SARDUY, Severo - Estampido de La Vacuidad
SARDUY, Severo - Estampido de La Vacuidad
SARDUY, Severo - Estampido de La Vacuidad
Severo Sarduy
Edición: Miguel Bucán
Diseño y maquetación: el Llópiz C.
Al parecer, como mismo San Juan tuvo que “bajar hasta la podredumbre,
rozar lo inmundo, perderse en el asco y la corrupción” para “subir hasta lo
absoluto y conocer la disolución en el Uno”1 , Severo tuvo que encontrarse a
las puertas de la muerte, a causa de “una enfermedad fulgurante, irreversible
1
Severo Sarduy. El estampido de la vacuidad (XIII).
2
Ibid. (XX)
y desconocida”2 –como llamaba él al SIDA entonces– para recibir la ilumi-
nación y verter este resumen exactísimo de su legado a la Literatura. ¿Cómo
resistió las fluctuaciones de la moda, la indiferencia de muchos y la falta de
popularidad un extranjero por convicción como Severo Sarduy?: teniendo
abiertas de forma permanente las compuertas de su espíritu, desde sus poros,
pasando por su esfínter y siempre culminando en su alma. De paso, entró la
enfermedad que nos lo arrebató en un momento en que tal vez le quedaba mu-
cho por darnos –piensan muchos–, pero la Muerte de seguro fue la primera en
sonreír al ver que recibía en sus brazos a una luciérnaga eufórica, enceguece-
dora, iluminada y con ganas de trascender a la Muerte misma.
II
Escritos en el exilio, en el desvelo, tantos libros que nadie ha leído; tantos cua-
dros, minuciosos hasta la ceguera, que no compró ningún coleccionista ni mu-
seo alguno solicitó; tanto ardor que no calmó ningún cuerpo.
“Mi vida –me digo en un balance prepóstumo– no ha tenido telos, ningún
destino se ha desplegado en su acontecer.”
Pero de inmediato rectifico. “Sí lo ha tenido. ¿Cómo no ver en esta sucesión de
frustraciones, de fracasos, enfermedades y abandonos, el golpetazo reiterado
de la mano de Dios.”
III
IV
A pesar de todo, sigo creyendo en Dios. ¿A quién pedir, si no, que maldiga a
más de uno? Aunque Dios es tan indiferente al lenguaje humano que puede
concederme la Bendición general.
Morandi: esas botellas enyesadas, esos búcaros sordos nos llegan, caen, si así
puede decirse, de la noche de lo no manifiesto. Han depuesto por un momento
su firme reticencia a lo visible, su principio absoluto: no aparecer.
Pronto regresan a su caos, maltrechos por esa breve residencia en la mirada,
refractarios al brillo chillón del día, a la nitidez de todo dibujo, al estampido del
color. A la luz.
VI
VIII
IX
Cuando volvió el sol, ya era tarde. Tarde en el día, aunque no en su vida: logró
ver esa luz que tanto había deseado. Y el mar. Y los escuetos castillos. Y quizás
en Collioure, una ventana abierta.
Lámparas de fuego en San Juan. Quizás la muerte sea eso: arder, calcinarse
en ese fuego, quedar cegado por el chisporroteo de esa luz. Como si alguien la
meciera dentro y fuera de nuestro cuerpo, hasta consumirlo.
Quemazón, abrasamiento.
Para salir a otra luz, para convertirse en ella. Una luz inmaterial que no atra-
viesa vibración alguna, sin peso, sin colores, ajena al sol y al iris. Increada, sin
bordes, sin comienzo no fin.
Luz: San Juan cita a David (Sal. 17.10) “La oscuridad puso debajo de sus pies.
Y subió sobre los querubines y voló sobre las plumas del viento. Y puso por
escondrijos las tinieblas y el agua tenebrosa.”
Señala, unos párrafos más tarde, que entre las fantasías o imaginaciones a que
se presta el entendimiento está el considerar e imaginar la gloria como una her-
mosísima luz.
XII
Ya había tenido que comerse a la carrera todos sus papeles para que escaparan
a la lectura hostigante de los inquisidores.
Lo encierran en Toledo, por nueve meses en una celda de seis pies por diez.
Sin agua, sin luz: para leer los Evangelios tiene que subir hasta un minúsculo
tragaluz agujereado cerca del techo.
A pan y agua y alguna sardina. Se le pudre y agusana la espalda, herida por los
latigazos de los Cazadores, para que renuncie a la Reforma.
Se ve obligado a vivir con el cubo de sus propios excrementos. Le entran vó-
mitos, disentería y hasta quizás arrepentimientos y culpabilidad.
En ese infierno concibe, se aprende de memoria, canta de rodillas y a gritos las
primeras liras del Cántico.
Como si: para subir hasta lo absoluto y conocer la disolución en el Uno fuera
necesario bajar hasta la podredumbre, rozar lo inmundo, perderse en el asco y
la corrupción.
San Juan de la Cruz, Obra Completa (I), Alianza Editorial.
Edición de Luce López-Barlat y Eulogio Pacho.
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
Abandona su país natal y adopta otro, de cielo siempre gris y gente hosca.
En el exilio elabora trabajosas ficciones en que suceden las frases cinceladas
y la destreza con que se enlazan las volutas barrocas, aunque, llegado el punto
final, todo se disuelve y olvide.
Esos modelos de perseverancia se publican con la condescendencia de los
lectores, la indiferencia algo burlona de las multitudes y esa forma de posterga-
ción respetuosa que son las tesis universitarias y la traducción a idiomas inex-
tricables.
Ya proyecta el resumen, el ciclo final de sus invenciones cuando lo asalta una
enfermedad fulgurante, irreversible y desconocida.
Se defiende escudado en convergentes manías: la lectura matinal de los místi-
cos, la necesidad de vacío y el proyecto de realizar cuadros minuciosos hasta lo
milimétrico, con rezagos de caligrafía roja, insistentes aunque discretos, osten-
siblemente orientales.
Se deshace de libros polvosos, ropa de verano, cartas acumuladas, dibujos
amarillentos y cuadros.
Se entrega, como a una droga, a la soledad y el silencio.
En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden.
c. 1993
Alguna vez será otra vez
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