Manual de Predicadores
Manual de Predicadores
Manual de Predicadores
PREDICADORES
RENOVACIÓN
CARISMÁTIC
A
CATÓLICA
DIOCESÍS DE ENCARNACIÓN
INTRODUCCION
Concierne al predicador saber cuál es su oficio
"Considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas" (Col 4,17).
Cuando alguien tiene un oficio y desconoce lo que es propio de él, suele suceder que por
su misma ignorancia haga mal el trabajo, como el Cantor que desconoce las rúbricas. De
aquí se ve por qué los hijos del sacerdote Elí incumplieron su sacerdocio, allí donde se
dice: "además los hijos de Elí, que desconocen el oficio de sacerdotes para el pueblo..." (1
Sam 2, 12-36). Por esto Pablo, deseando que el epíscopo que había recibido el oficio de
predicar a los colosenses lo hiciera ejemplarmente, hizo que se le exhortara a considerar
su ministerio, como leemos en el pasaje propuesto antes (Col 4, 17), para que esta
consideración lo llevara a realizarlo bien.
De lo cual nos queda que es propio de todo predicador ver y atender diligentemente cuál
es su oficio y qué pertenece a él.
1. CARACTERISTICAS DE LA PREDICACION
Quiénes predican
Para conocer la excelencia de este oficio, hay que notar que es apostólico, pues para
ejercerlo fueron elegidos los Apóstoles: "Instituyó a los Doce para que estuviesen con él, y
para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14).
Es un oficio angélico: "Vi un ángel poderoso que proclamaba con fuerte voz" (Ap 5, 12).
¿No predicaba aquél que dijo: "Os traigo una buena nueva"(Lc 2, 10)? No hay que
extrañarse de que se llame predicadores a los ángeles, siendo así que se les envía por
causa de aquellos que reciben la herencia de salvación, de igual manera que los
predicadores son enviados por causa de la salvación de los hombres.
Predicar es oficio de Dios. Para realizarlo, Dios se hizo hombre: "Vamos a otra parte, a
las aldeas próximas, para predicar allí, pues para esto he salido" (Mc 1, 38).
En consecuencia, si entre los santos ninguno es más insigne que los Apóstoles; entre las
creaturas, ninguna más que los ángeles; en el universo nada es mejor que Dios, ¡cuán
excelente es el oficio de predicador: un oficio que, más que apostólico, es angélico, y más
que de ángeles, ¡de Dios!
El tejido de la auténtica predicación es la Escritura
La Sagrada Escritura tiene una triple superioridad sobre todo otro saber: por su autor, por
su contenido y por el fin que persigue.
Por su autor, puesto que todo otro saber se adquiere por el ingenio humano (aunque no
sin la ayuda de Dios); éste, por el contrario, es infundido directamente por Dios:
"Inspirados por el Espíritu Santo hablaron los hombres de parte de Dios" (2Pe 1, 21).
Por su contenido, puesto que todo otro saber es, bien sobre cosas de razón, bien sobre
cosas naturales, bien sobre cosas que proceden del libre albedrío; pero éste trata de las
cosas divinas, que trascienden hasta el infinito a todas las demás. Por lo cual la Sabiduría
Divina, que reveló esta ciencia, dice: "Escuchad: voy a decir cosas importantes" (Prov 8,
6). Justamente, cosas importantes: sobre la Trinidad y Unidad de Dios, la Encarnación del
Hijo de Dios, y otras de esta clase, a las que nada supera.
Por el fin que persigue, puesto que cualquier otro saber es: o para el régimen temporal,
como el Derecho, o para el bienestar del cuerpo, como la medicina, o para informar el
entendimiento (debido a alguna ignorancia), como las ciencias especulativas. Pero la
ciencia de la Sagrada Escritura es para poseer la vida eterna: "El que beba del agua que
yo le dé, se convertirá en él en agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4, 13-14). Lo cual
se dice también porque el agua de la divina sabiduría tiende y conduce a la vida eterna,
que no es algo distinto de Dios: el fin de esta ciencia es el mismo Dios.
Es por esto que a la Sagrada Escritura se le llama 'Teología', de 'theos', Dios, y 'logos',
que significa palabra o tratado, pues las palabras de la Sagrada Escritura vienen de Dios,
se refieren a Dios y llevan a Dios. De estas palabras se teje toda auténtica predicación, no
de las palabras de las otras ciencias. Y en consecuencia, puesto que cualquier cosa es
tanto más excelente cuanto lo es la materia de que está hecha (tal como un vaso de oro
es preferible a uno de plomo), ¿cuánta excelencia tendrá la predicación, que de tan
excelente materia se teje?
Si no hubiera predicación...
Se lee en Is 5, 13-14: "Por eso mi pueblo será llevado cautivo sin que se dé cuenta (...),
por eso el sheol ensanchará su seno y abrirá su boca sin medida". La falta de
conocimiento contribuye a llenar el infierno. Pero los predicadores colman de
conocimiento la tierra: "Los labios del sabio derraman la ciencia" (Prov 15, 17) "por la
predicación", como explica la Glosa. Y por lo mismo apartan del infierno: "Libra tú al que
es llevado a la muerte" (Prov 24, 11) "predicando", explica la Glosa. Esto demuestra que
la predicación retarda que se llene el infierno.
Además, si no hubiese predicación, por la que se siembra la Palabra de Dios, todo el
mundo sería estéril y sin fruto: "De no habernos dejado el Señor una semilla -a saber, la
Palabra de Dios-, seríamos como Sodoma" (Is 1, 9). Una tierra del todo estéril y que no
produce nada.
Aún más: los demonios se han empeñado por largo tiempo y con gran diligencia en
subyugar el mundo entero a sí mismos, y de hecho subyugaron una parte considerable de
él, y más podrían tener subyugado, si no les resistiesen los predicadores con el poder
dado por Dios, del cual se dice: "Les dio poder sobre los espíritus inmundos" (Mt 10, 1), y
más adelante: "Los mandó a expulsar demonios" (Mt 10, 8). Tal cual sucedió, como había
sido ya figurado, según los Comentadores, en Gedeón y los suyos, que pusieron en fuga
a los enemigos soplando trompetas (Jue 7, 19ss).
Además, si no hubiera predicación, los corazones humanos no se levantarían a la
esperanza del cielo: "Si él retiene las aguas, todo se secará" (Job 12, 15). Sobre lo cual
comenta san Gregorio que, si se suprime la sabiduría de los predicadores, pronto se
secan los corazones de los que se habían logrado fortalecer en la esperanza eterna.
Y además, es en extremo necesario para las naciones paganas llegar a la fe en Cristo,
porque sin esto no pueden salvarse. Por esta necesidad un macedonio se apareció de
noche a Pablo, diciéndole: "Pasa a Macedonia y ayúdanos" (Hch 16, 9). Mas no pueden
tener esta fe sin la predicación: "¿Cómo creerán sin haber oído de él? Y ¿cómo oirán si
nadie les predica?" (Rom 10, 14). Esa fue la razón por la que el Señor dio a los
predicadores de Cristo todo género de lenguas, para que, predicando inteligiblemente a
todos, a todos pudieran llevar hacia la fe. Y así queda claro que sin la predicación no
habrían sido convertidas a Cristo tantas naciones.
Predicación e Iglesia
Sin la predicación no se habría fundado la Iglesia. "¿Dónde estabas cuando plantaba los
cimientos de la tierra?" (Job 38, 4). En la Sagrada Escritura recibimos cimiento los
predicadores, a los cuales el Señor constituyó primero en la tierra, de modo que el resto
de la estructura subsiguiente descansara sobre ellos.
Sin la predicación tampoco hubiera progresado la Iglesia, ni progresaría. "El Rey ordenó
traer grandes bloques de piedra de calidad" (1Re 5, 31). Glosa: "Las hileras superpuestas
de piedras o leños significan los Maestros que habrían de venir, por cuya predicación
crece la Iglesia y se adorna de virtudes".
Sin la predicación tampoco se sostendría la Iglesia. "Glorificaré el estrado de mis pies" (Is
60, 13). Glosa: "Los predicadores se llaman pies del Señor porque sostienen todo el
Cuerpo de la Iglesia"; y es así que por ellos se mantiene la Iglesia, como el cuerpo por sus
pies.
Hay algunos que tienen el corazón duro como piedra; pero más de una vez la Palabra de
Dios rompe su dureza:"¿No es así mi palabra, como el fuego, y como un martillo golpea la
peña?" (Jer 23, 29).
Hay algunos resecos a toda piedad y compunción y devoción a Dios, según dice el Salmo
(143, 6): "Mi alma es como una tierra que tiene sed de ti". Pero la Palabra de Dios los
derrite: "Envía su palabra y hace derretirse" (Sal 147, 18).
Hay muchos cuya caridad se ha enfriado; pero la Palabra de Dios la enciende: "¿No es
así mi palabra, como el fuego?" (Jer 23, 29): fuego que incendia.
Hay muchos que son como mujeres estériles, y nunca conciben un propósito bueno; pero
por la Palabra de Dios llegan a concebir; y por eso se dice: "La semilla es la palabra de
Dios" (Lc 8, 11), porque a la manera de una semilla se inicia la concepción. Y no sólo
hace concebir, sino también fructificar: "Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos
y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla fructificar,
así será mi palabra, la que salga de mi boca" (Is 55, 10-11).
Hay algunos vinos que por su falta de cuerpo no embriagan; más la Palabra de Dios,
como vino fuerte, embriaga, según se ve en los santos, que así ebrios entregaban al
olvido todo lo presente y, siendo azotados, no parecían sentirlo: "Me quedé como un
ebrio, como aquel a quien le domina el vino, por causa del Señor, por causa de sus
santas palabras" (Jer 23, 9).
Hay muchos, cuyas almas están tan metidas en lo carnal, que difícilmente pueden
separarse de su carnalidad; pero la Palabra de Dios los separa de ella: "Es viva y eficaz;
más tajante que espada de doble filo: penetra hasta las fronteras del alma y del espíritu"
(Heb 4, 12).
Muchos requieren de gran ayuda contra las tentaciones del diablo; la Palabra de Dios es
espada con la que el hombre puede defenderse de ellas, como vemos en el ejemplo del
Señor, que por las palabras de la Escritura se defendía de la tentación (cf. Mt 4, 1-11). Y
también en Ef 6, 17: "Tomad la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios".
La Palabra de Dios es como una lejía fuerte, con cuyo poder se lavan las suciedades de
la ropa: "Vosotros estáis limpios por la palabra que os he dicho" (Jn 15, 3). Y sirva de
ejemplo el canastillo sucio, que se va limpiando con sumergirlo en agua, aunque nada de
agua retenga.
Hay muchos que están muy lejos de una vida de santidad, pero la Palabra de Dios los
hace santos: "Padre, santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad" (Jn 17, 17).
Hay muchos que están en peligro de perder su alma por una grave enfermedad, más son
liberados por la Palabra de Dios: "Su palabra envió para sanarlos y arrancar sus vidas de
la fosa" (Sal 107, 20). Así como por la palabra del médico se salvan los cuerpos, de igual
modo las almas se salvan por la Palabra de Dios: "Recibid con docilidad la palabra
sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas" (St 1, 21).
Corresponde examinar las dificultades del oficio del predicador. Por tres razones consta
que es muy difícil hacer bien este oficio.
Segunda: muchos intentan hacerse predicadores. Hay muchos, y los hubo, grandes en
el cultivo de las letras, los cuales, aunque pusieron gran empeño e intentaron con todas
sus fuerzas conseguir la gracia de la predicación, sin embargo, nunca lo lograron. Es
signo de la dificultad de un arte el que alguien, aunque idóneo en otros oficios, no pueda
aprender éste.
Tercera: el modo particular de recibir este oficio. Los otros oficios se reciben por
entrenamiento y práctica frecuente: "carpinteando" nos hacemos carpinteros, y la guitarra
se aprende "guitarreando", según los filósofos. Mas la gracia de la predicación se recibe
por un don especial de Dios: "En manos del Señor el poder de la tierra... la prosperidad
del hombre" (Sir 10, 4-5 Vg.), esto es "del predicador", según la Glosa. Y esto se dice
porque es un don de Dios el que alguien tenga fuerza al predicar. Y lo que alguien no
puede conseguir por su propia mano, sino que es necesario que le venga de otra parte, es
difícil.
Las causas por las que resulta difícil realizar bien el oficio de la predicación son tres.
Una es por parte del maestro. De las otras artes se encuentran muchos maestros, que
pueden conseguirse fácilmente; en el arte de la predicación, por el contrario, sólo hay un
Maestro, cuya provisión pocos tienen, a saber, el Espíritu Santo. Fue por esto que el
Señor no quiso que aquellos egregios predicadores predicasen hasta que no llegase el
Espíritu Santo que habría de enseñarles todas las cosas (cf. Jn 16, 13). En cambio,
después de que vino sobre ellos, comenzaron a hablar según el Espíritu Santo les
concedía expresarse (cf. Hch 2, 4).
Una segunda razón proviene del instrumento. Pues la predicación se hace con la
lengua, que con facilidad yerra, si no está dirigida por la virtud de Dios, según aquello de
los Proverbios: "De Dios es gobernar la lengua" (Prov 16, 1). Y así como es más difícil
hacer bien una cosa con la mano izquierda, que fácilmente yerra, y no con la derecha,
que no tan fácilmente se equivoca, así es difícil realizar bien el oficio de predicador, que
se hace con la lengua, la cual, entre todos los miembros, es la que yerra con facilidad.
Luego, ya que cuando se hace algo bueno, no se alaba mucho si no se hace bien, según
aquello de Is 1, 17: "Aprended a hacer el bien", y ya que cuesta trabajo vencer las
dificultades, gran cuidado ha de tener el predicador para que, en cuanto depende de él,
sea capaz de ejercer la predicación a cabalidad y con gracia.
Tres cosas ayudan al efecto: lo primero, el estudio diligente; segundo, fijarse en otros
predicadores; tercero, la oración.
En cuanto a lo primero hay que notar que, aun cuando la gracia de la predicación se
recibe ante todo por don de Dios, sin embargo, un predicador prudente debe hacer cuanto
esté en su mano, preparándose diligentemente para las predicaciones que deba realizar,
de modo que lo haga laudablemente. Por lo cual se lee: "Los siete ángeles de las siete
trompetas se dispusieron a tocar" (Ap 8, 6). Glosa: "esto es, todos aquellos que imitan a
los Apóstoles". Y otra Glosa, en Mt 10, 19 ("No os preocupéis de cómo o qué vais a
hablar"), dice: "Mas los Apóstoles fueron privilegiados en su ministerio de predicación; sin
embargo, a aquellos que no han sido del mismo modo privilegiados, se les concede
reflexionar con anterioridad". Y por ello san Jerónimo, comentando Ez 3, 1 ("Hijo de
hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy"), dice: "Las palabras de Dios han
de ser digeridas en el corazón, diligentemente recibidas, y así proclamadas al pueblo".
Pero hay algunos predicadores que cuando se preparan (student) para predicar, dedican
su estudio a sutilezas, dándoles vueltas y entretejiéndolas, muy ocupados en novedades,
como los atenienses, o en asuntos filosóficos, queriendo engrandecer su discurso. Por el
contrario, es de un buen predicador centrarse (studere) ante todo en lo provechoso, y al
www.traditio-op.org 29 repasar el sermón que prepara, desechar lo que encuentre de
menos provecho y quedarse sólo con lo útil, según el ejemplo del Apóstol, que dice:
"Vosotros sabéis cómo me comporté siempre con vosotros, desde el primer día que entré
en Asia; cómo no me acobardé cuando en algo podía seros útil; os predicaba y enseñaba
en público y por las casas" (Hch 20, 18.20).
Hay otros que se esfuerzan (student) en decir muchas cosas, como multiplicando las
partes de su discurso, las distinciones, los autores citados, las razones, los ejemplos, los
sinónimos, las repeticiones, exponiendo cantidad de temas, dándole vueltas a una
palabra, cosas todas que echan a perder la predicación. Pues, así como un poco de lluvia
hace fructificar la tierra, el exceso de lluvia la anega, y así como una alimentación
suficiente mantiene sano el estómago, demasiada le hace daño. Y así como la brevedad
en el Oficio Divino ayuda a la devoción, el mucho alargarse trae sueño. De la misma
manera, la predicación, que, si sucinta, fuera de provecho, al hacerse interminable se
vuelve inútil.
Por ello el predicador bueno y prudente debe preocuparse (studere), no de decir muchas
cosas, sino de decir lo que debe con mesura. Y cuando se dé cuenta de que sabe mucho,
de tal modo ha de excluir lo menos provechoso, que dé al hambriento la medida exacta de
trigo, y no toda la cosecha, según enseña Lc 12, 42ss, sobre el buen administrador.
Hay otros que para persuadir de lo que dicen se valen, o sólo de anécdotas, o sólo de lo
dicho por otros; pero mejor sería valerse de ambas cosas para convencer a la gente, para
que aquel que no se mueve con lo uno, se mueva con lo otro, puesto que hay muchos
que prefieren los ejemplos a las autoridades (auctoritates), o lo contrario.
Y cuando concurren estos tres, es decir el diligente estudio (studium), lo que se aprende
de otros predicadores y la oración, se forma como una cuerda ligada con el anzuelo de la
predicación, cuerda que difícilmente llegará a romper algún pez.
Dificultades particulares
Hay predicadores que se afanan mucho en proponer tópicos extraños, como aquel
predicador que teniendo que hablar de los Apóstoles Pedro y Pablo, comenzó con aquello
del libro de los Números (3, 20): "Los hijos de Merarí, por clanes: Majlí y Musí". Suele
suceder a menudo que este tipo de temas extraños no puedan adaptarse al propósito sino
retorciendo bastante y con dificultad los textos, y por ello se prestan más para burla que
para edificación.
Otros se esfuerzan tanto en proponer un tema conveniente al día litúrgico, que, dejando
entre tanto de lado el provecho de la gente a causa de tal conveniencia, ofrecen
argumentos en los que poco o nada se contiene de provecho para los oyentes. Mejor
debiera llamarse 'cantores eclesiásticos' y no 'predicadores de Cristo' a esta clase de
personas, pues es propio de los cantores de la Iglesia proclamar los textos propios del
tiempo litúrgico o de la fiesta, sin mirar si aquello que cantan sirve o no a los oyentes.
Otros proponen asuntos tan reducidos, que en ellos no hay sino un único argumento;
semejantes a aquellos que dan a sus invitados un solo cubierto.
Otros proponen temas en los que caben muchas cosas, de las cuales algunas son menos
útiles; pero de todos modos ellos van haciendo un largo sermón de cada partecita, sea útil
o no. Estos son semejantes a aquel que, deseando hacer un asado, prepara un plato con
los cuernos, otro con el cuero, otro con las pezuñas y así con cada parte de la vaca -cosa
que no haría un cocinero inteligente, pues éste, al contrario, dejando aparte los trozos
menos buenos para comer, sólo con lo mejor prepara su asado.
Hay otros que exponen asuntos en los que hay muchas cosas de enseñanza, pero se
extienden tanto sobre la primera, o las dos primeras, que no son luego capaces de
continuar con las otras. Se parecen a aquella gente rústica que tanto da en el primer
plato, y en él se tarda tanto, que después nadie puede comer nada de los otros. Algo
distinto hace la gente educada, que ofrece distintas cosas, pero poco de cada una: tal
comida la reciben mejor los invitados.
Y dejando ahora de lado los antedichos abusos en cuanto al tema a desarrollar, diremos
que debe escogérsele con gran cuidado (studio), de modo que concuerde claramente con
lo que se quiere decir (propositum), y que las cosas que contenga sean de provecho real
para los oyentes, no una, sino muchas; y si alguna es menos útil, que poco o nada se
detenga en ella.
Porque además hay algunos que, aunque no tienen la suficiente capacidad para sacar de
su ingenio buenos sermones, sin embargo, no se dignan estudiar en los que han sido
compuestos por otros, sino que sólo quieren decir lo que ellos mismos han encontrado.
Estos son semejantes a aquellos que no quieren servir otro pan que el que ellos mismos
hacen, por más que no son panaderos. Lo contrario se lee en el Evangelio (cf. Mt 14, 15-
21); allí el Señor mandó que se sirviera por manos de los discípulos un pan que ellos no
habían hecho, sino que otros habían preparado. Yo oí que el Papa Inocencio III, bajo cuyo
pontificado se celebró el Concilio Lateranense IV, hombre versado en letras, estando una
vez predicando en la fiesta de Santa María Magdalena, mantuvo a su lado a alguien que
le sostenía una Homilía de san Gregorio sobre aquella Fiesta, y el Papa iba diciendo
palabra por palabra en lengua vernácula lo que allí estaba escrito en latín; y cuando no se
acordaba de lo que seguía, le preguntaba al que le sostenía el libro. Como después del
sermón le preguntasen por qué hacía eso, siendo él muy capaz de predicar otras cosas,
respondió que lo había hecho para corregir y enseñar a aquellos que no se dignan repetir
lo que otros han dicho.
Y hay otros que se ocupan más de adornar las palabras que de lo que deben decir. Son
semejantes a quienes cuidan más la belleza de la vajilla que la comida misma. Por ello
dice san Agustín en el Libro V de las Confesiones: "Había yo aprendido que existen la
sabiduría y la necedad, tal como hay comidas buenas y malas: con palabras rudas o
hermosas, así como con platos finos u ordinarios, igual pueden servirse los alimentos".
Para superar estos tres últimos excesos, un predicador prudente deberá conocer lo que
otros han estudiado sobre la Sagrada Escritura; deberá apoyarse más en la doctrina de
los Santos que en la suya propia; y en lo que deba decir, tendrá que amar más las
enseñanzas que las palabras.
Debe subrayarse que los oficios que requieren hacer algo, se aprenden mejor por el
ejemplo que por las palabras. Porque nunca con meras palabras se podrá enseñar a
alguien a tocar bien el violín, como sí se le enseña mostrándole otro violinista. Y por ello
ayuda mucho para aprender a predicar el que se reflexione en los modos y estilos de los
distintos predicadores buenos. Y no sólo de los buenos: viendo las fallas que en otro
parezcan reprensibles, tome cuidado de sí mismo; y lo que vea de alabar, intente imitarlo.
Es por esto que Gedeón, figura del buen predicador (cf. Jue 7, 17), dice: "Miradme, y
haced lo mismo".
Ya que el esfuerzo humano de nada sirve sin la ayuda de Dios, el predicador debe recurrir
ante todo a la oración, para que le sea dada una palabra eficaz en la salvación de sus
oyentes. Por esto dice san Agustín en el Libro IV de su Doctrina: "Si la reina Esther,
teniendo que hablar al rey en favor de la salud temporal de su pueblo, oró para que el
Señor le diese las palabras adecuadas, ¿cuánto más debe orar para recibir este don
aquél que trabaja con sus palabras y enseñanzas por la salvación eterna de los
hombres?".
2. QUE ES NECESARIO A UN PREDICADOR PARA EJERCER SU OFICIO
En cuanto a lo primero, hay que para todo predicador es indispensable una vida honesta.
Dice san Gregorio: "El que predica la Palabra de Dios, mire primero cuál ha de ser su
vida".
Ahora bien, hay muchas cosas que se necesitan para llevar una vida honesta. Una es la
rectitud de conciencia. Pues es propio del predicador hablar fielmente, y esto es
imposible con una conciencia torcida. Escribe san Gregorio: "Cuando la conciencia
amarra a la lengua, ya no es confiable la doctrina".
También se necesita una vida irreprensible. Pues ¿cómo podría corregir a otros quien
necesita que lo corrijan? Por ello se lee en Fil 2, 15-16: "Que seáis irreprochables e
inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación tortuosa y perversa,
presentándole la Palabra de Dios”: Eso va para vosotros, los que presentáis la Palabra de
Dios.
También una vida excelente. Pues, así como el predicador se sitúa en un lugar alto, así
debe llevar una vida de altura. Is 40, 9: "Súbete a un alto monte, alegre mensajero para
Sión".
Es necesaria una vida luminosa. Porque no es suficiente que el predicador lleve una
vida 'buena', sino que, de tal manera debe brillar su luz ante los hombres, que no sólo
predique con sus palabras, sino también con sus obras. Fil 2, 15-16: "En medio de una
generación tortuosa... en medio de la cual brilláis como antorchas en el mundo,
presentándole la Palabra de vida." Lo cual atañe a vosotros, los que presentáis la Palabra
de vida.
Para un predicador es indispensable que sus acciones concuerden con sus palabras.
Dice san Jerónimo: "Que tus obras no echen a perder tus sermones; no sea que, mientras
hablas en la iglesia, alguien pueda tácitamente responderte: 'Y entonces ¿por qué no
haces lo que dices?' ".
Se necesita tener buena fama, para que el predicador sea, como el Apóstol, ese buen olor
que atrae a los demás. 1Mac 3, 9: "El nombre de Judas Macabeo llegó a los confines de
la tierra". Lo cual se dice, de acuerdo con la Glosa, del predicador.
En cuanto a lo que ha de conocer un predicador, hay que destacar que deben ser buenos
sus conocimientos, puesto que tiene que enseñar a otros. Y por ello se dice, como
reprensión a ciertos predicadores: "Pretenden ser maestros de la Ley sin entender lo que
dicen ni lo que tan rotundamente afirman". (1Tim 1, 7).
El predicador debe saber muchas cosas. En primer lugar, está el conocimiento de la
Sagrada Escritura. Pues como toda predicación debe hacerse a partir de la Biblia (según
Sal 104, 12: "Entre las piedras -de los dos Testamentos- se oye su voz"), y esto no lo
conseguirán los predicadores si no conocen estos dos Testamentos, les es indispensable
el conocimiento de la Sagrada Escritura. Y por ello, aunque ciertamente el Señor llamó
personas muy simples para el oficio de predicar, sin embargo, les dio la ciencia de las
Sagradas Escrituras, como puede verse en sus escritos, en los que con frecuencia alegan
citas del Antiguo Testamento. Escribe san Jerónimo: "Aquello que el ejercicio diario de la
meditación suele dar a otros, era sugerido a los Apóstoles por el Espíritu Santo. Según lo
que está escrito, ellos eran instruidos por Dios". (Cf. Jn 6, 45).
Se requiere también la ciencia del discernimiento. Este es, en efecto, el que enseña a
quiénes no se debe predicar la Palabra de Dios -no hay que intentarlo ni con los perros
(cf. Mc 7, 27; Mt 7, 6), ni con los cerdos (cf. Mt 7, 6)-, y a quienes sí puede predicarse.
Hay que saber cuándo se debe predicar y cuándo no, porque "hay tiempo de callar y
tiempo de hablar" (cf. Qo 3, 7).
Y también hay que saber a quién se le predica, como enseña san Gregorio en su Regla
Pastoral, indicando al respecto treinta y seis variedades de oyentes.
El mismo Gregorio habla sobre la prolijidad, el volumen de voz, los gestos inapropiados, el
desorden al hablar y otras cosas de este tipo que bien poco ayudan a la predicación.
Y sobre aquello del libro de Ezequiel (1, 7): "Las piernas de los cuatro seres eran rectas,
con pezuñas como de becerro", comenta san Gregorio: "Las piernas de los santos
predicadores son como las de un becerro, en cuanto, a saber, se asientan con
ponderación; y son fuertes y están divididas en la pezuña, porque un predicador goza de
veneración por su madurez, de fuerza en lo que hace, y de discreción al apoyarse".
Sobre el modo de expresarse un predicador, hay que decir que debe gozar de la
necesaria elocuencia, no sea que por impedimento de su lengua se vuelva inentendible.
Por lo cual sucedió que, excusándose Moisés ante el Señor de su incapacidad para
hablar, Dios le concedió como acompañante a su hermano Aarón, persona elocuente,
para que hablara al pueblo en lugar de él. Por ello dijo el Señor a Moisés: "Ahí está tu
hermano Aarón, el levita. Yo sé que él habla muy bien" (Ex 4, 14). Y más adelante (4, 16)
dice: "Tú le hablarás a Aarón como si fuera yo mismo, y Aarón le comunicará al pueblo lo
que digas tú".
Su voz tendrá que ser sonora. Porque un sermón pierde mucha eficacia cuando el
predicador no puede hacerse oír por la debilidad de su voz. Por esto, frecuentemente
comparan las Escrituras a la sagrada voz del predicador con la de una trompeta, porque
debe resonar con fuerza y nitidez, como una trompeta. "Toca tu trompeta", dice el profeta
Oseas, y ello se entiende del predicador.
Los predicadores necesitan facilidad de expresión, para que se les entienda claramente.
Porque, como dice san Agustín en su Doctrina cristiana, "Los que poco y nada se hacen
entender, por rareza (si urge la necesidad), o nunca (hablando en general) han de ser
enviados donde los oiga la gente". Esto mismo señala el libro de los Proverbios (14, 6):
"Es fácil la enseñanza de los prudentes".
Se requiere igualmente moderación en la pronunciación, de modo que no hable ni
demasiado rápido ni demasiado lento. La precipitación, en efecto, impide que la gente
entienda, pero la morosidad produce fastidio. Por esto dice Séneca en sus Cartas: "La
pronunciación del Filósofo, al igual que su vida, ha de estar bien formada. Nada de lo que
es ordenado mejora con la prisa. Por igual deseo que se apresure como que cuide cada
palabra. Que no cincele ni abrume los oídos". Y si esto se le pide a un filósofo a causa de
los elogios mundanos, ¿cuánto más se le pedirá al predicador, para utilidad de las almas?
y fieles lo conserven".
Por ello se lee en Cant 4, 3: "Tus labios son rojos como hilos de escarlata, y encantadoras
tus palabras", lo cual expone la Glosa de los predicadores, que son los labios de la
Iglesia. Pues, así como los hilos recogen la sobreabundancia de cabellos, así estos labios
deben guardarse del exceso de palabras.
Los predicadores necesitan una palabra simple, sin la vanidad de los adornos retóricos,
los cuales, al modo de los esclavos Sangas, llegan a taladrar como punzones. Escribe
san Agustín en el cuarto Libro de su Doctrina Cristiana: "Hay que cuidarse de añadir tal
número a las profundas y divinas sentencias, que lleguen a perder su peso". Y él llama
'número' a la proporción de sílabas, a la métrica y los colores retóricos. Nada extraño que
esto digan los santos, si ya lo habían pensado los filósofos. Dice Séneca en sus Cartas:
"La frase que es verdadera, debe ser sencilla y simple". Las demás artes pertenecen al
ingenio; aquí de lo que se trata es de la utilidad de las almas. Los enfermos no buscan
médicos parlanchines. Y si un buen médico se pone a hablar de lo que va a hacer, es
como si un buen gobernante se ocupa de embellecerse.
Además, y porque todo esto poco consigue sin la gracia al hablar (gratia labiorum) -según
aquello del Eclesiástico (Sir 20, 20; 20, 21) : "Los refranes en la boca del necio caen mal"-
el predicador necesita ante todo de gracia cuando habla : la gracia que todo lo construye,
según lo que se dice del sumo predicador en el Salmo 45 (v. 3) : "En tus labios se
derrama la gracia".
2.4. El mérito de los predicadores
En cuanto a lo que puede merecer ante Dios un predicador, diremos que, aparte del
mérito de las obras buenas en general, mucho recibe además el predicador de su
predicación, siempre que la realice loablemente, según el texto de san Mateo (5, 19): "El
que obedece y enseña a otros los mandatos de la Ley será considerado grande en el
Reino de los Cielos".
Pero hay muchas cosas que, o acaban o disminuyen ese mérito. Por ejemplo, predicar
sin ser enviado (sine auctoritate). "¿Cómo predicarán si no se les envía?" (Rom 10, 15).
Otra cosa en contra del mérito de la predicación sucede cuando quien predica está en
público pecado. "Al malvado Dios le dice: '¿Qué derecho tienes de citar mis leyes o de
mencionar mi alianza?' " (Sal 50, 16). Lo cual hay que entender de los pecadores
reconocidos.
Otro escollo se da cuando el predicador no hace lo que dice, para que concuerden sus
obras y sus palabras. Dice la Glosa a Prov 3, 3 ("Lleva como un collar el amor y la
verdad"): "El predicador queda ligado a aquello que pide a los demás que vivan". Y por
esto se lee en Rom 2, 21: "Si enseñas a otros, ¿por qué no te enseñas a ti mismo? Si
predicas que no se debe robar, ¿por qué robas?". Otra dificultad es que se prefieran las
cosas temporales a los dones espirituales, en contra del estilo del Apóstol, que no
buscaba cosas, sino frutos espirituales (cf. Fil 4, 17), ni quería los bienes de aquellos a
quienes predicaba, sino a ellos mismos (cf. 2Cor 12, 14). Dice san Gregorio en el libro
décimo de sus Morales: "Los buenos predicadores no predican para recibir sustento, sino
que tal sustento recibe por causa de su predicación; y cada vez que quienes los escuchan
les dan cosas necesarias, los predicadores no sólo se alegran del servicio que prestan las
cosas, sino también del provecho de sus oyentes".
Otro defecto se da cuando el predicador no busca las cosas de Dios, sino lo suyo, es
decir, su nombre y su gloria, en contra del modo de actuar del Apóstol (cf. 2Cor 4, 5). Esta
clase de predicador se predica a sí mismo y no a Cristo Jesús. Al respecto escribe San
Gregorio en sus Homilías sobre el libro de Ezequiel: "¿Qué es buscar una alabanza
transitoria por la predicación, sino vender por vil precio una cosa muy grande?".
También es un error predicar a Cristo por hacer daño a otros, y no con rectitud de
corazón. "Es verdad que algunos hablan de Cristo por envidia y rivalidad, pero otros lo
hacen con buena intención" (Fil 1, 15).
En cuanto a la persona del predicador, hay que comenzar notando que debe ser varón
Dice el Apóstol: "No permito que la mujer enseñe en público" (Fil 2, 12). Para lo cual hay
cuatro razones : la primera es el dominio de la sensibilidad, que no es tan fácil de
suponer en una mujer, como en un hombre; la segunda es que la mujer está como
subordinada por su misma condición, y ello no es compatible con el lugar sobresaliente
que debe tener quien predica; la tercera es que, si predicase, su aspecto podría
despertar la sensualidad, como dice la Glosa al texto mentado; y la cuarta, es el recuerdo
de la torpeza de la primera mujer, de la que dice San Bernardo : "Una sola vez se puso a
enseñar y trastornó a todo el mundo".
Es necesario también, en cuanto a la persona del predicador, que cuente con las
fuerzas necesarias, para que pueda sostenerse estudiando en las vigilias, en el clamor
de la predicación, en la tarea de las disquisiciones, en la penuria de las indigencias y en
otras cosas por el estilo, como lo hicieron los Apóstoles. "Siempre estarán fuertes y
lozanos, y anunciarán que el Señor, mi protector, es recto y no hay en él injusticia" (Sal
92, 14-15). "Fuertes y lozanos", esto es, capaces de soportar lo que es necesario para
llevar el mensaje.
El predicador tendrá que tener la edad competente. Dice san Gregorio en la tercera
parte de su Regla Pastoral: "Nuestro Redentor, siendo en los cielos el hacedor de todo, y
con la sola muestra de su poder el Maestro perpetuo de los ángeles, no quiso en la tierra
ser maestro de los hombres antes de tener treinta años, y ello para infundir un saludable
temor a los apresurados; puesto que él, que no podía caer, no predicó la gracia de la vida
perfecta, sino llegada la perfecta edad."
No ha de ser el predicador una persona despreciable, no sea que por ello sea
despreciada su predicación. Dice san Gregorio: "Sólo puede esperarse que se desdeñe la
predicación de alguien a quien ya se menosprecia".
Son casi innumerables las figuras literarias que, en la Biblia, aluden a los predicadores,
según puede verse en la Glosa. En ella se han destacado tales figuras para que ellos
entiendan qué deben hacer, y así den fruto según su especie, esto es, según lo que les es
semejante.
Semejantes a Dios
Leemos en Jer 15, 19: "Si separas lo precioso de lo vil, serás como mi boca". Glosa: "Si
separas, a saber, con tus manos. Esto es lo que hace el predicador." Donde puede verse
que el predicador es como la boca de Dios.
Dice Job (29, 24): "La luz de mi rostro no cae en tierra". Glosa: "La luz del rostro del Señor
no cae en tierra porque la Iglesia no predica los altos misterios a la gente terrena". De lo
cual se deduce que el predicador es como el rostro del Señor.
En Is 60, 13 se lee: "Glorificaré el estrado de mis pies", y la Glosa comenta: "Se llama
'pies del Señor' a los predicadores".
Por tanto, si los predicadores son llamados boca del Señor, rostro y pies del Señor,
mucho habrán de cuidarse para que de su boca no salga nada que no convenga en boca
de Dios, en su rostro nada aparezca que sea impropio del rostro de Dios, y que, a donde
quiera que fueren, hagan presente a Dios, así como los pies llevan a aquel a quien
pertenecen.
Los predicadores son llamados también ángeles. "Vi a los siete ángeles que estaban de
pie delante de Dios, a los cuales se les dieron siete trompetas" (Ap 8, 2). La Glosa ve en
esos ángeles al coro (universitas) de los predicadores. Por lo cual hay que guardarse de
que haya algo de demoníaco o de bestial en quien predica; por el contrario, al modo de
los ángeles, esté así el predicador sobre el común de las personas.
En la Sagrada Escritura se compara también a los predicadores con los ojos, los dientes,
el cuello, los pechos, etc. de la Iglesia, como se ve en el Cantar de los Cantares,
especialmente en el cap. 4. Esto se debe a las diversas actividades que son propias de
los predicadores. El sentido de Cant 4, 1-5 lo explica así la Glosa: "Se representa a los
predicadores como 'ojos', porque los ojos son capaces de ver; 'dientes', porque corrigen a
los malvados y los traen al seno de la Iglesia; 'cuello', porque hacen posible la vida
verdadera, predicando las alegrías eternas y dando el alimento de la doctrina; 'pechos',
porque dan a los párvulos en Cristo la leche espiritual.
A veces los predicadores son llamados 'cielos'. "Su espíritu adornó los cielos" (Job 26,
13). La Glosa reconoce en esos 'cielos' a los predicadores. Y por ello deben éstos
resplandecer adornados de las diversas virtudes.
Otras veces se les llama 'estrellas'. (cf. Job 9, 7). Y como estrellas deben brillar sobre la
tierra en la noche de este mundo.
En el Sal 78, 23 se les llama 'Puertas del cielo', de acuerdo con la Glosa. Por ello tendrán
que preocuparse de que por ellos la gente entre al cielo y de que por ellos las cosas
celestiales lleguen a este mundo.
En la Biblia, los predicadores quedan a veces representados por las nubes: "Dios carga
de humedad las nubes y hace que de ellas surja el rayo; y el rayo va, zigzagueando por el
cielo" (Job 37, 11-12). Glosa: "El rayo va zigzagueando por el cielo, porque los
predicadores llenan de luz los confines del mundo".
También son comparados los predicadores con la nieve. "Dios ordena a la nieve caer
sobre la tierra" (Job 37, 6). Comenta la Glosa: "Se condensan en lo alto las aguas hasta
allá elevadas, para que se conviertan en nieve. Pero cuando la nieve baja a la tierra, de
nuevo se licúan y vuelven a ser agua. Por ello decimos que viene la nieve a esta tierra,
cuando los sublimes corazones de los santos, que ya se alimentan de sólida
contemplación, por fraterna caridad descienden a las palabras humildes de la
predicación".
En veces se llama 'truenos' a los predicadores. "Después que los siete truenos
hablaron...", se lee en Ap 10, 4, y la Glosa ve en esos truenos a los predicadores, porque
deben infundir el temor de Dios. Por lo cual escribe san Gregorio, comentando aquello del
libro de Job (38, 25 Vg. : "¿Quién señaló el recorrido a la lluvia fortísima y el camino al
resonante trueno?") : "Hay que entender por 'trueno' a la predicación del temor a lo más
alto, el cual, mientras sea percibido, quebranta los corazones humanos".
Semejantes a seres de esta tierra
En la Biblia se entiende a veces por predicadores a las piedras de gran valor. "El rey
mandó sacar piedras grandes y costosas para los cimientos del templo, y piedras
labradas" (1Re 5, 17). Al respecto dice la Glosa: "Los órdenes de rocas puestos debajo
representan a los maestros con cuya predicación crece la Iglesia y se reviste de virtudes".
También se les llama 'montes', porque, así como los montes reciben primero y luego
envían a los demás los beneficios del cielo, así también los predicadores. La Glosa los
descubre en el texto del Sal 72, 3: "Que los montes traigan paz, y los collados justicia".
A veces se compara a los predicadores con las águilas, porque, así como el águila vuela
hacia los cadáveres, de igual manera el predicador hacia los muertos por el pecado.
"Donde hay cadáveres, allí se encuentra el águila" (Job 39, 30). Y comenta la Glosa: "El
santo predicador se apresura a ir a donde piensa que hay pecadores, para mostrar a
quienes yacen en la muerte del pecado una luz vivificante".
En Job 38, 36: "¿Quién dio inteligencia al gallo?"), la Glosa ve la figura del predicador:
"Los predicadores son como gallos, que entre las tinieblas de la vida presente se
esfuerzan (student) por anunciar con su predicación -como con un canto- la luz que habrá
de llegar.
La Sagrada Escritura llama a los predicadores 'cuervos' por ciertas propiedades buenas
de éstos. Leemos en Job 38, 41: "¿Quién da de comer a los cuervos, cuando sus crías
claman a Dios?". "El predicador -dice la Glosa- es ese cuervo, del cual esperan comida
las crías, en el nido, con la boca abierta". Por esta providencia (de Dios) más recibe el
cuervo, pues no es sólo para él, sino también para los que él alimenta.
La Biblia a veces llama 'canes' a los predicadores. Por ejemplo, se queja por Isaías (56,
10): "Los guardianes de mi pueblo son canes mudos, que no pueden ladrar". Y la Glosa
identifica aquí 'ladrar' con 'predicar'. Por ello se llama 'can' al predicador, y por lo mismo,
al modo de un can hambriento, debe ir acá y acullá para buscar almas que alimenten el
cuerpo de la Iglesia, según aquello del Sal 59, 6: "Regresan ladrando como canes y
rondan la ciudad".
Otras veces se les llama 'caballos'. "¿Acaso fuiste tú quien dio fuerza al caballo, quien
adornó su cuello con la crin?" (Job 39, 19). Glosa: "Hay que entender aquí por 'caballo' al
predicador santo, porque él toma a su cargo los vicios que con fortaleza extingue en sí
mismo; y para quienes le escuchan hace oír su voz en la predicación".
Debidos a la persona
Algunos hay que ya desean predicadores sin antes haberse corregido de sus vicios,
siguiendo en su prontitud el ejemplo de Isaías (6, 18), que dijo al Señor: "¡Aquí estoy,
envíame!", pero sin mirar lo que antecede sobre la purificación del mismo profeta. Al
respecto, dice san Gregorio en su Regla Pastoral (parte I): "Ahora desea ser enviado, el
que primero se vio purificado por un carbón encendido del altar, no sea que algún otro se
atreva a acercarse a los sagrados ministerios sin purificarse".
Hay otros que, aunque ya se han corregido de sus vicios, aún no han recibido en sí
mismos aquella plenitud de los bienes celestiales, que les es necesaria para poderla
comunicar a otros. Dice san Bernardo: "Hay algunos de tan grande caridad -y por ellos
fluyen manantiales celestiales-, que primero desean derramar sus bienes, antes de
recibirlos". Y el mismo Bernardo refuta esta posición en su Sermón 18 sobre el Cantar: "Si
has recibido sabiduría, hazte como una concha y no como un tubo. El tubo recibe y casi al
mismo tiempo da; la concha, en cambio, aguarda a estar llena, y luego, sin daño propio,
comunica de lo que ya abunda".
Aún más, esta plenitud viene del Espíritu Santo, según enseña san Lucas, y por esto se
lee en Hch 2, 4: "Se llenaron del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar". Según san
Pablo, tal plenitud proviene del conocimiento y la caridad: "Estáis llenos de caridad
(dilectione, Vg.) y colmados de conocimiento, por lo que podréis amonestaros uno a otro"
(Rom 15, 14). Según san Bernardo, la mencionada plenitud se refiere a los bienes más
notables, por lo cual dice: "He aquí cuántas cosas hemos de recibir antes de poder dar:
primero la compunción, luego la devoción, en tercer lugar, la penitencia, en cuarto, las
obras de piedad, en quinto lugar, la ocupación del estudio, en sexto término, el ocio
contemplativo, y en séptimo, la plenitud de la caridad".
Hay otros predicadores que, aunque tienen muchas cosas buenas, sin embargo, antes de
ser fortalecidos de lo alto, y aún medio en tinieblas en sus débiles virtudes, se lanzan
a predicar, y por ello suele sucederles que, mientras quieren ayudar a otros, desfallecen
en su propio camino. Así se lee en las Vidas de los Padres, que, habiendo san Apolonio
ingresado al yermo de quince años de edad, y allí ejercitado su espíritu por otros
cuarenta, le fue dirigida una voz que le decía: "Apolonio, por ti venceré la sabiduría de los
sabios de Egipto; avanza, pues, hacia tierras habitadas; tú harás para mí un pueblo justo".
Pero él, espantándose de esto, respondió: "Aparta de mí, Señor, el espíritu de jactancia,
no sea que, levantándome sobre mis hermanos, pierda todos tus bienes". Y de nuevo le
dijo la voz: "Acerca tu mano a tu cuello y agarra bien lo que cojas, y entiérralo en la
arena". Entonces Apolonio agarró una especie de duende negro (quemdam AEthiopem), y
de inmediato lo sepultó en la arena, mientras aquél gritaba: "¡Yo soy el demonio de la
soberbia!". Después de esto se oyó otra voz: "Ahora sí emprende tu camino". Y entonces
Apolonio comenzó a predicar.
En el ejemplo de Apolonio hay que destacar cuánto debieran temer los débiles de espíritu
el oficio de la predicación, puesto que un varón tan perfecto, y tan probado por tan largo
tiempo en toda santidad, se asustó de asumirlo.
Es por esto que san Bernardo, en el Sermón ya citado, habla en estos términos al que
ambiciona ser predicador : "Hermano, tu propia salvación no es aún muy firme; tu caridad,
o no existe, o es todavía frágil y como arenosa, capaz de ceder ante un soplo, de creer a
cualquier espíritu, de ser llevada por cualquier viento de doctrina; aún más, tu enorme
caridad te lleva a superar lo mandado por Dios, puesto que amas más a tu prójimo que a
ti mismo; y es tan pequeña, que derritiéndose con fervor por lo mandado, le falta pudor, se
conturba por la tristeza, se acorta por la avaricia, se alarga por la ambición, se inquieta
llena de suspicacias, se apoca con las burlas, se desgarra en múltiples cuidados, se
enorgullece de los honores y se deshace por las envidias. Tú, hermano, que esto
descubres en ti mismo, ¿por qué clase de demencia, pregunto, solicitas o consientes en
curar los males ajenos?".
De dónde queda claro que no debe comenzar a predicar el que no se ha purificado de sus
vicios, o no está bien dotado, o le falta ser confirmado en los bienes que ha recibido.
Hay algunos que, considerando que el oficio de predicador es cosa excelente, cierta
ambición los mueve a anhelar esta excelencia. Escribe san Gregorio en su Regla
Pastoral: "Desean verse como maestros, quieren estar por encima de los otros, buscan
los primeros puestos. Estos no caen en la cuenta de que el diablo llevó al Señor hasta el
pináculo del Templo, en donde, según la Glosa, estaban las cátedras de los Doctores de
la Ley, desde donde enseñaban al pueblo (puesto que los techos de la época eran
planos); pináculo en el que el diablo había atrapado a tantos con la gloria vana de ser
maestros, inflados en sus honores". Contra estos maestros se lee en la Carta de Santiago
(3, 1): "No queráis muchos ser maestros, hermanos míos". Y aquí se trata del magisterio
de la predicación.
Hay otros que, apartándose del fin propio de este oficio, que es la salud del prójimo, lo
pretenden para su vanagloria o algún otro deseo terrenal. Contra ellos habla san
Bernardo: "¡Ay de aquellos que recibieron la capacidad de pensar y hablar bien de Dios, si
hacen de la piedad un lucro y vuelven gloria inane lo que orando habían conseguido para
Dios!".
Algunos -solo por envidia y rivalidad- no quieren predicar los bienes que otros predican,
mientras no tengan la misma gracia de que aquellos gozan. Se parecen a Elihú, el cual,
queriendo equipararse a los otros amigos de Job -hombres grandes estos-, dice:
"Responderé yo por mi parte, declararé también yo mi saber" (Job 32, 17). pero el Apóstol
dice: "¿Acaso todos son apóstoles?" (1Cor 12, 29), "predicando en el lugar del Señor (vice
Domini)". Es como si dijera: no a todos se les da esta gracia, y por ello no hay que emular
en conseguirla.
Así queda patente que el deseo de ser predicador puede ser culposo debido a la
ambición, a un fin torcido, o a una emulación que no es buena -siendo este, por lo demás,
en sí mismo, un oficio tan laudable. Es por esto que la Glosa a Mt 23, 2ss ("En la cátedra
de Moisés...") dice: "No prohibe que se sienten los primeros maestros, sino reprende a los
que ahora la detentan, o a los que, no teniéndola, la desean indebidamente".
Errores debidos a enviar a uno que no está preparado
Hay algunos muy prontos para predicar, en cuanto se les manda. San Bernardo habla en
persona de éstos cuando dice: "Sé muy poco. Mejor: parezco saber, y no puedo callar,
pronto como estoy para hablar y enseñar". En sentido contrario habla san Gregorio
comentando al Profeta Jeremías, en su Regla (parte I): "Jeremías es enviado, y sin
embargo, humildemente rehúsa serlo, diciendo: ¡Ah, Señor Yahveh! ¡Mira que no sé
expresarme, que soy un muchacho!" (Jer 1, 6).
Otros más, no solo están dispuestos a predicar, sino que, por sí mismos o por medio de
otros, procuran que se les mande. Contra lo cual está el ejemplo de Moisés, que pidió ser
liberado de tal oficio, y que más bien le fuera impuesto a otro, diciendo (Ex 4, 13): "Por
favor, Señor, envía a quien quieras". Y tanto insistió, que logró fuesen encomendadas a
Aarón las palabras del Señor. ¡Cosa sorprendente! Este gran hombre, elegido por Dios y
preparado para llevar su Palabra, busca que otro lo haga; ¡y luego un hombre de poco
valor intenta que se le encomiende semejante oficio!
Hay otros, aún, que llevan muy a mal el que no se les envíe alguna vez a predicar y se
turban por completo. En ellos se verifica aquello que se lee en Job (32, 18): "Estoy lleno
de palabras, me urge un soplo desde dentro; es en mi seno, como vino sin escape, que
hace reventar los odres nuevos". Lo cual se cumple en estos, porque debido a la enorme
voluntad de predicar que tienen, como no son capaces de dominarla, se turban
interiormente como el vino en los odres, hasta llegar a reventar exteriormente con su
impaciencia.
Como dice san Gregorio en su Regla, es más seguro declinar que ejercer el oficio de la
predicación, y por ello es cierto que los varones santos y humildes no se precipitan en
buscar la predicación, y antes prefieren ser pospuestos a otros, y son pacientes cuando
les falta, incluso si han de ser obligados por otro a ejercerla, lo cual es laudable, según lo
que dice san Gregorio en su Regla: "Algunos son laudablemente obligados a predicar".
Primero, la falta del fruto que se hubiera dado a su debido tiempo, lo mismo que
sucede en los muchachos que engendran hijos antes de tiempo. Según se dice, de esto
se sigue que luego son menos capaces de engendrar, cuando les llega la edad que sería
propia para ello.
Por esto escribe san Gregorio en la tercera parte de su Regla: "Hay que advertir a
aquellos, cuya imperfección o edad impide predicar, pero cuya precipitación los mueve a
hacerlo, que mientras se apresuran a asumir la carga de semejante oficio, quizá están
cerrando el camino de su progreso ulterior, y mientras intentan a destiempo lo que no
pueden, están perdiendo lo que a su tiempo podrían lograr".
Una segunda consecuencia es que se pierde el propio crecimiento. Pues quien intenta
esforzar las energías que aún no tiene, por ello mismo se hace siempre más débil. Por
esto dijo alguno en las Vidas de los Padres: "No pretendas enseñar antes de tiempo, o
echarás a perder tu inteligencia para el resto de tu vida".
La tercera consecuencia es la ruina espiritual. Por esto dice san Gregorio en la tercera
parte de su Regla: "Hay que advertir a aquellos cuya precipitación los mueve a predicar,
que tengan en cuenta esto: las crías de las aves, si intentan volar antes de tener ya bien
formadas sus plumas, del mismo lugar de donde pretendían remontarse a la altura, de allí
mismo caen a lo profundo. Hay que advertirles que las construcciones recientes, y aún no
consolidadas, si se sobrecargan con el peso de muchos leños, al final no resulta una
casa, sino un desastre; y las mujeres, si paren sus bebés antes de tiempo, ciertamente no
ayudan a llenar los hogares, sino los cementerios".
Y puesto que tantos males se siguen de este apresuramiento, dice el Sirácida: "El sabio
guarda silencio hasta su hora, más el fanfarrón e insensato adelanta el momento" (Sir 20,
7). Y por esto mismo amenaza el Profeta, diciendo: "Cuando su fruto en cierne comience
a madurar, cortará los sarmientos con la podadera y los pámpanos viciosos arrancará y
podará. Serán dejados juntamente a merced de las aves rapaces de los montes y de las
bestias de la tierra; pasarán allí el verano las rapaces y toda bestia terrestre allí invernará"
(Is 18, 5b-6). Y por lo mismo manda el Señor a sus predicadores: "Permaneced en la
ciudad hasta que seáis revestidos de poder de lo alto" (Lc 24, 49). San Gregorio comenta
este pasaje así: "Ciertamente permanecemos en la ciudad si nos recogemos en los
claustros de nuestras mentes, para no vagar por fuera en conversaciones inútiles, para
que, cuando seamos revestidos plenamente de la virtud divina, entonces si, como
saliendo de nosotros mismo, enseñemos a otros".
4. COMO SE REALIZA LA PREDICACION
En un prelado es reprensible dejar de predicar. Por el sólo hecho de ser prelado, está
puesto para eso. Leemos en el Éxodo: "Cuando Aarón entre en el Santuario o cuando
salga, que se oiga el sonido de las campanas del borde de su manto, y así él no muera"
(Ex 28, 35). Al respecto escribe san Gregorio en la segunda parte de su Regla Pastoral:
"Muere el sacerdote al entrar o salir del Santuario, si no se escucha el sonido que de él
proviene, porque reclama para sí la ira del oculto Juez, si avanza sin la compañía del
sonido de la predicación". Sin duda san Gregorio habla de aquí de los sacerdotes que
tienen cura de almas.
Lo mismo vale para los sacerdotes dotados de cualidades. Dice, en efecto, san
Bernardo: "En verdad retienes para ti lo que pertenece al prójimo, si contando con los
conocimientos y la elocuencia, amarras con un silencio inútil, incluso dañoso, las palabras
que podrían aprovechar a muchos".
Y otro tanto hay que decir de quien ha sido mandado para hacerlo. Habla Dios: "Si yo
digo al malvado: '¡vas a morir!' y tú no le amonestares y no le hablares para retraer al
malvado de sus perversos caminos para que él viva, el malvado morirá en su iniquidad,
pero a ti demandaré su sangre" (Ez 3, 18).
Hay veces incluso en que no sólo están dispuestos, sino que piden que se les predique.
En Lam 4, 4 se dice con tristeza: "Los pequeñuelos piden pan y no hay quien se lo parta".
Comenta san Gregorio: "Quienes no ponen la gracia recibida al servicio de los que
perecen de hambre de la palabra, juzguen qué castigo tienen merecido".
Y aún se dan ocasiones en que la gente no sólo pide que se les predique, sino que
realmente lo necesitan. Dice el mismo Gregorio: "Mira cuánta sea la culpa de aquellos
que ocultan a los pecadores la palabra de predicación y esconden el remedio de vida a
quienes ya perecen".
Hay tiempos, en efecto, en que cabe esperar un gran fruto de la predicación. Por eso
dice el Sirácida: "No retengas la palabra en tiempo de salvación" (Sir 4, 28).
Hay algunos que no predican por una falsa inseguridad que los lleva a juzgarse incapaces
de predicar, aunque de hecho pueden hacerlo perfectamente. Contra ellos leemos: "Libra
a los que son llevados a la muerte; a los que están en peligro de muerte, sálvalos. Que si
luego dijeres: 'Me faltan fuerzas', el que conoce los corazones todo lo sabe; nada se
escapa al que cuida de tu alma" (Prov 24, 11-12a).
A otros los frena una humildad falsa, que los hace sentirse indignos de oficio tan
excelso. Pero se ve que es falsa su humildad, porque cuando se les manda (que
prediquen) no obedecen. Bien dice de ellos san Gregorio en su Regla Pastoral, parte 1a:
"Nótese que el profeta que rehusó predicar, luego cedió; por consiguiente, quien haya
sido elegido con gloriosa elección, guárdese de contradecir con orgullo, bajo capa de
humildad".
Hay otros que no predican por amor a la quietud de la contemplación. Contra ellos
habla san Gregorio en su Regla Pastoral, parte 1a: "Enriquecidos con grandes dones,
anhelan sólo los ejercicios de la contemplación, y evitan atender las necesidades de sus
prójimos con la predicación. Aman los secretos de la quietud; buscan el retiro de la
especulación. Si se les juzgara por ello, de tantas culpas resultarían reos, cuantas
ocasiones tuvieron de ser útiles, saliendo de su retiro y acercándose a la gente".
Otros eluden predicar porque predicando suelen cometer algunos pecados. Contra
ellos se lee en el Sirácida: "Mejor es la rudeza del varón que la zalamería de la mujer" (Sir
42, 14), texto que san Bernardo aplica así a los predicadores: rudeza del varón es esa
imperfección que va como anexa a la vida del predicador, por su oficio exigente;
zalamería femenina, en cambio, es la belleza del alma que se regodea en su sola
contemplación. Y bien se dice que lo primero es mejor que lo segundo, porque es mejor
que los hombres trabajen, aunque trabajando se ensucien, y no que se queden siempre
en casa, libres de toda suciedad.
Hay otros que no predican porque siempre se están preparando para predicar.
Ocupan, en efecto, mucho tiempo escogiendo lo que van a decir, y esperan alcanzar una
especie de perfección a la que quizá nunca llegarán. Entre tanto sus amigos duermen, el
fuego incendia la casa, llega el enemigo, y ellos siempre aplazan cuidar de su gente. Muy
otra cosa dice los Proverbios: "¡Alerta, apresúrate, despierta a tu amigo!" (6, 3 Vg.), texto
que la Glosa aplica a los predicadores.
Otros se frenan por pereza a preparar lo que han de decir, pues ya se sabe cuánta
solicitud y trabajo demanda una buena predicación. Ayudando a su discípulo a que
venciera esa inercia, decía Pablo a Timoteo: "Tú, vela en todo, soporta los trabajos, haz
obra de evangelizador" (2Tim 4, 5), como diciéndole: no dejes de anunciar el Evangelio
sólo por las vigilias y trabajos que trae consigo; al contrario, sopórtalos de modo que
puedas anunciarlo.
Otros, parecidos a los anteriores, no predican debido a las dificultades que supone
perseverar en el oficio, sobre todo a los predicadores pobres que, según el Derecho, no
tienen rentas ni beneficios. Pero ¡ojalá estos imperseverantes atendieran a lo que se dice
de la penuria que aguantó Cristo en su ministerio! En efecto, sobre aquello de Mc 11, 14:
"Jesús, después de observar todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió para Betania",
dice la Glosa: observó todo, por si hubiera un lugar para él. Pues tanta fue su pobreza,
que, sin compasión de nadie, ningún sitio halló para sí en tan gran ciudad. ¿Cuál de
nuestros actuales predicadores, pregunto, ha soportado una tal indigencia, como para no
hallar en algún poblado lo necesario para subsistir?
Hay otros que eluden predicar por el cansancio físico que implica el ir a pie. Pero el
Apóstol Pablo, además de cansar sus pies por el camino, casi siempre ocupaba también
sus manos, pues así dice: "Recordad si no, hermanos, nuestros sudores y fatigas:
trabajando día y noche para no ser una carga para nadie, proclamamos entre vosotros la
buena noticia de Dios" (1Tes 2, 9).
Otros hay que se detienen por la incomprensión de los superiores y prelados, los
cuales con frecuencia no ayudan a la predicación (que debían favorecer), pareciéndose
en esto a los Escribas y Fariseos judíos y a los sacerdotes de los templos paganos, que a
toda costa querían impedir la predicación de Cristo. Esta clase de superiores se
convierten en perseguidores de los predicadores, según se ve claramente en los Hechos
de los Apóstoles y en las Vidas de los Santos. Pero si esto hubiera detenido a los
primeros predicadores, nunca se hubiera anunciado la fe en Cristo. Y si a ellos no los
detuvieron las grandes persecuciones, ¿por qué ha de detener ahora la incomprensión o
pecado de los superiores?
Hay otros que se frenan ante la tibieza de la gente. Les gusta predicar a las
muchedumbres y a oyentes devotos, pero olvidan a los indiferentes, aunque sean los más
urgidos. En verdad, el Señor envió profetas no sólo para la gente fervorosa, sino también
al pueblo de dura cerviz. "A hijos duros de rostro y de corazón empedernido te envío", dijo
el Señor a Ezequiel (2, 4).
Otros dejan de predicar por algún papelón que les sucedió, porque alguna vez se
pusieron a predicar y no les fue muy bien. Pero en este orden de ideas ninguna cosa
podría aprenderse, porque ¿quién hay que sepa latín y que nunca haya dicho errores en
latín? ¿Quién sabe escribir que no se haya equivocado a menudo escribiendo, y así
sucesivamente? Al contrario, por estas caídas se llega a la perfección. Y por eso dice
Aristóteles: "Carpinteando se hace uno carpintero". De igual modo, la práctica en la
predicación, aun a través de errores, lleva a la buena predicación.
Hay otros que se retraen de predicar porque ya hay muchos que predican. Y dicen:
"¿Para qué se necesita que yo predique, habiendo tanta gente para hacerlo?". Pero como
está predicho que los predicadores "se multiplicarán de un vientre ya anciano" (cf Sal 92,
15), ¿de qué le sirve esto al que no se hace predicador? Por ello, así como el que quiere
tomar parte en la pesca se junta con pescadores, de igual manera el que desea tener
recompensa de predicador ha de predicar también él -si le es posible. Leemos en Jn 21,
3: "Dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Los otros le dijeron: Vamos también nosotros
contigo".
Otros dejan la labor cuando tienen que predicar con quien no les cae bien. Pues como
conviene que los predicadores vayan siempre de a dos, estos prefieren perder fruto, con
tal de no ir con el que no es de su agrado. Pero, aunque esté escrito: "No ares con buey y
asno uncidos juntos" (Dt 22, 10), sin embargo, un pobre prefiere arar con asno y buey,
antes que quedarse sin cultivar la tierra. (Y de los predicadores se habla en figura de
bueyes en Job 24, 3, según la Glosa). Ahora bien, si un campesino tiene que dar razón a
su capataz de la tierra que trabaja, y tiene un solo buey, y por tanto no puede darle otro
por compañero, porque no lo tiene, ¿no podría acaso quejarse de que su buey no
quisiese arar con ningún caballo o asno?
Hay quienes no desean para nada oír la palabra de Dios. A estos no se les debe
predicar: "No hables donde no hay quien escuche" (Sir 32, 6).
Hay quienes, aunque oyen, no entienden, pues son tardos. Dicen los Proverbios (18, 2):
"El necio no acoge las palabras de la prudencia", es decir, no llegan a su entendimiento. A
estas personas tampoco se les debe predicar. "No hables a oído del necio" (Prov 23, 9a).
Hay quienes despedazan con sus palabras al que les predica. Tampoco hay que
predicar a estos. "No deis lo santo a los perros", leemos en Mt 7, 6a, y la Glosa explica:
perros son aquellos que ladran, y despedazan lo que es íntegro.
Hay quienes insultan la doctrina santa. No se les debe predicar. "No echéis vuestras
perlas a los cerdos" (Mt 7, 6b). Glosa: cerdos son los que vilipendian y conculcan.
Hay quienes tanto retan a Dios con sus pecados, que se hacen indignos de la gracia de
la predicación. "Te pegaré la lengua al paladar -dijo a Ezequiel el Señor-, te quedarás
mudo y no podrás ser su acusador, pues son casa rebelde" (Ez 3, 26). Glosa: son casa
rebelde, esto es: son tan contrarios y opuestos a Dios, que no merecen ni que se les
reprenda. De donde se ve que la multitud de culpas llega a hacer indignos a los
pecadores de ser corregidos por Dios.
Hay quienes, peor que todos los anteriores, blasfeman del Evangelio, como es el caso
de algunos no cristianos. En cuanto a ellos, hay que tener el cuidado de no predicarles
habitualmente (como si ya fueran creyentes). Está el ejemplo de los Hechos de los
Apóstoles: "Los judíos... se oponían con insultos a las palabras de Pablo. Entonces Pablo
y Bernabé dijeron sin contemplaciones: Era menester anunciaros primero a vosotros el
mensaje de Dios; pero como lo rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna,
sabed que vamos a dedicarnos a los paganos" (Hch 13, 45-46).
Debemos subrayar que no hay que decir lo mismo a quienes se predica, sino distinto a los
que son distintos, según cabe a cada uno. Así dice san Gregorio en la 3a parte de su
Regla Pastoral:
"Tal como nos enseñó, años ha, Gregorio Nazianceno, de venerable memoria, no
conviene la misma exhortación a todos, porque no todos tienen el mismo tenor moral.
Suele suceder que a unos perjudica lo que a otros ayuda, porque a menudo la hierba que
a unos alimenta, a otros envenena; y un leve silbo amansa a un caballo e inquieta a un
cachorro; y la droga que aplaca una enfermedad le da fuerzas a otra; y el alimento que
robustece a los adultos hace daño a los pequeñuelos. Por tanto, el sermón de quien
enseña ha de conformarse con el tipo de auditorio.
"De un modo, en efecto, hay que exhortar a los hombres, y de otro a las mujeres;
de uno los sabios en cosas de este mundo y de otro los ignorantes en estas cosas;
de uno los que temen los azotes, y por esto no pecan, y de otro los que se han
endurecido tanto en sus culpas que ya ningún azote les sirve;
Hay algunos que predican muy de vez en cuando, y otros que están predicando siempre.
Estos dos extremos son malos. Dice san Gregorio: "La predicación, si escasa, no es
suficiente; si demasiada, poco se la aprecia". Hay, pues, que predicar con mesura: la
lluvia realmente útil no es ni escasa ni continua.
No hay que hablar siempre del mismo modo; al contrario, de acuerdo con la diversidad de
quienes hablan, y de aquellos a quienes se habla, y de aquello de que se habla, ha de ser
diverso el modo de predicar.
Lo propio, para el caso, es que hablen distinto el que no es nadie y el que tiene cierta
autoridad. El primero hablará siempre humildemente: "el pobre habla suplicando" (Prov
18, 23a); "pobre", esto es, el que no es nadie. En cambio, con mayor dureza puede hablar
a veces el que tiene autoridad. Pues así leemos en Prov 18, 23b: "el rico responde
duramente". Y es lo que hacía Juan el Bautista, hombre rico con la plenitud de una vida
santa, que llegaba a clamar diciendo: "Raza de víboras...!" (Mt 3, 7b). De igual manera
san Esteban, protomártir, rico y lleno de Espíritu Santo, cuando predicaba: "¡Rebeldes,
infieles de corazón y reacios de oído!" (Hch 7, 51). Y también Pablo, rico con el poder que
Dios le había comunicado, cuando decía: "Con razón dijo el Espíritu Santo a vuestros
padres por medio del profeta Isaías: Ve a ese pueblo y dile: ¡Por mucho que oigáis no
entenderéis...!" (Hch 28, 25b-26a).
También el Señor Jesús habla de un modo a sus discípulos y de otro a los escribas y
fariseos. A los discípulos, con dulzura, prometiéndoles sus bienes: "Felices vosotros los
pobres, porque vuestro es el Reino de Dios" (Lc 6, 20); a los otros, conminándoles tajante:
"¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!" (Mt 23, 13; cf 13-32).
Por otra parte, de un modo hay que hablar de los pecados de la gente y de otro de las
cosas buenas que Dios les ha dado. De los pecados, como de cosa lúgubre, hay que
hablar con compasión, unidos al Apóstol que dice: "¡Cuántas veces os los he señalado y
ahora lo hago con lágrimas en los ojos, a esos enemigos de la cruz de Cristo! Su
paradero es la ruina, honran a Dios con el estómago, y ponen su gloria en sus
verguenzas, centrados como están en lo terreno" (Fil 3, 18-19). De los dones divinos, en
cambio, hablemos con gratitud, unidos al Apóstol que dice: "Continuamente doy gracias a
mi Dios por vosotros, por el favor que os ha concedido mediante Cristo Jesús, pues por su
medio os ha hecho ricos de todo, de todos los dones de palabra y de conocimiento" (1Cor
1, 4-5).
A la gente rústica hay que hablarle muy claro; a los intelectuales, en cambio, con cierta
sutileza.
A los tiranos, con audacia; a los que en cambio nos superan y son mejores que nosotros,
con cierto temor.
Hay que saber hablar con fervor de espíritu -sin descuidar lo que pide la prudencia-.
Entre los débiles, hay que hablar como consolando; entre los presumidos, en cambio, con
mucha firmeza.
Cuando predicar, cuándo no
Hay que saber cuándo se predica, porque "hay tiempo de hablar y tiempo de callar" (Qo 3,
7b).
No es tiempo apto para predicar cuando la gente está tan ocupada que no puede estar
atenta a la palabra de Dios. Dispuesta estaba, en cambio, María, para escuchar la palabra
del Señor (cf. Lc 10, 39).
Tampoco es tiempo propio cuando la gente, debido a algún dolor está tan absorta en lo
suyo, que no pueden poner cuidado en lo que se les dice. Fue este el motivo por el que
los amigos de Job estuvieron con él siete días sólo acompañándolo y sin hablarle, porque
entendían lo profundo de su pena (cf Job 2, 13).
Ni es el tiempo cuando el sueño vence a los oyentes. No hay que hablar a los que
duermen, nos enseña el Sirácida: "Es hablar -dice- con un dormido, el hablar con un
necio" (Sir 22, 9), en donde aparece que no se debe conversar con dormidos.
Tampoco el tumulto es buen momento para predicar. Y por esto Pablo pedía silencio,
haciendo señas con su mano, antes de empezar a hablar: Hch 13, 16; 21, 40.
Tampoco es apto el momento cuando la gente está en contra del predicador. Fue por
esto que Pablo y Bernabé se retiraron de los judíos que les perseguían (cf. Hch 13, 44-
47).
Por ejemplo, no hay que predicar en lugares ocultos, como hacen los herejes, sino en
un sitio público, como hacía Jesús, que habló abiertamente ante el mundo, y nada dijo a
escondidas (cf. Jn 18, 20).
Ni debe predicarse donde haya peligro para los oyentes, sino sólo allí donde puedan
reunirse seguros, no sea que reciban daño, como les pasó a los que seguían a Teudas o
a Judas Galileo (cf. Hch 5, 36-37).
Mucho ayuda, para bien predicar, el estar libre de otros asuntos. Por esta razón los
Apóstoles delegaron a otros el cuidado de las mesas, para estar ellos libres para predicar,
pues en efecto dijeron: "No es razonable que nosotros abandonemos el ministerio de la
palabra para servir a las mesas" (Hch 6, 2). Y el Señor dijo al discípulo que quería ir a
sepultar al padre fallecido: "Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a
anunciar el Reino de Dios" (Lc 9, 60). Por esto mismo Pablo dejó a otros el oficio de
bautizar, allí donde dijo: "No me mandó Cristo a bautizar, sino a anunciar la buena noticia"
(1Cor 1, 17). Y si tales hombres dejaron oficios tan piadosos para dedicarse de lleno a la
predicación, ¡cuánto más deben los predicadores dejar toda otra ocupación para que el
Verdadero Abraham tenga bien dispuesta su gente para la batalla! (cf. Gén 14, 14).
También ayuda el apropiarse de todo lo que en las ciencias seculares se ve que es útil
para edificación de los oyentes, como hacen los que van a construír, que reúnen de
distintos sitios lo que es útil para su edificio. Al respecto dice 2Cro 20, 25: "Josafat y su
gente fueron a apoderarse de los despojos, hallando entre los cadáveres muchas
riquezas y objetos preciosos". "Es decir -según la Glosa-: los Doctores y Maestros de la
Iglesia, junto con la multitud de creyentes, recogen lo que dejaron los infieles en sus
escritos y estudios de Física, Etica o Lógica, y lo ponen al servicio de toda la Iglesia, para
que aquello que no dio la salvación a los infieles, sea ahora prenda útil a la salud de las
almas de los creyentes".
Será de mucho provecho también orar por lo que se va a decir. En efecto, con la fuerza
de la oración se hace más eficaz la predicación. Así escribe san Agustín en el Libro 4 de
su Doctrina Cristiana: "Esfuércese el elocuente cuanto pueda al hablar de lo que es
bueno, justo y santo, para ser escuchado con atención, gusto y asentimiento; y no dude
de haberlo conseguido -cuando lo logre- más por el fervor de su oración, pidiendo por sí
mismo y por aquellos a quienes va a hablar, que por sus dotes de orador: sea en todo
caso más un orante que un conferencista".
Es importante de igual manera el pedir oraciones a otras personas. Es así que Pablo -
¡semejante maestro y predicador! - decía, confiando en tales oraciones: "Pedid por
nosotros, para que el mensaje del Señor se propague rápidamente y sea acogido con
honor, como entre vosotros" (2Tes 3, 1).
Para bien predicar ayuda el descanso. Pues, así como la gente descansa de tanto en
tanto de sus trabajos, para luego reemprenderlos con más vigor, así conviene que el
predicador descanse alguna vez de su oficio, para que, recuperadas las fuerzas, pueda
luego volver a él con empeño. Por esto los obreros del rey Salomón, que derribaban leños
en el Líbano (y en estos obreros ve la Glosa figura de predicadores) descansaban dos
meses y trabajaban uno (cf 1Re 5, 27-28 = 3Re 5, 13-14).
Para este descanso es conveniente que el tiempo libre no se dedique sólo a no hacer
nada; más bien es saludable que se ocupe en leer, estudiar, meditar, y cosas de esta
clase, que luego sirven a la predicación. San Gregorio escribe: "Asimilen los predicadores,
en el reposo de la contemplación, aquello que habrán de dar a sus prójimos cuando
tengan que predicarles".
Ayuda a predicar bien el saber cuidarse del pecado que asecha la labor del predicador.
Pues, así como no es de mucho felicitar el pescador que por el gusto de la pesca no se
cuida de la tempestad, así es tontería la predicación que lleva al predicador a pecar, por
afán de servir a otros. Y por esto se dice: "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo
entero, si se pierde a sí mismo?" (Mt 16, 26).
Saber callarse ayuda a predicar. Habla Ezequiel: "Llegué a los deportados de Tel-Abib,
que vivían a orillas del río Quebar, y me quedé allí siete días abatido en medio de ellos. Al
cabo de siete días me vino la palabra del Señor" (Ez 3, 15-16). Comenta san Gregorio:
"Había sido enviado a predicar y sin embargo callaba abatido durante siete días, porque
en realidad sabe hablar el que aprendió a callar, y porque la palabra se alimenta con la
censura del silencio".
Para predicar es necesaria la santidad. "El alma del hombre santo anuncia esas cosas
mejor que siete centinelas puestos en atalaya" (Sir 37, 18 Vg.). Explica san Gregorio:
"Más vale para predicar la constancia del amor santo que la mucha práctica en el hablar".
Ayuda, por último, pensar bien qué es lo que se va a hacer. Pues hace bien su trabajo
el que antes reflexiona qué debe hacerse y cómo habrá de hacerse. Tal cual el
predicador. "Salí de noche -habla Nehemías- por la puerta del valle, y me dirigí hacia la
fuente del dragón y a la puerta del muladar, mirando hacia las puertas de Jerusalén en
ruinas, y sus puertas consumidas por el fuego..." (Neh 2, 13 = 2Esd 2, 13 Vg.). Beda el
Venerable comenta la Glosa a este pasaje así: "Nehemías, recorriendo los diversos
lugares de la ciudad destruída, mira solícito cómo tendrá que ser reparado luego cada
uno. Con frecuencia los maestros de la vida espiritual tendrán también que levantarse en
medio de la noche y examinar con atención, mientras los demás descansan, cuál es el
estado de la Iglesia, para preguntarse vigilantes cómo tendrán que corregir y levantar
aquello que los vicios enemigos han manchado y derribado".
La predicación laudable consiste en esto: en que se prefiera predicar donde hay mayor
necesidad. En efecto, ¿de qué sirve estar siempre predicando a los religiosos, a las
religiosas (beghinae) y a la gente piadosa, que no necesita tanto, y dejar de lado a los que
más necesitan? Por ello dice el Señor: "No necesitan de médico los sanos, sino los
enfermos" (Mt 9, 12).
También es de alabar que se busque predicar allí donde no hay quién lo haga, más que
donde a menudo se predica. Pues, ¿qué hortelano deja sin agua la parte reseca del
huerto, para dedicarse a regar lo ya regado? Por eso dice san Pablo: "He completado el
anuncio de la buena noticia del Mesías, poniendo además todo mi ahínco en anunciarla
allí donde aún no se había pronunciado su nombre... quería atenerme a la Escritura: los
que no tenían noticia lo verán, los que nunca habían oído comprenderán" (Rom 15, 19-21;
cf Is 52, 15).
Tampoco deben olvidarse las poblaciones pequeñas, como hacen los que sólo buscan
predicar en las ciudades y grandes poblados. Contra lo cual está aquello que se dice del
Salvador: "Jesús recorría las ciudades y aldeas enseñando" (Mt 9, 35).
Ni ha de pasarse por algún sitio sin predicar en él, pues ahí está el ejemplo del Señor
que "recorría toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del
Reino" (Mt 4, 23). Ni descuidar alguna clase de personas, pues así leemos: "Predicad
el Evangelio a toda creatura" (Mc 16, 15).
Es laudable también la predicación valiente, allí donde crece la maldad, pues dice san
Gregorio en una de sus Homilías que "cuando crece la perversidad de los malvados, no
sólo no hay que interrumpir la predicación: es menester fortalecerla".
Las anteriores notas positivas (cf. 4.5.1) se dan cuando la predicación se dirige a quienes
se debe. Hay otras notas referentes al que predica.
Por ejemplo: se requiere que el predicador no dé motivos para que sea rebatido su
mensaje. Pues hay quienes, faltos de cautela, turban al clero o a los fieles, o hacen cosas
que frenan su propia predicación. Contra lo cual dice el Apóstol: "Sobrellevamos lo que
sea, para no crear obstáculo alguno a la buena noticia del Mesías" (1Cor 9, 12).
Un predicador no debe ser fácil de acallar, como lo son aquellos que por cualquier
incomodidad o dificultad dejan su predicación. Contra ellos leemos: "Delante de Dios y del
Mesías Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te pido encarecidamente en nombre de
su venida y de su reinado: proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo" (2Tim 4,
1-2a).
El predicador ha de serlo no sólo con la voz, sino con todo su ser. Pues así leemos en
profecía sobre Juan Bautista (cf Is 40, 3) que es llamado "Voz", porque todo él era una
predicación. Así como en las monedas se tiene en cuenta el material, la efigie y el peso,
igual en todo aquel que sirve a la Iglesia con el ministerio de la palabra: qué enseña, a
quién sigue, cómo vive. El material representa su enseñanza; la efigie, a quién sigue; el
peso, la humildad de vida. Y el que no diere la medida en alguno de estos aspectos, no
será ciertamente metal para moneda, sino pura tierra, y por ello se dice: no resonará
como metal, sino que callará, como tierra.
El buen predicador sabe perseverar en su tarea. Pues, así como la lluvia de un día de
poco sirve para la tierra árida, si no continúa, así es de poca utilidad un solo sermón, o
sólo unos pocos. Al contrario, del Señor Jesús leemos: "Enseñaba cada día en el templo"
(Lc 19, 47).
También es loable que haga conocer fielmente los mandatos del Señor, cual fiel
mensajero, cuyo oficio es precisamente transmitir con fidelidad lo que se le encomienda.
Pues así dijo Dios a Jeremías: "Lo que yo te mande, lo dirás" (Jer 1, 7). ¿Y qué hay de
extraño en que esto cumpla el verdadero predicador, si Balaam decía de sí mismo:
"Aunque me diese Balac su casa repleta de plata y oro, no podría yo traspasar las
órdenes de Dios, ni en poco ni en mucho" (Núm 22, 18)?
Es muy bueno que el predicador sea fervoroso en su oficio, como se dice de Apolo:
"Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo... hombre elocuente y muy versado en la Escritura;
lo habían instruido en el camino del Señor, y hablaba con mucho entusiasmo, enseñando
con gran exactitud la vida de Jesús" (Hch 18, 24-25).
También conviene que diga siempre la verdad, especialmente con gente malvada, tal
como los Apóstoles la decían predicando la palabra de Dios ante los judíos. "Estoy lleno
de la fuerza del espíritu de Dios -dice el profeta-, y de juicio y de fortaleza, para denunciar
a Jacob sus prevaricaciones y a Israel sus pecados" (Miq 6, 8).
Es bueno, sin embargo, que modere su tono al hablar, no sea que su rudeza llegue a
ofender. Dice san Ambrosio: "sean las correcciones sin aspereza, y las exhortaciones, sin
ofender".
Es laudable, finalmente, que se muestre solícito en su oficio, porque sin esto poco logra
hacerse. "Procura con diligencia presentarte ante Dios probado como obrero que no tiene
de qué avergonzarse, que distribuye rectamente la palabra de verdad" (2Tim 2, 15).
Hay quien se aleja de la predicación por insinuación del diablo. Pues no desea el diablo
que los suyos oigan la predicación del Evangelio de Cristo, no sea que se acerquen a
Cristo. Y por esta misma causa ordenó Mahoma en su ley que los sarracenos no
escucharan hablar de Cristo. "Vosotros no escucháis las palabras de Dios, porque no sois
de Dios; sois de vuestro padre el diablo" (Jn 8, 47.44).
Otros no escuchan la predicación por pereza, tratando de evitar hasta el mínimo esfuerzo
que supone oír un sermón. Mas contra estos se levantará la Reina del Sur el día del
Juicio, porque ella viajó desde los confines de la tierra para oír a Salomón (cf. Lc 11, 31).
Otros se marginan del sermón por soberbia, juzgando indigno de su altura el abajarse
con el pueblo simple, a los pies de los predicadores. Pero tal desprecio a los mensajeros
de Dios llega hasta el mismo Dios: "El que a vosotros rechaza, a mí me rechaza" (Lc 10,
16).
Otros están muy ocupados en sus negocios. En contra de lo cual leemos que, estando
Marta atareada, hizo el Señor alabanza de su hermana María, que sentada a los pies de
Cristo oía sus palabras (cf. Lc 10, 41-42).
A otros, en cambio, les impide cierta fatua sapiencia. Se dicen a sí mismos que es mejor
para ellos desconocer lo debido que incumplirlo conociéndolo. Mas no atienden estos
pobres que la ignorancia voluntaria no excusa de pecado. Y por esto dice Pablo: "Si no
conoce el mandato del Señor, tampoco es él conocido" (1Cor 14, 38).
Hay también otros que temen obrar bien. Les da miedo que una predicación quizá les
inspire ganas de obrar rectamente. Se parecen al áspid sordo que tapa sus oídos, que no
oye la voz de los encantadores ni del mago experto en el encanto (cf. Sal 58, 5-6), para
así no perder la fuerza de su veneno.
Y hay otros que están hartos de oír predicar. Se fastidian de la frecuencia de los
sermones, que es mesa para el alma -pero no se cansan de la mesa corporal de cada
día-. En su contra habla Amós: "He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo
mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra del
Señor" (Am 8, 11). Y así nos explica de qué hambre se trata.
Otros huyen de la predicación por su obstinada malicia, al modo como los fariseos y los
peritos de la ley se endurecieron contra Cristo, para no ser ni sus discípulos ni sus
oyentes. "Su corazón hicieron de diamante para no oír la Ley" (Zac 7, 12).
Y hay otros, finalmente, que desesperan de su progreso pues ya muchas veces les ha
pasado que nada adelantan a base de sermones. Pero la Palabra de Dios apenas pasará
sin fruto, sea sensible o no, sea inmediato o futuro. "La palabra que sale de mi boca no
volverá a mí vacía" (Is 55, 11). Entonces, ¡pobres de ellos! Han sido maldecidos: "Así dice
el Señor: maldito el varón que no escuche los términos de esta Alianza" (Jer 11, 3).
6. EFECTOS DE LA PREDICACION
La predicación infructuosa
Sucede a veces que las predicaciones de muchos quedan sin fruto. Cosa que no es
extraña, habiéndole sucedido ya a nuestro Salvador, según Jn 8, 37: "mi palabra no
prende en vosotros". Lo cual comenta la Glosa diciendo que la palabra es como un
anzuelo. No prende, por tanto, esta palabra, cuando no logra sacar del corazón de sus
oyentes ni la lujuria, ni la avaricia, ni ningún otro pecado. Pues se dice que el anzuelo no
prende cuando no saca ningún pez del agua.
O también la falta de fruto es consecuencia de las faltas del predicador. Pues, así como
el campesino diligente hace fructífera la tierra regular, y, por el contrario, si no trabaja
acaba con el fruto de la buena tierra, así se pierde el fruto en los oyentes por culpa del
predicador. "He pasado junto al campo de un perezoso... y estaba todo invadido de
ortigas", leemos en Prov 24, 30; tal es el efecto de la pereza.
Otras veces falta eficacia a la palabra. Hay quienes proponen frases, autoridades,
figuras o ejemplos tan inapropiados que no logran casi nada, y por ello no hacen bien a
los oyentes, al modo de semillas dañadas que no pueden traer buen fruto. Contra esto
sentencia Séneca: "no es trabajo para muchos, sino para eficientes".
Falta en otras ocasiones la gracia divina. Así como no da fruto la semilla sembrada, si
faltan la lluvia y el rocío, así tampoco aprovecha la predicación en los oyentes, si no actúa
la gracia del Espíritu. Dice san Gregorio: "A menos que el Espíritu Santo asista al corazón
de quien escucha, ocioso es el sermón del que predica". Y también dice: "es enseñado
por la voz de aquel que es ungido en su mente por el Espíritu".
Otras veces son las insidias del enemigo. Así como las aves que comen el grano
sembrado impiden los frutos, así el diablo se lleva las palabras y se pierde la cosecha. Lc
8, 12: "Estos son los de a lo largo del camino. Son los que han oído; después viene el
diablo y se lleva de su corazón la palabra, no sea que crean y se salven".
Hay quienes oyen la palabra de Dios y no la practican. "Mi pueblo -dice el Señor- se
sienta delante de ti, escuchan tus palabras, pero no las ponen en práctica" (Ez 33, 31). A
estos les queda como fruto el mal de la desobediencia.
Hay quienes no creen de veras lo que se les dice sobre las penas futuras, los premios y
otras de estas realidades. Dice el Salmo 106 (v. 24-25) : "No tuvieron fe en la palabra del
Señor; murmuraron dentro de sus tiendas", diciendo : ¿Cómo puede ser esto, y lo otro? A
estos les queda como fruto el mal de la incredulidad.
Hay quienes no gustan de lo que se les dice. "Si un libertino oye palabra sabia, le
desagrada" (Sir 21, 15b). Les quedará como fruto el mal de no saborear lo que es
bueno.
Hay quienes desprecian lo que se dice en la predicación. Lo anunciaba ya 2Cro 36, 16:
"Despreciaron las palabras del Señor", y Prov 1, 7: "Los necios desprecian la sabiduría y
la instrucción". Les queda como fruto el menosprecio a la palabra de Dios.
Hay quienes vuelven risa todo lo que oyen. "Se burlaron de los mensajeros de Dios... y se
mofaron de sus profetas" (2Cro 36, 16). Les queda como fruto la burla a los siervos de
Dios.
Hay quienes consideran detestable a quien habla lo que no les gusta, como hallamos en
1Re 22, 8: "Queda todavía un hombre por quien podríamos consultar al Señor, pero yo le
aborrezco, porque no me profetiza el bien, sino el mal. Es Miqueas, hijo de Yimlá". A estos
les queda como fruto el odio a los que debían amar.
Hay quienes no sólo odian, sino que persiguen a los predicadores, como hicieron los
judíos con los Apóstoles. "He aquí -dice el Señor- que yo envío a vosotros profetas,
sabios y escribas: a unos los mataréis... a otros los azotaréis... y los perseguiréis de
ciudad en ciudad" (Mt 23, 3a). Así es la cizaña sembrada por el diablo sobre la buena
semilla, cizaña que, llegado el final, será quemada. "¿No sembraste buena semilla en tu
campo, Señor? ¿Cómo es que tiene cizaña? Él les contestó: algún enemigo ha hecho
esto" (Mt 13, 27-28). Mas luego agrega: "Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas
para quemarla" (Mt 13, 30).
Hay quienes son como espina y abrojo de la tierra. Réproba es, en efecto, aquella tierra
que se bebe la lluvia, pero sólo da espinas y malezas; tierra maldita que será consumida
por el fuego (cf. Heb 6, 8).
Hay, finalmente, quienes son como aquella viña cultivada por el Señor con diligencia, de
la cual esperó él la dulzura del vino, y que sólo le dio amarguras. Uvas venenosas son sus
uvas, racimos amargos sus racimos; su vino, un veneno de serpiente, mortal ponzoña de
áspid. Pero él, ¿no está guardado junto a mí, sellado en mis tesoros? A mí me toca la
venganza y el pago para el momento en que su pie vacile" (Dt 32, 32-34).
Otro fruto de esta clase es la delectación en la Palabra. Hay, en efecto, quienes oyen
con gran deleite la palabra de Dios, como se oye un hermoso canto. "Eres para ellos -dice
el Señor a su profeta- como una canción de amor, graciosamente cantada, con
acompañamiento de buena música" (Ez 33, 32). Pero a algunos de estos se les reprende,
porque no danzan al son de la música, como leemos en Mt 11, 17: "Os hemos tocado la
flauta y no habéis bailado", porque no basta con deleitarse sin seguir la música. Y por lo
mismo dice el salmista: "Alegraos en el Señor -a saber, dentro de vosotros- y exultad,
justos -esto es: que vuestras obras sean una danza-" (Sal 32, 11).
Otro fruto es llegar a conmoverse. Hay algunos que durante la predicación se sienten
movidos al arrepentimiento, como aquellos que escuchando al Apóstol Pedro preguntaron
con el corazón compungido qué habrían de hacer (cf. Hch 2, 37), o movidos por el temor
de Dios, como Félix, que se llenó de temor escuchando predicar a san Pablo (cf. Hch 24,
25), o movidos a una inquietud saludable, como aquellos que, oyendo a Pablo en Atenas,
le dijeron : "ya te oiremos otra vez" (Hch 17, 32), o a una cierta piedad y devoción, como
el salmista en oración ante el Señor : "Tus relámpagos alumbraban el orbe -por la
predicación de tu mensaje-; la tierra se estremecía y retemblaba" (Sal 77, 19). Pero esto
de nada sirve a quienes, acabado el sermón, vuelven a enfriarse, como ollas hirvientes
retiradas ya de la lumbre. No basta ese conmoverse para llegar a salvarse. Por eso
leemos en 1Re 19, 11: "No estaba Yahveh en el temblor de tierra".