SARDUY, Severo - Estampido de La Vacuidad

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EL ESTAMPIDO DE LA VACUIDAD

Severo Sarduy
Edición: Miguel Bucán
Diseño y maquetación: el Llópiz C.

La edición digital de este texto fue hecha sin ánimos de lucro.


Queda terminantemente sugerido que se haga circular lo más posible. 2014.

NOTA: Hemos prescindido de la paginación durante el proceso editorial…


sin más.
Nota prologar

“EL MAR con destructora música invocando la helada quietud, la ciu-


dad que la luz redescubre jubilosa. El ave gritando toscamente hacia un
círculo que el agua desdibuja. Todo su amplia vigilia lo gobierna –a tientas
sus señales conjuro, sus palabras invoco– menos el agua amenazando des-
de un duro jardín, menos el agua.”

Este fragmento –podríamos atrevernos a afirmar sin temor al desacierto–


forma parte de lo mejor de la poesía cubana escrita en el Siglo XX. Se trata
del primer párrafo, del primer poema de Poemas bizantinos (1961): primer
poemario vertido por Severo Sarduy fuera de Cuba. La alquimia verbal imple-
mentada por el poeta en estas líneas se asienta en liras potentísimas, llenas de
misterio y de una cadencia pausada que anima palabras clave como mar, luz y
vigilia, con una universalidad y localismo que erizan por su precisión. El mar
y la luz: estandartes poéticos de la isla, portadores de sobrados prestigio y lon-
gevidad; vigilia: banderilla con asta de punta filosa que se podría interpretar
como flagelo de la lucidez en esta tierra desde hace mucho tiempo.

Pero es en El estampido de la vacuidad (1993) donde Sarduy logra la simbiosis


más perfecta entre las fuerzas poéticas propias de su tierra, de las tierras en que
fue un extraño de sonrisa permanente y la Historia conocida. En estos veinte
aforismos el lector podrá encontrar cómo el autor armoniza magistralmente
ráfagas sobre Witold Gombrowicz o sobre Giorgio Morandi, sobre Octavio
Paz, John Cage y Marcel Duchamp o E. M. Cioran, sobre la creación o sobre
la tirantez vida-muerte, siempre pasando de un tópico a otro con descaro y
belleza inigualables. ¿Pasiones e ideas reiteradas en el texto?: el misticismo,
Buda, San Juan de la Cruz, el vacío, el silencio…

Al parecer, como mismo San Juan tuvo que “bajar hasta la podredumbre,
rozar lo inmundo, perderse en el asco y la corrupción” para “subir hasta lo
absoluto y conocer la disolución en el Uno”1 , Severo tuvo que encontrarse a
las puertas de la muerte, a causa de “una enfermedad fulgurante, irreversible
1
Severo Sarduy. El estampido de la vacuidad (XIII).
2
Ibid. (XX)
y desconocida”2 –como llamaba él al SIDA entonces– para recibir la ilumi-
nación y verter este resumen exactísimo de su legado a la Literatura. ¿Cómo
resistió las fluctuaciones de la moda, la indiferencia de muchos y la falta de
popularidad un extranjero por convicción como Severo Sarduy?: teniendo
abiertas de forma permanente las compuertas de su espíritu, desde sus poros,
pasando por su esfínter y siempre culminando en su alma. De paso, entró la
enfermedad que nos lo arrebató en un momento en que tal vez le quedaba mu-
cho por darnos –piensan muchos–, pero la Muerte de seguro fue la primera en
sonreír al ver que recibía en sus brazos a una luciérnaga eufórica, enceguece-
dora, iluminada y con ganas de trascender a la Muerte misma.

Julio César Llópiz C.


I

Trascendido, obscurecido todo lo esencial. También el entendimiento, “convie-


ne que probemos cómo ninguna cosa criada ni pensada puede servir al enten-
dimiento de propio medio para unirse con Dios, y como todo lo que el enten-
dimiento puede alcanzar, antes le sirve de impedimento que de medio, si a ello
se quisiese asir”.
Cegarse a todas las sendas para que surja el rayo de tiniebla. Rayo del cual, el
propio sujeto, se ignora iluminado. “Y de aquí es que la contemplación por la
cual el entendimiento tiene más alta noticia de Dios llaman teología mística,
que quiere decir sabiduría de Dios secreta; porque es secreta al mismo entendi-
miento que la recibe y por eso, la llama San Dionisio rayo de tiniebla. De la cual
dice el profeta Baruc (3.23): No hay quien sepa el camino de ella ni quien pueda
pensar las sendas de ella. Luego claro está que el entendimiento se ha de cegar a
todas las sendas que él puede alcanzar para unirse con Dios”

Subida al monte Carmelo, Capítulo 8, párrafo 6.

II

Escritos en el exilio, en el desvelo, tantos libros que nadie ha leído; tantos cua-
dros, minuciosos hasta la ceguera, que no compró ningún coleccionista ni mu-
seo alguno solicitó; tanto ardor que no calmó ningún cuerpo.
“Mi vida –me digo en un balance prepóstumo– no ha tenido telos, ningún
destino se ha desplegado en su acontecer.”
Pero de inmediato rectifico. “Sí lo ha tenido. ¿Cómo no ver en esta sucesión de
frustraciones, de fracasos, enfermedades y abandonos, el golpetazo reiterado
de la mano de Dios.”

III

Rogamos, simplones y testarudos, para que los dioses abandonen su reserva


y se manifiesten. Añoramos milagros, éxtasis, aportes de objetos inexplicables,
perfumes, resurrecciones, sentimiento de Su presencia. O simplemente una ar-
monía, una razón.
Misticismo ingenuo. Ya que el ser de la divinidad es precisamente lo no mani-
fiesto, lo que no tiene acceso al mundo de los fenómenos ni a la percepción. Ni
siquiera como presencia inmaterial o “intuición” de lo místico. Les pedimos, en
definitiva, que renuncien a su esencia y sean en la nuestra, que es la mirada.
Pero es inútil.
No abandonan jamás esa noche, ese hueco negro que, para siempre, lo devo-
ró.

IV

A pesar de todo, sigo creyendo en Dios. ¿A quién pedir, si no, que maldiga a
más de uno? Aunque Dios es tan indiferente al lenguaje humano que puede
concederme la Bendición general.

Morandi: esas botellas enyesadas, esos búcaros sordos nos llegan, caen, si así
puede decirse, de la noche de lo no manifiesto. Han depuesto por un momento
su firme reticencia a lo visible, su principio absoluto: no aparecer.
Pronto regresan a su caos, maltrechos por esa breve residencia en la mirada,
refractarios al brillo chillón del día, a la nitidez de todo dibujo, al estampido del
color. A la luz.

VI

La obra de arte, excepcional o no, requiere adjetivos brillantes, sorpresas sin-


tácticas, invasión o juego de palabras: todo un despliegue técnico cuya finali-
dad es deslumbrar al lector.
La obra sublime –esa que nos otorga un instante la noche y lleva la traza de
su larga estancia en el no ser– al contrario, es más bien rudimentaria, inhábil,
veteada de asperezas, apagada, siempre mate.
Así, el Cántico espiritual contiene la cacofonía más repelente de la historia de
la lengua castellana: un no sé qué que quedan balbuciendo.
Poco importa. Dios, que dictó los otros versos, borró ese gagueo. Y de un so-
plo.
VII

Marcel Duchamp, John Cage, Octavio Paz: se trata de imitar a la naturaleza.


Pero, por supuesto, no en su apariencia –proyecto del realismo ingenuo–, sino
en su funcionamiento: utilizar el caos, convocar el azar, insistir en lo impercep-
tible, privilegiar lo inacabado. Alternar lo fuerte, continuo y viril, con lo inte-
rrumpido y femenino. Teatralizar la unidad de todos los fenómenos.
Olvidar el resto, pero no hay resto.

VIII

Cioran, hay que reconocerlo, está desilusionado de todo. Desengañado. De


regreso. Harto del Hombre y sus criminales iniciativas, de la Literatura y sus
astucias, del mundillo parisino y sus intrigas.
Vive solo. Nunca ve a nadie ni concede entrevistas. Publica muy poco. Cuan-
do se le habla es muy amable pero nunca elocuente.
Hay sin embargo, cuando se lee con atención, algo que se impone como una
evidencia: la calidad y justeza de su estilo, la elegancia –inspirada en el siglo
XVIII francés– de sus frases, como si esos breves aforismos que constituyen
su obra, estuvieran cincelados por el insomnio y la perfección que de él emana
con frecuencia, tallados una y otra vez. Hay, pues, más allá de la desesperanza
total, algo que persiste, una fe. En el lenguaje y sus facultades, en la palabra.
Hay que interpretar, en función de lo precedente, el silencio final del Buda.

IX

Cuando volvió el sol, ya era tarde. Tarde en el día, aunque no en su vida: logró
ver esa luz que tanto había deseado. Y el mar. Y los escuetos castillos. Y quizás
en Collioure, una ventana abierta.

Defendido, Amurallado por la soledad y el silencio.


Última esperanza: no envenenarme con remordimientos, deseos de vengan-
za, ansias de sobrevida o de aniquilación, recapitulaciones, miedos.
Dar el paso sin escenografía, sin pathos. En lo más neutro. Casi en calma.
XI

Lámparas de fuego en San Juan. Quizás la muerte sea eso: arder, calcinarse
en ese fuego, quedar cegado por el chisporroteo de esa luz. Como si alguien la
meciera dentro y fuera de nuestro cuerpo, hasta consumirlo.
Quemazón, abrasamiento.
Para salir a otra luz, para convertirse en ella. Una luz inmaterial que no atra-
viesa vibración alguna, sin peso, sin colores, ajena al sol y al iris. Increada, sin
bordes, sin comienzo no fin.
Luz: San Juan cita a David (Sal. 17.10) “La oscuridad puso debajo de sus pies.
Y subió sobre los querubines y voló sobre las plumas del viento. Y puso por
escondrijos las tinieblas y el agua tenebrosa.”
Señala, unos párrafos más tarde, que entre las fantasías o imaginaciones a que
se presta el entendimiento está el considerar e imaginar la gloria como una her-
mosísima luz.

XII

Radicalidad terminante, negatividad extrema. Cerrazón. Obstrucción de los


sentidos y del entendimiento a todo lo que pueda desviar del camino –desco-
nocido, irrepresentable, ajeno a toda enunciación o a todo vislumbre– que con-
duce a lo inconcebible, a eso, exento de atributos que la grosería del lenguaje
pudiera llamar Unión.
Desconocidos pues, la meta y el sendero: “Para venir a lo que no sabes/ has de
ir por donde no sabes” (Subida al monte Carmelo, capítulo 13.11).
La Subida se puede leer así como una repetición obstinada de recomenda-
ciones, advertencias, consejos, cautelas y hasta puestas en guardia contra toda
distracción:
“Resta, pues, ahora saber que el alma no ha de poner los ojos en aquella cor-
teza de figuras y objetos que se le pone delante sobrenaturalmente, ahora sea
acerca del sentido exterior, como son locuciones y palabras al oído y visiones
de santos a los ojos y resplandores hermosos, y olores a las narices, y gustos y
suavidades en el paladar, y otros deleites en el tacto, que suelen proceder del
espíritu, lo cual es más ordinario a los espirituales; ni tampoco los ha de poner
en cualesquier visiones del sentido interior, cuales son las imaginarias; antes
renunciarlas todas.” (Subida, capítulo 17.9. El subrayado es mío).
XIII

Ya había tenido que comerse a la carrera todos sus papeles para que escaparan
a la lectura hostigante de los inquisidores.
Lo encierran en Toledo, por nueve meses en una celda de seis pies por diez.
Sin agua, sin luz: para leer los Evangelios tiene que subir hasta un minúsculo
tragaluz agujereado cerca del techo.
A pan y agua y alguna sardina. Se le pudre y agusana la espalda, herida por los
latigazos de los Cazadores, para que renuncie a la Reforma.
Se ve obligado a vivir con el cubo de sus propios excrementos. Le entran vó-
mitos, disentería y hasta quizás arrepentimientos y culpabilidad.
En ese infierno concibe, se aprende de memoria, canta de rodillas y a gritos las
primeras liras del Cántico.
Como si: para subir hasta lo absoluto y conocer la disolución en el Uno fuera
necesario bajar hasta la podredumbre, rozar lo inmundo, perderse en el asco y
la corrupción.
San Juan de la Cruz, Obra Completa (I), Alianza Editorial.
Edición de Luce López-Barlat y Eulogio Pacho.

XIV

Le digo un día a Gombrowicz, creo que en Royaumont, en todo caso bajo un


árbol: “Estoy perdido y solo, escribo en español, y más bien en cubano, en un
país que no se interesa en nada que no sea su propia cultura, sus tradiciones y
en el que, lo que no es ya notorio, o puede ser asimilado totalmente, sin dejar
residuos de la pasada identidad del autor, es como si no existiera.”
Con su habitual deje de ironía, su sonrisa discreta pero burlona y ese jadeo
asmático que entrecortaba sus frases, me responde, cortante:
–¿Y qué dirías, Nene, de un polaco en Buenos Aires?

XV

Todo lo compuesto se desune y disgrega, todo lo conglomerado se disuelve,


todo lo creado desaparece. El cuerpo y sus componentes –pelos, piel, sangre,
semen…– la mente y sus voluntades, proyecciones, recuerdos, remordimien-
tos, amores y rechazos.
Lo que se llama yo o ser es sólo un agregado, un conjunto de agregados físicos
y mentales que actúan aparentemente unidos aunque de modo interdepen-
diente, en un flujo de cambios momentáneos, sometidos a las leyes de causa
y efecto, en que no hay nada permanente, ni eterno, ni exento de cambio en la
totalidad de la existencia universal.
No hay sujeto, alma individual, consciencia de sí mismo o yo. Hay pensamien-
to pero no pensador. Tampoco hay –si creemos en las respuestas categóricas de
Milinda y Ganasena– una consciencia cósmica, un ser universal.
Si no hay atman –ser, yo, individuo, alma– ¿qué puede reencarnar después de
la muerte?
Si no hay brahman –alma universal, consciencia cósmica…– ¿en qué nos di-
solvemos?
Dado el salto, ¿cómo escucharemos el estampido de la vacuidad?

XVI

París, mayo, Montparnasse.

Me levanto muy temprano y abro de par en par las ventanas todas.


La luz transparente del día me fulgura. Apenas luz. ¡Qué lejos del azul de Ma-
tisse –el de las alas de una mariposa– que sin embargo pintó cerca de aquí!
Es posible, me digo, sumido en la contemplación, como si asistiera a un mila-
gro, que todo se reduzca y pueda formularse en función de fenómenos vibrato-
rios, de adaptación del iris humano, etc.
También es concebible que esta luz sea el reverso, el residuo, el doble, la “caí-
da” de otra luz.
O su metáfora distante, como ajena.
O una brutal epifanía. ¿Pero de qué?

XVII

Aun sabiendo perfectamente que sus comentarios de lectura –o sus preten-


ciosos aforismos– quedarán inéditos, o serán publicados bajo la siniestra rúbri-
ca de póstumos, un escritor de verdad continúa escribiéndolos.
Muy temprano en la mañana se levanta y, junto a la ventana, con la primera luz
del día redacta unas líneas.
¿Por qué? ¿Para qué?
Quizás porque el único modo de responder a un absurdo –y la muerte es el
absurdo por excelencia– es un absurdo aun mayor: la escritura para nada, sin
motivación ni destino, sin demostraciones teóricas, ni trama ni ficción, ni lec-
tores, ni esfuerzos literarios o estéticos.
En la libertad soberana de la gratuidad total.

XVIII

Soledad, enfermedad, depresión, silencio.


Por donde quiera que la mirada se posa descubre polvo, suciedad larvada,
abandono, manchas.
El protocolo de la vida cotidiana se va convirtiendo en una constante vigilan-
cia; a veces, en un mitigado infierno. Y es que aceptar la degradación de las co-
sas, el progreso implacable del desorden, sería como una invitación a la muerte:
una más.
Después de todo, ese derrumbe minucioso es normal…
Si la vida, que es lo esencial, lo más precioso, nos ha sido retirada, ¿cómo se
podría concebir que no hubiera por el suelo migajas de pan?

XIX

La indiferencia, la agresividad provinciana, el rechazo colectivo y la burla, ter-


minan resquebrajando la obra de un escritor. También el elogio excesivo, el
ditirambo expresado frente a frente, la promoción a héroe y la adulación.
Los primeros, porque minan su confianza en sí mismo, lo hacen dudar de lo
que va creando, de la utilidad –o de la trascendencia– de toda posible crea-
ción.
Los segundos, por carácter explícitamente facticio. Nadie cree en esas apoteo-
sis: ni el que las enuncia –que sabe muy bien a qué escala de valores atenerse–,
ni el que las recibe –que de inmediato detecta la vacuidad enfática, la gratuidad
total, o al menos mundana; en todo caso, lo inoportuno de su invención.
Detractores y turiferarios: igualmente nefastos para un autor. ¿Cuál será la po-
sición moral de un verdadero lector? ¿Dónde estará el umbral de discreción que
no debe franquear?
La verdadera lectura –discreta, idealmente silenciosa– está tan lejos del res-
quemor, de la injuria, como de la aparatosa frivolidad.
(Padecí estas dos depravaciones. Nunca lo olvidaré.)

XX

Abandona su país natal y adopta otro, de cielo siempre gris y gente hosca.
En el exilio elabora trabajosas ficciones en que suceden las frases cinceladas
y la destreza con que se enlazan las volutas barrocas, aunque, llegado el punto
final, todo se disuelve y olvide.
Esos modelos de perseverancia se publican con la condescendencia de los
lectores, la indiferencia algo burlona de las multitudes y esa forma de posterga-
ción respetuosa que son las tesis universitarias y la traducción a idiomas inex-
tricables.
Ya proyecta el resumen, el ciclo final de sus invenciones cuando lo asalta una
enfermedad fulgurante, irreversible y desconocida.
Se defiende escudado en convergentes manías: la lectura matinal de los místi-
cos, la necesidad de vacío y el proyecto de realizar cuadros minuciosos hasta lo
milimétrico, con rezagos de caligrafía roja, insistentes aunque discretos, osten-
siblemente orientales.
Se deshace de libros polvosos, ropa de verano, cartas acumuladas, dibujos
amarillentos y cuadros.
Se entrega, como a una droga, a la soledad y el silencio.
En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden.

c. 1993
Alguna vez será otra vez
...

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