Maupassant, Guy de - Aparicion
Maupassant, Guy de - Aparicion
Maupassant, Guy de - Aparicion
APARICIÓN
¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo
ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta
y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios.
Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.
Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por su-
puesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura.
Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran.
He aquí los hechos desnudos.
Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años
que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo.
Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agota-
do. Comprendió mi
sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.
»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la lla-
ve de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que
te abrirá la quinta.
Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para
mí, su quinta se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una
hora a caballo.
Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy
sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerra-
dos en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave.
Añadió:
Y se echó a llorar.
Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escu-
chando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi
bota.
Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los ár-
boles me acariciaban el rostro; y a veces atrapaba una hoja con los dien-
tes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos
llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcan-
zable, una especie de embriaguez de fuerza.
Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una
puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué
la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba
abajo se metió el papel en el bolsillo y dijo:
Respondí bruscamente:
-Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las ór-
denes de su amo; quiero entrar en la casa.
Empecé a impacientarme.
Balbuceó:
Le interrumpí colérico.
-¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque
aquí está la llave.
Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de
un armario, estaba entreabierta.
Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí;
pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude
hacerlos ceder.
Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos
fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas.
No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado
alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto,
hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel.
Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor
hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que nece-
sitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso
suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos
metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadu-
ra de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera
huido de allí como un cobarde.
Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del si-
llón donde yo había estado sentado un segundo antes.
¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de
espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experi-
mentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se
siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, ca-
bría decir que todo el interior de uno se desmorona.
-¿Querréis?
¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel
peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi
piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes?
No lo sé.
Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se
había ido. La hallé cerrada e infranqueable.
rebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo so-
brenatural.
Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de
los dedos.
Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No re-
apareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas par-
tes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.
Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.