Cartas Sobre América

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LibremíePBFrüaBüs.
Reloj y Donceles. — México

Casillero. ^O-^

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THE LIBRARY
OF
THE UNIVERSITY
OF CALIFORNIA
PRESENTED BY
PROF. CHARLES A. KOFOID AND
MRS. PRUDENCE W. KOFOID
CARTAS
SOBRB

LA AMERICA,
POR

^* ^^^'®i^'Si'&.

Traducidas para él Universal,

TOMO I.

MÉXICO:

Imprenta del Universal, calle de Cadena núiu. 13

<^'Hm'^í

CAETAS

SOBRE AMÉRICA.
CANA-DA— ESTADOS-UNIDOS.— HABANA.—
RIO DE LA PLATA.

Partida. —La capilla de Honfleur. — La habitación de un rey.


Emigrados alemanes.— El entre-puente. El embajador fugitivo.
— —
Un sermón y una escena de duelo. Escenas marítimas. -Lle-
gada á Nueva-- York.

Adiós. Parto de suevo. Dignaos acordaros


de mí. En otro tiempo mi afición á los viajes
templaba^en algún modo la tristeza que me oca-
"

sionaba una despedida. En otro tiempo, jamas


me embarcaba sin esclamart->^aán grande es el

mundo! Y soñaba mil/aveoturafe estraordinarias


acaecidas en el mar, y^nüllarés de peligros no-
tables; y mas que eso aún, lo confieso, medita-
ba algún descubrimiento grande, como los que
han hecho los célebres navegantes. Cada uno
tiene, así como el lio de Tristan Shandy, su
idtal o su quimera. Yo también he tenido el
mió, y eran los viajes. El ingrato me ha aban-
donado, ya y en vano para detenerlo en su car-
rera le he dirijido como Schiller, tiernas súplicas;

•'
So willst du treulos von mir scfaeiden.

Ha desaparecido, yo no sé donde, con los her-


mosos años de primavera y juventud que él se

ha llevado en las puntas de sus alas. Y si

ahora se digna aún de vez en cuando volver


á mí, conozco que solo debo considerar sus ra-
ras apariciones como las visitas que un hombre
que se respeta hace á sus antigos amigos, por
mera condescendencia. Ademas, observo también
que ya no es el mismo, y que como yo, también
ha envejecido. Ya no le tengo á mi lado para
que me acompañe con su mágico poder, y sin^
embargo, parto de nuevo. Cuando contemplo
con lánguidos ojos el buque que debe llevarme
lejos, me digo á mí mismo, que indudablemente

debo pertenecer á esa legión de locos de que nos


habla Byron;
"Every fool describes in thesebright day»,
hiswondroug journey to soma foreiug couit,
and spavvns liis quarto, and demanda your praise (1).'

Ha pasado ya aquel tiempo en que se consi-


deraba como una empresa audaz el atravesar el
Occéano, y en que podia uno envanecerse por
haber viajado en las regiones trasatlánticas.
Tres siglos han pasado desde que Cristóbal Co-
lon, esa gran^gloria de una nueva era, se em-
barco en el pequeño puerto de Palos, pa-
ra ir, animado por su fe, y confiando en su des-
tino,en busca del imperio del Cathay y otras
maravillosas regiones descritas por Marco Polo.
Desde esa época, globo se ha recorrido y es-
el

plotado en todos sentidos: españoles é ingleses,


franceses y portugueses, todos los pueblos se
han lanzado con ardor -en esa cruzada, que les
prometía, no las santas reliquias del cristianis-
mo, como las que predicaba Pedro el ermitaño;
sino los descubrimientos científicos, las riquezas
de otro mundo, los templos de las columnas de
oro, los intereses materiales. A cada nación le
ha tocado, en esa empresa colosal, su parte en
los combates y en los honores; y semejante al
reino del Evangelio, donde se promete que los
humildes triunfarán, mas de un buque pequeño

(1) En estos tiempos de luz, do hay necio que no


describa su viaje maravilloso á una corte estranjera, y
que no imprima su tomo en cuarto, y que no pida vues»
tros elogios,
^V^ ha obtenido en su arriesgada travesía, un éxito
r
g
que le han envidiado los navios de los reyes.
Ahora desde el polo del Norte al polo del Sur, no
.existe un solo punto que no esté señalado y mar-
cado ^piír los ¡navegantes, ó al menos citado por
lo$ geógrafp^. La pluma de Daniel de Foé no
pudierai^a crear un nuevo Robinson, sin que
indicara exactamente la latitud de su isla; y el

inagotable Alejandro Dumas no puede engañar-


nos ya, habiéndonos de su isla de Monte-Cristo
Si el mar, que en su potencia suprema, acepta sin
curarse de ellas todas las orgullosas tentativas
del hombre; si el mar donde todo se borra,
conservara en sus móviles ondas los vestigios
de todos los buques que le han atravesado, se
veria como uno de los fértiles campos de la

Beauce, surcado en todas direcciones por un ac


tivo arado.

En menos del tiempo que antiguamente se


gastaba para ir en coche de Lyon á Paris, andan-
de humo de
se ahora, envueltos en el torbellino
un buque de vapor, miles de leguas. Os embar-
cáis por la mañana en un vappr que sale de Li-
\ verpool, y asistiendo todos los dias á opíparas
comidas, y todas las noches á espléndidas liba-
ciones, en menos de dos semanas llegáis á una
de las playas del Nuevo Mundo, y pasáis de lo
confortable deuna fonda inglesa, á la prodigali
dad de una americana, sin que vuestros ojos ha-
yan visto apagado un solo instante, durante la
travesífti el fuego de una abundante cocina, y
sin que hayan dejado dé VáCiaNé cÓñhl\ÜAmélU8
botellas de vino de Burdeos y de vruiskey.
"Sin embargo, dice Madama de Staél, que to-
do es solemne en un viage que empieza en el
Occeano.*' Esa mar tan bella y tranquila, vista
desde el puerto; esa mar que acaricia suavemen-
te con sus azuladas aguas los costados del
áv* buque; esa mar, con sus |dulces murmullos,
os invita á que, como el pescador de Goethe, os
confiéis á sus sábanas de espuma, á sus lím-
V
\pidas ondas; empero de ese mar inconstante, de
\

esa falsa sirena, conocense ya los engaños, los


caprichos y los furores. Hoy la veis á vuestros
pies, ya inmóvil como una esclava, ya sonrien-
doos como una amante; mañana quizás se eleva-
rá con una furia implacable aplastándoos contra
un escollo.
A la muelle y á lo largo de la mu-
orilla del
ralla de piedra del Havre, un gran numero de
espectadores están reunidos para ver la salida
del inmenso buque americano que va todos los
meses á Nueva-York. La mayor parte de ellos
son llevados allí por su curiosidad, otros arras-
trados por un interés material, pues han compro-
metido una parte de sus fondos en el cargamen
to, y otros guiadog^porsusjentimie ntos de am oe

ó amistad á los que deben alejarse de su lado.


En el momento en que el buque, remolcado
por un vapor, deja la playa, donde ka rec,il>ido

su carga, para lanzarse en la mar, (•Hiiif)iansr

millares de saludos entre los que parten y lo*


qne se quedan: cuando ya la voz se pierde entre
el ruido de maniobras, los pañuelos y los
las
sonnbreros que se agitan en el aire llevan de
una parte á otra, como un telégrafo eléctrico, el
ultimo saludo, el ultimo adiós. Mas de un cora-
zón de esos que se creian con fuerzas para re-
sistir á las emociones que nos causa un lejano
viaje, se sintió dominar profundamente por la

tristeza.^^^uchos son los pasageros que vol-


viendo la cabeza hacia las playas que acaban de
dejar sienten rodar por sus mejillas las lágrimas
que no pueden contener y que quisieran ocultar.
En estos momentos de despedida, en estos mo-
mentos terribles, millares de ensueños que un
momento antes alhagaban nuestra imaginación,
se desvanecen al recordar lo pasado y al meditar
lo Venidero. Comprendemos entonces que nos
hemos dejado seducir por la ambición que nos
hace acometer una nueva empresa, ó por los de-
seos de entregarnos á un nuevo estudio, y de
contemplar otros horizontes. Hemos querido
marchar y escapar á los tiernos cuidados de una
madre, y á las indulgentes observaciones de un
amigo. Cuando nos vemos ya sobre el buque
y en medio del Occeano sin límites, entonces,
\s^^l recordamos los lugares en que hemos viv .

do y que abandonamos. Entonces nuestra ima-


.ginacion aos representa aquella casa que amue-
blamos según nuestro capricho, aquella casa en
donde sabíamos que debiamos encontrar todos los
dias, todas las horas, una sonrisa al entrar en
—9—
ella,y un agradable entretenimiento. ¡Oh! en-
tonces pensamos en los seres que amamos: quién
sabe cuándo volveremos á verles y có mo les ha-
llaremos!
La ausencia es una especie de muerte tempo-
ral, y tal vez una eterna muerte. El olvido cre-
ce sobre los huellas del que se vá, como crece
también sobre las losas de un sepulcro. Sea
cual fuere la esperanza que alimenta el viajero,
es difícil que á su regreso no la vea cruelmente
engañada. O bien uno de los anillos de que se
compone el círculo que rodeaba sU existencia
se habrá roto, o bien ese mismo anillo, habrá
cambiado el lugar que ocupaba en el círculo, de
un modo asaz sensible para el pobre que re-
gresa.
Estando presente, hubíéralesido tal vez posible
evitar ese cambio, o' al menos, prepararse para
cuando se verificara: pero ausente, debe saberle
luego de golpe, para verse cruelmente herido y
amargamente desengañado.
Mientras qne me abandono á estas reflexiones,
el buque sale de la rada y sé avanza orgulloso
hacia el ceritro::deÍNmar. Poco tiempo después,
las casag^el Ha vi^ desaparecen á nuestros ojos,
oculta(Ía.s poi>Ms olas. Todos los pasajeros
tienden aún la vista hacia la ciudad que se pier-
de^ en el espacio.

/ Yo, Ique nunca he tenido capitales para sem-


mpaPTOs entre los surcos de. esa ciudad comer-
cial, y que solo he encontrado allí el saludo de
—10—
costumbre, que hallamos en todas partes, y la

sonrisa estereotipada que acompaña siempre al

fondista mientras nos presenta su cuenta, yo so-


lo dejo de mirar con avidez los últimos ángu-
los de sus murallas. En cambio, mientras la

tierra se distingue entre las olas, con las cuales


se confunde insensiblemente, mis ojos se fijan

sobre las fugitivas cimas de los cerros de Hon-


fleur.
Sobre la loma de Houfleur hay una capilla
consagrada á Nuestra Señora de la Gracia, á la
patrona de los marineros, á la Santa virgen nom-
brada en la letanía. Stella ?naris, estrella del
mar, estrella mas resplandeciente para las almas
piadosas, en la hora del peligro, que aquella que
los suecos esmaltan en su decoración de Nosd-
tierna, inscribiéndola esta divisa: Nescit occasum
(desconoce la caida). Ningún arquitecto, proteji-
do por el consejo de obras se ha'dedicado á hacer
de esa capilla una obra del arte; ningún Fro-
ment Múrice (1) le ha adornado con una de sus
preciosas joyas; ningún pintor de la escuela im-
perial o de la escuela romántica ha depuesto
allí uno de sus célebres cuadros presentados en

la esposicion. Su entrada es muy humilde, muy

humilde es también su nave. Algunas imágenes


toscamente pintadas son los únicos adornos que
cuelgan de sus paredes, algunos candelabros de

(1) Un célebre joyero de Paris.


—11—
madera dorada, son los únicos que arden en su
altar* Pero cada una de aquellas sencillas pin-
turas que representan un buque batido por las
olas, es el ex voto de un corazón reconocido, y

cada uno de sus candelabros se vé continuamen-


te lleno de cirios cuyas llamas se elevan hacia el
santuario de la Madre de Dios, como un símbolo
del ardor religioso de las almas conmovidas que
la imploran en sus angustias, d la dan las gra-

cias en su dicha.
El dia en que visité esa capilla, era un dia de
fiesta. Desde ciudad de Honfleur, desde el
la

fresco pueblo delngarville, desde diferentes ca-


banas, llegaban allá los peregrinos en número
considerable, se arrodillaban debajo de la bóve-
da, y bajo el pórtico; asistían con devoción á la
misa, luego se esparcían por el praío que está*
contiguo á y se sentaban en grupos aj
la iglesia,

mar cuyas tempes-


pié de los árboles, entre ese
tades conoce cada unode ellos y esa modesta co-
pilla donde cada uno de ellos deposita su con-
fianza. Hay en todas las cosas que tienen re-
lación con^jafiai*, serenidad de su cal-
ya en la

ma suprema, ya euxel furor de sus tempestades,


una sublime poesíal^ poesía que comprenden
profundamen^Jjos^arine y pescadores, yi
que es objeto de su conversación en todas sus
el

horas de solaz, que está mezclada en todas sus


tradiciones y costumbres religiosas, mucho mas
que en los ditirambos de los salones. Cada vez
que he vuelto á encontrar la espresion de esa
poesía, ya en la proa de un buque escuchando
—12^
atento la conversación de los marineros, ya en
alguna de esas capillas veneradas por los mari-
nos, me he di^ho: Aquí está la verdad, y me
he con movidojíTofundamente.
Cóntemf^ndo algunos dias después, desde lo
alto' del buque americano, las colinas de Hon
fleur, acordéme de aquellas sencillas gentes que
iban allí á invocar eL socorro de aquel que go
bierna las aguas, hace soplar al viento d aplaca
su furor, y que según las palabras del salmista,
cambia en cálmala tempestad.
Acordéme también de una habitación que vi-
sité en esas mismas colinas, no lejos de la capi-
lla de la Virgen, una habitación construida en un

sitio encantador y con un gusto admirable, por

una familia que en otro tiempo ejercía allí la mas


Enuna noche de invierno, dos
noble hospitalidad.
hombres y una muger, vestidos muy sencillamen-
te, se presentaron á la puerta de esa habitación,
ocupada entonces únicamente por el jardine-
ro, y pidieron, en nombre del propietario, M. de

P el pernaiso para pasar allí algunos dias.


La muger del jardinero, que fué quien los reci-
bid, se conmovió' al verles. Estaban empapados de
agua, helados de frió, y no tenían mas vestidos
que los puestos. La jardinera se'api;esuro' á en-
cender lumbrcj les calentó ropa blanca, y les pre-
paró la cena. Obraba así impulsada únicamen-
te por su buen corazón, y sin preguntarse por qué
se sentía tan profundamente conmovida; parecía-
le, según me ha contado ella misma, que debía
—13—
tratar con el maá jjrofatido i-éspeto i «nos hufes^
pedes llegados de un modo tan inesperado y con
tan aparente modestia. Su marido estaba ausen-
te á la sazón; en cuanto le oyó entrar, vold á su
encuentro y le contó lo que había ocurrido, par-
ticipándole al mismo tiempo las conjeturas qu
ella se formaba.
La noticia de la revolución de Febrero habia
llegado ya hasta y podia hacer suponer á
allí,

esas buenas gentes toíla clase de incidentes es-


traordinarios. El marido llevó un haz de leña
á la habitación en que estaban los viajeros, exa-
minóles escrupulosamente, y luego, tomando á
su muger de la mano, y conduciéndola al salón,
donde estaban los retratos del rey y de la reina:

**Mira, la dijo, son ellos mismos.'* En efecto,


era ese rey que durante diez y ocho años, habia
hecho prosperar tanto á la Francia; era esa
reina que tanto se habia hecho admirar y ben-
decir por sus virtudes: acompañábales á entram-
bos en su fuga el valiente y leal militar; el ge-
neral Dumas. Al saber los augustos fugitivos,
que su secreto habia sido descubierto, supieron
también que podian fiarse sin temor ninguno de
aquellos á quienes hablan pedido un asilo. El
honrado jardinero Racine, ofreció á los proscri-
tos su adhesión, poniéndose respetuosamente á
sus órdenes. Su esposa y su hija se afanaron
en servirles del mejor modo posible.
Todos los diris lavaba la escasa r<>¡>a hintica

que hablan traído, decíame esa buena ma^viC


2
-«14—
Muy á metiudo conversaba con la reina, y el co-
razón se me parte al recordar cuan buena era,
cuan resignada estaba, y el santo fervor con que
dirijía al cielo Al oir relatar lo
sus oraciones.
que habia sucedido en Paris, temblé por mi hijp
que estaba allí, y del cual no recibía noticia nin-
guna.

Un que entregada á mi dolor lloraba


dia en
por mi hijo: *'¡Pobre madre! me dijo la reina, yo
también tengo motivos para' llorar ámargamen-
te! (1)

Dos dias después de su entrada en esa mora-


da, el rey fué á Trouville, esperando encontrar
allí un buque que le condujera á Inglaterra. Pe-
ro su visita allí le hizo reconocer por algunos
de esos seres indignos, que se gozan en insultar
á un poder que ya no existe, y en perseguir co-
bardemente el infortunio: viose í>ues obligado á
volver á su oculto retiro. Dos dias mas se pa-
saron antes que sus fieles servidores le procura-
sen una barca, que con la reina le llevo al Havre,
donde, en una noche oscura y fria, paso algunas

(1) La reina, qae en aus desgracias se acuerda de


todos aquellos de quienes ha recibido la mas pequeña
prueba de adhesión, no ha olvidado á la fannilia del jar-
dinero de Honfleur. Un dia, en Ciaremont, le hablé de

mi visita ala casa de M. deP.. .. *'


¡Oh! di jome la reina,

habéis visto á la señora Racine. ' Cuan buena ha sido


con nosotros!
—15—
lloras en la muralla esperando al Express, que le

llevo por fin á las playas británicas.


Cuando yo visité esa habitación, fué en un día
hermoso y ngradable. El sol brillaba sin que la
mas ligera nube oscureciera el firmamento; los
pájaros cantaban alegremente entre las verdes
ramas, y al ver las matas de flores que por tn-

das partes coronaban aquel delicioso jardín, cu


yas calles hermosas, con su piso de arena, esta-
ban rodeadas de verde yerba y en declive hacia
la playa; huhiérase dicho que la casa, el parque
y la sierra acababan de prepararse con un cui-
dado lleno de esmero, para festejar la cercana
llegada de sus propietarios.

Empero esos propietarios, que antes iban allá


todos los veranos, donde obsequiaban á sus ami-
gos, están muy lejos ahora, y los nobles hués-
pedes que encontraron un lugar donde des-
allí

cansar algunos dias después de una horrorosa


tempestad, están condenados á virir en una tier
ra estranjera.

¡Dichosos aquellos que al alejarse del suelo


natal no hacen mas que imponerse un destierro
voluntario, y que podrán cuando les plazca, vol-
ver á tomar el camino que jamas se olvida, por
que él nos lleva al hogar doméstico, á la cuna
de nuestros hijos, ala tumba de nuestros padres,
junto á los cuales deseamos morir!
Pero volvamos á nuestro buque, el cual me
recordaba las mil incomodidades que he sufrido
en mis otros viajes por mar: aguaceros y rafa-
—le-
gas, el movimiento continuo, ya de babor á es-
tribor, ya de proa á popa, y mas que eso, aque-
llos dias interminables con sus noches de insom-
nio, y todos los mil contratiempos que acompa-

ñan siempre una travesía. Sin embargo, este


buque me ofrecía alguna novedad, pues en él
veia representadas en miniatura, las costumbres
del país que iba á reconocer.
Nuestra tripulación se componía de veinte y
cuatro marineros, y pertenecían á tres o cuatro
naciones diferentes; americanos, holandeses y
franceses; sin embargo se entendían unos á otros.
El estraño dialecto de los marineros se compo-
ne de mil diferentes frases de todas las lenguas
europeas, y muchos de esos hombres sirvieran á
un pintor de fisonomías escéntricas, tal como
Cooper, como un curioso objeto de análisis.
No como nuestros marineros pertenecen á tal

ó cual puerto, o' están "comprometidos para esta


ó aquella empresa. Para ellos, su patria es la
mar, sus hogares domésticos son los buques en
que se embarcan. De este, en el que han hecho
uno o mas viajes, pasan á otro con la misma fa-

cilidad con que el tártaro abandona los desiertos


donde se han agotado ya las frugales comidas
que en él hallara, para trasl dar á otra parte su
tienda nómada. Postilione del Océano, su ofi-
;

y plegar las velas, cargar


cio es ir y venir, izar
y descargar las mercancías, en todos los lugares,
en todos los puertos, y en cualquiera latitud.
Su carácter independiente no les permite engan-
—17—
charse al servicio de una nación, 6 de una coni'-
pañía (le comercio por un tiempo indeterminado»
j,
Solóse enganchan para un viaje, concluido el
f i cual, y cobrado su salario, están á la disposición
del ¡H:imer armador que quiere pagarles. Des*
de las\heladas regiones del Norte, parten de un
dia par^ otro para las Indias, de éstas á las Amé-
ricas. ^on tal que les alimenten bien, y les pa-
guen lo justo, la diferencia de los climas les es
del todo indiferente. Reconcentrando su vida
entera entrp las jarcias de babor y estribor, ¿qué
mas les dá i^n buque que otro? Al fin y al cabo
todos se pari^cen. -^
\
Durante el viaje, divertíame muchas veces,
con uno de esos marineros, de origen francés, el
cual con su patilla algo cana y su chaqueta de
un color amarillo claro, parecíase á una vaca ma-
rina. La patria y el parentesco eran para él dos
cosas de las cuales apenas conservaba en su me-
moria un ligero recuerdo; creia haber nacido en
Landerneau, pero no estaba seguro de ello. Em-
barcado como grumete á la edad de diez años,
no habia vuelto á saber^^J^á^dé su familia en
los cuarenta que hacia que estaba separado de
ella.

Creyendo que sus padre habían mu^i;Jo ya, ni


siquiera se acordaba de ellos.
Hablaba de^sus via-
jes como hablaría unfrances de unaescursion de
Paris á San Germán. Habia doblado seis veces
elcabo de Hornos y siete ú ocho el de Buena
Esperanza. Habia ido, en Groenlandia, á la pes-
—18—
ca de la ballena, y en Ceylan á la de las perlas.
Recordaba que una vez habia tenido mucho frió
en el estrecho de Bering, y que otra vez en Java,
no sabia qué hacerse para preservarse de los ar-
dientes rayos del sol. Los temporales con que
habia luchado, las averías de que habia sido tes-,
tigo, las velas y mástiles que había visto romper
por el viento, eran para él cosas indignas de
mencionarse. En una noche en que el cielo es-
taba cubierto de negras nubes, señal manifiesta
de un ventarrón, y próximos ya á cruzar la línea
equinoccial, pregúntele si creia que al dia si-
guiente estallaría una tempestad.
Sin contestarme una sola palabra, echo sobre
mí una mirada llena del mas sublime desden.
Esa mirada quería decir sin duda: ¡Pobre viaje-
ro de agua dulce! ¡una tempestad! ¡como si de~
biéramos temer las tempestades!
Los marineros maniobraban á un tiempo, can-
tando con voz gutural ciertas canciones, cuyos
melancólicos acentos tenían un no sé qué de en-
cantador. Uno de ellos entonaba la melodía
marítima, y los otros repetían eij coro tirando
de las cuerdas; y las velas y cordajes, que se
movían á cada tirón, parecía que con sus movi-
mientos llevaban compás de aquella música
el

estraña. Imaginábame á veces que las piedras


con que Anfión construía las ciudades, movían-
se de esta manera al son de los acordes de su
lira. Muchísimas veces, esos estraños cantos
no tienen ningún sentido, no son mas que pala-
— la-
por reglas ik ámo-
bras sonoras, coordinadas
nía. Pero otras veces los marineros improvisan
que esplican
una ¡especie de balada, en la
p'aceres ó contratiempos de su navegación.
los
del puerto y
El dia después de nuestra salida
habido entre algunos
después de un altercado
dé ellos y el teniente, cantaban á
toda voz y muy
"El
distintamente un refrán en el que decian:
teniente no vale
capitán es muy bueno, pero el
nada." Un hecho semejante no dá muy buena
idea de la de bordo; pero ya es sa-
disciplina
es muy
bido que en los buques mercantes jamas
severa.
El nuestro pertenecía auna compañía de
Nue-
como,
.ya-York, la cual, sin meter tanto ruido
nuestros proyectos, para formar una
nosotros en
servicio de cor-
linea trasatlántica, estableció el
rentas; el año
reos, la cual les produce pingües
último, les dejó en limpio la suma de 150,000 ps.
Aquel en que iba yo y en el traté de escribir
que
al viento
á pesar de sus movimientos debidos
noroeste, estaba dividido en dos partes como la
sociedad americana, la cual no admite en sus

medidas de especulación mas que dos clases, la

rica y la pobre. En una parte van los felices á

quienes su buena fortuna permite pagar 120


ps.;

en la otra los pasageros que pagan solo 12.

La primeracategoría componíase á escepcion


personas
de dos.o tres, de un gran número de
tan fastidiosas, que apenas me traté
con elU^,
La segunda fué el objeto de toda mi atención
durante el viaje.

Formaban estajiiju^mero de doscientos cua-


ípombres y mugerei-
5^.'lí?:^j£ííL^J??^i'^'^^^^^
ancianos y niños; agrícíiítores y trabajadores;
los Unos abandonaban su pais natal para ir
áj
ejercer su oficio en un pais lejano; los otrosí

L^'^i^''^ "^Migados á_de^^ "i^ipo pais, poi]


haber tomado una parte demasiadolicTiva en lasl
ultimas insurrecciones de Alemania. '

La antigua Europa, ha agotado ya los alimen-


tos que brotarán de su seno, y en lugar de la
substancia saludable que debiera dar á sus hi-
jos, solo produce, en los esfuerzos de su indi-
gencia, y en el parasismo de su dolor, sabias
corrosivas y gérmenes pestilenciales.
Lástima causa contemplar esa aglomeración
de gentes pobres, condenadas á toda clase de
privaciones y abandonadas al descuido con que
se las trata 'durante la travesía, si las compara-
mos con de primera clase, que des-
los viajeros
de lo alto de la popa los dominan, como veían
dominadas hace poco tiempo sus pobres habita-
ciones por las opulentas de los banqueros, y el
pueblo en que yivian, por el castillo feudal.
Cuatro veces por día una campana llama á los
viajeros de primera clase para sentarse a una
mesa poco atractiva, es verdad, pues se compo-
ne en, su mayor parte de salsas americanas, pe-
ro abundantemente servida. Si está bueno el
sí,

tiempo, hay un puente bastante espacioso don-


—21—
de pasearse; si llueve, un magnífico salón dGo
de ponerse al abrigo de la intemperie.. Cada pa-
sagero tiene un hermoso camarote, bien amue-
blado, y al vibrar una campanilla, tiene á su ser
vicio dos ó tres criados.
Al lado de todas estas comodidades, ios dos-
cientos cuarenta alemanes emigrados, están ten-
didos unos en casucha délos perros, otros de-
la

bajo de las jaulas gallineras, y un gran numero


de ellos á los pies ,de las vacas que tienen su
establo en el entre-puente. Treinta jergones
colocados sóbrelas tablas y otros treinta enci- ^;'
'^^^
ma de éstos, á una distancia de dos pies, hé aquí \

sus únicas camas. Cada jergón debe contener


)^'
cuatro personas, hombres ó mugeres, no le ha-
ce. El puritanismo americano, cuyos escrúpulos
no le permitirian interrumpir el silencio é inmo-
vilidad de sus domingos^_noJia^ pensad o en exa-
minar á lo que 'debe conducir una aglonte
ración semejante de individuos de todas edades
y de los dos sexos. A derecha é izquierda de
las camas, cada uno coloca como puede su baúl,

sus provisiones ó sus chismes de cocina, pues la

administración no les dá más que agua y fuego;


ellos mismos deben proveerse de lo necesario
para su subsistencia.
Calcúlese qué espectáculo debe ofrecer un
grupo semejante en un temporal, cuando los
gritos de las mujeres medio enfermas y de los
asustados niños, se mezclan con los silbidos de
los vientos, y el ruido de las olas, y cuando el
mareo se apodera con todas sus fuerzas de la
mayor parte de ellos. Hasta en un dia de cal-
ma, repugna bajar á esas sombrías cavidades.
La luz apenas penetra hasta sus dos estremos.
Es preciso avanzar poco menos que gateando al
través de una multitud de sacos y cajas, sobre
un piso húmedo y fangoso donde están tendidos
aquellos infelices que medio enfermos, cansados,
de estar sobre el jer^ron, se sienten harto, débi-
les para salir de aquel antro de dolores. Fuera
de allí, aquellos infelices no tienen mas lugar
para gozar de la luz del sol que el reducido es-
pacio encerrado entre el palo mayor y el palo de
mesajia, estrechado aun por una doble línea de
carriles y una parte de la carga. Por la maña-
na véseles agruparse al rededor, de dos fogo-
nes, únicos qne se les conceden, disputándose un
lugar donde colocar un sartén o' una cafetera, y
luego llevarse su almuerzo, medio crudo aun,
por no exasperar á los que esperan con impa-
ciencia que les llegue su turno para hacer lo
mismo.
Difícil es persuadirse de que una compañía •

á la que tan grandes beneficios producen esos bu-


ques, una compañía de americanos, que tanto se
jactan de conocer la Biblia y que tanto hablan
de la filantropía, dejen con tal indiferencia
que exista tanto' descuido en esos Iruques,
donde se dá un trato mil veces peor del que dá
un gobierno á sus presidarios, á un gran número
de gentes que no han cometido otro crimen qu^
^23—
el de no tener el suficiente numero de pesos pa-
ra el becerro de oro, la gran deidad délos Esta-
dos-Unidos.
Debo advertir que el capitán hacia cuanto po-
dia para remediar en lo posible la cruel situación
de esos pobres pasageros. Todos los dias y*
diferentes veces iba á enterarse entre ellos, de
sus necesidades, oia las quejas que le dirijian, y
co nducia á su esposa al lecho de los enfermos
para que les diera alguna tisana saludable. En
esos momentos, la compasión que le inspiraban
aquellos infelices reflejaba en su semblante de
un modo muy notable, y animaba su austero
rostro de marino. De todas las parábolas del
Evangelio, la mas bella de todas es la del sama-
ritano, y de todas las virtudes, sin duda la que
mas ennoblece el corazón del hombre es la cari-
dad.

Después de una impertinente serie de vientos


del noroeste, qué nos hizo rudamente bailar en
el canal de la Mancha, vimos aparecer poco á

poco sobre el puente una gran parte de la colo-


nia emigrada, que durante el capeo del buque se
mantuvo escondida en su tenebroso refugio.
Los primeros que salieron fueron los mas robus-
tos, luego los niños, ávidos de movimiento, y
detras de estos las mugeres. Colocábanse en
hileras sobre los mástiles de repuesto que habia
á bordo, y sobre las cajas esparcidas aquí y allí

en los costados del buque, y conversaban entre


ellos, como si estuvieran sentados á la sombra
- 24—
de un frutal de las verdes llanuras de Sajonia ó
de Suabia. En breve su feliz carácter alemán
les hizo olvidar incomodidades que hablan
las
pasado durante aquellos días y las que probable-
mente debian pasar aun. Formáronse por todas
partes animados grupos que se entregaron á los
juegos rústicos do su país, y algunos coros de
cantores, con un armonioso conjunto y precisión
de voces entonaron los cantos populares de Ale
mania. Esas melodías me causaron tanto placer
como que oí otras veces lleno de encanto á
las
orillas del Elba y en las verdes campiñas de la
Turingia. Quién pudiera contar los recuerdos
que un simple acorde de música presenta á ve-
ces á nuestra imaginación! La gaviota de los
mares Sur no hace brotar ^on las puntas de
del
sus alas tantas chispas movedizas de las fosfo'
ricas ondas, ni la brisa matinal sacude tantas
perlas de rocío de las hojas que ella agita, como
tiernos recuerdos que yacen embotados en el

fondo de nuestra alma, despierta á veces en


nosotros una sola nota.

Al principio de nuestro viaje, el teniente repe-


lia á los pobres pasageros de proa que traspasa-
ban los límites que les estaban destinados; cuan-:

do los oímos cantar nos mezclamos con ellos; en


nuestra esfera aristocrática dominaba el fastidio,

en su estrecha habitación reinaba la alegría:¡siem-


pre tenemos motivos en esta vida para recordar
y del zapatero. Los su-
la historia del rentista

frimientos materiales no alteran mas que super-


ftcialmente la serenidad de loa ^aráttiértá títm»» i
.\^'

quilos. Las penas mas punzantes» rtias agudas


y duraderas, son aquellas quenacen de nuestras
pasiones, de nuestro orgullo y de nuestra ambi-
ción. Cuando miraba á uno de esos honrados
germanos, soportando sin quejarse la fria atmos-
fera del Océano, vestido con su sencilla chaque-
ta, sus pantalones de tela, y sus medias de hilo,

comiendo con aire de satisfacción un pedazo


de pan acompañado de uu pedacito de queso ó
de manteca, riendo alegremente con aquellos que
le rodeaban, si bien me sorprendió al alegría y
felicidadque parecia gozar en su triste situación
sin embargo, no se me hacia tan estraña, cuan-

do consideraba que su alma no está agitada por


las turbulencias que nos lega^l^ran mundo.

Este hombre, me decía yo, contemplando á


uno que parecia estar mu]jr^ alegí^, no se ha sen»
tido herido por el dolor de ver á un rival en su
arte, establecerse en el mismo punto donde él

estaba establecido, y en el que esperaba medrar.


No ha creado, alimentando magnificas esperan-
zas, una tragedia en cinco actos, que desde mu-
chos años yace sepultada en las catacumbas de
un teatro, de donde no saldrá quizas sino por
una orden del tribunal. No ha visto brillar con-
tinuamente á su vista, en sus esperanzas duran-
te el dia y en sus nocturnos ensueños, una
fantástica cruz <le honor, solicitada por una mu-
ger que se interese por él, y prometida por un
alto personaje que le huye de lejos cada vez que
3
—26—
.^* \ hay una promoción. La ideade innuortalizar su
nombre no le atormeíita incesante, ya deseando
descubrir un -nuevo planeta, ó ya señalando un
nuevo músculo no conocido aúti en el cuerpo de
un cuadrúpedo; ó bien encontrando un error en
la gramática de los geroglíficos, o' bien demos-
trando que el famoso Ptoíomeo vivid seis meses
mas de lo que se creia. Ni la diversidad de los
sistemas filosóficos, ni la edad que cuenta el mun-
vr*^^c \ ^o 1^ preocupan, ni tampoco el progreso de la hu-

\\^s^ manidad, ni el porvenir de la república francesa.


^o Faltábale el trabajo en su país natal: le han con-
tado que en América podia ganar fácilmente, no
uno» cuantos kreutzers por dia, como en su¿pobre
Alemania, sino uno d dos pesos. Ha echado
mano de todos sus recursos para equiparse y
pagar su pasaje, y hele aquí ya en camino. A
Dieu vat! (jvaya con Dios!) como decian los an-
tiguos marineros franceses en el momento de
virar de bordo. La Providencia le ha dotado de
una buena salud, fuerza y robustez; con esto
puede* alravesar valerosamente el Océano, é
irse, sin miedo ninguno, á plantar sus reales en

América.
Por pocas que fueran la» comodidades en que
ha vivido cada uno de los emigrados, sean cua-
les fueren los motivos que les han obligado á ex-
patriarse, cada uno de ellos ofrece una historia
que conmueve. A medida que bajamos de las
altas rejiones en las que durante tanto tiempo
se ha concentrado la invención de los dramas y
* de las novelas,
y que tocamos la» fibras de una
naturaleza humana mas humilde que la de Aga-
menón, pero mas inquieta y verdadera, debemos
sorprendernos al ver la gran cantidad de lágri-
mas que pueden contener los ojos de los hom-
bres del pueblo.

Entre las mugeres que secontabanenel número


de las que estaban en el buque, habia una ancia-
na que vesíia el traje de las aldeanas de la selva
Negra: á pesar de su edad avanzada, era ágil
j
fuerte; ella misma arreglaba y cocinaba su pobre
comida, y acabadas ya estas operaciones, sentába-
se sobre un baúl, colocaba sobre sus narices unas
enormes gafas, leia una página de la Biblia, y lúe -

go hacia calceta.^ Tenia setenta años. Antes de


morir decia que queria ver á su hijo, que estaba
establecido en Amérjca hacia treinta años. Como
á él no le era posible emprender el viaje, la bue-
na anciana se decidid un dia á emprenderlo, de-
jando su tranquilo hogar, su patio y su jardin,
para aventurarse en el gran mar, y llevar á su
querido hijo su bendición y la que le lego su
padre en el momento de espirar. *'¿Pero, díjele
yo, al partir os habréis decidido, sin duda, á no
volver á ver jamás lo hermosa Alemania, y á
concluir vuestros dias al lado de vuestro hijo?"
— Eso no, si Dios la quier^, respondióme la an-
ciana, y quiero al contrario regresar á ella. En
el pueblo de Neutirche tengo otros hijos que me
esperan. Esos hijos, añadió' inclinando la cabe-
za, ya no pertenecen á este mundo, y duermen
ai lado de su padre en el cementerio; maa ¿qué
—28—
dirían,y qué diria también mi buen Sópele con
quien he vivido tan feliz, si no iba á descansar á
su lado?''
Sobre el puente avanzábase con paso tímido
una jo' ven, estrechando entre sus brazos aun
niño que parecia ser su hermano. Buscaba siem-
pre un lugar solitario, permanecía inmóvil
y allí

y silenciosa. Al principio del viaje, algunos pa-


sajeros y marineros al verla tan separada de los
demás, trataron de trabar conversación con ella,
pues la misma soledad en que estaba siempre,
dejábales esperar que podrían hacerse sns ami-
gos. Sin parecer ofenderse por sus obsequios,
en ellos sus ojos, y la espresion
la jo'ven fijaba
de dulzura y dignidad con que animaba su fiso-
nomía bastaba para que todos ellos la respetaran
y abandonaran sus pretensiones. Sin embargo,
aquella joven, cuya mirada era tan dulce y tan
virginal su rostro, habíasido seducida y aban-
donada por aquel á quien amaba. El niño que
tan tiernamente estrechaba contra su pecho, era
su hijo. Cuando se vio tan cruelmente engaña-
da en sus esperanzas de amor, obligada á sufrii^
los continuos reproches de sus padres, que le
echaban en cara su falta, espuesta á los sarcas-
mos dé sus vecinos, no pudo permanecer por
mas tiempo en su hermoso pueblo de Stuttgard,
y se embarco para ir á ocultar, al lado de una
iiermana que tenía en el estado de la Luisíania,
su vergüenza y sus pesares. Muchísimas veces,
al contemplarla en la soledad que escogía, seu-
—29—
tada al pié del palo mayor, recordábame con

sus hermosos ojos azules, cuya dulzura se tras-


lucía al través de sus largas pestañas á la Mar-
garita de Goethe, entonando su plañidero canto:

"Meine Ruhe ist hin;


Mein Herz ist schover.''

Después de haber permanecido en esta postu-


ra durante horas enteras, fijo su pensamiento en
la grandeza de su infortunio, permaneciendo in-

diferente á cuanto la rodeaba, veíasela á veces


sonreír melancólicamente, como si un dulce re-
cuerdo hubiese hecho vibrar las cuerdas de su
corazón. Entonces descubría la frente de su
hijo, fijaba ensu lánguida mirada, y la vista
él

de aquella inocente criatura hacia brillar un ra-


yo de alegría en el triste semblante de la desdi-
chada madre.
Al estremo del entre-puent.e, dos ex-militares,
sentados el uno al lado del otro, conversaban á

menudo de sus campañas, que eran muy dife-


rentes las unas de las otras. El primero era un
viejo soldado prusiano que había entrado al ser-
vicio de Francia en 1814, y todas las veces que
hablaba de las belles mamselles francaises^ sus ojos
despedían aún chispas entre sus blancas pesta-
ñas. Esas eran las únicas palabras francesas
que el militar había podido conservar en su me-
moria. Uno de sus antiguos oficiales, que ha-
bía hecho fortuna en el Estado del Ohio, le Ha-
mo' para que le ayudara á velar sus propieda-
—so-
des, y el viejo soldado obedeció á este llama-
miento, como obedecia en otro tiempo las orde-
nes que recibia en el cuartel o en el campo de
batalla. Sin embargo, confesaba, que no sin

sentimiento habia abandonado el retiro que ha-


bía escogido en un lugar cerca de Erfurht. Con-
sigo llevaba cuanto pudiera recordarle el lugar
que dejaba, y entre otros objetos figuraba una
jaula de madera con un hermoso mirlo. ¿Y no
habéis temido que esta jaula os embarazara, pre-
gúntele yo, ó bien que se os muriera el pájaro
por el camino?— Efectivamente, todo esto he^
temido, me respondió, así es, que me habia re-
signado ya á abandonarlo: en prueba de eso que
le habia confiado á uno de mis vecinos, encar-
gándole el mayor cuidado. Empero el mismo
dia de mi partida^ al pasar por frente de la casa
de mi vecino, el diablo del mirlo se puso á sil

bar una marcha militar qua yo le habia enseña-


do, y silbaba de un modo tan encantador, mirán-
dome al mismo tiempo de una manera tan partí
cular que no tuve valor para separarme de él. Le-
traje, pues, y no me que es-
pesa, porque desde
tamos aquí, canta mucho mejor que antes. To-
das las mañanas me saluda con el canto del Alt
Feldher, Por Dios que aqiíeUos que dicen que
las bestias no tienen alma, las conocen poco. Yo
estoy seguro que este pájaro tiene una, y que
me agradece que no le haya dejado entregado á
manos estrañas."
El segundo de estos guerreros germano>j era
—ai-
uno de esos jóvenes de elevada eslalüíiA y aire
marcial, que admiramos hace algtin tiempo mi
amigo D y yo en las calles de Heidelberg.
En aquella época caminaba con aire altanero,
ceñido el sable y armado con pistolas, mandan-
do una coh'>rte de soldados, dirijiendo á los na-
cionales y arreglando con los funcionarios pú-
blicos los negocios de la ciudad; era uno de los
gefes de los insurrectos. Su poder fué de corta
duración. Se elevo confio una nube en un mo-
mento de tempestad, y desapareció como la nie-
bla á la luz de las bayonetas prusianas. Pero
parece que unia á su ardor belicoso de joven, la
resignación y la sabia filosofía de un entendi-
miento reflexivo; el cambio de su fortuna parecía
que no le impresionaba muy profundamente.
Viajaba resignado con los viajeros del entre-
puente, como si no recordara que durante algu-
nos dias, habia sido uno de los soberanos de
Badén; pelaba sus patatas y limpiaba Su cazue-
la, como si sus manos no se hubiesen jamas en-

noblecido empuñando un sable ó firmando or-


denes militares. Pocos dias hablan pasado des-
de nuestro embarque, cuando otra víctima de
las revoluciones se nos presentó de un modo sin-
gular. Una mañana el teniente del buque, que
todo lo registraba escrupulosamente, descubrió
debajo dq unas tablas un gorro azul. El gorro
estaba pegado á una cara redonda como una
m.mzana, colorada como un tomate, esj)re.sivM
y
alegre como la de un estudiante en Jiempo de
vacaciones, y adornada de un par de espejuelos^
que acababan de darle un realce muy particular»
Sorprendióse el teniente al encontrar un pasa-
gero á quien no había visto aun, y que no estaba
inscrito en el rol, y le preguntó cómo habla en- .

trado á bordo; empero el preguntado no sabe ni


una palabra del inglés. Lleváronle como un
oütlaw al tribunal del capitán,
y el pobre estran-
gero contó su historia de cabo á rabo con un aire
tan lleno de franqueza, que no era posible, des-
pués de haberle oido, que se dudara de una sola
de sus palabras. Era un oficial impresor; com-
prometido en una de las ultimas insurrecciones,
habíase visto" obligado á escaparse: corriendo
de una parte á otra, dio fin á sus cortos fondos,
y que algunos amigos suyos le proporcio-
á los
naran. Hallóse pues sin dinero, sin trabajo
y
peor que todo eso, perseguido por la justicia.
No sabiendo á quién dirijirse y queriendo sus
traerse á las pesquisas de la policía, prefirió em-
barcarse voluntariamente antes de verse depor-
tado por orden de un tribunal.
Nosiéndole posible pagar su pasage, reunió-
se á un grupo de curiosos y entró en el buque .

correo, donde se ocultó lo mejor que pudo con


sus cortas provisiones.
Ignoramos todos los pasaj-eros si alguna otra
vez había salido á respirar el aire libre, ó si al-
guno de los marineros le ayudó á ocultarse; lo
que no apareció sino en alta mar, y á
cierto es
menos de dirigir espresamente el rumbo á uno
—33^
de los puertos de Inglaterra para desembarcarle,
no era ya posible dejar de llevarle á la otra par-
te del Océano. Una confesión semejante debia
naturalmente conmover á aquellos que le escu-
charan, y el capitán, después de haberle repren-
dido suavemente, permitióle vivir con sus mari-
neros. Empero el orgulloso impresor no quiso
comer de balde, y pidió' que le dejasen trabajar;
otorgado el permiso, distribuyó el carbón entre
lospasageros y ayudó en las'maniobras; secun-
dó á los gavieros y cocineros, y pronto se acos-
tumbró á trabajar en aquella casa ambulante co-
mo se habia acostumbrado á trabajar en su im-
prenta. Al entregarle una pequeña, suma que
reunimos unos cuantos pasageros, le pregunté
si contaba en Nueva- York con algunas personas

que pudieran protejerle á su llegada. "No, me


respondió, pero eso no me inquieta porque tengo
un buen oficio. No solamente puedo trabajar
como cajista, sino que también puedo corregir;
buscaré en todas las imprentas, y no dudo que
en una ú otra encontraré ocupación. Si es preciso
que componga en inglés, también lo haré, aun-
que con mas trabajo; las letras son las mismas
que las nuestras, y están distribuidas del mismo
modo en las cajas.
La Providencia es para los pobres mejor de
lo que creemos; dotándoles de mucha energía,
compenseí de este modo su escasez pecuni^riaj
Cuántos habrá entre nosotros, á popa, pensaba yo
que llegaran á los Estados-Unidos provista su car
—34—
tera de letras de cambio, y no tendrán tanta con-
fianza con todos sus caudales, como este infeliz
trabajador con sus pocos pesos.
Un domingo, toda esa lejion nómada que me-
reciera ser mas detalladamente descrita, reunió-
se sobre el puente al rededor de
un joven teólo-
go de Jena, que iba á empezar en el suelo ame-
ricano sus funciones de misionero. El tiempo
era magnífico y el mar estaba en bonanza. Pa-
ra dar mas tranquilidad al servicio religioso, el
capitán hizo amarrar algunas velas y el buque
se balanceaba ligeramente en la superficie de las
aguas. Empezó el servicio con el canto de los
Salmos, y luego el sacerdote empezó el sermón.'
Ese sermón no fué por cierto lo que hubiéramos
debido esperar y esperamos de él antes dé'empe-
zarle. No se encontraba en él una sola palabra
sobre ese inmenso templo que tenia por pavi-
mento el Océano, por recinto el horizonte sin
límites, por luz el sol, por orquesta el murmullo
de las ondas y por bóveda el cielo; tampoco
oímos una sola palabra, una palabra de consue-
lo sobre la situación de tantos infelices que aban-
donaban las casas en que hablan nacido, el sue-
lo en que se hablan criado, y la tierra que encer-
raba las cenizas de sus padres, para ir á un país

estrangero en busca de una existencia mejor. El


joven clérigo protestante de Jena pasó por alto to-
do esto. Ante un cuadro semejante, ante un espec-
táculo que tantas emociones debia despertar en
el fondo de su alma, pronunció con monótona
—as-
voz un trivial discurso, estudiado sin duda en
una de sus antiguas universidades, y elegido tal
voz para hacerse admirar por sus correligio-
narios con los cuales iba á juntarse en América.
No puedo dejar de decir que una ceremonia ca-
tólica, una simple misa hubiera tenido un carác-

ter mucho mas importante que uno de aquellos


oficios en los cuales satisfecho y orgulloso el

iiombre por haber proclamado el principio del


libre examen, no se humilla ni siquiera ante Dios.
Sin embargo, y á despecho de la estraña natura-
leza del culto de los reformadores y de la fria
arenga del clérigo, aquella reunión de especta-
dores que juntos elevaban al cielo sus piadosas
oraciones desde puente del huque, era un es-
el

pectáculo imponente.
La anciana muger de la selva Negra me dijo
^ue la celebracion*de aquel domingo nos traerla
gran dicha, y casi me persuadí de ello. Des-
pués de su predicción atravesamos los bancos
de Terranova, sin mas inconveniente que una
niebla espesa y húmeda, pagando el tributo ai
equinoccio con cuarenta y ocho horas de ese
viento que llaman del Cabo.

Cuando se ha gozado de esa diversión rfiarí-


üma, debe acordarse uno de ella durante mu-
chas semanas y tal. vez durante muchos meses.
En cuanto empieza á soplar, los buques se qui-
tan muj caballerosamente el. sombrero, recejen
en señal de sumisión armas y bagajes, se despo-
jan completamente de sus velas y le reciben ca-
si tal como están en el puerto durante la carga»
Si el Eolo se presenta con toda su
fantástico
colera, si ha saltado todos los diques que con-
tenian su legión, muchísimas veces sucede que
los navios se ven obligados á volverse hacia
atrás, batidos y espulsados por el huracán, que
no les deja resistir ni lo mas mínimo; dichosos
aquellos que están yH,en plena mar y á una dis-
tancia regular de la costa, donde pueden muy
fácilmente ir á estrellarse. Si en vez de retro-
ceder por el camino que con tanto trabajo han
andado, permanecen capeando, no es sin unos
sagudimientos espantosos. Mil jigantescas olas
revientan en sus costados, con unos golpes que
deben ser muy parecidos á los que las antiguas
máquinas de guerra descargaban sobre las mu
rallas. Otras entran al asalto en la ciudadela
flotante,inundan el puente con su espuma y se
retiran mugiendo aterradoras por las escotillas.
Durante esa lucha ardiente, el buque se bambo-
l«a como tomado por un vértigo; ya se inclina
sobre uno de sus costados, ya se eleva crugien-
do para caer sobre el otro; unas veces snmerge
la punta de su bauprés en el bramador abismo

comq si quiesiera acabar de una vez con su exis-


tencia, y otras elevándose con toda la fuerza que
da la indignación, brinca sobre las olas, como
enorgulleciéndose al luchar con ellas.

Ignoro si el gran Salomón viajo mucho por mar,


pero ha tenido mucha razón al contar ese modo
de viajar entre las cosas que mas difíciles le pa-
recian. Tria sunt difficiliíE mikii i4ítm aqüilae in
coelOf mam colubri supe?' petram, riam navis in

medio mari.

Imponente espectáculo es el de una tempes-


tad en las montañas, donde rueda el alud estre-

pitosamente, donde crujen los árboles rasgados


por el rayo, y donde se precipitan los torrentes
de cascada en cascada hasta que inundan los va-
lles; pero la lucha del hombre con el mar en un
desierto de agua, el espectáculo de los elemen-
tos desencadenados que mujen furiosos, braman
y silban por todos lados amenazando tragarse la
débil construcción en la que están refugiadas
cuando esa obra del hombre
tantas existencias,
no tiene otro medio de defensa que un timón y
algunas velas, inutilizado ya todo esto por la
fuerza del huracán, ¡oh! entonces es mucho mas
imponente, mucho mas horroroso el espectáculo.
¡Cuántas emociones despiertan en el fondo del
corazón, al contemplar la terrible hermosura del
mar! Sin ser Fausto d Manfredo, esperiméntase
á veces un gozo estraño, una especie de alegría
salvaje al sentirse arrastrado al compás del lú-
gubre sonido de una ráfaga violenta, y por las
olas que espuman como un brioso corcel. Otras
veces nace en nosotros como un orgullo sombrío
al representarnos el peligro de la tempestad mas
eminente de lo que es en realidad, pensando en
que uno lo desafia con bastante estoicismo y en
que en esas horas de peligro hemiís espenmen-
lado ciertas emociones desconocidas por la ma-
~- •

4
—38—
yor parte de los hombres. Pero después, al
contemplar esas olas, r.uya violencia ninguna
fuerza humana pudiera vencer, al mirar esas ne-
gras nubesj corriendo con el viento en un cielo
encapotado, en ese desierto de agua encerrado
en un círculo de hierro, siéntese uno de repente
dominado por una idea mas humilde y mas cris-
tiana, y nos inclinamos, convencidos de nuestra
debilidad, ante la imagen de lo infinito.
Esa furiosa tempestad obligónos mas tarde á
presenciar una triste ceremonia, el entierro de
un niño. El mareo por sí solo no mata, pero
cuando se agrega á otra enfermedad, ayuda po~
derosametite á la muerte. Cuando nos embar-
camos, aquel pobre niño, hijo de un infeliz tra-
bajador de Wurtemberg, estaba ya peligrosa-
mente enfermo. Las fatigas del viaje y la mi-
seria que reinaba entre los pasageros del entre-
puente acabaron con él. Pocos dias antes de
morir y agitado por la calentura, decia una tar-
de á su madre: "Conozco que la América está
muy lejos, y que yo me quedaré en el camino.
El aire es sofocante y el sol me abrasa; empero
allá á lo lejos veo el Neckar hermoso y risueño,
el cuai me invita abañarme en sus frescas aguas.

Ábreme la puerta del jardín, déjame ir al puen-


te, déjame descansar en el Neckar."

Algunos dias después de su delirio, las aguas


del Océano se abrieron para recibirle en su se-
no y otorgarle en él una tumba. Un marinero
Je envolvió en un pedazo de vela, y le ató luego
-39-
á «na tabla: rodeábale un gran nünnero de pasa-
geros observando silenciosos tan triste opera-
ción: el clérigo murmuró una
oración, y la tabla
se hundió en las aguas. Sus desdichados padres
lloraban en el entre-puente, y todos nosotros
respetamos su dolor comprendiendo cuan verda-
dero debia ser. Perder en el mar un ser á quién
amamos, es perderle dos veces: cuando le per-
demos en otra parte, nos parece que no estamos
separados de él por una distancia tan inmensa.
En esa amarga memioria de la muerte, de la cual
nos hablarla Biblia, consuélanos un tanto el poder
enterrar al lado nuestro á aquel que noá fuétan
caro, visitar el cementerio en que descansa, y
remover y cultivar la tierra que le cubre, para
que su sepultura esté cubierta de flores. Las
mugeres del pais de los Natchez creían aspirar
en las flores el alma de sus hijos; las mugeres
turcas, inclinando en sa dolor el cuerpo hacia
un sepulcro, creen que el espíritu de aquel que
lloran, enternecido por su recuerdo y sus lágri-
mas, despierta de su letargo para solazarse con
sus oraciones. Los cristianos consideramos co-
mo un símbolo de la resurrecion, en la que te-
nemos fé, y como una imagen de la vida eterna,
que es nuestra esperanza, las plantas que crecen
en un sepulcro y las rosas que sobre él se desho-
jan al soplo dé la brisa; mas ¡ay! en la desapia-
da tumba del mar se pierden esos tiernos cuida-
dos que consuelan un tanto nuestras penas.
Ni siquiera el buque detiene su rápido curso
durante la fúnebre ceremonia. La misma ola
que empuja en su carrera, envuelve en sus
le

pliegues el cadáver que le abandonan.

En un momento se abre al peso del ataúd, y


en un momento vuelve á cerrarse, sin que en su
superficiequede un solo vestigio que indique que
acaba de engullirse una víctima humana.
Si el corazón tiene, como yo lo creo, su brú-
julay su aguja de imán, ni esa brújula ni esa
aguja revelaran á la desdichada madre el lugar
en que yace su hijo.
Esa muerte impresiono profundamente á una
gran parte de nuestros viajeros enfermos, y co-
mo en la monotonía de un viaje náutico, todas
las impresiones buenas d malas que se reciben
llegan á un alto punto de exajeracion; quizás
éso solo hubiera bastado para acabar de abatir á
aquellos caracteres debilitados por una larga in-
comodidad. Por fortuna, el viento, después de
haberse mostrado tan opuesto á que pudiéramos
anclar en buen camino, sopló favorablemente, y
gracias á las buenas cualidades de la fragata
Havre, que habia merecido renombre de ve-
el

lera, por sus buenas cualidades, franqueamos en


dos dias un largo espacio, atra vezamos con la
rapidez de los pájaros, los Georg's Banks y nos
pusimos en paralelo con Long Island.
Un grito de triunfo resonó desde lo alto de
las gaviotas. ¡Tierra! ¡Tierra! A este grito
todo el mundo se precipito sobre el puente quién
con un anteojo en la mano, quién con unos ge-
—41—
melos, en busca de un horizonte distinguible úni-
camente á los ojos del ejercitado marino. Sin
embargo era que iba á repo-
la tierra, la tierra
nernos de todas las incomodidades de una trave-
sía de treinta y cinco dias, la tierra que saluda-

mos como si hubiésemos perdido ya toda espe-


^^ ranza de volver á verla y que saludamos con el
^
y^ \
I mismo entusiasmo con que la saludaron los co nr
pañeros de Cristóbal Colon.
^ Al dia siguiente, un bote, rasgando las olas
con una ligereza igual á la del vuelo de la go-
londrina, trajo á bordo un piloto que nos entre-
go algunos periódicos americanos en los que
busqué con avidez las noticias de Francia que
debian haber traido los vapores de Liverpool. Pe-
ro en vano recorrí sus columnar: no encontré en
ellas mas que tres grandes páginas de anuncios;
una en que se daban largas noticias de las elec-
V clones de Filadeifia y del polvo de oro del rio
-*
Sacramento y nada mas; nimmsola^al abra-de
Francia. Solté desconsolado e^ diario de las
J^ I

manos. <

Tres horas después, un vapor vino á socorrer


nuestra impaciencia. Ya entonces podíamos
reimos del viento y de la marejada. El Hércules
nos remolcaba con todas las fuerzas de su gigan-
tesca máquina. Luego nos vimos en la vasta
bahía de Nueva-York; tan vasta, que pudiera
contener todas las flotas del mundo; después en-
tramos en el rio Hudson, y entonces se acabaron
las fatigas y privaciones del viaje.
—42—
Ante magnífico cuadro que se presentaba á
el

nuestros ojos todo lo olvidamos; en una parte se


estendia la linea azulada de Long Island, en la
otra veíamos las verdes colinas y bosques de
New-Jersey; á derecha é izquierda se elevaban
magníficas casas de campo, hermosos pabello-
nes y habitaciones rusticas, sobre el rio navega-
ban una gran cantidad de barcos de todos tama-
ños, y vapores dirigiéndose áEuropa, á las In-
dias o á las Antillas; delante de nosotros veiamos
los campanarios, los techos, los muelles inmen-
sos, las legiones de navios de Nueva-York.
Nuestros pasajeros del entre-puente, encerra-
dos durante cinco semanas eternas, como los ne
gros Congos en la bodega de un barco negrero,
saltaban y corrian por el puente, débanselas ma-
nos con tal alegría, que causaba satisfacción el
verles, sobre todo acordándose uno de cuanto
hablan sufrido; su aspecto me infundid de ante-
mano un verdadero cariño hacia esa tierra de
América que tanta alegría inspiraba antes de pi-
sar sus playas.
Ill

De Nueva- York á Albany.— El vapor.—Aspéctó del Hudsdk.^


Roberto Fulton.— Costumbres americanás.-^Fiaonomia del yan-
kee.

Durante el intervalo que ha mediado desde nfii


primer artículo, habréis hecho según presumo,
queridasJ_ectoras_mias, vuestras escursiones de
verano; de las cuales habréis regresado ya. Ha-
bréis querido, según vuestras elegantes costum-
bres parisienses, pasar algunas semanas á ori-
llas de esas playas murmuradoras llamadas pla-
yas del mar; luego habréis visitado la Suiza, las
orillas del Rhin con Schiller ó Goethe, los dos
poéticos compañeros de viaje que no abandonáis
al recorrer esos poéticos paises. Actualmente
regresáis, huyendo de las nieblas de Octubre, á
vuestro nido de invierno semejantes á las friolen*
ÍMS golondrinas. Donde vosotras estáis supongo
que es actualnfiente medio dia. Supongo ásinnis-
mo que están abiertas vuestras persianas, que
vuestras cannareras os han presentado ya los pe-
riódicos y que al recorrerlos vuestra vista, os
preguntáis cuál de nuestros grandes políticos
será el elejido para la presidencia por la asanri-
blea, y cuáles para las secretarías; si nuestro
gobierno prohibirá la representación de la Torna
de RomUt y si asistiréis á una reunión á que es-
tais invitadas, ó si pasareis la noche en vuestro
retrete, religiosas mundanas, encerradas entre
* '
la biblioteca y vuestro piano.
Mientras pesáis en la balanza de vuestra ima-
ginación tan graves cuestiones, yo me levanto
en mi hotel de Nueva- York, oyendo las vibracio-
nes de la campana de la iglesia de la Trinidad,
que está dando las siete. Si bien es cierto que
esta ciudad del Nuevo Mundo se lisonjea de es-
tar mas adelantada que el viejo por sus progre-
sos industriales, está por su longitud en retardo,
respecto á él, de cinco horas. Quizás se debe
á esto que esté continuamente en vela. Es
el

cierto que aquí á la mitad del dia la mayor par-


te de los habitantes han hecho mas trabajo que
los de Paris en uno entero.

El sol, que no está obligado á llevar tanta vi


vacidad en sus movimientos; el sol, que no tiene

fondo ninguno en banca del Ohio, ni siembras


la

de algodón en la Carolina, asomase lentamente


sobre los cerros de Brooklyn como un meritorio
-4^
de ministerio cansado de empezar el niismo ofi-
mañanas y gratuitamente. Dos va-
cio todas las
pores que no han tenido la paciencia de esperar-
le iian partido ya para Albany. En Nueva-
York no debe nunca temerse la falta de locomo.
tores; á todos horas se les encuentra
para él
punto üue se necesitan. El muelle del rio del
Norte está, inundado de torbellinos de humo.
Los israelitas no tenian mas que una columna
de fuego que les guiara paso á paso en el Desier_
to; aquí las hay á centenares que os conducen
por todas direcciones. ¿Buscáis una que ps lle-
\e contra la corriente del Hudson? Hela allá,

que brilla á los pies de un buque, colosal en el

que se lee en grandes letras de oro: The New-


World (El Nuevo Mundo). Al entrar á bordo os
interrumpirán el paso una nube de pasajeros.
Como no hay mas que unos sesenta vapores que
vayan de Nueva- York á Albany, sin contar aque-
llosque se encuentran en los puntos interme-
de concebir, conocida la escasez que
dios, es fácil
hay, que los vapores estén siempre atestados de
gente, el New World lo está en ambos pisos.

Es preciso que diga de paso, que los vapores


americanos que navegan en los rios ó en los la
gos, son unas verdaderas casas dividas en tres
pisos. En el primero hay el comedor y el des-
pacho, en el segundo un salón para hombres y
otro para mugeres; en el tercero una galería con .

un techo sostenido por una columnata. Los hay


que tienen ademas, en el segundo piso, un an-
—ae-
cho balcón circular. Los hay cuyo techo está
construido no de vidrios semejantes á los de
nuestros corredores, de vidrios de todos
sino
colores como los que vemos en las ventanas de
las iglesias. Todos están espléndidamente ador-
nados.
El amor del lujo es, á no dudarlo, uno de los
hijos mas imperiosos de la civilización, y los
americanos, que en su puritanismo democrático
no se atreverían á tener nuestros magníficos car-
ruajes, ni nuestros criados con librea, se des-
quitan de esas privaciones con el lujo de sus ca-
sasy de sus vapores.
este pais las mejores sedas de Lyon y los
En
mas ricos damascos adornan los salones, donde
brilla el oro por todas partes y cuyos suelos es-
tán cubiertos de magníficos tapices. Las recá-
maras están tan minuciosamente arregladas, que
nada dejarían que desear á nuestras mas escrupu-
losas lionnes, Vénse ademas, en algunas de estas
casas, otras dos habitaciones que pueden presen-
tarse como dos modelos de elegancia y buen
gusto. Nada falta en ellas para que sean unos
retretes tales como los describe Balzac; blandos
tapices, puerta secreta, un magnífico sofá, her-
mosos jarros de porcelana, todo se encuentra
allí. Llaman á estas habitaciones loeddig rooms.
Su nombre indica á qué están destinadas. Re-
sérvanse para las recien casadas, que, al salir de
la iglesia, sienten deseos de ocultarse á jas mi-

radas importunas, é ir á entregarse á sus dulces
—47—
ensjaeñosy ricas ilusiones. Felices aquellos
que pueden conducir allí á la muger que anian,
murmurando en voz baja estos versos de Moore:

'•Come overthe sea


Come, maiden, withme."

Si esta rápida pintara ha podido daros una


idea de la magnificencia de esos vapores repu-
publícanos, ¿creéis qué, escepto algunos cama-
rotes, no hay en ellos ni primeras ni segundas
clases? No, todos los pasageros son iguales an-
te eldespacho del capitán, y el emigrado mas
escaso de recursos, y el trabajador mas pobre-
mente vestido, se pasean con toda lib ertad por
esos salones, sobre esos tapices, así como el ne-

gociante que posee millones. El único que pue-


de gozar de algún privilegio, es aquel que pue-
de bajar al comedor y sentarse á una mesa, don-
de hay un librito que contiene muchas cosas en
sus escasas páginas; el memorándum de Brillat-
Savarin, el poema de los cafés ingleses, en fin; y
ya que debemos llamar á todas las cosas por su
verdadero nombre, diremos que lo que ese libro
es el que llamamos la carta palabra adoptada del
francés por varias idiomas, modificada empero
según las producciones y costumbres de cada
pais.
Hecha'ya lo mejor que he podido la descrip.
cion de esa habitación flotante donde voy á
instalarme, no os inquietéis ya por mí, si es que
—48---

os dignáis acordaros alguna vez de vuestro fugi-


tivo amigo. Heme ya, andando, y gracias doy á
la invención de la galería en la que puedo pa-
searme de un estremo á oiro, y desde la cual
puedo contemplar el paisaje de los dos lados del
rio. Detras de nosotros, las iglesias y las ca
sas de ladrillos de los ricos barrios de Nueva-
York desaparecen rápidamente. Pero á nuestra
derecha vemos aun las casas en construcción,
y los hornos de los arrabales, verdadera ciudad
de Vulcaño, donde continuamente se elevan de
sus chimeneas espesas nubes de humo de car-
bón de piedra: donde el acero chilla en el agua
que le templa, donde se funde el hierro, se le agu-
za, se le redondea, se le trabaja en todas formas;
donde de trabajadores construyen á
millares
martillazos las enormes máquinas que en breve
dominaran las olas délos dos Océanos. A nuestra
izquierda vemos otro cuadro mas tranquilo y me-
lancólico, las colinas de Naw-Jersey cubier
tas de árboles amarillos y medio secados ya por
el otoño. Eu ninguna parte habia visto yo tantos
colores diferentes en un mismo bosque, en nin
guna parte las hojas de las encinas tienen ese
color de escarlata del coral, d de los racimos de
los árboles de Judea. Junto á nosotros pasan y
cruzan sin interrupción, chalupas cuyas dos ve-
las se parecen á las tendidas alas de un pájaro,
vapores de transporte, almacenes ambulantes
llenosde ganados y productos agrícolas; fraga
tas mercantes mas cargadas aún que los vapo-
—49—
res,ybarcas de pescadores: hacia la playa, á ori-
llasdel mismo rio, donde tantos buque s se ven,
un locomotor arrastra silbando con fue rza unos
treinta wagones sobre un ferro-carril que rivali-
zará con todos los vapores. En Francia no co-
nocemos aún un numero tal de máq uinas y me-
dios de transporte. Pero tampoco viaj amos mu-
cho. Nos gustan las escursiones á po cas leguas
de distancia, y mas que eso los perezosos paseog
que damos por los Bulevares, y acabados los cua-
les regresamos á nuestro hogar. El ameri-
cano es el pueblo mePs nómada que existe; mas
que el tártaro de los bosques y prados, mas que
el beduino del desierto, á todas horas está dis-
puesto á abandonar la tienda en que habita. Si
lamas pequeña esperanza de una ganancia le
sonrie, si desde el Norte al Sur entrevé una es-
peculación productiva, coje su maleta, diríjese
al primer embarcadero, pasa de un vapor á un
camino de hierro, de éste á un carruaje, entra
en una fonda, vuelve luego á ponerse en camino,
y solo regresa á su hogar después de haber an-
dado centenares de leguas, y dispuesto á volver
á empezar pasados algunos dias. Esas naturale-
zas dotadas de una actividad fibrosa, necesitan
sin cesarnuevos alimentos, semejantes á los ver
daderos jugadores que solo viven cuando doblan
sus albures. Véisle auno deellos que acaba de
adquirir una fortuna inmensa en una especula-
ción, y esto os hará creer quizá que va á reali-
zar su capital y retirtirse á una habitación tran-

6
quila, vivir como unpropietario, y plantar ár-
boles, construir un jardín y contemplar tranqui-
lamente, desde el puerto en que está abrigado,

á aquellosque aspiran á una dicha igual, y que


están aún entregados á las tempestades del mar
del comercio.

Pues os engañáis si tal creéis: el americano


desconoce o desprecia el voluptuoso far niente
de la existencia del propietario. Está en el
mundo para hacer circular lo» pesos y billetes
de banco, y rodar perpetuamente sobre la mon-
taña de la industria, su roca de Sísifo, aun cuan-
do esa roca al caer le aplesté baje su peso. Ese
mismo millón que habrá ganado en un tiempo
compra de algodones, en un
de fortuna, en una
viaje hecho á las Indias ó á la China, veréis que
le para especular en una fábrica
coloca entero
de máquinas, ó en un cargamento de espejos pa-
ra los nabas de Calculta. Hace poco tiempo
véialsle soñar continuamente en los terrenos de
los Estados del Sur, calculaba sobre posesiones
de terreno que nunca habia visto, como pensa-
ban en otro tiempo los holandeses en tulipas que
no existían, véisle ahora ech ar sus cálculos so-
bre California y el Canadá. ¿Donde acabará la
sed de empresas? Dios lo sabe. Cuando las
olas del mar se secarán en sus profundos estan-
ques, cuando la tierra se hundiera á sus plantas,
entonces no me admirara ver que durante el
naufragio de la naturaleza descubriera un nue-
Yo elemento para reunir cifras y caldear metales.
—Si-
Decir que semejante potencia de facultades
comerciales y tales costumbres constituyen lo
llamamos una nación amable, fuera un absurdo,
, y no os deseo por cierto que viváis entre ella;
yo no creo que imprima jamas en mi corazón
uno de esos tiernos recuerdos que en él dejaron
profundamente grabados los pueblos de Alema-
y Escandinavia, y
nia diré también los turcos,
que son muy buenos. Pero quiero continuar
hablando de estos orgullosos americanos. En
este momento, tengo de delante mí el aspecto de
una naturaleza que me distrae de ellos, y bendi-
go mil y mil veces este aspecto. Este es en
uno de los lados del Hudson, una linea de rocas
de color de granito corteadas en punta como las
murallas de una ciudadela, sobre las cuales hay
un gran número de arbustos que con sus ramas
amarillas, brillan á los rayos del sol
como una
corona de oro. Del otro lado veo una colina
ondeante, sembrada de alegres casitas. De cuan-
do en cuando se distingue en el fondo de una
ensenada una cabana de madera, y al contem-
plarla, medita uno en la dicha que nos
parece
debe encerrarse en ella. Mas allá de este pri-
mer estrecho, entramos en una doble barrera de
elevadas colinas, llamadas las Higlands. Sobre
una de esas solitarias y salvajes colinas \^éese la
fachada de Westpoint, escuela militar politéc-
y
nica del pais. ¿Por qué el gobierno americano
habrá mandado construir ala distancia de quin-
ce. Ieg;ua8 de Nueva-York, y en paraje semejan-
—52—
te el único establecimiento nacional de los Esta-
dos-Unidos? Si encontrase en Alemania ó
me
en Suecia, creeria que escogieron este lugar ins-
pirados por el poético pensamiento de instalar á
los profesores y discípulos de ese instituto, lejos
del ruido y del movimiento de los negocios y en
el silencio de una austera naturaleza; pero como

conozco á los buenos habitantes de Nueva- York,


s.upongo que no han tenido semejante idea, y
solo la aridez de los terrenos de Westpoint, que
poco dejaban esperar, les decidió á dotar con
ellos la ciencia.
Después de una corta detención al pié de la

escuela y de las baterías de Westpoint, el vapor


se detiene succesivamente delante de muchas
poblaciones cuyo rápido progreso afirma la pros-
peridad de esta parte de la América. La ciudad
de Newbourg, fundada en 1789 por algunos emi-
grados del Palatinado cuenta actualmente en su
estadística nueve mil quinientas almas; Poug-
los in-
keepsie era antes un lugar habitado por
que posee cente-
dios, y ahora es una población
de barcos de vela; gran número de vapores
nares
construido á ori~
y doce mil habitantes; Castkill,
ilas de una ancha había, la alegre y pequeña
ciudad de Hudson y un número inmenso de pue-

blos y cabanas se encuentran continuamente, y


que me
no copio sus nombres porque no quiero
Guia de los viajeros.
acuséis de escribir la
piloto
Hace doscientos cuarenta años que el
inglés Hudson, al servicio de la compañía holán-
desa, descubrió este magnífico rio, cuyo nombre
lleva ahora. Desde Terra-Nova, llego el 3d&
Setiembre de 1609 á la costa de New Jersey,
y
se avanzo desde allí hasta la isla en donde se
eleva ahora la ciudad de Nueva-York. Todas
estas playas estaban habitadas por tribus de in-
dios ignorantes, salvajes, hostiles los unos á los
otros, y que recibieron sin embargo cariñosa-
los
mente á los europeos, sin presumirse que aque
líos á quienes vendiesen sus frutos
y las pieles de
sus ganados y animales salvajes, acabarían por
echarles de sus hogares y de su tierra natal.
**A1 remontar el rio, dice el ilustre
navegante
entré en una cabana muy
hábilmente construida
con cortezas de árboles y habitada por un gefe
indio. En ella vi por el suelo una porción de
maíz y de habas y por sus alrededores habia
unos montones de esos mismos granos, tan in-
mensos, que se hubieran cargado con ellos tres
navios. Una vez dentro de la cabana, trajeron-
nos unos banquillos paramentarnos, y alimentos,
en unos platos de madera artísticamente traba-
jados; luego dos de los indios salieron armados
de sus flechas en busca de caza y á poco volvie-
ron* con unos pichones, víctimas de su buena
puntería. No contentos con ofrecernos todo es-
to, degollaron un perro,
y le desollaron con unas
conchas marinas."
Hace cuarenta y dos años que el hombre de
genio, el gran Roberto Fulton, cuyo inmenso
descubrimiento no encontró' al principio mas que
lo que han encontrado otros tantos hombres de
genio, burlas y escépticos, lanzó su primer va-
por en este grande rio. No comprendido por
Napoleón, aun cuando éste distinguia fácilmente
á los hombres de talento, rechazado por los sa-
bios como un insensato, porque á estos les cues
ta mucho admitir lo quellos no han descubierto
o'puesto en práctica, vínose á América, alimen-
tando con obstinación en sü seno nti pensamien-
to en el que tenia tanta fe, pensamiento que de-
bía conquistar al mundo Después de
entero.
un año de inútiles tentativas para encontrar quien
apoyara sus proyectos, logro por fin que Mr.
Liviiigston se asiociara con él para poner en
práctica sus trabajos. Nada justificaba aún sus
audaces designios, y es preciso leer su corres-
pondencia para conocer las luchas con que de-
bia combatir al empezar su obra.

Nueva- York, dice, unos miraban mi em-


'*En
presa con el mas frió desden; otros la considera-

ban un sueño. Mis propios amigos, al escuchar


cpn benévola paciencia las esplicaciones que yo
les. daba, mostrábanse frios é incrédulos. Casi
todas las mañanas pasaba por el astillero en
donde se construia mi vapor y veía allí centena-
res de ociosos, preguntándose unos á otros qué
buque era aquel de tan nuevas formas. Todos
hablaban de él con el mas soberano desprecio,
burlábanse de mí al calcular los inmensos gastos
que iba á ocasionarme la empresa, y divertíanse
riéndose de la locura de Fulton* Ni una sola \e%
—55—
siquiera al detenerme junto á esos crueles ha-
bladores oí una sola observación capaz de ani-
marme, ni una sola palabra que resonara grata
á mis oídos.

'*Llego' por fin el dia decisivo, el dia del ensa-


yo. Invité á mis amigos
á entrar á bordo del
vapor. Varios de ellos acudieron á la cita, pero
yo conocia que solo acudian por compromiso, te-
miendo ser testigos de mi humillación. Yo te-
nia por mi parte motivos para dudar del buen
éxito. La máquina era nueva, estaba mal cons-
truida, hecha en su mayor parte por hombres
que no conocian un trabajo de esta especie.
Llegado el momento en que el vapor debia de
empezará andar, reuniéronse mis amigos en el
puente. En todas sus miradas leia un funesto
presagio, y casi me arrepentí de haber esperado
tanto, y á tanto haberme atrevido. Dióse sin
embargo la señal, y el buque se meneo', y luego
se detuvo y permaneció inmo'vil. Los murmu-
llos sucedieron al silencio profundo que hasta
entonces habia reinado. — Ya habia yo previs-
lo
to decia el uno, es un error. — Es un sueño, ana-
dia otro, y un sueño peligroso; quisiera estar ya
fuera de aquí. Acerquéme á ellos y les dije
que acababa de descubrir la causa de aquella
repentina inmovilidad del buque, rogándoles es-
peraran media hora mas, pasada la cual, si no
obtenía los buenos resultados que esperaba, si
no lograba salir bien en mi empresa^ la abando-
naria por siempre. Bajé junio al maquinista j
—50—
ajustéuna pieza mal colocada. El vapor se
puso en movimiento y anduvo. Dejamos la ra-
da de Nueva-York, franqueamos los Híghlands
y llegamos á Albany (1}."

¿Qué diria el capitán Hudson, si en este mis-


mo lugar en que un indio le sirviera en una ca-
bana de cortezas, carne de perro cocido, viera
ahora los espléndidos edificios, ios ricos almace-
nes y opulentas casas de Nueva- York; y que
diria Fuitonsi supiera hasta qué punto ha lle-
gado su descubrimiento?
Hay ciertos goces que ni están mencionados
en los Vedas (2) ni en las mitologías griega y
romana, ni en el Edda escandinavo, ni en el Co-

(1) Al esplicar este ensayo de FuUon ne debe olvi-


darse que á uno de nuestros compatriotas, al marqués de
JouíFroy, pertenece el honor de haber sido el primero que
apücó ei vapor ala navegación. En 1782, el señoi de
.TouíFroy, construyó en Lyon un vapor de cuarenta rae-
tros de Ipngitud y cinco de latitud. Este vapor sirvió
durante quince meses en el Saona. (Tratado de las

máquinas de vapor por M. Tredgold. pag. 54.

[Nota del auto7\]

El autor se ha dejado arrastrar en esta nota por el es-

píritu de nacionalidad, pues hoy está ya fuera de duda


que el inventor del vapor fué el español Blasco de Garay.
(^Nota deltvaductor)

(2) Libro sagrado entre las naciones del Indostan.


que creen que su legislador Brama lo ha recibido de la

misma mano de Dios,


—57—
ran, y qae quisiera yo contar entre el número de
aquellos que prometen á los justos en las bea
titudes del otro mundo. ¿Por qué no admitirles
en las esperanzas de la vida futura? ¿Por qu6
no creer que almas de aquellos que noble,
las

útil y caritativamente han empleado en esta tier


ra sus tesoros y sus pensamientos, encontrarán
en otras regiones rnas tranquilas y puras la re-
compensa de sus esfuerzos y el fruto de sus
obras? Sí, grato es creer que Shakspeare, Ra-
fael y Mozart gozan del triunfo de su ingenio;
que Cristóbal Colon se complace viendo á los
pueblos del mundo navegar en los mares que él
les revelu, y que Roberto Fulton contempla ios
torbellinos de vapor cuya fuerza ha descubierto;
gr^to es creer también que aquellos que perte-
necen á una esfera mas humilde, un alma que
habrá cifrado toda su gloria én amar y sentirse
amada, en hacer el bien que habrá podido, go-
zará la dicha de ver perpetuado su nombre en

un fiel recuerdo y fructificar el germen de sus


buenos pensamientos en los honrados corazones!
Mientras que hablo así con vosotras, amadas
lectoras mias, como
si estuviera sentado en un

sillón al lado de chimenea (¡Porqué no estoy


la

aún allí!), olvido este comedor que os he descri-


to ya, la carta impresa en papel vitela, los cria-
dos que nos sirven vestidos con su chaqueta y
delantal blanco, como los de nuestros restoranes
de París. Esta es una de las felicidades del va-
por que mis compañeros de viaje no han olvida-
—58—
do. Machos de ellos permanecieron en este sa-
lónmucho tiempo cuando nos embarcamos, y
vuelven ya á entrar en él. Si nial no me acuer-
do, Brillat Savarin ha sido quien, en una de las
páginas de su aj^ioma ha dicho: "Fuera de Pa-
rís se come, pero solo en París se sabe comer."
Si hubiese visto este país, hubiera dicho: Aquí
no se come, se devora.
Esta palabra apenas puede espresar la idea.
Para comprender mejor lo que pretendo espli-
car, recordad lo que habéis leído en BuíFon, en el
artículo Sollo y Tiburón.

Quizás formaros una idea de la


así podréis
voracidad del americano. Hé aquí las comidas
que ordinariamente se hacen en los Estados-
üüidos: Entre siete y ocho de la mañana, una
campana, un platillo d ínstrunáento cualquiera
ruidoso, llama al almuerzo.

Este se compone de guisados de vaca, lengua


salada, patos y pollos, con abundancia de pata-
tas, mantequilla y otras mil cosillas. Los ame-
ricanos se sientan á la mesa como lobos ham-
brientos. Sin cuidarse de su vecino, sin obser-

var ninguna de las reglas de política tan natural


en las sociedades europeas, cada uno se apodera
de loque está al*alcance de sil mano, y amalga-
ma en uno 6 dos platos, pirámides monstruosas
de toda clase de guisados, legumbres y mante-
quilla. Entonces comienza su acelerado trabajo
jo de manos y dientes, como si tuviera contados
)os minutos, sin hablar, sin respirar, siguiendo con
--59

ávidos ojos los platos que se alejan de él corrien-


do de mano en mano, y apoderándose* de ellos
tn cuanto puede cojerlos, para proveerse de
nuevo.
Hecha esta primera operación, enciende un
cigarro, va al despacho úe vinos, al que llaman
barrooMi bebe de un sorbo un vaso de wisky o
de madera, y luego entra en. sus meditaciones
aguardando que llegue medio dia. Esta hora
está lejos aún, y muchos de ellos no pueden
aguardar este intervalo de cuatro horas sin visi-
tar dos ó tres veces el querido barroom, hecho
lo cual vuelven á meditar de nuevo. La cam-
pana anuncia el que se^compone de una
luncheon
sopa, una lata de sardinas, manjares frescos,
mantequilla y queso. A las tres una nueva se-
ñal les llama á otra colación, que es la mejor,
la mas deseada: les llama á la comida de la cual
las dos colaciones no eran mas que un completo
prólogo. Por esta vez la mesa está completa-
mente atestada de platos donde se ven asados
colosales, salzas llenas de especies y prodigio-
sos puddings. El mismo apetito siente cada
uno que en eí almuerzo, y el mismo silencio que
durante aquel guarda cada uno de ellos. No se
oyen mas que los chirridos de los cuchillos y te-
nedores, y el ruido que hacen sus ávidas man-
díbulas estrujando Jos huesos. La prisa que
emplean durante esta tercera operación de dien-
tes es tal, que ni siquiera se toman el trabajo de

limpiar el estremo de sa cuchillo para llevarlo


—Go-
al salero o al pimentero, o al plato donde está la
mantequilla, por la sencilla razón que el uso de
la servilleta les exijiria un movimiento que les

hiciera perder una parte de su tiempo. Sin em-


bargo, estos mismos hombres se burlan de los
turcos, porque no usan ni cucharas ni tenedores.
Yo recuerdo muy bien algunas veces que lie co-
mido con los turcos, y declaro que éstos eran
, modelos de lim[)ieza, comparados con aquellos
con quienes me he visto obligado á comer en las
fondas y vapores americanos.
Concluida la comida el demás tiempo que se
pasa es muy largo. Asi es que á eso de las siete
oís la señal para que los di-
por cuarta vez dar
chosos viajeros vayan á tomar su taza de té d
café, acompañado de algunas tajadas de venado
o escabeche, después de lo cual se hacen algu-
nas visitas al baroom.
Al ver á esos hombres negociantes sentarse á
la mesa y engullir cargas enteras de géneros ca-
linarios, en menos tiempo del que gasta un espa-
ñol en tomar una jicara de chocolate, podria
creerse que los minutos que pasan en el come-
dor los cijentan como
perdidos, y que tienen pri-
sa para volver á su despacho á entregarse de
nuevo á sus cálculos y cuentas.
Sin embargo, como al salir del salón después
que he vuelto á encontrar casi á todos,
ellos, les

inclinado su cuerpo contra el respaldo de una


silla, y puestos los pies á la altura de su cabeza,

y apoyados en el respaldo de otra, saboreando


—61—
tranquilamente el humo de su cigarro, o mas-

cando una onza de tabaco, he debido persuadir-


me que su precipitación no estaba motivada por
un urjente negocio, sino que era hija de su vo-
racidad sin igual, que les obliga á hacer de cada
comida una especie de steeple-chase (1) tras de
los patos asados y de los humeantes puddings.
Yo no sé cómo me
atrevo á daros todos estos
detalles, cuando solo debiera presentaros los
mejores puntos de vista y las mas atractivas
imágenes. Empero vosotras habéis querido sa-
ber, hijas curiosas de Eva, cuáles fueran mis
viajes en diferentes paises y cuál la impresión
que me causarla la república americana; puesto
que he empezado ya, dejad que continúe.
Algunos Viajeros que se encuentran aquí muy
impertinentes, y que escriben sin embargo con
una pluma muy benéfica, atribuyen la fria taci-=
turnidad de los americanos á sus cálculos comer-
ciales ó á sus negocios políticos. Creo yo, que
sin ser injustos con ellos, podríamos muchas ve-
ces atribuir esa frialdad, á la operación de sus
facultades dijestivas, las cuales están sometidas
á pruebas tan duras cuatro veces por dia, y ne-
cesitan muy á menudo en su ayuda el empleo de
la soda water, y casi siempre la acida y lepug-

nante masticación del tabaco.


Lo cierto es que el americano es en general

(1) Carrera de caballo^ sobre terreno quebrado.

6
—62—
mucho mas silencioso que el turco. Hay ademas
entre ellos esta diferencia; el turco, sentado so-
bre una estera, con su chaqueta de seda, su lar-
ga barba, y su ancho turbante, guarda una pos-
tura noble é indolente, o altamente meditabunda,
y se fisonomía dulce y tranquila admira al estran-
jero que la observa; el americano, al contrario,
guarda un silencio sombrío é inquieto, seco y
brusco. Tiene puntiagudo el rostro, y -sus mo-
vimientos son rápidos y angulosos.
Su descanso en nada se parece al feliz aban-
dono de los hombres de Oriente^ g al de los euro
peos del Sur; ni es el Uef de los primeros, ni la
siesta de los segundos; es una especie de pos-
tración, agitada de vez en cuando por un movi-
miento fibroso y su andar es una marcha rápida.
Where is nature is heauty ha dicho 'un poeta; pero
donde reina la naturaleza humana reina la feal-
dad. Entre todos los animales esparcidos sobre
hombre es indudablemente uno de
la tierra, el
los mas feos. Por supuesto que al hablar del
hombre, hablo del hombre; creación como de bos
quejo que Dios completo y perfecciono después
creando á la muger. El hombre es á la muger lo
que es un trabajo tosco auno hecho con arte y con-
cluido por un hábil cincel. Sentado este prin-
cipio, añadiré (jue de todos los hombres que per-
tenecen al mundo civilizado, el mas feo de todos
es el americano. Imaginaos ver una estatua
delgada, seca, con unos pies de una dimensión
colosal, eon un sombrero caido sobre el cogióte,
—63—
el pelo lacio,con un carrillo hinchado, no por
ana fluxión de muelas, sino por una bola de ta-
baco que masca desde la mañana^ hasta la noche,
con una casaca negra cuyos faldones son muy
puntiagudos, la camisa en desorden, los guantes
como los de un gendarme, el pantalón sin for-
mas, y toda esto imaginado tendréis el verdade-
ro retrato de un yankee de sangre pura.
Es que busquéis en su rostro esa brillan-
inútil

te pupila que anuncia un pensamiento inspirado,


ni una de esas sonrisas en las que se refleja un
alma cariñosa. Nada de eso encontrareis, por-
que su rostro es frió como una máscara d como
una medalla.
Quisiera tener á mi lado á^mi amigo A. .con. .

todas sus esperiencias hechas sobre la fascina-


ción de la mirada.
Estoy seguro que los ojos mas penetrantes se
re§balarian de estas efigies de monedas como
una flecha de madera sobre una plancha de ace-
ro. Millares de veces he intentado en mi curio-
sidad de viajero, exaltar esas cifras ambulantes
y devoradoras, á las que dan el nombre de ame-
ricanos; he probado trabar con ellos una con-
versación agradable y conseguir de sus señorías
financieras una de esas esplicaciones que en
Francia y en todas las demás partes da á un es-
tranjero un hijo del país. Casi sierppre han re-
chazado mis temerarias intenciones, como se re-
cibe en una fortaleza á un temerario que intenta
^saltarla. Hace un momento que, después de
—64—
haber estudiado los diversos grupos que están
junto á mí,me acerqué á un yankeeque contem-
pleba casi estasiado las orillas del Hudson. Me
acerqué á él y le pregunté con mucha p«^lítica,

con demasiada, quizás, si la ciudad que se dis-


tinguia al horizonte era Albany. Volvió la cara,

me contempló silenciosamente de los pies á la


cabeza, y murmuro entre dientes estos dos mo-
nosílabos: NOf sir, y se fué dejándome plantado
y enterado.
Con una flema, al lado de la cual la inglesa es
jovial, el americano es sin embargo curioso co-
mo un salvaje del tiempo antiguo; y si bien no
he podido conseguir que fijaran en mí la aten-
ción para sacar de ellos algunos pormenores
acerca de los lugares que atravesamos, la han
cambio sobre los objetos que llevo en-
fijado en
cima. Uno de ellos me ha tomado sin cumpli-
miento ninguno la cadena del relox, la ha dado
mil vueltas y revueltas entre sus dedos sucios,
y luego, satisfecho de su examen, se ha alejado
sinpronunciar una sola palabra.
Otro que estaba sentado á mi lado, me dijo:
'Youhave ápariser hat. (Lleva V. un sombrero pa-
risiense) Y ceremonia ninguna se apoderó
sin
de él, doblólos resortes, lo enseñó á uno de los
que estaban á su lado, lo observaron entrambos
por todas partes y luego me lo devolvió. Cuan-
do pagué la comida tuve la desgracia de sacar

mi yortamo-nedas. americano se enamora de


Un
él» saca de su faltriquera un enorme boUillo d»
—es-
panto de media y rae propone un cambio. ¿Qué
podia hacer mas que reirme á sus barbas? Ocul-
té el objeto deseado por él y me persiguió con

una obstinación endemoniada, y para librarme


de él, me vi obligado á soltarle un d á la
moda americana, y solo así dejó de importunar-
me. Para concluir con tantas impertinencias
comerciales, coloqué mi sombrero en la sombre-
rera, cáleme el casquete, oculté mi bolsillo, abró-
cheme el chaleco para que no pudieran ver mi
y gracias á todas estás precauciones pu-
alfiler,

de pasearme y sentarme sin que volvieran á im-


portunarme con sus estupidas observaciones.
He aquí la exacta relación de una de mis im-
presiones de viaje en América. Actualmente los
. americanos tienen el derecho de decirme: Es
verdad que nosotros somos poco políticos; no
tratamos de ser amables, ni corteses, y confesa-
mos ^que el estranjero que vive entre nosotros
debe admirarse de nuestra frialdad. Empero
nosotros desdeñamos como muy frivolas las
costumbres elegantes de la sociedad europea, y
tenemos una audacia emprendedora y una rapi-
dez de acción que debe admirar la Europa.
Si tomáis por punto de observación el lugar
en donde estamos, veréis que en cuarenta años
hemos llenado de vapores y buques de toda es-
pecie este antes desierto Hudson, hemos pobla-
do sus orillas, trocado sus cabanas en ricas ciu-
dades, construido puertos y canales, y ferro-car-
riles, y en ñn,^hemos esparcido la vida en estas
—66—
cercanías, el movimiento y la prosperidad co-
mercial. Enfrente de nosotros está Albany: en
el siglo VII no era mas que una fortaleza, aho-
ra es una población que cuenta con cuarenta y
dos mil almas, y allá abajo tenéis la metrópoli
comercial de Nueva- York, la primera del mun-
do después de Liverpool. Nada iguala el im-
pulso de nuestra actividad y lo atrevido de
nuestras concepciones. Lo que en Francia com-
bináis sin resultado durante años enteros, lo
que discutis largamente en la tribuna, lo hace-
mos nosotros en un abrir y cerrar de ojos.
Dentro de dos meses lanzaremos una línea de
vapores que irán al Havre, y otra que irá á la
Inglaterra. Del mismo modo esplotamos ya la
Alemania por el puerto de Bremen, las Antillas
ya el Océano Pacífico. No existe en el mundo
una sola de sus partes donde no flote la bande-
ra americana. ¿Cuántos proyectos no se han
hecho en Europa para abrir el istmo de Panamá?
La Inglaterra y la Francia han mandado allí in-
genieros, que han escrito largas observaciones,
que han sido examinadas por el consejo de mi-
nistros,sometidas á mil comisiones, y que se han
visto por fin sepultadas en los papelea de una
chancillería. En Nueva- York, dos ó tres comer-
ciantes formaron una asociación, la cual decidió
en pocos dias que en el istmo de Panamá se
construiría un camino de hierro, y dicho y he-
cho. Los trabajadores^están ya sobre el terre-
no, dentro de un año la locomotiva de los Es-
tados-Unidos unirá los dos mares.
—67—
Todo esto lo conozco yo, é inclino la Cabeza
ante esta potencia del género huniiano, aplicada á
las maravillas de la industria, pero, ¡oh yankees!
el Evangelio ha dicho: "El hombre no vive solo
con pan, el corazón y el espíritu tienen otras ne-
cesidades." A menos que nuestro espíritu sea
absorvido por los movimientos de una máquina
de alta presión,y que nuestro corazón se cam-
bie en un papel de moneda, tendremos siempre
agradables ensueños, pensamientos de arte y
poesía, goces de la vida social y deliciosas afec-
ciones que no se podrán remplazar con todos
los esfuerzos de vuestro carácter, ni con todas
las ventajas de vuestros trabajos.
f!S

íi4A<?k(í:
III.

De Albany á Montréal. —El camino de hierro igualitario —Troy.


—Un domingo en los Eatados-ünidos — El canal de Whitehall.

—Aspecto delacom;.rca. — Las literas del vapor. —Whitehall.--


El lago Champlaín.

Ya recordareis, amables lectoras, cuántas ve-


ces, en una de esas paradojas con las cuales ju-

gáis como un muchacho á la raqueta, me habéis


llamado aristócrata. Si merezco esta acusación
y si serlo es un pecado, estad persuadidas de
que lo expío actualmente, no con unaaflccion vo-
luntaria de algunas horas, sino con una peniten-
cia que se multiplica todos los dias.
, No pasa un solo instante en el que, o' todo lo
que me ha seducido en esta vida terrestre todo
—To-
lo que insensiblemente se ha infiltrado en'mi
corazón, en mis sentidos; el amor á las letras y á
las artes, las agradables y apasionadas conversa-
ciones de una sociedad amable, las distinciones
del lujo, y lasmaneras elegantes que reinan en
vuestras, casas no lo vea desaparecer compléta-
mete, atropellado por un contacto grosero, ó
manchado por un soplo profano.
Vuelvo á tomar mi relación de viaje y á escri-
bir, os lo pro meto, sin odio y sin pasión. Algu-
nas veces me digo á mí mismo, como para justi-
ficar á la America de las impresiones desagrada-
bles que siento en ella, que hago mal en pedirla
lo que no puede darme, y que debiera observarla
bajo el punto de vista que ofrecen sus costum-
bres. Pero para juzgarla, ¿puedo despojarme
de mi naturaleza de europeo, ni ahogar mis pre-
dilectos pensamientos en el vapor de las calde-
ras, y renegar de las ideas del viejo mundo pa-
ra revestir al nuevo con su Sambenito? No, deseo
ser justo con él y rendir homenaje á cada una
de sus raras cualidades. Lo que me hace sufrir
1 econtraste que existe entre sus costumbres y las

nuestras, os lo esplicaré minuciosamente, como


un naturalista os irian escribiendo la grandeza del
espectáculo que á sus ojos se ofreciera, las yer-
bas pestilentes y los animales dañinos que se le
presentaran á cada paso.
He querido ver á Albany, capital del Estado de
Nueva-York ciudad magnífica, según dicen
y los
—71—
americanos, que usan generalmente los superla-
tivos hablando de su. país. En esta ciudad no
he embargo, mas que almacenes y tien-
visto, sin
das llenas de mercaderías, puestas en desorden,
edificios públicos, construidos de mármol, es
verdad, pero de los cuales se avergonzarían
auestros mas medianos arquitectos. En uno de
elloshay una biblioteca nacional. ¡Pero qué bi-
volúmenes! Yo creo
blioteca! ¡conteine diez mil
que en cualquiera de nuestras poblaciones me-
dianas las tenemos mucho mejores.
Como no tenia ni fardos de algodón ni made-
ra del Canadá que vender, pronto me fastidié
atravesando aquellas calles, cuya rectitud es
muy monótona, después de haber contemplado
las fachadas de ladrillo de sus storehouses (alma-
cenes) y los árboles de sus plazas. Dejé la ciu-
dad y por el camino de hierro me fui á Troy.
¡Ah! hé aquí elcamino de hierro igualitario, un
camino de hierro cómodo. Todo el mundo en-
tra á él en confusión, sin que debáis antes esco-
jer vuestro lugar, porque no hay diferencia de
asientos. Siéntanse los viajeros en unos bancos
largos y estrechos, en unos coches muy pareci-
dos á los ómnibus. Puede suceder que de cuando
en cuando, algunos de los que se sientan á vues-
tro lado se hayan lavado las manos, y no escu-
pan á vuestros pies mas que cada dos minutos;
pero fácil es también que os encontréis encajo-
nado entre dos compañeros de viaje, que bien
conoceréis que no han hecho, como los de Jor-
—72—
ge Sand, su viaje al rededor de la Francia ves-
tidos de hermosas blusas artísticas. He aquí
precisamente lo que me sucedió! Pasaré por al-
to ciertos pormenores, que, á la verdad, no fue-
se mnjr agradables. Diré únicamente, que aun
cuando la mayor parte de mis vecinos iban bien
vestidos, ignoraban completamente el uso del
pañuelo. Durante este que si bien no fué
viaje,

muy largo, me pareció eterno, pensaba |yo en


que me hubiera gustado ver junto á mí á uno de
nuestros apostóles del año de 1848, ministro d
comisario del virtuoso gobierno de febrero, pa-
ra que gozara de ese dulce perfume de la repú-
blica. Creo yo que se volviera mucho mas aris-
tócrata que los aristócratas á quienes durante
quince^años habrá hecho tan encarnizada guerra,
con la gluma ó con la palabra.

^ Ya estoy de Troy y por desgracia entro hoy


en esta ciudad un domingo. No ignoro ya lo
que es este santo dia en los Estados-Unidos;
Quisiera volvcwne, empero la augusta libertad
americana no me lo permite; es preciso, de buen
6 mal grado, que uno se conforme á las leyes puri-
tanas. Habréis sin duda leido algo sobre la Amé-
rica, y sobre los domingos, empero quiero terri-

ble haceros una esplicacion exacta de un dia de


estos. Pues bien imaginaos ver un dia de llu-
via acompañado de su inseperable proverbio:
«'Fastidioso como un dia de lluvia." Añadid á
esto todas las impertinen cias que pueden pesar
sobre la vida humana; el humo de vuestra chi«
—73—
menea invadiendo vuestro cuarto; el viento
que
penetra hasta la médula de vuestros
huesos, en-
trando por las mal ajustadas maderas
de vues-
tras puertas;imaginaos oir á los pies de vuestra
ventana un órgano de Berbcria, que
os despeda-
za los tímpanos,
y que al levantaros para
cerrar
laventana, derramáis un tintero sobre
vuestro
precioso álbum, al mismo tiempo que
un criado
hace caer, con el plumero con que
intenta lim-
piarlo,un hermoso vaso de Venecia; ó bien
ver
entrar en vuestra habitación á
un importuno en
el mismo momento en que
os levantabais para
dar la o'rden de que no dejaran entrar ninguna
visita; o' bien saberjque un.amigo á quien
recibis
con placer, se ha vuelto, á causa
de un recado
equívoco de vuestra criada, d que
esperáis con
impaciencia una carta que no llega,
o' que reci»
bis una que no esperabais
y que destruye un
proyecto que os proponias llevar
á cabo; ima-
ginaos, ademas, todo aquello
que puede con un
repiqueteo continuo irritar vuestros
nervios, con
todo aquello que bastarla para
fatigar la resig-
nación mas santa, y apenas tendréis
una idea de
la insipidez
y monotonía de un domingo que nun-
ca acaba. Ni una sola tienda
encontráis abierta,
ningún movimiento veis en las
calles, ni un co-
che os embaraza el paso. Alguna
vez que otra
veis únicamente algún intrépido estrangero
ó al-
gún ciudadano á quien sus asuntos
obligan á sa-
lir, pegándose
á las paredes de las casag como
ana sombra fugitiva.

?
—74—
Las ciudades parecen invadidas por la peste
ó aletargadas por un sortilegio en el sueño
de
los sietedurmientes.

En de las casas el silencio es, si


el interior

cabe, mas grande, y mas grande la inmovilidad.


El piano está cerrado, la música prohibida. En
el templo se permite y es laudable unir su

voz al canto de los salmos; pero concluido el ofi-

cio,nadie se atrevería, sin causar un grande es-


cándalo á entonar en su casa un himno religioso.
¡Estraño despotismo en un pueblo que se acla-
ma el mas libre del mundo! ¡Estraño modo de
entender la Biblia, de la cual pretenden que di-

mana la conducta que observan! La Biblia nos

muestra á todas horas á los Israelitas, á los


profetas y á los reyes, elevando su voz al trono
del Señor, ya para cantar sus bondades, ya para
implorar su misericordia. En ella no vemos
inscrito ningún mandamiento que nos diga que
solo á tal ó cual hora debemos celebrar su gran-
deza, y que durante el tiempo que resta se nos
prohibe tocar el címbalo ó el salterio. Los ca-
tólicos no han alterado de este modo el dogma
divino; nuestras iglesias están abiertas á todas
horas y á cualquiera momento podemos postrar-
nos en ellas, ya rebozando el pecho alegría, ya
con el corazón lacerado por .el dolor. Los pro-
testantes han juzgado mas sabio no abrir su tem-
plomas que una vez por semana y emplear los
demás dias en los negocios.
Creeréis tal vez que al imponer un enmud^ci-
—75—
miento tan grande, una inacción tan general á
esta penitencia del domingo, han querido, como
ios hombres del Siglo XVII, como los puritanos
de Cromwell, entregarse á sus meditaciones pa-
ra absorverse en el estudio de los libros santos;
os engañáis si tal es vuestra idea. Hay en efec-
to algunas familias que siguen este ejemplo,
que leen libros piadosos acompañados de auste-
ros comentarios. Pero aquel que solé viera en
la ley del domingo la imperiosa manifestación
de un sentimiento religioso, se engañarla com-
pletamente. Esta ley ha sido dictada por un
cálculo material; la hipocresía la sostiene. Va-
rios americanos me lo han confesado.

"Estamos tan ocupados durante seis dias, me


han dicho, que necesitamos uno para descansar,
y no podríamos descansar completamente si al
cerrar nuestra tienda viéramos abierta la de
nuestro vecino. Por no mortificarnos viendo
una competencia en acción, obligamos á que ca-
da uno suspenda sus trabajos durante veinticua-
tro horas: sea judío d mahometano, deista ó ateo,
nos es indiferente; la religión es lo de menos.
Lo que importa es que podamos dejar de traba-
jar duranteun dia, sin que nos persiga la idea
de que uno de nuestros rivales de industria tra-
baja y nos roba de este modo una parte de las
ganancias que hubiéramos podido realizar."
En la fonda de Troy habia unos cincuenta in-
dividuos paseándose de arriba á bajo del salón, d
tendiéndo^Q á lo largo sobre dos sillas, mascáis-
—ve-
do tabaco, fumando y escupiendo. Ninguno de
ellos tenia en la mano un libro, y según sus ocu-
paciones lo demostraban, ninguno se entregaba
á esos pensamientos sublimes que son el pasto
del alma. Un propagador, miembro tal vez de
alguna sociedad bíblica, dejo sobre el mostrador
del café un gran numero de ejemplares de una
obra en la que se recomienda mucho, en nombre
de los profetas y apo'stoles, la lectura de la san-
ta Escritura. Muchos de ellos no miraron si-
quiera las entregas; otros las tomaron y después
de haber leido algunas líneas, las volvieron á cp-
locar donde estaban. Yo solo he leido una de
ellas.

En la mesa, sin embargo, me he convencido de


la privación que sufren en ella los americanos.
No han bebido mas que agua. He pedido vino
y me han contestado que no lo sirven hoy. En-
tonces me he
dicho á mí mismo, que sin duda
me encontraba en el seno de una sociedad tal
como las reverendo Matthieu; es
predicaba el

decir, una soeiedad de temperancia, y he hecho


como los demás, me he acogido al agua, que es
muy buena en América y la sirven siempre con
nieve.

Después de comida y mientras estaba aún


la
entregado á mis cálculos sobre los bienes que
deben producir los sermones del reverendo Mat-
thieu, y la poderosa influencia que su doctrina
debe ejercer en las clases trabajadoras, vi que
mis sdbrios compañeros de mesa bajaron al bajr-
—77—
room uno tras del otro, y b.ebieron de un sorbo
mas de un vaso de wiskey, de brandy ó vino de
Oporto. Si esta costumbre no merece el nom-
bre de salvaje ó el de hipócrita, no se cuál me-
recerá.
»
Para ser justos con ellos, diré, que después de
sus copiosas libaciones, han vuelto aguardar su
silencio y su posición horizontal sobre las sillas,
y se han fastidiado muy devotamente hasta la
noche.
Afortunadamente el domingo llega ya á su
término. Creo que, según las reglas del calen-
dario, esW dia se compondrá como los demás, de
veinticuatro horas, pero al parecer tiene lo me-
nos doble cantidad.

Despiértome á los rayos del sol de otofio que


colorea las aguas del Hudson y las colinas de
Troy, y el cual dá alguna animación á las calles
y al puerto, tan callados ayer. Un camino de
hierro conduce en tres horas de aquí á White-,
hall; la esperiencia que tengo de esos caminos
me impide tomar éste, y voy á embarcar-
me en el canal que reúne el Hudson con el lago
Champlain, en una barca cubierta que amia con
mucha lentitud; del mismo modo que los trec-
Jchits de la flemática Holanda. En ella no sen-
tiré probablemente las alegres emociones que me

hizo sentir el vapor de Meaux, pero en cambio


me dejará ver, de paso todo este país que es
magnífico,
Esta barca está llena de mercaderías j de pa-
—Ta-
sajeros. Yo
no sé qué especie de locomotivas
debieran inventarse para que en los Estados-
Unidos no atrajeran á sí á ios viajeros; tal es la
afición que ios americanos tienen á los viajes.
En el salón no se vé un asiento vacío; gracias á
un gran rollo de cuerdas que hay sobre el puen-
te, puedo sentarme y leer. El aire que se res-
pira es agradable, el cielo puro, risueña y her-
mosa que tengo en la ma-
la naturaleza; el libro
no me interesa, y parece que nadie se dispone á
interrumpirme; esto es cuanto me basta para es-
tar verdaderamente bien.
De ambos lados del canal se estienden hermo-
sas llanuras cubiertas de árboles frondosos, ca-
banas, casas de madera, pintadas algunas de
ellasy tan elegantemente construidas como las
que se ven en las ciudades de Suécia y de No-
ruega; las otras mas sencillas, se parecen á los
loghouses de los primeros colonosu A la derecha
y á algunos centenares de pasos de nosotros,
carre el Mohawk, rápido é impetuoso, mu-
giendo y luchando contra las grandes rocas que
le interrumpen el curso, rodeando aquí y allí al-
gunos árboles, como el Saona, y algunas peque-
ñas islas, que en verano deben presentarse á los
ojos del viajero cubiertas de hermosas flores.
Un poco mas allá, ese mismo rio cae en cascada
desde lo alto de un dique de rocas, y luego es-
tiende en la llanura sus aguas azules y trans-
parentes como un cristal.

ISÍos paramos muy á menudo ante las cabatlas


—79—
de los hombres encargados de abrir y cerrar las
esclusas, sobre cuyas puertas está escrito con
grandes letras: Groceryes [Comestibles].
Estos almacenes de comestibles se reducen á
algunos panes de sebo, unas cuantas libras de
azúcar y café. Pero sobre el mostrador brillan
algunas botellas de vidrio, que llaman mucho la
atención de mis compañeros de viaje, y del ca-
pitán de la. barca, que es un americano muy al-
to y flaco, algo moroso, pero menos indolente
que sus compatriotas. A veces son tan largas
las paradas que hacemos frente de esas botellas
que me pregunto, si antes de seguir su camino
intenta el capitán acabar con los tesoros báqui-
cos que encierra la taberna. Sin embargo, se
determina á resistir á las tentaciones, enjugase
los labios con la manga de la chaqueta, dá un
latigazo á los caballos, á quienes hace expiar su
pereza, y salta de un brinco á la barca.
A cada paso varia el paisaje. Tan pronto se
ven terrenos bajos en los que pace un gran nú-
mero de ganado, como elevados terrenos desde
los cuales el Mohawk se precipita espumando,
para encontrarse aprisionado por la industria
americana, que le obliga, como á un esclavo, á
dar vueltas á las ruedas de los molinos y de las
máquinas de serrar madera; ya se nos presentan
algunas colinas formando un anfiteatro, surcadas
por el arado y en las cuales se ven algunos her-
mosos jardines, ya las líneas vaporosas, las ci-

mas dentelladas de l^^ Grem Mountanest llaoiü'


—so-
das por otro nombre las montañas del Estado
deVermont, que se estienden del lado del Cana-
dá, y algunas de las cuales se elevan á la altura
de cuatro mil pies.
Muy á menudo me recuerda este país el as-
pecto de los cerros del Franco-Condado, con sus
habitaciones solitarias, sus bosques y sus pra-
dos, lo único que no veo aquí son los frondo-
sos abetos; irguiendo sus altas cimas, tampoco
veo brillar á lo alto de esos poblados bosques, la
cruz de la Iglesia cato'lica, ni oigo brillar la ar-
moniosa y plañidera compana que llama á sus
ovejas. Reina un grande silencio en estas mon-
tañas; silencio interrumpido sólo de vez en cuan-
do por los martillos de una fragua, o por las
ruedas de una máquina. No se oye el solo tri-
no de un pájaro. Me han dicho que en los Es-
tados-Unidos hay menos pájaros sedentarios que
en otras partes, y lo creo muy posible. Esos
pobres animalillos no podrán sin duda soportar
el ruido de las locomotivas, 4ue interrumpirá
continuamente sus conciertos, ni los torbellinos
de humo de las máquinas de vapor que cubren
la atmosfera; huyen lejos de este pais industrio-
so, y emigran á otras regiones, donde puedan
construir tranquilamente sus nidos, y cantar sus
amores entre las frescas ramas.
Con mi libro en la mano y contemplando la
naturaleza, este saludable bálsamo de los cora-
zones, he pasado un dia muy agradable en el
^anal de Wl^itehall, sin creer que debia pasar
—81—
también la noche en él. Al anochecer el cielo
se ha cubierto de nubes y ha llovido nnucho.
Me ha sido forzoso entrar en la cámara, que no
tendrá mas que unos treinta pies de longitud
sobre diez de latitud, y donde hay unos cuarenta
pasagéros obligados á pasar la noche en ella.
¿De qué modo podrán arreglarse cuarenta camas
en un espacio tan reducido?. Hé aquí un pro-
blema cuya solución baria calcular amas de un
matemático. En América se ha resuelto inme-
diatamente, y vais á ver de qué manera. Den-
tro de la barca hay algunas tablas que, tendidas
á lo largo de la cubierta, durante el dia, pare-
cen formar parte de la carga. Por la noche se
las levanta y por medio de unas cuerdas y algu-

nos ganchos se las coloca una sobre otra forman-


do dos 6 tres pisos, según exijenjlas necesidades
del momento. Un criado coloca una manta so-
bre las tablas y un saco representando una al-
mohada, y ya está todo arreglado. No espera-
ba yo ver construir en el centro de la barca tan-
tas literas, y á medida que iban saliendo nuevas
tablas crecia mi admiración. Parecíame ver al
tentador de Pedro Schlemil, sacando de sus bol-
sillos un telescopio, una tienda de campaña, ca-
paz de contener una docena de personas, y una
carroza tirada por cuatro caballos. Una vez
dispuestas así las camas, cada uno escoje la su
ya. Hubiera preferido yo pasar la noche leyen-
do, pero la mesa, las sillas y los bancos desapa-
fvcieron para colocar en su lugar las literas*
--82—
Obligado, pues, á escojer una, empecé por pre-
guntarme por cuál de ellas me decidirla. Las
mas bajas eran las mas cómodas, pero prometían
en cambio un gran número de inconvenientes
que no me atrevía á desafiar. Las segundas
aunque mas ventiladas, estaban á una altura
bastante imponente: decidíme al fin por una de
las primeras y aplaudírae el haberla escogido,
bien que al principioamenazaba haber sido muy
desacertada mi elección. El que ocupo la litera
que estaba opuesta á la mia, me causo una in-
quietud, que por fortuna fué de cortos momen-
tos.

Tenia las piernas dirijidas hacia mi litera, y


como la suya no guardaba quizás proporción con
su estatura, trató de invadir mis dominios. Mas
por su desgracia se habia desnudado al acostar-
se: como yo me acosté vestido, y ni siquiera me
quité las botas, resultó que sus pies se encontra-
ron con los clavos y tacones de ellas y conocien-
do mi adversario su desventaja, se retiró como
\jn caracol á su concha.
Iba ya á gozar en paz de la elección que habia
hecho, cuando de repente, un hombre^colosal, que
al parecer no encontraba otra litera, empezó á es-
calar la que colgaba sobre mi cabeza. Juzgad
cuál sería mi terror. Un cuerpo tan pesado podia
muy fticilmente romper los mas sólidos resortes.
Iba á rogarle que no renovara sus esfuerzos y que
aceptara mi litera, cuando ayudado de un sono-
ro goddam logró instalarse en ja que des^^ba»
—83—
Los ganchos y las cuerdas crujieron bajo su pe-
so.. Mi temor me inspiró la idea de desertar mi
cama, temiendo ser aplastado por un cuerpo hu-
mano: sin embargo, las literas aéreas eran mas
sólidas de lo que parecian; quédeme pues en la
mia, y á cada movimiento que hacia mi elevado
vecino, preparábame para echar á correr, pues
tenia sobre mi cabeza una nueva espada de Da-
moels, poco aguda, es cierto, pero de un peso
aterrador.

Pensé" toda la noche en una pobre habitación


sin tapices ni colgaduras,en la que descansé
una noche durante uno de mis viajes; esa habi-
tación no tenia mas muebles que dos sillas y
por cama un jergón. ¡Cuanto hubiera bendeci-
do en este momento al que por medio de la ma-
gia de un Midsummersnight ^dream me hubiera
presentado aquel cuarto y aquel jergón!
Por fin al amanecer nuestra barca, que du-
rante la noche, y como para hacer mas agrada -
ble nuestro sueño, chocó con todas las piedras
de las esclusas, llegó al muelle de Whitehall,
que está á treinta leguas de la frontera d« los
Estados-Unidos.
Las calles de esta población son muy cómo-
das en tiempo de lluvia, pues no están empedra-
das. Sus casas están construidas sin gusto y
son de pobre apariencia. Generalmente se com-
ponen de algunas tablas pegadas aunas cuantas
vigas, una puerta, cinco ó seis ventanas,
y una
capa de barniz en 9U fachada, ya está la ca^a
«-Sé-
hecha. Así como en el Norte de Europa,
la llana del albañil no se emplea mas que en los
cimientos; los carpinteros se encargan de lo de-
mas. Empero la situación topográfica del pue-
es muy pintoresca. Una gran parte de sus ca-
sas están alineadas á lo largo del can al
y del la-
go, y algunas en la llanura; otras, semejantes á
un estudiante travieso, parece que se han escur
rido de entre las demás, para establécese en el
alto de una colina escarparda, sobre unas rocas

y al pié de unos abetos, desde cuyo punto pare-


ce que contemplan á sus tímidas vecinas del
valle.

La población no pasa de dos mil almas; sin


embargo, cuenta en su seno dos bancos, y dos
periódicos, tiene sus vapores en el lago, sus
barcas en canal y algunos carrujes públicos
el

que todos los dias van y vienen del lado de Ru-


tland y del de Boston. Entre estos dos mil ha-
bitantes hay unos setecientos católicos, hijos la
mayor parte del Canadá, y los cuales, por medio
de donativos voluntarios, han construido una pe-
queña Iglesia bastante hermosa; del mismo mo-
do sostienen su curato. Un jo'vea que estaba
empleado en la fonda, me ha dicho: *'Yo pago
cinco pesos anuales para el banca y uno para el
cUra. Ese digno pastorVive actualmente en una
casa muy mala, pero tratamos ya de construir
una que esté mejor."
Uno de esos enormes vapores que solo se ven
en América, sale de aquí todos loa diat para
—85—
atravesar el lago llamado Champlain, cviyo nom-
bre heredó de ese noble ninrino francés, el cual
filé casi el creador de nuestra colonia del Cana-
dá, y cuya vida fué una continua
serie de viajes
de unas playas del Océano á otras, esplotando
atrevido un pais desconocido, luchando continua-
mente contra las tribus salvajes, las maquina-
ciones de sus celosos enemigos, y las agitaciones
políticas y religiosas de Francia.
Este lago, que está casi á la estremidad de
los Estados-Unidos, y que tiene cuarenta y tan-
tas leguas de longitud, recuerda al viajero una
de las páginas brillantes de nuestra historia;
á pesar de su estension, no es de los mas gran-
des de América. Por el canal Erie que está en
uno de sus estremos, se une al rio Hudson, que
conduce á Nueva- York; por el otro estremo se
comunica con el Ontario, el Niágara y el lago
Superior. Por medio del ferro-carril de San
Juan se junta al San Lorenzo, á Montreal, á Q,ue-
bec y al Labrador.

Por la parte de Whitehall es tortuoso y estre-


cho; tan estrecho, que nuestro vapor ocupa mas
espacio de proa á popa, y admira ver que un bu-
que tan gigantesco se aventure á navegar en esa
especie de calle de agua, y doblar sus ángulos
en unos lugares que deben ser muy peligrosos,
como lo demuestran los cascos de algunos bu-
ques varados en sus orillas, así como los esque-
letos de los camellos que se encuentran en ioft

8
—86—
arenales de Egipto prueban cuan largo y peno-
so es atravesar el cesierto.
Sus bordes están por esta parte cubiertos de
bosques, y entre sus espesos árboles se vée de
cuando en cuando una que otra cabana de leña-
dores; desde aquí veo á uno de estos, que con el
pié sobre el tronco de un árbol y el hacha en la
mano, contempla tranquilo las peligrosas mar>io-
bras de los* marineros.
Un poco mas lejos, el Champlain se ensancha,
y sus ondas bañan, por una parte, una vasta su
perficie sembrada de frondosos árboles, y por la
otra, una playa muy corta que está á los pies de
desiguales cerros y elevadas montañas.
El vapor interrumpe su curso ya al pié de un
embarcadero, ya enfrente de un pueblo.
Sobre una lengua de tierra encerrada entre
el lago y el rio Winooski se eleva Burlington,
población de cuatro mil quinientas almas, situa-
da en un lugar encantador, entre dos aguas, jun-
to á los bosques,no lejos de las mas elevadas
cimas de las Green Mountains y de los picos de
la cadena de Addrondaski, que teinen
seis mil
pies de altura.
A la distancia de veinte y cinco millas está
Plattsbourg, cuyas casas se estienden en
ambas
orillas del Saranac, cerca del punto
en que des-
emboca éste enel lago Champlain. Al lie-
gar aquí, americano á quien habréis visto pa-
el
sar horas enteras á vuestro
lado sin miraros si-
guiera y qué ha recibido todas
vuestras atencio*
—87—
nes como un dogo que está de mal humor, ani-
ma de repente su metálico rostro, y se os acerca
con aire jovial; desea contaros la victoria que los
americanos ganaron cerca de esta población en
1814, contra las tropas inglesas, mandadas por
elgeneral Macdonough, y os la esplica con tan-
to énfasis y dándoos tantos pormenores, que os
obliga á desear que vuelva á entrar en su nor-
mal silencio.

Los americanos, así como los rusos, tienen un


orgullo nacional que traspasa todos los límites.
Ellos no pueden, como el pueblo ruso, hablar de
sus antiguas tradiciones; no tienen como él, mo-
numentos antiguos de un carácter venerable, ni
tampoco otros modernos de un aspecto grandio-
so. No han conquistado, como los soldados de
SowaroíFy de Alejandro, la reputación de va-
lientes en los principales campos de batalla de
Europa. Tampoco tienen como ellos cantos
populares que encierren una poesía tan bella,
tan original como la que se lee en las composi-
ciones de Pouschkin y de Gol. Pero á los ame-
ricanos nada les importa lo que existe en los des
mas paises. Tienen la dicha de creer que las
demás naciones les son inferiores en mucho, y
todo lo que el uso perpetuo de los números le-
ba dejado de imaginación, lo emplean alegre-
mente para elevar el aéreo edificio de su gloria.
Para ellos, la cosa mas insignificante de su his-
toria es un hecho, que por su importancia, debe
llamar la atención del mundo entero. Una ba-
—88—
en que han cojido una bandera y muerto
talla

treintaenemigos, la creen un nuevo Marengo.


El nombre de su general Scot merece, según
ellos, pasar á la posteridad, acompañado de una
gloria igual á la de César y de Alejandro, y es-
tán convencidos de que cada uno de los sóida- ,

dos que tomo' parte en la guerra de México, es


un pequeño Napoleón. Cuando hablan de su
país y de sus progresos, su lengua usual es har-
to pobre para espresar todo su entusiasmo. Se
valen para eso de epítetos retumbantes y estraor-
dinarios, y de términos que nunca Johnson ha
admitido en su diccionario. Recuérdame á aquel
cicerone italiano, que enseñando á un estranje-
ro un cuadro de Albano, le dijo: ¡Oh! signor
questo e un muestro^ é un grande pittore, é unpittoris-
'simo*

He oido de pe á* pa la relación de la batalla


de Plattsbourg y al acabarla, el o6cial america- ,

no satisfecho sin duda de la atención con que le ,

he escuchado, se ha inclinado; ¡cosa estrañaí


y si no me equivoco, ha llegado su saludo al es-
tremo de llevar la mano al ala de su sombrero,
lo que es aún mucho mas estraño. No teniendo ,

ya otra epopeya homérica que contarme, me ha


'dejado, al hallarnos en frente de las orillas de
Champlain, entregado á mis reflexiones.
Esas orillas iban tomando á mis ojos un aspecto .^
cada vez mas melancólico. La noche tendia sobre
ellas su oscuro manto. La luna medio envuelta
entere las nube$i lanzaba de cuando en cuando
sobre las aguas algunos de sus rayos que alum-
braban fantásticamente el espacio, y luego se
escondía dejándolo todo en la mas profunda os-
curidad. El cielo encapotado, la tierra que por
do quiera se nos presentaba sombría, el gran si-
lencio que reinaba, interrumpido únicamente por
las olas y el movimiento de la palanca central d
balanza de la máquina del vapor, monótono,
regular como el de la péndula de un relox, todo
esto despertaba en mí una de esas profundas y
sofocantes emociones en que el corazón, domi-
nado por una tristeza indefinible que le hace es-
tremecer con fuerza, busca como para consolar-
se un pensamiento religioso, un ensueño de es-
peranza, d un recuerdo de amor. Tieck, ha es-
presado en uno de sus heder esta emoción. Con-
taros lo que espresan sus versos, será contaros
loque esperimento en una fria noche de Otoño
pasada en las soledades del lago Champlain.
**En una noche tranquila caminaun viajero y
el eco de sus pisadas se confunde con el soplo
del viento. Camina con paso tímido, suspira,
llora é invoca á las estrellas.
"Mi pecho late con violencia, dice; mi corazón
respira apenas en estos $olitarios lugares, en es-
te desconocádo camino. ¿Donde voy, y en pos de
qué? ¿Voy en busca *de la dicha? ¿Corro tras
el dolor?
"¡Oh estrellas! estáis lejos de mí, muy lejos y
quisiera comunicaros mis penas!"
Ün ruido inesperado y repentino resuena en
—90—
BUS oidos; la noche se aclara. El corazón del
viajero respira mas libremente y se siente reani-
mado.
'*¡Oh hombre! estás lejos y cerca de nosotros,
y no estáis solo. Ten confianza y vuelve los
ojos hacia nuestra luz. Las estrellitas de oro
no estarán siempre separadas de tí por una dis-
tancia tan inmensa. Estas estrellitas se acuer-
dan de tí."

Me
he retirado á mi stateroom pensando en mi
amable poeta Tiek, en su canto nocturne y en
una estrella que él no ha conocido nunca. Al
dispertar por la mañana, nos hallábamos en las
fronteras del Canadá, cerca de la isla de las Nue-
ces, ocupada y fortificada por los ingleses, lo»
cuales desde allí, por medio de sus cañones im-
pedirían á dereí*ha é izquierda cualquiera inva-
sión enemiga en el lago. A cuatro leguas de
allíestá el pueblo llamado San Juan, que tiene
también sus cuarteles. En cuarenta minutos
un ferro-carril me conduce de este punto á la
Prairie.

Aqui es preciso que viajeros y equipajes pa-


sen á otro vapor. Ya estamos sobre el San Lo-
renzo. Piso ya un terreno que estaba inscrito
antes en nuestros mapas, en nuestra historia, en
la Nueva Francia; al dejar de pertenecemos, no
ha dejado por eso de amarnos. Por todas par-
tes oigo hablar francés, y pronunciar ciertos
nombres que hacen r^tro^eder mis ideas á dp«
siglos antorioreí.
Ma« allá de una magnífica rada, veo elevarse
mástiles de grandes embarcaciones, torres, cam-
panarios y cúpulas de edificios. Es la ciudad
que en otro tiempo construyeron nuestros pa-
drea. Es Montreal.

IT.

MONTREAL.
La Franela en Canadá. — Recuerdos de
el pasado. — Tradiciones
lo

de — Emociones gratas. —El valle y paisaje. — Princi-


familia. el

pioi de colonia francesa. — Las compañías de comercio y


la el

— División de terrenos. — Derechos de señoría. — Guerras


clero.

con loa indios y con ingleses. — Capitulación de Montreal.


los
Abandono del Canadá. — Progreso de Montreal. — Población.
Movimiento de partidos. — Literatura y|poesía. — Una canción
los

á la Fuente Clara.

Alabado sea Dios! Ya he entrado en Francia;


pero no en la nuestra, no en esa donde estáis y
á la que pudiera decir muy á menudo:
"My heart, as I wander, tures foundly to theu (1)."

Encuentro á mi paso soldados con uniforme

(X) MitAtraa TÍaJo» mi corazón luspira por ti.


—94-
colorado á los cuales no quisiéramos ver pasar
al pié de nuestras ventanas.

En frente del palacio del gobernador, tremola


una bandera que no tiene los mismos colores que
la nuestra, y en una plaza se eleva una estatua,
la cual no quisiéramos ver erigida entre nosotros;
es la estetua de Nelson. Al dirijir los ojos so-
bre un mapa, observo que entre la situación de
este país y la de aquel que tantas veces he deja-
do para volver á verle con tanta alegría, media
una diferencia de latitud y longitud que me hace
reflexionar muy profundamente.
Es muy cierto sin embargo, que me encuentro
sobre un terreno de la Francia; sobre esta tierra
del Canadá descubierta por Quartier, colonizada
por Champlain, convertida por nuestros misio-
neros, gobernada durante mas de cien años por
autoridades francesas, y conquistada por los in-
gleses después de una larga lucha en la que cada
uno de nuestros soldados cumplió' valientemen-
te con su deber, y en la que nuestro ejército, tan
fuerte por su valor, fué completamente destroza-
do por el número de sus adversarios.
Ha pasado ya cerca de un siglo desde que un
suceso fatal nos privo' de este hermoso y rico
país, que por medio de unos lagos muy grandes
se une á otra de nuestras posesiones, á las ori-
llas del Mississipi descubiertas por el padre
Marquette.
Durante el largo espacio de tiempo que en-
eierra un siglo, la Inglaterra ba mandado aeá
—95—
sus batallones y sus gobernadores, é introduci-
do una parte de sus leyes y arreglos administra-
tivos. Para regir este país, ha tocado lodos los
resortes que están en su mano, se ha valido de
su industria y de su comercio; ha mandado mu-
chos emigrados igleses é irlandeses, y sin em-
bargo no ha podido desnacionalizar \í\ pequeña co-
lonia francesa que se encontraba en el Canadá
en la época de la conquista. Esta población ha
ido al contrario, aumentando todos los dias. En
1763 no contaba mas que sesenta mil habitan-
tes: actualmente cuenta, en el bajo Canadá, cer-

ca de seiscientos mil, los cuales á pesar de las


vicisitudes que ha sufrido el país y á pesar de
pertenecer á otro reino, aman la Francia y se
enorgullecen de su origen francés.
Ya lo he dicho, solo se oye hablar aquí nues-
tro idioma. El criado de la fonda en que vivo,
la frutera de la esquina, el cochero que me invi-
ta á subir á su coche de alquiler, el abogado, el
médico, el propietario, el comerciante, todos ha-
me recuerda aquí, ya por
blan el francés, y todo
un hecho, ya por una fecha, ya por un monu-
mento público, algún grato recuerdo de la Fran-
cia. La gran calle que atraviesa de un estremo
á otro la ciudad, se llama de Notre Dame; á de-
recha é izquierda las dos de Saint Paul y Saint
Jacques; están cortadas por las de Saint Laurent
y Saint Frangois Xavier, Los ingleses no han
bautizado aún mas que dos de ellas; todo lo de-
maa viene do la Francia» .
—96—
Figuraos ver una de esas plantas á las que
una ráfaga de viento roba su semilla para llevar-
la á una playa lejana, donde germina, crece
y
produce retoños que se elevan en medio de un
montón de plantas estranjeras. De este modo
os representaréis la imagen de esta población
francesa, tan pequeña antes, pero tan firme
ahora; que ha crecido entre las plantas indíge-
nas, y poco á poco se ha hecho mas fuerte que
ellas, conservando como los vasos aromáticos de
que nos hablan los antiguos, el perfume de su
origen, el fuego sagrado del hogar natal, bajo el
imperio del leopardo británico, bajo las nieblas

del régimen inglés.


Cuando este vasto pais fué descubierto, se le
dio el nombre de Nueva Francia. Bien pudiera
dársele ahora el de Antigua Francia, porque ha
guardado, mejor que nosotros sobre las orillas
del Sena, al través de todas nuestras conmocio-
nes políticas, el culto, las costumbres y las tra-
diciones de otra época.
En el fondo de los mares del Norte existe una

isla poco frecuentada y poco conocida, donde


se retiraron^ hace como ocho siglos algunos cen-
tenares de noruegos para escapar del yugo de
un conquistador. Esa isla se ha convertido en
santuario de la lengua primitiva y en sagas his-
tóricas de la península scandinava. Los islande-
ses, separados de todo el resto del mundo, ha-
blan aán el mismo idioma y se entretienen con
las mismas espediciones aventureras. Lo que
observo en el Canadá, me recuerda aquello que
tanto llamaba mi atención en otro tiempo, estan-
do entre pescadores de Reykiavik, en las
los
cabanas de Skalholt, con la única diferencia, que
los irlandeses han debido, á causa de su aisla"
miento, guardar sin esfuerzo ninguno todo lo
que llevaron en el fondo de su alma cuando su
emigración, y que los canadianos han conserva-
do como un patrimonio, en m edio de sus relacio-
nes comerciales con la América, y de su perpe-
tuo contacto con la Inglaterra.

Este medio millón de hijos de la Francia, que


se conocen con el nombre de los habita?iíes, pro-
fesan el mismo respeto por la religión católica
y sus sacerdotes, que se profesaba en tiempo de
Luis XIII. En cada población el cura ejerce
una influencia muy grande.
El és el guia de las familias, el confidente de
los secretos dolores, y el arbitro en las disen-
ciones domésticas. Nadie deja de saludarle al
verle pasar, y todos se honran conversando con
él. En los días de fiesta, la iglesia se llena de
gente, hombres y mugeres, los cuales asisten
devotamente y no esperan encontrarse
al oficio,
al regresar á sus casas, con una burla filosófica
sobre el canto del coro y lo largo del sermón.
En varios de mis paseos con algunos abogados
ó miembros del parlamento, les he vis-to, como
nuestros honrados habitantes del Franco Conda-
de, descubrirse humildemente cada vez que pu»
san ante una de las cruces que se elevan á ori-
llas del camino.
Al conservar nuestro idioma, han conserva-
do también essa elegancia, esa pureza de lengua-
je del gran siglo. El pueblo mismo habla con
bastante propiedad, y no usan ningún dialecto.
Relatan con gustólas espediciones de nues-
tros grandes marinos, los animosos viajes de
nuestros misioneros, la valiente Odisea de Cham-
plain, y los brillantes combates de que han sido
testigos las orillas del San Lorenzo. Estas son
las leyendas que se cuentan de aquel enjambre
de caballeros que atravesó el Océano con la cruz
y la espada; ellas forman el poema de aquellos
piadosos Eneas.
Ademas de tantas cada familia
tradiciones,
guardan cuida-
tiene su crónica particular, que
dosamente en sus archivos y en su memoria.
Cada una de estas familias es de origen francés
mas d menos directo, y recuerdan ya una ciudad
del Norte, ya un pueblo del Sur, y sus hijos
aprenden de memoria ese nombre para no olvi-
darlo jamas. Esta, desciende de la Vandée,
aquella de la Normandía, y la otra, de las mon-
tañas de Jura. En general, cada una de ellas
alaba por tradición las cualidades de la provin-
cia de que desciende, y muy á menudo tienen
entre ellos ciertas contiendas hijas de un glorio-
so aniorpropio nacional, pero vuelven luego á
reunirse amistosamente bajo nombre genérico
el

de habitantes, en la nfíisma comunidad francesa,


en su origen*
—99—
Un uno de esos amables canadia-
dia visité á
nos, en el momento en que acababa de recibir
una carta que le causó un gran placer. Ese hom-
bre, que por su honradez y talento se ha creado

una feliz posición entre sus conciudadanos, ha-


cia largo tiempo que sufría una pena bastante
aguda. Sabia positivamente que descendia de
franceses, pero perdidos los papeles que acredi-
taban su origen, y no pudiendo reemplazarlos,
ignoraba á qué provincia pertenecían sus ante-
pasados. Un dia, leyendo un periódico francés,
encontró un apellido cuya ortografía era exacta-
mente igual á la del suyo. Inmediatamente es-
cribió al que lo llevaba. Era éste un notarlo de
Maus, el cual, pocas semanas después, le mandó
la historia circunstanciada de la vida de uno de
sus propios antiguos parientes, quien, en el Si-
glo XVIÍ, habia salido para la Nueva Francia;
mandóle juntamente la genealogía de su familia
y los retratos de varios de sus parientes. El
buen canádiano y releia la genealogía, con-
leia

templaba cariñosamente los retratos, y gozába-


se en alimentar la idea de que un dia visitaría
elsuelo natal de sus padres, y abrazarla á sus
primos de Maus.
No me es fácil esplicar cuántas emociones es-
perimenté á mi llegada á este país, á este centro
de fieles recuerdos de la Francia. Mi rápido
viaje entre ios americanos me habia literalmen-
te helado el corazón y la lengua. No me atrevía
ya á acercarme á ano de esos hombres á quie-
—100—
nes puede llamarse osos de mostrador, que res-
pondían á mis preguntas con una especie de gru-
ñido, pues conocía que ninguna simpatía, ningún
punto de contacto existia entre los pensamien-
tos mercantiles de esa raza nacida para sumar y
multiplicar, y los caprichos de mi pobre natura-
leza de viajador. Habla empezado ya á vivir
solo entre ellos, y á pesar del horror que me
inspira una vida de esta naturaleza, veíame obli-
gado á j)esar mió, á entrar en esa clase román-
tica, y á figurar entre el número de los seres in-
comprensibles. Pero he aquí que de repente
vuelvo á encontrar la risueña y espresiva fisono-
mía de la Francia, y sus animados ojos. Al la-
do de esas cohortes de mecánicos ó mercaderes
á quiénes, oía silbar por toda conversación, ó
murmurar dos o tres palabras ininteligibles,
vuelvo á encontrar hombres francos y joviales
quienes al saber la llegada de uno de sus com-
patriotas vienen á mi encuentro, me buscan an-
tes que yo les busque, me tienden la mano, y me
ofrecen sus servicios. Respiro ya mas libre-

mente, pues á la verdad, me creía medio muer-


to; heme pues resucitado.
Yhe resucitado á cuarenta y cinco y medio
grados de latitud y setenta y tres y un cuarto de
longitud. El hecho es de bastante importancia,
y no puedo pasarlo por alto. Al mismo tiempo
que os lo citaré, os esplicaré la posición exacta
de Montreal; ademas, deseo haceros una des-
que en
•ripcioa de esta ciudad, si bien es cierto
—101—
general, las descripciones de las ciudades, y so
bre todo aquellas que yo he escrito, me parecen
siempre fastidiosas; empero, según dicen, es un
deber de los viajeros, y quiero llenar los cargos
de mi profesión.
Para ayudarme en algo, dignaos estender un
mapa de la América Septentrional. Siguiendo
sus diversas líneas, encontrareis saliendo del la-
go de Champlain, y al Este de los Estados- Uni-
dos,una isla rodeada por las olas del Ottavra,
que fuera un rio muy importante «n* Europa, y
que en América no es mas que secundario, y
por las olas del San liOrenzo, que es uno de los
mas caudalosos del mundo. Es la isla de Mont-
real, que tiene unas once leguas de longitud,
sobre dos de latitud por la parte mas estrecha y
cinco por la parte mas ancha. Casi en medio
de esta isla se eleva una montafla, dividida en
dos, como por la cuchilla de un Roldan.
Con vuestra poética imaginación haréis de es-
tos dos rios, dos rieles de oro y plata, y del sue-
lo que ocupan, un alfiler de esmalte que en su
centro habia engastado un diamante. Añadid á
eso algunas cinceladas que representen casas
magníficas, conventos, iglesias, jardines y bos-
ques, todos los caprichos que nacen en la ima-
ginación de un artista, y tendréis un cuadro fiel

que os represente á Montreal.


Voltaire lia dicho, no recuerdo en cuál de sus
libros: *'En aquel tiempo se batían por algunas
fanegas de nieve.** Al escribir esta fraseel rey d©
—102—
los críticos, trataba muy indignamente un pais que
es diez veces]mayor que la Francia, y que ofrece
inmensos recursos á los que quisieran cultivarle.
Desgraciadamente he venido yo en la peor
estación. No puedo reverdecer esos árboles á
quienes el viento de Otoño ha despojado de sus
hojas, ni colocai^esas aguas, ni llenar de flores
esos jardines, ni de trigo esos campos. Sin em-
bargo, bajo las sombras de un cielo de Noviembre
en medio de este luto parduzco de la naturaleza,
todo este paisaje es aun alegre y bello, y paso
horas enteras en lo alto déla montaña, contemplan
do este ricon del mundo, del cual no tenia mas que
una remota ideaal salir del Havre, veo desde aquí
la larga bahía de S. Lorenzo rodeada por las dos

isla» de S. PabloySta. Helena al horizonte, las ci-

mas vaporosas de los cerros de S. Cesarlo, S. Hi-


lario y Santo Tomás (¡siempre nombres de san-
tos!);á mis pies los techos de zink y de hoja de
lata de las casas de esa ciudad brillan á los ra-
yor del sol como campos de plata.
La historia de esta ciudad es muy corta, pero
es sin embargo mas larga que aquellas de las
reinas comerciales de los Estados-Unidos, que
empiezan con su reciente fortuna, y ofrece al
mismo tiempo mas interés para un pecho ani-
mado como el vuestro por un noble sentimiento
nacional.
En 1535, Jacobó Quartier, el va liente capitán
de San Malo, remontó en su segundo viaje ej
$an Lorenzo hasta la isla de Hochelaga ( la ac-
tual isla de Montreal ). El inismoj y con esa
sencillez que es el principal encanto que tienen
las antiguas descripciones de los viajeros, escri-
bió su llegada á este lugar, y sus relaciones con
los salvajes.

«'Llegados, dice él, á dicha Hochelaga, vimos


aparecer ante nosotros mas de mil personas, en-
tre hombres, mugeres y niños, los cuales nos
recibieron como un padre á sus hijos, mostran-
do gran alegría; los hombres bailaban por una
parte, las mugeres y niños por la otra, hasta que
nos trajeron mucho pescado, y pan, hecho de
harina de mijo, lo cual echaban todo junto á
nuestras barcas como si cayera del aire. Vien-
do esto el capitán, desembarco', acompañado de
algunos soldados, y tan pronto como estuvo so-,
bre la playa, rodeáronles todos con alegría, y
llevaron á sus mugeres y á sus hijos, para que
tocasen al capitán y demás, y la fiesta duro mas
de media hora. Viendo el capitán la generosi-
dad y buen trato de todos ellos hizo sentar en'
hileras á todas las mugeres y las dio rosarios
de estaño y otros regalos, también dio cuchillos
á muchos hombres y luego se retiro á las barcas
para cenar y pasar allí la noche, durante la cual
todo aquel pueblo permaneció á orillas del rio,
muy cerca de las barcas, encendiendo hogueras
y bailando al rededor de ellas, y gritando con-
tinuamente, aguiaze, que es una de sus espresio-
nes de paz y alegría. ,
,
'[[ '

A BU regreso á Francia, Quartier objuyo v^


—104
rias audiencias del rey^ y le describió muy viva-
mente los recursos quede la tierra del Canadá
pudieran sacarse. Tal vez creeréis que des-
pués de esta segunda esploracion se embarca-
ron cohortes de colonos para esas nuevas regio-
nes, como se embarcaban los españoles para ir
rá las montañas del Perú y de México. Pues no
Quartier se vio obligado á confesar que en las
orillas de San Lorenzo no habia minas de oro ni
de plata, y el suelo francés no estaba aun bas-
sante cultivado para que sus habitantes sintie-
ran la necesidad de ir lejos de él en busca de
otros que cultivar. Ademas las guerras de Fran-
cisco I, su amor por y sus galanterías
las artes,

distrajeron su pensamiento de las conquistas


que le ofrecía el valiente marino de San Malo.
Pasóse mas de un siglo, durante el cual algu-
nos hombres investidos del título de gobernador,
d de un privilegio de comercio inclusivo en el
Canadá, navegaron por estos puntos, deteniánse
sin tener en ellos ningún establecimiento, jy se
llevaban de acá las pieles con que comerciaban.
Lo que no pudieron hacer Roberval con los
dos buques que equipo' por su cuenta, el mar-
qués de La Roche, con su empleo de teniente
general, y Chauvin con su monopolio, el valero-
so é inteligente Champlain lo empezó', y la reli-
gión lo termino.
Champlain construyo' fuertes en diferentes
puntos; sentó las bases de la Colonia, y logró
por mediación del duoue de Ventadour, Enrique •
—ios-
de Leví, que le acompañaran para ayudarle al
progreso de la empresa, convirtiendo y pacifi-
cando á los indios.
En 1627, Richelieu revoco' los privilegios de
lacompañía industrial, que no liabia hecho mas
que esplotar los productos del Canadá, sin fun-
dar nada en este país, y organizo una sociedad
de cien miembros, que se comprometió a una
misión mucho mas bella.
Encargábase de transportar al Canadá
diez y
seis mil hombres entre jornaleros y obreros, to-
dos católicos, alojarles, subvenir á todos los gas-
tos para su subsistencia durante tres años, y
darles tierras y trigo para sus siembras; ademas
se comprometía á mantener en la colonia, y du-
rante quince años, á tres religiosos.
El rey acordaba á esa sociedad derecho de el
nombrar sus jueces, construir fortalezas, Tundir
cañones y conceder títulos: le daba adornas el

privilegio esclusivo del comercio de la peletería,

y el derecho de importar y exportar toda clase


de mercaderías sin pagar al fisco.
Esa compañía, cuya constitución alaba mucho
el venerable Charlevoix, iba á ponerse en cami-
no, cuando, á causa de la guerra que en 1628
estalló entre Francia y la Inglaterra, los in-
la
gleses invadieron el Canadá y se apoderaron de
Ciuebec, que era eij aquella época el punto mas
importante. Pero no conociendo los conquistado
res todo el valor de estas tierras, las devolvie-

ron sin difícultadi en 163'4, por la paz de San


.

—106—
Germán. Champlain, que habia regresado á
Francia, volvió dos años después al Canadá, co-
menzó de nuevo sus trabajos, y murió en 1635,
dejando un nombre que con justicia veneran los
cánadianos, y del cual debe ¡.estar orguilosa la
Francia.
En el verano de 1641, dos pequeñas embarca-
ciones salieron delpuerto de la Rochela. En
una de ellas iba un gentilhombre champanes
Mr. deMaisonneuve, quien, imbuido por M. OH-
vier, fundador de San Sulpicio, y ayudado por
algunos que se le asociaron, habia organizado,
con un objeto religioso, una espedicion al Cana-
dá, iba acompañado de un sacerdote y veinti-
cinco hombres, entre trabajadores y soldados.
En la otra iba una santa joven, la señorita Mau-
ce de Langres, que renunc'aba á todas las ven-
tajas de una elevada posición en la sociedad,
para llevar el ardor de su caridad cristiana entre
los salvajes.

Esa emigración, compuesta en todo de treinta


personas, llego á Qaebec en el mes de Agosto.
La pequeña y naciente colonia de esa ciudad,
probo de detener en su seno á los piadosos via-
jeros, que hubieran sido para ella un ulil refuer-
zo, porque no se componía nr^^s que de dos ó tres
cientas almas. Empero M. de Mwisonneuve se ha-
bia comprom'etido á ir á Montreal y de todos mo
dos queria ir. En vano le esplicaron los peligros
á que seesponia desembarcando con tan poca gen.
t9 en una isla habitada por an número tan grande
—107—
de tribus de indios. Respondió como un valiente:
*'No he venido para deliberar, sino para obrar.
Aun cuando en Montreal hubiera tantos indios
iroqueses como árboles, mi deber y mi honor me
obligan á establecer una colonia."
allí

Partió y llegó á la costa de Hochelaga, el 14


de Octubre. Construyo cabanas, y una capilla
de madera. En mismo lugar, la señorita Mau-
el

ce fundó un hospital, la hermana Bourgeois, otra


señorita de Troyes, estableció su comunidad de
la congregación de Nuestra Señora, que está
consagrada á la educación gratuita de las niñas.
Algunas tiendas construidas junto á los salva-
jes en medio del bosque, una capilla á la cual
servia de campanario de un árbol que estaba á
su lado, una,casa de refugio para los enfermos y
una casa de educación para los 'pobres, tales
la ciudad de Montreal,
fueron los elementos de
cuyo primitivo nombre fué Villa-María.
Bien pronto la pequeña ciudad francesa se vio
obligada á fortificarse, para guarecerse* de los
ataques de los indios. Comenzó' por construir
una palizada de madera, luego una muralla de
quince pies de altura. Protejida ya por ésta,
fué ensanchándose y creciendo. Arreglo un
cambio de comercio con los indios, y organizo
sus mercados y ferias. En 1657, el abate Qué-

lus, de la orden de San Sulpicio, erigid un se-


minario en la vtlla. Toda la isla se concedió
como propiedad á este establecimiento, que fué
señor de ella. Otras tierras del Canadá, con el
—108—
mismo título y ios mismos honores, se concedie-
ran á los oficiales y gentiMiombres.

La revolución de 1789, destruyó entre noso-


tros esos títulos de nobleza. La Inglaterra las
ha respetado al conquistar el Canadá. Cuando
pisamos este antiguo dominio francés, sorprén-
denos oir hablar á cada instante de los señores
y feudos. Debo dar algunas esplicaciones so
bre esto. Esta distribución de terrenos fué una
de las mas sabias medidas tomadas por Colbert;
medida que, con algunas modificaciones, pudif-
ra aplicarse muy útilmente en Argelia. Al acep-
tar la concesión de tal ó cual número de fane-
gas de terreno, comprometíase el señor, á repar-

tirlas entre cierto número de individuos, que de-


bían labrarlas, construir en ellas sus habitacio-
nes, y ser sus propietarios legítimos, con la
condición de pagar una módica y proporcionada
renta á aquel que se las habia concedido. Si
bien es cierto que hay señoríos en el Canadá,
también lo es que uo hay ni siervos ni vasallos.

Los señores transmiten á su hijo mayor sus tí-


tulos y "derechos, tienen un banco reservado en
la Iglesia; el sacerdote les presenta el agua ben-
dita y les recomienda, así como á su familia, á
las oraciones de los fieles, como antiguamente
se hacia en Francia.Recibe sus rentas, y ademas
de esto, un derecho de venta- o mudanza de ca-
da uno de los lotes del terreno que están en su
di>minio. He aquí cuáles son todos sus privile-
gios. Cuando el precio de un terrejjo se au-
menta por los trabajos que en él se hacen, por la
construcción de una casa, ó de un establecimien-
to industrial, claro está que si ese terreno pasa
á otras manos por una escritura de venta, los
derechos que debe percibir en este caso el señor,
son considerables; pero entonces bace un arre-
glo amistoso con los interesados. De manera,
que el seminario, señor de la isla de Montreal,
cuyo primitivo derecho es de doce por ciento so-
bre el precio de cada venta, ha ido reduciendo
sucesivamente este precio y todos los dias ,

lova disminuyendo de nuevo. Salvo este tribu-



to, que pagan aquí al como lo pagamos
señor,
nosotros al empadronamiento, el ddeano es libre
y nada tiene que envidiar á la constitución civil
de los aldeanos de Francia. Si quiere dejar de
ser tributario del señor, pagándole de una vez
una suma proporcionada, que no puede aquel
rehusar, queda escentó para siempre de pagar
contribuciones anuales. Pero como este dere-
cho no ha sido nunca arreglado como una ley ge-
neral, mucnos señores se han negado á rebajar-
lo en ciertas circustancias. En otro tiempo, en
un caso de desavenencia entre el señor y el tri-

butario, se esponia causa al intendente, que


la
decidia en la cuestión. Actualmente se apela á
los tribunales, siguiendo la causa los mismos
trámites que en Francia, pues las antiguas cos-
tumbres no hablan previsto las nuevas cuestioi
nes litigiosas. Los hombres perfectos (en este
tiempo de las luces se encuentran por todas par*
10
—no-
tesmuchos de estos), los hombres perfectos del
Canadá, para acabar de una vez con esas dificul-
tades accidentales, quieren destruir con el aza-
dón y el martillo el edificio señorial, y mas de
una vez han resonado ya sus clamores en el se-
no del parlamento. Es muy probable que no
lograrán (ó al menos tardarán algún tiempo), lle-
var á cabo su demolición, [)orque no pudieran,
en justicia, despojar a los señores de sus dere-
chos sin indenmizarles, y este es un negocio no
pequeño. Es muy probable que se publique
prohil) una ley que establezca de un modo for-
mal una tarifa sobre el traspaso de las })ropie-
dades.
Vuelvo á c^)jer mi historia de Montreal, que
desgraciadamente se mezclará en breve con la
historia de Inglaterra, con la que empieza ya á
rozarse. Cuando en 1664 se apoderaron los in-
gleses de provincia de Nueva- York 3' de otras
la

posesiones neerlandesas,* conocidas con los nom-


bres de Nueva Holanda y Nueva Bélgica, sintie-
ron mucho tener por vecina una colonia francesa,,
que tenia, como ellos, el atrevimiento de comer-
ciar en pieles y quitarles una parte de sus bene-
ficios. Trataron pues de poner un dique á los
progresos de su impertinente rival, é incitaron

contra ella á los indios iroqueses, los cuales es-


taban ya muy enemistados con nosotros, por ha-
bernos aliado con sus enemigos los hurones.
* ^Instigados, protejidos y armados por los in-
gleses, los confederados de las cinco naciones
—111—
entraron en nuestras posesiones, persiguieron á
nuestros colonos, y algunas veces llegaron á ha-
cer oir sus gritos sanguinarios en las puertas de
Montreal. En el tempestuoso Siglo XVII, las
potencias europeas estaban muy á menudo en
lucha unas contra otras, y desde que estalló ia
guerra entre la Francia y la Inglaterra, estallo
también como de rebote en la América delNor-
te. Los güelfos y gibelinos combatían mas allá
del Océano, y sus hijos luchaban con igual ardor
en los bosques del Nuevo Mundo. Pero los in-
gleses no necesitaban ningún pretesto para ar-
marse contra nosotros; el Canadá heria sus inte-
reses, irritaba su orgullo, y el delenda Carthago
era su divisa.
A ppsar de sus esfuerzos y cabalas artificiosas,
comprendidos los indios
la colonia francesa que,
convertidos, no se componía mas que de ocho
mil individuos, se sostuvo valientemente. Tan
pronto se la veia en el interior de sus murallas
defendiéndose valerosamente, como atacando á
sus contrarios, á quienes obligó á desear la paz.

Los ingleses estaban ya cansados de su.s in-


fructuosas tentativas: los iroqueses humillados,
de ver que no podian cortar tantas cabezas como
deseaban. La orgullosa república de las cinco
naciones se inclinaba ante la espada de la Fran-
cia y enviaba embajadores á Montreal. La per-
fidiade uno de nuestros aliados destruyó empe-
ro todos esos proyectos amistosos. Un gQÍe de
los hurones, cuyo nombre indígeno con harto
— 112--
trabajo podréis pronunciar, llamado Michillima-
kina, pero mas generalmente conocido con el
apodo de Rata, no quería que firmáramos un
tratado de alianza con sus enemigos los iroque-
ses. Para impedir la conclusión de este tratado,
se emboscó en el camino por donde debi^m pasar
los enviados, mató á algunos de ellos, hizo pri-
sioneros á otros y declaró que obrando de esta
manera, no hacia mas que someterse á las órde-
nes del gobernador. Entiéndase que después
de esta traición, todo proyecto de paz quedó pa-
ra siempre destruido. Los iroqueses volvieron
á entrar furiosos en campaña, y tuvieron lugar
de una parte y de otra sangrientos combates.
Desde 1690 á 1709, escepto un corto intervalo
de armisticio, debido en ]í)97 al tratado de Rys-
wick, la colonia canadiana estuvo sin cesar con
las armas en la mano. Al fin, diez años de paz
repararon un tanto 'los desastres debidos á esa
larga serie de ajitaciones y combates. En 1720
la población francesa de Quebec, contaba siete
mil almas, y la de Montreal ti*es mil. El movi-
miento de navios que habia en aquella época,
testifican su progreso. En 1733 diez y nueve
embarcaciones salieron de la rada de Quebec,
y se construyeron ocho en los astilleros de la

colonia.

Dos años después empezó de nuevo la guerra


bajo el gobierno del marqués de Beauharnais,

cuyo carácter altivo hirió mucho á los ingleses.


Continuóse bajo la administración de su sucesor
—113—
M. dii Qnesnes de Menneville, y bajo la del

marqués de Vaudreuil de Cavagnal, que fué nues-


tro último «gobernador en el Canadá.
Durante dos años mas continuó sus victorias
el ejército francés. Era el último favor que nues-
tro destino nos concedia, la última aureola de
nuestro poder en el Canadá.
En 1759 Quebec fué tomada por los ingleses.

Cuando os hable de esta población, os daré al-,


gunos detalles sobre la fatal catástrofe que nos
la robo'. El valeroso caballero de Leví y el
marqués áe Vaudreuil se retiraron á Montreal.
Viéronse allí cercados por un número de enemi-
gos tan inmenso, que en realidad, toda resisten-
cia era inútil. Capitularon en 7 de Setiembre
de 1760.
El tratado de la capitulación prueba que los
ingleses fio se creian bastante fuertes para hacer
pesar sobre nosotros el voe victis de Breno é impo-
nernos las condiciones arbitrarias de un ejército
conquistador. El tratado consta *de cincuenta
y cinco artículos. Voy á citar los principales.
"Los franceses se obligan á deponer las ar-
mas y á no volverlas á tomar durante la guerra.
En Quebec, donde se embarcarán, recibirán los
honores . militaresíi El marqués de Vaudreuil
permanecerá con toda libertad en su morada;
hasta que se encuentre un buque que pueda
llevarle á Francia. Los católicos conservarán
el libre ejercicio de su culto. Los sacerdotes y
misioneros no podrán ser molestados en sus sa-
—le-
gradas funciones: se conservarán estrictamente
los privilegios de las comunidades religiosas:
los bienes del clero y los derechos señoriales se-
rán respetados. Los particulares, conservarán
la libre posesión de sus bienes muebles é inmue-
bles, y los archivos del consejo y de los tribuna
les permanecerán en la colonia."

Es preciso decir, en honor de Inglaterra, que


ella ha conservado fielmente las condiciones
del tratado. E4 clero católico del Canadá es
tan poderoso bajo el régimen protestante de la
Inglaterra, como lo era bajo el dominio francés;
las ceremonias de la Iglesia son tan libres y es-
pléndidas como antes. Las procesiones religio-
sas se hacen en todas las parroquias con la mis-
ma pompa que antiguamente en Francia. . En
las poblaciones donde hay guarnición, van escol-
tadas por piquetes de soldados ingleses vestidos
de gran uniforme; por supuesto que los descen-
dientes de los antiguos puritanos y las socieda
des bíblicas, claman continuamente contra esas
funciones, qtie dicen ellos ser unos escándalos.
Pero el gobierno inglés ha permanecido sordo á
todas esas vociferaciones, y ha respetado las
antiguas costumbres civiles y eclesiásticas del
Canadá. Después de la conquista, lo único que
determinó fué el secuestro de los bienes de los
jesuítas: sin embargo, los devolvieron en 1834,
accediendo á una petición de la Colonia, y de-
volviendo las rentas que hablan cobrado desde
que tuvo lugar aquel.
En 1763 la conquista del Canadá filé falititía*

da por el tratado de Paris. En aquella época


teníamos un rey que en su ti'iste decrepitud no
se curaba de sus intereses ni de la dignidad de
laFrancia, y así perdimos una posesión que ac-
tualmente fuera de un gran precio para noso-
tros. Mi corazón
se indigna al pensar que el
tratado que con una sola firma desheradaba á
nuestro país de una tierra ilustrada por tantos
franceses, de la obra de Quartier y de Cham-
plain, de las instituciones de nuestros religiosos
y misioneros, de las llanuras regadas con nues-
tra sangre, fué firmado quizás con mano ligera

y la sonrisa en los labios, después de un paseo


en el bosque de Versalles, y antes de una cena
en compañía de una cortesana. Si este país
debía quitársenos, mas hubiera valido por
nuestro honor que lo perdiéramos durante la
tempestad de nuestra revolución, mientras toda
nuestra joven milicia debía volar á la defensa de
nuestras fronteras, o durante las guerras de Na-
poleón, cuanílo ese gigante de las batallas juga-
ba las provincias y los reinos eU la Europa, que
tomaba él como un tablero de damas.
¡Inútiles duelos! El Canadá ha quedado unido
aldestino de Inglaterra, y durante mucho tiem-
po conservará aún los lazos de ese casamiento
misterioso, á pesar de que niuchos millares de
sus habitantes desean anexarse á la América.
E» preciso confesar que en el espacio de
ochenta años, la Inglaterra ha contribuido mas á
—116—
lo>í progresos materiales de este país, que noso-
tros durante siglo y medio. Un gran numero de .

colonos ingleses, y sobre todo irlandeses y esco-


ceses, aumentan todos los años estas poblacio-
nes, cultivan estos campos, y construyen caba-
nas en estas tierras desiertas antes. La indus-
tria inglesa ha dado un gran impulso á los cana-
dianos, y los capitales ingleses han vivificado el
comercio.
En poco tiempo la pequeña población de Mont-
real haliegado á ser una gran ciudad animada
y elegante, harto elegante aún para aquel que
prefiere los caprichosos arabescos y los román-
ticos caprichos de las antiguas ciudades, á la
construcción de calles tiradas á cordel y á la sis-
temática uniformidad de las reglas modernas.
Sus calles son, en su mayor parte, muy rectas,
abundantes de casas magníficas y edificios de
piedra parduzca, que tienen generalmente en su
frontis una grada de unos cuantos escalones, la
puerta barnizada, una aldaba de cobre muy pu-
lido, y las persianas verdes. Parécense mucho,
escepto en la estension, á las nuevas calles de
Londres y de Bruselas. Estiéndense sobre una
llanura de dos millas de latitud, que desde la
base de la montaña, baja hasta la orilla del rio.
Esta ciudad, cuyos primeros edificios fueron
una capilla y un hospital, no ha desmentido su
origen. En todos sus cuarteles hay estableci-
mientos de beneficencia y de educación, y por
todas partes v^nse elevar las puntas de los cam-
—117—
pananos. Ademas de esas diversas fundacio-
nes de los cultos, católico, episcopal y presbite-
riano, elevánse las dos torres de la nueva Igle-
sia parroquial, magnífica nave construida sobre
un plano de arquitectura gótica. Paréceme que
sus proporciones no han sido hábil mente medi-
das y que sus torres son harto gruesas por su
fachada. Empero tal como está, es el mas vas
lo y magnífico monumento católico que existe
en la América septentrional.
Fuera de la ciudad, hay otra ciudad dispersa-
da por toda la longitud de un valle, construida
al pié suspendida entre los plie-
de las colinas,
gues de la montaña; ya vénse allí modestas ca-
sitas de aldeanos, ya soberbias casas de comer-
ciantes, ó pobres cabanas de jornaleros. Hay
un grupo de ellas, sobre la peña llanura de Grif-
fin, en frente de San Lorenzo y del Ottawa, que
llevan el poético nombre de Nuestr«a Señora de
las Nieves. Vénse algunas cuya abundancia de
columnas y riqueza de galerías admiran; otras,
con su techo modesto y frondosos árboles que
las rodean, despiertan en vuestra imaginación
mil ideas que os hacen desear vivir tranquila-
mente en ellas, como dice Biwus, rodeados de
nuestros amigos de infancia:

'•Among thefríends of the early days."

Jja población de Montreal, que hace ciento


treinta años no tenia masque tres mil almas,
cuenta actualmente mas de cincuenta mil, ca-
—lis—
nadianos franceses en su mayor parte,- y los de
mas de origen inglés.
La doss razas rivales, separadas en Europa
por el derecho, están juntas y en continuo con-
tacto: Conservan entrambas sus instintos parti-
culares, se inspiran la misma desconfianza, y
las mismas antipatías. La una cuenta en su fa-
vor, con la autori-dad de su bandera y de su go
bierno, la otra con la fuerza numérica y sus an-
tiguos derechos de posesión. La raza inglesa
63 mas activa y mas emprendedora, la francesa
mas anclada en el país. Las dos viven sin con-
fundir&e, como dos ríos que se juman sin pvrder
el distinto color de sus aguas. Al verles cami-
nar en silencio bajo la misma bandera, y arreglar
amistosamente sus negocios, pudiera creérseles
sinceros amigos. Pero de una parte existe el or-
gullo del torysmo'i déla otra el hogar de la inquieta
y ardiente naturaleza francesa. En un instante
el hogsr arroja chispas, d el orgullo revienta co-
mo un rCvSorte largo tiempo comprimido; enton-
ces se siguen las col'siones, que destruyen en un
momento el recuerdo de muchos años de paz.
En 1837, el partido francés enarbold el estan-
darte de la revolución, formó en batalla sus sol-
dados y amenazo destruir el régimen británico.
Esa funesta esplosion fué violentamente sofoca-
da y cruelmente castigada. Un gran numero de
los que tomaron parte en ella fueron condena-
dos á muerte; otros á prisión; otros al destierro,
y los soldados de su magestad británica.devas-
taron las propiedades de los vencidos.
.

—119—
En 1849, el partido tory, que creyó ver un ac-
tode traición en un bilí, por medio del cual el
parlamento habia votado Uiía indemnización pa-
ra las víctimas de los estragos de 1837, se amo-
tinó por las calles, insulto al gobernador, rom-
piendo á pedradas su carruaje, invadid y saqueó
las casas de varios ministros y diputados, é in-
cendió el palacio del parlamento.
A causa de esta última revolución, Lord El-
g\n salió de Montreal y mandó á los funciona-
rios públicos que le siguieran á Tort>m<», donde
debe abrirse la próxima sesión del parlamento.
M<)ntreal ha sufrido una pérdida considerable y
muy difícil de reparar, sobre todo en un país
que tiene tan pocas comunicaciones directas con
la Europa; esta pérdida, es la de la Biblioteca
nacional, destruida completamente por el incen-
dio del parlamento.

Ademas de veinte mil volúmenes de diferen-


tes obras escogidas con esmero, esa biblioteca
contenía una colección de libros relativos á la
América, y en particular al Canadá, anotados,
buscados y recogidos en Francia, Inglaterra y
Holanda, con mucho trabajo y á un elevado
precio.
Era el fruto de diez y ocho años de trabajo y
correspondencias, de un hombre que se habia
entregado con todo su corazón á esa fundación
patriótica del sabio M. Taribault de Quebec.
Gozábase éste én ver los productos de su no-
ble trabajo; contemplaba con ojos paternales los
—120—
tesoros que habia reunido, y advertía los vacíos
de los estantes qne procuraba siempre llenar.
Pocos esfuerzos debía hacer ya para ver com-
pleta su obra; faltábale solo algunos libros reco-
gidos los cuales hubiera podido pronunciar el
exegi monumentum. Pero un enjambre de bandi-
dos, mas salvajes que aquellos con quienes coni-
Inxtiamos en otro tiempo, se levantó, encendió
sus antorchas devoradoras, y todo lo destruyo'.
¡Oh! SchíUer, tú lo has dicho: *'La cólera del
león es terrible, pero lo es mucho mas la cólera
del hombre en el delirio de sus pasiones."
En medio de estas divisiones de partidos, ba-
jo los golpes de esos sacudimientos j)olíticos,

que toman un carácter tan grave, los canadianos


han continuado tributando inciensos alas Musas.
Algunos de ellos he conocido, que se consagran
con religiosa paciencia al estudio de sus anti-
guos anales, y se,creen felices cuando, después
de una larga y concienzuda investigación, lle-
gan á corregir el error de un historiador, óárec^
tificar una fecha, ó á confirmar con datos un he-

cho. Otros he conocido que se entregan con


pasión á los dulces goces de la poesía. Como
no tienen ni teatros, ni un gran número de lecto-
res que les animen en sus trabajos, ni se aventur
ren en el dificultoso campo de la tragedia, ni en
el vasto espacio de la epopeya. Humildes jardi-
neros del Parnaso, cultivan en su retiro el pun-
zante epigrama, el florido madrigal, ó la lloro-

sa elegía.
Los grandes periódicos de Monlreal y de
Quebec, que no desdeñan como los nuestros la
poesía, adornan muchas veces con sus ramilletes
poéticos el opio de sus polémicas. Un joven
escritor, M. Hutson, ha publicado, baja el título
i\e Repertorio de literatura canadiana^ las compo-
siciones en prosa y verso de sus compatriotas.
Hay entre ellas algunas obras de un verdadero
mérito.
Sin tratar de ofender á esos poetas contra
quienes nada deseo decir, confesaré que prefiero
á sus estancias hábilmente versificadas, algunas
canciones populares que, si bien se olvidan de
las reglas mas elementales de la versificación,
tienen un encanto y sencillez admirables.
Una de estas canciones, que empieza:
Detrás de mi padre
pertenece al Franco Condado. Sin duda ha si-
do traída acá por algún galán hijo de las mon-
tañas del Jura, y se habrá propagado por su be-
lleza como una planta fecunda.
Otra, que sin duda vino también de Francia,
es mucho mas notable que la primera. Aun
cuando vuestro buen gusto literario os incline á
reíros de estos versos, quiero copiarlos.

Una límpida fuente


Un dia visité,
Y al ver su claro arroyo
Bañarme quise en él.
Tiempo hace que te adoro
Jamas te olvidaré,
U
—122—
Al ver gu claro arroyo
Bañarme quise en él,
Después ai pié de un árbol
Senteme y descansé*
Tiempo hace ácc.

Después al pié de un árbol


Sentéme y descansé.
Un ruiseñor cantaba
En el árbol aquél.
Tienapo hace &c.

Un ruiseñor cantaba
En el árbol aquél.
¡Oií! canta, canta alegre,
Canta ruiseñor bien;
Tienipo hace &c.

¡Oh! canta, canta alegre,


Canta, ruiseñor bien.
Mas yo que estoy muy triste
Llorar solo podré.
Tiempo hace &c.

Mas yo que estoy muy triste


Llorar soio podré.
A mi novia he ])erdido
He prr lido á mi bien.
Tiem| o hace &,c.
—123—
A
mi novia he perdido
He perdido á mi bien,
Porque un botón de rosa
Un dia la negué.
Tiempo hace &c.

Porque jun botón de rosa


Un dia la negué.
¡Ojalá que aún se hallara
La rosa en el vergel.

Tiempo hace &c. .

¡Ojalá que aún se hallara


La rosa en el vergel,

O que se hubiera muerto


Muy antes de nacer!
Tiempo hace que te adoro.
Jamas te olvidaré.

Como no tiene esta canción, ni poesía


veis,
ni consonantes; no es mas que una reunión de
asonancias ultrajadas por este enemigo denlos
poetas á quien llaman hiato. Pero esas estrofas
primitivas, cantadas con una entonación pura-
mente campestre, encierran cierta melancolía
que penetra hasta el fondo del alma. Cuando
siento en el corazón la garra del buitre, esta
garra aguda y cruel á la cual estamos tan ame-
nudo entregados, sin que cadena ninguna nos su-
—124—
jete á una de las rocas del Cáucaso, sin haber,
como Prometeo, robado el fuego del cielo enton-
ces camino errante por las orillas de rio y repi-
to esta estrofa, que es mi himno de tristeza;

¡Oh! canta, canta alegre.


Canta, ruiseñor, bien,
Mas yo que estoy muy triste

Llorar solo podré.


V,

LOS ÍROQUESES DEL SALTO DE SAN LUIS.

Poesía primitiva. —Antiguos iroqueses.-^Su valor y orguilo^-**

Costumbres actuales.— Pueblo de Caughñawaga.«»Marcoiix el

misionero. — Servicio religioso.

Uno de mis mas agradables ensueños de viaje,


al entrar en el Canadá, era el de encontrar algu-
nos restos de esas valientes tribus de indios que
ocupaban en otro tiempo este inmenso continen-
te de América, y á los cuales los europeos han
aniquilado d repelido hasta el fondo de sus bos-
ques.
Hace doce años que atravesé por segunda vez
la Laponia, deteniéndome en cada una de las ca-
—126—
bañas de los pescadores lapones, o en cada uno
de los campamentos de lapones nómadas, ob-
servando la fisonomía, las costumbres de esas
poblaciones repelidas por una raza conquistado-
ra hasta las montañas del Norte, como los indios

hacia el desierto.

Hace cuatro años, que, en el camino de Jeru-


salem al mar Muerto, tenia otro objeto de estu-
dio en un Candido beduino, el cual, mediante
cien francos, me escoltaba con una docena de
hombres de su pandilla. Hace tres años, que
en El-Arisch, en las llanuras de Egipto, y algu-
nos meses mas tarde, en Argel, mas allá de las
murallas de Constantina, asistía á los ejercicios
ecuestres, á las brillantes evoluciones de los ára-
bes, los valerosos hijos del islamismo, á quienes
algunas veces se ha vencido, pero nunca do-
mado.
En este mundo, todas aquellas cosas que sa-

len de los usos de la vida ordinaria, tienen para


nosotros un atractivo muy grande. Todo aque-
llo que no ha caido aún bajo el yugo uniforme de
nuestras modas y de nuestra educación, ofrece al

espíritu, en cambio de sus nutritivos de costum-


bre, cierto gusto ácido que nos complacemos en
saborear. Todo lo que se mantiene mas o' menos
en su estado primitivo, posee ciertas cualidades
inherentes á su naturaleza, como los tintes de la
luz del crepúsculo, y la limpieza de la corriente
de un rio. El niño está dotado de una gracia
que pierde el hombre maduro. El árabe tiene
«na poesía cuya imagen no halíafeililbs jamas en
el seno* de nuestras academias» El circasiano
del Cáucaso ha creado sus himnos guerreros, y
sus cantos le enardecen mucho mas que á noso-
tros el de la MarseUesa. El lapon y el samoyéde,
acurrucados al rededor de sus* hogares ó bajo su
tienda cubierta de nieve, cuentan tradiciones
cosmoggnicas o' épicas, mas
intrincadas y sor-
prendentes que de sucesos estraordi-
los tejidos
narios que forjan nuestros. romanceros. Los in-
dios de América, tenían en tiempo de nuestros
primeros colonos y misioneros, una elocuencia
mucho mas brillante que la de los actuales ora-
dores de nuestros parlamentos constitucionales.
Yo he querido ver una de esas últimas tribus de
indios establecidos en el Canadá. Esta visita me
interesaba mucho mas porque, según lo qu.e ha-
bía leído acerca de su fisonomía, sus costumbres

y sus primitivas supersticiones, quería (perdo-


nadme esta vanidad) hacer una curiosa compa-
ración etnográfica entre ellos y inis amigos los
lapones. A tres leguas de Montreal, sobre la

orilla derecha del 8an Lorenzo, hay un pue-


rio
blo de iroqueses; nada mas fácil que ir á visitar
esa población; ninguna tribu podía ofrecerme
mas interés que los restos de esa belicosa raza
que fué desgraciadamente nuestra enemiga, y
cuyos incesantes ataques tomaron durante un si-
glo entero un lugar tan grande en los anales de
nuestra colonia.
Con el solo nombre de iroqueses se designa
—128—
esa poderosa confederación de cinco naciones,
compuesta de mohawks, onneyouths, onontagus,
auniegués y tsonnonthonans. Estendíase sobre
el inmenso territorio de las orillas del Ontario,

las meridionales del rio San Lorenzo, el lago


Chaplain y el Hudson.
Cada nación estaba subdividida en tres espe-
cies de tribus, conocidas con los nombres de:
Osas, Lobos y Tortugas. Cada pueblo formaba
una pequeña república particular, gobernada por
sus propios gefes. Los asuntos generales se
discutían en un gran consejo que se reunia anual-
mente en Onondega. Reuníanse á veces hasta
ochenta sachems. Allí se trataban las cuestiones
de paz y de guerra, y los interés de cada tribu se
discutían como se hace actualmente en el con-
greso^de los Estados-Unidos. Los historiadores
todos están de acuerdo en asegurar que esas
reuniones eran tenidas con el mayor orden y una
gran solemnidad. Uno de los rasgos mas nota-
bles de esa confederación, era su espíritu de li-

bertad é independencia. Cada tribu que tomaba


parte en la asamblea, se consideraba como so-
berana, no admitía ningún impuesto estranjero,
nireconocian por señor mas que al grande es-
píritu. Este mismo principio democrático no
dejaba que ninguno de los gefes aceptara una
distinción hereditaria.
El título de sachem era
una recompensa que se concedía al mérito indi-
vidual, al valor o á la elocuencia.
El suelo de los Estados-Unidos, parece desti-
—129—
nado á no crear mas (jue repúblicas. En otro

tiempo existía la de los indios, délas


ahora la

diversas razas reunidas bajo el nombre de ame


ricanos. Quién sabe si la moderna vale lo que la

antigua d si el congreso de Onondega era mas


sabio que el de Washington.
Campeada como hemos dicho, la confederación
iroquesa impedia por todos lados el paso á núes
tros primeros soldados. Quizás el valeroso
Champlain hubiera podido aliarse con ellos; pe-

ro al llegar al Canadá, hallo que los indígenas se


hacian la guerra, tomo parte con los hurones que
le demandaron socorro, y los iroqueses fueron

desde entonces sus adversarios; pero los mas te-


mibles que podia encontrar en las vastas regio-
nes que estaba destinado á ocupar con los débi-

les recursos que la Francia podia confiarle. Los


iroqueses, si bien estaban orgullosos de su valor
en el campo de no por eso dejaban de re-
batalla,
currir á su astucia para sorprender á sus enemi-
gos. Alabábanse de reunir á la fuerza del león,
la ferocidad del tigre, y la sagacidad de la rapo-
sa; llegaron á infundir un terror tan grande en la

América septentrional, que aveces, uri corto nú-


mero de ellos bastaba para poner en fuga á una
población entera, que al verles echaba á correr
gritando despavorida: ¡Los iroqueses! ¡los iro-

queses!
Vencidos en los primeros encuentros que tuvo
Champlain con ellos, volvieron á aparecer en
breve animados de una nueva audacia. En su
—1 so-
principio las armas de fuego de nuestros solda-
dos les aterrorizaron, como Peni y
los indios del
de México las de los españoles, empero no -

tardaron en conocer el uso de los fusiles y de los


cañones, y se sirvieron hábilmente de esas armas.
Secundados por los ingleses y por los holandeses .

que estaban celosos de nuestros establecimien-


tos en América, acabaron por destruir á sus
enemigos, los hurones, y fueron para nosotros
una causa perpetua de alarmas y luchas. Lle-
go por fin un día en que, después de haber ven-
cido ó dispersado á las demás tribus salvajes,
fueron vencidos ellos por las fuerzas europeas,
que iban en aumento todos los dias. Hé aquí
los recuerdos históricos que me acompañaban
cuando visité el pueblo conocido por el nombre
de Caughnawaga (que significa en indio sobre
las corrientes) y á quien hemos llamado noso-
tros Salto de San Luis. Al ponerme en camino,
figurábame yo encontrar en ellos estraños trajes
y raras fisonomías; creia ver allí alguna copia
viviente de Ojo-de-Falcon--, Medias de- Cuero ú
otro de los héroes de Cooper. No me acordaba
deltiempo que habia pasado ya, ni de esa espe-
cie de piedra pómez llamada civilización, que
borra tantas costumbres y pule tantas asperezas.
Diré en prim«r lugar, que sobre el terreno de
Caghunawaga, ni he visto al antiguo wigwam, ni
tampoco la cabana de cortezas que tenia en- •,

contré allí una estensa linea de casitas de made-


ra construidas todas por un mismo estilo, y do.
—131 —
minadas por una hermosa Iglesia que honraría á
mas de uuo de nuestros lugares, á orillas de un
rio estaban sentadas sobre un banco dos hermo-

sas jo venes, cou el pelo flotante, color aceituna-


do, y ojos negros, lijeraniente elevados por el la-
do de la sien. Esas son dos salvajes, dije yo
adelantándome con mis compañeros de viaje pa-
ra observarlas mas de cerca. Las dos jóvenes vol-
vieron la cabeza riendo con cierto coquetismo, y
una de ellos me dijo: What seek the gentlemau?
(¿Qué busca señor?). Las infelices nos hablaban
ya el idioma desús dueños. La lengua de la
pérfida Albion nos persigue hasta en el centro
de una tribu iroquesa.
Apartémonos de esas hijas dejeneradas y entra
mos en el pueblo, que contendrá como unas mil
almas; tiene algunas calles regulares, vidrios en
todas las ventanas, una aldaba en cada puerta,
camas, sillas, muebles europeos en cada casa, y
nada, ningún recuerdo de los primitivos tiempos.
Era domingo, la mayor parte de los habitan-
tes vagaban por todas partes con paso perezoso,
o hablaban con sus vecinos desde el umbral de
la puerta. Los hombres vestian pantalón de te-
la y chaqueta. Las mugeres, algo mas fieles á
las antiguas costumbres, llevaban pesados colla-
res y grandes aretes; llevaban en las piernas
una especie de botin que les tenian hasta las
rodillas, una camisola ceñida en «u <;intura
y
cerrada por el cuello, y sobre la cabeza una man-
t» de lana que les caía hasta mas abajo de las
—132—
espaldas. En vano busqué entre los diferentes
j2frupos formados en las calles, ese tipo descrito
por los orimeros misioneros, esas fisonomias kal-
mukas que con justa razón, según creo, hacen
atribuir un origen asiático á esas poblaciones
americanas. Lo mas característico que he po
dido encontrar, han sido matas de cabellos la-
cios y negros; ojos negros ctiya forma se parece
mucho á la de los chinos, y un color algo pare-
cido al de un limón oscuro, alterado todo esto
por una mezcla de sangre estranjera desde hace
muchas generaciones. Acompañáronnos á la

casa de uno de los mas principales del pueblo,


hijo de una salvaje que le lego el sonoro nombre
de Ozonhiatchka y de un canadiano de origen
francés, que le dio el de Lormier. Mr. Lormier
tieneuna hermosa casa de piedra de sillería; en
el patiouna tienda, en el primer piso un balcón,
una gran cocina y una sala donde nos sirvió un
buen almuerzo. Usa el chaleco cortado en pun-
ta, la levita ajustada al talle y corbata de raso;
habla el francés con facilidad y con pureza; de
manera qne si fuese á Paris, á nadie le ocurri-
ría aplicarle aquella esclamacion proverbial en-

tre nosotros: ¡Qué iroqueses! Se le tomarla


por un buen mercader de provincia.
Pasaba yo de sorpresa en sorpresa, y para
aumentar mis decepciones, acordábame al con-
templar la población del Salto de San Luis, de
lo que habia leido en las cartas edificantes ó en
otras relaciones de viajes, sobre las costumbres
de los antiguos iroqueses. En otro tiempo,
cuando un niño de esta tribu empexaba á andar,
su padre le ponia en las manos un arco y unas
flechas para que se ejercitase en iiacer la guerra
á los animales mientras llegaba el tiempo de ha-
cérsela á los hombres. Cuando un iroqués que
ria casarse, presentábase al padre de la que de-
seaba por esposa y le dirijia estas simples y
enérjicas palabras: "Yo amo á tu hija: ¿quieres
dármela para que las mas pequeñas raices de su
corazón se enlacen con el mió de manera que el
viento mas fuerte no pueda separarlos?" Cuan-
do el iroqués celebraba los funerales de los
guerreros que habían sucumbido en el campo de
batalla, esclamaba de este modo. "¡Oh huesos
de mis antepasados, que estáis suspendidos en-
cima de los vivientes, enseñadnos á vivir y á
morir! Vosotros habéis sido valientes y no ha-
béis temido abrir vuestras venas; el dueño de la
vida os ha abierto sus brazos y os ha dado una
dichosa casa en el otro mundo. La vida es ese
color brillante de la que aparece y
serpiente
desaparece mas pronto que una flecha dispara-
da; es ese arco del cielo que se vé á medio dia
sobre las olas del torrente; es la sombra de una
nube que pasa. Huesos de mis antepasados,
enseñad al guerrero á abrir sus venas, á beber
la sangre de la venganza."
En otro tiempo, cuando un gefe iroqués se
presentaba á uno de nuestros gobernadores fran-
ceses para negociar un tratado de paz y recia-
—134—
mar ítisi pHsídnefoSí le decía. 'Óyeme. Yo foy
la voz áv mi jíHÍs* He pasfldo cerca del lugar
en que los algonqulnos líos fií^truycron en la
primavera. He precipitado mis paso§ estando
y he apartado la vista de aquel punto, por
allí,

no ver la sangre derramada de mis com|)atr¡o-


tas, por no ver sus cuerpo? estendidos sobre la
arena. E^^e es!})ectáculo hubiera dispertado mi
colera. He herido con mi pié la tierra, luego
he escuchado atento, y he oido la voz de mis
abuelos que me decia con ternura: Calma tu —
furor, no pienses ya en nosotros, porque ya no
podéis arrancarnos de los brazos de la muerte;
piensa en los vivos; liberta con la í>an¿,^re de las
batallas á los que están prisior.'tros. Un hombre
vivo vale mucho mas que un gran número de
hombres que dejaron de existir,—rDcsde que he
oido esta voz, he venido á tu encuentro, para
libertará los que están en tus manos."
Actualmente el hijo del iroqués en vez de en-
sayarse en el manejo de un arco, en tirar flfchas,

6 en blaíidir ei tomawk, corre por las calles de-


tras de los patos. El jo'ven se c^sa ahora como
cualquiera ciudadano, celebra los funerales de
los difuntos sin invocar su valor y los hijos de
aquellos que usaíi.in un lenguaje lan orgulloso,
ai hablar á nuestros ajenies oficiales, se inclinan
con respeto ante el sheriíT y ame un oficial
inglés.

Algunos QSAasoíí rasgos propios de su carác-


ter existen únicamente en esa tribu, que les ha
_135—
conservado en medio de la transformación que
ha sufrido; su obstinación, en conservar e! uso
de su idioma, su repugnancia á toda clase de
trabajo regular y su horror al servicio domésti-
co. Entre raza negra y la de los indios de la
la

América del Norte hay la diferencia, que aquellos


se doblan en poco tiempo á las costumbres mas
serviles, y no hay ejemplo ninguno que pruebe
que uno de éstos se haya puesto á servir de
criado. Los trabajos agrícolas le repugnan por
la continua atención que exijen. Los habitan-
tes de Caughnawaga poseen vastos campos muy
fáciles de descuajar, y cada una de ellos tiene
junto á su casa un terreno que podria muy fácil-
mente convertirse en jardin; pero hasta ahora
han sido inútiles cuantas observaciones les han
hecho sobre este particular. Solo cultivan un
poco de maiz, se dedican á la caza y á la pesca,

y prefieren la miseria en la indolencia, al bien-

estar que procura el trabajo.

Únicamente los misioneros lograron que algu-


nos se dedicaran á los oficios de sastre o car-
pintero, y ejercen esos oficios cuando se hallan
dispuestos á trabajar, guardando siempre toda
su independencia. Las mugeres mas activas se
dedican á ciertos trabajos de pieles,hacen pan-
tuflas, estuches, ó cajas que cubren con borda-
dos de granos de color, y que van á vender á las
poblaciones vecinas.
Ellas mismas dibujan esos bordados con nota-
ble habilidadj poseen ademas el secreto de teñir
—136—
con el zumo de ciertas plantas los materialeg
que emplean en sus obras, dan dolas una brillan-
tez estraordinaria.

En empero, he visto una reunión


la iglesia,

que en nada se parecia á las que se ven en Eu.


ropa. Aquellos mismos hombres á quienes vie-
ra por las calles andar con la cabeza descubier-
ta, iban á ojr misa cubriéndose la cabeza con
una especie de manta de lana blanca, que les
ocultaba la mitad del rostro y las es paldas. Las

mugeres también usaban lo mismo; las mas ri-


cas y elegantes reemplazaban la manta con un
gran paño cuadrado, verde o negro, adornado de
una franja, y fabricado espresamente por los
ingleses para esas hermosas salvajes. Los dos
sexos forman en la iglesia dos coros separados;
y cantan, cada uno á su turno, los salmos, con
voz nasal y tan agudos falsetes* que taladran
muy desagradablemente los oidos. Los que tie-
nen el honor de tomar parte en ese concierto, se
sientan en los bancos; los demás, después de ha-
ber permanecido un momento* arrodillados, se
sientan al suelo por toda la estension de la nave.
Desde la tribuna en que yo estaba, aquella reu-
nión de hombres y mugeres cubiertas con el mis-
mo velo y embozados de un mismo modo, ofre-
cía á los ojas un curioso espectáculo; parecia
una comunidad de penitentes negros y blancos.
Esta tribu de iroqueses se convirtió' toda en-
tera hace mas de un siglo y medio, y á pesar de
la ambición de las sociedades bíblicas, el dogma
—137—
del protestantismo no ha podido penetrar entre
ellos.
El cura de su parroquia, M. Marcoux, está es-
tablecido hace treinta y siete años. Es el
allí

mismo que mando á M. de Chateaubriand un


vocabulario iroqués, que el ilustre autor de los
Mártires imprimid testual mente en su Viaje á
América. Desde esa época, M, de Marcoux ha
enriquecido considerablemente ese trabajo filo-
lógico. Ha
hecho un diccionario completo y una
gramática razonada de la lengua iroquesa, dos
volúmenes in-folio, que probablemente nunca se
publicaran, ni se verán ensalzados en ninguQ
periódico, ni analizados por ninguna sociedad
científica. Sin embargo, servirán como elemen-
to de instrucción á los jóvenes misioneros, des-
tinados á ejercer su apostolada en estas lejanas
regiones, yhumilde sacerdote que ha, pala-
el

bra por palabra, y tras una larga serie de estu-


dios y afanes, compuesto esas dos obras, no es-
pera otra recompensa que esa de su trabajo la-
borioso.

M. de Marcoux complace alabando las cua-


se
lidades de los habitantes del Salto de San Luis,
á quines conoce mejor que nadie, y los cuales
le respetan en alto grado. Estas pobres gentes,
me decia un dia, son de un carácter dócil y afa-
ble. Aun cuando por naturaleza son indolentes,
cuando quieren, dominan enteramente esta na-
tural inclinación.

En esta población no hay ninguna escuela ef-


—138—
tablecidas y á pesar de eso, todos los indios tie-
nen cierta instrucción elemental que falta á ma-
chos de nuestros campesinos. Con una peque-'
ña obra escrita en lengua iroquesa, hecha por
y un modelo de escritura, ellos
los misioneros,
mismos aprenden á leer y á escribir. Aprenden
también fácilmente un catecismo publicado en
su idioma, en Montreal, y observan exactamente
las reglas de la religión. Como buen cristiano,
he recojido todos estos pormenores. Lo mas
positivo es, que á mil cuatro cientas leguas
de la Francia, en el Norte de América, creia en-
contrar una tribu de salvajes, y solo he encon
trado una aglomeración de individuos, que, es-
cepto las especies de pantuflos que calzan, bor-
dados ó no, la manta blanca, y algunos rasgos
algo heterogéneos, no se distinguen en lo demás
de muchos de nuestros pueblos de Europa.

VL
ítÜEBÉGo

El cursó dól rio San Loren2o.-*EI téfraplén áa Dúrháffl.— Aspec-


to de la — Singulares contrastes. —M. DubergeryM. By.
ciudad.
—Primeros — Cuestior
recuerdos históricos.— Jacobo Quartier.
nes de etimología. — Primeros ensayos de colonización. — Guer-
ra y desastres. — Heroísmo de desgracia. — Sitio de Quebec.
la

Wolf y Montealm. — Derrota de Francia en


la Canadá.—Cer-
el

canías de Quebec. — Cascadas de Montmorency. — Literatura- —


Comercio.

Quizás voy á parecer ahora á vuessros ojos


como un presuntuoso que se adorna con retazos
de ciencia agena; temo que aparezca en vuestros
labios al juzgar mi aparente pedantismo, una de
esas sonrisas que ocultan en su fondo un dardo
epigramático. Sin embargo, fuerza es que rai-
—140—
da gravemente ese rió de San Lorenzo, sobre el
cual he viajado unas cien leguas, que os presen-
te una porción de números, aun cuando nunca
les he tenido afición, y que me son mucho mas
desagradables desde que estoy en América.
Salx d pues, si es que no lo sabéis ya, que el
San Lorenzo, sobre el cual otras veces me he em-
barcado, tiene desde su origen hasta su desem-
bocadura, desde el lago Superior al cabo Chat,
dos mil ciento veinte millas de longitud, es de-
cir,unas setecientas diez leguas. En Kara-
mouska, sa latitud es de veinte millas; en el ca-
bo Chat, de cuarenta; en el cabo Rosier, donde
se confunde con el Océano, sus dos orillas están á
treinta leguas la una de la otra. En esa inmensa
estension, pasa por diferentes vicisitudes y lle-

va diferentes nombres, semejante á esos reyes


que, al título real juntan el de duque y señor de
diferentes principados.

Antes de entrar en el lago Superior, se llama


el rio San Luis. Desde allí pasa al lago Hurón por
el canal de Santa María. Al dejar el lago Hurón,
toma el título de Santa Clara, y se con-
de rio
funde con el lago de este mismo nombre. Des-
de este lago, pasa al Erie y se llama el Estre-
cho. Al salir del lago Erie, camina con el nom-
bre pomposo de Niágara, al lago Ontario. En
Kingston se llama el Kataraqui o' el Troques,
atraviesa el lago San Luis, y en fin, cerca de
Montreal, vuelve á llamarse San Luis.
De Montreal á Quebec, ese gran rio, que
—141—.
por un lado se confunde con todos los lagos
que acabo de citaros, y por el Mississipí pasa al
golfo de México y por la otra parte á los hielos
de Groenlandia, ese gran rio es triste como to-
das las grandezas de esté mundo. No ofrece á
los ojos del viajero, para que se distraiga du-

rante su larga travesía, los verdes viñedos, los


pintorescos cerros, los castillos del Rhin, enri-
quecidos de leyendas, ni las antiguas moradas
feudales, ni las ricas poblaciones, ni la variedad
de las razas del Danubio. No esta hermoseado
como el Rhone, por un bello cielo meridional, d
por una alegre y viva población. Tampoco tie-

ne como los rios del Norte, esos poblados bos-


ques que rodeaban en otro tiempo su grandeza
como un velo solemne. Esos bosques han sido
zapados por el hacha del leñador, cuadrados
todos los árboles en el mismo lugar que adorna-
ron con sus ramas, y con ellos se formaron jan-
gadas que los mismos leñadores condujeron has-
ta el mar, yque sirvieron para palos de navio y
casas para los ingleses. Únicamente se vé de
cuando en cuando, á orillas de las tierras que
riegan, y como vestigios de su primitivo esplen-
dor» algunos árboles, solitarios cuidados por un
propietario celoso.
Alguna que otra vez se vé una larga lineade ca-
sas blancas, pequeñas, separadas unas de otras
por un cercado, esparcidas sobre la playa como
una semilla sembrada por una mano avara, y
formando, en un cordón que coje un terreno de
—142—
algunas leguas, una ciudad o un pueblo, reunido
tan solo en el momento en que están sus habí
tantes en la iglesia.
Muy á menudo, las orillas del San Lorenzo es-
tán llanas y áridas, cubiertas tan solo de matas
de juncos ó de yerba (}ue la fuerza del viento in-

clina sobre un costado, obligándolas á despedir


. ciertos sonidos plañideros, cuya melancolía au-
menta aún la tristeza que allí reina. Ni menos
se vé como en Holanda, terneras de pelo lustro-
so y ancho pecho, levantar sus cabezas y mirar
con ojo observador á los pasantes; ni como en
\£is puertas de la Hungría, saltar los ganados de

briosos caballos y salvajes yeguas. Un corto


número de vacas de una casta miserable, como
lasde Islandia, pacen con fatiga entre aquellas
plantas húmedas, de las cuales apenas pueden
sacar el necesario pasto para su alimento. Al-
gunas bandadas de pájaros pasajeros se detie-
nen un momento sobre esos áridos prados, y
vuelven á remontarse y á seguir su camino.
El riocamina lento y regularmente, sin que
gire caprichosamente en su cauce, sin ju-
gar como nuestros caprichosos rios de Euro-
pa, ya con una pared de rocas, ya con
una muralla de árboles. Magestuoso y seve-
sin
ro, camina entre sus silenciosas orillas,
variar sus movimientos, recibiendo sin emoción
las numerosas corrientes que se le reúnen, en-

gazando una isla con dos brazos impasibles, y


rozándose con igual indiferencia, o con la aren»
—Ha-
de la orilla solitaria, o con los muelles de una
población comercial. Puede comparársele á un
robusto y concienzudo tral)ajador que no piensa
mjis que e.i cumplir con su trabajo; á un viejo
que desprecia las aventuras de una vida juvenil,
6 á un ,censuatario atrasado que no puede perder
tiempo para franquearse del pesado tributo que
debe llevar al Océano. En el mes de Nov'em-
bre, al ponerse el sol, cuando las precoces nu-
bes del Otoño se estienden sobre esta sombría
naturaleza junto con las sombras de la noche, no
creo pueda verse una escena mas melancólica, ni
un cuadro de un efecto tan imponente y religio-
so, como el de este gigante de los rios, encerra-

do entre algunas matas de yerbas, y siguiendo


al través doi oscuro espacio, con muda obedien-
cia, la línea que Dios le ha trazado.
Pero de repente las llanuras se elevan y se
cambian en colinas desiguales y escarpadas, re-
vestidas unas de abetos, sembradas otras de ha-
bitaciones agrestes, á las cuales domina un cam-
panario, que sirve de guia á los barqueros. Al-
gunos rios no n«uy caudalosos se precipitan mu-
giendo en el gran rio; el uno lleva el nombre ilus-
tre de Jaeobo Quartier, por el que paso' en el
invierno del año de 1536; otro baja del Cabo
Rojo; el de mas que hierve y e^ournea co-
ailá,

mo si, semejante. alo Geyesers, salie/a de las


entrañas de un volcan, se llama la Caldera.
En el horizonte se ven. por ambos lados del
rio, grupos confusos que parecen levantarse del
—144-^
centro de las olas para transformarse en una
niebla vaporosa. Poco á poco sus formas indis-

tinguibles se dibujan perfectamente. El estran-

jero las observa sorprendido, y el canadiano


las

saluda cariñosamente. A la derecha se vé la

punta de Levy, á la izquierda el cabo Diamante,


dominado por la cÍ4jdadela de Quebec, garra del

león de Inglaterra, Gibraltar británico del


Nue-
vo Mundo.
Uno de esos carruajes particulares del Cana-
dá, Jjautizados con el nombre de cabs, caja cua-
drada que se bambolea sobre dos ruedas, me
condujo rápidamente desde el embarcadero á la
fonda de San Jorge. A algunos pasos de
alli

está el vasto terraplén construido por


Lord
Durham, al pié de los baluartes, sobre el terre-
de S.
no que ocupaba en otro tiempo, el fuerte
ese
Luis. Al llegar, lo primero que visité fué

hermoso terraplén, y allí permanecí no sé cuán-


horas, embebido en uno de esos
ensueños
tas
cuales no notamos la pérdida del
durante los

tiempo. Quisiera que estuvierais á mi lado,


de
vosotras que sois tan amantes de las bellezas
la naturaleza, para que
contemplarais el in-

menso panorama que á mis ojos se ofrece.

No diré como algunos escritores que es el


punto de vista mas magnífico del mundo; á
pe-
puedo
sar de la admiración que me inspira, no
puntos. Sí di-
olvidar los que he visto en otros
ré es uno de los espectáculos que
que mas admi-
ran, uno de los mas estraordinarios que pueden

verse.
—145—
Junto á mí, la ciudad, construida sobre un ter-

reno en declive, baja hasta la orilla del rio, si-

guiendo el curso de las aguas, enlazando en su


naturaleza enriquecida con toda especie de co-
lores, los de un promontorio, frente
lados
del anfiteatro de la punta de Levy, con su abun-
dancia de casas blancas, sus campos y sus bos-
ques. A la izquierda, el gran barranco por me-
dio del cual el rio San Carlos se junta al San
Lorenzo; el risueño pueblo de Beauport, el cual
se estiende á lo largo de la colina, como un rosa-
rio de nácar, hasta las cascadas de Montmoren-
cy; á cierta distancia de allí la isla de Orleans,
una de
isla siete longitud y cinco de
millas de
latitud, la cual encierra en su seno cinco hermo-
sas parroquias, y que el rio en su estension abra-
za como si fuera un grano de arena; en el hori-
zonte, las sombrías orillas del cabo Tormento,
primera cadena de montañas salvajes que se es-
tienden hasta las nubes eternas de las regiones
polares; y ppr cualquiera parte que vuelva los

ojos, veo calmoso y magnífico, que se va


el rio

desde aquí, con sus barcas, sus goletas y sus


fragatas, á casarse con el mar, como un rey con
toda la pompa de su corte.
Pocas ciudades ofrecen como Quebec tan es-
traños contrastes; esta ciudad de guerra y de co-
mercio está colocada sobre una gran roca, como
el nido de un águila; surca con sus navios las

olas del mar; está situada en el continente ame-


ricano, poblada por una colonia francesa, regida
—146—
por gobierno inglés, y guardada por regimien-
el

tos de escoceses; es una ciudad de la edad me-^


dia, por algunas de nuestras antiguas costumbres
pero sometida á las modernas instituciones del
sistema representativo; es como una ciudad
de Europa, por su civilización y por su lujo;
rozase con losúltimos restos de los salvajes y
con las montañas desiertas; su situación es poco
mas o menos la misma de Paris, por su latitud;
reúne el clima ardiente de los paises meridiona-
les á los rigores de un invierno hiperbóleo; es
una ciudad católica y protestante, donde la obra
de nuestros misioneros se perpetúa al lado de
las fundaciones de las sociedades bíblicas; don-
de los jesuítas desterrados de nuestro país en-
cuentran un refugio seguro bajo la égida del pu-
ritanismo británico.
El mismo contraste existe en la disposición

de las calles y en la estructura de las habitacio-


nes. Quebec está dividida en dos partes; ciudad
alta, y baja. En la primera, hay las grandes
fondas y las tiendas de
y viven en ella los
lujo,
propietarios y los empleados; en la segunda vi-
ven los trabajadores, los comerciantes y los bar-
queros. Váse de la una á la otra por calles muy
estrechas y tortuosas. Bájase del ancho barrio
del obispado á sucias callejuelas, llenas de pe-
queñas casuchas, cuyo esterior da una triste
idea de la situación material de los que en ellas
moran. Fuera de las murallas hay vastos arra-
bales, que prometen prosperar mucho. En el
—147—
mes de Mayo de 1845, el arrabal de San Roque
fué devorado por un incendio; Un mes des-
pués y en el mismo dia ei arrabal de San
Juan fué destruido por igual desgracia. Uno y
otro fueron enteramente reedificados en menos
de tres años.
Con tanta desigualdad en su terreno, su va-
riedad en las casas, y cierta especie de gravedad
que reina en toda ella,. Quebec me ha recordado
mas de una vez el aspecto de una de las antiguas
ciudades de Francia ó de Alemania. Los viaje-
ros se distraen en la diferencia de sus calles, y
sus habitantes hablan con cierto orgullo de sus
antiguos monumentos, de su cindadela, y sobre
todo de sus cercanías. Se complacen sirviendo
de guia á los forasteros que quieren visitar unos
lugares de los que ellos se envanecen, y cuando
les conducen de roca en roca, de barranco en
barranco, estudian en el eco de su voz la emo-
ción que esperimentaUj y en sus miradas un rayo
de entusiasmo. Si no se admira lo qae ellos ad-
miran, se les causa un disgusto notable.
A proposito del amor que profesan los habi-
tantes de QtiebeC á la ciudad donde moran, me
han conta do ujia_historia jque puede reunirse á
todas esas historias de sic vos non vobis ilustra-
das por el genio de Virgilio. Uno de ellos, em- I

picado en los tpabajos de ingeniero, francés de /

oríjen, y que se llamaba M. Duberger, se habia


apasionado de tal modo por su noble ciudad, que
seresolvió á hacer un plano de ella en relieve.
—148—
Comenzada la obra, trabajo en ella durante años
enteros, con una paciencia notable y una habili-
dad poco común. Ni una elevación de terreno,
ni una pared dejaba de ser medida por él y colo-

cada en su correspondiente lugar, con la mas es-


tricta exactitud de un cálculo geométrico. De
barrio en barrio, de cuartel en cuartel, de edifi-
cio en edibcio, componer en diferentes
llegó á
separaciones que se juntaban por medio de un
mecanismo, un Q,uebec en miniatura, un Quebec
completo»
Ese largo y difícil trabajo se habia ya conclui-
do, cuando un. capitán inglés, M. By, fué á visi-
tarlo y se admiro al ver la obra. Después de
haber colmado de elogios al ingenioso artista,
preguntóle si esperaba sacar el producto que
débia darle una pérdida de tantas horas j de
tantas vigilias, empleadas en una cosa tan bella.
M. Duberger respondió que jamás se le habia
ocurrido la idea de especular en un trabajo al
que habia entregado con amor, y que habia
se
continuado con gozo; que no esperaba mas re-
compensa que ver que sus conciudadanos apre-
ciaban su obra, y poder legarla á su hijo, como
un ejemplo de su perseverancia. Pasados algu-
no» dias, M. By volvió á visitarle^ y le dijo;
"Voy á partir para Inglaterra, y estoy seguro
que vuestro plano será considerado de gi*an va-
lor en Londres. Si queréis confiármele, y per-
mitirme que disponga de él según vue&tros inte-
reses lo exijan, me obligo á obtener para vos, 6
—149—
el ascenso que merecéis por vuestro talento, ó
bien una remuneración pecuniaria."
El honrado Duberger, que ni era rico, ni dis-
frutaba mas que un modesto empleo y tenia hijos
que educar, se dejó seducir por aquellas ofertas
y las pruebas de interés de que iban acompaña-
das; envolvió las diferentes partes de que se
componia su obra, las confió á su generoso pro-
tector y empezó otra construcción mas fácil, pe-
ro menos sólida que la que acababa de abando-
nar, la construcción de mil castillos en el aire.
'
Mientras vivia entregado á sus ensueños, M.
By anunciaba en la capital de la Gran Bretaña
que él habia durante la ociosidad de la vida mi-
litar, dibujado y compuesto con todos sus deta-
lles, el plano en relieve de Quebec, y con mucha
satisfacción enseñaba las diferentes partes de
que se componia, á sus gefes, á los artistas y á
los curiosos. Sin embargo, trató de reunir todas
esas piezas para formar el conjunto déla ciudad
y por desgracia M. By, en la precipitación de su
conquista, habia olvidado aprender el mecanis-
mo inventado por M. Duberger. Pero una vez en-
trado ya en el camino de la traición, una perfidia
demás no debia detenerle. Escribió, pues, al
confiado artista de Quebec, que para obtener el
premio que él le habia asegurado de antemano,
solo le faltaba poder presentar la obra en su
unidad. A vuelta de correo, M. Duberger le
contestó dándole una estensa esplicacion, por
medio de la cual M. By logró lo que deseaba, é
—160—
invitó á todos aquellosque querían visitarsu obra
y de quienes quería ganar la^confianza y protec>
clon, para que fueran á ver su trabajo. Por es-^
ta vez vióse completamente recompensado por
su hermosa invención. Los Ingenieros alabaron
mucho sus conocimientos matemáticos, y sus
gefes le señalaron como á un oficial de un mérito
distinguido. Obtuvo inmediatamente un grado
superior y otras muchas pruebas de distinción.
Mientras él gozaba de su triunfo, el pobre
Duberger se gintió atacado de una parálisis que
pronto condujo á la tumba. ISu hijo, que igno-
le

raba que pasaba en Londres, no podía re-


lo

clamar una obra que le era tan indignamente ro-


bada. Algunos años mas tarde, M. By volvió
al Canadá con el rango de coronel, y fundó á

orillas de Ottawa una población que se llama


el Bytown (pueblo de By).
En pendiente de las colinas y en la llanura
la

donde se elevan las casas de Quebec, lo que


mas me interesaba, lo que deseaba encontrar,
eran no hay necesidad de que os lo diga los
estigios de la Francia, las tradiciones de nues-
tra historia, desde el atrevido Jacobo Quartier,
hasta el valiente é infortunado Montcalm.
En 1534, Jacobo Quartier, con dos embarca-
ciones de sesenta toneladas, esplord los Bancos
de Terra-Nova y penetro' hasta el golfo de San
Lorenzo. En el año siguiente se embarcó de nue-
vo para las mismas regiones. Esta vez, por la
protección especial de Francisco | tenia bajo sus
^151-
Ordenes tres buques, que apenas Se lüiüVtíria UÍ1

navegador de nuestros tiempos á Confesar que


fuesen suyos. El uno era la Herminia, de cien
toneladas, la Pequeña Herminia, de sesenta, y el
Emerillon, de cuarenta. En aquel tiempo se
contaba menos que ahora con la fuerza de la
carpintería náutica, y un poco mas con la gracia
de Dios. Teníanse entonces pequeños astille-
ros y pobres arsenales, pero antes de embarcar-
se, tomábase una religiosa precaución, tal como
nos la relata el honrado marino.
"El domingo de Pentecostés, dia seis del mes,
desde el comandante hasta el grumete nos con-
fesamos todos, y recibimos todos juntos á Nues-
tro Criador en la Iglesia catedral de San Malo,
después de lo que, pasamos al coro de dicha
donde el reverendo sacerdote Monseñor
Iglesia,
de San Malo' nos dio' su episcopal bendición."
El 8 de Setiembre, Jacobo Quartier, después
que hubo remontado el rio San Lorenzo, hasta
la isla de Orleans, llegó á una bahia formada por

un rio, á la cual dio' el nombre de Santa Cruz.


"Cerca de este lugar, dice él en sus relacio-
nes de viaje, hay un pueblo del que es señor
Donnaconna, que en él vive, llamado Stadaco-
né, que es una tierra muy hermosa y fértil, llena
de frondosos árboles, muchos de los cuales
son iguales á los de Francia, tales como en-

cinas, olmos, nogales, ciruelos, tejos, cedros,


viñas, espinas blancas que dan unos frutos del
tamaño de las ciruelas de Damas, y otros árbo-
les, bajo los caales crece hermoso cáñamo sin
sembrarle."
El rio de Santa Cruz, que fué el que escogió
Jacobo Quartier para abrigar en él dos de sus
embarcaciones, mientras que con el Emerillon y
algunas falúas se dirijia hacia el Hochelaga, es
el que se conoce ahora con el nombre de San
Carlos. Stadaconé ocupaba en aquelhi época
el terreno de uno de los arrabales de Quebec,
y
el señor Donnaconna era en este país el pre-
cursor de la reina Victoria.

Como al nombre de Stadaconé le ha succedi-


do al de Quebec, es una de las cosas dianas de
ocupar las veladas de un espíritu ambicioso; es
una de esas cuestiones que solo con escojerlas
indican que el que se ocupa de ellas es un hom-
bre líe raza científica, y cuyo estudio terco pue-
de conducirle triunfante, con una gran lista de
dilemas y un amalgama de citas, hasta el seno
de la academia de inscripciones y bellas letras.
Desde que estoy en el Qanadá, no os he dicho
ni una sola palabra de su origen, otro problema
que pudiera dar lugar á muy bellos argumentos,
y ocupar orguilosamente todas las páginas de
un volumen in folio. ¿Perderé vuestra estima-
ción si os confieso que no me siento
con valor
para arriesgarme en tan espinosa materia,
y que
prefiero al laurel inmortal que pudiera
recojer
con este trabajo, el estéril placer de contemplar
las aguas del San Lorenzo, plateadas por los ra-
yos de la luna?
—153—
Sin embargo, y para probaros que no soy tan
ignorante como mis confesiones pudieran hace-
ros creer, os diré con mucha brevedad lo que pu-
diera ocupar muchas páginas.

Con respecto al Canadá, el padre Hennepin y


la Potherie, nos cuentan, que habiendo sido
unos españoles los primeros que llegaron á es-
tas tierras, al ver sus incultos campos y sus frias

montañas, dierónle el nombre de: Cabo denada,


y según nuestra costumbre de alterarlo todo,
pronto le llamamos nosotros Canadá. Otros es-
critores sostienen que este nombre se diriva de
la palabra india Kauata, que significa: grupos de

cabanas. Siéntome inclinado á creer esta últi-


ma hipótesis, pero otro sabio me deja algunas
dudas: padre Duvreux (Creusius), que se ocu-
el

pó de nuestra colonia, desde su fundación, dice:


De etymologia vocis Canadá, nihil satis potui com-
perirc (nada puedo esplicar con bastante exac-
titud sobre la etimología de la palabra Canadá.
El partido mas sabio será seguir este último pa-
recer.

En cuanto á la etimología de la palabra Que-


bec. La Potherie nos cuenta que, después de ha-
ber pasado la isla de Orleans los marineros de
Cartier, al distinguir un cabo muy elevado, es-
clamaron: ^uel bec ó que bec (que pico), en su
dialecto normando, y que de eso viene el nombre
de nuestra antigua capital canadiana.
Charlewix tiene otra opionion, que justifica
con detalles topográficos. Quebec, dice él, es-
—1 Sa-
ta colocado sobre el rio mas navegable del Uni-
verso. Pero mas allá de la isla de Orleans, se
estrecha de repente de tal modo, que esa estre-
chez ha hecho dar á ese lugar el nombre de
Quebec, que, en lengua algonguina, significa
acortamiento. Los abennaquis le llaman Quebec,
que quiere decir lo que está cerrado^ porque por
la entrada del pequeño rio llamado la Caldera,

por donde aquellos salvages iban á Quebec. des-


de el vecindario de la Acádia, la punta de Levy
oculta enteramente el caual del Sur, la isla de
Orleans, oculta la del Norte, de modo que. el
puerto de Quebec no parece desde allí mas que
una grande bahía.
Ya tenéis bastante, me parece, acerca de la
formación de estos dos nombres; concluyo con
mi paréntesis erudito, y vuelvo á seguir mi re-
lación.

El Canadá, del cual Quartier en sus descrip-


ciones reveló su estension y recursos, no sirvió
en su principio mas que para abastecer de pie-
les á ciertas sociedades comerciales. Ni un en-
sayo serio de colonización se hizo, y al principio
del siglo XVII, abandonáronle para dirijirse ha-
cia las playas mas temperadas de la Acádia (hoy
la Nueva Escocia). M. de Monts, getilhombre
ordinario de la cámara del rey, habiendo obte-
nido el privilegio esclusivo del tráfico desde
Terra-Nova hasta el grado cincuenta de latitud,
equipo', con ayuda de algunos negociantes, cua-
tro buques, partió con Champlain y con M. de
—155-
Poitraincourt, uno de los hijos de esa valerosa
nobleza francesa, cuyo blasón se fornno' en los
campos de batalla, cuyo nombre se encuentra
en todas las. épocas, en la historia de nuestras
obras memorables.
La flotilla salió' del Havre en 1604, costeo' la
líasi isla acadiana hasta la bahía de Fundy, y
entró en una vasta hoya rodeada de risueñas co-
linas. El barón de Poitraincourt obtuvo lacón
cesión de esa rada, y formó en ella un estable-
cimiento, al nombre de Puerto-
cual le dio el
Real (actualmente Annapolis). De Monts con-
tinuo su derrota con Champlain, descubrió el
rio San Jnan, y una pequeña isla, á la que dio el
nombre de Santa-Cruz, (hoy Boom Island) y fi-

jó en ella su colonia. El cultivo de la tierra, y


el comercio de cambio con los indígenas, que
recibieron amigablemente á nuestros compatrio-
tas, parecia asegurar el éxito de esa nueva es-
pedicion. Gracias á y actividad
la inteligencia

de Lescarbot, que dirijia con sus consejos á la


colonia, y les animaba con su ejemplo, el esta-
blecimiento de Puerto-Real, al cabo de dos años
de trabajo, estaba en buen estado y prometía
mucho, cuando de repente se sintió herida de
dos golpes mortales. Todas las pieles que ha-
blan reunido, les fueron robadas por los holan-
deses. Al mismo tiempo, habiendo los nego-
ciantes de San Malo, obtenido la revocación del
privilegio acordado á 31. de Monts: fué preciso
abandonar una empresa de la cual podian espe-
rar unosjesultados muy felices.
—156—
Sin embargo, Poitraincourt no era uno de esos
hombres que se dejan abatir por un primer con-
tratiempo. De regreso á Francia, se asocio' con
ricos comerciantes de Dippe, y en 1610 volvió á
partir para la Acádia, con artesanos y cultiva-
dores.

El asesinato de Enrique IV volvió á destruir


sus Los jesuítas obtuvieron de
esperanzas.
Conciní, todo-poderoso ministro de María de
el

Médicis, una orden que mandaba á Poitraincourt


admitirles como misioneros en su colonia. Al
saber esta noticia lo» comerciantes protestan-
tes, con quien estaba asociado, rompieron su
contrato. Reemplazóles empero la marquesa
de Guercheville, que hizo armar á sus costas un
buque para los jesuítas, y dio el mando á M. de
La Saussaye.
Por nuestra desgracia, Inglaterra, que con
mucho dolor veia nuestra conquista del Canadá
no estaba dispuesta á ver tranquilamente que
conquistáramos la Acádia, y reclamó aquel pais

hasta los cuarenta y cinco grados de latitud. A


causa de esta pretensión, el capitán Argalt, des-
pués de haberse apoderado del pais en que ha-
bía desembarcado La Saussaye, y haber hecho
prisioneros o' dispersado sus soldados, partió con
tres buques y fué á desvastar el establecimiento
de Santa Cruz, y después el de Puerto-Real.
Poitraincourt, desanimado con esta última catas
trofe, se retiró á Francia, donde le mataron al

pié de las murallas de Chateau-Thierry, en tiem-


—157—
pq de las revueltas que estallaron CDívnilo el ea*
Sarniento del rey.
Durante este tiempo, Champlain volvió al Ca-
nadá. En 1608 construyo la primera habi-
tación francesa de Quebec; un buque de dos
puentes rodeado de fosos, servia á un tiempo de
arsenal y de cuartel á los trabajadores y á los
soldados. Doce años mas tarde, coloco' allí los
primeros fundamentos del castillo de San Luis,
que era la residencia del gobernador, y que en
1834 fué devorado por un incendio.
En el mismo año, los recoletos, que fueron los
primeros misioneros que salieron de Francia pa-
ra predicar el catolicismo entre los salvajes,
construyeron un convento á orillas del rio San
Carlos. El pueblo de Quebec, se componía en-
tonces de cincuenta europeos. Pero tal era el

espíritu de devoción en Francia, dice M. Gar-


neau, que distintas ordenes religiosas lograron,
por medio de los donativos de los devotos, cons-
truiren medio de los bosques del Canadá, que
debieron descuajar ellos mismos, vastos estable-
cimientos de educación y beneficencia, que aun
hoy mismo honran al país. La diferencia de
caracteres del pueblo inglés y el pueblo francés,
se distinguía visiblemente en las regiones ame-
ricanas,por el contraste de sus instituciones.
Mientras nosotros construiamos conventos, los
Massachussets construían navios que debian co-
merciar con todo el mundo.
Por primera vez se trabajó con bueyes el sue-
14
—158—
lo canadiano, en 1628. Hasta esa época, la ma'
yor parte de nuestros colonos no habían hecho
mas que comerciar en pieles.
Pero, ¿qué podía hacer Chaníiplain, con todo
su valor y su inteligencia, en el completo aban-
dono en que le dejaba la Francia, en medio de
tantos obstáculos que le rodeaban, y entre tan-
tos peligros que sin cesar le amenazaban?
Estalló de nuevo la guerra entre la Francia y
la Inglaterra, y mientras que el soberbio Buckin-

gham iba ala Rochela á socorrer á los hugonotes,


la Inglaterra lanzaba de un solo golpe diez
y
ocho embarcaciones contra nuestras posesiones
de América. Un calvinista francés, David Kert,
de Díeppe, se encargo de tomar Quebec. Lle-
gado Todoussac (1) escribid á Champlaiíi di-
á
ciéndole que estaba enterado de las privaciones
que sufría su colonia y que, colocado á la entra-
da del rio, detendria cuantos socorros le manda-
ran; por cuya razón le aconsejaba que capitula-
ra. Champlain respondió á su carta con tanto
orgullo, (jue, Kert, creyéndole mejor armado, y
rico en provisiones, no se atrevió á atacarle.
La pequeña ciudad de Quebec sufría sin em-
bargo una completa escasez. Estaban reduci-
dos sus habitantes á una ración de siete onzas
de pan diarias, y en los almacenes no tenían
mas de cincuerita libras de pólvora.

(1) Está en la desembocadura dol Saguenay, en el

San Lorenzo,
—159—
Un convoy que les llegaba, bajo el mando de
un buen capturado por M. de Kert.
oficial, fué

Ya no debia esperarse otra cosa de Francia du-


rante muchos meses, y era preciso pasar el in-
vierno. Champlaia compro pescado á los indios,
y envió á las tiendas de los salvajes una parte
de sus soldados para que custodiaran los ví-
veres.
El invierno fué crudo y largo, y mucho sufrie-
ron nuestros colonos, pero Champlain sufria co-
mo elios, y les daba el ejemplo de la resigna-
ción. En* cuanto la nieve empezó á fundirse,
los pobres colonos fueron á los bosques en bus-
ca de raices con que satisfacer su hambre. Es-
peraban buques de Francia, y sus ojos se diri-

jiau continuameíite hacia el golfo. Por fin, un


dia, la población entera esclamo' contenta: Una
vela! una vela! a* sail! a' sail! Hé ahí el deseado
socorro! Hé ahí la bandera de la patria! Hé
ahí el fin de tan amargos Mas; ¡ay! ese
dolores!
estandarte es el de los enemigos! Esos tres na-
vios que surcan las olas mas allá de la punta de
Levy, son los de Kert, que como un buitre ham-
briento cae sobre su inerme presa.

Toda tetitativa de lucha era imposible; fué


preciso entregarse. Quebec no tenia mas de
cien habitantes. Tan poco conocieron en aque-
llos tiempos los consejos del rey la importancia
del Canadá, que al reclamarlo á los ingleses,
Luis Xin obedecía menos á una idea de interés
material, que á un sentimiento religioso, al pia-
—160—
doso deseo de propagar en estas tierras lejanas
la enseñanza del catolicismo. Los ingleses de-
volvieron Quebec en 1632; Champlain volvió
con muchos sacerdotes.
Sobre las pendientes, salvajes aún, del Cabo
Diamante, un jesuita, hijo del marqués de Ga-
mache, construyó un colegio; la duquesa de Ai-
guillon fundó un hospital en el mismo lugar, y
una joven viuda, la señora déla Peltrie, esta-
bleció en él un convento de Ursulinas. En Que-
bec, corno en Montreal, nuestra colonización se
formaba con el oro de las obras de beneficencia.
En 1657, las inmensas regiones señaladas con
el nombre de Nueva Francia, se erigieron en vi-

cariato apostólico; tres años después en obispa-


do. El primer obispo de Quebec fué un hom-
bre de un alto nacimiento y ardiente piedad;
M. de Laval Montmorency; fundó éste el semi-
nario Quebec, dotóle de muchos dominios
de
que compró con sus propios caudales, y le
unió á la comunidad de misiones estranjeras
de Paris.
No quiero daros todos los pormenores de la
historia de nuestra colonia, desde esta época
hasta la guerra de los años, triste y puni-
siete

ble historia de querellas religiosas, de rivalida-


des de poder, entre los obispos y los gobernan-
tes, y de incesantes luchas contra los
indios y

los ingleses; tnste historia ensalzada sin embar-


go con altos hechos de armas y brillantes em-
presas, ilustrada por ios viajes de nuestros mi-
—161—
sioneros-canadianos, que por el Norte, descu-
brieron Sagueriay, y se avanzaron hasta la

bahía del Hudson, y por el Sur, fueron por los


lagos hasta el valle del Mississipí, y dotaron
nuestro país con la magnífica comarca de la Lui-

siania,que no hemos sabido guardar.


Todas esas batallas en las cuales los habitan-
tes del Canadá suplían con su valor su debilidad
numérica, todas esas nuevas esploraciones en
las cuales nuestros misioneros tomaban posesión
de nuevos dominios, en nombre de la cruz y del
rey, irritaban mas y mas á los ingleses, y ardian
cada dia en nuevos deseos de tomar d arruinar
nuestra colonia. No les faltaba mas que una
ocasión favorable para echarse con las armas en
la mano sobre el Canadá; la guerra de 1741 les
dio esta ocasión. Esa guerra hizo estallar las
comprimidas pasiones de las colonias inglesas
de la América, contra los canadianos, pasiones
que exaltaron al mismo FrankUn, que dijo:
**Ningun descanso gozarán nuestras trece colo-
nias, mientras los franceses posean el Cana-
dá." Esa guerra, que sostuvo la Inglaterra con
todas sus fuerzas, apenas fué interrumpida en
América por el tratado de Aix-la~Chapelle.
Bien pronto se revivificó con nuevo ardor; llevó
las tropa:^ing!esas á las puertas de Quebec, y
les entregó el Canadá.
Antes de llegar á tan fatal conclusión, deteneos
un poco observando los sucesos que la han pre-
cedido. Vuestro corazón se sentirá lastirhado al
—162—
considerar cuánto sufrieron nuestros conciuda-
danos en esa larga lucha, y la heroica constan-
cia que en todos tiempos desplegaron.
No temo decir que la historia de nuestras úl-
timas batallas en el Canadá, es una de las mas
gloriosas páginas de nuestros anales militares,

y que tal vez nunca se ha visto una población


tan escasa sostenerse con tanto valor, durante
muchos años, contra tan considerables ejércitos,

y ganar tantas victorias.


Para apreciar el valor de los canadianos en
las campañas de 1757 y 1758, es preciso espli-
car cuáles eran sus recursos y cuáles las fuer-
zas de sus adversarios. Mientras que para des-
truir la dominación de la Francia en América,
lord Chatham armaba los mas grandes navios y
reunía en las fronteras del Canadá un ejército
de sesenta mil hombres, el ministerio francés re-
cibía con impaciencia los partes de Vaudreuil y
de Montcalm, que le pedian los socorros indis-
pensables, y respondía muchas veces á sus fra-
ses alarmentes, con irias observaciones. Muy
á menudo sé quejaba del número crecido de dine-
ro que debia enviar. "En los tiempos ordina-
rios, decia, el Canadá .no costaba á la Francia
mas que un millón y doscientas mil libras por
año. Desde que se rompieron las hostilidades,
los gastos han ido subiendo hasta seis, siete y
ocho millones." Y el sabio ministerio se puso
á calcular y discutir cada artículo de gastos, y
por fin, un día, y durante los últimos momentos
—loa-
de crisis, dirijio al goberiíador de Q-itebec esta
carta increíble:
„Mucho sieato deberos manifestar que ningu-
nas tropas de refuerzo debéis esperar ya; ade-
mas de que aumentarian la escasez de los víve-
res, escasez que harto cotioceis ya, es de temer
que los ingleses les interceptaran el paso; y co-

mo el rey no pudiera mandaros un socorro pro-


porcionado á las fuerzas de los ingleses, todos
los esfuerzos que se hicieran aquí, solo servirían
para escitar al ministerio de Londres á reunir un
número mayor que le permitiera guardar siem-
pre la superioridad que ha adquirido en esa par-
te del continente."
¿Y qué, no os sentís avergonza dos al leer esta
carta? ¿Os parece posible que haya podido en-
contrarse en nuestro orgulloso país un consejo
de ministros que la dictara y un secretario de
estado para firmarla?
De cuando en cuando y como por favor, se
expedían á nuestra colonia uno d dos buques con
algunos centenares de hombres y algunas provi"
sienes. Luego el rey recibía al levantarse á los
señores cortesanos cubiertos de bordados, y ma-
'dame de Pompadour oía con benévola sonrisa los
versos floridos de M. de Berní.
En vano el mariscal de Belle-lsle insistió' pa-
ra que se hiciera pasar al Canadá un cuerpo de
ejército, compuesto en su mayor parte de los
gentilhombres que querian defender nuestras po
sesiones contra los americanos; respondieron á
--164—

sus instancias que los medios de transporte eran


'demasiado caros, y que estaba el tesoro agota-
do. ¡YergOMZOSo tiempo de intrigas de tocador
y de corrupción! El precio que costaban algu-
nas fiestas de Versalles hubiera bastado para
dar considerables refuerzos á loa batallones que
tan valientemente sostenían el honor de nuestra
bandera, y quizás para salvar nuestra colonia.
Durante tan indigno abandono, el ejército que
debia defender nuestras fronteras y muchos cen-
tenares de leguas de terreno con tra las fuerzas
reunidas de Inglaterra y sus colonias america-
nas, se componian de tres mil hombres de tro-
pas regulares, de tres mil canadianos y de mil
seiscientos á mil¿ochocientos salvajes, que per-
tenecían á treinta y dos tribus diferentes, enemi-
gos de la disciplina y difíciles de gobernar.
Para formar semejante ejército, fué preciso
arrancar al artesano de su taller, al jornalero de
sus tierras. El trabajo de la tierra, que estaba
ya poco adelantado, fué completamente abando-
nado en diferentes puntos, y como las provisio-
nes que llegaban de Francia eran sumamente es-
casas, las privaciones se juntaban á la guerra,
para acabar de desolar el país y abatir á nues-
tros soldados.
Cuando el gobernador llamo en su ayuda á
los canadianos, acudieron á su llamamiento au-
dazmente, abandonaron sus familias y la mayor
parte de su cosecha, y se alimentaron de maíz
y de legumbres.
—165—
En 1757, era tan grande la escasez, que los
habitantes de la ciudad fueron pnestos á la ra-
ción de cuatro onzas de pan por dia. Ilnhiendo
faltado la cosecha en el año siguiente, hubo
parroquias en las que falto la semilla para la
siembra. Disminuyéronse las raciones de las
casas religiosas y de los hospitales; los soldados
se dispersaron por las campiñas creyendo encon-
trar en ellas los alimentos que les faltaban en la
ciudad, y el intendente hizo comprar toneles de
bacalao y mil docientos caballos para matar el
hambre, reemplazando así la falta de harina. En
el mes de Abril del mismo año, la ración de los

habitantes de Quebec era de dos onzas de pan


por dia, y ocho de tocino o de bacalao.

Para colmo de miseria, el gobernador y el ge-


neral vivian sej)arados el uno del otro por cier-
ta desconfianza y enemistad,'y el intendente Bi-
got, encargado del manejo de las compras y de.
los caudales, empleaba en satisfacer sus volup-
tuosos caprichos el dinero que hasta en sus mas
mínimas sumas debia emplearse religiosamente
al socorro de tantos sufrimientos.
Nada faltaba á nuestros soldados para ener-
var sus brazos, desalentarles completamente, y
hacerles odiosa una luíjha, en la que estaban en-
tregados sin socorro á un enemigo tan formida-
ble. Pero sosteníales su patriotismo; marcha-
ban con valor al encuentro de las tropas ameri-
canas, y se cubrían de gloria.
En la batalla de la Monongahela doscientos
—166--
treinta y cinco canadianos, bajo las ordenes de
Beuajeu, derrotaron una fuerza seis veces ma-
yor,mandada por Braddock: quedaron en el
campo de batalla ochocientos ingleses. Entre
ellos habiael generaly sesenta y tres oficiales.
Washington, que reunió los restos de aquella
columna, escribió: "Hemos sido vergozosamen-
te derrotados por un puñado de franceses que
trataban de inquietarnos en nuestra marcha. Po-
co tiempo antes de la acción, creiamos que nues-
tras fuerzas igualaban á todas las del Canadá:
sin embargo, y contra toda probabilidad, hemos
sido completamente derrotados, y se ha perdido
todo."

En el mes de Marzo de 1756, M. de Levy se


apodero con algunos centenares de hombres, de
un fortin considerable, conocido con el nombre
de fuerte de Bull, empalizado y lleno de tro-
neras.

En mes de Agosto del mismo año, M. de


el

Montcalm hizo capitular el castillo de Oswega,


defendido por diez y ocho cañones, quince mor-
teros,y mil ochocientos soldados.
El año siguiente, el mismo Montcalm obligo
también á capitular la cindadela de W. Henry,
con dos mil cuatrocientos soldados, y derribó
las murallas del campo atrincherado de la mis-

ma fortaleza.
El 8 de Julio de 1758, el general Abercrom-
by ataco' con un ejército de diez y seis mil hom-
bres el fuerte de Carillón, donde se habia atrin-
—167—
cherado Montcalm con tres mil seiscientos sol-

dados. Todas las fuerzas y todo el orgullo de


Abercromby no pudieron ganar unas cuantas
palizadas, que fueron incendiadas mas de una
vez durante la acción por el fuego de sus bate-
rías. Después de un combate de seis horas, se

retiró, dejando sobre el c^mpo ciento veintiséis


oficiales muertos o heridoS; y dos mil soldados.
Esos combates admirables, esas victorias in-
mas que acrecer la firme re-
creíbles, no hacian
solución que habia formado el gobierno inglés de
robarnos el Canadá. Antes ó después debíamos
sucumbir en una lucha cuya desigualdad aumen-
taba aún en medio de nuestras victorias. La
menor pérdida que esperimentábamos, nos cau-
saba un deplorable vacío en nuestras filas, mien-
tras que las pérdidas mas numerosas de los in-
gleses se veian pronto reparadas con nuevas
fuerzas.
A fines xlel año de 17.58, el gobernador escri-
bió al ministerio, que los enemigos se proponían
sitiar Quebec en el año siguiente; al anunciarle
esta noticia, que desgraciadamente era harto
verídica, pintábale muy tristemente nuestra si-

tuación.
»*Tenemos, decía ti, diez mil hombres única-
mente, que puedan oponerse á los enemigos, y
no podemos contar con los habitantes. Están
estenuados por las marchas continuas; sus tier-

ras no están cultivadas mas que á medias y sus


casas medio arruinadas. Están sin cesar en
—168—
campaña y abandonando siempre á sus esposas
é hijos,que se quedan sin pan con que aplacar
su hambre. En este ano no tendremos consecha,
porque faltan cultivadores.
Pintado este doloroso cuadro, el gobernador
pedia soldados y víveres. El comisario de guer-
ra decia al ministro en un parte: "Actualmente
tiene la Inglaterra mas tropas en movimiento,
que habitantes el Canadá, comprendidos los an-
cianos, las mugeres y los niños. ¡Co'mo poder
resistir!

M. de Montcalm por su parte escribía, que á


menos de una fortuna inesperada, los ingleses
se apoderarían del Canadá en el año de 1759. M.
de Bongainville partió' para Francia con el fin

de esponer verbalmente al ministerio los peli-

gros que amenazaban Canadá, y hacerles ver


el

la necesidad de procurarle un pronto socorro.


Todas estas providencias fueron inútiles. La
Francia no mandó ningún apoyo, y así como lo

habia predicho M. de Vandreuil, los ingleses si

tiaron Q,uebec en el año siguiente.


Una escuadra de veinte navios de línea y vein-

te fragatas, remonto' el no hasta la isla de Or-


leans, y treinta mil hombres se colocaron en-
frente de la ciudad.
El joven y valiente general Wolfe, á quien se
habia confiado especialmente el ataque de Que-
bec, decia al partir para su espedicion: "Si Mont
calm resiste aún á nuestros ataques, pasará por
un hábil oficial; y, 6 bien nuestros generales se-
rán peores de lo que acostumbmft, ó l:i colonia
contará con recursos que le ignoramos."

Los recursos eran empero poco considerables.


Reuniendo los habitantes de las canapiílas á los
de la ciudad, llegóse á formar un cuerpo de tre-
ce mil hombres. Era sin embargo mas de lo que
esperaba Montcalm. *'No se contaba, dice un
testigo ocular, con un ejército tan numeroso,
pues no se creia reunir un número tan grande
de canadianos. Se habia tratado de reunir solo
los hombres que se hallaban en estado de poder
soportar las fatigas de la guerra, pero reinaba
en pueblo un entusiasmo tan grande, que se
el
presentaron en el campo viejos octojenarios y
niños de doce años los cuales no quisieron apro-
vecharse de la escepcion en que por su edad se
les habia colocado. Jamas subditos ningunos
merecieron mas dignamente el aprecio de su so-
berano, ya por su constancia en el trabajo, ya
por la paciencia con que lucharon contra las pe-
nas y las miserias que fueron tan estremas: esta-
ban espuestos en el ejército á toda clase de con-
tratiempos."

Todavía por esta vez la fortuna les fué favora-


ble. Wolfe bombardeo é incendió con una
crueldad indigna de su noble carácter, las calles
de Quebec, y asoló' los campos. Pero fué inú-
til todo, y sus navios, cañones y ejército, solo

sirvieron como testigos de la inutilidad de sus


esfuerzos. Era tan grande el orgullo de este

13
—170—
general, que de resultns de su derrota en Mont-
morency cayo gravemente enfermo.
Sus tenientes lograron sin embargo infundirle
algún valor; y le convencieron de la inutilidad
del plan de campaña que habia adoptado, acon-
sejándole queremontara la orilla derecha del rio
San Lorenzo, y de allí entrara otra vez en la ori-

lla izquierda para tomar las llanuras de Abra-


ham.
Siguió este consejo, y el 7 de Setiembre sus
navios, cargados de tropas, fueron á anclar al Ca-
bo Rojo. El dia 13, en una noche oscura, esas
mismas tropas bajaron con el reflujo de la marea

toda la orilla. Algunas horas después, se for-


maron en batalla en las llanuras de Abraham.
Por una deplorable fatalidad, Montcalm acababa
de retirar un batallón que hasta entonces habia
permanecido allí, y que hubiera podido impedir
el desembarque. Encontrábase en aquél mo-
mento en el pueblo de Beauport, con seis mil
hombres, y recibió un parte de M. de Vaudreuil
anunciándole el nuevo movimiento de los ingle-
ses. Creyó que no era mas que un cuerpo insig-
nificante, púsose á la cabeza de un corto número

de hombres, partió precipitadamente, y á las


ocho se encontró cara á caríi con los ingleses.
Sus oficiales le aconsejaron que no tan pronto
entrara en acción, y el gobernador le rogo tara-
bien que esperara hasta haber reunido todas sus
fuerzas; pero arrastrado por su carácter impe-
tuoso y sin dar á sus tropas el tiempo necesario
-ñi-
para descansar, se puso en marcha. No habian
andado aún cuarenta pasos, cuando una descar-
ga cerrada de los enemigos llevó el desorden á
sus filas. Wolfe, que les habia dejado acercar,
tomó la ofensiva, y cayó en aquel mismo instan-
te herido en el puño y en el pecho. Lleváronle
á alguna distancia del campo de batalla mientras
sus soldados, ejecutando las evoluciones que él

habia mandado, cargaban á la bayoneta. Uno



de sus oficiales que estaba á su lado, gritó: Ya
huyenl — Quiénes? pregunto' d moribundo gene-
ral. — Los franceses.— Tan pronto? Entonces
muero contento.
Y espiro.
Mientras Montcalm trataba de reunir sus sol-

dados, recibid dos heridas; una tercera le tum-


bó del caballo. Lleváronle á la ciudad, y toda-
vía vivió el tiempo suficiente para saber la der-
rota de nuestro ejército.
Yo he visitado ese funesto campo de batalla
con M. Garneau, el joven y sabio historiador del
Canadá, que me enseñaba los puntos principales,
esplicándome al mismo tiempo los diversos mo-
vimientos que se habian ejecutado. Cuando
desde este campo contemplaba el largo curso
del rio San Lorenzo, las risueñas orillas y el in-
menso espacio que desde el Cabo Rojo se ofre-
ce á la vista, sentíame profundamente conmovi-
do al considerar que todo nos habia pertenecido,
y que ahora lo hemos perdido ya para siempre.
Montcalm fué enterrado en el convento de las
—172—
Ursulinas; su cabeza se guarda en una urna. En
el paseo de Q,aebee se eleva un obelisco, en el
cual están grabados su nombre y el de Wolfe.
El gobernador Dalhouise fué quien tuvo la ge-
nerosa idea de consagrar un mismo monumento
á la memoria de esos dos valientes soldados,
que vivieron ocupando un mismo destino, y mu-
rieron el uno al frente del otro, heridos por la
misma muerte.
Después de la pérdida de Montcalm, Quebec
capituló. El Canadá no se habia sin embargo
conquistado aún. M. de Vaudreuil se reunió en
Montreal con las tropas mandadas por M. de Le-
vy. 8i el ministerio hubiera querido apoyar á
ese oficial, que merece por su valor un lugar en
nuestros anales, los ingleses hubieran podido ser
arrojados del punto de que se habian apodera-
do. Pero mientras que la Inglaterra recibia con
entusiasmo de la toma de Quebec,
las noticias

y hacia animosa nuevos esfuerzos para consu-


mar su obra, la Francia mandaba cuatro cientos
hombres al Canadá.
Pespues que M. de Levy hubo pasado el in-
vierno en Montreal, partió de allí á principios
de la primavera para atacar Quebec, con siete
mil hombres, y se apoderó del Cabo Rojo. El
28 de Abril destrozó el ejército del general
Murray, y empezó el sitio de la población en
que éste se habia atrincherado después de su der-
rota, y desde cuyo punto espedía partes por to-
dos lados pidiendo socorros. Estos llegaron en
—173—
numero suficiente, para que M. de Levy que te-

nia algo escasas las municiones, no se arriesga-


ra tan audazmente. Retiróse al lago Champlain,
donde teníamos aiín algunos centenares de hom-
bres, y recorrió el país exhortando y animando á
todos sus habitantes.
Sin embargo, tres ejércitos ingleses dirijiánse
sobre Montreal; tres ejércitos contra los cuales
esa población no podia oponer mas que unas dé-
biles murallas de dos ó tres pies de espesor, y
unos tres mil combatientes, que no tenian víve-
res mas que para quince dias.

Fué preciso entregarse, á pesar de querer M.


de Levy retirarse á la isla de Santa Elena (1)
con el objeto de defenderse hasta el último tran-
ce. El y de Septiembre capitulo' Montreal, y el
mismo dia los ingleses enarbolaron allí su ban-
dera.

Después de la pérdida del Canadá, el ministe-


rio francés no pudo dar mas queuna satisfac-
cien al público. Formo' un proc eso criminal con-
tra M. de Vaudreuil, y condeno al indigno inten-
dente Bigot á destierro perpetuó. M. de Levy
fué nombrado gobernador de la provincia de
Artois, y luego mariscal de Francia. M. de Bou-
gainville, que durante los mas graves dias de
peligro para el Canadá, fué el comisionado para
ir á Paris y solicitar del ministerio socorros pa-

! „^, ", I
! _. t. !
(1) En el rio San Lorenzo, frente de Montreal.
-174-
ra la colonia, es el sabio marino distinguido poi"

su viaje al rededor del mundo. De regreso á


Quebec, mientras eorabatia bandera
bajo la
francesa, hubiera podido ver pasar sobre uno de
los navios de Wolíe, á otro oficial inglés destina-
do como élá tan grandes aventuras; Cook, el
célebre Cook. Los dos mas célebres marinos
del siglo XVIII se hallaban á un mismo tiempo
bajo las murallas de Quebec.
M. de Garneau tuvo bondad de acompañar-
la

me con M. Faribault
su escalente conciudadano
á un campo de batalla que me recordaba mejo-
res sucesos que aquellos de la llanura de Abra-
ham. Alo largo de la costa en que, en perjuicio
suyo, hizo su primer desembarque Wolíe, existe
hoy el pueblo de Beaufort, alegre población
que de cercado en cercado, de jardín en jardin,
y por medio de una larga línea de casas de cam-
po, se estiende hasta la cascada de Montmo-
rency.

Esta cascada es tan ancha, tan grande, que


desde la punta de su hoya de roca, cae de un so-
lo chorro á la profundidad de doscientos cincuen-
ta pies: no me ha parecido empero tan grandio-
sa como yo me la habia figurado. Quizás los
recuerdos de las cascadas de Suiza y de Norue-
ga disminuían ámis ojos su elevación, d quizas
de algunos escritores, en la que
la descripción
se exageraba su belleza me la presentaban
,

menos imponente de lo que es en realidad. Pe-


ro aquello de que hablan muy poco los viajeros
y que mas me sorprendió, fué e! cdniirable cua-
dro que rodea aquella grande cantidad de olas
impetuosas. Vénse por una parte colosales
abetos inclinando sus ramas sombrías hacia las
espumosas aguas, y por la otra, el aspecto má-
gico de la bahía y del rio, de la isla de Orleans,
y de las montañas, que á lo lejos se pierden por
el Norte como una reunión de lejanas nubes.
Para el que lleva consigo un recuerdo de la
Francia, el aspecto de esos lugares es mas inte-
resante. Allí, al ruido de aquellas mugidoras
aguas, nuestras soldados destruyeron todavía
una vez á los ingleses. Para un último triunfo
no podian desear un teatro mas grandioso.
Después del dibujo que acabo de trazaros de
la historia de Quebec, siquiera para que tuvie-
ra un carácter regular, á falta de otro mérito,
debiera continuarla. Pero os confieso que á mi
modo de ver la historia del Canadá no ofrece
mas que dos épocas interesantes; la del descubri-
miento y esploracion de este país, y la de la lu-
cha contra el coloso inglés. Mas tarde, la poe-
sía de unos viajes como el de un Cartier y el de
un Champlain, las peligrosas aventuras de nues-
tros misioneros, y las diversas peripecias de una
guerra que muy á menudo tiene toda la mages-
tad de una epopeya antigua, y esa poesía de las
primeras capillas haciendo vibrar sus campanas
en medio de un bosque, desaparece ante el pro-
saico debate de \a.t cuestiorjes materiales, y se
sepulta entre los polvorosos legajos de losabo-
—176—
gadosj y los cíecfeíos de ana chancillería. ¿No
os parece que los gobiernos constitacionales,
con sus torrentes de palabras, son muy fastidio-

sos,y no os parece también que en este tiempo


de perpetuos descubrimientos, nacerá algún hom-
bre de ingenio que inventará otra forma de ad-
ministración mas tranquila y mas agradable?
El heroico Canadá cayó al derrumbarse bajo
el peso del régimen bureoerático, como verdade-
ra población de mercaderes. No creo que os
divirtiera mucho contándoos de qué modo se
discute aquí sobre los impuestos y sobre la res-
ponsabilidad de los ministros; cuántos oradores
se disputan el derecho de esponer sus ideas lu-
minosas hablando de la fundación de una escue-
la, o de la construcción de un ferro-carril; quién

se envanece de tomar en la tribuna, quién se vé


acusado de haberse vendido á la admmistraocin.
Los mismos sistemas crean las mismas aberra-
ciones, y sin salir de vuestro salón, podéis ver-
ese cuadro de las modernas locuras humanas,
en una escala mayor.
Únicamente os diré que después de ladomi-
nación inglesa, Quebec ha adquirido, asícomo
Montreal, un desarrollo muy gnunde. En 1763
solo se contaban en esa ciudad siete mil habi-
tantes. Hoy, según la ultima estadística, con-
tiene cuarenta y cinco mil seiscientos, de los cua-
les veintisiete mil son canadianos-franceses, y el
resto ingleses, escoceses é irlandeses. De esos
cuarenta y cinco mil seiscientos individuos,
—177--
treinta y seis mil cuatrocientos pertenecen á la
religión católica. Los denias se divideu en unas

diez o doce sectas diferentes, tales como la epis-

copal, la anabaptista, los metodistas de Wesley,


y otras por el mismo estilo.

Como veis según estos datos, la población


francesa y católica es la que lleva la mayoría.
Quebec, por su posición en la estremidad del
país,ha conservado mejor que Montreal las cos-
tumbres y tradiciones de Francia. Su carácter
se destingue por su política francesa, de la cual
mas de un escritor inglés ha hablado elojiándola
mucho, y por su inclinación á las bellas letras,
que fueron nuestra gloria, y que son aún la luz
que brilla entre las sombras de nuestra política.
Los establecimientos de educación datan de la
fundación de nuestra colonia. La imprenta so-
lo se estableció en el Canadá muy tarde. ¡Co-
sa estraña! La primera obra que se imprimió
aquí, no fué como en Europa, ni un devociona-
rio, ni un libro de leyes d de leyendas; fué un
periódico. Evidentemente estaba el Canadá
destinado á esperimentar como nosotros los tem-
pestuosos tormentos del amor de los periódicos,
y los esperimentó. La peqtieña población de
Trois-Rivieres, tiene su periódico; la no menos
pequeña de San Juan, también; la ciudad de
Montreal tiene ocho; Quebec otros tantos, sin
contar con la Abeja del pequeño seminario, re-
dactada é impresa al lado del salón de estudio,

y publicada en dias fijos por los discípulos de


segunda clase y de retórica.
—17S—
Quebec tiene mas que Montreal algunos poe-
tas, un historiador de gran mérito, M. Garneau,
un bibliógrafo, que se dedica sobre todo á la bi-
bliografía de las regiones americanas, M. Fari-
bault, y una sociedad literaria que ha formado
un gabinete de historia natural, un museo cana-
diano, y una biblioteca.

El gran seminario, fundado por M. Laval, y


menos rico que el de Montreal, ha formado tam-
bién una colección de mineralogía, un hermoso
gabinete de instrumentos de física, y una biblio-
teca de mil doscientos volúmenes, lo que no es un
pequeño tesoro en un país donde los gastos de
comisión y de transporte, y los derechos de adua-
nas hacen muy caros los libros.
Principalmente, si no esclusivamente, es en-
tre población francesa donde es notable la
la
predilección al estudio y á las bellas letras. Los
ingleses, que consideran esas agradables ocupa-
ciones del espíritu, como frivolas, o como un es-
téril pasatiempo, se dedican á los asuntos prác-
con su acostumbrada habilidad,
ticos, trátanles

y poco á poco van apoderándose del comercio


de Quebec.
Este comercio ha adquirido en sus últimos
años una importancia notable. Hasta ahora,
cierta especie de monopo'lio le sujetaba entera-
mente al de Inglaterra; pero ha sufrido última-
mente una reforma que le permitirá ejercerle li-
bremente con todas las demás naciones de Euro-
pa, y no duda que sacará grandes ventajas.
—179—
Nuestros géneros que en otro tiempo no llegaban
al Canadá sino mandados por Liverpool, podrán
ahora ir directamente á Quebec; los canadianos
se alegran ya con la esperanza de ver en el rio
San Lorenzo la bandera de la Francia.
Desgraciadamente ei clima pone aquí muchas
trabas á ese rigoroso ardor de negocios, indus-
tria y viajes náuticos, que es uno de Ips rasgos

de nuestra época. Desde últimos de Noviembre


hasta el mes de Abril, el rio está helado, é ira-
posibilitada la navegación. Durante cerca de
medio año, no puede el Canadá recibir noticias
directas de Europa. Sus relaciones con las de-
mas naciones se continúan por tierra, por los
Estados- Unidos. Por una gran parte de sus
habitantes esos meses son un ocio forzoso. Mien-
tras el indio camina con pié ligero sobre la nieve
con sus alpargatas, y todos los caminos es-
tán surcados por los trineos, la rada de Quebec
está cubierta de una legión de patinadores, de
elegantes trineos, de barquitos colorados sobre
dos hojas de hierro, los cuales hinchando de vien-
to sus tres velas, corren sobre el hielo con la

misma velocidad que sobre las olas.

En aquel tiempo las familias se reúnen por la


noche junto al hogar y al rededor de la mesa, y
el círculo doméstico se engrandece siempre pa-'

ra dar cabida á un vecino o á un estranjero;


Cowper nos -ha descrito perfectamente estas es-
cenas en sus cantos.
Muy á menudo he oído hablar de esa$ felices
—180—
veladas de invierno en elCanadá, y el cuadro
que de ellas me hacían recordábame aquellas de
Suecia; pero no las he necesitado para llevarme
un agradable recuerdo de la afectuosa hospitali-
dad de los habitantes de Quebec.
]í^W cjiíiai

vn.

SAN JACINTO.

El telégrafo eléctrico.— Movimiento


iudustrial en el Canadá.— El
colegio de San Jacinto.-Los
aldeanos.-Sus costumbres y su
bicMcstar.— Naturaleza del suelo
y del clima del Canadá.— M.-
yimiento revolucionario.-ldeas de anexión
á los Estado» -Uni-
dos. —Inútiles proyectos.

Los descubrimientos de la industria son ad-


mirables. alguna vez en mi ignorancia me
Si
he permitido hablar de ellos con
muy poca re-
verencia, he resuelto ya enmendarme,
é inclinar-
me siempre con respeto ante esa nueva
mani-
festación de la intiligencia
humana. Si vuestra
curiosidad os hace desear saber por qué medios
16
—182—
he^abíerto los ojos, y como he logrado reconocer'
mi injusticia, Esperaba cartas
voy á decíroslo.
de mi un amigo debia
querida patria, que
pasar á recojer ai correo y mandármelas á Mont-
real. Cada dia veía en mi imaginación las es-
peradas cartas, y desde que habia llegado el
correo, esperaba á todas horas con impacien-
cia: preguntaba al que me respon-
cartero,
día siempre movimiento de cabeza
con un
negativo, y continuaba su camino sin curar-
se de mi impaciencia. Es probable que al-
guna vez jhayais esperado una carta^deseada, y
ya sabéis cuan largo es el tiempo que media de
un correo á otro, y cuántas ideas nosformamos
mas o menos desagradables mientras pasa ese
tiempo. Después que hube importunado dife-
rentes veces á los empleados del correo, sospe-
chado áv su exactitud, y creo que hasta de su
probidad, convencíme de que el mejor remedio
para saber si hablan cumplido con mi encargo,
Nueva- York. Pero de aquí á esa
era escribir á
ciudad hay doscientas leguas; tres dias para ir,
tres para volver, total seis dias;puede uno mo-
rirse seis veces dé impaciencia. Un honrado
habitante de Montreal, compadecido de mi im-
paciencia, señalándome con el dedo una hebra
de hilo de hierro, me ensefió un medio mas rá-
pido para llevar uno su correspondencia. He
ido al despacho del telégrafo eléctrico, que está
abierto para los particulares como para el go-
l^obierno, y por un peso, he mandado mi aviso
—183—
por medio de este postillón aéreoi que un niño
ponía en movimiento ante mí, pasando la mano
por un resorte mágico. El maravilloso telégra
fo ha ido á buscar á mi amigo á su fonda de
Nut va-York, y tres horas después, con igual in-

teligencia ha vuelto en busca mía; para decirme


que'me habian mandado mis cartas, pero que ha
biéndose olvidado de franquearlas, habíanse siu
duda quedado en la frontera. Una nueva señal

telegráfica basto para reclamarlas á Burlington,

y al dia siguiente por la mañana llegaron por


el vapor. He aquí una de esas invenciones por
medio de las cuales la física realiza los ensue-
ños de la poesía; una de esas maravillas que hu-
bieran hecho velar al sultán de ios cuentos ára-
bes, y salvado sin duda, en la noche milésima
segunda, la cabeza de la ingeniosa Scheherazad.
El telégrafo eléctrico atraviesa hoy yba- el alto

jo Canadá, y se junta con el que recorre todos ios


Estados-Unidos, desde Boston á Nueva-Orieans.
Los'americanos, no contentos de haberle hecho
andar ese camino de mil doscientas leguas, tra-
tan d« continuarle hasta California, y como son
gente que no abandonan un proyecto, por ji-
gantesco que sea, creó que se acerca el tiempo
en que, desde Quebec, desde la estremidad sep-
tentrional del continente americano, se podrá
lanzar por el espacio, á tres mil leguas de dis*
tancia, su pensamiento por la mañana, y hablar
en pocas horas con los habitantes del Océano
Pacífico como si fueran sus vecinos.
—184—
El Canadá, que acaba de nacer con las crea-
ciones de la industria, ha ya, siguiendo el ejem-
plo que ie muestran los^ Estados-Unidos, cons-
truido canales y plantado sus carriles en dife-
rentes puntos.
Uno de los caminos de hierro me tomo', del
otro lado del San Lorenzo, ha atravesado sin de-

y me ha conducido al
tenerse el rio Richelieu,
pueblo de San Jacinto. Hace poco que el país
que hemos atravesado se hallaba inculto é inha-
bitado. El camino de hierro, ese potente motor
de los pueblos modernos, ha traído acá trabaja-
dores y cultivadores. Por ambos lados del ca-
mino, vénse actualmente árboles jigantescos,
cortados por el hacha del leñador; los campos
que antes no producían mas que yerbas y plan-
tas silvestres, han sido ya labrados, y junto á
los bosques por tan largo tiempo abandonados,
vénse ahora los log houses de los colonos. Cada
uno de ellos ha construido su modesta cabana, á
su modo, según su gusto y sus medios, en el
terreno que le han concedido. Al ver lo que se
ha hecho en tan poco tiempo, cree uno que den-
tro de algunos años la vasta llanura que se es^
tiende desde el rio Richelieu hasta el rio Yamas-
ka, estará llena de habitaciones.
.A orillas de este rio, se eleva el pueblo de
San Jacinto, que es uno de losmas bonitos y
considerables del bajo Canadá. Es cabeza de
partido de un señorío de veintitrés leguas dees-
tension, perteneciente á un amable jo' ven, que
—185—
ha hecho diferentes viajes á Europa, y que ha
venido de allá muy instruido. Ai entrar en su
casa, figurábame encontrarme en una casa de
Paris, al verme rodeado de tantas obras artísti-
cas. Lo que si se parece muy poco á nuestro
país, es la perspectiva que se descubre desde
las ventanas; vénse las orillas agrestes del Ya-
maska y la inmensa llanura, silenciosa y rodea-
da de bosques sombríos, cortada únicamente por
las cimas de las azuladas montañas de Beloeil,
que se pierden por el Norte como un Océano sin
fin.

M. de S. tiene por vecino á un propieterio ri-


co é instruido, en cuya casa pasé una agradable
noche, oyendo á sus dos hijos, frescos y colora-
dOvS como las fresas silvestres, cantar, acompa-

ñándose al piano, melodías canadianas y sensi-


llas canciones salvajes.
Entre esas dos aristocráticas habitaciones,
hay un colegio importante, fundado en 1814 por
el antiguo cura de la parroquia, que le dotó con
doscientos mil francos. Hay en él doscientos
cincuenta discípulos, que concluyen no sola-
allí

mente los estudios clásicos, que pueden


sino
también seguir en él un curso completo de teolo-
gía. El director del establecimiento hizo tam-
bién un viaje á Paris, y habla con entusiasmo de
las instituciones que visito, y de los hombres
ilustres que conoció allí. Este es el privilegio
de los hombres de talento, oir, á una inmensa
distancia, hablar de ellos por cualquiera que ha
—186—
tenido la dicha de tratarlos. Áuníjue tuve la

satisfacción de encontrar en la biblioteca del co-


legio algunas de mis obras, conocí prontamente
que el mejor medio de ganarse la buena volun-
tad de los buenos hermanos de San Jacinto, era
hablarles de M. de Montalambert. En el con-
vento de los dominicos de Varsóvia, el nombre
del elocnente orador fué mi mejor recomenda-
ción.
Después de haber visitado las habitaciones
campestres de las cercanías de Quebec, quise
ver también el hogar del aldeano. Os gustaría á
fé mia gozar en estos lugares la tranquilidad y
sencillez que do quiera respiro.

El aldeano del Canadá ha conservado, mas


que los habitantes de la ciudad, las tradiciones
y costumbres de otros tiempos. En vano las
modas caprichosas se presentan á sus ojos cuan-
do va á vender sus cosechas á Montreal; en vano
los periódicos le invitan á seguir sus discusio-
nes o á ocuparse de las producciones literarias
que traen de lejanos paises; en medio de las

nuevas modas de chalecos y levitas, él conserva


siempre su gruesa chupa, cortada con el mismo
modelo que sirvió á sus padres, y le parece el
traste mejor. A todo lo que le ponen en mani-
fiesto los á todas las frases inventa-
periódicos,
das por los sistemas constitucionales ó las poe-
sías románticas, responde siempre lo mismo: ¡qué
me importa todo eso!
Con efecto, ¿que le importa qué lord Eng^in sea
—167—
6 no un grande hombre; que la Alemania demo-
crática maldiga al czar que
de todas las Rusias, ni

los libreros de Nueva-York anuncien pomposa-


mente la traducción de una nueva novela de Eu-
genio Sué? Para ser feliz no necesita tomar
parte en los debates políticos que agitan el mun-
do, ni fatigar su vista con libros que le confun-
den con sus millares de problemas, que nada le
importan. ¿No posee una porción de terreno,
que, pagado el diezmo al cura, y la renta al se-
ñor, le pertenece enteramente? ¿No posee una
tierna esposa, y robustos hijos que crecen para
ayudarle en sus trabajos?
Menos instruido que su vecino el inglés, no
estudiacomo él nuevos descubrimientos, ni in
tenta ponerlos en práctica; pero pudiera muy
bien decir como Byron, si hubiese tenido la des-
gracia de leer á este poeta:

The tree oí kutwledgue is Q«t tke tre of life (1).

Labra su patrimonio como s^fepadresi sin


cuidarse de los ingeniosos métodos escritos por
algunos respetables miembros de sociedades de
agricultura, que no sabrian co'rao cojer una aza-
da d como dirijir un arado. Sus campos le dan
trigo,cebada, patatas y cáñamo; su huerta ci-
ruelas, nueces, y manzanas, que con justa razón
merecen el nombre de famosas. Si no posee

(Ij £1 árbol de la ciencia no es el áriDol de la Yida.


—188—
gran cantidad de leña, tiene á pocos pasos de
su casa un gran bosque donde puede ir á cargar
á buen precio. Junto á su casa se eleva el
arce canadiano del cual solo haciéndole una
incisión, mana una agua refrescante, y dá un
azúcar que para muchas familias reemplaza el
de las colonias.

Su muger é hijas tejen y cosen sus camisas y


vestidos de lana. Con tantos recursos, no debe
perder tiempo pensando en número de pesos
el

que pudiera guardar en ^u armario. La tierra,


esa buena: nodriza, le dá cuanto necesita. En
otro tiempo, tenia una costumbre que le costaba
algunos schelines; gustábale detenerse en el bar-

room y saborear el rom y el whiskey. La sabia


doctrina de las sociedades de temperancia, pro-
pagada por ha hecho tantos progresos
los curas,
en esta comarca, que en la mayor parte de esas
campiñas se han abolido completamente las be-
bidas espirituosas, y poblaciones hay en que los
posaderos no tienen mas que algunas botellas
de vino para los enfermos.
El aldeano del Canadá ha reemplazado con el
té todas las bebidas alcohólicas, y en cambio, se
alimenta bien; hace tres comidas por dia, y en
las mismas horas que nuestros antepasados; en
cada una de ellas come carne, escepto los dias
de vigilia que de ningún modo quisiera iafrinjir.
Su casa pequeña y de ma-
es ordinariamente
dera, cubierta interiormente con una capa de
yeso; pero pudiera muy bien escribir sobre su
pu«rta;
Párrádótniis'toágimquiéá (1)." '•
'^P^ t«í

Ordinariamente en la casa no hay mas que


una sola habitación, pero es bastante grande pa-
ra contener el lecho con3'ugaI, la cuna de sus
hijos, el vecino que en los dias de fiesta va á ju-

gar con y hasta el viajero, que puede re-


ellos,

clamar un
allíasilo sin temor que le desechen.
Enseñado desde su niñez á respetar la religión
y los sacerdotes, el aldeano del Canadá no ha
aprendido aun á discutir las doctrinas del cateéis
mo. Llena fielmente sus deberes de católico,
oye piadosamente ías palabras que le dirijen
desde lo alto del pulpito, consulta á su cura en
las circunstancias en que necesita de sus conse-
jos, y lepaga concienzudamente el diezmo.

Este, que se compone de una cuarta parte de


lo que le produce su cosecha, puede dar al cu-
rat'>como unos dos mil quinientos francos por lo
menos- En muchos pueblos, sube hasta cuatro
y seis mil. Es verdad que aquí las parroquias
son muy considerables, y á veces abrazan una
gran estension de terreno tan grande, que es
muy penible para el cura.
Tal es la situación de los aldeanos del Gana-
da. No negaremos que hay algunas escepcio-
nes, peroyo hablo de la generalidad, y no creo
f í'- ;

engañarme.

(1) Casa pequeña llena de satisfacciones.


—190—
¿Por qué un país que tiene tantos recursos no
está mas habitado? ¿Por qué no atrae una parte
de ese inmenso número de emigrados que se di-

rije sin cesar á los Estados-Unidos, donde ya no


es fácil encontrar un empleo o comprar una por-
ción de terreno? Hé
aquí una cuestión que no
me es posible resolver. No ignoro que nadie
conoce como el americano el arte de engañar al
público. El es el padre del piiff (í) y ha eleva-
do a este monstruo á una altura que no ofrece
ejemplo ninguno en otra parte. Por medio del
puff presentado en todas formas, anunciado en
todos los periódicos, impreso en todos los libros,
grabado sobre acero, estendido por todas partes
por ajentes oficiosos y oficiales, ha revuelto la
cabeza á tantos de nuestros habitantes de la Al-
sacia, y á tantos millares de familias alemanas^
se ha valido del puff para hacerles abandonar
sus campos y su pueblo, é ir mas allá del Océa-
no á labrar las tierras de América; ayudado de
su activo puff, puebla hoy las playas de Califor-
nia,y espera valerse del pnff para llevar á cabo
algún otro objeto que se proponga. El pueblo
canadiano ignora aún de resorte maravilloso. No
sabe, como el americano, proclamar todas las
mañanas por medio de sus periódicos, que su
país es el mejor del mundo, el asilo de la liber-

(1) Esta palabra significa engañar al público por


medio de falsas exageraciones y mentiras.
lad, el templo de la fortuna. El dorado que tanto
soñaron y cantaron los antiguos viajeros.
Los americanos, que codician el Canadá, pero
que de ningún modo le elogiarán antes que esté
anexado á su confederación, dicen que sus in-
viernos son largos y crudos. Es verdad. Dicen
también que hay allí una gran cantidad de tier-

ras improductivas, y llanuras de las cuales se


ha hablado mucho, pero que en realidad no son
mas que pantanos cubiertos de malezas. Es
verdad también. Añaden luego que el Canadá
no está, como los Estados-Unidos, surcado por
todas partes por caminos, canales y ferro-carri-
les, y que á una corta distancia de sus rios,' los

medios de comunicación y explotación son cos-


tólos y difíciles. Todavía es verdad.
Peroesteclimanoesmas riguroso que el de una
gran parte de la Suiza, ni peor que el de las re-
giones montañosas de la Francia, 6 que el de las
provincias septentrionales de Alemania. Ademas
de esto, es muy sano. Ni se xionoce el vómito de
las playas de México, ni la fiebre amarilla que
plaga Estado de Nueva Orleans. Si tiene terre-
el

nos que siquiera debe intentarse cultivarlos tie-


ni

ne en cambio otros que están actualmente cubier-


tos de frondosos bosques, que fueran muy fáciles
de descuajar; la corona concede esos terrenos al
Ínfimo precio de un franco veinticinco cénti-
mos por fanega, pagaderos en cinco años. Em-
piece el hacha de los leñadores á destruirlos,
anima el trabajo las inmensas y desiertas llami*
—192—
ras que se estienden rededor de Montreal y de
al

Qiiebec, sean surcados por el arado, y pronto


se verán de un punto á otro esas vías de comu-
nicación de las cuales tanto se enorgullecen
los americanos, caminos que lleven de un pue-
blo áotro, canales que junten unos rios con otros,
y caminos de hierro que trasporten del Norte al
Sur los productos y mercancías. Por la natura-
leza del suelo, por el precio bajo de los mate-
riales,se construyen aquí caminos de hierro á
un precio tan bajo como en los Estados-Unidos.
El que pasa hoy por San Jacinto, y que debe
prolongarse hasta Portland, viene á costar unos
quinientos mil francos por legua; en Francia
nos cuesta un millón.
Yo creo que el porvenir del Canadá promete
mucho. Su fértil suelo acabará por atraerse

colonias de labradores; ademas le habita una


población honrada, entre la cuales muy agrada
ble vivir. Si los emigrados franceses dirijieran
sus pasos hacia estos terrenos, en ellos encon-
trarían, como en los Estados Unidos, medios de
subsistencia, y ademas su idioma, los vivos re-
cuerdos de Francia, la lejana imagen de su
patria.

Sin embargo, desagradables discusiones se


han suscitado en este país. Los habitantes de
las poblaciones nada han perdido aun de su fe-

liz tranquilidad: pero los que habitan en las ciu-


dades se quejan de de comercio y de la
la falta
marcha que llevan los negocios. Este estado
—193—
de inquietud débese en gran parte á una causa
accidental, y en parte también al mismo carác-
ter de los canadianos. Voy á esplicarme. Ha-
ce algunos años que el Canadá, por medio del
gobierno que le salió garante, hizo un emprés-
titode treinta y cinco millones de francos, que
fueron muy sabiamente empleados en diferentes
trabajos de utilidad publica. Esa suma, repar-
tida enun país en que no abunda mucho el nu-
merario, dio un súbito impulso á diversos ramos
del comercio, é inflamó el espíritu de los espe-
culadores. Por la misma razón que se veía cir-
cularmas dinero del que hasta entonces, se cre-
yó una prosperidad duradera, lo que no era mas
que un hecho pasagero. El precio de los terre-
nos subió con rapidez. Abriéronse nuevos alma-
cenes, y se construyeron nuevas casas. Luego
á tanto movimiento sucedió una reacción. Con-
cluidos los trabajos, consumidos los treinta y
cinco millones, el embarazo fué grande é inevi-
table. Aquellos que tomaron por realidad lo
que no era mas que una fortuna aparte, y las
desproporcionadas empresas por las verdaderas
necesidades y recursos del país, debieron ex-
piar necesariamente sus errores; los que en
Montreal construyeron casas que no pedia aún
el escaso aumento de población, las vieron con-
tinuamente vacías, y los que habían pujado los
terrenos, conocieron que se habían precipitado.
Aun ardor desmesurado siguió una desconfian-
za estrema; ya sabemos que la desconfianza es
—194—
una enfermedad muy contagiosa, que cunde rá-
pidamente en todas las clases de la sociedad;
penetra en las casas del propietario y del co-
merciante, cierra la bolsa del censatario» las
carteras de la banca, y llega á herir al artesano,
que vive con lo que gana, y al decaer el comer-
cio, grita mas que los otros, porque escasea el

trabajo y con él disminuyen los salarios.


Mientras esa especie de crisis rentística se
manifestaba en el Canadá, los Estados-Unidos
continuaban con su carácter admirable su rápi-
da ascensión. Los clamores de su triunfo que
resonaban desde lo alto de sus nuevos wagones,
debían naturalmente herir el corazón de sus ve-
cinos.
Veamos ahora la segunda causa de la agita-

ción canadiana.
pueblo del Canda ha conservado las cua-
Si el
lidades de su naturaleza francesa, también" ha
guardado sus defectos. Es de un carácter im-
presionable y vivo, dispuesto á entusiasmarse
muy fácilmente, y á dejarse abatir con la mis-
ma prontitud. No ha podido ver la fortuna de
los Estados-Unidos, sin exajerarla, sin envidiar-
la, y ha creido que le bastaría anexarse á la

confederación de la América septentrinal para


ver brotar los pesos por todas partes. A eso
han seguido algunos gritos en favor de la
anexión que han sido repetidos por otros; un
número no pequeño de perio'dicos ha disertado
sobre los bienes que eso les causaría, y en las
reuniones ha resonado el mismo tema.
—195—
Un gran número de los que abogan para lle-

varla á cabo, creen muy formalmente poderlo


conseguir. que rnas gritan so-
Pero entre los

bre esto, y quieren conseguirlo por todos los


medios, hay mas de uno que no vé en esto mas
que un móvil de agitación, y al salir de la reu-
nión donde ha desplegíudo todas sus ¡deas anexio-
nistas, reconoce y confiesa que sus esperanzas
no tienen fundamento alguno.
En efecto, ¿cómo pudiera creerse qué la In-
glaterra consintiera gustosa, no solo en perder
la posesión del Cana'dá, sino en que se juntara
con su rival en los mares, con su enemiga, con
su odiosa hija la república de los Estados-Uni-

dos? . Dicen que el Canadá nada produce á la


Inglaterra, y hasta que le ocasiona gastos con-'
siderables. Si esto es verdad, valuando solo

un país por número de escudos que pagan al


el

tesoro, no menos también que el Canadá


lo es

contribuye en mucho á enriquecer el comercio


de la Gran Bretaña, y cada año es para ella un
punto importante de colonización. Suponiendo
adn que ningún interés material la ate á este
país, por un sentimiento de orgullo nacional qui-
siera guardarle; abandonarle, fuera dar al mun-
do entero una prueba de su impotencia, aun
cuando no ocasionara ningún perjuicio á su sis-

tema colonial.
Si á pesar de todas esas razones, acojía favo-
rablemente las proposiciones de los anexionis-
tas, si accedia á sus deseos, debieran arreglarse
—196—
algunas cuestiones rentísticas que no dejan de
ser de alguna importancia: por una parte la deu-
da de los treinta y cinco millones, contraída
por el Canadá; por la otra todos los gastos que
ha hecho la Inglaterra^en la fortificación de Que-
bec y otras ciudades, y de los cuales quisiera
sin duda que se le hiciera un reembolso. ¿Aman

bastante el Canadá los Estados-Unidos para ad-


mitirle con la de cubrir su déficit?
condición
Trabajo mecuesta creerlo. Si aceptando su
parte en los gastos del gobierno federal, se ha-
lla el Canadá cargado ademas con una deuda de

cincuenta millones, no puedo convencerme de


que su divorcio con la Inglaterra y su casamien-
to con los Estados-Unidos le colocara en muy
buena posición.
Solo un suceso imprevisto, una insurrección
victoriosa ó una guerra, pudiera sacudir la do-
minación inglesa del Canadá. Ni un hombre
sensato lo ignora; pero la anexión no deja sin
embargo de ser muy deseada. Los que la han
creado, y los que la adoptan, emplean, para
propagar esa nueva combinación política, todos
los argumentos hijos de lo^ revolucionarios del
país; hablase de las dilapidaciones de los fondos
públicos, de los crecidos sueldos de los emplea-
dos, del constante olvido de las miserias del
pueblo, y de la necesidad de una reforma radi-
cal en la administración del país.
Efectivamente, pueden hacerse economías en
el presupuesto del Canadá, y considerables re-
—•197--^

termas en su legislación, que presenta una estra-


ña mezcla de antiguas costumbres francesas,
unidas á ciertas partes del cddi*go inglés: anti-
guas ordenes de los gobernadores, ausiliadas
por los abogados, subsisten como leyes, al lado
de una serie de nuevos reglamentos que revocan
todas las disposiciones que en ellas se espresan.
Pero, para hacer esas reformas, ¿es necesario
acaso que se recurra á la autoridad republicana
de los Estados-Unidos? ¿No pueden hacerse
poco á poco y valiéndose de reclamaciones lega-
les, por medio de los votos del pueblo,
y por los
votos del parlamento?
Los partidarios de la anexión, se apoyan en
otra cosa, y á primera vista parece que tienen
razón. Acusan al ministerio británico de haber
querido paralizar la fuerza, y destruir el ascen-
diente de la población francesa, reuniendo en el

mes de Febrero de 1841, bajo una misma legis-


latura y un mismo gobernador, las provincias
del alto y bajo Canadá. Antes, el bajo Canadá
tenia su gobierno especial, y un parlamento
compuesto de ochenta y ocho representantes.
En virtud del bilí de 1841, el número de sus con
dados fué reducido de cuarenta á treinta y seis,
y actualmente solo tiene cuarenta y dos diputa-
dos. El alto Canadá tiene el mismo numero.
Como esa provincia está enteramente habitada
por ingleses y es altamente partidaria de la auto-
ridad inglesa, resulta de la reunión legislativa de
las dos provincias, que las elecciones francesas
—198—
de Quebec y dé Montreal, deben ser neutrali-
zadas, sino dominadas, por las de Kingston y
de Toronto; y las dos razas rivales que están en
continua lucha en los negocios, se encuentran
siempre cara acara en el campo de batalla del
parlamento.
Se ha pedido ya esa unión, y muchas perso-
nas creen que la Inglaterra se determinará por
fin á acceder á ella. Si efectivamente quiere
llevarse á cabo, creoque los franceses, bien que
sus votos serán de poco valor, deben sin embar-
go oponerse firmemente á la anexión.
Es de temer que si el Canadá se anexa á la
república, perderá completamente cuanto le que-
da de nacionalidad francesa. Por mas que quie-
ran los canadianos resistir á la influencia de los
Estados-Unidos, sus costumbres primitivas se
confundirán con el flujo de las operaciones mer-
cantiles, su idioma será reemplazado por otro.
Acabarán por ser americanos; se perderán en el
torbellino industrial de la América, como las
aguas del rio San Lorenzo, se pierden entre las
olas del Océano.

Su culto, que la Inglaterra ha respetado, se


verá escarnecido, hostigado y atacado por esos
inventores de nuevas doctrinas, por esos predi
cadores fogosos que braman en sus meettings
americanos contra lo que ellos llaman idolatría
papal, y por todas esas sectas que bajo tantos
nombres diferentes pululan en los Estados-Uni-
dos. La religión católica es eu el Canadá la clave
—199—
de la bóveda, el lazo mas firme de la nacionali-
dad francesa. Ella fué la que formó esta colo-
con sus doctrinas, y la en-
nia, ella la esclareció'
nobleció con sus instituciones. Ella también es
la que reúne en una misma fé, por los mismos
recuerdos, á hombres divididos por la política, y
ademas les une á una parte de la nueva pobla-
ción que forman los emigrados de Irlanda. A la

Iglesia canadiana sobre todo, pueden aplicárse-


le aquellas sublimes palabras de Montalembert:
"La Iglesia es mas que una esposa, es una ma-
dre."
Con ella creo en la perpetuidad de la naciona
lidad canadiana. Sin ella, se acabarán todos lo«
vestigios que la Francia de los siglos pasados
dejó en estos lejanos países.
— —

VIII.

DE MONTREAL AL NIÁGARA.
El rio San Lorenzo. — LaChina. —Atracción de vida
la salvaje.

Los — Los bateleros del Ottawa. — Descenso


viajeros canadianos.

rápido del ño San Lorenzo. — Las —Kingston. —Oswe-


Mil-Islas.

go. Las cascadas de Geneseé. — Rochester.

He dejado ya con sentimiento la alegre ciu-


dad de Montreal y sus, simpáticos habitantes,
muchos de los cuales en poco tiempo se hicieron
mis amigos.- Las amistades que uno se crea en
países estranjeros tienen un encanto singular, y
encierran al mismo tiempo una singular tristeza.
Es una fortuna inesperada;es una flor delicada
que no esperábamos encontrar, y que cojemos
con alegría en la soledad de nuestro camino.
—202—
Pero en el fondo de su corola embalsamada, esas
flores conservan una gota de hiél que pronto al-
tera sus perfumes, y cuanto mas seductor es el
cáliz ante el que uno se detiene, tanto mas amar-
ga es su última esencia; cuanto mas agradables
son para nosotros esas amistades, tanto mas sen-
timos dejarlas. Cuando uno debe ir mas allá

de los montes, mas allá de los mares, á una dis-


tancia de millares de leguas, el adiós que damos
al que nos ha tendido su amistosa mano en un
país que dejamos para no volver á visitarle ¿no
es un eterno adiós? ¡Uno se promete volver á
verse, así se espera al menos; pero, están ancho
elOcéano y tan corta la vida! ¡Son tan inciertos
ademas nuestros proyectos!
El dia antes de mi partida, una docena de
montrealeses se reunieron con uno de mis com-
patriotaspara obsequiarme con una comida, y
mientras bebian á mi salud las dos ultimas bote-
llas del vino de Champaña, desterradas en las
bodegas del Very de la ciudad, mirábales yo si-

lencioso, uno después del otro, sin que ninguno


de ellos adivinara el objeto que me hacia medi
tar tan profundamente. Pensaba que entre to-
dos los convidados que tan cordialmente me ha
bian recibido, ofreciéndome tan sinceramente su
corazón y su hogar, no habia uno solo á quien
debiera volver á encontrar en el mundo. Pen-
saba en los amigos que en otros paises he teni-
do, en los que me han hecho querer las frias re-

giones de Alemania y las áridas playas del Ñor-


—203—
te. También debia volver á verlos, y sin em-
bargo, á ninguno he visto. Quizás *algunos de
elloshan muerto ya, y el recuerdo que desde
Montreal les dirijo, no llegará á ellos, cubiertos
ya por las ramas de las encinas, á por una capa
de nieve, á ociUas del Elster d de la mar gla
cial.

Empero es muy agradable, al entrar en un


país nuevo, inspirar un sentimiento benévolo
hacer vibrar en una cuerda simpática., ¡Enva-
él

nézcase en buen hora el americano, al regresar


á su casa, de los hábiles cálculos que habrá
apuntado en su libro de memorias! Aquel que
durante su viaje no ha contado mas dinero que
el que cobran en las fondas y en las adminis-
le

traciones de los ferro-carriles, es mas feliz que


él, é inscribe en su memoria algunos nombres
que jamás se borrarán de ella.

Ya. ha llegado la nueva hora de las despedidas;


el vapor surca ya las aguas, y heme aquí otra
vez viajando sobre las olas de San Lorenzo; y
viajando, no según la buena voluntad de la má-
quina, sino según la voluntad del poderoso rio.

Al salir de Montreal es cuando su aspecto es


verdaderamente imponente. Mas arriba de
Montreal, preséntase de mil distintas formas.
Unas veces se le vé mecerse perezosamente en
su cauce, caminando tan lentamente, que ape-
nas puede uno creer que sigue su curso; otras,
vésele cavarse una ancha rada en la costa del
Canadá d en la de América; ya encerrado entre,
colinas, rodeado de rocas, salta al través de esas
barreras qne irritan su orgullo, muge como un
torrente, y cae en cascadas en las profundas ho-
yas donde puede estender á sus anchuras la
grandeza de sus olas. Los buques no pueden
remontarse hasta esos difíciles luj^ares, que se
conocen con el nombre de *^Rápidas^^ Para que
pudieran seguir su rumbo, han debido hacerse
canales á lo largo de esos peligrosos puentes.
Uno hay que doce horas de longitud, cer-
tiene
ca del pueblo de Cornwall, en el lugar al que
en otro tiempo .dieron los franceses el nombre
de Punta Malipa: hay otro cerca del lago de S.
Luis que tiene el nombre de Beaucharnais; otro
aún, que desde Montreal va á reunirse otra vez
al riojunto al pueblo llamado de la China. Es-
te pueblo, que se estiende como un cordón
á lo largo de la orilla izquierda del rio, frente

de la iglesia iroquesa de Caugnawhaga, fué fun-


dado por uno de nuestros antiguos gobernado-
res, el cual, según las suposiciones geográficas

del siglo XVII, se imaginaba que por esa línea


del Norte debia irse directamente al Asia; su
pueblo le parecía el primer punto de partida
hacia los Estados del Gran-Mogol, y por eso le

llamo la China.
Actualmente reside en él el gobernador de la
compañía comercial de la bahía del Hudson, que
también ha soñado y buscado el famoso paso
del norueste, y ha acabado por contentarse ha-
ciendo muy vulgares, pero buenos beneficios con
—205—
el comercio de peleterías. Desde este pun-
to espide á Londres las mercaderías que los
animosos bateleros trasportan con sus lije-

ras lanchas por los lagos Hurón j Superior, á


los diferentes puntos donde los cambian con
losproductos de la caza de los indios. En otro
tiempo era esa nuestra principal negociación en
este país. Desde los primeros tiempos de nues-
tra conquista, formóse una cohorte de aventure-
ros, llamada de los viajeros. A centenares de
leguas de distancia, por los lagos, por los rios y
por los mas impracticables senderos, esos hom-
bres iban, á cuenta de algunos comerciantes á
seducir á las tribus de indios con los productos
europeos y con el funesto aguardiente, y en
cambio traían cargas de pieles. Muchas veces
duraban sus viajes un año. A su regreso no
tenian mas que un cuidado, el de jugar como los
pacotilleros de Nuevo-México, y disipar en un
momento el fruto de sus largos trabajos; hecho
esto, volvían á preparar de nuevo sus lanchas y
empezaban otra espedicion.
Una cosa hay muy notable y es, que el hom-
bre civilizado adopta mas fácilmente las costum-
bres de los salvajes, que éstos las costumbres
de la civilización. No quisiera yo añadir un po-
bre párrafo á una de las elocuentes paradojas de
Rousseau. Pero cuando uno sale del círculo
social,de ese círculo de convenciones, donde
nuestra existencia dá vueltas como una aguja
d6 relox sobre su cuadrante, y cuando se roza

18
—206—
uno con esa fiera y varonil libertad de aquellos
cuyos cuerpos y almas no se han visto encade-
nados en la red de nuestras modas y de nuestras
prt-(»capaciones, parece que por una inclinación
por un instinto hereditario, se siente uno atraido
por la vida primitiva del hombre.
En las costumbres no'madas de los habitantes

del desierto, en el camellero árabe y en el be-


duino, que no tiene otro bien que su lanza y su
caballo, vemos cierta poesía que nos conmueve
y seduce como un recuerdo de los antiguos pue-
blos, como una imagen viva de la humanidad en
su infancia.

Hay en las Montañas Pedregosas europeos


que al partir con el fusil alhombro, no piensan
mas que en hacer una escursion en regiones po-
co frecuentadas por los viajeros; y después de
haberse revestido con la piel de búfalo, calzado
las babuchas, tendido lazos al castor, y hecho
coser en su hogar unas tajadas de bisonte, no
pueden dejar esa vida aventurera é independien-
te,para volver á su patria y sucumbir á las exi-
gencias que reinan en los salones de nuestras
sociedades. Un joven oficial inglés, M. Ruxton,
que acaba de morir desgraciadamente, ha escri-
to dos hermosos volúmenes sobre las costum-
bres de los pacotilleros de Nuevo-Mexico. Des-
pués de haber errado largo tiempo con ellos por
los desiertos del Arkansas, entre las nieves de
las montañas; después de haber tomado parte
#a sus cazas y en sus juegos, qui»o volveré Eu-
—20t—
ropa, y al volver á entrar en el mundo civilizado

sintidise presa de una tristeza incesante, ator-


mentado por deseos de volver á los peligros
los
del bosque, á la inmensa soledad de las lla-
nuras.
Los viajeros canadianos se volvieron también
en muy poco tiempo medio salvajes. Adopta-
ban sus costumbres y su traje, y se despojaban
de su culio, como de un pesado fardo. Llegaron
á un desarreglo tal, que fué preciso poner un di-
que á su inmoderación. L©§ misioneros, de los
cuales hubieran podido ser los auxiliares y á los
que no hacian mas que agravar sus trabajos, ob-
tuvieron del gobierno una orden, prohibiendo el
tráfico con los indios sin tener un permiso espe-
cial. Esos permisos qué constituían un prvile-
gio, acordáronse al principio solamente á hom-
bres cuyos cacacteres ofrecieran las necesarias
garantías. Mas tarde, fueron acordadas á mili-
tares y viudas de oficiales, que no pudiendo
usarlas ellas mismas, vendíanlas á comerciantes,
los cuales tomaban á su servicio á los viajado-
res,como les llamaban muy justamente. Por
fin,y como medida de seguridad, se establecie-
ron en los estremos de los lagos algunos apos-
taderos de soldados, para reprimir las licencias
de esos vagamundos viajeros, y protejer los
cambios.
La compañía de la bahía de Hudson regulari-
zó y vulgarizó ese comercio, tan estraño y aven-
tarero antig;aamente, y le ha estendido mai allá
—208—
de los antiguos apostaderos franceses, hasta las
regiones glaciales, donde no se encuentran mas
habitaciones que las de los empleados. Ocupa
todos los años un gran número de bateleros ca-
nadianos, y les paga con largueza; en cambio no
pueden esos como sus abuelos, entregarse á sus
caprichos, sino que deben cumplir con su rigo-
rosa obligación. Enbárcanse ordinariamente
cuando se deshielan las aguas, que es sobre el
mes de Mayo, en unas lanchas hechas de corte-
za de árbol y de tan frágil apariencia, que pare-
ce imposible puedan resistir siquiera á la impe-
tuosidad de las olas. Cárganlas con tabaco,
utensilos de hierro, y otras mil cosas, y van de
rio en rio, de lago en lago, á siete ú ochocientas
leffuas de distancia. En cada cascada, en cada
^^Rápida^^ se ven obligados á descargar sus mer-
caderías y llevarlas sobre sus hombros mas allá
del pasaje; luego cargan del mismo modo con la
embarcación, y la transportan al través de las
malezas o de los terrenos pantanosos. Sus
abuelos conservaron en medio de su disolución
una piadosa práctica, que de generación en ge-
neración se ha perpetuado en el corazón de esa
raza intrépida. Entrando en Ottawa, vol-
el rio

vian la cabeza y saludaban el campanario de


Santa Anna que se eleva en la punta de la isla
de Montreal. Allí es donde empieza su viaje, y
Santa Anna es su patrona. Mas de uno de ellos,
el dia antes de su partida ha dejado su pueblo

para ir á arrodillarse en esa Iglesia, y quemar


un cirio ante la imagen de la buena madre de la
Virgen, á la cual encomiendan su lancha, á su
muger é hijos.

En los mas lejanos paises no olvida nunca á


su protectora, á quien desde su infancia venera.
Un capitán inglés ha contado que .sobre las cos-
tas del Océano Pacífico, uno de sus marineros,
que era canadiano, le rogo que
le adelantara al-

gunos schelines sobre su sueldo, pues era el


dia de Santa Anna, y queria consagrarla una
ofrenda.

Sobre este mismo rio de San Lorenzo, surca-


do por los vapores, por las pesadas embarcacio-
nes de trasporte, y por las ligeras lanchas de
corteza, vénse por la primavera flotar inmensos
haces de leña robados á los profundos bosques
del norte, y preparados por los leña-
liados allí

dores. Los canadianos construyen mástiles, des-


plegan velaS; y ya ayudados de un buen viento,
ya valiéndose de sus largos remos, bajan atre-
vidos las Rápidas, y conducen á Quebec sus
enormes abetos, animándose en su trabajo con
sus melodías populares. Uno de ellos entona
el canto canadiano

Una límpida fuente &c.

y los otros repiten los dos últimos versos acom-


pañándolos con los movimientos de sus remos.
Seguramente ningún rio ha oido tantos juramen-
tos de amor como el San Lorenzo: ni un batele-
ro del Canadá le ha remontado d descendido mÍu
repetir en cada uno de los movimientos de su»
remos el conocido refrán:
Tiempo hace que te adoro
Jamás te olvidaré.
carácter
Entre estas sencillas palabras y el
imponente de estos lugares existe un armonio

so acorde. En nuestros rios de Europa, pode-


mos hablar de amor riendo entre sus floridas
orillas y las verdes cepas que las adornan como
los cortinajes de un salón. Pero aquí, en esta
inmen-
grande y severa naturaleza, junto á e sas
en el silencio de esos
sas llanuros casi desiertas,
rio jigantesco
Tastos bosques, á orillas de este
ondas al
que va tan magestuoso á llevar sus
Océano, pensamientos que brotan en nuestra
los
nos ro-
mente son también graves como cuanto
Si en esta soledad abrimos
nuestra alma
dea.
á un ensueño de amor, es preciso que este en-
sueño sea altamente serio; y si existe en el
mun-
do para nosotros un ser á quien podamos
dirijir

estas palabras «'te amo," es preciso


que le aña
damos la promesa del canto canadiano:

Jamás te olvidaré.

En medio de la austera emoción que he senti-


largas ori-
do á la vista de este gr an rio y de sus
algunas de las poblado^
llas, he notado apenas

que de tarde en tarde se elevan á derecha é


nes
Mariatown, Moulinette, Prescott,
izquierda:
Oydensburgh y Brockville. Por animados y
floridas que estén estas reuniones
de casas, las
no «i
T«o «OH cierta impaciencia parécem© qu«
;
—211-«
este su lugar, y que no debieran profanar con su
animación la calma religiosa y la augusta gran-
deza de estos sitios.

Pero, he aquí que llego á un punto verdade


ramente notable. Figuraos ver un vasto parque
inglés con su abundancia de árboles, sus colinas,
su variedad de terreno, sus cunas de verdura, y
reemplazad luego su césped con un cristal de
agua azul y transparente; ¿podrá esto represen-
taros perfectamente el cuadro que deseo con
templéis? No, no es posible. Sobre un espa-
cio de doce leguas de longitud y dos ó tres de
latitud, por cualquier lado que tendáis la vista,

no veis roas que islas de todas formas; las unas


elevan orgullosamente sobre el agua su cabeza
piramidal; otras se inclinan al nivel del rio, co-
mo para recibir el beso que le dá con sus aguas
al pasar; estas, cubiertas de abetos, aquellas
desnudas de todo, como un campo que aguarda
la mano del labrador que debe enriquecerle; ya

una roca árida, salvaje, como las que se ven en


el pintoresco archipiélago de Feroe, ya un gru-

po de árboles solitarios, d una maceta de flo-


res, y por todas partes el rio caminando y giran

do lentamente, enlazando con igual amor las mas


grandes y las mas pequeñas de estas islas perdién-
dose á lo lejos, retrocediendo sobre sus pasos
como un patriarca que visita sus dominios, co-
mo el dios Proteo visitando sus rebaños. Pero
no son esas como las islas de Grecia, que ofre-
§en sus mantos de luz y sus odoríferos frutos;
—213—
no son como las islas poéticas que han inspira-
do los cantos de Homero, y coronado de flores
la cabeza de Anacreonte; no son como las islas
voluptuosas que creáronla inncsortal belleza de
Pafos, el Alma jnater de Lucrecia, y embriaga-
ron los sentidos de Safo, hasta la hora de su
muerte. No; no son como Rhodas cuya vista
ofuscó mis ojos, ni como Chipre, que quisiera
volver á ver, ni^como Lemnos. Es menos admi-
rable y mas tranquilo. Parece que una hada,
enemiga del hombre, titana del Norte, en uno de
sus juegos con los Arrieles, ha sembrado el es-
pejo de estas olas con tantas islas, tantos bosques
misteriosos, y tantas verdes alfombras, para ins-
pirar con su vista agradables ideas á los que vi-
sitan estos lugares. ¿Podemos dejar de pensar
ante un espectáculo semejante?
Al atravesar el lago de las Mil-Islas, estaba
acostado en mi y pensaba ¿no diríais en
litera

qué? Pensaba en otra Icaria, en otro proyecto que


me recordaba el del virtuoso Cabet. Estoy segu-
ro que no esperabais oirme hablar de Cabet. Pa-
ciencia. Ya sabéis quenada tengo de comunista.
No mi ánimo desenvolver el plan de una de
es
esas amables sociedades que, según dicen, de-
ben regenerar la antigua humanidad. Únicamen-
te pensaba mi espíritu retrógrado, que allí pu-
diera formarse una buena colonia de amigos, te-
niendo cada cual su isla, su Pathamos, para a-
eogerse allí durante el destierro, y salir de ellas
con ^u apocalipsis. Como la mayor parte de esta
—B13—
islas no tienen noníibre, cada uno pudiera bauti-
zarlas seffun sus afecciones d sus recuerdos.
En noches de verano, pudiera cada uno ir
las

en una lijera góndola y con el Tasso en la mano

á respirar la frescura del lago bajo las sombras


de su vecino. En invierno, se recorrerla de una
parte á otra^i^on trinejos^d patines, sin temor de
verse uno maltratado por un ómnibus, d de es
ponerse á los peligros de un motin, ó de oir al
rededor de nuestras islas filosdfic-is á una do
cena de modernos apóstoles predicar la panacea
del socialismo. ¿Qué os parece mi sueño? Bien
sé que algunos de mis lectores lo primero que
me preguntarán, será de qué viviéramos entre
esas rocas áridas, y en medio de esos árboles.
Yo responderé á todo esto que pensando en se-
mejantes estas dificultades, nunca haremos nin-
gún proyecto realizable.
El lago de las Mil-Islas forma la rada de
Kingston. En otro tiempo teníamos en ese
lugar un fuerte, que primeramente llevd el nom-
bre indio de Cataraqui; mas tarde, tomo el de
uno de nuestros gobernadores, Frontenac. Los
ingleses, que nada hacen á medias, construyeron
en el mismo lugar una vasta cindadela guarne
cida de cañones, y guardada por dos batallo
nes. Al pié de Ja ciudadela se eleva la ciudad
de Kingston, que contiene quince mil almas.
Sin embargo, es muy triste, y parece que todos
los dias deplora aquellos tiempos en que el go

bijerno y el parlamento habitaban en su seno^


—214—
No habia allí mas
que un establecimiento
interesante; el penitenciario. A pesar de todos
mis esfuerzos y de los pasos que dio un escoces,
al que fui recomendado, no me fué posible en-

trar. Para pasar la puerta de hierro era preci-


so llevar uu permiso especial de los miembros
de la comisión de vigilancia, y toda la comisión
se hallaba ausente en aquel momento.
Después de haber recorrido sus calles casi
desiertas, donde se pasa
sin transición de una
hermosa casa de ladrillos, á una casucha de ma-
dera, después de haber atrr:vesado muchas ve-
ces el colosal edificio que desde lejos puede to-
mare por un palacio, y que solo sirve de merca-
do,no he tenido otra satisfacción mas que sen-
tarme junto al mar, como una gaviota cansada,
y contemplar la bahía, las fortalezas, la isla de
Wolfe que se eleva frente de la ciudad, y espe-
rar el vapor Dama det lago, que debia conducir-
me á Rochester. Llego por fin el vapor, y qui-
siera en honor de la Escocia,' en honor del dig-
no poeta Walter Scott, que le cambiarán el nom

bre, porque no canta baladas y recibe muy mal


á sus huéspedes. Cuídase solo de acumular en
sus dos costados, sacos, cajas, toneles y merca-
derías. Al ofrecer á los pasagaros stateronisy les
engoña dándoles unos cuartitos que parecen ne-
verías, y no les dan para cenar mas que mante-
ca rancia. Los vapores canadianos tienen nom-.
bres menos poéticos, pero son mas hospitala-
rios.

—215—
A causa del malestar que sentía en esa espe-
cie de nicho, que figuraba en el vapor como sa-
lón, y viéndome obligado para estar mejora pa-
searme por el puente, pude observar perfecta-
mente la hermosura del Ontario, este inmenso
lago cuyas lagunas se precipitan en el San Lo-
renzo. Por una parte no veia mas que la línea
azul del Estado de Nueva- York, y por la otra,
agua sin fin como si estuviéramos en alta mar.
Afortunadamente había una calma completa. En
un día de mal tiempo, hubiera podido sentirme
allí atacado como en el canal de la Mancha, por

el terrible mareo.
Después de varias paradas en diferentes em-
barcaderos, y de una estación de algunas horas
en la naciente aún, pero ya floreciente ciudad
comercial de Oswego, entramos por la noche en
el rio Genesée, el cual serpentea entre dos coli-
nas abundantes en abetos, y nos ofreció un es-^

pectáculo muy bello; dé lo alto de una montaña


caen mugiendo dos hermosas cascadas.
Hace unos cuarenta años que un inglés, re-
corriendo las entonces desiertas orillas del Ge-
nesée, no se dejo seducir ni por el placer de
admirarlas, ni por la inocente tentación de di-
bujarlas en su álbum, por eldeseo.de dedi-
ni

carlas un soneto. Era un hombre mas positivo,


el cual se dijo que una caída semejante no ha-
bía sido puesta allí parala estéril satisfacción
de los artistas ó de poetas, y sí para la fe-
los
cunda concepción de los especuladores. Com*
truyó jnnto allí una habitación, y estableció un
molino.
Sobre el terreno en que se elejiraba su solita-
ria habitación, se estienden ahora las largas y
anchas calles de Rochester, una de las ciuda-
des que nacen en América como los hongos en
el bosque, y que crecen en pocos años como ji-
gantes. En 1825 no tenia Rochester mas que
cinco mil habitantes, gracial al canal Erie que
la atraviesa y á la vecindad del Ontario, y á la del
valle de Genesée, uno de los^distritos mas fér-

de los Estados-Unidos, ha crecido rápida-


tiles

mente: actualmente cuenta unas cuarenta mil


almas.
En cuanto á las cascadas medidas por el inte-
lijente inglés; ahora sirven para hacer andar los
y las ruedas de los mo-
cilindros de las fábricas
linos. Los americanos, que todo lo calculan,
han calculado también, que esas cascadas tienen
la fuerza de mil novecientas máquinas de la

fuerza cada una de cien caballos, y os pi-ometo


que son gente que no deja» inmóvil l^ menor de
sus máquinas. Cada cascada está rodeada de
una doble línea de establecimientos industriales;
cada hilo de agua tiene su objeto. Si en la lí-
nea que la naturaleza le habia trazado, no satis-
faría los intereses de su dueño, se la obliga á
tomar otro camino, y á entrar en el canal. Acá
ba ya la primitiva hermosura de este sitio pinto-
resco. Pero nada importa esto con tal que la
compañía que ha comprometido sus capitales
—217—
en la abertura de una esclusa, en la construc-
ción de una máquina hidráulica, lleve todas las
mañanas al mercado de Rochester, tantos sacos
de harina, ó tantos kilogranos de lana hilada.
En verdad que se acerca el dia en que la
,creo
maravillosa obra de Dios desaparecerá ante las
obras de los hombres; en que el mundo perderá
el último retazo de su vestido virginal, o en que
la tierra mitológica de la antigüedad, la tierra

religiosa de la edad media, no será mas que una


tierra comercial, un inmenso hazar^ o un inmen-
so horno.
En Rochester he encontrado otra vez á los
americanos tales como les dejé hace seis sema-
nas; el tiempo no les ha mudado y creo que son
incorregibles. Los mismos rostros, la misma
rudeza y la misma falta de limpieza. Es un
fastidio verse obligado á comer con ellos; pero
mañana por la tarde estaré ya en el Niágara.

Id
IX,

EN EL NIÁGARA.

La Caida americana y la Herradura. — La cascada. — Orillas del


rio.

— La Table rock. — El pufinte suspendido. — La casa de un colo-


no alemán. — Leyenda de James Abbott.

No que he vis-
intentaré describiros el cuadro
to; en vano usara en plumas
el ensayo
de oro las

que han inventado los americanos. Solo Lamar-


tine con su melodioso lenguaje, y Byron con su
soberana poesia, pudieran pintar esa escena que
hubiera exaltado su genio, pero que destruye mi
débil pluma.
Hay lugares que deben á la distancia en que
están, una parte de su belleza. Las descripcio-
nes de los viajeros, los grabados y los euadros,
—220—
les dan un aspecto sin igual. Deseando verlos,
nos dirigimos con una idea exaltada, y al
allá
llegar, nuestras esperanzas se ven engañadas por
las exageradas descripciones que nos habian he-
cho. Al ir á visitar el Niágara, temia unos de
esos desengaños, y poco falto para que mi temor
me hiciera renunciar á la larga vuelta que debia
dar para llegar mas allá del Lago Erie. Pero,
cuando me hallaba ya á algunos centenares de
pasos de la fonda del Águila; cuando al doblar
un bosque sombrío, me encontré de repente fren-
tede la cascada, tanto me sorprendí, que perma-
necí como clavado en la emoción que
el suelo;

sentí fué tan profunda, que solo pude arrojar un


grito de admiración, al mismo tiempo que mis
ojos se arrasaron de lágrimas.

Algunos dirán tal vez que eso fué efecto de


mis nervios. Podrá ser que no se engañen, pero
ante una obra tan grande de la naturaleza, solo
una vez he esperimentado otra emoción igual.
Fué cuanda desde última playa de Spitzberg
la

contemplaba las últimas playas del mundo, las


eternas barreras de los hielos del polo. Allí
se presentaba á mi imaginación la idea de la
soledad humana, y me conmovía hasta el fon-
do del alma; en el Niágara, se ofrecía á mis ojos
el espectáculo mas grandioso, el mas deslum-
brante, el único en su género que puede verse
en el mundo, y su vista me deslumhraba entera-
mente.
Yo no sé cuanto tiempo permanecí allí inmó
—221—
vil,mudo. Llovía á mares, pero ni sentia el
agua que me empapaba, ni el viento que amena-
zaba arrancarme de las espaldas la capa con que
procuraba cubrirme. No oia mas que el ruido
de la cascada, ese trueno de las aguas, como le

llaman los indios*, no vela mas que sus anchas


olas cayendo á un precipicio desde lo alto de su
interrumpido cauce. Cuando volví á la fonda,
fui á sentarme junto á la lumbre como por ins-
tinto, y sin ver nada de cuanto me rodeaba. No
pensaba mas que en el Niágara, no veia otra co-
sa mas que su caida.
Al dia siguiente volví y pude ya contemplar
con calma lo que lanto me agitó el dia anterior.
Ahora podré quizas daros un bosquejo topo-
gráfico de esta maravilla de la creación, pero de
ningún modo esperéis de mi pobre pluma un
cuadro digno de tan grande obra.
El Niágara está formado por la gran cantidad
de agua que desde el lago Erie, va, pasando
por un estrecho canal, y á la distancia de treinta
y seis millas, á echarse dentro del lago Ontario.
Desde la cima escarpada de una loma de ciento
sesenta pies de altura, se precipita sobre un gru-
po de piedras, en dos vastas caidas separadas
por la isla de Iris; llámase á una desellas la Caida
americana (American Fall), y á la otra la Herra-
dura. Este nombre está perfectamente adopta-
do á la idea que representa; quisiera empero,
que se le diera otro mas poético.
La Caida americana fuera por ti sola uno d«
—222—
los mas bellos espectáculos que existen en la
embargo solo se le con-
superficie del globo; sin
sidera como un fenómeno secundario, cuando se
vé en toda su estension el inmenso círculo de la

Herradura. Los americanos, que por lo gene-


ral ninguna atención prestan á las escenas de
lanaturaleza, pero que nada descuidan de lo que
puede favorecer su industria, han hecho todo lo
que puede dar mas atractivos al espectáculo del
Niágara.
Hay ferro-carriles y vapores que van á Búfalo
y á Lewiston en busca de los pasageros para
llevarlos al Niágara. El camino está lleno de
carruages, y por todas partes se elevan magnífi-
cas fondas. Desde lo alto de la montaña, los
viajeros bajan al no por .una rápida pendiente,
sentados en unos sillones colocados sobre carriles
y sostenidos por fuertes cables; á orillas del rio
una barca les espera y les conduce hasta frente
de la Herradura. Este es el magnífico punto de
vista, y el que deseamos volver á ver cuando lo
acabamos de dejar. Desde allí se contempla en
toda BU anchura y elevación la Caida americana,
la isla de Iris, el círculo de la cascada canadia-
na con sus profundas olas, verdes como la esme-
ralda, y llenas de espuma blanca como la nieve.
Tan impetuosa es sh corriente, que las olas, al
caer en el abismo, se alzan en torbellinos de va-
por á mayor altura del punto que las contenia.
K mas de cien mil pasos de distancia distingüe-
lo en la cima de la montafia ese torbellino ño-
—223—
tante como una nube de plata. De dia ese pol-
vo de perlas, herido por los rayocí del so ¡, forma
un brillante Arco Iris; de noche, vése á veces
la vaporosa banda colocada por los rayos de la.
luna, brillar en medio de la oscuridad como un
puente de luz, como el puente de la mitología
escandiiKiva.

De cada lado de las cascadas se estienden


murallas de rocas y bosques salvajes, cuyos som-
bríos coloresañaden un nuevo efecto al cuadro
que circundan. Aun cuando sepa uno que esos
lugares están habitados, se esperimenta allí el
sentimiento de una soledad imponente, de una
solemne Tebaida. En ese profundo círculo cer-
rado por las aguas, coronado por los bosques,
no se ven mas seres vivientes que las gaviotas
que dan continuas vueltas sobre el sumidero, y
cuyas blancas alas desaparecen á menudo bajo
los pliegues de la blanca espuma. Si crepera en
la metempsícosis, lo que, sea dicho de paso, me

gustaría un tanto, pensaría que esos pájaros en-


cierran las almas de los poetas, á los cuales ha
sido dado gozar en su nueva existencia de uno
de los esplendores de Dios, en los esplendores
de la naturaleza.

Mas allá del rio, sobre la costa del Canadá,


está la Table rock^ mesa redonda y lisa que so-
bresale sesenta pies sobre el abismo. Aquellos
que no temen ser presas del vértigo, pueden
adelantarse hasta el estremo de ese promonto-
rio, y desde aÜí que
dirijir )a vista al precipicio,

silba,muge, y hierve como una caldera.


Desde esa punta maravillosa se baja por un
estrecho sendero al pié del torrente. Pero pa-
rece que una celosa deidad impide que se le
acerquen, con los chorros que lanza contra los
profanos curiosos que se aproximan á su santua
rio. Sm embargo, ningún riesgo se corre allí,
mas que el de salir empapado completamente;
desafiando este inconveniente, se llega bajo una
cortina de agua, una prisión de límpidas
bajo
aguas. Jama^ las hadas y ná-
¡Qué prisión!
yades han construido una semejante páralos
caballeros á quienes cautivan en sus palacios de
cristal. Para pasar algunos instantes allí, para
gozar del encanto fabuloso de una aventura se-
mejante, puede atravesarse el Océano, y hacer
seiscientas millas de wagón en wagón, y en me
dio de los sombríos americanos.

Al volver á la cima de la roca, encontré un


aldeano canadiano, el cual con su rustico car-
ruaje, cubierto con una piel de búfalo, me con-
dujo á lo largo de la costa como á una legua de
distancia, hastaun puente de hilo de hierro,
construido de una orilla á otra. Después de
haber admirado la obra de la naturaleza, debí
admirar también la del genio humano. Es qui-
zás la obra mas atrevida que he visto, y aunque
los números es una cosa muy empalagosa cuan-
do se mezclan con una descripción, debo no obs-
tante recurrir á los números para daros una
—225—
exacta idea del puente. Este, formado de un
solo arco, tiene cincnenta y nueve
setecientos
pies de longitud, y se eleva á doscientos treinta
sobre el precipicio. Los naa-s pesados carruajes ,

pueden atravesarlo con toda seguridad, si bien


es cierto que tiembla al peso de un niño, como
una barca al soplo del viento; me fué preciso
agarrarme con las dos manos para contemplar
del medio de ese edificio aéreo, la cascada y el
boquerón anchuroso, porque el carruaje que en
aquelmomento le atravesaba, \e hacia oscilar
como un lijero artesonado, y parecíame que iba
rodar por el abismo. Del otro lado del puente
pasa el ferro-carril de Lcwiston, que se roza
con la cresta de la montciña, el borde del 'preci-
picio, y á pocos pasos de allí aparece una ri-

sueña campiña, campos fértiles, cercados llenos


de frutales, ganad'^s paciendo, casitas cuya lim-
pieza anuncia abundancia de los que en ellos
la

viven, una escena en fin, de verdadera alegría.

Ese suelo produce cuanto pueden producir


las tierras en Francia: trigo, cebada, y legum-
bres. Está habitado en gran parte por colonos
alemanes, los cuales con su trabajo inteligente
se procuran allí una fortuna. Hay lotes de ter-
reno que se les ha vendido por algunos centena-
res de pesos, y en pocos años doblan el valor de
lo que les han costado.
Un domingo entré en una de esas habitacio-
nes germanas. El propietario de la casa estaba
tentado junto ala chimenea, con la pipa en la
—226—
boca. Dos hermosos y robustos jóvenes juga-
ban á damas al lado de una rubia muchacha
las
que les contemplaba sonriendo. En un rincón
de la habitación habia una. vieja, que era la
abuela de la familia, leyendo, ayudada de sus
largos anteojos, la Biblia. Respiraba el interior
de por su limpieza y sencillez, y
la habitación,
junto á aquel círculo doméstico, tales aparien-
cias de bienestar y de calma moral, y un efecto
tan seductor, tan hemmUg^ como dicen los suecos
que detuve un momento en el umbral con
me
cierto respeto, como temiendo perturbar la ar-
monía de aquel cuadro.
El padre, al verme, se levantó y salió á mi en-
cuentro, esperando silencioso que le esplicara
el objeto de mi visita. Dirijíle la palabra en
alemán, y espliquéle que siendo viajero y curio-
so, deseaba visitar una casa de campo alemana
en América. A la primera palabra que pronun-
cié hizo con un gesto una señal á su hija, que
fué por una silla, y la llevó sonriendo al lado de
la lumbre. Pregúntele de qué provincia era, y
me respondió que de Sajonia, de Gorlitz: "¡Oh!
esclamé; de aquel hermoso pueblo que hay jun-
to á Leipzig! ¡Cuántas veces he ido allá por el
Rosenthal!" Al oir estas palabras, la vieja que
parecía no haber notado antes mi presencia, y
continuaba leyendo, quitóse los anteojos y mi-
rándome fijamente, dijo: *'¡Cómo! ¿sie sind in

Gorlitz geiüsen? (¿Habéis estado en Gorlitz?") Y


eruzando los bracos sobre bu pecho, derr»W<^
—227—
una lágrima. ¡Oh cara patria! ¡No eres una pa-
labra vacía, no, por lejos que se esté detí, y aun

cuando se esfuerse uno en olvidarte, jamas tu


imájen se borra de nuestra memoria, y un inci-
dente inesperado, un solo nombre, basta para
que nuestro corazón se estremezca, y para que
el llanto corra por nuestras mejillas!
Después que anciana hubo manifestado su
la
emoción, siguió leyendo, como si se hubiese ar-
repentido de ella. Quizás leía el Suyer flumina
Bahylonisy tal vez el capítulo que esplica como el

ángel del cielo volvió á Tobías á su familia:


¡Santa y piadosa lectura! ¡Ningún otro libro ha
penetrado en las profundas tristezas del alma
humana como y ningún otro tampoco
la Biblia,
puede consolarnos como él cuando sufrimos!
Permanecí conversando solo con el dueño de
la casa, que me esplicó sus trabajos, los buenos
resultados que le habían dado, del modo que
cortaba la leña que iba á vender á los habitan-
tes del Niágara, cómo cosechaba el trigo y en-
gordaba el ganado que llevaba á los mercados de
BúfFalo, y como poco á poco iba aumentando el
capital que legaría á sus hijos.
Pregúntele si sentía deseos de volver á Ale-
manía. *<Sí, sin duda, me respondió'; no olvida-
mos desde aquí á nuestro país, y habéis podido
convenceros de ello con la emoción que ha es-
perimentado mi madre oyendo hablar de Gorlitz.
Muchas veces al conducir mi carro he soñado en
la alegría que me causaría volver á ver la» ea-

ciñas de nuestras campiñas, y el campanario de


mi pueblo. Pero ya no encontraria ahora mi
antigua Alemania. Las noticias que de un año
á esta parte nos dan de ella los periódicos, me
causan una verdadera tristeza. Luego, inter-
rumpiéndose y mirándome fijamente, añadió;
¿Sois vos acaso uno de aquellos que creen que
nada debe conservarse de lo que en otros tiem-
pos existia, aomo inútil y caduco, y que son de
parecer que deben demolerse todas las antiguas
instituciones y todos los tronos? — No á te mia,
contesté; no debo echarme en cara ninguna sim-
patía hacia las revoluciones democráticas.
Tanto que mejor. Aquí tenemos nosotros una
reptiblica, y no me qaejo de ella, bien que no
deja de tener sus graves defectos; empero las que
quieren crear allá, me asustan. Yo no debiera
leer ya ni una sola de esas hojas que se impri-
men actualmente en los mas isignificantes pue-
blos de Alemania, porque cada vez que las leo,
tengo materia para murmurar de ellas con mi»
hijos, quienes, mas sabios que yo, no se mezclan
en la política."

^Fuéme preciso abreviar mi visita á esa ama-


ble familia, y resistir, no sin sentimiento, á sus
vivas instancias para que les acompañara en la

cena. Debia partir, y antes queria visitar algu-


nos otros alrededores del Niágara, y la isla de
Iris, donde muy difícil era en otro tiempo llegar,

pero á laque se va ahora por un puente bastan-


te eOmodo. C^si en la punta de e«a lengua de
—229—
tierra hay una gencilla loghouse, que conteaiplé
melancólicamente, y voy á esplicaros por qué.
Pero, no vayáis á creer que trato de esplicaro^
una novela; no es mas que un hecho histórico.
En 1829 llego' al pueblo del Niágara un joven
estranjero, con la intención de pasar allí algunos
días. Estos se pasaron y con ellos las semanas
y los meses; iba todas las mañanas á sentarse
frente de las cascadas, contemplándolas silen-
ciosamente; por y cada dia aumen-
la tarde volvia

taban las horas que pasaba en su contemplación


solitaria.
Llamábase James Abbott. Nadie sabia de don-
de venia, ni quién era. Sin embargo, al ver sus
finos modales y su dulce fisonomia, causaba
cierta emoción, y los que hablan conversado con
él, decian que era muy instruido y que habia

viajado mucho. Nada tenia de misántropo, pe-


ro evitaba toda reunión, huia de los caminos fre-
cuentados, y habitaba solo en su casita, solo pa-
saba las horas en la cresta de la montaña, y solo
se paseaba por el bosque,
Pidió la autorización para construirse una ca-
bana sobre una pequeña isla inhabitada, llama-
da ia isla de las Tres-Hermanas. Ignoro por
qué razón se le negó lo que habia pedido. En-
tonces se estableció en la isla del Iris, sin que
ningún criado le sirviera; él mismo preparaba
sus comidas, que eran de verdadero anacoreta^
harina hervida y agua: tales eran sus alimentos.
Su moralidad «ra muy austera. Ni una- sola mi-
20
--«so-
rada dirijia á las jóvenes; ni un canto, ni una
fiesta lellamaban la atención. ¿Habia encontra-
do acaso en el fondo de la copa de los goces de
la vida alguna amargura, puesto que no queria

volver á llevarla á sus labios? ¿Pesaba acaso so-


bre su corazón una pena tan grande, que le lia-
cia insensible á los placeres del mundo, 6 una
pasión que le hacia mirar como vulgares todas
las demás inclinaciones? Nadie lo ha sabido.
En el mes de Junio de 1831 salid una maña-
na para ir á bañarse en el rio, según su costum-
bre,, y al dia siguiente unos pescadores llevaron
á la orilla suinanimado cuerpo, que fué arras
trado por la corriente á quince millas de distan-
cia. Unos ingleses que se encontraban en el
Niágara en a^uel tiompo, reuniéronse para acom-
pañarle á su ultima morada, y abrirle una tumba
en la misma loma que parecía amar
tanto, y en-
que tantas horas habia pa-
frente de la cascada
sado contemplando. Entonces se supo que era
inglés, é hijo de un clérigo protestante. En cuan-
to al secreto que guardo en lo mas profundo de
su alma, en cuanto á la causa de su tristeza, na-
die pudo saber lo mas mínimo. ¡Pobre James
Abbott! Cuando murió no tenia mas que vein-
tiocho años. Quizás el tierno poeta de Irlanda
T. More, para él esta elejía.
escribió'
"¡Pobre lacerado cora«on adiós! Ha llegado ya
(U hora de descanso, y pronto estarás en tu eter-
no refugio: ¡adiós, pobre lacerado corazón! Tal
vez el dolor que sentirás al dejar la vida, será
—231—
menos agudo que los que has sentido durante tu
existencia.
¡Pobre lacerado corazón, adiós! La agonía
ha pasado ya, la ultima de las agonías. Ya no
sentirás mas tan agudos dolores. ¡Pobre lace-
rado corazón! Solo te falta morir como el na-
dador, que después de sus valerosos esfuerzos,
espira sobre la helada orilla* Por fin dormirás
en paz. ¡Adiós, pobre lacerado corazón, adiós!

DE BUFFALO A NUEVA- VORK.

Los antiguos nombre* en América. — Observacionestie riaje.

Silencio en los wagones. — Respeto á mugeres. — Caza


las al ma-
rido.— Sencillez de construcción de caminos de hierro.
la los

Sectas — Los kuakeros tembladores. —Juana Southcott,


religiosas.

nuevo Mesías. — Procea» de brujería. — Historia de Cristóbal


Gardner. — Descuajo dala — Sufrimientos de los colonos.
tierra.

Si OS dignáis pensar en mí, os figurareis quixás


que estoy en algún oscuro distrito del Norte,
oyendo por todas partes resonar á mis oidos
nombries indios, tales como, Chittenango ó Cana-
joharée, y mientras formáis esta hipótesis, no
hago mas que recorrer media docena de ciuda-
—234—
des de las mas célebres del mundo: Batavia,
Viena, Génebra, Syracusa, Utica, Roma
y Ams-
terdam. Sí, hé aquí las ciudades que veo en un
solo dia y sin detenerme en mi camino. Dígan-
nftedespués de esto si el pueblo se ocupa ó no de
estudios; él, que quiere encontrar un recuerdo

de la antigüedad y de la edad media, las esplén-


didas regiones del Asia, y las clásicas regiones de
laGrecia y de la Italia, hasta en cada uno de los
bautismos de sus nuevos pueblos. En verdad
en verdad que este es el pueblo mas singular que
existe; un pueblo que une las mas altas preten-
siones á la mas Se burla con-
triste severidad.

tinuamente de la vanidad europea^ cuando él es


el mas vanidoso que existe. El pavo que estien-
de su cola va dando continuamente vueltas, or-
gulloso de sí mismo; el pájaro carpintero de los
bosques del Brasil, á cada picotazo que da á los
árboles mas corpulentos, pasa inmediatamente
alotro lado del tronco creyendo haberle atrave-
sado con su débil pico; el americano puede com-
pararse á estos pájaros cuando piensa en su
propia grandeza.

Si entráis en conversación con él, procurad no


negarle ninguna de las cualidades que se atribu-
ye; ni literatura, ni poesía, ni artes; no hicierais
mas que irritarle, y creyera al mismo tiempo que

no sabéis comprenderle. Está convencido de que


posee todos los dones del ci«io y de la tierra, y
de que á menos de estar dominado por las mas
estúpidas prevenciones ó por la mas ciega igno-
--235—
rancia, no se le puede negarla preeminencia en
todas las cosas, y sobre todas las naciones del
mundo. Un hecho histórico es lo único que le
vence un poco. Respecto á los nobles y antiguos
estados de Europa, es, lo que era á la nobleza
un banquero cuya arrogancia rentística hirió un
dia á una amable y gran señora del barrio de S.
Germán: "Bien puede elevarse sobre su car-
tera, decia mirando uno de los retratos de sus
abuelos, pero nunca se elevará con un* blasón
de éstos." Los Estados-Unidos no tienen en
efecto ningún blasón santificado en las cruzadas
ilustrado por rasgos caballerescos, ennoblecido
por una larga descendencia. Su historia no pasa
del siglo XVII. Su mas antigua ciudad no cuen-
ta mas existencia que desde el año 1612. Pero
elamericano que sabe todo esto, ha sabido en
contrar un ingenioso medio de remediar este
claro, y es, hacer llegar hasta él la antigüedad,
Troya, Atenas y Jerico', por me-
la tierra santa,

dio de los nombres que dá á sus nuevos estable-


cimientos. En la construcción de sus iglesias,
escuelas y mercados, copia los planos de los
edificios góticos, las columnas corintias y las dó-
ricas; si le habláis de antigüedad, os dirá que la
posee; y si ha leido á Corneille, es probable que
os recitará enfáticamente aquel verso:

"Rome n'est plus dans Rome, elle esttoute ou je suis."

Para que llegue á este punto el americano,


debéis antes dominarle^ digámoslo así, porque
—236—
son tantas las ideas que le asaltan, tantas las
que bullen en su mente, que, temiendo que sus
rivales recojan una sola de ellas, no menea la
lengua mas que para saborear su tabaco, y no
abre los dientes mas que para escupir. Yo
creia que mi acento estranjero y mis solecismos
y barbarismos le causaban, pero como le he

visto sumirse en la misma taciturnidad con sus


propios conciudadanos, he acabado por conven-
cerme de que si se le ha concedido la lengua, ha
sido para que hiciera de ella el uso mas es-
tricto.

Entro ya en ancho ómnibus del camino .de


el

hierro, y escojo el lugar que mas me gusta, sin


cuidarme de mi vecino que guarda conmigo las
mismas atenciones; lo único que procuro, es po-
ner mi capa y mi saco de noche en salvo de su
continuo escupir, y tomadas ya todas estas pre-
cauciones, abro un libro, leo, y luego contemplo
el paisage.
Los americanos nada leen y nada observan;
solo meditan en silencio alguna especulación; es-
ta es la única diferencia que existe entre ellos y
sus baúles. Sentados uno junto al otro sobre
el banco, tendidos sus pies sobré el que tienen
enfrente, van de este modo como unas troncos,
hasta la parada donde intentan detenerse. Una
sola cosa puede arrancarles á su inmovilidad, y
es el oir anunciar que el tren debe detenerse
media hora por medio, cuando vibra la campana
en la puerta de la fonda.
—237—
Al oír estos gratos sonidos, parece que la
trompeta del juicio final está llamando á losmuer-

tos en el valle de Josañit. Los americanos se


precipitan uno sobre otro para ser los primeros

en de los wagones, corren al comedor, de-


salir

voran con toda la rapidez que permite la quija-


da humana, beben de un sorbo un vaso de bran-
dy ó de vino de porto, y luego vuelven á caer
en su letargo.

De un espacio de mas
Bufíalo á Albany, sobre
de cien leguas, puedo afirmar, sin exagerar, que
no he oído pronunciar una sola palabra. Pare-
cían los viajeros una población salida del peni-
tenciario, creyéndose sometida aún bajo el rudo
régimen de su impuesto silencio.
Hasta las mugeres, que en todas partes tie-
nen el don de animar el espíritu del hombre, de
sorprenderle en medio de sus mas graves re-
flexiones, y de llamar su atención, por rebelde
que sea, el grado á que se proponen lla-
según
marla, nasta las mugeres, repito, parece que es-
tán aquí paralizadas por el círculo que las do-
mina. Semejantes á los pájaros de los climas
tropicales,que antes de una tempestad sienten
debilitadas las fuerzas de sus alas por el calor
de que está impregnada la atmosfera, así su pen-
samiento sucumbe bajo la pesada atmo'sfera del
moral americano.
Este pueblo se envanece del respetolque tri-
buta á sus mugeres, y culpa en alto grado, res-
pecto á esto, las costumbres europeas. Es ver-
—238— .

dad que una muger, por joven y hermosa que


sea, puede ponerse en camino sola, viajar por
todos los vapores, y entrar sola en todas las
fondas de los Estados-Unidos, sin temor de que
la ofendan en lo mas mínimo. También es cier-
to que en cualquiera parte les reservan los mejo-
res lugares, y que no se sientan á la mesa sin
que ellas estén sentadas: que en todos los vapo-
res, grandes y pequeños, hay un salón espreso
para ellas, y que en los carruajes públicos y en

los wagones, nadie les disputará el asiento que


ellas prefieran; pero todo este respeto no es pa-
ra mí mas que un vecino muy cercano de la in-

diferencia. Una americano ha insta-


vez que el

lado á su esposa ó hija, en el lugar que le está


señalado, ó que la ha acompañado al estremo
de la mesa, donde separa rudamente al que ocu-
un asinto que ella desea ocupar, creyendo haber
cumplido ya con todas sus obligaciones, no
vuelve á cuidarse de ella. Va al puente á fu-
mar su cigarro ó á beber al harroonh donde cae
en sus reflexiones, y deja á su muger en la mas
completa soledad.
No sé engaño, pero creo que nuestras
si me
señoras de Francia no serian muy partidarias de
un respeto semejante; yique aun cuando se es-
pongan á veces á deber luchar con una galante-
ría un poco mas galante de lo regular,
mejor se
inclinarán á la lucha que al abandono.
Puesto que he empezado á tocar tan delicada
cuestión, permitidme que me estienda mas so-
—239— •

bre esto. En América, así como en Inglaterra y


Alemania, gozan las mugeres de la mas amplia
libertad antes de casarse. Las jóvenes andan
solas por las calles de la ciudad, entran solas
en los almacenes, y vuelven de noche solas á
sus casas. Ni camarista ni dueña las acompañan
para cuidarlas. Si prolonga un poco sus visitas,
si conversa largo tiempo con una persona que se
ha encontrado al paso, si está tendiendo una red
á un marido en proyecto, nadie la dice una pa-
labra, nadie reprueba sus acciones. Los padres
ningún dote dan á sus hijos al llevarlos al altar,

y ellos mismos deben de cuidar de tomar un


rumbo seguro, al entrar en el espinoso camino
de la vida conyugal. Ese sin dote de Moliere,
hace nacer muy tempranas solicitudes matrimo-
niales en el corazón de las americanas. El gran
qué de todas ellas, es procurarse un esposo que
acepte y compense con sus propios recursos ese
terrible sin dote; esta imperiosa necesidad da en
estos casos valor á la mas novicia. Nuestro in-
teligente escritor M. C. de Bernard, que ha es-
crito tan lindas novelas sobre la caza á los aman-
teSf pudiera componer aquí una muy fecunda en
incidentes curiosos sobre la caza á los maridos.
Una vez que las hábiles cazadoras han logra-
do hacer presa en las grutas de los contadores
o en las playas de los salones, y han cazado uno
de esos pájaros salvajes llamados maridos, enton-
ces pierde toda su independencia y toda su libre
existencia de doncella. Prendida en las redes
—240—
que ella misma ha tejido, lleva en el cuello la

cadena de su señor, y debe esperar todos los


dias en el palomar al fugitivo palomo. A juz-
gar por los libros que he leido, y por
algu-

nas anécdotas que contado, no creo yo,


me han
á pesar de lo que digan los americanos,
que en
los grandes centros de población de los Estados-
Unidos, y sobre todo en Nueva-York y Nueva-
que
Orleans, haya mas rigidez de costumbres
todo
en nuestras ciudades de Europa. Pero
se

encubre con el mas profundo misterio; todos


los

pecados conyugales se ocultan bajo el mas espe-

so velo. Aquí la opinión pública condena sin


remisión á todo hombre que tiene relaciones
ilí-

citas con una muger casada. Desde que se des-


su tierna historia, se le señala como
un
cubre
ser de una especie venenosa, y se le destierra
de la sociedad como á un negro o como á un pa-
ria. Y así debe ser. El americano no reside
en ella,
en su casa, no hace masque acampar
porque ó es negociante ó empleado. Su
despa-
siempre lejos de su
cho ó su mostrador están
allí va por la mañana y no sale hasta por
casa;
en la noche; ya llevo dicho que es de una natura-
leza estremadamente nómada. Cuando nadie
lo espera, seembarca de repente con la maleta
debajo del brazo; y se embarca por muchas se
manas ó por muchos meses. Mientras se entre-
que cor-
ga á sus especulaciones en el almacén, ó
sobre| los lagos
re en pos de su fugitiva fortuna
quiere
del Norte 6 sobre Us mares del Sur, no
—241—
pensar en la muger que deja sola en su casa.
Para libertarse de toda inquietud, forma una
alianza con toda la corporación de los maridos
por medio de un tratado de seguros generales;
hace con ella un wehgericht, que castiga con la

deshonra á cualesquiera que por medio de una


confesión ilegal, se atreva á alterar la tranquili-
dad de su asilo conyugal.
Las mugeres del Norte de los Estados-Unidos
son sin embargo bastante lindas para dispertar
las mas peligrosas tentaciones. Es preciso con-
fesar, empero, que no tienen la gracia sin igual
de la verdadera prusiana, ni la tierna y melan-
cólica espresion de las alemanas, ni los grandes
y dulces ojos de las flickor de Suecia; tampoco
tienen esa encantadora mezcla de coquetería
francesa y poesía septentrional, que distingue á
las rejnas de las casas de Petersburgo ó de
Moscou, ni los rayos ardientes que brillan en los
ojos de las hermosas gaditanas. Generalmente
tienen el talle elegante, la fisonomía regular y
fresco el rostro. Parécense á unas flores algo
amortiguadas y frias. Pero son una clase de
floresque un Lineo de la vegetación humana no
pudiera dejar de colocar en su clasificación, y
cuando veo una mas atractiva y risueña que las
demás, la compadezco: ¿y sabéis porqué? por
que ha nacido bajo el sol de América y proba-
blemente se casará con un americano; es decir,
porque verá todos los dias á un americano eal-

21
—242—
cular y comer. Semejante pensamiento m&
repugna.
Hé aquí donde me arrastra la costumbre que
me habéis dejado tomar de hablar con vosotras
con ci corazón en la mano. Quería hablaros del
camino de BúíFalo y me arriesgo en el mas espi
noso de los railroads, en el de las atracciones de
lasmugeres.y los peligros del hogar doméstico.
Me apresuro á dejar este delicado punto, para
volver á entrar en el descanso de mi wagón,
donde solo debo temer la esplosion de una cal-
dera, ó el choque con otro tren.
Estos ferro-carriles son los testigos ambulan-
tes del genio esencialmente positivo y práctico
de los americanos, que reducen todas sus em-
presas al mas estricto cálculo de utilidad. No
vemos en ellos esos grandes trabajos artísticos
con que se honrap nuestros ingenieros, ni los
grandes edifacios que adornan nuestras estacio-
nes, ni esa multitud deempleados con su gorro
engalonado y casacas con bordados en el cuello,
ni esos encantadores carruajes en que el tapice-

ro ha colocado sus mas hermosos bordados. Un


largo wagón lleno de bancos muy duros, se des-
tina aquí á todos, á los ricos y á los pobres, á las
grandes señoras y á las criadas. Estoy en un
país donde el principio de la igualdad es desco-
nocido en lo interior de los salones, pero domina
en todo de la vida Hace algún tiem-
lo esterior

po, que, caminando algunos miembros del con-


grcfo entre ^nn inmensa multitud, dijo uno de
-^243—

ellos dirijiéndose á los que le rodeaban: "Haced-


nos liig:ar, amigos; nosotros somos los represen-
tantes del pueblo." Y un yankee tomándole por
un brazo, le dijo empujándole hacia atrás: "Vo-
sotros sois quienes deben hacer lugar, porque
nosotros somos el mismo pueblo."
El wagón en que estoy, que está construido
del modo mas sencillo, rueda sobre un camino
llano que no habrá causado muchos gastos para
nivelarle. Si se le presenta al paso un rio, lo

atraviesa sobre un tosco puente de madera; si


quiere impedirle el paso una colina, penetra en

ella por una abertura donde el albañil no ha tra-

bajado un solo instante. En cada ciudad entra


bajo un rústico cobertizo; en cada estación un
ájente, que no lleva mas distintivo que una pla-
ca de latón en su sombrero, dá la vuelta al ómni-
bus, recibe el precio da los asientos, se mete e
dinero en el bolsillo, y se acabó. En cuanto á
los equipajes, ni les colocan sobre una balanza ni

les inscriben en ningún registro-. Un empleado


les coloca en un carro, escribiendo únicamente
con yeso, en cada uno de los bultos, el lugar
donde deben ir. La ley obliga á dar á cada via-
jero un tiket (tarjeta), pero si les pedis esta débil
señal de garantía, se sorprenden y parecen ofen-
derse. Es un modo bastante original que tienen
las administraciones públicas de tratar los inte-
reses individuales, en ua país que tiene el privi-
legio de reunir en su seno, de todos los puntos
dfl globo ademas de ios que crea él mismo, á
—244—
tan gran cantidad de picaros. En el correo por
ejemplo, se pega á la pared una lista por orden
alfabético que contiene los nombres de todas las
cartas que no llevan dirección ninguna. Cual-
quiera tiene el derecho de reclamar una que qui-

zás vos estaréis esperando con la mayor impa-


ciencia. Ni le preguntan quien és, ni qué dere-
cho tiene para reclamarla. Basta que la desee,
para que se la entreguen inmediatamente. En
los ferro- carriles se observa el mismo orden con
los baúles; cualquiera desconocido puede tomar
el vuestro,y vaciarlo antes que os apercibáis de
que ha desaparecido. Lo único que hace la ad-
ministración, es inscribir con grandes letras en
las paredes de todas las estaciones estas pa-
labras;

Beware ofpick pockets (cuidado con los ladro-


nes), y hecho esto, cree ya haber cumplido con
su deber.
El precio de transporte en estos ferro-carriles,
es bastante mo'dico; ordinariamente no suele pa-
garse mas de cuarenta céntimos por legua, y no
se paga nada por el equipaje; pero no caminan
con tanta rapidez como los de Inglaterra, ni tan-
to como i©i lie Francia siquiera. Por término
medio, andan seis leguas por hora; los postillo-

nes rusos andan casi tanto con sus ligeros carros


y sus caballos de largas clines.

Detiénense con mucha frecuencia, y en algu-


nas de las estaciones son muy largos los altos
que se hacen, lo que no me disgustaba, no tanto
—245—
pot ver ías ciudades como por ver los paisa-
jes. Las ciudades de los Estados-Unidos son
de una uniformidad sin igual. El que ha visto
una, por poco que quiera cansar su imaginación,,
puede figurarse como son todas las demás; la
única diferencia qne hay de unas á otras, es la

estension que ocupan y el número de habitantes


que encierran; todas están basadas sobre el mis-
mo modelo, y animadas por un mismo espíritu
de especulación. Nueva-York es el tipo de ellas,
y todas las demás se construyen siguiendo el
mismo estilo de la metrópoli. Empiezan por un
almacén, y á este le sigue una posada; luego
viene la casa de correos, y cuando á lo largo de
un canal, hay un centenar de casas alineadas,
podéis tener per seguro que no faltarán entre
ellas dos bancos y varias capillas. Ningún país,
que yo sepa al menos, está dividido en tantas
sectas religiosas; cada una de ellas quiere tener

su templo y su predicador, que ella misma elije


y mantiene. El gobierno en nadase mezcla con
ninguno de esos cultos, y en nada contribuye á
su sostenimiento. Ya podéis conocer cuan poca
será la autoridad moral de un clérigo, que de-
pende enteramente del voto y de la contribución
voluntaria de algunas familias, que no están lia-
das con él por ningún principio de unidad fija,
y
que se creen todas facultadas para interpretar la
Biblia á su modo, y comentar sus comentarios.
La obligación de cada uno de esos clérigos, es,
demostrar que su cisma es la única doctrina ver-
—246
(ladera, que ella sola comprende el justo sentido
de la escritura santa, y que adoran á Dios tal
como Dios quiere ser adorado. Así es que, ca-
da uno cumple con celo su obligación, sin dejar
de clamar contra los otros dogmas, ó de gemir
por los errores que sufren los demás. Mientras
se exaltan así, animados por su creencia, llega
á vecps uno de sus feligreses, ú otro misionero,
que le prueban que ha comprendido mal tal o'

cual pasaje del Génesis ó del libro de los profe-


tas, y el cual, á causa de esa nueva interpreta-
ción, descarria algunas de sus ovejas, y poco á
poco forma otra secta.
No trataré de enumerar las diferentes comu-
nidades que pretenden, cada una por su parte,
poseer el veritable sentido del Evangelio, y mu-
cho menos esplicar en qué difieren sus princi-
pios. Fuera necesario escribir gruesos volúme-
nes para contar su oríjen y hacer comprender
sus divisiones, y cada año fuera preciso añadir
un apéndice á esta historia, porque cada año la
fecunda América crea nuevos apostóles.
En el camino que atravieso, hay la corpora-
ción de los shakers ó tembladores, que cuenta en
los Estados-Unidos unos cuatro mil prosélitos.
Su principal ejercicio religioso consiste en bai-
lar y dar miles de vueltas con una especie de
frenesí, como los sacerdotes turcos, hasta que
caen tomados del vértigo.
En mismo camino y cerca la ciudad de
este
Ginebra, cuyo nombre recuerda á mil quinientas
—247--
leguas el del feroz Calvino, una mnger del pue-
blo, Juana Southcott, se anuncio hace algunos
años, no conio una nueva profetisa, sino como el
nuevo Mesías, como el Salvador del mundo, ni
mas ni menos. Yo no podré esplicar en que li-

bro habriaella leido que el Mesías debia apare-

cer en el seno de la América, con papalina y ju-


gon. Pero dejando á parte el como hizo ese
descubrimiento, el caso es que proclamó atrevi-
damente su celeste misión, y tuvo sus adeptos.
Para probar- su supremo poder, declaro que en
cierto dia y hora, saldría de una de las orillas
del lago, y caminaría sobre su superficie como
si fuera una verde alfombra. En el dia señala-
do fué en carruaje á la orilla indicada, seguida
de sus discípulos, los cuales se regocijaban con
asistir á su triunfo. Dio' dos pasos dentro del
lago y al ver que sus pies se hundían en el agua
como los de un simple mortal, volvió hacia sus
discípulos y les dijo: ¿Estáis realmente con-
vencidos de que pudiera hacer el milagro que
os he dicho? "Respondiron todos que no lo du-
daban." "Siendo así, añadió ella, vuestra te es
bastante grande, y es inútil que os de una prue-
ba de lo que ya creéis." Y se alejó.

Cuando se oyen relatar semejantes locuras,


cuando uno vé hasta que punto llegan fas extra-
vagancias del libre examen, no se puede menos
de unirse con doble fuerza á la firme unidad, á
la invariable columna del catolicismo.
^0 hace sin embargo mucho tiempo que los
—048—
amencíino.^ han admitido esas tolerancias reli-
giosas. En el siglo último en varias comarcas,
de la Nueva Inglaterra, los consejos comunales
dirijidos por el ministro de la parroquia perse-
guian á ios cuakeros^y todo aquello que presen-
taba menor apariencia de papismo, todo, has-
la

ta el la Imitación de Cristo. En-


sublime libro de
tonces se creia aun en las brujerías. Después
de haber hecho azotar públicamente á cualquie
ra que estuviese acusado de ejercer maleficios,
si se veia acusado aun de entregarse á la magia

se le condenaba á muerte. En 1679, en Masse-


chussets, una pobre anciana fué acusada de bru-
jería; mientras la pobre mujer se esforzaba en
probar que jamás habia tenido el menor comercio
con Satanás; "Está endurecida por el crimen,
dijo uno de los jueces, nada quiere confesar."
Con un modo tan estraño de interpretar sus ne-
gaciones, fué condenada á la horca. El ministro,
en el seno del tribunal hizo un largo sermón, en
el cual, tomando por testo la epístola en que San
Pablo habla de la misión de los gefes del pueblo
y apoyándose sobre todo en este pasaje: Non si-
ne causa gladiwn portat (el príncipe no lleva en
vano la espada) demostró que los magistrados
debian ser los instrumentos del Dios vengador,
que debian castigar á sus enemigos, y sobre to-
do á los brujos. Los oyentes advirtieron que la
anciana muger se habia vivamente conmovido
al oir ese discurso. "Sin duda, dijeron ellos,

porque las sabias palabras del predicador hicie-


— 24D—
ron penetrar hasta el fondo de su corazón las
espinas de los remordimientos, y que estaba ya
en posesión del infierno." Nadie tuvo la bon-
dad de imaginarse que debia palidecer y gemir,
al oir pronunciar contra ella una sentencia tan
cruel é inmerecida. Determinada ya su suerte,
su jucio sin apelación, pidió la infeliz como últi-

ma gracia que mandaran á buscará su hija y se


hizo lo que deseaba. Esa hija respondió', que
puesto que á su madre le habia complacido ven-
derse al diablo, no debia implorar ya ningún so
corro humano. '*¡Oh, Dios mió! esclamó la in-

feliz madre, al oir la repuesta de su hija, ven

que mi sangre y mi carne se declaran contra


mí, es para mí un dolor mas amargo que la
muerte."
Este recuerdo de lo pasado me hace pensar
en otra historia de persecución, una historia
muy triste esplicada en pocas páginas en las

Memorias de Madame Margarita Smith, que ame-


diados del siglo XVII vivid en los estados de la
Nueva Inglaterra. Os la cantaré tal como la he
aprendido, sin añardirla una sola palabra, ün
segundo Chateaubriant la baria dignamente fi-

gurar como una nueva Átala.


Llegó un dia á un pueblo situado á algunas le-
guas de Boston, un gentil hombre inglés, llama-
do Cristóbal Gardner, acompañado de una linda
y joven señorita á quien llamaba su prima, y
muy amenudo Ana. Aun cuando los modales y
el lenguaje de sir Cristo'bal, descubriaa en él á
un hombre distinguido viajaba sin lujo, y sin mas
criados que una joven que estaba al servicio de
su prima. Como
no habia posada ninguna en
el pueblo donde se habia detenido, pidió hospi-

talidad en casa de un honrado aldeano, instaló


allí á su prima, y partió aquella mismanoche
sin decir donde iba, ni cuando volveria.Pasa-
ron muchas semanas sin que se oyera hablar de
él. La joven esíranjera, que por sus gracias y
dulzura se habia pronto grangeado el cariño de
sus huéspedes, vivia en un continuo retiro,
y
parecía no tener mas que una idea, la de volver
á ver pronto á su misteroso compañero. Todas
las mañanas iba con su doncella al camino que
el habia tomado, miraba á lo lejos, prestando
atención al menor ruido, y como si á cada mo-
mento le pareciera oir el trote de un caballo.
Por la mismo camino, se sentaba
tarde volvia al
pensativa de un árbol, y al anochecer re-
al pié

gresaba á su habitación, consolándose con esta


agradable idea. No viene, pero quizás le veré
mañana."
Llegó por fin el dia tan deseado. La joven
tuvo la dicha de ver aquel á quien con tanta im-
paciencia esperaba. Pero él llegó triste y pen-
sativo. Permaneció algunos instantes tan solo
con su prima, y volvió á partir; la joven le acom-
pañó á una larga distancia del pueblo, y cuando
volvió á su casa, su palidez y sus ojos descu-
brieron qne habia sufrido mucho, que habia llo-

rado mucho.
—251—
Bien pronto se supo que el gentilhombre ha-
bia sido perseguido en Boston como papista, y
aquel mismo dia Ana se escapó .dejando sobre
la mesa de su cuarto una cruz de oro, dos ves-
tidos de seda, y algunas monedas. Sin duda
dejó estos objetos para remunerar á los huéspe-
des por la hospitalidad que la hablan acordado.

Pero en la precipitación de su fuga olvidó en un


armario los fragmentos de algunas cartas que
descubrían los dolosos suc&sos de su vida. Per-
tenecía á una noble familia del Norte de Ingla-
terra. Criada junto á su primo, concibió desde
su mas edad una inclinación hacia él] que
tierna
con el tiempo se cambió en un verda'dero amor;
•él por su parte la amaba también con ardor.
Cuando hubo llegado la joven ala edad de ca-
sarse,- sus padres quisieron imponerle un esposo
escojido por ellos. La infeliz, rogó y lloró, y
luego fingió resignarse á la suerte que la desti-
naban. Cristóbal, creyendo qije la habia perdi-
do ya para siempre, y entregándose á su deses-
peración, dejó la Inglaterra y entró en la orden
de San Juan de Jerusalem.
Después de diferentes aventuras que le suce-
dieron, y sobre las cuales solo se recojieron al-
gunos fragmentos, después de diversas espedi-
ciones y combates en Hungría, en uno de los
cuales fué hecho prisionero, Cristóbal, logrando
escaparse, fué encargado por sus superiores de
una misión á América. Ana, que le amaba y no
babia cesado de serle fiel,supo que debia kallar-
—252—
se en Boston, y partió para reunirsele. Habia
ella logrado vencer la obstinación de sus padres,
y era libre, pero él no lo era ya. Habia hecho
voto de celibato, y el juramento religioso debia
destruir para siempre en su corazón sus jura*-
metitos de amor. 8in embargo, cuando vio jun-
to á sí, candido abandono de su ter-
entregada al

nura, á que un
la dia habia maldecido, aquella
cuyo nombre habia jurado no pronunciar jamás.
y cuya, imagen le perseguía á pesar de los mu-
chos esfuerzos tiue hacia para olvidarla, vio bri-
llar en su corazón un rayo de esperanza. Díjose

que quizas el rigor de su suerte no era irreme-


diable, que pudiera apelar á la conmiseración
de y libertarse de sus votos, Con es-
la Iglesia,

te objeto partió al Canadá, deseando descubrir


su situación al obispo de Montreal, Durante su
ausencia era cuando Ana, iba todos los días al
camino que habia tomado, esperando continua-
mente su regreso. ¡Qué espera! Su vida de-
pendia de la noticia que él debia traerla. Cuan-
do él regresó su conciencia le obligó á confesar-

la los infructuosos resultados de su viaje. Po-


día aun apelar al gefe supremo de la Iglesia, y
antes de todo, tenia un deber que llenar; el de
llevar á su país ala harto confiada j oven. Fué
á Boston para preparar allí su embarque en un
buque inglés, y fué detenido en una de las calles
por un fanático populacho, al cual le habian se-
ñalado como un ájente papista. Nadie sabe lo
que fué de él, ni lo que fué de Ana. Si los dos
—253—
amantes vivieron ó murieron separados uno del
otro, ü si el caballero de San Juan obtuvo de la

corte de Roma la gracia á que aspiraba, nadie


lo ha descubierto. En el país donde los dos in-
felices habían llevado el peso de su infortunio,
nadie ha vuelto á oir hablar de ellos siquiera.
¡Cuántos dolores encierra esta pequeña leyenda
amorosa!
Entre las prendas de corazón que la joven ha-
bía llevado consigo mas allá de los mares, y que
olvidó en la precipitación de su fuga, se encon-
traron envueltas en un papel unas cuantas hojas
de rosa, muy descoloridas, con esta inscripción;
**A Ana, á quien su primo dírije la primera rosa
que broto' este año en el jardín de San Omero:
Junio de 1630. También se encontraron algu-
nos versos latinos escritos á ella desde el mismo
lugar,y una balada inglesa, que esplica mas los
torm«ntos morales del infeliz religioso, que todo
lo que pueden inventar los novelistas. Hela
aquí, no tal como pudierais leerla en el original,

sino tal como puedo traducirla.

VERSOS ESCRITOS POR SIR CRISTÓBAL, PRISIONE-


RO DE LOS TURCOS EN MOLDAVIA, ESPERANDO DE
ELLOS LA MUERTE.

"Antes que desaparezca el sol detrás dé las


azuladas cimas de los montes de Krapacks,
quiero dar mi último adiós á esta vida sembrada
de miserias, á la celda y á las cadenas.
"Negras y frías son las sombras de esta cár-

2¡2
—254—
cel, [>ero son aun mucho mas negras las sombras
de la tristeza que devora mi corazón.
"Desde el dia en que llevándome mi corcel
fuera de los bosques de Woskworth, iba n cam-
biar denombre y á separarme de mi sangre, me
he parecido á un ser envilecido y condenado á
la destrucción.
*Desde el dia en que hechando todavía una
mirada hacia atrás, vi á la luz del crepúsculo di-
bujarse á lo una elevada torre, y en la
lejos
ventana una blanca mano que me daba su adiós,
*'soy semejante a aquel que en medio del de-
sierto descubre la verde isla del descanso; y que
en vano aspira á alcanzarla debajo de la celeste

bóveda o surcando el ancho mar:


*'De este modo, desde el desierto de mi desti-
no contemplo lo pasado, y una espesa nube se
estiende sobre el cuadrante de mi vida.
**He caminado errante de playa en playa. Me
he postrado ante mas de una urna venerada, é
inclinado mi frente sobre el suelo pedregoso don-
de brillan las antorchas de Belén.
**He consagrado mi espada de caballero al
Santo Sepulcro, á la Iglesia, á Cristo, y á su di-
vina Madre.
"¡Inútil voto! ¡Inútil combate! ¡Todo me
parece inútil! ¡Mi alma solo existe en lo pasa-
do, y la vida presente solo me parece un sueño!
"En vano me he impuesto una larga y dura
penitencia; en vano he rogado y ayunado, y
—255—
en vano he ceñido el cilicio y he vestido el tosco
saco de clin:

*'¡Los ojos de la memoria no pueden cegar,


niensordecer sus oidos! ¡Ya luchando con la
memoria, ya cediendo á su dominio, siempre vi
vo con lo pasado!
**Y el amor y las esperanzas de otro tiempo
dominan sin cesar mi espíritu; por donde quiera
veo flotar unas trenzas de cabellos rubios, y bri-

llar unos ojos azules.


**¡Ay de mi! Esos cabellos caen en rizos
sobre otro seno que el mió, y esos ojos miran á
otro que á mí.
''Oigo á veces en mi imaginación la voz del
maestre que me grita: ¡Ministro infiel! ¡Caba-
llero perjuro! rechaza tus pensamientos culpa-
bles; debes morir por la tierra y por la natura-
leza.
•La iglesia de Dios es tu esposa. Tus votos
deben ahogar en tu corazón cuanto existe de
humano en él.

"¡Inútiles advertencias! ¡Mi corazón no de


de
.jará sufrir mientras El mismo gol-
palpite!
pe mortal que aniquilará al ministro, destruirá
también al amante.
"¡Oh! ¡Virgen de los consuelos! ¡Oh ángeles
de luz, santos y mártires, rogad por un débil
pecador! ¡Sostened á un débil mortal!
"Concluyan su obra los paganos, y líbreme la
muerte de mis cadenas, antes que el sol desapa-
rezca detrás de las cimas de los montes de Kra-
packs."
—256—
La historia del caballero de San-Juan me ha
distraído de mi wagón, y del país qae atraviesa.
Vuelvo á él.

La comarca que debemos atravesar viniendo


de BúíFalo, no es nada montañosa. Presenta á
pesar de eso una gran cantidad de sitios muy
variados y pintorescos. Unas veces costea el
canal Erie, esa rica arteria del comercio de
Nueva- York, que se estiende sobre un espacio
de trescientas veinticinco millas; se une al Hud-
son en el lago cuyo nombre lleva, y por el Océa-
no Atlántico á las inmensas aguas del Norte;
otras se pasa junto á las orillas de un hermoso
lago, donde brilla á lo lejos la blanca vela de las
lanchas pescadoras; ya atraviesa un espeso bos-
que sembrado de matorrales, lleno de abetos in-
clinados por la fuerza del viento, o' rotos por la
tempestad. No son como los bosques vírgenes
de la América del Sur, con sus árboles gigantes-
cos, sus enredaderas formando telas, y su rique-
za de vegetación. Durante un número incalcu-
lable de años, han sido destruidos por el brazo
destructor del hombre, y han perecido. Antes,
el indio solo , y con pié furtivo, penetraba en
ellosyendo á cazar o' á perseguir á sus enemi-
gos. Ahora están casi todos rodeados de una
barrera y entregados á la esploracion. En sus
orillas se eleva de cuando en cuando una caba-
na, una habitación solitaria; un loghouse, prime-
ra semilla quizás de una futura ciudad.
Contemplaba yo al pasar esas casitas de los
—257—
colonos, algunas de las cuales tienen ya un jar-
din, sus cercados llenos de frutales, y sus prade-
ras donde pace el ganado. ¡Q,ué de secretas an-
gustias habian ocultado esos lugares! ¡Cuántas
lágrimas se habrán derramado aquí, me decia á
mí mismo, desde el dia en que la familia que
vino á habitar cada una de esas casitas, empezó
á descuajar estas tierras, hasta aquel en que se
construyo una habitación! ¡Cuántas veces la

pobre muger alemana desde esta tierra inculta,


bajo este suelo estranjero, debe haber tendido
la vista hacia su hogar paterno y hechado ,

menos las floridas orillas del Rhin, y las verdes


colinas de Wurtembergí
¡Difícil es conocer todos los sufrimientos que
pesan sobre los emigrados á quienes el deseo de
hacer fortuna, una circunstancia fatal, ó la mi-
seria traen acá, desde los lejanos estados de
Europa! ¡Yo les he visto algunas veces en Al-
sácia llorar desesperados al separarse de sus
parientes ó amigos, llevando consigo, como un
recuerdo de su patria, sus muebles mas senci-
llos. Otras mil les he visto á centenares en los
sucios entrepuentes de los buques que les lle-
van mas allá del Océano, y jamas esas dolo-
rosas escenas se borrarán de mi mente! Llega-
dos á Nueva- York, desconociendo el país y el

idioma, caen en manos de una legión de pica-


ros, que enseñándoles sus despachos les esperan
al pasO; les seducen con promesas, les llevan á
infames posadas, les venden billetes de trans-
—258—
porte para un ferro-carril que no existe, o' para
un canal imaginario, y solo les sueltan cuando
no tienen ya un peso que poderles robar. Hay
alguno de esos infelices estranjeros que esca-
pan á esas miserias y peligros; los hay que se
encuentran á bu llegada á América una dirección
segura, un apoyo honroso, y se establecen se-
guros y prosperan. Pero las crónicas no cuen-
tan cuántos de ellos sucumben cada año á la mi-
seria y abandono.

En las ciudades de Europa, la policía vijilaria

las tabernas donde de buena fé se dejan arras


trar,y que no son mas que madrigueras de pi-
caros; la justicia les tomarla bajo su protección;
pero aquí la policíaesencialmente pasiva, y
es
la justicia necesita, para condenar á un culpa-
acorde unánime de los jurados.
ble, el
un solo miembro de ese tribunal popular,
Si
compuesto de vecinos y artesanos, rehusa ad-
herirse á la sentencia de sus colegas, el acusado
queda absuelto.
Yo he sido víctima un dia de esos vendedores
de que huelen como los perros de caza la
tikets,

Pagué al salir de Nueva-


pista de los europeos.
York ocho pesos por un billete que debia con-
ducirme á Montreal, y que me dejo á la mitad
entero. Por seis pesos debia andarle todo
el camino. Cuando volví á Nueva-York vi á mi
vendedor sentado tranquilamente en su despa-
cho, y esperando poder engañar á otros igno-
rantes y confiados. Pregunté si tenia el dere-
—559—
cho de acasarle como estafador. "¿De qué os
serviría? me respondieron. Si le denunciáis an-
te un tribunal, dirá que habéis hecho con él un

trato voluntario, que no os ha obligado á tomar


su billete, que si la venta le produjo un benefi-
cio, éste fué legítimo, y que si con su billete no

habéis podido llegar hasta Montreal, ha sido


culpa vuestra ó de los ajentes canadianos, con-
tra los cuales podéis reclamar. Es muy proba-
ble que ese hombre pagará exactamente su al-
quiler y su contribución. Es ciudadano ameri-
cano; toma parte en la elección de los miembros
del consejo, en la de los magistrados y emplea-
dos públicos, es en fin, un hombre honrado . .
.'*

Por la noche, el ferro-carril de BüíFalo me ha


llevado hasta uno de los magníficos vapores que
todos los días bajan á Nueva-York. El cielo
está puro y agradable es que se respira.
el aire

La luna con maá que


sus débiles rayos, no hiere
las olas surcadas por el vapor. Las orillas del
rio no parecen á mis ojos mas que unas líneas

vaporosas. No se oye ningún ruido, no se dis-


tingue ninguna ajitacion, ninguna otra luz mas
que el astro nocturno, brillando sobre nosotros
como un faro queguia nuestra marcha, y la de
las llamas de las chimeneas voloteando á impul-
so de la ligera brisa, y cayendo en las olas como
estrellas de fuego. En pié, sobre el pílente del
vapor, contemplo silenciosamente el estenso rio
Hudson y sus costas, que parecen inhabitadas;
paréceme verle en el tiempo en que el intrépido
—960—
navegante holandés le remontó por primera vez
con su aventurera chalupa, en un tiempo en que
el trabajo del hombre no habiit alterado aun la

primitiva imájen de estos lugares^ ni destruido


el carácter de su augusta soledad. Esta impre-
sión es un>a de las mas grandes que he sentido.

XI.

NUEVA- YORK.

Impresión nocturna. — Recuerdo de Suecia. — Inmenso progreso de


Nueva-York. — La nueva religión. — El Broadvvay. —Actividad
general. — Loa dollars hacen otros pequeños. — Periódicos y
lite-

ratura. — El dinero en toda ocasión. — Lo que vale un hombre.


Catalina Johuson contra James Reynolds — El día de acciones
de gracias. — Bancarrotas gloriosas. — Nueva-York, refugio
peli-

groso. — Cortesía de policía con


la los ciudadanos americanos.
Robos y estafas.

La primera vez que entré en Nueva- York, era


de noche. Acababa de pasar treinta y cinco dias
sobre un buque que en el Havre me hacia las

mejores promesas del mundo, y que me había


—262—
tratado muy mal estando á bordo. Al poner los
pies sobre la dichosa isla de Mahattan, debo
confesar que no sentia en mí mas que un deseo,
un deseo muy vulgar, el deseo de saborear des-
pués de la infame bebida corrompida que á bor-
do nos sirvieron continuamente, un verdadero
vaso de agua pura, y luego el de acostarme.
Apenas acababa de satisfacer este último deseo,
cuando oí vibrar la campana de una Iglesia ve-
cina. Esta vibración me recordaba la que otras
veces habia oidoen Stockholmo, y que me habia
chocado por su melancólica armonía de repen-
te, por el mágico poder que la semejanza de so-
nidos ejerce sobre el espíritu: me puse á pensar
en la romántica capital de Suecia. Mi imagina-
ción me representaba el pintoresco cuadro de
sus edificios góticos, y de sus casas modernas,
su puerto sobre el lago Melar, sus falúas condu-
cidas por los dalacarnienses, y su *'Diurgarden"
cantado por Bellemaun. Tanto se apoderaron
de mí esas risueñas imájenes, que toda la noche
soñé en ellas, y mi sueño me transportó á las al-
turas del Mosebacka, al salón en que el venera-
ble Wallin nos leia entonces sus versos, y á
aquel donde el buen rey Cárlos-Juan se dig-
nó recibirme , sin cuidarse de mi calidad de
viajero.
En ninguna ciudad del mundo podia un sue-
ño semejante ser una completa ilusión, porque
en Nueva-York no hay ni reyes, ni poesía, ni
monumentos góticos. Al dia siguiente desperté
—263—
al ruido de los carretones y de. los ómnibus, que
rodaban debajo de mis ventanas, y al de una
multitud numerosa y activa que corria apresu
radji á sus negocios. Por una parte veia ésten-
derse delante de mí la larga perspectiva de las
tiendas de Broadway; por la otra, mis ojos se
fijaban sobre los millares de buques de todas
clases que cubren el rio del Norte. Adiós á los
dulces ensueños de mis antiguas peregrinacio-
nes; á las leyendas que iba á buscar á orillas

del Báltico, á los recuerdos de gloria mezclados


allá en tantos puntos, á los monumentos mitoló-
gicos que nos cuentan las creencias de los pasa-
dos siglos, á las costumbres tradicionales que se
han perpetuado en el hogar escandinavo, á las
virtudes hospitalarias que le animan, y á los can-
tos populares que le alegran. Adiós, querido
país, á quien podiadirijir al dejarlo, estos versos
de Goldsmith:

"Bless 'd be that spot where chcerful guest retire


to pause from toil, and trim their evening fire;

Bless 'd that abode, where want and pain r«pair


and every stranger finds ¿ ready chair (1).

Estoy ya en la ciudad de los intereses pecu-

(1) Bendito sea el lugar donde el huésped viene


alegre á descansar de sus fatigas, y á preparar el fuego
de la noche. Bendita !a morada donde satisface uno
sus ntcesidades y descansa de sus penas, y donde cada
•strangero encuentra un lugar preparado.
—264—
niarios y de las ideas del positivismo; en la ciu-
dad que arroja lejos de sí, como cosas muy fri-
volas, toda crónica caballeresca, todo ensueño
ideal,y que solo admite el trabajo positivo y el
riguroso ejercicio de las ideas prácticas.
En verdad que para un gran número de hom-
bres distinguidos, quizás no hay un objeto de
estudio mas interesante que el de los progresos
de esta metrópoli americana, que hace dos si-
glos, no tenia mas de mil habitantesy cuenta hoy
cuatrocientos mil. La naturaleza le ha dado una
situación maravillosa, una isla que se eleva co-
mo un navio anclado entre las olas delAtlánti-
tico y el magnífico rio Hudson. Esta isla, de
catorce millas de longitud, está actualmente en
casi toda su estension, cubierta de edificios, ta-
lleres y tiendas, y rodeada de un círculo de
muelles, en los cuales se negocia con el mundo
entero.

La gran calle del Broadovay va de uno desús


estremos al otro, y por las calles transversales
que la cortan de distancia en distancia, se vé
por un lado, los buques que se dirijen hacia el

Océano Pacífico, y por otra, aquellos que van á


los mas lejanos lugares del Norte. Por su mar
y por su rio, la isla de Mahattan toca á las cua-
tro partes del globo, y de esas cuatro partes del
globo, el comercio y la industria vienen á po-
blar su rada, á encender sus hornillas, á llenar
sus tiendas. Cada año crece esta población en
proporciones estraordinarias. No hace mucho
tiempo aiin, debia luchar con la fuerza atractiva
de Nueva-Orleans, de Boston y de Filadelfia;
ahora no reconoce mas rival que Liverpool.
Llámase la ciudad del Imperio (Empire City), y
bien merece este nombre. Verdaderamente es
la ciudad de un nuevo imperio, cuyo desarrollo
es imposible calcular.
Para un hombre que está acostumbrado á ob-
servar, este espectáculo de prosperidad es dig-
no de sus estudios, cuando está en estado de
juzgar las causas de este mismo desarrollo,
y
de juzgar al mismo tiempo su porvenir. Es
hermoso contemplar á esta América del Norte,
abandonada, hace ciento cincuenta años á unas
cuantas tribus de miserables indios, y descuaja-
da ahora, habitada por colonias de emigrados
que llegan á ella sin cesar de todas las comar-
cas de Europa. Bello es ver esas magestuosas
flotas, navegando sobre sus ondas, que antigua-
mente solo veian en su seno ligeras lanchas de
corteza, y observar en estos lugares
el movi-
miento continuo del trabajo del hombre y los
mágicos resultados que puede dar todo esto.
Ahora comprendo muy bien el interés con que
mi sabio amigo M. Miguel Chevalier visitaba
hace quince años los puertos, las fábricas, los
astilleros de los Estados-Unidos, y el que senti-
ria actualmente si viera todo esto en su. nuevo
progreso.
Pero yo, pobre viajero, que en toda mi vida

23
—266—
he podido hacer una suma bien hecha; yo que
ignoro hasta en sus primeros principios las cien-
cias mecánicas, yo que preñero, es preciso con-
fesarlo, el aire fresco de la mañana al resuello

de un locomotor, y un rústico sendero bordado


de ogiacantas á un camino de hierro adornado
con sus dos carriles, claro está que no puedo
apreciar el movimiento industrial de los Estados-
Unidos, los grandes trabajos que han concluido
ya, y los que tienea en proyecto. Y puesto que
he empezado mi confesión, es preciso ya acabar
de confesarse, aun cuando en vez de la absolu-
ción á la cual quizás mi humildad me dá algún
derecho, oiga pronunciar sobre mi cabeza una
sentencia que me destierre del Eliseo de los
amantes de la fortuna como un profano.
Diré, pues, que me habia formado otra idea de
América. Aun después de haber leido los es-
critos de ]VL Miguel Chevalier, el libro de M. de
Tocqueville, y el de Miss Martineau, guardaba
ciertas ilusiones fantásticas sobre sus grandes
rios, sus grandes bosques, sus tradiciones de in-
dios, y de sus silenciosas savánas. Al pensar
en Nueva- York desde lejos, veia elevarse esta
ciudad como una islaencantada entre las olas
del Océano y las aguas azuladas del Hudson,
con el prestigio pintoresco de un mundo adorna-

do con los encantos de la juventud. El presti-


gio ha desaparecido, y mi loca poesía se ha aho-
gado entre los torbellinos de vapor.
Yo no veo aquí mas que una vasta metro'poli,
—267—
la cual portorras y ventanas anun-
stis fMiertas

cia una nueva era y proclama un nuevo dogma.


Cuando Moisés estaba en el Sipaí, recojiendo
la palabra de Dios, y leyendo sus leyes sobVe

hístabiasífe mármol, los israelitas, impacientes


dé esperarle, se pusieron á fabricar -u» idolo y
adoraron el becerro de oro?^^''^'í«» ^^^^ ^^^^ f-'
Mientras qíieiá antigua !Éíürbj>a buscaba en
la tempestad de las rovoluciones las nuevas le-
yes*, que no siempre eran las de Dios, á despe-
cho del axioma: Vox pójpuli, vox Dei, la república
de los Éstádos-Unidós 1iizo como los israelitas,
se apasionó por el becerro de oro, y se postro
ante él. Ningún Moisés podrá arrancarle á su
culto idólatra. Al contrarió de ésto, pretende
que marcha por la verdadera senda, y
solo ella
que nosotros no hemos hecho hasta hora otra
cosa que marchar por el camino errado. Hasta
valiéndose para eso de los térTninos escritos en
**Adorad loque ha-
los libros santos, nos dice:
béis quemado, y quemad lo que habéis adora-
do." No tiene mas que una religio-n verdadera,
t^b x^^o.:
la reliffion del bienestar iriaterial;'^

Su templo ef el baneo, su ley los registros


en partida doblé, y sii sol el oro de California.
Los que practicarán dignamente esta religión,

tendráu el placer infinito de contemplar el

esplendor de una caja de dollars^ y los que


renegarán de ella, vivirán en la pobreza.
Formulando de este modo el dogma de los

Estados-Unidos y de la moderna Cartago, no


—268—
pretendo probar que la digna república destierre
de su suelo toda otra apariencia de doctrina, 6
todo otro símbolo religioso. Al contrario, res-
pecto á esto, es de una sin igual prodigalidad.
Crea sectas cuya sola enumeración es muy larga,
paga clérigos y misioneros, y funda Iglesias. En
Nueva-York hay doscientas veintidós Iglesias,
y unas veinte sectas diferentes, desde la de los
episcopales, que es la mejor dotada, hasta la de
los secuaces de Swedenbosg, que no posee- ac-
tualmente mas que dos capillas. Pero los fieles
no dan mas que una hora al culto, no consagran
mas que este tiempo á escuchar á su pastor, y
todo el resto de la semana, desde por la mañana
hasta por la noche, consagran al culto por
lo

escelencia, al culto del dinero. Cualquiera que


hable aquí de dinero, puede estar seguro de que
tendrá quien le escuche. Todo lo demás se ad-
mite con cierta indiferencia, y resuena como una
palabra vacía de sentido en medio de una nume-
rosa multitud.
Nueva- York Jerusalem de este evange-
es la
lio, y todas las otras ciudades se conforman con

sus doctrinas, y tratan de seguirla como mejor


pueden.
El Broadway, que atraviesa esta ciudad, es
una de las calles mas largas y animadas que
existen en el mundo. Pero no creáis ver en ella
nada que se parezca al aristocrático aspecto de
la Newshy perspective de Petersburgo, ni al alegre

espectáculo que presentan nuestros Boulevards,


-^69—
ni á la severa grandeza de los Tilleuls de Berlín,
ni á la Ostergade de Copenhague. ¡Nada de eso!
Esas cosas no son mas que la vanidad del anti-
guo mundo, lugares donde solo se ostenta la
mas grande ociosidad. Aquí todos van y vie-

nen, á pié, en ómnibus, en coche d en un carro,


con un asunto en la cabeza, con un negocio que
arreglar. Aquí no se camina, se corre, se preci-
pita cada uno sobre los demás, les empuja, y sin
cuidarse del riesgo, pasa debajo de la andamia-

da de una casa que se está construyendo, sobre


las tablas mal juntas que cubren un sótano, y
entre los caballos y los carruajes.Ningún obs-
táculo detiene ese perpetuo hormigueo; por to-
das partes recuerda uno la sentencia de Gorgi-
bus: '*A nada debe ceder el cuidado de poseer."
En cuanto á los encantos de ese delicioso ^br
mente, de los paseos deliciosos, de la beatitud
parisiense llamada ociosidad, no existe en Nue-
va-York un solo honrado ciudadano que tenga
ni siquiera el pensamiento de entregarse á elta

un momento. Para que aquí se conozca una


monstruosidad semejante, es preciso que los es-
tranjeros la traigan. Durante el tiempo que he
pasado en Nueva- York, yo creo que he sido el
único ocioso á quien SQ ha visto pasear desde la
plaza del parque al hotel Delmonico, parándose
ajelante de las librerías ó delante de las paradas
de.Joij revendedores de periódicos, bajar hasta
la verde alfombra de la batería, á orillas del rio,
y dar vueltas por el agua como q\ gansarón de
Moliere.
—270—
Pero, no, me Desde medio dia hasta
engaño.
las dos, en mas concurridos del
los parajes
Broadway, vése. aparecer un gran número de
mugeres jóvenes, que parecen dominadas tam-
bién por el demonio de la ociosidad y del capri-
cho, que van de tienda en tienda, contemplando
la hermosura de un nuevo raso, y haciendo lar-

gos comentarios sobre la forma de un gorro.


Pero al verlas cargadas con todo lo que el cuer
po de una muger puede cargar de seda y tercio
pelo, chales y encajes, cojlares y joyas, hacen
creer que no se pasean únicamente por placer,
sino que ostentan sus adornos para dar á cono-
cer por medio de ellos la fortuna de su casa, ó
quizás para anunciar coa su abundancia de pe-
nachos ó de diamantes, cada una de las victorias
conseguidas sobre el enemigó en los -campos de
la especulación. ^h zobioa^nm^ ifr-
La^speculacion es el campo de batalla de los
americanos, y las mugeres son sus heraldos de
armas. A cada instante se entrega aquel no so-
lamente en la larga línea del Broadway sino tam-
bién en la populosa Walstreet, en la Waters-
treet, y en fin, en todos los barrios de la ciudad,
á los terribles asaltos del agio y el descuento.
Mas de un atrevido combatiente vé disminuir su
cartera y sangrar su caja, mientras que su feliz
antagonista regresa á su casa, donde su muger,
estremeciéndose de gozo á la vista de sus coro-
nas de bank-notes. (billetes de banco), entona co^"
mo un valkirie el canto varonil de la victoria.
Debiendo ana vez cierta tribu de indio.% reci-
bir una suma de cien mil pesos, por unos ter-
renos que la magnánima república habia tenido
á bien comprarle, los comisarios del gobierno
propusieron á los antiguosdueños de los terre-
Kos, colocar medio millón en el banco de Fila-
delfia, diciéndoles que cada año podrían cobrar
los intereses, sin ver disminuírseles el capital.
Los buenos ue los indios hicieron mil cálculos
y
no pudieron espliearse cómo podia hacerse lo
que les proponían. Por 6h, uno de ellos, mas
ingenioso que los demás, les dijo que sin duda
el banco de Filadelfia debia ser un estableci-
miento donde los doUars reproducirían otros,
como los pájaros de los bosques.
Los americanos rieron mucho de la sencillez
del indio. Sin embargo, deben ellos estar tam-
bién convencidos de que efectivamente deben
producir otros pequeños^ puédales cuidan con
tierna solicitud y amor. ;,,^ { .^íí^
^

Para comprender todo «U^rdor. coe íjiíejos


cuidan, eS preciso recordar que en. ^u virtuosa
democracia no tienen otra señal de distinción;
ni nacimiento, ni títulos nobiliarios, ni talento
artístico d hterario. Todo debe pesarse aquí en
el pesillo del platero. Si habláis de los viajes
que ha hcho un capitán, ilustrándose con un des-
cubrimiento, si citáis los lugares notables que
ha visto y las observaciones que ha hecho, os
interrumpirán preguntándoos qué sueldo tenia.
Si un piutQiTjSf^.^^^ distinguido en la esppsi-
—2Í2—
clon, y tiempo que los mayores elo-
al misítio

gios, ha recibido una medalla de oro como pre-


cio concedido á su talento, no le hacen caso
á los elogios, y lo único que preguntan es el pre*
cío. de la medalla. Cuando se cuenta á un
americano que Mauway daba á lord Byroii seis-
cientas guineas por un canto de Child-Harold,
abre los ojos, y esclama con poético entusiasmo
que hubiera querido componer el Child Harold.
Pero si les decís luego que Beranger vive en
una modesta casita de Passy, y que no disfruta
mas que de una renta muy módica, se rié de la
gloria de Beranger, y dice que mas le hubiera
valido entrar en el comercio.

Sabido esto, ya conoceréis que aquí la litera-


tura no puede desarrollarse de un modo muy
notable. Cooper, Washington Irwing y el sa-
bio historiador Prescott, han indudablemente
adquirido mas gloria en Europa que en los Esta-
dos* Unidos. Allí no se vé mas que el mérito
de las obras, y aquí se advierte muy formal-
mente, que con todos sus escritos no han logra-
do hacer fortuna.
Sin embargo, cuando se entra en las librerías
de Nueva-York y cuando se cuenta la gran can-
tidad de periódicos que se publican en América,
pudiera creerse que no hay en el globo un pue-
blo mas literario, Pero los libreros de acá no
hacen mas que reimprimir en tamaño compacto
y al precio mas cómodo, los elegantes in octavo
de Inglaterra, ó traducir las novelas de nuestros
—273-- •

folletines. Alejandro Dnruas alimenta aquí


mas papeleros y encuadernadores que
prensas,
en Francia. En cuanto á los dos mil cuatrocien-
tos periódicos de quetáiito' SB ^^»vanecen los
Estados-Unidos, como una señal de sus luces, á
menos que se les haya tenido en las manos y ^

leído atentamente, no creo que sea posible for-


marse una idea de una publicación tan grande
de diatribas personales, crónicas groseras, anéc-
dotas pueriles, y una confusión tan grande de no-
ticias |K)líticas y comerciales, mezcladas de di-
triambos en verso, reclamaciones de comercian-
tes,y anegadas en un océano de anuncios. Na-
da de lo que se vé en Francia puede dar una
idea de lo que son estos anuncios. Son urr in
ventario cuotidiano de todas las mercancías ima-
ginables mezcladas; en un inmenso arsenal; son
el registro de todas las invenciones y de todas
las industrias, desd« el tabernero hasta el nego-
ciante. Voy á traduciros una literalmente, para
probaros hasta donde se estienden las ingenio-
sas combinaciones de los americanos. í*A las
esposas y maridos desgraciados. {To unhappT/ wi-
ves and ktishands).^^ El firmante que, tiene una
grande esperiencia en los negocios de divorcio,
ofrece sus servicios á las personas que deseen
librarse de los lazos del matrimonio/y ponerse
en estado de contraer otra unión. Responderá
inmediatamente á las comunicaciones confiden-
ciales, que se le dirijirán francas de porte,''
*

;Qué progreso! M. Foy ha tomado bajo su


—274—
patrocinio á los celibatarios, pero sigue aun la
rancia escuela de los romanceros. Una vez con-
cluido el matrimonio, se abrazan, y ya está el

negocio concluido. Hé aquí un sabio americano


que sabe muy bien que las cosasno se pasan de
este modo en el mundo real,que se compadece ,

de aquellos á quienes la última página de las no-


velas ha engañado, puesto que les ofrece su es-
periencia. Notad bien esisL- palabra, esperiencia.
El buen hombre se ha quizás divorciado algunas
veces, y sabe lo que en semejantes casos debe
hacerse; de modo que su filantropía le obliga á
responder inmediatamente á los que le dirijirán

francas de porte sus elejías matrimoniales. No


solamente romperá sus odiosos lazos, sino que les
ayudará á formar otros nuevos. ¡Oh, y qué há-
biles son los americanos, y cuan atrasados esta-
mos nosotros, que creemos ser muy intelijentes.

Después de haber tributado este justo home-


naje á ios anuncios, debo añadir, que ¡escep-
to /' Nueva-Orleans y el Gourrier
Aheilh de
des Etats'UniSf no conozco un solo periódico
americano, incluso el mejor de todos ellos,
que es el que escribe el distinguido poeta
Mr. Bryant, que pueda, por sus materiales,

compararse á los mas insignificantes* que se


publican en nuestras provincias. Como las ciu-

dades son aquí muy considerables, cada una de


ellas publica diez d doce, y cada pueblo dos d
tres,y resulta de esto, que ninguno de ellos lle-
ga á tener bastantes suscritores para poder pfre-
cer una justa renumeracion a uno solo de los

escritores de talento. Los unos están sosteni-


dos por tal o cual partido, del cual son el órga-
no, y los otros solo viven de sus anuncios.
En resumidas cuentas, la profesión de los es-
critores, de los sabios o' como dicen los alema-
nes á.Q privat gelehrte no se conoce aquí, y si es
que ella existe, solo existe sumida en la humil-
dad y en los sufrimientos. La única profesión
deseada y honrosa es aquí la del industrial y del
negociante. Ella abre el difícil sendero de la
fortuna, y la fortuna es la primera, si no la úni-

ca ambición del americano.


En los Estados-Unidos, se emplea en la con-
versación habitual, en loslibros y en los periódi-
cos, una espresion que merece ser citada como
un rasgo de sus costumbres, y que trataré de
poner en claro por medio de una comparación.
Cuando en Francia hablamos de la situación ma-
terial de un individuo, decimos: posee tantas
tierras á tal capital. ¡Posee! es decir es dueño de,
aquello; de lo cual puede hacer que quiera y
lo

disponer á su antojo. Esto esplica que la pro-


piedad se coloca en lugar secundario, y que el
hombre la domina. En el lenguaje de los Es-
tados-Unidos no solo figura el hombre en el
rango inferior, sino que se vé absorvido y anula-
do en número de sus propiedades. Aquí os
el

dicen:Fulano vale un millón. Poco importa que


sea un hombre instruido ó que sea un ignorante,
lindo ó feo, elegante ó vulgar. Vale un millón
—276—
este es elhecho y si mañana le viera destruido
por una bancarrota, no valdría quizás mas que
quinientos mil francos, ó menos, o nada.
Asi como en Francia no tenemos mas que una
medida uniforme para las distancias y los pesos
á causa de nuestro sistema decimal, aqui no
existe mas que un modo de apreciar el dinero.
En Rusia, los rangos de la gerarquía social es:
tan proporcionados á diferentes grados militares;
aquí, cada posición social está colocada según
tal ó cual cantidad de djnero. Si los america-
nos, que se envanecen de hacer un asiduo estu-
dio de la Biblia, piensan alguna vez en la divina
escala de Jacob, supongo que muchos de ellos
deben representársela como un edificio mágico,
donde al nivel del suelo, el genio de la industria
no hace mas que recojer schellings, un poco mas
alto escudos, y mas alto, las queridas piezas de
oro que se conocen con el nombre de águilas.
Derrotas y victorias, penas y recompensas, to-
do está reglamentado á una tarifa, calculado so-
bre una suma de dinero, ün crimen se paga
.con una multa, una promesa solemne se deshace
con dollars. ¿Queréis una prueba? puedo daros
varias,
Abro un diario de Nueva- York, y veo que un
maquinista está acusado de un ligero crimen, de
haber causado por sus descuidos la esplosion
del vapor la Louisiane, que no ha hecho morir
mas que doscientas personas; pone ocho mil pe-
ios en garantía, y se pasea esperando su juicio
como todo honrado ciudadano, por Itis calles de
Nueva-Orleans.
Abro un diario de 8yracusa del 26 de Noviem-
bre, que ha caido en mis manos por casualidad,

y en su segunda columna leo esta curiosa anéc-


dota: '* Rompimiento de compromiso. El negocio
de Catalina Johnson contra James W. Reinolds
por rompimiento de promesas de casamiento,

ha sido juzgado en Pittsbourg, el viernes ultimo.
Las dos partes ocupan en la sociedad una posi-
ción respetable. Ha sido probado que el aman-
te valia {was worht) tres mil pesos, y el jurado
le ha obligado á dar á la querellante, á titulo de

daños y perjuicios, la suma de cien pesos."


¡Cuántas cosas notables encierran estas pocas
líneas! En ellas vemos á un individuo que se-
dujo á una muger por medio de una promesa de
casamiento, que por medio de esta promesa ía
ha arrastrado Dios sabe hasta qué punto, y lue-
go dice: ¡Basta ya, no quiero casarme! La infe-
lizengañada no se arranca los cabellos en su de-
sesperación, no va á arrojarse al lagO, ni recurre-
á los recuerdos o' al honor de su infiel amante.
Ella no ignora que en los Estados-Unidos las
cosas pasan de otro modo, de un modo menos
romántico. Acusa ante un tribunal al que la ha
miserablemente engañado, como á un deudor
contra el cual tiene el derecho de reclamar un
abono legal. Uno y otro comparecen juntos an
jurado, y entrambos, dice la cro'nica, ocu-
te el

pan en la sociedad una posición respetable. Ño


24
dicen lo que valemuger, pero dicen que el
la

hombre pesos.
vale tres mil ^
Por su desgracia,
parece que ha abusado demasiado de su elocuen-
cia y de sus juramentos. El jurado, después de
un serio examen de la cuestión, y de un vivo de-
bate, (warm contest) le condena á dar á la quere-
llante la suma de cien pesos. Después de esta
sentencia el amante vale cien pesos menos,
,

y la querida cien pesos mas. Hé aquí el modo


con que en los Estados-Unidos se castiga el cri-
men y se recompensa la virtud.

Pero no solo con la raza humana ejerce el ju-


rado su justicia. Su misión se eleva hasta la
Providencia. Cuando la cosecha ha sido bas-
tante regular, cuando cada campo ha producido
lo que poco mas o menos se esperaba de él,
cuando no ha reinado una grande epidemia en-
tre los ganados, cuando no ha habido muchos
naufragios, en una palabra, cuando Dios ha tra-
tado bien á su hija americana, le sacrifican reco-
nocidos veinticuatro horas de trabajo. El go-
bernador, intérprete de la justicia del pueblo,
espide la orden de que tal dia se cerrarán todas
las tiendas y quedará interrumpido el movimien-
to comercial. Así sacrifican á Dios el dinero
que hubieran podido ganar en aquel dia. En
uno de estos dias solemnes me he encontrado
yo en Nueva- York. Todos los almacenes esta-
ban cerrados, todos los dependientes ausentes.
I^ajciudad entera celebraba los favores del Se-
ñor con #1 m«$ profundo silencio» con el silencio»
de nn dortiingo, que es Güánto se puede decir.
Por la mañana, el vapor inglés trajo la noticia
de que los algodones hablan aumentado ÍTues cén-
mercado de Liverpool. Un
timos por libra en el
periodista tomo la pluma, hizo un cálculo, y en-
contró que esta alza de precio daba á los Esta-
dos-Unidos, por el año de 1S48, el beneficio
inesperado de algunos millones de pesos; y he-
cha ya la suma, aplaudió la idea del gobernador
que quiso consagrar aquella parte del dia al Ser
Supremo.
¡óh Dios de bondad! haz que en el año pro'xi-
mo aumente el algodón de seis céntimos por li
bra, y te dedicarán dos dias de acciones de gra-
cias.

Si el amor del dinero se reveiara jsolo por al-


gunas manifestaciones singulares, pudiera uno
reirse de ellas, pero no condenarlas. Desgra-
ciadamente los americanoso vaní mas ;»Uá su :

amor al dinero penetra hasta el fonda del cora-


zón del pueblo, corrompe sus sentimientos, y:
pervieite hasta los primeros principios de moral
y lealtad. Consideira legítimos unos hechos qiie
nosotros reprobamos justamente, y se envanecejsii
con lo que nos avergonzaría á nosotros, ar•

En Francia, un acto de improbidad j¿riéi éd»


raercio, se vé señalado ^ acosado por la k)pinrdth
pública. Una bancarrota, es una mancha qué no
se lava antes qxie pasen tres generaciones. En
los Estados-Unidos, no hay otra sentencia qíé^
lá quo pesa sobre aquel que hace malol negbs.'
—230—
cios; no hay mas triunfo que el que produce un
buen éxito, aun cuando para conseguirle se val
gan de cualquiera medio. En los Estados-
Unidos se habla de una bancarrota como de un
simple accidente, y muchas veces como una in.
geniosa invención. Os enseñan una casa eá.
pléndida y os dicen: El hombre que cubrió de
billetes de banco el terreno que quiso comprar
para construir este edificio; que ha mandado di-
bujar esta fachada, y cincelar estas columnas;
elque para adornar convenientemente su casa
encargo en Paris las mas ricas alfombras y los
mas bellos muebles, ha hecho tres veces bancar-
rota, pero es un hombre muy intelijente; ha sa-
bido arreglar muy bien sus negocios, y ahora es
muy rico. Lo que pensarán sus acreedores al
medir con lo¿ ojos la estencíon de su gran casa,
no lo sé; pero quizás admiran su habilidad,
y se echan en cara el no* haber sabido hacer lo
que él.

una bancarrota no basta para salvar á un


Si
comerciante que está en crisis, para cubrir sus
locuras y acrecer su capital, recurre aun medio
muy enérgico, y es el de pegar fuego á su casa.
Espone á sus vecinos a ser víctimas de las lla-

mas, es cierto; pero él tiene asegurada su casa


por una suma mucho mayor que su capital, y
sus registros y las pruebas de su déficit perecen
en las llamas. Ya se sabe que en ninguna parte,
ni aun en Constantinopla, son los incendios tan

frecuentes^lpomo^n ^s ciudades de América; y


—281—
en positivo que la mayor parte de ellos están

atizados por aquellos mismos que al dia siguien-


te gritan desesperados, lamentándose de su ca-
tástrofe. La policía no le forma mas que una
pequeña sumaria, y ordinariamente el jurado
les absuelve; de tal modo se practica en Améri-
ca esta hermosa invención, que se oye decir
con la mayor sangre fría: los negocios van mal,
y hay muchos que han tenido pérdidas insopor-
tables; en este mes los bomberos tendrán mu-
cho que hacer.
Y esto no es tgdo. Me atrevo á afirmar que
en ninguna capital de Europa, en ninguna lohite-
ckapel de Londres o de Paris, la miseria ó la
avaricia inventan crímenes tan monstruosos co-
mo los que se cometen diariamente en los Esta-
dos-Unidos, y cuyos pormenores nos cuentan
los periódicos todos, con todos sus detalles. Nue-
va-York es el refugio de una gran cantidad de
aventureros, á quienes la policía del antiguo
mundo cometió la crueldad de estorbarles en su
bdustria; es el Botani-Bay voluntario del cri-

men y de la vagancia dé Europa. Como se en-


tra sin pasaporte; conio se puede,poner el
al

pié sobre esta tierra de libertad, cambiar sin


ninguna dificultad un nombre muy usado y co-
nocido por otro virgen; y como es muy fácil-
obtener el título de ciudadano americano, y go-
zar de lodos los privilegios adherentes á este
título, resulta de esta benéfica organización, que
todo individuo que no pudiera pasearse muy li-
bremente por las calles de nuestras capitáíeií
puede aquí ir por do quiera, y ejercer con toda
libertad su industria. En ninguna parte existe,
comparativamente con la población de Nueva-
York, un número tan grande de picaros como eii
esta ciudad. Ei estranjero está espuesto á verse
engañado á cada paso d robado del modo mas
audaz. Lo mejor que puede hacer es callarse,
y no recordar lo que le ha pasado mas que como
una lección. Si trata de^reolamar, es muy pro-
bable que no íe escucharán. Si persiste, si tie-
ne el valor de recurrir á los tribunales, quizás
estos aplicarán á su herida un remedio que se la
hará mucho mas sensible. Aquí, jueces y comi-
sarios están elejidos por el pueblo, y ellos tie-
nen muchas consideraciones para él, que les dá
los títulos j los sueldos. En cuanto á los es~
tranjeros, nada les deben: el estranjero no ha
votado por ellos en las ultimas elecciones,, ni vo^
tara en las próximas. A sus ojos el estrangero
robado es una especie de náufrago, sobre el
cual el americano tiene el áQxecXxoáQ salvamento^
Esto no es una calumnia, y pudiera apoyarlo
con una gran cantidad de hechos auténticos; este
no es mas que uno de los lados de la inmorali-
dad de Nueva-York. jQ,ué cuadro tan espanto-
so pudiera pintar el que hubiera observado con
sus propios ojos el interior de esos antros de ra
pina, donde un huésped hambriento alberga á
su llep;ada á todos los inocentes emigrados, y el
qae hubiera penetrado en esos barrios malditos,
en esas cortes de los milagros de h\ metrópoli
comercial! He oido contar escenas y citar he-
chos que hacen estremecer.
¿Después de esta lijera pintura, creeréis que
parece que no sea Nueva-York una ciudad muy
agradable? Y
embargo, lo es, no al llegar,
sin

sino después que se pasa algún tiempo en ella.


Hay aquí todo el carácter de una grande ciudad
y luego en su romántica situación, en los magní-
ficos puntos lie vista que la rodean, en sus in-
mensos recursos, en sus activas relaciones con
el mundo entero, se encierra el encanto de un

sabor fuerte y estraño, que acaba por seducir á


los mas rebeldes, y hacerles pegarse á esta po-
derosa Cartago. Por mi parte confieso que des-
pués de haberla maldecido, he acabado como
todos por ceder á la fuerza de su singular mag-
netismo. Después de haberla dejado por ^un^
mes, he vuelto á entrar en ella con placer, fié
vuelto á ver con alegría el Broadway, y he sa-
ludado desde lejos el hotel Delmónico, el vínico
bueno que he encontrado en los Estados-Unidos.

""^^#5^
'
tiobB'i'^lmü ésiossoní éoi^Boboi k fciif

.miibÍB'm uhhiBá toas 09 obiitlWdq ^ir9idji;i4i &;¿^


^-•ms^.

v-*^^*l^

XII.

FILADELFIA,

Tres hombres notables. —Tres tipos distintos.—Estévan Girard.


Su vida y su colegio.—El penitenciario. — Las pretensiones d«
Filadelfia.

¿Queréis que volvamos otra hoja del álbum


délos Estados-Unidos? Veamos Filadelfia: tie-
|ie dos rios para ayudarla en su comercio, el

Schulkyll que se reúne al Delaware, y el De-


la ware, vasto
y profundo, que á ciento veinte
millas se reúne al Océano: está en una vasta y
fértil llanura; sus anchas calles están alineadas
simétricamente, y construidas en ángulo recto;
—286-
en un perpetuo movimiento de carros
el centro,

de transporte, ómnibus, muchos negociantes,


y una población de doscientas treinta mil almas;
en diferentes puntos, una reproducción exacta
del cuadro de Nueva- York; en otras partes, una
fisonomía distinta, que trataré de indicaros.
Tres hombres han perpetuado su nombre en
esta ciudad,y representan sus tres, diferentes
caracteres. Son éstos hombres G. Penn, Fran-
klin,yGirard.
El primero que al mismo tiempo que profesaba
los austeros principios de la secta de los cuáke-
ros, ejercía en Inglaterra el oficio de cortesano,
obtuvo de Carlos II la concesión de este distri
to,cubierto entonces de bosques, y que él de-
signaba en aquella época con el nombre de Syl-
vania. A voluritad del rey le añadió el nombre
de Penn, fundo' Filadelña, y le dio desde su orí-
jen el tipo cuákero que ha conservado siempre.
Franklin, que muy joven vino á establecerse
á esta ciudad, donde hizo su fortuna y concluyo
su carrera; é introdujo en ella el gusto á los es-
tudios, que hasta ahora ha conservado, y que la

distinguen del prosaísmo de Nueva- York.


Girard en fin, el héroe glorioso de las legio-
nes comerciales, el Naba de la Calcuta america-
na, el rey de los especuladores Girard ejerció
un grande influjo en las empresas rentí^sticas de
Filadelfía, las animó con sus éxitos asombrosos,
y lasapoyó con su crédito.
%ut& hombre, á quien se puede considerar po-
mo la imájea mas completa del carácter ameri-
cano, por su amor al dinero, pof sus frías y se-
veras costumbres, por la rapidez y audacia de
sus cálculos, este hombre que, por s u asombro-
sa manifestación de los principios del orden y
de la economía, tantas veces foi^uladas por
Franklin, este hombre, que fué un testimonio vi-
vo de la sabiduría de Richard, este hombre era
francéS; no de la Normadla, ni de la áspera y la-
boriosa Auvernia, ni de la testaruda Picardía, ni
del industrioso y varonil Franco-Condado, era
hijo de una de sus alegres provincias, era de las
'"-^^' " ^^i>^ ^
orillas del Gironda. ^^r^' *

Fugitivo de la casa paterna como otro Robin-


son, alimentando ese ardiente deseo de aventu-
ras, qué hace notables á los hombres, se embar-'
có á la edad de doce años como grumete, en un
buque que iba á las Indias Nccidentales. Seme-
jante á los ríos cuyo nacimiento se oculta bajó
las nubes de las montañas, fué desconocido el
origen de su rio de dollars, que durante medio
siglo brillo con sus doradas ondas en la ciudátf

deFiladelfia. |^*
^
tiO único que se sabé'tó/qiSe de sulíiñriílSW
oficio de grumete, Girard se' eíev¿ al dé patrón
de buque,- y que en calidad de tal llego á NueVj^
York, en el año de 1*775. Desde allí se retiró á
New- Jersey, y aprovechándose de las lecciones

qtié' había recibido en las. Indias, se puso á fa-


bricar cigarros. Como esta industria no satis-
facia «US esperanzas, 6 pareciéndole quizás har-
rr-288—

to pequeño el teatro de sus especulaciones, en


1779 fué á Filadelfia, donde se le vid lUi una es
(pecie de barraca, vendiendo cables y herra-
mientas. En esa época, nada anunciaba aún su
brillante destino de banquero, y los marineros y
aldeanos que* iban á comprarle algunos pedazos
de cables ó algunos clavos viejos, no creían te-
ner delante de sí é uno de los mas grandes hom-
bres futuros de la América, es decir, á uno de
los mas ricos.
El tiempo, ha dicho el evangelista del mostra-
dor, el buen FranKlin, el tiempo es el dinero; y
Girard, siguiendo al pié de la letra esta máxima,
no perdia ni una hora, ni un minuto. Antes de
abrir su tienda de ferretería, habia hecho un ru-
do comercio en los alrededores de Filadelfia. Con
una lancha se iba á lo largo del Delaware, lle-
vando á los aldeanos diversas mercaderías comu-
nes, y recibiendo en cambio sus productos. Pa-
sáronse de este modo veinte años, durante los
.cuales trabajó como una hormiga, viviendo muy
oscuramente, recojiendo cuanto encontraba á su
paso, y no haciendo resonar sus escudos, mas
que cuando lo creia necesario para enganchar
4 alguno en sus redes. En la oscuridad en que
vivia, preparaba sus alas, y no eran esas las de
Icaro. Una vez que las hubo hecho, pudo sin
temor desafiar el sol déla fortuna. En 181S,
fundo un banco, y puso en el un capital de ocho
millones de francos. Un año mas tarde, debien-
do el gobierno negociar un jynpjrésUjo de cinco
—289^
millones de pesos, Girard fué quien lo> procuro'.
Desde entonces el nombre del bórdeles se ha
lia mezclado en la mayor parte délas empresas
comerciales de Filadelfia. Al mismo tiempo que
entraba en diversas asociaciones, se entregaba
por cuenta suya á un vasto comercio; tenia ca-
pitales en un gran numero de especulaciones,
buques navegando en diferentes rumbos, y era
hombre que no entraba jamás en una especula-
ción sin saber lo que se hacia. Concentrado en
sí mismo, á nadie confiaba sus proyectos, y solo
con mucho trabajo queiia saber aquellos en que
deseaban asociarle. En una palabra, no com-
prendía mas idioma que el de los negocios, todo
demás era para él insignificante, y probable-
lo

mente el que hubiera querido hablarle del cielc


aiñl, j, de los sitios pintorescos de su país natal
hul)íefa sido muy mal recibido por él. Ningui
na armonía poética podía distraer su espíritu
completameiTte absorto en la región de los nú-
meros; ningún sueño de descanso bullía en su
imaginación. No tenia mas que una pasión, el
no tenia mas que un goce, el de con-
trabíijo;

templarlas sumas de sus re^^iíitrQS, y contar las


fanegas de tierra que compraba en todas partes.
Si alguna vez su corazón palpitó en medio de
sus goces materiales, ó bajo la impresión de un
sentimiento mas tierno, no lo dice la historia. Si
\ alguna vez, alguna inocente muger, logró hacer
Ibrillar por él un rayo cariñoso, y espero' inspi-

jrarle una pasión mas noble, debió ser digna de


25
íástirñá, porque pronto le hubiera visto sumirse
otra vez bajo las únicas é imperiosas ideas que
dfcbian dominar su vida entera, trabajo y dinero.
Al salirde su despacho, iba Girard á una de
sus casas de campo á visitar sus jardines, á exa-
minar sus bosques, á descansar de sus cálculos,
tomando la hazada ó la horquilla para cultivar
sus plantas, ó dar de comer á sus animales. En
vanecíase de tener en sus propiedades los mejo-
res frutos de la comarca, pero no los cultivaba ni
para que adornaran su mesa, ni para comerlos:
los cultivaba para mandarlos al mercado para ven-
derlos. A pesar de sus costumbres, no era sin-
embargo ni un Skylok ni un Harpagon. Muchas
veces abria su mano generosa para sostener una
empresa de utilidad pública d consolar un infor-
tunio. Habia alguna semejanza entre él y el
americano, que generalmente gasta muy liberal-
mente el dinero que persigue siemp/e con ardor.
En fin, Girard fué rico, inmensamente rico.
Poseía vastos terrenos en la Luisiana, otros en
la Pensylvania, no sé cuántas cas,as en las calies
de Filadelfia, buques, acciones en todas las com-
pañías de vapores y ferro-carriles, es decir unos
sesenta millones. El, pobre hijo del mediodía,
logro por medio de su industria y de su trabajo
paseerel EIdorado, cuando un dialamuerte quiso
tomarle por su cuenta y embarcarle en su lan-
cha para hacerle viajar por otros paises.
¡Pobre afortunado Girard! Quisiera saber qué
penas pesaron sobre tu alma, cuando viste He*
gado el momento en qae debías despedirte para
siempre de la? riquezas qne con tanto afán re*
cogiste, de esos tesoros que contemplabas con
tamo orgunoi^u^iiferá'áiíbér si eritonces tu espí-
ritu, envuelto continuamente én las redes de las

especulaciones, consagró un recuerdo tardío á


tu pais natal*, quisiera saber si te dijiste en aque-
lla hórU suprema, que mas te liabieraTalido go-
zar de los perfumes de la tierra, dé la claridad,

de un cielo puro, de los santos goces del cora-


íiin, que 'irnpOnerte perpetuamente tanta 'ábliétfáÜ

para réiihir una un momento de-


coséciiírqüé'eri
l)ia escaparse de tus mahós pahisiempre. Qui-

siera saber si entonces no sufriste amargamen-


te, y si no consideraste.cQirtld'tína focúfá, lo que

antes te hacia tnirar ébrii6?tkí«^ to<!áW lad demás


cosas. - '
^.,-
''-
- - ::^

No, Girard llevahíi líuwta exacta de sus


litl»

compromisos; y mucho tiempo antes de morir


habia arreglado su testamento. <J .«

Este testamento es un testigo ccM'iosdííeÜn


espíritu cuya tenacidad nada puede romper. A pe-
misma muerte, la^o Brá db^(xvtá rd' có h-
sa r d e la
tlnuará basta mas allá de su tumba, y sus cálcu-
los le sobrevivirán mucbos años. Tales son los
deseos del hombre^ cuando sus alas van á ple-
garse, es cuando mas estiende su vuelo. El poe-
ta, canta á la luz de la vacilante lámpara el can-

to del cisne, el viajero habla de las lejanas re-


giones que qüeHa Vécorr(efy^%l"Venfista escribe
sobre el papel lo» ñtímérbs que deben initiorta-
ii2ar ¿a memoria.
—292—
Girard ha dejado en su testamento un gran
numero de disposiciones, y no hay una sola en-
^
tre ellas, que no sea como la continuación del

\
cálculo que le ocupo durante toda su vida. A
i
sus mas cercanos parientes, no les dejo mas que
tnuy módicas sumas. "Yo mismo, decia
él, he
I

;
adquirido mi fortuna con mi trabajo; es preciso
!
que traten de seguir mi ejemplo." Legó cien
mil francos á cada una de dos sobrinas que te-
nia. Esas snmas debian colocarse en un iuffar
seguro» y capitalizarse hasta la mayor edad de
las legatarias. Dejó una gran parte de sus do-
minios á las dos ciudades de Nueva Orleans
y
de Filadelfia, con la condición de que sus tier-
ras se administiraran regularmente durante diez
anos después de su muerte, pasados los cuales
los magistrados estaban facultados para dispo-

ner de ellas. ,

Lego una suma de mil quinientos pesos á ca-


da ano de los capitanes de buque que hubieran
hecho por lo menos dos viajes á su servicio, con
la condición de t|ue cada capitán llevara á puer-

to el últimobuque que se le hubiera confiado, y


que no hubiese faltado á ninguna de las instruc-
ciones que hubiese recibido. Ni aun despuea
de su muerte queria ser engañado.
Doto' diversos establecimientos de beneficen-
cia con una gran parte de su fortuna; esto últi-

mo bastará por sí solo para honrar para siem>


pre su memoria. Pero quiso también elevarse
ULH pirámide; esta pirámide es un colegio que
—293—
debe llevar su nombre, y en el cual se admiti-
rán á trescientos huérfanos, que serán manteni-
dos, enseñados &c. Al legar para este estable-
cimiento un vasto terreno en las afueras déla
ciudad, y quince millones, se complació en tra-
zar el plan del edificio que debia construirse, y
en establecer las principales bases reglamenta-
rias de su institución. En primer lugar, quiso
que los huérfanos admitidos en su colegio reci-
bieran en él una educación esencialmente prác-
tica. Las lenguas clásicas eran consideradas
por él eomo un lujo superfino. Sin embargo,
dejo escrito que si alguno de sus discípulos de-

mostraba mucha disposición al estudiode esos


idiomas, bien que de nada servían para los ne-
gocios, no prohibía que se dedicaran á ellos.
Pero ante todo exigió que se les enseñara todo
lo que puede formar buenos negociantes, indus-
triales y agricultores.
Esto es muy acertado, y debiéramos desear
en Francia muchos Girard para que nos legaran
instituciones basadas sobre el mismo principio.
Gracias al y al presupuesto tenemos
cielo ,

bastantes colegios donde se comenta á Horacio


y á Sófocles, y donde pasamos los mejores años
de nuestra vida siguiendo una larga y estéril
rutina.
En segundo lugar prohibió' formalmente la
entrada en su colegio, á todo eclesiástico misionero

6 ministro, de cualquiera culto que fuese. '^Al for-


mular esta prohibición, decía en su testamento,
—2d4~
no deseo atacar de ningún modo á los clérisfo í.

Pero como hay entre nosotros tantas doctrinas


religiosas diferentes, deseo preservar á ios dis-
cípulos de mi colegio de las escitaciines que
pudieran producir en ellos esas diversas doctri-
nas. Deseo que los profesores se concreten á
enseñarles los pfinci])ios de la mas pura moral,
el amor de la verdad, de la sobriedad, y de la

industria, y que mas tarde, cuauílo lleguen á la


edad de la razón, escojan ellos mismos sa culto,**
Aunque nuestra querida Francia no sea ya el
religioso país de otros tiempos, una ley semejan-
te hubiera escitado sin embargo generosas re-
pulsiones, y estoy firmeñiente ])ersuadido de
que existe en él un gran número de familias po
bres, que no quisieran confiar sus hijos á una
institución donde se prohibiera la enseñanza de
la religión. En- América, la escesiva tolerancia
en materia de religión conduce muy fácilmente
á la indiferencia. La prohibición de Girar i no
disperto la menor dificultad en su aplicación, y
quizás tampoco ninguna sorpresa, «^'«

Después de su muerte, se empezó á construir


su colegio bajo el mismo plano que él habia tra-

zado, y nada se ahorro, ni mármoles, ni lujo.


En el centro de un inmenso cercado se eleva un
edificiode mármol, que parece copiado de la
Iglesia de la Magdalena da Paris. Hay allí los
salones de estudio con mesas de caoba y atriles
cubiertos de paño; hay también el salón de los
inspectores. Sobre el pdrtico« Ü10 eleva una es-
tátua de Girard, ante la cual, el conáeije que
me acompañaba se inclino como un sacrijítáii

ante un altar. escalera es de mármol, y


. La ^
suelo está por todas partes cub¡ert,0;^ejtapip.<?s|.
i De cada lado de este magnífico monumento,
hay otros dos mas pequeños, de mármol también
y guardando iguales proporciones. Esas cinco
construcciones costaron un millón novecientos
treinta y tres mil ochocientos veintiún pesos. Le
quedan al colegio trescientas cincuenta mil libran
de renta. No pude dejar de manifestar al direc-
tor del establecimiento, la admiración que me
causaba de tanta esplendidez de arqui-
la vista

tectura, para un establecimiento que solo debe


servir para una escuela de segundo orden^ cprap
las hay á centenares ,§n ^ie^i^f^j^, qop gj.^o^i^f^
de Realshulen, /. ,.í , ^. ,,^ ,, ,...,^j,-,^^j.

Se ha querido honrar de esta manera la nw»^


moria de Girard, me respondió. A mí me pare-
cid que la. hubieran honrado del mismo modo
cuidando bien de su real dotación, para poder
socorrer á un mayor número de discípulos.
Diez millones de francos, que viene á formar
la dotación de Girard, dan, si no me engaño,
unos quinientos mil de renta, que añadidos á los
trescientos cincuenta mil,,^Qí?, ochocientOíí? <?in-
cuenta mil, empleados á dar lecciones de fran-
cés y español, y lecciones elementales de mate
máticas y física, á tre^scientos niños. Con una
renta igual, se eduOí\ria en Financia la reciente
generación de variofi de nuestros departamentos.
Al salir de allí me enseñaron una miserable
cabana de madera, habitada por la madre de uno
de los discípulos de Girard, que es una pobre
viuda que ^ana su vida vendiendo frutas y le-
gumbres. Mientras lucha ella con la indigencia^
su hijo viste como el hijo de un rico, se sienta
á una buena mesa, duerme en una buena carina.
y habita un magnífico palacio. Ningún ministro
del altar dispertará y alimentará en su corazón
el recuerdo de su hogar natal,el amor que de-

be conservar hacia humilde muger que le ha


la

dado el ser. Sus profesores no harán mas que


seguir la orden que se les ha impuesto; cont.én-
tanse con aglomerar en su memoria sumas y pa-
labras, y nada tienen que ver con su alma.
Cuando ese muchacho saldrá de su magnífica
morada, se sentirá humillado al pasar junto á la

habitación de su madre; se sentirá avergonzado


al considerar que es hijo de una vendedora de
frutas. ¡Oh vanidad del hombre! ¡Oh Girard!
¡Habéis creído quizás hacer- una obra muy gran-
de! Quién sabe cuántos malos pensamientos
germinarán bajo las brillantes bóvedas de vues-
tra institución, y quién sabe también cuantas in
felices madres os acusarán un día de haberles
robado el respeto y el cariño de sus hijos.

A poca distancia de este establecimiento, del


eual se envanecen los habitantes de Filadelfia, y
que me ha hecho reflexionar muy profundamen-
te,hay el [>enitenciario, que deseaba muy viva-
mente visitar.
Gracias á la amabilidad de un americano, é
quien fm recomendado, pude obtener el permiso
de verle en toífos sus detalles y fuera de las ho-
ras que está abierto para el público. Es un vas-
to ediffcíóV'rodféadó tféuna muralla muy alta, y
flanqueada por torres cuadradas. Tanta^s veces
se ha descrito, que nó trataré yo de hacer de él
una nueva descriocion.
Eí?tá construidb de tal modo, que desde una
rotunda que se eleva en su recinto, ios guardia-
nes pueden ver todo lo que pasa en las galerías
oeupadsis por los prisioneros. En las galerías

inferiores, hay los hombres, en las sujienores^


las mujeres. Cada uno tiene una celda bastan-
te ancha y bien ventilada, en la cual hay una

cama, una mesa, una silla, algunas sentencias


religiosas colffádas de las pare(ÍesVv una Biblia.
Su habitación solitaria, da por una parte a uqa
especié dp patio de algunos pies cuadrados, curr
ya puerta se les abre una hora todos los dias;.
por ía otra, un corredor, que se les pierra pbr
una puerta de hierro y una de madera, al través
de la cual el vigilante püed^ contemplarles a to-
das horas sin ser visto. Las mugeres no tienen
Está dispuesto todo de
jardín, sino dos cuartos.
manera, que ninguno de los prisioneros puede
ver á otro áé^suscompañeros dé infortunio. EJ
m^s absoluto silencio y la mas completa recli)'*
8Íon le están impuestos. Al entrar en elpeñí-
tenciario-, deja detras de sí el mundo de los vi-
vientes, deja hasta su nombre; toma un núm«ro
—298
y queda trazado en guarismo. Muerto para su
familia, muerto para aquellos que
quizás se in-
teresaban aún por su culpable eKistencia,
no
puede recibir ni una prueba de cariño, ni un
so-
lo recuerdo. Durante todo el tiempo que sufre
su prisión, está borrado su nombre del
número
de ios vivientes. Cada día un hornillo
ambulan
te Je lleva su alimento; cada domingo le ir^vitan
á escuchar desde su celda el sermón que le diri-
je un ministro del Señor, á quien no
puede ver,
nide quien puede ser visto. JVmguna mirada
compasiva se fija sobre él; ninguna mano amiga
puede tocar su mano; su celda es una. tumba,
donde la justicia humana le sepulta
vivo.
Detúveme en diversas celdas vacías, me pa-
y
reció que estaban construidas bajo los principios
mas higiénicos.
Mientras mi guía me esplicaba
con una elocuencia admirable la hábil construc-
ción, buscaba yo algunos vestigios de los
que
lashabían habitado, y en una de las celdas es-
perimenté una emoción grande: en ella habia
pasado cinco años una muger, la cual ocupcí to-
do este tiempo en adornar su haljitacion ccm las
obras mas ingeniosas, bordados de seda, tapices
de lana, y flores artihciales; la desnudez de las
paredes desapareció bajo sus decoraciones; un
pedestal que habia en su recámara, estaba lleno
de ramilletes, como si hubiera encerrado aque-
lio una invisible imájen que ocupara sin cesar
su pensamiento. Pobre muger
|
¿ Quién era ?
!

¿Qué habia hecho ? No quise siquiera pregun-


tarlo á los guardas; estos son mudos como las
paredes, mudos como las piedras de un sepulcro.
Quizás habia vivido allí un alma ardiente, arras,
(rada por un momento de delirio, por una exal-
tada pasión á un crimen. To das aquellas flores
y bordados encerraban para mí un pensamiento
tierno y poético. Probablemente al trabajar, se
esforzaba en borrar de su mente sus tétricas
ideas, y procuraba reproducir coi^ aquellos co-
lores una infiájeri délos campos ó délos bosques,
donde habia jugado durante su inocente infan-
cia,donde tal vez habia amado, ó donde el génioe
de la perdición habia tomado posesión de su al.
ma. Llego' para ella el dia en que 1 a mano d
los hombres le j)ermitiá franquear el umbral de
su prisión, y habia dejado allí su obra de mu-
chos años de paciencia, como un piadoso legado
para la que la reemplazara.
A pesar de las precauciones higiénicas que se
emplean para los prisioneros, á pesar de cuantQ
me dijo mí oficioso guía sobre la escelente admi-
nistración del establecimiento, salí de él conser
vando la misma o])inion que me habia formado
antes de visitarle. Creo yo, quede todos los
géneros de castigos inventados por las socieda-
des humanas, para castigar la infracción de sus
leyes, es el mas fríamente bárbaro. Sí, creo que
los tormentos de la edad media, los plomos de
Venecia, eran menos terribles que ese sepulcro
en que aquí se sepulta á los vivientes. En aque-
llos tiempos, los verdugos no atacaban mas que

ios cuerpos, no laceraban mas que las carnes



—500
aquí entregan las almas al mas atroz suplicio;
roban á los prisioneros el uso de los tres órganos
con que se alimenta el pensamiento; el oido, la
vista, y la palabra. Mientras que cada dia el

mundo se mueve á su alderredor, mientras que


las estaciones se sncéden, vive solo, ignorado
del mundo entero; solo entre cuatro paredes,
solo en el luto de su corazón, en la sombría aji-
tacion de sus pensamientos. ¡Oh como
j las ho-
ras, los dias y las noches deben sfer largos en esa
separación de la vida humana, en ese ataúd don-
de laten, donde el espíritu conserva
las arterias
su üQcion, poderse comunicar á ninguu ser
sin
humano! Recuerdo lo que el poeta alemán Schu-
bart^^ cuenta de sus sufrimientos, cuando le en-
cerraron solo en un calabozo bárbaro. Después
de haber aguzado todos los medios que le suge-
ría su imaginación para olvidar lo largo que le
era el tiempo, se puso á contar uno á uno todos
los hilos de su gerjon; cuando habia concluido,
empezaba de nuevo la operación. Diserten en
buena hora los legistas sobre el mejor modo que
pudiera emplearse para reprimir el crimen; con-
hinen las sociedades filantrópicas los medios
para convertir al criminal en nada virtuoso; si

imaginan empero mejor que el sistema peniten-


ciario, no deben por cierto enorgullecerse de su
obra, pues creo que este sistema solo sirve pa-
ra transformar á sus víctimas en locos d idiotas.
Filadelfia se enorgullece de haber sido quien
r«v«M al mundo I09 beneficios de ett« régimen,
y la grave ciudad de G. Penn üeiie ademas
otras muchas pretensiones. Envanécese tam
bien de ser una ciudad poética. Quizás por es-
to ha sembrado de árboles todos sus cuarteles,
y dado á sus calles nombres idílicos: ta)es como
• del Cerezo, del Olivo, del Nogal, y del Manzano.
Yo creo que para la nomenclatura de sus calles
emplearon toda una obra de botánica; y parece
que todas las ninfas de ios bosques y de los jar-
dines, fueron convocadas para asistir al bautis-

mo de ellas. Filadelfia pretende también ser


una ciudad estudiosa y literaria, y el hecho es
que por su academia filosófica, por^ su rriu'seoMe
antigüedades y por su biblioteca de cuarenta níil
volúmenes, puede jusiibcar este título, en un.
país donde hay tan pocas insiiiuciones científi-
cas y literarias. Pretende también ser una de
las ciudades mas religiosas y mas filantrópicas
de losEstados-Unidos. Desgraciadamente al
gunos rígidos observadores hacen concitar que,

á pesar de su gran cantidad de sectas, la desmo-


ralización es tan grande en Filadelfia como en
Nueva- Vork, y que á pesar también de sus es-
tablecimientos de beneficencia, encierra en su
seno, proporcionalmente, mas miserias que Lon-
dres y París.
TjO que mas esencialmente distingue á Fladeifia
de las demás ciudades de los Estados-Unidos,
es que se ve n en ellamuchas gentes que -des-
pués de haber vivido algunos años entregadas
26
—802—
á sus espeííulíicíones, realizan sas capitales, re-
nuncian á los negocios, y se retiran á las silen-

ciosas de las orillas del Schulkyll. El


calles

cómo emplean su tiempo, es lo que no podré


deciros; lo que puedo asegurar es, que he co-
31

nocido algunos que ni siquiera compran un li-


bro, y lo único que hacen, es comprar como
el

negociante holandés, algunos cuadros con que


adornan sus salones. Uno conocí particular-

mente, joven aún y rico, que habia pasado algu-


nos años en Paris. Durante todo el tiempo que
pasé con él, no hizo otra cosa que hablarme de
Ranelagh, de las escelentes
las diversiones del
tortillas, y de los magníficos 'pitets polets del café
inglés. Decia que al acabar de arreglar sus ne-
gocios queria volver á Francia, pero ni se pro-
ponía ver nuestros monumentos, ni visitar uno
solo dé nuestros museos. Para él toda la Fran-
cia se encerraba en Paris, y todo Paris en las
fondas de los Boulevards y los bailes de los
Campos-Elíseos.
Esta ciudad de los Amigos pues tal es el
,

nombre que Penn la dio, me


ha hecho caer dife-
rentes veces en graves reflexiones. Al recorrer
sus desiertas calles, al ver sus tristes habitantes,
muchas veces me he preguntado cuál era el ver-
dadero significado de la palabra misantropía,
porque me parecía que esta fea enfermedad se
habia apoderado de mí. Pero, ¿es ser misántro-
po no alegrarse con los americanos, que solo se
degran unos con otros?

xin.

WASHINGTON.


Fundación de la ciudad. -=-Su plan primitivo. Su aspecto. Lon- —
gitud y denonunacion de las calles, —
Estado de los negros.
Cuestión sobre — Sesiones del congreso. — Luchade
la esclavitud.

los partidos.— Wihgs, demócratas, locofoco. — El — Cor-


capitolio.

te de justicia. — Parlamento. — Biblioteca. — Movimiento aristocrá-


tico délos Estados-Unidos. — Edificios públicos de Washington.
ElPatent-office. — Las —Tertulia del
reliquias americanas. presi-

dente. — Estraña reunión,—Una. npche en una posada.

Por fin he llegado á ver en los Estados-Uni-


dos una ciudad que no se parece á las otras, y no
es culpa de los americanos, creedrae, si esta ca-
pital no es una exacta copia en madera y ladri-
llos de los squares regulares, de las calles simé-
tricas y de anchas fachadas que son para
las el
yankee el tipo ideal de una ciudad hermosa.
—404—
Cuando en 1791 Washington q ue el congre
hizo
so aceptara el proyecto de crear una ciudad cen-
traldonde se instalarael gobierno, y después que
para edificarla se hubo escogido el alegre terri-
torio que está situado entre la orilla izquierda
delPotomac, y la orilla derecha del Anascoiia,
cuando en fin, el congreso, para rendir un justo
homenaje al fundador de la Union, hubo resuel-
nueva metrópoli el nombre ilustre de
to dar á la
Washington. Dios sabe qué hermosos planes
se trazaron para hacer de esta capital política
una de las nuevas maravillas del globo. Acu-
sannos á no sotros de hacer muchos castillos en
el aire, y de* errar amenudo en los espacios ima-
ginarios, pero al lado de los americanos, nada
somos. Lo que hay de alineaciones, plazas y
cuarteles, y las esperanzas de población futura
que debe tener esta ciudad, y la construcción
de las calles que deberán hacerse y que ocupan
la imaginación de los especuladores de Nueva-
York, es diAcil espUcarlo. Lo que
ha vendi- se
do, revendido con prima y arrendamiento, de
unos terrenos que debían cubrirse en algunos
años de tiendas y casas espléndidas, .pero que
han quedado en estado de bosque o de pantano
sábenlo solo aquellos que han entrado ciega-
mente en la trampa que se tendió á su creduli-
dad, y'que han sido desollados como corderos,
por los especuladores
En una palabra, la ciudad, condecorada con
el nombre del gran general americano, la ciudad
—sos-
residencia del gobierno d^ la primera república
de los tiempos antiguos y miodernos, debia ser
por sus dimensiones, por la disposición y la gran-
deza de sus edificios, la mas magnífica ciudad
4el univei-so.
Por una maravillosa casualidad, el lugar que
escogieron llevael nombre de Roma, y un pe-

queño arroyo que le circunda, se llama el Tiber.


Cuan mágicas son estas dos palabras! No pa-
rece sino que la reina del mundo antiguo vino
aquí coa todos sus laureles, con su séquito de
senadores y sus siglos de gloria, para unirse con
la obra del. congreso americano.

Para dar á la ciudad de Washington un ca-


ráctermas imponente, resolvieron fijrmar de ella,
por medio de una parte del territorio tomada de
. los estados de Maryland y de la Virginia, el cen-
tro de un Estado distinto, es decir, una ciudad
parecida-á la santa ciudad papal, con los esta-
dos de la iglesia. En el seno de esos dos terri-

torios, tiráronse vastas líneas que debian ser


ocupadas por Washington. En el centro debia
elevarse el palacio de la representación federal,
el Capitolio, y desde este punto gigantesco, las
calles y las plazas se dibujaban sobre el papel
en inmensas dimensiones. Acabados ya todos
ios cálculos de trigonometría y de arquitectura,
divididos los terrenos en porciones, contados y
enumerados los cuarteles, procedióse á la venta
de los terrenos, que se creia que el ardor patrio-
tico se afanarla en comprar. Y jcosa estraña!
—306—
Sucedió que el patriotismo, que no descubría
allí movimiento
ninguií buen éxito comercial, ni
de vapores, ni empresas industriales, permane-
ció indiferente. Vendiéronse solo algunos lotes
del terreno, sin orden regular, y los que los
compraron, construyeron en ellos sus casas, sin
cuidarse del plan de falanje macedoniana que
debian formar al rededor del estandarte sagra-
do, al rededor del Capitolio. Resultó de esta
fatal indiferencia de los espíritus hacia una orga-
nización tan felizmente concebida, de ese capri-
cho deplorable de los individuos, que el Capito-
lio se eleva solitario sobre su colina, en un es-
tremo de ia ciudad; y á una legua del lugar que
él ocupa, están los infelices propietarios, que pa-
recen no acordarse siquiera, desde sus casas, de
la indiferencia y abandono en que yace el arca

'
N(0 és Waishití^ton enteramenttí¿ Có^mO'dijo
con bastante rudeza T. Moore, un embrión de
capital, donde se ven plazas en medio de los
pantanos, y obeliscos en medio de los árboles:

'^Tbis embyo capital, where fancy «ees


Squares in mosasses, obelisks in trees." tufiiá
í"
. .

Mejor debe llamársela, como llamó un di-


la
plomático: la ciudad de las magníficas distan-
cias. El estranjeró que llega acá con cartas de
recomendación que desea entregar en persona,
debe estar dotado por la Providencia de buenas
piernas, ó recurrir al ca6, tirado por dos magní-
-ál-
ficos caballos, y conducido por- un oegro ¡ntéli-
jente, que le secunde en sus pceiquisas. De to-
das las dificultades que nos presenta ia vida so-
cial, una de mas arduas, es conservar en su
las
memoria el número de las casas donde tiene uno
el honor de ser presentado. Muchas veces he
pensado que si tenia á mi servicio todos los cria-
dos que un Naba de la India, d un gran señor
ruso, emplearla á uno de ellos para que me re-
cordara á todos instantes, los números de que
tuviera necesidad. En América, un criado se-
mejante fuera doblemente necesario. Tienen
.os americanos una añcion tal á los números,
que temiendo no hacer de ellos el uso debido,
los aplican todos los dias á aquello que mas pue-

de recordarles su agradable imájen. En varias


ciudades de los Estados-Unidos, las calles no
tienen nombre ninguno, y están condecoradas
con un g^uarismo. Muchas veces, para hacer
mas agradable su nombre-ímmero, le añaden un
pormenor, que exije el empleo de una brújula.
Deseando en Filadelfia ver á dos personas, me
mandó con mucha sangre fria aquel á quien ha-
bla preguntado por las calles en que vivian, al
Oeste del Schulkill, y al sud-sud-este del De-
laware. En Washington, al preguntar por la ha-
bitación de uno de mis compatriotas: ¡Oh! me
respondió' el bookkeeper con aire de satisfacción,
es muy fácil dar con la casa; es la quinta ó sesta
casa, entre la vigésima y la vigésima prima ca-
lle. *'Con semejante respuesta, poneos en ca-
mino, é id á bascar en el espacio la calle vigési-
^ma prima en medio de los complacientes ciuda-
danos de los Estados-Unidos, los cuales, des-
pués que les habéis acosado con el sombrero en
la mano, diciéndoles: ¿Sir^ if you please^ where
isthe twenfieth street? (Caballero, me hace V- el
favor de decirme ¿donde está la calle vigésima -

prima?) os miran como si fuerais un raro animal.


y se alejan de vosotros respondiéndoos muy
bruscamente: Y do not Jcnow. (No lo .^é.)
• Los
que pretenden ser un poco amables y civilizados,
condenan semejante respuesta, y os responden.
Tharther (mas allá) y continúan su cami-
no, orgullosos de haberse portado tan caballero-
samente.
El empleo de un negro es de rigor en Wash-
ington. Aquí, todos los criados de hotel, to-
dos los cocheros, y todos los cargadores, son
negros. Los estados septentrionales de la repú-
blica americana, libertan á los hijos del África
de la esclavitud que sufren en los estados del
Sur. Pero en castigo de su mancha original,
de su malhadado color negro que no le es posi-
ble de ningún modo cambiar, condérianle al ser-
vicio doméstico, y le tienen como á un paria, en-
cadenado á un estado de abyección del cuál no
se le permite salir. ' '

EnRusia, en ese horrible país, donde, según


dicen los virtuosos amigos de la libertad, todas
las mas santas leyes de la naturaleza están some-
tidas al capricho de un déspota, donde están ul-
trajados todos los derechos del hombre, en Rusia
—309—
un sierbo, uno de esos infelices sobre los cuales
tantas piadosas lamentaciones lian escrito los fi-
losólos del siglorjXlX,puede adquirir su entera
y absoluta independencia, puede tener una bue-
na casa, caballos, carruajes y criados. En los
Estados-Unidos, en este país de la igualdad ab-
soluta, en este país de la confraternidad univer-
sal, que llama á todos los hombres al divino re-
partimiento 4e la libertad, negro es esclavo
el

en las orillas del Mississi])í, y criado en todo lo


restante de la república. Por muchos que sean
sus esfuerzos, jamas logrará salir de esas dos
condiciones; aun cuando fuera un modelo d^ vir-
tud y devoción, aun cuando tuviera para ellos
una cualidad mucho mas laudable que todo esto,
es decir, aun cuando .fnera,rjpo cojjno un -(^¡r^iíd,

no pudiera el negro romper los diques que le

separan del blanco. Si el emperador Faustino


I viniera con la corona-y cetro que mando hacer
en Paris, y con su
negra emperatriz, y coaj^.u
cortejo de piríncipes y altezas, no le fuera dado
entrar en un vulgar ómnibus, ni sentarse en la

mas humilde posada, ni ocupar en un teatro uno


de los primeros asientos.
Si los largos trabajos os inspiran miedo, co-
mo bueno de La-Fontaine, no creáis que voy
al

á escribir un largo tratado sobre la cuestión de


esclavitud, que tantos libros ha llenado ya, que
ha ocupado á muchos santos ingleses, y fatigado
á tantísimos diplomáticos. En vez de aventurar-
me en los ásperos senderos, den las rutinas de
—310—
una cuestión semejante, os aconsejaré, si es que
queréis formaros una idea justa de la esclavitud
en ios Estados-Unidos, que leaife el elocuente li-
bro de M. de Beaumont, el cual, bajo el lijero ve-
lo de una novela, encierra los mas altos
y pro-
fundos estudios, semejante á esos rios, que, bajo
su azulada superficie, ocultan los bancos de co-
raly los abismos.
Para discutir con buena opinión sobre esta
materia si es que debiera dar mi opinión, no sé
si debiera colocarme en la línea de los abolicio-
nistas, ó si debiera adoptar la de los contra-abo-
licionistas. Lo único que que en todos
sé, es,

los grandes debates que han tenido lugar en Eu-


ropa sobre la esclavitud de los negros, los ingle-
ses figuran á mi modo de ver como unos verda-
deros hipócritas.
Para completar mi profesión de fé,^me ima-
jino que los negros, digan lo que quieran, son
mas dichosos en su país natal, bajo el sol de la
África, que es su hogar hereditario, que en las
colonias; y mil veces mas felices en la paternal
esclavitud de las colonias, que en la ignominiosa
libertad que se les concede en una parte de la
América.
Concluyo aquí mi paréntesis, y subo á un buen
carruaje, cuya portezuela me abre un negro son-
riendo, y [enseñándome su hermosa dentadura,
mas blanca que las defensas de un elefante jo-
ven, y mirándome atento con sus ojos, mas ne-
gros que el carbón de las minas de jtlomchampt.
—311—
Durante dos dias, me ha paseado Domingo al
través de no sé cuántas anchas calles, provista»
detres clisas, y por plazas en proyecto y avenidas
desiertas, cosas que en su conjunto forman una
gran parte de la ciudad de Washington. Cau-
sábame un grande placer recorrer esas colinas,
esas llanuras que deben representar una larga
hilera de edificios, pero que en el año de gracia
1849, no me han presentado mas que el aspecto
de una campiña, cortada de cuando en cuando
por algunas casas. Es preciso haber pasado al-
gunas semanas en las ciudades ^comerciales de
los Estados-Unidos, para gozar el bienestar de
una de ellas que no esté atestaila de carros, car-
retones, toneles y cajas de mercancías: en una
ciudad que por todas partes os ofrece un ancho
horizonte, donde sopla el aire fresco de los AUe-
ghanis, y donde hay un espacio y descanso.
¡Descanso! ¿Hé podido escribir esta palabra?
Borradla, os lo ruego, pues en América no de-
be aplicarse nunca este feo substantivo. (Des-
canso! Olvidaba que estoy en la ciudad del
congreso, y cabalmente en el tiempo en que el
congreso acaba de reunirse. Es la época del
movimiento, del trabajo, de la cosecha de Was-
hington, que vive de su parlamento como Badén
de sus jugadores. Todas las fondas están lle-
nas de diputados y de pretendientes, pues la
profesión de pretender se ejerce con tanta lar-
gueza bajo el austero régimen de la democracia,
como bajo el digno sistema monárquico, y si no
—312—
dígalo nuestra república de Febrero. Todos los
barroofns están inundados por una muchedumbre
inmensa, ávida de beber un vaso de brandy, y
de leer un periódico, hos landlords no saben qué
hacerse, y los negros están desemp^^^ñando ver-
daderamente su oficio de negros. Todos los
hombres políticos* están alerta. Hace seis dias
que la cámara de representantes aglomera es-
crutinio sobre escrutinio, [)ara elegir un presi-
dente, sin llegar á un resultado. Los wigh tie-
nen su candidato, los demócratas el siuyo, y cada
partido juega un juego tan cerrado que no es
posible llegar á un término. Sin embargo, los
vrighs son los mas numerosos, pero los democra
tas tienen el partido loco foco.
Ya me parece que os veo preguntándome
qué significan estas tres denominaciones, y voy
á procurar satisfaceros. Los wighs, que bajo el
aristocrático régimen inglés representan, compa-
rativamente á los torys, la opinión adelantada, en
la demagogia americana representan ios libera-
les moderados, d por mejor decir, ios conseva-

dores, ó como diriamos en Francia M. Thiers ó


M. Odilon Barrot. Compdnese este partido de
la aristocracia rentística de las grandes ciuda-
des, y tienen por órgano á los principales dijarios.
Los demócratas dan algunos pasos mas hacia las
institucionespopulares. Los locofoco son los •

verdaderos, los p,uros, los incorruptibles radica-


les, adversarios de todo privilegio, enemigos de-
clarados de toda tiranía. Ya sabéis ahora lo que
—sis-
significan estas tres frases. Quizás queréis sa-
ber también el origen de esta estraña palabra:
locofoco. Lo Débese á una super-
esplicaré.
chería, que voy á contaros.
Hace algunos años que no sé en qué ciudad,
los dennócratas habian alquilado una gran sala
para deliberar en ella sobre una próxima elec-
ción. Los radicales deseaban lograr la misma
sala, y no habiendo podido obtenerla, recorrie-
ron á una estratajema, que prueba la ventaja
que en todos los paises lleva este partido sobre
los demás. Mientras por
noche discutian los
la

demócratas, entre mérito de diversos


ellos, el

candidatos sometidos á sus sufragios, una reu-


nión de radicales penetró en la asamblea, y á
una señal convenida, apagaron á un tiempo to-
das las luces. Sorprendidos los demócratas, y
atemorizados quizás con tan repentina invasión,
salieron apresuradamente de la fúnebre sala.
Desde el instante mismo en que hubieron salido,
los radicales cerraron las puertas,y sacando lue-
go de sus unos fósforos, llamados aquí
bolsillos
locofoco, encendieron las bujías, y tomaron po
sesión del recinto que les habia sido robado por
sus adversarios. La noticia de una maniobra
tan ingeniosa se estendió inmediatamente por
los Estados-Unidos, y para perpetuar su memo-
ria, dieron á los radicales el nonabre de locofoco.

Pero esta vez, por una de esas combinaciones


monstruosas y de las que tan amenudo se echa

27
^^^Ml
—314—
mano en nuestras luchas parlamentarias, esta
vez, digo, los locofocío se han unido con los de-
mócratas, y aun cuando sean éstos poco numero
sos, bastan los dos partidos para equilibrarse
con los wighs. Todas las mañanas, se dicen en
Washington: Hoy tendremos sin duda un spea-
ker, y cada noche la elección del speaker se deja

para Probablemente los habi-


el dia siguiente.

tantes de la ciudad no son de uti patriotismo


bastante desinteresado para desear una pronta
solución á las diversas combinaciones políticas.
Cuanto mas larga es la sesión, mas abundante es
la cosecha. Una vez que los diputados han mar-
chado, los posaderos miran con ojo triste sus

cuartos vacíos, y los mercaderes ven desiertas


sus tiendas. La multitud de empleados, estran-
jeros y curiosos atraidos por el congreso, desa-
parece como la corriente de un rio, y no le que-
dan á la ciudad mas que los miembros del cuer-
po diplomático, y los empleados del gobierno.
Las otras ciudades que calculan solamente
que cada diputado recibe ocho pesos diarios,
empiezan ya á descontentarse del largo debate
que ha sucitado la elección del presidente. En
cada parte telegráfico que les anuncia la pérdida
de tina sesión, los periodistas dirijen sus acusa-
ciones á la asamblea. Los unos acusan á los
Wighs de una ambición intolerable, los otros con-
denan á los demócratas y á los locofoco. "Di
cen unos: Os veréis obligados á ceder; y los otros
les responden: No cederemos; y los dos partí-
—315—
dos» con la mano exk la cadera se observan como
dos adversarios dispuestos á conservar -su terre-

no. Se ha visto uno de esos conflictos durar


seis semanas; por ahora, esta es la primera:
¡Paciencia! Ya las palabras un poco groseras
han empezado á resonaren4t^ asamblea, las pro-
vocaciones han tenido ya lugar, y se están pre-
parando los desafios; y cuando se ha decidido
uno de estos, no sehace como en Francia, que
los adversarios se dirijen un pistoletazo á cierta
distancia: aquí se usa la carabina, y hasta que se
derrama la sangre. .

Pero está dando ya medio día,, y va á empezar


la sesión octava; vamos con la multitud: asista-
mos con. ella á ese heroico torneo délos tiempos
modernos. .Subamos al Capitolio.
Este edificio es verdaderamente digno de una
gran nación; es el mejor que he visto en los Es-
tados-Unidos. Está situado ,sobre una colina,
desde la ci^al se estiende la mkadít sobre los
bosques de Maryland, y de la Virginia, sobre las
aguas del Potomac, y sobre una magnífica llanu-
ra. La verde alfombra que le rodea y las esta-
tuas que le adornan, forman con su vasta
y alta
fachada, con sus columnas
y sus capiteles, un
gracioso é imponente punto de vista. Lástima
es que para que recibiera la luz por lo alto, le
hayan adornado de una cúpula, que se parece
á
un salero puesto al revés.
En la entrada del palacio parlamentario,
se
elevan algunas estatuas alegóricas; la de
la Jus-
—316*-
ticia, la de la Paz, y la de la Concordia; virtudes
tradicionales, á las cuales se envanecen de con-
sagrar un pidestal que á nada les obliga;, anun-
cio pomposo de unos pueblos que no dejan de
violar por eso los prospectos de su obra. No
necesitaban nuestros padres de estos símbolos
de mármol, para conservar su amor á la patria,
y los .principios de honor y de equidad.
La mas notable de estas obras de escultura,
es un grupo de mármol que representa á Cris*
tobal Colon, en pié, eo traje caballeresco, y te^

niendo en la mano derecha el globo del Nuevo-


Mundo; á su lado hay una muger que le contem-
pla sorprendida, es la América en persona, á
quien el intrépido navegante acaba de descubrir
mas allá del Océano. Yo
creo que los america-
nos no se ofenderán, hago sobre esto una ob-
si

servación, que pudiera parecerse á una chanzo-


neta, y que sin embargo es muy grave. La ac-
titud que conserva Colon es tal, que se parece á
un jugador en el momento de arrojar la bola; y
frente de alguna distancia, está la estatua de
él, á
Washington, que parece que está colocado allí
coa el objeto de recibirla. Muchas veces la ca-
sualidad produce efectos estraordinarios. Al ver
esas dos estatuas en la actitud que acabo de des-
cribiros, parece en efecto, que el globo del Nue-
vo-Mundo cogido por el inmortal almirante es-
pañol, ha caído en manos de Washington, y de
sus succesores, que han tomado ya posesión de
la Luisiana y de la Florida, que han descantilla-
—317—
do ya á México, y que algún dia se apoderarán
de la isla de Cuba.
El Capitolio está ocupado á un mismo tiempo
por la corte suprema de los Estados-Unidos, por
elsenado, y por la cámara de re]ft"esentantes.
Los miembros de esta corte, son los únicos
que están nombrados perpetuamente, y que en
sus sesiones usan un traje particular, ño cómo el
imponente que usa nuestro venerable tribunal
de casación, sino un largo y negro que les dá
cierta apariencia de gravedad. Hé visto á los
jueces de la alta corte de Nueva-York, sentarse
á los bancos, vestidos con levita
o' casaca negra,

y no pedia imaginarme que representaban la ma-


gostad de un tribunal. Los americanos se bur-
lan de la pompa de los tribunales judiciales de
Francia y de Inglaterra, y creo que no tienen
razón. No es el hombre un ser tan fríamente
razonable, que pueda atenerse á la seca práctica
de un principio. Arreglar los movimientos de
nuestra imaginación, es sin duda una tarea muy
respetable, y querer suprimir su curso natural,
es un absurdo. La imaginación pDede en mu-
chos casos servir de palanca, de auxiliar á la ra-
zón, y la pomp*a esterior de nuestros tribunales
de que obra sobre las miradas, y por
justicia,
lasmiradas sobre el pensamiento, no son de un
vano uso, ni de una estéril manifestación.
El senado de Washington está vacante hasta
que la cámara de diputados ha nombrado un

speaker. Con esta nominación, espera el mensa-


-^sis-
je del presidente de la república, redactado, im-
preso y anunciado por los periódicos, presto á
correr hacia los Estados de la Union, y en alas
desde el momento en que
del. telégrafo eléctrico,
los wighs y los demócratas se habrán puesto de
acuerdo»
Y sin embargo, ni unos ni otros parecen estar
dispuestos á hacer la menor cesión. Van de ga-
lerí:^. en galería, se detienen en los corredores,
entran en la sala de áus reuniones, continúan sus
discusiones en el semicírculo, se sientan un ins-
tante en su lugar, para volver á levantarse y
mezclarse de nuevo con los grupos. El digno
régimen constitucional, produce, según parece,
el mismo efecto en todas partes, y desempeña
en todas el mismo papel, como un actor ordina-
rio. En el Capitolio de Washington he presen-
ciado lo mistno que en nuestro palacio Borbo'n.
Pero, no, los diputados de los Estados-Unidos
se distinguen de los nuestros por ciertas costum-
bres particulares. Mientras duran las sesiones,
mascan tabaco muy satisfechos, y, disimuladme
la espresion, escupen con una destreza sin igual,
á quince pasos de distancia. Ademas, desde su
banco, porque no tienen tribuna, hacen discur
sos, cuyo exordio empieza el lunes, y cuya
perorata puede prolongarse hasta el fin de la
semana.
Después de haber asistido á tres escrutinios,
que no han dado mayores resultados que los
precedente^, he ido á visitar la biblioteca y las
—319-

diferentes salas del congreso. Todo está dis-


puesto con un gran lujo, y una noiíle elegancia.
El pueblo soberano de la confederación se ha ^

dado un trato puranaente real e-n el palacio de


sus representantes. La biblioteca se compone
de cuarenta mil volúmenes, muy bien colocados
y ricamente encuadernados. Enorgullécese de
contener algunas magníficas obras que l^han si-
do dadas por nuestro gobierno. Hubiera queri-
do ver un mayor número de ellas. ^ Es verdade-
ramente honroso á nuestro país el que reparta
sus riquezas intelectuales á las demás naciones;
añadiré todavía que es una misión que debe' lle-
nar. M. de Salvandy lo hab'ia comprendido
digna-mente, y los establecimientos científicos de
diferentes comarcas no olvidan que deben á su
inteligente ministerio, un generoso testimonio de
simpatías.
En una de las salas que dan á la biblioteca
hay varios cuadros muy grandes, destinados á
perpetuar algunos de los principales hechos de
la historia de América.

Hay el desembarque de Colón en las playas

del Nuevo Mundo, la llegada á Plymouth de los


puritanos ingleses, á quienes llaman los padres
peregrinos,el tratado de Guillermo Penn con los

bautismo de Pocohonta, la joven libe-


indios, el
ratriz del valiente Smith cuyas admirables
,

aventuras ha descrito tan dramáticamente M.


Miguel Chevalier (1). También hay la decía-

(1) Cartas sobre la América del NortQ«


^320—
ración de la independencia, lá sumisión del ge-
neral inglés Burgoyne (1777), y la de lord Com-
wallis (íVS:).
La ioloDcion d'e loscuadros es muy laudable,
la pintura muy mediana. Las .artes no han po-
dido aún estender su vuelo en el torbellino in-
dustrial que les rodea en el seno de la tierra
americana. Mas
tarde ¿quién sabe? Quizás se
formará en este país una oligarquía, que, como
la de Venecia, de Florencia y de Genova, querrá-,

también tener sus TicianO; sus Veronese', sus.


Miguel-Ángel. Esta palabra oligarquía hiciera
estremecer alpueblo de los Est ados-Unidos si
la oyera; el que no cree mas que en el progresa
continuo, en el desarrollo sin límites de la de-
mocracia. Pero, el tiempo, qp;^ j^ina
el tron©
de oro y de seda, puede mu-^t^jen
^oer el pedes-
tal de hierro del foro
plebeyo. La naturaleza
del hombre no est-;^^^^ riqueza
en aspirar á la
por la estéril ^^
^^^^^^^.^^ de contar dinero, y de
acumular b'^ji^^^g ¿^ banco. La lluvia de oro
que fascr
Dítnao, caia sobre un mullido lecho.
,
^^^
^^^
erno de la abundancia, está coronado de
^^ Con el oro que la fortuna arroja desde
^res.

lo alto de su carro, esparce los deseos que


este

mismo oro debe satisfacer. Y ¿no nacen ya ba-

jo el manto de la democracia americana, ciertas


tendencias aristocráticas? ¿ y el rico negociante

americano, no mira ya con desden desde la al-


tura que-, ocupa, al miserable tendero que vejeta
las puertas de su casa? Los periódicos, sin ad-
—521—
vertir la senda herética én que se encaminan ¿no
anuncian ya los casamientos de la,» high Ufe (per-
sonas elevadas^como pudieran hacerlo el Times y
el Cour-magazine de la magnífica ciudad
de Lon-
dres? ¿No se oye ya en Filadelfia, á las antiguas
familias de Pensylvania, esclamar con desprecio
al hablar de los nuevos colonos: What is it? Peu
pie ofyesterday, (Y quiénes son? El pueblo de
ayer)? ¡Oh! haced lo que queráis, señores após-
toles de la igualdad, pero nunca llegareis á der-
rocar las leyes de la desigualdad y variedad que
el mismo Dios ha colocado en la creación. No
podréis jamas cambiar al cedro en arbusto, ni
obligar al buitre á anidar en medio de una zar-
za como una curruca; ni arrancaréis de la natu-
turaleza humana esta raiz viva, esta raiz impe-
recedera del élementQ amtocrático que forma
en su pura esencia un digno vuelo del pensa-
miento, una noble aspiraciori del alma. Aun
cuando debáis conde nkrósf al óstracisnK), pros-
cribir en vuestra república todo deseo de distin-
ción, este mismo deseo se mofarla de vosotros
bajo los harapos, y áé pavonaría en el mismo
tonel de Dio'genes, que me ha parecido siempre
un orgulloso arist(3crata.
Dia vendrá en que á pesar de vuestras sabias
precauciones,>ereis elevarse entre vosotros ri-
cas familias que no temerán declarar la justa
repugnancia que les causarán vuestras costum-
bres groseras, que se honrarán gozando de sus
bienes según su libre voluntad, y que amarán en
—322—
y las letras, y cuyo culto animarán
fin las artes

con todo su poder.


Esperando que llegue la república de los Es-
tados-Unidos á este estado de mejoras, como
no puede producir aún en materia de axtes nin-
guna obra original, hace muy bien de recurVir á
losmodelos estranjeros, y copiar tan pronto un
monumento de la edad media, como una colum-
nata antigua; y es preciso confesar que no deja
de hacerlo en abundancia.
Jamas el orden dórico, el jónico,
y el corintio,
ocuparon en Grecia tantos brazos como ocupan
dfisde hace algunos años en la austera república
délos Estados-Unidos. ¡Jamas el culto de los
dioses y de los cesares hizo erigir en Roma tan-
tas columnas, y ^tantos chapiteles. ¡Columnas!
¡mas columnas! ¡y todavía mas columnas y siem-
pre columnas! les son necesarias en cada pue-
blo, en cada lugar, en las entradas de los monu-

mentos públicos, en las puertas del banquero


y en la tienda del comerciante. Columnas de
mármol, columnas de piedra, de yeso 6 de ma-
dera, no jmporta, con tar que ¡sean columnas,
cada cual las manda hacer según sus posibles.
En Washington existen algunos edificios, colo-
cados en distintos lugares*, como cuerpos de es-
tado mayor, esperando los b'atallones de casas
que deben rcunírseles. No hay uno de ellos que
no deba ser una imájen exacta de alguna memo-
rable construcción de la antigüedad. El Tesoro
representa el templo adémense de Minerva, el
—323—
Pattent-Office es unnuevo Partenon. No me sor-
prendería oir declarar á los americanos, que al
imitar á los griegos, les han adelantado.
Entre los diferentes edificios consagrados al

servicio de la administración, el mas digno de


visitarse es el Pattent- Office, Su nombre no
anuncia todo lo que encierra. Es á un mismo
tiempo el museo histórico, industrialy etncgrá-
fico de los Estados-Unidos. Én una pártese,
ven modelos de máquinas, á las que se discernió
un privilegio de invención; en otra parte se ven
las colecciones de zoología y (J© ornitología que
el capitán Wilkes recogió en su espedicion á las
islas de la Occeanía, mas allá se ven unos retra-
tos de gefes salvajes,hechos por orden del mi-
nisterio de negocios indios. En fin, en algunas
divisiones que existen en esta reunión heterogé-
nea, os enseñan las reliquias nacionales, el ori-
ginal del acta de independencia, el bastón de es-
pina de Franklin, las charreteras, uniforme y
sable de Washigton, y los platos y tenedores de
hierro que le sirvieron en sus campañas. En la
pequeña ciudad de Alejandría, que^ está á una
corta distancia de esta capital, se conserva aun
el vestido de niño con que Washington fué bauti-

zado, un corta plunias que le dio su madre


cuando tefiwdoQe iañ9^,jy^^ up botón de su levita.
Yo respeto mucho todo lo que se refiere á la
memoria de los grandes hombres. Una nación
se glorifica; glorificando el nombre de sus legis-
ladores y generales.
—324—
Pero, ¿por qué los puritanos de América se
mofan de las reliquias católicas? Nuestros san-
tos han hecho en este mundo mucho mas bien
que sus héroes. Si los soldados de la guerra de
la independencia han libertado á este país de la

dominación británica, un gran número de nues-


tros santos fueron en regiones salvajes, donde
estaban rodeados de peligros mortales, los pri-
meros campeones de la civilización. Yo he mi-
rado con respeto el bastón de Franklin. ¿Q,ué
diria un protestante a.mericano, si le enseñaban
el ramo de árbol en el cual durante su largo ca

mino, se apoyaba uno de nuestros santos al pe-


.nctrar en los sombríos bosques de las Gaiías,
para erigir en ellos una capilla, y establecer una
comunidad? Yo creo que por no desmentir su
doctrina, arrojaría lejos de sí esa señal de la ido-
latría papal.

No puede venirse á Washington, sin desear


ver el león de los leones, el presidente de la
prospera república. Es una satisfacción muy
fácilde procurársela. El presidente habita fren
te de la calle vigésima prima, en medio de un
alegre cercado, en una casa de un aspecto muy
elegante ala cual sus paredes de mármol le han
hecho dar el nombre de la casa blanca, (White
house). No se vé en la puerta ningún centi-
nela, ningún lacayo engalonado hace volver
atrás á un pobre plebeyo por ir vestido con
\ chaqueta. La casa del presidente se abre una
'\
vez por semana á todos los visitadores altos ó
—325--
bajos, amos ó criados, sin distinción de fortuna,
puesto que aquí todos los hombres son herma-
nos, y gozan todos de los mismos derechos po
líticos. Cualquier picaro que pase por su casa
el viernes por la noche, y no sepa qué hacer,

puede decirse al ver alumbrados los salones: el


presidente recibe, voy á verle. Ni siquiera de-
be cepillar su sombrero, ni sacudirse el polvo
de sus zapatos; él es un ciudadano de la repúbli-
ca, y el presidente es el encargado jdel poder.
Como yo no estaba investido de la alta digni'

dad de ciudadano americano, y debia tener


el honor de ser presentado al gefe de la repúbli-
ca, por una hermosa señora de Washington, crei
que debia sacar de mi baúl mi frac negro y mi
mas blanca corbata, y no tardé en apercibirme
que todas estas precauciones eran inútiles, y de
bieron parecer muy estraordinarias en un salón
donde encontré á muchos vestidos con levitas de
todos colores, chaquetas de todas las modas co
nocidas, y poquísimas casacas.
Ningún criado estaba al umbral de la puerta,
ninguno tampoco en la antecámara. Entramos
en él salón, donde el presidente estaba en pié,
para cumplir con la ruda obligación que le im-
pone la república, sin respeto á su edad y ala
dignidad de sus servicios militares. 05
La amable estranjera que me hizo el obse
quio de aceptar mi brazo, se adelantó hácia^el
presidente, que la tendió la mano, diciéndole:
^Howdoyou do? (¿Gomo está usted?) Eiton-

2S
—326—
ees ella, volviéndose hacia mí, me tendió la ma-
no, y níie dijo: ¿How do you do? Luego entró
una turba de visitadores, se acercó al pre-
sidente, que debib hacer un shake hands con ca
da uno de eltos, diciéndoles: ¿How do you do?
Este amable saludo se prolongaba hasta -lo infi-
nito, y mi amable compañera, creyendo sin du-
da que aquello debia empezar ya á cansarme,
me presentó á la hija del presidente, la cual me
dijo también: ¿Hotv do you do? Concluido esto,
empezamos á pasearnos por un salón con una
multitud de individuos, que se paseaban en si.

lencio como en procesión, de dos en dos: las mu-


geres eran tales como se ven solo en las come-
dias de Enrique Monnier; ios hombres, de un gé-
nero que no os gustaria por cierto verlos entrar
^n vuestras antecámaras.
Para que abra una vez por semana su pala-
cio de mármol á esa plebe, para que salude cor-i
tesmente á esas señoras vulgares, para que skakej
hands con algunos centenares de individuos po-
co aseados, la república no dá al presidente má^
que ciento veinticinco mil francos al año. Poco
pagado está. Cuando reflexiono que es un vie-
jo, un valiente y digno oficial, á quien la dema-
gogia obliga á semejante condescendencia, sien-
tdo renacer en mi corazón una nueva aversión
contra la demagogia.
¡Que diferencia de escena la del dia siguiente

por la noche! Me encontraba en una posada so-


litaria esperando el convoy del camino de hierro
—327—
de Ctrmbedand. Uno de mis compatriotas,
viéndome so!o y entregado á las meditaciones
qae nos inspira uno de esos dias nebulosos que
Santa Genoveva distingue con el nombre de dias
graves, quiso; por un sentimiento de conmisera-
ción cristiana, acompañarme á mi descanso noc-
turno. Y este compatriota es un poeta, un ver-
dadero poeta, y pasamos la noche hablando de
los barrios de nuestro querido Paris, de nuestros

queridos salones, comunicándonos nuestras es-


peranzas y nuestros desengaños, las elegías que
hablamos escrito, y los sonetos que hemos dedi-
cado á las bellas de la dulce sonrisa, ó de las
dulces palabras: dulce ritentenii dulce loquentem.
Una media docena de americanos que encon-
tramos al paso, y á los que habíamos dejado en
el barroom entregados al recreo de las botellas,

se figuraron probablemente, al ver que nos reti-


rábamos tan temprano á nuestro cuarto, que de
biamos tratar algún importante asunto de co-
mercio. Lejos estaban de suponer que después
que hube ya oido contar todos los recuerdos de

mi amigo, le decia al acostarme: querido V., leed-


me otra vez esas estrofas dedicadas á Clara, y
que tanto me han gustado.
MONTAÑAS Y RtOS

Paisaje de — Hasper-Fert-y. — La sombría figuta l©i


invierno. dfe

— Él stage. — Los vapores del


americanos y su bienestar material.
Oeste. — El Monongahela. —Washington y el — Duquea-
castillo.

ne. — Pittsbourg.

Si por una casualidad cae en vuestras manos


una descripción de los Estados-Unidos, hecha
por un americano, que os pinte con todo su en-
tusiasmo nacional unas montañas cuya cima se
pierde entre las nubes, no creáis nunca que tie-
nen alguna semejanza con las que habéis visto
en nuestro hermoso Jura, á orillas del lago de
Ginebra, 6 en el valle de Chamounix, porque la
—sSó—
América del Norte es, en su mayor parte, una
y algunas ca-
tierra llana atravesada por colinas,
denas de montañas, que á.los ojos de aquellos
que no han visto otras, pudieran muy bien pa-
recer masas jigantescas.
Acabo de recorrer una de esas regiones. El
Baltimore á Cumberland sigue la
ferro-carril de
orilla de un rio espumoso, el Pataposco, que
serpentea entre dos líneas de pintorescas coli

ñas. La tierra está cubierta de nieve; los árbo-


les,con sü seco tronco y deshojadas ramas, pa-
récense á unos esqueletos despojados por la fria
mano del invierno. De cuando en cuando, se vé
aún el verde ramaje de algunos sauces llorones,
símbolo melancólico de las tristezas imperece-
leras; elegía viviente de los pasados goces de la
primavera. ^ r. .^ ,,.,,

"íOWUlow! Willdw! #í^í^fv ííb oín«q

Pero ninguna Desde mona canta aquí descop-


solada el romanee ¿eí saupe,,y ningún palacio
veneciano eleva en estos lugares su romántica
fachada. Solo ven de tarde en tarde algu-
se
nas pequeñas cabanas de madera, donde la fami-
lia del colono está sentada al rededor del hogar;

no se oye mas que el ruido que hace el rio al

correr entre las rocas, y el de los árboles agita-


dos por el viento, y el ruido de la máquina del
vapor, cuyos ecos repiten á lo lejos su lúgubre
silbido.
De este valle pasamos al de Potomac, mas
grande é imponente. A derecha é izquierda se
—asi—
estienden cadenas de cerros ondulosos y escar-
pados, de un efecto verdaderamente pintoresco:
frente de nosotros, en un azulado horizonte, ve*
mos los Alleghanis, que por diferentes brazos
tocan el Canadá.
La pequeña ciudad de Harper-Ferry, que se
eleva en medio de este valle, al pié de una mu-
rallíi de rocas, merece ocupar la imaginación

del poetay el lápiz del artista. JeíFerson la cita-


ba como uno de los mas lindos paisajes que pue-
den verse en el mundo. Pero el honorable pre-
sidente no debia haber visto seguramente, fuera
de la tierra americana, mas que el cerro de
Montmartre y los alrededores de Londres. Su
opinión es poco verdadera. Ijo mas acertado que
pudiera decirse al hablar de Harper-Ferry, es
que por su aspecto poético, e^ta ciudad, es un
punto de vista j^uyiQot^^bi^/Comparado con to- j

das las demás ^ciudades de los Estados-Unidos.


Me ha recordado la ciudad tirolesa de Landeck,
y el valle del Potomac, me ha representado mas
de una vez las campiñas del Tirol, menos Jas ca-
sitas agrestes que allí se ven, y menos los ale-
gres pueblecitos de la encantadora patria de
Hofer.
Largas horas he pasado contemplando una
naturaleza que no ha sido aun alterada perla
mano del hombre, comparando esta imájen con
lasque habia visto en otras épocas, y que están
grabadas en mi memoria.
La fria apatía de los americanos t\ene sin em-
—1332—
bargo su lado bueno, y es que no os estorba fjii
el silencio áque os entregáis. Así coino no usan
con vosotros de^ ninguna amabilida4, tampoco
esperan ninguna de vosotros;
y podéis permane-
cer acurrucados en el fondo de un vvagoa v*-
Y
tregar vuestra imaginación á todos lo^- ' ""
,-

que ella engendre, sin temor d** ^'^P"^*^^^


~'

tros compañeros de via- - ^^^ "''^ ^^ ^'^^'^


la vez para diriü- j^ «s interrumpa una so-
De ^-os una preguta.
cuar»-'
obs^- .ao vuelvo la cabeza para
en cuando
^fvar mas atentamente las costumbres nóma-

das de mis compañeros de wagón: ya he habla-


do una vez del aspecto que presenta semejante
punto de vista. Sin embargo, la vista de las fi-
guras que me rodean, esos tristes rostros pare-
cidos á una reunión de acreedores al dia siguien-
te de una bancarrota, hacen renacer en
mi algu-
nas reflexiones, que ya me han asaltado otra^vez,

y puesto que
debo esplicaros todas las ideas
que acorren mi imajinacion respecto de la Amé-
rica, voy á esplicarme otra vez.
Hace algunas semanas que una noche, en Ro-
chester, tuve el ;honor de conversar largamente
con un americano que habia vivido muy largo
tiempo en Francia. Os diré, entre paréntesis,
que los americanos que han visitado el continen-
te de Europa, están mucho mas domesticados

que los demás, y son mas humanos que todos


ellos Este de quien os hablo, á pesar de que
calzó todo el año zapatos de charol, y usó guan-
'

tes para ir á pasar las noches en la Chaussée-d'


—333—
Antin, ó el barrio Saint-Honore, no'se habia des-
pojaíloenteramente de su piel, ni halúa salido
completamente dé Su cáseara, y estaba aún per
suadido de que si París es una ciudad muy
amable, la confederación de lo^ Estados-Unidos
€S la tierra por escelencia.

"¡Qué diferencia existe, nae decia entusiasma-


do, entre vuestro pueblo y el nuestro! Vuestros
trabajadores están muy mal pagados; vuestros
aldeanos se mantienen, en la generalidad,
con mal pan y patatas. Aquí, no hay uno solo
de nuestros trabajadores que no gane si^te ú
ocho francos diarios, y nuestros aldeanos comen
carne todos el año: y al hablar de la carne,
abríanse sus labios, y volvían á cerrarse como
para saborear de memoria la salsa de un beefs-
teak. Hacen tres comidas por dia, añadió, con
mas entusiasmo, sazonadas con mantequilla fres-
ca, legumbres y. té ónCaíe... Ademas, como ha-
i

béis podido observarle, todos visten decentemen-


te y tienen el bolsillo provisto de plata. Este
es el resultado del trabajo del suelo americano,
este es el bien material de nuestras poblaciones."
Sin querer objetarle que ese bienestar no era
universal,y que en Nueva-York, en Filadelfia y
en todas las grandes poblaciones de la América
habia mucha miseria, le respondí. ^De qu¿ pro-
viene, puesT^ue con vuestro bienestar, con
vuestras tres comidas diarias, con vuestros bue-
nos vestidos y vuestra provisión de dinero, tie-
nen vuestros compatriotas una cara tan sombría
—334—
y parecen desgraciados? ¿En qué consiste que al
recorrer vuestro país, ya viajando eñ vapor, ya
en ferro-carril, no he podido ver una sola vez,
entre los millares de individuos que he encon-
trado, ni una solo que estuviera alegre y anima-
do? ¿Cuál es la causa que nos los hace ver siem-
pre por las calles, corriendo como si fueran á
salvar su casa de un incendio, o navegando por
los rios como unos colaterales á quienes un no-
tario acaba de leer un testamento que los des-
hereda? ¿Por qué en medio de todo ese bienes-
tar material, no oigo resonar ni un solo grito de
alegría, ni un solo canto?
En la Alemania, en esa Alemania que todos
los años os manda tantas legiones de pobres emi-
grados, en la Suecia, mas pobre aun, no viaja-
réis sin que os sorprenda á cada momento oír

por camino, en medio de los pueblos y de las


el

ciudades, un melodioso concierto. En Francia,


esos aldeanos de ,.cuya suerte os compadecéis,
tienen risueño el semblante y os hablan con
cierta alegría; esos trabajadores mal pagados,
no necesitan mas que algunas horas de descanso
y una botella de vino para ser tan dichosos
iba á decir como unos reyes, pero me arrepiento,
para decir como unos demócratas, que como
quien juega con un dado improvisan una revo-
lución.
"¿Qué queréis? me respondió' el yankee, núes
tra naturaleza es causa de que seamos tristes y
pensativos."— "Vamos, sed sincero, añadí yo, y
—335—
confesad que si existe en la naturaleza del hom-
bre y en las necesidades de su condición, el bus-
car su bienestar material, éste no constituye
mas que parte de una dicha de la cual lleva en su
alma el fecundo manantial. Querer que el hom-
bre olvidara en lo ideal las necesidades de la v.i-

da física, fuera un sueño insensato; pero no lo

seria menos querer cerrarle las puertas del pen-


samionto, suponer que debe aplicarse á una in-
dustria como una máquina, o labrar como un
buey para deleitarse después en el pasto. Vo-
sotros os formáis una idolatría del bienestar nía-
teria), sin advertir que creáis una religión al es-

tilo *de Vitellius, y que cometéis hacia Dios cuyo

nombre pretendéis honrar, y hacia la naturaleza


humana, de la cual pretendéis merecer el reco-
nocimiento, el mas grande de los sacrilegios,
porque separáis de la obra del Señor lo que en-
cierra de mejor y toda su dulzura; los libres ar-

ranques delespíritu, los desahogos del corazón,


las armonías de la tierra. Convertís al honibre
en un animal de oro."
lié aquí el tema que discutía con el fabrican-
te americano, que ni me convirtió ni -se dejo'

convertir. Al hallarme en otro ferro-carril en


medio de otra reunión de individuos, no menos
tristes que los que acababa de dejar, pensaba en
los diverso» sistemas para encontrar la dicha, y
me decia: **No, no; la dicha no consiste en la
satisfacción esclusiva de los deseos materiales.
Antes de aceptar el sistema ameritjano, prefiero
—sac-
ia miserable cabana y el rayo de sol que por su
estrecha ventana penetra hasta et corazón. Pre-
fiero la Tebaida con sus salvajes raices y sus san

tas aspiraciones.

Para castigarme, sin duda, de un sueño tan


desordenado, y para obligarme mas á apreciar el
confortable de la vida física, dejóme el ferro-car
ril en Cumberland, y me entrego al stage. Sin du

da ignoraréis que significa en este pais la palabra


lo

stage Es una caja de madera colocada sobre cua


tro ruedas, destinada á transportar á los viaje ros
por los caminos que no han sido aún favorecidos
porel ferro-carril. Pero, qué caja, y qué camino!
Eramos nueve, apretados unos contra otros co
mo sardinas en barril, cayendo en los hoyos,
saltando sobre las piedras, como si nos hubieran
impuesto la danza de San Guyo. Añadid á todo
esto las delicias de siete americanos que me
acompañaban, escupiendo y mascando tabaco, y
que para estar con mas comodidad se quitaban
las botas. Una pobre joven que estaba acurruca-
da en uno de los rincones de la caja, se desma
y ó á poco rato. Yo pasé toda la noche empu
jando hacia una parte y otra, á un cuerpo sucio
sin cesar sobre n[ií,y procu-
y pesado que caia
rando libertarme de dos piernas que parecía
que se hablan propuesto machucar las mías.
Si según los dogmas de la espiacion, puede
una ruda penitencia lavarnos de nuestros peca-
dos, después de esas veinticuatro horas de stage,
debo tener el alma tan limpia como la de un re-
—337—
cien nacido; y si alguna vez encaentro á un
fakir indio que se esté devanando los sesos por
encontrar un nuevo suplicio con que honrar á la

diosa Siwa, le encargaré que vaya á America, á


tomar el carruaje de Cumberland.
Felizmente puedo desde aquí dirijirme á Nue
va-Orleans, por una larga línea de vapores, li-
bertándome con ellos de los largos tormentos de
los stages, y de la pesada atmo'sfera de los ferro-^
carriles. En Brownswille, pequeña población
de mil quinientas almas, entré A bordo de un va-
por que por el Monongahela debia conducirme
á Pittsbourg. Esos vapores, que navegan por
el Oeste, no están construidos como los del Hud
son,y no dejan, sin embargo, de ser tan bonitos.
La máquina de alta presión, ocupa con la carga
el puenteinferior. En el primero, tienen una
galería de ciento cincuenta á doscientos pies de
longitud, que sirve al mismo tiempo de salón y
de comedor. En uno de los estreñios hay el sa-
lón para las señoras; en el otro, el barrom; á de-
recha é izquierda, las literas, que dan por una
parte á la galería, y por otra á un balcón esterior,
*
semejante á los que adornan las casas suizas.
En lo alto hay un terrado, desde el cual puede

uno contemplar, paseándose, la corriente del rio.


En el centro de este terrado hay un pabellón,
ocupado por los maquinistas y el piloto, el cual,
desde su torre de vidrio, gobierna como, un má
gico, y por medio de una campana, á los que
aplican el fuego, y dirija, detiene ó espolea lu

29
«—388—

marcha de su corcel con alas de hierro, mucho


mas admirable que el hipogrífo de Ariosto. ^
'
Ésta especie de casa flotante, es muy elegan-

te; la galería está cubierta por un tapiz verdej


tiene muchas donde penetra una
vidrieras, por
gran claridad, y hay tres ó cuatro chimeneas
que están continuamente dando humo; las liie^
ras tienen también sushermosos tapices; única-
mente, por una costumbre muy generalizada en-
tre ios americanos, falta allí la palangana y el
jarro para lavarse; en la galería se vé tan solo
una bacía y algunos trapos, que deben servir á
todo mundo; el peine y el cepillo para el pelo,
el

pasan aquí sin dificultad de una mano á otra.


El Monongahela, cuyo nombre indio me gusta
mucho, es un rio que viene de los montañosos
distritos de Morgentown y que va, por una lige-

ra pendiente, á unirse al Alleghani, para formar


mas tarde parte del Ohio.
Si, como debemos creerlo, todas las obras de

la creación tienen su destino particular, ¿na es


una dulce existencia lu de un rio que al. salir de
su bo'veda de rocas, baja por colinas, atraviesa
bosques, pasa hermosos valles, anda errante y
serpenteando entre orillas floridas, refleja en
sus ondas los verdes árboles de los cerros y el
dulce rostro de algún Hermán ó de alguna Doro
tea, y que, después de todas las fantasías de su
viva juventud, se casa con otro rió mucho mas
caudaloso, que le lleva al Océano?

Pero, ¿de qué me sirve describiros la pei'egri-


nación de los rios? ¿Nuestra suerte no es casi
como la suya? ¿No caminamos como, áfilos, ¿ju-
rante nuestra juventud, de día en dia, de orilla
en orilla, ya alumbrados por un rayo de sol o' un
rayo de amor, ya oscurecidos por una nube, has-
ta que entramos €;n la^ v\á^ seria, que dá fin á
todos nuestros ensueños» §unaergiéndonos en él

Océano de los años? .

El vapor del Monongahela, me transportó


muy rápidamente á Pittsbourg, á e«te suelo
que noí< pertenecia en otro tiempo, á este suelo
que los viajeros canadianos, semejantes á un Co-
lon, descubrian en medio de su ignorancia, du-
rante sus aventureros paseos; á este suelo que
esploraban los misioneros con la cruz en la ma-
no, y del que cada oficial, á la cabeza de una
docena de soldados, tomaba posesión en nombre
del rey. .d^íi^líL -ís sííIúíí A ,^Hi'nhí>.
En XVTI, temamos, en el -continente
el siglo

americano,* una estension de terreno ocho o' nue-


ve veces mayor que el de Francuif ttQcin^perio .

inculto, es verdad, pero fértil, que se estendia


desde Quebec, hasta el golfo de México, qu<? por
los grandes lagos del Norte y del Oeste, nos da-
ban una via de comunicación no interrumpida,
desde el rio San Lorenzo, hasta la desemboca-
dura del Mississipi; de modo que al desembar-
car de Francia, ya en Quebec, ya en Nueva-Or-
Icans, podiamos dar la vuelta de nuestros domi-
nios en buque de vela.
Para guardar este magnífico reino, uno de los
—340—
mas vastos y hermosos que jamas haya podido
contemplar el ojo de un conquistador, para pre-

servar á nuestra reciente colonia de los ataques


de los indios, y de la celosa hostilidad de los in-
gleses que se establecieron delante de nosotros,
en los estados de la Nueva-Inglaterra, en la
Pensylvania y en la Virginia, construia'mos fuer-
tes en los puntos principales.

Washington, en una misión que se le encargo'


á la edad de veintiún años, cerca de un coman-
dante francés M. de Saint-Pierre, observó el lu-
gar donde está Pittsbourg, conoció toda su im-
portancia, y determinó á la compañía de nego-
ciantes ingleses y virginianos, formada bajo el
título de compañía dí)l Ohio, á construir allí un
rediicto. Los trabajadores acababan de reunir-
se en este lugar, apoyados por un batallón man-
dado por Washington, cuando fueron repentina-
mente atacados por un ejército de soldados fran-
ceses, que construyeron ellos mismos el fuerte
proyectado por sus enemigos, y le dieron, en
honor del gobernador del Canadá, el nombre de
fuerte Duquesne.
Washington mismo le atacó mas tarde, y des-
pués de un combate de diez horas, fué vencido.
En 1775, el general Braddork se adelantó á la
cabeza de dos mil hombres para arrojar á los
franceses de sus posesiones del Ohio; sus tropas
fueron derrotadas, y él mismo, después que vio
muertos uno tras de otro tres caballos, fué heri-^

do mortalmente. Tres años mas tarde, para


—341—
vengar esta derrota, el Torbes marchó
general
á atacar el fuerte Duquesne, con nueve mil sol-
da(íos. ¿Qué podíamos hacer contra un número
tal de enemigos? ¡Ay! en vano nuestra colonia
de América hacia prodigios de valor; nuestros
capitanes se portaban como héroes; los aldeano^s
que arrancaban á las labores del campo para
agregarles á las filas, sufrían sin quejarse las
mas duras privaciones, y desafiaban atrevidos
los mas crueles peligros. En esta parte de la
historia de Francia se encierra todo un mundo
de glorias desconocidas, hechos admirables, una
epopeya maravillosa que tiene sus Aquiles, y
que espera aún sus Homeros. Mientras que al-
gunos centenares de hombres sostenían con tan-
ta intrepidez el honor de su bandera, y regaban
con su sangre las llanuras de la Nueva Francia,
el gobierno francés, que hubiera bebido dirijir
sin céf?ar los ojos hacia ellos, les dejaba en el
más completo abandono. El ministerio, al cual
no pedían mas que algunos buques y algunas
municiones, respondía que el Canadá costaba
harto* caro, y Luis XV se dormía en medio de
sus fiestas voluptuosas, y los millones de la
Francia se perdían en las manos de una cortesa-
na. ¡Vergüenza para esa época! Vergüenza pa-
ra aquellos que desheredaron á la Francia de es-
ta región del globo, conquistada por nuestros
soldados, ilustrada por nuestro valor, bendecida
por nuestros ministros, santificada por nuestros
mártires! Su traición no debe borrarse jamas
—342—
del libro de la historia, y hasta en su tumba de-
ben verse perseguidos por las maldiciones de
aquellos que al pisar estos lugares, en vez de
encontrarse con sus conciudadanos, se ven rodea-
dos por una raza estranjera!
El fuerte Duquesne fué tomado por el gene-
ral Torbes, que lo primero que hizo fué darle el

nombre de fuerte Pitt; de ahí nace el que tiene

ahora de Pittsbourg.
Actualmente nada queda aquí, ningún vestigio
de la primera obra que hizo en este lugar una
inquieta colonia, ni nada tampoco del fuerte Du-
quesne, ni del fuerte Pitt. En 1h orilla en que
estaba hace cien años la fortaleza, que era su
único edificio, se eleva hoy una de las ciudades
mas activas y florecientes de los Estados- Unidos-,
una ciudad que tiene á poca distancia suya, mi-
nas de carbón de piedra, este potente móvil de
la industria, que yo os prometo que no le dejan

en el abandono. No se ven mas que almacenps


que se parecen á los toneles de los Danaidas,
tan pronto se llenan como se vacían; hornillas

encendidas continuamente, fábricas de vidrio y


de hierro, y utensilios de toda clase; de la otra
parte del rio, dos ciudades no menos laboriosas,
se unen á la principal por varios puentes; en el

Monon gabela, escuadras de vapores remon-


las

tan hasta las nubes sus torbellinos de negro


humo.
Aquí trabé amistad con un anciano comercian-
te, el cual me dijo que cuando llego' á Pittsbourgf,
-343—
no habia mas que tres casas de lailnllo§5 y ütiaí
treinta de madera. En 1831, M. Miguel Cheva-
lier, en sus cartas sobre la América del Norte,

dijo: que la población de Pitts^urg, junta con


las de Birmingham y de Alleghany, que se unen
á ella como unos arrabales, no tenían mas qile
treinta mil habitantes. Actualmente cuenta
unos ciento cincuenta mil, y sabe Dios lo que se-
rá dentro de veinte años. Es-te no es mas que
uno de los pasos del jigante del pueblo america-
no, genio fabuloso. Parece
pueblo increíble,
que tiene poder de realizar por la potencia de
el

su trabajo, las maravillas de los cuentos de las


hadas; pero ningún pájaro azul suspira debajo
de sus ventanas, y ninguna Titania le mee^du-
ránte los sueños de una noche de verana. .

'¿^btíi^íi 8oi ©h epínaií)-


ni^^ s,^,.

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EL OESTE.

Los bateleros canadianos, primeros esploradorcs de esta región.



Daniel Boom, primer colono de Kentiicky. Su vida y su muer

te. Recientes progresos délos Estados del Oeste— Las barge-t
(lanchonea) de 1815. Las ciudades actuales.

Si los progresos de los distritos de ia Améri-


ca del Norte que fueron los primeros que se po-
blaron, la Virginia, el Estado de Nueva-York,
la Pensylvania y el Massachussets, causan al
europeo un espectáculo increilile, el trabajo que
se opera en este momento en los Estados del
Oeste septentrional y del Oeste meridional, no
—346—
es menos admirable. Esta inmensa comarca,
que de una de las cadenas de las montañas Al-
leghanis, se estiende hasta el lago Michigan y
el Lago Superior, toca á las posesiones de Ingla-
terra,y de allí va al Golfo de México; esta co-
marca, diez veces mayor que la Francia, y que
pudiera contener fácilmente ciento treinta millo-
nes de habitantes, apenas era conocida de los
geógrafos hace cuarenta años.
Es verdad que los franceses hablan esplorado
las orillas del Ohio y del Mississipí. Los atre-
vidos bateleros canadianos, llamados los viaje'^
ros, bajaban estos rios con sus canoas hechas de
corteza; los misioneros católicos, animados de un
religioso entusiasmo, penetraban, á riesgo de sus
vidas, en medio de las tribus salvajes; los go-
bernadores de. nuestra colonia hablan empren-
dido la obra de anudar por medio de una cade-
na de fortalezas, San Lorenzo al Mississipí, Q,ue-

bec á Nueva-Orleans. Pero el interior del país


en que hoy ciudades tan magníficas,
se elevan
no era mas que un desierto inesplorable, un
.océano de bosques, guardados por hordas sal-
v^es,,,.,,,..,,.

La historia de los primeros trabajadores que


trataron de fijarmorada en estas espantosas
su
regiones, puede fijaé en el número de las ^pagi-
nas mas admirables de los anales de la civiliza-
ción. ¿Queréis un ejemplo? el intrépido Daniel
Boom va á contaros, en persona, los goces y do-
lores de sa aventurera empresa. ¿Quién era
—347-. .

Daniel Boom? Se ignora. Ni él mismo se ha


carado de decírnoslo. Parece que para él no em-
pezó la vida sino en el momento de su emigra-
ción, y esta vida pudiera tomarse como unos
apuntes de ana novela de Cooper.
*'En el mes de Mayo de 1769, dice Boom, re-

nuncié á mi felicidad doméstica. Dejé mi fami-


lia y mi tranquila habitación de la Carolina del
Norte, para ir con John Finlay, Juan Stuart, Jo
sé Holde, Jaime Monay y Guillermo Cool, á la
comarca de Kentucky.
-^^ik'El 7 de Junio, desde la alto de unacolina,

descubrimos esta llanura. Después que hubi'-


mos instalado en ella nuestro campamento, y
construido una barraca para ponernos al abrigo
de la empezamos á cazar y esplorar
intemperie,
el Había en estos bosques gran cantidad
país.
de animales salvajes y numerosas manadas de
búfalos. Estuvimos cazando hasta el mes de
Diciembre con un éxito asombroso.
"El 22 del mismo mes, habia hecho una agra-
dable éscursion con Juan Stuart, pero esa jor-
nada debía sernos fatal. Habíamos atravesado
un estenso bosque, en el cual tuvimos ocasión de
observar la variedad de los árboles, flores y fru-
tos qUe la naturaleza ha sembrado en estos lu-
gares. Por la noche, estando á orillas del rio
Kentucky, se precipitó de repente sobre noso.
tros una tribu de indios, que estaban embosca-
Üoe, y déspnes de habernos despojado de armas

y vestidos, nos hizo prisioneros. Permanecimos


siete días en su poder, sin encontrar una ocji-
sion para escaparnos. Por
fin, una noche, en

que lodos dormían tendidos al pié de una hogue


ra, disperté á mis compañeros^ y nos dirijimos
corriendo hacia nuestro campamento; pero ha-
bia sido saqueado, y habian desaparecido los
que lo habitaban.

"Algún tiempo después, mi hermano, que ha
bia dejado la Carolina con el mismo objeto que
yo, me encontró por casualidad en el bosque.
Al gozo que me causó su encuentro, sucedieron
en breve terribles sucesos. Un americano que
le acompañaba, fué devorado por los lobos, y
mi amigo Juan Stuart, asesinado por ios salva-.
jes. Encontrabámonos en una posición bien tris-
te, á algunos centenares de millas de nuestras
familias, en medio de los bosques, y espuestos
41a voracidad de los animales, y a las flechas
de los salvajes. . No perdimos sin embargo, el

valor; construimos una especie de cabana, é iba


mos á la caza todos los dias. El 1. ® de Mayo
de 1770, mi hermano regreso á nuestro país, con
el objeto de ir á proveer de miniciones.
Al ver la situación en que va á quedar el in-
trépido Boom, deberéis duda compadeceros
sin

de ese nuevo Robinson, abandonado en medio


de un bosque desierto, sin que le acompañara el
fiel Domingo. Pero Boom no se dejaba abatir
por la tristeza; cuando alguna idea harto fúne-
bi;easaltaba su imaginación, distraíse contem-
plando las bellezas de la naturaleza.
<*Ün día, dice, mientras me eoitog^aba á las
reflexiones que hacia nacer en mi !íi variedad de
lanataraleza en estos lugares, determiné hacer
una escursion por la comarca. Al ponerse el sol
cesó todo ruido, y el silencio que le sucedió no
se veia interrumpido siquiera por el murmullo
de una sola hoja de los árboles. Habia subido
á lacima de una colina, desde cuyo punto con—
templaba estasiado el espacio inmenso que se
estendia á mi vista. Cerca de mí pasaba el
Ohio, cuyo magestuoso curso señalaba los lími-
tes occidentales de Kentucky, y á lo lejos, veia
grupos de montañas rodeadas de nubes. Todo
estaba tranquilo. Encendí una hoguera cerca
de una fuente, y comí un pedazo de venado, pro-
ducto de mi caza de aquel día. Llegó la noche.
Me acosté sobre la tierra, y dormí profundamen-
te: al dia siguiente proseguí mi camino al salir

el sol: esploré los terrenos durante algunos dias,


y volví á mi cabana, que estaba tal como la ha-
bia dejado. Ninguna ciudad hubiera podido
hacerme esperimentar con todos sus edificios y
sus riquezas, la dicha de que gocé en mi solita-
ria contemplación de la naturaleza."
Después de haber pasado tres años en los go-
ces de la soledad, Daniel Boon, que no habia
olvidado su hogar domestico, como es de supo-
ner, volvió á la Carolina del Norte, vendió su
propiedad, y partió con su muger é hijos y cin-
co familias, para fijarse en los lugares que hahia

30
—350—
tísplorado. Por el camino, vióse la caravana
emigrante atacada por los indios. El hijo ma-
yor de Daniel fué muerto, y junto con él queda-
rbn otros cinco en el campo de batalla. Roba
ronse los equipajes de los viajeros, y su ganado
fué dispersado. Solamente cuatro años después
logró Daniel, gracias á su constancia, realizar
sus planes de colonización. Para ponerse al
abrigo de los salvajes, elevo palizadas al rede-
dor de su morada, y construyó un fuerte. A ca-
da instante, se veia sin embargo amenazado, si-
tiado por los indios, y ¡ay! de aquellos de sus
compañeros que se atrevieran á aventurarse al
través de los campos; los unos eran hechos pri-
sioneros; los otros caian atravesados por las fle-
chas.- El mismo Daniel, á pesar de su esperien-
cia, dejándoise un dia arrastrar demasiado por su
amor á la caza, cayó en poder de una horda de
indios, que le llevó á sus lejanas habitacioneál'^^'-

Permaneció cautivo durante tres meses, y Co-


mo tenia mucha astucia, y era buen cazador y
buen obrero, supo granjearse en breve la esti-
mación de sus antiguos enemigos. Ofrecieron
á estos en rescate una suma considerable, pero
se negaron á admitirla, y no quisieron darle la
libertad.
Daniel, al mismo tiem])o que se reunia alegre-
mente con ellos para ir á la caza, en la que dice
^rmismo, muchas veces procuraba disimular su
destreza por no herir el amor propio de sus amos
Daniel, no pensaba mas que en el modo de po-
—351—
derse escapar. Una noche, oyendo con atención
la conversación de dos getes, supo que estos se
preparaban para hacer una expedición en sus
dominios, y entonces, á riesgo 4© ser cojido y
degollado, se escapo'. Corrifí^á su fortaleza de
Boonborougti, andando en tres dias ciento sesen-
ta millas, y do haciendo en 1í\s tres días mas que
una sola comida. c>JOí) ^í

Los indios, á quienes su fuga desconcertó tudos


los proyectos, se reunieron algunas semanas des-

pués, y en número de cuatrocientos cincuenta


sitiaron la fortaleza. Gracias á la habilidad de
Daniel, la colonia naciente estaba en estado de
poderse defender, y los salvajes se vieron obli-
gados á retirarse. Si bien al principio acojie-
ron éstos á los europeos amigablemente, no de-
jaron de conocor bien pronto los peligros á que
les conduciría cada dia el incremento 'que iba
tomando la raza estranjera, y defendían palmo á
palmo *sus bosques y llanuras.
En otro combate Daniel Boon p erdió á su her-
mano; en otro aún perdió á su hijo menor.
Hé aquí del modo como debieron conquistarse
estas tierras tan considerables hoy, hace solo
medio siglo; ellas han dado ya al congreso el

orador mas elocuente de América, M. Clay.


Una vez que la colonia de Boonborough fué
bastante fuerte para poder entregarse sin temor
á sus trabajos de cultura, creeréis sin duda que
Doniel, satisfecho de su obra, acabó tranquilad-
mente su vida en §u hogar. No faé así; Daniel
—352—
no tenia la mayor inclinación á la vida común.
Cuando vid que las tierras de Kentucky estaban
descuajadas y labradas, cuando vid ^que ya se
habían acabado las aventuras y los peligros, le
parecid que Kentucky era
tan monótono como
la Carolina. Entonces se retird á los inhabita-
dos bosques de la Luisiana, y tuvo la gloria de
morir como habia vivido, con el* fusil en la mano,
y al pié de un árbol centenario.
Para daros una idea mas exacta de lo que era
el Oeste de los Estados-Unidos, hace unos cua-
renta años, permitidme que os cite aún algunos
hechos. En 1819 dice M. Bradfort {Notes mi the
northwest) á orillas del Illinois, y en un espacio
de doscientas cuarenta millas, no se contaban
mas que tres familias. En 1827 una sola casa
en el lugar donde se eleva hoy la ciudad, cabe-
za de partido de uno de los distritos del Estado;
esta ciudad es Galena, que tiene varias iglesias,
dos imprentas, diversas manufacturas, y una po-
blación de cinco mil almas.
Hacia el fin del último siglo, el Oeste, con to-
dos sus grandes rios y su suelo fecundo, era pa-
ra el pueblo una región perdida. Por una parte
los españoles, a quienes abandonamos tan estú-
pidamente la Luisiana, ponían trabas á la nave-

gación del Mississipí; por la otra, se creía que


la cadena de montañas de Alleghanis eran im-

practicables. En una palabra, el vapor, esa pa-


lanca de Arquímedes, no habia hecho aún sus
milagros, y las oleadas de emigrantes europeos
—353—
no había venido aun á abrirse un camino, con el
hacha en lá mano, en las playas americanas.
Fullon, el inmortal Fulton, al atravesar un dia
por un camino muy desigual y en un mal carrua-
je, los Alleghanis, escitó la risa de sus compa-
ñeros de viaje, por haberles dicho que llegaría
itntiempo en que, por medio del vapor, se cir-
cnlaria con mas rapidez en aquellas montañas
que en las llanuras con un buen carruaje, y este
tiempo ha llegado. El ferro-carril de Baltimo-
re, que se detiene ahora en Cumberland, no tar-
dará mucho en llegar hasta el Monongahela y
hasta Brownsville.
En estas hermosas y anchas playas, visitadas
diariamente ahora por tantos viajeros, no se
veia entonces mas que las canoas de corteza in-

ventadas por los indios, adoptadas y perfeccio-


nadas por los franceses. A ellas sucedieron los
bages y las barcas sin quilla. Las harges, cons-
truidas de modo que puedan una carga
llevar
bastante considerable, eran guiadas por hombres
que se parecían á los bandidos; hombres que á
causa de su vida nómada, habían tomado las
costumbres mas desordenadas, hacían temblar
á los habitantes de las pobres cabanas donde se
detenían, y se escapaban de las pesquisas de la
justicia entrando en sus embarcaciones, ó pa-
a^djí? de un Estado áotro. Al peligro que ofre-
cía su compañía, debía añadirse el que se corría
de ser atacado por los indios.
Después de haber bajado el Ohio en uno de
—354—
esos magníficos vapores que vari en 'cuarenta
horas de Pittsbourg á Cincinnati, era para mi
una cosa estremadamente curiosa leer un pro-
grama de lanavegación ^e estos mismos luga-
res, publicado en 1794. Este programa anun-
ciaba pomposamente que se acababa de estable-
cer una línea de buques entre Pittsbourg y Cin-
cinnati; "Estos buques, decia el programa, sal-
drán en dia fijo, y harán el viaje de un punto á
otro ea un mes. Tienen una galería cubierta á
prueba de bala, y ademas, para resistir á todo
ataque, serán provistos de cañones, fusiles y
municiones."
En 1817 veinte barges de cien toneladas, que
hacian un viaje por año, bastaban al comercio
de Nueva-Orleans y á las poblaciones de las ori-
llas del Mississipí. Actualmente en los rios y

lagos del Oeste, hay mas de seiscientos vapores


que hacen continuos viajes; millares de indivi-
duos emigrados se dirijen todos los años hacia
este lado. A orillas de todos los rios de esta
comarca, abandonada hace tan pocos años, ele-
van se ya algunas poblaciones grandes, al rede-
dor de las cuales deberá reunirse con el tiempo
una población inmensa.
La ciudad mas antigua que aquí se vé, es
Saint- Louis,cuyo nombre indica su origen fran-
cés. Esta ciudad fué fundada en 1763, por un
agente de la compañía que hacia el comercio de
pieles, y por dos jo' venes criollos de Nueva-Or-
—355—
eans: MM. Chonte au* Ahora Ú^m e%arg.í)|a

mil habitantes, y doscientos vapores* |^ ^.,

Luego Portsmouth y Lpuis-


viene Wheeling,
ville, que no cuenta menos de treinta y ocho mil

almas; Nemphis y Natches, fundada por nuestro"^


valiente d'Iberville; Baton-Rouge, cabeza de
partido del actual Estado de la Louisiana, la mas
admirable de todas estas poblaciones modernas;
Cincinnati, una de las reinas del Oeste, Cincin-
nati, que en 1789 se componía solamente de dos
loghauseSy que en 1795 contenia quinientos ha-
bitantes, y qué en 1849, tiene ya cien mil.
Cuando se vé lo que se ha hecho á orillas del
Mississipí y del Ohio en medio siglo, y cuando
se observa sobre el mapa el terreno que se es-
tiende desierto aún de cada lado de estos dos
rios, es imposible numero de pobla-
calcular el
ciones que contendrá, los millones de almas que
le habitarán, y los caminos de hierro que le atra-
vesarád. El Norte de la Europa [fué por la edad
media la Vagina genüwn. El Oeste de los Es-
dos-Unidos será con el tiempo el Receptaculurk
gentium, el ancho asilo de todos aquellos que la
ambición de fortuna, la política ó la miseria, ar-

rojarán de los confines del antiguo mundo.

.v.^^^^
PlCÍ^t'

Xfl.

EL OHIO Y EL MISSISSIPÍ

La unión del Monongahela y del Alleghani. — El espléndido John


Hancock. —Autoridad de los inspectores de los vapores. — Peli-
gros de la navegación po r los ríos. —El Ohio — El Mississipí.—
Imagen de la Antigua América. — Interior del vapor. — Señoras

y gentleman. Carácter solemne do las orillas del Mississipí.


Divexsaa zonas agrícolas. Industria del algodón — Fábricas de
Lowell.

En el ángulo meridional de Pittsbourg, en ellu-

ffar doííde
se elevaba antiguamente el fuerte

Duquesne, se juntan el Monongahela y el Al-


leghani, y en su curso parécense á dos viajeros
que al seguir un mismo camino, están resueltos
—358^
á conservar su carácter distinto, sin concederse
el uno una sola parte de su naturaleza.
al otro
Uno de guarda toda la limpieza
estos dos rios
de su lecho de rocas; el otro el tinte terroso to-
mado al atravesar las llanuras. Luego, entram-
bos, después de su ultimo esfuerzo de individua-
lidad, se confunden con el Ohio, á quien los fran
ceses habian dado el sobrenombre de no hermo-
so, ¡Rio hermoso! éslo en efecto, no por el co-
lor de sus aguas, continuamente rojas, sino por
sus pintorescas colinas y por los bosques que se
estienden por sus dos orillas. En un espacio
de cien leguas, vése á derecha é izquierda una
especie de muralla de algunos pies de altura, ya
cortada en óndulosas lomas, ya en agudas fpirá-
mides, cubierta en toda su estension de frondo-
sos árboles y verdes alfombras. De distancia
en distancia, eacuéntranse algunas poblaciones
agrestes, al pié de las colinas o sobre las lomas,
y encías orillas algunas barcas grandes sirven de
embarcaderos, donde nos detenemos para pro-
veer de leña. Esta es la parte mas poblada del
"

Estado del Ohio, que solo fué constituida en


1803, y que se estiende desde el grado 33 hasta
el 42 de latitud. Aun cuando marcha por la vía
de la prosperidad, no debemos olvidar que no
hace mas que nacer. La única población algo
importante que se encuentra antes de llegar á
Cincinnáti, es Wheeling. ^^ra el que no visita
estos lugares con un objeto comercial, poco re-
creativa encontrará la ciudad de Cincinnáti á pe-
^359—
sar de ser la metrópoli del Oeste. Una de las cu-
riosidades de esta ciudad, que algunos america-
nos me encargaron en estremo ir á ver, y que no
leve ningún deseo de conocer, es el matadero,
de esos estimables animales que han descubier-
to la criadilla. Medio millón de comedores de
bellotas perecen todos los años en el matadero
de Cinoinnati. En un instante son descuartiza-
dos, colocados en los barriles, y espedidos á los
Estados del Norte ó del Sur.
De aquí á Nueva Orleans hay mil quinientas
ocho leguas de distancia; quinientas treinta y
ocho hasta la desembocadura del Ohio, y nove-
cientas setenta sobre el Mississipí. Es un viaje
de ocho dias.
Iba á embarcarme en el John Hancock, que
acaba de anunciar pomposamente su salida. The
splendid and fast running John Hancock! El rápi-
do y espléndido! no se puede desear ya mas.
Mientras en el salón del hotel estaba apuntando
en mi cartera este nohibre histórico con sus epí-
tetos, dos americanois empezaron á hablar de él.
Decia el uno: — "Os prometo que es un vapor
que está ya fuera de servicio. — *'Ba! replica-

ba un vapor que ha hecho mas de un


el otro, es
quedebe hacer aún. Estoy
viaje, sin contar los —
seguro de que el inspector, que acaba devisi-
tarle, ha condenado elestado de sus calderas.

— Y qué nos importa laopinion de un inspector,


que quizás no entiendenada en el asunto, y que
puede muy bien estar interesado en probar que
es malo? Ningún inspector puede impedir at

John Hancok (]ue parta. — Así


será, pero después
del Voto de! inspector, las compañías de seguros
se negarán á asegurarlo, y sin seguro no tendré
flete. Nadie impedirá viajar en lastre, sola^
le

mente con algunos pasageros, que ya sabéis qdé


no son los que dan mas provecho. —Vayase al

diablo el inspector acompañado de todas sus vi-


sitas y votos sobre la materia, dijo el segundo
interlocutor, que probablemente tendria algunos
fondos colocados en el John Hancoch.
Como yo 'no me interasaba por la prosperidad
de este vapor equívoco, fui á tomar pasaje á bor-
do del Western World, que se anunciaba iguaK'
mente con el título de Splendid and fas running,
¿Pero qué os parece esta conversación? Pinta
perfectamente y de un solo rasgo las costum-
bres americanas. Para ellos no hay traba nin-
guna que se oponga á sus empresas comerciales.
No existe ninguna ley que pueda impedir á un
vapor averiado su viajé, cuando peligran las vi-
das de todos los que vayan en éi\ Peor que es-
to aún, no examinan á los que deben dirijir un
buque jigántesco en los parajes mas peligrosos.
Generalmente, el capitán es un socio de la com-
pañía, que pone el buque á la mar, un comer
ciante que pasa de su mostrador sedentario, á
su mostrador ambulante; y el injeniero, el piloto
y maquinista son aquello que Dios quiere.
¡De ahí provienen tantas esplosiones de vapo-
res! de eso naCen todas las muchas catástrofes
—jai-
que se yjBn eu los Estados- Unidos, y en )o$ rios
del Oeste muchos mas que eq los oíros, ha na-
vegación de estos rios, dejando aparte ios ries-
gos que cada vapor encierra en sí mismo, es muy
peligroso. En verano, es el Qhio tan bajo, que
en ciertos lugares llega á tener solamente cua-
tro o cinco pies de profundidad. Para poder na-
vegar por él durante la falta de aguas, solo pue-
den hacerlo por medio de largos vapores con
máquinas de alta presión; primer peligro. Du-
rante la primavera, crece de repente y en veinti-
cuatro horas, hasta veinte pies; se desborda por
ambos lados, y es entonces muy fácil perderse
al tratar de seguir sus continuas vueltas; se-
gundo peligro. Si se encuentran dos vapores
bogando en la misma dirección, animados uno
y otro por una noble emulación, atizados por la
ambición del capitán, se avanzan como dos cor-
celes celosos en una arena comqn, procurando
correr cada uno mas aprisa que su rival, y ver
quién tendrá mas robustos los brazos y mas in-
flamable el carbón, para demostrar la fuerza de
su vapor. Los imprudentes pasajero^ les atizan
ellos mismos á la lucha, escitan á los capitanes,
y hacen mil apuestas con los pasajeros del va-
por contrario. El resultado ordinario de esta
carrera olímpica, suele ser que una de las calde-
ras, calentadas mas de lo regular, revienta,
y
hace volar por el aire los miembros del capitán
y de los pasajeros. Este steeple charse acuático,
es uno de los mas graves peligros de ía navega-

31
—362—
ciotl pOf el Oeste, y á pesar de los muehísinuos
casos que que acabo
se presentan sennejantes al
de escribir, muy amenudo deben deplorarse al-

gunos de ellos.
El Mississipí es en todo su curso mucho mas
profundo que el Ohio, pero también inunda en la
primavera las llanuras, y en su im petuosa inva-
sión llévase mucha tierra que en
con los árboles

ella se elevaban imponentes por su magnitud.


Estos árboles cargados de arena gruesa y de lo
do en su base, bajan hasta su profundo 4echo de
arena, y muchos de ellos enclavándose en ella,
levantan su tronco colosal y sus. enormes ramas;
llaman á estos snags. Si un buque pasa por en-
cima de él, el snag le abre como si fuera un pas-
tel, y el buque va sin remisión á pique. Parece
que el antiguo rey de los bosques americanos
lanza él mismo esos escollos en medio del agua,
para vengarse de aquellos que van á turbar la
tranquilidad de su imperio.
Desde algún tiempo á esta parte, se ha reme-
4ia4*^ ^"^ t^'^to este peligro, cortando todos los
^rbples que estaban á orillas del rio, y podian
ser llevados por una inundación, y arrancando
ral mismo tiempo de su lecho un millar de snags
que esperaban sordamente en él á sus víctimas.
Desgraciadamente 1^0 g^, ha completado este
trabajo, y muy amerindo aún, los buques se ven
horadados por los snags que existen todavía en el
fondo de las aguas. Ya sea por esta causa, ya
por I¿i imprudencia con qnp estén conducidos,
perecen en esta región del Oeste de treinta á
cuarenta buques ¡por año. Por término medio
se calcula que aquí la existencia de cada vapor
es de cuatro años. Durante este tiempo debe
haber producido el capital é intereses. Si vive
mas tiempo, es una fortuna inesperada.
Pero el americano nb^se cuida nunca ni de
esas dificultades, ni de esos peligros. Le es
preciso viajar por sus negocios, y viaja á todo
riesgo.
Sin dudahabreisoido hablar alguna vez de la
espantosa esplosion del Louisiama, que hace un
mes hizo volar con pedazos de sus calderas
los
centenares de cadáveres en el muelle de Nueva-

Orleíins. El dia siguiente, ni un solo vapor lle-


vaba un pasajero de naenos. Los que estaban
dispuestos á marchar, partieron como si jamas
se i^ubiese oído hablar de desgracias semejantes.
¡Go ahead! Adelante! Esta es la palabra de
los americanos. Si se sabe que á trescientas le-

guas hay un nuevo terreno que esplotar, si hay


probabilidades de vender mercaderías en el Nor-
te ó en el Sur, ¡go ahead! La estación es mala,
los caminos están cubiertos de nieve, el viaje
largo y peligroso, no importa, ¡go ahead! El
buque en que van á embarcarse tieúe mala fa
ma, está mal construido, y mal dirijido, arries-
gan sucumbir con él- en el primer mal paso; no
importa tampoco, ¡go ahead! Las fatigas y los
peligros no son nada; el movimiento es lo prime-
ro. Me debiera admiíar esa intrepidez, pero
—364—
liijo^ de las rancias preocupaciones europeas,
siento recordar que laseducción de la fortuna
puede inspirar el misino valor que los sentimien-
tos caballerescos de gloria, religión y amor.
¿Quién creyera al ver eí Oliib, que tiene sen-
timientos tan feroces, y que como un monstruo
antiguo necesita sin cesar una nueva presa? Tan
manso es, que ni una arruga se muestra en su
semblante, y apenas puede uno distinguir su
corriente. Arrastra consigo tierra, plantas y
troncos de árbol, sin alterar su movimiento, co-
mo no hiciera mas que cumplir con la obliga-
si

ciónque se le ha impuesto, y los rios que recibe


en su seno de distancia en distancia, le engran-
decen, sin cambiar en nada su pacífica aparien-
cia. Únicamente cerca de Louisviile encuentra
una muralla de rocas, contra las cuales rompe
su corriente; allí hierve, muge, y los vapores no
se atreven á seguirle en suco'lera, se le ha cons-
truido un canal paralelo á este difícil paso, de
tres millas de longitud, al cual los americanos,
con su orgullo nacional llaman un stupendous la--

hor. ¡Admirable trabajo en efecto! En solo cua-


tro años ha producido con su peaje mas dinero
de que cbstd su construcción. Pero este tra-
lo

bajo no es mas que una zanja abierta en tiefra


blanda, sostenida por ambas orillas de una pali-
zada; tan estrecha y mezquina es la zanja, que
el comercio reclama otra nueva, porque las em-

barcaciones solo pueden pasar vina á una, y


—36^—
mientras pagan un derecho muy elevado, pier-
de!^ un tiempo considerable.
Mas allá de este rápido descenso del rio y de
la^ rada adornada por una parte con las
gran
casas de Jeffersonville, y por la otra por los an-
chos muelles y las simétricas calles de Louisvi-
Ohio vuelve á seguir su tranquilo curso
lle, el

entre dos llanuras, cubiertas de bosques, y se


reúne al Mississipí, cerca un lugarilloalque hau
dado el gran nombre de Cairo. La unión de
estos dos rios es un magnífico espectáculo; el

uno ha hecho antes de su unión trescientas cin-


cuenta leguas desde Pittsbourg, acrecido en su
curso por la rennion de otros doce rios; el otro,
al que llaman
el Padre de las aguas^ empieza su
curso en un pequeño lago del Nerte, á dos mil
cuatrocientas noventa y seis millas del golfo de
México, donde va á echarse, después de haber
recorrido un espacio de mas de seiscientas le-

guas antes de unirse á su noble rival.


Desde este punto, la comarca que se atravie-
sa toma un carácter imponente, y la que hemos
recorrido ya, no dá mas que una pequeña idea
d^.la hermosura de las orillas del Mississipí.
,j^ti^>rio sigue su curso apacible con una mages-

tad suprema. En ciertos lugares, tiene media


legua de ancho; en otros, enlaza entre sus dos
brazos que cubrirían tres veces la anchura
islas,

del Rhin. Sus orillas están elevadas solamente

á una docena de pies sobre las olas, y se estien-


den por ambos lados en llanuras infinitas,
Todvía se presenta allí una iraájen de la Amé-
rica primitiva, tal como debió aparecer á los pri-
meros viajeros en sucalma solemne. Alo lejos,
hacia el alto Mississipí, hay las inmensas llanu-
ras, los desiertos de este continente, donde pa-
cen los ganados de búfalos, visitados>úmeamen-
te por los indios y por los atrevidos cazadores.
A orillas del rio, los bosques profundos, á quie-
nes el hacha del leñador no ha hecho mas que
cortar alganos troncos, se estienden á centena-
res de leguas, cubriendo con sus ramas el suelo;
eternas generaciones de árboles que caen succe-
sivamente sobre su alfombra de hojas, y se suc-
ceden con sus nuevos retoños.
Vénse allí los arces, las encinas magestuosas
llamadas aquí hickory^ y que en vez de bellotas,
dan unas pequeñas nueces muy agradables; vén-
se también los jigantescos sicómoros, las mag-
no'lias y los catalpas, que abundan en nuestros
jardines; el árbol llamado algodonero, bien que
no producé algodón, levanta sus largas ramas, y
parécesé á los álatníOs de la Lombardía. Hay
Cambien el canuehrake, especie de caña que se
eleva á la altura de quince pies, y forma unos
haces apretados y unidos, qué cuando unirti-
tafi

prudente cazador comete la imprudencia de en-


trar en sus palizadas, corre el riesgo de no po-
der salir nunca de ellas. De árbol en árbol, de
rama en rama, enlazánse los cordones de la ce-
pa y de la enredadera, que después de su capri-
choso vuelo, vuelven á bajar hacia la tierra co-'
mo paía impregnar en ella una lábui) y uniendo
por fin su cabeza en una raiz vecina, enrédanse

entre las floresy hojas que produce aquella. -

En nuestro vapor no se oye mas ruido que el que


producen tres veces por dia las horas de comi-
da. Unos cincuenta amerfcanos están sentados
en la galería, fumando, pensando, y leyendo al-
gunos de ellos los romances que por veinticin-
co sueldos les han vendido los revendedores que
en cada vapor se encuentran, así como en cada
fonda. Las mugeres están en su salón, sin ha-
blar, sin trabajar, balanceando como niños su
indolencia en sus rocking- chair. A las ocho de
lamañana, á la una y á las seis de la tarde, nos
llaman á la mesa; los maridos van muy graves
en busca de sus ladies, pues así llaman á sus
esposas. Los americanos no han querido acep-
tar, en medio de su arranque democrático, el tí-
tulo de ciudadano, que se dan nuestros republi
canos. Han admitido las denominaciones aris-

tocráticas de Inglaterra, y no han sido escasos


en«u repartición. Aquí todos los hombres scfp
gentleman, y todas las mugeres ladies: ^^Where u
niz lady?^^ (dice ámi lado un hombre vestido con
levita hecha giras. Esta lady^ cuya posición so-
cial he querido observar, es una verdulera de
Cincinnati, que va á hacer el mismo comercio á
Nueva-Orleans y su marido, á quien llaman this
gentleman es un zapatero remendón abandonado
por sus parroquianos. ,^ ,.^j

A la hora de la comida, todas esas ladies de


—368—
pantalla, entre las cuales se encuentra quizás
por casualidad alguna elegante señora, como una
flor perdida en medio de un matorral de plantas
rusticas, todas esas ladies entran en la galería
conducidas en procesión por sus maridos. Al
verlas, todos los hombres se desc ubren, ningu-
no se sienta antes que ellas estén sentadas, y
ocupan los lugares de preferencia. Cada una de
ellas está pronta desde las ocho de la mañana á
engullir enormes tajadas de ternera y de beefs-
teak, y si los hombres usan en la mesa modales
ordinarios, nada por cierto tienen que echarles
en cara las ladies. ¡Qué espectáculo fuera este
para Byron, que no podia siquiera ver comer á
una muger! El ilustre poeta en sus Memorias
habla con muchas simpatías hacia el pueblo ame-
ricano; si hubiera debido vivir algunas semanas
entre el, es muy probable que ^hubiera dirijido
algún canto irónico á esta población de ladies y
gentleman.
Después de la comida, operación que se hace

cbii toda giave importancia que dan en Amé-


la

rica á esta parte del dia, los hombres conducen


á sus ladies al salón, las abandonan á los rocking-
chaiTiy luego se separan para ir á fumar, sin
cuidarse mas de sus queridas mitades. Y se Va-
naglorian los americanos de su respeto por las
mugeres! Un respeto semejante, me parece que
es la mas absoluta negación -de los atractivos y
de las cualidades de la muger.
La mesa en que se sirve á los pasageros se vé
ocupada luego pernios empleados del vapor, y
después por loa .ociado s negraffc,, ftl. lado de los
cuales ningún criado blanco quisiera sentarse.
Para escaparme al espectáculo que presentan
los platos humeantes, logré á pesar de la orden
de á bordo, que tne arrimaran una mesata á la
litera y una silla, por medio de esos argumentos

de los cuales ha explicado Quintiliano en su re-


. que tienen; el argumento dollars,
tórica^ la fuerza
permanezco una parte del día en mi celda de
y
seis pies, leyendo y escribiendo, o mirando por
el balcón y sus orillas.
el rio

Por noche, cuando la oscuridad añade el


la
prestigio del misterio al aspecto solemne de es-
ta comarca., especimento un placer inefable en
«obir al pBeaít(& y contemplar desde allí cuanto
rae rodea. Ni un canto, ni un murmullo, ni un
movimiento se observa al rededor de este mag-
nífico rio, el cual hasta el mismo parece estar
inmóvil en su cauce. Por todas partes reina la

<nas completa calma que nada interrumpe, la in-


mensidad que ningún ojo mide, los latasÜentia
de Virgilio, y el poema sublime de la soledad,
del cual el honabre no. ha visto mas que las pri-
meras páginas, y de la cual solo Dios conoce la
profundidad.
^uíSi: todavía un Rene pudiera venir aqui en bus-
ca de un asilo contra las tempestades de su co
razón. Quizás ya no encontrarla ni un Chac-
tas ni una Átala; pero al menos encontraría, sí,
el santuario de un retiro para ponerse al abrigo
del ruido de las ciudades, la verde y espesa al-
fombra donde descansar de sus fatigas, y lo som-
bra de los bosques vírgenes para encubrir su
melancolía.
Pero que quiera ver esta naturaleza en supri-
el

mitiva grandeza, no tarde á venir. La virgini-


dad ha sido ya manchada por el vicio, profanada
por vengonzosos desarreglos. Si el hombre lle-
va la civilización á los desiertos, sucede muy
amenudo que el desierto reduce al hombre á la
práctica de un instinto brutal. "La soledad, dic«
la Iglesia, no es buena para el que no vive en

Dios," La misma Tebaida que exaltaba el fer-


vor de los antiguos cenobitas, hubiera podido
dispetar solamente en otros corazones, inclina*
clones desordenadas. Un gran número de los
primeros hombres, que se adelantaran al través
de los bosques incultos ^del valle del Mississipí,
eran de un temperamento ardiente, y en los aza-
res de su vida aventurera, lejos de todos los la-
zos sociales, debian naturalmente caer en la de-
pravación, una vez el camino abierto, mientras
la población naciente de esta vasta comarca
construía el edificio de sus instituciones, sin te-
ner la fuerza suficiente para defenderlas, vio'se
llegar aquí tiTi número inmenso ^de gentes para
quines la ley es una odiosa barrera, que huyen
de ella de región en región, hasta que llegados
ya al último reducto, iban lejos de la policía á
buscar un asilo en medio del desierto.
Cerca de Galena, existen unas minas depio^
—371—
mo donde una gran cantidad de hombres fueron
en bu^ea de .trabajp: aterrorizaron pueblo por
al

su desmoralización. La hermosa ciudad de los


natchez, que se eleva á orillas del Mississipí, so-
bre uno de los puntos ocupados en otro tiempo
por lalribu india cuyo nombre lleva, fué el refu-
gio de una legión de ladrones, de jugadores y
bribones de toda especie. Arrojados de allí por
los ¡habitantes, se retiraron á Wicksbourg, y
continuaron durante algún tiempo su vida de
qutaws (no sujetos á leyes). A falta de tribuna-
les ordinarios, cayó un dia sobre ellos laLinch-
law (ley de Lyeh) con todo su rigor. Algunos
lograron escaparse, pero la mayor parte fueron
ahorcados.
La Linchlaw es un modo de aplicar la justicia
ejecutiva al uso especial deAmériea. En otro
tiempo habia un aldeano de los estados del Sur,
llamado Lynch, el cual, viendo que los funcio-
narios encargados de velar por la estricta ejecor
cion de las leyes, no cumplían con su deber, ima-
ginó, para reparar su culpable descuido é indi-
ferencia, formar con sus vecinos un jurado, ^1
cvual,. sin detenerse en largos debates y formali-
dades judiciales, en un instante condenaba y
inandaba ejecutar al criminal sin remisión.
Si ese nuevo zapatero de Mesina, de tan ter-
rible memoria, juzgo siempre con justicia, lo
¿gnoro; lo que sí puedo asegurar es que el ejem.
pío que dio ha producido terribles consecuen-
&ias« La ley de Lynch ha permanecido como
,
--372—

un arma mortal en manos del pueblo. Muy ame-


nudo en nombre de esta ley, se ha visto al po-
pulacho amotinarse, ya para adelantarse ala de-
cisión de los jueces, ya para revocar la senten-
cia, si era harto indulgente, d bien para arrancar
al culpable á la prisión, para im{)onerle el últi-
mo suplicio.
He oido á r'Sspetables americanos hablar de
la ley de Lynch con mucho respeto, como de un
medio Úe represión útil en ciertos casos, y mu-
chas veces necesaria en los distritos poco habi-
tados aun del Oeste. Pero á no tardar mucho,
estos distritos, y en particular el valle del Missi-
ssipí, serán ocupados por una población honra-
da, laboriosa y considerable, y constituida de un
modo bastante fuerte para no necesitar ya esta
especie de wehgericht de los tiempos bárbaros.
o El valle del Mississipí es el terreno mas fértil
de los Estados-Unidos. Los depósitos que han
ido dejando las rios, han formado de siglo en
siglo capas de tierra vejetal, que llegan á tener
en ciertos puntos hasta cien pies de profundi-
dad, y que son en su superficie tan b landas co-
mo la nieve. El cultivo de estos terrenos es
fácily de abundantes cosechas. De modo que
de año en año se ven llegar nuevos colonos, los
cuales en su principio se acampan á orillas del
rio, debajo del arco de tela de ,su carro, d bajo

una cabana hecha con ramas de árboles. A este


primer acto de instalación, sucede en breve ei
trabaje. La encina y el sicómoro caen abatidos
—873—
por su hacha, los largos troncos mu quemados,
y ias-jramas sirven para la construcción de sus
logkoiises. lipa vez concluido este primer traba-
jo, llamado el chxbring, empiezan á labrar el ter-

reno, que circundan con una barrera; y cuando


ha tomado ya el colono posesión de su dominio,
siembra en él maiz, y campea en él sus rebaños.
Bien un loghouse se construye
pronto, junto á
otro, y á éste suceden varios. Cuando ya algu-
nos de ellos forman, por decirlo así, las prime-
ras raices lie una comunidad, se reúnen para abrir
en bosque un camino que llegue hasta la rada,
el

ó hasta la población mas cercana, y luego para


construir una capilla; uno de ellos abre una po-
sada, otro una tienda, y otro un taller. Enton-
ces dirijen al congreso una petición para tener
una casa-correo. A esta sigue la imprenta, lue-
go el banco; y el que no habia visto allí mas que
tierras incultasy playas desiertas, se sorpren-
de á los pocos años, al encontrar en su lugar una

población que lleva un nombre griego ó romano.


Hé aquí cómo se han poblado los Estados del
Norte y del Este. Así se poblará también el
Oeste, en un espacio de tiempo que nadie puede
determinar, que no será probablemente muy lar-

go, y que quizas será abreviado por las revoló^


ciones europeas.
Actualmente, á orillas del Mississipí existen
únicamente algunas escasas poblaciones, pero
es uua raiz que crece todos los años de un modo
admirable.
4 Jíiedída que nuestro vapor ya adelantando,
el f;errenoy el clima nos parecen mas seducto-
res, y creo que se atraerán la mayor parte de
los colonos. A mi salida de Cincinnati, caia la
nieve en gruesos copos, y las orillas del rio se
se conjelaban. Mas allá de Louisville, ya no
existe-vestigio ninguno de este riguroso invier-
tempera-
no, .^ftj^a lejos, el cielo es claro y el
nlento tan agradable, que los americanos que
hace dos dias se reunían al rededor de la estufa, •

de§jértanla ahora para sentarse al aire libre.


Aquí y allí, brillan como en nuestros primeros
dias de primavera, verdes arbustos, vivificados
por los rayos del sol, mientras que sobre esas
tiernn^ plantas se ekvan semejantes á viejos de
barba cana, las grandes encinas, de las cuales ,.,.

cuelgan largos hilos de un musgo ceniciento,


llamado musgo español (1).
A la entrada del Tenessee, vemos aparecer
los algodonales, terrible cultivo, que después de s,

naber alimentado nuestra industria, amenaza ví

destruirla. El bosque ha sido descuajado en un j

largo espacio; la casa del dueño está construida^ jp

ordinariamente á orillas del rio; las casuchas de 1


los negros están detrás, los algodonales un poco b

mas y de este terreno, de estas casuchas,


l^jos,
de ios Estados de Tenessee, del Missouri, de
,. . . . „ ,, , i

Ese musgo se parece, con «u8 hilos largos y de!- ^


(1)
gados á la Qrnu En muchas easas so emplea para ha s

c«r colchones» -
^mñ^iiüU^m^iáii >{Ci^ <^*
i

Alabama y dé'lIi%lisWpfi^^léÍf todos los años


por término medio, dos miüones doscientas mil
pacas de algodón. 'Hace veinte añbs que los Es-
'

tados-ünidosnó consumían más que una vigé-


sima parte de esta cosecha, y el resto lo manda-
ban á Europa, que se lo devolvía, mediante un
buen beneficio, en telas pintadas. Actualmente
emplean en sus fábricas una tercera parte de su
algodón. Fabrican telas blancas y pintadas á
un precio sumamente módico. La fábrica prin-
cipal de estos géneros está en Lowel, que en
1820 no era mas que una población de doscien-
tas almas, y que tiene hoy treinta mil. Hay
otras en Massachussets, eñ elMaine, en el Nue-
vo Hampshire, en la Perisylvania, en la Carolina
delSur y en la del Norte, y en la Georgia. En
1848 se valuaron^^íi trescientos sesenta millones
de francos los capitales empleados en esas fábri-
cas. Esportan síus productos ai Canadá, á Mé
xico, al Brasil, á Chile y á otras diferentes co-
marcas» Los americanos hablan ya con muchas?
confianza de su porvenir, de la época cercana eir*í

que no deberán recurrir ya ala industria de ^^


Francia y de Inglaterra. No quiero ocuparme
del golpe mortal que Uevarian los talleres de
Manchester y de Birmingham; pero, ¡ó mi que
rida Malhouse! ¿Deberé ver un dia que plegas
las alas? La América mas pérfi da que la pérfi-
da Albion, ¿no x)s habrá enviado durante tanto
tiempo sus algodonéis^ mas que para aprovechar- -

te de vuestros descubrimientos, aprender por


—376—
medio de vuestra esperí encía el arte ingenioso
de vuestros operarios, y robaros con vuestro»
propios dibujos toda vuestra prosperidad? Si
las playas septentrionales de América os están
un dia prohibidas, ¿no os abriréis camino en al-
guna nueva región del globo? ¡Ay! cuánto teme-
ria por vosotros, debiera creer lo que de vo-
si

sotros me decian algunos yankees, apoyando su


pié en un listón de lasilla, y acompañando cada

una de sus sentencias de una bocanada de humo.


¡Ojalá que sus fanfarronadas no sean mas que
una vana predicción! ¡Ojalá podaic demostrar-
. le% que á pesaír de todos sus esfuerzos, jamas
llegaran á tener vuestro esquisito gusto! Y os
lo digo en confianza, pero no para que lo repi-
táis: las feas ladies de pantalla, como las que os
h^ ¿escrito en el vapor, son las únicas que com--
praií ias: indianas que les venden á veinticinco
sueldos vara en los Estados-Unidos; las elegan-
tes no pueden pasarse sin vuestras magníficas
telas. d 11318.0 >
:^i

En el estado de Luí si ana, las cañas de azúcar


suceden á los algodonales. Ocupan un número
mayor de hombres, y exijen capitales mucho
mayores. A pesar del rápido progreso que han
hecho, no pueden dar abasto al consumo de los
Estados-Unidos. Pero ya se ha aumentado su
producto con el que les viene de Tejas, y si al~
gun dia lograban lo que todos desean, que es la
anexión de la isla de Cuba, entonces la América
septentrional se franquearía del tributo que pa-
ga por este articulo á los países estranjeresi
—377—
¡Pueblo adfairable! me canso de decirlo!
¡No
Ha salido de la cuna pequeño como Poucet, y
bien pronto se ha calzado las botas de siete
suelas. ¡Pueblo admirable! su laboriosidad con-
funde mis ideas, y. su carácte r me hiela el cora-
zón! Si debe complacerse con la admiración
que deben inspirar sus grandes empresas, y sus
progresos fabulosos, yo se la doy toda entera.
En cuanto á mis simpatías, las conservo ahora
mas que nunca,. y todas enteras, parala Europa.
Mientras surco las ondas del Mississipi, me rego-
cijo con la esperanza de volver á encontrar las
trazas del tiempo antiguo en la ciudad que voy
á visitar; me alegro de pensar que desembarcaré
en la calle del Canal, que atravesaré la calle de
Saint-Lotds y que entraré por la de Chartreis, á
una fonda de Nueva-- Orleans; todos esos nom-
bres nobles existen aún en la capital de la Lui-
siana, conlos recuerdos que les están anexos.

Los americanos no creen que para fortalecer su


república sea necesario proscribir á un rincón
de sus ciudades los nombres que el régimen
monárquico ha dejado en ellas. 33íj«
/Í?S^

"^B'ük'^'

MfX

«oJfie ( finí tdiírwfftQ -»- objr»

.1-^ 3;¿»dÍ35«VI ROÍ éb

b ^idfiioa b Olí) ^Hioamli hI oh úi^hahá a'


Ik louisianA.

Las tribus indígena». — Primera espedicioa europea. -^Hernandex


de Soto. — La fuente de jouvence. — Esploracion funesta.
Muerte de Soto. — Martirologio — Alva-
délos grandes viajeros.
— Descubrimientos del Mississipi.-^El padre Masquette.
rado.
Roberto Lasalle. — Tonti, de mano de hierro. — Viaje del
el la rio
San Lorenzo al golfo de México.—^Primera colonia francesa en
la — Asesinato de Lasalle. —Asesinato de nuestros
Louisiana sol-
dados. — — Su hermano Bierville succedió en man-
Iborville. le el

do de colonia. — Lamotte Cardillac. — Espedí cion de Bicnville.


la

contratos jVatchez. — Combates contra indios. — Destrucción


los
de Natchez. — El padre Montigny. — Progresos de
los colonia. la

—^jBmigracion de Acadianos. — La TiOuisiaua abandonada á


los
España. — Crueldades de O'Reilly.

Este vasto país al que Lasalle, al plantar en él

la bandera de la Francia, dio el nombre de Lui


tiana, ha entrado en una nueva era. Ha sido
dividido en diferentes Estados, que se han uni<
do luecesivamente á la república de Washin^-
—«80—
ton,y que bajo el estandarte estrellado de la .

Union, no aspiran mas que á marchar por la


misma senda que l(»s Estados del Norte, y estén- ;.

der su comercio y su industria.


Pero antes -de la historia de esta nueva época,
de la cual las oficinas de las aduanas y los mos-
tradores de los negociantes serán los principa-
les archivos, la Louisiana tiene otra de un carác-
ter muy diferente; historia de empresas audaces,
de luchas penibles, de acciones caballerescas,
donde brilla el carácter de nuestros soldados, y
el celo de nuestros misioneros. ¡Admirable
epopeya! Epopeya que no tuvo por teatro la es*,
trecha llanura de Troya, ó el pequeño rio del t~
llisus, y sí riosJnmensos y los imensos bos- ^
los
ques. ¡Eneida grandiosa! de la cual los héroes,
al llevarse mas allá del Océano los dioses de sus
hogares, no encontraban una Dido que ,se apa-
sionara de sus cuentos, y sí el desierto d las tri-^

bus salvajes.
¿De (íónde venian esas diez y ocho tribus áal-'
vajes esparcidas por la Louisiana en el tiempo de *

la colonización? ¿De do'nde venia esa memora-


ble nación de los natchez, que adoraba el sol co-
mo los Incas? ¿En qué época, en qué emigraciort^
vinieron acá esos hombres del cutis bronceaíloi^
y construyeron su wigwam á orillas del Miási-
pí y del Missouri? ¡Problema oscuro! Sobre-él
se ha escrito mucho, y mucho se ha disertado,
sin poder llegar á una completa solución.
iea corno fuer© «líos estaban allí^ «n etoi lu-
gares cuyas transformaciones admiran á los geó-
logos, al rededor de ese delta del Mississipí, que
solo ha podido formarse en un largo número de íin
siglos sobre un suelo donde se encuentran lecho9í»lí
de bos(jues, sepultados unos sobre otros, huesos
de elefantes y otros animales antidiluvianns. AlH
estaban los poderosos choctaws, los indomables
nobilianos y antropófagos, lo3 attakapas, losi.,
chactas con sus venerables sachems viviendo to-
dos con el producto de su caza, y no contentos
con í*us vastos dominios, invadian los de sus ve-
cinos, bailando la danza guerrera de la victoria.
Alli estaban desde *un tiempo inmemorial, cuan-^
do una mañana los indios de Harriga vieron lle^i
gar unos buques de un tamaño sorprendente, y
unos hombres de estraña apariencia: era la fljo^
ta de Hernández de Soto. - -> ¿¿í'^- ^''' -5 <

Hermano de armas de PizarrBf y* %no'de tó¥*

mas nobliás y foá^ valientes, Soto habia adquiri-*


do en la conquista del Perú un brillante renom
bre, y una fortuna considerable. ''Cuando man-
daba su escuadrón, dice Garcilaso de^laVega,
se arrojaba sobre sus enemigos con tanta impe-r-i
tuosidad, y abria en sus filas una brecha tal,
que diez hombres podrían seguirle en la ensan-
grentada senda que les abria."
Nombrado por Carlos V, gobernador de La

Isla de Cuba; hubiera podido gozar tranqui-


lamente del fruto de sus largas campañas, aban-
donando el resto de su vida á la molicie del cli-
ma de los tro'pico»; pero el diploma real que le
llamaba á administrar esa delicioía'^i^on, le
daba también anticipadamente el título de go-
bernador de todas las demás tierras que conquis-
tara. En esa época, una ardiente sed de descu-
^
brimientos inflamaba todos los espíritus. Cris-
to'bal Colon habia revelado á
la admirada Euro-
pa de otro mundo, y desde últimos
la existencia
del siglo XV, á cada instante se oía hablar de
una nueva esploracion, y cada año crecia mas el
mapa de la edad media. El siglo XVI empezó
con el descubrimiento del Brasil, seis años mas -

tarde, Denis reconoció el rio de San Lorenzo.


Siete años después, Nuñez de Balboa vio, desde
las cimas de las montañas del Darien, estender-
se á sus pies las olas del Océano Pacífico.
A esto sucedió la espedicion de Hernán Cor-
tes á México, y la de Magallanes, y la de Pizarro,
En 1584 Walter Raleigh condujo una colonia á '

la Virginia.En 1610, Hudson |abordó sobre la '

playa donde se eleva hoy la gran ciudad de Nue ^

va-York. Por el Norte y por el Sur, por el Es- -

te y el Oeste, llegaban continuamente al Nuevo ^

Mundo legiones de navegantes á quienes ningún ^


peligro imponía, que habían partido pobres y ^

oscuros de su tierra natal, y volvían á ella lie- ^


vando en triunfo las producciones de una co- -^

marca desconocida; legando á la posteridad el ^


recuerdo de su genio. Felices aquellos que vi- *
nieron por estas tierras en esos tiempos de ma- *

que se embarcaban en un
ravillcsas odiseas, los
puerto de España» de Holanda* 4 de Francia, ^
—338—
con el recuerdo de las narraciones de Marco Po-
lo, o de Maundeville, diciéndose que tal vez iban
á llegar al imperio del gran Cathaz, o al encan-
tado reino de Ci pango. Actualmente nada hay
ya que descubrir. Por lejos que se vaya al tra-
vés del Océano, no se hace mas que seguir la lí-
nea trazada por otros navegantes. Ya no exis-
,

te ningún punto^ del globo donde la civilización


no haya alterado el^arácter primitivo. Las te- v

las de Manchester cubren la desnudez de lo» ]<

salvajes, y hasta en el fondo de la Polinesia, pue


de encontrarse en las poblaciones de los insula-
res, la cerveza inglesa, y los misioneros de las
sociedades bíblicas.
En 1512, Ponce de León reconoció la Florida,
una tradición india contaba que habia
allí un

agua mágica que borraba las arrugas del rostro,


y daba á los viejos una nueva juventud. Un
tesoro semejante valia muy bien las minas del
Pera. Mientras Soto iba á la Florida en busca
de esa fuente de Jeuvence, los insulares de la
Polinesia pretendían que en una de las islas del
Océano Pacífico existia una mucho mas admira-
ble, á la que llamaban Haupokane. Esa, no so-
lo rejuvenecía á las viejos, sino que curaba las
heridas, hacia desaparecer toda clase de enfer-
medades, formaba de una rauger muy fea una
Helena, y de un Caliban un Adonis. |Cuénto
es de sentir que no se haya podido encontrar ni
uno ni otro de los dos manantiales mágicos! No
no* fifjtiaba mas que este descabriaiieato, pur*
completar la dramática y escandalosa crónica
de lahumanidad. Figuraos las espediciones
que los poderosos de la tierra hubieran hecho
hacia la Florida, o mejor aún hacia Haupokane,
las batallas sangrientas que hubieran tenido lu-

gar en ese país de bendición, y ios frenéticos de-


seog que en él se hubieran dispertado^ Natu-
ralmente ios ricos y los fuertes hubieran tomado
precisamente la mejor parte del milagroso ma-
nantial; los pobres hubieran tratado de sustraer
un dieatan .precioso, y los tribunales hubieran
debido juzgar mas robos y crímenes por algu-
nas botellas de agua, que por el producto délas
minas de plata de México, y de las minas de dia
man^te del Brasil. En cambió hubiérase visto
quizás á un hijo cariñoso abandonar su botella,
para prolongarlos dias de su padre, á un mante
entregar el suyo para regenerar las gracias de
su querida, la cual se hubiera reido de él al ver
que ya encanecía, y á un misántropo ingUs rom-
per en un momento de spleen el jarro que debia
prolongar su vida. ¡Qué argumento tan inmen-
so para tiernos poemas y alegres comedias! Qué
pérdida para los escritores, la de no haberse en
centrado ios manantiales! Pero es preciso resig-
narse á ella.

Soto partió con mil doscientos soldados, tres-


cientos de los cualesarmo á costa suya. Varioi
gentilhombres, distinguidos igualmente por su
valor y nobleza, quisieron tomar parte en «u ••-
pedición: Don Juan de Guzmán, Pedro Calde-
rón, Vasconcellos de Silva y Muscoso d« Al va-
rado. Llevo ademas veintidós eclesiásticos pa-
ra predicar el cristianismo entre los pueblos que
iba á descubrir, porque en ese tiempo de la fé la
idea religiosa caminaba á la par que la guerra.
Con el estandarte monárquico, llevaban á las

nuevas comarcas la Cruz y el Evangelio. Ahora,


lo que mas se calcularía, fuera el mejor modo de

introducir en ellos barriles de licores falsifica-


dos, y fardos de telas pintadas.
Llegado á la bahía del Espíritu Santo, el in-
trépido español, para alejar de sí toda idea de
retirada, espidió sus navios para la Habana, y
luego penetro hasta el seno de las tribus salva-

pasada su primera sorpresa, cor-


jes, las cuales,
rieron á las armas y atacaron valerosamente á
sus enemigos, hostigando en todo el camino al
ejército estranjero.
En medio de los lazos que le tendían los caci-
ques en cada tribu, de los combates que se iban
succediendo unos á otros, y de los peligros de
que estaba rodeado. Soto atravesó la Georgia,
el Tenessee, y Kentucky, y b^hía de
bajo' á la
la Mobila. Allí debió' sostener un choque for-
midable. Perecieron en él once mil indios; y
mas de diez mil mugeres, en el esceso de su de-
sesperacicu se arrojaron al fuego, al ver que los
españoles se habían apoderado de la ciudad.
Desde allí, se dirigió' al territorio de los Chicha-
saws, los cuales, en una noche del mes de Ene^'
—386-^
fO ^n que soplnha furioso el viento del Norte,
ianxárí)n flechase ímAh maclas sobre sti tienda, y le
nicítaron cuarenta hombres y cincuenta f-abailos.
Tres años haÍHan pasado desde que Soto dejó
su tfáni:|aifó gobierno de la Habana, para aven-
turarse en esa terrible esploracion. Ló^cortibá-
tes, las fatigas, la fiebre
y la fultade provisiones
le habian quitado una gran parte de sus solda-

dos. Tncaba ya á orillas del Mississipí, desde


donde pensaba bajar al golfo de México y volver

de allí Cuba. La fiebre se apoderó


á la isla de
de él, y sintiendo que se acercaba su fin, lego' su
mandtí á Muscoso de Alvarado, recomendó á
sus compañeros de armas la unión, la discijilina,
y sobre todo la perseverancia en su empresa, y
muriíf brazos de su limosnero, á la edad
e1nf loá
de cMíi'th n t a y d 6 s a ños.
Yo be envidiado muchas veces la suerte de
los exploradores del siglo XVI, y sin embargo,
'
la mayor parte dé esos hom()res expiaron su glo-
ría por la mas negra ingratitud que les despeda-
zo' el corazón, por una muerte cruel. En po-
o'

cas líneaS Viereis cuántos nombres están inscritos


en losüíifiafes .,de Ja historia ;qué martirio su-
y

A
la cabera de ellos, ved á Cristo'ba 1 Colon,

elinmortal Cristóbal Colon, ultrajado y cargado


de hierros. Luego, Nuñez de Balboa y Walter
Raleigh, que tantas cosas grandes hicieron uno
y otro, murieron deca piados. Hernán Cortés
niuriii ea ia indijeaci|i. j||^ailanes, quefué el a
iío»j «lé toUv Q%a9 ,í>l9i Áí» 9b hül
primero que penetro en Océano Pacifico, y
el

Diazde Solis, que «ntró en el Rio de la Plata,


espiraron entrambots pasados por una flecha de
los indios. Pizarro fué muerto por los rebeldes;
uno de sus hermanos fué condenado á morir en
la cárcel, y otro en el cadalso. Wewazani, que
desde el año de 1524 visitó la costa americana;
Quartier, que remontó el rio San Lorenzo, y
Humfrey Gilberto, que tomó posesión délos Es-
tados del Norte en nombre del rey de Inglaterra,
ambos fueron devorados por las olas. Ibervilie,

uno de los gefes mas valientes de nuestra colo-


nia de la Luisiana, murió como Fernando de So-
to en la flor de su edad. Ribault, que en 1562
condujo á la Florida una colonia de protestantes
franceses, pereció á manos de los españoles.
Lasalle, nuestro valiente Lasalle, cayó bajo el

hierro asesino de uno de sus soldados; Hudson


fué arrojado al mar por SU, amotinada tripula-
ción; Baffin exhaló el último suspi^Q en^un^com-
bate.
^ ^iíii)\Q. -.pXibMiii ¿f^íí ípq '> »

Los españolea' sepnltar©!!^ el iHierpo de Soto


en el Mississipí, en la «desembocadura del rio
Rojo. Parecía que necesitando el implacable
rio una víctima entre los temerarios que se atre-
vieron á franquear sus orillas solitarias, habia
escogido la mas noble. No se hizo la fúnebre
ceremonia con apariencia ninguna de luto, pues
sus compañeros, viéndose continuamente ace-
chados por los indios, creyeron que debian ocal-
tarles la maerte de su gefe, cayo valor era temí-
do por todas las tribus, y procuraron disimular,
por medio de fin j idos gri tos de alegria, la ansie-
de. J y r?[ dolor que ajilaban sus corazones. A pe-
sarde esa triste y cruel precaución, los hombres
rojos i:o tardaron en descubrir un suceso que de-
bía infundirles nueva audacia. Para escapar a
suvS persecuciones, quiso Al varado en su princi-

pio, remontar el rio Rojo hasta Tejas, con la in-


tención de pasar por tierra á México. Pero, obli-
gado pronto á renunciar á su proyecto, volvió al
Mississipí, y rriando coristruir algunas enbarca
clones. Cuando empezó' á descender por el rio,
no le quedaban ya mas que trescientos cincueíi-
.iit
ta soldados y treinta caballos. Una flota india
V de mil piraguas, conteniendo mas de veinticinco
mil guerreros, les siguió durante diez dias, ata-
cándole sin cesar, lanzándole una nube de fle-
cba&v retirándose para escaparse á sus tiros de
fusil, y volviendo á caer sobre ellos como bui-
tres. Casi todos los españoles estaban heridos;
y hubieran perecido todos en su retirada, mucho"
mas famosa y dramática que la de los diez mil,
si XHi viento favorable no les hubiese conducido
al fin al golfo de México.

El Mississipí estaba descubierto, y sin emWr-


go, se pasaron trescientos treinta y seis años an-
tes que europeos volvieran á desembarcarse
los
Cíi El honor de reconocerlo y tomar
sus orillas.
posesión de él, estaba reservado á nuestros co-
lonos del Canadá. Lá campaña de Soto se habla
ya olvidado, 6 no era conocida. Por una tradi-
cion india, supieron nuestros compatriotas ^ue
existia al Oeste un grun
cuyo curso no se
rio,
dirijia^ni al Este ni al Norte,
y que, según las lii-
pótesis de los geógrafo», debia desembocar en
el
Océano Pacífico, o en el golfo de México. Talón,
intendente de la estensa región que llevaba el
nombre de Nueva-Francia, quiso ilustrar su ad-
ministnicion con este descubrimiento. Esta vez,
no era una mandada por un brilante caballero
flota
español, ni era una compañía de gentílhombres,
seguida de mil doscientos soldados, la que iba
en busca del gran rio, sino un simple negocian-
te de Qaebec M. Joliveí,
y un recoleto, animado ,

de un religioso pensamiento, el padre Masquettei*


á los cuales se reunieron cinco bateleros cana-
dianos.

El 13 de Mayo de 1673, los animosos viaje-


ros se embarcaron en dos canoas, con "un pocd'»
de trigo de la India, y alguna carne salada, por
toda provisión." Detuviéronse primeramente
en la tribu de la Tolle-Avoine, a la cual los reli-
g:iosos d«l Canaidá predicaban Evangelio ha-
el
cia muchos años. *'Conié á las tribus de la Ta-
lle- Avoine, dice el padre Masquette, que iba á
descubrir las naciones lejanas, para pouer ins-
truirlas en los misterios de nuestra santa reli-
gion. Sorprendiéronse mucho, é hicieron todo
lo posible para disuadirme. Contáronme que
encontraria naciones que no perdonan jamas á
los estrangeros, 4 los cuales machucan la cabeza

sin piedad; que la guerra declarada entre varia»


de las tribus, nos esponia al peligro manifiesto de
ser asaltados por partidas de guerreros que es-
tab.an coniinuamente en campaña; que el gran
rio es muy peligroso, sobretodo, cuando no se le
conocía; que estaba Heno de monstruos horrible»
que devoraban los hombres y las canoas^y que
hábia un demonio al cual se oía desde muy lejos,
el cual cerraba el paso, y abismaba á los que se

atrevían á acercársele; y por fin, que era tan es-


cesivo el calor, que nos causaría irremediable-
mente la muerte."

El padre Masquette respondió á las observa-


ciones de los indios, dándoles las gracias por sus
avisos, diciéndoles que él no temia al demonio
del rio, y que fueran cuales fuesen los peligros
qu9 le amenazaran, esponia voluntariamente su
vida, con ia esperanza de hacer oír la palabra de
liios á aquellas almas. Continuó su camino
por. los lagos Hurón y Michigan, y por los rios

Outoganiis y Missouri. El 17 de Junio entró en


elMississipí. ¡Admirable triunfo de la dulzura
sobre la fuerza, de la humildad cristiana sobre
la pompa guerrera! Los descendientes de esas
tribus salvages, que con tanto furor se arrojaban
contra los soldados de Soto, acogieron cordial-
mente al venerable pastor, que sjb adelantó hacia
elloscon su bastón en una mano, y la Cruz en la
otra; le ofrecieron un ramo de paz, y le dieron
guías y provisiones. Masquette y Jolivet descen-
dieron el rio hasta donde se une al rio del Ar
kansas. Allí no encontraron ya ningún pueblo,
—391—
SUS aliiuenlos se habían acabado ya; viéronse
obligados pues, á retroceder; pero ya habían vis-
to lo suficiente, para asegurarse de la grandeza
del Mississipí, y de que su curso se dirijia hacia
el mar. A su regreso á Quebec, las campanas
le recibieron repiqueteando, y los habitantes de
la ciudad, con el obispo á su cabeza, fueron á la
iglesia á cantar el Te Deum, para dar gracias á
Dios del feliz descubrimiento.
Ocho años después, para que no faltara á ía"

bella historia de la Luisiana ningún rasgo reli-

gioso y caballeresco, llego al Mississipí uno de


esos hombres dotados de un corazón ardientiF, y
de un talento distinguido, á quienes su ambición
aventurera, hace obrar grandes cosas, y á quie-
nes una potencia fatal les inclina á la vez á lá
gloria y ala desgracia. Este hombre era Ro-
berto Lasalle, simple plebello, educado en uti
convento de jesuítas, y destinado á ser profesor
en uno de los establecimientos de esta o'rden.
Habiendo concluido Lasalle sus estudios,, hb
pudo resignarse á la idea de sepultar su viva jii-
ventuden el recinto de un claustro. Partid para
América. Siecdo hijo del pueblo, quiso enno-
blecerse con una acción gloriosa; siendo pobre,
quisa llegar á ser rico. Con las ideas geográfi-
cas de aquel tiempo, soñaba una vía de comuni-
cación directa desde el Canadá, por el Mississipí,

á la China. Comunicó su plan á Frontenac, go-


bernador dal Canadá, el cual le aconsejd que
fuera á París a «oU(ii|jj^j|l apoyo del príncpie
"

de Conté. Lassalle partió, y por medio de una


recoiiiendrtcion del príncipe, ohtuvo de Luis XÍV
una vasta esiension de territorio, al rededor del
fuerte Cntaraqui; ese nrrismo fuerte, sobre cuyos
cimientos se eleva hoy la fortaleza inglesa de
Kingston. El para
di])lonia real ie autorizaba
hacer todos los descubrimientos que creia nece-
sarios, y le obligaba solo á reedificar el fuerte
situado sobre sus dominios. A |)Ocos meses se
hallaba ya Lassalle á or lias del Onrario, con .

unfb^ti^ríítá' Colonos, y un caballero italiano lia- ;<

niado Tonti, y ademas G.>etx de Berliclimgen,


que había reemjilazado la mano que le babia
arranc ido un sablazo con una mano de hier-
ro. i^Bieo^pro uto el fuerte fué reedificado con
piedras sólidas, y Lassalle que era hombre reco-
nocido, le dio el primer ^nombre de su dueño,
Frontenac. Luego construyo embarcaciones, y
se enírl)arcó para las lejanas regiones.
Recorrió los lagos del Norte, y elevó fortale-
zas eu diferentes puntos. Tan pronto se veía
bien recibido por los indios, como amenazado
poruña y con su pru-
liga hostil: con su valor
"

dencía, evitó todos los peligros. Pero uno exis-


tia, al cual su carácter generoso no le permitía

pensar, y que debía desolarle. Sus soldados,


atemorizados con la duración de sus espedicío-
nes, y no sabiendo cómo librarse de ellas, qui-
sieron deshacerse de él. Apercnhióse un día
Lassalle dé que uno de ellos le habia preparado
un-Veneno, al construir un fuerte sobre las pía-
_89á-
yas del rio Illinois, y le tttlSP^nambre de forta-
leza de Crévecoeur, > - r .. ;
^
Siguió sin embargo su marcha. Al derretirse
las nieves, eq^ro en,! el rio. donde los indios se
arrojaban con su creencia religiosa, gritando:
¡Meschasébé! ¡Mescliasébé! Le descendió á j>e-
sar de las tribus qu,e querían oponérsele al paso. ^

El d¿ Ábrilde 17S1, llegó al golfo de Méxi-


'7

co- Desde Q,uebec hasta allí, habia recorrió


do un espacio de mil leguas. Canto un Te DdU?n
en acción de gracias, y lomo posesión del país

dándole el nombre de Louisiana.


El mismo fué después á llevar á Francia la

noticia de su conquista, y fué recibido en la cor


te de Versalles, coq toda distinción que me-
la

recía. Pidió otra vez permiso para volver á


el

orillas del Mi&sissipí. Le dieron cuatro embar-


caciones, en las cuales se embarcaron doce jó-
venes gentilhombres, doce familias de cultiva-
dores, cincuenta soldados y trabajadores, for-
mando entre todos ciento cincuenta personas
Este fué el último rayo4e la fortuna de Lassa-
lie. Desde este momento, su vida no fué ma%ár
que una cadena de contrariedades, terminada
con un drama espantoso. ]Vt. Beaujen, que man-
daba su flotilU„,^n ,ypj^ i^e dirijirse al Missi-
ssipí, llegó por un fatal error al fondo de l^.,i|_^

bahia de San Bernardo, spbre las costas de Te* -


jas. Lassalle quiso retroceder, pero Beaujen,^
que no veía sin grandes celos la autoridad de un
plebeyo recientemente ennoblecido, rehusó obe-
deceríe,y partió hacia Francia, dejando una em-
barcación de provisiones encallada contra las
corrientes, y á L:issalÍe y á sus compañeros, ca-
si sin recursos, sobreuna playa donde solo po-
dían encontrar hordas de salvajes.
• Sus primeras providencias fueron organizar
un medio de defensa contra las tribus, que vaga-
ban de noche y de dia al rededor de ellos ame-
nazándoles con las flechas. Construyeron a to»
da priíJa un fuerte en el que Lassalle acuartelo' un
centenar de hombres. Con los demás se fué por
tierra busca del Mlssissipí. Quedábale aun
en
una embarcaiñon que naufrago' en una tempes-
tad con las niuniciones de guerra, utensilios de
agricultura y diferentes géneros. Por colmode
desgracia, la fiebre y las flechas de los indios
diezmaban su gente. En esta horrible posición,
no le quedaba mas recurso que pedir socorros
al Canadá; estaba á mil leguas de distancia de

aquel punto, y decidio'se á ir allí por tierra. Pú-


sose éú marcha con su hermano, su sobrino, un
venerable religioso y quince hombres.' A los
nueve dias de estar en camino, dos crímenes re-
garon con sangre .el suelo de los bosques vírje-
nes; dos crímenes ponían fin á esa valerosa espe-
dicion. Lassalle y su sobrino perecieron traspa-
sados por las balas de sus compañeros.
Los cien hori)bres que dejo sobre las costas

de Tejas, y que luego se establecieron cerca de


laembocadura deiri Colorado, en un fuerte al
)

que dieron el nombre de fuerte de San Lais»


fueron igualmente víctiróaarr de la ignominiosa
conducta de Beaujen. .ÜnQ'? sucumbieron haio
el tomiihawk de los indios, y los otros murieron

de hambre en los bosques. Tal fué nuestro pri-


mer ensayo de colonización en la Louisiana. El
hermano de Lassalle y el padre Atanasio, fueron
los únicos que pudieron sustraerse al desastre
general.

Desde nuestra lejana colonia del Canadá los


primeros es])loradores del Mississipi que mar-
charon á la Louisiana, fueron Masquette y Jo-
liet, el primer francés que bajó después de las

regiones del Norte hasta el golfo de México, fué


el intrépido y desgraciado Lassalle. Del Cana
dá vino también en 1699 el valiente Iberville:
en otra ocasión he tratado ya de esplicaros la his-
toria de la conquista Canadá, en esa época:
del
era aqn bien pobre y Acababa apenas
débil.
dé establecerse sobre las orillas del rio San Lo-
renzo, y tenia ya que luchar con la enemistad
de los indios, contra los celos de los ingleses, y
contra la apatía de nuestro gobierno, que muy
á menudo la el mas comple-
dejaba sin piedad en
to abandono. Pero en medio de su indijencia
conservaba un sentimiento varonil de honor, que
la forlalecia en medio de los peligros. Ni las
largas marchas al través délos inmensos bos-
ques, ni los combates contra numerosos enemi
gos, abatían su ardor, desde que podian dar un
testimonio de afección á sus hermanos, d de de*
fender S14 üanderat ^
,

—396—
En 1 685,, el ^
fie} Tonti,* al saber que Lassa|ie
regresaba á la Lpuisiana, atravesó los lagos en
unalancha de corteza, descendió el Mississipi
hasta su desemoocajdura, deseando volver á ver
a su amigo. No
encontrándole, y no sabiendo
dónae hallarle, entregó á unos indios una carta
p^ra^^él^ así como entregamos una targetade^ vi-
sita al, portero de una casa que visitamos, y re-,
gresd á Q,uebec por el mismo camino. ¡Mil le-
guas, iinduvo. para ir v otras tantas para volver.
¡Vaya una visita! . > , . ,

,:É1 padre de en ^l Cariada, í|lf^


lt|erville «iueíó

sf vicio del rey. Tenia once hijos, cinco de lof


,

chales marieroQ;ComQ el eja,. el campo de batallpí,^


elmayor de los seis restantes, se había distinguí^
do ya por su valor en diferentes ocasiones, Iba^
á t*|n4^r la colonia de la Louisiana, y Qyatrp 4j&

su^i ti^^maiip^..det)iaa secundarle. Si , en otro


tieojgp t^yierpu , los nobles algunos priviiegios,
es.precisq,coüfesar qjue un gran número de ^llqs ,

lo5^haM\aMcradquií/4o.; ,«i|iy. Qar^^s. , X^os li^bi||^ ^

cQpquistado.con su sangre, y los tjíasmitian á^^s ,

hij.p^ gon una tradición, y una orgullosa divisa^

de esos títulos d^e^


Act^alniíente, uadie.se cuida
gloria conquistados en nombre de la patria y con ,

la punta de la espada. Ahora todo el amor se


consagra al¿ bienestar, todos ios deseos á la ibr^
tp%,|, que han logrado realis|ar
J?i5i;p eíij;re,lps

el fiíieflo de la ambición moderna, 4Ciiántps hay ,

que inspirados por una idea generosa e*crib8/|^


ipbre sas cajas? riqueza obliga.
Bajo los auspicios del conde de Pontchartrain,
ministro de la marina, condujo Iberville doscien-
tos colonos á la estremidad del Mississipí. Eso
era todo lo que le daba la Francia para tomar
posesión de las orillas de un rio, mas largas que
las del Sena, del Rhin y del Danubio reunidas.

alrededores del suelo donde se eleva


Visito' los

hoy Nueva-Orleans; dio á uno de esos lagos el


nombre de Pontchartrain, y á otro el de Maure-
pas. Construyo' un fuerte en la bahía de Biloxi
(á unas treinta leguas de Nueva-Orleans), fijo
allí su colonia, y luego visitó algunas tribus in-
dias. Cuando entro en uno de los pueblos de
los Natchez,rayo acababa de devorar su tem-
el

plo; los hombres lanzaban gritos feroces, los sa-


cerdotes pedían sacrificios para apaciguar la ca-
lera de los dioses, y las mugeres arrojaban fu-
riosas á sus hijos dentro de las llamas. Tal fué
el primer espectáculo que los Natchez ofrecie-
ron á nuestros compatriotas; espectáculo del
cual un ilustre escritor nos ha hecho una poética
descripción. Apenas logro Iberville calmar su
frenesí. El territorio que ellos ocupaban le gustd,
y traaó en él el plano de una fortaleza á la que
á'\6 el nombre de bautismo de Madame de Pont-

chartrain: Rosalía. Treinta años mas tarde de-


bía rcrse este fuerte inundado de sangre.
Sentadas que hubo Iberville las bases de su
ubra, partió para Francia, con el fin de traer un

jrefacrzo necet»ario, dejando en rehenes y como

U
ffefes de sn colonia naciente á dos de sus her-
manos: Sauvolle y Bienville. Regreso seguido
de otro hertnano sayo, y volvió á j)artir de nue-
vo. Los ministros no se curaban mucho del rei-
no americaiuí que Lassalle liai)i reunido al >

reino de Francia. Solo á tuerza de muchas so


licitudes se llego' á obtener de su suprema indi-
ferencia alguna resolución á favor de un país

que iíub|erajd^bidq llanjarles tanto la atención.

S.in ernbaríjo, un día mandaron allí veintitrés jó-

venes :^in dote, que fueron recibidas con mucha


alegría y pronto casadas; y como si las muchachas
l^pqradas hubiesen sido en Francia Joyas ur^as

hartq dema^siado esquisitas para las tier


rara,s, o

ras del Atlántico, mandaron algún tiemj|p des


pues á la Louisiana, como á otro Botany-Bay

mugeres perdidas.
Iberville murió de la fiebre en uno desús via-
je.s. Sauvolle fourió del mismo mal en Biloxi.
Btenville quedo,, solo encargado de l^- dirección
de la colonia. Sus dos hermanos le legaron por
todo bien el cargo al que acababan de sucumbir,
asi como en otro tiempo se legaban; jof^^ benedic-
tinos de siglo en siglo el cuidado, ^e segi;tÍr\ji|Ti

largo estudio. Bienville consagró t-odo su co.pa-'

zon é intelijencia á una empresa nacional, qqn-


sagrada por un recuerdo fraternal. Allí p/isó
cerca de cuarenta años, luchando con una firme
za sin igual, contra todos los obstáculos que se
oponian á sus esfuerzos; ya contra los celos in-

cesantes de .los ingleses, ya contra la animosi


—399—
d^d áv los indios; ya con los elemento?, que en
un instan t^dtí^iruiíin todos los trabajos de un
año, esparciendo ja dt^.soíacion en la colonia.
jMuy^ ámenudo abandonado y alt^nnas veces des-
preciado, ultrajado por un ministerio, que bul)ie
ra ilebido darle ut^i digna recompensa cuando
Le mycbo tiempo en tui puesto subalterno,
dejó
obedeció sin murmurar á gefes indignos de man
^arle, y vio sin desanimarse nacer y desapare
cer los diversos modos de administración á los
cuales fué sometida la Louisiana; uiv.i vez estuvo
-cometida al gobierno del Canadá, otra á un go-
bierno local; mas tarde vino la administración
comercial de Crozaty compañía de Oc
la de la

cidente, i^ue creo el famoso banco de Law, el


cual ñíó vida al gran Víesastre de la calle Quin-
campoix.
Nosotros no tenemos el genio de la coloniza-
ción, y la historia de nuestras colonias lo j)rueba
demasiado. Cuando la Louisiana fué abandona-
da á especulaciones comercií^les de Crozat,
las
en 1712, su población se componia de cuatro-
cientas almas, de las cuales habia dos compañías
de cincuenta hombres, setenta y cinco volunta-
rios canadianos, veintiocho familias blancas
y
veinte negros. Para rejir esas cuatrocientas a1-
iTias, mandabaallí la Francia un gobernador, un

¿oínisario comendador, un interventor, y dos di-


rectores. Bienville quedaba encargado del man
do tie las tropas.
El gobernador M. Lamott Cordillac, que era
un pobre hidalgo de la Gascuña, que debid á la
protección de su muger su grado de teniente co-
ronel, no tenia mas que una idea y un objeto, y
era encontrar en los terrenos de su gobierno una
mina de oro. La agricultura, esa vervladera
mina de oro, no le interesaba de ninguna mane-
ra; necesitaba buenas y pesadas barras para ha-
cer revivir el esplendor de sus abuelos en su pe-
queOo castillo. Mientras se entregaba á sus pea
quisas metalúrgicas, con una avidez é ignorancia
que le ponian en ridículo á los ojos de sus subor-
dinados, el fiel y modesto Bienville desenredaba

las tramas urdidas por los ingleses para suble-


var contra nosotros las tribus indias, construía
nuevos fuertes, y castigaba á los Natchez.
Esa tribu, que como una semilla fecunda, dio
nacimiento á un gran número de otras, y que se
disiinguia de entre las demás por su antigua
fuerza, y por la autoridad de sus instituciones,
estaba destinada á escribir con sangre mucha»
de las páginas de la historia de la Louisiana.
En1716, Icfs Natchez degollaron dos france-
ees y robaron á seis viajeros canadianos; Cardi-
llac, que tenia bastante trabajo yendo en pos de

minas imaginarias, y que, según nos cuentan al-


gunos historiadores, deseaba que su teniente se
comprometiera en una lucha peligrosa, encargó
á Beinvilie el castigo de los culpables. Bien-
ville, que solo tenia á su disposición un corto

número de soldados, en vez de atacar directa-


mente á la tribu, recurrió á la mafia. Invitó á
—401—
los gefes indios á que fueran á visitarle en «u
campO) en la época en que hacia una de sus
anuales correrias. Fueron á visitarle diez y
nueve, entre los cuales se encontraban cinco ge-
fes supremos, que lle\7aban el nombre de Soles.
El mas viejo le ofreció el calumet de la paz, y
Bienville lo rehusó. El Natchez levant(5 los ojos
al cie'lo, rogó al Gran Espíritu que ablandara el

corazón del estranjero, y presento por segunda


vez al comandante el calumet de la paz.
Entonces Bienville, que habla tomado todas
sus preca-uciones, le dijo, que no podria acep-
tar el calumet, hasta tanto que le hubiera
entregado los asesinos de sus cdní- " piátiiS^
tas. Los asesinos eran un un Sol y un guer-
rero fumoso. '
Cuando los Natchez supieron
el arresto de sus gefes, quisieron libertar-
les^de sus cadenas y uno de ellos se sacrifi-
oó para salvar al Sol. Su cabeza fué enviada
áhBlenville, que dijo que no era la del asesino.
Él día siguiente y los demás dias, siete ú ocho
indios se hicieron cortar la cabezacon la espe-
ranza de engañar al que habia guardado prisio-
neros á sus gefes venerados. Bienville permane-
ció inflexible. Últimamente un gran número de
indios se le ofrecieron en holocausto, rogándole
solo que respetara á los caciques. Bienville, en
una (le esas rigurosas necesidades que obligan á
lo^ caracteresmas generosos á tomar una cruel
resolución,condenó a muerte á uno de los Soles
t^ue guardaba prisioneros
y que habia tomado
—402—
ijKirte en la mu^rt« de los francesos, y luego sol-

.Ví^^intidiísariosnias larde, esos mismos Nal


chez urdieron una trama para llevar á ca!>o unas
vísperas sicilianas. Varias diferentes naciones
se les asociaron. cada uno de los di-
Mandóse á

ferentes caciques un manojo, conteniendo igual


numero de cañas, y debian cada dia quemar una
de ellas. La ultima sefuilaiía el dia en que las
tnhus debian levantarse á un mismo tiempo, y

deíTollar á todos Dicen que la


'los franceses.
mu^er de un Natchez, que amaba á uno de núes
ros compatriotas, logró hacer desaparecer de la
habitación de su marido algunas cañas del mano-
jo sanguinario, y adelantado de este modo la

señal de la muerte, inutilizo' dé esta manera el

plan general.
En todas partes han tenido las mugeres pie
dad de los proscritos. Una muger de Dalecar--
lia salvó á Gustavo Wasa de las persecuciones
de Cristian II. Una muger protegió' la huida
de Carlos Eduardo después de la batalla de
VVorcester (1). Una muger de la América del
Norte^ la joven y hermosa Pocahonta, arranco al

(í) pescaáor inglés se habia comprometido á


Un
uansportar á uri fugitivo á la costa de Norraandia. Al
reconocer al rey, se vio tentado por la recompensa ofre-
cida al que lo entregara: su muger le dijo: *' Sálvale,

poco me importa deber mendigar después el pan de mis


hijos.''
—403 -
verdugo el capitán Srniht, el primer colono de
la Virginia; una muger de
Natchez salv(5 de
los
una ruina eminente á nuestra colonia de líi Loui
siana. Su poder no era más éstenso. Dice la
tradición que ella habia hecho prevenir al co^
mandante del tuerte Rosalía dé los peligros que
le amenazaban, el cuál se li'urlo de ellos.
A la hora indicada, los Natchez entraron en

gran número en el fuerte, bajo el pretesto de


llevar allí el tributo, al que estaban sometidos.
Precipitáronse sobre los indefensos soldados,
los asesinaron, y entregaron al comandante á
los golpes de las níugeres: luego degollaron
cuanto estaba á su paso, hombres, mugeres y
niños, y^solo dejaron en vida á los negros, que
sin duda estaban en el complot.
En el año siguiente, los Natchez, atacados por
un oficial inglés a la cabeza de una tribu de Ehac-
tas, perdieron en una batalla ochenta hombres y
íe salvaron en los bosques. Pero pronto se les
vio reunirse cerca del rio ^eg|:o, donde se atrin-
cheraron, determinados á sostener una nueva
lucha. Una segunda y tercera batalla en la que
sueron vencidos todavía no bastó para abatirles.
Solamente en 1732 el gobernador les presentó
un nuevo combate, donde perecieron todos los-
gefes, y los restos de la tribu que quedaron sin
guias, sin sostén, se retiraron al fondo de los
bosques, donde se dispersaron entre otras tri-

bus, y desde aquel momento el nombre de los


Natchez quedó borrado para siempre del núme-
ro de las naciones indias.
colonia ^stab^a. ejitregacla a
^ J^ientras.
.qfjjB^tra

1^ Hjjtact<>n„dip jf§o^.s,ucesos,
Bienville hacia un

viiige^JF rancia. su A
regreso, vióse obligado á

sostener una guerra larga y temible que la


mas
í^ue acababa de destruir á los Natcbez una guer-

r¿i^Q^Vtfa la tribus de los chickasas* q^e no (Jl|^-^


ró menos de siete años. Los chickasas tenían,
fortalezas, que construyeron ayudados por loj|
ingleses. En el ataque á uno de esos atrinche-
ramientos, cuya defensa dirijian algunos ingle-
ses, Bienville perdió dos hombres. No hablen^'

do' podido en la noche del combate llevarse los


cadáveres, los vio al tlia siguiente cortados éii
pedazos y colgados de las palizadas; los solda-
dos que cayeron prisioneros fueron quemados
por los salvajes. Contra esa horda espanióéa
fortificada por la táctica europea, fué preciso
reunir las tropas del Canadá alas de la Louisia-
naV Al principio, esas tropas sorprendidas por
los escesivoaí calores, diezmadas por la fiebre y
privadas de víveres, no pudieron entrar en cani-
pana. En el año siguiente, se reunieron de nue-
VcK^ %os chickas, atemorizados depusieron las
armas, declararon que sentían vivamente habér:^
si» 'dejado arrastrar por los consejos de los in-
buena ar^
gleses, juraron vivir desde entonces en
monía con nuestra colonia, y cómo gage de su
buena fe, entregaron á Bienville dos ingl^ses^
que se bailaban entre ellos,

"^íío todas las tribus indias eran enemigas núes-


tAsv Miichas de entre ellas resistieron al rao^j.
vimicnto de sus vecinos, y á las maquinuciones
de los ingleses, y nos guardaron una fidelidad
eterna. Algunas de entre eltas habían recibido
en su seno misioneros canadianos, los cuales al

instruirlos en el dogma del cristianismo, les en-


señaban á amar y honrar' lá Francia. Apenas
acababa Sauvolle de instalarse en su campo de
Biloxi, cuando recibió la visita de dos relgiosos
franceses, el padre Montigny y el padre Davion,
que desde Quebec iban á predicar el Evangelio
á las tribus de la Louisiana. Figuraos ver en
ese espacio desierto, á Bienville y á Souvolle,
acogiendo en su cabanas á los piadosos viageros;
una tienda por aquí, otra p(ir allá; utensilios de
agricultura estendidos por todas partes, armas
sobre el suelo, misioneros sentador al pié de un
licpmoro adornado con una flor de lis,
y junto á
los gefes de esos pufiados de soldados y de ma-
rineros, que acababan de hacer una espedicion
mucho mas larga y difícil que la famosa espedi-
cion de los argonautas deificados por los grie-
gos; contemplad á los colonos acercándose con
respeto á los misioneros, á su rededor se esten-
dian las inmensas llanuras del Mississipí, y los
profundos bosques; á sus pies brillaban laa aguas
de la bahia de Biloxi heridas por los rayos del
sol; un poco mas K-jos, quizás se pudiera ver
también un indio apoyado sobre su arco, y con-
templando sorprendido un espectáculo tan nue-
vo para él. jQué^ ci|^^g^|f^n poético y mages-
taofo!
El padre Montigny, quese entregaba
á la no-
ble tareade misionero, era descendiente del
va-
liente Gastón de Montigny, quien en la batalla
de Bouvines tuvo el honor de llevar
el estandar-
te de la Francia. El padre Davion habia vivido
algún tiempo entre la tribu de los tunieas;
y
lan popularmente habia hecho con
ellos, que
Cuando murió su geíe, querrán elevarle á esa
dignidad. El padre Davion rehuso el honor
que le
ofrecieron, y solo insistid para que los
salvajes se sometieran á sus instrucciones
como ellos no quisieran renunciar á la idolatría.
Para probarles un dia el padre Davion la impo-
tencia de sus dioses, pego fuego á su templo
y
destituyó* í^f groseras 'imájenes que adoraban.
Cualquiera otro que hubiera cometido una ac-
ción semejante, hubiera sido terriblemente cas-
tigado; pero como los tunieas querían
y respe -

taban nauclio al' padre Davion, se contentaron


con acompafiárle fuera de su territorio. Reti-
róse entonces entre los yazoos, los cuales mais
dóciles que sus vecinos, se conviertieron en po-
co tiempo al cristianismo. Ayudado de sus neo'-
fitos, construyó el padre Davion un pulpito sobre

Un árbol jigantesco que se elevaba sobre una


colina: en aquel árbol fijo' su santuario: encerra-
ba los vasos sagrados y las insignias sacerdota-
les de un altar portátil que se colocaba bajo los

vastos arcos de su torre vegetal, cuando queria


decir misa. Muy á menudo se retiraba allí á
rogar y meditar. Muchos años vivió cooservan.
—407^
do fíastá eCfin de su vida, el mismo celo reli

^ioso» y las mismas eostumbres austeras.


Ljos yazoas le consideraban un ser de una» na-
turaleza sobrehumapa. No podian comprender
como el santo apóstol soportaba tantas fatigas,
totnaiido tan pocos alimentos, ni Qómo, sin que
le mandado, á buscar, se encontraba
hubiesen
t^n pronto junto al lecho de los enfermos, ni có-
mo sabia Ips delitos que se cometían en la co-
munidad. Cuando le veían sentado á la sombra
de su tabernáculo, murmurando palabras ininte-
ligibles *
para elios, creían que revelaba sus fal-
Gran Espíritu. Cuando fijaba en ellos su
tas al
mirada bondadosa, regocijábanse cómo si un ra-
yo del sol hubiese penetrado hasta el fondo de
su corazón. Un dia le encontraron al pié de su
altar, cerrados los ojos y cruzadas sus manos;
exhaló el ultimo suspiro, al pronunciar la última

palabra de su oración.- Mucho tiempb después


(le su muerte, las mugeres de los yazoos tenian
la costumbre de llevar sus hijos al lugar donde
elbuen ministro administraba el bautismo, é in-
vocaban piadosamente su bendición.
5¡n 1741 Pienville dejó la Louisiana para no
volver á ella. Su edad y servicios le daban el
derecho de aspirar al reposo. Llevaba cuaren-
ta añcrs,de sangrientos combates y espediciones
de toda especie. ¡Qué valor, y que abnegaciótil
Si alguna vez los habitantes tuvieran la idea de
adornar sus ciudades con algunas estatuas, creó
que empezarían por erijir en su mas hermosa
—408-
plaza la del hombre á quien de beti la euna de su
infancia, la de aquel que con mano fiel y vij^oro-
sa sostuvo sus primeros pasos, y que sentó lat
hasés de su porvenir.
Bienville logró obtener, después de muchas
representaciones la orden para que la eolonia
pasara de Biloxi á Nueva-Orleans, y al menos
podia decir al retirarse á Francia-, que dejaba su

obra á salvo de los principales peligros que ame-


nazaban destruirla en su nacimiento. iU

Después de haber locamente soñado sobre las


orillas del Mississipí las minas de plata, de Mé-
xico, los lousianeses acabaron por encontrar al
descuajar ios terrenos, una mina menos brillan-
te, pero mucho mas duradera. Con la ayuda de
algunos negros que hacian venir de las costas
de África, se pusieron á cultivar el Índigo, el
maiz y el tabaco; poco tiempa después sembra
ron la caña dulce, y luego los algodonales.
^ Bienville llegó á la Louisiana con doscientos
cincuenta hombres, y al salir dejaba allí seis mil
almas, entre las cuales se contaban unos mil
quinientos negros y doscientos cincuenta culti-
vadores alemanes establecidos sobre una parte
de la orilla que lleva el nombre de costa de loi

alemanes.

Trece años después, una dolorosa emigración


aumentó de algunos millares de individuos esta
población. En su perpetua lucha contra nues-

tra eolonia del Norte, llegaron á apoderarse ios


ingles^t de los distritos ilamadoe^ por nofotrot
-.409—

lu-Acadia, y cuales yamaron ellos Nueva-


á los

Bseí»iiii Luis XIV les conce<li<í utja parle de


ese terrilorÍQ, eoQ la condición de que fueran
respetados derechos y propiedades délos
los

. franceses que estaban allí establecidos, y la In-


glaterra por su parte, solo exigió que juraran
fidelidad á su nueva soberana. Muy fácil era
hablar de un cambio de banderas, pero no era
facii que lo entendieran los habitantes de la Aca-
dia;y ni las amenazas, ni las promesas, logra-
iTonsobreponerse á la energia de su patriotismo,
yiá los escrúpulos de su conciencia. En 1754,
temiendo los ingleses no poder vencer su obsti.
nación, y dejar aquelnúmero de enemigos en un
país donde contaban ellos con tan pocos medios
de defensa, se decidieron á tomar umi de es^s
medidas que nos parecen monstruosas, pero que
jamas han detenido á la política inglesa en ma-
teria de sus intereses.

Las poblaciones de los acadianos fueron en-


tregadas á las llamas, y á la luz de sus abrasa-

dos techos, siete mil hijos Francia fueron


de la

embarcados como un rebaño en los buques in-

gleses, y arrojados á las costas de Pensilvania,


*íle ía Virginia y de la Carolina, sin mas
recursos

que ropa y provisiones que pudieron salvar del


la

incendio
"
Entonces se vieron á los infelices corriendo
^ala ventura en medio de los bosques, recha-
%liHkrios nervicios de aquellos que hablaban la

35
^J

—410—
lengua <!e sus verdugos, y descansando única-
m'énte l)áj() el wiijwaní de los indios, los cuales,
¿Ómpadecidos de tan grande infortunio, les lie

vahan el fruto de su caza, y los guiaban en nie-


dio de los bosques. Los^acadianos >al»ian que
una colonia francesa en la Louisiana, y
f xis'tia

tjuerian ir allí, rej)legarse otra vez bajo la ban-


dej4''íjae les babja abandonado, y permanecer
'fieles alrey (pie les liabia olvidado en medio de
sus grande/as de Versalles; y sin temer la longi-
tud del cauuíH) ni los peligros del viaje, iban,
inspirados
1 j)()r un sul)liine amor ala Francia, en
1Dúé¿'a de una tierra lejana halíitada por, fran-
ceáerf. .

l^j^^l^^u^ji^e djcí^o (jue la historia primitiva déla


Louisiana era una hermosa y noble historia. De
teneos un instante en este último episodio; con-
cluya vuestro pensamiento este cuadro, del cual
solóos he dado un muy ligero bosquejo, y de-
^Cidnie si en los anales de la antigüedad, enfja
sentencia de destierro dinjida por los lacedemo-
nios contra los mesenienses, y en la cautividad
de ios judíos, hay algo nm^ lastimoso que este
drama de los acadianos, privados de su féi y
mártires de su leakaii-
La mitad de ellos murieron f)or el caminp, so-

bre el rioy dentro de los pantanos. Los otros,


después de trabajo^ inmensQij^ llegaron a, la
Louisiana, ilonde fueron acogidos tiernamente.
El gobernador les dio instrumentos de agricul-
tura, les señaló un vasto terreno á orillas del
—411—
Mississipí, y se estableció allí en el lu^ar que
tji^ne t?l nombre (le, Costa de loj^ac adía pos,, una
colonia de lahra<iores, cuyos descendientes se
distino^uen, e n "el dia aún por la sencill-ez de sus
costunibres, Jjp^r el culto que profesan á las an
tiffuas
" tradiciones francesas. .,
e CfíJl !l!»v Tí Uíiíl'ifiíl
Sin e[UÍ)argo, los acadianos, que tanto liatdf«n
sufrido por refugiarse hajo estandarte de la
1

madre patria, no creían que ese estandarte les.


seria robado aun en las llanuras <le la Loursiana,
como lo babia siilo en las de Nueva-Escocia
la

El tratado de París, dt^l año 1763 abandonaba


el Canadá á los ingleses y al mismo tiempo, co-
mo rey de Francia hubiese estado cansado
si el

de las vastas regiones que poseía mas allá del


Océano, cedia la Louisiana á España.
la ^
Esta noticia hir¡() como un rayó á nuestros
pobres colonos. cieno que muy á
Si bien es
menudo d e bieron
qnejarse de I'á indiferencia
y
olvido con que los miraba el gobiétnó,'érajfi*'ri"afi-
ceses de corazón y permanecían francesesT'Atfe
mas, el enemigo no había penetrado en sus cío
minios, como en el Canadá; y como no babian
perdido ninguna batalla, m
podían cbncelirría
razón por la cual les entregaban á una potencia
estranjera, como si fueran unas mercancías.
Pasado su primer estupor, dieron énVu corazón
cabida á la esperanza. Dijéronsé que quizás la
orden emanada de Versalles se revocaría,
y acon-
sejados por algunos hombres dotados de ener
gía, y sobre todo por el abogado general Lafré-

niere, reuniéronse los principales habitantes de


-412—
la colonia, ydirijieron una petición a] rey, que
llevaron á Paris dos diputados.

que tenia entonces 87 años, se sin-


Bienville,
tióreanido por ios deseos de apoyar ios pasos de
aquellos que querian defender la nacionalidad á
ia que él había consagrado toda su vida. Pero
todo fué inútil. Los dos coíijisionados de la co- .

ionia,no lograron siquiera hablar al rey. El du-


que de Choiseul los recibió, les dirijio algunas
lisonjeras palabras, opuso á sus propósitos.
y se
La España parecía no llevar mucha prisa pa-
ra tomar posesión de su nuevo imperio. En
1765, solamente fué cuando mando aljí á Antonio
de Ulloa, que al mismo tiempo que se presentó
con el título de gobernador, rehuso enseñar sus
cre4enciales.
Su negativa infundió una nueva esperanza en
el corazón de do^ franceses. Dejarou á Ulloa
i

que se paseara por allí algún tiempo con las dos


compañías de infantería que llevó consigo. Un
dia el intrépido Líífreniere dirijió al consejo de
la colonia una petición de los habitantes, que te-
nia por objeto hacer declarar á Ulloa perturba-
dor del orden público, y citarle como tal para que
compareciera ante la justicia. El consejo deter-
minó mandar á Ulloa la orden de presentar los
poderes de que estaba revestido, ó dejar el país
en el término de un mes.
Por una inconcebible obstinación no quiso
Ulloa presentar el mandato del cual estaba in-
vestido, y resolvió partir. El buque en que acá-
-bia-
baba de tímbareafse estaba amarrado en los ar-
recifes esperando ádfóaii viento favorable para
ponerse á la vela. Al salir de una boda, algu-
nos jcívenes cortaron las amarras, y lanzaron
gritos degozo al ver que el buque se alejaba*
Pero sü goÉo no fué de mucha duracioní poco
liempo se habia pasado cuando se anuncio la
llegada' de otro gobernador; O'Reily llegaba ala
cabeza de cuatromil quinientos hombres. Era una
fuerza contra la cuál nada podía la débil colonia.
En vez de combatir, querían espatriarse, y La-
freniere, con otros dos diputados escogidos por
^1 pueblo, espuso á O'Relly los deseos de los co-
lonos, que pedían el término de dos años para
efectuar su retiro del territorio. Pero O'Relíy
manifestó desde su llegada tantos deseos de ha-
cer á los colonos franceses agradable el gobier-
no español, que todos
*
los ánimos se tranquiliza-
ron: al día después de su llegada, la bandera es-
pañola fue colocada sin resistencia ninguna don-
de hasta entonces había flotado ía bandera blan-
ca, y luego se instaló el gobernador con toda la
pompa de un príncipe. Tenia su trono, sus
guardias de corps, y sus audiencias como un so-
berano.
Una vez que hubo establecido su poder, cuan-
do ya no oyó junto á sí ningún murmullo; cuan-
do los que mas vivamente habían protestado
contra ia dominación española se hubieron so-
metido tranquilamente á sus leyes, entonces O'
kelly, que tenia á su disposición cuatro mil quí-
—414—
cíuinientos hombres, arrestó catorce de los prin-
¿íp?iles habitantes de la ciudad, p cuya cabeza
estaban Lafreniere y su yerno Noyaut. Un«> de
éstos fué asesinado en el momento en que quiso

arrojarse al encuentrode su muger; otros seis


fueron enviados á un calabozo de la Habana.
Únicamente dos de ellos fueron puestos en li-
bertad. Quedaban cinco que el gobernador con-
deno á muerte, en virtud de una ley de Alfonso
'XI, que castigaba de esta manera toda tentativa
'de revolución contrcwt-l rey (1).

r. [1] Cieem<>#qiie el autor se deja arrastrar dema


^|aí)p jjor.SiU espíritu de nacionalidad, al hablar de ia

historia de la Louisiana.

Puesto que hubo, según él mism«> confiesa, quien pro


testara contra el gobierno español, claro está que O'Re-
Hy se encontró con enemigos; no estraTiemos pues, M.
Mármier que se castigara á los revoltosos, puesto que
hablando él mismo de Bienrille, ha dicho que: En una
de esas rigurosas necesidades que obligan á los caracteres
mas generosos^ á tornar una cruel resolucíonj condenó á

muerte é uno de /<)iS,j^fe^<J-í;ís4'c.,vy, añadiré tnoa que

para lograr su prisión, convocó á todos los gefes indios

i quienes guardó luego prisioneros lo que creemos poco


Ipal. Al obrar así, no castigó S'enville á revoltosqs,
sino á indios que temía se rebelaran contra él. ¿Qué le

parece á M. Marmier de humanidad del gobernador


la

francés? Si se ha propuesto M. Marmier inculpar al


gobierno español de cruel en las colonias, le recordare-
mos que eche una ojeada sobre Santo Domingo y !»

Martinica. {Nota del traductor)


-^415—
La ciudad toda entera imploro elperdon de
su^s conciudadariQS, o al menos cjue se sus^e.n-

^ierjc^ la se.n|ei>eia y se permitiera apelar jál|i


'4eaíeí)(^ia,>i;^|i)?^..P'JEtelly ,fug, ,.inflexib^ No,
me cambió el suplicio, y en vez ^de
engaño;
^

ahorcar á los condenados, los fusilaron.


De modo que««ii Una de las estremidades die

nuestras posesiones americanas, una población


de siete mil almas, hombres, mugeres y niños,
había comprado con los^mas crueles dolores el

derecho de permanecer fi§| áj^i, S'.íanni^íc.y.^


el otro estremo, doce de los habitantes mas no-
bles y respetados de la Louisiana, expfaron con
la prisión ó con la muerte esa misma fidelidad.

Mientras se éncei^ráliá ei^ Ioá'éalabo2ó« def'l^


Habana á seis de esos infortunados, y mientras
Lafreniere y sus compañeros caian traspasados
por las balas de los soldados españoles, Lujs
XIV quizás,.^^ pa^f^lJi^.eg.JI^CJy C9q^,^us .(^^e^r
das, y el duque de Choiseul ^e pavoneaba en aw
salón de ministro.

Sin embargo, treinta y dos años mas tarde, ha


btendó la'España, por el tratado de San Ildefon-
so, vuelto la Louiíiana á la Francia, la colonia
recibió con entusiasmo al prefecto que habia si-
do mandado por Na[)oleon. Pero acaba apenas
éstelde recuperarla, cuando la cedid á los Esta-
dos Unidos por quince millones de pesos. Temia
que los ingleses se apoderaran de eila, y en vez
jde. esponerla a. s^s^a^mas, hizo de ella una bar
rera contra su ambición. "Esa unión de terri-

torio, decia él, fortalece para siempre la poten-


cia (le If^fliítft dos-unidos 5 y al cabo
de dar á la
Iriglatérrií it%a^. eherniga marítima, que larde d
temprano abajará su orgullo.''
Ei tiempo ha justificado ya esa predicción.
El porvenir, estoy seguro que acab ara de justifi-
carla. Pero, ¿no hemos pagado hien cara la sa
tisfaccion de fortalecer la ardierue rival de la In-

^laterraV Triste es contemplar las ricas llanu-


nas de Louisiana, y rfeícordar que tan rico país
la

nos ha pertenecido dos veces, y que dos veces


lo hemos abandonado; la primera vez, no sé por-

qué razón se hizo; la segunda, |)or quince millo-


nes de ¡)esos, que son una décima quinta parte
*d'e rítfé^ff^¥ »>rí*&upuestos anuales.

o J usa oh Ub xhlcy^ Í9 sLa^L oi/p óio^c^


^'J^ voj¿9 .iine

XVIII.
íitJf.íUO.

NUEVA-ORLEANS.
^^í¿f?^ííV til


Lo que nos t|ueda en América. Libertad de los negros en Gua- \¡*


dalupe y en la Martinica. Fuerza de absorvencia del genio
americano. — La refrigeración del globo y la de América. —El
puerto de Nueva-Orleans — Admirable situación comercial.

Progresos desde cuarenta años acá. —Interior de ciudad. la

Arrabales. — Población. — La calle del Canadá. — La Francia y la

América á pocos pasos de distancia. — Predominio comercial de


la poblacioh americana — El oementerio. — Carácter de loui- los

sianeses. — Los desafios. — Situación de negros. — Mercados ie


los

esclavos. — La madre y de
el^;^ije.«r7^L«r flivision América por la
'"^
"
la esclavitud. -

Es preciso lomar un Probablemente


partido.
para nosotros sé ha acabado para siempre la
herencia que nos habian preparado en el Nuevo-
Mundo nuestros antepasados. Hemos poseido
(nunca me cansaré de repetirlo) durante dos si-

glos, en el continente americano, el inmenso es-


pacio que desde el golfo del rio San Lorenzo se
—418—
estiende por los lagos del Norte
y por las orillas
defech>is de los ríos Ohio y Mississipí, hasta eí
golfo de México. Hemos tenido en el archipié-
lago columbiano las ricas
y hermosas tierras de
Sonto-Domingo, de Trinidad, la de Ta
la isla
bago, la de Granada, la de San Vicente,
la de
Santa Lucía, la de Monserrate, la de la
Domini-
ca, la de San Cristóbal,
y la de A ntigua.
De todos esos dominios descubiertos o' con-
quistados y poblados por nuestros
antepasados,
no nos quedan sobre el continente mas
que las
playas insalubres de Cayena, en Terra-Nova;
la
isla de San Pedro
y Miquelon, en las Antillas;
Guadalupe y la Martinica, que probabl emente se
nos escurrirán también de las manos algún
dia.
El gobierno provisional, por medio de uno
de
esos decretos que firmaba con tan lijera mano
en sus desvelos filantrópicos, éólóétí esas dos is-
las sobre una pendiente fatal, donde ya no nos
es posible detenerlas. Para libertará los
nebros,
arruino' á los blancos; tal fue su principio de fra-
ternidad. • Los criollos que habian comprado
cada uno de sus esclavos por tre s d cuatro mil
francos, debieron darles la libertad, mediante
una indemnización de cuatrocientos. Es verdad'
que los terrenos quedan en poder de los dueños
pero ya no saben como espíotarlos. Los negros,
para justificar la magnanimidad de sus bienhe-
chores, quieren gozar de la vida como todo un
hombre libre. No trabajan mas que cua.ndo
quieren, como quieren, con las condiciones que
—419—
ellos imponen, y según los precios que exijen
jH)r las labores á las cuales estaban souietidos
hace poco. Kl cultivo de azúcar se ha hecho ca-
si abandonan casi todas
imposible: los colonos
sus habitaciones. Durante mi navegación en-
contié un buque que llevaba una porción que
emigraban á los Estados-Unidos, donde iban en
busca de mejor suerte. Algún dia, los negros
no se contentarán con el salario que ganan. Con
las ideas de igualdad que les han predicado los
apostóles, se llegarán á indignar de su estado de
trabajadores mercenarios. También querrán ser
dueños de terrenos, y para tenerlos mas pronto,
se tos apropiarán. Todos los habitantes de Gua-
dalupe y de la Martinica con quienes he conver-
sado sobré este particular, preven que en ambas
islas llegará un di^ sangriento y terrible . para
tpdos sus habitantes. A menos de verificarse
allí upa enérgica represión, esas colonias se
perderán para nosotros como la de Santo ()o-
mingo. Pero quizás tendremos la satisfacción
de ver fundarse allí un nuevo reino de negros, y
de ver fabricar en Paris una corona y un cetro
para otro Faustino I.
,
que he hecho desde Quebec hasta
J&l. viaje
^aquí, ha sido una especie de viaje hecho al tra
vés de las ruinas de la antigua Francia. Por to
d?t3 íjia^ies se ven vestigios de una dominación
que ya no de un imperio mas grande que
existe;
el de Alejadro, cuyos despojos se han repartido

k)s americanos y los ingleses.


—420—.

Ün consuelo le queda é aquel á quien el re-

cuerdo de ío pasado ea esa íjirga íisplora-


aflije

Cion, y es. encontrar como un úítiino reflejo de


nuestra antigua potencia, la tradición de la Fran-
cia, viviendo aún en las ciudades y sobre las cos-
taiíque hemos ocupado en otro tiempo, y encon-
trar por todas partes masas de poblaciones que
han guardado piadosamente bajo otro régimen
gubernativo el amor de la patria lejana, de la
cual vinieron sus padres. He aquí lo que ipe
encantaba en el Canadá, y lo que mas agrada-
blemente me sorprendió aún en Nueva-Orleans,
porque me es[)eraba encontrar á los habitantes
de esta ciudad vitrificados ya con los hornos
americanos. Para haceros com])nínder mejor
t<idas mis aprensiones, debo haceros recordar
que entre las muchas cosas que admiran á los
viajeros en los Estados-Unidos, la mas admira-
ble de todas es sin duda la fuerza de absorven-
cia del genio Suponeos á un hábil
americano.
químico echando dentro de uno de sus crisoles
cinco ó seis ingredientes de diferente especie,
mezclándoles, pulverizándoles para estraer de
ellos la misma substancia, y tendréis una imá-
jen de la é intelectual que ajita
química moral
sin cesar el país. Lo que llamamos pueblo ame-
ricano, no es ma^ que una aglomeración de emi-
grados de diversas regiones y diferentes razas.
Las primeras vinieron de Inglaterra; las otras
de Alemania, de Irlanda, de Francia, de las mon-
tañas dó Suiza, de las orilias del Báltico, y en
fin (le todas las comarcas de Europa. Ksta aglo-
meración empezó por pequeños enjambres; ac-
tualmente hay ejércitos enteros de artesanos y
labradores, y millares de familias que se le reú-
nen todos los años.. Al poner los pies sobre el
territorio de los Estado-Unidos, llevan á él los

viajeros sus predilecciones particulares, sus cos-


tumbres nacionales, y también sus preocupacio-
nes. En su principio, les disgusta mucho el ca-

rácter americano, y sus costumbres les sor-


prenden muy . desagradablemente. Quieren se-
pararse de con sus compatriotas, y con-
él,' vivir

servar en esa tierra lejana las costumbres de su


país natal; y en su idioma materno declaran
enérgicamente que jamas serán americanos.
¡Vanos proyectos! ¡Inátiles protestas!

La atmósfera americana les rodea completa-


mente, y la acción que opera en ellos entibia to-
dos siís recuerdos, disuelve todas sus prevencio-
nes, y descompone su primitivo elemento. Insen-
siblemente y sin advertir las modificaciones que
obran en ellos, cambian de modo de pensar y de
existir, adoptan los usos y el idioma de los ame-
ricanos, y concluyen por absorverse en la masa
de la nación americana, asi como los arroyos de
losprados se pierden entre los rios que les lle-
van á confundirse con el Océano.
Cuántos honrados americanos, después de ha-
ber maldecido las rudas costumbres americanas
y echado de menos su guie, su gemuthliche ale-
mana, han acabado por calarse el sombrero á lo
36
y

—422—
yankee detras de las orejas, y presentarse tan
estirados como ellos con su- levita abrochada
hasta ía barba, desdeñando todas las reglas dé
ía civilización europea, y no hablapdo mas idio-
ma qne el de los negocios.
He ag^q'ijo ^cjiae nie temia yo encontrar en el
9^110. ^de, la población de Nueva-Orleans, y feliz-
mente me engañé. Desde los primeros dias de
mi llegada, me sentí admirado al ver la urbíini-
dadj viveza, y las costumbres' hospitalarias
la

de nuestros criollos del Sur, y me conmoví como


me habia conmovido hacia algunos meses, al en-
contrarme entre los hijos de nuestros antiguos
colonos de Québec y cíe Montreal.

^.ij^py ^i^jg rada ble jt?s pasaj^ días y semanas en


|3ilena campiña, d sobre las orillas del mar, sepa
rados del niundo, er? el recogimiento de sí mis-
mo, en medio de las armonías de la naturaleza,
frent-ejíj^l^S, gri^ndes obras,.jdpj lii preacion: yo
compadezco profundamente á aquellos que solo
^p han entregado á semejante retiro por un es-
c^§o de misantropía, o impulsados por los, ne-
gros vapores del sjjjeen. La nube que turba,
oscurece su pensamiento, no. les dejará tal vez
contemplar el brillante azul del cielo; la puerta
de oro que encier^'^^loA, brillantes ensueños, no
se abrirá (juizas para §u alma atormentada. Si
guardan en el fondo de su pecho un sentimiento
de odio o d»' envidia, no sabrán comprender las
suaves melodi^is de aguas y de los bp^qiies,
las

eterno canto de amor que se eleva continuamen-


te á Dios, con el. canto de la noche y con la em-
balsamada brisa matutina. La dicha se encueu
tra en estos lugares, al entrar en ellos inspirados
por una idea humilde y aj)acibie, asi como en
tramos en una iglesia para descansar en medio
del silencio solemne que en ella reina, ó para
sentir allí dilatarse el corazón al escuchar las
salmodias de un canto religioso, o al respirar los

perfumes que emanan de un altar.

Pero cuando volvemos á las ciuaatfés, senti-


mos la necesidad de volver á encontrar la bené-
vola mirada del hombre, y de escuchar sus afee-
tuosas palabras; y escepto algunas raras escep-
ciones de las cuáles conservo un buen recuerdo,
eso es que en vano he buscado en ías ciada
lo

des de los Estados- Unidos. Si yo he buscado


mal, no lo sé; es posible que semejante á un im-
paciente minero, me haya alejado con harta pre-
Sipitacion dé una cajm dé roca qué ocultaba úh
rico filón.Lo que si es cierto, es que en el Ca-
nadá y en Nueva Orleans, la vena simpática se
me ha aparecido al primer golpe, y que al teh-
der manos, no se han perdido eTnlé! espacio,
ntiis

sino que otras manos amistosas las han éstrecha-


db al instante. Si en las observaciones que he
hecho sobre las relaciones sociales de los am'éí^
ricanos, he sido injusto con ellos, disiniulen mis
'éirróres. Pero en verdad, después que he recor-
rido su país por tan diferentes partes; después
í[aé me he detenido con las nléjótes intenciones
en la mayor parte de sus ciudades, he formado
-424—
de una idea singular, que voy á exponeros por
él

medio de una comparación Ya sabéis que


.

BuíFon representa nuestro planeta como un glo-


bo candente, que habiéndose enfriado gradual-
mente en sus dos polos reunió todo el calor en
su centro. La confederación americana me pa-
rece precisamente como el reverso de este fenó-
meno; en sus dos estreñios, es decir, en las ori-
llas de San Lorenzo, y en la desembocadura del

Mississipí, ha conservado todo el calor de su


corazón; en su centro, está frió como laa frias

murallas del cabo Norte.


Gracias á Dios, he dejado ya esa zona refrige
rante, y saboreo el placer de vivir en medio de
UDí círculo de comerciantes y hombres de estu-
dios, á quienes ningún negocio impide que me
abandonen una parte de su tiempo, para servir-
me de guias en su ciudad. liplomaf ?sb

Ya puedo é mi vez serviros de cicerone, si es


que queréis recibir algunas nociones sobre la
metrdpoli de los Estados del Sur. Llámanla la
Orescent City^ á causa del Mississipí, que corre
junto á ella en semicírculo, como una creciente.
Por una parte estiende la ciudad sobre un es-
pacio de cinco millas, á lo largo del magnífico
rio, su canal y su puerto; por la otra, da á una
llanura de una estension de muchas leguas, que
invade poco á poco, y por medio de la cual lle-
gara hasta el lago Pontchartrain. Del lado del
rio tiene una faja de piedra de la altura de diez
á doce pies, á la que dan el nombre de la hvU»
—425-.
Es un medio de defensa contra el poderoso
Mississipí, que al esparcir la riqueza sobre sus
orilUs, las aterroriza con sus iuundaciones, y es
un muelle lleno de tiendas y almacenes de toda
especie; es la vasta arteria por la cual afluven,
circulan y se deslizan los géneros comerciales
de los dos hemisferios.
He visto, salvo el de Liverpool, los mas gran-
des puertos del Nuevo y del Antiguo Mundo,
después del maravilloso aspecto del Támesis
entre Blackwall y London-Bridge: nada conoz-
co tan animado y pintoresco como la creciente
de Nueva-Orleans, cubierta de una legión de va-
ppres jigatesco^, de una triple alineación de bu-
qu^§,,de un uumero infinito de barcas y chalu-
pas, y de porción de balsas que desde Pittsbourg
traen, montañas de carbón de tierra y de vapores
de remolque, arrastrando tras de sí los pesados
buques que vienen de las regiones lejanas. ¡Qué
ruido en la leme! ¡Qué movimiento hay allí tan
continuo! Hileras de carretones tirados por dos
conducidos por negros, y cargados
^trjBS miijas,
con los productos del Sur y del Norte, saltan de
V^é^??? ^^ '^^i^^"» sobre el camino que han atra-
l^e?«do si cesar, al través de los coches, de los
ómnibus y de, los transeúntes.
Latigazos, jura-
mentos de cocheros, gritos coléricos de los
los
pasantes á quienes un carruaje amenaza aplas-
tar, grujidos de ruedas y de ejes, todo esto
re-
suena á un mismo tiempo y en todos los tonos,
eq esa laboriosa jmjezcla,_ mientras que á pocos
—426—
pasos de allí, un grupo de mulatas ambulantes
ajitan sus castañuelas y hacen vibrar la guitar-
ra delante de un grupo de ociosos, sentados pe-
rezosamente bajo el toldo de un café.

La posición de Nueva-York, romo ciudad de


comercio, es por cierto admirable, pero la de
Nueva-Orleans tiene mas ventajas. Por el ca
nal y el ierro carril que la une al (ago de Pont-
chartrain, ésta última se comunica directamen-
te con la bahía de la Mobila, y con la costa de la
Florida; por diferentes hayons (1) de su rio, con
el Golfo de México, y por el curso superior del
mismo, estiende sus relaciones hasta los estre-
M^tnos del Norte y del Este de América. Al Mis-
íírissipí se reúnen por toda» partes pequeños ríos,
''/Jos cuales en su vasta estension, fornriáá^tift^fa-
j"»idío de ocho mil leguas de navegación. ' '
^

"*'
Nueva-York, Boston y Baltimore llevan á
Si
•^ jo lejos su actividad, Nueva-Orleans es el mer
cado de América. Allí mandan los propietarios
el azúcar y el algodón, y allí va la Europa á bus-
carlos. En el año último, sus importaciones del
'i t''interior de los Estados-Unidos, representaron el

valor de cien millones de pesos. Es imposible


calcular hasta qué suma podrán elevarse esas
importaciones cuando recuerda uno el desarro-
llo que deben tomar los Estados que le mandan

"^i) Llaiiikn hayon aun canal natural por el cual el

rio se reúne al mar.


—427—
sus productos, y cuando se reñexiotlrt Cjüé solo

el valle del Mississipí puede contener y alimen-


tar cien millones de habitantes.
En la época en 'qde^NapoléOn abandono este
terreno á la íederacíotl, ^ú población no pasaba
de ocho rnii áímas; ñc'tualmente tiene ciento cin-
cuenta mil. Los observadores dicen todos que
con el tiempo, Nueva-Orleans será la primera
ciudad comercial de los Estados-Unidos, y una
mundo entero. Los progre-
de las primeras del
sosque ha hecho en cuarenta años, y el movi-
miento que se nota en las diferentes regiones
americana^s, de ia cual es el depósito general,
hacen probables esos cálculos. Y es preciso ad-
vertir que estos progresos se han hecho á pesar
de una plaga periódica, terrible, la fiebre ama-
rilla, que, en otro tiempo y durante muchos me.-

ses, obligaba á la mitad de los habitantes á aban-

donar su morada, y que aún actualmente en ve-


rano, repele un gran número de ricos negocian-
tes. F^m el suelo ha hecho ya mas snlubre por
los trabajos que en él se han hecho, y por las
construcciones que se han erijido; la atmósfera

ha evaporado ya sus miasmas pestilenciales, y


se han modificado de tal modo tóá remedios hi-
giénicos, que sobre nueve casos de enfermedad,
pueden contarse con seguridad, nueve curas.
Antes sucedia precisamente todo lo contrario;
tiempo llegará sin duda en que esta plaga, ven-
cida por la intelijencia del hombre, en vez de
--428—
serán desastre regular, no será mas que uua
dés¿Vacia accidental parecida al colera. ,

Desde la levée se entra á la ciudad, de todoaii:

lados, por largas calles cortadas en ángulos rec-?


tíxs, p^ro que ijio tiet^prx^a i]^on^áfQna conformi-

dad de los cuadrados de ladrillos tjue preáentau


las deuias ciudades de los Eslados-Ujtiidos, A
cada pasó se encuentran casasr.ciíya estruQtura
recuerda las dé Francia d las de España, pórti-
cos con columnas, fachadas pintadas con bellos
colorfesi y elegantes balcones. Sin embargo^,
nih^¿*dri*rn()nuHiénto artístico decora esta rica ciq--
daif, á^o se^^ia Iglesia de San Patricio, cons-^
truUífa^sofVrfe e1 modelo de la catedral de Nuev^-,^
'

YótK' ^Hú^'' pri nci pa les edificios, son los estar


blefelttiiytftos de beneficencia, la Bolsa, V los es-
tahTé^rmft^titos donde sé prensa el algodon,.no-^
tabies'por sus enormes proporciones. Cada uno
de esos nmeniíbs- edificios recibe anüalnmente de
i

doí^eientas á doscientas cincuenta niil paca^


deali^odon, las cuales primero se colocan deba-
jo de unos cobertizos, luego se llevan bajo un
cúmdró^áépvííp&'^it^iie disminuyeosla volumen de
una tercera parte () de una mitad! Para ese al-
macenaje y ese trabajo de compresión, el em-
presario percibe medio peso, y alguna vez tres
cuartos de peso por*(}íiféfíi"íó qxié a] ¿abo del año
hace una suma muy ¿orisíderabíe. Conozco jin
comerciante que da veinte mil pesos al año por
el alquiler de una de e-tas prensas,'^ "pagados
todos bus gastos, jsaca aún una buena renta.
—429—
Sobre' éso¿ vastos edificias sécele ya una cupij-^
la, sostenida como luí jílel Panteón de Paris, por
un círculo de colamnas. Es el panteón de los
vivientes bastante ricos para pagar tre« o cuatro
pesos diarios por su cuarto y comida; es el hotel
de San Carlos, cuya construcción y amueblaje
han costado unos cuatro millones. Los cincela-
dos de su base de granito, y de su columnata,
pueden ser efectivamente para los americanos
adornos superfinos, pero necesitan en cambio
anchos espacios aquellos que van de una ciu.
dad que se instalan á veces en fa-
á otra y
milia en poicadas para las comidas que se sir-
ven á hora fi|a, y los cría,ío¿ gue com^^^^
á la primera vibración de utia carnpana, per-
miten al marido correr libremente^i sjWlit nego-
cios y dispensan á U mijger de lqi|jj,Cflj(|adQ.s

que ocasiona el vivir en casa propia. ,jy,^j


r^^^^ í^i.

Al rededor de Nueva-Orleans se estienden ar- i

rabales populosos y de un aspecto bastante


agreste, donde algunos ricos negociantes se h^nf;;
constraido allí hermosas habitaciones, ettd cenrt
tro de jardines ricos de flores. Poco á poco, '

esas hermosas inoradas irán estendiéndose s-o- <

bre el terreno que está actualmentcUeno de habi- |

taciones de maderaje una sencillez enteramente


campestre. De esos arrabales se pasa á una fe-
cunda campjña, en la cual se ven los ricos inge-
nios de azúcar, con sus casas de madera, para los
negros, y sus máquinas de vapor, y grandes cer-
cados biotan y crecen admirablemente ios árbo-
—asó-
lesde Europa, y las plantas'de los trópicos. La
verde encina enlaza sus hojas eternas con la flor
de las magnolias; la manzana de oro de ía« Hes
penden, la naranja dulce, y la naranja agria, es-
parcen allí sus perfumes todo el año; y la rosa
brota allí bajo las sombrías ramas del ciprés, co-

ma brota un pensamiento de esperanza bajo un


velo de luto.
Toda esta parte de la Louisiana llamada costa
esde una fertilidad bastante maravillosa. Si
bien los rayos del solía calientan con la fuerza,
bastante rocío la humedece para que su vegeta
cíon se desarrolla en todas las estaciones. Yo
he visto este pais en invierno, y se me ha pare-
cido como nuestras islas de Hieres, en los be-
llos dias del mes de Mayo.

La población de Nueva-Orleans se compone


de varios elementos distintos. TÜn primer lugar,
hay los criollos franceses, los españoles y los
americanos; es decir, todos los que han nacido
en el pais (1): síguenles los emigrados de las di-
ferentes comarcas, luego los hombres de color,

(1) El nombre de criollo constituye respecto de Jos


recien llegados, el título de indígeno, una especie
^ de
aristocracia que gustan de hacer meritoria. No sólo se
aplica á los hombres, sino hasta á los animales. "He
aquí un caballo criollo" dice el chalan: "un pollo
criollo" dice la gallinera; y el caballo y el pollo tienen
un valor particular por su cualidad de criollos.
—431—
y-á estos los negros, un numero inmen-
y por fin

so de marineros y negociantes, que inundan las


gratídes fandas-ylas pequeñas posadas, renc^'
vándosecontínua^iente.

Ur)a calle*^ancha adornada de árboles, que for


marian un lindo paseo si estuviera mejor cuida-
cfa, á laque llaman, calle del Canal, divide la
ciudad en dos partes; la una esta ocupada por
lósYrancesés, la btrá por los aníericanos. El
hereditario antagonismo de los gal os y anglo-sa-
jdnesV ha dado el ser á esta división. Reunidos
en mismo país, por las mismas leyes y los

mismos intereses, las dos razas no han podido


sin embargo mezclarse. Así como los europeos
y asiáticos guardan cada uno su nacionalidad
en las diferentes orillas del Bosforo; la guardan
también estas dos razas en los opuestos lados
de la calle del Canal, y al dejar uno para en-
golfarse en él *ótro, parece q úe 'sé eiUra en un
'

país enteramente diferente.


Cuando dejais uno de esos lados, en el que
solo oís la áspera lengua inglesa, entráis en otro
donde se oye tan solo el idioma francés, ó la so-

nora lengua de Castilla. El barrio americano


mas alegre, tiene anchas calles de una construc-
ción mas regular; el barrio europeo ofrece á los
ojps del estranjero ma^ variedad y mas movi-
miento- El/-aráGter distinto de las dos mitades
de la ciudad, se encuentra en el carácter de sus
habitantes, y en sus productos materiales. El
—432—
barrio americano, guarda, como an hijo fiel de
lo4 'Estados-Unidos, sus barroms con sus bote-
llas de wishey; el francés tiene sus alegres cafés

y sus restaurants. Si deseáis comprar un her-


moso mapa marino, 6 un libro de viaje inglés,
engolñ\os en la mitad inglesa; si necesitáis un
objeto de lujo ó de moda, dirijios á la mitad
francesa.
A pesar de esta separación, no han podido sin

embargo los dos pueblos vivir en una proximi-


dad tan inmediata, en un contacto tan frecuente»
sin que cada uno de los dos bandos comunicara
á su contrario una parte de su carácter. El
atrevimiento comercial de los americanos, ha
dado mas ardor á sus vecinos, y éstos han, en
cambio, modificado y animado las costumbres
de los frios habitantes del Norte.
Nueva-Orleans no ofrece el triste aspecto de
las demás ciudades de la república; tus habitan-
tes no creen que desde el primer dia del año
hasta San Silvestre, deben pasar todos los dias
detras de los cristales de su mostrador, como
los granos de arena en los arenales. Allí se
entregan á diversiones agradables, y pasan mu-
chas horas en alegres convites. "Allí se oyen
guitarras, cosa desconocida en Nueva- York y
en Filadelfia; bandadas de músicos ambulantes
por las calles, y por los cafés, y por la noche
una numerosa concurrencia asiste al teatro para
aplaudir un hermoso haudeville^ o la música de
*
Rossini.
-433-
Así viven el uno junto al otro, el» una pacífica
rivalidad, y en una equilibrada fuerza estas dos
poblaciones. Pero, si entrambas balanzas tie-
nen un mismo peso, ¿permanecerán siempre
conservando el mismo nivel? No me atrevo á
creerlo,y no temo por cierto por los americanos.
Su número jumenta todos los años, y su fortu-
na con él. Tienen á su disposición mayores ca-
pitales que los franceses, y son mas audaces en
sus empresas. Actualmente obligan ya al euro-
peo que está en relación con ellos, á aprender
?u idioma, mientras que no se dignan por su par-
te pronunciar una sola palabra del nuestro. Yo
temo que poco á poco, y con el apoyo que les
dan las grandes ciudades de los Estados-Unidos,
con el genio especulativo que les distingue, y
con su resolución de carácter, que por nada se
detiene, acabarán por conquistar toda la ciudad,
se colocarán al frente de todos los negocios» y
reducirán á sus pequeños rivales al comercio
por menor y en pequeño.
Después de haber ensayado describiros los
dos grandes barrios de Nueva-Orleans, creo que
no necesitareis que os esplique á cuál de los dos
ful á pasar. El hotel de San Luis, que me ha-
bían recomendado mucho, no existia ya por des-
gracia, y me vi obligado á buscar asilo en una
sombría posada, que contrasta singularmente
con los esplendores del palacio de San Carlos.
Pero al menos escapaba así á las rudas mesas
redondas americanas, y á los crudos beefsteaks
37
—434—
y tuve todos los goces gastrono'micos de un Gri-
inod de la Reyniere, al encontrar la buena sopa
casera, y la sencilla tajada de buey cocido con
legumbres.
Si bien es cierto que la posada en que me he

instalado, se parece por su sombría entrada a


una cárcel, y que el cuarto que me han dado co-
^

mo el mejor de la casa,- no tiene mas que dos'


sillas y una mesita que necesita puntales como
la de la criada Baucis; si el mosquitero que me
han dado para protejer mi sueño, está abierto
por todas partes para dar lugar á que los mos-
quitos me taladrencuerpo, en cambio, estoy
el

en el centro de nuestra antigua ciudad, entre su


pasado y su presente, entre la casa donde vivid
Bienville, y el cementerio donde descansan mu-
chos de sus sucesores.
El cementerio, colocado en medio de la ciu-
dad:, como los de Constantinopla, en
el centro de

la calle de San Luis, no lejos de


Bolsa y del la

Merchanis exckange, donde hormiguean los ajen


tes dü negocios, está tan completamente Heno,
que en breve deberán c >nstruir (»tro. Pero no
se necesita que un obrero piadoso como el del
Oldwortality repare allí con su cincel las sepul-

turas olvidadas. Esta morada de los muerto^


está cuidada con mucho esmero, sembrada de
arbustos, y adornada en muchas partes con guir-
naldas de flores. Vénse en ella tumbas de un gusn:
to muy severo, é inscripciones muy tiernas; dos
de ellas me han conmovido muy profundamente;
la primer^, es el grito de dolor de una madre:
¡Mi pobre hija! ¿Qué mas pudiera añadirse a
esta dolorosa esclamacion? La segunda es ari

monumento dedicado á una víctima de esa cos-


tumbre fatal que á tantas familias ha sumido en
el llanto. A. N. victima del honor, ala edad dé
24 años. Poco tiempo hace que en Nueva-Orlean^
lostlesafios se sucedían los unos á los otros á
cada instante. Y ¡qué desafios! Como según
lascostumbres del país el ofendido escogia las
armas, para aprovecharse de esta ventaja, res-
pondían á cualquiera palabra un poco desagra-
dable, con una bofetada, y al instante se batian,
no con pistolas, sino con carabinas, á treinta d
cuarenta pasos de distancia y ¿debo decirlo? En
esos fatales momentos era prudente no mostrar-
se generoso con sus enemigos. Me han contado
que un joven de un carácter tranquilo pero muy
hfehíí tirad >r al mismo tiempo, fué provocado

rñuchas veces, y en cada una de ellas se mostró


generoso con sus contrarios, sin querer quitar la
vida á ninguno de ellos. iJríb de sns amigos le
dijo: "Si continuáis tirando al aire, después de
haber recibido el tiro de vuestro contrario, nun-
ca dejareis de tener desafios. Es preciso ya que
cnia primera ocasión que Sé os presente, uséis
de vuestra habilidad; quizas dependen de vues-
tra resolución, vuestro porvenir y vuestra vida."
E! J&^n siguió el consejo dé áu amigo, tendió
á su adversario muerto en él acto, y desde aquel
momento fué respetado.
—436—
Para desterrar semejantes desordenes, el Es-
tado de Ja Louisiana publico ana ley que
priva
al duelista durante cinco años de su derecho de
ciudadano, le prohibe ejercer la abogacía
y otros
empleos públicos. Esta ley ha disminuido con-
siderablemente el número de desafios. Desgra-
ciadamente, al suprimir esta funesta costumbre,
no han subyugado la violencia de carácter de los
hombres del Sur, y mas de una disputa, en vez
de terminarse conduciendo al terreno á los dos
rivales, se termina en el acto, con un cachorrillo

ó con una sangría hecha con el hoioie knife, lla-


mado por americanos el Arkansas toothpick
los
(el monda-dientes del arkansas) un
monda-dientes
de Gargantua, una hoja de dos filos cortantes,
larga de un pié, y ancha de dos o tres pulgadas.
Tal es el lado malo de la naturaleza criolla,
fuerte y leal; ardiente en sus odios como en sus
amores; atrevida hasta el esceso,
y generosa
hasta la prodigalidad; hermosa y varonil natura-
leza, que reúne al tierno elemento de su origen
europeo y á la civilización, la impetuosidad
y
energía de la sangre meridional.
En el centro de esta población que se me apa-
mundo de los humanos, como un nue-
reció en el
vo poema empezado por Florian y concluido por
Byron, otra hay que ocupa á menudo mi pensa-
miento y mis miradas, y es la de los negros.
A despecho de los decretos de la santa Ingla-
terra, de las predicaciones de los misioneros
y
de los tratados diplomáticos de sus ministros,
—437—
rij€í aquí Ja esclavitud con toda su fuerza primi-
tiva, con mas rigor tal vez que en las colonias;
está reglamentada todavía según las antiguas
prescripciones del Código negro.
Según esta ley, el esclavo está enteramente
sometido á la voluntad de su amo, que puede
corregirle y castigarle, pero no, según dice el
artículo 173 del código civil de la Louisiana,
hasta el punto de mutilarlo, o' esponerlo á un pe-
ligro de muerte.
Escepto sü peculium^ nada puede poseer, y na-
dappuedé legar. Todo lo que haya podido ad-
quirir pertenece á su amo.
No puede ejercer ningún empleo público, ni
llenar el cargo de tutor d curador, ni ser admi-
tido como testigo en ninguna causa civil ó cri-
minal, ni presentarse en nii^gun caso ante los tri-
bunales como parte querellante d defensora.
(Art. 177).
No puede casarse sin
permiso de su amo.
el

Los una madre esclava, casada


hijos nacidos de
d no, caen bajo el yugo de la esclavitud.
Si un amo desea libertar á su esclavo, está
•obligado á declararlo al juez de su distrito. Es-
ta'declaracion se publica durante cuarenta dias.
Si pasado este término no ha suscitado ninguna
oposición, el esclavo puede ser libre. Pero el
amo responde de su buena conducta.
También responde de los delitos que comete
el esclavo que está á su servicio, y está también
obligado á pagar todos los perjuicios que pudie-
—338—
m ocasionar en otra propiedad. En un caso se-
mejante, embargo, cesa toda su responsabi-
sin

íidad entregando al culpable á la persona perju-


dicada, la cual hace vender el esclavo en el mer
cado, se cobra la indemnización que le correspon-
de, y entrega lo restante al amo del delincuente.

Por fin, el ocídigo louisianés asemeja al escla-

vo á los animales. Hay casos de restitución en


la venta de los esclavos, dice, como en la venta
de los ñutos, de los terrenos y de los animales.
(Art. 2501), Estos casos respecto de los escla-
vos son de dos especies, físicos y morales. En
primer lugar, se tendrá el derecho de exijir la
acumuiaciou de una venta, si después de la com-
pra, se reconoce que el esclavo está atacado de
lepra,que está loco, o que padece la epilepsia.
En segundo lugar, si ha cometido un crimen ca-
pital, si es inclinado al robo, o' á la deserción.
Pí^ra probar este último vicio, bastará con que
en un mes, se escape de la casa de su amo tres
veces.
Tal estado de los negros en la mitad de la
es, el

república americana y para sujetarles á e,sta


esclavitud, no van á buscarles haciendo muchos
gastos sobre las costas de Guinea, al través de
Jos cruceros ingleses, no; la América tiene su
criadero de negros. Los Estados de Kentucky,
de Maryland y de Virginia, les hacen pulular
abundantemente, y les crian como se crian los
potros en las llanuras de Normandia. De allí

les llevan como cualquiera otro artículo á llueva


—439—
Orieans, entregados á un 6^pécala<lQr, d yeqdlr
dos en el mercado. Cada dia puede leerse en
los periódicos de esia ciudad, anuncios como este

"El abajo firmado acaba de llegar de Mary-


l^ncj^, ó (1^ Virginia, con un convoy de negros,
entre los. cuales hay buenos cocineros, escelen—
tes lavanderas y artesanos. Durante la estación
recibirá ademas diferentes convoyes." (Sigue á
esto el nombre y habitación del mercader, con
todas sus letras.

Otraí}yeceSr4 causa 4e, un deceso de una


o'

bancarrota, el comisario-tasador anuncia él mis-

mo que los negros de tal d cual propiedad, serán


.vendidos en almoneda, en una denlas sálá^ áe^ja
Bolsa. En una lista publica su nombre,' su edad,
y hay alguno que posea un talento particular,
si

^no olvida el anuncio. Los compradores y los cu-


riosos van allí, y los negros son examinados de
los pies á la cabeza, tanteados como los caballos

en un feria, y á la menor falta de conformación,


á la mas lijera señal de enfermedad, bien prorito
^^^son rebajados de precio. El mercader esperimen-
,., tado, pasa como un acechador por esta reunión
de esclavos silenciosos, separando con una mira-
da d con un ge;:to, lo bueno de lo malo. El ne-
gro, fuerte y robusto, tiene en su cambio de cau-
tiverio, la satisfacción de dar movimiento al mer-

cado. El que ha sido víctima*de un accidente,


—440-^
d que ha visto disminuir sus miembros bajol%;;
fuerza de la fiebre, sufre la humillación de ver-
se desdeñado, rechazado, (íomj)rado, revendido,
y vuelto á vender aun al precio nías ínfinio.
Las gentes del país dicen que u,nOj^ ^costiURT..
bra pronto á estos debates. El corazón del honíi-
bre está hecho de tal manera, que no se endu-
rece según las emociones que le han afectado
peniblemenie; un dia está blando y sueve como
una perla de rocío; otro dia duro como el hielo.
Temiendo que el mió se acostumbrara como los
demás á esa venta de seres humanos, después
de haber pasado algunos instantes en el merca-
dOj salí de allí, y no quise volver á él.
Había iillí una infeliz madre, joven adn, que
tefnria- de ia mano á su hijo,* del cual probable-
mente ihüáse^ seguida/ pues podia muy bien
su'ceder que el que la cofiij>rara á ella, para na-
da quisiera á su hgo. Por su talle elegante^
robusto, por su cara que respiraba unii salud
completa y mas regular que la de las demás ne-
gras, llamaba la atención de los espectadores.
Una vez que la hubieron puesto precio, un hom-
bre del campo se le acercó, y le puso brtfSCÉÍi^'
mente la mano sobre las espaldas. Todo su
cuerpo se estremeció, r-omo si se hubiese senti-
d'd animada por la mas profunda colera, y sus
ojos negros despidieróri chisjms; luego, cüWíO ^
en aquel mismo instahte se hubiese acordado de
su situación, inclinó la cabeza silenciosamente,
y dejó que el especulador contemplara á su sU-
bor sus blancos dientes y negras pasas. Solo de
cuando en cuando fijaba los ojos en su hijo, co-
mo para atraer sobre él la compasión del merca-
der. Jamas podré olvidar la impresiorr de sus
miradas, y de su fisonomía taa triste y resig-
nada.
Al alejarme de allí, parecióme que acabal)a
de ver la miseria de Agar y de Ismael; empero
ningún ángel debía aparecerse á la pobre muger,
para indicarle el manantial de agua fresca en el
desierto de Beer Sebah.
La mayor parte de los negros vendidos en los
mercados, están destinados á los trabajos del
campo; otros entran como criados en casas par-
ticulares, y otros son objeto de un fructuoso cál-

culo. Un negro que no cuesta mas de mil pesos,


puede ser alquilado como criado de mano ó co-
cinero, al precio de doscientos cuarenta hasta,
doscientos ochenta pesos al año, cuya suma se
paga íntegra al amo, sin que el esclavo tenga
derecho para percibir un solo real; de modo, que
con un capital de seis mil pesosj» tiene, uno seis
capitales vivos que producen una renta bastante
agradable. Es cierto que esos capitales, some-
tidos á las pasiones y enfermedades de nuestra
frágil humanida i, pueden no e».tar siempre colo-
cados, d huir y herir gravemente el capital que
en ellos se ha empleado; y es cierto también que
estos capitales mueren. Pero ¿qué combina-
ción no se halla,eq la tierra espuesta á algunos
reveses?
Los negros que mas espuestos están á los su-
frimientos son los del campo/ Sií trabajo
es
rudo, y no ib es menos la mano del capataz
que
les acompaña al campo provisto de su látigo.
Los mas dichosos son que sirven de criados
los
en las casas párticulafes. Muchos hay de estos
últimos que apenas sientienlas cadenas de la es-
clavitud; se casan alegres, ven á sus hijos crecer
junto á los hijos de sus amos, viven por decirlo
así en la comunidad de la familia á la |ue perte-
necen, y se pegan á ella de tal modo, que ningu>
na oferta de libertad les determinaria §l sepa-
rarse de ellos. ^54^5i<iB«pta fii ejb B^hi ^n

A pesar de mis ideas respecto délos negros,


ideas que algunos calificarán de sentimentales,
reconozco que si la esclavitud es un mal, es en
el actual estado de las cosas, un mal inevitable!
Noi íes posible tratar de cultivar las ardientes
tierras del Sur sin ios negros; ni el algodón qué
exije un trabajo muy asiduo, ni la caña dulce/
que en la Louisiana debe renovarse todos los
anos. Un negro representa, por la suma que ha
costadO; un interés anual de cuarenta á cuarenta
y cinco pesos. Su amo le debe el vestido y el
alimento. A este precio, nunca se encontrarían
obreros libres. Suponiendo empero que se aú*
mente el precio del algodón y del azúcar, y que
puedan emplearse en el cultivo de estas dos
plantas, ciertas maniobras que debieran pagarse
muy caras, no es posible que pueda libertarse
de un solo golpe á tres millones de individuos,
cuyas pasiones estallarían sin duda en medio de
la embriaguez de su libertad, y en medio de una
sociedad que hasta entonces y durante tanto
tiempo les hubiera contenido. En fin, debe pen-
sarse en que los negros son una propiedad ad-
querida en virtud de las leyes, y que á menos de
confiscarla de un solo rasgo, y de arruinar com-
pletamente á los que han puesto en ella toda su
fortuna, pues no se nccesitarian menos de tres
millares para reembolsar integralmente á los que
tuvieren derecho de esta propiedad.

Los Estados del Norte tratan muy holgada-


mente de la idea de la emancipación. Por la
naturaleza de su suelo y de su clima no necesi-
taban de la esclavitud, y adejaias, en sus domi-
nios habia un escaso número de negros. Los
Estados del Sur y del Oeste, se hallan como se
vé, en una posición completamente diferente.
Añadiré á esto, que los Estados del Norte, no
tienen el derecho de envanecerse de la libertad
que dieron á los negros, pues como ya lo he di-
cho antes, solo les han dotado de una libertad
ignominiosa, pues les tienen como ilotas, some-
tidos á los mas bajos quehaceres, y hacen pe
sar sobre ellos un sello de reprobación como
parias.

Pero la cuestión de la esclavitud pasa sobre


la confederación como una nube cargada de tem-
pestades. América en dos regiones, y
Divide la

miembros del congreso y


á los. escritores, á los
al pueblo, en dos bandos. Ninguno de los dos
—444—
partidos pueden discutir con calníia sobre este
asuato.. Al oir solo el noníibre de esclavitud ó
abolición, itifláiii|^i)$e los fspíritus desde las ori-
llas del Hudson, hasta de Mississipí, y Iqs
las
Júpiter de la prensa (> reparan sus rayos.
ültimantienle se vid en el venerable senado ele

Washington una escena, que demuestra cuan


peligroso es tocar esta materia. Habiendo ])ro-
puesto uno de los senadores que se admitiera en
la asamblea al padre Mateo, el predicador de las

sociedades de temperancia, levantóse otro inme-


diatamente, declarando que se oponia, á tal emo-
ción puesto que padre Mateo habia dicho en
el

una reunión pública, que profesaba principios abo-


lucionistas. Motilo una viva y violenta discu-
sión, eu la cual se dirijian ambas partes amar-
gas, invectivas y rudas amenazas. Uno de los
senadores dijo que si podia, espulsaria de los
Estados-Unidos á todos los abolicionistas, indí-
genas o estranjeros. Otro añadid que los abo-
licionistas causarian la ruptura de la Union, y
no íué esta la primera vez que semejantes pala-

bras han resonado en la asamblea.

¡Ruptura de la Union! Tal es en efecto el

peligro que amenaza la república americana.


Cuando las dos mitades de esta inmensa co-
marca habrán adquirido mas desarrollo, cuando
cada una de ellas será bastante fuerte para no
necesitar de los socorros de la otra, la convic-
ción de su poder hará mas delicada su suscep-
tibilidad, y rechazará colérica lo que tolera hoy
—445-
con trabajo. Una circunstancia fortuita hará
estallar las animosidades harto tiempo com-
primidas, y la esclavitud será quizás el hilo
por donde se romperá la barra de acero dft los

£»tado8-Unido3.

FIN DEL TOMO PRIMERO


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DE LAS

Materias contenidas en este temo.

CAPÍ rULO I.— Partida.— La capilla de Honfleur.— La ha-


bitación de un — Emigrados alemanes. — El entre-puen-
rey.
—El embajador fugitÍYo. — Un sermón y una escena de
te.

duelo. — Escenas marítimas. -Llegada á Nueva- York :'

CAPITULO IL— De Nueva-York á Albany.— El vapor.—


Aspdicto del Hudson. —Roberto Fulton. — Costumbres ame-
ricanas. —Fisonomía del yankee 4.
CAPITULO III.—De Albany á Montreal.- El camino de
hierro igualitario —Troy.— Un domingo en los Estados-
Unidos.—El canal de Whitehall. — Aspecto de la comarca.
^Las literas del vapor.—Whit«hall.»El lago Champlain. 6(^

—448—
CAPITULO IV.— MoNTREAL.—La Francia en el Canadá.- -

Recuerdos de lo pafladc—Tradrciones de famili».— Bmo-


• ciones gratas.— El valle y el paishje.-^Priucipiog de la co-
lonia francesa.~Las compañías de comercio y el clero.—
División de terrenos.— Derechos de señorío.— Guerras
con
los indios y con los ingleses.— Capitulación
de Moutreal.—
Abandono del Canadá.— Progreso de Montreal.— Pobláckm;
-^Movimiento de los partidos.— Literatura y poesía.— Una
canción á la Fuente Clara (jj.

CAPITULO V.— Los Iroqueses del salto de San luis.—


Poeiía primitiva.— Antiguos iroqueses.— Su valor orgullo.
y
— Costumbres actuales.— Pueblo de Caughnawaga. Mar-
conx el misionero. — Servicio religioso 127
CAPITULO VI.— QuEBEC.^EI curso del rio San Lorenzo, j
—El terraplén de Durhara.—Aspecto de, la ciudad.— Singu-
lares contrastes,— M. Duberger y M. By.— Primeros re-
cuerdos históricos.—Jacobo Quartier. — Cuestiones de eti-

mología.—Primeros ensayos de colonización. — Guerra y


—Heroísmo de desgracia. —
desastres. la de Quebec. ^Sitio

Wolf y Montealm. — Derrota de Francia en la


Canadá. el

Cercanías de Quebec. —'Cascadas de Montmorency. — Lite-


ratura.— Comercio*.-.. .... ,¿.- .., 139
CAPITULO VIL— San Jacinto.— El telégrafo electrice-
Movimiento en
industrial Canadá. — El colegio de San
el

Jacinto.—Los aldeanos. — Sus costumbres y su bienestar.


Naturaleza del suelo y del clima del Canadá. — Movimiento
revolucionario, —Ideas de anexión á Estados-Unidos. los

Inútiles proyectos .^... 181


CAPITULO VIII.— De Muntreal al Niágara.— El rio San
Lorenzo. — La China.—Atracción de la vida salvaje. — Los
viajeros canadianos. — Los bateleros del Ottawa. —Descenso
rápido del rio San Lorenzo. —Las Mil-Islas.—Kingston.— ^

Oswego.— Las cascadas de Geneseé. — Rochester 201


CAPITULO IX —En el Niágara.— La Caída americana y
la Herradura.—^La cascada.— Orillas del — rio. La Table
rock.— El puente suspendido. — La casa de an colono ale-

mán. — Leyenda de James Abbott .-.-.- S¿1*>

CAPITULO X.— De Büffalo a Nueva-York.— Los anti-

guos nombres en Atnérica.—rObiscryaciones de vlaje#-*S>i-


— ——

—449—
lencio en los wagones. — Respeto á las mugeres. Ca?!a a.

marido.— Sencillez de la construcción de los caminos de

hierro.— Sectas religiosas.— Los kuakeros tembladores.—


.Tuana Southcott, nuevo Mesías.— Proceso de brujería.—
de «Cristóbal Garduer.— Descuajo d la tierra.— >
Historia
Sufrimientos de loa coiónús.'. 235

CAPITULO XL—NüEVA-YoRK.— Impresión nocturna.—


Recuerdo de Suecia.— Imnenso progreso de Nueva-York.
— Lajiueva religión. — El Broadvvay. —Actividad general.
Los hacen otros pequeños.—rPeriódicofí y literatura.
rfoZ/ars

— —
El dinero en toda ocasión. ^Lo que vale un hombre.
Catalina Johnson contra James Reynolds. —
El dia de accio-

nes de gracias.— Bancarrotas gloriogas. —Nueva-York, refu-


gio peligroso. — Cortesía de policía con
la ciudadanos los

americanos. — Robos y estafas 2C1


CAPITULO XIL—FiLADELFiA.—Tres hombres notables.—
Tres tipos distintos.— Esté van Girard. — Su vida y su cole-
gio. — El penitenciario. — Las pretensiones de Filadelfia... SSf)
CAPITULO Xin.—VTASHur OTÓN.— Fundación de la ciudad.
— Su plan primitivo. — Su aspecto. —Longitud y denomina-
ción de las calles. —Estado de negros.— Cuestión sobre
los

la esclavitud.— Sesiones del congreso. —Lucha de par- lo.s

tidos.— Wihgs, demócratas, locofoco. — El capitolio. — Corte


de —Parlamento, —Biblioteca. — Movimiento
justicia. aristo-

crático de los Estados-Unidos. — públicos de Was-


Edifrci:os

hington. — El Patent-office. — Las reliquias americanas. —Ter-


tuliadel presidente. — Estraña reunión. — Una no«he en una
posada HOIi

CAPITULO XIV. — Montañas y ríos. — Paisaje de invierno.


— Hasper-Ferry. —La sombría figura de los americanos y
— El stage. — Loa vapores del Oeste.
su bienestar material.
El Monongahela.—Washington y — Duquesne.el castillo.

Pittsbourg. 329
CAPITULO XV.— El Oeste.—Los bateleros canadianos) "

primeros esploradores de esta región. — Daniel Boom, pri-

mer colono de Kentucky. — Su vida y su muerte. —Recien-


tes progresos de los Estados del Oeste. — Las barbes (lan-
chones) de 1815. —Las ciudades actuales 345
CAPITULO XVL— El Ohío y el Mississxpi.— La unión del
— "

—450—
Monongahelay AHeghani.— El espléndido John Hancock
del
—Autoridad de los inspectores
de los vapores.— Peligros
de la navegación por los rios.— El Ohio— El Mississipí.—
imagen de la Antigua América.— Interior del vapor.— Se-
ñoras y gentlemán. — Carácter solemne de las orillas del
M ssissipí.— Diversas zonas agrícolas. — Industria del algo-
don —Fábricas de Lovvell 357
CAPITULO XVII. — La Louisiana. — Las tribus indígenas.—
Primera espedicion europea.— Hernández de Soto.— La
fuente de jouvence. — Esploracion funesta.— Muerte de So-
to.— Martirologio de los grandes viajeros.— Alvarado.—
Descubrimientos del Mississipí.— El padre Marquette.—
Roberto Lasalle.— Tonti, el de la mano de hierro.— Viaje
del rio San Lorenzo al golfo de México.— Primera colonia
francesa en la Louisiana — Asesinato de Lasalle. —Asesinato
de nuestros soldados. — Iberville. — Su hermano Bierville le

succedió en el mando de colonia. — Lamotte Cardillac—


la

Espedicion de Bienville contra los natchez.— Combates


contra los indios. — Destrucción de los —El padre
Natchez.
Montigny. —Progresos de la —Emigración de los
colonia.
Acadianos. — La Louisiana abandonada á España. — Cruel-
dades de O'Reilly 379
CAPITULO XVIII.—Nueva-Orleans.— Lo que nos queda
en America. — Libertad de negros en Guadalupe y en
los la

—Fuerza de absorvencia del genio americano.


la Martinica.

—La refrigeración del globo y ía de América. —El puerto


de Nueva-Orleans.-' Admirable situación comercial. — Pro-
gresos desde cuarenta años acá. —Interior de ciudad. la

Arrabales. — Población. — La del Canal. —La Francia-


calle

y la América á pocos pasos de — Predominio co-


distancia.

mercial de población americana. — El cementerio. — Ca-


la

rácter de loslouisianeses. — Los desafios.-*-Situacion de los

negros. — Mercados de esclavos. — La madre y — La el hijo;

división de la América por la esclavitud 417


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