Maupassant, Guy de - Aparicion

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GUY DE MAUPASSANT

APARICIÓN

Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de


una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual
tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se


levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda


mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura,
y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha que-
dado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible
temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una es-
pecie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los rui-
dos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos
que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco'
de huir. Por las noches tengo miedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo
ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta
y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios.
Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu,: me trastornó de una forma


tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he
contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo
donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas
las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por su-
puesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura.
Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran.
He aquí los hechos desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.

Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí


reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un
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movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se


me echó a los brazos

Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años
que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo.
Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agota-
do. Comprendió mi
sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.

Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella


en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad so-
brehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente
de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.

Él había abandonado su quinta el mismo día del entierro, y había acudido


a vivir a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, car-
comido por el dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.

-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte


que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi quinta, al secreter de mi
habitación, de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemen-
te. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado
porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En
cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa.

»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la lla-
ve de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que
te abrirá la quinta.

»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.

Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para
mí, su quinta se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una
hora a caballo.

A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos jun-


tos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que le disculpara; el
pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella habitación,
donde yacía su felicidad, le trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto
singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera libra-
do un misterioso combate.

Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy
sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerra-
dos en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave.
Añadió:

-No necesito suplicarte que no los mires.


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Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamen-


te. Balbuceó:

-Perdóname, sufro demasiado.

Y se echó a llorar.

Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión.

Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escu-
chando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi
bota.

Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los ár-
boles me acariciaban el rostro; y a veces atrapaba una hoja con los dien-
tes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos
llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcan-
zable, una especie de embriaguez de fuerza.

Al acercarme a la quinta busqué en el bolsillo la carta que llevaba para


el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello
me irritó de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin
cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría una sensibi-
lidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse cuen-
ta de ello, turbado como estaba.

La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y po-


drida, se mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los cami-
nos; no se distinguían los arriates del césped.

Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una
puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué
la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba
abajo se metió el papel en el bolsillo y dijo:

-¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?

Respondí bruscamente:

-Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las ór-
denes de su amo; quiero entrar en la casa.

Pareció aterrado. Declaró:

-Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación?

Empecé a impacientarme.

-¿Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme?


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Balbuceó:

-No..., señor..., pero es que... es que no se ha abierto desde... desde... la


muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré... iré a ver si...

Le interrumpí colérico.

-¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque
aquí está la llave.

No supo qué decir.

-Entonces, señor, le indicaré el camino.

-Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted.

-Pero.... señor... sin embargo...

Esta vez me irrité realmente.

-Está bien, cállese, ¿quiere? 0 se las verá conmigo.

Lo aparté violentamente y entré en la casa.

Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupa-


ba aquel hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la esca-
lera, y reconocí la puerta indicada por mi amigo.

La abrí sin problemas y entré.

El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada.


Me detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habita-
ciones vacías y cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco,
mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza
en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus al-
mohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un codo o de una
cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella.

Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de
un armario, estaba entreabierta.

Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí;
pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude
hacerlos ceder.

Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante


aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbra-
do al final perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de con-
seguir más luz y me dirigí al secreter.
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Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a


rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer,
y me puse a buscarlos.

Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos
fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas.
No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado
alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto,
hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel.
Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor
hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que nece-
sitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso
suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos
metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadu-
ra de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera
huido de allí como un cobarde.

Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del si-
llón donde yo había estado sentado un segundo antes.

¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de
espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experi-
mentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se
siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, ca-
bría decir que todo el interior de uno se desmorona.

No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor


a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el
resto de mi vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenatura-
les.

¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero


habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios.
No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la
razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía;
pero aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo
de mi oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una
actitud honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera
quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde,
porque les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada.
Tenía miedo.

-¡Oh, señor! -me dijo-. ¡Podéis hacerme un gran servicio!

Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un


ruido vago brotó de mi garganta.

-¿Querréis? -insistió-. Podéis salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Su-


fro, ¡oh, sí, sufro!
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Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.

-¿Querréis?

Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.

Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró

-Peinadme, ¡oh!, peinadme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mi-


rad mi cabeza... Cómo sufro; ¡cuanto me duelen los cabellos!

Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban


por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo.

¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel
peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi
piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes?
No lo sé.

Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso


en ella.

La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la


anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella
suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz.

De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por


la puerta que había observado que estaba entreabierta.

Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que


se produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé final-
mente los sentidos; corrí a la ventana y rornpí las contraventanas con un
furioso golpe.

Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se
había ido. La hallé cerrada e infranqueable.

Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico


de las batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto
secreter; atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la esca-
lera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi
caballo a diez pasos de mí, lo monté de un salto y partí al galope.

No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar


la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré
para reflexionar.

Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido


juguete de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas
incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del ce-
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rebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo so-
brenatural.

E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me


acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho.
¡Mi dormán estaba lleno de largos cabellos femeninos que se habían en-
redado en los botones!

Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de
los dedos.

Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasia-


do trastornado Para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además , de-
seaba reflexionar a fondo lo que debía decirle.

Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se


informó sobre mi. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que
había sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.

Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto


a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había
vuelto.

Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No re-
apareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas par-
tes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.

Se efectuó una visita minuciosa a la quinta abandonada. No se descubrió


nada sospechoso allí.

Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.

La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron


abandonadas.

Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé


nada más.

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