Los Ojos de Celina TP
Los Ojos de Celina TP
Los Ojos de Celina TP
1) Leer atentamente
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca. No me
retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la
sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza.” Estas
fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo fui
yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé
en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los
modos que nos enseñó en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa.
Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja
quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.
Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía
trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como
antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con
Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá
le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho
aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso
la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí
me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me
dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la
pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día
a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos
grandes. Nunca me cansé de mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su
segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el
trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero
mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada,
como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de
joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y
esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos.
Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky
con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para
arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a
mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se
mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa
o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros,
mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía
alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después
nos llevó hasta el recodo del río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la
damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina
que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise
correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo
que no me moviera de allí.
Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a
refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al
suelo. Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina
estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las
palabras, como un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era
demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo
en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba
enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se
nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del
brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En
verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más
rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa.
Solamente tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no
podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía
mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y
no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el
sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me
abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y
cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para
informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el
comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de
Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la
creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó
con la casa, el sulky y lo demás.
Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja, cuando la llevaron para
siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciaría
se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna
noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
FIN