China en El Siglo XX
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China en El Siglo XX
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Paul J. Bailey
China en el siglo XX
ePub r1.0
betatron 21.08.14
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Título original: China in the Twentieth Century
Paul J. Bailey, 2001
Traducción: Francisco Ramos
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Nota del autor
En este texto se han utilizado las siguientes abreviaturas:
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Introducción
Cuando llegué a China, en septiembre de 1980, para iniciar un curso de posgrado
de un año de duración en la Universidad de Pekín (Beida), el Partido Comunista
Chino (PCC) acababa de emprender su programa de reformas económicas. Los
cambios que dichas reformas trajeron consigo durante los quince años siguientes
transformaron completamente el aspecto de Pekín. En 1980, aparte de los
automóviles utilizados únicamente por los funcionarios y cuadros de alto nivel, y de
un pequeño número de taxis (cuyo acceso era extremadamente limitado), el tráfico
estaba integrado principalmente por autobuses, sanlunche (un triciclo motorizado
bastante «básico» que hacía las veces de taxi), bicicletas y los carros tirados por
caballos de los campesinos que llevaban sus productos a la ciudad. Recuerdo haber
ido en bicicleta desde la universidad (situada al noroeste de la ciudad) hasta el centro
(aproximadamente una hora de trayecto) sin cruzarme con un solo coche; además, el
área situada entre la universidad y las afueras de la ciudad era prácticamente un
entorno rural, un paisaje cuya tranquilidad se veía perturbada únicamente por los
pocos mercados al aire libre que recientemente habían recibido la aprobación oficial
y el pregón de algún ocasional «empresario callejero» (ofreciendo, por ejemplo,
reparaciones de bicicletas) acampado junto a la polvorienta carretera. Recuerdo
también haber pedaleado por la noche de regreso a la universidad desde las oficinas
de la agencia United Press International, situadas en el barrio de las embajadas
extranjeras, donde trabajaba a tiempo parcial traduciendo noticias de la prensa china,
y haber cruzado una plaza de Tiananmen completamente desierta.
En 1995, Pekín contaba con tres gigantescas carreteras de circunvalación que
rodeaban la ciudad, atascadas por un creciente número de coches y taxis privados;
aunque seguían predominando las bicicletas, todos los sanlunche y los carros tirados
por caballos habían desaparecido. Los años transcurridos habían presenciado también
la construcción de una desconcertante colección de hoteles de lujo, restaurantes e
incluso discotecas chino-extranjeros, junto a los cuales el Hotel Pekín, la Pensión de
la Amistad y el Club Internacional, construidos en la década de 1950 y que en 1980
constituían prácticamente el único foco de vida social para los extranjeros, aparecían
completamente abandonados y destartalados (aunque todos ellos habían sido
remozados hacía poco). Como señala un reciente estudio (Gaubatz, 1995: 28-60),
Pekín, al igual que otras ciudades, había adquirido un paisaje cada vez más
diferenciado en comparación con el de la época maoísta. En Pekín, este hecho incluía
la aparición de distritos de comercio extranjero y residenciales «multifuncionales»,
concentrados en el noreste de la ciudad (ibíd.: 56-58).
Dentro de la ciudad, las apretadas viviendas con patio situadas en los
tradicionales y laberínticos hutong (callejones) eran demolidas para dar paso a
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impersonales bloques de pisos, bancos, oficinas comerciales y grandes almacenes. En
1980, los artículos de consumo eran escasos y de una variedad limitada; los grandes
almacenes de Wanfujing, la principal calle comercial, situada unas cuantas manzanas
al este de la Ciudad Prohibida (la antigua residencia de los emperadores chinos),
atraían diariamente a enormes multitudes, ya que habían empezado a exhibirse los
primeros aparatos de televisión y lavadoras de fabricación nacional. Los productos de
consumo extranjeros únicamente estaban disponibles en la Tienda de la Amistad
(Youyi shangdian), de propiedad estatal, en la que los chinos comunes y corrientes
tenían prohibida la entrada; además, dichos artículos sólo se podían adquirir con
certificados de divisas (waihuipiao), y no con dinero nacional (renminbi). En 1995
este «sistema de dos monedas» había sido desmantelado, y el monopolio de la Tienda
de la Amistad se había roto completamente. Pekín se había convertido en un vasto
emporio comercial en el que un número cada vez mayor de residentes normales y
corrientes podían contemplar maravillados (aunque no siempre se podían permitir
comprar) una gama de bienes de consumo inimaginable en 1980. Muy cerca de la
augusta Ciudad Prohibida, los residentes de Pekín podían saborear ahora las delicias
de Kentucky Fried Chicken y las hamburguesas de McDonalds: en agosto de 1995
había 12 tiendas McDonald's en Pekín, y 55 en todo el país (Miles, 1996: 318). El
paisaje prácticamente rural que se extendía entre la ciudad y la Universidad de Pekín
se había transformado en un área densamente urbanizada plagada de hoteles, centros
comerciales, tiendas de informática y restaurantes de comida rápida de estilo
occidental.
Los cambios de esos quince años tuvieron su reflejo en las distintas preguntas que
me hicieron por la calle durante las diversas visitas relacionadas con mi
investigación. En 1980, mientras el PCC lanzaba su «política de puertas abiertas»,
dando la bienvenida a las inversiones occidentales y japonesas, y enviando a los
estudiantes chinos al extranjero, los transeúntes me preguntaban con frecuencia si
podían practicar su inglés hablado conmigo; en 1990, con el fined del sistema de las
dos monedas y el creciente interés en las actividades especulativas (pronto se abriría
un mercado de valores en Shanghai), prácticamente lo único que me preguntaban por
la calle era si quería «cambiar dinero» (es decir, cambiar mis dólares norteamericanos
por renminbi «a un tipo de cambio muy bueno»); en 1995, cuando uno podía ya
comprarle un ordenador a un vendedor callejero instalado en un paso de peatones
subterráneo, la única pregunta que me formularon mientras paseaba por los
alrededores de la Universidad de Pekín era si quería comprar un CD-ROM.
Estos espectaculares cambios económicos constituyen únicamente una mera
ondulación entre las oleadas de cambios turbulentos, y a menudo violentos, que han
sacudido el paisaje político, social y cultural chino desde comienzos del siglo XX. Los
primeros años del siglo presenciaron un ambicioso intento por parte de la última
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dinastía imperial china, la dinastía Qing, de apuntalar los fundamentos del gobierno
dinástico mediante la adopción de reformas constitucionales, militares y educativas.
Aunque dichas reformas no evitaron el derrocamiento de la monarquía y su
sustitución por una república en 1912, pusieron en marcha una serie de
transformaciones a largo plazo cuya envergadura trascendió la desaparición de la
propia dinastía. La República China (la primera de Asia si exceptuamos el abortado
intento de establecer un régimen republicano por parte de los líderes locales de la
provincia insular de Taiwan, que China había cedido a Japón tras su derrota en la
guerra chino-japonesa de 1894-1895, y la efímera república de las Filipinas
establecida por Emilio Aguinaldo en oposición al gobierno colonial español en 1897,
y finalmente suprimida en 1902 por Estados Unidos, que en 1899 había reemplazado
a España en su papel de potencia colonial) llevaba aparejadas grandes esperanzas de
crear un nuevo orden político y de mejorar la posición internacional de China; pero
poco a poco se fue desintegrando a causa de la corrupción y de la falta de consenso.
Aunque en Pekín continuaba prevaleciendo un gobierno central, el poder político y
militar se fue inclinando del lado de los señores de la guerra provinciales y sus
aliados civiles, mientras que el propio país había de seguir sufriendo la humillación
de los «tratados desiguales», un sistema de privilegios y concesiones de los que
disfrutaban en China las potencias occidentales y Japón, y que habían sido obtenidos
por la fuerza durante la segunda mitad del siglo XIX. En la década de 1920, un
movimiento revolucionario nacional, precedido por un vigoroso movimiento cultural-
intelectual (conocido como Movimiento del Cuatro de Mayo) y encabezado por una
alianza entre el Guomindang (Partido Nacionalista) y el Partido Comunista Chino
(fundado en 1921), emprendió una cruzada para derrotar a los señores de la guerra,
reunificar el país y poner fin al imperialismo extranjero en China.
Después de haber reprimido brutalmente a sus aliados comunistas en 1927, el
Guomindang, dirigido por Chiang Kai-shek tras la muerte del fundador del partido,
Sun Yat-sen, en 1925, logró derrotar al último de los grandes señores de la guerra en
el norte de China y anunció la inauguración del nuevo gobierno nacionalista en 1928,
cuya capital se habría de establecer en Nankin. Con la base urbana del PCC
destrozada, algunos líderes como Mao Zedong se retiraron al campo e iniciaron el
largo y tortuoso proceso de forjar el apoyo del campesinado en su intento de derrotar
al Guomindang y asumir el liderazgo nacional. Mientras tanto, a finales de la década
de 1920 y durante toda la de 1930, el régimen nacionalista, comprometido (al menos
en teoría) con la aplicación a largo plazo de una democracia a gran escala bajo la
«tutela» del Guomindang, presidió un modesto programa de reformas sociales y
económicas. El régimen, sin embargo, seguía estando en una posición vulnerable. Su
autoridad no se extendía por todo el país, debido especialmente a que muchas
provincias seguían estando bajo el control de los antiguos señores de la guerra, los
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cuales (junto con sus ejércitos) habían sido simplemente asimilados por el
Guomindang, y cuya lealtad al nuevo régimen seguía siendo ambivalente. El propio
Guomindang estaba desgarrado por la corrupción y las luchas entre facciones.
Durante la década de 1930, gran parte de las energías y recursos del régimen se
dedicaron a eliminar las bases comunistas rurales en la China centro-meridional y a
aplastar las rebeliones encabezadas por antiguos señores de la guerra y líderes del
Guomindang disidentes. Al mismo tiempo el país se enfrentaba a una creciente
amenaza por parte de Japón, cada vez más receloso de que sus intereses económicos
en China pudieran verse socavados tanto por el compromiso retórico del régimen
nacionalista con la renegociación de los tratados desiguales como por el aumento de
la hostilidad angloamericana hacia la influencia económica japonesa en China. En
1932, fuerzas militares japonesas habían invadido el noreste del país (Manchuria) y
habían establecido el estado títere de Manchukuo. En los años posteriores, la presión
japonesa sobre el norte de China se incrementó, culminando en una invasión a gran
escala en 1937. Durante la década de 1930, la política de apaciguamiento respecto a
Japón realizada por Chiang Kai-shek (mientras se daba prioridad a derrotar a los
comunistas) suscitó la oposición de los intelectuales, los estudiantes y las clases
empresariales, ya disconformes con la política interior del Guomindang. Tras retirarse
de su base principal en la China centro meridional en 1934, y establecer una nueva
base en el noroeste (provincia de Shaanxi) en 1935, el PCC llamó a la formación de
otro frente unitario para enfrentarse a la agresión japonesa. Este frente unitario
constituido con el Guomindang fue proclamado oficialmente en 1936, lo que
significó que durante los ocho años de resistencia contra Japón (1937-1945) el PCC y
el Guomindang fueron formalmente aliados; sin embargo, esta relación estuvo
marcada por mutuos recelos, amargas recriminaciones y una falta casi total de
cooperación.
Mientras el Guomindang se retiraba hacia el oeste desde su capital en Nankín y
restablecía su cuartel general en Chongqing (provincia de Sichuan) en 1938, el PCC,
desde su base principal, centrada en Yanan (así como desde otras bases diseminadas
por el norte y el centro de China), lanzaba una guerra de guerrillas contra los
japoneses. Ése fue también el período en el que Mao Zedong consolidó su liderazgo
ideológico y político en el partido, y cuando empezó a tomar forma una mitología
maoísta que asociaba la historia de la revolución comunista exclusivamente a la
realización de la «línea correcta» de Mao. Al adaptar su política a los intereses tanto
de los campesinos pobres como de las elites rurales, y al presentarse como la genuina
encarnación de la resistencia nacionalista en contraste con el vacilante Guomindang,
el PCC fue obteniendo un respaldo cada vez mayor, y de ese modo, en 1945, grandes
áreas rurales del norte y el noreste de China se hallaban en la práctica bajo el control
comunista. Sin embargo, el final de la segunda guerra mundial en Asia, en agosto de
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aquel mismo año, no llevó la paz ni la estabilidad al país. Tras infructuosas
negociaciones realizadas con la mediación de Estados Unidos, en 1946 el PCC y el
Guomindang se embarcaron en una guerra civil; una guerra en la que la Unión
Soviética y Estados Unidos, las dos nuevas superpotencias surgidas de los escombros
de la derrota japonesa en Asia, tuvieron también su papel (y que por ello mismo
marcaría la línea de salida de la guerra fría). La victoria del PCC sobre el
Guomindang dio como resultado el establecimiento de la República Popular China en
1949, el tercer cambio drástico de régimen político en menos de medio siglo.
En esta aspiración por obtener la riqueza, el poder y el respeto internacional, el
nuevo gobierno comunista se propuso reformar la sociedad China, un ideal que había
animado a reformadores y nacionalistas de distintas formas desde finales del siglo
XIX. Bajo la creciente arbitrariedad y el errático liderazgo de Mao, sin embargo, las
masivas campañas ideológicas destinadas a crear una sociedad y una organización
política despojada de individualismo y elitismo, y caracterizada por las virtudes del
ascetismo y la devoción total al interés colectivo, provocaron calamitosos disturbios y
tumultos por parte del pueblo chino. En 1949 se había concebido una transición
gradual al socialismo, en la que se daba prioridad a la reforma agraria (que eliminaba
la clase terrateniente y distribuía la tierra entre los campesinos pobres), a la reforma
matrimonial (permitiendo la libertad de elección en el matrimonio y extendiendo el
derecho de divorcio a las mujeres) y a la movilización del pueblo en una campaña
patriótica para apoyar la intervención militar china en la guerra de Corea (1950-
1952). Sin embargo, a mediados de la década de 1950 todas las empresas urbanas
habían pasado a ser de propiedad estatal, y todos los campesinos de China se habían
organizado en colectividades. También se lanzaron campañas contra quienes se
percibían como enemigos o críticos del socialismo, que iban desde los «elementos
burgueses» asociados al anterior régimen del Guomindang hasta los intelectuales no
afiliados (e incluso afiliados) a quienes se acusaba de haberse aprovechado de la
invitación que hiciera Mao, en 1956-1957, de realizar una «crítica saludable» de la
burocracia del partido para cuestionar la legitimidad del propio gobierno del PCC.
El ritmo y el alcance del cambio dieron un giro espectacular en 1958, cuando
Mao y sus partidarios lanzaron el Gran Salto Adelante. Reflejando la insatisfacción
de Mao con el modelo de desarrollo soviético (basado en la planificación
centralizada, el desarrollo de la industria pesada y las jerarquías burocráticas) que el
régimen había adoptado en sus primeros años, el Gran Salto constituía una campaña
tanto ideológica como económica para alentar la transición a un modo de vida
comunista y para utilizar el excedente de mano de obra en el campo para llevar a
cabo una industrialización a gran escala. Las acciones irracionales e incompetentes de
unos cuadros del partido y planificadores excesivamente entusiastas en respuesta al
estímulo de Mao se vieron exacerbadas por desastres naturales que resultaron
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catastróficos para los campesinos; la hambruna que resultó de ello, en 1959-1960,
produjo millones de muertes. Asimismo, durante la campaña del Gran Salto
estallaron las tensiones latentes que con frecuencia habían caracterizado las
relaciones del PCC con la Unión Soviética. Aunque en 1950 el nuevo gobierno
comunista había establecido una alianza con la Unión Soviética (que había hecho
mucho por contrarrestar el aislamiento internacional de China tras la negativa de
Estados Unidos a reconocer a la República Popular), los conflictos de intereses
ideológicos y nacionales se entrecruzaron para dar lugar a denuncias mutuas
públicamente aireadas en 1960.
La modificación de las políticas del Gran Salto a principios de la década de 1960
convenció a Mao (que en 1959 había renunciado a la presidencia de la República
Popular) de que el «revisionismo» ideológico que, según él, se apoderaba de la Unión
Soviética estaba empezando también a afectar a China. En 1965 expresaba
abiertamente su sospecha de que la propia dirección del PCC estuviera «infectada»
por el revisionismo, que, para él, amenazaba el sueño de crear una sociedad
comunista. Era el momento de la última gran iniciativa de Mao. Iniciada con un
ataque orquestado a los órganos culturales del partido, la Gran Revolución Cultural
Proletaria de Mao (lanzada oficialmente en agosto de 1966) llamaba a las «masas»
(especialmente a los estudiantes de secundaria y universitarios) a enfrentarse y
denunciar a todas aquellas autoridades (del partido, del gobierno, académicas) que
supuestamente saboteaban la revolución «tomando la senda capitalista» y/o
adhiriéndose a las creencias y las prácticas «feudales». Para Mao, la Revolución
Cultural ayudaría a revitalizar el partido purgándolo de elementos «impuros», a la vez
que proporcionaba a la generación más joven la experiencia de la lucha y el sacrificio
revolucionarios. Pero también presenció la última eclosión de un grotesco culto a la
personalidad (en el que el pensamiento de Mao se investía de cualidades
sobrenaturales) que tuvo sus orígenes durante el período de Yanan y que el propio
Mao había permitido que se cultivara asiduamente en el seno del ejército, en 1963,
como preludio de su ataque a los líderes del partido. El movimiento degeneró
rápidamente en una violencia aleatoria y arbitraria (a menudo resultado de
frustraciones y resentimientos causados por la política oficial del partido en la década
de 1950), con miles de burócratas del partido y del gobierno, maestros, intelectuales y
artistas humillados públicamente, golpeados e incluso asesinados, mientras diversas
facciones enfrentadas de organizaciones de estudiantes (conocidas colectivamente
como Guardia Roja), cada una de las cuales afirmaba ser la auténtica defensora de la
visión maoísta, luchaban entre sí fieramente en las calles.
En 1967, con el desmantelamiento en la práctica del gobierno del partido y la
sociedad tambaleándose al borde de la anarquía total, Mao resurgió del abismo y
respaldó la intervención del Ejército de Liberación Popular (ELP); a corto plazo, ello
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trajo únicamente como resultado más confusión y violencia en tanto que las distintas
facciones de los partidarios radicales de Mao en el liderazgo de la Revolución
Cultural hicieron sentir su influencia en el ejército y tuvieron lugar choques armados
entre unidades del ELP y las organizaciones de la Guardia Roja. La turbulencia de
esos años afectó también a la situación internacional de China. Tras condenar por
igual a Estados Unidos y la Unión Soviética (y sus respectivos aliados) como
enemigos de la revolución mundial, China quedó diplomáticamente aislada; las
tensiones chino-soviéticas en particular alcanzaron una fase más peligrosa en 1969,
cuando estalló una guerra fronteriza en el noreste de China.
El proceso de reconstrucción del partido se inició en 1969, cuando las escuelas
(cerradas en 1966) se habían abierto de nuevo y los guardias rojos más recalcitrantes
habían sido enviados al campo a experimentar la reforma laboral e ideológica. Los
últimos años de la vida de Mao estuvieron marcados por la incertidumbre y la
confusión ideológica, con el liderazgo del partido prácticamente inmovilizado por las
continuas diferencias de facciones, personales y políticas entre quienes se adherían
más estrechamente a las medidas de la Revolución Cultural y sus oponentes. En el
frente internacional, sin embargo, el aislamiento diplomático del país terminó
drásticamente cuando, en 1972, se formalizó la reconciliación con Estados Unidos y
se permitió al PCC ocupar su asiento en la ONU (organización de la que había sido
excluido en 1950).
Los años que siguieron a la muerte de Mao, en 1976, presenciaron un nuevo
cambio de dirección en la medida en que el PCC trató de legitimarse de nuevo a los
ojos de una población cada vez más desencantada fomentando políticas que
potenciaran la estabilidad y la prosperidad económica. Durante las dos décadas
siguientes se desmanteló una gran parte del legado maoísta a través de una serie de
reformas económicas y políticas que minimizaban la importancia de las campañas
ideológicas masivas, introducían elementos de una economía de mercado a la vez que
relajaban los controles estatales, desmantelaban las colectividades rurales, otorgaban
un mayor papel al elitismo académico en la educación, aspiraban a la
profesionalización del partido y el ejército, alentaban las inversiones del mundo
capitalista —y el establecimiento de vínculos más amplios con él—, revitalizaban
instituciones políticas hasta entonces moribundas y permitían una participación
política más extensa por medio de elecciones y consultas locales con institutos de
investigaciones políticas y «grupos de expertos» semioñciales. Irónicamente, sin
embargo, la década de 1980 presenció también el intento más ambicioso de intrusión
del estado en la vida de las personas con la puesta en práctica de la política del hijo
único, destinada a limitar el crecimiento demográfico.
En cualquier caso, el proceso de reforma posmaoísta no ha sido un proceso
tranquilo. La exigencia de una mayor responsabilidad del estado, del fin de la
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corrupción y de unas reformas democráticas más amplias animaron las protestas
populares de 1979, 1986 y —la más dramática de todas— 1989 (cuando las
manifestaciones de estudiantes fueron brutalmente reprimidas por el ejército). El
propio partido ha realizado campañas controladas contra lo que percibe como
«tendencias insanas» del «individualismo burgués» y la «contaminación espiritual»
en 1983, 1986, 1989, y, más recientemente (en julio de 1999), contra la superstición
religiosa. Durante una gran parte de la década de 1980 los reformistas y
conservadores del partido se enfrentaron por la cuestión del ritmo y el alcance de las
reformas del mercado; en 1977, en vísperas del decimoquinto congreso nacional del
partido, todavía se expresaba la oposición a dichas reformas.
Las propias reformas han engendrado serios problemas. Mientras que un estudio
realizado en la década de 1980 sobre el proceso de reforma (Harding, 1987)
subrayaba la «liberalización» que subyacía a dichas reformas (por ejemplo, en cuanto
otorgaba una mayor autonomía frente al estado) y afirmaba que la disyuntiva para el
futuro sería simplemente la de cómo llegar a la mezcla más adecuada «de plan y
mercado, de consulta y control políticos, de espíritu empresarial individual y
propiedad estatal» (ibíd.: 303), otros análisis más recientes de los acontecimientos
contemporáneos (por ejemplo, Gittings, 1996; Miles, 1996) han tendido a hacer más
hincapié en las crecientes desigualdades económicas (entre las regiones costeras, más
desarrolladas, y el interior rural; entre el sur y el norte, y también dentro de las
propias regiones), las tensiones y conflictos sociales (el desempleo urbano, el
malestar rural, las enormes oleadas de emigraciones campesinas incontroladas a las
ciudades, los crecientes índices de delincuencia) y la corrupción masiva que las
reformas han traído consigo. El partido se enfrenta también a continuos disturbios
étnicos entre los pueblos «minoritarios» (especialmente en el Tibet, Mongolia Interior
y Xinjiang), exacerbados por el fuerte nacionalismo de la mayoría étnica han que el
propio PCC ha alentado (directa o indirectamente) en un intento de reforzar su
legitimidad resaltando sus credenciales patrióticas. Irónicamente, eso ha significado
que, mientras el partido ha despotricado regularmente contra el resurgimiento de las
«supersticiones y prácticas feudales» que ha traído consigo el relajamiento de los
controles estatales (por ejemplo, sociedades secretas, cultos religiosos, adivinos,
ceremonias funerarias y matrimoniales extravagantes), él mismo se ha asociado a las
tradiciones del pasado, elogiando, por ejemplo, el vigoroso gobierno de los
emperadores fuertes en la historia china y los ideales confucianos de la armonía, la
adecuada deferencia y la piedad filial. De hecho, el partido, con su falaz uso del
patriotismo y su manipulación de la tradición, desde finales de la década de 1980 ha
abierto una caja de Pandora de la que ha surgido toda una gama de discordantes
discursos y angustiadas introspecciones entre los intelectuales acerca de qué es
exactamente lo que constituye la «identidad» china.
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Los múltiples problemas e incertidumbres que han surgido durante el proceso de
reforma han llevado a un observador (Miles, 1996: 4, 310-311) a señalar que, pese al
logro de un crecimiento fenomenal y de la libertad económica, el país se halla en un
«creciente desorden, profundamente inseguro de sí mismo», un panorama que hace a
China menos estable hoy de lo que lo era en la década de 1980. Otro comentarista se
muestra escéptico frente a la posibilidad de que el desarrollo económico de las
regiones costeras sea el motor de la prosperidad de toda la nación, afirmando que «lo
más probable es que el conjunto del país se convierta, en mucho mayor escala, en
otro país del Tercer Mundo, donde se oponga la ciudad al campo, la riqueza a la
privación, y las maravillas tecnológicas enmascaren profundos males sociales»
(Gittings, 1996: 282). La visión más pesimista de los acontecimientos
contemporáneos, redactada a raíz de las brutales medidas empleadas contra las
manifestaciones estudiantiles en 1989 (Jenner, 1992), compara el régimen actual con
el de la moribunda dinastía Qing a comienzos del siglo XX, considerándolos a ambos
«irreformables». Se describe al PCC como una fuerza conservadora, dispuesta
únicamente a realizar aquellos cambios que resulten esenciales para su propia
supervivencia.
Todo esto aparenta ser lo menos parecido a la predicción realizada por Liang
Qichao (1873-1929) a comienzos del siglo XX. A finales de 1901, Liang, un destacado
reformista y pionero del periodismo político, escribió en uno de sus artículos que
China se convertiría en una de las tres superpotencias del siglo (junto con Rusia y
Estados Unidos). Para Liang, la nueva centuria traería una China nueva y moderna,
cuya magnificencia superaría incluso a la de Europa en el siglo anterior (Tang, 1996:
48). No obstante, en ciertos aspectos la predicción de Liang sí se ha cumplido
parcialmente. De ser un decadente régimen monárquico acosado por las potencias
imperialistas a finales del siglo XIX, y de ser un país económica y socialmente
devastado en 1949, tras los años de la invasión extranjera y la guerra civil, en la
década de 1990 China, según algunos observadores, se acercaba a la categoría de una
superpotencia económica. Las cifras oficiales chinas indicaban que el producto
interior bruto (PIB) se había cuadruplicado entre 1978 y 1994, convirtiendo a la
economía china en la de más rápido crecimiento de todo el mundo durante ese
período, si bien, paradójicamente, en lo que se refiere a infraestructura, bienestar y
educación, salarios rurales, productividad y problemas medioambientales, el país
seguía ostentando el distintivo de una nación «en vías de desarrollo» (Hunter y
Sexton, 1999: 3, 68). El índice medio de crecimiento del PIB entre 1993 y 1997 fue
del 11 % (un 7,3 % por encima de la media mundial) (CQ, junio 1998: 461), mientras
que las cifras de principios de 1999 sugerían un más que respetable aumento del PIB
del 7,8 % para 1998 a pesar de la crisis económica que ese año afectó a una gran
parte de Asia (CQ, marzo 1999: 259). En 1993-1996, China se convirtió en el primer
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país productor del mundo de algodón, cereales, carbón y aparatos de televisión, y en
1996 pasó a ser también el primer productor de acero (CQ, junio 1998: 461). Ese
mismo año, el Banco Mundial predijo que la «Gran China» (término que se aplica a
la China continental, Hong Kong —la colonia británica restituida a China en 1997—
y Taiwan —a donde se retiró el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek en 1949
para establecer la República de China—) pronto constituiría la mayor economía del
mundo (Miles, 1996: 261).
En lo que se refiere al comercio exterior, los cambios han sido aún más
impresionantes. Desde las reformas que, en 1978, inauguraron la política de «puertas
abiertas», el comercio exterior (especialmente con Occidente y Japón) ha asumido un
mayor papel en la economía china. En 1997, el 36,1 % del PIB de China procedía del
comercio exterior, frente al 9,8 % de 1979 (CQ, marzo 1999: 264), y el valor de su
comercio de mercancías ese mismo año situaba a China como el décimo país del
mundo en volumen comercial (CQ, junio 1998: 461). Desde la reconciliación de
China con Estados Unidos en 1972, y especialmente desde la formalización de las
relaciones diplomáticas en 1978, el comercio chino-norteamericano ha prosperado
especialmente, totalizando 49.000 millones de dólares en 1997 (veinte veces más que
en 1979). En ese mismo año China se convirtió en el cuarto socio comercial de
Washington en volumen de negocio, mientras que Estados Unidos pasaba a ocupar el
segundo puesto (después de Japón) entre los socios comerciales de China (CQ,
septiembre 1998: 718-719). Y, lo que quizás resulta más significativo, la balanza
comercial se inclina a favor de China; así, en 1994 el déficit comercial de Washington
con China se elevaba a 29.000 millones de dólares (Miles, 1996: 6), que en 1998 se
habían incrementado a 57.000 millones de dólares (FEER, 22-4-1999).
También políticamente la República Popular China ha emergido como una
potencia significativa en Asia, rivalizando con Estados Unidos y Japón, una
evolución facilitada por la desintegración de la Unión Soviética en 1991. Otro
incentivo para el sentimiento de orgullo de Pekín fue el retorno, en 1997, de la
colonia británica de Hong Kong (cedida por la dinastía Qing en 1842, tras la guerra
del
Opio); en diciembre de 1999 se alcanzaba un acuerdo para que la colonia
portuguesa de Macao (cuya situación se remontaba a la década de 1950) se
restituyera también al control chino. Sin embargo, al iniciarse el nuevo milenio, las
relaciones de China con sus vecinos y con Estados Unidos se caracterizan tanto por
las tensiones e incertidumbres persistentes como por la interacción positiva. Por una
parte, Pekín ha encontrado lo que se ha denominado una «asociación estratégica»
tanto con Rusia como con Estados Unidos (en 1996 y 1997, respectivamente); aunque
sigue insistiendo en que Taiwan es una «provincia rebelde» que a la larga debe
retornar al control de la China continental, en los últimos años Pekín ha permitido un
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enorme incremento de los vínculos económicos (tanto en términos de comercio como
de inversión desde el exterior) además de aprobar el diálogo a través de
organizaciones semiofíciales; y durante la crisis económica asiática de finales de la
década de 1990 China ganó un considerable prestigio entre sus vecinos como fuerza
estabilizadora en dicha área geográfica (por ejemplo, al no devaluar su moneda). Por
otra parte, China está enzarzada en disputas territoriales en torno a las islas Spratly
(en el mar de la China Meridional) con Japón, Vietnam, Malaysia y las Filipinas, y en
torno a las islas Diaoyu (Senkaku; al noreste de Taiwan) con Japón; aunque Japón es
el principal socio comercial de China, la cuestión de la culpabilidad de la guerra
chino-japonesa sigue siendo una cuestión delicada, así como la oposición de Pekín al
acuerdo de defensa firmado en 1997 entre Japón y Estados Unidos; los recientes
acontecimientos de Taiwan (por ejemplo, la elección en el año 2000 de un presidente
no perteneciente al Guomindang, Chen Shuibian, cuyo partido —el Partido
Demócrata Progresista— está más abierto a la posibilidad de una declaración formal
de independencia de Taiwan) han sido estridentemente condenados por el gobierno
chino y los funcionarios del partido como una amenaza a su «política de una sola
China» (es decir, de Taiwan como parte inseparable de China), una política que,
paradójicamente, el gobierno del Guomindang había suscrito a partir de 1949
precisamente por su misma pretensión de representar a la «verdadera» República
China; y las relaciones chino-norteamericanas continúan enzarzadas en
recriminaciones mutuas, con las críticas a la violación de los derechos humanos en
China y las acusaciones de espionaje nuclear contrarrestadas por la acusación de
Pekín de que Estados Unidos trata de utilizar a organizaciones como la ONU y la
OTAN (el caso más reciente, en Kosovo) para afirmar su papel hegemónico en el
mundo.
Si, siguiendo la opinión de un reciente análisis de la historia moderna de China
(Spence, 1999a: 728), una combinación de políticas económicas pragmáticas y
aparente apertura ideológica constituye un buen augurio para el mantenimiento de la
estabilidad en el futuro, o si el gobierno del PCC «se desploma» como hizo el de la
Unión Soviética, sigue siendo una cuestión discutible a comienzos del siglo XXI. Sin
embargo, en tanto se trata del mayor de los últimos estados comunistas del mundo
(los otros son Vietnam, Corea del Norte y Cuba), que, de una forma u otra, ejercerá
una influencia creciente en la economía mundial, las continuidades, disyuntivas y
turbulencias de la historia de China en el siglo XX exigen nuestra atención y nuestra
comprensión.
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Capítulo 1:
EL FIN DE LA MONARQUÍA IMPERIAL
Así, la dinastía Qing, que había gobernado China desde 1644, desapareció de la
escena cuando la regente, la emperatriz viuda Longyu, anunció oficialmente la
abdicación de la dinastía en febrero de 1912, en nombre del emperador Puyi, que
entonces tenía seis años de edad. La caída de la dinastía Qing había sido presagiada el
anterior mes de octubre, cuando un motín militar en Wuchang (provincia de Hubei)
había desencadenado rápidamente revueltas antidinásticas y maniobras políticas en el
centro y sur de China. A partir de entonces China se convirtió oficialmente en una
república, señalando así el final de una tradición imperial cuyo origen se remontaba
al siglo ni a. C. y que había otorgado enormes poderes a los emperadores. Sin
embargo, y a diferencia de las revoluciones inglesa, francesa y rusa, no hubo
ejecuciones entre la realeza. Al ex emperador y su familia más próxima se les
permitió seguir residiendo en la Ciudad Prohibida, donde estaba situado el palacio
imperial, y el nuevo gobierno republicano les proporcionó un subsidio anual.
Diversos estudios recientes (por ejemplo, Rawski, 1996, 1998; Crossley, 1997)
han contribuido sobremanera a comprender de manera más detallada y compleja la
dinastía Qing, que desapareció de forma tan ignominiosa en 1912. Al mismo tiempo,
un creciente corpus de obras datadas a partir de finales de la década de 1960 (por
ejemplo, Wright, 1968; Bastid, 1980; Schoppa, 1982; Duara, 1988; Bailey, 1990;
Thompson, 1995) han puesto de relieve los cambios políticos, sociales y culturales a
largo plazo realizados durante las últimas décadas de la dinastía (y que trascendieron
a la desaparición de la propia dinastía), durante mucho tiempo enmascarados por el
aparente fracaso de ésta a la hora de afrontar los desafíos internos y externos
planteados durante el siglo XIX y por su intento finalmente abortado, a partir de 1900,
de fortalecer los fundamentos del gobierno dinástico a través de una serie de
reformas.
El imperio Qing
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La dinastía Qing fue una de las más fructíferas de China. Sus gobernantes eran
manchúes, originariamente una serie de tribus de cazadores seminómadas conocidas
como jurchen, que con el tiempo pasaron a dedicarse a la agricultura y al comercio de
larga distancia en lo que actualmente es el noreste de China (más allá de la Gran
Muralla que tradicionalmente había separado China de sus vecinos). Bajo el
capacitado liderazgo de Nurgaci (1559-1626), estas tribus nororientales se unieron en
una formidable fuerza de combate. Los partidarios de Nurgaci y sus familias se
encuadraban en ocho Banderas (cada una de ellas bajo la dirección de uno de los
hijos de Nurgaci), que servían para proporcionar reclutas para las campañas de
Nurgaci además de realizar tareas administrativas como los censos de la población;
más tarde, en la década de 1630 y principios de la de 1640, se crearon otras dieciséis
Banderas que incorporaron a seguidores tanto mongoles como chinos (estos últimos
reclutados entre las tropas chinas estacionadas en la región fronteriza nororiental). En
un intento de vincular sus ambiciones a los logros de sus antepasados jurchen, en
1616 Nurgaci se nombró a sí mismo emperador de los Ultimos Jin (en 1122-1234 los
jurchen habían establecido una dinastía en el norte de China conocida como Jin), y en
1625 creó una capital en Mukden (la actual Shenyang, en la provincia de Liaoning).
Durante el reinado de Abahai (1592-1643), las tribus jurchen fueron rebautizadas
como manchúes, y en 1636 se adoptó el nuevo título dinástico de Qing (literalmente,
«puro»). Mientras se realizaban incursiones aún más audaces a través de la frontera
con China, Abahai fue creando poco a poco una administración civil en su capital,
que, modelada según las prácticas chinas, empleaba también a prisioneros chinos.
La reinante dinastía Ming (1368-1644) estaba poco preparada para hacer frente a
la creciente amenaza manchú en su frontera nororiental. Una sucesión de
emperadores débiles e indecisos, la corrupción y las luchas entre facciones en el seno
de la burocracia, y el creciente malestar campesino como consecuencia del hambre y
los onerosos tributos, habían debilitado gravemente a la dinastía. Cuando una
rebelión campesina a gran escala, encabezada por Li Zi— cheng, dio como resultado
la toma de Pekín en 1644 y el suicidio del emperador Ming, los manchúes
aprovecharon la oportunidad y entraron en China prometiendo restaurar la paz y la
estabilidad. Con la ayuda de los comandantes militares chinos, alarmados ante el
desorden y la anarquía en Pekín y en otros lugares, los manchúes derrotaron a Li
Zicheng y proclamaron el reinado de los Qing sobre toda China. Sin embargo, hasta
varias décadas después los Qing no lograrían finalmente consolidar su dominio sobre
el conjunto del país: la resistencia leal a los Ming persistió en el sur hasta 1662, y en
la isla de Taiwan hasta 1683 (cuando ésta fue incorporada a la provincia de Fujian).
En el establecimiento inicial de su dominio, los gobernantes Qing se mostraron a
la vez duros y acomodaticios. Sus súbditos chinos, por ejemplo, se vieron obligados a
adoptar el peinado manchú (con la frente afeitada y el pelo recogido en una larga
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trenza, o coleta, en la parte de atrás). La población china y la «elite conquistadora»
(que incluía a manchúes, mongoles y chinos «abanderados», es decir, los que
militaban bajo cada una de las Banderas del ejército) se hallaban estrictamente
segregadas, y las guarniciones de las Banderas, que albergaban a los abanderados y
sus familias, estaban situadas en zonas estratégicas clave para mantener el control
militar; se suponía que los abanderados no participaban en el comercio local (se
mantenían gracias a estipendios pagados por el gobierno), mientras se desaconsejaban
los matrimonios entre manchúes y chinos. A mediados del siglo XIX, sin embargo, la
mayoría de las guarniciones eran meros «campamentos mantenidos en un nivel de
subsistencia» (Crossley, 1990: 120). Los estipendios de los abanderados se fueron
reduciendo progresivamente, y a partir de la década de 1860 los residentes de las
guarniciones podían solicitar al gobierno su incorporación a oficios tales como la
carpintería y la tejeduría. En vísperas de la revolución de 1911, sólo uno de cada
veinte abanderados registrados seguía tratando de mantenerse como soldado (ibíd.:
148). Curiosamente, los primeros gobernantes Qing también trataron de evitar la
emigración china a las fértiles regiones agrícolas del noreste (que consideraban su
patria ancestral); a finales del siglo XIX, la población y las presiones migratorias
acabarían haciendo tal prohibición prácticamente superflua.
Al mismo tiempo, al insistir en que ellos eran los legítimos herederos de la
dinastía Ming y prometer que gobernarían de acuerdo con las normas y prácticas de
gobierno chinas, los soberanos Qing fueron ganando poco a poco la aceptación de las
élites autóctonas.
En particular se garantizó la continuidad del estatus de la clase de los
funcionarios-eruditos. Esta clase derivaba su prestigio del éxito en los exámenes de la
administración pública (que se remontaban a la dinastía Song, en 960-1279), los
cuales se basaban en textos clásicos asociados a la filosofía de Confucio (551-479 a.
C.) y sus seguidores, y se utilizaban para reclutar a los miembros de la burocracia del
gobierno. En un sentido más amplio, estos aristócratas-eruditos se percibían a sí
mismos como los guardianes ilustrados y morales de la tradición confuciana, que
hacía hincapié en la importancia del gobierno humanitario, la educación, el decoro
social y ritual, el respeto por el pasado y los propios ancestros, y la piedad filial. Los
Qing prometieron mantener la ortodoxia confuciana y en 1646 restauraron los
exámenes de la administración pública, a la vez que patrocinaban obras literarias a
gran escala y aprobaban el establecimiento de academias confucianas (.shuyuan).
Esta asimilación de la clase de los aristócratas-eruditos fue paralela al empleo de
chinos en los puestos burocráticos. En la capital, por ejemplo, cada una de las seis
juntas administrativas se hallaba bajo la dirección conjunta de un chino y un manchú.
Con la evolución de la dinastía, los puestos de gobernador (a cargo de una provincia)
y de gobernador general (a cargo de dos o más provincias) pasaron a ser
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desempeñados principalmente por chinos, o por abanderados chinos, mientras que los
puestos de funcionarios locales (como el de magistrado de distrito) fueron
monopolizados íntegramente por chinos.
Bajo el reinado de tres destacados emperadores —Kangxi (r. 1661-1722),
Yongzheng (r. 1723-1735) y Qianlong (r. 1735-1796)— los Qing iniciaron un período
de estabilidad y prosperidad económica que duró la mayor parte del sigloxviii. La
agricultura alcanzó probablemente su grado más elevado de desarrollo con la
introducción de nuevos cultivos comestibles (como la batata, el maíz y el sorgo) y
comerciales (como el algodón, el té, el tabaco y la caña de azúcar), que cubrieron las
necesidades de una población en rápido crecimiento y contribuyeron a la expansión
de las redes comerciales y de una sofisticada cultura urbana (especialmente en el
delta del Yangzi). Tras un período, durante el reinado de Kangxi, en el que se había
prohibido el comercio costero (debido a temores relacionados con la seguridad en una
época en la que los partidarios de los Ming seguían activos a lo largo de la costa
meridional), el siglo XVIII presenció un floreciente comercio marítimo que abastecía
la creciente demanda occidental de productos de artesanía china (como, por ejemplo,
porcelana o trabajos de lacado) y de té; se ha calculado que la mitad de la plata
importada a Europa desde México y Sudamérica entre finales del siglo XVI y
comienzos del XIX se utilizó para adquirir dichos productos (Gernet, 1996: 487).
Asimismo, durante todo el siglo XVIII los juncos comerciales chinos mantuvieron una
ubicua presencia en el sureste de Asia. La pasión suscitada entre las elites europeas
durante la primera mitad del siglo XVIII por los objetos de arte, los muebles y los
diseños de jardín chinos (todo ello conocido como arte chinesco) vino acompañada
de exaltados elogios al gobierno racional y humanitario de China por parte de
notables sabios como Voltaire, profundamente influenciados por el tono positivo de
las cartas e informes enviados desde China por los misioneros jesuítas que habían
viajado hasta allí a finales del siglo XVI y que durante el reinado de Kangxi habían
trabajado en la corte como astrónomos y cartógrafos.
Durante el reinado de Qianlong, el control Qing se amplió a Mongolia, el Tibet y
el Turkestán (que en 1884 se convertiría en la provincia de Xinjiang), mientas que los
reinos vecinos como Corea, Vietnam, Nepal y Siam reconocieron la superioridad
política y cultural del imperio Qing enviando regularmente misiones «tributarias» a la
corte. En el apogeo de su extensión territorial, en 1760, el imperio Qing era, pues,
uno de los mayores y más refinados del mundo (junto con los imperios otomano y
mogol).
Como señala un reciente estudio (Crossley, 1997: 8-10), es un error pensar en los
Qing simplemente como en una «dinastía» china o, siquiera, manchú, dado que tal
noción enmascara las complejidades políticas y culturales del gobierno Qing. En
realidad, los Qing presidieron un imperio pluralista y multiétnico en el que las
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personas que hablaban lenguas no chinas y se adherían a religiones distintas se
hallaban en pie de igualdad con los chinos étnicos, o han (Rawski, 1998: 1-8). Por
otra parte, convencionalmente se explicaba el éxito Qing en términos de una supuesta
«sinización», es decir, que se percibía que las dinastías conquistadoras no chinas que
en diferentes ocasiones a lo largo de la historia habían gobernado parte de China —o
toda ella— habían adoptado las formas y prácticas de gobierno chinas, y habían sido
absorbidas por la cultura china, una cultura «superior». Sin embargo, el reciente
acceso a diversas fuentes documentales revela que los soberanos Qing no se
consideraban a sí mismos chinos, sino que, más bien, a través de sus instituciones y
rituales estatales aspiraban a preservar una identidad cultural diferenciada (Rawski,
1996, 1998), aunque habría que señalar que el surgimiento de una identidad y una
cultura manchúes estuvo inextricablemente unido al desarrollo de un estado manchú
en la década de 1630, bajo el liderazgo de Abahai, y el intento de Qianlong en el siglo
XVIII de estandarizar la lengua y los registros genealógicos manchúes (Crossley, 1990:
5-7; 1994: 340-378; 1997: 6-8).
En realidad, la razón del éxito Qing hay que buscarla en la capacidad de los
gobernantes de esta dinastía para llegar a sus distintos grupos étnicos y religiosos de
partidarios. Por una parte, por ejemplo, se presentaban como gobernantes confucianos
modélicos con el fin de ganarse la aceptación de las elites de funcionarios-eruditos
chinos. Emperadores como Kangxi emplearon a tutores confucianos chinos,
promulgaron edictos llamando al cumplimiento de los valores confucianos ortodoxos
(como la armonía familiar, la piedad filial y el respeto por la educación), y, en
sintonía con el mandato confuciano de que los soberanos debían prestar atención al
sustento del pueblo, en 1712 fijaron las tasas de la contribución territorial. Asimismo,
y dentro de China propiamente dicha, los gobernantes Qing aprobaron una «misión
civilizadora» confuciana entre las minorías indígenas de las provincias
suroccidentales y centrales (Rowe, 1994). Por otra parte, los gobernantes Qing
patrocinaron y promovieron el budismo lamaísta, practicado tanto en el Tibet como
en Mongolia; el emperador Qianlong incluso se retrataba a sí mismo como el modelo
de emperador budista (cakravartin), cuyas acciones en nombre de Buda impulsarían
al mundo hacia la siguiente etapa en la salvación universal.
A principios del siglo XIX el imperio Qing se enfrentó a una serie de graves
problemas internos. Los últimos años del reinado de Qianlong vinieron marcados por
la complacencia y la corrupción en todos los niveles de la burocracia. Esto llevó, por
ejemplo, a la malversación de fondos del gobierno destinados al mantenimiento de
obras públicas como canales y diques de irrigación, lo que exacerbó sobremanera los
desastres naturales de la sequía y las inundaciones, que en China habían sido siempre
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frecuentes (Wakeman, 1975: 102-106; Mann Jones y Kuhn, 1978). Asimismo, desde
que se fijaron las tasas de la contribución territorial (recaudando sólo las cuotas
provinciales cuando se registraban nuevas tierras, algo que en la práctica raras veces
se hacía), los gastos destinados al gobierno local, como los salarios para los
magistrados de distrito, tradicionalmente mal remunerados, se compensaron mediante
recargos «consuetudinarios», a menudo impuestos arbitrariamente y que tendían a
incrementarse con el tiempo, añadiéndose así a las cargas de un campesinado ya de
por sí bastante apurado.
Por otra parte, la paz y la estabilidad del siglo xvni habían dado como resultado
un enorme incremento de la población, que superaba, con mucho, la cantidad de
tierra cultivable. Generalmente se acepta que la población se duplicó durante el
transcurso del sigloxviii, pasando de alrededor de 150 millones a más de 350
millones de personas; a mediados del siglo XIX esta cifra había aumentado a 430
millones. En comparación, la población europea aumentó de 144 millones en 1750 a
193 millones en 1800 (Ho, 1959: 270; Hucker, 1975: 330; Gernet, 1996: 488). La
competencia por los recursos de la tierra provocó un violento conflicto entre los
recién llegados colonos chinos y las minorías indígenas en provincias como Guizhou,
Sichuan y Hunan. A finales del siglo XVIII y principios del XIX estallaron una serie de
revueltas que vaciaron las arcas del gobierno (ya considerablemente mermadas por
las expediciones militares del emperador Qianlong a Birmania, Nepal y Vietnam) y
revelaron la ineficacia de las Banderas militares, acostumbradas desde hacía tiempo a
la paz interior. La más graves de todas fue la rebelión del Loto Blanco (el Loto
Blanco era una milenaria secta laica budista), que afectó a las provincias de Sichuan,
Shanxi y Hubei entre 1804 y 1805. Dado que las Banderas resultaron ineficaces a la
hora de aplastar la rebelión, la corte Qing se vio obligada a comprometer su
monopolio militar apoyándose en milicias organizadas por la aristocracia local.
Los problemas de la dinastía Qing se vieron complicados por la aparición de una
amenaza nueva y potencialmente mucho más peligrosa, la de un Occidente en
expansión que exigía agresivamente privilegios comerciales y de explotación.
Aunque los comerciantes portugueses y españoles habían aparecido en la costa
meridional de China ya en los siglos XVI y xvn, sólo a principios del XIX los
comerciantes occidentales (especialmente británicos) empezarían a llegar en gran
número. Desde mediados del sigloxviiila corte Qing había restringido el comercio
marítimo al puerto de Cantón (provincia de Guangdong), debido más a la
preocupación por las cuestiones de seguridad y al deseo de mantener una estricta
supervisión oficial que a una oposición al comercio en sí. En 1792-1793 se envió una
misión diplomática británica encabezada por Lord Macartney a la corte de Qianlong,
con el propósito de obtener una ampliación del comercio y el fin de las restricciones
al comercio ya permitido en Cantón. Dado que las peticiones de Macartney fueron
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rechazadas de plano, convencionalmente se ha descrito este encuentro como un
choque entre una China inmóvil, autosuficiente y culturalmente arrogante, y una
nueva potencia en auge que representaba los ideales modernos y dinámicos del
progreso industrial y el libre comercio (Peyrefitte, 1993). Otros estudios recientes
(Waley-Cohen, 1993; Hevia, 1995) han señalado, sin embargo, que los soberanos
Qing no eran necesariamente ciegos a los beneficios de la tecnología occidental (lo
que evidenciaba su utilización de los conocimientos de los jesuítas en cartografía, en
astronomía e incluso en la fundición de cañones); por otra parte, la actitud de
Qianlong frente a la misión de Macartney y sus peticiones estuvo tan condicionada
por las consideraciones políticas internas (es decir, la necesidad de mantener la
credibilidad Qing entre la elite de eruditos confucianos) como por el hecho de que
Macartney no observara el protocolo apropiado. En cierto sentido, resultaría más
apropiado ver el encuentro como un choque entre dos imperios en expansión, cada
uno de ellos con pretensiones de universalismo.
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La enérgica «apertura» de China se inició con la guerra del Opio, en 1840-1842,
causada por la agresiva respuesta británica a los intentos de los funcionarios chinos
de erradicar el lucrativo negocio del opio, en el que participaban los comerciantes
británicos. El posterior Tratado de Nankín (1842) cedía la isla de Hong Kong a Gran
Bretaña, abría cinco «puertos francos»[2] (Cantón, Shanghai, Ningbo, Fuzhou y
Xiamen) al comercio británico sin restricciones, permitiendo también la residencia de
los ingleses, y obligaba a la corte Qing a pagar una importante indemnización. Un
tratado complementario, establecido un año después, fijaba los derechos de
importación en una media del 5% ad valorem, permitía a los cañoneros británicos
atracar en los puertos francos, otorgaba a los residentes ingleses el privilegio de la
extraterritorialidad (es decir, que únicamente estaban sujetos a la jurisdicción de sus
propios cónsules), e incluía una «cláusula de nación más favorecida», obligando al
gobierno Qing a garantizar que cualquier futura concesión económica otorgada a una
sola potencia extranjera se habría de hacer extensiva a todas las demás. Estados
Unidos y Francia firmaron tratados similares en 1844. Aunque a comienzos del siglo
XX los nacionalistas chinos habrían de condenar estos y otros tratados posteriores
como «desiguales» (debido a que se impusieron por la fuerza, se inmiscuían en la
soberanía china y otorgaban derechos y concesiones que no eran recíprocos), es
importante señalar que en 1842 la corte Qing no los contemplaba desde esta
perspectiva, racionalizándolos como mecanismos orientados a restringir la actividad
occidental a unos pocos puertos en los que los extranjeros disfrutaban del privilegio,
generosamente concedido, de comerciar.
Sin embargo, la presencia occidental siguió creciendo durante todo el siglo XIX.
Como resultado de nuevas hostilidades con Gran Bretaña y Francia entre 1856 y
1860, la corte Qing se vio obligada a otorgar más concesiones; se abrieron nuevos
puertos francos, se concedió el derecho a navegar tierra adentro por el Yangzi, se
permitió a los misioneros viajar, hacer prosélitos y poseer tierras en el interior (así
como disfrutar del privilegio de la extraterritorialidad), y se establecieron legaciones
extranjeras permanentes en la capital. Anteriormente, en 1853, cuando la agitación de
la rebelión Taiping (véase más adelante) amenazaba con hundir a Shanghai y afectaba
a los intereses económicos occidentales en la zona, las potencias occidentales se
habían apoderado de la administración del servicio aduanero marítimo; esa práctica
se extendió luego, en la década de 1860, a los demás puertos francos. Por otra parte,
en una serie de puertos francos las potencias lograron delimitar áreas «de concesión»
en las que ejercían la jurisdicción legal y controlaban la administración local. Las
mayores de estas áreas de concesión eran el Asentamiento Internacional (bajo control
británico) y la Concesión Francesa en Shanghai (Feuerwerker, 1983fo).
Mientras tanto, los Qing hubieron de luchar con una serie de rebeliones internas a
mediados del siglo XIX, la más seria de las cuales fue la rebelión Taiping (1850-
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1864). Encabezada por Hong Xiuquan (1814-1864), que procedía de un grupo étnico
minoritario del sur de China conocido como los hakkas (descendientes de los colonos
chinos que habían emigrado desde el norte a partir del siglo XII) y que había
establecido contacto con misioneros protestantes en Cantón, la rebelión forjó una
ideología que fusionaba la doctrina cristiana con los ideales utópicos tradicionales
chinos. Basándose inicialmente en el apoyo de la comunidad hakkas, pronto se
unieron al movimiento millones de campesinos sin tierra, artesanos desempleados y
obreros del transporte. Hong propugnaba el derrocamiento de la dinastía extranjera
Qing, y en 1853 había logrado establecer en Nankin la capital del Taiping Tianguo
(Reino Celeste de la Gran Paz). La incapacidad de las Banderas Qing para sofocar la
rebelión obligó a la corte a confiar en milicias armadas regionales organizadas y
dirigidas por la elite de funcionarios-eruditos chinos, que veían en la propaganda
anticonfuciana y en los ideales igualitarios del movimiento Taiping una amenaza al
orden moral y social (Kuhn, 1978). En su calidad de poderosos funcionarios
provinciales, a los comandantes de las milicias se les permitió apropiarse de las rentas
del gobierno central e, incluso, imponer nuevos tributos para financiar sus ejércitos.
Aunque en cierto sentido este hecho significó una relajación del control central, no
fue en absoluto presagio de un avance del nacionalismo. Los funcionarios
provinciales que mandaban las milicias que finalmente derrotaron al movimiento
Taiping en 1864 se consideraban a sí mismos, y seguían siendo, leales sirvientes del
trono (se podría señalar en este sentido que el más prominente de dichos
funcionarios, Zeng Guofan, disolvió su milicia, conocida como el Ejército Humano,
poco después de sofocar la rebelión); además, la corte conservó el poder de nombrar,
trasladar y destituir a los funcionarios provinciales hasta 1911.
En respuesta a la amenaza planteada por las revueltas internas —además de la
rebelión Taiping, los Qing hubieron de enfrentarse a una revuelta de campesinos-
bandidos errantes conocidos como Nian, entre 1851 y 1868, en la zona septentrional
central de China, y a una rebelión musulmana en el noroeste, entre 1862 y 1873— y
las continuas presiones externas, varios funcionarios de la corte y provinciales
(muchos de los cuales habían participado en la represión de la rebelión Taiping)
promovieron diversas medidas institucionales y militares (conocidas como
«autofortalecimiento») con el propósito de revigorizar el orden sociopolítico y
apuntalar las defensas del país. Así, además de prestar atención a la necesidad de
llevar a la práctica los ideales tradicionales del gobierno confuciano (especialmente
en las áreas devastadas por la rebelión), reduciendo las cargas tributarias territoriales,
asegurando la eficacia de las obras públicas e insistiendo en la probidad moral del
funcionariado, la corte Qing aprobó en 1861 el establecimiento de un proto-
Ministerio de Asuntos Exteriores (el Zongli Yamen), destinado específicamente a
tratar con las potencias occidentales, la apertura de escuelas de lenguas extranjeras en
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Shanghai (1862) y Cantón (1864), y la construcción de arsenales en Shanghai,
Nankín y Tianjin para fabricar armamento de tipo occidental, así como la de un
astillero naval (con una escuela de formación adscrita) en Fuzhou, en 1866. Más tarde
se abrieron sendas academias —una militar y una naval—, en Tianjin (1885)
yenNankín (1890).
Durante las décadas de 1870 y 1880, el alcance de este movimiento de
«autofortalecimiento» se amplió aún más con la creación de modernas empresas
supervisadas por funcionarios y dirigidas por comerciantes, como la Compañía
Naviera China de Mercantes de Vapor, en 1872; esta empresa, que se beneficiaba de
subvenciones oficiales y de la protección burocrática, aspiraba concretamente a
competir con las líneas de barcos de vapor extranjeras que en aquella época
monopolizaban el comercio costero. Funcionarios como Li Hongzhang (1823-1901),
comandante clave de una de las milicias que lucharon contra el movimiento Taiping y
posteriormente gobernador generad de la provincia metropolitana de Zhili, entre 1870
y 1895, subrayaban la importancia del desarrollo económico y defendían la
explotación de los recursos minerales, la construcción de ferrocarriles y la creación
de industrias de fabricación. La moderna actividad minera del carbón se inició en
1876; la primera línea telegráfica se estableció en 1879, uniendo Tianjin con la costa;
el primer ferrocarril empezó a funcionar en 1881, partiendo de la mina de carbón de
Kaiping (abierta en 1877), en el norte de China, y la Fábrica de Tejidos de Algodón
de Shanghai inició su producción de hilos y tejidos fabricados a máquina en 1882.
Al mismo tiempo, la década de 1870 presenció un cambio significativo en la
percepción oficial de los chinos que habían emigrado al sureste de Asia y a las
Américas. En contraste con las anteriores actitudes oficiales, que habían comparado a
los chinos establecidos en el extranjero con rebeldes, piratas y traidores que habían
abandonado el abrazo de la civilización china, en la década de 1870 los funcionarios
Qing manifestaron una preocupación creciente por la situación de sus compatriotas,
especialmente la de los jornaleros reclutados por los occidentales en los puertos
francos para trabajar (vinculados por contratos que les obligaban a hacerlo durante un
período de tiempo determinado a cambio del pasaje) en las minas y plantaciones del
sureste de Asia, las Indias Occidentales británicas, la Cuba española, Australia y
California. Una investigación realizada en 1873-1874 por los Qing de las condiciones
de vida de los jornaleros chinos que trabajaban en Cuba llevó a la firma de un tratado
con España en 1877 y al establecimiento de un consulado chino en La Habana. La
necesidad de proteger los intereses de los emigrantes chinos fue también un factor
importante en la creación de la primera misión diplomática china permanente en
Estados Unidos (en 1878) y la posterior apertura de consulados en San Francisco y
Nueva York. Asimismo, se establecieron embajadas chinas en Gran Bretaña (1877),
Japón (1878) y Rusia (1879).
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Las derrotas militares chinas a manos de Francia en 1885 (en una guerra en la que
se disputaba la influencia en Vietnam), y, especialmente, a manos de Japón diez años
después, que consolidó la hegemonía japonesa en Corea, se suelen citar como una
prueba dramática del fracaso del «autofortalecimiento». En general, éste se había
visto obstaculizado por su carácter descoordinado y por la falta de planificación a
largo plazo. Así, por ejemplo, cada proyecto se iniciaba y dirigía por unos pocos
funcionarios provinciales que en cualquier momento podían ser trasladados como
resultado de las rivalidades entre facciones en la corte; dichos proyectos resultaban
también vulnerables a los caprichos de un sistema fiscal ineficaz. Además, la
emperatriz viuda Cixi (que había asumido la regencia en nombre de su sobrino, el
emperador Guangxu, tras la muerte de su propio hijo, el emperador Tongzhi, en
1875), sensible en todo momento a las advertencias de los funcionarios
conservadores en el sentido de que el «autofortalecimiento» podía minar el orden
tradicional confuciano, se debatía con frecuencia entre el apoyo al cambio y la
defensa del statu quo. Un estudio pionero sobre las décadas de 1860 y 1870 (Wright,
1957) sostenía que los esfuerzos de «autofortalecimiento» estaban en última instancia
condenados al fracaso porque las necesidades de la modernización se hallaban
fundamentalmente reñidas con los presupuestos y las prácticas confucianos (los
cuales, se decía, tenían una noción limitada del cambio y menospreciaban la actividad
comercial, el comercio exterior y la maquinaria moderna).
Los estudios realizados a partir de la década de 1970 se han alejado de este
presupuesto determinista de que el confucianismo y la modernización eran
incompatibles, señalando que hubo otros factores, como el impacto del imperialismo
occidental o la debilidad estructural de la economía, que afectaron al resultado final
del «autofortalecimiento», o bien cuestionando el punto de vista de que el
confucianismo representaba un corpus de pensamiento estático y homogéneo (Bailey,
1998: 4-13). Diversos estudios recientes, asimismo, se muestran menos preocupados
por la cuestión de por qué el movimiento «fracasó» que por analizar los cambios a
más largo plazo en el pensamiento reformista, el desarrollo comercial y la
construcción del estado moderno durante la segunda mitad del siglo XIX.
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propuestas de reforma, términos como shouhui liquan (recuperación de los derechos
económicos) y shangzhan (guerra comercial), que aludían a la necesidad de que
China compitiera con Occidente por la obtención de beneficios económicos y
desarrollara la industria y el comercio para apartar los intereses económicos
extranjeros. Algunos historiadores (Sigel, 1976, 1992; Pong, 1985) sugieren que esto
representaba los inicios de un nacionalismo económico o comercial, que anticipaba el
nacionalismo de carácter más amplio que se desarrollaría en los primeros años del
siglo XX, cuando las elites aristocráticas, los comerciantes y los estudiantes
denunciaron la falta de ecuanimidad del sistema de tratados desiguales, los
privilegios económicos extranjeros y el trato sufrido por sus compatriotas emigrados
fuera del país (Iriye, 1967; Wright, 1968; Sigel, 1985). Este nacionalismo comercial
quedaba muy bien ilustrado en los escritos de Ma Jianzhong (1845-1900), un
reformista católico chino que estudió en Francia a finales de la década de 1870 y más
tarde se convirtió en consejero de Li Hongzhang. Ma defendía el aumento de las
exportaciones, el desarrollo de líneas de ferrocarril y la explotación de los recursos
minerales para poder recuperar los «derechos económicos» de China y permitir a los
comerciantes chinos competir vigorosamente con las empresas occidentales; también
fue el primero en proponer la creación de un servicio diplomático profesionalmente
formado para aumentar el prestigio de China en el extranjero (Bailey, 1998).
Otros pensadores de mente reformista como Feng Guifen (1809-1874)
propugnaron, a partir de la década de 1860, una mayor participación de las elites
locales en la administración de sus propias áreas (Kuhn, 1975), mientras que aun
otros, como Wang Tao (1828-1897), el primer erudito chino que pasó un largo
período en Europa (entre 1868 y 1870), llamaban la atención sobre las virtudes de las
instituciones de gobierno y las prácticas occidentales a la hora de armonizar los
intereses de los gobernantes y el pueblo (Cohen, 1974). A principios de la década de
1890, varios textos reformistas aludían positivamente a las asambleas representativas
y parlamentos de Occidente, además de plantear dudas sobre lo adecuado de unos
presupuestos tradicionales que apuntalaban la cosmovisión «sinocéntrica» en la era
de los modernos estados-nación (Hao, 1969; HaoyWang, 1980).
Sin embargo, dos acontecimientos ocurridos en la década de 1890 aumentaron
dramáticamente la sensación de urgencia que experimentaban los reformistas. El
intento de la corte Qing de reafirmar su tradicional influencia en Corea desembocó en
un conflicto con Japón en 1894-1895, que concluyó con una humillante derrota. La
Paz de Shimonoseki, que puso fin a la guerra, otorgaba a Japón los mismos
privilegios de los que disfrutaban en China las potencias occidentales, además de
garantizarle el derecho a establecer sus propias fábricas en los puertos francos, cuyos
productos estarían exentos de los impuestos internos chinos (debido a la «cláusula de
nación más favorecida», este derecho se extendía automáticamente a las demás
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potencias). Además, se cedía a Japón la isla de Taiwan (que administrativamente
formaba parte de la provincia de Fujian), que seguiría siendo una colonia japonesa
hasta el final de la segunda guerra mundial. Se confirmó el dominio japonés en
Corea, y en 1910 el país había sido oficialmente anexionado como colonia japonesa.
Todo esto representó un profundo choque psicológico para la clase de los
funcionarios-eruditos chinos, acostumbrados desde hacía tiempo a ver a Japón, con
cierto aire de superioridad, como un respetuoso discípulo de la cultura china, pero al
que ahora veían adoptar los modelos occidentales en su programa de modernización y
participar en el sistema de tratados impuesto a China por Occidente (Howland, 1996:
1-3). Asimismo, para algunos eruditos la derrota a manos de Japón en 1895 ilustró
gráficamente la marginación de China en el mundo: Liang Qichao (1873-1929), uno
de los más importantes pensadores de principios del siglo XX, señalaba que la guerra
había «despertado a China de un letargo de cuatro mil años» (Yu, 1994: 138).
El otro acontecimiento traumático de la década de 1890 fue la «carrera de
concesiones» de 1897-1898, como se denominó a la adquisición de territorios
arrendados (en los que se extinguía la soberanía china) a lo largo de la costa de China
por parte de las potencias en un intento de incrementar su presencia política y
económica y de ganar «esferas de influencia». En aquella época la corte Qing
resultaba especialmente vulnerable, ya que las enormes indemnizaciones que le había
impuesto la Paz de Shimonoseki le habían obligado a depender de créditos
extranjeros; a partir de 1895, las potencias utilizarían cada vez más esa influencia
para pedir concesiones ferroviarias y mineras. El proceso se inició en 1897, cuando
Alemania, como reacción ante la muerte de dos misioneros alemanes en la provincia
de Shandong, forzó a la corte Qing a conceder un arrendamiento por un período de
noventa y nueve años del puerto de Qingdao (en la bahía de Jiaozhou) y el área
circundante en Shandong. Al mismo tiempo, Alemania obtuvo el derecho a construir
tres líneas férreas (una de las cuales iría desde la capital de la provincia, Jinan, hasta
Qingdao) y a explotar los recursos minerales de cada una de esas rutas. Con el
trasfondo geopolítico de una creciente rivalidad imperialista en el este de Asia, otras
potencias siguieron el ejemplo y pidieron también territorios en arriendo y
concesiones ferroviarias. Así, Rusia, que ya en 1896 había obtenido el derecho a
construir un ferrocarril a través de la Manchuria septentrional (que se conocería como
Ferrocarril de China Oriental), obtuvo un arrendamiento por un período de
veinticinco años de la península de Liaodong, en el sur de Manchuria, así como el
derecho a construir una rama meridional del ferrocarril (que pasaría a conocerse
como Ferrocarril del Sur de Manchuria); Gran Bretaña obtuvo un arrendamiento por
un lapso de veinticinco años de Weihaiwei, en la coste del norte de
Shandong, y otro por un período de noventa y nueve años de los Nuevos
Territorios, que se añadieron a la península de Kowloon (adquirida por Gran Bretaña
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en 1860 como parte de la colonia de Hong Kong); y Francia obtuvo el arrendamiento
de Guangzhouwan, en la provincia de Guangdong. La adquisición de estos territorios
en régimen de arrendamiento vino respaldada por un acuerdo mutuo entre las
potencias. A muchos funcionarios y eruditos chinos les pareció que el país estaba a
punto de ser «troceado como un melón», y expresaron sus temores de que China se
convirtiera en otra Polonia, que en el siglo xvni se había desintegrado a base de
particiones.
Un grupo de reformistas radicales asociados a Kang Youwei (1858-1927), un
pensador cantonés con una fuerte conciencia de tener una misión moral, iniciaron una
campaña de agitación en favor de un cambio radical. Kang había encabezado ya un
movimiento de protesta en 1895, cuando él y otros candidatos que habían ido a Pekín
a realizar los exámenes para obtener el denominado «título metropolitano» enviaron
una petición expresando su consternación por los términos establecidos por la Paz de
Shimonoseki e instando a continuar la guerra. La petición subrayaba también la
necesidad de reformas fundamentales (Kwong, 1984: 85-91). A finales de la década
de 1880 y durante la de 1890, Kang escribió una serie de textos donde se
reinterpretaban radicalmente las enseñanzas confucianas con el fin de justificar la
reforma política e institucional. Así, por ejemplo, en una obra titulada Kongzi gaizhi
kao («Confucio como innovador institucional»), completada en 1897-1898, Kang
afirmaba que el propio Confucio era un visionario innovador y de ideas avanzadas
(antes que un preservador de las tradiciones pasadas), y que habría aprobado
entusiásticamente un cambio radical con el fin de «adaptarse a los tiempos» (Chang,
1980: 287-289; Kwong, 1984: 108-111). Citando un comentario algo marginal como
un texto confuciano clave, Kang señalaba que Confucio había concebido una
evolución progresiva en tres eras, que culminaría en una comunidad mundial utópica
(datong). Kang identificaba la segunda de las tres eras de Confucio (la «era de la paz
que se aproxima», en la que prevalecería la armonía entre gobernantes y gobernados)
con la suya propia, y sostenía que su manifestación política era una monarquía
constitucional. En un memorial dirigido al trono a finales de 1897, Kang proponía
que todos los asuntos de estado se transfirieran a un parlamento encargado de su
deliberación y decisión (Hsiao, 1975: 204). La visión de Kang de la tercera y última
era, la «era de la paz universal», se describía en una obra utópica que inició en la
década de 1880 y que no se publicaría íntegramente hasta después de su muerte, en
1935 (Thompson, 1958). Reflexionando sobre lo que un historiador ha calificado de
profunda y coherente creencia en un «universalismo» moral que trascendía la
comunidad nacional (Chang, 1987: 21-65), Kang describía un mundo futuro en el que
todas las fronteras nacionales, raciales y de sexos se habrían disuelto; entre sus
predicciones concretas se incluían el establecimiento de un gobierno mundial con su
propio ejército, la sustitución del matrimonio convencional por «contratos» de un año
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renovables, la cría de los hijos en instituciones públicas y la fusión física de los
pueblos a través del matrimonio interracial (Thompson, 1958).
Algunos de los seguidores de Kang, incluyendo a Liang Qichao, también habían
tenido ocasión de propagar ideas radicales en la provincia central de Hunan, en 1897-
1898. El gobernador provincial, Chen Baozhen, apoyó una serie de proyectos de
modernización como la creación de una Oficina de Minas y la construcción de una
línea telegráfica; asimismo, en 1897 aprobó la creación de la Academia de Asuntos
Actuales (shiwu xuetang), que combinaba los conocimientos chinos y occidentales, y
empleó a Liang y a otros reformistas como instructores (Lewis, 1976: 43-56; Chang,
1980: 301-305). La atmósfera radical que rodeaba a la Academia no tardó en
despertar los recelos y, luego, la hostilidad de la elite aristocrática local más
conservadora. Liang, por ejemplo, promovía el concepto de derechos del pueblo
(minquan), que se relacionaba con su naciente noción de una comunidad nacional
(chun, literalmente, «agrupación») caracterizada por el dinamismo colectivo, y que
representaba un alejamiento de la cosmovisión confuciana y un ataque a la jerarquía
social (Chang, 1971: 98-107). Anteriormente, Liang había sugerido ya que las
escuelas y asociaciones de estudio podían constituir ámbitos de discusión pública y,
por tanto, actuar como precursores institucionales de las asambleas y parlamentos.
Curiosamente, en esa ocasión (inmediatamente después de que Qingdao pasara a
manos alemanas) Liang sugería también que Hunan debía declararse temporalmente
«independiente», permitiendo a la provincia desempeñar un papel pionero en la
reforma y proporcionar la base de la futura revigorización del país (Esherick, 1976:
15). Tan Sitong (1864-1898), otro pensador radical asociado a Kang Youwei, se
hallaba también en Hunan en esa época en una misión oficial. Hijo de un gobernador
provincial, en 1897 Tan publicó una obra titulada Renxue («Exposición de la
benevolencia»), donde se criticaban las jerarquías sociales y de sexo adoptadas por la
ortodoxia confuciana y se postulaba un igualitarismo radical que cuestionaba la
legitimidad moral de la propia relación entre soberano y súbdito (Chang, 1980: 299-
300; Kwong, 1984: 117-121; Chang, 1987: 78-99). Al basarse como lo hacía en ideas
budistas, así como en conceptos de la ciencia occidental (y dado que implicaba la
posibilidad de comparación entre China y las civilizaciones occidentales), los críticos
conservadores percibieron en la visión de Tan un peligroso relativismo cultural.
Para mediados de junio de 1898 la Academia de Asuntos Actuales había sido
cerrada, y las enseñanzas de Kang Youwei reprimidas en toda la provincia,
irónicamente en una época en la que el movimiento reformista estaba empezando a
despegar en la capital. Una de las consecuencias a largo plazo del abortado
movimiento reformista de Hunan fue una escisión entre la elite aristocrática. La
alienación que sentían quienes habían apoyado la reforma radical (como los
estudiantes de la Academia de Asuntos Actuales) se apresuraron a buscar nuevas vías
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de instigar el cambio, incluyendo la acción militante en alianza con las sociedades
secretas tradicionales (Lewei, 1976: 87, 97; Esherick, 1976: 21-32), una táctica que
sería adoptada por Sun Yat-sen en su movimiento revolucionario antidinástico (véase
más adelante). Mientras tanto, la elite aristocrática más conservadora de la provincia
iba a implicarse de manera creciente en un limitado programa de modernización
destinado a potenciar su influencia política y económica (Lewis, 1976: 68-69;
Esherick, 1976: 18-19).
Durante un breve período del verano de 1898 (conocido como «los Cien Días»),
Kang Youwei y sus seguidores pudieron acceder directamente al emperador
Guangxu, que había asumido el gobierno personalmente en 1889 tras la regencia de
su tía, la emperatriz viuda Cixi. En 1898 Kang redactó tres memoriales, que, a
diferencia de los que había elaborado anteriormente, llegaron a manos del emperador
en persona. En ellos Kang urgía al emperador Guangxu a tomar medidas resueltas
para emular los esfuerzos en la construcción de la nación realizados por Pedro el
Grande en la Rusia del sigloxviii(Price, 1974: 45), así como los del emperador Meiji
en Japón a partir de 1868, y proponía abiertamente la convocatoria de una asamblea
nacional y la creación de una Oficina de Reorganización Gubernamental encargada
de preparar los anteproyectos de la reforma administrativa (Chang, 1980: 323). El 11
de junio, el emperador Guangxu promulgó un edicto declarando su decisión de poner
remedio a la debilidad de la dinastía, y el 16 de junio Kang Youwei tuvo su primera
audiencia personal con el emperador. Se ha dicho que el sentimiento de impotencia
de Guangxu bajo la anterior tutela de Cixi pudo haber alimentado cierta impulsividad
en su comportamiento, y que la posibilidad de enmendar los desastres de 1895 y
1897-1898 hizo al emperador particularmente susceptible a las propuestas de Kang
(Kwong, 1984: 49-53, 58). A pesar de ocupar un cargo oficial menor en la capital tras
haber obtenido recientemente el título metropolitano, a Kang no se le había dado un
puesto especial en el Zongli Yamen que le permitiera enviar memoriales directamente
al emperador. Las semanas siguientes, el trono promulgó una avalancha de edictos
impulsando la creación de una asamblea deliberativa, la abolición de las sinecuras en
la burocracia, la introducción de un sistema escolar moderno que incorporara la
enseñanza de materias «occidentales» y el establecimiento de oficinas de comercio e
industria destinadas a fomentar la innovación y la empresa (Chang, 1980: 285-287;
Spence, 1982: 18-21: Kwong, 1984: 169-171). A principios de septiembre, Tan
Sitong y otros tres reformistas habían sido nombrados secretarios del Gran Consejo.
La causa de la reforma también se promovió en las asociaciones de estudio
dirigidas por la aristocracia (xuehui) que surgieron en la década de 1890 (una de las
cuales fue la Sociedad para el Autofortalecimiento, de Kang Youwei, en 1895) y que
ponían de manifiesto el creciente activismo público de las elites aristocráticas locales
iniciado inmediatamente después de la rebelión Taiping, cuando éstas habían
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establecido y dirigido oficinas semioficiales que ayudaban a la administración local y
supervisaban las medidas de asistencia social y de rehabilitación (Rankin, 1986;
Rowe, 1989). Estas asociaciones de estudio —de las que se calcula que entre 1895 y
1898 hubo setenta y seis— constituían un nuevo tipo de asociación voluntaria
destinada a movilizar el patriotismo de las elites y a difundir las nuevas ideas del
saber occidental y la reforma social (Chang, 1980: 332-333). Dicho activismo de la
aristocracia se haría aún más marcado a partir de 1900.
Significativamente, también, este período presenció los inicios de la prensa
política. Durante la mayor parte del siglo XIX, el nuevo tipo de prensa periódica
(opuesta a las tradicionales gacetas publicadas por la corte, principalmente para
informar a los funcionarios de los edictos imperiales) había sido monopolizada por
extranjeros residentes en los puertos francos, y estaba destinada a favorecer sus
intereses religiosos y comerciales; incluso los primeros periódicos editados en chino
(de propiedad extrajera) tendían a ser resúmenes de noticias comerciales y navieras.
Los primeros periódicos políticos del nuevo estilo aspiraban a fomentar el
«autofortalecimiento» nacional y a informar a un público más amplio que los
publicados por la Sociedad para el Autofortalecimiento de Kang; entre 1895 y 1898
aparecieron aproximadamente sesenta de dichos periódicos, muchos de ellos
publicados fuera de los centros de dominio extranjero. El número de periódicos
aumentó de 100, a finales de la década de 1890, a más de 700, en 1911 (Judge, 1996:
20-23), anticipando de ese modo el boom de la era del Cuatro de Mayo (véase el
capítulo 2). En palabras de un reciente estudio, esta prensa política, liderada por
«empresarios culturales» que se veían a sí mismos como mediadores entre el
gobierno y el pueblo, constituía un «nuevo ámbito intermedio» de discusión y debate
que aspiraba, por una parte, a halagar y hacer presión sobre el funcionariado en la
causa de la reforma, y, por la otra, a presentar nuevos conceptos políticos y sociales
(centrándose en la nación, el poder popular y la opinión pública) ante una audiencia
más amplia (íbid.).
Sin embargo, los reformistas de la corte se hallaban constantemente en minoría —
a pesar de que un reciente estudio ha señalado que varios funcionarios manchúes
inicialmente simpatizaban con la reforma (Crossley, 1990: 167-174)—, y a Kang
Youwei en particular se le consideraba un erudito advenedizo que trataba de socavar
el confucianismo ortodoxo. Una reacción conservadora hostil alentada por la
emperatriz viuda obligó al desafortunado emperador Guangxu a promulgar un edicto,
el 21 de septiembre, «pidiendo» a Cixi que supervisara los asuntos de gobierno; esto
marcó el retorno de Cixi al gobierno activo tras su «retiro» en 1889 y el final efectivo
del movimiento de reforma de los Cien Días (Kwong, 1984: 211). A ello siguió
pronto la detención y ejecución de varios reformistas (incluyendo a Tan Sitong), si
bien Kang Youwei y Liang Qichao escaparon y finalmente hallaron refugio en Japón,
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donde continuaron encabezando un movimiento «para proteger al emperador»
(baohuang) y llamar la atención sobre la ilegitimidad del gobierno de Cixi (ibíd.: 15-
16). El propio Guangxu fue sometido en la práctica a un «arresto domiciliario» en la
Ciudad Prohibida, y no volvió a desempeñar ningún papel público hasta su muerte,
acaecida en 1908 (irónicamente, un día antes que la de la emperatriz viuda). Muchos
de los edictos reformistas fueron anulados, aunque hubo una innovación que
sobrevivió: en 1898 la corte había aprobado el establecimiento de un Colegio
Imperial basado en el modelo de las universidades occidentales (una idea
inicialmente propuesta en 1895). A partir de 1912, éste se transformaría en la
Universidad de Pekín (Beida), que llegaría a convertirse en una de las principales
instituciones de enseñanza superior del país.
El movimiento reformista de 1898, aunque efímero, marcó una etapa significativa
en la moderna historia de China; si bien un estudio ha señalado que el papel y la
influencia del propio Kang Youwei se exageraron en gran medida tanto por parte del
propio Kang como de sus seguidores en los años posteriores (Kwong, 1984: 101,
196- 200, 228). A diferencia de quienes propugnaron el «autofortalecimiento» en las
décadas de 1870 y 1880, los propósitos de los reformistas de 1898 se habían centrado
en cambiar la naturaleza de la propia burocracia (y, al menos en lo que se refiere a
Kang Youwei, en alentar un papel más activo por parte del emperador), antes que en
poner en práctica los cambios a través de los canales burocráticos existentes
(Howard, 1969: 7-8). En un sentido más amplio, la década de 1890 puso también de
manifiesto el desencanto respecto a las instituciones establecidas, introdujo los
conceptos de gobierno representativo y soberanía popular, y engendró un nuevo
periodismo (ibíd.: 14). Además, un historiador señala que, al acudir a las ideas
occidentales relativas al derecho y a las relaciones internacionales, y al hacer hincapié
en la importancia de proteger los derechos de China como nación soberana, Kang
Youwei y sus seguidores introdujeron un nuevo enfoque de los asuntos
internacionales (a través, por ejemplo, del establecimiento de instituciones que
regularan o evitaran futuras intrusiones económicas), calificado de «política exterior
nacionalista» (Schrecker, 1969: 43-53). Esta perspectiva difería de los anteriores
planteamientos que, o bien aspiraban a ejercer cierto control sobre la actividad
exterior en China (enfrentando a las potencias entre sí, u otorgando un papel a los
extranjeros en la administración, como en el Servicio Aduanero Marítimo), o bien
rechazaban completamente cualquier innovación occidental (con la excepción,
quizás, de la esfera de la tecnología militar) en aras de preservar un modo de vida
confuciano «puro» (ibíd.).
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controlando la política de la corte, en 1900 se tomó la desastrosa decisión de apoyar
las actividades de los bóxers (yihequan), grupos de campesinos que practicaban artes
marciales, rituales de invulnerabilidad y de posesiones espirituales masivas, y que se
oponían a la presencia extranjera en China. Este fenómeno se había originado en la
región noroccidental de la provincia de Shandong, en la primavera de 1898, y
posteriormente se propagó a la provincia metropolitana de Zhili. Aunque anteriores
análisis de los orígenes de los bóxers (basados en las observaciones de algunos
funcionarios chinos contemporáneos) hacían hincapié en los vínculos del movimiento
con una tradición sectaria secular, diversos estudios más recientes (Esherick, 1987;
Cohen, 1997) han subrayado sus raíces concretamente en la cultura popular de la
llanura del norte de China y el contexto sociopolítico en el que surgió y se expandió.
La provincia de Shandong era una región agraria notoriamente pobre, vulnerable
a desastres naturales como la sequía y las inundaciones (en agosto de 1898, por
ejemplo, el Río Amarillo se desbordó, provocando la inundación de casi 8.000
kilómetros cuadrados de tierras de cultivo en la parte noroccidental de la provincia)
(Esherick, 1987: 179). Fue también una zona afectada indirectamente por la guerra
chino-japonesa de 1894-1895: por una parte, se retiraron las tropas de la provincia
para luchar en el frente más al norte, dejando, así, un peligroso vacío en el interior;
por otra, una vez acabada la guerra, la desmovilización hizo que muchas de esas
mismas tropas se unieran a una población «flotante» cada vez más inestable. La
apertura de Yantai, en la costa de Shandong, como puerto franco en 1862 había
dejado expuestas también algunas áreas de la provincia a la competencia de
importaciones extranjeras como la de hilos de algodón, que afectó negativamente a la
hilandería artesana (ibíd.: 69-70).
Asimismo, y quizás de manera más significativa, Shandong presenció una
actividad misionera católica cada vez más agresiva en la década de 1890. Los
privilegios obtenidos por los misioneros como resultado de los tratados impuestos a
los Qing por Gran Bretaña y Francia en 1858 y 1860 (el derecho a poseer tierras y a
hacer prosélitos en el interior, y el disfrute de la extraterritorialidad) habían
provocado fricciones constantes en la medida en que los misioneros se apropiaban de
la tierra y destruían los templos nativos para construir iglesias, y polarizaban las
comunidades rurales utilizando su influencia (respaldada a menudo con la amenaza
de la fuerza) para apoyar y proteger a sus conversos en las disputas con los no
cristianos, además de alentarles a que desistieran de participar en fiestas y ritos
comunitarios «idólatras» (Litzinger, 1996: 41-52). En su labor educativa y caritativa,
los misioneros competían asimismo directamente con —y provocaban la hostilidad
de— las elites locales, acostumbradas desde hacía tiempo a participar en tales
ámbitos de la vida pública (en 1899, los misioneros católicos obtuvieron también el
derecho a que se les concediera la categoría de funcionarios chinos, y, por tanto,
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podían presentarse como «iguales» ante los funcionarios provinciales y locales).
Los católicos alemanes de Shandong (que establecieron una nueva misión allí en
1880) eran especialmente activos, ya que tanto ellos como, consecuentemente, el
propio gobierno alemán estaban ansiosos por disputar el control monopolista de
Francia sobre la actividad católica en China (que incluía el papel de único protector
de todos los misioneros católicos) obtenido mediante el tratado de 1860 (Schrecker,
1971: 11-13). En 1895-1896, un grupo conocido como la Sociedad de las Grandes
Espadas (dadao hui), originariamente una organización de autoprotección dirigida
por terratenientes y campesinos ricos que cooperaba con los funcionarios locales en
la represión del bandidaje, participó activamente en diversos ataques a los cristianos
chinos locales en el suroeste de Shandong (Esherick, 1987: 86-122). Del mismo
modo que en otras partes de China el conflicto entre conversos y población local se
originó a menudo en disputas seculares (Sweeten, 1996: 31-36), estos ataques tenían
que ver tanto con disputas territoriales (por ejemplo, los arrendatarios podían
convertirse para poder negarse a pagar el arrendamiento) o con el hecho de que los
bandidos solían declararse católicos para escapar a la represión, como con la
hostilidad a los cristianos chinos como tales. Sin embargo, fue en esta región donde
murieron asesinados dos misioneros alemanes en noviembre de 1897, lo que
proporcionó al gobierno alemán el pretexto para exigir la cesión del arrendamiento de
Jiaozhou (es interesante observar, no obstante, que en 1896 la Armada Imperial
alemana había señalado la bahía de Jiaozhou como un área adecuada para la
ocupación) (Schrecker, 1971:23-31).
Dado que el grupo de las Grandes Espadas se hallaba bajo el control de la elite
terrateniente, que mantenía estrechos vínculos con el funcionariado local, cuando se
tomó la decisión de suprimir sus actividades (debido a la presión extranjera) sus
miembros se dispersaron fácilmente. El conflicto entre chinos cristianos y no
cristianos, sin embargo, estalló también en el noroeste de la provincia, en 1898. Fue
allí donde surgió un grupo originariamente conocido como Boxeadores[3] del Espíritu
(shenquan); a diferencia de los Grandes Espadas, que afirmaban ser invulnerables a
las balas gracias a las técnicas de las artes marciales y otros rituales, los Boxeadores
del Espíritu pretendían poseer tal invulnerabilidad merced a una forma de posesión
espiritual masiva (jiangshen futí), por la cual los individuos eran poseídos por dioses
surgidos de la ópera popular (como el Rey Mono). En cierto sentido, los Boxeadores
se veían a sí mismos como si representaran las virtuosas y heroicas batallas de los
dioses contra las fuerzas del mal que tan frecuentemente se describían en las
mencionadas óperas populares. A mediados de 1899, los Boxeadores del Espíritu
habían cambiado su nombre por el de Boxeadores Unidos en la Virtud (yihequan) y
habían adoptado el eslógan fuqing mieyang («apoya a los Qing y destruye a los
extranjeros»). Dado que las aldeas de esta región se hallaban menos cohesionadas y
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carecían de una fuerte presencia de terratenientes/aristócratas (que facilitaba la
difusión de creencias y prácticas heterodoxas, y que en Shandong tradicionalmente
había sido generalizada) (Esherick, 1987: 38-46), estos grupos de Boxeadores, o
bóxers, resultaban menos receptivos al control oficial; diversos intentos anteriores del
gobernador provincial de enrolarles en milicias locales habían fracasado, y, aunque
algunos de sus líderes originarios fueron ejecutados a finales de 1899, pronto
surgieron nuevos líderes y el movimiento siguió expandiéndose. Paradójicamente,
logró expandirse con facilidad y rapidez debido a que carecía de una estructura
jerárquica rígidamente organizada, debido a que, en teoría, cualquiera podía
experimentar una posesión espiritual. Esherick (ibíd.: 63-67) ha afirmado también
que, precisamente porque muchas de las prácticas heterodoxas de los bóxers tenían
sus raíces en la cultura popular del norte de China, éstas podían ser aceptadas por un
gran número de campesinos, facilitando así la difusión del movimiento.
Una típica unidad bóxer comprendía de 25 a 100 individuos de una aldea, que
practicaban sus artes marciales y otros rituales en un «círculo de boxeo»
(quanchang), situado invariablemente cerca del emplazamiento de las ferias del
templo y los mercados de la aldea, y donde se representaban las óperas populares.
Dado que las aldeas del noroeste de Shandong daban cobijo a una considerable
población flotante, estos grupos itinerantes solían establecer campos de boxeo al
regresar a sus lugares de origen. Cada unidad estaba dirigida por un Discípulo
Hermano Mayor (da shixiong), pero en las unidades de los bóxers no había una
jerarquía establecida. Curiosamente, en la primavera de 1900 también se habían
incorporado al movimiento muchachas adolescentes solteras. Conocidas como los
Faroles Rojos (hongdengzhao), formaban destacamentos independientes, y, debido a
sus poderes mágicos (podían caminar sobre las aguas y volar por los aires, además de
provocar incendios), ayudaban a los bóxers aparentemente reuniendo información
sobre los extranjeros y destruyendo sus edificios (Esherick, 1987: 231-232; Cohen,
1997: 39, 127-141). Sin embargo, el hecho de que el fracaso de la magia bóxer (como
la invulnerabilidad a las balas) se atribuyera a menudo a la influencia «contaminante»
de los cristianos chinos y de las mujeres extranjeras ilustra claramente la persistencia
de las tradicionales inquietudes masculinas respecto a los efectos de los supuestos
poderes de las mujeres.
A principios de 1900, los grupos bóxers se habían difundido hacia el norte, en la
provincia metropolitana de Zhili, y en mayo de ese mismo año habían empezado a
atacar las líneas ferroviarias Pekín-Baoding y Pekín-Tianjin. En su mayoría estaban
integrados por campesinos pobres itinerantes, especialmente hombres jóvenes que se
habían quedado sin trabajo a consecuencia de la reciente sequía en el norte (Esherick,
1987: 235-236; Cohen, 1997: 34-35, 68-77). En una atmósfera de temor, inquietud y
recelo, los bóxers afirmaron que la sequía era una manifestación de la ira de los
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dioses por la influencia extranjera generalizada y su socava de las costumbres y
creencias autóctonas (Elvin, 1996: 206-211); a principios de 1900, un misionero
anotaba que un panfleto bóxer declaraba:
En esta atmósfera, los objetivos de los ataques de los bóxers pronto se ampliaron
para incluir no sólo a los misioneros, a los cristianos conversos chinos y a los signos
visibles de la presencia extranjera como las iglesias y líneas de ferrocarril —a las que
asimismo se condenaba por desestabilizar las fuerzas invisibles que garantizaban la
armonía natural del entorno (conocidas como fengshui, literalmente «viento y agua»)
—, sino también a muchos chinos no cristianos sospechosos de tener algo que ver
con los extranjeros. También se convirtieron en estricto tabú los productos y nombres
extranjeros.
Se ha situado el movimiento bóxer, de forma muy interesante, en un contexto
histórico más amplio, con un estudio (ibíd.: 316-317) que lo compara con la
resistencia, a finales del siglo XIX, de los sioux lakota (en el territorio septentrional de
los dakota, en Estados Unidos) a la expropiación de sus tierras y la matanza de sus
rebaños de búfalos por parte del hombre blanco. Como los bóxers, los sioux lakota
utilizaban rituales de invulnerabilidad (centrados en la Danza de los Espíritus y
vestidos con la camisa de los Espíritus) con el propósito de eliminar una presencia
extraña y de restaurar un modo de vida anterior. Otro estudio (Wasserstrom, 1978)
compara a los bóxers con los luditas ingleses —tejedores que destruían la moderna
maquinaria industrial— de principios del siglo XIX. Los objetivos de los ataques en
ambos casos (el cristianismo occidental en el de los bóxers; los telares mecánicos en
el de los luditas) se veían como presencias extrañas y perturbadoras, y ambos grupos
se consideraban a sí mismos defensores de valores y tradiciones apreciados por sus
comunidades locales. Finalmente, y ya en el contexto chino, se han sugerido varios
paralelismos entre diversos aspectos del movimiento bóxer y la Revolución Cultural
de la década de 1960 (Elvin, 1996: 225-226). En ambos casos, el apoyo inicial de los
elementos de las altas esferas resultó decisivo; se conjuraron y se señalaron como
objetivos de ataque chivos expiatorios de lo que se percibía como una crisis (en una
atmósfera cercana a la histeria); se manifestó la confianza en la determinación de las
masas; se invistió a los rituales (en el caso de los bóxers) o a una ideología (en el caso
del pensamiento de Mao Zedong en la Revolución Cultural) de cualidades mágicas y
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de la promesa de alcanzar logros sobrehumanos; las vanguardias de ambos
movimientos estuvieron integradas por jóvenes entusiastas; y, finalmente, una vez
desatado el movimiento de masas, éste resultó difícil de controlar.
Cuando los ministros extranjeros en Pekín decidieron, en mayo de 1900, reforzar
sus legaciones llamando a las tropas de la costa, y, por tanto, superando el número de
guardias permitido para dichas legaciones, Cixi y sus partidarios pasaron a simpatizar
cada vez más con los bóxers. En cualquier caso, la anterior ambivalencia que Cixi
mostraba en sus instrucciones a los funcionarios en el mes de enero, indicándoles que
distinguieran claramente entre practicantes «sinceros» de las artes marciales y
bandidos criminales, había dado pie a la continuidad de la actividad bóxer. Cuando
las unidades bóxers entraron en el mismo Pekín, en mayo y junio, la tensión aumentó;
una fuerza internacional que abandonó Tianjin para dirigirse a Pekín (sin autorización
de los Qing) fue atacada y obligada a retirarse tanto por tropas Qing regulares como
por bóxers. El 20 de junio las legaciones de Pekín fueron sitiadas, y al día siguiente
Cixi promulgó una declaración de guerra contra las potencias. Los bóxers fueron
oficialmente alistados en las milicias mandadas por los príncipes manchúes, si bien
las relaciones entre los bóxers y las autoridades locales no siempre fueron tranquilas.
Sin embargo, un historiador ha citado el intento de la corte de utilizar a las unidades
bóxers en su resistencia contra las potencias extranjeras como un ejemplo de
«radicalismo conservador», es decir, de fe en el poder de las masas movilizadas (bajo
un adecuado control) para superar circunstancias objetivas adversas (en este caso, la
superioridad tecnológica de las potencias extranjeras). Irónicamente, «el primer
intento de movilización masiva de la moderna historia de China fue, pues, obra de
reaccionarios» (Elvin, 1996: 220-221).
Sin embargo, una muestra de la incapacidad de la dinastía para imponer su
voluntad al resto del país fue el hecho de que la declaración de guerra no estuviera
apoyada por una serie de gobernadores provinciales, especialmente en el sur.
Ansiosos por evitar el desorden y la catástrofe militar, gobernadores como Zhang
Zhidong (1837-1909), de la región del Yangzi, negociaron acuerdos extraoficiales
sobre el terreno con representantes diplomáticos extranjeros que evitaron la difusión
del conflicto mediante la protección garantizada a las vidas y propiedades de los
extranjeros. También en la provincia de Shandong, donde Yuxian (que se había
mostrado relativamente tolerante con los bóxers) había sido reemplazado como
gobernador por Yuan Shikai (1859-1916) en diciembre de 1899, se llegó a un acuerdo
para evitar la intervención extranjera. De hecho, la estricta prohibición de la actividad
bóxer por parte de Yuan había sido uno de los factores que habían contribuido al
desplazamiento de los bóxers hacia Zhili. Sin embargo, la violencia y el desorden con
ellos relacionados se propagaron hacia el noreste (Manchuria) y hacia el oeste, a la
provincia de Shanxi.
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El asedio a las legaciones se levantó finalmente cuando una fuerza expedicionaria
aliada de 20.000 hombres (integrada principalmente por tropas japonesas, rusas e
indias bajo el mando británico) entró en Pekín a mediados de agosto de 1900. El día
antes de que las tropas extranjeras entraran en la ciudad la corte había huido hacia el
oeste, a Xian (provincia de Shaanxi), la segunda vez que se veía obligada a hacerlo a
consecuencia de una invasión extranjera (la otra había sido en 1860, cuando tropas
británicas y francesas habían ocupado Pekín). La humillación de la dinastía parecía
completa, y se vería gráficamente confirmada por el Protocolo de los Bóxers, de
septiembre de 1901. Una serie de funcionarios, que las potencias consideraban
responsables de alentar y apoyar a los bóxers, fueron ejecutados (como Yuxian, ex
gobernador de Shandong y actual gobernador de Shanxi, donde habían sido
asesinados muchos misioneros junto con sus conversos) o condenados al exilio
interior. La corte hubo de enviar también misiones oficiales de disculpa a Alemania y
Japón por los asesinatos del embajador ademán y del secretario de la legación
japonesa en Pekín a manos de soldados Qing en vísperas del asedio. Se incrementó el
número de guardias de las legaciones, y se decidió el estacionamiento de tropas
extranjeras entre Pekín y la costa, una franja de territorio que, en la práctica, se
convirtió en una zona prohibida para las fuerzas militares Qing. Las potencias
exigieron también que las elites aristocráticas locales fueran castigadas, y en algunas
zonas los exámenes para la administración pública se pospusieron durante cinco años.
Quizás el aspecto más significativo del Protocolo fue la imposición al gobierno
Qing de una enorme indemnización de 450 millones de taels (equivalentes a unos 333
millones de dólares), que se habrían de pagar en 39 plazos anuales junto con un 4 %
de interés anual sobre el capital restante. Esta indemnización se dividió entre las
potencias según la cantidad de propiedades destruidas y el número de súbditos
asesinados de cada una (las principales beneficiarías fueron Rusia, con el 29 %;
Alemania, con el 20 %; Francia, con el 15,75 %; Gran Bretaña, con el 11,25 %;
Japón, con el 7,7 %, y Estados Unidos, con el 7,3 %). Posteriormente el gobierno
estadounidense admitiría que el valor de su reclamación por daños (25 millones de
dólares) se había sobrestimado en casi 14 millones de dólares. La diferencia se
enviaría en 1908 al gobierno Qing, con instrucciones de que se utilizara para
financiar a los estudiantes chinos en Estados Unidos (en las negociaciones sobre su
posible uso, los funcionarios Qing habían argumentado que la decisión se había de
dejar en manos del propio gobierno Qing) (Hunt, 1972). Washington percibía este uso
de los fondos de la indemnización por los bóxers como una forma ideal de potenciar
la influencia cultural y económica estadounidense en China, así como de confirmar
en las mentes de muchos políticos, educadores y misioneros norteamericanos la idea
de que sólo Estados Unidos realizaba una política altruista respecto a China (en
contraste con las políticas egoístas de las demás potencias imperiales).
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Supuestamente esta «relación especial», como vino a considerarse en Estados
Unidos, había sido manifestada previamente por las «Notas sobre la política de
Puertas Abiertas» que Washington había enviado a las otras potencias en 1899 y
1900. Aunque pedía a las potencias que respetaran la integridad territorial de China,
la motivación subyacente a dicha Notas tenía mucho que ver con la necesidad de
asegurarse de que ninguna de las potencias utilizara su esfera de influencia en China
para obtener beneficios económicos monopolistas a expensas de las otras (Hunt,
1983: 153, 198). También se podría señalar que, a pesar de toda la retórica de la
«relación especial», fue precisamente en esa época (a partir de 1882) cuando el
gobierno estadounidense, en respuesta a la creciente hostilidad hacia los inmigrantes
chinos por parte de los trabajadores blancos (especialmente en California), aprobó
una serie de leyes de inmigración draconianas (conocidas como Leyes de Exclusión)
destinadas específicamente a eliminar por completo la emigración china a Estados
Unidos, y que no se abolirían hasta 1943 (ibtd.: 76-94; Tsai, 1983: 67-98).
El impacto de la rebelión de los bóxers tuvo tres consecuencias importantes. En
primer lugar, mostró a las potencias los peligros inherentes a las demandas excesivas,
mientras que el desorden y el caos que trajo consigo confirmó que el
desmembramiento del imperio Qing no era algo que les beneficiara. En segundo
término, dado el hecho de que la indemnización por los bóxers representaba cuatro
veces los ingresos anuales del gobierno y que los pagos anuales constituirían la quinta
parte del presupuesto nacional (Esherick, 1987: 311), a partir de 1901 la dinastía se
vio obligada a buscar nuevas fuentes de renta nacional; al hacerlo, contribuyó a
iniciar la construcción de un estado moderno (Duara, 1988: 1-2; Cohen, 1997: 55-56).
De hecho, dicho esfuerzo formó parte de un programa más amplio de reformas
planteado por la corte en enero de 1901 y destinado a reforzar los fundamentos de la
autoridad dinástica tras los desastres de 1900 (entre los que se incluyeron la negativa
de los gobernadores generales del sur a obedecer la declaración de guerra de la corte,
y el brote de varias revueltas abortadas en el centro y sur de China durante la
primavera y el verano, asociadas a reformistas como Kang Youwei y a
revolucionarios como Sun Yat-sen). En tercer lugar, la rebelión de los bóxers resultó
un choque traumático para la mayor parte de la clase de los aristócratas-eruditos, que
vieron en las creencias y rituales bóxers una dramática prueba de la naturaleza
esencialmente «atrasada» de las personas normales y corrientes, y de su
«supersticiosa» cultura. Lo que se percibió como una necesidad de «reformar» a las
masas y de «mejorar» la cultura popular iba a constituir una importante motivación
para el apoyo de la aristocracia a la reforma educativa a partir de 1901 (Bailey, 1990:
64-66).
Pero no fue sólo en las mentes de los aristócratas-eruditos donde los bóxers
conjuraron imágenes de comportamientos irracionales y anormales. En la lengua
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inglesa de la época, el «boxerismo» se convirtió en sinónimo de peligrosa xenofobia
y «barbarie oriental», y ayudó a perpetuar las estereotipadas imágenes occidentales
del «peligro amarillo» que habían arraigado a finales del sigloxdc(con la hostilidad
pública en Estados Unidos hacia los inmigrantes chinos), y que persistirían durante
todo el siglo XX en la literatura popular y en la cinematografía. Habría que señalar, no
obstante, que durante la ocupación extranjera de Pekín (1900-1901) se produjeron
considerables saqueos y pillajes. Las fuerzas aliadas (integradas ahora por tropas
británicas, francesas, alemanas e italianas) marcharon también sobre las ciudades y
aldeas circundantes, ordenando la ejecución de los funcionarios locales y destruyendo
las murallas, puertas y templos de las poblaciones. Los misioneros (principalmente
británicos y norteamericanos) apoyaron a menudo estas acciones, considerándolas un
castigo divino a las muertes de sus colegas y sus familias durante la revuelta. Esta
«guerra simbólica», como se la ha calificado (Hevia, 1992), fue un intento deliberado
de socavar los símbolos de la soberanía china y de negar las creencias atribuidas a la
población autóctona; entre otros ejemplos de tal «guerra simbólica» se incluye el
hecho de que las tropas extranjeras atravesaran los sagrados recintos de la Ciudad
Prohibida, la eliminación de los tronos imperiales y la acampada de tropas extranjeras
en los Templos de la Agricultura y del Cielo (donde tradicionalmente los
emperadores realizaban importantes rituales de legitimación). En muchos aspectos,
los relatos de los misioneros contemporáneos, con su gráfica descripción de las
atrocidades de los bóxers, el sufrimiento y el sacrificio de los cristianos, y su
merecido castigo, contribuyeron a definir en las mentes de su audiencia
angloamericana lo que había representado la rebelión bóxer y la naturaleza de la
«noble empresa» de Occidente en China (ibíd.: 325).
Por la parte china, diversos estudios recientes (Wasserstrom, 1987; Cohen, 1992,
1997) han mostrado cómo las consecuencias simbólicas e historiográficas de los
bóxers han constituido durante todo el siglo XX un «terreno de disputa»; según la
agenda política y cultural de la época, éstos serían condenados o elogiados. Así, para
los intelectuales radicales del Movimiento del Cuatro de Mayo, a finales de la década
de 1910, que criticaban la cultura tradicional y fomentaban los beneficios de la
ciencia «racional» y de las nociones del individualismo occidental (véase capítulo 2),
los bóxers representaron una actitud antiextranjera irracional y supersticiosa, un
punto de vista adoptado por el modernizador Guomindang (Partido Nacionalista) en
las décadas de 1920 y 1930. Por otra parte, el Partido Comunista Chino, en la década
de 1920, adoptó una visión más positiva de los bóxers, considerándolos devotos
patriotas y antiimperialistas; esta mitología «heroica» se haría dominante tras el
establecimiento de la República Popular China, de gobierno comunista, en 1949, y
especialmente durante la Revolución Cultural, a finales de la década de 1960 y
principios de la de 1970. Sólo después de la muerte de Mao Zedong, en 1976, tras la
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cual el PCC iniciaría la reforma del mercado y una interacción más amplia con el
mundo capitalista, los bóxers serían denigrados de nuevo como símbolos de atraso e
ignorancia (Cohen, 1997: 217-219; 224-234; 261-281).
Con la firma del Protocolo, las fuerzas aliadas finalmente evacuaron Pekín en
septiembre de 1901, si bien las tropas rusas que habían entrado por el noreste
(Manchuria) tras los disturbios de los bóxers no abandonaron el país hasta 1903. La
corte regresó a Pekín desde su exilio interior en enero de 1902, y Cixi, escarmentada,
decidió ahora apoyar un programa de reformas políticas, educativas y militares,
muchas de las cuales se hacían eco de las propuestas de los reformistas de 1898
(aunque, quizás, con distintos objetivos). Como ya hemos señalado, en enero de 1901
se había promulgado un edicto imperial, en nombre tanto del emperador Guangxu
como de la emperatriz viuda Cixi, lamentando la difícil situación del imperio y
prometiendo llevar a cabo reformas institucionales (Bastid, 1988: 3). En el transcurso
de los años siguientes se crearon nuevos ministerios como el Waiwu bu (Ministerio de
Asuntos Exteriores) (Ichiko, 1980: 375); se abolieron los exámenes para la
administración pública, que se reemplazaron por un sistema nacional de escuelas
modernas; se alentaron los estudios en el extranjero (especialmente en Japón), se
inauguró un programa constitucional de cinco años, con el objetivo último de
establecer un parlamento nacional, y se dieron los primeros pasos para construir un
ejército nacional unificado y bien equipado. Otras reformas menos conocidas
emprendidas durante los últimos años de la dinastía incluyeron los primeros intentos
de unificar la moneda y los pesos y medidas, de llevar a cabo la centralización
financiera y presupuestaria, y de empezar a elaborar sendos códigos civil, penal y
comercial nuevos (ibíd.: 403-410). Como veremos más adelante, muchas de estas
reformas, conocidas como xinzheng («nuevas políticas») y destinadas a fortalecer el
gobierno dinástico y a asimilar el apoyo de las elites aristocráticas, iban a volverse en
contra de la dinastía, y, a la larga, acelerarían su caída.
De no menor importancia, sin embargo, fue el hecho de que la última década de
los Qing presenciara considerables cambios socioculturales que trascenderían la
desaparición de la monarquía imperial; algunos de dichos cambios eran el resultado
de reformas institucionales, mientras que otros representaban una evolución de
tendencias que se habían iniciado en la segunda mitad del siglo XIX (Bastid, 1980).
Entre estos cambios a largo plazo se incluían el surgimiento de un proletariado
industrial, la creciente división de las elites tradicionales y la importancia cada vez
mayor del nacionalismo, manifestada por el aumento de la sensibilidad entre un
público cada vez más numeroso frente a las injerencias o los agravios a la soberanía
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nacional.
Aunque los primeros obreros industriales modernos de China fueron los
empleados por los extranjeros en los talleres de reparaciones y el mantenimiento de
los astilleros en los puertos francos (y en Hong Kong) a partir de 1840, así como los
empleados en los arsenales, astilleros y minas establecidos por los funcionarios
encargados del «autofortalecimiento» entre las décadas de 1860 y 1880, de hecho no
se produjo un incremento sustancial de la mano de obra industrial hasta después de la
guerra chino-japonesa de 1894-1895. Ello se debió al hecho de que la paz de
Shimonoseki, que ponía fin a la guerra, además de conceder a Japón privilegios de
los que ya gozaban las demás potencias imperiales, le otorgaba el derecho a
establecer empresas de fabricación en los puertos francos (un derecho que, en virtud
de la «cláusula de nación más favorecida», se extendió automáticamente a las demás
potencias imperiales). Será en estas modernas factorías de propiedad extranjera, así
como en las posteriores empresas chinas establecidas en los puertos francos
(especialmente en Shanghai), donde se pueden detectar los comienzos de un
proletariado industrial. En conjunto, el número de obreros aumentó de 100.000 en
1894 a 661.000 en 1912 (Bastid, 1980: 572); integrado en su mayoría por
trabajadores no cualificados, de origen rural reciente y dividido por sus vínculos con
sus lugares de origen, este proletariado seguía constituyendo sólo una pequeña
proporción de la población obrera total (quizás alrededor del 1 %). A pesar de ello,
entre 1900 y 1910 tuvieron lugar 47 huelgas (36 de ellas en Shanghai),
principalmente como protesta contra los bajos salarios y el carácter arbitrario del
sistema de contratación, en virtud del cual los trabajadores eran reclutados por —y
pasaban a depender de— «patronos» locales empleados por las fábricas (ibtd.: 574);
asimismo, a finales de la década de 1910 y durante toda la de 1920 los obreros
industriales participaron cada vez más en la militancia sindical y los movimientos
políticos.
Así como la transformación de las condiciones económicas contribuyó al
surgimiento de un proletariado naciente, del mismo modo produjo también divisiones
en el seno de la elite aristocrática tradicional, en la medida en que una parte de ésta
adoptó una orientación cada vez más urbana y funcionalmente diferenciada,
dedicándose plenamente a empresas modernas antes que a buscar (o a conservar)
cargos burocráticos (Rankin y Esherick, 1990: 335-336). Algunos historiadores se
han referido a dicho grupo como a una nueva clase «híbrida» de comerciantes-
aristócratas o «aristocracia comercial» (Bastid, 1980: 557; Bastid, 1988: 15-17) y en
realidad el término shenshang («comerciante-aristócrata») se había hecho bastante
común a finales del siglo XIX, si bien en algunas regiones comercialmente más
desarrolladas la fusión social y cultural de las elites comerciantes y aristocráticas se
había dado ya a finales del XVIII (Rankin y Esherick, 1990: 331). Esta aristocracia
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comercial no sólo invertía en empresas modernas y las gestionaba, sino que también
participaba activamente en las nuevas cámaras de comercio aprobadas por la corte en
1904. Al mismo tiempo, las reformas llevadas a cabo por la dinastía tuvieron dos
consecuencias a largo plazo. En primer lugar, erosionaron el monopolio que
tradicionalmente ostentaban los funcionarios-eruditos confucianos en la medida en
que el comercio, la carrera militar y la educación moderna se convirtieron en canales
alternativos para adquirir prestigio y lograr movilidad social. En segundo término,
estimularon aún más la actividad pública de las elites aristocráticas, que ya se había
hecho especialmente evidente en la segunda mitad del siglo XIX; durante la última
década de la dinastía Qing, esta aristocracia activa incrementaría su papel público en
los ámbitos local, provincial e, incluso, nacional.
El incipiente nacionalismo económico que algunos historiadores han percibido
como el fundamento de muchos de los proyectos y propuestas de
«autofortalecimiento» durante la segunda mitad del siglo XIX (véase más atrás) se
hizo más generalizado en los últimos años de la dinastía, en la medida en que un
número cada vez mayor de funcionarios, aristócratas, comerciantes y estudiantes
mostraron una creciente sensibilidad a las cuestiones relacionadas con la soberanía
nacional y asumieron el derecho a opinar sobre los asuntos de política exterior. Esto
se hizo manifiesto de varias formas. La aristocracia y los comerciantes, por ejemplo,
hicieron campaña en favor del retorno de las concesiones mineras y ferroviarias
otorgadas a inversores extranjeros, en lo que pasó a conocerse como Movimiento por
la Recuperación de Derechos (Wright, 1968; Chan, 1977: 127-132). Entre 1895 y
1913 se fundaron 549 empresas fabriles y mineras privadas y semipúblicas de
propiedad china (238 de ellas en el período 1905-1908) (Esherick, 1976: 70-71). En
este esfuerzo, la aristocracia y los comerciantes contaron con el apoyo de los
gobernadores provinciales, cuya administración incluía ahora oficinas de asuntos
exteriores, minas y ferrocarriles. Uno de los más poderosos funcionarios provinciales
de los primeros años del siglo XX fue Zhang Zhidong, partidario de lo que un
historiador ha calificado de «nacionalismo burocrático» (Bays, 1978: 3). Fundador de
modernas empresas (como herrerías e industrias textiles) en las décadas de 1880 y
1890, Zhang, en su calidad de gobernador general de Hunan y Hubei, obtuvo en
1904-1905 el apoyo de la aristocracia y los comerciantes para recuperar los derechos
de concesión para construir el ferrocarril Cantón-Hankou, originariamente cedidos a
la Sociedad de Explotación Chino-Americana, pero que habían caído en manos de un
grupo belga y sus socios franceses y rusos; dado que este mismo grupo tenía la
concesión para construir el resto del ferrocarril, desde Hankou hasta Pekín, Zhang
temía un potencial monopolio extranjero de las comunicaciones norte-sur (ibíd.: 166).
En junio de 1905 Zhang había logrado rescatar la concesión (aunque sólo gracias a la
ayuda de un crédito del gobierno de Hong Kong), un logro que se ha calificado de
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victoria de la soberanía china (ibíd.: 176-177). Aunque muchas de esas empresas
basadas en el «rescate de derechos» posteriormente fracasaron o cayeron en manos
extrajeras a partir de 1910, sería el intento por parte de la dinastía, en mayo de 1911,
de apoderarse (con ayuda de un crédito extranjero) del resto de las compañías
ferroviarias provinciales fundadas a raíz del Movimiento por la Recuperación de
Derechos, lo que desencadenaría la revolución.
En Shandong, los funcionarios lograron entorpecer los esfuerzos de Alemania
para utilizar el territorio arrendado de Qingdao, así como las concesiones ferroviarias
y mineras otorgadas en 1898, para expandir su influencia política y económica en la
provincia (Schrecker, 1971: 140-191). Así, se conservó el control chino de las
instalaciones postales y telegráficas a lo largo del ferrocarril Qingdao-Jinan, y en
1911 se aboliría el monopolio minero alemán en la zona del ferrocarril. El gobierno
Qing intentó también, aunque sin éxito, reducir la influencia japonesa en Manchuria
invitando a participar a Estados Unidos en el desarrollo económico de la región, una
perspectiva que no se iba a ver cumplida, ya que en 1908 el gobierno estadounidense
llegó a un acuerdo con Japón por el que reconocía los intereses de este último país en
la zona (Hunt, 1973); los Qing, no obstante, sí lograron reorganizar la región en 1907,
dividiéndola en tres provincias regulares (Fengtian, Jilin y Heilongjiang), y alentaron
los asentamientos chinos; así, por ejemplo, en 1911 la población de Jilin había
aumentado a cerca de cuatro millones de personas, cinco veces la cifra de 1897
(Bastid, 1980: 583). Más éxito tuvieron los Qing, en sus últimos años, a la hora de
poner fin al comercio del opio (Wright, 1968; Trocki, 1999: 128-131). En un acuerdo
firmado en 1906 con Gran Bretaña, China se comprometía a acabar con el cultivo y el
uso del opio en su país, y Gran Bretaña, a poner fin a sus exportaciones de opio indio
a China en el plazo de diez años. A pesar del escepticismo extranjero, se logró un
éxito considerable a la hora de extirpar el cultivo de opio; así, por ejemplo, Xi Liang,
abanderado mongol, que fue gobernador general de Sichuan (entre 1903 y 1907) y de
Yunnan-Guizhou (entre 1907 y 1909), logró eliminar completamente el cultivo de
opio en estas provincias (Des Forges, 1973: 93-102). Estos resultados obligaron en
1909 a Gran Bretaña a cumplir su parte del tratado e ir reduciendo gradualmente sus
exportaciones de opio durante los siete años siguientes; el último cargamento de opio
indio destinado a China zarpó en febrero de 1913, si bien se produciría un
resurgimiento del cultivo de opio en el país con el advenimiento del dominio de los
señores de la guerra, a finales de la década de 1910 y durante la de 1920.
Finalmente, los últimos años de los Qing presenciaron una mayor participación
pública en los movimientos de protesta como resultado de lo que se percibía como
agravios extranjeros a la soberanía o el prestigio de China. Así, en 1905 la
aristocracia, los comerciantes y los estudiantes organizaron un boicot
antinorteamericano (principalmente en Shanghai y Cantón) para protestar contra el
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maltrato y la discriminación que experimentaban los inmigrantes chinos en Estados
Unidos (Hunt, 1983: 237-239; Tsai, 1983: 106-110). Durante el boicot, los médicos
chinos se negaron a comprar medicamentos norteamericanos y los consumidores
fumaban cigarrillos de fabricación china (Cochran, 1980: 46-48); también las mujeres
desempeñaron un papel al negarse a comprar los «pasteles de luna» (hechos con
harina estadounidense) que tradicionalmente se consumían en el Festival del Medio
Otoño, celebrado con la luna llena, haciendo en su lugar sus propios pasteles de arroz
(Tsai, 1983: 107). El boicot antinorteamericano —al que los funcionarios, inquietos,
finalmente pusieron fin al cabo de varios meses— fue importante no sólo porque
manifestó el surgimiento de una «opinión pública» que hacía oír su voz en los
asuntos exteriores (Iriye, 1967), sino también porque reveló una preocupación y una
comprensión más extendidas por la situación de los chinos que estaban en el
extranjero (a los que ahora se veía como «compatriotas»). Se podría señalar aquí que
el gobierno Qing, en sintonía con su nueva percepción de la cuestión de los chinos en
el extranjero, agasajaba ahora abiertamente a las comunidades de comerciantes
chinos establecidas en otros países (especialmente en el sureste de Asia), alentando a
los empresarios ricos a que invirtieran en las empresas de su país de origen y
concediéndoles títulos honoríficos (Godley, 1981). En 1908 tuvo lugar otro boicot
comercial, esta vez dirigido contra Japón. Cuando el gobierno Qing accedió a la
petición japonesa de una disculpa y de una compensación económica tras la
incautación de un barco japonés por funcionarios chinos que sospechaban que llevaba
armas de contrabando, los estibadores de Hong Kong se negaron a descargar barcos
japoneses, y se organizó un boicot comercial en todo el delta del río de la Perla, en el
sur de Guangdong (Rhoads, 1975: 136). El uso del boicot comercial se convertiría en
un arma bastante notoria en el arsenal del nacionalismo masivo que se desarrolló en
las décadas de 1910 y 1920 para denunciar las acciones y políticas de las potencias
imperiales en China.
También el cambio político, social y cultural se vio estimulado por las reformas
de la dinastía (Ichiko, 1980). El núcleo de este programa de reformas fue el intento de
crear una forma de gobierno constitucional que incluyera asambleas provinciales y un
parlamento nacional. A finales del siglo XIX, los pensadores reformistas habían
empezado a identificar el constitucionalismo como la fuente de la unidad nacional, la
riqueza y la fortaleza de Occidente. Yan Fu (1854-1921), que estudió náutica en
Inglaterra a finales de la década de 1870 y posteriormente tradujo La riqueza de las
naciones, de Adam Smith, y Sobre la libertad, de John Stuart Mill, iba aún más lejos
y sostenía que en Occidente la propia libertad individual había sido el requisito previo
esencial para el logro de un poder y una prosperidad nacionales (Schwartz, 1964).
Algunos historiadores (Kuhn, 1975; Min, 1989) han señalado también, no obstante,
que en aquel momento el debate sobre el constitucionalismo se inspiraba también en
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un ideal autóctono que en el pasado se había opuesto a la práctica del gobierno
burocrático centralizado. Denominado fengjian (literalmente, «enfeudación»), este
concepto, que originariamente aludía a la organización feudal en la antigua historia
de China, a partir del siglo xvn había sido cada vez más utilizado por los estudiosos
para describir un sistema de gobierno en el que la aristocracia local participaba
oficialmente en la administración de sus propios distritos y en el que uno de sus
miembros era magistrado de distrito (los magistrados, designados desde el poder
central, de acuerdo con la «ley de prevención» eran siempre personas no autóctonas
con el fin de evitar la posibilidad de que sus intereses locales superaran a su lealtad al
centro). Así como los partidarios del fengjian sostenían que tal sistema potenciaría la
comunicación entre el monarca y las bases de la aristocracia erudita, y, por tanto,
mejoraría la eficacia del gobierno, del mismo modo Huang Zunxian (1848-1905) —
diplomático y reformador que introdujo el concepto de difang zizhi («autogobierno
local»), inspirándose en los japoneses, en la década de 1890— y Kang Youwei —que
posteriormente popularizaría esta noción en sus escritos— afirmaban que la actividad
y el dinamismo engendrados por las asambleas locales electas (aunque con un
derecho de voto limitado) contribuirían a la construcción de un estado poderoso
(Kuhn, 1975: 272-275; Strand, 1995: 412).
La atracción del constitucionalismo y de lo que se percibía como su vínculo con
el poder nacional experimentó un nuevo empuje con la victoria de Japón en la guerra
ruso-japonesa de 1904-1905. En tanto fue la primera derrota de una potencia
occidental a manos de un país asiático, la victoria japonesa constituyó una fuente de
inspiración para los nacionalistas asiáticos (como, por ejemplo, en la indochina
francesa). En otro sentido, no obstante, en China se percibió como la victoria del
constitucionalismo sobre la autocracia. En 1889 el emperador Meiji de Japón había
promulgado una constitución, estableciendo una dieta nacional que complementaba a
las asambleas deliberativas de las prefecturas, ciudades y aldeas ya creadas en 1879-
1880. Para los funcionarios Qing, sin embargo, la victoria de Japón mostraba
claramente los beneficios del gobierno constitucional a la hora de cimentar la unidad
entre el soberano y el pueblo, y de sentar las bases para la creación de un estado rico
y militarmente poderoso. Habría que señalar, no obstante, que los resultados
concretos de la victoria de Japón no auguraban nada bueno en lo que se refería China.
Japón había ido a la guerra en 1904 como respuesta a lo que se percibía como una
amenaza rusa a su presencia dominante en Corea, pero el tratado de Portsmouth
(1905), que puso fin a la guerra, no sólo confirmaba la hegemonía japonesa en Corea,
sino que también aprobaba la cesión a Japón del territorio arrendado a Rusia en la
península de Liaodong, en el sur de Manchuria (conocido por los japoneses como
arrendamiento de Kwantung), así como del Ferrocarril Surmanchuriano, de propiedad
rusa, ambos cedidos originariamente a Rusia por el gobierno Qing en 1898. Por
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primera vez Japón adquiría una presencia militar y política en el territorio chino, y en
los años posteriores trataría activamente de aumentar sus intereses y su presencia en
dicha región (véase capítulo 4).
No mucho después de la guerra ruso-japonesa, la dinastía Qing envió misiones
oficiales al extranjero para investigar la situación política tanto en Japón como en
Occidente (Ichiko, 1980: 388-402), si bien se había decidido ya elaborar una
constitución y lo único que faltaba por decidir era cómo y cuándo (Meienberger,
1980: 39-40). Tras el retorno de las misiones en 1906, se promulgó un edicto imperial
proclamando la necesidad de establecer un gobierno constitucional. Al mismo
tiempo, las recién establecidas juntas de Asuntos Exteriores (1901), Comercio (1903)
y Policía (1905) se transformaron en ministerios de gobierno al estilo occidental (a
diferencia de las juntas del gobierno central tradicionales, estos ministerios contarían
con un único presidente, y no se haría diferenciación entre los manchúes y los han).
En 1908 se formularon planes para un programa de «preparación» de nueve años
(Fincher, 1981: 80). En 1909 se habrían de establecer asambleas provinciales, y en
1910 se convocaría una asamblea nacional (la mitad de cuyos miembros serían
designados por el trono, mientras que la otra mitad serían elegidos por las asambleas
provinciales). El punto culminante del programa sería el establecimiento de un
parlamento nacional, en 1917, basado en elecciones en toda la nación.
Asimismo, se estipuló la gradual consolidación del autogobierno local a partir de
1909, que comportaría el establecimiento de consejos electos (en los que tanto los
electores como las personas susceptibies de ser elegidas podían ser cualesquiera
varones que supieran leer y escribir, de más de veinticuatro años de edad, y que
llevaran residiendo en la zona al menos tres años), con competencias en los ámbitos
de los distritos y las ciudades; para cuando cayó la dinastía, en 1911, se habían
elegido ya 5.000 de dichos consejos, a pesar de que los reglamentos oficiales habían
establecido que no se empezarían a elegir los primeros consejos hasta 1912-1913
(Thompson, 1995: 86, 110). La dinastía se inspiró en medidas previamente
introducidas por los funcionarios provinciales. Así, por ejemplo, ya en 1902 Zhao
Erxun, gobernador de la provincia de Shanxi, había propuesto agrupar las aldeas o las
ciudades pequeñas bajo la autoridad de un jefe local electo, con el fin de permitir una
mayor participación local de las elites rurales en la administración (ibíd.: 23-29),
mientras que en 1907 Yuan Shikai, gobernador general de Zhili, aprobó la creación de
un consejo municipal electo en Tianjin (Fincher, 1981: 41). La aprobación oficial del
autogobierno local se vio impulsada, en gran medida, por la necesidad de hacer
participar a las elites aristocráticas y comerciales en la gestión de los nuevos servicios
e instituciones públicos. Así, en Shanghai el autogobierno municipal surgió
inicialmente en 1905, en la forma de la Junta de Obras Generales (zong gong ju),
destinada a supervisar el mantenimiento de carreteras, el suministro de electricidad y
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la dirección de una fuerza policial. Combinando papeles ejecutivos y legislativos, la
Junta estaba integrada por cincuenta miembros titulados aristócratas y comerciantes
de la Cámara de Comercio de Shanghai. En 1907, el derecho a votar a los miembros
de la Junta se amplió a todos los residentes con cinco años de permanencia que
pagaran cierta cantidad en impuestos locales (Elvin, 1969).
Para la dinastía Qing, esta forma de gobierno constitucional no significaba en
absoluto una injerencia en la soberanía imperial. Inspirado en el ejemplo japonés, el
borrador constitucional Qing otorgaba al emperador el poder de convocar y disolver
el parlamento, aprobar leyes y nombrar ministros; además, aunque el parlamento
elaboraría los proyectos de ley y aconsejaría al emperador, y también podría
incapacitar a los ministros, no desempeñaría papel alguno en los asuntos militares o
extranjeros, que seguirían siendo prerrogativa del emperador (Ichiko, 1980: 397;
Meienberger, 1980: 82-87). No obstante, un historiador ha señalado que el programa
de 1908 marcaba una ruptura fundamental en las percepciones de la monarquía, en
tanto que la definición constitucional de la autoridad imperial reemplazaba ahora a
otras creencias más tradicionales relativas a su naturaleza religiosa y sagrada (Bastid,
1987). Dicha ruptura era la culminación de la transformación de las actitudes
oficiales que precedió a este debate surgido a principios del siglo XX en torno a la
necesidad de establecer una constitución y debido a las presiones externas. Una serie
de crisis de sucesión desencadenadas a partir de 1861 habían llevado a que se
concediera menos importancia a los aspectos rituales de la monarquía, y a que se
produjera una creciente aceptación del hecho de que la autoridad imperial no era
única e indivisible; entre 1861 y 1873, por ejemplo, hubo un gobierno colectivo de
dos emperatrices viudas que actuaron como regentes del joven emperador Tongzhi,
mientras que a partir de 1899 la autoridad imperial prácticamente se compartía entre
el emperador Guangxu y su tía, la emperatriz viuda Cixi, a pesar de que esta última se
había «retirado» oficialmente como regente cuando el emperador alcanzó la mayoría
de edad (Kwong, 1984: 17-28). A finales del siglo XIX la autoridad imperial se
percibía cada vez más como un instrumento del estado y como una institución
política racional, y estos presupuestos adquirieron su fundamento reglamentario en el
programa constitucional de 1908 (Bastid, 1987: 180-183).
En resumidas cuentas, el programa constitucional Qing aspiraba a captar el apoyo
de las elites aristocráticas, expresado en la tan repetida necesidad de una constitución
que «pusiera de acuerdo al soberano y al pueblo» (shangxia yixin) y reforzara los
fundamentos del gobierno dinástico; también preveía que las asambleas provinciales
contrarrestarían la influencia de los gobernadores provinciales. Sin embargo, y a
pesar de las esperanzas de la dinastía, el experimento de las asambleas provinciales
tendría consecuencias muy distintas. Aunque las elecciones de 1909 para dichas
asambleas (las primeras en la historia china, celebradas en dos fases, en las cuales los
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candidatos elegidos en cada distrito posteriormente eligieron entre ellos mismos a los
miembros de la asamblea) se basaron en un derecho de voto bastante restringido
(limitado a los varones residentes, mayores de veinticinco años de edad, que tuvieran
títulos académicos y/o que poseyeran una cierta cantidad de capital o propiedades), se
ha calculado que votaron alrededor de un millón de personas de un electorado de 1,7
millones (lo que equivalía al 0,4 % de la población total) (Ichiko, 1980: 398-400;
Fincher, 1981: 112-115). La mayoría de las personas elegidas eran miembros de la
elite titulada tradicional, y la mayor parte de los presidentes de asamblea poseían el
jinshi, el título más elevado en los tradicionales exámenes para la administración
pública. Estos hombres veían en las asambleas (diseñadas principalmente como
organismos asesores) una plataforma para ampliar y legitimar su participación en los
asuntos públicos; casi de inmediato las asambleas chocaron con los gobernadores
provinciales en las cuestiones presupuestarias y afirmaron su derecho a pronunciarse
sobre la política exterior de la dinastía Qing, criticando la incapacidad de la corte para
contener la marea de incursiones económicas extranjeras en China (Esherick, 1976:
99-100). La asamblea provincial de Fujian aprobó resoluciones que restringían los
derechos de los extranjeros a tener propiedades fuera de los puertos francos, mientras
que las asambleas de Hunan y Hubei condenaron el uso de créditos extranjeros en la
construcción de líneas férreas (Fincher, 1981: 133-136). Un estudio sobre las
provincias de Hunan y Hubei en ese período ha señalado que las asambleas fueron la
expresión institucional del poder político de una «elite reformista urbana»; aunque
progresistas y nacionalistas en cuanto defendieron la reforma social y el desarrollo
económico autóctono, eran también enormemente elitistas, temerosas de las
perturbaciones populares de la ley y el orden, y cada vez más distanciadas del interior
rural (Esherick, 1976: 91, 104-105). Las asambleas coordinaron también, en 1910,
una campaña pidiendo que se acelerara la creación de un parlamento nacional, una
demanda aceptada a regañadientes por la corte, que a principios de 1911 anunció que
el planeado parlamento se abriría en 1913 (Fincher, 1981: 149). En la medida en que
los miembros aristócratas de las asambleas provinciales vieron cada vez más la corte
como un obstáculo a sus ambiciones políticas y económicas, se fueron distanciando
progresivamente de la dinastía.
También las reformas educativas tendrían consecuencias inesperadas para los
Qing. Después de varios años de peticiones por parte de funcionarios reformistas
como Yuan Shikai y Zhang Zhidong, los tradicionales exámenes para la
administración pública —que, basados en la memorización de los textos confucianos,
se juzgaban inadecuados para preparar al país para los desafíos del momento—
fueron abolidos en 1905; dado que estos exámenes se habían utilizado para reclutar
directamente a los miembros de la burocracia, se rompía así el estrecho vínculo entre
erudición y servicio público, permitiendo el surgimiento de una intelligentsia más
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independiente (si bien durante todo el siglo XX los intelectuales, como sus
predecesores de la aristocracia erudita confuciana, seguirían percibiéndose a sí
mismos como los guardianes morales de la sociedad). A partir de entonces la atención
se centraría en la creación de un sistema de enseñanza en tres niveles, con escuelas
primarias, secundarias y superiores, supervisado por una Junta de Educación (xuebu)
establecida el año anterior. En realidad, hacía ya varios años que los miembros más
activos de la aristocracia patrocinaban escuelas modernas, y el sistema que se
desarrollaría a partir de 1905 comprendería escuelas «oficiales», «públicas» (es decir,
patrocinadas por la aristocracia) y «privadas». El número de escuelas modernas
aumentó de cerca de 36.000 en 1907 (con una matriculación de un millón de
alumnos) a cerca de 87.000 (con tres millones de alumnos matriculados) en 1912
(Bastid, 1980: 560; 1988: 68). Antes de 1905 se habían creado también varias
escuelas femeninas privadas, aunque hasta 1907 la corte no aprobó oficialmente la
educación femenina (y sólo en escuelas primarias separadas y en escuelas de
magisterio); la inquietud conservadora respecto a los beneficios de la educación
pública de las mujeres (tradicionalmente, las hijas de las familias de las elites habían
sido educadas en el hogar familiar) persistiría durante los últimos años de la dinastía
y los primeros de la República (Bailey, 2001). Sin embargo, el número de alumnas
femeninas de las escuelas modernas se incrementó de cerca de 2.000 en 1907 a poco
más de 141.000 en 1912-1913 (ibíd.). La enseñanza secundaria y superior femeninas
se aprobarían oficialmente en 1912 y 1919, respectivamente.
Como indicaban los objetivos educativos publicados por la Junta de Educación en
1906, la dinastía preveía que las escuelas modernas fomentaran la lealtad, la
disciplina y la unidad (Borthwick, 1983: 129; Bailey, 1990: 36-41). Las elites
aristocráticas participaron entusiásticamente en la fundación de nuevas escuelas
(entre las que se incluían una amplia variedad de escuelas a tiempo parcial,
profesionales y de alfabetización), haciendo hincapié en su función formativa de unas
masas trabajadoras y económicamente productivas a las que se despojaba de sus
creencias «atrasadas» y «supersticiosas» (Bailey, 1990: 72-79). Sin embargo, y al
igual que ocurriera con las reformas constitucionales, dichas actividades
proporcionaron también a las elites aristocráticas nuevas oportunidades para expandir
sus papeles públicos. Así, establecieron sus propias asociaciones educativas (de las
que en 1909 había 723, con un total de 48.432 miembros) (Bastid, 1980: 562)
destinadas a fomentar y coordinar una amplia gama de iniciativas que incluían la
publicación de libros de texto y la elaboración de currículos escolares, así como la
fundación de nuevas escuelas. Un destacado ejemplo de la nueva clase aristocrática-
comercial que participó en la reforma constitucional y educativa fue Zhang Jian
(1853-1926). Zhang, que abandonó su incipiente carrera de funcionario tras obtener
el título metropolitano, invirtió en empresas modernas (como una fábrica de hilados
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de algodón) y estableció escuelas primarias y de magisterio en su distrito de
residencia, Nantong (en la provincia de Jiangsu). Asimismo, presidió la asociación
educativa provincial, y, en su calidad de presidente de la asamblea provincial de
Jiangsu, en 1909 invitó a representantes de otras asambleas provinciales a reunirse en
Shanghai y crear la Asociación de Camaradas Peticionarios de un Parlamento
Nacional (guohui qingyuan tongzhi hui), que encabezaría la campaña para que se
acelerara la convocatoria del parlamento. Aunque los aristócratas más activos como
Zhang se mostraron dispuestos a colaborar con los funcionarios durante los primeros
años de la reforma, cuando se hizo evidente que la corte deseaba controlar y restringir
sus actividades, en los últimos años de la dinastía, dicha cooperación se desvaneció y
fue reemplazada por la desconfianza y el recelo mutuos (Bastid, 1988: 19-28, 33-43,
50-73).
Asimismo, y para consternación de la dinastía, las propias escuelas modernas se
convirtieron en focos de trastornos y de malestar (Borthwick, 1983: 141-150; Bailey,
164-165). Los últimos años de la dinastía presenciaron una serie de huelgas y
protestas estudiantiles, a las que la prensa contemporánea aludía como una «marea
estudiantil» (xuechao). Algunas de ellas se debían a la insatisfacción con la calidad
del personal docente o a las malas condiciones de trabajo de las escuelas, mientras
que otras tuvieron un carácter más político, expresando una crítica a la política
exterior de la dinastía. Asimismo, los estudiantes que volvían de Japón para ocupar
puestos docentes actuaban como canales de la propaganda antimanchú y republicana.
Aunque en el pasado las periódicas convocatorias de candidatos para realizar los
exámenes para la administración pública habían sido a veces ocasión para realizar
protestas de diversos tipos (el ejemplo más reciente de ello se había dado en 1895,
cuando Kang Youwei y otros aprovecharon los exámenes metropolitanos para
expresar su consternación ante los términos de la Paz de Shimonoseki), en el siglo XX
la protesta estudiantil emanada de las escuelas modernas se iba a convertir en un
fenómeno mucho más generalizado y frecuente, lo cual, según señala un reciente
estudio, «ayudó a cambiar el curso de la historia china» (Wasserstrom, 1991: 293).
Irónicamente, la promoción de los estudios en el extranjero, concretamente en
Japón, constituyó otro rasgo importante de las reformas educativas de la dinastía.
Originada como una iniciativa patrocinada por el gobierno en 1896, cuando trece
estudiantes viajaron a Japón y se matricularon en la Escuela de Magisterio de Tokio,
la posibilidad de realizar estudios en Japón atrajo rápidamente a un creciente número
de miembros de la clase de los funcionarios-eruditos. En lo que se ha descrito como
la primera emigración a gran escala (en su mayor parte no regulada) de estudiantes al
extranjero de todo el mundo (Harrell, 1992: 2), en 1905-1906 hasta un total de 9.000
estudiantes chinos se matricularon en varias instituciones educativas japonesas
(aunque después de esa fecha su número se fue reduciendo poco a poco). Algunos de
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ellos lo hicieron gracias a estipendios del gobierno, pero la mayoría se financiaron
con sus propios recursos (Jansen, 1980: 348-353). Para los funcionarios japoneses,
ese fenómeno representó una oportunidad para incrementar la influencia de Japón en
la futura elite china; también era esta una época marcada por el creciente interés
japonés en forjar vínculos culturales más extensos con China, en sintonía no sólo con
los ideales panasiáticos, sino también con lo que Japón percibía como la necesidad de
ejercer en China un papel más destacado (Harrell, 1992: 20-30). En ciertos aspectos,
el ejemplo de Japón lo seguirían más tarde Estados Unidos (véase más atrás) y
Francia (véase capítulo 2), que asimismo percibían una relación directa entre el
incremento de la interacción educativa y la potenciación global de su influencia
política y económica en China. De hecho, diversos estudios recientes (por ejemplo,
Reynolds, 1993) han subrayado el importante papel que desempeñó Japón en las
últimas reformas de la dinastía Qing. Así, se empleó a maestros y a asesores
educativos japoneses tanto en las modernas escuelas como en la administración del
sistema de enseñanza (hasta 424 en 1909), mientras que el gobierno Qing utilizó
también a expertos japoneses en su reforma de la justicia y de la policía (ibíd.: 68-
102; 162-169). Para la dinastía Qing, estudiar en Japón constituía la forma más eficaz
y económica de adquirir conocimientos occidentales (al utilizar las numerosas
traducciones japonesas de las obras de Occidente, que introducían conceptos políticos
y términos tecnológicos nuevos) y de cultivar un futuro cuerpo de administradores
entregados y competentes; asimismo, se percibía a Japón como un positivo ejemplo
de país asiático que había descubierto satisfactoriamente los secretos del poder
occidental sin abandonar su propia identidad (Harrell, 1992: 47).
En última instancia, sin embargo, las esperanzas de la dinastía no se verían
satisfechas (como tampoco las de Japón). Muchos de los estudiantes chinos que
fueron a Japón se distanciaron de la dinastía mientras, al mismo tiempo, adoptaban
actitudes ambivalentes respecto a este país; y muy pocos regresaron convertidos en
entusiastas partidarios de los ideales panasiáticos inspirados por Japón (ibíd.: 58).
Estos estudiantes provenían de todas las provincias de China (excepto de la remota
provincia occidental de Gansu), y en su mayor parte eran los vástagos masculinos de
las familias de los funcionarios-eruditos, si bien en aquella época llegaron a ir
también a Japón hasta un centenar de estudiantes femeninas (ibíd.: 72-73). Por
primera vez un elevado número de personas procedentes de distintas regiones de
China pudieron formar grupos estrechamente unidos, contribuyendo de ese modo al
desarrollo de una conciencia nacional. También los sentimientos de solidaridad se
vieron estimulados por la falta de interacción con la sociedad anfitriona;
posteriormente muchos estudiantes recordarían las humillantes mofas que sufrieron a
manos de sus anfitriones japoneses: en particular sus largas coletas y túnicas fueron
objeto de condescendientes burlas. Expuestos a las ideas occidentales de la
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democracia y el republicanismo a través de su lectura de las traducciones japonesas,
los estudiantes chinos se politizaron, produciendo sus propios periódicos y creando
asociaciones que les proporcionaron sus primeras experiencias de discursos públicos,
debate político y creación de organizaciones (ibíd.: 89). En lo que constituyó un gesto
enormemente simbólico, muchos estudiantes se cortaron la coleta. Y también
participaron en huelgas y protestas, reflejando su postura cada vez más crítica con la
dinastía Qing por su política de apaciguamiento frente a las potencias extranjeras, así
como con el gobierno japonés por sus intentos de restringir sus actividades y
movimientos. Fueron esos mismos estudiantes quienes a su regreso ayudaron a
difundir las ideas radicales a través de las escuelas modernas o de las nuevas
unidades del ejército; algunos participaron también en actividades más abiertamente
anti-Qing.
Una de las figuras más célebres en este último grupo fue Qiu Jin (1875-1907),
que posteriormente sería elogiada como la primera mártir revolucionaria china. Qiu
Jin había sido una de las aproximadamente cien mujeres chinas que fueron a Japón en
los primeros años del siglo XX y que mientras estuvieron allí se convirtieron en
activas partidarias de la causa anti-Qing, además de fundar varios periódicos
femeninos. Dichos periódicos formaban parte de una naciente prensa femenina china
surgida tanto en Japón como en Shanghai —en sí misma un acontecimiento
significativo, dado que por primera vez había periódicos fundados y editados por
mujeres—, que a menudo racionalizaba sus exigencias relativas a la igualdad de
sexos enmarcándolas instrumentalmente en el fortalecimiento del país (Beahan,
1975). La propia Qiu Jin, en los periódicos que editaba, llamaba a las mujeres a
participar en la revolución nacional contra los manchúes como un medio para lograr
la emancipación (Rankin, 1975). A su regreso a China continuó con sus actividades
radicales mientras dirigía una escuela femenina local en Shaoxing (provincia de
Zhejiang); fue detenida y ejecutada en 1907 tras participar en una abortada revuelta
contra los Qing (Spence, 1982: 50-60; Wills, 1994: 306-310).
La tercera característica de las reformas de la última época de la dinastía Qing fue
la creación de nuevas unidades militares. Los primeros «ejércitos modernos»
(dotados de armas, organización e instrucción al estilo occidental) se habían
organizado en 1895-1896 inmediatamente después de la guerra chino-japonesa
(McCord, 1993: 33). Uno de ellos, el Ejército Recién Creado (xinjian lujun), bajo el
mando de Yuan Shikai (1859-1916), se convertiría en el núcleo de la mayor y más
poderosa unidad militar moderna del país, el Ejército Beiyang («septentrional»),
oficialmente creado en 1904. La experiencia militar y administrativa de Yuan (que no
había superado el nivel más bajo de los exámenes para la administración pública) le
valió su nombramiento como gobernador de Shandong en 1899 y, a partir de 1901,
como gobernador general de Zhili. No obstante, es importante señalar que, aunque
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Yuan fue el principal comandante del Ejército Beiyang, éste no era un ejército de
ámbito regional sometido a su control personal, y, por tanto, en rigor no se puede
decir que fuera el precursor de las fuerzas de los señores de la guerra típicas de la
década de 1920 (ibíd.: 36-37). Como ha mostrado un estudio sobre la administración
en Zhili, la corte no sólo aprobó la creación del Ejército Beiyang, sino que también
mantuvo el control financiero y administrativo sobre él (Mackinnon, 1980: 56-59, 72,
90-107). Así, con frecuencia se transferían comandantes de división y se reclutaban
oficiales de rango medio (basándose en la cualificación, antes que en las relaciones
personales) ajenos a la academia de formación de oficiales que Yuan había
establecido en Baoding, en 1902. En última instancia, el poder de Yuan (y su
capacidad para obtener fondos) se basaba en su posición en la capital, donde
ostentaba a la vez sendos cargos en dos nuevas instituciones del gobierno central: la
Oficina de Asuntos de Gobierno (establecida en 1901 para planificar la reforma
institucional) y la Oficina de Reorganización Militar (establecida en 1903 para
supervisar las fuerzas militares en las provincias y planificar la creación de nuevas
unidades del ejército).
En 1906 la Oficina de Reorganización Militar se convirtió en el Ministerio de la
Guerra, que ordenó la formación de treinta y seis nuevas divisiones del ejército (dos
por cada provincia) durante los diez años siguientes. El intento de la corte de
centralizar el control militar (especialmente dado que el Ministerio de la Guerra
estaba dirigido por manchúes) despertó los recelos de una aristocracia provincial cada
vez más distanciada, además de dar un nuevo impulso a la propaganda antimanchú
entre los revolucionarios republicanos chinos en Japón (véase más adelante). Al final,
sin embargo, la corte fracasó en su intento de crear un sistema militar unificado
(McCord, 1993: 45). En vísperas de la revolución de 1911, las diecisiete divisiones (y
varias brigadas) del Nuevo Ejército que se habían creado se concentraban en las
capitales provinciales y, en general, disfrutaban de mejores condiciones de trabajo
que las fuerzas más tradicionales, desperdigadas fuera de los principales centros
urbanos (Fung, 1980: 23-32).
Junto con la formación de las divisiones del Nuevo Ejército se llevó a cabo un
intento de fomentar una imagen más positiva de los militares, a los que
tradicionalmente no se tenía en gran estima en comparación con la burocracia de la
administración pública, más prestigiosa. Uno de los objetivos educativos de las
nuevas escuelas anunciadas en 1906 era la promoción de un espíritu marcial
(shangwu zhuyi) que exaltara los ideales militares del valor y la disciplina (ibíd.: 92-
99), y la instrucción de estilo militar se convertiría en un importante aspecto de la
vida escolar. En la medida en que se fue retratando cada vez más al ejército como una
institución clave que contribuía al «autofortalecimiento» nacional, se empezó a
contemplar la carrera militar como una alternativa respetable a la del funcionariado
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público, la cual, además, posibilitaba la movilidad ascendente. Muchos titulados y
vástagos de las familias de los funcionarios-eruditos se alistaron en las unidades del
Nuevo Ejército; pero también, y de manera más significativa, muchos de los que
descollaron en las filas (y que habrían de convertirse en prominentes señores de la
guerra durante la década de 1920) tenían un origen social humilde. También se
enviaron, a partir de 1898, estudiantes militares a Japón. En 1903 se estableció en
Japón la Shinbu Gakko (Escuela Militar), exclusivamente para estudiantes militares
chinos: allí se formarían hasta un millar de ellos hasta que se cerró la escuela, en
1914. Asimismo, entre 1900 y 1911 cerca de setecientos estudiantes chinos entraron
en la más prestigiosa Shikan Gakko, una academia japonesa de formación de oficiales
de rango medio (Reynolds, 1993: 153). Al igual que sus equivalentes civiles, muchos
de estos estudiantes militares se vieron influidos por el republicanismo anti-Qing
durante su estancia en Japón (Sutton, 1980: 45-51), y a su regreso formaron
asociaciones cuasi-políticas y establecieron contactos con revolucionarios
republicanos. A pesar de que en el período final de la dinastía no se logró el propósito
original de crear divisiones íntegras para cada provincia, no fue casualidad que el
motín militar que desencadenó la revolución de 1911 estallara en el seno de una de
las politizadas unidades del Nuevo Ejército. Esta unidad era el Nuevo Ejército de
Hubei (que comprendía la VIII División y la XXI Brigada Mixta), una de las mayores
del sur de China y en la que la politización de las tropas constituía un fenómeno
común desde 1904.
En 1911 hasta una tercera parte de los integrantes del Nuevo Ejército de Hubei se
habían reclutado en las organizaciones revolucionarias que habían empezado a surgir
a partir de 1908 (Fung, 1980: 121-131; McCord, 1993: 63). La politización, cada vez
mayor, se vio alimentada además por un creciente descontento debido a los recortes
salariales y a las escasas perspectivas profesionales (Esherick, 1976: 149-153; Fung,
1980: 142-143).
Como han señalado varios historiadores (por ejemplo, Duara, 1988; Thompson,
1995), las últimas reformas de los Qing contribuyeron al proceso de construcción de
un estado moderno. Las iniciativas gubernamentales relativas a autogobierno,
educación, organización policial y salud pública (Benedict, 1996: 150-164) dieron
como resultado la creación de numerosas instituciones oficiales y semioficiales que
representaron una penetración aún más acentuada del estado en la sociedad. Sin
embargo, para poder financiar dichas instituciones se establecieron diversos
impuestos nuevos, a la vez que se aumentaron los recargos sobre la contribución
territorial. Dado que el peso de estos aumentos impositivos recayó en los grupos más
pobres de la sociedad (principalmente en el campesinado), y en quienes menos
probabilidades tenían de beneficiarse de las reformas (Esherick, 1976: 106-107;
Mackinnon, 1980: 150-159), los últimos años de la dinastía presenciaron una serie de
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revueltas tributarias locales (Bernhardt, 1992: 147-148; 156-159) en las que las
propias nuevas instituciones fueron físicamente atacadas; las oficinas de autogobierno
local y las nuevas escuelas, por ejemplo, fueron con frecuencia el blanco de las iras
de la multitud. Como ha mostrado un reciente estudio (Prazniak, 1999), esta
oposición a las últimas reformas de la dinastía Qing (y a los aumentos tributarios que
las acompañaron) vino motivada por la genuina inquietud popular ante la amenaza
que planteaban a los medios de subsistencia locales. En un estudio sobre las
provincias de Hunan y Hubei se afirma que tales estallidos populares contra las
reformas suscitaron la preocupación por la ley y el orden entre las elites
aristocráticas, induciéndolas a apoyar la revolución de 1911 con el fin de controlarlos
(Esherick, 1976: 7-8). El descontento popular en los últimos años de la dinastía se vio
exacerbado por las malas cosechas y los desastres naturales, lo que incrementó los
precios de los alimentos y en 1910-1911 desencadenó una situación casi de hambruna
en algunas partes del país.
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protesta desencadenada obligó a la embajada china a liberarle. Sun explotó
hábilmente el incidente describiendo su experiencia (en un libro titulado Secuestrado
en Londres y publicado en 1897) y describiéndose a sí mismo como un valiente e
intrépido revolucionario (Schiffrin, 1968: 105-129; Bergére, 1998: 68).
Al principio, Sun se concentró en buscar el apoyo de las comunidades de
comerciantes chinos de Norteamérica y el Sureste asiático (compitiendo con los
líderes exiliados del movimiento reformista de 1898, que propugnaban una
monarquía constitucional bajo el reinado de Guangxu), así como en establecer
contactos con sociedades secretas tradicionales dentro de China. La mayoría de
dichas sociedades secretas operaban en el centro y sur de China, y se les conocía con
diversos nombres genéricos como las Tríadas o la Sociedad del Cielo y la Tierra.
Originadas en los primeros años de la dinastía Qing, eran asociaciones
fundamentadas en juramentos de hermandad y consagradas a la oposición a los
manchúes y a la restauración de la dinastía china Ming. Con el tiempo se
involucraron también en actividades de bandidaje, contrabando de sal y apuestas
fraudulentas, aunque un estudio reciente (Ownby, 1996) ha subrayado también su
importante papel en el transcurso del siglo XVIII como organizaciones de ayuda mutua
para los miembros más marginados e inseguros de la sociedad en una época de
cambios económicos, demográficos y sociales. Sun confiaba en infiltrarse en dichas
sociedades y en utilizarlas para su revolución republicana; las Tríadas fueron
alistadas para la fracasada rebelión de Cantón, en 1895, y serían reclutadas de nuevo
para otra revuelta, igualmente abortada, realizada en 1900 en el este de Guangdong,
tras un quijotesco e infructuoso intento, en el verano de 1900, de persuadir al
gobernador general Li Hongzhang (a través de intermediarios) de que declarara la
independencia de dicha provincia (Schiffrin, 1968: 181-200). La idea de hacer de la
autonomía o la independencia provincial el camino de la futura unidad y fortaleza
nacionales había sido planteada por primera vez por Liang Qichao en 1897 (véase
más atrás), y se convertiría en un elemento fundamental de la inicial estrategia
revolucionaria de Sun. Asimismo, habría de resurgir a principios de la década de
1920, en forma de la propuesta de una solución federalista a la creciente
fragmentación de China en la crisis del control del gobierno centralizado (Chesneaux,
1969). El uso de mercenarios (es decir, de sociedades secretas) por parte de Sun y su
búsqueda de ayuda exterior (en 1895 había pedido la ayuda de la administración
colonial británica de Hong Kong, y en 1900 había solicitado ayuda a Japón) fueron
otros rasgos característicos de su estrategia revolucionaria (Bergére, 1998: 58).
En 1905, sin embargo, Sun se estaba ganando el apoyo de los estudiantes chinos
en Japón (que anteriormente le habían considerado un cargante pueblerino), y
muchos de ellos se unieron a su nueva organización revolucionaria, la Tongmenghui
(Liga de la Alianza), cuando ésta se formó, en Tokyo, en 1905. La plataforma
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revolucionaria de Sun, conocida más tarde como los Tres Principios del Pueblo
(sanmin zhuyi), abogaba por el nacionalismo (es decir, el «anti-manchuismo»), la
democracia (es decir, la creación de una república) y la mejora de los medios de
subsistencia del pueblo. Sun equiparaba este último principio al socialismo
(refiriéndose específicamente a la «igualación de los derechos sobre la tierra», lo que
incluía gravar los ingresos inmerecidos procedentes de la venta de tierras no
agrícolas), y afirmaba que, al llevar a cabo la revolución política y social
simultáneamente, China podía evitar las manifiestas diferencias de clase
predominantes en el Occidente industrializado contemporáneo. Con el apoyo de los
estudiantes chinos a partir de 1905, Sun, que ahora podía afirmar que encabezaba un
movimiento revolucionario nacional, era el primer líder no aristócrata de un
movimiento político integrado principalmente por intelectuales (Schiffrin, 1968: 8-9;
Bergére, 1998: 1281-129).
Entre 1905 y 1908 estalló un furioso debate entre Sun y sus seguidores, por una
parte, y los partidarios de la monarquía constitucional, como Liang Qichao, por la
otra, en los diversos periódicos que cada bando publicaba en Japón (Gasster, 1980:
495-499). Durante un breve período tras el fracaso de las reformas de 1898, Liang
había denunciado ferozmente a la monarquía Qing, y parecía estar a favor de una
república. Tras una visita a Norteamérica en 1903, en que había condenado el
«atraso» moral de las comunidades chinas que allí vivían, y cediendo a la postura
incondicionalmente monárquica de su mentor, Kang Youwei, Liang regresó al bando
reformista. Mofándose del «antimanchuismo» de los revolucionarios, afirmaba que
los manchúes ya estaban, asimilados, y advertía de la anarquía y el caos que
sobrevendrían si se establecía una república. Para Liang, una monarquía
constitucional (a la que en otras ocasiones había denominado categóricamente
«despotismo ilustrado») era la solución ideal para garantizar el orden y la estabilidad;
su prioridad era la mejora y la expansión de la educación, que habría de formar a un
«nuevo ciudadano» (xinmin), cuyo compromiso con el bien público superaría
cualquier interés provinciano y egoísta. Curiosamente, y en contraste con el
presupuesto de los revolucionarios de que una república obtendría automáticamente
el apoyo exterior, Liang advertía de que lo único que haría sería invitar a una mayor
injerencia extranjera. Sin embargo, dado que la hostilidad a la dinastía Qing iba en
aumento, la llamada a la moderación de Liang se hizo cada vez más impopular entre
los estudiantes chinos radicales en Japón.
Sun participó en otras ocho rebeliones abortadas entre 1905 y 1911, pero en la
época en la que tuvieron lugar las dos últimas (ambas en Cantón, en febrero de 1910
y abril de 1911) sus tácticas revolucionarias habían cambiado. El escaso éxito
anterior con las sociedades secretas le animó a acudir a las unidades del Nuevo
Ejército en busca de apoyo para su causa republicana. Esta estrategia se reveló
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particularmente eficaz en las provincias centrales de Hunan y Hubei, donde los
revolucionarios establecieron contacto con oficiales del ejército politizados y
establecieron asociaciones para difundir la propaganda republicana.
Aunque el movimiento revolucionario de Sun desempeñó un importante papel
propagandístico en la difusión del sentimiento anti-Qing, habría que señalar que la
Tongmenghui no fue nunca una organización unida bajo el liderazgo indiscutible de
Sun. A pesar de que la reciente historiografía nacionalista ha atribuido a Sun y a su
organización el papel predominante en el derrocamiento de los Qing, la Tongmenghui
fue sobre todo una organización que aglomeró a grupos previamente existentes en los
que se daba una amplia variedad de puntos de vista y perspectivas. De hecho, cuando
estalló la revolución de 1911 se había establecido ya una rama separada y
virtualmente independiente en China central; además, prácticamente desde el primer
momento el liderazgo de Sun había sido vigorosamente cuestionado. A veces parecía
que únicamente un crudo «anti-manchuismo» unía a esos distintos grupos. En
muchos aspectos, tal como señalaba Liang Qichao, en los primeros años del siglo XX
los manchúes habían sido ya asimilados. La lengua manchú se había extinguido,
mientras que la proscripción del matrimonio mixto entre manchúes y chinos impuesta
por la dinastía se había abolido en 1902, y todas las diferencias legales entre
manchúes y chinos han se eliminaron en 1907; asimismo, la prohibición impuesta a
los residentes de las guarniciones de las Banderas manchúes de participar en el
comercio y los oficios locales había caído en desuso. Sin embargo, al culpar a los
«bárbaros» manchúes de la debilidad y los problemas de China, los revolucionarios
se involucraron también en la «construcción» de una identidad étnica china han.
Aunque un reciente estudio ha señalado que desde una época anterior existía ya un
sentimiento «racial» de identidad china han (coexistiendo con un «culturalismo» que
explicaba las diferencias entre la gente en función de sus atributos culturales)
(Dikotter, 1992), la propaganda revolucionaria de principios del siglo XX fue mucho
más allá al hacer hincapié en una identidad étnica china han única, homogénea e
intemporal, a menudo descrita en términos de un «linaje» común (zu) (Dikotter, 1997:
9; Chow, 1997: 40).
La revolución de 1911
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intención de utilizar un crédito extranjero para arrebatar la construcción de varias
líneas ferroviarias (incluyendo una futura línea Hankou-Sichuan) de manos de las
compañías de ferrocarriles provinciales en las que habían invertido las elites
aristocráticas. Esto, a su vez, provocó un motín militar en
Wuchang (provincia de Hubei), en octubre. Al motín de Wuchang pronto le
siguieron varias revueltas antidinásticas en las provincias centrales y meridionales,
donde las asambleas provinciales, en alianza con los comandantes del Nuevo Ejército
(muchos de los cuales se autonombraron gobernadores militares), declararon su
independencia de Pekín (Spence, 1999a: 258-263). La corte le pidió a Yuan Shikai
que aplastara la rebelión. Mientras tanto, los representantes de las provincias
meridionales se reunían en Nankín y declaraban su intención de establecer una
república. Sun Yat-sen, que cuando estalló el motín de Wuchang se hallaba en
Estados Unidos recaudando fondos, fue elegido presidente provisional, y cuando
regresó a China, en diciembre de 1911, se le dispensó una calurosa bienvenida.
Tras el sitio de Wuchang por las tropas gubernamentales al mando de Yuan se
produjo una situación de tablas entre las dos fuerzas enfrentadas, y los
revolucionarios trataron de negociar un acuerdo. Sun Yat-sen se ofreció a ceder la
presidencia a Yuan Shikai si éste declaraba abiertamente su apoyo a la república y
prometía acatar una nueva constitución. Los revolucionarios suponían también que
Yuan utilizaría su poder y su influencia para persuadir a la dinastía de que abdicara
(Young, 1968). Sin embargo, se plantearon algunos recelos respecto a este
compromiso. Al fin y al cabo, Yuan Shikai había adquirido su prominencia como
importante funcionario militar y civil de la dinastía Qing. También existía la creencia
generalizada de que Yuan había roto una promesa de apoyo a los reformistas de 1898
al respaldar el golpe de la emperatriz viuda Cixi contra el emperador Guangxu y sus
asesores (Kwong, 1984: 213-214). Tras la muerte de Cixi en 1908, las intrigas de la
corte habían dado como resultado su retiro forzoso. Tras la revuelta de Wuchang, se
pidió a Yuan que mandara las tropas del gobierno y se le nombró primer ministro del
recién creado gabinete.
En cualquier caso, el reconocimiento del hecho de que Yuan mandaba las fuerzas
militares más modernas y mejor equipadas de las que en aquel momento existían en
el país, y el temor real por parte de los revolucionarios de que una prologada guerra
civil podría precipitar la intervención de las potencias para proteger sus intereses
económicos en China, les convencieron de que era necesario un compromiso. Yuan,
por su parte, era muy consciente de que el apoyo a la dinastía se desmoronaba, ya que
en noviembre de 1911 algunas provincias septentrionales se unieron a las del sur
declarándose independientes de Pekín. En febrero de 1912 Yuan obtuvo la abdicación
de la dinastía, y al mes siguiente Sun Yat-sen cedía la presidencia provisional a Yuan
Shikai. Aunque los revolucionarios esperaban que la capital se estableciera en
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Nankín, Yuan logró imponer su voluntad y hacer que fuera Pekín, el centro de su
poder militar.
A la hora de evaluar la naturaleza de la revolución de 1911, es importante señalar
que ésta fue encabezada por las asambleas provinciales (dominadas por la elite de
aristócratas-eruditos que progresivamente se había ido distanciando de la dinastía) en
alianza con los comandantes del Nuevo Ejército (muchos de los cuales se
autonombraron gobernadores militares provinciales). En algunas provincias como
Hunan, el movimiento anti-Qing adquirió un matiz más populista con la participación
de las sociedades secretas, aunque en general la implicación directa de las masas fue
menor, y en el período inmediatamente posterior al derrocamiento de la dinastía el
poder local estuvo firmemente en manos de las elites establecidas. Un estudio ha
descrito la revolución como la victoria de una «elite reformista urbana» que apoyaba
un nuevo orden para preservar sus intereses y mantener la ley y el orden (Esherick,
1976: 259). Por otra parte, se podría señalar que la revolución no representó
simplemente el triunfo de las elites locales sobre el estado, ya que durante los últimos
años de la dinastía tanto el estado como las elites locales se organizaron de nuevas
formas e incrementaron sus recursos. Este proceso de construcción del estado
continuaría a partir de 1911 (Rankin y Esherick, 1990: 343). Tampoco representó la
revolución el comienzo de un «militarismo naciente». Aunque los militares
desempeñaron un papel clave (y al hacerlo legitimaron el uso del poder militar con
objetivos políticos), no constituían una fuerza autónoma, sino más bien uno de los
componente de una coalición más amplia integrada por diversas elites; en el período
inmediatamente posterior a la revolución los comandantes militares no ejercieron
ningún poder personal, y la administración pública siguió en su sitio (McCord, 1993:
77, 79, 82-83).
Por otra parte, aunque los historiadores marxistas chinos han descrito
convencionalmente los acontecimientos de 1911-1912 como una revolución
«burguesa-democrática nacional» (Hsieh, 1975: 42-43), los historiadores occidentales
(por ejemplo, Bergére, 1968) han afirmado que en aquella época la burguesía china
era demasiado débil políticamente y numéricamente insignificante para haber
desempeñado un papel sustancial en la revolución (a pesar de que las comunidades de
comerciantes chinas en el extranjero habían donado fondos al movimiento
revolucionario de Sun Yat-sen, y los comerciantes de Shanghai habían apoyado
económicamente al gobierno revolucionario provisional en Nankín). Incluso la propia
Tongmenghui desempeñó únicamente un papel secundario en los acontecimientos de
1911-1912, si bien algunos de los gobernadores civiles que surgieron en el sur a raíz
de la revolución, como Hu Hanmin, en Guangdong, eran miembros de Tongmenghui.
En ciertos aspectos se podría describir la revolución de 1911 como una revolución
nacionalista (de la variedad étnica), en el sentido de que los revolucionarios
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republicanos justificaron su movimiento como una lucha «racial» librada por una
población china han subyugada contra sus opresores gobernantes «extranjeros», los
manchúes (en el transcurso de la revolución, los manchúes fueron a veces el blanco
concreto de los ataques, y en Xian un gran número de ellos fueron asesinados)
(Spence, 1999a: 261). Sin embargo, a partir de 1912 todos los gobiernos iban a
reivindicar las fronteras del antiguo imperio Qing (que incluía el Tibet y Mongolia)
basándose en los principios occidentales del nacionalismo de estado; y las minorías
étnicas, o bien se considerarían insignificantes, o bien se supondrían «asimilables» a
la cultura de la mayoría china han. En otras palabras: no ser chino no se consideraría
una barrera para la incorporación al estado chino (Townsend, 1996: 16).
Finalmente, el compromiso de 1912 había llevado al poder a una figura
estrechamente asociada al antiguo régimen, cuyo compromiso con la república
resultaba incierto. A pesar de ello, había grandes esperanzas de que la creación de una
república marcaría el comienzo de una nueva era para China; una era en la que ésta se
ganaría el respeto de las potencias extranjeras y en la que se sentarían las bases de
una nación próspera y democrática. Los acontecimientos de la siguiente década, sin
embargo, darían como resultado el desmoronamiento de esas esperanzas y el
surgimiento de nuevas soluciones radicales para abordar la inestabilidad política que
seguía acosando al país.
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Capítulo 2:
LA PRIMERA REPÚBLICA
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identidad organizativa no se alcanzarían hasta varios años después (Dirlik, 1989; Van
de Ven, 1991).
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en abril de 1913, debido a la cuestión de los créditos extranjeros. Desde los
comienzos de su presidencia, Yuan se había enfrentado al obstáculo de la falta de
fondos. En 1911 el gobierno central obtenía la mayor parte de sus ingresos de los
derechos aduaneros marítimos, dado que una gran parte de la contribución territorial
y otros impuestos internos se los habían apropiado las provincias; de hecho, la
proporción de ingresos representada por la contribución territorial en relación al total
de la renta del gobierno central había ido disminuyendo constantemente durante todo
el período de la dinastía Qing (Wang, 1973). En el transcurso de la revolución las
potencias extranjeras estrecharon su control sobre las aduanas marítimas, haciéndose
cargo de la recaudación, el depósito bancario y la remisión de los ingresos aduaneros
(hasta 1911, el Servicio Aduanero Marítimo bajo control extranjero simplemente
calculaba los aranceles correctos y se lo comunicaba al gobierno Qing). Dichos
ingresos habían de ser depositados en bancos extranjeros (en los puertos francos), y
luego remitidos al gobierno chino específicamente para devolver los créditos
extranjeros contratados por los Qing antes de 1911 (Feuerwerker, 1983&).
Los ingresos aduaneros se habían de utilizar también como garantía para
cualquier crédito extranjero contratado a partir de 1912; dichos créditos, sin embargo,
se tenían que negociar a través de un consorcio bancario que representaba a seis
potencias: Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Alemania, Rusia y Japón. Este
consorcio, originariamente creado en 1910, bloqueaba en la práctica cualquier intento
por parte del gobierno de Yuan de negociar con bancos extranjeros individuales.
Yuan, ansioso por obtener fondos y el reconocimiento oficial de su régimen por parte
de las potencias, consiguió un «crédito de reorganización» del consorcio, por un
importe de 25 millones de libras esterlinas, en abril de 1913. De esta suma Yuan
recibiría en realidad 21 millones de libras, ya que el crédito estaría integrado por
bonos vendidos a sólo el 90 % de su valor nominal, además de una deducción del 6 %
del total por comisiones. A pesar de ello, se había de devolver íntegramente el capital
original, más un 5 % de interés (Mancall, 1984: 200). Los ingresos procedentes del
impuesto sobre la sal se utilizarían como garantía del préstamo, y, con el fin de
asegurar la eficaz recaudación de dicho impuesto, los extranjeros colaborarían en su
gestión (Feuerwerker, 1983fo). Así, la influencia extranjera en la economía aumentó
aún más (sin embargo, bajo la presidencia de Woodrow Wilson Estados Unidos se
retiró del consorcio como protesta por el hecho de que éste violaba la soberanía
china, si bien las esperanzas chinas de que a partir de ese momento Estados Unidos
defendiera su causa se verían en su mayor parte defraudadas). Como un nuevo
testimonio de la debilidad de la nueva república, en 1913 Yuan se vio obligado a
reconocer oficialmente la autonomía de Mongolia Exterior (confirmada por el tratado
de Kiajta, en 1915) y del Tibet —originariamente parte del imperio Qing, pero que la
nueva república seguía reivindicando como parte de China— antes de que Rusia y
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Gran Bretaña, que tenían intereses estratégicos en ambas regiones, reconocieran
oficialmente al régimen de Yuan (aunque habría que señalar que China no renunció
jamás al control formal sobre el Tibet).
Dado que Yuan había firmado el crédito de reorganización sin consultar al
parlamento, el Guomindang trató de incapacitar al presidente. Yuan eludió la
amenaza, básicamente a través de la manipulación de los demás partidos políticos, y
luego pasó a la ofensiva. En junio de 1913 destituyó a los gobernadores de Jiangxi,
Anhui y Guangdong, todos ellos del Guomindang, y los reemplazó por otros
nombrados por él mismo. En el sur estalló un conflicto armado (conocido como
«segunda revolución») cuando los gobernadores destituidos y sus partidarios del
Guomindang trataron de lanzar una campaña nacional contra Yuan.
La segunda revolución duró apenas tres meses (de julio a septiembre de 1913), y
acabó con la completa derrota de las fuerzas anti-Yuan. La capacidad de éste para
comprar el apoyo de importantes gobernadores militares provinciales, además de la
antipatía generalizada que sentían las elites aristocráticas y comerciales por la
perturbadora influencia del Guomindang, aseguró la derrota de los rebeldes. Sun Yat-
sen, amargamente desengañado, se vio forzado a exiliarse una vez más. En Japón, en
1914, fundó un nuevo partido, el Partido Revolucionario Chino (Zhonghua
gemingdang), que representaba una reacción contra el tipo de partido de amplia base
y abiertamente parlamentario que había sido el Guomindang en 1912. Sun recalcaba
ahora la importancia de la organización de un partido secreto y estrechamente unido
cuyos miembros le juraran lealtad personalmente. Asimismo, mientras que en la etapa
anterior a 1911 Sun había aludido a la necesidad de un período de gobierno militar
transitorio para preparar el camino al gobierno democrático, ahora insistía en que al
gobierno militar le había de suceder un período ilimitado de tutela del partido con el
fin de preparar al pueblo para el gobierno constitucional (Bergére, 1998: 257).
La victoria de Yuan le permitió expandir su control en las provincias, además de
lanzar un ataque frontal a todas las instituciones del autogobierno. Primero logró
coaccionar al parlamento para que le eligiera presidente permanente, en octubre de
1913; a comienzos de 1914 había prohibido el Guomindang y disuelto el parlamento.
También se abolieron las asambleas provinciales y de distrito. Yuan trató asimismo de
aumentar el control de Pekín sobre las provincias nombrando a gobernadores civiles
que contrarrestaran el poder de los gobernadores militares. A partir de 1913 logró que
el gobierno central se adjudicara una proporción mayor de la contribución territorial.
Como parte de su campaña para asegurar el orden público a través de la reafirmación
de valores morales tradicionales como la deferencia y la lealtad, Yuan ordenó que las
escuelas primarias reintegraran los clásicos confucianos al currículo (del que habían
sido eliminados bajo el nuevo sistema escolar promulgado en 1912).
Se ha descrito el régimen de Yuan a partir de 1913 como una «dictadura
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republicana […] construida en torno a los principios de la centralización
administrativa y el orden burocrático» (Young, 1983: 238). Aparte de cierto «reinado
del terror» destinado a intimidar (y exacerbar) a los oponentes y críticos del régimen,
las propias políticas de Yuan chocaron con una creciente oposición, no sólo de los
gobernadores militares provinciales, sino también de diversos grupos de aristócratas y
comerciantes (curiosamente, los mismos que le habían apoyado en 1913); la
abolición de las asambleas locales, las restricciones impuestas a las cámaras de
comercio y los planes para establecer un impuesto gubernamental sobre la renta
alimentaron el resentimiento. En un desesperado intento de desviar la oposición a su
régimen, Yuan Shikai jugó su última baza: en 1915 impulsó una campaña
propugnando la restauración de la monarquía (Scalapino y Yu, 1985: 415). La
campaña, orquestada por los partidarios de Yuan, produjo diversas «peticiones», por
parte de «ciudadanos preocupados», de que Yuan asumiera el Trono del Dragón. Éste,
sin embargo, había cometido un error garrafal. Había supuesto que los meros
símbolos del poder monárquico serían suficientes para cimentar la unidad nacional y
reforzar su poder personal. Pero ya no era posible dar marcha atrás. En 1911 la
monarquía había quedado totalmente desacreditada (al menos entre las elites),
mientras que los gobernadores militares eran demasiado celosos de su recién
adquirido poder para aceptar las pretensiones de un nuevo emperador. Un estudio
clásico sobre el confucianismo y sus vicisitudes en el siglo XX afirma también que el
intento monárquico de Yuan fue una «parodia», en el sentido de que su artificiosa
utilización de los símbolos y procedimientos confucianos durante su entronización,
en 1916, chocaba con las nuevas tendencias políticas e intelectuales que habían
vaciado ya la monarquía tradicional (y el confucianismo) de sus valores universales;
el resultado era que el cínico ardid de Yuan de explotar la tradición le convertía en un
emperador «tradicionalista», antes que en un «emperador auténtico y tradicional»
(Levenson, 1964: 4-20).
Mientras Yuan se disponía a coronarse a sí mismo emperador, a finales de 1915
(bajo el nombre de Hongxian), los gobernadores militares del sur se rebelaban,
declarando a sus provincias independientes de Pekín. Al mismo tiempo, Sun Yat-sen,
financiado por los japoneses, trataba de organizar revueltas en la provincia de
Shandong. Sin embargo, su estrecha relación con los japoneses (y los rumores de que
había ofrecido a Japón futuras concesiones económicas a cambio de ayuda), en una
época en la que existía un amplio sentimiento antijaponés en el país debido a la
actividad cada vez más agresiva de Japón en China (véase el siguiente apartado),
expuso a Sun a ser acusado de traidor a sueldo de un enemigo extranjero. Así, su
campaña se desvaneció rápidamente. Al igual que en 1911-1912, serían los
gobernadores militares provinciales, y no Sun Yat-sen, quienes cosecharían los
beneficios de una revuelta fructífera.
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Temiendo las consecuencia de una guerra civil, las potencias acogieron el plan de
Yuan sin demasiado entusiasmo. Japón, en particular, se mostró hostil, e incluso logró
persuadir a Gran Bretaña y Estados Unidos de que enviaran una nota conjunta
aconsejando que se pospusiera la restauración monárquica. Incluso después de que
Yuan abandonara su plan, en marzo de 1916, las provincias siguieron declarándose
independientes. Sólo su muerte, en junio del mismo año, salvó a Yuan de la
ignominia de verse derrocado. Su conservadurismo innato, su falta de simpatía por
los principios del gobierno constitucional, el trato implacable que dispensó a sus
adversarios políticos, y su cínica manipulación del parlamento, habían supuesto para
la república un golpe del que en realidad jamás se recuperaría. En palabras de un
historiador, el fracaso de Yuan a la hora de movilizar el apoyo social a «una reforma
y una modernización ordenadas», bajo los auspicios de un estado burocrático
centralizado, abrió el camino al uso del poder militar para resolver cuestiones
políticas (Rankin, 1997: 267-268). A partir de 1916, un parlamento impotente y un
gobierno civil débil se iban a convertir cada vez más en meros juguetes de una
sucesión de camarillas de diversos señores de la guerra.
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influencia económica del país en Manchuria, y Gran Bretaña, que seguía siendo la
potencia con mayores intereses económicos en China, estaba empezando a ver a
Japón como un posible rival.
Japón, sin embargo, siguió adelante con su ofensiva contra el territorio arrendado
a Alemania. Ignorando la declaración de neutralidad de China, las tropas japonesas
desembarcaron en el norte de Shandong y tomaron Qingdao por tierra. Además de
Qingdao, Alemania había obtenido en 1898 el derecho a construir una línea férrea
desde Qingdao hasta la capital provincial, Jinan, así como a adquirir concesiones
mineras a lo largo de toda la ruta del ferrocarril. A pesar de los intentos de China de
limitar las acciones de Japón, las tropas japonesas pronto avanzaron hacia el interior
desde Qingdao y tomaron el control de toda la línea férrea.
Fue en ese momento cuando Tokyo decidió consolidar y fortalecer la posición de
Japón en China imponiendo a Yuan Shikai las infamantes «Veintiuna Demandas». En
enero de 1915, el embajador japonés en China entregó a Yuan una serie de demandas
que, de haber sido aceptadas en su integridad, habrían convertido China
prácticamente en un protectorado japonés. Entre dichas demandas se incluía no sólo
una ampliación del arrendamiento japonés de Port-Arthur (situado en la península de
Liaodong, en el sur de Manchuria) y del ferrocarril Surmanchuriano, sino también la
concesión de privilegios mineros, comerciales y residenciales en el sur de Manchuria
y Mongolia Interior, el reconocimiento de la presencia dominante de Japón en
Shandong, y la promesa por parte del gobierno chino de no permitir que ninguna zona
de la costa china cayera bajo la influencia de otra potencia. La última serie de
demandas, no obstante, resultaban especialmente ambiciosas: el gobierno chino había
de emplear a asesores políticos y militares japoneses; se crearía una fuerza policial
conjunta chinojaponesa, y China habría de comprar una determinada cantidad de
armas a Japón (Chi, 1970: 32). Yuan Shikai respondió con evasivas, confiando en el
apoyo de Gran Bretaña y Estados Unidos. Aunque ambos países protestaron contra la
última serie de demandas, instando a los japoneses a aceptar que se «pospusieran»,
ninguno de los dos estaba dispuesto a enemistarse con Japón. Por otra parte, el
secretario de Estado norteamericano, William Jennings Bryan, declaró públicamente
en marzo de 1915 que la «contigüidad territorial» creaba unas relaciones especiales
entre Japón y los territorios chinos de Shandong y la Manchuria meridional.
El 25 de mayo de 1915, un día después del que los estudiantes chinos
denominaron «Día de la Humillación Nacional», Yuan firmó las demandas de Japón.
En todas las ciudades importantes del país estallaron manifestaciones antijaponesas
generalizadas, que a menudo tomaron la forma de boicots a los productos japoneses.
A pesar de la inútil advertencia de Estados Unidos de que no reconocería ningún
acuerdo chinojaponés que lesionara la integridad política y territorial de China, en
1917 Japón logró obtener la aprobación de Gran Bretaña y Francia en relación a sus
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pretensiones sobre Shandong; ese mismo año Estados Unidos reconoció de nuevo
que Japón tenía intereses especiales en China debido a la proximidad geográfica de
ambos países (Chi, 1970: 110).
En la confianza de que ahora sus pretensiones sobre Shandong se reconocerían en
cualquier futura conferencia de paz, Japón aceptó colaborar en el intento de Gran
Bretaña de persuadir a China de que declarara la guerra a Alemania. De hecho, en
1914y 1915 Yuan Shikai se había ofrecido a participar militarmente en la guerra en el
bando aliado (proponiendo incluso una expedición china a los Dardanelos) con la
esperanza de evitar la acción militar japonesa contra Alemania en Shandong (Chi,
1970; Bailey, 2000: 181-182). Y Japón se había opuesto a la ideá precisamente por
esa misma razón. Gran Bretaña, por su parte, deseaba que China declarara la guerra a
Alemania simplemente para asegurarse de que las propiedades y los barcos alemanes
en China se requisaran. Ni a Gran Bretaña ni a Estados Unidos les entusiasmaba la
participación militar china (en 1917 se planteó una nueva oferta), principalmente
porque la capacidad de combate china no se valoraba demasiado y había escasez de
navios de transporte.
A pesar de ello, Duan Qirui, que había sido uno de los generales de Yuan Shikai y
que ahora dominaba el gobierno civil en Pekín, era un firme partidario de la alianza
propuesta. Otros, en cambio, temían que, si China declaraba la guerra, Duan
obtendría de los aliados fondos que luego podría utilizar para fortalecer su propia
posición frente a sus adversarios internos. Duan intimidó al parlamento (restaurado
tras la muerte de Yuan) con una exhibición de fuerza militar, y en agosto de 1917 se
declaró la guerra a Alemania. El Guomindang, bajo el liderazgo de Sun Yat-sen,
abandonó Pekín en señal de protesta, y, junto con otros antiguos miembros del
parlamento anterior a 1915, estableció un parlamento meridional alternativo en
Cantón (provincia de Guangdong) (Bergére, 1998: 271-272). A partir de entonces
Sun disputó la legitimidad del gobierno de Pekín y se dispuso a crear su propio
gobierno en el sur, asociado a la protección de la constitución y la defensa de la
república (Rankin, 1997: 269). Quienes apoyaban la declaración de guerra china
esperaban que ésta no sólo aseguraría la participación de China en la futura
conferencia de paz, sino que también daría mayor peso a la demanda china de que se
pusiera fin al sistema de tratados desiguales. Dicha demanda se vio reforzada por el
hecho de que, aunque no se enviaron tropas chinas al frente occidental, a partir de
1916 se permitió a los gobiernos francés y británico reclutar mano de obra china para
realizar trabajos relacionados con la guerra en Francia. Finalmente se reclutaron
alrededor de 150.000 trabajadores; la mayoría de ellos procedían del norte de China
(especialmente de la provincia de Shandong), y mientras estuvieron en Francia
participaron en una amplia variedad de tareas, que iban desde reparar trincheras y
carreteras hasta trabajar en fábricas de maquinaria y armamento, pasando por
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construir aeródromos y enterrar a los muertos de guerra (Bailey, 2000: 182-184).
Las esperanzas chinas de poner fin al sistema de tratados desiguales recibieron
también un nuevo impulso de la inspirada retórica del presidente norteamericano
Woodrow Wilson, quien en 1918 aludió a la necesidad de establecer tras la guerra un
nuevo sistema internacional basado en la diplomacia franca, la igualdad entre las
naciones y la autodeterminación de los pueblos. La conferencia de paz de Versalles,
celebrada en 1919, resultaría una amarga decepción, ya que los nobles ideales de
Wilson chocarían con la realidad concreta de los intereses de las potencias. Aunque
los representantes chinos hubieron de aceptar que las potencias no pusieran fin a la
extraterritorialidad en China ni restauraran la autonomía arancelaria, al menos
esperaban que el territorio arrendado de Qingdao y el ferrocarril Jinan-Qingdao
volvieran al control chino.
Japón, sin embargo, sí logró sostener sus reclamaciones sobre Shandong
aludiendo no sólo a la aprobación que le habían otorgado Gran Bretaña y Francia en
1917, sino también a los tratados secretos de defensa mutua firmados por Tokio y el
gobierno de Duan Qirui en 1918, que reconocían implícitamente la presencia
japonesa en Shandong. Y, lo que es más importante: al igual que había sucedido en
1915, Gran Bretaña y Estados Unidos no estaban dispuestos a comprometerse
plenamente con la causa china y arriesgarse con ello a suscitar la hostilidad de Japón,
convertido ahora en una importante potencia militar y naval en Asia oriental.
Además, el presidente Wilson estaba ansioso por que todas las potencias aliadas
participaran en la propuesta Sociedad de Naciones, y cuando Japón insinuó que
podría no unirse a ella si las concesiones de Shandong se devolvían a China, se rindió
ante lo inevitable (irónicamente, el sentimiento aislacionista del Congreso
estadounidense aseguraría, más tarde, que fuera precisamente Estados Unidos quien
se negara a participar en la Sociedad de Naciones).
El 4 de mayo de 1919, cuando llegó a China la noticia de que los aliados habían
decidido conceder a Japón los derechos alemanes sobre Shandong, en Pekín
estallaron masivas manifestaciones estudiantiles, que se propagaron rápidamente a
otras grandes ciudades (Chow, 1960). Los ministros pro-japoneses fueron atacados, y
se organizó un boicot a los productos japoneses en el que participaron los
comerciantes y los trabajadores urbanos, especialmente en Shanghai (Chen, 1971).
Los representantes chinos en Versalles, bombardeados con telegramas que
denunciaban el acuerdo de paz, no firmaron el tratado. Aunque convencionalmente se
ha considerado que las manifestaciones políticas de mayo de 1919 marcaron el
comienzo del moderno nacionalismo chino (Chow, 1960), habría que señalar que más
bien representaron la continuidad de tendencias que se habían iniciado durante los
últimos años de la dinastía Qing (véase el capítulo 1). Lo que sí constituyó una
novedad fue el gran número de estudiantes, comerciantes y trabajadores urbanos que
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decidieron participar en la acción política. Un estudio sobre la protesta estudiantil en
el siglo XX ha destacado también las manifestaciones del Cuatro de Mayo como el
comienzo del «teatro político de la calle», extremadamente eficaz, que los estudiantes
emplearían y desarrollarían durante todo el resto del siglo (Wasserstrom, 1991: 5).
Dicho «teatro político» imitaba, se apropiaba y subvertía la retórica, los rituales y las
ceremonias oficiales para cuestionar la legitimidad de las autoridades gobernantes.
Así, por ejemplo, durante las manifestaciones de Shanghai, en mayo y junio de 1919,
los estudiantes formaron sus propias «burocracias de protesta» (a través de sindicatos
complejamente organizados), elaboraron su propia propaganda escrita a imagen de
las proclamas oficiales, organizaron sus propios desfiles patrióticos (repletos de
juramentos, alzamientos de la bandera nacional e interludios musicales), e incluso
«vigilaron policialmente» su propio boicot a los productos japoneses (ibíd.: 57-70,
74-81, 85-89). Por otra parte, las manifestaciones de mayo de 1919 se integraron en
un proceso de mayor envergadura, que pasaría a conocerse como el Movimiento del
Cuatro de Mayo.
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dedicaban más tiempo a enseñar materias «útiles» como la economía doméstica y el
cuidado de la familia (Bailey, 2001). Finalmente, estaba la decisión de Yuan Shikai,
en 1915, de reintroducir las enseñanzas confucianas en las escuelas primarias
(anulada tras su muerte) y un abortado intento en Pekín (que duró varios días) de
restaurar la monarquía Qing, en 1917, cuando un caudillo militar de la parte
septentrional del país, Zhang Xun (conocido como el «General de la Coleta» debido a
que seguía luciendo una cola al estilo manchú), sacó a Puyi de su apartado «retiro» en
la Ciudad Prohibida.
Se ha calificado la crítica inflexible de Chen Duxiu a la tradición china en su
conjunto de «iconoclasia totalitaria» (Lin, 1979). Dado que las normas confucianas
—se afirmaba— fundamentaban todos y cada uno de los aspectos del gobierno, la
sociedad y la cultura tradicionales (y que todos ellos eran percibidos como
orgánicamente vinculados por los eruditos confucianos), los intelectuales radicales
como Chen adoptaron también un planteamiento «holístico» al promover una
denuncia radical de la tradición. Otro estudio (Feigon, 1983), sin embargo, ha
señalado que Chen pudo recurrir a una tradición autóctona de disidencia, y que,
consecuentemente, sus críticas radicales a la cultura china se vieron alentadas por un
profundo sentimiento nacionalista ya manifiesto en sus días de estudiante durante los
últimos años de los Qing. En cualquier caso, esta condena global de un pasado
homogéneo constituyó un fenómeno transitorio, dado que entre los intelectuales del
Cuatro de Mayo vinieron a prevalecer puntos de vista más matizados y perspicaces.
También habría que señalar que la «tradición», en sus diversas formas, ha seguido
siendo apropiada, manipulada y explotada a lo largo de todo el siglo XX.
Otra figura que contribuyó a la revista Xin Qingnian fue Hu Shi (1891-1962). En
1910, Hu había recibido una beca del gobierno para estudiar en Estados Unidos
(gracias a los fondos de indemnización de los bóxers remitidos a China por el
gobierno estadounidense), y durante su estancia en la Universidad Cornell había
escrito artículos condenando la rigidez y el formalismo de la lengua clásica china
(wenyan). A su regreso, en 1917, escribió un artículo para Xin Qingnian en el que
propugnaba una literatura basada en el habla popular (baihua); dicha literatura —
afirmaba— no sólo resultaría más viva y práctica, sino que también permitiría a
China escapar a los embrutecedores efectos de la cultura confuciana, tan asociada a la
lengua clásica (Grieder, 1970). Posteriormente Hu alentó el estudio y fomentó las
virtudes de las novelas populares tradicionales escritas en lenguaje coloquial. Dos de
las más conocidas eran Shuihu Zhuan (A la orilla del agua, probablemente escrita en
el siglo XIV), que narra las bulliciosas y escandalosas hazañas de una fraternidad de
bandidos, y Xiyou Ji (Viaje al oeste, escrita en el siglo XVI), que relata las aventuras
del travieso y atrevido rey mono, Sun Wukong, que se encarga de proteger a un
monje budista contra los demonios en su épico viaje a la India en busca de las
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sagradas escrituras. El joven Mao Zedong leyó ambas novelas con avidez.
También Lu Xun (1881-1936), uno de los más destacados escritores chinos del
siglo XX, consideraba la literatura un vehículo de cambio. Inicialmente había ido a
Japón, en los primeros años del siglo, para estudiar medicina, pero había renunciado
desesperado (como muchos de sus compatriotas que en aquella época acudían a
Japón, durante su estancia había sufrido humillaciones personales y estaba
horrorizado de la actitud burlona con la que se veía a las personas chinas), llegando a
la conclusión de que, en tanto no se diera un cambio fundamental en la mentalidad de
la gente, la ciencia por sí sola no «salvaría» a China. Por mediación de la literatura
Lu Xun esperaba llamar la atención sobre los males de la sociedad tradicional y, en
consecuencia, alentar el cuestionamiento de las actitudes a ellos subyacentes (Lyell,
1976; Spence, 1982: 61-71, 85-88, 107-113; Lee, 1987; Lyell, 1990: IV-XXIV). Fue el
iniciador de una nueva forma literaria, el relato breve en lenguaje coloquial, al
publicar en Xin Qingnian, en 1918, una agria sátira titulada Diario de un loco
(Kuangren riji), que describía la tradición china como un canibalismo voraz. Así, el
héroe, considerado «loco» por su familia y sus vecinos por haber «pisoteado los
libros de contabilidad del Señor Antigüedad», y convencido de que la gente estaba a
punto de devorarle, anota en su diario:
Uno tiene que haber examinado realmente algo antes de poder entenderlo. Me
parecía recordar, aunque no con demasiada claridad, que desde tiempos antiguos a la
gente se la ha devorado con frecuencia, y, así, empecé a hojear un libro de historia
para buscarlo. No había fechas en esa historia, pero garabateadas aquí y allá en cada
página estaban las palabras benevolencia, rectitud y moralidad. Dado que de todas
formas ya no podía conciliar el sueño, leí esa historia cuidadosamente durante casi
toda la noche, y finalmente empecé a entender lo que estaba escrito entre líneas: todo
el volumen estaba repleto de una sola frase: ¡cómete a la gente! (Lyell, 1990: 32).
Sin embargo, y como en el caso de Hu Shi, la «iconoclasia» de Lu Xun no le
impidió admirar ciertos aspectos de la cultura tradicional; en particular,
posteriormente defendería las cualidades estéticas de los grabados en madera
tradicionales.
En 1918, Chen Duxiu, Hu Shi y Lu Xun enseñaban en la Universidad de Pekín, la
cual, bajo el rectorado de Cai Yuanpei (1868-1940), se había convertido en un
dinámico centro de debate intelectual. Cai, que había obtenido el título metropolitano
(jinshi) en el sistema tradicional de exámenes para la administración pública, se había
unido a la Tongmenghui de Sun Yat-sen durante los últimos años de la dinastía. En
1912 se convirtió en el primer ministro de Educación republicano, pero pronto
renunció al cargo en protesta por la política de Yuan Shikai. En 1916 fue nombrado
rector de la Universidad de Pekín, y se dispuso a transformar la triste reputación que
tenía esta institución de ser el refugio seguro y poco exigente de los hijos ociosos de
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los burócratas. Cai logró convertir la Universidad en una acreditada institución
académica, insistiendo en que fuera un lugar en el que se pudieran expresar una
amplia variedad de ideas y opiniones distintas (Duiker, 1977). Mientras estuvieron
enseñando en la Universidad, Chen Duxiu y los demás tuvieron un enorme impacto
en los estudiantes.
El fermento intelectual de esta época produjo un montón de revistas (algunas de
ellas publicadas por los propios estudiantes) y despertó una intensa fascinación por la
literatura y el pensamiento político occidentales entre los jóvenes radicales. Se
tradujo a escritores como Turguéniev y Shaw, mientras las representaciones públicas
de la obra de Ibsen Casa de muñecas avivaban los debates en torno al estatus de las
mujeres en la sociedad y ensalzaban a Nora (la heroína de la obra) como símbolo de
la valerosa afirmación de la autonomía y del rechazo a los papeles tradicionales (Ono,
1989: 99-100; Wang, 1999: 50). En 1919-1920, destacados filósofos y educadores
occidentales como Bertrand Russell y John Dewey fueron invitados a China, donde
pronunciaron conferencias ante absortas audiencias de estudiantes universitarios.
También se mostró un creciente interés (cuyo origen se remontaba a los primeros
años del siglo) por las ideologías políticas occidentales del socialismo y el
anarquismo.
Aunque la introducción de las teorías socialistas en China a comienzos de siglo,
así como el modo en que el socialismo se interpretaría posteriormente por
intelectuales chinos como Liang Qichao y los asociados a la Tongmenghui de Sun
Yat-sen durante los últimos años de la dinastía Qing, han sido bien documentados por
los historiadores (por ejemplo, Gasster, 1969; Bernal, 1976), hasta época reciente la
importancia y el impacto de las ideas anarquistas no ha sido objeto de un análisis
sustancial (Zarrow, 1990; Dirlik, 1991). En opinión de un historiador (Dirlik, 1991),
el presupuesto de que el resultado político más importante del Movimiento del Cuatro
de Mayo fue la fundación del Partido Comunista Chino en 1921 ha tendido a
oscurecer la penetrante —aunque difusa— influencia que el anarquismo ejerció en el
discurso de dicho movimiento (ni que decir tiene que el papel del anarquismo en
aquel momento sería prácticamente ignorado por la posterior historiografía marxista
china, al menos hasta época bastante reciente).
Se puede rastrear el origen de la inspiración de muchas de las ideas y prácticas del
período del Cuatro de Mayo en la influencia anterior a 1911 de los anarquistas chinos
que habían ido a estudiar a Japón y Francia. Fueron estos anarquistas, especialmente
los de París, los que condenaron la tiranía del sistema familiar, propugnando nuevas
formas de interacción social basadas en la ayuda mutua, y ensalzando los beneficios
de la educación y la ciencia a la hora de dar lugar a una sociedad más humana e
igualitaria (Bailey, 1988; 1990: 227-233). Asimismo, fueron los precursores del
concepto de trabajo-estudio como medio de salvar el abismo entre intelectuales y
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trabajadores que, según percibían, había caracterizado siempre a la sociedad china.
Las organizaciones y publicaciones anarquistas siguieron proliferando durante los
primeros años de la república, mientras que, a finales de la década de 1910, los
estudiantes de la Universidad de Pekín ponían en práctica las ideas anarquistas
experimentando con sistemas de vida comunitaria, creando planes de trabajo-estudio
y organizando equipos de clases populares que recorrían los barrios de las afueras y
el campo circundante para propagar los conocimientos «modernos» entre la gente
corriente (aunque tales esfuerzos a menudo se racionalizaron en términos elitistas
como el deber natural de una vanguardia intelectual de eliminar las arraigadas
«supersticiones» y la «ignorancia» del pueblo).
Uno de los más ambiciosos proyectos de inspiración anarquista fue un proyecto
de trabajo-estudio que envió a más de 1.500 estudiantes chinos a Francia entre 1919y
1921 (Bailey, 1988). Organizado por destacados anarquistas muy activos en París
antes de 1911, como Li Shizeng, el proyecto aspiraba a dar a los estudiantes menos
acomodados la oportunidad de trabajar en fábricas francesas y ganar dinero para
pagar su posterior instrucción en facultades y colegios universitarios franceses. Li
Shizeng esperaba también que, al realizar un trabajo manual, los estudiantes chinos se
libraran de sus actitudes elitistas, mientras que su interacción con los trabajadores
chinos reclutados durante la guerra que permanecían en Francia (la mayoría fueron
repatriados en 1921), a través de las clases de alfabetización, ayudaría a elevar el
nivel cultural de los trabajadores. Curiosamente, al principio los funcionarios y
educadores franceses dieron la bienvenida al proyecto, y subrayaron sus beneficios a
largo plazo para potenciar la influencia política, cultural y económica de su país en
China, de manera muy parecida a como sus colegas norteamericanos y japoneses
habían acogido a los estudiantes chinos en sus respectivos países unos años antes
(ibíd.: 453; Bailey, 1992: 826-828). Aunque el proyecto finalmente chocaría contra el
escollo de la depresión económica de la posguerra en Francia (dejando a muchos
estudiantes chinos sin empleo) y concluiría en 1921, el ideal del trabajo-estudio como
medio de abolir las rígidas distinciones entre el trabajo mental y el trabajo manual iba
a tener una constante influencia en posteriores líderes comunistas como Mao Zedong
(véase el capítulo 5). Asimismo, durante su permanencia en Francia muchos de
aquellos estudiantes se politizaron en gran medida; entre ellos figuraban algunos de
los más importantes futuros líderes comunistas, como Zhou Enlai (1898-1976),
primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores de la República Popular a partir de
1949; Deng Xiaoping (1904-1997), secretario general del partido en la década de
1950 y «líder supremo» en las de 1980 y 1990; Nie Rongzhen, mariscal del Ejército
de Liberación Popular a partir de 1949, y Li Fuchun, ministro de Planificación Estatal
en la década de 1950.
El Movimiento del Cuatro de Mayo (o de la Nueva Cultura) abarcaba, pues, una
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extraordinaria gama y diversidad de ideas, y por esta razón se ha aludido
frecuentemente a él como a un período único en la moderna historia china. Este punto
de vista fue propuesto inicialmente por algunos de quienes participaron en el
movimiento, como Hu Shi, que posteriormente escribiría sobre el impacto innovador
de éste (y especialmente sobre su propio papel pionero en la defensa del uso de la
lengua coloquial en la literatura y las escuelas) en un libro titulado El Renacimiento
chino (publicado en 1934). Un clásico estudio posterior sobre los orígenes de la
revolución comunista china (Bianco, 1971: 27-28) comparaba a los intelectuales del
Cuatro de Mayo con los pensadores de la Ilustración europea; así como estos últimos
prepararon el camino a la Revolución francesa, del mismo modo los primeros, con su
crítica a la tradición y su defensa de la democracia y de la ciencia, prepararon el
camino a la revolución comunista de 1949. Otro estudio más reciente también repite
esta comparación entre el Movimiento del Cuatro de Mayo y la Ilustración europea
(Schwarcz, 1986).
Es importante recordar, sin embargo, que así como el nacionalismo del período
del Cuatro de Mayo y la exploración de ideologías radicales tenían sus raíces en años
anteriores del siglo, del mismo modo la crítica iconoclasta de la tradición, la
promoción del lenguaje coloquial, el surgimiento de una literatura «moderna» y el
énfasis en la importancia de la educación popular —todo ello estrechamente
vinculado al período del Cuatro de Mayo— representaban la continuidad de unas
tendencias ya manifiestas durante los últimos años de la dinastía Qing. Los
anarquistas del período anterior a 1911, por ejemplo, fueron de los primeros en
elaborar una crítica sistemática de la estructura familiar tradicional (Zarrow, 1990;
Dirlik, 1991). Los educadores y reformistas chinos empezaron a confeccionar libros
de texto y a publicar revistas en lenguaje coloquial ya desde finales de la década de
1890 (Bailey, 1990: 73-75). En cuanto al debate sobre la reforma literaria, éste fue
iniciado por reformistas como Liang Qichao ya en los primeros años del siglo
(Dolezelova-Velingerova, 1977; Hsia, 1978; Lee y Nathan, 1985); por otra parte, un
reciente estudio (Wang, 1997) ha subrayado el carácter innovador de la novelística de
la última época de la dinastía (que los intelectuales del Cuatro de Mayo y los
posteriores historiadores de la literatura tendieron a ignorar o a denunciar como
frivola y reaccionaria) y su contribución al surgimiento de una literatura «moderna»,
debido al hecho de que su temática y su contenido no se limitaban ya a lo autóctono,
sino que se dejaban influir por «el tráfico multilingüe y transcultural de ideas,
tecnologías y fuerzas surgido a raíz del expansionismo occidental del siglo XIX»
(ibíd.: 5). Finalmente —y como ya hemos mencionado en el capítulo 1—, la
necesidad de llevar a cabo una educación popular generalizada fue una constante en
los debates educativos suscitados a partir de 1900, y llevó a la creación de escuelas de
alfabetización y formación profesional, de media jornada, por parte de las elites
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aristocráticas y comerciales en los últimos años de los Qing (Bailey, 1990: 64-133).
Diversos estudios recientes han señalado también la constante importancia y
efectividad de las llamadas instituciones «tradicionales» durante el Movimiento del
Cuatro de Mayo y a partir de él. Así, las asociaciones «regionales» (huiguan o
tongxianghui), integradas por emigrantes y residentes en ciudades como Shanghai
procedentes de la misma localidad o región (y que desempeñaron un importante papel
a la hora de proporcionar asistencia y seguridad a sus miembros), lejos de representar
un provincianismo inmóvil y «atrasado», podían trascender las fronteras urbanas
además de facilitar la incorporación a los movimientos nacionalistas, especialmente
durante el boicot antijaponés de mayo y junio de 1919 (Goodman, 1995: 262-270).
Asimismo, un estudio sobre los estudiantes radicales que originariamente procedían
de las regiones rurales subdesarrolladas de la provincia de Zhejiang (y que, por tanto,
desviaron la atención de los habituales focos de Pekín o Shanghai durante el
Movimiento del Cuatro de Mayo) sostiene que su adhesión al anarcocomunismo en
aquella época se vio facilitada por un deseo de recuperar el contenido ético del
confucianismo que impregnaba la familia y las escuelas rurales (Yeh, 1996: 5).
Quizás sea aún más significativo, sin embargo, el hecho de que las nuevas
investigaciones sobre el significado de la modernidad china durante las primeras tres
décadas del siglo XX estén explorando las transformaciones y mutaciones a largo
plazo en la cultura material de la vida cotidiana (que no representaron necesariamente
rupturas bruscas con el pasado), antes que equiparar la modernidad simplemente con
el discurso iconoclasta de los intelectuales y la movilización política de los
estudiantes (Lee, 1999; 2000).
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1906 se habían traducido ya extractos del Manifiesto comunista).
Además de enseñar ciencias políticas en la Universidad de Pekín, Li Dazhao
estaba también a cargo de la biblioteca de la universidad. Uno de sus ayudantes era
Mao Zedong (1893-1976), hijo de un campesino acomodado (dueño de alrededor de
una hectárea de tierra), que había llegado a Pekín en 1918 tras haberse graduado en
una escuela de magisterio en su provincia natal de Hunan. Un año antes, Mao había
escrito un artículo para Xin Qingnian (su primer trabajo publicado) sobre los
beneficios del ejercicio físico para el pueblo chino (Spence, 1999b: 2-35). Como
muchos estudiantes de su época, Mao se vio atraído por una amplia variedad de ideas
y pensamientos políticos, y posteriormente admitiría que en vísperas de su partida
hacia Pekín sus ideas comprendían una «curiosa mezcla de liberalismo, reformismo
democrático y socialismo utópico» (Schram, 1966: 44); estando ya en Pekín, y bajo la
influencia de Li Dazhao, entró en contacto con el marxismo.
También Chen Duxiu dedicaría más atención al marxismo a partir de 1919. Cada
vez más desengañado de la política republicana, Chen, que anteriormente había
puesto sus esperanzas en la transformación cultural y educativa, así como en la
gradual puesta en práctica de una democracia basada en el modelo angloamericano,
sostenía que hacía falta una completa transformación social y económica. En 1920
había anunciado oficialmente su conversión al marxismo. La postura adoptada por Li
y Chen significó una ruptura en el consenso entre los intelectuales radicales del
Cuatro de Mayo, ilustrada en el intercambio de puntos de vista entre Li Dazhao y Hu
Shi en 1919 (conocido como debate sobre «problemas e "ismos"»). Hu, influido por
el pragmatismo del educador y filósofo norteamericano John Dewey, propugnaba un
cambio gradual y advertía contra la imprudente adopción masiva de cualquier
ideología particular (Keenan, 1977: 46-48). En 1920, Hu Shi abandonó el consejo
editorial de Xin Qingnian, y desde ese momento la revista se convirtió en una caja de
resonancia de las opiniones marxistas de Li y Chen.
El desencanto respecto a Occidente como resultado de la decisión de Versalles en
1919, así como las declaraciones del nuevo gobierno soviético ruso, en 1918 y 1919,
en el sentido de que renunciaría a los tratados desiguales firmados por el anterior
régimen zarista y la dinastía Qing, estimularon también un creciente interés por el
marxismo entre los estudiantes e intelectuales chinos. Aunque para muchos
representaba lo más novedoso del pensamiento de Occidente, al mismo tiempo el
marxismo proporcionaba una poderosa crítica de la sociedad occidental y parecía
exponer un programa de acción adecuado para abordar la difícil situación de China.
Por supuesto, habría que señalar que incluso en el apogeo del Movimiento de la
Nueva Cultura, cuando los radicales como Chen Duxiu y Hu Shi propugnaban en
ocasiones una completa occidentalización, hubo siempre otros (entre ellos, varios
miembros de la Universidad de Pekín) que adoptaron un punto de vista más
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ambivalente; una visión confirmada por los horrores de la primera guerra mundial en
Europa. A partir de 1919, Liang Shuming (1893-1988), que había sido nombrado
catedrático de filosofía india en la Universidad de Pekín en 1916, afirmaba que,
aunque China pudiera absorber la cultura material de Occidente, no debería
abandonar los valores éticos de la cultura confuciana tradicional; para Liang, dichos
valores apreciaban la armonía, la cooperación y la complacencia con la vida, en
contraste con el individualismo egoísta, la codicia y la incesante (aunque en última
instancia infructuosa) lucha para alcanzar la satisfacción subyacentes a los valores
occidentales (Alitto, 1979). Otro destacado intelectual, Liang Qichao, que viajó por
Europa en 1918-1920 y asistió a la conferencia de paz de Versalles, experimentó
asimismo el desencanto respecto a Occidente, lo que le movió a propugnar una
síntesis más creativa de los valores chinos y occidentales. Un reciente estudio ha
afirmado que la visión de la modernidad de Liang abarcaba ahora «un imaginario
global de la diferencia», cuya fuente de significado era la diferenciación cultural
antes que la uniformidad política (Tang, 1996: 180-183, 195-222). Estos puntos de
vista no eran exclusivos de los intelectuales chinos: el cuestionamiento del programa
—supuestamente civilizado— de la civilización material occidental suscitado a raíz
de la primera guerra mundial fue también un fenómeno característico de Occidente en
aquella época, vigorosamente expresado por algunos de los visitantes extranjeros
invitados a China durante el período del Cuatro de Mayo, como el escritor y educador
bengalí Rabindranath Tagore (1861-1941), y el filósofo y matemático británico
Bertrand Russell (1872-1970).
Aunque en 1919-1920 se formaron grupos de estudio marxistas en Pekín y en
otras ciudades, éstos tendían a ser más bien vagas organizaciones de estudiantes e
intelectuales con un interés general en el cambio político y social. La variabilidad de
sus puntos de vista se ilustra en el hecho de que muchos de ellos mostraran interés
por el anarquismo y otras formas de socialismos no marxistas. Aunque diversos
estudios anteriores (Schwartz, 1951; Meisner, 1967) subrayaban las raíces autóctonas
del comunismo chino, y en particular la importancia del nacionalismo (engendrado
por oposición al imperialismo occidental) como un factor importante en la conversión
de Li Dazhao y Chen Duxiu al marxismo, un estudio reciente (Dirlik, 1989) sostiene
que el papel de diversos asesores del Komintern (es decir, la Internacional
Comunista, establecida en Moscú bajo los auspicios del Partido Comunista Soviético
en 1919 para fomentar la revolución mundial) como Voitinski —que conoció a Li y a
Chen en 1920— resultó fundamental a la hora de convencerles, a ellos y a otros
radicales, de que las sociedades de estudio, abiertas y apenas organizadas, se habían
de transformar en un partido de estilo bolchevique, fuertemente organizado,
disciplinado y secreto, comprometido con la revolución de clase.
La receptividad al mensaje del Komintern se vio potenciada por tres factores
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contingentes: la creciente importancia política de los trabajadores urbanos
(manifestada por la creciente actividad huelguística), el fracaso de los experimentos
de transformación cultural de inspiración anarquista, como los diversos planes de
trabajo-estudio y de vida comunal, y la creciente represión gubernamental de la
actividad radical como consecuencia de las manifestaciones políticas del Cuatro de
Mayo. A principios de 1921 se habían establecido ramas del Partido Comunista en
seis ciudades, incluyendo Pekín, Cantón, Shanghai y Changsha (donde Mao Zedong
fue particularmente activo). El primer congreso del que habría de convertirse en el
Partido Comunista Chino (PCC) se celebró en la concesión francesa de Shanghai, en
el verano de 1921. Asistieron a él doce delegados (incluyendo a Mao), que
probablemente no representaban a más de cincuenta comunistas comprometidos
(Harrison, 1972: 31-32). Chen Duxiu, que a la sazón se hallaba en Cantón, fue
elegido secretario general del nuevo partido. Sin embargo, aún habrían de pasar
varios años más antes de que el PCC se convirtiera plenamente en una organización
unificada y disciplinada, caracterizada por la uniformidad ideológica (Luk, 1990; Van
de Ven, 1991).
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existencia de antiguos señores de la guerra, los cuales, si bien reconocieron al
gobierno de Nankín, conservaron el control sobre sus propios ejércitos. Esto ha
llevado a un historiador (Sheridan, 1966, 1977, 1983) a considerar todo el período
republicano de 1912a 1949 como un lapso en el que China como entidad nacional se
fue fragmentando progresivamente, si bien establece una distinción entre el período
de 1916-1928, al que considera de «caudillismo puro», y el posterior a 1928, que
denomina de «caudillismo residual». Un estudio de caso, que analiza la evolución de
una unidad armada específica desde la época final de la dinastía hasta mediados de la
década de 1920, trata de mostrar este largo proceso de fragmentación, y sostiene que
el caudillismo se debería contemplar como un «militarismo en desintegración» o un
«militarismo fragmentado» (Sutton, 1980: 7). Centrándose concretamente en el
ejército provincial de Yunnan (XIX división), describe su transformación, pasando de
ser una fuerza unida y homogénea, basada en los ideales nacionalistas, cuando se creó
en 1905, a ser en 1920 un ejército desintegrado en diversas fuerzas faccionarias de
vaga filiación fundamentadas exclusivamente en vínculos personales. Otros estudios
más recientes, sin embargo, han dado mayor crédito a la constante modernización de
la esfera urbana a lo largo de todo el período republicano, antes de contemplarlo
meramente como un interregno caótico entre el imperio y el estado comunista
(Bergére, 1997: 309); un estudio de Pekín durante este período, por ejemplo, destaca
el desarrollo de asociaciones profesionales, instituciones urbanas (como la policía) y
sindicatos que contribuyeron tanto a la construcción del estado como a la ampliación
del espacio político (Strand, 1989).
Aunque en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Yuan se celebraron
varias conferencias con el fin de idear alguna forma de unidad entre los señores de la
guerra, la creación de varias facciones o camarillas alimentó el recelo mutuo, que a
partir de 1920 desencadenó una serie de guerras que afectaron a extensas zonas del
país. Tales camarillas se mantenían unidas sólo por el propio interés, de modo que las
traiciones y las defecciones eran moneda corriente. Ninguna de dichas camarillas
logró dominar a las otras, ya que se formaban alianzas contra cualquiera que
amenazara el statu quo. Basándose en ello, un historiador (Ch'i, 1976) ha descrito el
período de los señores de la guerra comparándolo con un «sistema internacional» en
el que el principio operativo era el equilibrio de poder; también se ha comparado
dicho período al Renacimiento europeo, en que los estados individuales compartían
una cultura aristocrática común y se conservaba el ideal de un «gobernante universal»
(Mancall, 1984: 202-203). Otro estudio, acaso ignorando el caos y destrucción del
período en su obsesión por aplicarle un «modelo» científico-político coherente, lo
describe como una época en la que predominó un sistema más abiertamente
competitivo y pluralista, en contraste con la monarquía imperial anterior a 1911 y el
régimen comunista «totalitario» posterior a 1949 (Pye, 1971).
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Aunque con frecuencia los señores de la guerra declararon su compromiso con la
unidad nacional, ninguno se ellos estaba dispuesto a renunciar 2d control sobre su
propio ejército. El número de hombres en armas aumentó de 500.000 en 1916 a dos
millones en 1928 (Ch'i, 1976: 78), y los fondos requeridos por los caudillos militares
para mantener la lealtad de sus tropas les llevaron a imponer una desconcertante
variedad de impuestos a los desafortunados campesinos. Los impuestos regulares,
como la contribución territorial, se incrementaron constantemente, y en muchos casos
se recaudaban con años de antelación. Las propias tropas de los caudillos, reclutadas
entre ex bandidos, desempleados y campesinos sin tierras, causaron estragos en las
comunidades locales dedicándose al saqueo sistemático, con el resultado de que en la
mente popular apenas había diferencia entre los soldados regulares y los bandidos
(Lary, 1985: 59-62). El crecimiento de los ejércitos señoriales en el período
republicano vino acompañado también de un espectacular aumento del número de
bandidos; en 1930, la población total de bandidos se estimaba en unos 20 millones de
personas, lo que llevó a algunos periódicos a denominar a China feiguo («nación de
bandidos»), en lugar de minguo («república») (Billingsley, 1988: 1, 5).
Aunque se reconoce que en general el período caudillista trajo la miseria y el
caos, diversos estudios sobre determinados señores de la guerra en concreto han
tratado de proporcionar un análisis más profundo de sus orígenes y sus objetivos
(Sheridan, 1966; Gillin, 1967; McCormack, 1977; Wou, 1978). Muchos de ellos
tuvieron orígenes modestos, recibiendo apenas educación tradicional, o ninguna en
absoluto. Zhang Zuolin, el caudillo de Manchuria, había sido bandido durante los
últimos años de la dinastía Qing; algunos, como Yan Xishan, el caudillo de Shanxi,
habían recibido formación en academias militares de China y Japón, mientras que
otros, como Feng Yuxiang, procedían de la tropa de una de las divisiones del Nuevo
Ejército creadas por los Qing a partir de 1904. Algunos de ellos, como Wu Peifu (que
poseía el título inferior del antiguo sistema de exámenes para la administración
pública), propagaban los valores tradicionales confucianos, esperando así
complementar el control militar con el control moral (Wou, 1978). Feng Yuxiang
incluso se convirtió al cristianismo en 1914, y fue uno de los pocos que trataron
sistemáticamente de llevar a la práctica alguna forma de adoctrinamiento ideológico
entre sus tropas; en este caso, una mezcla de máximas cristianas y sermones
confucianos (Sheridan, 1966).
Muy pocos señores de la guerra tuvieron la disposición o el tiempo para
concentrarse en la reforma política y el desarrollo económico. Feng Yuxiang, por
ejemplo, aunque en ocasiones manifestó interés en abordar problemas sociales como
la adicción al opio, jamás estuvo en un mismo lugar el tiempo suficiente para llevar a
la práctica ninguna medida concreta. Una excepción fue Yan Xishan, que en 1912 se
convirtió en gobernador militar de Shanxi y mantuvo el control de la provincia
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prácticamente hasta la victoria comunista de 1949. Yan trató de fomentar tanto la
industria pesada como la ligera, tomó medidas enérgicas contra el consumo de opio,
patrocinó la formación profesional, e inició la revisión de la administración local
instaurando asambleas deliberativas rurales y favoreciendo la formación de una
magistratura de distrito más eficaz y debidamente adoctrinada, con el fin de combatir
la influencia extraoficial de la poderosa aristocracia local. Un estudio sostiene que los
planes de Yan «constituyen uno de los últimos intentos sistemáticos realizados en
China de llevar a cabo una reforma según directrices conservadoras» (Gillin, 1967:
295). Sea como fuere, los resultados de sus planes económicos fueron, en el mejor de
los casos, pobres, mientras que sus intentos de reformar el gobierno local se vieron
constantemente saboteados por la aristocracia local. El fracaso de Yan a la hora de
extender su control al nivel local anticipaban el del régimen nacionalista a partir de
1928.
Antes del surgimiento del gobierno del Guomindang en Cantón (véase el capítulo
3), sólo Feng Yuxiang (que recibió algo de ayuda de la Unión Soviética cuando se
estableció en el noroeste) atacó abiertamente el imperialismo extranjero en China, si
bien un estudio sobre Zhang Zuolin ha mostrado que éste trató de detener la
penetración económica japonesa en Manchuria fomentando el desarrollo chino en la
región (McCormack, 1977). En la confusa e impredecible situación que prevaleció en
China a partir de 1916 los gobiernos extranjeros se mostraron renuentes a poner todas
sus esperanzas en ningún caudillo militar, aunque la mayoría de los señores de la
guerra podían obtener sus armas de varias fuentes extranjeras. Así, y a pesar de un
acuerdo de embargo de armas firmado por las potencias en mayo de 1919 (y que
duraría hasta 1929), los caudillos podían conseguir sus armas de manos de toda una
serie de vendedores extranjeros independientes sin afiliación oficial a sus gobiernos
patrios. Un caudillo como Zhang Zuolin, por ejemplo, trataba con traficantes de
armas japoneses, franceses, alemanes, italianos, checos y británicos, mientras las
compañías británicas y norteamericana seguían vendiendo aviones (aparentemente
sólo para «usos comerciales») a varios señores de la guerra (Chan, 1982: 50-65).
En 1926 se había creado un equilibrio de poder relativamente estable entre Zhang
Zuolin, que controlaba la zona de Pekín y el noreste, y Wu Peifu, que controlaba una
gran parte de la China central. Este equilibrio se iba a ver alterado por el revitalizado
régimen del Guomindang surgido en Cantón, contemplado cada vez con mayor
alarma por las potencias extranjeras, que aspiraban a cambiar las reglas del juego y
hacer nuevamente de China un estado-nación unificado.
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Capítulo 3:
EL AUGE DEL GUOMINGDANG Y EL PARTIDO COMUNISTA
CHINO
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que en 1921 los delegados fundadores adoptaron tanto el punto de vista marxista
ortodoxo de que la revolución surgiría entre el proletariado urbano como el
presupuesto leninista de que el partido era la vanguardia del proletariado, se dio
prioridad a organizar a los trabajadores urbanos con el objetivo de derribar «a las
clases capitalistas y toda la propiedad privada» (Harrison, 1972: 34), aunque no se
planteó la cuestión de si había que unirse o no a la Internacional Comunista
(Komintern) centrada en Moscú (Schwartz, 1951: 34).
La realidad de la situación de China, sin embargo, desmentía la fe optimista de
los primeros líderes del PCC en cuanto al favorecimiento de la revolución urbana.
Aunque había empezado a surgir un proletariado urbano durante los últimos años de
la dinastía Qing (véase el capítulo 1), en 1921 China seguía siendo un país
abrumadoramente rural. A pesar del espectacular incremento del número de empresas
chinas modernas (por ejemplo, en la industria textil) durante la primera guerra
mundial e inmediatamente después de ella, en que el hecho de que las potencias
hubieran de centrar su atención en otra parte permitió un mayor campo de acción para
el desarrollo de la industria autóctona (Feuerwerker, 1968, 1983a; Bergére, 1983,
1989), en 1919 sólo algo menos de 1,5 millones de trabajadores participaban en la
producción a gran y media escala, lo que representaba menos del 1 % de la población
total (Chesneaux, 1968: 41, 47). Este proletariado se hallaba fuertemente concentrado
en algunas grandes ciudades, especialmente Shanghai. A esta cifra habría que añadir
otros 12-14 millones de trabajadores empleados en minería, servicios públicos,
construcción y artesanía (Harrison, 1972: 9; Wright: 1984); si bien Chesneaux
(1968), en su estudio pionero sobre los orígenes de la clase obrera china, excluía a la
mayoría de estos últimos de su definición de proletariado moderno debido a que
seguían adscritos a organizaciones laborales preindustriales, como gremios
tradicionales, asociaciones regionales y cuadrillas de contratas. No obstante, incluso
los modernos obreros fabriles solían ser reclutados por capataces o contratistas
tradicionales, y dado que muchos de ellos eran emigrantes rurales que regresaban a
sus lugares de origen durante la activa temporada de la cosecha, había un elevado
índice de rotación del personal.
En la década de 1920 sólo el 6 % de la población china vivía en ciudades de más
de 50.000 personas, y otro 6 % lo hacía en ciudades de entre 10.000 y 50.000
(Harrison, 1972: 9). Todavía en 1933, de una población laboral total de casi 260
millones de personas, 250 millones trabajaban en la agricultura. En esa fecha la
agricultura representaba el 65 % del producto interior neto (PIN), mientras que la
producción de fábricas, talleres artesanos, minería y servicios públicos constituía
únicamente el 10,5 % del PIN. En esta última categoría, sin embargo, la moderna
producción fabril quedaba eclipsada por la artesanía; de hecho, en 1933 la industria
moderna representaba únicamente el 2,2 % del PIN (Feuerwerker, 1968: 6, 8, 10, 17).
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Un historiador económico (ibíd.: 10) sostiene que la estructura de la economía de
China continental antes de 1949 era la típica de una «sociedad preindustrial», aunque
otros trabajos más recientes sobre la economía china anterior a 1937 han subrayado
no sólo la (relativamente) respetable tasa de crecimiento industrial durante este
período, a pesar de las recurrentes crisis económicas y políticas, sino también la
constante vitalidad de algunos sectores económicos tradicionales como el transporte
mediante juncos (Wright, 1984; Rawski, 1989). Otro análisis reciente observa que,
aunque en la década de 1930 el sector moderno representaba menos de la décima
parte del producto nacional bruto (PNB), durante las tres o cuatro décadas anteriores
no había dejado de crecer a una tasa media de alrededor del 6 % (Brandt, 1997: 282-
308).
No obstante, el primer congreso del PCC estableció el Secretariado de
Organización Obrera Chino (con ramificaciones en otras ciudades importantes) para
fomentar el desarrollo de sindicatos modernos. Entre 1921 y 1923 los activistas
comunistas participaron en la organización de una serie de huelgas para mejorar las
condiciones laborales, si bien sólo lo hicieron de forma marginal en una de las
primeras huelgas de trascendencia nacional, la del Sindicato de Marinos Chinos de
Hong Kong (entre enero y marzo de 1922). Otros trabajadores de Hong Kong y
Cantón apoyaron la huelga, que llegó a contar con la participación de 100.000
hombres, produjo la práctica paralización de Hong Kong y logró considerables
incrementos salariales (Kwan, 1997). Asimismo, en 1922 Li Dazhao (cofundador del
PCC) llegó a un acuerdo en el norte de China con el caudillo Wu Peifu para organizar
sindicatos entre los trabajadores ferroviarios de la línea Pekín-Hankou. Los activistas
comunistas empezaron también a organizar sindicatos en lugares tan alejados como
Manchuria; a finales de 1923, por ejemplo, habían ayudado a formar sindicatos entre
los trabajadores del ferrocarril Surmanchuriano. No obstante, un estudio del caso
centrado en las actividades comunistas en Manchuria ha señalado que dichos
activistas se vieron perjudicados por el escaso interés de los trabajadores por los
llamamientos comunistas, su estatus de forasteros, el tibio apoyo que les dispensaron
los líderes del PCC (que tendían a concentrarse en el centro y sur de China), y las
actitudes especialmente hostiles tanto del régimen caudillista de Zhang Zuolin como
de las autoridades japonesas de la zona del ferrocarril Surmanchuriano (Lee, 1983:
41-45, 54-66).
Uno de los más destacados de aquellos primeros organizadores sindicales
comunistas (todos ellos intelectuales antes que trabajadores) fue Deng Zhongxia
(1894-1933). Nacido en el seno de una familia aristocrática, Deng había asistido a la
escuela de magisterio de Changsha (provincia de Hunan), donde conoció a Mao
Zedong, antes de matricularse en la Universidad de Pekín, en 1917. Durante las
manifestaciones del Cuatro de Mayo se convirtió en líder estudiantil y participó en un
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movimiento de educación de los trabajadores organizado por estudiantes de la
Universidad de Pekín (Kwan, 1997: 9-26). En 1921 Deng fue elegido secretario
general del Secretariado Obrero, que convocó el primer Congreso Obrero Nacional
en mayo de 1922, en Cantón. Al congreso asistieron 160 delegados, que afirmaban
representar a 100 sindicatos y a 300.000 trabajadores (Harrison, 1972: 36). Diversos
estudios recientes (por ejemplo, Shaffer, 1982) han subrayado también el papel de
Mao Zedong en el movimiento obrero durante esos años, en contraste con anteriores
biografías de Mao (Chen, 1965; Schram, 1966), que tendían a pasar por alto ese
período de su trayectoria revolucionaria. En 1921 se convirtió en jefe de la rama de
Hunan del Secretariado Obrero, y durante los dos años siguientes ayudó a organizar
con éxito varias huelgas entre los mineros, los trabajadores de la construcción y los
impresores, muchos de los cuales pertenecían a los gremios tradicionales (Spence,
19992?: 57-60). Se podría observar aquí que otras investigaciones más recientes han
subrayado las «formas cotidianas de resistencia» en las fábricas y talleres urbanos,
frente al hecho de centrarse meramente en huelgas concretas y anunciadas
(Hershatter, 1986), además de explorar el modo en que los vínculos de origen
geográfico pudieron facilitar, así como entorpecer, la movilización en las fábricas
(Perry, 1993).
Estas primeras incursiones del PCC en el mundo laboral, sin embargo, se vieron a
la larga bloqueadas por una serie de factores. En primer lugar, en ciudades como
Shanghai las actividades comunistas hubieron de competir con bandas del hampa y
sociedades secretas por la influencia sobre las obreras textiles, que constituían más de
la tercera parte del proletariado de dichas ciudades (Honig, 1986: 4); en otros centros
urbanos como Cantón descubrieron que las primeras actividades organizativas (como
el establecimiento de sociedades de trabajadores y escuelas nocturnas) ya se estaban
llevando a cabo por parte de los anarquistas: en Hunan, por ejemplo, Mao hubo de
cooperar inicialmente con destacados organizadores sindicales anarquistas (Shaffer,
1982). En segundo término, las primeras actividades del PCC dependían
peligrosamente del apoyo de los poderosos locales y de los caprichos de la política de
los caudillos. En Hunan, la pérdida del apoyo de la elite urbana y un cambio de
gobernador militar, en 1923, llevaron al cierre de numerosos sindicatos (McDonald,
1978: 1-5, 143.144). La vulnerabilidad del movimiento obrero inicial quedó
dramáticamente ilustrada en febrero de 1923, cuando Wu Peifu, que originariamente
había aprobado la actividad del PCC entre los obreros ferroviarios con el fin de
combatir la influencia del principal caudillo rival, Zhang Zuolin, se alarmó ante la
creciente militancia sindical y reprimió brutalmente una huelga (Wou, 1978: 203-204,
223-224). En tercer lugar, un reciente estudio sobre Deng Zhongxia y los primeros
pasos del movimiento sindical del PCC sostiene que las diferencias ideológicas y
personales en el seno del propio partido, así como la falta de fe que los intelectuales
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marxistas tenían en el potencial compromiso político de los activistas sindicales de la
clase obrera, impidieron la formulación (al menos hasta principios de 1925) de una
estrategia sindical bien planificada (Kwan, 1997: 47-49).
Mientras tanto, el PCC se veía sometido a una creciente presión por parte del
Komintern para que estableciera una alianza con el Guomindang. En un discurso
pronunciado en 1920, en el segundo congreso del Komintern (cuyo contenido pasaría
a conocerse más tarde como «Tesis sobre las cuestiones nacionales y coloniales»),
Lenin había afirmado que los partidos comunistas recién fundados en el mundo
colonial (especialmente en Asia) necesitaban cooperar inicialmente con los partidos o
grupos «nacionalistas burgueses», más poderosos, ya que compartían los objetivos
comunes de la unificación nacional y la liberación del control y la explotación
extranjeros. En realidad, una primera evaluación de Sun Yat-sen y el Guomindang
realizada por el Komintern no había resultado del todo positiva, mientras que el
Comisariado Popular para los Asuntos Exteriores (Narkomindel) había considerado
en un primer momento a Wu Peifu como un potencial aliado (Whiting, 1954: 90, 117-
119), aunque finalmente se decidió que el PCC debería cooperar con el Guomindang.
Chen Duxiu, que siempre había desconfiado de Sun Yat-sen, se mostró reticente a
aceptar su política, pero el representante del Komintern en China, Maring, logró
imponer la autoridad de Moscú al todavía reciente PCC, y en 1922, en el segundo
congreso del partido, se señaló que la tarea más urgente del proletariado era unirse
con los «grupos democráticos» en contra del militarismo feudal y el imperialismo. El
partido dejó claro, no obstante, que aun en el seno de aquella alianza democrática los
trabajadores habían de continuar luchando por sus propios intereses (Schwartz, 1951:
39-40); Feigon, 1983: 168-170). La voluntad de los revolucionarios comunistas
chinos de someterse a la dirección de Moscú ha intrigado siempre a los historiadores.
Un estudio sostiene que tal voluntad tenía sus raíces en el último período de la
dinastía Qing, cuando los estudiantes revolucionarios chinos percibían la revolución
rusa como una lucha universal contra la opresión, de la que su propio movimiento
antimanchú era parte integrante; la tendencia a ver Rusia como un paradigma del
progreso moral universal prefiguró, pues, la aceptación del liderazgo ruso de la
revolución china en las décadas de 1920 y 1930 (Price, 1974: 220).
En aquel momento Sun Yat-sen trataba de expandir su base en el sur. Desde 1917
había dependido de los caudillos locales, y en dos ocasiones había sido expulsado de
Cantón por su principal rival en la provincia de Guangdong, Chen Jiongming (en
1918 y 1922). Chen había sido miembro de la Tongmenghui de Sun antes de 1911, y
como gobernador de Guangdong a principios de la década de 1920 había impulsado
políticas notablemente progresistas. Las relaciones entre Chen y Sun fueron siempre
incómodas, dado que la ambición de este último de reconquistar el norte y su deseo
de apropiarse de diversos recursos para su gobierno «nacional» en Cantón chocaron
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con la insistencia del primero en que había que dar prioridad a las necesidades de la
provincia de Guangdong. Un historiador señala que la denuncia del Guomindang de
la «rebelión» de Chen Jiongming contra Sun, en 1922, como un acto de traición
moral y de regionalismo militarista reaccionario significó la condena del federalismo
como ideal político (es decir, que la autonomía provincial debía constituir el
fundamento de una eventual unidad nacional) (Duara, 1995: 194-200), un ideal cuyo
origen se remontaba a la última época de la dinastía (véase capítulo 1) y al que
incluso Mao Zedong se adhirió brevemente en 1920, cuando propuso el
establecimiento de la República de Hunan (McDonald, 1978: 42-43).
Al mismo tiempo, el esfuerzo de Sun, a partir de 1917, por obtener el
reconocimiento diplomático de Occidente y la consecuente ayuda financiera para su
régimen seguía revelándose infructuoso (Wilbur, 1976: 91-111), mientras que su
apoyo a la huelga del Sindicato de Marinos de Hong Kong, en 1922, le señalaba
como un peligroso radical a ojos de las potencias occidentales. Sun empezó entonces
a considerar a la Unión Soviética como una posible fuente de ayuda. Había conocido
a Maring en 1921, y hablaba en términos elogiosos de la Nueva Política Económica
de Lenin, a la que comparaba con su propio Principio de Subsistencia del Pueblo. Sun
se sentía atraído también por la organización del Partido Bolchevique, cuya disciplina
centralizada y sentimiento de solidaridad quería que emulara el Guomindang.
En enero de 1923, Sun se reunió en Shanghai con otro representante del
Komintern, Adolph Joffe, y ambos emitieron un manifiesto conjunto propugnando la
cooperación entre el Guomindang y el PCC. Sun se mostró de acuerdo en permitir
que el PCC mantuviera su existencia independiente, pero insistió en que sus
miembros se incorporaran al Guomindang como individuos, en lugar de hacerlo el
partido como tal en su conjunto. Un mes mas tarde, Sun regresó triunfalmente a
Cantón, tras haber utilizado a mercenarios de la provincia de Yunnan para echar a
Chen Jiongming. El primer frente unido se formalizó más tarde ese mismo año, a
pesar de la oposición del ala derecha del Guomindang, que veía al PCC con recelo.
Destacados comunistas como Li Dazhao se adhirieron con entusiasmo a la nueva
política, y el propio Mao Zedong colaboraría sin reservas en la obra del frente unido,
un hecho que a partir de 1949 ignorarían las autoridades comunistas. Sin embargo,
era natural que Li Dazhao y Mao Zedong, ambos fervientes nacionalistas, se sintieran
atraídos por el programa antiimperialista del frente unido. En el caso de Mao, el
deseo de ver una China revivida, fuerte y respetada constituía un aspecto crucial de su
primer pensamiento político (Schram, 1989: 14-15).
Con la constitución del frente unido, Sun Yat-sen pudo acceder a la ayuda militar
y económica soviética. A diferencia del ala derecha de su partido, Sun suponía que el
PCC no representaría ninguna amenaza y que, en última instancia, sería absorbido en
el Guomindang, un partido de mucho mayor envergadura. El PCC, por su parte,
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confiaba en utilizar el frente unido para aumentar el número de sus miembros y
hacerse con el control de las organizaciones de masas que se empezaban a crear bajo
los auspicios del Guomindang. En cuanto a la Unión Soviética, el frente unido servía
a sus propios intereses nacionales, ya que ahora podía confiar en ejercer una creciente
influencia sobre una fuerza potencialmente poderosa que se opondría a las potencias
occidentales en China; al mismo tiempo, Moscú indicó a los líderes del PCC que a la
larga el partido podía asumir el liderazgo de la revolución desde dentro, y, en
consecuencia, realizar los objetivos revolucionarios a la largo plazo.
La tendencia de la Unión Soviética, sin embargo, de subordinar los intereses de la
revolución china a sus propios intereses nacionales (ilustrada por el hecho de que la
política exterior se diseñara a la vez por el Comisariado Popular para los Asuntos
Exteriores, cuya prioridad era potenciar los intereses del estado soviético, y por el
Komintern, controlado por Moscú, que favorecía la revolución internacional) se veía
claramente en el intento de Moscú de llegar a un acuerdo con el gobierno caudillista
basado en Pekín al mismo tiempo que patrocinaba al frente unido, anticaudillista y
antiimperialista, en el sur. Esto culminó en un tratado, firmado en 1924, que
establecía relaciones diplomáticas entre Pekín y Moscú; el tratado estipulaba también
la administración conjunta del Ferrocarril Oriental de China, una concesión rusa que
originariamente se había de retornar a China de acuerdo con la declaración Karajan,
de 1919, que prometía la devolución de todas las concesiones adquiridas por Rusia en
China durante el siglo XIX (Whiting, 1954: 208-235). Un reciente análisis de la
diplomacia soviética en China durante la década de 1920 hace hincapié en su carácter
interesado y secreto (así, por ejemplo, se utilizaron dos versiones de la declaración
Karajan, una de las cuales omitía la referencia al retorno del Ferrocarril Oriental de
China sin compensaciones y se usó como base para el acuerdo secreto con Pekín que,
en 1924, daba a la Unión Soviética el control mayoritario sobre dicho ferrocarril)
(Elleman, 1994).
La revolución nacionalista
Con la asistencia de los asesores rusos, a los que una relación de los
acontecimientos se alude como «misioneros de la revolución» (Wilbur y How, 1989:
12), y la ayuda financiera soviética, Sun procedió a reorganizar el Guomindang
trasformándolo en un partido sumamente disciplinado (Wilbur, 1983: 531-537;
Wilbur y How, 1989: 80-99). En particular contó con la colaboración de Mijaíl
Borodin, el más importante y enérgico de los asesores soviéticos, que permanecería
en China hasta la ruptura del frente unido en 1927 (Jacobs, 1981). Borodin convenció
a Sun de que, para poder derrotar al caudillismo y al imperialismo, el partido había de
movilizar a los trabajadores y campesinos en una auténtica revolución de masas.
Pronto se crearon oficinas del partido encargadas de la propaganda, la organización,
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los trabajadores, los campesinos y las mujeres. Al mismo tiempo se estableció una
academia militar en Whampoa (Huangpu), cerca de Cantón, en mayo de 1924, para
formar a los oficiales de un ejército nuevo e ideológicamente motivado. Al igual que
el Ejército Rojo ruso, este nuevo ejército revolucionario tendría comisarios políticos
adscritos a todas las unidades para asegurar la correcta formación ideológica.
El comandante de la academia de Whampoa era Chiang Kai-shek (1887-1975),
que había recibido entrenamiento militar en Japón antes de 1911 y se había
convertido en estrecho colaborador de Sun. La colaboración de Chiang con Sun se
vería reforzada también por los vínculos personales cuando, más tarde (en 1927), se
casó con una hermana de la esposa de Sun Yat-sen, Song Qingling. Los Song eran
una familia rica (el fundador era un autodidacta formado como misionero cristiano en
Estados Unidos, que se había convertido en rico empresario en Shanghai), que iba a
ejercer una considerable influencia en la política china durante los años siguientes;
otra hermana se casaría con H. H. Kong (K'ung), futuro ministro de Economía del
gobierno nacionalista a partir de 1928, mientras que un hermano, Song Ziwen (T. V.
Soong), llegaría también a ocupar el cargo de ministro de Economía y a dirigir
numerosas organizaciones empresariales y económicas a partir de esa misma fecha
(Sea- grave, 1985). Los vínculos de Chiang con la familia Song, cristiana y educada
en Occidente (las tres hermanas Song y su hermano se educaron en Estados Unidos)
le proporcionaron respetabilidad y seguridad económica, complementando sus
estrechas relaciones con el hampa de Shanghai (por entonces no divulgadas), que
también le proporcionaron dividendos, especialmente a partir de 1927 (véase el
siguiente apartado).
En el primer congreso nacional del Guomindang, celebrado en enero de 1924, se
redefinió el nacionalismo en términos de antiimperialismo, y se estableció el
compromiso formal de movilizar a los trabajadores y campesinos. Por primera vez se
vio a Sun Yat-sen como el portavoz del nacionalismo de masas (Bergére, 1998: 328-
330, 341). El PCC ganó también influencia y posiciones en el seno del reorganizado
Guomindang. En el congreso de 1924, se eligió a varios comunistas (incluyendo a Li
Dazhao y Mao Zedong) para el comité ejecutivo central. Otros, como Zhou Enlai
(1898-1976) fueron comisarios políticos en la academia de Whampoa. También
fueron comunistas quienes asumieron la dirección de las Oficinas de Campesinos y
de Organización, a la vez que accedían a altos cargos en la Oficina de Trabajo
(Wilbur, 1983: 538). De hecho, gracias precisamente al frente unido el PCC
empezaría a prestar más atención al campesinado (Hofheinz, 1977: 8). Aunque Peng
Pai, el hijo de un terrateniente que se había unido al PCC en 1921, había empezado a
organizar a los agricultores arrendatarios de los alrededores de Cantón y había
ayudado a crear un Sindicato Campesino en 1922 (Marks, 1984: 152-281; Galbiati,
1985: 100-118), inicialmente los líderes del PCC se mostraron escépticos acerca de la
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posibilidad de expandirse en las zonas rurales. Así, por ejemplo, hasta después de
1923 el partido no creó su propio comité campesino. Peng Pai pasó a convertirse en
miembro destacado de la Oficina de Campesinos y fue el primer director del Instituto
de Formación del Movimiento Campesino creado por el Guomindang en 1924 para
formar a los cuadros rurales. Se empezaron a formar en toda la provincia de
Guangdong asociaciones campesinas que luchaban por la reducción de alquileres, y
que desempeñaron un importante papel en la batalla del Guomindang contra los
caudillos locales. Fue siendo director del Instituto de Formación del Movimiento
Campesino cuando el propio Mao Zedong llegó a apreciar el enorme potencial
revolucionario del campesinado (Womack, 1982: 52-59; Schram, 1989: 38-40).
El último acto político de Sun Yat-sen fue abandonar Pekín, en noviembre de
1924, para negociar la reunificación pacífica con los caudillos del norte (tras haber
abandonado los anteriores planes de emprender una expedición militar en alianza con
los caudillos del sur). Ya entonces gravemente enfermo, a su muerte —en Pekín, en
marzo de 1925— no había podido lograr su objetivo. Sun no tardaría en ser
canonizado como fundador de la revolución china, y, en especial tras el
establecimiento del gobierno nacionalista en 1928, su retrato aparecería en todas las
escuelas y despachos gubernamentales (e incluso se imprimiría en billetes de dólar y
paquetes de cigarrillos). Los aniversarios de su nacimiento y de su muerte se
declararon fiesta nacional, y en 1940 se aludía a él como Guofu («Padre de la
Nación») (Fitzgerald, 1996: 27; Bergére, 1998: 409-410). Aunque en última instancia
Sun fracasó en su intento de lograr una China unida y democrática y sus complicados
planes de desarrollo nacional —publicados en 1920 con el título de Jianguo Fanglue
(«Plan de reconstrucción nacional»)— se han calificado como la obra de un
visionario poco práctico (Wilbur, 1976: 286-287), una evaluación más reciente ha
subrayado la relevancia contemporánea de sus ideas (Bergére, 1998: 284-285). Así,
se considera que el llamamiento de Sun a la cooperación económica internacional, su
elección de las zonas costeras y puertos de China como principales polos de futuro
desarrollo, y su sugerencia de una economía mixta, anticipaban el programa de
reformas posterior a 1976, basado en una mayor interacción con Occidente, el uso de
tecnología extranjera, el énfasis en el papel especial de las zonas de desarrollo
costeras y la introducción de una economía de mercado para complementar el sector
público ya existente.
Con la muerte de Sun Yat-sen, el poder en el seno del Guomindang empezó a
gravitar hacia Chiang Kai-shek, quien, como comandante del Ejército Revolucionario
Nacional y presidente del Consejo Militar, ejercía una influencia cada vez mayor
sobre el ala civil del partido, a la sazón bajo el liderazgo de Wang Jingwei (1883-
1941). Wang había sido estrecho colaborador de Sun desde la época en la que ambos
habían compartido la causa antidinástica, antes de 1911, y estaba asociado al ala
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izquierda del partido. Dado que tanto Wang como Chiang aspiraban a suceder a Sun
Yat-sen, surgió un conflicto entre ellos que daría como resultado una escisión en el
partido, en 1926-1927.
Mientras tanto, el Guomindang y el PCC cosechaban los beneficios de la
creciente oleada de antiimperialismo en China surgida a partir de 1923, y el número
de miembros de ambos partidos aumentó rápidamente. Los miembros del PCC
pasaron de ser alrededor de 130 en 1922 a 60.000 en 1927 (Chen, 1983: 526). Los
sentimientos antiimperialistas alcanzaron su momento álgido con el denominado
«incidente del trece de mayo» de 1925. Diez días antes, guardas japoneses habían
abierto fuego contra los trabajadores chinos que se manifestaban contra el cierre de
una fábrica textil japonesa en Shanghai, causando la muerte de un trabajador. El 30
de mayo, estudiantes y trabajadores organizaron manifestaciones para condenar la
acción japonesa en particular, y para protestar contra los privilegios extranjeros en
general. El comandante británico de la fuerza de policía del Enclave Internacional en
Shanghai ordenó a sus hombres disparar a la multitud, y murieron otras doce
personas. El incidente suscitó una lluvia de protestas no sólo en Shanghai, sino
también en otras ciudades importantes (Isaacs, 1961: 70-73; Clifford, 1979: 15-27).
Las huelgas y boicots en Shanghai y Cantón paralizaron la actividad económica, y los
consulados británico y japonés fueron atacados. Los estudiantes lograron también
potenciar sus «guiones de protesta», desarrollados inicialmente durante el
Movimiento del Cuatro de Mayo, representando escenas de martirio en las calles para
despertar la oposición pública al imperialismo extranjero (Wasserstrom, 1991: 109-
110). Aunque normalmente se ha considerado que el Movimiento del Trece de Mayo
representa el punto de inflexión en la revolución nacionalista y en la posterior derrota
de los señores de la guerra del norte del país, en 1927-1928, un estudio reciente
sostiene que en 1924 se libraron dos guerras entre dos camarillas señoriales rivales
del norte (asociadas a Wu Peifu y a Zhang Zuolin), que fueron de hecho las que
marcaron ese crucial punto de inflexión. Dichas guerras debilitaron fatalmente al
régimen de Pekín, llevaron a la bancarrota económica e infundieron una pérdida de
confianza generalizada en el statu quo, todo lo cual constituiría la clave determinante
del eventual éxito de la Expedición del Norte lanzada por el Guomindang, en 1927-
1928 (Waldron, 1995: 5-9).
Durante el curso del Movimiento del Trece de Mayo, el régimen de Cantón se
declaró a sí mismo gobierno nacional, y se hicieron planes para la reunificación
militar de China. El Ejército Revolucionario Nacional de Chiang había probado ya su
valor en las campañas contra el gobernador de Guangdong, Chen Jiongming. Los
caudillos militares de la vecina provincia de Guangxi decidieron unir sus fuerzas a las
del Guomindang, y sus ejércitos pasaron a considerarse unidades del Ejército
Revolucionario Nacional. Estos caudillos (Bai Chongxi y Li Zongren), conocidos
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como la Banda de Guangxi, se habían mostrado muy activos promoviendo reformas
en su propia provincia y confiaban en utilizar su cooperación con el Guomindang
como un trampolín para ejercer una influencia nacional (Lary, 1974; Levich, 1993).
Se establecía así un precedente por el que los antiguos señores de la guerra y sus
ejércitos serían asimilados por las fuerzas revolucionarias.
Inicialmente, tanto Chen Duxiu como Moscú acogieron con frialdad la idea de
una expedición al norte. Chen, en particular, temía que una campaña de ese tipo
sirviera meramente para aumentar el poder militar de Chiang Kai-shek. Éste, mientras
tanto, mostraba su creciente influencia en el seno del Guomindang llevando a cabo lo
que pasaría a conocerse como el «Golpe de Marzo» de 1926. Durante aquel mes
ordenó poner a los asesores rusos bajo arresto domiciliario, y declaró que desde aquel
momento a los miembros del PCC ya no se les permitiría dirigir ninguna de las
oficinas del partido. También se redujo el número de miembros del PCC que
formaban parte de los comités del partido (Harrison, 1972: 76-78). Al mismo tiempo,
se obligó a retirarse a Wang Jingwei.
Aunque Chiang parecía ahora contar con el respaldo público del ala derecha del
Guomindang, que no había dejado de pedir la expulsión de los comunistas del
partido, tras el «golpe» adoptó una actitud más conciliadora, puesto que todavía
necesitaba el apoyo del PCC y de Moscú en la inminente campaña contra los señores
de la guerra. Stalin, por su parte, estaba ansioso por que el frente unido continuara.
Dentro de la Unión Soviética, las diferencias ideológicas y políticas entre Stalin y
Trotski (que finalmente llevarían a la expulsión de este último del Partido
Bolchevique y a su exilio del país) tuvieron repercusiones en la percepción que tenía
el primero de la situación en China. Así, mientras que Trotski se oponía a la
cooperación del PCC con la burguesía (esto es, con el Guomindang) y pedía la
inmediata constitución de soviets, Stalin insistía en que el Guomindang representaba
un bloque de cuatro clases (gran burguesía, pequeña burguesía, trabajadores y
campesinos), y que, en consecuencia, el PCC necesitaba permanecer en el frente
unido para garantizar su constante influencia sobre las masas. Como señalaremos más
adelante, la insistencia de Stalin en que el PCC mantuviera la política del frente unido
—recomendar su retirada habría refrendado la postura de Trotski respecto a China y,
por tanto, habría debilitado el intento de Stalin de afirmar su propio liderazgo
ideológico— estuvo muy cerca de provocar la total aniquilación del PCC (Schwartz,
1951; Brandt, 1958; Isaacs, 1962).
El frente unido, pues, se mantuvo. Chiang liberó a los asesores rusos y, con el
apoyo del PCC y de Moscú, la Expedición del Norte se puso en marcha en el verano
de 1926 (Spence, 1999a: 323-330). Frente a los ejércitos de los caudillos,
numéricamente superiores pero poco coordinados, el Ejército Revolucionario
Nacional logró reclutar un considerable apoyo por parte de las masas (Wilbur, 1968,
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1983; Jordan, 1976). Con frecuencia la acción militante de campesinos y trabajadores
precedió al avance nacionalista. En todos los centros industriales importantes hubo
huelgas generalizadas, mientras que en las provincias centrales de Hunan y Hubei se
dio un enorme incremento del número de asociaciones campesinas, con un número de
miembros estimado en más de dos millones de personas a principios de 1927 (Isaacs,
1961: 113). Estas asociaciones iban más allá de la tradicional defensa de la reducción
de alquileres y propugnaban directamente la apropiación de las tierras, lo que
frecuentemente suponía atacar a los terratenientes.
Mao Zedong visitó Hunan en 1926 y presenció por sí mismo la revolución que
estaba teniendo lugar en el campo. Escribió un informe sobre sus descubrimientos
que desde entonces se convertiría en uno de los textos clásicos del comunismo chino.
En su «Informe de una investigación sobre el movimiento campesino en Hunan»,
Mao llamaba la atención del partido sobre la lucha espontánea de los campesinos
contra los «funcionarios corruptos, matones locales y aristócratas malvados». En
contraste con la visión marxista ortodoxa, que retrataba a los campesinos básicamente
como un colectivo provinciano y conservador, y cuyas ambiciones
«pequeñoburguesas», limitadas únicamente a asegurarse el derecho a su propia
parcela de tierra, significaban que dicho colectivo habría de ser dirigido por el
proletariado urbano, más revolucionario, Mao afirmaba entusiásticamente que la
auténtica revolución estaba teniendo lugar en el campo; además daba a entender que
el partido corría el riesgo de perder el liderazgo de la revolución si no actuaba
rápidamente para implicarse en las luchas de los campesinos. Señalando también que
el latifundismo constituía el fundamento social del imperialismo y el caudillismo en
China, Mao trataba de desviar la atención de las ciudades y elevar la lucha de clases
rural a la categoría de principal factor determinante de la revolución:
La guerra a gran escala que estalló entre China y Japón en 1937 fue el último acto
de un drama en el que Japón había tratado de preservar sus derechos económicos y
políticos en China no sólo frente al revigorizado nacionalismo chino, sino también
frente a la creciente hostilidad de Gran Bretaña y Estados Unidos (Jansen, 1975). Al
mismo tiempo, Japón veía la guerra como el primer paso en la creación de un nuevo
orden en Asia oriental, un orden en el que China finalmente se daría cuenta de que
sus verdaderos intereses se hallaban en su asociación con Japón contra los males
gemelos del comunismo soviético y la democracia liberal anglosajona (Storry, 1979).
Las acciones de Japón en China, sin embargo, revelaban la extrema fragilidad de la
distinción entre «asociación» y dominación, mientras que, al mismo tiempo, el
gobierno y los líderes militares japoneses se mostraban incapaces de comprender que
la idea de un nuevo orden en Asia oriental no resultaba atractiva para los chinos
debido a que, desde el cambio de siglo, el nacionalismo chino se había dirigido tanto
contra Japón como contra Occidente.
Contrariamente a la suposición inicial japonesa de que el «Incidente de China»
(como se le denominó) terminaría en unos meses, la guerra habría de durar ocho años
y representaría un enorme desgaste de los recursos humemos y materiales de Japón.
En 1941 Japón estaba también en guerra con Estados Unidos y Gran Bretaña, y se
habían iniciado una serie de acontecimientos que llevarían al final de los imperios
europeos en el sureste asiático, a la completa derrota militar de Japón, al surgimiento
de dos nuevas superpotencias en Asia oriental que llenarían ese vacío, y a la creación
de un estado comunista en China. Por otra parte, varios ensayos no sólo señalan que
la guerra chino-japonesa pudo muy bien haber sido la clave del resultado final de la
segunda guerra mundial en el Pacífico, sino que también hacen hincapié en su
enorme impacto político y económico en la propia China (Hsiung y Levine, 1992).
Durante toda la década de 1950, Chiang Kai-shek afirmó que la derrota del PCC
había de tener prioridad sobre cualquier otra cosa, pero un número cada vez mayor de
personas empezaban a criticar lo que veían como una política de apaciguamiento
frente a Japón por parte de Chiang. Curiosamente, durante la crisis manchuriana de
1931-1932 diversos elementos en el seno del Guomindang habían favorecido el
apoyo a los boicots antijaponeses en lo que se ha calificado de «diplomacia
revolucionaria» (Jordan, 1991), si bien el temor de Chiang a los movimientos de
masas que podían escapar al control del régimen le había impedido siempre adoptar
una firme postura antijaponesa (Coble, 1991). En 1933, una división del propio
ejército de Chiang, el XIX Ejército de Ruta, que se había estacionado en Fujian para
luchar contra los comunistas y que ya había combatido contra los japoneses en
Shanghai, en 1932, se alzó en rebelión y proclamó la creación de un nuevo gobierno.
Los rebeldes exigían el fin de las disputas internas y una resistencia unida frente a
Japón (Eastman, 1974: 86-127). Aunque Chiang logró reprimir la insurrección en
1934, las críticas a su política continuaron. En Jiangxi, el propio PCC empezó a pedir
Tokio confiaba en que la guerra no duraría mucho. En 1938 las fuerzas japonesas
habían tomado Pekín, Shanghai, Nankín (donde se cometieron diversas atrocidades
con la población civil), Cantón y Wuhan. El gobierno nacionalista se retiró hacia el
oeste hasta Chongqing, en la provincia de Sichuan, que se convertiría en el cuartel
general de Chiang durante el resto de la guerra. Dado que el régimen de Chiang había
dependido sobremanera de la región del bajo Yangzi para obtener sus rentas, su
retirada hacia el oeste la debilitó económica y políticamente, especialmente en la
medida en que el gobierno nacionalista se localizaba ahora en un área donde los
La guerra contra Japón se cobró una enorme cantidad de víctimas entre el pueblo
chino. Grandes áreas del país fueron devastadas y las comunicaciones quedaron
destruidas. Ocho años de guerra dieron como resultado un millón y medio de chinos
muertos y casi dos millones heridos, mientras que la deuda de guerra del país se había
incrementado hasta los 1.464 millones de dólares chinos (Hsu, 2000: 611). Durante
un largo período, de 1931 a 1945, los informes oficiales chinos afirmaban que Japón
era responsable de la muerte de 3,8 millones de soldados, del asesinato o las heridas
de 18 millones de civiles, y de la destrucción de propiedades por un valor equivalente
a 120.000 millones de dólares norteamericanos (Feuerwerker, 1989: 431-432). Sin
embargo, todas las esperanzas de que prevalecieran la paz y la estabilidad se vieron
cruelmente desbaratadas cuando la creciente hostilidad entre Chiang Kai-shek y el
PCC, cuyas fuerzas totalizaban ahora un millón de soldados regulares y dos millones
de milicianos, estalló en una sangrienta guerra civil, que se convirtió en el primer
conflicto de la era de la guerra fría debido a la implicación de Estados Unidos y la
Unión Soviética (Westad, 1993).
Durante mucho tiempo se ha considerado la victoria final de Mao Zedong, en
octubre de 1949, y el establecimiento de la República Popular China (RPC) un
importante punto de inflexión en la moderna historia del país. El propio Mao
describió la victoria del PCC como la culminación de una lucha de cien años contra el
imperialismo (cuyos orígenes se remontaban a la guerra del Opio) y el esfuerzo para
construir un estado-nación independiente y respetado que asumiera su legítimo lugar
en el mundo. En vísperas de la victoria del PCC, el brazo derecho de Mao, Liu
Shaoqi, declaraba también que la revolución china, de orientación rural y basada en la
independencia y en la sinización del marxismo, serviría de modelo e inspiración a
otros países oprimidos del mundo colonial, especialmente en Asia y África. Si bien
no representaba precisamente la primera accesión al poder de un partido comunista
nacional sin ayuda exterior desde la revolución bolchevique de 1917 —en septiembre
de 1945, el Vietminh de Hó Chi Minh, de orientación comunista, declaró la
independencia vietnamita y proclamó la República Democrática de Vietnam, aunque
posteriormente hubo de enzarzarse en una lucha militar que duraría treinta años,
primero contra los franceses, decididos a restaurar su dominio colonial en Indochina,
y luego contra Estados Unidos y sus emisarios survietnamitas—, la victoria del PCC
en 1949 constituyó un foco de atención también para los estudiosos occidentales.
Aunque hubo importantes desacuerdos respecto a las causas y la naturaleza del
acontecimiento (Hartford y Goldstein, 1989), hasta hace poco ocupaba una posición
preponderante en las relaciones de la moderna historia china (Hershatter, Honig y
La guerra civil
Ya en 1956 Mao había cuestionado la validez del modelo soviético como guía del
desarrollo chino. En un discurso titulado «Sobre las diez grandes relaciones» (cuyos
detalles no se conocerían hasta una década después), Mao hacía hincapié en la
importancia de la industria ligera y la agricultura, la industrialización del campo, la
descentralización de la planificación, los proyectos intensivos en el empleo de trabajo
(como forma opuesta a los proyectos intensivos en el empleo de capital), el desarrollo
de las áreas del interior, y el uso de incentivos morales, en lugar de materiales, para
estimular el compromiso revolucionario (Schram, 1974: 61-83; 1989: 114). Esta serie
de estrategias, en opinión de Mao, darían lugar a un rápido desarrollo económico y
permitirían a China superar al Occidente capitalista. La campaña del Gran Salto
Adelante, lanzada en 1958 para realizar ese objetivo, representaba también la visión
utópica maoísta de crear una forma de socialismo específicamente china, que
implicaba un renovado énfasis en el papel clave del campesinado y en el logro último
del «cuerno de la abundancia colectivista» (MacFarquhar, 1997: 467).
La campaña acabó en desastre, y varios estudios recientes han subrayado su
enorme coste en vidas perdidas a causa del hambre y de la drástica disminución de la
producción agraria (Yang, 1996: 33-39; MacFarquhar, 1997: 1-6). La posterior
anulación de las políticas del Gran Saldo Adelante, y la creciente percepción de Mao
de que tanto él como «su» revolución estaban quedando marginados, a mediados de
la década de 1960 engendraron en su mente la obsesión de que se necesitaba nada
menos que una «metamorfosis espiritual» (MacFarquhar, 1997: 6) para revivir un
impulso y un compromiso revolucionarios que estaban Raqueando. La Revolución
Cultural sería la última gran iniciativa de la carrera política de Mao, un audaz intento
orquestado para desmantelar la autoridad del partido con el fin de reconstruir los
fundamentos de una nueva sociedad y una nueva unidad política revolucionaria. Sin
embargo, y como en el caso del Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural produjo
consecuencias inesperadas que arruinaron un incontable número de vidas.
El eslogan «Gran Salto Adelante» (dayue jin) se utilizó por primera vez a finales
de 1957, en relación a una campaña de represa de agua que había exigido una
movilización de mano de obra mayor de la que proporcionaban las CPA de nivel
superior. El eslogan pasó pronto a adquirir un significado mucho más amplio,
reflejando la ilimitada confianza de Mao en que una transformación social,
económica e ideológica radical daría lugar no sólo a una sociedad comunista, sino
[…] los chinos solían ser esclavos, y parecía que seguirían siéndolo. Cada
vez que un artista chino pintaba un retrato mío junto a Stalin, yo salía siempre
más bajo que él (MacFarquhar, 1983: 38).
A partir de 1960, Liu Shaoqi y Deng Xiaoping procedieron a dar marcha atrás a
muchas de las políticas del Gran Salto, en lo que se ha calificado de «reacción
termidoriana» (Meisner, 1999). Se restauró el control burocrático del centro. Se
redujeron las funciones socioeconómicas de las comunas y se hizo del equipo de
producción (que coincidía con la aldea natural) la unidad básica de producción y de
contabilidad. Se toleraron las parcelas privadas y los mercados rurales libres. Se
cerraron numerosas escuelas a tiempo parcial y clínicas, ya que se volvió a dar
prioridad a las áreas urbanas a la hora de distribuir los recursos. Hubo una tendencia
general a ignorar la importancia de las campañas ideológicas en la medida en que se
hacía mayor hincapié en la recuperación económica y ahora pasaba a resultar más
importante ser experto que «rojo». La atmósfera pragmática de la época se ilustra
muy bien en la invocación por parte de Deng Xiaoping, en 1962, de un refrán
campesino como justificación de unas políticas rurales más flexibles: «No importa si
el gato es negro o blanco; mientras cace ratones será un buen gato» (MacFarquhar,
1997: 233).
En 1962, Mao empezó a hacer públicos sus temores de una «restauración» por
Durante un breve período a partir de 1976, Hua Guofeng, como sucesor «elegido»
de Mao, disfrutó del honor de haber salvado al partido y al país de las maquinaciones
de la Banda de los Cuatro, incluso hasta el punto —se insinuaría más adelante— de
fomentar un «mini» culto a la personalidad en sí mismo. El heroico papel de Hua fue
específicamente elogiado en una reunión del comité central celebrada en julio de
1977, en la que los integrantes de la Banda de los Cuatro fueron oficialmente
expulsados del partido como «ultraderechistas» y «contrarrevolucionarios» (aunque,
significativamente, en 1979, cuando se inició el proceso de crítica de la Revolución
Cultural y de cuestionamiento del propio legado maoísta, se condenó a la Banda de
los Cuatro por ultraizquierdista). Sin embargo, y de forma amenazadora para Hua, sin
embargo, la reunión de 1977 del comité central que aprobó oficialmente la posición
de Hua como sucesor de Mao, aprobó también el retorno de Deng Xiaoping, que se
El destituido Zhao Ziyang fue reemplazado por Jiang Zemin (n. 1926), que en
1987 había sido elegido miembro del Politburó y durante el movimiento de protesta
de 1989 era secretario del partido en Shanghai. Procedente de una familia de
intelectuales de la provincia de Jiangsu, Jiang había estudiado tecnología industrial en
Nankín durante la guerra antijaponesa antes de unirse al movimiento comunista
clandestino de Shanghai en 1946. En 1955-1956 estudió en Moscú (en la Fábrica de
Automóviles Stalin), y en los años posteriores trabajó en plantas eléctricas y en el
Primer Ministerio de Construcción de Maquinaria, para convertirse en ministro de
Industria Electrónica en 1983 (fecha en la que ya se había incorporado al comité
central del partido). En 1985 Jiang fue nombrado alcalde de Shanghai y adoptó una
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— (trad, e intro.) (1998): Strengthen the Country and Enrich the People: The
Reform Writings of Ma Jianzhong (1845-1900), Richmond, Curzon Press.
— (2000): «From Shandong to the Somme: Chinese Indentured Labour in France
During World War One», en A. Kershen (ed.), Language, Labour and
Migration, Aldershot, Ashgate Press, 179-196.
— (2001): «Active Citizen or Efficient Housewife? The Debate Over Women's
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Yongling Lu (eds.), Education, Culture and Identity in Twentieth-Century
China, Ann Arbor, University of Michigan Press.
Barme, G. (1996a): Shades of Mao, Nueva York, M. E. Sharpe.
— (1996b): «To Screw Foreigners is Patriotic: Chinas Avant-Garde Nationalists»,
en J. Unger (ed.), Chinese Nationalism, Nueva York, M. E. Sharpe, 183-
208.
por las que aquí opta el autor están más consagradas por el uso cotidiano que su
equivalente en el sistema pinyin, añadiremos en la presente edición castellana, y por
la misma razón, algunas más: Pekin (cuyo equivalente es Beijing), Nankín (Nanjing),
y Cantón (Guangzhou). (N. del t.) <<