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ESCOGIDA
Julio
Olaciregui
OBRA
ESCOGIDA
Julio
Olaciregui
Organizan
Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana
Apoyan
Universidad de Cartagena, Programa de Lingüística y Literatura
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC
Corporación Cultural 4Gatos
RBN&CO.
Agradecimientos
María Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República)
Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos)
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC
Corrección de estilo
Javier Córdoba Cuevas
Diseño Gráfico
Clara Buesaquillo Izaquita - RBN&CO.
Ilustraciones
Enrique Rivera - RBN&CO.
Impresión
Afán Gráfico Ltda.
Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propiedad
intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo permiso
escrito. Todos los derechos reservados.
Impreso en Colombia
2018
Leer el caribe en el 2018 | 11
Jaime Bonet
Trapos al sol | 87
Camisola de formas
Dionea | 131
El disfraz del maíz
Manes a la obra
Doña de divinas tetas
Diosa de Himeros
El redactor de Cosmogonías
Aparece el brujo
Cuarto de sirvienta
Leer el caribe
en el 2018
Jaime Bonet1
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mos mediante el trabajo de las sucursales del Banco de la
República en Montería, Riohacha, San Andrés, Santa Marta,
Sincelejo y Valledupar, lo que nos permite llegar a más ciu-
dades del Caribe. A ellos todo nuestro agradecimiento por
el apoyo brindado.
Finalmente, quiero dar las gracias a las directivas del
Banco de la República, ya que generosamente año tras año
brindan el apoyo necesario para hacer posible “Leer el Ca-
ribe”. El trabajo de la selección de textos, edición y coordi-
nación editorial realizado por Emiro Santos García fue fun-
damental para el éxito del producto que presentamos. No
menos importante ha sido el trabajo de coordinación gene-
ral que con el mismo entusiasmo cada año adelanta María
Beatriz García. Los logros del Programa son posible gracias
a la participación activa de los docentes y estudiantes que
aceptan complacidos el reto de leer el Caribe a través de
los distintos autores de la región.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Presentación
Julio Olaciregui:
el carnaval y el duelo
Pablo Montoya1
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bras, festivas y desgarradas, sostienen. Pero este Lucrecio,
a diferencia del otro, además de cantarle al sol –“Por ti los
vientos huyen, las nubes se disipan, la flor crece, la ola se
infla, el cielo resplandece, los pájaros vuelan, los rebaños
saltan”–, sueña, si es que ya no lo es íntegramente en su
obsesión onírica, con transformarse en un hombre caimán.
Porque en la obra de Julio Olaciregui, y como muestra
están los cuentos de Días de tambor, pero también Dio-
nea y sus obras de teatro, se otea la cultura y se llega a su
múltiple centro inasible a través del mito. Y también a través
del supremo goce de los sentidos. La mitología sin sensua-
lidad, nos dice Olaciregui, no es más que un equívoco pro-
puesto por las mentes rancias. Y es pertinente aclarar que
la cultura en este escritor errante es caótica. Quien busque
relatos simples en estos cauces híbridos, forjados con tam-
bores de tierra, de madera y piel, se sentirá perdido. Pero
entonces es menester decir que de lo que se trata, justa-
mente, es de zambullirse, de impregnarse, de enredarse en
esta suerte de extravío cultural celebratorio. Porque el caos
es, en Julio Olaciregui, su fresca y transgresora divisa.
Poeta mercenario, así se define también Olaciregui. Sus
armas son la danza y la poesía. La copula de la palabra con
el cuerpo. Unión que se presenta en los cuentos de Días
de tambor como un ritual continuo en el que se festejan el
placer y el dolor. Ritual hecho de cruces de razas o de lazos
geográficos. El mismo Olaciregui dice: “Mi tema preferi-
do son los hilos invisibles que nos unen, la descripción del
escenario en el que, cual marionetas indias, aparecemos
y desaparecemos.” Y en este carrusel de muertes y naci-
mientos, los cuentos de julio Olaciregui muestran al deseo
como sed y hambre de la sensualidad que estimula incesan-
temente a sus personajes. Personajes que se debaten entre
el festejo apasionado del cuerpo y la trágica espoliación
provocada por la historia. Los suyos son negros desterra-
dos, indios usurpados, mulatos desgarrados, zambos fisu-
rados, mestizos que se afligen por el pasado y el presente
que cargan sobre sus hombros, pero que no le escatiman
al tiempo su esencial dosis de epifanía. En este sentido,
hay un diálogo sugerente entre la obra de Olaciregui con
el mundo narrativo de nuestros mejores escritores del Cari-
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Vestido de bestia
y otros cuentos
-1980-
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do a pálidas y fantasmales reinas de belleza, había hecho
el juego a los políticos más ambiciosos y embusteros del
país y contribuido a inventar ídolos, retrasmitiendo las pa-
labras de futbolistas viejos y agotados que se burlaban de
la gente. Todo lo había hecho para poder alimentarse, de-
jando ir su cuerpo grande e inestable a fiestas llenas de
humo y coroneles del Ejército. Algunas de estas personas
lo halagaron y le permitieron sentarse a la mesa con ellos.
Lo palmearon amistosamente y llegaron a tratarlo como se
trataban entre ellos cuando nadie los veía, cuando habla-
ban del poder como algo muy concreto que servía para no
dejarse joder.
Durante los días que siguieron a su regreso a la ciudad
trató de no dejarse llevar por sus estados de ánimo. No
quería que el escribir se le volviera una forma de expresar
quién sabe qué cosas enfermas y pretendía más bien que
un recuerdo viniera atravesando la madrugada y lo encon-
trara allí, en el insomnio, desnudo, con toda la edad de sus
huesos, para llevarlo por calles oscurecidas a repetir entra-
das, abrazos y lágrimas como la primera vez. Por eso no
había escrito mucho, aunque se la pasaba encerrado como
si estuviera preparándose para ello. Creía muy poco en la
literatura de moda porque ésta, según él, lejos de ser una
voz serena que cantaba las desgracias de almas lúcidas en-
jauladas en cuerpos a su vez prisioneros de todas las pa-
siones, era, con pocas excepciones, un croar desafinado,
un negocio con pérdidas, estribillos y fórmulas que nadie
entendía y que a nadie quitaban el sueño, perdidos como
estábamos en los grandes mercados.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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era gerente de una fábrica de cervezas, dijo que lo había
encontrado muy cambiado y que le pareció esquivo, aun-
que sin ser descortés. Hormechea lo había saludado a la
entrada de la librería con una cara de verdadera alegría que
al parecer se fue diluyendo rápidamente. “Como a los diez
minutos se había despedido de mí por tercera vez. Yo vi
que él no quería decirme una grosería y que trataba de ser
sincero conmigo. Por eso yo también le dije con franqueza
que qué era lo que le pasaba, que si acaso tenía miedo de
que yo lo fuera a meter en un problema. Me dijo que río.
Que lo iba a hacer sentir apenado. Le dije que no se fuera,
que camináramos por ahí, que nos fuéramos a la setenta-y-
dos a ver si encontrábamos un par de viejas. Pero se echó a
reír y volvió a decirme que se iba, que tenía algo que hacer.
Y yo lo dejé irse, pero antes estuvimos hablando del cine
porque yo sabía que a él le gustaba y yo por joderle la vida
empecé a llevarle la contraria diciéndole que a mí el cine
me sabía a mierda, que me parecía un engaño y que lo me-
jor era la vida, el cuento éste”, recordaba Polifroni.
Pero en verdad parecía cansancio por parte de Horme-
chea: “Son muchos años ya en lo mismo. Me da pena ya.
Siempre lo mismo: no digo sino frases tontas que tratan de
ser brillantes e irónicas aunque yo no lo quiera. Pero Poli-
froni debe haber entendido, debe haber visto que la cosa
no era contra él, porque él debe saber muy bien, además,
que ya no hay mucho qué decirse” y se habían despedido
tranquilamente, otra vez a la puerta de la librería.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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emisora donde trabajaba. Tenía entonces 26 años y había
acumulado experiencias que él consideraba únicas porque
habían sido dolorosas y vergonzantes para él, en la oscuri-
dad de algún lugar. Ya para esa época, leyendo en el patio,
se había dado cuenta que sus defensas eran mínimas por-
que la única manera de regresar a la casa, sano y salvo por
la noche, era mediante una actitud en la que sus desdenes
se apoyaban en largos silencios que terminaban por alejar
a sus compañeros y que a él lo convertía, antes de decidirse
al sueño, en un cuerpo caliente y desmadejado, mudo en
un mecedor junto a la ventana, oyendo sin querer un retazo
de la telenovela de las 10 de la noche.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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los radioperiódicos. El poeta en cuestión viajaba en bus y
leía a Hölderlin, se levantaba a las seis de la mañana los
miércoles para atravesar la ciudad e ir a hablar de la estética
hegeliana y, según se decía, leía revistas de moda e histo-
rias chismosas sobre Breton o García Márquez. Hormechea
amaba de él su figura gorda y su bigote, sus pies sobre una
banca en La cafetería de derecho dedicado a mirar las son-
rosadas transparencias de las estudiantes madurando una
frase que servía para equilibrar al mundo y dejar constancia
de que estaba advertido de la pequeña muerte que signifi-
ca la costumbre de un día a seguir.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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un gatico aplastado por la puerta de la nevera. “Viviremos
siempre jodidos porque la conciencia tiene un ojo abierto
que no puede dormir el vergajo. Y el mundo da duro. No
hay lógica posible. No hay camino aunque, gracias a Dios,
todo comienza con el pretexto del amor, como cuando uno
se enamoraba de verdad. Me estoy muriendo, Dorita, pero?
qué carajo: hice todo lo posible para ser feliz. Eso era lo que
me tocaba. ¿Qué más?”, deliraba.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Vestido de bestia y otros cuentos -1980-
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Colocando el miedo
Nos han dicho que esta tarde viene ese fotógrafo. No sé
qué quieren que hagamos, pero lo cierto es que no he-
mos podido ensuciar y nos han vestido desde las once de
la mañana. La mona ha llorado mucho cuando han tratado
de peinarle el pelo, siempre tieso como una cabuya vieja y
mamá se ha cansado de discutir y empujarla y la ha dejado
finalmente toda enrojecida. La pobre mona se ha acostado
en mi cama y se ha quedado quieta riéndose de sí misma
y de su bobería. Desde la cocina mamá la ha amenazado
con no dejar que se fotografíe y se lo ha dicho como si la
estuviera amenazando con algo feo. Me he dado cuenta
cuando le ha gritado que si la dejan por fuera de la foto se
va a quedar como si estuviera muerta, como si no existiera
y se la pudiera llevar el diablo. La mona ha vuelto a llorar,
esta vez despacito, como si le costara trabajo convencerse
de su muerte ¿esta tarde a las cuatro y estuviera pensan-
do en todo lo triste que ha de ser que mañana lunes ella,
cuando todos estemos levantándonos para ir al colegio, no
va a poder hacerlo más porque estará dura, amoratada y
secretamente viva y muerta al mismo tiempo. Mirando las
junturas del cielo-raso se lo ha imaginado todo muy bien:
las llamadas del colegio para averiguar el por qué de su
ausencia, la sorpresa de sus maestras, los primeros y tibios
sollozos, su vestidito blanco y las trenzas que mamá le re-
cortaría con las tijeras, las pintas azules de su ataúd, la bo-
rrachera de papá y la mirada extraña del hombre que se
encargará de almidonar los carteles, la gente en la calle
Murillo Viendo pasar su entierro y la larga fila de unifor-
mes negritos inflados por el viento, el cemento fresco de
las losas y las últimas pisadas de nosotros que nos vamos a
seguir llorándola a otra parte.
Todo se lo ha encontrado demasiado cerca y esto le ha
hecho pegar un grito. Se ha levantado temblando de mi
cama y ha atravesado el corredor llorando hacia mamá que
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aprovecha entonces y empieza a peinarla como si le estuviera
arrancando, con sufrimiento, tiras largas de cosas muy malas.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Tomados de la mano
Todo ese olor de las papayas viejas, en una ciudad siempre
ajena, persiguiéndonos entre buses con sus faros rabiosos,
entre los letreros de propagandas, pidiéndole un beso en el
cabello para no llorar, para no arrojar las cartas en la basura
ni dejarse inflar los ojos. Cómo repetir el gesto de su mano
en la mía o el estremecimiento de sus huesos pegados a
los míos entre el semen arrugado, bajo la lluvia que todo
lo lava, allí entre las paredes, mientras la ciudad despierta
de una noche acaso como la nuestra interrumpida a ratos
por el deseo, los gemidos, el sueño pegajoso de un vientre
contra su espalda, el leve estremecimiento de sus caderas
buscándome inconscientemente.
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Vestido de bestia y otros cuentos -1980-
CIAO
Il faut aimer notre solitude, tú lo dijiste…
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Los domingos
de charito
-1986-
Norte Azul
—
Un día de primavera
—
Día en casa
—
Día sin amor
—
Días escritos
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Norte azul
No volverás a saber de mí, había escrito ella sobre una hoja
arrancada al cuaderno del niño. Trató de hacer las letras lo
mejor que podía para que después no fueran a decir que
era una ignorante pues a pesar de haber leído el Eclesias-
tés no deseaba pelar el cobre. Mientras se aplicaba le re-
gresó aquella oración, manecita rosadita muy experta yo te
haré para que hagas buena letra y no me manches el papel.
Aquella oración nunca sirvió de nada; todo, como podrán
imaginar, le fue saliendo con gestos bruscos y ciegos. La
frase, de no ser por lo que iría a significar, podía provocar
una sonrisa porque las letras eran grandes, abiertas, una
hilerita subiendo al cielo. Ella la había escrito con la boca
estirada en un hipo de cabellos revueltos. Mejor que no
lo hayamos visto. El papel con la frase final se quedó ahí
al lado de la frutera, sobre la mesa del comedor, allí don-
de pedíamos que no se nos matara con cuchillo sino con
tenedor. Las frutas, por qué no decirlo ahora, eran unas
manzanas y unos guineos de plástico un poco empolvados
por la brisa que venía del campo de fútbol. El fastidioso
embate de los Alisios del noreste había destruido desde un
comienzo la ilusión del mordisco. La emisora echaba, como
de costumbre, un bolero, sembré una flor, una propaganda
y luego la hora y el servicio social del momento. Toda la
tarde el radio estaba prendido en aquellas casas. La voz del
locutor alargaba las horas, ustedes saben, daba la impre-
sión de que había gente viviendo, lejos, en todas partes,
tras las paredes y aquellas puertas cerradas.
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sente indicaba que alguien respiraba por allí, alguien había
viviendo. Se fue para siempre pero dejó el radio encendido,
pensaría Augusto cuando regresara. Ella era así, había de-
saparecido y sin embargo quedaba su espectro, su recuer-
do, su protección. Si la guerra que anunciaban desde hacía
tanto tiempo hubiese estallado de verdad, ella, en medio
de los disparos y el aguacero, le habría hecho bucles a su
hija o hubiera rallado un coco. Claro que a lo mejor no ha-
bría cocos sino perro muerto.
En medio de los hipos y los pensamientos de odio ca-
balgando por su espalda, nunca me quiso nojoda, mientras
echaba unas enaguas y unos brasieres desteñidos, mientras
conseguía una bolsa de plástico para guardarlo todo, se le
ocurría pensar en los ladrones. Pensarían, que aquella casa
no estaba sola esa tarde. Durante todos los años que ha-
bía vivido allí había aprendido a tener miedo. Mucho mie-
do. Cuánto miedo a que Augusto se atragantara con una
espina cuando comía lebranche borracho; miedo a que la
cabeza de la niña se atrancara entre los barrotes de la cuna.
Y a los ladrones. Augusto se había reído cuando ella lo dijo
por primera vez, hace años. Luego, una madrugada habían
oído pasos sobre las tejas, algo que caía, la maldición de
una sombra y después los ladridos a lo lejos. Augusto abrió
los ojos y no dijo nada, se quedó quieto pero después,
antes de volverse a dormir, habló de comprar un revólver
de segunda mano en la Brigada, “o tal vez mi primo pue-
da prestarme uno de los suyos” murmuró sibilante. Ella se
asustó pensando en el arma guardada entre los pañuelos
y las camisillas del chiffonnier y por eso prefirió no volver
a quejarse. En alguna parte había leído, además que uno
no debe quejarse tanto, la lloradera y el tanque de lágri-
mas eso no servía de mucho. Claro que ella era lavaperros
de Augusto y ya esto era bastante, sin mencionar lo de la
cresta de gallo. Y ya que hablamos de animales, un día, un
día de amargura intensa le había cantado a través de los
calados de la cocina aquella injuriosa canción.
Sapo ese hijo es tuyo,
sapo ese hijo es tuyo.
Después se había echado a llorar. Rosario, la niña Chari-
to, como le decían las vecinas, sentía miedo estando sola y
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Esta era una historia sin futuro. Nos iba a costar mucho tra-
bajo imaginarla, le iba a costar mucho trabajo aprender a
cultivar cada recuerdo pero tendría que lograrlo a fin de
que la maleza, los gusanos, esto informe, únicamente las
ganas de abandonarse, no terminaran acabando con el jar-
dín. Ella tuvo un jardín pero había tantos mosquitos y bichos
alados que decidieron echarle cemento encima. Ahora no
sabía nombrar las matas, cada flor, a lo mejor un lirio y seis
heliotropos, todo amenazaba olvido, hasta la huella en for-
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ma de corazón que un albañil grabó con su palustre aquella
mañana de febrero cuando se terminaron las obras en la te-
rraza. Tanto trabajo y nada, tanta vividera inútil y mira ahora
qué. ¿Cómo? ¿Por qué Augusto? ¿Por qué Charito? ¿Por qué
una casa de ladrillos en el barrio el Carmen? ¿Todo no anda-
ba bien? No era así como se había imaginado la vida ¿cómo
se puede imaginar una vida?
“Íbamos a comprar unas butacas nuevas, el año próxi-
mo la niña estaría en la escuela, Augusto estaba sacando
cuentas para empezar a construir una pieza en el patio y
yo...” y ella, ella estaba, no digamos contenta, pero re-
signada sí, tranquila. Anoche estuvo remendando unas
medias sentada en la sala. Siempre había sido para mí un
misterio la manera como se remendaba una media rota.
Charito le metía un bombillo y luego, delicada y cuida-
dosa, repetía los punticos de hilo sobre el hueco abierto.
Yo la veía allí sentada. Un primo de Augusto que vendía
mercancía de contrabando les había dicho que les fiaba
el televisor sin cuota inicial. Margot, la comadre, le ha-
blaba de lo buena que estaba la telenovela en esos días.
La llamaba todas las mañanas y la tenía su media hora en
el teléfono contándole. La hacía llorar con esas historias,
no era llorar aunque ella era buena para las lágrimas, los
ojos se le aguaban tan sólo sin que pudiera evitarlo. Ella
sabía que era pura imaginación pero le ardía, era una his-
toria simple, a retazos, el escozor en la nariz le comenzaba
cuando Margot le decía:
—Figúrate que ya tú sabes que él no la quiere, que él es
un bloque de egoísmo, no piensa sino en él, la trata muy mal,
como si nunca hubiera tenido madre, como si ella fuera su
sirvienta, no la busca sino para calentarse la pierna, te pue-
des imaginar, va a terminar yéndose, egoísta y amañado es
lo que es, el caprichito se le está acabando, a mí me da la im-
presión de que ambos están muy aburridos con esta historia
que les ha tocado vivir. El capítulo de anoche terminó cuan-
do él le dijo que le tenía lástima, ya te puedes imaginar…
Por las noches, mientras se empolvaba frente a la luna
del tocador, antes de meterse a la cama, sonreía al acordar-
se del sufrimiento gratuito de aquellas mañanas. Era como
si los personajes estuvieran vivos. Confusos y grises se mez-
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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nubes, esta tarde aburrida, sería bueno estar solitos espe-
rando que la noche, vayamos a La noche, un hotel barato,
con sábanas limpias. Luz amarilla de intermitencia, el faro
se puso verdoso y ella se alejó. El hombre se parecía a
Augusto, con su bolsa del panipócrita y sus pantalones
anchos, mirando a las mujeres atravesar la calle, distraído
mirando la carne ajena, las rodillas de aquellas mujeres
con sus bolsas de plástico que caminaban, alejándose, el
medio paso, los pasos cortos, sin saber a dónde ir. Sintió
ganas de llorar, qué bueno que es llorar, pero después se
dijo “es muy temprano, no paga, silentium mortis”. Se iría
en un bus para Bogotá, para cualquier Pereira, donde las
primas, a las colonias de la Sierra Nevada, botaría la cédu-
la en una alcantarilla, se cambiaría el nombre, se haría una
operación, se haría cabaretera. Mejor no seguir pensando.
Tenía un billete de quinientos. En ese entonces no había
ocurrido el robo de los cuarenta millones en Cartagena y
por eso aquel billete nuevecito, aquel cara de tabla que
había guardado en el último diciembre, la salvaría, la lleva-
ría muy lejos, se iría sí, sí, ya no más. Las calles, sin embar-
go, eran aún las mismas que había visto siempre, al salir
donde el médico o donde Margot. A lo mejor el teléfono
estaba sonando en casa de Margot, Augusto preguntaba
si no había visto a Rosario, a lo mejor el radioperiódico de
esa tarde hablaría de la misteriosa desaparición de una
mujer, viste traje azul, tiene cabellos castaños, ondulados,
unos treinta y cuatro años de edad, responde al nombre
de Charito, se ruega dar informes sobre su paradero, hay
buena gratificación. Pero ella ni siquiera era un perrito de
raza y Augusto inventaría una historia dramática, común
y corriente, “mi mujer se volvió loca” o algo así, quema-
ría sus vestidos, rompería las fotos, se iría a vivir con los
niños donde la otra. Al principio lloraría, llorarás mi au-
sencia, llamaría a su hermano, a los de la Defensa Civil, al
cuñado que trabaja en el Hospital. Revisaría el botiquín
como si ella fuera mujer de suicidios, luego miraría en el
escaparate y en la cajita en donde guardaban el dinero de
la quincena, porque eso era ella, poquita cosa era ella, la
mujer que pasaba en esos momentos delante de un teatro
que comenzaba a encender las luces. No sentía hambre
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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se descalzó y la frialdad del mosaico fue una gracia para
sus pies. Ojo a los dedos. Estos tenían las uñas grandes
y las venas subían o bajaban. Eran gorditos, ambiciosos,
cada uno señalando hacia una dirección distinta. No eran
los pies de una mujer delicada y acaso era lo único que
debía esconder si quería aparentar. Tampoco debía sonreír
mucho. Del fondo de la bolsa de plástico sacó una vieja caja
de chicles. Quedaba una pastillita y sin darse cuenta se la
echó a la boca como si estuviera en un cine. Al comienzo,
siempre que iba a cine con Augusto, compraban una caja
de chicles. Luego esa costumbre, ir al cine, se había ido per-
diendo, el amor se había ido gastando (pero yo no quería
decirlo tan pronto) y muchos chicles, muchos pedacitos de
lengua rosada quedaron ahí arrugados bajo las tablas de
la cama, bajo las mesas en donde tanto almorzaban. Ella
se había dejado llevar por Augusto, la culpa era de ambos
pero él tenía más culpa. Era natural que el hombre cargara
con la culpa, al fin y al cabo él le llevaba tres años y además
era él quien trabajaba y pagaba las facturas. “Soy mante-
ca sin sueldo”, repetía ella cuando peleaban. Era él quien
mandaba, tenía un gesto especial, casi elegante, al echar la
mano hacia el bolsillo de atrás para sacar la cartera y pagar.
Al principio no era tan tacaño como ahora. Siempre com-
praban chocolates, una cajita de chicles, mediopaquete de
cigarrillos. Augusto tenía mal aliento en esa época. Y ella
como que también, si no hacía nunca una buena digestión,
ahí con la carne sobada de las encías y las agrieras. Era ro-
mántico pasarse la bolita azucarada cuando apagaban las
luces… Olía entonces a secreto, a salivitadorada, al agua
de la misma cañería, a ríos de cerveza, a orín, a comien-
zos de fiesta. En una época creyó que ese sería el olor de
siempre. Los olores eran vivos, cabellos limpios, sobacos
profundos, sábanas, ropa oliendo a plancha caliente. El día
de su matrimonio vio que el sacerdote tenía un grano con
una puntica de pus en el cuello pero no le puso mucho
cuidado al asunto; a ella también le salían granitos como
ese en la espalda y en las nalgas que Augusto se encargaba
de reventarle los domingos por la tarde, después de haber
hecho la siesta, la digestión chaqui-chaqui. Tirados en la
cama, él fumaba después un cigarrillo o se expurgaba los
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Charito estaba linda esa mañana. La brisa jugueteo con
sus cabellos, largos y ondulados, color miel, al momento
de bajarse del taxi y entrar a la iglesia. Augusto tenía vein-
tinueve años y una sonrisa fuerte. Algunos miembros de la
familia de Charito juzgaban que era todo lo que poseía de
bello o de bueno pero otros, como la prima Nícolasa, iban
más lejos en su severidad y encontraban que aquella son-
risa era grosera y chocante a fuerza de ser tan vistosa: esa
sonrisa quería decir, sin más vueltas, que al tal Augusto le
gustaba el placer y que no sentía vergüenza alguna en mos-
trarlo. Sus compañeros del aeródromo, en donde trabajaba
le decían cara de burro.
—Si yo fuera tú le tendría miedo a ese hombre —le había
dicho Nicolasa a Charito, días atrás, al acompañarla donde
la modista a medirse el traje de novia. Rosario había sonreí-
do suavemente.
—¿Miedo de qué, Nico?
—¿No has visto la manera que tiene de sonreír? Se las
debe saber todas.
Nicolasa se había sorprendido al ver en la sonrisa de
Charito cierto destello que le recordó la cara de Augusto
y aunque nada dijo eso bastó para tranquilizarla: pese a
la palidez de su cuello, a esos ojos dulces y a la fragilidad
de su talle (la modista había dicho: “es una de las novias
más delgaditas que me ha tocado vestir”) Charito daba la
impresión de ser “como una palmera”, armoniosa y flexible,
resistente y fina, producto de estas tierras calientes y ordi-
narias pero al mismo tiempo elegante, discreta, una luceci-
ta de burla y sabiduría brillándole en alguna parte.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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El hombre no dijo nada. Volteó bruscamente la pesada
cabeza y el automóvil pareció perder el control. El hom-
bre aminoró la marcha y el vehículo, solito, tomó una curva.
Todo estaba obscuro. Fue entonces cuando él le dijo:
—Ah, bueno, estaba pensando, estaba pensando viéndola
así, creí que se iba a echar a llorar. Y eso sí que no, me parte el
alma. Casi que le digo que se baje, no soporto las plañideras.
La luz de una bomba de gasolina rompió la intimidad del
asunto. El hombre dijo algo que ella no entendió. Ella se per-
signó cuando entraron de nuevo a las tinieblas. Oyó su voz:
—¿Cómo te llamas, hermana?
—Rosario. Pero me dicen Charito.
No se dijeron más nada pero el zumbido de la brisa en-
trando por las ventanillas del carro, mientras rodaban por
los lados del río, fue suficiente. La hierba de los jardines
estaba húmeda y las casas cerradas, las calles solas. Era
un martes y olía a huevo podrido, al ácido sulfúrico que
se cocinaba día y noche en las retortas de la llamada Vía
40. Las paredes de los talleres parecían más altas que de
costumbre, las puertas de los garajes más pesadas. Ella
tuvo de pronto esa idea dolorosa, pasar frente a la casa en
el taxi, ver si Augusto estaba durmiendo como todos o si
tenía las puertas abiertas, la luz encendida como cuando
hay tragedia a medianoche, alguna vecina preparándole
un agua de toronjil y hierbabuena para los nervios, dicién-
dole “ya vendrá, ya vendrá”. Pero era una idea loca y no
dijo nada, ya todo debía seguir su rumbo, ni un paso atrás,
no podía regresar. Ahora tendría que inventarse otro pei-
nado, otra manera de andar. A lo mejor debía teñirse el
cabello, color Coca-cola le sentaba muy bien, le habían
dicho que su piel se prestaba. Sobre todo con aquellos
hombros tan gruesos.
Había movimiento por los lados del Paseo Bolívar y ella cre-
yó que de todas formas podría tomar un bus esa madrugada
hacia cualquier montaña. Había todo ese humo, los charcos,
un camión del Aseo Público estacionado frente a la Barbe-
ría “Viena”. Los barrenderos comían ostiones delante de un
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Los domingos de charito -1986-
Un día de primavera
Anhelo la prosa: construcción paciente de un edificio con
entrañas templadas y sólidas que posean algo de postes
metálicos, de columnas de estadio, de montañas que se
hundan en las nubes, de esqueleto inacabable, de armazón
de insecto obscuro.
Todavía, siendo un amateur en estos asuntos, estoy obli-
gado a gritarlo con el fin de convencerme ante todo a mí
mismo de la urgencia, de la necesidad de que este ejercicio
se lleve a cabo.
Estos pequeños prólogos en donde hablo del instru-
mento —la escritura— son inevitables. Es como atravesar
cortinas de humo para poder acercarme al centro del fue-
go, es decir, a la narración pura y olvidadiza que ya no ne-
cesita reflexionar sobre ella misma ni justificarse.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
*
El señor Narciso Medrano está gordo. Ahora se ha queda-
do dormido en el mecedor porque es mediodía y hace ca-
lor, música clásica y quietud. El perro gris de los vecinos ha
saltado por encima de la paredilla y está en nuestro patio
escarbando, escarbando. Camina mirando a todas partes
bajo la enramada en torno a la cual crece perezosa, ensorti-
jada, la mata de uvas playa. Marleni despierta sobresaltada
de la siesta y lo espanta, lo persigue con una escoba. Hay
una gallina botando baba bajo el lavadero. Nuestra perra,
Mara-Hari, está gorda, tetona, encadenada al palo de limón,
derritiéndose. Nunca la han oído ladrar. Dicen que los ladro-
nes que se meten de noche pueden darle carne molida con
vidrio. A veces, cuando el niño-que-será-novelista viene de
la escuela por la tarde, se acerca a ella y le toca la chucha.
A la perra le gusta, le gusta.
A mi tío Julio le decimos el patón. Calza 44 y tiene el
pelo cuscú, usa los pantalones anchotes y tiene la cara roja.
Los domingos, cuando viene, don Narci pone el trío Mata-
moros: Ahora te voy a enseñar cómo se hacen las maracas.
Todos se ríen. A veces viene un fotógrafo. En días así se ven
las matas del jardín, unas pencas con espinas y unas flores
moribundas, alguien extraño asomado por entre los barro-
tes de la ventana.
—¿Qué quieres niñito?
—Nada.
—¿Cómo te llamas tú?
—Cucaracho.
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—¿Dónde vives?
—Allí a la vuelta.
—¿Cómo se llama tu mamá?
—La señora Rosenda.
—¿Por qué no te vas para tu casa?
—Bueno.
—Ve, Charito, dale un poquito de helado para que se vaya.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
57
Había que estar preparados para lo que cayera, hombre
prevenido vale por dos, el que espabila pierde, si te descui-
das en el desarrollo te vuelves marica.
El hombre que vendía el hígado-bofe-corazón y riñones
venía sobre su burra en posición flor de loto, sus grandes
pies polvorosos en primer plano. Había quienes le admira-
ban el animal mientras él saltaba al pavimento a negociar
sus vísceras con las señoras —entre ellas podía distinguirse
a Charito— que abrían las ventanas para preguntarle:
—¿Lleva lengua, compadre?
De haber nacido en la ciudad, el compadre habría sido
baterista en alguna orquesta. Todas las señoras reconocían
su ritmo desde lejos, era la hora de preparar el almuerzo,
con la misma vara con que le medía el ánimo a la burra, hur-
gándole el flanco, puyándola para que caminara, el hombre
llevaba su ritmo, solo sostenido, redoble intenso. El cajón
en donde traía las tripas vibraba alegre:
—Se me terminó. Llevo el mondongo fresco, comadre.
Había unas goticas de sangre cuajada en el sillón de la
burra. Dos moscas revoloteaban embriagadas, engordan-
do verdosas, las pesadas alas. La burra levantaba su rabo y
abanicando ciegamente el aire las espantaba, tolón, tolón,
mostrando su culo negro y brillante, profundo. Las malas len-
guas, que todo degustaban, decían que era caliente como el
de las mujeres. Al narrador no le consta. Al autor tampoco.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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—Camina rápido, nojoda.
Pero ella no me prestaba atención. Tenía la sonrisa ancha
y volteaba a mirar hacia atrás a cada instante que dejara de
provocarlos me contestó:
—No seas tan celoso, niño.
Seguimos en silencio.
Encontré una caldereta y comencé a patearla con una
especie de ira aguachenta, sin convicción. Sentía un nudo,
la manzana de Adán se me había atragantado, deseaba
matar a alguien, no podía respirar, no tenía saliva. Charito
me estaba mirando, curiosa y contenta. Después se ponía
seria y con los labios fruncidos, posando una mano entre
los senos, murmuraba:
—Perdón.
Vi que tenía los ojos brillantes y que una vena le pal-
pitaba en la frente. Estábamos enamorados. Fue entonces
cuando se me dio por agarrarle la mano. Era suave como
peluche. Miré a todas partes para ver si nadie se estaba
riendo. Afortunadamente ya estaba oscuro y así nadie se
dio cuenta que ahora era yo quien tenía un bulto ahí. Pero
creo que Charito lo notaba porque me decía:
—Llévame a cine.
Oí que Charito gemía y aunque sentí un ligero estreme-
cimiento en la nuca, el temor a que alguien se diera cuenta
que tenía mi mano bajo su falda no me dejó gozar. Le pre-
gunté al oído:
—¿Te gusta?
Y ella abrió los ojos lentamente, como descansando de
un dolor, recuperándose poco a poco, un tanto despeina-
da. Mi mano se había quedado quieta y entonces ella apro-
vechó para desenterrarla. Me miró con un poquito de indi-
ferencia y asco y cuando pensé que iba a decirme alguna
cosa se sonrió enigmática.
Cogidos de la mano, sin hablar, con emoción y vergüenza,
habíamos llegado al teatro “La Bamba”, una sala gigantesca,
sin techo, grande e iluminada como un buque en la bahía,
situada frente a una bomba de gasolina, al lado de un par-
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Los domingos de charito -1986-
Día en casa
Ilusión del más puro canto, inútil como un domingo.
Lo que importa es la ilusión pues tal canto ahora ya no
me es posible; basta darse cuenta que en seguida he es-
tablecido un sistema paralelo, la comparación (“como un
domingo”) y he recurrido además a los adjetivos “puro” e
“inútil”, evidencias estas que demuestran mi longitud de
onda ideológica, el desperdicio de mi ambición, mis pro-
pósitos y alcances, mi escepticismo, mi aspiración hacia una
bondad francamente inocua. Toda bondad es inocua.
Discursos sin historias ni personajes, catarsis. ¿Purifica-
ción, purgante? La historia buscándome, buscándose, el
amor buscándome, ojalá pudiera encontrarme. Pensé esta
mañana, ahora ya una vieja mañana que tan sólo existe
gracias a la lectura del recuerdo, el libro de mi memoria,
mientras me hallaba en la cocina calentándome un café, en
escribir una autobiografía llena de mentiras. Me veía dán-
dole a la máquina de escribir noche tras noche pero este
aparato anda casi solo y estereotipado me lleva y posudo
me arrastra, rebuscado.
62
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
*
En aquella casa Charito tenía algunas tardes libres. Esa tar-
de ella se estaba bañando con mucha suavidad y paciencia,
disfrutando del olor del jabón. Tenía cita con Vicente a las
cinco. El señor le había pagado la quincena ese mediodía y
casi podía sentirse contenta, hasta estuvo canturreando una
canción. Era en verdad una extraña sirvienta. Permanecía
largas horas en el baño sin que pudiéramos saber qué es-
taba haciendo. Casi no hablaba, no espabilaba nunca y por
eso no pudimos saber de dónde venía la tarde en que el ca-
mión la dejó en la puerta. Entró a la casa con sus Chancletas
mojadas y un pequeño maletín de plástico en la mano, mi-
rándolo todo con sus ojos resbaladizos. He aquí lo que vio:
Bajo un cuadro de La Última Cena (ella se aprendió el le-
trerito de memoria, amen dico vobis quia unus vestrum me
tradirurus est) estaba el señor en camisilla, comiendo. En la
otra pared había un gobelino en el que un jaguar atacaba a
un harem sobre las aterciopeladas, las ebúrneas arenas del
desierto. Soplaba un viento solano y por eso las cortinas se
movieron suavemente al cerrarse la puerta tras ella. En ese
instante, como tenía que ocurrir, sonó la campanita que col-
gaba del pescuezo del gato de porcelana que merodeaba
allí, estático, sobre un armario. Mi señora sonreía sin saber
qué hacer, los brazos en el aire, barnizada y suave. Se gus-
taron. Estaba encendido el radioperiódico de las seis de la
tarde, un bombillito en un rincón. Los muebles eran pesados
y grandes, las vigas del techo marrones, cosidas con hilos de
araña. Había un corredor que se perdía al fondo. Mi señora
se lo señaló con un dedo y yo la miré entonces.
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—¿Quién es esa bruja? —pregunté.
—Nojoda, y a ti qué te importa —contestó Marleni.
—Sí me importa, yo soy el que pago y esta es mi casa.
—Me la manda Leoncio para que me ayude.
Charito alcanzó a oír este diálogo, seco y violento, tieso
y compuesto que se desarrollaba por sobre el tintineo de
los cubiertos y el sonido del hielo en la jarra de agua que se
inclinaba en aquel momento sobre el vaso del señor. “Es-
pérame en la cocina, niña, que ya voy para allá”, le dijo mi
señora. Siguió avanzando entonces, de frente a la obscuri-
dad del patio, por el corredor, antes de encontrar una pieza
iluminada que tenía las paredes manchadas de grasa y una
nevera oxidada en los bordes. Entró y se quedó ahí parada
frente al lavaplatos, quieta, chorreando, mirando el preci-
pitado caminito de las hormigas noctívagas transportando
pesadas migajas de pan.
Vio aparecer la cabeza de un niñito. “¿Cómo te llamas
tú?”. “Rosario”. No se dijeron más nada porque el niño le
dio la espalda para coger un vaso y servirse agua de la ne-
vera. Se fue haciéndole un gesto con la boca y la nariz que
ella no comprendió. Después llegó la señora a decirle que
se cambiara de ropa para que comiera y la ayudara a lavar
la loza. Esa primera noche aquí en nuestra casa se la pasó
llorando, removiéndose en la cama de lienzo que le habían
puesto en el corredor pero a la mañana siguiente se sintió
mejor en el patio, regando las matas. La señora le regaló
unos vestidos de su hermana, la señorita, y le dijo que ésta,
ojo, se había muerto porque le pusieron mal una inyección
cuando tenía diecisiete años. Charito dijo que no quería los
vestidos pero la señora le contestó que no fuera boba y se
los dejó sobre la mesa de planchar.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Don Narci la miraba de una manera rara mientras ella
traía la bandeja, los vasos, los tenedores. Era una de esas
miradas de perro, triste, prisionero no se sabe de qué, un
poco con la lengua afuera como si quisiera que ella le pa-
sara su mano por el lomo, le acariciara, le dejara revolver su
hocico. No era una mirada de hombre pero entonces ella se
asustaba porque la entendía, sin darse cuenta la entendía,
caminaba pegándose a las paredes mientras su cabello flo-
taba por el comedor.
—Charito, le agradezco se recoja ese pelo —le dijo ese
mediodía la señora mientras ella estaba sirviendo la sopa. A
lo mejor, desde su silla, había olido lo que estaba pasando.
El señor había venido una noche a la puerta de su pieza,
en el fondo de la casa. Ella estaba tirada en la cama, con sus
grandes piernas al descubierto, leyendo. Ya había cogido la
manía de leer. La había mirado así otra vez. Ella se sentó,
recuperando su compostura. Cuando iba a decir algo, él le
dio la espalda y se alejó. Estaba en piyama y llevaba tam-
bién un libro en la mano.
El niño tenía la misma mirada del señor, ella lo había no-
tado en unas fotos que estuvo viendo. Pero los bucles dora-
dos del niño y sus piernecitas eran alegres. Ella lo apretaba
contra el pecho y él protestaba. Luego se quedaban tran-
quilos, se dormían. Se había encariñado con aquella figurita
silenciosa y por eso pasaba horas caminando con él por
las avenidas, bajo los frondosos árboles de aquel barrio,
el Paraíso, mecidos por la brisa, ligeros, viendo los rayos
del sol restregarse contra los ventanales polarizados de los
edificios, sintiendo la mirada de los celadores revolotear
pesadas en torno a ella.
La tarde de un lunes, muchas semanas atrás, la señora le
había dado dos billetes de cien pesos para que comprara
la carne, el papel higiénico, unos cuadernos para el niño y
un frasco de DDT porque de noche las cucarachas se apo-
deraban de la cocina. La señora estaba vestida como en un
retrato, el cabello un tanto inflado y la blusa sin una arruga,
los senos en apariencia duros y la falda verde obscuro, bo-
tella, bien planchada también. Debía ser una mujer celosa
porque tenía en permanencia góticas de sudor sobre los
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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un brazo en la mano ajustando a una muñeca de cabellos
recortados, lacios, cayéndole sobre la frente y que sonreía,
sonreía. Estaba desnuda pero sólo ella y el niño se detuvie-
ron frente a la pareja a mirar. El hombre encargado del asun-
to tenía una bata blanca como un científico. Era en verdad
un muchacho moreno, de cara huesuda, de patillas largas
estilo Simón Bolívar-entrando-en Porquera, con zapatos de
caucho un tanto grandes. Ahora estaba peinando a su mu-
ñeca. Lo hacía con una sola mano y luego se retiraba unos
pasitos hacia atrás, midiendo el efecto. Se dio cuenta que
lo estaban mirando y entonces dejó la peinilla, se la guardó
en el bolsillo y de una caja de madera que tenía al pie sacó
una bayeta y comenzó a frotarle los pechos, los muslos, el
ombligo, abajo, las rodillas, la espalda, sacándole brillo por
todas partes a esa carne silicona marrón chocolate. Charito
envidió aquel amoroso cuidado pero como era su maniquí
preferido lo único que hizo fue ladear la cabeza y sonreír
indulgente. El muchacho había comenzado a vestirla con las
prendas transparentes que se estaban poniendo de moda
en esos días. El mes pasado había sido el signo astrológico
entre las piernas y Charito había imaginado que caminaba
por todas partes con un escorpión ansioso, listo al ataque.
Ahora eran los días de la semana, un color rosado para ese
lunes de tanto calor, pensó entusiasmada.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Los domingos de charito -1986-
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
*
Oh soledad: la fábrica está en un camino. Hay que atravesar
un monte en el que los goleros se festejan a mediodía, para-
dos sobre la calavera eterna y sonriente de un perro. Baten
las alas como cartones tiesos, haciendo el amago de volar
cuando se acerca alguien. Hay árboles raquíticos, más bote-
llas y llantas viejas, la tira reseca de una guardacaminos, una
enagua rasgada en la que se ven aún encajes manchados de
goticas de sangre marrón, la adolescente llamada sangre.
Por allí viene Augusto con los zapatos empolvados, la cara
arrugada por el agrio olor que exuda la maleza como una ci-
catriz abierta en medio de las casitas allá lejanas. De frente,
el muro de una fábrica de neveras, un letrero gigantesco, los
dueños de esta fábrica son unos turcos hijueputas y explota-
dores, de brochazos enérgicos, desesperados.
—¿Así que este es el joven Pradilla?
—Ya ve usted. El heredero, como dicen.
—Tirapiedra y todo, me imagino, ¿ah?... jo!
—Medio comunistoide, usted sabe, la juventud, pero
más bien tranquilino, distraído…
—Tranquilino. ¿Y qué sabe hacer usted don Tranqui?
—¡Qué va a saber hacer nada! ¿Qué sabes tú, Gusto?
¿Qué sabía? Sabía de memoria, por ejemplo, la sensa-
ción del vagabundeo solitario: no me gustaba bajar al cen-
tro de la ciudad porque me hacía soñar “inevitablemente”
con su pasado que siempre imaginé de otra manera pero
que encontraba careado por eso que algunos llaman “la
muerte que depara el olvido”.
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Pese a todo, me negaba a destruir las postales de mi último
viaje con esa especie de suerte negra que lleva al asesino a
recobrar los pasos que ha dado hasta el lugar de su crimen.
Un calor sano, “macho” como decía Charito, le subía por las
piernas mientras daba vueltas por el mercado, la calle Murillo
o el barrio Chino. Por esta vez todo había terminado para
siempre. Todos estaban cansados, hasta él, del va y viene.
—Bueno, él dizque lee mucho, pero hacer como hacer
yo creo que no sabe hacer nada. Dele cualquier cosa a ver si
se desembolata. Él estaba terminando el bachillerato, pero
se le dio por meterse a estudiar radiotecnia y después que
si el dibujo, hasta contabilidad estudió, algo debe saber. Tal
vez si pudieran meterlo en el kárdex en los archivos, algo
debe saber este vergajito.
—Archivos…. bueno, tú ves que esta es solo una fabri-
quita de ladrillos. No hay archivos. No hay nada como para
él. Tal vez mi hermano, ¿supiste que salió de suplente al
Concejo en la lista de Madero? Tiene una fábrica de latas…
te voy a dar una tarjetica para él. Yo le echo una llamada,
sin embargo. Es una fábrica de unos cientoveinte obreros,
grande ¿cierto? Tal vez él lo pueda acomodar en las oficinas
para que no se vaya a joder mucho el cuero.
—Ah, eso sería bueno, ¿cierto, Augusto? ¿Pero usted
cree que hay posibilidades?
—Claro, hombre, espérate y lo llamamos.
Allá iba Augusto sintiéndose productivo. En tercero de
bachillerato toda la clase había repetido en coro el “Sólo-
sé-que-nada-sé”, felices de encontrar la fin un pretexto ilus-
tre para la ignorancia y la pereza. En el fondo todo eso con-
tinuaba, aunque menos alegre ahora porque, a la fuerza, la
tabula rasa se había llenado: tal vez el horror de la juventud,
una mariposa disecada o las aspas de un abanico en un
hotel de cualquier parte, hicieron posible el esfuerzo y la
decisión final de embarcarme. No medí todo lo que aque-
llo significaba hasta que finalmente un viernes de agosto a
las cinco de la tarde me hallé en una villa sumergida en la
tranquilidad de las montañas.
Todos los compañeros que Augusto encontraba tenían
ya un oficio (y él se decía, pero yo tengo un swing): unos
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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formulario y volvió con todos los papeles al día siguiente. El
tipo le dijo entonces: “venga esta tarde a trabajar”.
Cuando le entregaron los guantes y el casco se asustó:
—¿Y esto?
—Ese es su equipo, cuídelo. Tráigase una ropita vieja mien-
tras le damos la orden y se toma las medidas para el overol.
El jefe de personal mandó llamar a alguien. Apareció un
gordo ahí con un casco y unos guantes iguales a los que
acababan de entregarle, aunque no nuevos como los suyos
sino ya usados, manchados de grasa.
—Vea Saavedra, muéstrele al joven lo que tiene que ha-
cer. Póngalo a trabajar en algo. Es un nuevo colaborador de
la empresa.
Augusto y el gordo tomaron un pasillo y se dirigieron has-
ta el fondo. Allí encontraron una puerta, el gordo abrió. Se
sintió algo como el alimento o el rugido de un animal, ense-
guida la temperatura fresca de las oficias huyó de sus axilas
y sus pies y un calor de hierros y máquinas se le instaló.
Este es el taller! —le gritó el gordo — ¿No trajiste ropa
de trabajo? Se te va a dañar la pinta, tráela mañana.
Augusto casi no le oía, el corazón le latía fuerte y además
estaba fascinado. Vio cadenas y grúas, rollos de alambre más
grandes que él, planchas de acero ordenadas en hileras que
dejaban pasadizos para los obreros. Todos los trabajadores
estaban vestidos con overoles azul grisáceo, diseminados en
el gigantesco galpón, encaramados en las escaleras metáli-
cas o frente a unas máquinas que se cerraban y abrían lenta-
mente con pesados suspiros. El techo era altísimo.
—Bueno, ayúdame con este cable. Hay que cortar cien
metros. Pon cuidado porque si se te suelta puede darte un
coletazo. Este cable se llama alma de acero y pega durísi-
mo. Dale pues, coge, ahí va…
Cuando regresó a la casa, ese primer día, se sintió como
si estuviera encementado, las manos le ardían y el hueso de
la cadera le sonaba dentro como si se le hubiera despren-
dido y estuviera flotando.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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hacia adelante y el otro hacia atrás, en un destino idéntico,
provocaba en ambos la misma confusa, débil y regocijada
compasión. Claro está que, en esencia, lo que diferenciaba
al viejo del muchacho era la pasión escondida que este úl-
timo sentía por la música.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Dias escritos
Allí en esa ventanita iluminada del quinto piso vivía yo y a
veces cuando alguien pasaba por la calle se decía grati-
ficado que el “yo” estaba en vida, escribiendo, amando,
caminando, leyendo. Era bueno imaginarlo encerrado, re-
cuperando de lo vivido un cierto orden fraseológico, una
gramática vesperal.
¿Y cuál es la materia de la escritura? Tal vez la espera, las
huellas que deja la búsqueda del conocimiento. Vivimos en
estado permanente de aprendizaje: los viejos son los que
se niegan a aprender más o los que ya lo aprendieron todo.
Aprendí a escribir y se multiplicó el pensamiento leído, le-
gendario. ¿Era sagrada toda escritura? Alguien viene y me
sopla al oído lo siguiente: el Signo y la Divinidad nacieron
al mismo tiempo y en el mismo lugar. Por eso a lo mejor
no había que desperdiciar nada, la narración de algunos
hechos —narración casi periodística— venía a ser un des-
perdicio necesario pues de todo aquel montón de descrip-
ciones podía surgir inesperadamente una “revelación”, un
sentido en blanco y negro. Por eso el apetito nos llevaba
a la anotación, al numeraje, a la progresión, al encuentro
consonántico, a las ideas plasmadas, encuadernadas y al
alcance de los sentidos, miren lo que dice aquí, oigan, mi-
ren, vengan acá que les voy a contar la historia de un beso.
77
*
El muchacho de los maniquíes se llamaba Vicente pero ella,
atrevida, le dijo Boli desde el comienzo. Era de tarde y ha-
bía ido al supermercado a comprar cualquier cosa para la
comida. Se conocían, se miraban, se gustaban ya. Él le dijo:
“te invito a cine esta noche” y ella le contestó: “Voy a ver si
me le puedo escapar a los patrones. Mis días de salida son
los domingos”. La sonrisa de él no fue muy alegre cuando
supo que trabajaba de sirvienta… Ella se dio cuenta, casi le
pudo leer en el rostro lo que estaba pensando, visos psi-
cologistas de la novela, “yo creí que eras una muchacha
que te aburrías con tu hijito, te veía dando vueltas por aquí
todas las tardes”. Ella no quiso desilusionarlo del todo y
por eso añadió: “Tú sabes, no me considero una sirvienta,
no soy una sirvienta de verdad—verdad, estoy ganándome
unos centavitos ahí, tengo que ajuntar un dinero que me
hace falta para el pasaje, el año que viene me voy, para
donde sea pero me voy, ya estoy haciendo el papeleo, has-
ta para los Estados Unidos soy capaz de irme”.
Así que esa noche, entonces, se bañó concienzudamen-
te, recortándose las uñas de los pies, afeitándose las axilas,
depilándose las piernas, pasándose un poco de piedra pó-
mez por los codos y las rodillas, en todas las callosidades
obscuras que se le habían ido formando por el descuido. La
señora le había regalado una peluca color paja abandonada
que le daba un parecido con una maestra que ella había
tenido en la escuela. Se puso también unas gafitas negras y
unas medias transparentes color carne. Se perfurmó tras las
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Una luz suave, enmohecida, flotaba siempre en la igle-
sia de San Nicolás. La iglesia era también un paradero de
buses; cuando llovía todo el mundo corría a meterse en la
iglesia, los que no tenían paraguas, ni trabajo, ni citas ur-
gentes. Y últimamente, los que hacían huelga de hambre…
Tuvo tiempo de mirar hacia el interior y vio a unos hom-
bres descolgando la estatua de Jesucristo, el pobre Jechu,
como pasado de moda, desconchinflado y con la pintura
cayéndosele, moribundo y sonrosado pese a todo. A lo me-
jor le iban a dar su mano de pintura. El letrerito que colgaba
de su cabeza, INRI, le trajo, como siempre, recuerdos de
su infancia, ella también se imaginaba lo que querían decir
aquellas letras, en eso pensaba mientras jugaba a lo de una
limosnita a la otra casita. Ella había tenido un traje especial
para ir a la iglesia. Tenía en verdad varios trajes y cuando se
casó con Augusto hasta mandó a coser uno solamente para
los velorios y las misas de muerto, uno con bolitas negras
que debía ponerse con un chalequito beige y una pañoleta
morada, como las otras señoras jóvenes que ella había visto
en los velorios a los que fue siendo aún una niña. ¿Cuánto
hacía que no se confesaba? Vicente, a su lado, la vio sonreír
sin saber por qué. Ahora ella estaba pensando en aquellos
juegos con Augusto, cuando estaban de novios y él empe-
zaba a pedir algo más que un beso. Ella le decía: “¿quieres
que te diga mis pecados? ¿Cuánto me pagas? Son rojos y
bien gordos, hediondos, puñalada trapera….”. Un cieguito,
acurrucado junto a la entrada de la iglesia, estaba tocando
un acordeón oxidado. Ella sacó una moneda de su cartera y
se la arrojó en el chócoro. El hombre dejó de tocar algo que
se parecía a la marcha nupcial (“ya-se-casó-ya-se-jodió”),
se metió la mano al bolsillo y le tendió una tarjetica (Hotel
La luna, pasajeros, ambiente familiar, por horas y por días,
baños y abanico, frente a la estatua de Cristóbal Colón).
Mientras se alejaban lo oyeron cantar algo de su propia ins-
piración. Esto cantaba:
El beso negro, la cinta roja
esas dos cosas me harán quererte,
el beso negro, la cinta roja…
Charito sin saber por qué, recordó que una tarde —atrave-
sando un solar de la mano de Augusto, rumbo a uno de los
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Durante mucho tiempo estuvo así, sin moverse, mirando el
vacío mientras la música sonaba allá bajo, llena de ruidosos
parásitos. De un paquete que tenía en los pies, sacó un
portacomidas y comenzó a fingir que comía algo sabroso.
Charito sintió ganas de aplaudir y, no supo por qué, ganas
de estrecharlo contra ella y darle el seno. Esta idea la des-
concertó, cualquiera que hubiese podido traspasar la obs-
curidad y asomarse a sus ojos, lo hubiera constatado. ¿Qué
hacía esa silueta silenciosa y desconocida en el fondo de la
salita? Aunque ella sabía que todo era por jugar parpadea-
ba tratando de espantar la tristeza que le había producido
aquella imagen del hombre encerrado, comiendo, brillando
ahora la punta del fusil descuidadamente con la manga de
la camisa mientras se escarbaba los dientes con la lengua,
haciendo un ruidito de aire comprimido.
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Trapos al sol
-1991-
Camisola de formas
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Camisola de formas
Ella está leyendo un libro ajeno, voluminoso, y yo, que tam-
bién tengo la manía de la lectura y la escritura, siento algo
parecido al deseo. Me prometo, le prometo, dedicarle lar-
gas noches y días a contarle cien historias posibles, pega-
das unas a otras frase a frase, hasta que me transforme en
un chorro de letras, en un pesado objeto de papel en el que
pueda rastrearse mi ausencia, el estado de mi imaginación,
mis ratos libres, mis ocios y negocios, las acuarelas de algu-
nos paisajes interiores que transporto.
Procuraré darles acción también.
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Escribimos para interpretarnos. La pintura, o por lo me-
nos algunos de esos manchones que hemos adivinado en
nuestros sueños o viajando por la carretera, una de esas
carreteras en donde se siente el sol y el agua y el verdor
salvaje, el rastro de las bestias y la respiración de ángeles
caídos, esqueletos, quijadas mordaces, cachos de carnava-
les olvidados, nos ayuda y nos alimenta.
Sobra advertir que esta es una autobiografía mentirosa y
audaz. Busco ser tierno y cumplido, no procaz.
88
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Oía voces.
—¿Tienes prisa? La escritura apresurada no puede dar
cuenta de un tiempo diferente, propio a las fábulas destro-
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zadas que nos contamos mientras vamos caminando por la
calle, o en el metro, al regresar a casa por la noche. Pacien-
cia para amarme, paciencia mi corazón, se decía el viejo
muchacho Aquiles. Te gustaría hablar de la guerra, descri-
bir el caos, ponerte tu máscara de carne rota, pero no eres
más que un novelista citadino mordisqueando el pan en el
ascensor que lo lleva a una cita de amor.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Ella es actriz.
La actriz se entrega en escena. Su juventud, su impacien-
cia por vivir, su transformación. Parece un personaje soñado.
En medio de la calle echa a correr para ir a buscar a su niña.
Quiere vivir de manera romántica, lo logra. Después del es-
pectáculo le cuesta trabajo dormirse y muchos días está le-
jos del juego. Las dos horas en escena le parecen largas. El
mejor momento es el de la inclinación agradecida ante los
aplausos. Frágil de día: una niña. Su cuerpo parece de cristal,
su madurez resalta cuando está frente a los espectadores.
Después está seria, como si lamentara haberse mostra-
do tanto. Su risa, su humor salta volátil. Padece la espera.
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se siente apresurado y lleno de odio, quisiera sonreír de
verdad y no como la máscara. Finalmente encuentra la paz,
el tiempo para escribir, el silencio. Los personajes esperan,
doblados, inertes como trapos. La novela se deshace.
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avanzan hacia la puerta de un edificio. Siempre que iba a
otra ciudad se compraba medias veladas.
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el gigantesco televisor encendido. El sonido no es muy
fuerte y pueden conversar. En medio de las sombras y las
luces de ese crepúsculo de verano que no se decide a ser
noche, los senos de la muchacha se ofrecen pesados y de-
licados bajo la tela de algodón blanco de su camisa. Tiene
una minifalda verde y unos calcetines negros que sólo le
cubren los tobillos. El cabello teñido de color ladrillo en-
cendido contrasta con sus ojos verdes jaspeados gatunos.
La señora la mira fijamente.
—Tenemos tanta ilusión con ese niño. ¿Usted está decidida?
—Sí, pero es mejor no hablar ahora de lo que vendrá.
La señora hunde en los poros de sus dedos y mejillas dos
gruesos lagrimones. Se quedan en silencio. La voz de una
mujer, hablando en el televisor, llega hasta nuestros oídos:
—Tengo siempre la impresión de desear cosas que no
existen…
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¿y usted, ya no piensa volver?
—Yo estoy aquí como escondida. Mis hijos están en el
monte peleando y me pidieron que me fuera. Así ellos pue-
den estar tranquilos. Saben que a mí la sangre no me gusta,
me da vértigo.
—Uno tiene que hacer su vida, buscar el sol como esas
plantas desesperadas, creer en algo que no sea tan dañino.
Salí de mi país para dar a mi gente la impresión de que creía
en algo, allá, del otro lado del mar... casi les dije... me voy,
pero regresaré luego a cantarles otras canciones.
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y yo estamos enamorados, nos gustamos, estamos traga-
dos el uno por la otra. Nos dejan solos para que la acaricie
y algún día me case o la saque a vivir. Tengo alucinaciones
con Delvaux adivinándola desnuda y pálida bajo el traje
morado de florecitas. La veo gris como una señora tejien-
do una prenda de lana que me asusta. ¿Será para mí? Sus
vellos negros, carbón, pelusilla, encaje, por todo el cuerpo
tibio y húmedo.
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de los fuertes chorros de agua de la fuente bajo la estatua
del Arcángel pegándole al demonio.
Me detengo a detallar su rostro, no es bella, pero tiene
ALGO, un misterio, la sapiencia. Un mesero se le acerca y le
trae un té. Me aproximo también, no puedo dejar de mirarla.
—Perdone ¿es usted Laura Donostia? le pregunto en
francés.
Ella parece sorprendida. La he interrumpido brutalmente
en su lectura. Sus ojos son marrones, grandes. Tiene pecas
sobre las mejillas y la nariz, jamás lo hubiese imaginado. Su
boca invita a besarla. No parece asustada de que un desco-
nocido la aborde en un café. Todo parece haberse detenido
y callado en la hasta hace poco agitada y rumorosa calle.
—Sí, soy yo ¿nos conocemos?
—¿Puedo sentarme? La vi hace tres noches, es usted una
Bérénice inolvidable... pero perdone, me presento... me lla-
mo Jair dos Santos y soy un pintor brasileño…
Se miraron. Laura parpadeó y todo el ruido de la calle
volvió a sentirse.
—También usted ha leído a André Breton y piensa que
es posible hablar con una desconocida en la calle.
—No lo tome a mal, Laura. No pretendo molestarla. Dé-
jeme compartir algunos minutos de mi vida con usted. Me
gusta mucho el teatro, pero nunca voy. Qué suerte haberla
visto en Bérenice.
El mesero se acerca y lo interrumpe.
—¿Qué va a tomar?
—Una cerveza, por favor.
Jair vuelve a la carga.
—En realidad vengo siguiéndola desde que actuó en
Las sirvientas del templo. Le confieso que me enamoré de
usted inmediatamente. Tiene tanta magia al estar ahí en
escena. El movimiento de su cuerpo, no sé, parece usted al
mismo tiempo tan frágil y decidida.
—Qué cómico, qué romántico.
Ella parece de verdad emocionada, sus mejillas se cubren
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Llega una mujer rubia y pálida, cuarentona, a llorar a mi
puerta. Quiere que la deje entrar, sufre, al parecer se ha
enamorado de mí y me persigue, me suplica, me amenaza,
me insulta porque no soy capaz de amarla. Siento que soy
yo quien la he creado, inventado, sacándola de la calle. El
miedo a su exacerbada pasión, a su histeria, a sus reclamos,
me invade, ¿Por qué he creado a esta mujer?
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algunos libros. Fuma hierba, escucha las noticias, se las da
de escritor y por eso anda observando la vida ajena, leyen-
do historias que lo inspiren y le den ganas de seguir es-
cribiendo. Tiene como todos un romance permanente con
eso que llamamos luz y tinieblas, generosidad y perdición,
futuro y sequedad, ascensión y caída. Ahora se interesa
por sus sueños, quisiera encontrar la tan cacareada clave
de lo suyo, su interioridad, sus puertas, sus entradas. Le
gusta tanto hablar del vacío que ahora trata de describirlo.
Vislumbra corredores apagados que no conducen a centro
alguno, tiene miedo.
La lectura diaria que nos alimenta, las promesas del saber.
Un libro conduce a otro.
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Lo difícil con esta historia será primero convencerme a
mí mismo de que existió de verdad alguien llamado así.
“Mi pretensión es pasar del barro al mármol”, me decía, y
por eso se comportaba como si pugnara por nacer, como
si lo estuvieran modelando o cincelando delante de uno.
Confieso que a veces esto resultaba fastidioso para mi se-
ñora y yo pues era como asistir a un acto clínico e íntimo
en el que nada teníamos que ver. No entendíamos por qué
se complicaba tanto la vida y no aceptaba como todo el
mundo su edad, sus muelas gastadas, su oficio, su familia,
su país. Era como si posara todo el tiempo, convirtiéndo-
nos así en espectadores, en espejos, en destinatarios de
cartas y postales no recibidas. Escribo esto tal vez para
que nos deje en paz, para alabarlo y endiosarlo, para con-
tarle las costillas, para escupirlo, para hablar de su rabo y
sus cachos, de sus pezuñas, de sus andanzas nocturnas.
No quiero engañarlos, sin embargo. Jamás, delante de mí,
se atrevió a transformarse o si lo hizo fue de manera legal,
a la luz del sol que tanto amaba, una tarde del mes de
agosto, en el distrito catorce de París. Allí, en la alcaldía
del barrio, mientras asistíamos a su boda con Antoinette
Marbor, todos risueños, bien peinados y perfumados, fue
tal vez cuando se plantó en mí la espina que debía florecer
en el sueño de anoche. Esto es un decir, pues el tiempo en
que escribo esta historia es un secreto, un misterio. Entre
lo poco que sabemos está el que para tranquilizarnos y si-
tuarnos tenemos necesariamente que nombrar, designar,
crear personajes. Anoche soñé con él, soñé con nosotros.
Esa noche existió.
Barros, como muchos de los que aquí vivimos, llegó a
esta ciudad gracias a los libros, al amor por los libros. Vul-
gar, ordinario, anodino, algún día leyó que en París bas-
taba caminar por las empedradas calles y mirar correr la
Seine para sentirse ligado a una historia antigua. Por eso
se vino. Una historia antigua escrita en las piedras, en las
catedrales de libros que se levantan sobre una de las más
portentosas invenciones de la humanidad: el pasado, el
tiempo transcurrido.
Así que yo también soy antiguo, tan antiguo como el
polvo, vamos a ver si logro hacer que el polvo hable, se
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conserva su memoria de sátiro cangrejo, me dijo: ¿ves mis
muelas? ahora comienzo a ser un señor de verdad. Mañana
me traen el televisor y el perro. Pienso cambiarme de nom-
bre, botar mi pasaporte a la basura.
Borracho como estaba no le creí y me burlé, pues me pa-
recía que su edad era una eterna adolescencia. Lo digo tal
vez por lo de su rebeldía y el pelo parado, la trasnochadera
arreglando países y el mohín desafiante, los sahumerios de
hierba y los ruidosos festines a los que acudía, celebrando,
bailando hasta caer rendido, persiguiendo el silencio y la
frugalidad, la soledad y la simple desaparición. Antoinette
era la dueña de una librería situada frente al Sena y antes
de conocer a Julio jamás había oído hablar de Colombia.
Ella, que siempre tuvo miedo a visitar nuestro país, lo aso-
ciaba, claro está, con su aspecto físico, con sus manías y sus
debilidades, con sus ilusiones y sus terribles contradiccio-
nes, con su frivolidad y su bienhechora despreocupación.
Al verlo reunido por la noche con sus amigos cantando y
llorando, pensaba: “tan parecidos a nosotros y sin embargo
tan diferentes, con tanto lujo y tan pobres, con tanto color
y tanto gris, con esos monstruosos volcanes y esos maravi-
llosos y apocalípticos incendios en plena Capital, con esa
admirable capacidad de fábula mística y esa frivolidad que
se gastan, con esa música y ese luto…”.
Él era ingenuo, atento, tímido, y fingía siempre que aca-
baba de llegar, que nada sabía, que carecía de pasado. No
tengo rey ni reina, soy esa sombra en la pared, esa nube de
humo que flota en el cielo, ese ídolo de madera ennegreci-
da que venden por Bellas Artes.
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En ese momento suena el timbre de la puerta.
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La voz:
—¿Quieres que te meta un poco de miedo? Vengo de
un país donde meten miedo... no, no, Bélgica no... El mie-
do es la niña despeinada de largos colmillos, la hijita del
guardaespaldas de Monsanto, el comandante de la Brigada
de segunda mano negra. En Colombia se necesitan hartos
guardaespaldas ahora. Hay mucha gente armada, la sangre
corre por el río...
—Deja la sangre por ahora.
De noche, Jota se sentía joven, escuchando tocar la gui-
tarra, dibujando en los bares, haciéndose pasar por un bra-
sileño en Praga, dejándose crecer la barbilla, enfocando el
proyector de su imaginación para disipar o acostumbrarse
a las sombras en que se envolvía el futuro, lo que iba a su-
cederle a él y a sus personajes.
Andaba por el centro de la ciudad como una babilla bus-
cando su charco. Andaba por el centro lagarteando, bus-
cando a algún político conocido para mandarle una mor-
dida, un sablazo, un varillazo que le hiciera sangrar: anda,
vive una historia conmigo, cuéntame tu historia, ayúdame a
escribir una novela.
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El banco me envía publicidad para que haga planes y me
convierta en propietario de estos muros. La mierda de la
gata lo invade todo. También escribo unas palabras para
mi amiga la gigantona de piedra y madera y aprovecho la
siesta de la niña para bajar a ver sino hay cartas de la reli-
giosa en el buzón.
Vivo como un artista, así vive uno sin camisa, mirando
por la ventana, imaginándose ser un matón aunque sin ar-
mas (...) un hombre con su hija en silencio esperando tan
sólo que pasen las horas, miramos fotos, echamos colores.
La infancia es un espectro de colores y miedo a que nues-
tros padres nos abandonen.
Uno piensa todo el día, recuerda a sus amigos, escar-
ba en la ropa sucia de su mujer, tiene pensamientos como
hebras, como cabellos, cada una de las personas que nos
acompañan en el padecer está colgada de un hilo de estos.
Ella me quiere llevar al mar.
En estos días he pensado en la felicidad que había en los
preparativos para ir al mar, buscando las toallas, el aceite de
coco, los peines, los balones, las sandalias, los neumáticos.
Hacer que la casa funcione. La mujer del candidato, mi
mamá, la giganífona y yo haciendo funcionar la casa, lavan-
do los platos de anoche para poder servir el almuerzo, pen-
sando que había echado mucho aceite en la sartén.
El amor. Poder decir “al amor” como se dice “al carajo”.
Pensando en el cine de la realidad deseos de ser filma-
do durante estas lentas horas en que esperamos la llega-
da de la tarde, de la noche, de la madre. Así actuaríamos
con más entusiasmo.
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Pedirle que venga a buscarme. ¿Qué hace allá tan lejos?
El amor crece entre los seres en el convivir. Estar lejos el
uno del otro significa toda la ausencia. Supongo que esto
puede considerarse como un sacrificio a los dioses. Cuánto
quisiera irme con él a una nueva tierra. Comenzar de nuevo.
Ahora estoy aquí como prisionera de mi destino.
La sala del apartamento es inmensa. Tenemos un ven-
tanal desde el que se ve casi todo París. Es una visión que
al comienzo te prende por su callada lejanía y mudez, rota
muy de vez en cuando por un irreconocible grito, chirrido
o golpe del viento desprendiéndose de las cornisas. Los
edificios, el ancho espacio de techos y chimeneas te trae la
nostalgia de una inmensa bahía. ¡El mar!
El pecho de Adela, que ahora está acostada en mitad de
la sala, es frágil, blanco, casi huesudo. Sus pezones obscu-
ros, violeta, rosa, pecosos, se yerguen contra el cielo raso.
Su cabellera está desparramada sobre la alfombra, aban-
donada. Ella sueña con los ojos abiertos. Abre lentamente
los brazos hasta ponerlos en cruz.
El vello de sus axilas, mirarlo sin lascivia.
Unos gruesos pies desnudos, casi animales, avanzan por
la alfombra. La bata negra de entrecasa de un hombre muy
grande flota por el corredor. Se oye el llanto de un niño de
meses en el fondo de las habitaciones; un llanto lastimero.
A lo lejos se oye una sirena.
—¿Arthur?
El hombre atormentado por las dudas, en piyama, acos-
tado en su cuarto, rodeado de libros, anhelando una pre-
sencia. Su hijo vive en la calle y se droga. Es un adolescente,
tiene un amigo mayor que le da la droga y lo hostiga con
sus requiebros amorosos.
La mujer y el hombre no se entienden ya mucho.
Están al borde de los cuarenta. Ella, en secreto, desearía
tener otro hijo antes de que se haga tarde.
El marido, en silencio, leyendo un libro.
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niñas hambrientas, lágrimas obscuras para bañar los pies
cansados, buscando un aguacate que ofrecer al amor.
Amor y sangre, látigo del remordimiento, culebra de las
herejías y las renuncias, colores aciagos del cólico, verde
hermoso del olvido y ayuda del caminar.
Por amor a un cielo rosado, por amor a una monja des-
nuda, por amor a una mujer flor de higo, vivo en una cama
de colchas rojas, trasnoche en Lisboa, me arrodillo inocente
y perverso y le pido besos y pensamientos de agua dulce y
ella de espalda dorada y rodillas pulidas me empuja trastor-
nada y literaria hacía el frío. Noche de los adioses.
Llegué a Santa Marta en noviembre de 1627. Me había
embarcado en Barcelona en el bergantín de don Pedro de
Almagro, tres meses antes, dispuesto a no regresar nun-
ca más a Valladolid, hastiado de las intrigas de Palacio, de
Góngora y de mis servicios al conde de Osuna. América:
allí, aquí, todo comienza. ¿Cómo podía yo imaginar lo que
iba a suceder siglos después?
Santa Marta es un rosario de haciendas, caserío con te-
cho de paja, una cruz, y la comandancia.
La guerra que han hecho nuestros hombres ha sido
cruenta y maldita como todas las guerras y por eso no me
referiré a ella. Además aún vivimos inmersos en la polvera
de Marte y Ogún. Me referiré al amor de las indias, de las
cabellonas, las de sexo como hicoteas. Quiero practicar el
mestizaje a fondo, tener muchos hijos en este continente,
me decía mientras la nave se acercaba a la costa verde,
agreste, y el maderamen se reflejaba en el agua coralina,
jade, índigo. Una desconocida humildad… religiosa me en-
coge el corazón al ver las montañas de la Sierra Nevada.
Las gaviotas repiten sus gritos poemáticos una y otra vez.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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El gran miedo es reconocer que día a día se apagan las
luces (LA GENTE SE MUERE HASTA DE HAMBRE), que el
silencio va invadiéndolo todo, la visión tiñéndose de ama-
rillo, la inmovilidad ganando terreno.
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jeron. Hay que encerrarse a estudiar, guardar silencio, soñar
con el vacío.
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En la fuente, varios Punks están allí tirados bebiendo de
enormes botellas de cerveza de a cinco litros. Uno de ellos
le tiende la mano a Natalia y ésta le da la mitad de su sand-
wich. Laura y Marcos se miran y se sonríen de nuevo.
Siguen caminando. Marcos, luego, las invitará a su estu-
dio. Escucharán música (Bob Marley). Caerá la noche. Dor-
mirán los tres en la misma cama. Vestidos.
—¿Y qué vamos a comer?
—Plátano tostado. Queso. Vino.
—¿No hay tomates?
—Sí. ¿Te gusta el aceite de olivas?
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Por la mañana es bueno bañarse en el mar, desnudos to-
dos, en cueros, las cabellonas, los niños, el sacerdote Die-
go. El verdor se nos mete por todas partes, los cielos pro-
fundamente abiertos. Siana prepara a la brasa un róbalo,
la arena es blanca, fina, brillante. Luego nos tendemos en
una cueva y nos besamos y follamos. Ella me está tejiendo
una mochila. Se cubre únicamente con un pedazo de tela
desnuda profundidad enmarañada entre las piernas.
Esta historia es como una mentira para turistas. Queve-
do en el trópico escribiendo en un mesón, bajo una cho-
za, ensayo comparando la manera en que Ulises y Perceval
enteran de la muerte de la madre. Tiene aquí varios hijos
(haveth childers everywhere), se ha puesto fuerte, anda sin
camisa, bronceado, con una barba canosa y rala, sin impor-
tarle que lo vean cojear. Las indias le empañan los espejitos
cuando él se acuesta con ellas a hacer la siesta.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Dionea
-2005-
El disfraz del maíz
—
Manes a la obra
—
Doña de divinas tetas
—
Diosa de Himeros
—
El redactor de Cosmogonías
—
Aparece el brujo
—
Cuarto de sirvienta
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Dionea -2005-
El disfraz de maíz
Ese día: el profesor Jean Dindon, ahora conocido hasta por
los gigolós —cigarrones— marroquíes, dijo de manera sor-
prendente: “Los invito a que me coman”, así lo comprendi-
mos; algún día; siendo ya famoso, confesaría, como Umber-
to Eco, que el gran dilema de su vida fue ese: Escribir una
novela o entregarse, boca abajo, a un hombre.
Después de haber sido nombrado en aquella cátedra
muchos pensamos que por fin escribiría su novela, pero
durante su lección inaugural en el College de France, el
profesor se nos había ofrecido en carne propia a nuestro
apetito de antropófagos literarios, diciendo que no tenia
poder alguno, que algo sabía de literatura y aspiraba a un
poco de sabiduría, pero sobre todo, lo que más deseaba, lo
que más le enorgullecía, era tener sabor, lo máximo, le plus
de saveur posible... hasta que reviente el hervor…
Yo había llegado a Francia en la primavera del 78 para
seguir su curso sobre “La preparación de la novela”, des-
cubriendo asombrado que esta forma literaria es omnívora,
pantagruélica, se traga todo lo que puede, tragaldabas, es
una olla mágica con vacas y carneros, recetas de cocina,
dichos de la gente, lo que no mata engorda, la nostalgia de
la madre, el pensamiento mágicorreligioso, la experimenta-
ción permanente…
La suerte, que todo lo puede, me llevó a conocerlo
—Y… ¿que tal si venís a casa una de estas noches y prepa-
rás una típica comida colombiana? Te lucirás con Jean—
me dijo Raúl Escari, un muchacho argentino, muy amigo
de él y de Marguerite Duras, que trabajaba conmigo en la
Fábrica de Noticias…
Gracias a su inteligencia, su gracia y sus numerosas aven-
turas, Raúl se ha vuelto personaje de relatos de sus amigos
escritores, mientras que él siempre se ha resistido a ese
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prurito de escribir novelones que nos asalta a todos los sud-
americanos al llegar a París.
Muchos fuimos a visitarlo con lápiz y papel, como un orá-
culo. Fue él quien me recordó que tras aquella célebre opo-
sición entre lo crudo y lo cocido se podía hablar del mármol
europeo y la arcilla americana, de la diosa Ceres, con su pan
de trigo, de la Pachamama, con su bollo de maíz, de la novela
y el mito… ahí mismo saqué el cuaderno y me puse a escribir.
—… Pero che, es algo insoportable, no puedo abrir la
boca, todo lo que digo sale impreso… y por ahora… cero
peso, exclamó Raúl.
—¡Wa-sa Allah que tú puedas remediar eso!, me pediría
el profesor poco antes de desaparecer, meses después de
aquella comida que sería memorable, sobre todo para mí.
En Marruecos habíamos aprendido el significado de la
palabra ¡ojalá!
Todo había comenzado por el deseo de hablar de la
emocionante mazorca de maíz hervida que venden duran-
te el verano los africanos en las calles de París, a las cuatro
de la tarde, la misma hora en que las palenqueras entonan
en Barranquilla sus pregones en algunos barrios ¡bollo, bo-
llo, bollo’e mazorca! Se me podía ir la mano de felicidad
sacando palabras y alimentos de la olla secreta que nutre
la imaginación…
…los yorubas santeros cubanos nos enseñaron que hay
un mundo invisible donde también está nuestro cuerpo
mágico pletórico de vacío, sonriendo satisfecho, sin ham-
bre, hambre que espera comida no es hambre, muerto de
la risa, desencarnado, sosteniendo el puente de los recuer-
dos entre el más allá y este ahora, once de la mañana de
un día viviente…
El pan nuestro de las oraciones europeas de cada día
había sido remplazado por el bollo de maíz en la Nueva
Andalucía, como se llamaba la costa caribe colombiana
en tiempos de la colonización española... los Curas doc-
trineros, protectores de indios, se preocupaban porque a
veces peligraba su “pan coger” a causa de las rebeliones y
fatigas de sus protegidos... nuestros ancestros indios culti-
varon desde siempre el maíz, ese dios con barbas que les
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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de Dionea y la cumbia que se escuchaba esa tarde en su al-
macén me llevaron por los cielos hacia ese territorio compar-
tido, la patria es la infancia… ¡Qué dirán los niños de la calle!
Sentirse lejos de casa, un poco depresivo o sin dinero,
seducido y abandonado, se dice en Colombia: “Estar en la
olla”, atacados por el “yeyo”, fenómeno climático revuelto
con nostalgia “chupacobre”, malestar indefinido de domin-
go por la tarde, mirando unas altas paredes, un cielo cuadri-
culado, lejos del mar… ogro caníbal que nos despechuga en
las pesadillas y nos mata a veces de tedio, cuando perdemos
el sentido o la ilusión de lo que estamos viviendo…
…Uno de los mejores remedios para combatir ese mons-
truo de los sinsabores, me enseñarían Dionea y Raúl, es
reunirse con amigos y preparar algún plato, escuchando
música... En la cuenca caribeña la comida siempre ha sido
tema de canciones, vamos a hacer un ajiaco entre tres o
cuatro canta Daniel Santos, y pasteles bien picantes como
los cocina Flor, comida tradicional navideña ensalzada por
Bobby Cruz, salsero puertorriqueño.
…Ahora la flauta de millo sube, viene buscándola desde
el río Magdalena, el tambor me llama con sus “tres golpes,
tres golpes”, así le dicen allá a las tres comidas del día, el
palpitar del cuero de venado nos estremece y nos hace mo-
ver, estilo piragua, en el aire frío del otoño parisiense, y este
cielo, nuestro amigo de siempre, arroja ya su luz de maíz
tierno sobre nuestras cabecitas locas, un poco de locura a
nadie le hace mal, carnaval, carnaval, cantaba Raúl mientras
me ayudaba a pelar los plátanos verdes para preparar unos
patacones... Cortaba rebanadas gruesas como monedas de
aquellos bananos gigantes mientras el aceite se calentaba,
papi, ojo con quemarte, y antes de freírlas las pasaba por
agua-sal y ajo...
Sonaron unas maracas, ahora les voy a enseñar cómo se
hacen las arepas, para poder saborear estas frases necesito
escuchar a los gaiteros de San Jacinto, un grupo de viejos
campesinos colombianos que descubrieron el secreto para
enamorar a las muchachas y cuyas canciones se dedican a
los aguaceros de mayo, a los saínos y gallinas que gustan
también del maíz, ese dios que tiene pelusas y las comparte
con el algodón, con las frutas, con las mujeres…
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dormidos, son llevados hacia la corriente del caldero junto
al arroz, los tomates, la cebolla, el achiote y el ají, le podías
agregar a ese arroz, papá, una hoja de laurel, te cuento que
la fiesta completa la hago yo, ahora en París, hombre de la
casa, “viejo” de mis hijas, con una botella de vino blanco...
maldito vientre que nunca nos deja en paz, se queja Ulises
cuando está “pasando filo”, quiere decir muy hambreado,
muy amolado, muy aguzado, muy dispuesto a cortar, ya
che, cortála, ya está reventando el hervor, ha sido una linda
noche, pero es hora de que te vayás.
Recuerdo que el profesor dijo... si alguna vez llegara a
desaparecer, y el día esté lejano, quiero que mi epitafio sea:
“Jean Dindon ha cesado la farsa de probar… o de experi-
mentar, aún no estoy decidido sobre el verbo exacto” …
Ahora Jean Dindon se ha vuelto mito, había desaparecido,
pero sigue vivo en la olla mágica, nunca comprendí por qué
dijo mientras exista la muerte habrá mito, en lugar de decir
“mientras exista la vida”…
Raúl me ha llamado hace unos instantes desde Buenos
Aires para leerme una décima de su libro, algún día tenía
que probar, El sabor de los muchachos, aprovechando las
sabrosas conversaciones de Jean, sus aforismos, sus anéc-
dotas de viajes y hasta las recetas de cocina que él apun-
taba en su libreta de escritor, sin pasar jamás al acto, sin
meter las manos en la masa…
De fácil preparación
la novela nos parece
y por eso se apetece
para cualquier función.
Pero mito es ilusión
de ser siempre recordado
por un muchacho adorado
y que sin ningún estorbo
concluya el último orbo
con el último bocado.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Dionea -2005-
Manes a la obra
Entonces voy con una muchacha al Louvre, a la que llama-
ré Dionea, después, a ver nuestros cuerpos de dioses… la
metamorfosis de este relato es hasta el día de hoy perma-
nente, constante, como nuestro cuerpo transformándose,
día a día… no sabía que al fin la iba a encontrar, daría con
ese fantasma, la famosa novia de la tierra, la reina de los jar-
dines, la hembra divina, nos conocimos en un baile, jamás
habíamos ido el Louvre, hace poco abrieron unas nuevas
salas con las máscaras de nuestros ancestros taínos —Ca-
nalla rumbero —me dijo ella, —¿qué le han aportado uste-
des los franceses a la tierra?
—Pensar en clasificar… le dije yo... Había terminado
siendo francés, pese a que nací en la región de los caribes
caníbales… Varias veces me vi obligado a cambiar de piel,
a reconciliarme con otras naciones ensayando técnicas de
vida como el yoga, el vegetarianismo, el psicoanálisis, y so-
bre todo la danza, quiero contar… la historia del alma mía…
Tal vez mover el esqueleto permitió que nuestros padres
se encontraran, el baile permite encontrarnos, darnos alien-
to, con los ojos bien abiertos vamos ahora acariciando las
esculturas de mármol, arcilla, granito y madera, esta ninfa
es mi doble, lo sé, qué curioso, la idea me vino mientras
veíamos al hermafrodita despertándose, Oh señora Venus,
ayúdanos que vamos a exponer a nuestra metafísica, el
amor, oí que me susurraba el espíritu de Fernando Gonzá-
lez en la sala del hermafrodita, el pensamiento no muere, lo
sólido se desvanece en el aire, pero el espíritu no, tratemos
de ser como ese monstruo bueno, hermafrodita omniscien-
te, tiernos y aplicados, labios de chocolate o africanos, yo
soy, yo fui, yo seré uno de sus diez amantes, yo le dije que
sus nalgas son como duraznos, con algo de palenquera…
El domingo por la tarde podía ser fatal para los extran-
jeros recién llegados a la ciudad de las tentaciones, curso
de alta cocina literaria, el seminario sobre la preparación de
la novela fue suspendido de manera brutal por la irrupción
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del mito, nuestro querido Roland Barthes fue atropellado la
semana pasada por una camioneta al salir del Collège de
France y se ha ido al cielo.
Ahora me siento encerrado, con el Yeyo, ese fantasma
de rostro calloso que bosteza sin cesar en un cuarto de sir-
vienta, imaginándonos que somos como esos vagabundos,
caminantes, nietos de piratas en isla Tortuga… ¿Somos aca-
so guardianes de nuestros abuelos? Gente paseando por
el campo, o a orillas del mar filmando a los nenes, lejos de
la guerra, distraídos en el cine, Psiquis ociosa, seducidos y
abandonados, hay que lavar la ropa sucia y luego hacer los
ejercicios, viene entonces cierto desespero, si se envuelve
en una siesta la amenazan los gritos de quienes van o vuel-
ven del estadio, quién la tomaría de la mano, el mito son
las otras posibilidades del hombre por fuera de la razón,
los relatos de sueños se asemejan a los mitos, imaginaba su
propio calendario, en el Amazonas la piel de las serpientes
se desprendía, los hermosos rombos verdiamarillos queda-
ban flotando entre las lianas, pese a que se volvían pellejos,
había pasado un año, a lo mejor ella se haría musa de un
escritor, no es eso lo que falta en París, tierras de la metá-
foras, diría mi tocayo sacándole partido a la memoria, quizá
su padre soñó que en esta ciudad museo podían iniciarla
en el arte y en las letras y en la política forastera, ¡qué gran
juerga el conocer!, cierto...
—Tengo telarañas entre las piernas —me confesó esa
tarde iniciando su mito incompleto y fragmentario, mien-
tras leía cien libros y tratados, Anansi, tía araña, había esta-
do con su baba atrapamoscas tejiendo algo funerario entre
sus muslos, acaso el miedo a entregarnos, pero ahora nos
habíamos encontrado en esta fábula del primer mundo, le-
jos de casa, qué va a ser de ti, color de hormiga adquiere
nuestro cuerpo cuando camina a medianoche por Trocade-
ro y Passy, las sombras de los violadores se agigantan ex-
presionistas sobre los muros, no soy la nieta de Menguele,
soy la nieta de Chagall.
…Al salir del museo me pedirá que la lleve a bailar,
íbamos caminando por los pasillos del Louvre, laberintos
donde velan desde hace siglos nuestros cuerpos gloriosos,
incorruptibles, fríos, sin hambre, sin pelambre, Dionisos,
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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fluctuante espuma de las olas, había reaparecido regando
la potencia a los cuatro vientos, mezclándose con la gente
de la costa, le habían dicho que un anciano de su fami-
lia, el tatarabuelo Emiliano Rebolo, descendía de un se-
ñor que fue esclavo en el siglo pasado, Sebastián Congo,
quien venía dentro del lote vendido en Cartagena a doña
Belisa Simanca, dueña del hato llamado Porquera de San
Antonio de Padua de la Soledad, en el sitio de los indios
Paluato, muy cerca de la actual Barranquilla, donde vivía
un ermitaño que llegó de Sevilla en la época, digamos,
de la alcahueta Celestina o del poeta Góngora, ese que
cuando está solo le canta a la bella esposa enterrada, la
hija entregada unos meses en usufructo de la semilla al rey
de los metales Plutón Kagoro, deidad polimorfa de los
subsuelos, cátodos, camino descendente de la electrici-
dad, enchufe, toma del rayo en la tierra.
Emiliano Rebolo, cuenta su ahijado Peyo Beltrán en una
canción —el fundador de la Cumbia soledeña lo conoció
en su niñez, —era bueno para la boga por el río Magda-
lena, pero a los cuarenta años parecía un musculoso viejo
de sesenta, y por eso decidió quedarse a vivir a orillas del
caño de la Ahuyama y currar allí fabricando clavos para las
vías del ferrocarril entre bahía Cupino y las Barrancas de
San Nicolás. Él era uno de los que organizaba la danza del
Garabato cuando llegaba la fiesta de la Candelaria, el 2 de
febrero, pero en la época en que ocurre este cuento, ya
verán, su encuentro con el Cucaracho Milton Cipolla trae
luto y cenizas a la ciudad.
Emiliano vivía en ese entonces con una india guajira de
veinte años, Yona, quien más bien parecía su hija. Esto, re-
petimos, fue a fines del siglo pasado y de ello no quedó
registro. Se supone que ese Emiliano, mencionado en al-
gunas décimas y mapalés de los municipios de Cipagua y
Piojó, fue abuelo de Lucila Rebolo, la madre de Dionea, así
nos lo contó un peluquero del Paseo Bolívar, Mitomartin
Brochero, quien tenía muchos libros de arqueología de las
Barrancas de San Nicolás y las playas de Salgar, ustedes sa-
ben que la memoria y el tiempo van enredando el cordel, la
pita, porque lo propio de los humanos es inventar leyendas
en las que somos amados por diosas, nos unimos a esas
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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acostado entre tiburones más allá de los tajamares y man-
glares de Bocas de Ceniza y las Antillas, Canarias y hasta
los confines de Grecia y la tierra de los congos, si quieren
que se diga.
Ella nada sabía, pero había descubierto con alegría los
orígenes del barrio Rebolo, con sus danzas, sus comparsas,
sus decimeros, muchos de ellos trabajadores del terminal
marítimo y fluvial o mecánicos en los talleres de latonería
que a ciertas horas retumban y repican como música de jazz.
Dionea, la futura suegra deseada, puede ganarse la vida
bailando, diseñando vestidos, cuidando niños, inventando
coreografías para la danza del garabato, la que desfila por
el paseo Bolívar al llegar el carnaval. También, los sábados
por la tarde, trabaja de salvavidas en la piscina olímpica.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Dionea -2005-
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Amanecimos estudiando, eran como las seis de la ma-
ñana y estábamos hasta aquí de mitos, de cuentos y re-
ferencias, de intertextualidad y otras carajadas. Él tiene
49 años y piensa que puede regresar todavía a Francia
y presentar la tesis, bueno, estábamos con el cachondeo
de siempre, no sé si te he mostrado fotos de él, o si te he
dicho cómo es de loco, es flaco, hirsuto, canoso, con la mi-
rada honda y alucinada de fumador inveterado de hierba,
un burro de verdad cargado de libros y libros, por eso fue
que su mujer lo dejó.
Nunca me imaginé que a los 25 años iba ser amante
de un hombre mayor. Me encanta: le digo papico, mi cie-
lo, corazón, siempre se las ha arreglado para no traba-
jar como los demás y ha inventado el cuento de que está
en una misión antropológica pagada por el “Musée de la
Femme”, recogiendo datos por todo el Caribe colombia-
no sobre la sexualidad de nuestras ninfas y matronas, el
feto es mujer al comienzo de la vida luego nacen los testí-
culos por eso ustedes los hombres tienen tetas y nada de
leche le dijo doña Julia Pacheco la enfermera amante de
Antxoni nosotras tenemos los cojones en las tetas dijo sin
reírse el profesor apuntó en su cuaderno con un interro-
gante cómo se acomoda en nosotros hijos de la sagrada
pareja el sentimiento oscuro y vaginal culebreo de la tierra
que da frutos y meses después está yerta esperando la
metamorfosis de las estaciones lluviosas y sequías por un
lado luz solar razón cristalina alfabeto libro leyes y abajo
la caverna con lagartos mire ese cielo decida hombre o
bestia caimán, parece un jubilado, aunque no tiene ba-
rriga, por eso siempre está disponible cuando uno lo va
a buscar, si no lo encuentras en la casa es porque anda
por el mercado, o en el centro poniendo unas cartas, es-
cribe con cojones, pilas, cantidades de folios, se la pasa
buscando libros por las aceras de Pica-Pica, se le suele
ver embarcándose en un bus por los lados de la estatua
de Colón, esperando salir para Sabanilla lo más pronto
posible, a bañarse en el mar, leer y escribir y buscar más
historias sobre Dionea doña de asombrosas tetas y de sus
bailes con los manes de Rebolo almas de los difuntos be-
nefactores del barrio.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Dionea -2005-
El redactor de cosmogonías
Había una vez en París un hombre que tenía el poder de
transformarse, me volvía un ocho, una culebrilla o salaman-
queja brotando bajo la piedra roída por el todopoderoso
tiempo, perdiendo mi pronombre el lagarto se asomó bajo
los bloques de mármol porosos del santuario, la vida ani-
mal latiendo siempre, sus amigos bohemios lo llamaban el
supremo mestizo, el camaleón, de ahí que le hubiese resul-
tado fácil convertirse en Jean Charles Dindon, un profesor
mitad francés, mitad de otra parte oscura, bajo el pavimen-
to la playa, anhelaba figurar en las historias, abandonar su
pellejo y convertirse en papel, en libro, en cuento, en re-
cuerdos, en un hombre de letras. A fe que lo consiguió, he
aquí la prueba.
Estaba casado con Léone, una abogada parisiense de-
fensora de indocumentados y apátridas, con quien tenía
dos niños. Su comportamiento había sido normal hasta que
se le ocurrió viajar a descubrir el mundo, Colombia, se las
dio de Cristóbal y se hizo “al cielo”, se metió en el lío que
contaba cuando había amigos cenando en casa, se tomaba
unos vinos y la lengua soltaba, ya un tanto bebido e hirsuto
no era de extrañar que de su cabellera brotaran dos bultos
que parecían, ni más ni menos, pequeños cachos de fauno
o sátiro coribante.
Oí su cuento una noche de octubre en que nos invitó a
cenar a Talla y a mí junto con otra pareja franco-colombiana
y un pintor, Efraím Darío hacía dos meses había llegado de
Colombia y pasaba un hambre sexual terrible, unas arreche-
ras de simio, no lo podíamos creer, lo considerábamos de
verdad un mentiroso, disque se lo había tragado Colombia,
treinta millones de seres vivos buscando ser como el amor,
más fuertes que la muerte.
—Y con aquellas fauces abiertas, esperándonos, lejos
de sus fronteras, los caníbales civilizados nos conside-
ramos paradigmas de la humanidad, tratando de vivir y
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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que ocurrió en el Edén. Es el huevo quien lo asegura. Todo
el espacio dividido en cuatro…
El profesor se quedó callado y oímos un leve susurro.
—Nos llevó el putas, no me puedo concentrar, ese plás-
tico alborotado en la cocina me distrae: ¡Dionea!
Fue entonces cuando pudimos ver el reflejo de aquella
adolescente mestiza ¿no te basta con seducir el espíritu de
las mujeres que se entregan? con algo de virgen morena,
rostro no tan indio, como decía el profesor, más bien pa-
recía una cubana, una carabalí, que en Cuba quiere decir
bailarina, un poco guajira, sus pechos sueltos, duros, empu-
jando el tejido de una camiseta de propaganda en la que
podía leerse Mystic Company.
Era la sirvienta, una adolescente colombiana, ojos negros
piel canela niña abuela de la humanidad llevas tu máscara
de la esclava en esta ciudad extraña aguanta por ahora este
papel protagónico en nuestra casa la tierra desde antes de
los indios y los reyes etíopes numerosas máscaras y almas
vendidas han sido obligadas a servir a otros hermanos y se
afligen sufrimientos se gritan y se tratan mal se hacen daño,
para hablar, se quitó una mecha rebelde de la frente.
—Señor, ¿llamaba?
—Vea qué es lo que ocurre con ese ruido de bolsa de
plástico arrastrándose por el suelo de la cocina. ¡Ah! Y por
ahí derecho tráigame el manuscrito del libro que estoy es-
cribiendo, si no es mucho pedirle…
—¿Cuál, señor?
— El de las energías aberrantes.
Dionea se persignó, hija del cielo abandoné la carnicería
tiembla con sólo oír la palabra guerra aunque estén matán-
dose lejos de mí.
—¿Ese de los lazos rotos, señor? ¿El manuscrito de Los
huesos de Aquiles?
—Dionea ¡atrapamoscas no! Está usted meando fuera
del tiesto.
No y no. Mi tesis, eso es lo que quiero que me traigas.
¡LA TESIS!
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Dionea -2005-
Aparece el brujo
El día de los Manes me hallaba en la estación de Austerlitz
esperando a una de mis hijas cuando de repente sentí que
alguien me hacía señas. Un negrazo parecido a mí, Cam-
bundongo, Congo, Rebolo, Benguela, Muchicongo o Ca-
labar, estaba allí de pie, sonriéndome. Se me acercó y nos
saludamos como habíamos visto que se saludan los ami-
gos al encontrarse en el centro de Barranquilla, en Dakar, o
Martinique, en el Bronx o en Puerto Rico, una mutua palma-
da seca y alegre con los dedos abiertos.
Me di cuenta en seguida de que aquel hombre de unos
cuarenta años era mi doble mágico, alguien que había veni-
do desde muy lejos en el tiempo, desde el valle del Omo y
la noche antigua de la Atlántida, lo sé, a banquetear conmi-
go cual un Poseidón de rostro quemado por el sol para ayu-
darme a escribir este libro que tenía varado, empantanado
desde hacía años con mis iguanas y caimanes, mis burros y
mis muchachos muertos sin saber cómo resucitarlos y dar-
les aliento, forma, oír sus historias con la gran viajera.
Nos vinimos en el tren con la niña, hablando de la Santa
Madreselva que nos hacía falta, del collar de la buena suer-
te que le traje de México...
—¿Has oído hablar de los negros de Alejandro Dumas,
nieto de una esclava haitiana, Balzac dijo, uuuy cómo me
van a comparar con ese negro, los que le ayudaron a es-
cribir sus libros, piel canela, chocolate, los que nos dieron
el azúcar de caña y la conga, sabor? —Pues yo soy uno de
ellos —me dijo con su cara de genio de la lámpara, soltan-
do la carcajada de los tímidos. Sus ojos brillaron tras los
aros de sus quevedos intelectuales. Su sonrisa me gustó y
me hizo desarrugar el ceño que yo tenía en ese entonces
bien fruncido, cara de nalga, sí, preocupado como estaba
por acabar con este bendito libro, historia de la bestia que
se vuelve hombre por sortilegio de una diosa que se ena-
mora de él, ella lo saca del fango y lo pone a secar al sol,
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Dionea -2005-
Cuarto de sirvienta
Contratamos a Dionea para que se encargue de hacer la
limpieza en casa, preparar la comida y acostar a los niños. A
veces huele a sexo, a pachulí, a mariguana, parece distraí-
da, nostálgica, aún no habla muy bien el francés, aliento de
vino, se maquilla como puta con frecuencia para ocultar su
palidez de monja.
Me advirtió que si queda encinta tendrá el hijo, no quiere
saber nada de abortos, desde el primer día que la vi sentí el
bebé flotando, nuestro hijo nació porque ella así lo decidió.
No anda muy alegre en estos días, está escribiendo un
libro sobre el novio que le mataron en Colombia, trabajan-
do con la muerte de Emiliano, con la guerra de las larvas
colonizantes, con esa organización que se burla de lo que
otra vez fue sagrado, la ceremonia caótica. ¿Cómo puede el
caos instituirse en ceremonia? La guerra es padre de todos.
La carreta, este cuento por ahora empantanado con las
bestias, atraviesa una llanura sembrada con sauces lloro-
nes. Van a enterrar a Emiliano Rebolo después del balazo
de esta mañana que le paró el corazón, le silenció el mur-
mullo de la sangre, extinguió el soplo de sus huesos, ya
no baila, recuerdo el pasito tun tun, pero no se aflijan, no
pongan esa cara, bueyes, que estoy vivo, si me llaman, les
voy a resucitar, vuelve y juega.
En el reino del Congo cuando alguien es llamado por los
ancestros y los por nacer, cuando viaja al otro mundo, en
el sueño donde se despierta con otros recuerdos, sus ami-
gos lo despiden cantando. El lugar del velorio, mientras los
parientes pasan las nueve noches en vela con los vecinos,
se presta para decir lo no hablado, chismorrear chambrear,
hablar de política, gallinacear, ligar, beber caldos levanta
muertos.
Luego salen las máscaras, las danzas y los tambores. La
ceremonia es llamada Matanga.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Días de tambor
-2012-
Últimas noticias
de la Machaca
—
Una raya en el cielo
—
Erotes
—
El último tabaco de Ítalo
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Últimas noticias
de la machaca
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que escribí basándome en la vida de Julio Porfirio More-
no, aquel colega colombiano que se perdió a causa de sus
amoríos con Hurí Gieseken, la alemana embrujadora que
hacía unas prácticas en nuestra sesión. Ese muchacho fue
un desastre, se perdió para el periodismo por su fantasía
enfermiza y su erotomanía desaforada. Lo “defenestraron”.
No niego que puse mucho de mi propia experiencia en
ese escrito y si me volvieran a invitar a leer en la Maison de
l'Amérique Latine a lo mejor podría hacerles pasar un buen rato.
Seguro que no me pondría nervioso como Julio Porfirio
pues ya soy veterano. Y si bien me tiño el bigote creo con-
servar el alma juvenil. Un alma de espontáneo, como dicen
en la tauromaquia.
Sí, pues. Oigan lo que les cuento.
Para que nadie se vaya a mosquear en la oficina inventé
todos los nombres y escribí el asunto en tercera persona.
Las noticias traían muy triste a uno de nuestros colegas-
poetas y para alegrarlo, viéndolo así casi de luto, picado
por la mosca de “lo que está ocurriendo en este mundo
despiadado y guerrero”, una diosa, sin que nadie se diera
cuenta, había decidido ofrecérsele tomado posesión del
cuerpo de Hurí Gieseken, la colega del servicio de informa-
ción económica.
Ella quiso insuflarle aliento e impedirle desfallecer en es-
tos bellos días. "Debía aguantar“. Por eso, además de las
noticias le hizo redactar algunos versos sobre lo ocurrido
durante el viaje que hicieron juntos a Lima, cuando les tocó
cubrir la matazón en la embajada de Japón. Nunca nadie lo
supo. Hurí le había salvado de verdad la vida. Él agonizaba
con la información de la bolsa de valores y los atentados
en Bagdad.
En la oficina, hay que reconocerlo, somos periodistas de
día y poetas de noche, la mayoría de nosotros sueña aún
con aventuras milagrosas o hechiceras, no nos resignarnos
a perder ese pensamiento mágico que, dicen, tiene su san-
tuario en las selvas del Amazonas.
El colega Bermejo dice que Julio Porfirio no es poeta ni
es nada, “sólo es un hazmerreír”, “un intelectualoide”.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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—Tengan cuidado muchachos, no seáis solo chupaculos.
Buscad el amor, no somos perras muertas para atraer solo a
los gallinazos. El sexo sin amor es la muerte, no lo contrario.
Ustedes son unos enfermos.
Bermejo, por supuesto, se fue rápido, parecía celoso,
seguro ahora estaba bebiendo solo y comiendo maní Chez
Georges. Muerto de la envidia al sospechar que Julio Porfi-
rio no sólo escribía bien, sino que además se había comido
a Hurí en Lima. ¿Pueden imaginarse su rabia? Va pues.
Una de las jóvenes periodistas escuchaba con disimulo,
sonriente, nuestra conversación de periodistas de 50 años
¿Cómo se había enamorado la alemana tan linda y tetona
de aquel peruano huevo frito?
Al salir de la oficina, Bermejo, sacudiéndose la caspa del
stress, daba vueltas por la calle de Moliere, la Rue Saint
Honoré, mirando hacia la Comédie française. Una tarde se
había encontrado con Hurí. Ella lo abrazó por fin.
Acababa de cumplir la edad en que murieron Moiiére y
Balzac, enfermos de verdad, y seguro temía que le pasara
lo mismo, ya, volviéndose viejo en la escena del día, pelo
cayéndosele, sin fuerza en los riñones, acaso se preguntaba
¿No hay algún peligro en hacerse el muerto en vida?
Bermejo era el más loco y desesperado de nosotros con
aquellos deseos insatisfechos que lo estrangulaban, él los
llamaba “el genio encerrado en el botellón”. También se
definía como un poeta amenazado por el periodismo. Era
algo chismoso y mal hablado. En la cafetería de la Radio
empezó a contar lo que se imaginan.
—Antoine arrugó el entrecejo cuando se enteró por un
chisme de lo ocurrido entre Julio Porfirio y la Hurí tan hechice-
ra, allá en Leticia, en la Amazonía colombiana, dizque el Por-
firio comenzó a quejarse de que le había picado la Machaca.
No soy culipronta, pero unas veces me he prestado
He sido veneno y suero, me han hincado el diente
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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Días de tambor -2012-
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
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él abrió los ojos, la vio, ¿me vio? sí, sí ¿mija? la distinguió,
pero la moviente y compacta muchedumbre dando vueltas
y haciendo farandolas los ocultó, le cerró el pasó, “Roger,
llévame de aquí, rápido”, él la jaló de la mano, salieron co-
rriendo… corrieron por la Calle Caldas, el letrero iluminado
fue una invitación, Pensión “Parque Almendra”, allí se ama-
ron sin descanso durante dos horas.
Tras el amor él la acompañó en un taxi a su casa en el
barrio San José. Su padre no había llegado aún, su abuelita
parecía que la esperaba detrás de la puerta, abrió corrien-
do, “entra rápido, rápido mami, estaba rezando, mijita, para
que llegaras antes que tu pae, hace poco llamó y preguntó
por ti, le dije que estabas durmiendo ya”.
En su cuarto, Rosalía abrió una gaveta con la llave que
tenía colgada al cuello, sacó un cuaderno y escribió: “Ya no
soy la virgen de Regla, ahora soy Yemayá, Barranquilla, 21
de enero de 1969”.
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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui
Erotes
Un sábado me invitan a una casa, la mujer es una bella ac-
triz y escultora aindiada, peruana o colombiana de cabellos
negros; el marido es un cabecicuadrado, un rico psiquiatra
francés de ojos verdes “color detergente”, qué horrible de-
cirlo, pero así lo oí describir a un periodista.
—Sexo, droga y mitologías de la guerra y la paz es lo que
domina entre ustedes, los artistas colombianos —diagnos-
ticó esa noche el psiquiatra.
Somos esa noche varios artistas en el círculo de comen-
sales, ahí estaba el pintor Saturnino ya alucinado con la idea
de su finca “Volver”, un homenaje al tango y a Neruda, el del
amargo útero de la tierra, vivir allá como un chamán retira-
do, acostado en la arena, regodeándose en sus visiones, en
esa finca lejana, remota, inalcanzable para los vivientes, un
poco como el Pénjamo de la ranchera que tanto le gusta es-
cuchar; sin embargo esa noche aún es fuerte como un Pro-
meteo bronceado, ebrio como un estudiante de medicina
que hubiese descubierto en el hígado la sede del alma. Esa
noche la cocaína circulaba en secreto, como en casi todos
los talleres de los pintores, muchos artistas amanecíamos
arreglando a Colombia y el mundo mambeando ese anesté-
sico y estimulante ponderado por Freud un siglo atrás.
En una pausa de la opípara cena, el vino coloreaba ya
nuestras narices y mejillas, voy a la sala de comodidades de
aquella mansión parisiense. Ene se entonces andaba curán-
dome del “erotes”, una muy antigua afección de literatos,
una melancolía causada por el exceso de morbo o deseo
para cuya sanación se recomienda, qué tal, vino, baños, es-
pectáculos, representaciones, músicas y cosas alegres que
separen nuestro entendimiento de este trauma profundo.
Al lado del lavamanos había un canasto repleto de ropa
sucia íntima de Idalia, saqué dos o tres “cucos” con manchas
en el fondo, eran breves triángulos de seda y encaje azafrán
167
o esmeralda, me las robaré ya bastante prendido con la in-
tención de componer mañana domingo en la soledad de mi
taller –para combatir “La Nada”– algún soneto o elegía a
las prendas sensuales de nuestras indias, los guayucos que
cubren el origen del universo.
Idalia resultó ser guajira, por eso me parece que su nom-
bre en realidad es Irama, “venado” en lengua wayunaiki;
pero en nosotros predomina tanto el modelo de la mitología
griega que hasta Michel Perrin en su viaje a la Guajira califica
de “Eurídice wayuu” ese mito de la india muerta que vio su-
frir allá en Jepira tanto a su viudo marido que se reencarnó
de nuevo para venir a buscarlo a la tierra de los vivientes.
Años después…
Ahora estamos en la habitación 1002 del hotel Tequen-
dama, me han invitado a la feria del libro de Bogotá, esta-
mos ahí oliendo de nuevo el soplete de la cocaína, huele a
gasolina, a sudor, a sobaco, a selva asfixiada, cubierta de
plástico, calentándonos el pecho y la imaginación, me cuen-
ta que se disgustó mucho porque Saturnino, antes de que
lo flechara el Wanulu, se le declaró a su hija, se la quería
mambear también como a ella, pero no estaba ni tibio, ella
me ve flaco como él cuando estaba preso allá en Jepira,
con deseos de volver a París. Veo los encajes de su cor-
piño y recuerdo aquellos años en que la deseaba con ar-
dor en los cenáculos parisienses… –La coca doméstica, la
que se consume en Colombia, es menos rosada que la que
conseguimos allá en París ¿recuerdas? –Será que le echan
menos sangre… la buena, como el café, la reservan para la
exportación… –mmh no sabía que ahora la mezclaban con
sangre… sus efectos son más miedosos… –sí, cuesta mu-
cho sacarla del País… se deben sacrificar por lo menos dos
indios por cada tonelada, para que el almendruco rinda y
funcione, es ya una superstición –así es, lo descubrieron los
39 Centauros en Bahía Portete…
Al amanecer intentamos dormir, teníamos demasiadas
pilas. Ella me abrazó en la cama, deseaba transmitirme su
calor solar, almacenado en el Cabo de la Vela.
La droga impide soñar. Michel dice que no es lo mismo el
uso ritual de las hojas de coca entre los indios. Sin embargo
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Días de tambor -2012-
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