el guante a nadie.
Y Johnny volvió al orfanato...
Harry, aún dormido, recibió durante unos instantes más los sueños de Johnny
Found. Obviamente, veía el pasado de Found sólo desde el punto de vista del nigromante,
y eso era peor que ver el panorama completo y más que suficiente para garantizarle que
tenía al hombre correcto. A la larga, los excesos de Found fueron tan brutales —los
recuerdos oníricos de sus propias maldades se convirtieron en una sucia letanía de su
inhumanidad— que el odio que Harry sentía por él se había convertido en ira ciega.
Johnny Found había sido un monstruo y un asesino durante toda su juventud y
nunca había sido castigado por ello, pero hasta hacía muy poco, Carol, su hermanastra,
había sido su única víctima humana. En los intervalos, para sus «juegos» increíbles se las
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Brian Lumley Engendro de la muerte
había arreglado con criaturas muertas por otras causas distintas del asesinato.
Y así como los hombres y los monstruos maduran, lo mismo ocurre con sus gustos, y
Johnny no fue una excepción. ¿Pero qué grotesca forma asume la madurez en algo que
está podrido desde el mismo inicio?
En una ocasión, por motivos impensables que ni siquiera Harry Keogh soportaba
contemplar, Found empezó a trabajar en un depósito de cadáveres y fue despedido
cuando su jefe comenzó a sospechar. Sin embargo, el colmo de los colmos, lo que acabó
con el aguante del necroscopio, fue cuando Found soñó con otro de los trabajos que había
tenido, en un matadero.
En ese punto, temblando como una hoja, Harry había retirado su sonda telepática,
había salido de la mente de Johnny para dejar que siguiera sumido en su pesadilla.
Aunque en el caso de Found, las pesadillas eran un pálido reflejo de la realidad...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo cinco
... y fantasías
El necroscopio soñó entonces con Darcy Clarke; no fue exactamente un sueño, sino
una especie de pesadilla, porque Darcy estaba muerto y su voz le llegó en forma de
necrolenguaje.
Pero no lo recibió con claridad, sino distorsionado, como si mil ecos que reverberaran
juntos desde todas direcciones se combinaran para formar un suspiro extraño y
discordante.
No podía creer que me hubieras hecho eso, Harry, le dijo Darcy después de identificarse.
Me di cuenta en el momento en que me mataron; cuando vi que de verdad podían matarme, supe
que tú eras el responsable. Tenía que tratarse de algo que me hiciste en la cabeza cuando estuviste
dentro de ella. Mataste aquello que cuidaba de mí y me hiciste vulnerable. Sigo sin poder creer que
hicieras algo así y aún no he podido entender por qué. Creí que te conocía, ¡pero no sabía un carajo
de ti!
Esto es un sueño, contestó Harry. Es mi conciencia, la poca que conservo aún, que me
importuna por haber tratado de protegerme a costa de otro. Es una pesadilla, Darcy, y tú no estás
muerto. Soy yo, que me culpo por haberme metido en tu cabeza y tocado unos cuantos hilos. En
cuanto al porqué, lo hice para asegurarme de que fueras vulnerable en caso de que te volvieras
contra mí, antes de que me marchase de aquí. Porque de todos los poderes que existen en la Sección
PES, el tuyo es al que más temo. Te da un margen de acción, te hace invencible. Podría tratar de
detenerte una y otra vez y fallar, y tú sólo tendrías que apretar el gatillo una vez para acabar
conmigo. Para ti no sería nuevo, podrías hacerlo, porque lo has hecho en otras ocasiones.
La presencia de Darcy a través del necrolenguaje comenzaba a concretarse, a tomar
más cuerpo, como si obedeciera a un acto de voluntad; así, su voz fragmentada perdió el
eco de fondo y sonó autoritaria:
No es ningún sueño, Harry. Estoy muerto y bien muerto. Y aunque me he acercado a ti
mientras estás dormido, deberías darte cuenta. Pero si dudas de mí, ¿por qué no se lo preguntas a
tus miles de amigos, a la Gran Mayoría? Las huestes de los muertos te confirmarán que no miento.
Soy uno de ellos ahora.
¡Eso es una encerrona!, respondió Harry sonriendo y sacudiendo la cabeza. No puedo
recurrir a los muertos porque no quieren saber nada de mí. No olvides que soy un vampiro. No
pertenezco ni a los vivos ni a los muertos. Sino que me encuentro en algún punto intermedio,
Darcy. Muerto viviente. ¡Wamphyri!
Harry, no hay necesidad de tanto subterfugio, le recordó Darcy con amargura. A mí no me
vengas con tus juegos de palabras wamphyri. Reconozco que has ganado. No sé por qué querías que
muriera, pero te has salido con la tuya. ¡Estoy muerto! De verdad.
Harry se revolvió en la cama y comenzó a sudar. Algunas veces, como les ocurre a
todos los hombres, sus sueños eran pura basura, otras, fantasías eróticas o esotéricas, o
simplemente sueños. Pero en otros casos eran mucho más que eso. Aquello comenzaba a
parecerle uno de esos casos.
De acuerdo, dijo por fin, aunque todavía no estaba del todo convencido y deseaba con
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Brian Lumley Engendro de la muerte
todas sus fuerzas no convencerse, de modo que estás muerto. ¿Quién te mató y por qué?
La Sección, respondió Darcy con el típico tono casual que daba el necrolenguaje.
¿Quién iba a ser? No sé qué le hiciste a mi mente, pero el hecho de que estuvieras metido en ella
provocó la aparición de niebla mental. Hurgaste en mi cabeza, desconectaste algo, me quitaste algo y
me dejaste tu mancha, tu infección. No digo que me vampirizaras, sino que me..., me echaste a
perder. Olieron tu presencia en mí, en el centro de mi ser, y no se atrevieron a correr ningún riesgo.
Tal como habías planeado, ¿no?
Harry reflexionó unos instantes y luego respondió:
Darcy, si de verdad estás muerto, si esto no es producto de mi conciencia —porque tienes
razón, interferí en tu mente y se que estuvo mal—, pero si de verdad estás muerto, podré
averiguarlo cuando despierte. Porque podré volver a hablar contigo otra vez mediante el
necrolenguaje, ¿no?
Te esperaré, Harry. Pero... no es fácil. Todavía no he aprendido a compaginarlo todo.
¿Cómo? ¿Quieres explicarte?
Me incineraron y esparcieron mis cenizas, respondió Darcy. Supongo que no hará falta que
te explique el porqué. La cuestión es que por ese motivo carezco de punto de referencia. No
pertenezco a ningún lugar en especial. Voy según sople el viento, floto a la deriva en las corrientes,
ando perdido por las alcantarillas de la ciudad.
El necroscopio sospechó de repente que era verdad y, atormentado, comenzó a dar
vueltas y más vueltas en la cama. Darcy percibió su tormento, porque cuando volvió a
hablar lo hizo con un tono menos duro, más conciliador.
Si te agravio con mis acusaciones, Harry, es porque tú me has agraviado a mí.
Tiene que ser una pesadilla, dijo Harry, asombrado. ¡Tiene que ser una pesadilla, Darcy!
No quería hacerte daño. ¡De todos los hombres que he conocido, eres el único al que no podía
lastimar! Bajo ningún concepto. Y no por tu don, sino porque..., por ser tú. Por eso ésta tiene que
ser una maldita pesadilla.
Darcy supo entonces que Harry debía ser inocente y que si había que culpar a
alguien era a la criatura que llevaba dentro y con la que se estaba convirtiendo
rápidamente en una unidad. Lo habría consolado de haber sabido cómo hacerlo, pero
volvía a flotar a la deriva, a desintegrarse, y sabía que no tenía la fuerza y los
conocimientos para mantenerse unido. Al fin y al cabo, hacía poco que se había muerto.
Volveré... cuando estés despierto, Harry. Trata de ponerte en contacto conmigo entonces.
Será... más fácil... si... vienes a... buscarme...
Y Harry volvió a quedar solo. Al menos durante unos instantes. Se relajó,
agradecido, se acurrucó en la cama y se hundió más en el sueño. Y como suele ocurrir con
los sueños, no tardó en olvidarse del último y se dispuso a tener el siguiente...
El necroscopio soñó con otra persona. Pero en esa ocasión sabía con certeza que se
trataba de algo más que un sueño y que su visitante era o había sido algo más que
humano. Porque el parásito que llevaba dentro respondió a ese visitante —a ese otro
vampiro— en el típico estilo wamphyri que obligó a Harry a preguntar:
¿Quién eres tú, que te atreves a entrar sigilosamente en mis pensamientos dormidos?
¡Responde ahora mismo..., pues en mi mente existen puertas capaces de tragarte entero!
¡Aahh!, le respondió de inmediato. Entonces es verdad. Venciste en el enfrentamiento con
Janos, pero también perdiste. Cuánto lo siento, Harry. No sabes cuánto.
Harry lo reconoció.
¡Ken Layard!, exclamó. Te arrancamos la cabeza y quemamos tu cuerpo en las montañas de
Halmagiu. Y fuiste de buena gana hacia la muerte.
188
Brian Lumley Engendro de la muerte
La muerte no era nada comparada con la perspectiva de ser un muerto viviente, esclavo de
]anos Ferenczy, respondió Layard en necrolenguaje. Él también me habría reducido a cenizas...,
pero me habría tenido a su merced y me habría resucitado tantas veces como hubiera necesitado de
mi poder. Pero es verdad, como tú mismo acabas de decir, que fui de buena gana. Porque sabía que
me sería más difícil del otro modo. Y Bodrogk y los tracios actuaron con rapidez. No sentí nada.
A Harry se le amargaron los pensamientos en necrolenguaje.
Pero estoy en deuda contigo, ¿no es así? Una deuda difícil de saldar. Porque lo mires como lo
mires, fui yo quien te capturó. Y ahora se disponen a capturarme a mí y por eso has venido a
regodearte.
Layard se mostró desconcertado.
Estás muy equivocado, Harry. Escúchame, sé que últimamente has tenido dificultades con las
huestes de los muertos, pero todavía conservas algunos amigos.
¿Has venido como amigo, entonces?
He venido a darte las gracias. Por lo de Trevor Jordan.
No te entiendo, dijo Harry, y sacudió la cabeza.
Te doy las gracias por lo que has hecho por él. Y también he venido para ofrecerte mi ayuda, si
es que puedo hacer algo por ti.
El necroscopio comenzó a entender.
Trevor era tu amigo y tu colega, ¿verdad? Con él formaste uno de los mejores equipos, una de
las mejores sociedades que la Sección PES jamás haya tenido.
¡La mejor!, exclamó Layard. Al morirme, era lógico que tratara de seguirle la pista para
saber cómo le iba. Lo que mejor se me daba en vida, después de muerto me resultaba aún más fácil, y
en vida fui un localizador como la copa de un pino. Fue una gran suerte para mí, de lo contrario las
habría pasado moradas. ¿Yo? ¿Vampiro? Los muertos no querían saber nada de mí, Harry.
De modo que ocupaste parte de tu tiempo localizando a las personas que conociste en vida,
¿eh?
¿Parte de mi tiempo? ¡Todo mi tiempo! Cuando superas el miedo a la muerte, cuando
desapareces, todo es muy aburrido. Localicé a Trevor y descubrí que también había muerto. Habría
hablado con él, pero no sé qué me hizo la Gran Mayoría que quedé como bloqueado. Entre los
muertos hay unos cuantos con poderes increíbles, Harry, y si se lo proponen, pueden hacer
cualquier cosa. Cada vez que intentaba hablar con alguien, me lanzaban una descarga en
necrolenguaje que me lo impedía. Pero por suerte hubo una excepción...
¿Yo?
¡Exactamente! Harán lo imposible por fastidiarnos, pero no se meterán con nosotros
directamente. Si queremos hablarnos, de acuerdo entonces, con tal de que no intentemos pervertir a
uno de ellos.
Comprendo, dijo Harry. De manera que el único modo de que pudieras hablar con Trevor era
a través de mí.
Así es.
Lo que ocurre es que llegas tarde y tu necrolenguaje no te servirá de nada, porque Trevor está
otra vez vivo. Lo cual significa que no podrás comunicarte directamente, sino que habrás de
utilizarme como intermediario.
Complicado, pero, en pocas palabras, correcto.
Has elegido un mal momento, le explicó Harry, como disculpándose. Trata de ponerte en
contacto conmigo cuando esté despierto.
De acuerdo. Entretanto..., tal vez pueda hacerte un favor.
¿Ah, sí?
Harry, fui un buen tipo durante mucho tiempo antes de que metiera la pata. Incluso hacia el
final seguía siendo bastante dueño de la situación. Fui una de las criaturas de Janos, estuve
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Brian Lumley Engendro de la muerte
esclavizado por él, sí, pero de haber tenido la más mínima ocasión, de haber sido posible, me lo
habría cargado. No fue posible, al menos para mí, así que tuve que morir. Pero no sabes cuánto me
alegro de que él también desapareciera. Así que tenemos una deuda pendiente. Y no de las peores.
¿Qué opinión te merece el poder de localizador? ¿Te gustaría ser un localizador, Harry?
Sin duda me vendría muy bien, respondió el necroscopio. Ya cuento con el necrolenguaje,
la telepatía y un par de cosas más. Ser capaz de encontrar algo o a alguien a toda prisa sería un
extra interesante.
Es lo que yo pensaba. Tal vez podamos hacer un intercambio. Te doy mi don a cambio de
poder hablar contigo de vez en cuando y de que me vuelvas a presentar a Trevor Jordan. Quiero
decir que nos sirvas de intermediario. A Trevor le gustaría, estoy seguro.
¿Qué implicaría? preguntó Harry, suspicaz.
Pues, verás, ya estoy en tu mente, bueno, al menos estoy en contacto contigo, de manera que
supongo que lo que tendrías que hacer es abrirte y dejar que yo penetre. Sé cómo funciona mi don, el
mecanismo que me permite ser un localizador, y si logro encontrar algo parecido en ti...
¿Lo activarías?
Sí, más o menos.
Quieres que abra mi mente voluntariamente, ¿no es así?
Layard lanzó una risita seca y ahogada.
Vaya, Harry, veo que ya has jugado a este juego.
Sí, y algunas veces las consecuencias fueron desastrosas.
Layard se puso serio de inmediato.
Harry, yo no llevo esa mierda dentro. Al morir seguía siendo yo. No escondo ninguna carta
en la manga.
El necroscopio reflexionó un instante. ¿Qué tenía que perder?
Está bien, dijo, por fin, pero... ya te he advertido que mi mente es un sitio extraño. No trates
de jugarme una mala pasada, Ken. No posees mucho, ya lo sé, pero te juro que si tratas de
engañarme te quedarás sin nada.
¡Eh, no hace falta que me convenzas!
De acuerdo. Una última cosa. Dijiste que habías venido a darme las gracias por lo que hice por
Jordan. Supongo que te refieres a su resurrección, ¿verdad? ¿Cómo te enteraste que lo traje de
vuelta?
El hecho de que la Gran Mayoría no me hable no significa que yo no me meta en sus
conversaciones de vez en cuando. Además, no sé si sabrás que los muertos no se mueven demasiado.
Pero Trevor sí. Por eso deduje que lo que había oído era cierto. Harry, tienes a tu disposición un
montón de poderes extraños. ¡Lástima que no consiguieras el de Darcy antes de que se lo cargaran!
El comentario hizo que el necroscopio centrara al máximo su atención en un punto.
Permaneció así durante un momento.
¿Ha muerto Darcy? Creí que era una pesadilla. Esperaba que lo fuera. Eso significa que debo
abrigar la esperanza de que ésta también lo sea.
Te expreso mis condolencias, Harry, le dijo Layard. Pero es la pura verdad.
Ya nadie me trae buenas noticias... Harry no supo qué decir, sacudió la cabeza y luego
retomó el tema anterior. Está bien, Ken, mi mente está a tu disposición.
El localizador entró en ella y salió casi de inmediato.
Tienes razón, Harry, es un sitio de lo más extraño. Es como si fuera radiactivo: ¡caliente y frío
a la vez! Pero encontré lo que buscaba o, mejor dicho, no lo encontré. No posees el mecanismo
necesario. No hay nada que yo pueda activar.
De todos modos lo has intentado.
Pero tienes el tipo de mente de David Chung.
¿Chung? ¿El localizador espontáneo?
190
Brian Lumley Engendro de la muerte
Sí, el mismo. De modo que lo que he hecho ha sido activar ese interruptor. Lo único que
necesitarás ahora es algo que pertenezca a quien quieras localizar. ¡Te concentras en el objeto y
bingo! Con la diferencia de que siendo quien eres y cuanto eres seguro que se te dará infinitamente
mejor que a Chung.
Bueno, dijo Harry, Me parece que vuelvo a estar en deuda contigo. Gracias, Ken.
Ya vendré a cobrártela, le advirtió Layard. Trevor era como mi hermano menor, ¿sabes? Ya
me voy y te dejo dormir un poco. Estás cansado, Harry, física y mentalmente cansado.
Layard retrocedió hasta desaparecer y la mente del necroscopio se despejó a la
espera de lo que siguiera después. Y no tardó en llegar.
Soñó con Penny. ¿Pero sería un sueño... o sólo una fantasía? Incluso en sueños se lo
preguntaba: ¿era una necesidad de la psique, formaría parte de la clasificación de los
hechos mundanos del subconsciente en categorías como cosas olvidables, trivialidades varias,
asuntos de extrema importancia, o sería sencillamente el resto de alguna sensación lujuriosa
que le había inspirado la muchacha mientras estaba despierto?
Sabía que la muchacha muerta se había quedado prendada de él. Quedó claro
incluso en el primer encuentro. Porque al fin y al cabo, ¿cuántos hombres logran ver a sus
damas desnudas en la primera cita? ¡En la época de Harry, poquísimos! Tal vez aquello
fuera la extrapolación de una elaboración de su subconsciente que debería haberse
titulado «De cómo habrían sido las cosas si Harry Keogh hubiera tenido tiempo libre y no
hubiera sido un asqueroso vampiro».
Fuera lo que fuese, resultaba como un bálsamo para su mente atormentada después
de la pesadilla que había tenido con Johnny Found, el delirio de las acusaciones de Darcy
Clarke y las revelaciones de Ken Layard; además, resultaba un alivio físico, porque
reaccionó a las caricias de Penny y la amó con su cuerpo como cualquier hombre ama a
una mujer. Sin embargo, la iniciativa fue toda de la chica —tenía que serlo—, de lo
contrario, el cansancio que sentía lo habría hundido aún más en un sueño sin sueños.
Harry se preguntó también cómo era posible que la muchacha supiera hacer de todo.
Porque le constaba que era inocente..., su pequeña inocente, cuya muerte pronto vengaría.
—¿No es suficiente que me hayas resucitado? —susurró ella, mientras guiaba sus
dedos laxos hacia los pezones erectos—. ¿Es preciso que vayas tras él? ¿Sabes, Harry? He
reflexionado mucho desde que todo esto ocurrió. Tengo muchos motivos para estar
contenta. Estuve muerta y ahora estoy viva. Sería un poco ingrato de mi parte si quisiera
vengarme. Al principio era cuanto quería, lo sé, pero ahora no estoy tan segura. Pero me
contentaré contigo.
Harry se tumbó y la escuchó; sintió cómo sus deditos suaves se apretaban contra su
carne allí donde latía, pero despacio, como un motor ronroneante a la espera de que se
abra el estárter. Y en la oscuridad se sentó a su lado, encogida, encima de él, y le dio
palmaditas con las manos hasta que él se balanceó de un lado al otro, dando manotazos en
la oscuridad.
¿Son instintivas las artes sexuales en algunas personas? Harry no recordaba quién le
había enseñado a él. ¿O acaso ya sabía? Tal vez lo recordara al despertar. Pero todavía no
quería despertar. Así, dormido, era sólo un hombre. Ya no era el necroscopio, ni el
vampiro, sólo un hombre que amaba y era amado y esperaba el dulce momento de éxtasis
en que el corazón de la feminidad de Penny descendiera sobre su carne, que cantaba en
silencio. Un hombre que esperaba contra toda esperanza que el sueño no desapareciera o
cambiara de curso para poder alcanzar el orgasmo. Habían transcurrido algunas semanas
191
Brian Lumley Engendro de la muerte
desde la última vez que hiciera el amor, pero tenía la impresión de que llevaba ya una
eternidad. Se notó henchido, a punto de estallar. Tal vez fuera porque estaba con aquella
chica, con Penny, tal vez fuera porque actuaba sólo como un ser humano, algo que no
volvería a ocurrir a partir de entonces.
El patetismo de aquella situación fue tan grande que, cuando por fin la muchacha
deslizó su cuerpo joven y dulce sobre el suyo, eyaculó casi de inmediato, como un
muchachito impetuoso al acariciar los pechos de su primer amor. Al sentirlo temblar
dentro de ella —al notar el calor de su semen— se apretó más contra él hasta que dejó de
moverse, después de derramar la última gota.
A continuación, el gradual resurgir de su deseo fue lento, firme, y ella lo guió sin
titubear hasta que volvió a penetrarla.
Esta vez se tendieron de lado y con la mano izquierda él le acarició, le apretó y le
comprimió la nalga derecha mientras el tubo estrecho de la vagina de la muchacha se
cerraba alrededor de él en busca del néctar del amor y la vida. Harry pensó: Si esto fuera
real, no me atrevería, por temor a dejarla preñada con mi maldito «néctar de la vida». Peor aún,
¡con mi esperma contaminado de wamphyri!
En el fondo de su ser, el vampiro que llevaba dentro se rió de él. ¿Néctar de la vida?
La espuma salvaje de la lujuria, dirás más bien. Porque como todo el mundo sabe, sólo la
sangre es la verdadera vida.
—¡Harry! —la muchacha le arañó los hombros, frotó con furia sus senos generosos
contra su pecho—. ¡Harry! —volvió a gritar jadeante—. ¡Ya..., ya..., ya..., sí...!
Saber que ella había alcanzado el orgasmo, sentir su humedad y sus temblores lo
ayudó a llegar el clímax. Pero también a recuperar el sentido. Despertó de pronto
empapado en sudor, atenazado por fluidos y el olor penetrante de la reciente relación...,
porque nada de lo que había experimentado se desvaneció para volver a quedar sepultado
en las profundidades de su subconsciente. ¡Porque no había sido un sueño efímero! ¡Había
sido terriblemente real!
¡Porque Penny estaba junto a él, en la cama!
Harry gritó asombrado, abrió los ojos y se sentó de golpe en la cama revuelta.
—¡Tranquilo, no te asustes! —le pidió Penny, lo asió por las muñecas y luego vio sus
ojos—. ¡Oh! —exclamó, y se llevó la mano a la boca.
A Harry le daba vueltas la cabeza. ¿Qué diablos ocurría allí? ¿Cómo había entrado
Penny en su casa? ¿Dónde estaba Jordan?
—¿Oh? —repitió él por fin—. ¡Maldita sea, Penny, no sabes lo que acabas de hacer!
Apartó las mantas, se vistió a toda prisa; ella lo siguió desnuda, lo detuvo y tendió la
mano temblorosa para tocarle la cara iluminada de rojo en la oscuridad de la habitación.
—Cuando estaba muerta —le explicó con un hilo de voz—, trataron de decirme que
eras un monstruo. No les hice caso, porque no quería hablar con los muertos. Pero
recuerdo que me dijeron que existía la vida y la muerte y un lugar intermedio. Que la
gente existe en los dos primeros lugares, pero no en el tercero, que queda reservado a...
—A los vampiros —la interrumpió Harry, con brusquedad—. Allí están ellos y sus
víctimas, las personas a las que convierten en vampiros. ¡Y las muchachas tontas que por
su comportamiento inconsciente permiten que las conviertan en vampiros!
—Pero no has tomado mi sangre, Harry. ¡Ni siquiera me has hecho sangrar! —gritó
ella, desafiante—. Tengo casi diecinueve años y además no era virgen. Estuve..., estuve
saliendo con un hombre durante un año entero.
192
Brian Lumley Engendro de la muerte
eran muy diferentes. Y quería pensar. Sobre lo que Penny le había dicho. ¿De verdad era
necesario que se vengara de Johnny Found? ¿Y por qué diablos tenía que saber quién
había matado a Darcy Clarke? Al fin y al cabo, Darcy tampoco era vengativo.
Además, estaban Ken Layard y su don. Harry era un localizador. En realidad, en
cierto modo siempre lo había sido. Por medio de la telepatía podía buscar y descubrir sin
dificultades a sus conocidos, como Zek y Trevor. Y cuando le presentaban a una persona
muerta, a partir de ese momento siempre había sido capaz de llegar hasta su tumba. E,
independientemente de la distancia, rara vez tenía dificultades para conversar con sus
amigos muertos. Pero en ese momento, las huestes de los muertos ya no querían hablar
con él.
Algunos sí, dijo otra voz en su mente metafísica, una voz que le cayó como una ducha
en un día de calor bochornoso. Era Pamela Trotter y fue como un soplo de aire fresco.
Penny había salido al jardín con el necroscopio, pero evidentemente no había oído el
necrolenguaje de Pamela. Harry le pidió que entrara, de lo contrario no habría hecho más
que preguntar, hablar y distraerlo. Cuando se disponía a marcharse a la casa, le lanzó una
mirada, como si fuera a llorar.
—No te aparto de mi lado —aclaró—, pero necesito estar unos minutos a solas.
Después tendremos todo el tiempo para estar juntos. —Porque tendré que vigilarte hasta que
esté seguro de que eres tú misma. Y si ha sucedido lo peor, hasta que esté seguro de que te has
convertido en otra cosa.
Sus pensamientos estaban expresados en necrolenguaje y Pamela los captó. Penny
regresaba a la casa cuando la ex prostituta intervino:
¿Una amante vampiro, Harry? ¡Estoy celosa!
—Pues no deberías estarlo. —Sacudió la cabeza y le explicó lo que había ocurrido y el
problema en el que Penny se había metido.
¡Eh, ya lo quisiera para mí!, le espetó Pamela. ¡Ya me gustaría ser una muerta viviente con
alguien como tú! Pero ya es tarde para eso. Ya no estoy para jueguecitos. Aunque quizás una
última vez no estaría mal, ¿eh? Con el hombre adecuado, ¿sabes?
Se quedó callada y esperó una respuesta; una pausa larga y preñada que casi lo
impulsa a echarse atrás. Pero no tenía esa intención. Finalmente le preguntó:
—¿Crees que deberíamos seguir adelante?
Pues, verás, no cabe duda de quién tiene la sartén por el mango.
—¿Ah, no?
Tú llevas ventaja, Harry..., tu parte humana, al menos. Porque si el que dominara fuera tu
vampiro, no tendrías tantas dudas. Sabrías qué es lo correcto.
Harry lanzó un bufido y le contestó:
—¿Que mi vampiro sabría qué es lo mejor? Lo mejor para él, tal vez sí.
¿Qué problema hay entonces? (Se estaba impacientando.) Eres una sola persona, o al
menos lo serás.
—Mi problema es simple —respondió el necroscopio—. Si mi lado oscuro domina, el
lado humano pierde..., quizá para siempre. Tal vez debería dejar que la policía atrapara a
Johnny Found. Sé que si lo dejo en sus manos, acabarán atrapándolo, porque ya están
sobre su pista. Pero...
¡Pero teníamos un trato!, lo interrumpió. No puedo creer que te eches atrás ahora. ¡Estabas
tan convencido! ¿Crees que dejé que entraras en mi mente y leyeras lo que leíste para nada? ¿Y las
otras chicas? ¿Es que han muerto por nada, sin la posibilidad de saldar cuentas? Eras la única
oportunidad que tenemos, Harry. ¿Y ahora pretendes dejar que la policía lo atrape? ¡Que le den por
culo a la policía! ¡Seguro que ni siquiera sabrán qué hacer con él! ¡Acabarán internándolo en un
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Brian Lumley Engendro de la muerte
manicomio durante un par de años y después lo volverán a soltar! ¡No! Tenías razón cuando dijiste
que tiene que pagar ahora. La factura entera.
Levantó las manos y rogó:
—Espera, Pamela...
¡No espero nada! ¡Eres un vampiro... de mierda! ¿Es que yo y los demás hemos estado
averiguando cosas para nada?
Aquello cogió a Harry por sorpresa.
—¿Los otros?
He hecho amigos, a ver si te enteras. Y quieren ayudar.
—Bueno, pues que ayuden...
Al cabo de una larga y angustiosa pausa, Pamela le preguntó:
¿Entonces no has cambiado de opinión?
Sacudió la cabeza y contestó:
—Ni por un momento. No hacía más que reflexionar en voz alta. Eres tú la que viene
aquí hecha un basilisco.
Permaneció callada durante un instante y luego le dijo:
Creo que hace un momento permitiste deliberadamente que me saliera de mis casillas.
—Es posible —reconoció—. Pero nosotros, los vampiros de mierda, somos así,
discutimos por el placer de discutir.
Lo siento, Harry (se sintió completamente tonta), pero es que ya lo tenemos todo dispuesto.
Y la cuestión es que cuando me puse en contacto contigo, tuve la impresión de que estabas
reconsiderando las cosas.
—No —repitió—, sólo reflexionaba en voz alta, o quizá discutía conmigo mismo, por
el placer de hacerlo. ¿Qué querías?
Casi alcanzó a oír el suspiro de alivio de la muchacha.
Esperaba que tuvieras idea de cuándo podemos...
—Pronto —la interrumpió—. Tendrá que ser muy pronto. —Para sus adentros,
añadió: Porque si voy a atrapar a Johnny Found, tendrá que ser antes de que la Sección PES me
atrape a mí. Si es que no los tengo ya sobre los talones.
Tenía la fuerte sospecha de que era así..., no, sabía que lo seguían de cerca..., y la
noche iba a probar que no se equivocaba...
quedado excluido del continuo de Möbius. Pero Faethor me dijo que él podía arreglarlo
todo si me dignaba ir a verlo. Me encontraba con el agua al cuello y no me quedó más
remedio; pero acabó devolviéndome mi necrolenguaje y me ayudó a redescubrir el
continuo de Möbius. Pero todo aquello no fue más que una parte de su plan, que consistía
en regresar, volver como un Poder y una Plaga al mundo de los hombres.
»En cuanto a cómo lo hacía, todavía ignoro si fue un acto de mala voluntad o la
reacción automática de una naturaleza extraña. No sé si Faethor lo provocó todo o si sabía
que ocurriría espontáneamente. No estoy seguro de si fue algo que él mismo puso en
marcha «con premeditación y alevosía» o si sencillamente fue el último estertor del
increíble instinto de supervivencia de su vampiro. Lo único que sé a ciencia cierta es que
no hay nada más tenaz que un vampiro.
»La mecánica fue algo bien simple: Faethor murió cuando bombardearon su casa
durante la guerra. Espetado por una viga que cayó del techo y decapitado por un hombre
que pasó por el lugar, al que le dio mucha pena, y su cuerpo se quemó. Nada escapó al
fuego... ¿o sí?
»¿Qué pasó con su grasa, su grasa de vampiro, que se fue colando por entre las
rendijas que había entre las tablas del suelo para embeber la tierra mientras el fuego
destruía el resto de la casa y de la carne de Faethor? Los sacerdotes cristianos de Grecia
sabían cómo tratar a los vampiros, sabían que había que quemar hasta el último trozo de
los vrykoulakas, porque hasta la más mínima porción tenía el poder de regenerarse.
»En fin, que así es como yo lo veo; el espíritu de Faethor, y no sólo eso, quizá, sino
también una parte de la esencia física del monstruo quedaron allí, en la atmósfera de aquel
lugar y en la tierra, esperando. ¿Pero esperando qué? ¿Una reactivación? ¿Pero una
reactivación por parte de qué? ¿Por parte de Faethor cuando encontrara un contenedor, un
vehículo adecuado para pasar al futuro? Yo creo que sí. Y también creo que yo he sido ese
vehículo.
»Una parte de él, llámalos los fluidos esenciales, si quieres, había pasado a la tierra
que había debajo de las ruinas y escaparon al calor insoportable, y cuando fui a verlo y me
tumbé a dormir sobre ese mismo lugar (¡Dios santo, eso hice yo!), esa cosa salió a la
superficie para entrar en mí. ¿Pero qué era? Allí no había visto nada más que unos cuantos
murciélagos que volaban en la oscuridad y que no se me acercaron.
»No..., no es así, sí que vi algo.
En ese momento, el necroscopio desvió la atención embelesada de Penny hacia un
estante de libros que había en la pared, junto a la chimenea. Había allí una docena de
volúmenes sobre el mismo tema: los hongos. Miró fijamente los libros y luego a Harry y
preguntó:
—¿Setas?
—Setas, hongos venenosos, hongos normales, como verás, poseo una amplia
información sobre el tema. En realidad, estas últimas semanas han ocupado gran parte de
mi tiempo. —Le entregó uno de los libros titulado Guía de setas y otros hongos y lo abrió en
una página, hacia el final, bastante sobada—. No es ése —dijo, y dio unos golpecitos con la
uña en la página ilustrada—. Pero es el más parecido que he logrado encontrar. Mi hongo
era más negro..., y con toda razón.
La muchacha miró la página y preguntó:
—¿Un champiñón común?
Harry lanzó un bufido y contestó:
—¡No tan común! Al menos la variedad que yo vi no lo era. Cuando me tumbé a
dormir no había nada, pero cuando desperté ahí estaban: crecían en anillo y tenían aspecto
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Brian Lumley Engendro de la muerte
carnoso, eran como champiñones, pero más pequeños y negros; se pudrían y estallaban al
más mínimo movimiento y soltaban unas esporas escarlatas. Recuerdo que estornudé
cuando el polvillo me entró por la nariz.
»Y cuando se pudrieron del todo, el hedor que despedían se parecía a..., al hedor de
la muerte. No, no se parecía, era la muerte. Recuerdo que el sol los evaporaba. Poco
después de aquello, Faethor me deseó lo mejor; sólo eso debió servirme de advertencia;
me aconsejó que no perdiera tiempo y completara la tarea que me había propuesto. Me
pareció extraño que me dijera precisamente eso, y más rara la forma en que me lo dijo,
pero no me paré a reflexionar.
La muchacha sacudió la cabeza y le preguntó:
—Es decir, ¿respiraste las esporas de una seta venenosa y te convertiste en...?
—En vampiro —Harry terminó la frase por ella—. Pero no eran las esporas de una
seta venenosa cualquiera. Aquellas cosas se engendraron a partir de los restos de Faethor,
de su podredumbre. Eran los engendros de su muerte. Pero... había mucho más. Porque
con los años he desarrollado una amplia experiencia con los vampiros, tal vez aprendí
demasiado sobre ellos. Quizás esto también forme parte de la cuestión, no estoy seguro.
Ya ves por qué no deberías haberte acostado conmigo. En mi caso bastaron unas cuantas
esporas. ¿En el tuyo..., qué?
—Pero mientras esté a tu lado... —comenzó a decir.
—Penny —la interrumpió—, no voy a quedarme aquí. Ni siquiera voy a quedarme
en este mundo.
—¡No me importa a qué mundo te vayas! —exclamó la muchacha, y se echó en sus
brazos—. Llévame contigo, dondequiera que vayas, así estaré siempre a tu lado, para
cuidarte.
Bueno pensó, la verdad es que voy a necesitar a alguien. Y tú eres una criatura deliciosa. Y
en voz alta dijo:
—Pero no podré irme a ninguna parte hasta que no haya acabado con Found. No es
sólo por ti, sino también por las otras chicas que asesinó. Y por una en particular. Se lo
prometí.
—¿Found?
—Se llama Johnny Found. Y tengo que capturarlo. Tiene que morir porque es..., es
como yo y como todos los demás con los que he tenido que vérmelas: no debió existir
nunca, en ningún mundo limpio, al menos. ¡Found tortura incluso a los muertos! ¿No
basta la muerte para que, además, tenga que existir él? ¿Y si alguna vez engendrara hijos?
¿Qué serán, eh? ¿Acaso su madre los dejará en el primer portal como dejaron a Johnny?
No, hay que detenerlo aquí y ahora.
De sólo pensar en el nigromante, Harry se había puesto furioso, y si no era él, sin
duda el vampiro que llevaba dentro. Se preguntó qué estaría haciendo Found en ese
momento. Tenía que averiguarlo.
Harry se liberó del abrazo de Penny, apagó la luz, permaneció en la oscuridad y
comenzó a buscar con su mente metafísica. Sabía la dirección de Found y cómo llegar a su
casa. Envió una sonda hasta allí, a Darlington, a la calle, el edificio, el apartamento de la
planta baja y... lo encontró vacío.
Era su oportunidad de llevarse algo que perteneciera al nigromante. ¿Habría alguien
vigilando en la calle? Tal vez. Pero con suerte no permanecería allí demasiado tiempo y
nadie lo descubriría.
—Penny, ahora he de marcharme. Pero volveré en seguida. Como mucho tardaré
unos minutos. Cierra todo con llave y espérame aquí, en la casa. —Sus ojos carmesíes
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Capítulo seis
Cuenta atrás al infierno
Había vigilantes.
Harry decidió salir del continuo de Möbius en el mismo lugar que lo había hecho la
última vez, a la sombra de una pared que había al otro lado del callejón que daba al
edificio de Found. ¡Y se encontró con uno de los vigilantes!
En el mismo instante en que emergía del continuo para pasar al mundo físico, al
mundo real, Harry oyó el grito de sorpresa del policía de paisano y supo que había
alguien junto a él, entre las sombras; también supo que ese desconocido estaría buscando
su arma. Pero entre los dos había una gran diferencia: Harry podía ver perfectamente en la
oscuridad. Otra diferencia era que su adversario no era más que un hombre.
A la velocidad del rayo, Harry tendió el brazo y le hizo arrojar el arma de un
manotazo..., fue entonces cuando se dio cuenta del tipo de arma que había sacado el
policía de entre los pliegues del abrigo. ¡Una ballesta! La lanzó lejos, cayó con un ruido
metálico sobre los adoquines, y agarró del cuello al PES.
El hombre estaba aterrorizado. Era pronosticador —leía el futuro— y sabía que
Harry iría allí. Eso era cuanto pudo ver; también había descifrado que el hilo de su vida
continuaba a partir de ese momento. Al parecer, eso le había impulsado a deducir que si
había algún problema, Harry sería quien saldría mal parado.
El necroscopio leyó toda esta información en el pensamiento del PES y dijo entonces
con voz entrecortada y cavernosa:
—Leer el futuro es un juego peligroso. ¿De modo que vas a vivir, eh? Es posible.
¿Pero cómo? ¿Cómo hombre o como vampiro? —Inclinó ligeramente la cabeza a un lado y
sonrió, sin dejar de mirarlo fijamente con los ojos ardientes como ascuas en una forja;
después, dejó de sonreír y enseñó los dientes.
El PES vio las fauces, las increíbles fauces de Harry, y boqueó cuando los dedos de
acero del vampiro le apretaron aún más el cuello. Mentalmente gritó: ¡Dios mío, voy a
morir..., voy a morir!
—Podría ser —le dijo Harry—. Podrías morir con suma facilidad. Todo depende de
lo bien que nos llevemos tú y yo. Dime una cosa, ¿quién mató a Darcy Clarke?
El hombre, bajito y robusto, un tanto calvo y de ojitos entrecerrados, utilizó las dos
manos para liberarse de las de Harry, que le apretaban la garganta. De nada le sirvió.
Comenzó a ponerse morado, pero a pesar de ello logró sacudir la cabeza, negándose a
contestar a la pregunta del necroscopio. Pero Harry la leyó en su mente.
¡Paxton! El muy rastrero...
Harry estaba tan furioso que se sintió a punto de estallar. Habría sido muy fácil
apretar más hasta que la nuez de Adán de aquel mierda infame se convirtiera en papilla
entre sus dedos..., pero eso habría sido castigarlo por un delito cometido por otro.
Además, habría significado rendirse al monstruo que llevaba dentro.
Apartó al hombre de un empellón, inspiró profundamente y exhaló una niebla
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Brian Lumley Engendro de la muerte
vampírica. Cuando el PES logró por fin incorporarse, apoyando un codo contra la pared,
tosiendo y masajeándose la garganta, la niebla se había cernido sobre el callejón como una
mortaja y Harry había desaparecido envuelto en ella...
O más bien la había utilizado para poder desplazarse mediante el continuo de
Möbius hasta el apartamento de Johnny Found.
Sabía que no disponía de mucho tiempo; todo dependía de cuántos hombres hubiera
apostado la Sección, tal vez estuvieran entrando ya por la puerta principal del edificio.
Además, irían pertrechados con el equipo adecuado. Las ballestas son unas armas
realmente infernales, pero un lanzallamas es algo muchísimo peor.
El apartamento de Found era una porqueriza y olía igual de mal. Harry lo recorrió
sin tocar nada mientras pensaba: Hasta los zapatos se me contaminarán en esta mugre.
Primero examinó la puerta. Era maciza como los mil demonios, de madera de roble
antiguo y con unos goznes bien recios, llevaba instalados tres cerrojos y por dentro tenía
dos grandes pasadores. Estaba claro que Johnny no tenía intención de permitir que nadie
entrara; a Harry le bastó también para sentirse un poco más seguro. Procedió a toda prisa.
En la habitación delantera, ante un ventanuco mugriento que daba a la calle, sumida
en el silencio, se detuvo junto a un escritorio barato. Uno de los cajones estaba
entreabierto; Harry vio un brillo metálico que provenía del interior, pero las cosas que
había sobre el escritorio distrajeron su atención: un calendario arrugado y manchado en el
que aparecía la pechugona de Samantha Fox, se veía la fecha del día encerrada en un
círculo hecho con bolígrafo y en el margen aparecían unas notas garrapateadas; en un folio
con el logotipo de Frigis Express había un mensaje manuscrito. El calendario no le pareció
excesivamente importante..., hasta que leyó la nota del folio:
Johnny:
Esta noche hay un viaje a Londres. Con tu camión de la suerte, que ya te tendré preparado con
la carga. Pasa a recogerlo al almacén a las 11.40. Es para Parkinson, de Slough. Es para una firma
de Heathrow que empieza a trabajar a primerísima hora de la mañana, así que no podemos llegar
tarde. Perdona por avisarte en el último momento. Si no puedes hacer el servicio, dímelo lo antes
posible.
La nota llevaba una firma ilegible pero a Harry no le hizo falta saber quién la había
firmado. Llevaba fecha del día. Johnny haría un viaje a Londres esa misma noche, saldría
del almacén de Darlington a las 11.40.
Harry volvió a mirar el calendario. En el margen, del lado opuesto a la fecha
marcada, Found había garrapateado: «¡Viaje a Londres! Bien, porque me siento con suerte
y ésta podría ser mi noche. Necesito follarme a una jovencita...».
Harry echó un vistazo al reloj: eran las 11.30. Johnny estaría en el almacén.
El necroscopio tomó una decisión ese mismo instante. Su presa utilizaba un camión
de la Frigis Express (su «camión de la suerte») como escenario para sus enloquecidos
juegos de sexo, muerte y nigromancia; por lo tanto, el camión también formaría parte de
su castigo. Pues bien, aquella noche Johnny efectuaría su último viaje. Lo único que
necesitaba Harry era un objeto personal del loco.
Abrió del todo el cajón entreabierto del escritorio y aparecieron media docena de
pesados tubos metálicos metidos en sus fundas de terciopelo. Harry los miró y pensó:
¿Qué diablos...? Al sacar cuidadosamente del cajón uno de los tubos supo qué diablos
eran...
Un arma, el arma que Found debía haber hecho para matar a sus víctimas. Una para
cada víctima. Con un pincelito, sobre el metal reluciente, había pintado en letras negras el
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Brian Lumley Engendro de la muerte
nombre: Penny. Y Harry pensó: Esto es lo que penetró a Penny antes de que Found la penetrara.
El arma respondía perfectamente a la descripción que le había dado Pamela Trotter.
Un trozo de tubo de acero de unos cuatro centímetros de diámetro interior, un extremo
estaba cortado en ángulo recto y llevaba una funda de goma o empuñadura y el otro lo
estaba en diagonal, hasta formar una punta. Era el extremo cortante de la herramienta,
tenía el borde afilado desde dentro hacia afuera y cortaba como una cuchilla. El
necroscopio sabía ya cómo —y para qué— se utilizaría aquel cuchillo tan horrendo. Al
pensarlo se le revolvieron las tripas.
De pequeño, Harry había jugado en la nieve, en la costa noreste de Inglaterra. Le
encantaba sentarse sobre un montón de nieve con una vieja lata y hundir el extremo
abierto en el manto blanco, suave y frío que cedía con un sonido sordo. Cuando volvía a
sacar la lata, estaba llena de nieve, unos cilindros de nieve bajitos y rechonchos con los que
se podía construir castillos como en la playa. A diferencia de los castillos de arena, que se
deshacían cuando subía la marea, aquellos castillos duraban días, hasta que subía la
temperatura. Pero en ese momento no se acordaba de los castillos, sino de los agujeros
circulares que la lata dejaba en la nieve. En su imaginación vio aquellos agujeros... y eran
carmesíes. Y no estaban perforados en la nieve.
Harry examinó los otros cuchillos de tubo de acero. Había cinco más. Cuatro de ellos
llevaban los nombres de las chicas que ya conocía por los archivos de la policía, pero a las
que no había visto personalmente, y el quinto llevaba el nombre de Pamela. ¡Los guardaba
como recuerdos, el muy cabrón, como si fueran fotos de antiguos amores! Harry se lo
imaginó masturbándose delante de los cuchillos.
Seis armas en total, pero en el cajón había siete bandejitas forradas de terciopelo.
Found debía de llevar consigo el séptimo tubo, aunque todavía no tendría escrito un
nombre.
Los sentidos vampíricos de Harry le advirtieron de la presencia de una persona —en
realidad, de más de una— que entraban en ese momento por la puerta principal y se
desplazaban sigilosamente por el pasillo comunitario hasta la puerta de Found. ¿La
Sección PES? ¿La policía? ¿Ambas? Concentró su pensamiento para tocar sus mentes. Otra
mente se lo quedó mirando durante un momento y luego se retiró horrorizada. Había sido
un telépata de mediana capacidad; otra vez la Sección PES, pero los demás eran de la
policía. Iban armados, por supuesto. Hasta los dientes.
El necroscopio gruñó por lo bajo y notó que la cara se le crispaba y perdía sus
contornos familiares. Por un instante consideró la loca idea de presentar batalla; ¡podía
incluso ganarles! Pero después recordó el motivo por el que había ido hasta allí, la tarea
inacabada que tenía entre manos, e invocó una puerta de Möbius.
Fue al almacén de Frigis Express.
Abandonó el continuo de Möbius en el arcén cubierto de hierba, donde la salida de
las instalaciones de Frigis enfilaba hacia un camino de acceso a la A1 Sur; llegó a tiempo
para sentir la ráfaga de aire de un enorme camión articulado que pasaba veloz. El hombre
que iba al volante era sólo una sombra tras el reflejo oscuro del parabrisas, pero aunque la
inscripción del costado del camión sólo decía FRIGIS EXPRESS, era muy elocuente. A la
«X» le faltaba un trozo, porque la pintura se había desconchado, y en realidad se leía
EYPRESS.
El «camión de la suerte» de Johnny Found.
Harry se acercó al borde de la carretera; por un momento, lo envolvió la luz
enceguecedora de los faros de un coche potente que iba detrás del camión. Al pasar el
coche, unas caras de expresión preocupada se fijaron en él.
202
Brian Lumley Engendro de la muerte
Había algo en aquellas caras. Harry sondeó sus mentes con el pensamiento. ¡Eran
policías! Seguían a Found; querían pescarlo con las manos en la masa o, al menos, cuando
recogiera a alguna pobre chica desprevenida. ¡Imbéciles! En su apartamento había pruebas
suficientes para encerrarlo durante... no mucho tiempo. Pamela tenía razón: seguramente
acabaría en un manicomio del que saldría al cabo de nada.
Después se acordó de Penny, que estaba sola en la casa de Bonnyrig. No sabía cuánto
iba a tardar. Podía matar a Found enseguida, o hacer que muriera de diversas maneras.
Pero había hecho un trato con Pamela Trotter y todavía no era capaz de engañar a los
muertos. Además, Found debía recibir un castigo acorde con sus crímenes. Pero no podía
dejar sola a Penny por mucho tiempo... ¿Acaso no habían matado a Darcy Clarke? ¿Por qué
carajo era todo tan complicado?
Harry notó que la tensión aumentaba en su interior..., sintió cómo se hinchaba hasta
que la presión fue enorme..., respiró a borbotones el fresco aire de la noche y procuró
dominarse. Para Penny, él era lo primero; él debía hacer lo mismo; regresó a Edimburgo a
través del continuo de Möbius.
¡La muchacha no estaba en la casa!
Harry no podía creerlo. Le había ordenado que lo esperara allí, que no saliera.
¿Adónde habría ido? Buscó con su mente telepática...
¿Pero en qué dirección indagar? ¿Adónde podría haberse ido a esa hora de la noche?
¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Habría seguido el consejo de Trevor Jordan y lo habría dejado
plantado?
Se dejó guiar por su conciencia vampírica, envió sondas en la noche, desplegándolas
como si se tratara del oleaje en la superficie de un estanque mental, y buscó a Penny, pero
encontró a otras personas. ¡Otra vez PES!
Les lanzó un gruñido telepático y percibió cómo los postigos se cerraban de golpe y
con la misma fuerza con que se agarran las lapas a las rocas cuando baja la marea. Estaban
cerca, aunque no tanto, probablemente se encontraran en Bonnyrig, en alguna casa donde
habrían establecido su cuartel general. Harry los dejó atrás, intentó explorar más por la
zona y se encontró con la estática mental que chisporroteaba como si en su mente
estuvieran friendo tocino. Era la Sección PES que se encargaba de desmodular sus
transmisiones telepáticas.
¡Malditos sean los espías mentales! Debería largarme y dejar que os fuerais todos derechos al
mismo infierno. ¡Pero debería dejaros algo para asegurarme que acabarais allí, algo que os provoque
una eterna pesadilla!
Y podía hacerlo si lo deseaba, porque era portador de la plaga. Podía ser su legado a
un mundo y una raza que lo habían abandonado: una plaga vampírica.
Físicamente, su vampiro no había alcanzado el pleno desarrollo, estaba aún
inmaduro; pero sus sangres estaban mezcladas y su mordedura debía de ser virulenta. Y
tenía a su entera disposición la vastedad infinita del continuo metafísico de Möbius. Si se
lo proponía, esa misma noche podía sembrar vampiros en todos los continentes. ¡Quizás
entonces lamentarían no haberlo dejado en paz!
Salió apresuradamente al jardín, bajo las estrellas y la luna. Era de noche, su hora.
Aquellos PES estaban allí por algún motivo. Incluso podían estar avanzando en ese
momento, protegidos por su escudo de descargas estáticas.
—¡Venid a buscarme! —los retó—. ¡Ya veréis lo que os espera!
Al final del jardín, alguien abrió la cancela, que chirrió sobre sus goznes.
—¿Harry? —Penny apareció en el sendero y se acercó a él.
—¿Penny? —El necroscopio le tendió los brazos y la mente, pero la mente de la
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Brian Lumley Engendro de la muerte
muchacha aparecía borrosa, como con una especie de niebla, en la que su psique se
ocultaba sin saberlo. ¡Niebla mental!
Harry se sintió desmoralizado, pero debía disimular. Ya era una vampiro, o lo sería,
y estaba esclavizada a él. Ya no era un amor de adolescente. Se preguntó si alguna vez lo
había sido. Al fin y al cabo, él la había resucitado de entre los muertos.
—¿Qué haces aquí afuera? Te dije que me esperaras.
—Pero hacía una noche muy hermosa y también tenía necesidad de pensar, como tú.
—Se dejó abrazar.
—¿En qué has pensado? —La noche te atrajo. Has sentido arder el primer fuego en tus
venas. Y mañana, el sol te dañará los ojos y te irritará la piel.
—He pensado en..., en que quizá no desees llevarme contigo. Tal vez no me lleves.
—Pues has pensado mal. Te llevaré conmigo. —No me queda más remedio, porque si te
dejo en este mundo, sería como firmar tu sentencia de muerte.
—Pero no me quieres.
—Claro que te quiero. —Aunque eso no tiene ninguna importancia, porque tú tampoco me
querrás. Pero nos quedará nuestra lujuria.
—¡Harry, tengo miedo!
—¡Tarde, demasiado tarde! No quiero que te quedes aquí —le dijo—. Será mejor que
vengas conmigo.
—¿Adónde?
La llevó a la casa, recorrió las habitaciones, apagó todas las luces y volvió
rápidamente a su lado. Le enseñó el cuchillo de Johnny con su nombre pintado en él. La
muchacha lanzó un grito de asombro y se apartó de él.
—¿Puedes imaginártelo? —le preguntó Harry con un tono de voz oscuro como una
noche de invierno—. ¿Puedes recordar con qué cara miraba esto, el dolor que te causó y su
placer?
La muchacha se estremeció y respondió:
—Creí que..., que se me había olvidado. He intentado olvidarlo.
—Lo olvidarás —le aseguró—. Y yo también..., cuando haya terminado lo que
empecé. Pero no puedo dejarte aquí y he de acabar con él.
—¿Tendré que verlo? —palideció al pensarlo.
—Sí —asintió Harry. Sus ojos escarlata se iluminaron, risueños—. ¡Sí..., y él te verá a
ti!
—¿Pero no dejarás que me haga daño, verdad?
—Te lo juro.
—Entonces estoy preparada...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
también por temor. Harry era Harry, pero era también vampiro. En ese sentido, todo aquel
que no sintiera aunque fuera un poco de miedo tenía que ser un idiota.
El telépata había pagado para viajar en coche cama, pero no podía dormir. Tenía
mucho en qué pensar. Era un hombre que acababa de regresar de entre los muertos y no
podía acostumbrarse, tal vez jamás se acostumbrara. Ni siquiera una persona que se
recupera por completo de una enfermedad gravísima podía sentir lo que Jordan sentía.
Porque en su experiencia había superado los límites de la enfermedad, los límites de la
vida misma, para volver. Y todo se lo debía a Harry.
Sin que Jordan lo supiera —incluso Harry lo ignoraba—, en realidad le debía mucho
más. Porque, por una parte, Jordan no había tenido en cuenta que Harry había estado en
su mente: el necroscopio le había tocado la mente, y aunque el contacto había sido
fugacísimo, había bastado para dejar en ella sus huellas. Y no había manera de borrarlas.
Además, para la Sección PES —y sin duda para los dos PES, uno localizador y el otro
telépata, que habían tomado el mismo tren que Jordan— esas huellas asumían la forma de
una fétida niebla mental. Era evidente que no podían sondearlo con demasiada
profundidad, porque Jordan era un telépata de primera y se percataría de ello; en realidad,
Gareth Scanlon, uno de los dos hombres que lo seguían, había sido alumno de Jordan, le
había enseñado hasta que su don maduró y tomó forma. Jordan reconocería su mente (por
no mencionar su rostro y su voz) de inmediato. Razón por la cual los dos se mantenían a
una respetable distancia de él; habían subido a un coche del final del tren, pasado el vagón
restaurante, y pasaron la primera parte del viaje con los sombreros puestos, ocultos tras
unos periódicos que habían leído cuatro o cinco veces.
Jordan no se movió en dirección a ellos ni una sola vez, ni envió un solo pensamiento
hacia donde ellos se encontraban; se contentó con permanecer sentado en su coche cama,
escuchando el traqueteo de las ruedas sobre las vías, mirando por la ventanilla cómo
pasaba el mundo nocturno y con alegrarse por volver a formar parte de él, sin detenerse a
pensar siquiera una sola vez cuánto iba a durar.
Cuando el tren aminoró la marcha para pasar debajo de un viaducto, entre Alnwick
y Morpeth, Scanlon se irguió en el asiento, cerró los ojos y se concentró, alarmado. Alguien
intentaba ponerse en contacto con él. Pero los pensamientos eran claros, límpidos y
enteramente humanos, no había en ellos ninguna niebla mental vampírica. Era Millicent
Cleary, que estaba en la Central de Londres, desde donde coordinaba y dirigía la
representación, conjuntamente con el ministro responsable y el oficial de servicio.
Fue breve:
¿Gareth? ¿Tienes novedades?
Scanlon bajó la pantalla de estática y pasó un breve informe de la situación, que
concluyó:
Está en un coche cama, va a Londres.
Tal vez no, le contestó. Depende de cómo se desarrollen las cosas, pero el ministro dice que es
posible que pronto podamos echarles el lazo a los tres.
¿Cómo? La preocupación de Scanlon era evidente, así como su horror, porque de un
momento a otro le ordenarían a él y a su colega que mataran a un hombre del que habían
sido compañeros.
Cleary captó su pensamiento.
Un ex compañero, de acuerdo, pero ahora es un vampiro. Al cabo de una pausa, le dijo: El
ministro quiere saber si hay problemas.
No había ningún problema, aunque sí un detalle que debía tenerse en cuenta.
Estamos en un tren, no lo olvides. ¡No podemos quemarlo aquí!
205
Brian Lumley Engendro de la muerte
El tren parará en Darlington, donde ya tenemos agentes. De manera que estad atentos al
aviso. Quizá tengáis que bajaros del tren allí y llevaros a Trevor..., digo a Jordan. Es todo por ahora.
Estaremos en contacto.
Scanlon pasó el mensaje a su compañero, el localizador Alan Kellway, uno de los
recientemente reclutados por la Sección.
—No conozco muy bien a Jordan —respondió Kellway—, de manera que por ahí no
tengo problemas. Lo único que sé es que estaba muerto y ahora está vivo, si es que a eso
puede llamársele estar vivo, y que eso no es natural. De manera que lo único que vamos a
hacer es restablecer el orden natural de las cosas.
—Yo sí lo conocí —dijo Scanlon, y se encogió en el asiento—. Fue amigo mío. ¡Será
un asesinato!
—Una muerte pírrica, es verdad —comentó Kellway—. ¿Pero lo es de verdad? No
olvides una cosa, que Harry Keogh, Jordan y los de su calaña podrían acabar con el
mundo entero.
—Sí —asintió Scanlon—. Es lo que no ceso de repetirme. Es algo que no debo
olvidar.
206
Brian Lumley Engendro de la muerte
su territorio, en el coto de caza donde busca a sus víctimas: mujeres solas en plena noche.
Aunque no hace falta que te lo cuente a ti, ¿verdad?
—No, no hace falta que me lo cuentes —respondió Penny, y se estremeció.
Echaron una mirada a su alrededor. A un lado de la autopista había una estación de
servicio; al otro, un restaurante.
—Me alegra saber que puedo encontrar a Johnny cuando quiera —dijo Harry—.
Hagamos una pausa para tomarnos un café, ¿de acuerdo? Así te explicaré cómo quiero
actuar.
La muchacha asintió, incluso logró sonreír tímidamente.
Recorrieron el puente de conexión hasta llegar a las escaleras que conducían a la
cafetería. Había gente que subía las escaleras y se dirigía a la estación de servicio y al
aparcamiento que había allí. Antes de que llegaran al final del puente, Penny aferró a
Harry del brazo y siseó:
—¡Tus ojos!
Harry se puso las gafas y la cogió de la mano.
—Guíame —le pidió—. Como si estuviera ciego.
No fue mala idea. A partir de ese momento, en la cafetería, donde comía un puñado
de viajeros, la gente se limitó a mirarlos de reojo y a apartar la vista rápidamente.
Tiene gracia, pensó Harry, pero a la gente no le gusta demasiado mirar a alguien que está
enfermo. Y si lo hacen, es siempre de reojo. ¡Ja! ¡Se caerían redondos si se enteraran de la naturaleza
de mi enfermedad!
Pero no se cayeron redondos. Al menos no todos...
En la orilla del río, a poca distancia de Bonnyrig, Ben Trask y Geoffrey Paxton
montaban guardia entre las sombras, ocultándose de la luz de la luna y las estrellas,
atentos al gorgoteo de las aguas que bajaban negras y arremolinadas. También estaban
atentos a otras cosas, pero no oían nada. Y vigilaban.
Vigilaban la vieja casa que había al otro lado del río, la casa del necroscopio, con
todas las luces encendidas, vigilaban por si notaban algún movimiento tras las puertas
abiertas del patio de abajo, por si veían alguna sombra que se proyectara sobre las cortinas
en las ventanas de arriba, por si captaban alguna señal de vida... o de ausencia de ella, por
si captaban la presencia de algún muerto viviente. Mientras vigilaban, acariciaban sus
armas: Trask llevaba una ametralladora con un cargador de treinta balas de 9 mm
dispuesto en su alojamiento azul acerado, y Paxton una ballesta de metal con una flecha
de madera dura, tensada a una presión que hubiera bastado para traspasar a un hombre
como traspasa un clavo un trozo de madera terciada.
A poco más de un kilómetro de allí, en la carretera de Bonnyrig, otros dos agentes de
la Sección PES esperaban en el interior de un coche. Poseían pequeños poderes propios,
pero no eran telépatas; ninguno de ellos tenía la experiencia de Ben Trask ni el «celo» de
Paxton. Pero si era necesario, serían capaces de hacer lo que debía hacerse. Su coche estaba
equipado con una radio, sintonizada con la Central de Londres. Por el momento, su
misión consistía en pasar mensajes y actuar como grupo de apoyo de los otros dos agentes.
Si Trask o Paxton los llamaban, podían recogerlos en poco más de un minuto. Ese detalle
daba una cierta sensación de seguridad a los dos hombres apostados en la orilla del río; a
Paxton algo menos que a Trask, porque él ya había estado allí.
—¿Y bien? —susurró Trask, cogiendo al telépata por el brazo—. ¿Está o no está en su
casa?
207
Brian Lumley Engendro de la muerte
Paxton se encontraba muy cerca del lugar donde Harry Keogh lo había lanzado al
agua y se sentía muy nervioso. El necroscopio le había advertido que la próxima vez...,
que más le valía que no hubiese una próxima vez. Y ya había llegado; Trask apretó más el
brazo de Paxton y éste contestó:
—No lo sé. Pero la casa está contaminada. ¿No lo notas?
—Claro que sí —asintió Trask en la oscuridad—. Con sólo mirarla ya me doy cuenta
de que hay algo que no funciona. ¿Qué me dices de la muchacha?
—Hace una hora estaba allí, estoy seguro —respondió el otro—. Tenía los
pensamientos envueltos en una especie de bruma, sin duda niebla mental, pero hasta
cierto punto eran legibles. Está esclavizada a él, no hay duda de ello. Supuse que Keogh
también estaría en casa, por un momento tuve la certeza de que era así, pero ahora... —Se
encogió de hombros y prosiguió—: Esto de leerle el pensamiento a un vampiro es algo
muy complicado. Ver sin ser visto y oír sin ser oído.
Antes de que Trask pudiera contestar nada o hacer más comentarios, la lucecita roja
del walkie-talkie que llevaba comenzó a parpadear. Sacó la antena y pulsó el botón de
recepción de llamadas. Recibió la acostumbrada descarga de sonidos estáticos y después le
llegó la voz metálica y débil de Guy Teale que le decía:
—Aquí el coche. ¿Qué tal me oyes?
—Bien —respondió Trask en voz baja—. ¿Qué pasa?
—Recibimos una llamada de la Central —contestó Teale—. Debemos colocarnos
ahora mismo en posición ofensiva, luego hemos de mantener silencio tanto por radio
como por PES y esperar la orden.
—Lo de disponernos al ataque no tiene problema —dijo Trask con el entrecejo
fruncido—. ¿Pero cómo vamos a atacar si nuestro objetivo no está aquí? ¿Quieres
preguntárselo a los de la Central?
Teale contestó de inmediato:
—La Central dice que si cuando den la orden en la casa no hay nadie, nos quedemos
donde estamos, permanezcamos alertas y esperemos a ver qué ocurre.
Trask frunció más el entrecejo e insistió:
—Pídeles que te lo repitan, ¿quieres? Y que te aclaren los puntos en blanco.
—Ya lo he hecho —respondió Teale, y su suspiro les llegó nítidamente—. Antes de
llamarte. Por lo que la central sabe, Keogh lleva con él a la chica Sanderson y los dos están
tras la pista del asesino reincidente. Nosotros también tenemos a los nuestros tras Keogh y
Found, dentro de ciertos límites, claro, y también tenemos vigilado a Trevor Jordan, que
viaja en coche cama en el tren que va a Londres. Dejaremos que Keogh o la policía, o los
dos, se encarguen de Found, después nos ocuparemos del necroscopio, de la chica y de
Jordan simultáneamente, dondequiera que se encuentren cuando llegue ese momento.
—De manera que si los nuestros no cogen a Harry y vuelve aquí, nos encontrará
esperándolo, ¿no es así?
—Así es como yo lo veo —respondió Teale.
—De acuerdo, cerrad bien el coche y venid hacia aquí andando. Nos encontraremos
en el viejo puente, antes de cruzar..., dentro de diez minutos. Después nos
reorganizaremos, nos separaremos en parejas y elegiremos puntos desde donde vigilar
tanto el frente como la parte posterior de la casa. Es todo por ahora. Nos vemos.
Pulsó el botón.
Sin dejar de explorar, nervioso, la oscuridad que lo rodeaba bajo los árboles, Paxton
preguntó:
—¿Crees que Teale y Robinson trabajarán bien juntos? Estoy seguro de que nosotros
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Brian Lumley Engendro de la muerte
nos avenimos bien, pero ellos no me dan la impresión de ser muy espabilados.
—Es posible que tengas razón. —Trask lo miró fijamente en la oscuridad y le
disgustó cuanto veía y sentía; sobre todo porque de vez en cuando percibía cómo Paxton
tironeaba con su don telepático del manto que le cubría la mente, tratando de quitárselo—.
Así que yo iré con Teale y tú con Robinson.
Paxton se volvió más hacia él y bajo la luz fluctuante de la luna sus ojos adquirieron
una mirada cruel.
—¿No quieres que trabajemos juntos? —le preguntó.
—Paxton, voy a decírtelo con toda claridad. El único motivo por el que quise trabajar
contigo aquí fue para vigilarte. Me parece que te lo tienes muy creído y que se te nota a
una legua. No, no quiero que trabajemos juntos. ¡Y la verdad es que preferiría trabajar con
una mierda!
Paxton hizo una mueca y comenzó a alejarse en dirección a la carretera. Pero Trask lo
agarró del brazo y lo obligó a darse la vuelta.
—Ah, una cosa más, don telépata superdotado. Estoy hasta la coronilla de que
intentes leerme el pensamiento. Cuando esté un poco más arriba de la coronilla, serás el
primero en enterarte. Porque entonces, Harry Keogh no será el único que te habrá tirado al
río.
Paxton tuvo la picardía de callarse la boca. Regresaron a la carretera sin decir
palabra, se dirigieron hacia el viejo puente de piedra que cruzaba el río y esperaron a que
Teale y Robinson se reunieran con ellos.
Hacía media hora que Harry y Penny se habían bebido su primer café. Pidieron el
segundo y se les estaba enfriando en las tazas. Penny había pedido una tarta de crema,
pero sólo había probado un bocado. No tenía muy claro si su inapetencia se debía a la
calidad de la tarta o a su humor, pero como nada le sabía bien, pensó que la causa sería su
humor. De vez en cuando el necroscopio metía la mano en el bolsillo, sacaba la horrible
arma de tubo de acero de Johnny y la sopesaba en la palma de la mano. Penny lo notaba
cada vez que lo hacía, se percataba de que estaba tocando el instrumento que la había
conducido a la muerte y entonces se estremecía.
Cuando Harry metió la mano en el bolsillo una vez más, ella le preguntó por
sorpresa:
—¿Y si no para? ¿Si sigue viaje directo a Londres?
Harry se encogió de hombros y respondió:
—Si tenemos la impresión de que eso es lo que va a hacer, dejaré que llegue hasta...,
hasta... —Dejó de tocar el horrible cuchillo y cerró brevemente los ojos tras las gafas
oscuras. Cuando volvió a abrirlos, su voz sonó fría y afilada—. Eso no ocurrirá. ¡Acaba de
parar en este momento!
—¿Sabes dónde? —le preguntó, aferrándole la mano.
—No. La única manera de averiguarlo es ir hasta allí y comprobarlo.
—¡Dios mío! —exclamó con un hilo de voz—. ¡Voy a ver al hombre que me asesinó!
—Y lo que es más importante, él te verá a ti. Y empezará a hacerte preguntas. Si lee
los periódicos, sabrá que Penny, una de las chicas que mató, tenía un doble que por alguna
rara coincidencia también se llamaba Penny. Le costará más trabajo creer que se ha
encontrado con ella. Al fin y al cabo, hay coincidencias y coincidencias. Si tiene cerebro, le
resultará tremendamente sospechoso. Y se preocupará. Eso es precisamente lo que quiero
que haga, que se preocupe. Creo que Johnny se merece pasarlo mal antes de que le
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Capítulo siete
Encrucijada de pesadilla
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No era posible, pero..., tuvo que esforzarse para que sus ojos no volvieran a mirar
hacia donde ella estaba. Ahí la tenía; acababa de deslizar el trasero sobre el asiento de un
reservado cercano; iba acompañada de un ciego —al menos era un tío que llevaba gafas
oscuras— pero no parecía estar con ella. La chica pidió un café, sólo un café, era la misma
de la otra vez. Era exactamente la misma. ¡A Johnny le dio vueltas la cabeza porque habría
podido jurar que con ésa ya había estado!
«¿Cómo es posible?», se preguntaba. «¿Cómo es posible?» La respuesta era sencilla:
no podía ser posible. A menos que la muchacha fuera hermana gemela de la otra... ¡o su
doble!
Recordó entonces haber leído algo en los periódicos: la policía creía que la que se
había cepillado en Edimburgo —Penny, así se llamaba— era otra. Pero después había
aparecido con vida: la imagen viviente de la que él se había trincado, asesinado y vuelto a
trincar. Lo más extraño de todo era que la que había aparecido también se llamaba Penny.
¿Una coincidencia? ¡Joder, vaya coincidencia! Pero la mayor coincidencia de todas era que
se encontraba ahí, en ese mismo momento. A menos que estuviera viendo visiones.
Johnny levantó la mirada del plato, miró a través de las mamparas de vidrio con
estampados de helechos que separaban los reservados y proporcionaban un mínimo de
intimidad, hasta que vio la cara de la muchacha. Por un instante, sólo por un instante, sus
miradas se encontraron, pero la chica miró hacia otro lado. El tipo medio ciego —bueno, el
tipo con problemas en la vista que compartía con ella el reservado— le daba la espalda a
Johnny; no parecía gran cosa, encorvado como estaba sobre el tazón de café. ¿Sería el
padre?
No, soy su amante, contestó Harry Keogh para sí. Su amante vampiro, pedazo de basura.
Se había metido en la mente de Found desde el momento en que entró en el bar
acompañado de Penny, y la letrina mental que encontró allí era la más hedionda de todas
las que se había encontrado. Ese aspecto, sumado al hecho de que el nigromante hubiera
reconocido a Penny como una anterior víctima, o como el doble de esa víctima, reforzó la
determinación de Harry y confirmó su compromiso. Pero ese reconocimiento por parte de
Found no había producido la reacción que Harry esperaba. Curiosidad, sí, pero no temor.
En cierto modo, era comprensible.
Al fin y al cabo, Found sabía que la otra Penny estaba muerta; sabía que aquélla no
podía ser la muchacha que él había violado. Pero su sorpresa había sido efímera y Harry
se sintió decepcionado. Además, supo entonces que se enfrentaba a un cliente muy frío.
Ahora bien, saber si Found iba a ser capaz de mantener la frialdad cuando se enfrentara a
lo que el destino le tenía preparado..., eso era algo muy distinto.
El necroscopio salió de la mente de Johnny, se inclinó sobre la mesa hacia Penny y le
dijo en voz baja:
—Veo que estás muy nerviosa. Lo veo y lo noto. Lo siento, Penny, pero procura
calmarte. Ya no tardaremos mucho; cuando Found se marche, iré tras él y tú me esperarás
aquí, ¿de acuerdo?
La muchacha asintió y le dijo:
—Pareces muy..., no sé, muy frío con respecto a todo esto, Harry.
—Frío, no, decidido. Pero has de tener en cuenta que Found es frío y eso le daría
ventaja sobre mí si me dejara dominar por la rabia.
Mientras esto decía, Harry vio que dos hombres entraban en el restaurante desde el
aparcamiento. Parecían gente corriente, pero tenían un no sé qué. Mientras recorrían la
barra del self-service para servirse refrescos, exploraron el local, vieron al necroscopio y a
Penny en su reservado y pasaron de largo. Harry se dispuso a sondear sus mentes..., pero
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Descubrió allí una silueta voluminosa, fea, de morro oscuro que reconoció de inmediato:
un lanzallamas. Y en el suelo del coche vio el brillo azulado del acero de un par de
ballestas cargadas. ¡Ballestas cargadas!
Harry siseó y se agachó. Estaban preparados para darle caza, todos ellos estaban
dispuestos. No tardarían en actuar. Tal vez antes de lo que él había creído. ¡Cabrones! ¡Y
pensar que él mismo les había enseñado cómo hacerlo!
Perforó otro neumático y gruñó satisfecho al ver cómo adelgazaba; después rodeó el
coche y perforó el tercero. Hizo entonces una pausa, inspiró profundamente y procuró
calmarse...
Se echó a temblar, sólo a temblar. Ya no hubo más siseos ni gruñidos. Unos instantes
de violencia habían actuado como válvula de escape, lo cual le permitió disminuir la
terrible presión que sentía. Su niebla comenzó a disiparse, suspiró aliviado, se incorporó,
adoptando una postura más humana, guardó el cuchillo y volvió al restaurante...
Habían transcurrido apenas dos o tres minutos desde que había salido, pero bastaron
para que la amenaza de Johnny Found hubiera podido con Penny, anulando su resolución
de que todo fuera bien. En cuanto Harry pasó por las puertas de batiente y desapareció en
la oscuridad de la noche, Penny supo que no estaría bien, que nada iría bien
encontrándose encerrada en el mismo local con aquel monstruo, por más que estuviera
acompañada de cincuenta personas.
Fueron apenas unos instantes, que bastaron para que Johnny decidiera que Penny
sería la candidata. Estaba claro que el tipo de las gafas oscuras no iba con la chica y que en
ese momento estaba sola. Más aún, se había dado cuenta del interés que ella sentía por
Johnny; lo notaba porque la chica apartaba la mirada de él, evitaba sus pensamientos, su
existencia incluso. De pronto surgió la pregunta: ¿No será que me conoce? ¿Pero cómo iba a
conocerlo? ¿Qué carajo pasaba ahí?
Apartó el plato, colocó las manos sobre la mesa como si fuera a levantarse. Mientras
lo hacía, no apartaba la mirada de Penny, retándola a que mirara hacia él. Aunque no lo
pareciera, la muchacha miraba hacia él, pero de soslayo, y vio que se levantaba despacio.
Se puso blanca como un papel, se levantó, salió de su reservado y al alejarse de él fue a
chocar con un hombre gordo que llevaba una bandeja, y la leche, la comida caliente y los
panecillos saltaron por los aires.
Johnny se acercó con una sonrisa de fingida sorpresa. Fue como si le estuviera
preguntando: «¿Qué ocurre, es que te he asustado?» Cualquiera que presenciara la escena
habría pensado: «¿Qué diablos le pasa a esa chica? ¿Estará borracha o drogada? ¡Qué
palidez! Y ese joven de aspecto amable que parece tan sorprendido, tan asombrado».
Ahí estaba el quid de la cuestión: Johnny Found tenía cara de chico joven y amable.
Cuando Harry Keogh lo había visto se sorprendió de que no respondiera mejor a la idea
que se había formado de él. Era de estatura media y corpulento; rubio, con el pelo que le
llegaba a los hombros, dientes cuadrados en una boca plena, con una sonrisa lánguida,
casi inocente..., sólo la tez cetrina estropeaba su imagen de chico corriente. Eso y los ojos,
que eran oscuros y hundidos. Además del hecho de que viviera en una pocilga. Y de que
fuera un estragador de carne viva y muerta.
Penny le pidió disculpas al gordo balbuceante que se palpaba la chaqueta empapada
de leche, levantó los ojos y al ver que Johnny se le acercaba salió corriendo hacia las
puertas del batiente. Johnny miró a su alrededor, se encogió de hombros, torció el gesto
como queriendo decir: «Vaya loca..., ¡no tiene nada que ver conmigo, amigos!», y salió
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Brian Lumley Engendro de la muerte
aparcamientos y como tal pantalla estaba protegida por altas vallas de alambre. Harry
perdió unos segundos preciosos al toparse con la valla; maldijo por lo bajo, invocó una
puerta de Möbius y al cabo de un instante había dejado atrás la hilera de árboles para
reaparecer al borde del asfalto...
Una vez allí, chocó con una silueta balbuceante que se tambaleó y lo hizo parar en
seco. Era el PES. Reconoció a Harry de inmediato, percibió la asombrosa fuerza de su
mente metafísica y el vampiro que llevaba dentro y levantó la mano para impedirle el
paso. La mano le sangraba profusamente, igual que la herida cortante que Johnny le había
hecho en la mejilla al rebanarle casi un tercio de cara.
Harry lo aguantó para que no se cayera, le lanzó un gruñido y lo empujó hacia uno
de los senderos que se internaba entre los árboles.
—¡Ve a buscar ayuda, deprisa, antes de que te desangres!
Mientras el PES farfullaba algo ininteligible y se alejaba a trompicones, el
necroscopio exploró el aparcamiento con su conciencia vampírica. Inmediatamente dio
con tres personas: Penny, que estaba desmayada; Johnny Found, que estaba furioso y
empapado en sangre, y el policía que había caído sin vida en el lugar donde Found se
había topado con él y le había hundido su arma por la oreja hasta enterrársela en el
cerebro.
Harry localizó con precisión el sitio donde estaba, invocó una puerta y la atravesó a
la carrera...; salió en la parte posterior del camión de Frigis Express, donde Johnny cerraba
la puerta corredera con el pasador. A sus pies, en un charco de sangre, yacía acurrucado el
policía, con la parte izquierda de la cara convertida en roja pulpa.
El nigromante se había apoderado del arma del policía; percibió la presencia de
Harry, giró en redondo, apuntó y disparó. Harry se dirigía a él de frente; sintió un golpe
fortísimo cuando la bala se le hundió en la clavícula derecha, le hizo dar una vuelta entera
y lo lanzó sobre el asfalto.
Asustado por la explosión y el fogonazo, Johnny manipuló el arma con torpeza y
luego la tiró al suelo. El loco tropezó con Harry, lo pateó con fuerza y, mientras el
necroscopio se retorcía de dolor, corrió junto al remolque en dirección a la cabina del
camión, sin dejar de maldecir y reír.
El dolor que Harry sentía en el hombro era como algo vivo que le agarrara la carne
con unas pinzas al rojo vivo para retorcérsela, haciéndole gemir. Y entonces pensó: Es esa
maldita cosa que llevo en la sangre y la mente. ¡Tú tienes la culpa, imbécil, maldito imbécil! ¡Tú me
has provocado esta herida..., ahora cúrame!
Found había subido ya a la cabina, ponía en marcha el motor y aceleraba. Los frenos
neumáticos sisearon y las luces traseras resplandecieron con tonos rojizos que hacían
juego con los ojos de Harry y con la gelatina que se coagulaba junto a la cabeza del policía
muerto. Transido de dolor, el necroscopio vio cómo la enorme masa del camión se sacudía
y comenzaba a retroceder; al cabo de un momento, dos de sus ruedas dobles rechinaron
con furia, se agarraron al asfalto y pasaron por encima del cuerpo del policía. La sangre y
los intestinos salieron a presión, las ruedas se elevaron apenas unos centímetros y el peso
del camión aplastó el cadáver, sacándole las vísceras como quien saca dentífrico de un
tubo.
¡Suerte que está muerto!, pensó Harry, anonadado. ¡Porque de haber estado vivo, no habría
querido que sucediera! Se trataba de un pensamiento mecánico, provocado por aquellos
sesos esparcidos, por la materia fecal e intestinos, y expresado en necrolenguaje, de modo
que el policía los oyó.
El tubo de escape eructó los gases en la cara de Harry y éste rodó desesperadamente
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Brian Lumley Engendro de la muerte
para apartarse del camión, que iba marcha atrás; las ruedas, empapadas de sangre, no lo
alcanzaron de milagro; pero a pesar del rugido del motor, del olor y del desastre esparcido
sobre el asfalto alcanzó a oír la respuesta del policía:
¡Pero lo he sentido! ¡Dios santo, fue como morir dos veces!
A Harry se le heló la sangre en las venas al recordar quién conducía el camión:
Johnny Found, nigromante, que tenía el poder de hacer sentir sus actos a sus víctimas, del
mismo modo que las huestes de los muertos habían sentido los de Dragosani.
Los frenos neumáticos volvieron a sisear y el camión se detuvo, se estremeció,
avanzó, giró y se dirigió rápidamente hacia la salida. Johnny Found huía y se llevaba a
Penny. ¡Maldito cabrón, no te escaparás! Harry fijó en su mente la ubicación del camión, se
arrodilló, cruzó rodando una puerta de Möbius y volvió a salir en el remolque refrigerado.
Estaba oscuro, pero para el necroscopio aquello no constituía inconveniente alguno. Vio a
Penny, se arrastró hasta ella, le puso la mano izquierda debajo de la cabeza, la acercó hacia
él y la apoyó sobre su regazo. La chica abrió los ojos y miró a los suyos, relucientes.
—Harry, yo... no me quedé en el restaurante —susurró.
—Ya lo sé —gruñó él—. ¿Te ha hecho daño?
—No —respondió Penny; sacudió la cabeza y, con voz débil, añadió—: Creo que...,
que me he desmayado.
Harry no tenía tiempo que perder. Porque le hervía la sangre, literalmente.
—¡Agárrate a mí! —le ordenó.
La chica obedeció y Harry hizo que las ecuaciones de Möbius se proyectaran en la
pantalla del ordenador de su mente. Al cabo de un momento, Penny sintió la pavorosa
inmensidad del continuo de Möbius, y al momento siguiente, volvió la gravedad y
cayeron de espaldas sobre la cama de Harry, en la casa de las afueras de Bonnyrig.
—¡Esta vez no salgas de aquí! —le ordenó.
Y antes de que pudiera incorporarse, Harry ya se había marchado...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—He llegado a la conclusión de que tenían ustedes razón sobre Paxton. ¡Tengo la
sensación de que no se dará por satisfecho hasta que no esté dirigiendo el mundo entero!
Cleary frunció el entrecejo y asintió.
—¡Destruyéndolo, querrá decir! —aclaró, con acritud, y se apresuró a añadir—: Pero
no nos hemos equivocado y no hay que tener dones psíquicos para saberlo. Es una
amenaza. Afortunadamente, Ben Trask está allí, vigilándolo. ¿Quiere que le diga algo?
El ministro la miró, miró a Chung, que estaba concentrado tocando los diversos
objetos que había sobre la bandeja, tratando de dilucidar el paradero, el humor y los
sentimientos de los agentes que estaban de servicio, y, mentalmente, repasó la situación:
El telépata Trevor Jordan (que según todas las leyes de la naturaleza debía ser un
montón de cenizas en una urna) viajaba en un coche cama en el tren que iba a Londres, vía
Darlington. En el mismo tren viajaban dos agentes de la Sección PES y no preveían
demasiados problemas, aunque lo más seguro era que Jordan fuese un vampiro. Iban
equipados con potentes armas automáticas y uno de ellos llevaba una ballesta pequeña,
pero letal. Otro agente se dirigía a la estación principal de Darlington para echarles una
mano. Iba en coche y en el maletero llevaba un lanzallamas.
Penny Sanderson, que también era un vampiro resucitado, se encontraba con toda
probabilidad en la casa de Keogh, en las afueras de Bonnyrig. Los agentes que estaban allí
(también con toda probabilidad) constituían el mejor equipo que la Sección PES había
podido formar, y deberían ser buenos a la fuerza en caso de que Keogh volviera a la casa,
pues todo apuntaba a que tarde o temprano acabaría regresando a buscar a la chica.
En cuanto al necroscopio, podía encontrarse prácticamente en cualquier parte, pero
lo más probable era que estuviera siguiendo a Found. Sólo él sabía los motivos que lo
impulsaban a ello, pero la cuestión era que la chica Sanderson había sido una de las
víctimas de Found. ¿Venganza, quizá? ¿Por qué no? Al parecer, los wamphyri se habían
destacado siempre por tomar venganza.
De manera que si la Sección PES actuaba en aquel momento, se cubrirían dos de los
tres objetivos (el ministro se estremeció, por un instante, asombrado por la fría eficacia de
sus propios pensamientos), pero Keogh seguiría siendo un enorme interrogante, el eje
sobre el cual giraba todo lo demás. Y, por el bien de todos, estuvieran donde estuvieran, lo
mejor era que pudieran eliminar al necroscopio al mismo tiempo que a los demás.
—¿Señor? —la muchacha aún esperaba una respuesta.
El ministro abrió la boca para hablar, pero en ese momento David Chung levantó
una mano y dijo:
—¡Alto! —Cleary y el ministro miraron al localizador; éste tenía la otra mano
apoyada en un encendedor Zippo que había pertenecido a Paul Garvey, un telépata que
trabajaba con la policía de Darlington. Esa mano no se movía, las puntas de los largos
dedos de Chung permanecían inmóviles, en contacto con el frío metal. Pero la mano que
tenía levantada le temblaba con violencia.
De repente, apartó con fuerza la mano de la bandeja y retrocedió un poco, alejándose
del escritorio. Al cabo de un instante se recuperó, se adelantó y dijo:
—¡Han herido a Garvey! No sé cómo, pero es grave... —Cerró los ojos y su mano
planeó un instante sobre los mapas que había debajo de la lámina de plástico transparente.
Mientras la mano pequeña del chino bajaba para cubrir una zona de la A1, al norte
de Newark, el ministro se dirigió a Cleary y le preguntó:
—¿No puede ponerse en contacto con Garvey?
—He trabajado mucho con él —respondió, casi sin aliento—. Deje que lo intente.
Cerró los ojos, se concentró en unas imágenes mentales de su compañero y estableció
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Brian Lumley Engendro de la muerte
contacto con él. Garvey trataba de establecer contacto en ese mismo instante. Pero su señal
y el mensaje eran débiles, aparecían distorsionados por el dolor..., del que Cleary se
convirtió en inmediata heredera. Lanzó un grito, se tambaleó y por un segundo se cortó la
comunicación. Después volvió a restablecerla, pero al cabo de nada, Garvey perdió el
conocimiento y sus pensamientos telepáticos volaron en mil pedazos en la mente de
Cleary. El torrente de información psíquica no estaba exento de imágenes, imágenes que
continuaron llegando incluso después que él se desmayara.
La muchacha se volvió hacia el ministro con el rostro descompuesto y exangüe.
—La cara de Paul —le explicó—. ¡La tiene destrozada! La mejilla le cuelga hecha
jirones. Pero junto a él hay un médico. Están en una especie de... ¿café de autopista? Creo
que lo ha atacado Johnny Found..., pero el necroscopio también estuvo allí. ¡Y ha muerto
un policía!
El ministro la cogió de la muñeca y le preguntó:
—¿Ha muerto un policía? ¿Y Keogh estuvo allí? ¿Está segura?
La chica asintió, tragó saliva y dijo:
—Paul tenía en la mente una imagen..., una imagen en la que se veía un agujero
ensangrentado en la cabeza de un policía. Y otra de Harry... ¡Los ojos le brillaban rojos
como lámparas!
—Garvey está por aquí —dijo Chung, señalando el mapa—. En la A1.
El ministro inspiró profundamente, asintió y dijo:
—Esto está llegando a un punto decisivo, en este preciso instante. Keogh debió de
intuirlo desde el principio, pero a estas alturas ya debe saber sin lugar a dudas que lo
seguimos. De modo que mientras estas tres..., estas tres criaturas se encuentren en
diferentes lugares (y dos de ellas no pueden escapar) dispondremos de la mejor
oportunidad para atacarlas. —Se dirigió a la muchacha y le preguntó—: ¿Señorita
Cleary..., esto..., Millicent? ¿Sigue Paxton esperando? Vuelva a ponerse en contacto con él
y dígale que entre en acción ahora mismo. Hable luego con Scanlon y dígale lo mismo. —
Se dirigió a Chung y añadió—: Y usted, David...
Pero el localizador ya estaba ante la radio, hablando con la gente de Darlington.
Entretanto...
Cuando el camión de Friggis Express que conducía Johnny Found a toda velocidad
cogió las curvas de la rotonda, en la encrucijada de la A1 y la A46, en las afueras de
Newark, el camionero se había calmado bastante y mostraba una pericia y una gran
disciplina en la conducción. Si en la rotonda se hubiera encontrado estacionada una
patrulla de la policía, probablemente los agentes ni se habrían fijado en él.
No había ninguna patrulla de la policía. Sólo Harry Keogh.
Utilizando el cuchillo de Found, el necroscopio había seguido el avance del camión
con una serie de saltos de Möbius. Esperaba que su presa aminorara la marcha antes de
intentar lo que debía ser un salto sumamente preciso sobre un objeto en movimiento para
aparecer en la cabina de Found. Debía realizarlo además con la mayor suavidad posible,
para no dañar más la clavícula fracturada. La fractura sí habría hecho que cualquier otro
hombre se retorciera de dolor, le habría dejado incluso inconsciente. Pero Harry no era un
hombre cualquiera. En realidad, a medida que pasaba el tiempo, perdía más cualidades
humanas y adquiría las del monstruo, un monstruo con alma humana.
Cuando el nigromante enderezó el camión al salir de la rotonda y enfilar hacia la A1,
Harry surgió de la oscuridad eterna del continuo de Möbius y apareció en la cabina, en el
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Brian Lumley Engendro de la muerte
asiento de la izquierda. Al principio, Found no lo vio, o si lo hizo pensó que era una
sombra vista de soslayo. Harry permaneció quieto y en silencio en el rincón de la cabina,
apretado contra la puerta, con la cara y el cuerpo vueltos hacia el conductor. Mantuvo los
ojos entrecerrados y observó la cara de Johnny, que poco antes le había dado la impresión
de no concordar demasiado con ninguna de las descripciones que le dieron las muchachas,
pero que en ese momento le pareció realmente terrible.
En cuanto a Johnny, sabía que todo había llegado a su fin. Eran demasiadas las
personas que esa noche lo habían visto con la chica o cerca de ella, en el restaurante, en el
aparcamiento de coches. En realidad tenía la impresión de que le habían tendido una
trampa. Lo habían seguido y luego lo habían atrapado con una chica que era la viva
imagen de una de sus víctimas. Y él había picado el anzuelo. Al menos dos de esos
cabrones habían pagado, y la chica también pagaría cuando subiera al remolque con ella,
le abriera un agujero por la órbita del ojo izquierdo y le follara el cerebro.
Aquéllos eran sus pensamientos y Harry, que lo miraba directamente, los leyó con
toda claridad, con más claridad quizá que si fueran las páginas de un libro. Si el
necroscopio había abrigado alguna duda sobre la legitimidad y la conveniencia de sus
actos, aquellos pensamientos las disiparon todas. Mientras Johnny se regodeaba en lo más
íntimo con los placeres y los gozos que proyectaba sentir con la chica, Harry le dijo con
toda tranquilidad.
—Nada de eso ocurrirá, porque la chica no está en el remolque. La he liberado. Del
mismo modo que pretendo liberar a todos los muertos del terror que les provocas, Johnny.
De tu tiranía.
Found se quedó boquiabierto al oír la primera palabra. De la comisura izquierda de
su boca cayó un hilillo de baba que se deslizó hacia el hoyuelo de la barbilla.
—¿Qué? —dijo, y sus ojos negros como el carbón giraron lentamente hacia la
izquierda..., resaltaron entonces como manchas de tinta sobre el pergamino tirante que
hasta momentos antes había sido la carne enrojecida de su cara.
—Estás acabado, Johnny —dijo Harry, y abrió sus ojos rojos, que lanzaron destellos
escarlata sobre las facciones paralizadas del otro.
Pero la parálisis de Found duró poco y su reacción inmediata, fue puro instinto, tanto
que ni siquiera el necroscopio pudo preverla.
—¿Cómo? —preguntó con tono gutural al tiempo que apartaba la mano izquierda
del volante, buscaba detrás de su cabeza y sacaba un gancho de carne que colgaba de la
estructura de la cabina—¿Acabado? ¡Uno de nosotros sí que lo está!
La intención de Harry había sido simple, cuando Found lo atacara, invocaría una
puerta de Möbius y lo arrastraría hacia ella. Pero si sujetar a un hombre en la cabina de un
camión ya era de por sí algo complicado, resultaba mucho más difícil cuando ese hombre
empuñaba un gancho para colgar reses.
Johnny había visto la gran mancha de sangre que llevaba Harry en la chaqueta y lo
reconoció como al tipo al que le había disparado en el aparcamiento del restaurante. Cómo
había llegado hasta la cabina del camión era una cuestión aparte, pero lo que estaba claro
era que no serviría de mucho con un agujero en el hombro. Y para mucho menos cuando
Johnny se lo hubiera cargado.
—¡Seas quien seas, eres hombre muerto! —gruñó, al tiempo que agitaba el gancho.
Fue un golpe torpe, con la mano izquierda, pero aun así Harry no logró esquivarlo.
Se agachó un poco y el signo de interrogación metálico pasó por encima de su hombro
derecho, bajó y se lo hundió en el agujero de salida que la bala le había hecho en el
omóplato. Lanzó un grito de dolor cuando Found lo atrajo hacia él, lanzándole una mirada
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Brian Lumley Engendro de la muerte
enfurecida.
Después, utilizando a Harry de contrapeso, el nigromante levantó la pierna
izquierda, la pasó por encima de las rodillas de Harry y de una patada abrió la puerta de
la cabina. Mientras el camión avanzaba medio inclinado sobre el doble carril, le encajó una
patada y soltó el gancho, todo al mismo tiempo.
Una ráfaga de aire nocturno recibió al necroscopio cuando éste salió despedido del
asiento; se agarró con desesperación a la puerta que se balanceaba furiosamente. Por
suerte, la ventanilla estaba abierta; pasó los brazos por el hueco y apoyó los pies en el
estribo. Johnny ya no podía alcanzarlo sin soltar el volante, pero podía tratar de
sacudírselo de encima.
Sin importarle los demás vehículos, el maníaco hizo que el camión fuera dando
bandazos de un carril a otro, mientras Harry se aferraba con toda el alma, hasta que tuvo
una idea. ¿Y si invocara una puerta inmensa? ¿Por qué no invoco la puerta más grande que se
pueda imaginar?
A su izquierda, y casi por debajo de los pies, que colgaban y se arrastraban, un coche
tuvo que efectuar un viraje a la desesperada y acabó girando sobre sí mismo para ir a
estrellarse contra la barrera protectora, en medio de un estrépito de metales retorcidos.
Terminó de morros en la cuneta y estalló como una bomba. El camión aún avanzaba a
toda velocidad, dejando una estela de coches destrozados y de conductores muertos,
mientras en la cabina, Johnny se alimentaba con su dolor y sabía que aun después de
muertos oirían sus carcajadas de demente.
¡Basta!, pensó Harry, e invocó su gigantesca puerta en la autopista directamente
delante del camión.
El rugido y la violencia estruendosa con que avanzaba el vehículo apagaron en un
instante cuando el camión se precipitó por la puerta de Möbius hacia la oscuridad
absoluta; la risa loca de Johnny Found enmudeció también, repentinamente, en el instante
mismo en que, al verse ante el pavoroso continuo de Möbius, formulaba un solo
pensamiento:
¿QUÉ?
¿Qué ocurrió?
El haz luminoso de sus faros se proyectaba hacia el infinito, abriendo una especie de
túnel. Pero aparte de los haces luminosos de los faros y de la mole del camión, no había
absolutamente nada. Ni autopista, ni ruido, ni sensación de movimiento, nada.
¿¿¡QUEEEEÉ!??, volvió a gritar Johnny en su mente y en la del necroscopio.
De nada te sirve gritar ahora, Johnny, dijo Harry, colgado de la puerta, guiando el
camión y apuntándolo como un misil hacia su meta final. Ya te lo he dicho, estás acabado. Y
falta muy poco para que la obra quede completa. ¡Bienvenido al infierno!
Johnny soltó el volante y se despatarró sobre el asiento; trataba de coger al
necroscopio, que seguía aferrado a la puerta de la cabina. Pero demasiado tarde; ya habían
llegado; Harry invocó otra puerta delante del camión, se soltó y frenó su movimiento
hasta detenerse. El camión siguió adelante a toda velocidad...
Y salió del continuo de Möbius para aparecer en un camino estrecho. Cayó
pesadamente y rebotó en medio de un tremendo rugido; cuando las ruedas que giraban en
el aire se agarraron al asfalto, salió disparado como un rayo. Johnny gritó al ver la curva
pronunciada donde el camino bordeaba un alto muro de piedra cubierto de hiedra.
Intentó desesperadamente aferrar el volante, pero el camión ya había mordido el bordillo.
Patinó sobre una estrecha franja de césped, destrozó una masa de arbustos negros como la
noche, se estrelló contra el muro... y se detuvo. Para no volver a moverse.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo ocho
Los matavampiros
Aunque la Gran Mayoría ya no se fiaba de él, Harry siempre los había respetado. Le
dio las gracias a Pamela y a los amigos de la chica que habían contribuido a ajusticiar a
Johnny Found y, mientras ellos iniciaban el arduo regreso a las que serían sus últimas
moradas, el necroscopio utilizó las fantásticas ecuaciones de su mente metafísica para
materializar una puerta de Möbius. Cuando se disponía a cruzarla...
... Percibió una voz doliente, pero no en necrolenguaje, sino en forma telepática, que
en el instante mismo de recibirla se transformó en necrolenguaje, y que provenía de un
corral vacío no lejos de la estación principal de Darlington. Era Trevor Jordan; primero
vivo y luego muerto al convertirse su cuerpo en una masa de carne quemada y huesos
ennegrecidos, cuando un equipo de sus ex colegas de la Sección PES lo redujo a un
montón de cenizas ardientes.
¡Trevor!, gritó Harry, presa de un dolor casi tan grande como el del telépata al recibir
el impacto devastador de sus últimos segundos. Trevor, voy ahora mismo, sigue hablando así
podré encontrarte...
¡No!, le advirtió Jordan en el instante mismo en que desaparecía el dolor de la vida, al
tocar ésta a su fin, para dar paso a la fresca oscuridad de la muerte que lo cubría como una
ola del mar. No, Harry, no vengas. Te están esperando y te puedo asegurar que van bien
equipados. Además, no te queda tiempo. ¡La chica, Harry, la chica!
El necroscopio entendió. Era Penny.
La Sección había estrechado el círculo a su alrededor; ya lo había cerrado alrededor
de Jordan y después le tocaría el turno a Penny..., ¡tal vez ya estuvieran sobre ella!
¡Trevor! Harry se sentía dividido entre el dolor y la indecisión. Pero Jordan tenía
razón. Nadie debía ser sometido a una muerte tan agónica y mucho menos un inocente.
Tanto Jordan como Penny eran inocentes. Poco importaba el nombre que pudieran dar a la
chica en ese momento, ni lo que sería el día de mañana, porque esa noche era inocente.
No puedes ayudarme, Harry, dijo Jordan, tratando de facilitarle las cosas. Esta vez no. No
harías más que arriesgar tu propia seguridad... y la de Penny. Pero no me quejo. He vivido dos
veces, que ya son suficientes. Y morir dos veces ha sido..., ha sido demasiado. Ya no quiero más.
En el continuo de Möbius, Harry se sentía aún dividido, atraído en dos direcciones
opuestas. Lanzó un gemido de horror y rabia y deliberadamente interrumpió la
comunicación en necrolenguaje con Jordan. Tal vez más tarde tendría tiempo de darle las
gracias por el aviso. Pero en ese momento...
... Bonnyrig.
Reapareció junto a la ribera del río, a una distancia prudente de la casa; surgió en
medio de la oscuridad iluminada por el fulgor carmesí de su ira. ¡Ira wamphyri! La cosa
que llevaba dentro lo dominaba; sus sentidos salieron del necroscopio como un radar
humano, mejor dicho, inhumano, que exploró la casa desde la oscuridad. Pero cuando
Harry se fue de allí las luces estaban encendidas.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
que había en la sala, oyó incluso el latido de sus corazones. Uno de ellos era Ben Trask,
pero Penny no estaba con él. Estaba arriba..., con Paxton.
—¡Santo Dios! —exclamó Teale, jadeante, y se le erizó el vello de la nuca— ¡Está
aquí! ¡Sé que está aquí! Y acabo de ver que uno de nosotros tendrá muchos problemas y
padecerá un gran dolor.
Trask amartilló su SMG. Avanzó dos pasos, cruzó las puertas ventana y la niebla le
cubrió hasta los tobillos; miró en todas direcciones, pero se olvidó de mirar hacia arriba.
Volvió a entrar en la sala y preguntó:
—¿Problemas, dolor? ¿Para mí? ¿Para ti? ¿Para quién carajo?
—¡Para Paxton! —siseó Teale—. ¡Para Paxton!
Trask miró horrorizado hacia el techo. Paxton, Robinson y la chica estaban arriba;
Harry tenía una deuda con Paxton, quizá varias, el muy cabrón tenía a la mujer de Harry.
Con una lógica absolutamente humana, Trask suponía que, al igual que cualquier
adversario corriente, el necroscopio habría entrado antes en la sala de abajo, razón por la
que había enviado a Paxton al piso de arriba: para mantener a Harry a salvo, aunque fuera
unos momentos. Lo suficiente como para que Trask pudiera hablarle y darle las
oportunidades que se le debían. Pero Harry no era un adversario corriente y Trask debió
de haber adivinado que no actuaría de ese modo. Sino que reaccionaría a su manera, que
era única. ¡Allá arriba, Paxton dirigía la operación y Robinson tenía un condenado
lanzallamas!
—¡Arriba! —gritó Trask—. ¡Subamos ahora mismo!
Harry también había decidido que había llegado la hora. Colgado cabeza abajo por
encima de la ventana de su dormitorio, utilizó las enormes ventosas de sus manos para
adherirse a la pared llena de hoyos; en esa posición, bajó la cabeza para ver qué ocurría en
el interior. Una nube delante de la luna oscureció la sombra que proyectaba su cabeza.
Atisbó un momento en el dormitorio y se retiró. Pero al sumar lo que vio y los
pensamientos de quienes estaban en el cuarto, consiguió un panorama completo. Antes de
que nada o nadie pudiera moverse o hacer nada para cambiar ese panorama, entró en
acción.
Se soltó de la pared, invocó una puerta y se dejó caer en el vano...
... Y entró en el dormitorio.
Robinson lo notó de inmediato.
—¡Está aquí! —gimió el localizador y, girando sobre los talones, saltó e intentó dirigir
la boca del lanzallamas en todas direcciones a la vez, pero sin ver ni apuntar a nada en
concreto.
Paxton supo que era así; notaba que la mente del necroscopio tocaba la suya como
una babosa inmunda, así de cerca lo percibía, pero en el interior de la habitación nada
había cambiado. Desde abajo, les llegaron las voces roncas de Trask y Teale que acudían a
la carrera, avanzaban estruendosamente por la casa, subían las escaleras gritando sus
advertencias.
—¿Dónde? —chilló Paxton presa del terror—. ¿Dónde está ese cabrón?
Él y Robinson se miraron. Paxton recorrió con la vista el cañón del lanzallamas que
empuñaba Robinson y vio titilar la luz del piloto; Robinson contempló ensimismado la
punta de la ballesta de Paxton. Los dos tendieron la mano para buscar el interruptor de la
luz.
Penny estaba en la cama, desnuda, tapada hasta la barbilla con la sábana..., Harry
estaba bajo la sábana; se había materializado allí. Como la chica ignoraba qué ocurría, al
sentir que unos brazos la rodeaban, al notar cómo las ventosas se transformaban para
226
Brian Lumley Engendro de la muerte
darle a Paxton. Tenía buena puntería y no fallaría. Pero también podía aceptar la palabra
de Harry, creer que se marcharía de allí y que el mundo nada tenía que temer de él. Pero
viendo su aspecto, ¿quién podía creerle?
Harry leyó estos pensamientos en la mente de Trask y se apresuró a facilitarle las
cosas: soltó a Paxton. Le costó mucho trabajo, porque el necroscopio tuvo que luchar con
todas sus fuerzas contra la cosa que llevaba dentro. Y venció. Hablando en voz alta, con la
profunda voz de bajo de los wamphyri, preguntó:
—¿Qué te parece así, Ben?
Trask suspiró, aliviado, y contestó.
—Bien, Harry. Me parece bien. —Mientras esto decía, por el rabillo del ojo vio que
Teale y Robinson salían de la catatonia y se disponían a preparar las armas—. ¡Vosotros,
quietos! —gritó.
Harry lanzó una mirada inyectada en sangre a Teale, que bastó para hacerlo
retroceder, al tiempo que sintonizaba con la mente de Robinson para aconsejarle: Será
mejor que obedezcas a Trask, hijo. ¡Intenta freírme en la Tierra y yo te freiré en el infierno!
Trask puso el seguro a su SMG y la guardó.
—La guerra ha terminado, Harry —le dijo.
Pero Paxton, que estaba tendido en el suelo, había recuperado la ballesta y apretó el
gatillo al tiempo que gritaba:
—¡Ni hablar, esto no acaba así!
Momentos antes, el necroscopio había percibido el mensaje de la mente de Paxton:
que una flecha de madera dura iba a salir disparada en su dirección. Instintivamente
conjuró una puerta de Möbius y, en ese instante, con la elegancia engañosamente sinuosa
de los wamphyri, la cruzó dando un paso atrás. Para los cuatro PES fue como si hubiera
dejado de existir. La flecha disparada por Paxton se hundió en el torbellino neblinoso
provocado por el vacío de Harry y ese mismo vacío se la tragó.
—¡Le he dado! —gritó el telépata entre jadeo y jadeo—. Estoy..., estoy seguro de
que... le he dado a ese cabrón. ¡No pude haber fallado! —Reía entrecortadamente, y se
puso en pie...
... La niebla, que se había cerrado alrededor del necroscopio, volvió a abrirse y de ella
surgió su voz cavernosa e incorpórea:
—Cuánto lamento decepcionarte.
¡Mierda!, pensó Trask; inspiró una bocanada de aire caliente, humeante, al ver
aparecer en el aire una enorme mano gris con uñas como anzuelos herrumbrados que se
cerraba sobre la cabeza de Paxton y lo arrancaba del jardín, sacándolo de este universo. En
el aire quedó flotando la monstruosa voz de Harry Keogh:
—Ben, me temo que tengo que hacerlo...
En el continuo de Möbius, Harry apartó de sí a Paxton de un empellón y oyó cómo
su grito reverberaba en las distancias conjeturales. Debía dejarlo allí, dando vueltas sobre
su propio eje, agitando los brazos eternamente a través de infinitos paralelos, gritando y
sollozando, y cuando le fallara el corazón, moriría como un demente. Pero con eso habría
contaminado aquel lugar místico. Tenía que haber una forma mejor, un castigo más
razonable que ése.
Corrió tras él, lo aferró, lo enderezó y lo atrajo hacia sí. Y allí, en el continuo de
Möbius, cuya naturaleza Harry apenas comenzaba a sospechar o a comprender, donde
hasta el más leve pensamiento tenía peso, le dijo:
Paxton, eres una criatura miserable.
—¡Apártate de mí! ¡No te acerques, maldita bestia!
230
Brian Lumley Engendro de la muerte
¡Vaya, vaya!, exclamó Harry, con un crujir de dientes, que a medida que se calmaba
comenzaban a recuperar su aspecto normal. ¡Mirad al telépata! En el continuo de Möbius no
hace falta que grites, pulga mental. Con pensar es suficiente. En ese instante, Harry supo lo que
debía hacer.
Por supuesto. Paxton, la pulga mental, el vampiro mental que se alimentaba de los
pensamientos ajenos en lugar de su sangre; el ladrón de pensamientos, la comezón
imposible de rascar. ¿Cuántas víctimas habían sentido su mordisco? La Sección PES estaba
llena de ellas. ¿Y cuántas más ni siquiera se enteraban, no estaban preparadas para
enterarse de que había hurgado en sus pensamientos?
Tal vez no llegara a la categoría de pulga. ¿A la de mosquito, quizás? En cualquier
caso era un parásito dañino, con un aguijón doloroso y molesto. Era hora de que alguien le
quitara ese aguijón. Y el necroscopio sabía exactamente cómo hacerlo.
Se metió en la mente aterrorizada de Paxton, buscó y encontró el mecanismo
telepático que constituía la fuente de su poder. Se trataba de algo con lo que Paxton había
nacido, por lo que no sería posible desconectarlo; pero podía cubrirlo, sepultarlo bajo una
capa de «plomo» psíquico, como se hace con un reactor descontrolado, hasta que se
fundiera o se quemara al tratar de liberarse. Y eso fue lo que el necroscopio hizo. Envolvió
el don de Paxton con una esencia de niebla mental wamphyri, lo arropó con una manta de
opacidad PES, tejió a su alrededor una especie de bola de naftalina con unos hilos efímeros
pero irrompibles que la gente corriente suele denominar «la intimidad de sus propios
pensamientos». Pero en el caso de Paxton, esa intimidad sería su propia cárcel.
Cuando Harry terminó con Paxton, le devolvió al jardín; la casa seguía quemándose
y los hombres de la Sección PES se habían desplazado hasta el muro del río, para
resguardarse del calor del incendio. Contra un fondo de llamas doradas y rugientes, Harry
emergió del continuo de Möbius y lanzó al lloroso Paxton en brazos de Ben Trask.
El telépata se deshizo en sollozos, se hincó de rodillas y se abrazó a las piernas de
Trask. Mirándolo horrorizado, Trask le preguntó a Harry:
—¿Qué le has hecho?
—Lo he esterilizado —respondió Harry.
—¿Cómo?
—No me refiero a sus testículos, sino a su don telepático. Emasculación mental. No
volverá a violar ninguna mente más. En lo que respecta a la Sección, os he hecho el último
favor.
—¿Harry?
—Cuídate, Ben.
—¡Harry, espera!
Pero el necroscopio ya había desaparecido.
Permaneció largo rato junto al río contemplando cómo se quemaba la vieja casa.
¿Cómo había definido Faethor Ferenczy su castillo de Khorvaty cuando por fin quedó
reducido a escombros? ¿Su último vestigio en la Tierra? Pues bien, también aquella casa
vieja había sido el último vestigio de Harry.
Al menos en este mundo...
En una playa de arenas brillantes, al otro lado del globo, Penny se había hecho un
bikini con trozos de la sábana de Harry. Caminaba al borde del agua y recogía las conchas
exóticas dejadas por la marea. Por raro que pareciera (porque normalmente se bronceaba
sin dificultad y también porque su mente aún inocente no había alcanzado a comprender
el significado de todo aquello) el sol la molestaba profundamente; la piel se le llenaba de
manchas y enrojecía. Para refrescarse, se arrodilló en un charco formado por la marea y se
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Brian Lumley Engendro de la muerte
dejó empapar por el agua del mar. Fue entonces cuando Harry regresó y la llamó desde la
sombra del árbol torneado por el viento.
La chica levantó la mirada y al verlo notó que la fuerza de su magnetismo era mayor
que nunca. Era amor y mucho más que amor: no tenía más que darle una orden y ella
haría lo que fuera por él. Estaba completamente esclavizada. Recogió una hermosísima
caracola, corrió hacia él y vio cuánto había cambiado. Era diferente, y a la vez el mismo de
siempre. Antes de volver junto a ella, el necroscopio se había detenido en alguna parte a
recoger un sombrero negro de ala ancha y un abrigo largo, también negro; extraña
vestimenta, pensó Penny, para ir a la playa bajo el sol del mediodía. Así vestido le
recordaba al cazarrecompensas de cara seria o al empleado de pompas fúnebres de
muchos de esos spaghetti westerns. Con la diferencia de que en las películas no llevaban
gafas negras.
Allí donde el árbol daba la máxima sombra, Harry se quitó el abrigo y descubrió sus
heridas: grandes manchas de sangre coagulada recubrían los restos de tela, formando unas
costras que se le adherían a los cortes. Al sentir su dolor, en realidad más dolor del que él
sentía, Penny se quitó la tira de sábana mojada que le cubría los pechos y empapó con
agua salada las partes que el necroscopio tenía ensangrentadas. Logró entonces quitar los
trozos de tela sucios del cuerpo, que ya había recuperado su aspecto humano.
Visto de frente, el agujero de bala que Harry llevaba en el hombro derecho no tenía
tan mal aspecto, pero visto por detrás era horrible. Le había arrancado un trozo de carne
del tamaño del puño de un niño, y tenía el borde superior destrozado allí donde Johnny
Found le había clavado el gancho. Pero lo sorprendente (al menos para Penny, aunque no
para el necroscopio) era que la herida comenzaba a cicatrizar. Alrededor del cráter por
donde habían salido la carne y el hueso comenzaba a formarse la piel nueva, mientras en
la parte interior del agujero la pulpa brilló como un trozo de carne sobre el tajo de un
carnicero, hasta que dejó de sangrar por completo.
—Ya se está cerrando —gruñó Harry—. Si te sientas ahí y observas, verás cómo
cicatriza. Un día más, como mucho dos, y sólo quedará la cicatriz. Y dentro de una
semana, el hueso se habrá reestructurado y ya no me dolerá.
Fascinada, atraída irresistiblemente hacia él, agarró los hombros de Harry y restregó
su cuerpo hermoso y ágil contra el agujero que tenía en la espalda. Efusiva, su
demostración erótica provocó un poco de dolor y un gran placer al necroscopio. Miró por
encima del hombro y vio que la aréola de sus pechos estaba manchada de sangre. Acto
seguido, asombrada por la fuerza de su propia sensualidad, Penny dijo:
—No..., no sé por qué lo he hecho.
—Yo sí —gruñó él, y la hizo suya allí mismo, en la arena, una y otra vez, en la larga
tarde calurosa.
Fue amor y lujuria, aquello que los amantes han hecho desde tiempos inmemoriales;
pero era algo más que eso. Era una especie de iniciación tanto para Harry como para
Penny. Y probó sin lugar a dudas que tanto los wamphyri como sus esclavos son
inagotables.
Más tarde, la chica despertó estremecida de frío y vio a Harry sentado allí, con la
caracola en el regazo. Tenía el rostro tenso, casi crispado de dolor. El sol, que se ponía
sobre el océano ondulante, le iluminaba los bordes de los huecos que tenía en la cara y que
parecían los cráteres poco profundos de un paisaje lunar. Penny entrecerró los ojos hasta
que Harry no fue más que una negra silueta e intentó que aquel Harry que percibía de una
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Brian Lumley Engendro de la muerte
forma nueva fuera menos desolado. Aquellas líneas tan definidas de su rostro se
desdibujaron un poco y suavizaron sus perfiles, pero el dolor continuaba allí. Cuando se
percató de que lo miraba se desvaneció su estado de ánimo melancólico. La muchacha se
incorporó, temblorosa, y él la tapó con su abrigo.
Penny levantó la caracola y le preguntó:
—Es preciosa, ¿no?
Él le lanzó una extraña mirada y contestó:
—Es una cosa muerta, Penny.
—¿No ves nada más que muerte?
—No. Y, además, la siento. Soy el necroscopio.
—¿Sientes que la caracola está muerta?
Asintió, y luego dijo:
—Y cómo murió la criatura que vivía en su interior. En realidad, no es que pueda
sentirlo exactamente. Lo..., lo experimento. No, tampoco es eso. —Se encogió de hombros
y suspiró—. Simplemente lo sé.
La chica volvió a mirar la caracola y el sol se reflejó en la madreperla de su borde.
—¿No es preciosa?
Harry sacudió la cabeza y respondió:
—Es fea. ¿Ves ese agujerito que está cerca del final curvado?
La chica asintió con la cabeza.
—Eso es lo que la mató. Otro caracol más pequeño, pero letal, letal para ella, perforó
ese agujero y le succionó la vida. Sí, un vampiro. Somos millones.
Penny notó cómo se estremecía, dejó la caracola y exclamó:
—¡Qué historia más horrenda, Harry!
—Horrenda pero cierta.
—¿Cómo lo sabes?
Con voz más ronca todavía respondió:
—¡Porque soy el necroscopio! Porque las cosas muertas me hablan. Todas las cosas
muertas. Y si carecen de mente para hacerlo..., me lo transmiten. ¿Cómo lo hace tu
preciosa caracola? Me transmite el lento taladrar de su asesino cuando perforó la concha,
cómo la penetró con su sonda y succionó los fluidos provocándole una terrible quemazón.
¿Bonita? Es un cadáver, Penny.
Se puso en pie y anduvo por la arena, arrastrando los pies.
—¿Siempre ha sido así? Me refiero a ti.
—No —respondió—. Pero ahora sí. Mi vampiro está creciendo. Y se hace más agudo,
afina mis talentos. Hubo una época en la que sólo podía hablar con los muertos o, mejor
dicho, con criaturas que podía entender. ¿Sabías que los perros, después de muertos,
permanecen igual que nosotros? Pero ahora... —Volvió a encogerse de hombros y luego
prosiguió—: Y si estuvieron vivos y ahora están muertos, los siento. Cada vez los siento
más y más. —Volvió a patear la arena—, ¿Ves esta playa? Hasta la arena suspira, susurra y
se queja. Está formada por millones de cadáveres desintegrados por el tiempo y las
mareas. Tanta vida desperdiciada, y no preparada ni dispuesta a tenderse y estarse quieta.
Y cada una de las cosas que han muerto me pregunta: «¿Por qué he muerto? ¿Por qué he
muerto?».
—Pero tiene que ser así —dijo Penny con un hilo de voz, asustada por su tono—.
Siempre ha sido así. Sin la muerte, ¿qué sentido tendría la vida? Si viviéramos
eternamente, no nos esforzaríamos por nada, porque todo sería posible.
—En este mundo —dijo, aferrándola por los hombros— hay vida y hay muerte. Pero
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Brian Lumley Engendro de la muerte
conozco otro mundo donde existe un estado intermedio... —Y mientras oscurecía le contó
cuanto sabía sobre la Tierra de las Estrellas.
Cuando hubo terminado, Penny tembló al pensar en lo inevitable de todo aquello, y
le preguntó:
—¿Cuándo nos iremos?
—Pronto.
—¿No podemos quedarnos aquí? Sé que ese lugar me dará mucho miedo.
—¿Te dan miedo mis ojos? —Eran como dos pequeñas lámparas en su rostro.
—No —respondió la chica, con una sonrisa—, porque sé que son tuyos.
—Pero a otras personas les dan miedo.
—Porque no te conocen.
—En la Tierra de las Estrellas construiré un nido de águilas —dijo Harry— donde tus
ojos serán tan rojos como los míos.
—¿De verdad? —Parecía entusiasmada.
—¡Claro! —Y para sí pensó: Puedes estar segura de ello, pobrecita mía. Porque en ese
momento, aunque era pronto aún, comenzaba a detectar un leve tono escarlata en sus
pupilas...
Mientras ella dormía entre sus brazos, Harry hacía planes. No eran gran cosa,
simplemente le servían de distracción. Impedían que pensara con demasiada profundidad
en la inminente partida y sus posibles peligros. En su inevitabilidad.
Porque era inevitable..., igual que el ronroneo del helicóptero cuyos reflectores
barrían la playa desde el este. Harry había creído que allí estarían a salvo durante mucho
tiempo. Pero al lanzar su sonda y tocar las mentes de las personas que iban a bordo de la
libélula de metal comprendió que se había equivocado. Eran PES.
—La Sección —dijo, quizá con amargura, y despertó a Penny, al tiempo que formaba
mentalmente las ecuaciones de Möbius.
—¿Qué..., hasta aquí llegan? —masculló la chica. Mientras, Harry cruzaba con ella el
continente hasta llegar a una tienda de ropa en Sydney.
—Sí..., hasta aquí..., hasta allí llegan —dijo él—. En realidad, están en todas partes.
Sus localizadores me encontrarán dondequiera que vaya y pondrán sobre aviso a los
contactos que tienen en todo el mundo; los PES y los cazarrecompensas nos perseguirán, y
a la larga nos quemarán. No podemos luchar contra el mundo entero. Y aunque
pudiéramos, no quiero hacerlo. Porque luchar sería sucumbir a la cosa que llevo dentro. Y
preferiría ser yo mismo. Al menos mientras me sea posible. Pero esta noche los haremos
bailar un poco, ¿de acuerdo? Porque mañana estaremos muertos.
—¿Muertos?
—Estaremos muertos para este mundo.
De buen o de mal grado eligieron ropas caras y una maleta de cuero de primera
calidad donde llevarla. Cuando empezaron a sonar las alarmas de la tienda, siguieron
viaje.
Habían abandonado la playa a las nueve de la noche, hora local; en la tienda que
atracaron eran las once y media; viajaron hacia el este y se vistieron en otra playa (Long
Beach) a las cinco de la mañana, bajo las primeras luces del amanecer, y desayunaron con
champán en Nueva York, poco después de las ocho..., todo ello en el lapso de treinta
minutos.
Penny tomó la chuleta a la brasa medio hecha; la de Harry estaba tan cruda que
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Brian Lumley Engendro de la muerte
chorreaba sangre, tal como la había pedido. Se bebieron tres botellas de champán. Cuando
les llevaron la cuenta, el necroscopio lanzó una carcajada, sentó a Penny en su regazo,
inclinó la silla hacia atrás... y los dos salieron del mundo y entraron en el continuo de
Möbius.
Minutos después (a las diez y media de la noche, hora local), a cinco mil kilómetros
de donde había iniciado el viaje, desvalijaron las cajas de seguridad más protegidas del
Banco de Hong Kong; a medianoche habían perdido un millón de dólares de Hong Kong
en las mesas de juego de Macao. Minutos más tarde (a las seis y media de la tarde, hora
local), volvieron a pedir y a beber champán; después, Harry depositó a Penny, borracha
perdida, en la cama de un hotel de Nicosia y la dejó allí para que durmiera la borrachera.
Su piel se cubrió de gotitas perladas de sudor y olía levemente a alcohol. Muchas mujeres
(de ser sinceras) habrían dado el mundo entero por las cosas que ella había visto, hecho y
experimentado en las últimas horas de su vida en la Tierra. Y Penny había dado el mundo
entero. Por eso Harry lo había dispuesto así.
La parranda había durado poco más de tres horas: los localizadores de la Sección PES
de la Central de Londres y otros de Moscú estaban medio mareados. Pero el necroscopio
sabía que Penny era todavía una fuente demasiado débil para que pudieran rastrearla. Si
estaba sola, difícilmente la encontrarían. Y si lo hacían, dudaba mucho que tuvieran una
persona en Chipre. Allí estaría a salvo. Al menos durante unas horas.
Había llegado el momento de ir a la Tierra de las Estrellas a hacer las reservas...
235
Brian Lumley Engendro de la muerte
Cuarta parte
236
Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo uno
Faethor - Zek - Perchorsk
En el continuo de Möbius, Harry abrió una puerta al tiempo futuro y fue en busca de
Faethor Ferenczy. Faethor había muerto hacía mucho tiempo y había permanecido en
estado incorpóreo durante un período muy prolongado. Tan prolongado que con toda
probabilidad carecería de mente. Pero había cosas muy importantes que el necroscopio
deseaba consultarle, sobre la «enfermedad» de Harry, cómo la había contraído, si tenía
cura, aunque esa posibilidad parecía casi tan remota como el mismo Faethor.
El tiempo de Möbius era pavoroso, como siempre. Antes de lanzarse por el torrente
temporal perpetuamente en expansión, Harry hizo una pausa en el vano de la puerta y
contempló la humanidad como pocos hombres de carne y hueso lo habían hecho; incluso
con su experiencia, aquello le pareció increíble. La vio como una luz azulada —el azul de
neón de toda vida humana— que se dispersaba velozmente como un suspiro interminable,
un Aaaaaahhh orquestado y angélico que se prolongaba hasta el infinito. Pero ese suspiro
sólo estaba en su mente (en realidad, sabía que la que suspiraba era su mente), porque el
tiempo es algo muy silencioso. Pero daba igual. Pues de haber estado presentes todos los
sonidos de todos los años de toda la VIDA que había presenciado, a sus oídos habría
llegado una cacofonía absolutamente insoportable.
Permaneció de pie, más bien flotando, en la puerta metafísica y miró asombrado
todas aquellas líneas de luz azul que se dispersaban —la miríada de líneas vitales de la
raza humana— y pensó: ¡Es como una estrella azul convertida en nova y todos éstos son sus
átomos que huyen en desbandada para salvar la vida! Sabía con certeza que cada línea
resplandeciente era una vida cuyo curso podía seguir desde el nacimiento hasta la muerte
por los cielos insondables del tiempo de Möbius: en ese mismo instante su propia línea
vital se desenredaba a partir de él como un hilo de una bobina y cruzaba el umbral para
continuar veloz hacia el futuro. Pero mientras los otros hilos eran de un azul intenso, el
suyo presentaba una fuerte tonalidad carmesí.
En cuanto a la línea de Faethor, si existía, sería de un tono escarlata purísimo
(¿impurísimo?). Pero no la veía, porque la vida de Faethor había acabado. Para aquel ser
antiguo que en otros tiempos fuera un muerto viviente ya no existía vida, sino la muerte
verdadera mientras avanzaba raudo más allá de los límites del ser..., y todo gracias a
Harry Keogh. El viejo vampiro se había vuelto incorpóreo, era cierto, pero el necroscopio
sabía cómo dar con él. Porque en el continuo de Möbius los pensamientos pesan y, como el
tiempo mismo, perduran eternamente.
Faethor, gritó Harry por medio de una sonda, lanzándose por el torrente temporal, me
gustaría hacerte una visita. Si estás de humor.
¿Ah, sí? La respuesta le llegó de inmediato, seguida de una risita ahogada, una de las
risitas más oscuras y falsas de Faethor. La reunión de dos viejos amigos, ¿eh? ¿Será día de
audiencia? Bueno, ¿por qué no? A decir verdad, te estaba esperando.
¿De verdad?, repuso Harry, imitando su humor, mejor dicho, su memoria, su mente,
237
Brian Lumley Engendro de la muerte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Ése es el plan.
¿Y si no hubiera forma de liberarte?
Un trato es un trato, respondió Harry, y se encogió de hombros. De todos modos, en la
Tierra de las Estrellas serás una potencia, como te he dicho.
¿Y convertirme a la larga en tu rival?¿Y en rival de tu hijo?
El necroscopio volvió a encogerse de hombros y respondió:
Tal como te he dicho, ahora que los antiguos wamphyri han muerto o han huido, la Tierra de
las Estrellas es un lugar grande.
Faethor se mostró cauto.
Tengo la impresión de que sea como sea, con este trato yo salgo ganando. ¿Por qué ibas a ser
tan bueno conmigo?
Tal vez porque esto es, como tú has dicho, una reunión de dos viejos amigos.
O demonios, aclaró Faethor.
Como quieras, pero en mi caso soy un demonio muy a pesar mío. Y aunque has sido el
ingeniero que ideó mi estado actual, no puedo olvidar que en el pasado te arriesgaste para hacerme
unos cuantos favores, aunque después he comprendido que todos esos favores redundaron en
definitiva en beneficio tuyo. Sin embargo, parece ser que me he acostumbrado a ti; ahora te entiendo;
has jugado según tus propias reglas, es todo. Las reglas de los wamphyri. Además, estoy lleno de
compasión humana, algo que no puedo evitar, y he de reconocer que mi conciencia me ha estado
importunando. Porque estás aquí, anclado en el tiempo de Möbius. Porque te he dejado aquí. Y por
último..., bueno, tú mismo lo has dicho: si existe una cura para mi mal, ¿quién iba a conocerla mejor
que tú? Es la razón principal por la que estoy aquí; además, no tengo muchas alternativas. Fue
muy convincente.
Muy bien, dijo Faethor (tal como Harry había supuesto), trato hecho. Ahora déjame
entrar en tu mente.
Antes debes decirme lo que quiero saber.
¿Si puedes deshacerte de tu vampiro?
Algo más que eso.
¿Ah, sí?
De dónde vino. Cómo entró en mí.
¿No lo has adivinado por tu cuenta?
Fueron las setas venenosas, ¿verdad?
Sí, respondió Faethor en necrolenguaje.
¿Y tú eras esas setas?
Sí. Se engendraron a partir de mis grasas impregnadas en la tierra donde me quemé y me
derretí. Un licor, una esencia que bullía allí a la espera de algo. Cuando el caldo maduró, ordené a
las setas que salieran a la luz cuando tú estuvieras allí para recibirlas.
¿Y estabas en ellas?
Tú lo sabes bien, porque a través de ellas entré en ti. Pero me echaste.
Y esas setas, ¿son una parte natural de la cadena wamphyri? ¿Parte de todo el ciclo vital?
No lo sé. Faethor parecía realmente perplejo. No había nadie que me instruyera acerca de
esos misterios. Puede que el viejo Belos Pheropzis lo supiera, es posible incluso que le haya
transmitido ese conocimiento a mi padre, pero si fue así, Waldemar Ferrenzig jamás me lo dijo. Yo
sólo sabía que las esporas estaban en mí, en las grasas de mi cuerpo, y que podía ordenarles que
crecieran; pero no me preguntes cómo lo sabía. ¿Cómo hace un perro para saber ladrar?
¿Y esas esporas eran tus últimos vestigios?
Sí.
¿Es posible que esas mismas setas venenosas crezcan en las ciénagas de la Tierra de las
Estrellas? Me parece lógico, porque esas ciénagas son la fuente de la infestación wamphyri.
240
Brian Lumley Engendro de la muerte
Harry fue a ver a Jazz y a Zek Simmons a la isla de Zakynthos, en el mar Jónico. Su
casa, situada en Porto Zoro, en la costa noreste, estaba rodeada de árboles y daba al mar,
aunque se encontraba alejada del trajín de los veraneantes.
Eran las ocho de la noche cuando se materializó cerca de la casa; lanzó una sonda y
comprobó que Zek estaba sola; supuso que a Jazz no le molestaría que su esposa hablara
por los dos. Primero se puso en contacto telepáticamente; por la forma en que le contestó,
sin miedos, le dio la impresión de que lo estaba esperando.
—¿Por un par de días? —repitió después de invitarlo a pasar y tras explicarle lo que
ocurría—. ¡Pues claro que sí, aquí estará bien, pobre chiquilla!
—No tan pobre —se apresuró a aclarar, casi a la defensiva—. Como no entiende bien
qué le está pasando, no luchará como lo hice yo. Antes de que se entere, se habrá
convertido en wamphyri.
—¿Pero cómo vivirás en la Tierra de las Estrellas? ¿Tienes intenciones de..., de...? —
Zek se dio por vencida. Al fin y al cabo estaba hablando con un vampiro. Sabía que tras
aquellas gafas oscuras, tenía los ojos de fuego; sabía también con qué facilidad podían
quemarla. Pero si le tenía miedo, no lo notó, y a Harry le gustaba por eso. Siempre le había
241
Brian Lumley Engendro de la muerte
gustado.
—Haremos lo que tenemos que hacer —le contestó—. Mi hijo encontró un modo de
sobrevivir.
—Tal como yo lo veo —dijo con un estremecimiento apenas perceptible—, la sangre
es una poderosa adicción.
—¡La más poderosa! —aclaró él—. Por eso tenemos que irnos.
Zek no quería ser indiscreta, pero no pudo resistirse a su curiosidad femenina.
—¿Porque amas a tus semejantes y no te fías de ti mismo?
Se encogió de hombros y sonrió burlonamente.
—¡Porque la Sección PES no se fía de mí! —Pero su sonrisa desapareció
rápidamente—. ¿Quién sabe? Tal vez hacen bien en no fiarse. —Al cabo de una larga
pausa, le preguntó—: ¿Qué me dices de Jazz?
Ella lo miró, enarcó una ceja como dando a entender: ¿de verdad necesitas
preguntármelo?
—Jazz no se olvida de sus amigos, Harry. De no ser por ti, habríamos muerto hace
mucho tiempo en la Tierra de las Estrellas. ¿Y en este mundo? De no ser por ti, Janos, el
hijo de Ferenczy, seguiría vivo y emponzoñándolo todo. En estos momentos, Jazz está en
Atenas, tratando de obtener la doble nacionalidad.
—¿Cuándo puedo traer a Penny?
—Depende de ti. Si quieres, ahora mismo.
Harry recogió a Penny de la cama del hotel de Nicosia sin siquiera despertarla y,
momentos después, Zek veía cómo la depositaba amorosamente sobre las sábanas limpias
en el cuarto de huéspedes del que sería su nuevo refugio temporal. Y asintió calladamente
para sí, segura de que si existía alguien capaz de cuidar de aquella muchacha, ya fuera en
la Tierra de las Estrellas ya en cualquier otra parte, ese alguien era el necroscopio.
—¿Y ahora qué, Harry? —le preguntó, mientras servía café endulzado con brandy
Metaxa en el balcón que se proyectaba sobre los acantilados y el mar iluminado por la
luna.
—Ahora Perchorsk —contestó con sencillez.
No había terminado de tomarse el café cuando se quedó dormido en la silla...
con un sistema de anillos compuesto por el suelo de madera que lo bordeaba. La caverna
tenía poco más de cuarenta metros de diámetro y la esfera central mediría poco menos que
la cuarta parte. Entre las maderas de la parte más interna y el horizonte uniforme que
constituía la «piel» de la esfera calculó una separación de unos cuantos centímetros.
Contra la pared negra, plagada de agujeros que parecían cavados por gusanos, y que
formaba el perímetro de la caverna, donde los andamios de sujeción se encontraban
firmemente asentados, aparecían tres cañones Katushev, separados a distancias iguales,
apuntando sus feas bocas casi a quemarropa hacia el centro enceguecedor, dispuestos a
descargar, sin aviso previo, sus balas de acero hacia cualquier cosa que pudiera surgir de
aquel resplandor. Más cerca del centro, a manera de precaución adicional, se levantaba
una valla electrificada con una puerta.
¿Pero precaución contra qué?
La respuesta era simple: contra lo que al parecer eran los habitantes del infierno.
Eso había sido el Perchorsk Projekt en sus orígenes, pero había evolucionado para
convertirse en lo siguiente:
Cuando los Estados Unidos comenzaron a trabajar en el programa de Iniciativa de
Defensa Estratégica, la Unión Soviética decidió responder con el Perchorsk Projekt. Si el
objetivo de los Estados Unidos era neutralizar el noventa por ciento de los misiles
lanzados por los rusos, los rojos debían encontrar la forma de poner fin —o bien de
neutralizar— el ciento por ciento de los misiles lanzados desde los Estados Unidos. Para
ello, había que construir un escudo de energía (varios, en realidad) que colocaran el
corazón soviético o bien sus principales partes vitales bajo la protección de un paraguas
impenetrable.
Se formó rápidamente un equipo de científicos de primera fila y en las
profundidades del barranco de Perchorsk se construyó un asombroso complejo
subterráneo cavado en la montaña misma. En el barranco se levantó una presa; sus
turbinas suministrarían suficiente energía hidroeléctrica para alimentar el complejo y
proporcionar la electricidad suplementaria para su reactor nuclear. Trabajando
febrilmente, el equipo soviético completó el Perchorsk Projekt en poco tiempo y sin dejar
cabos sueltos, a pesar de que los programas habían sido un poco apretados. Tal vez
demasiado.
Después habían probado el dispositivo.
Sólo una vez, y el resultado había sido desastroso..., se había producido un fallo
mecánico..., la energía que debía haberse dispersado en abanico por el arco del cielo
retrocedió por donde había venido, desviándose hacia el centro del Projekt para ir a parar
al reactor nuclear. Y el Perchorsk Projekt se comió su propio corazón.
Se tragó la carne, la sangre, los huesos, el plástico, la roca, el acero, el combustible
nuclear y el reactor mismo. Durante un segundo —quizá dos o tres— actuó con feroz
voracidad, tanta que se devoró a sí mismo. Cuando todo concluyó, la esfera brillante de la
Puerta colgaba en el aire donde había estado el reactor, y los laboratorios y los niveles que
lo rodeaban quedaron convertidos en puro magma.
Así había denominado el director Luchov las monstruosas regiones que se hallaban
en las cercanías de la cavidad central y la Puerta, «los niveles de magma», convertidos en
algo monstruoso por lo que en ellos había ocurrido en el momento del retorno de la
energía, cuando la materia y la roca y todo lo demás se había unido y fundido hasta dar
origen a aquella forma increíble e impensable, como si se tratara de una inmensa masa de
plastilina. Los hombres, vueltos del revés de manera tal que sus entrañas quedaron a la
vista, se habían fundido con la roca para formar con ella una sola pieza. Y habían dejado
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Brian Lumley Engendro de la muerte
sus huellas retorcidas y extrañas cerca del centro, donde el calor del retorno de la energía
los había incinerado, en la roca ennegrecida y chamuscada. En cierto modo, Pompeya es
un espectáculo similar, pero allí, en medio de las cenizas y la lava, las figuras conservan
un aspecto humano.
Después de aquel incidente, quedó claro lo que era la esfera: el experimento fallido
había abierto un agujero en la pared de este universo para comunicarlo con otro paralelo.
Y la esfera era el portal, la entrada..., la Puerta. Pero era una puerta extraña; todo aquello
que la cruzara no podría regresar; del mismo modo que cuanto saliera del otro lado, del
mundo paralelo de la Tierra de las Estrellas o de la Tierra del Sol, no podría volver. El
problema que presentaba la Tierra de las Estrellas radicaba en que era la fuente del
vampirismo, el «hogar» de los wamphyri.
Del otro lado habían salido cosas que, por la gracia de Dios —o por puro azar o pura
suerte—, habían podido destruir antes de que transmitieran al mundo exterior su estigma
letal, la plaga del vampirismo. Pero eran tan horrendas que los hombres no se atrevían a
enfrentarse a ellas. De ahí la existencia de los Katushevs, de los lanzallamas esparcidos por
todas partes, cuando en otros establecimientos secretos lo lógico era encontrarse con
extintores de incendios. De ahí que el MIEDO hubiera vivido y respirado y,
ocasionalmente, contenido el aliento en Perchorsk. El MIEDO cuya presencia viva se
percibía incluso en ese instante.
Sí, incluso en ese instante...
Harry notó que era diferente, aunque no tanto. Por una parte, las tablas de madera
del suelo que constituían los anillos/plataformas al estilo de Saturno habían sido
sustituidas por unas placas de acero que salían hacia afuera a partir de la esfera, como
escamas de un pez gigantesco. Los Katushevs desaparecieron, dejando la Puerta rodeada
de toda su altura por un ominoso sistema de rociadores. Más arriba, en la pared curvada
de la caverna, sobre plataformas independientes, se veían las voluminosas bombonas de
vidrio con el líquido que alimentaba el sistema de rociadores: litros y litros de un ácido
altamente corrosivo. Las placas de acero de los anillos se inclinaban ligeramente hacia
abajo, en dirección al centro, de manera tal que el ácido derramado se vertiera hacia allí;
debajo de la Puerta esférica, en el centro del suelo de magma, un inmenso depósito de
cristal servía de zona de recogida del ácido cuando hubiera cumplido con su función.
Su «función», por supuesto, era enceguecer, incapacitar y reducir velozmente a humo
a todo aquello que proviniera del otro lado; porque después de la última aparición
grotesca —una criatura guerrera wamphyri—, Viktor Luchov había llegado a la
conclusión de que las balas de acero o un equipo de hombres armados con lanzallamas
convencionales no bastarían. No para ese tipo de cosa.
Lo que sí había bastado era el sistema autoprotector en uso en ese momento, que
rociaba miles de litros de combustible explosivo hacia el centro y luego lo encendía. La
cuestión era que había reducido el complejo a un amasijo. Desde entonces...
—¿Por qué no os marchasteis? —le preguntó Harry cuando hubo visto cuanto
necesitaba—. ¿Por qué no salisteis de aquí y lo cerrasteis todo?
—Lo hicimos..., pero duró poco —respondió Luchov, parpadeando por efecto del
resplandor de la Puerta, mientras miraba al visitante de sus sueños—. Salimos, sellamos
los túneles, llenamos de cemento los tubos horizontales de ventilación y los túneles de
inspección que se internaban en el barranco, construimos una gigantesca puerta de acero
sobre la vieja entrada, como las de las bóvedas de los bancos. ¡Vaya, si el trabajo que
hicimos en el Perchorsk Projekt fue tan bueno como el que hicieron posteriormente en el
reactor de Chernobyl! Después apostamos a algunas personas delante del barranco, con
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Brian Lumley Engendro de la muerte
sensores, para que estuvieran alertas..., hasta que descubrimos que no podíamos soportar
el silencio.
Harry comprendió a qué se refería. El horror de Chernobyl no podía reactivarse, era
poco probable que se convirtiera en un ser sensitivo. Pero si unas mentes sensitivas eran
capaces de cegar los agujeros de Perchorsk, otras —por extrañas que fueran— podían muy
bien abrirlos de nuevo.
—Teníamos que saber, teníamos que comprobar con nuestros propios ojos que todo
se había hecho bien —prosiguió Luchov—. Al menos hasta que pudiéramos enfrentarnos a
ello de un modo más definitivo.
—¿Ah, sí? —preguntó Harry en verdad interesado—. ¿Enfrentaros a ello de un modo
definitivo? ¿Quieres explicarte?
Luchov lo habría hecho, pero Harry se había dejado llevar y se había mostrado
demasiado entusiasmado, demasiado real. El director del Projekt se había percatado de
que aquello era algo más que un sueño corriente.
El ruso se despertó sobresaltado en su austera celda, se incorporó de golpe en la
cama y vio a Harry allí, sentado, mirándolo fijamente con unos ojos que parecían coágulos
de sangre fosforescente en la oscuridad de la habitación. Al recordar el sueño, Luchov se
apretó contra la desnuda pared de acero y, jadeando, sorprendido, gritó:
—¡Harry Keogh! ¡Eres tú..., grandísimo mentiroso!
Harry supo qué quería decir. Pero sacudió la cabeza y repuso.
—No te he mentido, Viktor. No he matado a ningún hombre para chuparle la sangre.
No he creado ningún vampiro y tampoco fui infestado de ese modo.
—¡Tú di lo que quieras, pero eres un vampiro!
Harry esbozó una horrible sonrisa y, con voz suave, cálida y razonable respondió:
—Mírame. Difícilmente podría negarlo, ¿verdad? —Se inclinó un poco más hacia
Luchov.
El ruso era tal como Harry lo recordaba: su piel aparecía quizás un poco más cetrina,
los ojos más afiebrados, pero básicamente era el mismo hombre. Pequeño y delgado,
estaba cubierto de cicatrices y en la mitad izquierda de la cara y de la cabeza, surcada de
venas amarillentas, carecía de pelo. Por más vulnerable que pudiera parecer Luchov,
Harry sabía que en realidad era un superviviente. Había sobrevivido al terrible accidente
que dio lugar a la Puerta, a todas las Cosas que después habían pasado por ella, había
sobrevivido incluso al holocausto final. Sí, había sobrevivido a todo. De momento.
Luchov palideció bajo el escrutinio del necroscopio y jadeó más deprisa. Rogaba para
que la pared de acero lo absorbiera, lo pusiera a salvo y lo expulsara a la celda contigua,
alejándolo de aquel... ¿hombre? Porque Luchov ya se había enfrentado a un vampiro y de
sólo pensarlo se sentía aterrado. Con esfuerzo, logró articular:
—¿Por qué estás aquí?
Harry no pestañeó siquiera. Observó el cráneo chamuscado de Luchov, vio cómo
palpitaban las venas amarillas debajo de la piel cubierta de cicatrices y contestó:
—Ya lo sabes, Viktor. Estoy aquí por lo que la Sección PES te ha dicho o ha hecho que
te dijeran, es decir, que estoy obligado a abandonar este mundo y que para hacerlo he de
utilizar la Puerta de Perchorsk. Nada extraordinario, como ves. ¡Vaya, creía que os
alegraríais de verme por última vez!
—¡Y tanto que nos alegraríamos! —exclamó Luchov, ansioso, al tiempo que asentía
con tanta convicción que las gotitas de sudor le cayeron de la frente—. Es que..., es que...
Harry volvió a esbozar su horrible sonrisa y le pidió:
—Sigue.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo dos
Una cosa sola - La Tierra de las Estrellas - El Habitante
El necroscopio sabía que le quedaba muy poco tiempo y que no podía permitirse el
lujo de malgastarlo. Los soviéticos habían encontrado alguna «solución final» al problema
de Perchorsk, lo cual significaba que él debía cruzar la Puerta antes de que pudieran
ponerla en práctica.
Se fue a Detroit y poco después de las seis y veinte de la tarde encontró un taller de
reparación y venta de motocicletas a punto de cerrar. Con paso cansado, el último
empleado iba cerrando todo con llave; quedaba también un negro, encargado del
aparcamiento, que acababa de guardar la escoba, lavarse las manos y salir a paso tranquilo
del taller para dirigirse calle abajo. Unas hermosas máquinas cromadas se alineaban
resplandecientes tras el cristal blindado y traslúcido.
El necroscopio, ¿verdad?, dijo una voz en necrolenguaje en la mente de Harry así que
cruzó una puerta de Möbius para entrar en la sala de exposición. Se sorprendió, porque
últimamente los muertos no se mostraban muy inclinados a entablar conversación con él.
Tienes que ser el fantasma, continuó diciendo quienquiera que fuera, porque puedo oír cómo
piensas.
—Me llevas ventaja —repuso Harry, amable como siempre, al tiempo que examinaba
la cadena que, a manera de seguro, pasaba entre los rayos de las ruedas delanteras de las
motocicletas.
¿Que te llevo qué? ¡Ah, sí! No me conoces, ¿verdad? Bueno, fui un ángel.
De vez en cuando el necrolenguaje transmite más de lo que se dice con él. En relación
con los ángeles, a Harry ya no le sorprendería enterarse de que tales criaturas existieran de
verdad, sobre todo en el continuo de Möbius. Pero en esa ocasión comprobó que el ángel
en cuestión no llevaba halo.
—¿Un ángel del infierno? —Harry se plantó delante de la cadena, tiró de ella con
ambas manos empleando su enfurecida fuerza wamphyri hasta que un eslabón se partió
con un sonido como de un pistoletazo—. ¿Pero no tenías un nombre?
¡Eeh! ¡Vaya tío! El ángel silbó para demostrar su asombro. ¡Apuesto a que también saltas
edificios altos! ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡Joder, no, es el amoroso rompecadenas, el despierta
muertos, el necroscopio! Se mostró entonces más calmado. ¿Mi nombre? Era Pete. ¡Una
mierdita de nombre! ¡Eh, Petey, Petey, Petey! ¡Suena a nombre de periquito! Así que usaba mi
nombre de batalla: ¡el vampiro! Pero veo que ya tienes bastantes problemas.
Harry sacó una Harley-Davidson de su soporte, la apartó de la fila de motos y se
dirigió a la parte trasera de la sala de exposición. Pero el último empleado había oído el
«pistoletazo» del eslabón al romperse y regresaba, abriendo una serie de puertas cerradas
con llave.
—Pete no es un mal nombre —dijo Harry—. ¿Qué haces aquí?
Suelo merodear por esta zona, respondió el ángel. Jamás pude permitirme el lujo de
comprarme una de estas máquinas. Pero venía siempre hasta aquí para mirarlas. Este lugar era un
templo, una iglesia, y estas Harley eran los sumos sacerdotes.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
A través del continuo de Möbius, Harry bordeó toda la costa hasta Zakynthos,
invocó una puerta y salió como un rayo por ella para aparecer en la isla griega, sobre la
superficie desigual de un camino iluminado por la luz de las estrellas. Como era un
motorista inexperto su paseo pudo haber acabado en una desgracia, pero Pete, el experto
en esas lides, estaba en su mente y en sus manos, y la inmensa motocicleta se mantuvo
erguida y firme sobre el asfalto cubierto de baches.
Zek recibió al necroscopio en la blanca escalera que llegaba sinuosa hasta su puerta,
pero había hablado con él momentos antes:
Penny ha despertado. ¡Ha tomado mucho café!
Yo tengo la culpa, respondió Harry. Estuvimos celebrando una fiesta de despedida. Pensó
entonces en su casa cerca de Bonnyrig, Edimburgo. En realidad había sido una especie de
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Brian Lumley Engendro de la muerte
choque repentino de los doscientos cincuenta kilos de la moto hizo chirriar las placas con
forma de escamas en medio de una fuerte descarga eléctrica. El disco se vio recorrido por
energías azules que se movían como víboras relampagueantes, cuya batahola se unió al
ruido de los pistones en la acústica catedralicia de la caverna esférica. Y en lo alto, se
abrieron las compuertas de descarga del ácido.
La intuición matemática del necroscopio funcionaba a pleno rendimiento; había
calculado bien y, después de todo, ¿qué podía fallar en un espacio de tiempo ligeramente
inferior a una fracción de segundo? Cuando había recorrido la caverna central en
compañía de Luchov, en la mente del director no había visto armas. Todas las bocas de
salida de los rociadores de ácido se encontraban a unos seis metros de la superficie del
disco; tardarían un poco en activarse y llenarse antes de comenzar a rociar; y antes de que
cayeran las primeras gotas y el ácido carcomiera las placas de acero estaría en la Puerta
esférica y habría desaparecido.
Sin embargo, en el instante mismo en que aparecía en el resplandor de la caverna,
cuando las ruedas de su moto chirriaban sobre las placas tratando de agarrarse a ellas,
supo que algo no funcionaba. No se trataba de sus cálculos, sino del plan en sí mismo, de
lo que él conocía de ese plan, de lo que había visto ya en acción. Durante la visita que hizo
a Faethor en el futuro, había visto desarrollarse una parte del plan: su línea vital color neón
con tonalidades escarlata se apartaba de su trayectoria hacia el futuro y salía disparada en ángulos
rectos para desaparecer en un brillante estallido de fuego rojo y azul al abandonar esta dimensión
del espacio y el tiempo y dirigirse rauda hacia la Tierra de las Estrellas.
Pero lo que había visto entonces partir había sido una sola línea vital. La de Harry, él
solo..., sin Penny.
Aminoró la velocidad, la moto dio bandazos hasta que las ruedas se agarraron al
suelo; Harry recordó entonces una regla de enorme importancia: jamás trates de leer el
futuro, porque puede resultar engañoso. Pero había tenido en cuenta incluso esa
desaceleración temporal y, con todo, sólo había un segundo de diferencia, un tictac del
reloj. ¿Qué era lo que no funcionaba entonces?
La respuesta era bien sencilla: la que no funcionaba era Penny.
¿Le había obedecido alguna vez? ¿Había seguido sus instrucciones al pie de la letra?
¡Jamás! Podía estar unida a él por lazos de esclavitud, podía estar enamoradísima de él,
fascinada con él, pero no le tenía miedo. Él era su amante y no su dueño. En su inocencia,
Penny se había mostrado siempre inquisitiva y vulnerable.
«No abras los ojos», le había ordenado, pero Penny no le había hecho caso, los había
abierto cuando cruzaron la puerta de Möbius como una bala para entrar en Perchorsk, los
había abierto a tiempo para ver surgir el resplandeciente ojo de cíclope de la Puerta, en el
instante en que la moto patinó y coleó para salir disparada hacia ella. Y al ver, al «saber»
que iban a estrellarse, había reaccionado. Era evidente que iban a estrellarse —a estrellarse
para salir por el otro lado—, ése era precisamente el plan, y ella no tenía por qué
preocuparse. De no haber andado tan escaso de tiempo se lo habría explicado todo.
Todo esto pasó a la velocidad del rayo por la mente del necroscopio en el instante
mismo en que Penny gritó, apartó las manos de su cintura y se tapó los ojos... justo cuando
la suspensión trasera corcoveó como un potro cerril para absorber el estremecimiento de
las placas de acero y, al igual que un potro cerril, lanzó a la muchacha por los aires con
una voltereta. Una fracción de segundo más tarde, Harry despedazaba la piel de la Puerta
y la atravesaba..., pero solo, completamente solo. Mejor dicho, acompañado únicamente de
Pete, el Motorista Vampiro, que iba en el asiento de atrás.
¡Mierda!, aulló Pete en necrolenguaje en la mente de Harry. ¡Necroscopio, acabas de
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Brian Lumley Engendro de la muerte
perder a tu chavala!
Harry lo vio por los espejitos retrovisores; miró a través de la piel de la Puerta y vio
cómo Penny caía en cámara lenta hacia las placas del disco. Vio cómo el lánguido destello
de la descarga le endurecía los miembros, le forzaba a desplegarlos en forma de crucifijo,
enredándole el pelo y la ropa con telarañas de fuego azul y haciendo girar su cuerpo como
una gigantesca girándula. Vio caer la lluvia de ácido y cómo se elevaba de inmediato una
cortina de humo siseante; vio cómo Penny se empapaba y se volvía negra y roja y
resbalaba como una platija sobre la espalda a medida que la piel se le caía a jirones; la vio
patinar de un lado a otro por las placas de acero, sobre las moléculas vibrantes de su
propia sangre hirviente, como gotitas de agua lanzadas en una sartén con aceite humeante.
Había muerto al producirse el primer destello de fuego azul y, por lo tanto, no sentía
nada. Pero Harry lo sintió todo. El horror de aquella escena. Aspiró profundamente
cuando la última descarga eléctrica la dejó pegada a las escamas de acero, donde el fuego
y el ácido continuaron su tarea, convirtiéndola en cenizas, alquitrán, humo y hedor.
Y él no pudo hacer nada. Ni siquiera Harry Keogh.
Porque había cruzado la Puerta y no había manera de volver atrás.
Pero a veces la misericordia existe. El único grito telepático que lanzó Penny no llegó
a Harry porque él ya había cruzado el umbral de la Puerta y se encontraba en otro mundo.
Lo mismo ocurrió con el necrolenguaje: si Penny lo estaba utilizando, su eco no podía
traspasar la Puerta.
El necroscopio sintió deseos de morirse. Allí mismo, en ese mismo instante podía
haber muerto felizmente (¿o infelizmente, quizá?). Pero la Cosa que llevaba dentro no
reaccionó igual. Además, Pete, el ángel, no lo permitiría. Entre los dos, neutralizaron a
Harry, lo convirtieron en hielo, lo insensibilizaron.
Recostado en el asiento de la Screaming Eagle, vacío de emociones, sin fuerza de
voluntad para nada, dejó que ellos condujeran la motocicleta.
Y siguieron viaje hasta llegar a la Tierra de las Estrellas...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
aquello hacía mucho tiempo y Karen había muerto. Hacia el suroeste, en las montañas, se
encontraba el lugar donde el Habitante tenía su jardín. El Habitante, sí, Harry hijo, con sus
Viajeros y trogs, todos seguros en el refugio que había construido para ellos. Pero el
problema radicaba en que el Habitante era un vampiro. Y la batalla con los wamphyri
había tenido lugar cuatro años antes, en el pasado de la Tierra de las Estrellas, de manera
que Harry se preguntó: ¿Seguirá llevando mi hijo la voz cantante o su vampiro habrá tomado las
riendas de todo?
Pensaba en necrolenguaje y Pete, el ángel, le contestó:
Eh, tío, ¿por qué no vamos a verlo?
—La última vez que estuve aquí —dijo Harry—, mi hijo y yo discutimos, y me las
hizo pasar moradas. Pero supongo que tarde o temprano tendrá que enterarse de que he
vuelto, si es que no lo sabe ya.
¡Vamos, pues! Pete estaba ansioso por partir. Súbete a la vieja Screaming Eagle y arranca,
tío.
Pero el necroscopio negó con un gesto de la cabeza.
—Ya no necesito la moto, Pete.
El ex ángel se mostró abatido.
Vale, tío, me parece bien. Tienes tu propio medio de transporte. ¿Pero qué me dices de mí?
Harry se quedó pensando un rato y después sonrió débilmente. El hecho de que
esbozara esa sonrisa indicaba que todavía conservaba fuerzas. Pete leyó sus pensamientos
en necrolenguaje y lanzó un aullido de alegría.
Eh, necroscopio, ¿va en serio? El entusiasmo lo había dejado sin aliento.
—Claro que va en serio —respondió Harry—. ¿Por qué no? —Y se montaron en la
moto.
Giraron, buscaron una franja recta de tierra bien batida y sin peñascos y aceleraron a
fondo. Fue como si una bestia primitiva bramara en el silencio de la Tierra de las Estrellas.
Después, sin dejar de aullar y a toda velocidad, dejando tras ellos una ondulante cola de
polvo de medio kilómetro de largo, Harry invocó una puerta de Möbius y la atravesaron,
para invocar luego una puerta futura que también cruzaron. Se dirigían al futuro
acompañados de muchísimas líneas vitales azules, verdes y unas cuantas rojas. Las azules
correspondían a los Viajeros, las verdes, a los trogs, y las rojas...
¿...a los vampiros? Pete se adelantó a su pensamiento.
Eso parece, respondió Harry con un suspiro.
Pero Pete se rió como un loco y gritó:
¡Justo el tipo de gente que a mí me gusta!
Y siguieron avanzando durante un rato. Hasta que Harry dijo:
Pete, yo me bajo aquí.
¿Quieres decir que... esta nena es toda mía?
Por los siglos de los siglos. Y ni siquiera hace falta que pares.
Pete no sabía cómo darle las gracias, de modo que ni siquiera lo intentó. Harry abrió
una puerta al pasado y antes de cruzar el umbral hizo una pausa y contempló cómo la
Harley avanzaba veloz hacia el futuro. Al cabo de unos instantes le llegó el eco del grito
alegre del ángel: ¡Iuuuujuuuú! Bueno, al menos Pete ya era feliz.
Después, Harry regresó a la Tierra de las Estrellas y al jardín...
El necroscopio se dirigió al extremo frontal del jardín, posó las manos sobre el muro
bajo de piedra y miró hacia abajo, donde se extendía la Tierra de las Estrellas. En alguna
parte entre ese lugar y los antiguos territorios de los wamphyri, donde los restos
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Brian Lumley Engendro de la muerte
correr. Pero no correría, iría caminando hasta la casa del Habitante. A medida que
avanzaba, la niebla y la gris hermandad cerraron filas tras él.
La casa estaba completamente a oscuras, cosa que al necroscopio le importó muy
poco. La niebla se arremolinaba a la altura de los tobillos, como algo dormido cuyos
sueños Harry turbara al atravesarla. El Habitante apareció erguido, sentado a una mesa,
en lo que había sido la sala; a través de la ventana abierta entraban los rayos de luna;
vestía una túnica con capucha en cuyo interior sus ojos ardían como ascuas triangulares;
sólo se le veían las manos, largas y delgadas.
Harry se sentó frente a él.
—Ya sabía que algún día volverías —dijo el Habitante, con una voz que era una
mezcla de gruñido, tos y graznido—. Supe que eras tú desde el momento en que saliste
aullando por la Puerta. El que viene a un lugar como éste de esa manera impetuosa, llena
de fuego, o es temerario y está muerto de miedo o bien todo le da igual.
—Todo me daba igual —dijo Harry—. Entonces.
—No malgastemos el tiempo en palabras —sugirió el Habitante—. Hace mucho tuve
todo el poder y la fuerza. Pero también llevaba dentro de mí un vampiro y creía que
intentarías exorcizarlo y matarlo, con lo cual me habrías matado también a mí. Como
temía lo que pudieras hacer, puse en tu cabeza un pensamiento y lo utilicé como un
cuchillo para cortar todos tus poderes secretos. Eras capaz, igual que yo, de ir y venir a tu
antojo: yo te inmovilicé. Igual que yo, podías oír a los muertos y hablabas con ellos: yo te
dejé sordo y mudo. Y cuando todo estuvo hecho, te devolví a tu tierra y te dejé allí
abandonado. No fue tan terrible, al menos estabas en tu propio mundo, entre los de tu
especie.
»Después, durante un tiempo, hubo paz en este mundo. Y en menor medida también
hubo paz en mí.
»Pero había utilizado la energía del sol para destruir a los wamphyri. Tú y yo,
unidos, los quemamos con el brillante fuego solar y derribamos sus nidos de águilas sobre
la llanura. Fantástico, maravilloso, pero al hacerlo, al jugar así con el sol, yo también me
quemé. Aunque no tardé en recuperarme. Al menos eso parecía...
»No me recuperé. Lo que comenzó como un proceso de cicatrización no tardó en
detenerse, en realidad se invirtió. La carne metamórfica de mi vampiro no podía
reconstituirse y al mismo tiempo reconstituir la carne de mi cuerpo humano, y predominó
el vampiro. Cuanto conservaba de humano fue deshaciéndose poco a poco, como
carcomido por la lepra o por un cáncer monstruoso. Hasta mi mente quedó borrada y en
gran parte fue reemplazada, y lo que era instinto en mi vampiro se convirtió lentamente
en instinto inherente en mí. Porque el vampiro necesitaba un huésped activo y fuerte para
albergar su huevo hasta que pudiera transmitirlo, y «recordaba» la forma y la naturaleza
de su primer huésped. Como bien sabrás, padre, mi «otro» padre, el origen de mi huevo,
fue un lobo.
»Sabía que mi cuerpo iba desapareciendo, igual que mi mente, y vi que volvía a mi
estado primitivo. Pero quedaba alguien que conocía mi historia, toda mi historia, desde el
día en que me concibieron, y con quien podía hablar en caso de necesidad. Me refiero a mi
madre, claro. Pude practicar el necrolenguaje y así, por lo menos, logré conservar vivo ese
poder. En cuanto a mis otros dones, ya no los tengo, se me han olvidado. ¡Vaya ironía,
destruí tus poderes y perdí los míos! Y ahora, cuando..., cuando me olvido de las cosas,
hablo con la mujer gentil que yace bajo las piedras, que me recuerda todo tal como ha sido,
que incluso hizo que me acordara de ti, de lo contrario, lo habría olvidado todo.
Las emociones de Harry —las gigantescas emociones del wamphyri— lo abrumaron.
261
Brian Lumley Engendro de la muerte
No encontraba palabras para expresar lo que sentía, apenas podía hablar. En unas cuantas
horas, que representaban una pequeña fracción de su existencia, su vida entera había
cambiado para siempre. Pero aquello no significaba nada. Su dolor no era nada. Porque
había otros que habían sufrido de verdad y que seguían sufriendo. Y él era la causa.
—¡Hijo...!
—Ya no volveré a venir aquí —dijo el Habitante—, ahora que te he visto. Y ahora que
me has..., ¿que me has perdonado? Ya puedo olvidarme de lo que fui y dedicarme a ser lo
que soy. Algo que tú también podrías intentar, padre. —Tendió la mano para tocar la
mano temblorosa de Harry y por la manga de la túnica apareció un antebrazo cubierto de
una grisácea pelambre.
Harry apartó el rostro. Las lágrimas son algo impropio en los ojos escarlata de un
wamphyri. Poco después, cuando volvió a mirar...
La túnica del Habitante aún se agitaba en el suelo, mientras una silueta, una mancha
gris, se lanzaba desde la ventana. Harry se puso en pie de un salto para verlo. Su hijo se
alejó a la carrera, envuelto en la niebla vampírica, se detuvo y se volvió a mirar atrás.
Entrecerró los ojos triangulares, levantó el morro, husmeó el aire frío. Tenía las orejas
erguidas, alertas; inclinó la cabeza primero hacia un lado, después hacia el otro; parecía
estar escuchando..., ¿pero qué?
—¡Se acerca alguien! —ladró. Y antes de que el necroscopio pudiera preguntar nada,
añadió—: ¡Ah, sí! Ése. Lo había olvidado, hasta ahora, igual que muchas otras cosas que he
olvidado. Parece que no soy el único que se ha percatado de tu regreso, padre. No, porque
ella también sabe que has vuelto.
—¿Ella? —preguntó el necroscopio, repitiendo lo que su hijo lobo había dicho. Pero
el lobo ya se había dado la vuelta y salía corriendo en dirección a los picos más altos;
seguido de la gris hermandad, se perdió en la niebla.
Una sombra cayó sobre la casa del Habitante y Harry miró con ojos asustados hacia
el cielo, de donde cayó sobre el jardín una extraña silueta con forma de diamante.
—¿Ella? —susurró el necroscopio.
Se refiere a mí, Morador del Infierno, su voz telepática, que nada tenía de severo, estalló
en la mente de Harry como una bomba. Era telepatía, no necrolenguaje. ¿Cómo era
posible? Lo hizo girar como un trompo.
¡Tú!, exclamó por fin, utilizando también la telepatía, cuando vio que la bestia
voladora aterrizaba.
Era lady Karen, la que llevaba mucho tiempo muerta, y que ya no estaba muerta, la
que se había convertido en un muerto viviente.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo tres
Harry y Karen - La amenaza de las Tierras Heladas
Karen hizo planear a su bestia voladora hasta que tocó el suelo en la vertiente norte
del jardín, más allá del muro bajo donde el terreno caía en picado hacia la Tierra de las
Estrellas. Era un buen lugar para el despegue y lo conocía a fondo, porque allí fue donde
cegó al enloquecido Lesk el Ahíto, le arrancó el corazón y entregó su cuerpo grotesco a los
defensores del jardín para que lo lanzaran a la pira.
El necroscopio abandonó la vieja casa del Habitante, se abrió paso hacia ella en
medio de la niebla menguante y le envió un pensamiento asombrado:
¿Eres tú, de verdad, Karen, o veo visiones? ¿Cómo puedes ser real? Te vi muerta y destrozada
entre las piedras a las que te arrojaste desde el tejado de tu nido de águilas.
¡Ja!, contestó. Y sin malicia, añadió: ¡Fue entonces cuando viste visiones, Harry Keogh!
Avanzó por un hueco y lo esperó allí, su silueta recortada contra el muro y la bestia
voladora. Esta última, que era un dragón de pesadilla, inofensiva a pesar de su aspecto
prehistórico, asintió, babeó y parpadeó con sus inmensos ojos de búho. Agitó la cabeza
plana en forma de espátula hacia ambos lados; sus alas de manta húmedas y brillantes
eran de hueso fino y flexible, recubierto de carne metamórfica; los propulsores o las patas,
que parecían gusanos, estaban recogidos debajo del cuerpo abultado y blando.
Harry la miró y se preguntó por qué no le producía horror y sentía tan poca pena.
Porque sabía que aquella cosa había sido creada a partir de la carne de trogs o Viajeros. Tal
vez en su interior ya no quedaba horror. O tal vez ya no quedara nada humano. Pero al
acercarse a Karen percibió que algunas de sus emociones aún eran humanas.
Estaba soberbia. En el mundo que había del otro lado de la Puerta esférica —el
mundo de los hombres, que se encontraba a un universo de distancia—, las de su clase
habían sido desconocidas. Hasta sus ojos escarlata parecían hermosos... ahora. Harry
quedó apabullado por su belleza, como le había ocurrido la primera vez, cuando Karen se
unió a los defensores del jardín para desafiar a los wamphyri. Entonces lo había
convertido en su esclavo y volvió a hacerlo en ese momento. No podía apartar los ojos de
ella.
Se la comió con la mirada.
Toda ella era arrebatadora, desde el cabello cobrizo hasta la última curva sensual de
su cuerpo (que, medio oculto o medio desnudo, aparecía siempre enfundado en un ceñido
vestido de cuero blanco) y aun las sandalias de pálido cuero que calzaba, y que dejaban los
dedos al aire para lucir las uñas pintadas de dorado; toda ella era arrebatadora. Sobre los
hombros llevaba una capa de piel negra; le ceñía la cintura un ancho cinturón negro cuya
hebilla de metal gris tenía forma de cabeza de lobo aullando. El significado de aquel
símbolo estaba sepultado en el pasado; los antepasados de Dramal Cuerpocondenado se lo
habían transmitido a él, y él los había transmitido a su vez a Karen. Dramal no se había
limitado a legarle a Karen su símbolo heráldico, sino que le había entregado también su
huevo.
263
Brian Lumley Engendro de la muerte
—Eso era entonces. Ahora, no importa qué desee ser, no me queda más remedio que
ser wamphyri. Conservo muy poca inocencia ahora..., tal vez tanta como hay en ti. Sí, la
Cosa que llevo en mi interior me aconsejó que invocara una puerta para protegerme. ¿O
para protegerse? Pero el hombre que sigo siendo me dice que no necesito este dispositivo
de seguridad, porque convierte en una burla cuanto tengo que decirte, las cosas que deseo
decirte. Y mientras viva, el hombre que hay en mí llevará la voz cantante. ¡Sea, pues!
Lanzó las precauciones al viento, derrumbó la puerta de Möbius y abrió su mente a
Karen. En unos instantes, ella leyó o exploró cuanto había allí escrito, porque no le ocultó
nada. Pero en telepatía, leer es a la vez sentir y, ante todo, sintió su dolor, tan grande o
más grande quizá que el de ella. Las pérdidas experimentadas por Harry, todas sus
pérdidas juntas, lo superaban todo. Al comprobar cuan solo y vacío se encontraba, Karen
pudo ver su propia soledad y su propio vacío desde una perspectiva más adecuada.
Pero como era mujer, recordó ciertas cosas. Harry posó la mano derecha en la curva
de su cintura, al principio con suavidad, después con fuerza posesiva; Karen rodeó con su
brazo los hombros de Harry hasta que el guantelete abierto descansó sobre su espalda y su
brazo izquierdo.
—¿Te acuerdas de aquella vez que te dije cuánto te había anhelado? ¿De cuántas
maneras te había deseado? ¡Como mujer..., pero también como vampiro! ¿Y te acuerdas
cuando me encerraste en mis aposentos, cómo intenté atraerte? Me paseé desnuda, me
contoneé ante ti, jadeante, pero tú no te dignabas siquiera mirarme. Como si tuvieras la
carne de hierro y la sangre de hielo.
—No —le susurró al oído, aspiró el aroma almizcleño de su cuerpo, la atrajo hacia sí
e inclinó la cabeza hacia ella—. Mi cuerpo era de carne y mi sangre era de fuego. Pero me
había fijado un camino y debía seguirlo. Ahora..., ya lo he recorrido.
Karen sintió que la urgencia de Harry aumentaba e incitaba, intensificaba la suya —
cuánta necesidad había en aquel hombre—; notó los latidos de su corazón como
martillazos contra su pecho.
—Eres..., eres un tonto, Harry Keogh —murmuró Karen, y él la apretó con más
fuerza.
Cada fibra de su ser se agitó cuando el instinto wamphyri le exigió que le hundiera el
guantelete en la carne y los huesos de la espalda para llegar al fondo de su corazón y
partírselo hasta formar con él un géiser de rojo chorro. Sintió una gran excitación, y otra
mayor que la dejó aún más asombrada cuando relajó la mano y el arma se le deslizó de los
dedos para caer al suelo.
—Tan tonto como yo —gimió, hundiéndole las uñas pintadas de rojo, afiladas como
cuchillas, en la tela, la piel y la carne temblorosa de la espalda y el cuello; él, a su vez, le
arrancó el vestido ceñido y la aferró con fuerza, haciéndole daño allí donde sus manos
agitadas podían llegar, y le mordió la cara y la boca hasta hacerla sangrar—. Y eso
significa —jadeó, cuando finalmente se separaron—, que eres un tonto redomado.
265
Brian Lumley Engendro de la muerte
refrescar con agua sus magulladuras y vio que se iba hinchando hasta adquirir el tamaño
de un garrote.
—¡Estoy soñando, Karen, esto es un sueño! —exclamó con un hilo de voz mientras
con la mano buscaba su blandura—. Igual que todo lo que ha ocurrido antes. Son los
sueños de un demente. Lo sé con certeza, porque te vi muerta, tendida en el suelo. ¡Sin
embargo, ahora... estás viva! A menos que..., ¿hay algún nigromante en la Tierra de las
Estrellas?
Karen sacudió la cabeza y se apartó de él, pues comenzaba a tironear con insistencia
de los pechos, que habían vuelto a recuperar su forma humana.
—Será mejor que me escuches, Harry. Aquella vez no estaba muerta. No era yo la
que tú viste hecha pedazos sobre la tierra batida.
—¿No eras tú? ¿Quién era entonces?
—¿Te acuerdas de cuando me encerraste y me dejaste sin comer? —preguntó Karen,
y le dirigió una mirada dura, vehemente y acusadora—. ¿Recuerdas cómo azuzaste a mi
vampiro con un rastro de sangre de cerdo para que abandonara mi cuerpo? ¡Ah, pero yo
era una wamphyri, y muy hábil! ¡La criatura madre que llevaba dentro de mí era hábil!
Más que ninguna otra. Dejó en mí un..., un huevo. La tenacidad del vampiro, Harry, no te
olvides de la tenacidad del vampiro.
—¿O sea que..., que seguías siendo wamphyri? —preguntó, y se quedó
boquiabierto—. ¿Incluso después de haber quemado tu vampiro y sus huevos?
—Los quemaste todos menos uno —insistió ella—, el que quedó en mí. Y volvería a
crecer, sí. Pero sabía que lo intentarías otra vez si llegabas a sospecharlo. ¡Entonces habría
llegado mi fin, mi muerte! Sólo pensarlo me dio pavor.
—Recuerdo que me quedé dormido —dijo Harry, y se pasó la lengua por los labios
secos, casi disecados—. Lo que había visto y hecho me había dejado más exhausto de lo
que me siento ahora.
—Ya lo sé. Te quedaste dormido en una silla y fue entonces cuando aproveché para
salvarme. Mientras dormías, uno de los míos regresó al nido de águilas.
—¿Uno de los tuyos? ¿Una criatura? —preguntó Harry, frunciendo el entrecejo—.
Pero si habían sido destruidas o liberadas para que se marcharan.
—Sí, a ésta la habías liberado por pura bondad..., habías dejado que la pobre se
marchara a buscar su propia muerte.
—¿La pobre?
—Era una trog, una doncella, una criatura que se encargaba de tareas menores
dentro del nido de águilas y en mis aposentos. Pero nació aquí y no conoció otro tipo de
existencia, y al final regresó al único hogar que había tenido. Lo supe desde el instante en
que posó el pie en el escalón más alejado de la cima; oyó mi llamada mental y acudió tan
pronto como pudo; pero estaba hambrienta y extenuada de tanto deambular por los fríos
desiertos de la Tierra de las Estrellas y el ascenso por todos los niveles del nido la había
agotado mortalmente. Sí, cuando llegó a mí estaba al borde de la muerte.
—¿Y murió? —preguntó Harry al percibir la leve tristeza de Karen, parecida a la que
experimenta quien pierde una mascota querida.
La lady vampiro asintió.
—Pero, antes, quitó las cadenas de plata de mi puerta y se deshizo de los tiestos con
plantas de kneblasch. Fue entonces cuando cayó muerta y vi mi oportunidad.
»Mientras tú seguías dormido, vestí su cadáver con mi mejor traje blanco y lo lancé
desde las murallas. Bajó planeando como un pájaro. Pero al final se estrelló sobre las rocas.
Eso fue lo que viste cuando te asomaste al balcón, Harry. Yo me oculté y permanecí
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Brian Lumley Engendro de la muerte
¡Entonces, ese puñado de hilos rojos que se ven sólo pueden ser wamphyri! Debe de tratarse de
algunos que sobreviven en las Tierras Heladas. Y las verdes deben de pertenecer a los trogs. ¡Jamás
había visto unos colores y una luz iguales! Ni siquiera las auroras más brillantes de las Tierras
Heladas alcanzan semejante resplandor.
Harry le estrujó los pechos como si fueran masa de pan y volvió a correrse; ella sintió
cómo el semen le rociaba las paredes internas y se estremeció de gusto.
Tu semen está frío como una cascada.
No, está caliente. Pero comparado con tus entrañas, que son como un volcán en erupción, es
frío.
Es sólo la sensación que produce, gimió ella. Porque en realidad, los dos estamos fríos, Harry.
Somos wamphyri, respondió, no somos muertos vivientes. Nunca estuvimos muertos, no lo
estuvimos del modo en que ciertas personas vampirizadas «mueren» y duermen durante un tiempo
antes de levantarse de sus tumbas. Es verdad que esperaba estar frío, esperaba sentir la lujuria de
los wamphyri, su apetito voraz por la vida y por toda oscura experiencia carnal, pero no esperaba
sentir emoción alguna. Y esto es mucho más que eso, es muy distinto a todo eso.
Para ti tal vez sea así, porque ya no eres vampiro, dijo ella. Aunque... tal vez tengas razón.
Esto no es como yo lo imaginaba. Es sabido que los antiguos wamphyri eran unos embusteros; ¿no
será que mintieron también en esto? Decían que eran incapaces de amar. ¿Sería verdad? ¿No habrá
sido más bien que eran incapaces de confesarlo? Harry, ¿acaso amar a alguien es síntoma de
debilidad? ¿Y ser frío y carecer de amor es acaso signo de fuerza?
Se apretó más contra ella y sus cuerpos se fundieron.
¿Fríos? gruñó él. Si somos tan fríos, ¿por qué nuestra sangre está tan caliente? Y si somos
tan débiles, ¿por qué me siento tan fuerte? Creo que has acertado en tu apreciación. La última y más
vil mentira de los wamphyri fue que sostuvieran que el amor no existía para ellos. Que no tenían
amor. Lo tuvieron, claro que lo tuvieron, pero temían reconocerlo.
El necroscopio supo entonces que la verdad de la cuestión había sido desvelada. Los
wamphyri siempre fueron capaces de abrigar pasiones oscuras, deseos y acciones que
escapaban el límite de lo humano; pero en aquel momento, en el mismo extremo del
espectro, Karen y él habían descubierto dentro de ellos mismos emociones reales y
poderosas. El permitir que esas emociones predominaran sólo podía describirse como
éxtasis. Por más repentino y extraño que pareciera su amor, eran verdaderos amantes.
Evidentemente existía también la lujuria, ¿pero acaso alguna vez hubo entre un hombre y
una mujer un amor en el que la lujuria no estuviera presente?
Como una masa única y fundida —la primera pareja semihumana que logró una
unión en el más amplio sentido de la palabra— recorrieron veloces la corriente del tiempo
futuro. Hasta que, de pronto, surgida de la nada...
Una nueva luz..., un fuego dorado..., increíble..., estalló abrasador. Al principio,
Harry creyó que se trataba de un efecto extraño y maravilloso de la relación sexual, de su
amor, pero era mucho más que eso. El coro del futuro prorrumpió en un Aaaahh
atronador, palpitante y monocorde; no se trataba de un sonido normal, sino de la reacción
de la mente ante una exhibición tridimensional del tiempo en perpetua expansión, que
cambió en un instante para convertirse en un siseo de fuego. El necroscopio detuvo en
seco su precipitado avance. Tratando de separarse, aunque sin conseguirlo del todo,
giraron sobre un eje propio mientras el tiempo continuaba su recorrido.
Momentáneamente cegada, Karen hundió sus garras afiladas en los hombros de Harry y
con un hilo de voz preguntó:
¿Qué ha sido eso?
Ni el necroscopio ni Harry Keogh supieron contestarle. Mientras los ojos de Harry se
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Brian Lumley Engendro de la muerte
acostumbraban al brillo dorado y su mente al calor infinito, echó un vistazo hacia atrás
para contemplar lo que había sido: fue como atisbar el centro mismo del estallido de una
estrella azul, en la que los desequilibrios químicos causan imperfecciones rojiverdes. Allá
atrás, todo seguía como antes. Pero adelante, en el futuro...
... Los hilos de la vida de Harry y de Karen ya no eran rojos, sino de un dorado
brillantísimo, y salían de sus cuerpos para lanzarse hacia el futuro. ¡Y el futuro mismo era
un resplandor dorado teñido por las saltarinas tonalidades anaranjadas de las llamas!
Poco a poco, el broncíneo fulgor disminuyó en intensidad y desapareció en la
oscuridad, envuelto en humo, como ascuas apagadas por la lluvia. Y las líneas de la vida
de ambos desaparecieron con él. Más allá de aquel punto ya no había futuro para ellos, al
menos en la Tierra de las Estrellas. Pero había futuro para otros. Porque las deslumbrantes
líneas azules de la vida continuaban su veloz carrera hacia adelante; lo mismo ocurría con
las verdes, aunque había muchas menos. En cuanto a las rojizas, no había señales de ellas.
Y la oscuridad les pareció más intensa que la luz misma.
¡Un desastre!, pensó Harry, y Karen lo oyó.
¿Qué ha ocurrido..., qué ocurrirá aquí?
Desconcertado, se limitó a sacudir la cabeza y a encogerse de hombros.
Las líneas verdes parecen enfermas. Se están muriendo.
Era verdad: las líneas de la vida de muchos trogs se volvían más tenues, titilaban
unos instantes y se apagaban ante sus ojos. El corazón del necroscopio volvió a latir con
bríos renovados cuando notó que otras líneas comenzaban a adquirir fuerza y brillo para
continuar el viaje. Mentalmente lanzó un suspiro de alivio cuando las líneas nuevas
comenzaron a chisporrotear, indicando que se producían más nacimientos. Entonces,
recuperó la ecuanimidad, conjuró una puerta y la cruzó junto con Karen para pasar a un
flujo de existencia metafísica más «normal».
¿Qué ocurrió?, preguntó Karen, apretándose más a él.
No lo sé. Sacudió la cabeza, la guió hasta una última puerta que les permitiría salir del
continuo de Möbius y emergieron en el tejado del nido de águilas de lady Karen. Mientras
un viento frío soplaba desde la Tierra de las Estrellas, añadió:
—Pero, sea lo que sea, puedes tener la certeza de que ocurrirá.
Al notar que temblaba, acurrucada entre sus brazos, y percibir su desesperación, la
miró con aire inquisitivo a los ojos escarlata.
—Puede que yo lo sepa —dijo ella—. Porque hace tiempo ya que percibimos su
resurgir.
—¿Quiénes lo perciben? —preguntó Harry, y dejó que ella lo guiara hasta los
aposentos más elevados del nido de águilas.
—Tu hijo y yo. Mientras seguía siendo él mismo.
—¿A qué te refieres con eso de su resurgir? —Mientras lo preguntaba, Harry logró
encontrar la respuesta por sí solo. Entendió entonces la animosidad y la ansiedad que
Lardis Lidesci había dejado entrever en el jardín del Habitante.
—Los wamphyri —dijo Karen—. Los antiguos lores. Fueron condenados a las Tierras
Heladas, pero no se contentaron con quedarse allí.
Recorrieron pasillos amplísimos, con paredes de hueso y piedra tallada cubiertas de
frescos, y descendieron por unas escaleras de cartílago hasta llegar a los aposentos de
Karen, donde se dejaron caer en grandes sillones. Al cabo de un rato, Harry le pidió con
voz ronca:
—Cuéntamelo todo.
Todo había comenzado (según la escala temporal de Harry) hacía dos años, o sea,
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Brian Lumley Engendro de la muerte
dos años después de la batalla por la posesión del jardín del Habitante, que había acabado
con la abrumadora derrota de los antiguos lores wamphyri.
—Al percibir una amenaza desde las Tierras Heladas —prosiguió Karen— solicité
audiencia al Habitante, durante la que le confesé la naturaleza de mis temores. Para
entonces, ya sabía que había sobrevivido a tu «cura», pero de todas maneras entre ambos
existía ya una tregua. Al fin y al cabo, había luchado junto a ti y a tu hijo contra los
wamphyri y no podía dudar de mi lealtad como aliada. De vez en cuando iba a visitarlo a
las montañas y en algunas ocasiones vino incluso a verme aquí. Eramos amigos, nada más.
»Pero aquéllos fueron unos tiempos extraños: el cambio seguía en él su curso, perdía
su carne humana y adoptaba la forma y las costumbres de un lobo. Con todo, mientras
conservó la mente de hombre, nos aliamos por segunda vez. Porque él también, a su
manera, había percibido la amenaza de las Tierras Heladas: un extraño presagio que iba y
venía con las auroras, un DESTINO que se agazapaba como una bestia en la frontera
helada, ovillado sobre sí mismo, tenso, dispuesto a saltar.
»He dicho que lo percibió a su manera. Tu hijo es ahora un lobo, necroscopio, tiene
los instintos y los sentidos de un lobo. Le llegaba su olor en el viento que soplaba del
norte; aunque estuviera a leguas de distancia de la frontera, los veía cabalgar en las
auroras, los oía susurrar y maquinar su regreso para cobrarse venganza.
»Quieren vengarse, Harry, vengarse del Habitante y de su gente, de mí, de
cualquiera y de todos los que contribuyeron a su derrota, a la destrucción de sus nidos de
águilas y a su destierro más allá de la gélida frontera. Eso te incluye también a ti. Aunque
en aquel momento tú no estabas aquí, claro. Sólo estábamos el Habitante y yo. Y dado lo
avanzado de su transformación, no tardaría en quedar yo sola.
»Le pregunté qué debía hacerse.
»«Debemos apostar guardias», me dijo, «en el frío yermo, para que vigilen el norte y
nos informen de cualquier incursión extraña proveniente de las Tierras Heladas».
««¿Guardias?»
»«Tienes que fabricarlos», me dijo. «¿No eres una wamphyri, la heredera legítima de
Dramal Cuerpocondenado? ¿No te enseñó él cómo hacerlo?»
««Claro que sé cómo hacer criaturas», contesté.
««¡Entonces, hazlas!», aulló. «Haz guerreros, pero hazlos machos y hembras, así
podrán reproducirse.»
««¿Para que puedan reproducirse?» Al pensarlo me quedé sin habla. «¡Pero está
prohibido! Ni siquiera el más maligno de los antiguos lores wamphyri se habría atrevido
a..., ni siquiera le pasaría por la cabeza la idea de...»
««¡Razón de más para que lo hagas!» Fue contundente. «Te ahorrará tiempo en las
tinas de reproducción. Hazlos de manera que puedan vivir y criarse en fríos extremos y
alimentarse de los enormes peces que viven debajo del hielo. Pero constrúyelos con un
dispositivo de seguridad: que cada pareja tenga sólo tres vástagos machos. Con el tiempo,
no tardarán en extinguirse. Pero no antes de que hayan podido informarnos sobre qué es
lo que nos amenaza... y de haberle presentado batalla, cuando salga atronando desde el
norte.»
Karen se encogió de hombros y prosiguió:
—Tu hijo era muy sabio, necroscopio. Sabía distinguir el bien del mal, conocía la
fuente del peor de los males. Pero su humanidad se desvanecía a pasos agigantados, sabía
que cuando llegara la hora, sería incapaz de ayudarme, por lo que decidió hacerlo
entonces dándome buenos consejos. Al menos a mí me parecían buenos.
—¿Y qué ocurrió en las Tierras Heladas? —preguntó Harry—. Es Shaithis, ¿no?
272
Brian Lumley Engendro de la muerte
—¿Pero qué?
—Hace un tiempo que no responden a mis llamadas. Envío mis pensamientos a la
Tierra de las Estrellas pidiéndoles información, pero no me oyen. O si lo hacen, no
pueden..., o no quieren contestarme.
—¿Has perdido el control sobre ellas? —preguntó Harry, frunciendo el entrecejo.
Karen sacudió la cabeza y respondió:
—Es algo que los antiguos wamphyri temieron siempre, crear criaturas dotadas de
voluntad propia que un día pudieran desmandarse y volverse salvajes. Menos mal que
tuve en cuenta la advertencia del Habitante y genéticamente están destinadas a la
extinción, pues entre las crías no habrá hembras.
—De manera que tienes vigilantes que no vigilan, guerreros que no luchan —gruñó
Harry—. ¿Qué otras precauciones has tomado contra esta amenaza de las Tierras Heladas?
—¿Acaso te burlas de mis obras, necroscopio? —siseó ella—. ¿Debo decirte cómo
decidí hacer frente a la amenaza en caso de que se produjera? Recuerda que antes de que
tú vinieras era una mujer sola; ¿cómo crees tú que Shaithis trataría a Karen, la gran ramera
traidora de los wamphyri, de haber sobrevivido en las Tierras Heladas y regresado aquí?
¿Debería rendirme a sus favores? ¡Nunca, jamás mientras pudiera desafiarlo!
—¿Desafiarlo? —Iluminado por el fulgor de su pelo y de sus ojos, por el brillo de sus
dientes, por la cabeza de Harry pasó la idea de que era un volcán, por dentro y por fuera—
. ¿Desafiarlo?, ¿cómo?
Volvió a sacudir la cabeza y respondió:
—Antes de permitir que Shaithis me violara, me entregaría a un amante más
destructivo y pérfido. Me montaría en mi bestia voladora, pondría rumbo al sur, cruzaría
las montañas hasta llegar a la Tierra del Sol y me iría directamente al mismo sol si fuera
preciso. Dejaría que Shaithis me siguiera hasta allí, si se le antojara hacerlo, para que los
gases pululantes acabaran con nuestras carnes y nos sumieran en la nada. ¡Ojalá ocurriera
así!
Harry la envolvió en sus brazos y ella se le acercó sin ofrecer resistencia.
—No ocurrirá así —murmuró, y le acarició el pelo mientras Karen dejaba de
temblar—. No si puedo impedirlo. —Grabada en el espejo de la mente del necroscopio,
oculta incluso a la telepatía de Karen, aparecía una escena del futuro que no lograba borrar
por más que lo intentara.
La imagen de un futuro fogoso, de oro fundido. Una visión del FINAL, enmarcada
por los fuegos rojizos y abrasadores del infierno definitivo.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo cuatro
Otra vez Perchorsk - Ahora las Tierras Heladas
275
Brian Lumley Engendro de la muerte
encontrara en una situación en la que debía recibir órdenes de un maldito civil. Sintió la
tentación de exponerle a Luchov lo que pensaba con toda sinceridad, pero le habían
explicado con claridad que el veterano científico era todo un personaje dentro de su
campo.
—Estoy al corriente de la historia del Projekt, señor —respondió con frialdad—.
Además, hemos visto todas las películas. Pero, en cualquier caso, la secuencia de disparo
no puede iniciarse sin sus instrucciones.
—Escúcheme bien —dijo Luchov, volviéndose un poco más hacia él hasta quedar de
frente; lo miró con ojos desorbitados y lo agarró del brazo con mano temblorosa—. Son las
instrucciones que le han dado, pero no lo dicen todo. En realidad, dicen bien poco. ¿Ha
visto las películas? Pero no ha podido olerlas, ¿verdad? Esas cosas no pueden saltar de la
pantalla y tragárselo entero, ¿o sí pueden?
Con furiosos movimientos afirmativos de la cabeza y señalando otra vez hacia el
hemisferio superior, blanco y reluciente de la Puerta, prosiguió con voz ronca:
—¡Ahí dentro hay una maldición, una plaga, algo que convertiría Chernobyl en un
accidente sin importancia! Si esas cosas o lo que sea llegaran a entrar en este mundo...,
sería el fin..., ¡el fin de todo! La humanidad iría a parar donde están ahora los dinosaurios,
los trilobites, los dodos..., ¡desapareceríamos! Así que no se insolente usted cuando le
pregunto si sabe a qué nos estamos enfrentando.
Pálido por el esfuerzo de contener la rabia, el joven oficial se puso en posición de
firmes y entreabrió los finos labios; pero Luchov no había acabado con él, porque todavía
no le había dicho lo peor.
—Escúcheme —repitió—. Hace una semana, un hombre o algo que alguna vez fue
un hombre, cruzó esa Puerta para llegar a lo que sea que haya tras ella. Cuando se marchó,
el mundo lanzó un suspiro de alivio..., y desde entonces está conteniendo el aliento. Su
partida nos alegró porque estaba contaminado, era portador. Pero nos preguntamos
cuánto tiempo transcurrirá hasta que encuentre la manera de volver. Y si lo hace, ¿qué
traerá consigo? ¿Me sigue hasta ahora?
El rostro del comandante había recuperado los colores. Percibió la importancia de lo
que el director del Projekt le decía, las grandes tensiones que debía de estar
experimentando.
—Hasta ahora, sí —respondió.
—Muy bien, le comentaré ahora algo que no estaba en las instrucciones que le han
dado. Ha mencionado usted los problemas que hemos tenido con anteriores intrusos.
Tiene razón; tuvimos este problema y podríamos volver a tenerlo. De manera que voy a
ampliar sus instrucciones y a emitir una nueva orden. —Acercó la cara a la de él—. Y es la
siguiente: si quedara imposibilitado, si me ocurriera algo extraño o inexplicable que me
excluyera de forma permanente del esquema actual, entonces, usted quedará al mando.
Considérese nombrado en este mismo instante.
—¿Qué? —El oficial miró el rostro pálido y brillante de Luchov, su cráneo cubierto
de horribles cicatrices y se preguntó si aquel hombre estaría del todo cuerdo—. ¿Me
nombra usted... director del Projekt?
—Efectivamente —contestó Luchov con vehemencia—. ¡Lo nombro a usted guardián
de la Tierra!
—¿Guardián de la...?
—¡Púlselo usted! —susurró Luchov, interrumpiéndolo—. ¡Si llegara a ocurrirme
cualquier cosa, pulse el maldito botón! ¡No titubee..., no pierda tiempo telefoneando a
Gorbachov ni a los cretinos balbucientes que tan mal le sirven..., pulse el botón! ¡Acabe con
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Brian Lumley Engendro de la muerte
todo de una vez y envíe sus Exorcets a una verdadera misión de exorcismo al mundo que
hay detrás de la Puerta, antes de que el diablo mismo la cruce y nos salte a la cara! ¿Me ha
entendido?
El comandante dio un paso atrás. Tenía los ojos como platos y un aspecto
preocupadísimo; Luchov no le había soltado el brazo y se lo apretaba con fuerza.
—Señor, yo...
Luchov lo soltó abruptamente, se irguió un poco, enderezó la espalda y los hombros
y apartó la mirada.
—No diga nada —le pidió con un movimiento de cabeza breve y cortante—. Por el
momento, no diga nada de nada. Pero no se olvide de lo que le he dicho. ¡No se atreva
usted a olvidarlo!
¿Cómo contestarle? ¿Con una sonrisa que podía ser interpretada erróneamente?
¿Con palabras? Luchov le aconsejó que no dijera nada, además, el comandante se había
quedado sin palabras. Tal vez lo mejor sería olvidarse del incidente. Pero Luchov le había
advertido que no lo hiciera. ¿Sería una actitud prudente: olvidarse de que aquel hombre,
que tenía todo el aspecto de ser peligroso, estaba al mando de todo? Y si así lo hacía, si
olvidaba que tenía el mando...
En las placas que parecían escamas, una trampilla de inspección giró sobre sus
goznes y por ella asomó un ingeniero de mantenimiento, interrupción que le ahorró al
comandante ulteriores cavilaciones. El hombre se tambaleó un poco al entrar en contacto
con el fulgor de la Puerta, se arrancó la máscara respiratoria de la cara pálida y húmeda y
se colocó las gafas de plástico. Sacó una mano como si buscara algo a qué agarrarse y
volvió a tambalearse.
Luchov lo reconoció, se le acercó de inmediato, seguido del comandante.
—¿Felix Szalny? —El director del Projekt lo cogió del brazo y lo ayudó a recobrar el
equilibrio—. ¿Eres tú, Felix? —Podía mostrarse amable cuando consideraba que la
situación lo exigía—. ¡Tienes cara de haber visto un fantasma!
El ingeniero, vestido con un mono de trabajo, un hombre pequeño, medio calvo,
apareció cubierto de suciedad e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Parpadeó con
rapidez y volvió a mirar hacia la trampilla abierta.
—Si no lo era, se le parecía bastante, señor director —masculló, como si hablara
consigo mismo, al tiempo que con un trapo se secaba el sudor frío de la frente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Luchov, sintiendo que se le erizaba el vello de la
nuca, reacción que se repetía con demasiada frecuencia en aquel lugar—. ¿Hay algo allá
abajo?
—Sí, en uno de los tubos de ventilación obturados que formaban parte del complejo
original —respondió Szalny—. Revisaba un punto crítico de uno de los agujeros de
gusano y, curiosamente, la radiación ha bajado casi al nivel normal; al menos ya no ofrece
peligro. Así que abrí el obturador y..., y entré. Finalmente, el agujero me condujo al nivel
de mantenimiento del viejo reactor abandonado. Y allí... encontré magma, claro.
—¡Ah! —exclamó Luchov, que ya sabía lo que había ocurrido. O al menos eso creía—
. ¡Había cadáveres!
—Sí, había cadáveres —repuso Szalny con un movimiento afirmativo de la cabeza—.
En parte era eso. Quedaron asados, invertidos, transformados. Algunos se encontraban
medio dentro y medio fuera del magma, como momias envueltas en roca deformada, o
plástico o goma. ¡Santo cielo, a pesar de los años que llevan ahí enterrados me pareció que
todavía podía oír sus gritos!
Luchov se lo imaginaba muy bien. Trabajaba como científico en Perchorsk cuando se
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Brian Lumley Engendro de la muerte
produjo el horrible accidente; todavía llevaba cicatrices en el cráneo quemado, que parecía
un parche, y otras más profundas en la mente; al recordarlo, se estremeció.
—Has hecho bien en volver a subir. Más tarde podrías bajar con un equipo y limpiar
el lugar, por el momento...
—Es que... tropecé con algo —añadió Szalny, azorado, como si hablara consigo
mismo, porque no había acabado de contar todo lo que había visto—. Pisé una cosa que se
deshizo, se convirtió en polvo, por eso tropecé y choqué contra una especie de quiste
que..., que inmediatamente se rompió en pedazos.
El joven comandante tocó a Luchov en el brazo, pero con sumo cuidado.
—¿Ha dicho algo sobre un quiste?
El director le dirigió una mirada y repuso:
—Vaya, veo que está usted interesado. —Sin esperar una respuesta, hizo un gesto
afirmativo con la cabeza y prosiguió—: Entonces deberá verlo con sus propios ojos.
Llamó a un soldado raso y lo envió a un recado. Mientras esperaban, le preguntó al
comandante:
—¿Podemos utilizar un par de contadores de radiación de los que hay aquí? —
Dirigiéndose a Szalny, añadió—: Felix, quiero que te sientes en una de esas sillas que hay
en el perímetro. —Y, volviéndose a un segundo soldado raso, le ordenó—: Usted..., traiga
un tazón de té caliente para este hombre. ¡Dése prisa!
Luchov y el comandante se colocaron unos contadores de radiación en la ropa; el
primer soldado regresó con un par de máscaras antigás. Los dos hombres se las colgaron
del hombro y bajaron por la trampilla de acero a la mitad inferior de la cámara. Allá abajo,
la Puerta los iluminaba con su brillo, ingrávida, desde el centro del espacio esférico.
Al llegar al pie de la escalera de acero, Luchov bajó con sumo cuidado y caminó entre
las bocas abiertas de los conductos circulares de ventilación que cortaban en todos los
ángulos el gigantesco cuenco de piedra del suelo. Ésos eran los «agujeros de gusano»,
como solían llamarlos, unos canales de energía perforados en el granito macizo durante
los primeros segundos del accidente acaecido en Perchorsk, ocasión en la que la materia
que antes había sido rígida adquirió la consistencia de la masa de pan.
—Fíjese bien dónde pisa —advirtió al joven oficial—. Evite en lo posible los agujeros
de gusano que conservan intacto el obturador. Todavía están calientes. Aunque ya estará
al tanto de todos estos detalles, ¿no es así? —Comenzó entonces a recorrer el suelo de
piedra fría, perfectamente liso, siguiendo las marcas de goma ondulada colocadas para
permitir una mayor adherencia al suelo.
Se alejaron del centro y no tardaron en verse obligados a utilizar las barras de hierro
instaladas en el suelo inclinado que se curvaba hasta quedar en posición vertical; fue
entonces cuando Luchov llegó a un conducto de noventa centímetros de diámetro cuya
trampilla de inspección, recubierta de plomo, permanecía abierta. Había visto la trampilla
abierta al bajar de la escalera y supuso que aquél sería el lugar donde Szalny había
trabajado. A manera de comprobación, junto a la boca abierta del agujero de gusano había
una linterna de bolsillo, metida en su funda de plástico que llevaba grabado el nombre del
ingeniero de mantenimiento.
Luchov tomó la linterna, la dirigió hacia el camino y se metió en el agujero.
—Sigue usted interesado, ¿eh? —El eco de su tono burlón llegó hasta el comandante,
que lo seguía a cuatro patas—. Bien. Pero yo de usted me pondría la máscara antigás.
Szalny había dejado una cuerda atada al último peldaño; serpenteaba y se perdía de
vista en la profundidad del agujero de gusano, que giraba primero hacia la izquierda,
luego se inclinaba suavemente durante unos nueve metros antes de enderezarse para
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Luchov—. ¡Claro que estoy loco! ¿Acaso cree usted que seguiría aquí si estuviera del todo
cuerdo?
El comandante se cubrió la boca con la mano, tosió y farfulló:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Luchov asintió y, sin malicia, agregó:
—Bonito pensamiento el suyo..., ¿pero qué tiene Él que ver con este lugar? Me temo
que muy poco. Cuanto más tiempo permanece uno aquí dentro, más impío lo encuentra.
El militar ni siquiera intentó contestar y siguió agarrado con fuerza a los peldaños de
la escalera.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
un fuelle para que su boca pudiera exhalar una húmeda niebla escarlata. Aquella niebla
vital debió de haber sido un delicado bocado, porque el chupador de Shaitan no había
dejado escapar una sola gota. Y Fess, el gigante, se había vuelto, furioso, contra Shaithis,
dispuesto a arrancarle el corazón; pero saliendo de la oscuridad, Shaitan acudió en su
ayuda, y como una marea maléfica envolvió al enloquecido en un nido de tentáculos
mientras Shaithis le hundía el cráneo con su guantelete.
Y la escena permanecía grabada en la mente de Shaithis cual sangre fresca y
humeante: la gran masa palpitante del Ferenc sujeta con fuerza en el apretado abrazo de
Shaitan, hasta que el gigante dejó de palpitar y las elásticas mandíbulas de serpiente cobra
soltaron su cabeza, dejándola empapada, humeante y aparentemente entera, aunque se
podía ver cómo las cuencas de los ojos estaban vacías y de ellas goteaba una sustancia que
también se colaba por las fosas nasales y la boca abierta como en un bostezo. Y mientras
esto pensaba con tanta frialdad, Shaithis se sintió recorrido por un fuego: ¡Aquello fue como
estar ante la puerta del infierno! Presencié la manera en que un llamado «antepasado» mío vaciaba
la cabeza del Ferenc, igual que una rata chupa un huevo robado.
—¡Ciertamente fue así! —convino Shaitan; sus ojos escarlata brillaban en el interior
de sus órbitas amarillas, rodeados por la oscuridad que había debajo de la carne arrugada
de su capuchón de cobra—. Mi criatura le chupó la sangre para ponerla a buen recaudo
para más tarde, ¿comprendes?, y yo le chupé los sesos. Pero has de reconocer que te
dejamos la mejor parte, ¿eh?
Después, hizo un pequeño esfuerzo por empujar el cadáver hacia Shaithis; el cuerpo
inerte dio la impresión de dar dos pasos vacilantes hacia él antes de desplomarse a sus
pies. Shaithis supo exactamente qué había querido decir su antepasado. Porque oculto en
el caparazón inmenso y deshidratado del cuerpo del Ferenc permanecía su vampiro (¡ah,
el bocado más delicioso de todos!), al que todavía no habían descubierto y del que aún no
habían dado cuenta.
—¿No querrás compartirlo conmigo? —le había pedido Shaitan con voz gutural,
antes de arrancar a Arkis de la espada burbujeante del chupador y de lanzarlo al suelo de
lava, para abalanzarse sobre él e iniciar la búsqueda de su parásito rastrero y vil.
En ese punto, los hechos habían dejado a Shaithis un tanto anonadado, aunque no le
duró mucho el asombro. Al fin y al cabo era un wamphyri, y cuanto acontecía ante sus
ojos era algo que había esperado. Además, la sangre era la vida. Cenar con Shaitan pudo
incluso haber estrechado una especie de vínculo entre los dos.
Al menos así podía haber sido.
Después de aquello le quedaban muchos recuerdos más que se agolpaban en su
mente. Muchas escenas parciales y fragmentos de conversaciones se unían de forma
irregular en la memoria de Shaithis. Mientras en el yermo iluminado por la aurora y la luz
azul de las estrellas unas brisas cruzadas levantaban remolinos de nieve, que giraban
inquietos alrededor de las bases de las tumbas-castillos de hielo de los wamphyri exiliados
en épocas pretéritas, intentó ordenar cronológicamente aquellos fragmentos, y si eso no le
era posible, procuraría al menos separarlos.
El taller cavernoso de Shaitan, por ejemplo, situado inmediatamente debajo de la
vertiente norte del volcán, hasta ese momento nunca vista, y hasta donde el Caído escoltó
a Shaithis poco después de su llegada.
Se trataba de un lugar vastísimo, de techo alto, adornado de estalactitas, con
ventanas de un hielo casi opaco que daban al mismo techo del mundo y le otorgaban un
aspecto grotesco y distorsionado; con sus profundas fosas de permafrost donde Shaitan
solía guardar en hielo sus experimentos más volátiles y menos manejables, el taller se
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Brian Lumley Engendro de la muerte
parecía a muchos otros. Shaithis también era un maestro en las artes creativas de la
metamorfosis, o al menos así se había considerado siempre, hasta que vio la obra de su
antepasado.
Mirando a través de una capa de hielo transparente como el agua, le expresó su
opinión:
—Si estuviéramos en la Tierra de las Estrellas y los antiguos wamphyri aún
gobernaran, todo esto bastaría para que te denunciaran y volvieran a desterrarte. ¡Pero si
tiene órganos reproductores, algo que estaba prohibido!
—Sí, se trata de un macho —contestó Shaitan con un movimiento afirmativo de la
capucha—. Pero, en fin, la procreación, el acto de la cópula, su contemplación, la posesión
incluso de órganos, impulsa a las criaturas a la ira. A éste le hice una compañera, a la cual,
afortunadamente, despedazó. Pero aunque hubiera vivido y tenido crías, ¿qué habría
pasado? No creo que él hubiera permitido que sus vástagos sobrevivieran, sin duda se los
habría zampado a la más mínima ocasión. ¡Míralo, pensar que sólo está en mitad del
crecimiento! Pero es muy poco fiable, por eso me vi obligado a congelarlo donde lo ves. El
error estaba en su sexo. Lo hacía orgulloso y el orgullo es una maldición. A los hombres
les pasa lo mismo, claro.
—Y a los wamphyri —comentó Shaithis.
—¡A ellos mucho más aún! —gritó Shaitan—. Porque en ellos, todos esos impulsos se
encuentran multiplicados por diez.
—Pero no despedazan a sus odaliscas. Al menos no siempre.
—Más insensato aún —replicó Shaitan—. Porque si gozas de vida eterna, ¿para qué
procrear a los de tu propia carne si algún día podrían usurpar tu lugar y destruirte?
—Sin embargo, buscaste mujeres en las que apagar su ardor —se apresuró a señalar
Shaithis—; de no haber sido así, yo no me encontraría aquí.
En ese punto de la conversación sus miradas se encontraron; allá abajo, la criatura de
Shaitan continuaba en su fosa de hielo; al cabo de un rato, el Caído le contestó:
—Sí, es verdad..., tal vez, por esa misma razón...
Había sido su primera discusión, y seguirían muchas otras. Si bien Shaithis no
tardaría en quejarse de que su antepasado conversaba con él utilizando argumentos más
adecuados para un niño que para un adulto, en general aceptaba el hecho de que el Ser
malvado y antiguo trataba de instruirlo. Quizá considerase que su edad infinita le daba
derecho a ello, al fin y al cabo, se trataba de un antepasado cuya antigüedad se remontaba
a tiempos inmemoriales.
En otra ocasión, el Nonato le había enseñado a Shaithis un chupador con hocico de
sifón en período de desarrollo y pudo contemplar la forma en que la criatura absorbía
líquidos mientras iba tomando cuerpo, poco a poco, en el interior de una tina. Aquella
cosa se parecía mucho a los guardianes chupadores (de los que el amo del volcán poseía
tres especímenes), pero su trompa era más larga, más flexible, y su base se hundía en
grandes paredes de carne, de manera que los ojitos hambrientos y brillantes de la criatura
quedaban completamente ocultos entre los pliegues de sus músculos grises y relucientes.
Shaithis descubrió de inmediato lo que era aquella cosa y preguntó a Shaitan:
—¿Pero de éstos no tienes ya suficientes? Me sorprende que te molestes en hacer
más. A estas alturas ya habrás aprovechado a los mejores wamphyri enquistados en el
hielo..., al menos a aquellos que eran fácilmente accesibles. ¿Qué sentido tiene insistir?
Shaitan inclinó su cabeza de cobra, recogió los brazos y respondió con otra pregunta:
—¿Ya lo has desentrañado todo, hijo mío? ¿Sabes el uso exacto al que están
destinadas estas obras mías?
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—Claro que sí. Son variaciones de un mismo tema: engullidores parecidos a los que
acabaron con Volse y Arkis, pero algo más especializados. Sus hocicos delgados de
cartílago, con las puntas rematadas en hueso, vibran en el hielo para resquebrajarlo, con lo
cual pueden abrirse camino hacia los exiliados que penden en sus envoltorios
impenetrables. Una vez abierto un canal hacia ellos, la bestia utiliza su hocico para
absorber los líquidos de la víctima y esos fluidos así aspirados...
—¡Son regurgitados en mis depósitos! —concluyó Shaitan, tal vez molesto por el
ingenio de Shaithis—. Sí, sí, ¿pero no tienes curiosidad por saber cómo? ¿Cómo puede el
perforador absorber sólidos? Porque, evidentemente, sus víctimas están congeladas y sus
fluidos son espesos como el pegamento.
—¡Ah! —exclamó Shaithis, fascinado.
—Te lo explicaré... en un instante. En cuanto a por qué me molesto en ocuparme de
estos viejos lores cuando, tal como tú mismo has señalado, son ya tan pocos e
invariablemente ofrecen escaso sustento, la respuesta es bien simple: porque me apetece.
El terror de las mentes de aquellos que todavía están en condiciones de pensar es algo tan
raro y delicioso que raya en lo exquisito. Si no los tuviera a ellos, ¿a quién iba a
aterrorizar? ¿Acaso existiría sin mi ración de tiranía y terror?
Shaithis lo comprendía. El mal se alimenta del terror; el uno no puede existir sin lo
otro; son inseparables como el tiempo y el espacio. Shaitan leyó sus pensamientos y
expresó su acuerdo con un susurro gutural y gorgoteante:
—Sí, es así de simple: ¡me gusta y me hacía falta practicar!
El porqué ya estaba explicado y el cómo era igual de simple:
Los perforadores rociaban a sus víctimas con ácidos metamórficos y los tejidos
disecados adquirían entonces estado líquido para ser extraídos antes de que volvieran a
solidificarse.
—Pero eso no contesta mi primera pregunta —insistió Shaithis—. ¿Por qué te
molestas en fabricar más de estas criaturas?
—Insisto, sobre todo por practicar —contestó Shaitan, con una especie de
encogimiento de hombros—. Es el motivo que me ha impulsado a hacer cuanto hice
durante los últimos tres mil años. Conseguir práctica, sí, hasta que llegue el momento en
que construyamos un ejército de guerreros con el que atacaremos la Tierra de las Estrellas
y todos los mundos que hay más allá.
Por un momento, bajo la capucha de cobra del Caído, los ojos escarlata brillaron con
más intensidad, como si fuesen fuegos avivados desde el interior. Después asintió y, poco
a poco, regresó a la intimidad de sus oscuros pensamientos, para decir después:
—Ah, pero debes confesarme una cosa, dado que pareces opinar que crío
demasiados, ¿cuántos de mis perforadores y de mis criaturas has visto?
Shaithis se sorprendió. Había imaginado que existían muchas bestias como aquéllas.
Pero la única evidencia que de ellas había hallado en los castillos de hielo saqueados había
sido el lento trabajo de incontables siglos y de ninguna manera el esfuerzo de un puñado
de períodos aurorales, ni siquiera ciclos enteros de éstos últimos. Mientras que en los
talleres situados en los cimientos del volcán había varias tinas humeantes en las que los
experimentos de Shaitan continuaban tomando forma, en realidad, eran bien pocas las
bestias que estaban en condiciones de funcionar. Allí no había fláccidos chupadores como
en los nidos de águilas de la Tierra de las Estrellas, porque la caldera del cono contenía un
pequeño lago; tampoco hacían falta las bestias gaseosas, puesto que varias de las cavernas
del volcán —sobre todo los aposentos de Shaitan— eran calentados por respiraderos
activos. De manera que después de darle vueltas en la cabeza a la pregunta, Shaithis se vio
283
Brian Lumley Engendro de la muerte
obligado a contestar:
—Ahora que lo pienso, no puedo afirmar que haya visto ninguno, aparte de éste que
se está haciendo en la tina.
—¡Exactamente, porque no hay ninguno! Al menos de las variedades visibles,
móviles y voraces. Sólo tengo a mis engullidores, por la protección que me proporcionan.
Y ahora acompáñame.
Shaitan llevó a su descendiente por cavernas sin luz donde cada nicho, cada
hendidura y cada respiradero apagado del volcán servía de cámara para guardar la
progenie envuelta en hielo producto de sus tinas experimentales.
Una vez allí, preguntó:
—Aconséjame, ¿cómo te las arreglarías para mantener a estas bestias despiertas y con
el estómago lleno? —Acto seguido, él mismo se contestó—: ¡Imposible! ¿En estas yermas
tierras heladas? No se podría. Por ese motivo, una vez han cumplido sus variados
propósitos, los traigo aquí y los congelo. Y aquí se quedan, de momento inertes, aunque
constituyen la materia prima del ejército del mañana. Cuando me hace falta otra criatura
de un tipo diferente..., ¡me limito a diseñarla y a construirla! El arte de la metamorfosis,
Shaithis. Pero aquí no malgastamos nada, hijo mío, jamás.
Sin dejar de mirar los experimentos conservados de su antepasado, Shaithis se limitó
a asentir.
—Veo que has intentado conseguir uno o dos guerreros —comentó—. Temibles,
pero... ¿arcaicos? Tal vez debería darte ciertos consejos: los guerreros de la Tierra de las
Estrellas han evolucionado mucho desde tu época. Para serte sincero, estas cosas que has
hecho no aguantarían demasiado si tuvieran que enfrentarse a algunas de mis obras.
Si Shaitan se sintió ofendido, se cuidó bien de que no se notara.
—Entonces, te ruego que me enseñes esas artes metamórficas superiores —
contestó—. Y para que puedas hacerlo, tendrás libre acceso a mis talleres, a mis materias
primas y mis tinas.
Detalle que había agradado a Shaithis en grado sumo...
En otra ocasión, Shaithis le preguntó:
—¿Qué me dices de tus engullidores? Visto que está claro que son bestias de trabajo,
y visto que tienes por costumbre quitarles lo que toman de sus víctimas, ¿cómo consigues
mantenerlos? ¿Con qué los alimentas? Porque tal como tú mismo has señalado, estas
tierras heladas están casi yermas.
Shaitan le enseñó entonces sus reservas de sangre congelada y picada y las de carne
metamórfica y le explicó:
—Llevo en estas tierras muchísimo tiempo, hijo mío. Al principio de llegar aquí no
tardé en saber lo que significaba el hambre. Desde entonces he guardado provisiones no
sólo para mí sino también para mis criaturas, para utilizarlas ahora y en los albores de
nuestro resurgimiento.
Shaithis contempló, asombrado, los bordes de decenas de marmitas torrenciales llenas
de negro plasma.
—¿Es sangre? ¡Cuánta! Pero no será de los lores congelados, ¿verdad? ¡En toda la
Tierra de las Estrellas no hubo nunca wamphyri suficientes como para llenar estos
enormes recipientes!
—Es sangre de bestias —explicó Shaitan—. Y de ballenas. Y también hay un poco de
sangre de hombre. Pero estás en lo cierto, de esta última hay muy poca. La sangre de las
bestias y de los peces grandes es muy buena para mis criaturas; les servirá de combustible
para presentar batalla cuando llegue el momento, después de lo cual..., en fin, habrá
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Brian Lumley Engendro de la muerte
sangre a raudales para todos, ¿no? Pero la sangre de hombre es mía, y tuya también, ahora
que estás aquí. Nos servirá de alimento a los dos.
La sorpresa de Shaithis iba en aumento.
—¿Has desangrado a los grandes peces del mar helado?
—Por cierto, aunque los he llamado peces, en realidad eran mamíferos. —Shaitan se
encogió de hombros a su manera—. Esos gigantes tienen sangre caliente y amamantan a
sus crías. Poco después de llegar aquí, en la orilla del océano vi un cardumen que jugaba y
escupía agua, de modo que diseñé a mi primer engullidor pensando en ellos. Era un buen
diseño y apenas lo he cambiado a lo largo de los siglos. Sin duda habrás notado ya el
rudimento de agallas, de aletas y otras anomalías que lucen las criaturas guardianas del
volcán; a mi perforador le ocurre otro tanto.
Shaithis había reparado en aquellos detalles. De hecho, tenía por costumbre reparar
en todo...
En otra ocasión, fascinado por la edad de su autoproclamado «mentor», a Shaithis se
le había ocurrido sugerir:
—Pero entonces llevas aquí, en la tierra, en la Tierra de las Estrellas y las Tierras
Heladas, sobre todo en este gélido erial, casi desde el principio. —En el mismo instante en
que lo decía se dio cuenta de la ingenuidad de su comentario y de la imagen de infinito
temor reverencial hacia el otro que debía de dar; la risita ahogada de su oscuro antepasado
le confirmó que su reflexión había sido acertada.
—¿El principio? Ah, no, pues percibo que el mundo es un millón de veces más viejo
que yo. ¿O te refieres al principio de los wamphyri? Si es así, he de decirte que sí, porque
yo fui el primero de todos.
—¿De verdad? —Shaithis volvió a olvidar que debía procurar tomar distancias y no
mostrar tanto asombro. Resultaba duro parecer inescrutable ante tamañas revelaciones.
Claro que las leyendas de la Tierra de las Estrellas decían que Shaitan el Caído había sido el
primer vampiro, pero como cualquier tonto sabe, las leyendas son como los mitos: en
buena medida son inexactas y, en el mejor de los casos, exageradas—. ¿El primero? ¿El
padre de todos nosotros?
—Sí, el primer wamphyri —contestó Shaitan después de un largo y curioso
silencio—. Pero... ¿has dicho el padre? No, no soy el padre. Engendré un buen número de
hijos, de eso puedes estar seguro, porque era joven y mis apetitos eran los de un hombre
joven. Fui un hombre entero destinado a caer aquí, a la tierra, donde mi vampiro llegó a
mí... después de salir de..., de las ciénagas... —Hizo una pausa y dejó que el eco de sus
palabras se apagara en un silencio plagado de reflexiones.
—¿Salió de las ciénagas de los vampiros? —preguntó Shaithis al cabo de un rato—.
Al este de la Tierra de las Estrellas hay inmensas ciénagas y, según la leyenda, hay más
hacia el oeste. Sé que existen pero nunca las vi. ¿Son éstas las ciénagas de las que me
hablas?
Shaitan continuaba inmerso en su extraño ensueño. No obstante, asintió.
—Sí, me refiero a esas ciénagas. Caí a la tierra por el oeste.
Shaithis ya había oído utilizar la expresión «caer a la tierra». Arrugó la frente,
cabeceó y por fin preguntó:
—No lo comprendo. ¿Cómo puede un hombre caer a la tierra? ¿Desde el cielo,
quieres decir? ¿Desde el vientre de tu madre? Pero ¿no te llamaban también el Nonato?
¿De dónde caíste, y cómo?
Shaitan salió de su ensueño para contestar:
—Eres un fisgón, y tus preguntas son poco respetuosas. De todos modos, voy a
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Brian Lumley Engendro de la muerte
contestarlas lo mejor que pueda. En primer lugar has de entender una cosa, mis recuerdos
comienzan en las ciénagas, e incluso los que conservo de ese período son borrosos y
fragmentados. De lo que ocurrió antes de las ciénagas... no estoy seguro. Pero llegué a este
mundo desnudo, con un gran dolor y un gran orgullo. Creo que me desterraron a este
lugar, me enviaron aquí del mismo modo que los wamphyri acabaron desterrándome a
estas Tierras Heladas. Los wamphyri me enviaron al exilio porque iba a convertirme en la
Única Potencia. Tal vez, en ese otro lugar, también quise convertirme en una Potencia, y
por eso me desterraron y caí a la tierra. Para mí es un misterio. Pero de una cosa estoy
seguro, comparado con el otro lugar, este mundo era un infierno.
—¿Alguien te envió aquí, a una vida infernal, como castigo?
—O a un mundo que podía convertirse en un infierno, gracias a mi intervención. Fue
una cuestión de voluntad, todo era posible si yo lo deseaba o permitía que existiera. Repito
que llegué aquí porque era obstinado y orgulloso. O al menos así es como creo recordarlo.
—¿Entonces no recuerdas el momento de la caída? ¿Sólo recuerdas que de pronto te
encontraste aquí, en las ciénagas de los vampiros?
—Cerca de las ciénagas, donde mi vampiro vino a mí.
Shaithis se mostró realmente interesado en aquel último aspecto.
—En nuestra época —comentó, pensativo—, los dos tuvimos ocasión de matar
enemigos y arrancarles a sus vampiros vivientes para devorarlos. Fess Ferenc y Arkis
Leprafilius sólo fueron los más recientes. Sabemos qué aspecto tienen esos parásitos:
cuando alcanzan su máximo desarrollo son como sanguijuelas cubiertas de lengüetas que
se ocultan en los hombres para dar forma a sus ideas y sus deseos. En ciertos huéspedes, al
cabo de mucho tiempo, llegan a unirse tanto a ellos que resultan inseparables.
—Ése es mi caso —intervino Shaitan—. La verdad es que conservo muy poco de mi
yo original, mientras que mi vampiro se ha desarrollado hasta convertirse en lo que tienes
ante tus ojos.
—Ya. Como resultado de la prolongada metamorfosis, tú o, mejor dicho, tu vampiro
es bastante impresionante. ¿Pero cómo era entonces? ¿Llegó a ti en forma de huevo? ¿La
criatura que puso el huevo se quedó en las ciénagas? ¿O el parásito llegó a ti
completamente desarrollado, te tomó por sorpresa y se arrastró hasta meterse en tu
interior?
—Vino a mí desde la ciénaga —repitió Shaitan—. Es todo lo que sé..., ignoro cómo lo
hizo.
El problema preocupaba a Shaithis (y mucho más a su antepasado), pero en aquella
ocasión al menos, ambos habían agotado las preguntas y las respuestas.
Sin embargo, varios períodos aurorales más tarde, cuando Shaithis estaba ocupado
en un rincón del taller en la construcción de un guerrero que agradara a su antepasado:
—¡Así fue cómo ocurrió! —exclamó Shaitan, emocionado, acercándose veloz hasta el
lugar donde Shaithis trabajaba, cubriéndolo como una sombra de medianoche—. En esa
existencia anterior de la que te informé, serví a otro o a otros, pero mi único deseo era
servirme sólo a mí mismo. Como recompensa por mi orgullo (o sea, por mi ingenio y mi
gran belleza, de los que tal vez me sentía demasiado consciente) y por mis dolores, fui
expulsado y arrojado de mi lugar legítimo en aquella sociedad. ¡No fui destruido, ni
desperdiciado, sino utilizado! Para ellos me convertí en una herramienta. Una semilla del
mal que ellos sembrarían entre las esferas. ¿Lo comprendes? ¡Yo era la locura y la
penitencia! ¡Era la oscuridad que dejaba lugar a la luz!
Ante semejante estallido, Shaithis interrumpió su trabajo en la tina. Incapaz de
entender lo que el otro le explicaba, se limitó a mover la cabeza y a elevar las manos al
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Brian Lumley Engendro de la muerte
cielo.
—¿Es que no puedes explicarte con más claridad?
—¡No, maldita sea! —gritó Shaitan—. Lo he soñado; sé que es verdad. ¡Pero no
puedo entenderlo! Te lo he contado para que trates de descifrarlo y..., y tampoco eres
capaz de hacerlo..., ¡has fallado igual que yo!
Después, se marchó hecho una furia y se perdió en el laberinto del volcán.
Durante mucho tiempo después de aquella escena, Shaithis no volvió a saber de su
antepasado más que a través de su sombría presencia. Hasta que llegó un momento en
que, cuando regresaba a las tinas, encontró al antiguo examinando con ánimo melancólico
sus diversas adaptaciones, que se retorcían e iban tomando forma en sus líquidos; en ese
lugar, después de intercambiar los saludos acostumbrados, pero no como respuesta a una
pregunta o a una observación en concreto, Shaitan masculló con apatía:
—He sido desterrado de muchas esferas y lanzado de muchos mundos. Sí, y a otros
les ha pasado lo mismo que a mí a lo largo de las miríadas de dimensiones de la luz en
forma de cono.
Y eso había sido todo.
¡Está loco! (Shaithis ocultó este y otros pensamientos parecidos en lo más profundo
de su mente.) Pero me da igual que des vueltas como un loco mientras yo hago mi trabajo. Sólo me
faltaría ahora que te interesaras en lo que estoy haciendo. En realidad, se encontraba allí en
aquel momento para inyectarle a su nueva obra sustancias cerebrales que estimularían e
incluso iniciarían el crecimiento del ganglio fetal. Se trataba de células conseguidas de una
fuente muy especial, con la ayuda del engullidor de Shaitan.
No obstante, interrumpió su tarea un momento y para aplacar al loco Shaitan, había
contestado:
—En ese caso, cuando ataquemos la Tierra de las Estrellas con estos guerreros que
estoy fabricando, tu venganza será mucho más dulce. Nada se interpondrá en nuestro
camino; y si hay mundos superiores que conquistar, también acabarán cayendo igual que
caíste tú a la tierra.
Sus palabras dieron la impresión de bastar para sacar a Shaitan de las morbosas
profundidades en las que se hallaba sumido, incluso llegaron a influir en su temporal
desequilibrio.
—¡La verdad, hijo mío, parecen ser muy buenos guerreros! —observó Shaitan. Un
raro cumplido que no tardó en matizar—: No es para menos, porque al fin y al cabo en la
Tierra de las Estrellas contabas con una arcilla estupenda con la cual practicar.
Después de aquello, el antiguo no volvió a divagar...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
qué iban a hacerlo, si los wamphyri ya no existían? Pero el viaje de regreso desde la Tierra
de las Estrellas había sido largo y el niño estaba al borde de la muerte.
Shaitan se lo había llevado a sus aposentos privados para «interrogarlo»; poco
después, Shaithis, que trabajaba en las tinas, recibió una llamada mental del antiguo:
¡Ven!
Una sola palabra, pero el entusiasmo de quien la había proferido era muy gráfico...
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Capítulo cinco
Ocaso - Exorcets - La mente del dios
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—Sí, una bestia que camina a cuatro patas. De pelambre gris, jefe de una manada, sin
más poderes que su salvajismo. Los Viajeros le temen, pues sus patas delanteras son
manos humanas. Y una parte de su mente debe de seguir siendo humana, al menos sus
recuerdos. Evidentemente, su vampiro ha sobrevivido, aunque sea en una mínima
dimensión, porque eso fue precisamente lo que lo salvó. Pero por lo demás es un lobo.
—¡Un lobo! —exclamó Shaithis. No era la primera vez que tenía sueños
premonitorios. Era un arte de los wamphyri—. Y su padre, ¿Harry Keogh, el Morador del
Infierno?
—Ha vuelto a la Tierra de las Estrellas.
—¿Que ha vuelto?
—Sí, después de la batalla por la posesión del jardín del Habitante, regresó a su
hogar. Algo que no podías saber, porque para entonces ya estabas exiliado.
—¿A su hogar? ¿A las tierras infernales?
—¡Tierras infernales! ¡Tierras infernales! ¡No son tierras infernales! ¡Cuántas veces he
de decírtelo, este lugar es el infierno, con su hedor de azufre, sus ciénagas de vampiros y
las calurosas tierras recalentadas por el sol que se extienden al otro lado de las montañas!
Ah, pero el mundo de Harry Keogh sería para nosotros algo así como..., como el paraíso.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé, pero lo sospecho.
—Ese Harry Keogh tenía poderes, vaya si los tenía, pero no era wamphyri.
—Pues ahora lo es —le informó de inmediato Shaitan—. Aunque todavía no lo ha
puesto a prueba. Porque no existe quien lo ponga a prueba, tanto en las argumentaciones
tortuosas como en la batalla. Es más, los Viajeros no le temen demasiado, porque no toma
la sangre de los hombres.
—¿Cómo?
—Según me ha contado el niño, no. El padre del Habitante sólo come carne de
bestias. Comparado con tu vampiro, hijo mío, el suyo parece una criatura gimiente y
rudimentaria.
—¿Y la llamada lady Karen?
—Ah, sí. Lady Karen: la última wamphyri de la Tierra de las Estrellas. Tienes planes
con respecto a ella, ¿no? Recuerdo que hiciste hincapié en su traición, y ahora mismo,
cuando pronunciaste su nombre, fue como si escupieras ácido con tu lengua bífida. Bueno,
Karen y Harry Keogh están juntos. De manera que en ese aspecto, él es hombre. Viven en
el nido de águilas de lady Karen. Si es tan bella como tú dices, no cabe duda de que él se la
está metiendo hasta el mango, o más adentro incluso, mientras tú y yo hablamos.
Fue un sarcasmo deliberado y Shaithis lo sabía, pero no lo pudo resistir y picó el
anzuelo que el otro le había lanzado.
—Entonces, que disfruten mientras puedan —contestó sombríamente. Después miró
a su alrededor, buscando al niño Viajero.
—Ya no está —dijo Shaitan—. Era carne humana, pura y simplemente. Me he pasado
siglos comiendo gachas metamórficas, ya estaba harto. El niño no fue más que un
tentempié, pero no por eso menos delicioso.
—¿Te lo has comido entero?
—En la Tierra del Sol hay tribus enteras —contestó Shaitan con voz gutural—. ¡Y más
allá hay mundos enteros!
Fue entonces cuando comenzaron a prepararse para su resurgir...
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crecido una piel blanca y espesa que les servía de protección contra el frío y de camuflaje
natural. Cuando Harry creyó detectar ligeros movimientos en un montículo de nieve, y
después de haberse acercado con sigilo, comprendió la efectividad de esta última
característica. Se percató de la presencia de las bestias cuando tres de ellas retrocedieron
para cargar contra él: así, juntas, representaban un cuarto de hectárea de bestias asesinas
enloquecidas.
Retrocedió un poco y pensó: No sería más que un pececillo a repartir entre tres enormes
gatos. Apenas les alcanzaría para enterarse del sabor que tengo.
Pero fíjate en su tendencia instintiva a proteger su intimidad, comentó Karen desde su
nido de águilas, situado a tres mil quinientos kilómetros al sur. Sus mentes serán débiles,
pero a pesar de ello se las han arreglado para ocultar sus pensamientos, y así han logrado que no te
percataras de su presencia. Es más, tú eres wamphyri —un lord, un amo—, pero eso tampoco las ha
detenido.
El necroscopio había detectado una cierta nota de orgullo en los pensamientos de
Karen; aquellas bestias eran su obra, y había hecho un buen trabajo. Pero, por desgracia,
había permitido que se le escaparan de la traílla. Como seguía concentrada en él, detectó
ese pensamiento.
La distancia era demasiado grande, adujo, al tiempo que se encogía de hombros. Ahora
me doy cuenta. La telepatía es un don especial que compartimos. Nuestras mentes, humanas en su
mayor parte, son grandes y podemos centrarlas bien, por lo que el contacto entre nosotros es algo
sencillo. Pero las mentes de esas bestias son pequeñas y sólo les preocupa su supervivencia. Es fácil
de explicar, se han olvidado de mí.
Entonces ha llegado la hora de que se acuerden, contestó Harry. Mientras ella ampliaba y
reforzaba las instrucciones originales, él las transmitió directamente y con fuerza a las
mentes obtusas del grupo. Después, cuando se movió entre ellas por segunda vez, se
mostraron más respetuosas.
¡Bravo!, comentó Karen, nerviosa. Hace falta valor para examinarlas tan de cerca. Pero es
arriesgado, por favor, Harry, sal de ahí. Vuelve a casa.
A casa... ¿Se referiría al nido de águilas? ¿Acaso era ése su hogar? Tal vez era lo que
le correspondía, un monstruoso menhir que se elevaba sobre las planicies de peñascos de
la Tierra de las Estrellas, cuyos muebles estaban hechos con el pelo, las pieles, los
cartílagos y los huesos de unos seres que habían sido hombres y monstruos. ¿Qué otra
casa iba a adaptarse mejor a las necesidades de un hombre cuya amiga de toda la vida
había sido la misma Parca?
Amargas reflexiones. Pero, por otra parte, Harry tenía la impresión de que Karen le
suplicaba que volviera porque estaba preocupada por él. Y era mejor esa casa que no tener
ninguna.
Además, ya había terminado su tarea y tenía frío. Y sabía que Karen le daría calor...
se marchó.
Byzarnov se acercó a Klepko. Las dos formas de dardos avanzaban erráticamente por
la pantalla del ordenador y desaparecían en el olvido; el simulacro había concluido;
Klepko hacía un último comentario:
—... seguirá llena de gases tóxicos y podría ser altamente radiactiva. Pero para
entonces, todos estaremos fuera de aquí.
El comandante esperó a que Klepko despidiera a sus oyentes, lo llevó aparte y habló
con él breve y nerviosamente.
Sobre Luchov.
El necroscopio soñaba.
Soñaba con un niño llamado Harry Keogh que hablaba con los muertos y era amigo
de ellos, su única luz en una oscuridad universal. Soñaba con los amores y las vidas del
joven, las mentes que había visitado, los cuerpos en los que había habitado, los lugares que
había conocido en el pasado y en el futuro, y en dos mundos. Era un sueño muy extraño y
fantástico —mucho más porque era verídico— y aunque el necroscopio soñara consigo
mismo, con su propia vida, seguía teniendo la impresión de que soñaba con otro.
Finalmente soñó con su hijo, un lobo..., pero esa parte del sueño era real, no era un
recuerdo de otro mundo. Su hijo se le acercaba con la lengua afuera y decía: ¡Ya vienen,
padre!
Harry despertó al instante, bajó del lecho de Karen y con movimientos rápidos y
sinuosos se acercó al alféizar de la ventana y apartó las cortinas. Cauteloso, se mantuvo
oculto y a punto para apartar la mano en el momento en que fuese necesario. Pero no hizo
falta, porque el sol ya había bajado. Las sombras avanzaban tímidamente por la línea de
montañas tiñendo de negro los picos dorados. Poco a poco, las estrellas que al principio
apenas se veían adquirieron mayor brillo. La oscuridad estaba allí y seguiría ganando
terreno.
Karen gritó en sueños, despertó y se sentó de golpe en la cama deshecha.
—¡Harry! —Tenía el rostro palidísimo, parecía una sábana rota en la que aparecían
unos agujeros triangulares en el lugar de los ojos y la boca. Miró por toda la habitación y
cuando descubrió al necroscopio junto a la ventana, las cuencas de sus ojos se
encendieron—. ¡Ya vienen!
Sus miradas escarlata se encontraron, se fundieron y formaron un canal por el que
transitaron los pensamientos que, momentos antes, estaban dormidos. Harry veía la mente
de Karen con sólo mirarla a los ojos, pero dijo en voz alta:
—Ya lo sé.
Bajó del lecho desnuda, corrió hacia él y se sepultó en sus brazos.
—¡Pero ya vienen! —sollozó.
—Sí, y lucharemos contra ellos —respondió con voz ronca, al tiempo que su cuerpo
reaccionaba espontáneamente al contacto y al olor de la piel de Karen, que era suave,
sedosa, plena y húmeda, allí donde su miembro crecía dentro de ella.
Karen se aferró a él con todas sus fuerzas y murmuró:
—Hagamos que éste sea el mejor de todos, Harry.
—¿Porque podría ser el último?
—Por si acaso —gruñó, al tiempo que en su interior formaba unas púas para
introducirlo más adentro. Después...
... Nunca antes había sido igual, y quedaron demasiado agotados como para sentir
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miedo...
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invocar a los muertos y levantarlos de sus tumbas? —Y para sus adentros se preguntó una
vez más: ¿Y tú, Harry, puedes tú?
—Quizá Shaitan posea ese arte. Porque al fin y al cabo fue el primer wamphyri.
Desde entonces, ha tenido tiempo suficiente para estudiar. Es posible que pueda
atormentar a los muertos para arrancarles sus secretos.
—¿Pero le contestarán? —preguntó Harry con voz ronca, mientras sus ojos brillaban
como rubíes a la luz del fuego—. No, no me refería a la nigromancia sino a la necroscopia.
Un nigromante es capaz de «examinar» un cadáver, incluso una momia que lleva muerta
mucho tiempo, pero yo hablo con los espíritus de los muertos. Y ellos me quieren, hasta el
punto de que serían capaces de levantarse de sus cenizas por mí... —Es mentira. Te estás
mintiendo a ti mismo. ¡Eres un wamphyri, Harry Keogh! ¿Levantar a los muertos de sus cenizas?
Solías hacerlo, sí, solías hacerlo. Se puso en pie y dijo—: He de intentarlo.
Se dirigió a las estribaciones de las montañas que había debajo del jardín, donde
tiempo atrás había conjurado a un ejército de trogs momificados para presentar batalla a
los trogs wamphyri. Habló con sus espíritus a su manera, pero por única respuesta recibió
una ráfaga de viento del norte.
Percibió que estaban allí y que lo oían, pero que preferían mantenerse en silencio. Se
encontraban en paz, ¿para qué iban a unirse a la agitación del necroscopio?
Subió al jardín. Allí encontró las tumbas —eran muchísimas—, pero estaban
descuidadas: los Viajeros que murieron en la gran batalla, los trogs que descansaban en
sus nichos, debajo de los riscos. También lo oyeron, y se acordaban de él. Pero percibían en
él algo diferente que no les gustaba.
¡Ah, wamphyri! ¡Nigromante! Aquel hombre o monstruo conocía palabras que
podían hacerlos volver a una horrible parodia de la vida, incluso en contra de su voluntad.
—¡Tal vez lo haga! —amenazó al notar su negativa, su terror. Pero para sus adentros:
¿Igual que Janos Ferenczy? ¿Cuánto vale ahora tu «humanidad», Harry?
Regresó junto a Karen, al nido de águilas y, desolado, dijo:
—Hace tiempo podría haber formado un ejército con los muertos. Pero ahora sólo
estamos tú y yo.
Y yo, en sus mentes oyeron el gruñido del Habitante con la misma claridad que si
hubiese estado allí, con ellos. Luchasteis por mí en una ocasión. Los dos peleasteis por mi causa.
Ahora me toca a mí.
Al parecer, la decisión estaba tomada, sólo faltaba fijar un rumbo. Aunque, en
realidad, sólo había un camino que seguir.
Karen fue a buscar su guantelete, lo sumergió en una solución limpiadora ácida y
después se puso a engrasar las articulaciones.
—Yo sola le arranqué el corazón a Lesk el Ahíto. Y en aquella época teníamos mucho
más que temer. Y ahora que me doy cuenta, la verdad es que no temo por mí, sino que
tengo miedo de perder lo que tenemos. Aunque, pensándolo bien, ¿qué es lo que tenemos?
Harry se puso en pie de un salto y, presa de un incontenible nerviosismo, comenzó a
pasear agitando los puños. Después, se quedó mortalmente quieto. Era su vampiro, que
trataba de dominarlo. Asintió con aire de entendido y gruñó:
—Está bien, tal vez te he mantenido a raya durante demasiado tiempo. Puede que
haya llegado el momento de que te deje suelto.
—¿Qué? —preguntó Karen, y dejó la limpieza de su guantelete.
—Nada.
—¿Nada? —preguntó, enarcando las cejas.
—Sólo preguntaba..., ¿dónde será todo?
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universos de la luz con forma de cono», de Möbius, un hechicero que había conocido en
las tierras infernales: «un matemático que era religioso; un loco que cree que Dios es una
ecuación..., más o menos lo que Pitágoras creyó siglos antes que él». Y sobre el continuo de
Möbius, ese lugar fabuloso e insondable donde habían hecho el amor metamórfico, y que
él consideraba como «un infinito cerebro que controla los cuerpos de los universos, en el
cual los seres simples como yo no son más que sinapsis que transmiten pensamientos e
intenciones y que cumplen con..., ¿con la voluntad de Alguien?».
A esas alturas, el sueño del necroscopio se había convertido en un proceso febril,
lleno de ideas, conversaciones y asociaciones de su pasado, incluso de pasados sueños,
como un caleidoscopio donde se mezclaba lo real y lo irreal, donde desde el principio su
vida era vista como producto de una metamorfosis, igual que la experimentada por su
carne, que le permitía hacer extraños descubrimientos y encontrar raros conceptos. El
sueño, al igual que el último estertor de un moribundo, contenía elementos cruciales de
toda esa vida, pero unidos en una única visión que duraba apenas un instante.
Cuando la frente gris se le perló de frías gotas de sudor, Karen pudo haberlo
despertado; pero sus palabras la fascinaban; además, necesitaba dormir, recuperar fuerzas
para la batalla. Quizá se serenara cuando la pesadilla hubiera pasado. De modo que
permaneció sentada junto a él, mientras sudaba y divagaba sobre cosas que escapaban a su
entendimiento.
Sobre la relatividad del tiempo y toda la historia, la del futuro y la del pasado, que
eran contemporáneas pero ocurrían en «otra parte»; sobre los muertos, los verdaderos, no
los muertos vivientes, que esperaban pacientes en sus tumbas a que se produjera un nuevo
inicio, su segunda venida; y sobre una gran luz, la Luz Primigenia, «que es el actual e
interminable Big Bang que se produce cuando todos los universos se expanden
eternamente para salir de la oscuridad». Masculló cosas sobre números que tenían el
poder de separar el espacio y el tiempo y sobre una ecuación metafísica «cuya única
justificación es la de extender la mente más allá del límite de lo meramente físico».
En un determinado nivel, se trataba del torbellino subconsciente del genio
matemático instintivo de Harry, mejorado y aumentado por su vampiro, que ahora
llevaba el control; pero en un plano superior representaba la violenta confrontación entre
dos potencias absolutamente elementales: la Oscuridad y la Luz, el Bien y el Mal, la
Sabiduría por la sabiduría misma (lo cual es un pecado), y la ausencia total de sabiduría,
que es la inocencia. Era la batalla del subconsciente del necroscopio consigo mismo, en su
interior, que debía plantear y ganar si deseaba impedir que cayera la oscuridad final,
porque Harry mismo podía desempeñar el papel de brillante guardián de mundos
venideros o representar su destrucción total incluso antes de que nacieran.
Pero Karen nada sabía de todo aquello, ella sólo sabía que no debía despertarlo. Y
Harry continuó con su agitado sueño. «Podría darte fórmulas con las que ni siquiera has
soñado...», decía, burlón, al recordar algún tiempo pasado ya olvidado, mientras las luces
de sus ojos brillaban escarlata a través de los párpados cerrados. «¡Ojo por ojo, Dragosani,
y diente por diente! Fui Harry Keogh..., me convertí en el sexto sentido de mi propio hijo
antes de que la cabeza vacía de Alec Kyle me succionara y su cuerpo fuera mío..., Faethor,
el gran embustero, habría vivido ahí dentro, conmigo, pero dónde está ahora Faethor, ¿eh?
¿Dónde está Thibor? ¿Y qué me dices del fanfarrón Bodescu? ¿Y Janos?» De pronto se echó
a llorar y unos gruesos lagrimones se colaron por entre los párpados luminosos.
«¿Y Brenda? ¿Y Sandra y Penny? ¿Soy un maldito o un bendito...?
»Tenía un millón de amigos, aquello era delicioso, ¡lástima que estuviesen todos
muertos! "Vivían" en una dimensión que estaba más allá de la vida y, a pesar de eso, yo
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podía hablarles y ellos seguían recordando lo que significaba haber estado vivos.
»Existen muchas dimensiones, innumerables planos de existencia, un sinfín de
mundos. Una miríada de universos de luz con forma de cono. Y yo sé cómo surgieron. Y
Möbius también lo supo antes que yo. Pitágoras pudo haberlo intuido, pero Möbius y yo
lo sabemos.
»Hágase... (Torció los ojos, fuertemente cerrados.) Hágase... (Unas gotas enormes de
sudor le cubrieron el cuerpo estremecido y gris como el plomo.) Hágase...»
Karen no pudo soportar más su dolor, porque sólo podía tratarse de un sufrimiento
extremo. Lo sacudió y le suplicó:
—¿Que se haga qué, Harry?
—¡La luz! —aulló y abrió de golpe los ojos extraviados, encendidos por su propio
calor.
—¿La luz? —repitió Karen con voz maravillada.
Harry pugnó por sentarse, se dio por vencido y se dejó caer en los brazos de su
amada. La miró, asintió y dijo:
—Sí, la Luz Primigenia, la que mana de Su mente.
Los ojos de Harry siempre habían sido extraños, incluso antes de que su vampiro los
tiñera de sangre, pero en aquel momento se transformaban velozmente. Karen vio que de
ellos desaparecía primero la furia y luego el temor, y contempló fascinada cómo moría en
ellos toda vitalidad alienígena, incluso toda la pasión de los wamphyri. Porque con una
única excepción, el necroscopio era el primero de su especie que sabía y creía.
—¿Su mente? —repitió Karen por fin, y al ver la dulzura infantil de su rostro, se
extrañó.
—¿La mente de... Dios? —Harry no estaba del todo seguro. Pero poco le faltaba—.
De algún Dios —aclaró con una sonrisa en los labios—. ¡Un creador!
En su interior, instintivamente consciente de la inminente derrota, su vampiro se
encogió y tal vez lamentó su destino: formar parte de un hombre que sólo deseaba ser
eso..., un hombre.
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Capítulo seis
¡Lucha aérea!
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304
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mujeres.
Más tarde, las ventanas superiores del nido de águilas de Karen se iluminaron con el
fulgor rojizo del fuego; el humo salía por las chimeneas; era como si se celebrara una
alegre fiesta. Al menos para los vampiros que llevaban tanto tiempo sin saciar sus
instintos fue alegre.
Las pocas sobras rotas que quedaron cuando Shaithis y Shaitan acabaron, sirvieron
de golosina a los guerreros. El hecho de que aquella carne devastada estuviera muerta era
un magro consuelo.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
jardín; una vez allí, se elevaron por encima de los picos desde donde exploraron el
territorio de los defensores y descubrieron la situación de los guerreros y el hecho de que
nada más se movía. Posteriormente, con sus sondas encontraron la mente dormida de
Karen. En cuanto a la del necroscopio, también estaba dormida, pero protegida e
impenetrable. Y soñaba.
Harry soñaba que corría veloz por el torrente temporal del futuro de la Tierra de las
Estrellas: en sus ojos se reflejaban los destellos de las líneas vitales azules, verdes y rojas, y
sus oídos parecían sintonizados al infinito —¡Aaaahh!— monocorde de la expansión de la
vida hacia todos los mañanas de todos los Universos de la Luz. La última vez había estado
allí con Karen, pero en esa ocasión se encontraba solo, por lo que pudo prestar más
atención a cuanto lo rodeaba y fue consciente de que los hilos escarlata de los vampiros
convergían sobre el suyo. Y cuando daba la impresión de que iban a fundirse en una
extraña colisión temporal, en ese punto, en aquel enfurecido crisol, el tiempo de Möbius
adquiría una tonalidad dorada que ponía fin a... ¿todo?
Tal vez no.
El sueño se diluyó entonces y Harry se despertó de golpe en la derruida morada del
Habitante en la que Karen y él habían establecido su cuartel general. Karen también
despertó en sus brazos.
—¡Los guerreros! —gritó, y extendió la mano para introducirla en la matriz del
guantelete recubierta de basto material.
—Iré a ver —contestó Harry ya en pie; conjuró una puerta de Möbius que coincidió
con el marco de la puerta de la morada de piedra. Al cruzar ambas, miró hacia el cielo.
¡Bestias voladoras! Las vio un instante antes de que lo envolviera el continuo de Möbius:
amplísimas siluetas de manta que palpitaban en el cielo; montados en sus sillas, unos
jinetes wamphyri dirigían el ataque de sus guerreros. Además de los guerreros, que ya se
encontraban en el suelo, trabando combate con las criaturas de Karen, seguían en el aire
varias bestias que volaban delante de las estrellas como pulpos aéreos, con las palas
propulsoras extendidas y los orificios de escape activados. Eran tres y volaban en
formación triangular, protegiendo a sus controladores, ¿pero cuántas más habrían
descendido ya?
Harry salió del continuo en la parte posterior del paso. El guerrero guardián de
Karen era atacado por dos bestias inferiores, pero de una ferocidad increíble; una de ellas
estaba debajo y con sus pinzas y hoces intentaba abrirle el vientre, mientras que la otra
cabalgaba sobre su lomo y a dentelladas trataba de alcanzar la espina dorsal. ¡Ni siquiera
la carne metamórfica podía soportar por mucho tiempo un ataque semejante!
Apártate de ellas, ordenó el necroscopio. Elévate si puedes. Ataca al enemigo en el cielo.
Había abierto su mente para comunicarse con el guerrero.
Karen lo captó de inmediato.
He lanzado al guerrero desde la cornisa de los riscos, le informó. Es rápido y feroz. Si logras
que ése remonte el vuelo..., Shaithis y Shaitan pueden encontrarse en desventaja. Sus bestias
voladoras son poco convencionales, están fuertemente blindadas, pero no son dignos contrincantes
de un guerrero. ¡Tal vez podamos hacer que esos cabrones caigan en picado!
Como se encontraban cerca del enemigo, sus pensamientos ya no eran ningún
secreto.
¡Eh, Karen!, gritó Shaithis lleno de júbilo desde el cielo. Siempre traicionera, ¿eh? Estoy
seguro de que mientras te quede aliento me maldecirás. ¡Sé que lo harás y yo estaré presente para
verlo! Dirigiéndose a Harry, añadió con voz ronca: ¡En cuanto a ti, Morador del Infierno..., ah,
qué bien te recuerdo! Tenía un nido de águilas... hasta que tú y tu hijo, el Habitante, lo convertisteis
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en un montón de escombros. ¿Dónde está tu hijo ahora, eh? He oído decir que es un lobo enorme
que engendra lobeznos a la luz de la luna. ¡Ja, ja, ja! ¿De qué perra lo sacaste, eh?
Harry oyó con claridad la befa de Shaithis y también la abrupta interrupción de
Shaitan, que fluyó en su mente como si se tratara de limo mental:
Las pullas no sirven de nada. Cuando llegue el momento, mátalo, naturalmente..., pero
entretanto, déjalo en paz.
El vampiro del necroscopio estaba furioso, quería imponer su voluntad; las
exigencias que le planteaba a Harry eran mentales y físicas; oía su voz que le gritaba:
«¡Dame ese derecho! ¡Deja que los despedace! ¡Tú sólo entrégame tu mente y tu cuerpo,
que yo te lo daré todo!». Pero Harry sabía que mentía, que su parásito lo tomaría todo.
Oyó cómo se agitaba el aire, se agazapó, adoptando una postura de defensa, y miró
al cielo. Karen había levantado vuelo; la bestia voladora de Harry, que ella le había
enviado giró bruscamente y descendió hacia él. Cuando los quince metros de envergadura
de sus membranosas alas de manta, compuestas por huesos alveolados, carne esponjosa y
cartílago, bajaron del cielo, Harry dio un salto, se agarró de los salientes del arnés que
llevaba la bestia debajo del cogote y, tomando impulso, se sentó en la silla. En tierra, el
guerrero asediado se sacudió a sus atacantes y levantó el vuelo.
¡Bien!, lo animó Harry. Ahora únete a tu feo gemelo y ayúdale a despedazar a las bestias
voladoras enemigas.
Ayudémoslos, le pidió Karen mentalmente, al tiempo que su bestia comenzaba a
elevarse en una corriente de aire proveniente de la Tierra de las Estrellas que la condujo
hacia donde se encontraban los invasores, que parecían sentados entre las estrellas.
Subiendo hacia las bestias voladoras blindadas de Shaithis y Shaitan, escudados tras
la formación en punta de flecha de los guerreros siseantes, Harry preguntó:
¿Dónde está nuestro tercer guerrero?
En tierra, muerto, respondió Karen, sombríamente. Aplastado por el espécimen más
terrible que he visto en mi vida. En los viejos tiempos, el pensar siquiera en una bestia semejante
habría significado el destierro sumario. La antigua regla era bien sencilla: nunca des vida a nada
que más tarde pueda resultar invencible. Porque a la larga, hasta el cerebro más débil es capaz de
aprender sus trucos. En cuanto a estas cosas que Shaithis y Shaitan han diseñado —sobre todo
ésa— ¿es que no percibes su maligna inteligencia? ¡Son abominaciones!
Harry exploró el cielo entero y luego miró hacia el suelo, trescientos metros más
abajo, y en la oscuridad lo descubrió.
Entiendo a qué te refieres, dijo.
Elevándose a la altura de Karen y de él mismo, en la misma corriente de aire, llegaba
el guerrero al que le había ordenado levantar vuelo; estaba herido y por las grietas
provocadas en la escamosa armadura del vientre perdía fluidos. Las gotas de plasma
brillaban rojizas como un collar de rubíes allí donde los tejidos metamórficos comenzaban
a cicatrizar los profundos cortes del cuello. Por el momento, los propulsores del guerrero
aún funcionaban, pero Harry creyó oír un chisporroteo.
Un poco más arriba de donde se encontraban él y Karen, y subiendo a mayor
velocidad, el guerrero ileso que Karen había lanzado desde los riscos soltaba con furia los
gases propulsores. Resollaba como un dragón mientras iba directo hacia las bestias
voladoras y sus jinetes. Respondiendo a la amenaza como monstruosos autómatas, el trío
de guerreros escolta giraron hacia adentro y comenzaron a converger, perdieron altura,
inclinaron los propulsores y cayeron como piedras sobre su objetivo.
Ocurrió en un momento: el hecho era que a altura media y elevada, Karen y el
necroscopio estaban en seria desventaja. En cuanto a la situación en tierra, era mucho
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peor. Los guerreros enemigos, que en la parte trasera del jardín habían herido de gravedad
a la criatura de Karen, se habían lanzado en la misma corriente ascendente y estaban a
punto de alcanzarla; subiendo tras ellos, a mayor velocidad aún, iba el destructor de su
tercera criatura, que ella había descrito como el guerrero más terrible que había visto en su
vida. Harry no era experto en esas lides, pero tuvo que darle la razón.
Estaba dotado de tentáculos de calamar... y allí acababa toda comparación con
criaturas que le resultaran familiares. Era gigantesco, todo carne, sangre, cartílago y hueso,
pero con el aspecto y las grises iridiscencias de un extraño metal flexible. Unos racimos de
vejigas gaseosas cual extrañas barbas abultaban su cuerpo palpitante y le restaban
maniobrabilidad, pero lo ayudaban a soportar el peso extra de sus brazos y la armadura.
Estos últimos elementos no eran añadidos del guerrero, sino que formaban parte
integrante de su cuerpo; como los grandes saurios de las épocas pretéritas de la Tierra,
llevaba las armas puestas. Aunque la naturaleza, ni siquiera en sus sueños más
desbocados, había dotado jamás a criatura alguna de órganos como aquéllos. No, porque
aquel ser había sido diseñado exclusivamente por Shaithis.
¿Y bien, necroscopio?, chilló la voz telepática de Karen, alarmada.
Si huimos no haremos más que posponer lo inevitable, respondió él.
¿Entonces? El pánico surgió en ella como el viento de la Tierra de las Estrellas.
¡Procuremos hacer el mejor papel posible aquí mismo!
En el cielo, una letal formación en punta de flecha cayó sobre el guerrero de Karen
como halcones sobre una paloma. Harry ordenó a su bestia voladora:
Quédate con tu ama. Después, saltó de la silla y se lanzó hacia una puerta de Möbius
conjurada en el último momento..., y al instante siguiente apareció sobre el lomo escamoso
del guerrero de Karen, donde casi logró saborear el hedor caliente de los atacantes.
¡Estaban muy cerca!
¡Deslízate a un lado!, le ordenó a su asustada montura. Conjuró una inmensa puerta y
guió al monstruo para que la pasara. El trío enemigo confluyó en el sitio donde Harry
había estado y formó un nudo enmarañado; el necroscopio salió del continuo de Möbius
encima de ellos..., ¡a la altura de las bestias voladoras blindadas de Shaithis y Shaitan!
Cuando su mirada se topó con las de ellos, a través del aire logró captar parte de la
andanada telepática de Shaithis:
¡Basura de las tierras infernales, tú y tu maldita magia!
Harry se distrajo: había visto los ojos escarlata de Shaitan y éste le había dedicado
una mirada ardiente. En la mente del Caído no había odio hacia el necroscopio, sólo una
gran curiosidad.
Ahórrate las maldiciones, le advirtió Shaitan a Shaithis. Porque éste todavía es capaz de
causarnos un gran daño. Entonces sí tendrás verdaderos motivos para maldecirlo. Harry también
oyó la advertencia.
Abajo, el trío de guerreros confundidos se había desenredado; volvieron a elevarse
con un rugido de propulsores.
Dos de vosotros, ordenó Shaithis. ¡Venid a mí, deprisa! Y, dirigiéndose al tercero,
añadió: Ve por la mujer. Ya sabes qué has de hacer...
¡Maldito bicho baboso! Harry lanzó el pensamiento a Shaithis antes de darse cuenta de
que no se trataba de un gran insulto. Buscó a la bestia voladora de Karen y la vio salir de
la espiral ascendente para seguir las montañas en dirección al este. Un par de guerreros —
uno de ellos era la criatura herida de Karen— salió tras ella y las dos bestias chocaron en el
aire. El guerrero de Karen se llevó la peor parte, pero su bestia voladora había logrado
poner distancia y ganar tiempo. De momento, Harry parecía haber perdido al gigantesco
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Brian Lumley Engendro de la muerte
guerrero.
Aprovechando que Karen no se encontraba en peligro inmediato, el necroscopio se
agarró a las escamas de su monstruosa montura y la lanzó de cabeza hacia sus enemigos.
Éstos dieron media vuelta y salieron disparados sobre la planicie de peñascos de la Tierra
de las Estrellas, más o menos en dirección a los nidos destruidos de los wamphyri. Resultó
evidente que en vuelo horizontal sus bestias poseían la ventaja de la velocidad. Al
comprobar que de aquella manera sería incapaz de alcanzarlos, Harry conjuró una puerta
y guió a su guerrero para que la atravesara...
... Salió directamente encima de las bestias voladoras que volaban ágiles hacia el este.
Shaithis oyó el aullido de los propulsores del guerrero, notó su sombra en la espalda y
miró hacia arriba. La sonrisa del necroscopio brilló escarlata, furiosa, cuando abalanzó su
montura sobre la bestia voladora de Shaithis e intentó aplastarlo en la silla. De inmediato,
Shaithis se inclinó sobre los hombros de su montura. El guerrero de Harry extendió los
rezones, las pinzas y las mandíbulas retráctiles y comenzó a cortar a la bestia voladora en
el aire; sus apéndices, afilados como cuchillas, se acercaban peligrosamente a Shaithis
mientras éste se contoneaba desesperado para salvar la vida. Empapado en la sangre de su
víctima, el guerrero de Harry se elevó un poco y volvió a abalanzar la masa de su cuerpo
sobre la bestia voladora. Shaithis se dejó resbalar de la silla, se agarró de los arreos y,
bañado por una lluvia escarlata, supo que se había quedado sin bestia voladora.
¡Shaitan!, gritó, colgado en el aire.
Shaitan hizo que su bestia descendiera un poco y se ladeara.
¡Salta!, le ordenó, pasando directamente por debajo de su descendiente. Shaithis hizo
amago de saltar hacia la bestia voladora de su antepasado, pero fue desviado de su curso
cuando el guerrero de Harry embistió por tercera vez el lomo de su cabalgadura,
partiéndola en dos. Rodando delante de Shaitan, Shaithis se encontró de pronto en caída
libre.
Hacía tiempo que Shaithis no volaba por sí solo, pero estaba en buenas condiciones y
se encontraba a una altura más que suficiente. Su túnica suelta se hizo pedazos cuando se
extendió para adoptar la forma prehistórica de un pterodáctilo y, poco a poco, la caída en
picado se convirtió en un planeo. En la distancia, hacia el este, en la planicie de peñascos,
vio un faro brillante y supo que se trataba de la Puerta que daba a las tierras infernales.
Constituía un buen punto de referencia y se dirigió hacia allí.
El necroscopio lo había perdido. Shaithis, una mota oscura en un cielo más oscuro
aún, había desaparecido. Pero quedaba Shaitan. Entretanto, el padre inmemorial de los
vampiros había avanzado; Harry cubriría la misma distancia en el tiempo que tardara en
conjurar una ecuación. Se disponía a hacerlo cuando... ¡su guerrero fue embestido por
detrás!
El impacto estuvo a punto de hacerlo caer de las placas que llevaba en el lomo su
montura. Detrás de él, el más monstruoso de todos los guerreros agarraba a su criatura
con unas pinzas parecidas a las de los cangrejos y le arrancaba gruesos trozos de carne de
la musculatura de sus conductos de propulsión. Las otras bestias de Shaitan se
mantuvieron a prudente distancia para permitir que su pariente más monstruoso
continuara con la tarea.
En los últimos segundos, Karen logró establecer contacto mental con Harry. Vio los
problemas que tenía y él los de ella: el guerrero menos potente que Shaithis había enviado
a por ella había eliminado a su criatura luchadora y se disponía a atacar a su bestia
voladora. Para Karen todo parecía estar perdido.
¡Necroscopio, esto se acaba! Mi montura está débil y no tardará en rendirse. La culpa de todo
310
Brian Lumley Engendro de la muerte
la tengo yo, que la he diseñado. Me dirigiría a las tierras ardientes a una muerte dorada bajo el sol
naciente, pero dudo que pueda llegar. ¡Al menos moriré con honor: mi guantelete contra un
guerrero!
Montado en la última criatura de Karen, mientras su atacante la hacía pedazos a ojos
vista, el necroscopio miró a Karen a los ojos.
La bestia voladora de lady Karen resolló sonoramente cuando su amazona la obligó a
virar al sur, hacia el gran paso, pues su altura era ya insuficiente para permitirle superar
los picos. Pero el monstruo al que Shaithis le había ordenado atacarla se abalanzó sobre
ella desde lo alto y por la espalda. Y allá abajo, cerca de donde el gran paso partía las
montañas, se encontraba la luz enceguecedora. La Puerta de la Tierra de las Estrellas, por
supuesto; Harry lo habría deducido de inmediato, pero el problema radicaba en que
aquella vista aérea le resultaba desconocida. Poco después, el cadáver destrozado del
guerrero de Karen enrojeció esa vista al caer en picado y estrellarse en mil pedazos contra
el suelo. Su destructor se disponía a acabar con Karen.
Harry saltó de su criatura, cruzó una puerta de Möbius y emergió en las
estribaciones de las montañas que se elevaban del portal de la Tierra de las Estrellas. La
Puerta era una falla en la materia del multiverso, una inmensa distorsión en el tejido del
espacio-tiempo de Möbius, pero el necroscopio se encontraba a una distancia suficiente
como para que influyera en él. Exploró la amplia abertura del paso donde el guerrero
enemigo jugueteaba con la extenuada bestia voladora de Karen, obligándola a aterrizar.
Una segunda bestia voladora sin jinete aleteaba inútilmente cerca de allí: era la montura
de Harry, a la que había dado órdenes de permanecer junto a su ama. Utilizó el continuo
de Möbius para montarse en su silla y le dijo a Karen:
Todavía no estamos vencidos.
Ella lo oyó, y también Shaithis. Al final de su largo planeo, aterrizó cerca de la Puerta
y recuperó su forma humana. Al ver a su guerrero en el cielo, amenazando a las bestias
voladoras y a sus jinetes, le ordenó:
¡Tráeme a la mujer..., en pedazos si es preciso!
El guerrero reaccionó de inmediato: cayó con todo el peso de su enorme corpachón
contra la bestia voladora de Karen y a punto estuvo de desmontar a ésta de su silla. Así
colgada, mientras trataba de recuperar el equilibrio y los sentidos, el guerrero sacó unos
apéndices dotados de ganchos y la agarró. Después, mientras sus propulsores rugían
triunfalmente, el monstruo le asestó a la bestia voladora un último golpe que le partió el
pescuezo. La bestia de Karen comenzó a girar sobre sí misma y a caer en picado hacia el
paso, mientras el guerrero se daba media vuelta y se dirigía hacia la planicie de peñascos.
¡Bien!, exclamó Shaithis, aplaudiendo a su bestia. Tráemela.
Harry obligó a su montura a bajar en picado para interponerse en el camino del
guerrero; éste lo ignoró y siguió su camino. Y Harry envió esta orden directamente a su
pequeño cerebro:
Entrégamela a mí.
¡No lo hagas!, replicó su legítimo amo. ¡Apártalo de tu camino..., aplástalo si puedes!
El monstruo se abalanzó sobre Harry. Karen, sujeta por los palpos recubiertos de
espinas quitinosas que le perforaban la piel y la inmovilizaban como si fuera un pescado
atrapado por cien anzuelos, se limitó a gritar cuando el cuello de la bestia se arqueó para
golpear a su amado; unas fauces que parecían una cueva, dotadas de armas más letales
que la boca de un Tyrannosaurus rex, se abrieron para engullirlo.
Lo que ocurrió después fue pura reacción instintiva. Fue como si Faethor Ferenczy
viviera aún dentro del necroscopio y le susurrara al oído: ¡Cuando abra sus enormes fauces,
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Brian Lumley Engendro de la muerte
métete en ellas! Harry sabía que jamás podría abrigar siquiera la esperanza de dañar
físicamente a aquella bestia, al menos desde fuera. Pero en alguna parte de aquel
monstruoso cráneo había un cerebro diminuto y, en el fondo de su ser, conservaba algo
que todavía era o deseaba ser wamphyri.
¡Métete en sus fauces!
Harry se irguió en la silla y saltó hacia el interior de la hedionda boca del guerrero
justo en el momento en que éste la cerraba. Pero en el interior de esa puerta rodeada de
dientes, apareció otra conjurada por su mente metafísica. La cruzó, pasó al continuo de
Möbius... y volvió a salir en el interior de la cabeza del guerrero. Se encontraba físicamente
dentro de su cabeza, entre los toscos materiales de su cráneo, tubos y conductos
palpitantes, protuberancias y nódulos, entre la sucia membrana mucosa de su cráneo vivo.
Notó las contracciones de la papilla que desplazaba a su paso y cómo se encogía la
carne metamórfica cuando su cuerpo se materializó y rozó las terminaciones nerviosas, los
tejidos húmedos y esponjosos y el palpitar del plasma que proporcionaba oxígeno al
pequeño cerebro agonizante..., tendió las manos provistas de garras vampíricas para
buscar y acariciar el ganglio central. Y pulverizarlo después. Entonces...
La gravedad desapareció cuando los propulsores del guerrero se cerraron y la bestia
descendió en caída libre. En el interior de su cabeza, Harry trató desesperadamente de
encontrar sitio para conjurar una puerta de Möbius. Necesitaba espacio para trabajar y aire
para poder respirar; nunca antes había intentado conjurar una puerta bajo el agua o
rodeado de sólidos viscosos —es decir, de sangre caliente—, pero debía hacerlo. Debía
conjurar una puerta, salir de allí, rescatar a Karen de las garras de aquella bestia muerta
antes de que se estrellara contra el suelo.
Cuando las matemáticas de Möbius comenzaron a mutar en la pantalla de la mente
del necroscopio, éste comprendió qué extraños y qué equivocados estaban los cálculos. La
puerta vibró y se estremeció sin alcanzar a materializarse del todo. Sus energías se
adhirieron a la zona del espacio que se hallaba en el perímetro de su matriz y, con gran
violencia, lograron darle nueva forma. La materia normal, despojada de su forma natural,
fluyó como el magma en el instante previo a que la abortada puerta estallara para
desaparecer.
Shaithis vio que su criatura caía a tierra y por un momento pensó que se estrellaría
contra la Puerta. Asombrado, contempló cómo su cabeza blindada se torcía, se deshacía y
se abría en pedazos antes de que el animal acabara estampándose contra el suelo, a pocos
pasos del portal dimensional. Al chocar contra el terreno, vio algo con forma humana —
pero rojiza, amarillenta y grisácea como el cieno—, que salía vomitada del cráneo
destrozado e iba a parar a la planicie de peñascos. Cuando la nube de polvo se hubo
depositado, y las últimas gotas de cieno y plasma hubieron empapado las rocas y la tierra,
avanzó.
Protegiéndose los ojos del resplandor, se paseó con aire incrédulo entre los restos de
su guerrero y miró fijamente a lady Karen, magullada, sangrante e inconsciente entre las
pinzas de la bestia, y a Harry Keogh, el Morador del Infierno, descoyuntado y bañado en
sangre. Aunque todavía no estaba muerto, distaba mucho de estar acabado.
Claro que no, pensó Shaithis, ¡porque es un wamphyri! Aunque es distinto... y resulta difícil
de comprender.
¡Es verdad!, convino Shaitan, obligando a su bestia voladora a que descendiera
planeando sobre la tierra. Sin embargo, eso es precisamente lo que hemos de hacer, comprenderlo.
Porque su mente contiene todos los secretos de la Puerta y de los mundos que hay tras ella. De
manera que no le causes más daño y deja que cicatrice lo mejor que pueda. Cuando esté en
312
Brian Lumley Engendro de la muerte
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Desde el punto de vista del necroscopio —o más bien para sus traumatizadas
percepciones— los hechos se desarrollaban en medio de una náusea infinita, una
confusión vacilante, una semiconsciencia dolorosísima y un despertar plagado de borrosas
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Brian Lumley Engendro de la muerte
de tus ojos se vuelva negra y se te caiga a pedazos, lo contemplarás todo. ¡Es una lástima
que tus padecimientos te impidan disfrutar de los de ella!
El odio de Harry había sido una tortura mayor que la que le provocaban los clavos y
la estaca, tan grande era su tortura que volvió a sumirse en la oscuridad del olvido. Pero
antes de que eso ocurriera, percibió la advertencia mental que el Caído le hacía a su
descendiente.
¡Ten cuidado, Shaithis! Te aconsejo que no lo provoques demasiado. Porque me imagino que
lleva dentro algo que ni él mismo sabe apreciar. Algo que escapa a su control..., un extraño
mecanismo instintivo que funciona a través de él. No lo pongas en marcha, hijo mío. Incluso los
Viajeros cuando cazan y matan jabalíes son lo bastante sabios como para no azuzar en exceso a su
presa.
Pero en el rincón más recóndito de la mente de Shaithis sólo había desprecio. Había
vivido demasiadas auroras soñando con esos momentos de triunfo. ¿Que no azuzara a ese
puerco manso que era el necroscopio? ¡Sólo faltaba eso! Continuaría haciéndolo hasta el
amargo final...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Capítulo siete
Fusión - Fisión - Final
Los lores wamphyri raptaron más mujeres de la Tierra del Sol; satisfecha su lujuria y
con los estómagos llenos, se echaron a dormir, igual que sus bestias y esclavos. El alba se
acercaba poco a poco y el cielo de la Tierra del Sol comenzó a iluminarse. Despertaron con
las primeras lluvias cálidas, antes de que los primeros rayos mortales asomaran por entre
los picos para caer sobre la Tierra de las Estrellas y el norte, entonces atravesarían la
Puerta e invadirían el mundo que había detrás. Pero entretanto dormían.
Harry Wolfson —en otros tiempos, Harry hijo, luego el Habitante y, más tarde, jefe
de la gris hermandad— bajó de las montañas con paso amortiguado, recorrió las
estribaciones y desde las sombras contempló a las fuerzas del mal, tendidas bajo el fulgor
de la Puerta.
Las miraba y también veía los desnudos cuerpos humanos que aparecían
crucificados en el mismo centro. Aunque el enorme lobo gris no tenía manera de saberlo, a
él, a su padre y a Shaitan el Caído, a los tres, los aquejaba el mismo problema: tenían la
memoria deteriorada. Pero mientras que en Shaitan la deficiencia estaba localizada y se
había estabilizado, y en el caso de Harry padre mejoraba gradualmente, en Harry Wolfson
empeoraba con el paso del tiempo y no mejoraría hasta que concluyera su transformación
en lobo.
En ese momento, unos leves recuerdos se agitaron en el fondo de su mente:
recordaba a la mujer enterrada en la tierra dura que lo había amamantado, al hombre
crucificado que era su padre y a una muchacha, también crucificada, que había sido su
aliada. Recordaba también una batalla acaecida hacía mucho, mucho tiempo, en un lugar
llamado el jardín y que había marcado el fin de una vida y el inicio de otra; y también se
acordaba de otra batalla más reciente, en el mismo lugar, en la que él y sus grises
hermanos sólo habían participado como meros observadores. Y también cómo había
planeado participar en esa batalla, del lado de los dos que estaban crucificados, pero... no
recordaba los motivos. En cualquier caso, no habría habido diferencia alguna; ellos habían
peleado en el aire y sus guerreros eran inmensos, y él y la manada no eran más que lobos.
Sin embargo, sentía que había fallado a esas pobres criaturas crucificadas: el hombre,
inconsciente en su cruz, y la mujer, despierta, habituada e incluso resignada al dolor, pero
no inmune al oscuro odio que la corroía por dentro. Allá, en las estribaciones de las
montañas, uno de sus hermanos volvió la cabeza y aulló a la luna que se elevaba sobre las
cumbres. El cuarto menguante, al reflejar la luz, aparecía de un leve tono dorado; el alba
no tardaría en llegar. Otro aullido que siguió al primero inspiró en Harry Wolfson el
siguiente pensamiento instintivo: Silencio. ¡Callaos! No despertéis a los que duermen.
Sus hermanos lo oyeron, también lady Karen.
¿Habitante? Sus pensamientos eran débiles y estaban rodeados de un escudo para
que no los penetraran las mentes de los vampiros dormidos. Pero evocaron un tropel de
recuerdos, aunque borrosos. Harry Wolfson sabía que ella le hablaba.
317
Brian Lumley Engendro de la muerte
Sí, soy ése, respondió al fin. Después de una pausa, aclaró: Era ése. Tenía que saber la
verdad y le preguntó: ¿Te he..., te he traicionado?
¿Por lo de la lucha? (La mujer negó con la cabeza y él percibió el movimiento
telepáticamente.) No, estaba perdida desde el principio. Tu padre y yo habíamos visto ya nuestros
futuros: ¡un fuego dorado que ardía en el continuo de Möbius! En cuanto a nuestros enemigos:
también creímos haber visto su fin, pero nos equivocamos. Al parecer, sus futuros no están aquí, en
la Tierra de las Estrellas, sino en el mundo que está del otro lado de la Puerta. Sus palabras iban
acompañadas de unas imágenes, escenas sacadas del viaje al futuro que había hecho junto
al necroscopio, y se preguntó si las entendería.
Las comprendió y dijo:
Lo siento. Pero sus recuerdos surgían más claros y comenzaban a agolparse en su
mente. Mi padre debía haber sabido que eso no se hace, leer el futuro no es cosa limpia.
Es verdad, convino ella. Interpreté que el fuego dorado podía ser el del sol. Pero no, sólo
eran... hogueras. Ambas cosas arden, es verdad, pero el fuego de Shaithis es el peor, porque viene de
él. ¡Cómo detesto a ese maldito cabrón!
Harry Wolfson vio los troncos y las ramas apilados debajo de ella.
¿Shaithis te va a quemar?
Quemará lo que quede de mí cuando sus guerreros hayan acabado conmigo. Aunque se
tratara de la mente de un lobo, leyó en ella el horror.
¿Hay algo que pueda hacer? Harry Wolfson se acercó, arrastrando la panza contra el
suelo, con sigilo, para no despertar a los esclavos que estaban tendidos en un círculo
abierto alrededor de las dos tiendas negras que había en su centro.
Vete, contestó. Regresa a las montañas. Sálvate. Termina de transformarte en lobo. Come
sólo lo que mates y nunca muerdas a ningún hombre ni a ninguna mujer, de lo contrario, les
transmitirás tu misma condena.
Pero... en el jardín fuimos aliados, le dijo. Karen volvió a ver en la mente de Wolfson
imágenes de fuego, muerte y destrucción.
Sí, pero entonces teníais poder, tú y tus armas. En cuanto hubo expresado ese
pensamiento, otro se formó en su mente. El de la venganza. ¿Queda algo de tu arsenal?
La mente de Wolfson volvía a divagar; miraba hacia todos lados y se preguntaba qué
hacía ahí; su compañera, que estaba preñada, tendría hambre y estaría esperándolo.
¿Arsenal?
No lo recordaba, entonces ella le enseñó una imagen.
¿Puedes traerme una de éstas?
En la planicie de peñascos, a unos doscientos metros de allí, un guerrero saciado
bufó en sueños. Con un movimiento serpenteante, Harry Wolfson se ocultó en las sombras
y se alejó hacia las estribaciones de las montañas para reunirse con la manada. Karen
recibió un solo pensamiento antes de que la conexión se interrumpiera. ¡Adiós!
Y allí colgada, carcomida por el dolor, envuelta en la noche y el frío, pensó: No lo
recordará. Pero se equivocaba.
Regresó, aunque apenas a tiempo; llegó desde el sur junto con las nubes, con las
primeras lluvias cálidas, con la luz grisácea que iluminaba el cielo detrás de las montañas.
Llegó con el falso amanecer, antes de que el sol se levantara del todo, y desafió al círculo
de esclavos, que seguían dormidos y se rascaban y mascullaban en sueños. Subió por los
troncos y las ramas de la pira de Karen, se levantó sobre las patas traseras para quedar
cara a cara, como si quisiera besarla. Pero la boca de Karen parecía una cuchillada abierta
en su cara metamórfica y lo que le dio entonces no fue un beso.
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Brian Lumley Engendro de la muerte
manada lo observaba con ojos feroces, las lenguas colgando y las orejas erguidas. La
memoria del gran lobo era imperfecta y su naturaleza estaba en franca regresión, pero por
el momento comprendía cada uno de los pensamientos del necroscopio. En una época
pasada, cuando era un niño humano, la mente de Harry Wolfson había estado muy unida
a la de su padre.
El necroscopio percibió la presencia de su hijo, notó su preocupación y de inmediato
cerró su mente para que no pudieran entrar en ella. Le costó un gran esfuerzo, pero lo
hizo. Shaitan se percató de inmediato, avanzó con paso majestuoso y dijo a Shaithis:
—Termina de una vez. ¡Te advierto que éste no está derrotado! Acaba de cerrar su
mente, para que no sepamos qué se cuece en ella.
—Dentro de muy poco —respondió Shaithis con un gruñido—, ¡lo único que podrá
cocerse allí serán sus sesos! ¡Mientras... déjame en paz!
Shaitan volvió a retirarse.
—¿Y bien, Harry Keogh? —gritó Shaithis al hombre crucificado. Agitó la antorcha y
apartó las pieles que cubrían la leña—. ¿De modo que has pensado en excluirme de tu
deliciosa agonía? ¿Podrás hacer caso omiso del dolor? Ah, es que nosotros, los wamphyri,
disponemos de ciertas artes, es verdad, evitamos el latido de la carne destrozada y el dolor
de los huesos fracturados, es verdad, incluso mientras se están curando. ¡Pero lo sentirás,
sentirás muy bien cuando la carne se te empiece a derretir! —Inclinó la antorcha hacia la
base de la pila—. ¿Qué me dices? ¿La enciendo ahora? ¿Estás dispuesto a arder?
Finalmente, Harry contestó:
—¡Arde tú..., tú..., excremento de trogs y hedor de bestia gaseosa! ¡Arde en el
infierno!
Shaithis se dio una fuerte palmada en el muslo y se echó a reír como un poseso.
—¡Ja, ja, ja! Sarcasmo por sarcasmo, ¿eh? ¿Y te atreves a insultar a tu ejecutor? —
Acercó la antorcha a un manojo de ramitas secas y un hilo de humo surgió de entre la leña,
seguido de la pequeña lengua de una llama.
Al pie de las colinas en sombras, Harry Wolfson lanzó un prolongado aullido, se giró
y a paso largo bajó la ladera hacia la planicie iluminada por la luz de la Puerta. La gris
hermandad se disponía a seguirlo, pero él les ordenó:
¡No! Regresad a vuestras montañas. Lo que ha de ocurrirme, ocurrirá.
De la pira de Harry comenzaron a surgir las llamas, pequeñas lenguas brillantes que
se iban animando rápidamente. Shaithis se acercó a Karen, que yacía sujeta por unos
cuantos esclavos. Había recuperado la consciencia y se habría deshecho de ellos, pero
carecía de fuerzas.
—Necroscopio —lo hostigaba aún el lord vampiro—, vagabundo en extraños
mundos y en los espacios más extraños aún que existen entre esos mundos. Dime, ¿por
qué no invocas uno de tus misteriosos agujeros y bajas de tu cruz? Anda, baja y rétame
cara a cara, defiende a esta perra de cuya carne ambos hemos disfrutado. Vamos,
necroscopio, sálvala de mi abrazo.
Instintivamente, la mente metafísica del necroscopio comenzó a invocar las
matemáticas de Möbius. Invisible para todos, el trémulo marco de una puerta comenzó a
formarse en su mente. Aunque, evidentemente, aparecía deformado y era muy volátil. Si
pudiera desarrollarla por completo, toda aquella infamia acabaría: estando a tan poca
distancia de la Puerta, lo más probable era que Harry acabara despedazado y que sus
átomos se difundieran en miríadas de universos de luz. Tal vez ésa era la respuesta, la
manera de terminar. Al menos de ese modo se ahorraría el martirio del fuego. ¿Pero cómo
sería el martirio de los demás? ¿Cuál sería el martirio futuro del mundo entero que había al
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Brian Lumley Engendro de la muerte
puedes ver más allá del hecho diario, del momento presente. Te lo advierto por última
vez: ¡ten cuidado, hijo de mis hijos, o harás que perdamos un mundo!
Shaithis tenía el rostro crispado por la furia; era antes que nada un wamphyri, y dejó
que su vampiro reaccionara libremente. Sus manos se transformaron en garras. La sangre
comenzó a gotearle de las fauces cuando sus dientes crecieron hasta alcanzar la
proporción de largos colmillos que le desgarraron la carne de las encías. Aferrando a
Karen por el pelo, otrora reluciente y ahora deslustrado, miró a Shaitan y luego al hombre
que colgaba de la cruz. Sus ojos ardieron con un brillo escarlata cuando contestó a su
antepasado:
—¿Debería percibir algo? ¿Algo místico y extraño? Lo único que deseo sentir ahora
es el martirio del necroscopio y cómo su espíritu y el de su vampiro huyen volando de su
cuerpo cuando él muera. ¡Pero si puedo hacerle un poco más de daño antes de que muera,
tanto mejor!
—¡Idiota! —Un pesado apéndice cubierto de manchas grises, algo que era mitad
mano y mitad garra, salió de Shaitan y cayó sobre el hombro de Shaithis. Éste se lo sacudió
de encima y se puso rápidamente en pie.
—Antepasado mío —escupió más que dijo—, has llegado demasiado lejos. Presiento
que jamás dejarás de interferir en mis asuntos. Ya hablaremos sobre la cuestión... dentro
de poco. Hasta entonces... —Lanzó una llamada mental y su guerrero salió de las sombras
y se colocó entre él y Shaitan el Caído.
Shaitan retrocedió, lanzó una mirada sombría al guerrero —se trataba de una bestia
que Shaithis había construido en las Tierras Heladas— y le preguntó a su descendiente:
—¿Me estás amenazando?
Shaithis sabía que el alba no tardaría en llegar, que el tiempo era un elemento
esencial, que no tenía tiempo que perder; se enfrentaría a su antepasado más tarde, tal vez
cuando hubieran tomado la fortaleza que había del otro lado de la Puerta. Por ese motivo,
contestó:
—¿Amenazarte yo? Claro que no. ¡Somos aliados, los últimos wamphyri! Pero
también somos individuos, y como tales tenemos nuestras propias necesidades.
En vista de aquella respuesta, Shaitan también decidió permitir que Shaithis siguiera
viviendo. Por el momento.
Mientras el fuego ardía con renovados bríos, a pesar del aguacero, a Harry Keogh le
llegaba la primera oleada de calor producida por las llamas que comenzaban a lamerle los
pies, Shaithis volvió a centrar su atención en lady Karen.
Mientras, en otro mundo...
322
Brian Lumley Engendro de la muerte
de un lanzallamas.
Mientras su pulso volvía a la normalidad y se vestía con movimientos desmañados,
analizó su pesadilla: algo extraño y ominoso. En ella había oído salir del núcleo de la
Puerta de Perchorsk un grito horrendo y torturado y había intuido de quién era: ¡de Harry
Keogh! El necroscopio había lanzado un angustiado grito telepático a todo aquel que
pudiera oírlo, pero sobre todo a las huestes de los muertos que reposaban en miríadas de
lugares desperdigados por todo el mundo. A su vez, ellos le habían contestado lo mejor
que habían podido —con un gemido unánime, e incluso con movimientos suaves y
espasmódicos— desde el encierro de sus innumerables tumbas. Porque los muertos sabían
que habían juzgado mal al necroscopio, sabían que le habían retirado la palabra y lo
habían abandonado, y daban la impresión de estar muy apenados, preparándose para un
nuevo Gólgota.
El espíritu de Paul Savinkov —un hombre que había trabajado en Perchorsk para el
comandante Chingiz Khuv, del KGB, que había trabajado y muerto horriblemente en
aquel lugar— se había materializado para hablar con el director del Projekt mientras éste
soñaba, y le había transmitido la advertencia que el hijo de Harry Keogh había enviado a
través de la Puerta. En vida, Savinkov había sido telépata, y se había llevado su don al más
allá.
Cuando Savinkov vio en la mente de Luchov la solución nuclear a la amenaza que
vendría del otro lado de la Puerta, le dijo:
Entonces ya sabes qué debes hacer, Viktor.
—¿Hacer?
¡Sí, porque van a venir, van a cruzar la Puerta y tú sabes cómo detenerlos!
—¿Quiénes van a venir?
Ya sabes quién.
Luchov lo comprendió y repuso:
—Pero no podemos utilizar esas armas hasta que no estemos seguros. Cuando
veamos la amenaza...
¡Será demasiado tarde!, gritó Savinkov. Tal vez no para nosotros, pero para Harry Keogh
seguro que sí. Todos lo hemos juzgado mal y ahora hemos de reparar la ofensa, porque está sufriendo
lo indecible. Despierta, Viktor. Todo depende de ti ahora.
—¡Dios mío! —Luchov se agitaba en la cama y Savinkov se percató de que no
despertaría. De momento. Pero... allí había otros que también estaban dormidos y que sí se
despertarían. Cuando Luchov oyó que el telépata volvía a hablar, cuando descubrió con
quiénes hablaba y qué les rogaba que hicieran, entonces se despertó sobresaltado.
Ya estaba vestido y había logrado controlarse, pero todavía le faltaba el aliento,
seguía alerta y con el oído aguzado para captar el latido del Projekt.
El sordo palpitar de un motor que provenía de alguna parte, reverberando
suavemente a través del suelo; el estrépito metálico de una trampilla cuyo eco sonaba
lejano; el zumbido y el repiqueteo del sistema de ventilación. En los viejos tiempos, el
director había ocupado unas estancias del nivel superior, mucho más cerca del conducto
de salida. Allá arriba, todo parecía más silencioso, menos opresivo. Pero allí abajo, con las
cavernas de magma y el núcleo prácticamente debajo de sus mismos pies, sentía el peso de
toda la montaña depositado sobre los hombros.
Sin dejar de escuchar atentamente, la respiración y el pulso de Luchov se
normalizaron poco a poco cuando comprobó que todo estaba en orden y que no había sido
más que un mal sueño. Un sueño terrible. ¿O se equivocaba?
De pronto oyó ruido de pasos que se acercaban por el pasillo a toda carrera. ¡Y voces
323
Brian Lumley Engendro de la muerte
En cualquier caso, no había tiempo para más conversación. Oyeron más disparos,
acompañados de gritos, y el comandante agarró a Luchov del brazo y gritó:
—¡Entonces más nos vale averiguarlo!
Al comienzo de la rampa, en la boca del hueco, había una caja de gafas de plástico.
Byzarnov, Luchov y sus guardias se detuvieron para coger un par de lentes ahumados
antes de bajar al núcleo. Una vez allí salieron en grupo y se separaron por la plataforma
alta que había en la pared curvada del interior. Desde ese punto de observación, al mirar
hacia abajo, al resplandor de la Puerta con su perímetro de placas de acero, vieron la
increíble escena en toda su dimensión.
Unos hombres muertos —unos seres que habían sido hombres alguna vez y que se
habían convertido en unos atroces aglomerados de magma, cuyo hedor era insoportable
incluso desde esa altura— se movían en el núcleo y salían por las trampillas para ocupar
las placas en forma de escama de pescado, e invadir el perímetro de seguridad y la zona
de suelo de goma del lanzamisiles. En total eran nueve, seis de los cuales ya habían salido
y se movían por la zona electrificada y de descarga del ácido, en ese momento
desactivada. Era tal su naturaleza que Byzarnov fue incapaz de aceptar lo que veía. Volvió
a aferrar a Luchov del brazo, se apartó de la barandilla como si estuviera borracho y
preguntó:
—¿Qué es esto..., por el amor de Dios? —Mientras formulaba la pregunta, miraba con
ojos desorbitados la locura que se desarrollaba allá abajo.
Luchov sabía que no necesitaba contestarle. El comandante veía con sus propios ojos
lo que eran aquellas cosas. En realidad, ya había visto varias allá abajo, en el magma,
cuando todavía formaban parte de él. Algunos se estaban pudriendo; otros estaban
momificados; ninguno de ellos estaba formado sólo de carne. Eran en parte piedra, goma,
metal, plástico, incluso papel. Algunos estaban invertidos, y el material se había doblado
hacia adentro al tratar de homogeneizarse con ellos. Eran el mismo magma, ni puro ni
simple, sino altamente complejo; el magma en su estado más horrendo.
Uno de ellos, que montaba guardia en el perímetro de la pasarela, en lugar de mano
tenía un libro abierto. En el momento de producirse el incidente de Perchorsk estaba
leyendo un manual de reparaciones y el libro se había convertido en parte permanente de
su cuerpo. Su antebrazo izquierdo se había mutado para formar una especie de vara de
papel tieso que comenzaba en la muñeca y de la que surgían las páginas que se movían y
se desprendían cuando su dueño andaba. Aquello no era lo peor de todo: tenía la mitad
inferior del tronco vuelta, de modo que los pies apuntaban hacia atrás. La montura de
plástico de las gafas se le habían incrustado en la cara y al hervir habían formado unas
costras de frágiles ampollas, y llevaba las gafas en las mejillas, donde se habían fundido
para solidificarse después en forma de lágrimas de vidrio óptico.
Con todo, había sido... ¿uno de los más afortunados? Encerrado en el magma,
aplastado por fuerzas convulsivas y privado de aire, había tenido una muerte instantánea
y las partes donde conservaba carne se habían momificado. Al concluir el incidente de
Perchorsk y cuando el espacio-tiempo volvió a acomodarse, otros habían quedado
muertos, retorcidos y aislados fuera del magma, y su estado había sido tan grave que
nadie se había visto con fuerzas suficientes para atenderlos. Cuantos habían quedado
expuestos parcial o totalmente, en ocasiones unidos al gran magma y total o parcialmente
enquistados en él, fueron abandonados para que se degradaran, en las zonas del Projekt
que posteriormente fueron selladas y abandonadas. Con el tiempo, sus partes humanas
experimentaron un proceso de putrefacción del que sólo quedaban esqueletos
deformados, porque hasta los huesos se vieron sujetos a los cambios en los momentos
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Brian Lumley Engendro de la muerte
—Desean lanzar esos misiles —le gritó Luchov a la cara para que lo oyera por encima
del fragor de los disparos—, ¡y hemos de ayudarlos!
En ese momento, al comandante ya no le quedó ninguna duda de que el director del
Projekt estaba loco.
—¿Ayudarlos? —Sacó la pistola y apuntó a Luchov al pecho—. ¡Es usted un pobre
loco! ¡Apártese de ahí!
Luchov se alejó del comandante, recorrió la zona de seguridad cubierta de goma y se
dirigió al perímetro donde se encontraba el hombre que tenía un libro por mano.
—Está bien —dijo con la voz quebrada—, déjame pasar. Lo haré yo por vosotros.
Asombrado, Byzarnov comprobó que la cosa le cedía el paso.
—¡De eso ni hablar! —gritó el comandante, y apretó el gatillo de su automática. La
bala alcanzó a Luchov en el hombro derecho, penetró en la carne y salió por el pecho en
forma de lluvia escarlata. Cayó de bruces sobre la pasarela, donde quedó inmovilizado
durante un instante. Byzarnov se acercó y apuntó hacia él por segunda vez. Pero las cosas
de magma sabían reconocer a sus enemigos. El ser que tenía un libro por mano se
interpuso en el camino de Byzarnov y tapó su objetivo, mientras otro que tenía las piernas
envueltas en una masa de magma soldada al tronco, que a su vez era una masa de hueso,
goma y vidrio fundidos, acudió en ayuda del director. El comandante disparó a
quemarropa una y otra vez, pero de nada le sirvió. Cuando la Cosa se le plantó delante,
uno de los disparos logró por fin partir la envoltura de magma de su brazo izquierdo. La
frágil envoltura se desmoronó instantáneamente y un líquido negro y maloliente —una
especie de mezcla putrefacta de carne— comenzó a gotear desde el interior.
Asqueado por el hedor, el comandante cayó contra la pared curvada. El híbrido
putrefacto siguió avanzando. ¡Byzarnov levantó la pistola, apretó el gatillo y el mecanismo
de disparo hizo clic! En el bolsillo llevaba otro cargador. Hizo ademán de sacarlo...
... Y la Cosa de magma lo acogotó con su mano huesuda. Byzarnov notó que
comenzaba a faltarle el aire. Vio que Luchov se ponía en pie, tambaleante, y se dirigía
hacia el módulo de lanzamiento, donde la mayoría de los defensores se habían desmayado
o habían huido, aterrorizados. Sólo quedaban un técnico y un soldado: se habían quedado
sin balas y bailaban, farfullaban y se abrazaban como niños mientras aquellas pesadillas
corruptas se acercaban.
Pero dos de los seres de magma ayudaban a Luchov, lo aguantaban mientras
avanzaba con dificultad hacia la consola de disparo.
El comandante hizo un esfuerzo final, sacó el cargador del bolsillo y trató de meterlo
en la pistola. Al hacerlo, la funda de magma que envolvía el brazo izquierdo de su
atacante se desprendió del todo. Byzarnov abrió la boca para gritar, o vomitar... ¡y aquel
monstruo horripilante le metió en la garganta el brazo esquelético cubierto de carne
gelatinosa y putrefacta!
El comandante boqueó y se estremeció allí mismo, donde la Cosa lo dejó clavado.
Los ojos se le salieron de las órbitas y el corazón se le detuvo. Murió allí mismo, pero antes
de hacerlo pudo ver que Luchov había llegado a la consola de disparo. Pudo ver cómo caía
sobre el suelo de goma y quedaba allí hecho un ovillo mientras las bocinas lanzaban la
advertencia final.
En la Tierra de las Estrellas, Harry Keogh seguía ardiendo. Caía una débil llovizna
que no lograba apagar las llamas, y el necroscopio se quemaba. Se quemaba por dentro y
por fuera: por fuera lo consumía el fuego y por dentro el odio. Odio hacia Shaithis, que en
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Brian Lumley Engendro de la muerte
ese momento poseía a lady Karen por la fuerza, allí, ante la cruz de Harry. Parecía
completamente extenuada y no se resistía en absoluto a los embates de Shaithis. Harry
pensó: Una bestia, incluso un guerrero, no sería más feroz. Pero abrigó la esperanza de no vivir
para comprobarlo.
Un momento antes había intentado conjurar una puerta de Möbius —la más grande
de todas, allí mismo, delante de la Puerta—, la cual, con un poco de suerte, habría hecho
implosión y se habría tragado a los vampiros y a sus criaturas, para llevárselas a la
eternidad.
Pero los números se le resistieron, la pantalla de ordenador de su mente había
quedado en blanco. Era como si sus habilidades hubieran muerto junto con su hijo lobo,
como si hubieran borrado una pizarra. Precisamente eso era lo que había ocurrido:
después de toda una vida de prácticas esotéricas, la mente de Harry había cedido, se había
desmoronado bajo el peso de tantas tragedias. Volvía a ser sólo un hombre, y el vampiro
que llevaba dentro era demasiado inmaduro para huir de su cuerpo devastado.
—Baja, necroscopio —lo provocaba Shaithis—. ¿Quieres que te deje algo de esta
perra?
Las llamas se hicieron más altas y el humo negro formó remolinos. Shaitan había
logrado superar la barrera que para él representaba el guerrero de Shaithis y lo observaba
todo a cierta distancia. A pesar de que el Caído era un ser extraño, inhumano, insondable,
había algo en su postura, en la forma en que sus ojos lo observaban todo desde la
oscuridad de su capucha que hablaba de una incertidumbre y una aprensión casi
humanas. Como si hubiera ya presenciado todo aquello y esperara un fin pavoroso.
Las llamas le llegaban ya a la cintura. Tenía que dormirse y escapar para siempre de
los dolores de la vida. Pero en lugar de perder el conocimiento, notó de pronto que el
dolor abandonaba su cuerpo. Supo entonces que no se trataba de un arte de los wamphyri.
Su cuerpo se quemaba, pero el dolor pertenecía a otro. Había muchos otros que lo estaban
absorbiendo: todos los muertos de la Tierra de las Estrellas, que deseaban darle consuelo,
aunque fuera demasiado tarde.
No, intentó decirles tanto a los trogs como a los Viajeros. ¡Tenéis que dejarme morir!
Pero el necrolenguaje no servía.
—¿Dónde está ahora tu poder? —preguntaba Shaithis, riendo a carcajadas—. Si tan
fuerte eres, baja de la cruz. Invoca a las huestes de los muertos. Maldíceme con palabras
poderosas, necroscopio. ¡Ja, ja! ¡Tus palabras se han convertido en polvo, igual que los
muertos!
Harry sacó fuerzas de alguna parte para contestar:
—Apártate de mi vista, Shaithis. Verte me causa más daño que mil hogueras. ¡Estas
llamas son una bendición porque te borran de mi vista!
—¡Basta! —rugió Shaithis, y se echó encima de Karen como una ola espumosa—. ¡Un
último beso y habré acabado con ella y contigo! —Cayó sobre ella, abrió las fauces ante la
cara de Karen y comenzó a cerrarlas para aplastarle la cabeza...
... Y los ojos escarlata de Karen se abrieron llenos de vida.
Quizás abriera también la mente para permitir que Shaithis leyera en ella su fin.
Intentó apartarse de ella. Pero los brazos y las piernas de lady Karen lo agarraban y las
carnes metamórficas de ambos se habían fundido para formar una sola. Karen tosió y la
granada del Habitante subió a su garganta; con la lengua bífida quitó el seguro y hundió el
rostro en las fauces de su torturador.
Shaithis intentó separarse de ella... Un segundo más y tal vez lo lograra...,
¡demasiado tarde!
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Brian Lumley Engendro de la muerte
La cruz de Harry estaba vacía, y cuando por fin estalló en infinidad de átomos, la
atravesaron unos haces de intensísima luz...
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Brian Lumley Engendro de la muerte
Epílogo
La muerte. Harry se preguntó por qué la habría temido. Porque entre todos los
hombres, el necroscopio había sido el único que sabía que no era así. Porque ya había
estado allí. Incorpóreo como todas las cosas muertas cuya materia ha fallado por fin,
estaba libre de todo. Pero, en su caso, daba la impresión de que una muerte mundana no
formaba parte del argumento.
Siempre tuvo constancia de que con la muerte no acababa todo, sino que todo
aquello que un hombre persigue en la vida, continuará persiguiéndolo en la vida que hay
después de la vida. Harry Keogh había sido un maestro del continuo de Möbius, por lo
que no resultaba nada sorprendente encontrarlo allí, en el tiempo de Möbius,
retrocediendo como un rayo hacia el pasado remoto de la Tierra de las Estrellas, entre los
hilos azules, verdes y rojos. No era una sorpresa..., pero resultaba extraño, porque al final
no había invocado una puerta. No había ideado una escapatoria.
Lo cual sólo podía significar que... ¿había sido rescatado?
¿Por quién? Si de verdad alguien había considerado adecuado salvar su mente
incorpórea, ¿qué posibilidades podía tener ese Alguien cuando su cuerpo vampírico había
sido quemado? Mientras Harry retrocedía velozmente hacia el pasado de la Tierra de las
Estrellas, junto a él vio su cuerpo humeante que se enrollaba a su hilo escarlata en
dirección a la entrada de la Tierra de las Estrellas, donde se perdía de vista. Y él iba con su
cuerpo, pero en forma incorpórea, aparte, desplazándose ciegamente hacia eras
desconocidas.
En cuanto al destino de su envoltorio destrozado y quién había sido su guía...
En vida, Harry nunca había estado completamente seguro sobre la existencia de
Dios, o de un dios. Pero al regresar a la Tierra de las Estrellas, percibió la llegada, la
presencia de una Fuerza y supo entonces que Shaitan también la había percibido. Más
aún, había descubierto la fuente de esa Fuerza y que Möbius y Pitágoras estaban en lo
cierto.
Harry y su envoltorio inerte eran simples impulsos en la Mente que él había
denominado «continuo de Möbius», números enteros en la matriz infinita de la Gran
Ecuación Desconocida. Cuando finalmente esa Mente habló, no sintió miedo.
Las cosas siempre tienen un sentido, Harry. ¿Qué sentido tiene la creación si tus esfuerzos
han de ser desaprovechados? A veces se acierta y a veces se falla. Pero todas nuestras obras, las
mejores y las peores, tienen siempre un sentido.
Harry no discernía si se esperaba que contestara, en cualquier caso no tenía
respuesta. Pero sí tenía una pregunta para formular, aunque breve.
—¿Dios?
Percibió una especie de vasto ademán que restaba importancia a la pregunta.
¿Creador, consejero, ángel quizá? Dios está..., digamos que Dios está unos cuantos peldaños
más arriba. ¡Ya sabes bien que su mente es vasta! Llevamos Sus pensamientos, damos curso a Sus
deseos. Lo mejor que podemos.
—He tenido mis dudas —admitió Harry.
331
Brian Lumley Engendro de la muerte
Todos hemos dudado alguna vez. También Shaitan dudaba cuando era uno de los nuestros...
Aunque él habría tratado de convencer a todos de que tenía razón, en todos los Universos de Luz.
¡Los habría obligado a creer... en él!
Harry tuvo la sensación de que lo comprendía. Y con comprenderlo debería haber
bastado. Pero como era o había sido humano, y como veía que su curso se torcía y
apartaba de su cadáver, sintió curiosidad. Por eso preguntó:
—¿Y ahora qué?
Tus pies están en los primeros peldaños. Te has salido con la tuya, has escogido tu curso y lo
has mantenido fielmente. Representas todo un éxito.
Nosotros aceptamos que nada se desperdicie; sin duda, no desperdiciaríamos a alguien tan
valioso como tú. ¡Tal como le ocurrió a Shaitan, no te acordarás de nada, pero sabrás! Aunque a
diferencia de lo que le ocurrió a él, que sólo conoció una gran oscuridad, tú conocerás la luz. En
todos tus mundos.
—¿En todos mis...?
Dondequiera que te manifiestes. Porque Sus mundos son infinitos, igual que Sus
pensamientos.
—¿Y... eso? —preguntó Harry, señalando su cuerpo ennegrecido, que aún avanzaba
hacia un objetivo indefinido, y se veía pequeñito en la distancia.
Toda causa tiene su efecto, y todo efecto tiene su causa. No puede acontecer nada que no haya
acontecido ya. El mundo de la Tierra del Sol y de la Tierra de las Estrellas fue un fallo en el que
ganó el Mal. Tal vez lo pertinente sea ahora un cambio. En él también participará Shaitan, que se ha
enfrentado a la luz en muchísimos mundos. Aquí está..., vuelve a empezar, desde el peldaño de
abajo. Porque como ya sabes tú muy bien, Harry Keogh, lo que será ya ha sido. El tiempo es relativo.
Le tocó a Harry hacer un ademán, como restándole importancia a la cosa. Sin su
vampiro, volvía a ser inocente. La esencia de la inocencia misma.
—Resulta muy difícil comprenderlo, pero supongo que iré aprendiendo a medida
que avance.
¡Claro que aprenderás!, le prometió su interlocutor. ¿Estás preparado ya?
El cadáver de Harry se había perdido de vista en la bruma de infinitos matices del
pasado. Carecía de cuerpo, era puro pensamiento y no tenía cabeza para asentir; pero su
necrolenguaje asintió en su lugar. Mientras su mente incorpórea se fragmentaba en un
glorioso estallido —cien esquirlas doradas se separaron y salieron raudas hacia otros
tantos mundos—, sus pensamientos e incluso su necrolenguaje tocaron a su fin.
Pero todos y cada uno de esos brillantes fragmentos eran él... y sabrían.
realidad producto de su orgullo, fuente de todas sus faltas. Porque para Shaitan la belleza
era como un poder, y el poder era como un derecho, y el derecho era lo que él le impusiera
que fuese.
Impondría a los demás su voluntad.
Con estas reflexiones, se apartó de las aguas hediondas y salió a imponer su
voluntad en aquel mundo extraño. Pero en cuanto se apartó de las aguas, el cieno
comenzó a hervir y él se detuvo para mirar atrás y ver que unas negras burbujas subían a
la superficie.
Las hierbas se abrieron y Shaitan vio surgir ante sus ojos una silueta que flotaba en el
aire. Tenía el cuerpo hinchado y quemado, pero el rostro entero. Supo entonces que
aquello era un presagio, ¿pero un presagio de qué? Tenía voluntad: esperaría y descubriría
qué iba a pasar, o bien continuaría andando, siguiendo su voluntad. Sospechaba que
aquella cosa de la ciénaga contenía el Mal; ¿por qué si no iba a estar una cosa tan sucia allí,
en un mundo que era nuevo? Permaneció inmóvil durante un momento, como si se
encontrara en una encrucijada..., después volvió sobre sus pasos y se arrodilló junto a la
ciénaga. Porque se había propuesto conocer ese mal.
Contempló una cara que jamás había visto, y que no recordaría hasta que no hubiera
transcurrido una infinidad de años, y no percibió nada importante, salvo que tentaba al
destino, cosa que lo enorgullecía y le alegraba hacer. Mientras las bestias de aquel mundo
recién nacido se acercaban a aquellas aguas a beber, y mientras las brumas se levantaban
de la ciénaga, el Caído contempló su propio futuro allí donde las hierbas lo anclaban al
cieno y la escoria.
Al cabo de un momento, los miembros chamuscados del cadáver se abrieron y en
ellos aparecieron apiñadas un montón de setas negras que crecían de la carne podrida y
abrían las laminillas de sus sombreros. Lanzaron sus esporas en la penumbra que precede
al amanecer y Shaitan las aspiró por propia voluntad: su último acto de inocencia.
La rueda ya había dado una vuelta completa y el ciclo había concluido.
Para volver a iniciarse...
Fin
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