Los 12 Frutos Del Espíritu Santo

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Los 12 Frutos del Espíritu Santo

Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Mansedumbre, Bondad, Benignidad,


Longanimidad, Modestia, Templanza, Castidad y Fe.

De los frutos de caridad, de gozo y de paz


Ver también caridad, gozo y paz

Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo y la paz, que
pertenecen especialmente al Espíritu Santo.

-La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo


-El gozo, porque está presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su
bienaventuranza.
-La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo.

Estos tres frutos están unidos y se derivan naturalmente uno del otro.
-La caridad o el amor ferviente nos da la posesión de Dios
-El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento
que se encuentra en el goce del bien poseído.
-La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma en la
posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y
de temor.

La santidad y la caridad valen mas que todo


La caridad es el primero entre los frutos del Espíritu Santo, porque es el que más se
parece al Espíritu Santo, que es el amor personal, y por consiguiente el que más nos
acerca a la verdadera y eterna felicidad y el que nos da un goce más sólido y una paz
más profunda. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta
que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los
placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda
imaginar; que sea otro Salomón y más que Salomón, que no ignore nada de toda lo
que una inteligencia pueda saber; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al
sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en
grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de
discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor grado
de santidad que pueda tener este hombre, el menor acto de caridad que haga, valdrá
mucho más que todo eso, porque lo acercan al Supremo bien y le dan una
personalidad más excelente que todas esas otras ventajas si las tuviera; y esto, por
dos razones:

1- Porque participar de la santidad de Dios, es participar de todo lo más importante,


por decirlo así, que hay en Él. Los demás atributos de Dios, como la ciencia, el poder,
pueden ser comunicados a los hombres de tal manera que les sean naturales.
Unicamente la santidad no puede serles nunca natural (sino por gracia).
2- Porque la santidad y la felicidad son como dos hermanas inseparables y porque Dios
no se da ni se une más que a las almas santas y no a las que sin poseer la santidad,
poseen la ciencia, el poder y todas las demás perfecciones imaginables.

Por lo tanto, el grado más pequeño de santidad o la menor acción que la aumente, es
preferible, a los cetros y coronas. De lo que se deduce que perdiendo cada día tantas
ocasiones de hacer actos sobrenaturales, perdemos incontables felicidades, casi
imposibles de reparar.

No podemos encontrar en las criaturas el gozo y la paz, que son frutos del
Espíritu Santo, por dos razones.

1- Porque únicamente la posesión de Dios nos afianza contra las turbaciones y


temores, mientras que la posesión de las criaturas causa mil inquietudes y mil
preocupaciones. Quien posee a Dios no se inquieta por nada, porque Dios lo es todo
para él, y todo lo demás solo vale en relación a El y según El lo disponga.

2- Porque ninguno de los bienes terrenos nos puede satisfacer ni contentar


plenamente. Vaciad el mar y a continuación, echad en él una gota de agua: ¿llenaría
este vacío inmenso? Todas las criaturas son limitadas y no pueden satisfacer el
deseo del alma por Dios. La paz hace que Dios reine en el alma y que solamente Él
sea el dueño. La paz mantiene al alma en la perfecta dependencia de Dios. Por la
gracia santificante, Dios se hace en el alma como una fortaleza donde habita. Por la
paz se apodera de todas las facultades, fortificándolas tan poderosamente que las
criaturas ya no pueden llegar a turbarlas. Dios ocupa todo el interior. Por eso los
santos están tan unidos a Dios lo mismo en la oración que en la acción y los
acontecimientos más desagradables no consiguen turbarlos.

De los frutos de Paciencia y Mansedumbre


Ver también: Paciencia y mansedumbre

Paciencia modera la tristeza


Mansedumbre modera la cólera

Los frutos anteriores disponen al alma a la de paciencia, mansedumbre y moderación.


Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de la virtud
de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosa para
rechazar el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como
virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios.
Pero cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a
sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La
paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se
regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la
paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre reprimir los
movimientos de cólera; el alma sigue en la misma postura, sin perder nunca su
tranquilidad. Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas sus facultades y
residir en ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y hasta el mismo
demonio teme a esta alma.

De los frutos de bondad y benignidad


Ver también: bondad y benignidad

Estos dos frutos miran al bien del prójimo.


La bondad y la inclinación que lleva a ocuparse de los demás y a que participen de
lo que uno tiene.
La Benignidad. No tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el
significado de benígnitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar
dulzura y esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto,
cordialmente, con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la
benignidad sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo.

Del fruto de longanimidad(perseverancia)


Ver también longanimidad

La longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo


plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se
espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de
la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La longanimidad hace,
por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud seamos más fervorosos que
al principio.

Del fruto de la fe
Ver también: fe

La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que
creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir
repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente
respecto a las materias de la fe.

Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso afecto que incline al entendimiento
a creer, sin vacilar, lo que se propone. Por no poseer este piadoso afecto, muchos,
aunque convencidos por los milagros de Nuestro Señor, no creyeron en Él, porque
tenían el entendimiento oscurecido y cegado por la malicia de su voluntad. Lo que les
sucedió a ellos respecto a la esencia de la fe, nos sucede con frecuencia a nosotros
en lo tocante a la perfección de la fe, es decir, de las cosas que la pueden
perfeccionar y que son la consecuencia de las verdades que nos hace creer.

No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar


conclusiones y responder coherentemente.
Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos.
De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo
a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el
principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades.
Pero cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra
voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos
pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía
entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que domina el
corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra
voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y
perfecta.

De los frutos de Modestia, Templanza y Castidad


Ver también: Modestia, Templanza y Castidad

La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto
del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y además
dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios.
Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados,
apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo
modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión y
el reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente al fruto de
modestia, y ésta es, respecto a aquélla, lo que era el rocío respecto al maná. La
presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse
cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más
claridad que vemos los colores a la luz del mediodía.

La modestia nos es completamente necesaria, porque la inmodestia, que en sí parece


poca cosa, no obstante es muy considerable en sus consecuencias y no es pequeña
señal en un espíritu poco religioso.

Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo,


reprimiendo los ilícitos y moderando los permitidos.
-La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo
los excesos que pudieran cometerse
-La castidad regula o cercena el uso de los placeres de la carne.

Mas los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del amor a
su cuerpo, que ya casi no siente tentaciones y lo mantienen sin trabajo en perfecta
sumisión.

El Espíritu Santo actúa siempre para un fin: nuestra santificación que es la comunión
con Dios y el prójimo por el amor.

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