Los Demonios Del Mar - Jose Javier Esparza Torres
Los Demonios Del Mar - Jose Javier Esparza Torres
Los Demonios Del Mar - Jose Javier Esparza Torres
cuando los vikingos atacaron por primera vez las costas de España.
Año 844, los vikingos atacan las costas de España. Después de haber
sometido Irlanda y media Inglaterra, asolar Francia y sojuzgar nada menos
que Paris y Nantes, los normandos desembarcan en la Torre de Hercules, en
La Coruña. En tierras gallegas serán derrotados por las huestes del reino de
Asturias. Pasarán después a sangre y fuego Lisboa, Cádiz y Sevilla, pero
también aquí terminarán vencidos por los ejércitos del emir Abderraman.
Todo ello en un tiempo en el que crecían los grandes monumentos en las
faldas del Naranco, avanzaba la repoblación de Castilla, los cristianos
intentaban la reconquista de León y el emirato de Córdoba vivía turbias
intrigas políticas. En esta nueva novela, José Javier Esparza aborda este
episodio fascinante de nuestra historia con una prosa tan bella como épica y
desde el mayor rigor histórico. Una autentica recreación de la España
altomedieval.
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José Javier Esparza Torres
ePub r1.0
NoTanMalo 15.08.16
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Título original: Los demonios del mar
José Javier Esparza Torres, 2016
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Para Aurora, al pie de Santa María del Naranco.
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«Ramiro reinó siete años. Fue Vara de la Justicia. A los ladrones les sacó
los ojos. A los magos castigó con el fuego, y exterminó con extrema
celeridad a todo género de tiranos. Primeramente venció a Nepociano en el
puente del Narcea, y así alcanzó el reino. En aquel tiempo los normandos
vinieron por primera vez a Asturias».
CRÓNICA ALBELDENSE, 881 A. D.
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PRÓLOGO
A
ño 844 de Nuestro Señor, año 882 de la era hispánica, año 230 de la Hégira.
Ciñen la corona Ramiro I en Oviedo y Abderramán II en Córdoba. El reino de
Asturias está en paz. Ramiro ha consolidado el trono después de vencer, dos años
atrás, en la guerra que le opuso a la facción del magnate Nepociano. Ahora este yace
cautivo y ciego, los musulmanes parecen enredados en sus propios problemas y el rey
cristiano puede entregarse a su sueño: la incorporación de nuevos territorios a la cruz.
No solo crece la repoblación en Castilla, sino que Ramiro, audaz, ha ordenado
recuperar la ciudad muerta de León. Como máxima expresión de la pujanza de
Asturias, en la falda del monte Naranco ha empezado a elevarse un espléndido
conjunto regio: palacios, pretorios, iglesias, torres… No hay más nubes en el cielo
que la torva actividad de las bandas criminales que azotan el reino. ¿Quiénes son?
¿Por qué matan y roban de semejante manera? ¿Cómo han podido extenderse por
todas partes, hasta el punto de hacer que la corona se tambalee? Es como si el
infierno hubiera abierto una puerta para que por ella escape, desatado, el señor del
mal. Ramiro, la Vara de la Justicia, está resuelto a aplastar a las hordas de cuatreros y
ladrones. Pero entonces aparecieron los normandos.
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ISLA DE NOIRMOUTIER
Primavera de 844
A
las plegadas y garras escondidas. Medio centenar de dragones duerme en las
playas de la isla de Her. Quizá la estridencia de las aves marinas les impide
conciliar el sueño. El aire huele a sal y a pescado. Las aguas del Atlántico, bravas mar
adentro, vienen aquí a remansarse para acariciar con sus rizos blancos las dunas y,
casi dulces, morir en las anchas marismas. Las naves normandas descansan sus
vientres en la arena. Así, dormidas, nadie adivinaría en ellas un mensaje de muerte.
Pero sí: son dragones.
Aquí, a esta isla frente a la boca del Loira, cinco leguas de tierra alargada como
una serpiente, vino el santo gascón Filiberto a fundar un monasterio en el año 674 de
Nuestro Señor. Filiberto rezó, predicó y gobernó: emplazó grandes salinas e hizo
construir diques frente al mar. Cuando se marchó, aquello era un paraíso. Durante
muchos años la isla fue un lugar excelso para vivir y morir. Pero un día del año 830 la
catástrofe se abatió sobre la pequeña comunidad de Her: llegaron los normandos. Los
demonios del mar atacaron la isla porque ofrecía una excelente base para penetrar,
Loira arriba, en el rico reino de los francos. Fallaron en la primera ocasión. Volvieron
dos veces más. La tercera, en septiembre de 835, fue la definitiva. La isla ardió por
entero. El viejo monasterio de Her quedó completamente calcinado. Los grises muros
se volvieron negros. Tan negros que el pueblo empezó a llamar al lugar isla de
Nermouster: la isla del negro monasterio. Noirmoutier terminarán llamándola los
francos.
—Desde entonces tienen los míos una base permanente en esta isla —suspira
Ragnar Haraldson con un deje de nostalgia mientras, remo en mano, ve acercarse la
playa de Her—. Aquí ha pasado largas temporadas nada menos que el mismísimo rey
de los daneses, el gran Horik. Un hombre grande. Aunque no siempre me llevé bien
con él.
—¿Por eso te desterraron los tuyos? —Escupe Piniolo con una mueca siniestra,
atareado con su remo a su vez—. ¿Porque no te llevabas bien con el tal Horik?
—Por eso —asiente Ragnar—. Horik se da ínfulas de gran señor. Le gusta
sentirse igual a los grandes emperadores. Trató por todos los medios de negociar con
Ludovico Pío, el rey de los francos. Para mi desdicha, eso sucedió mientras yo
andaba saqueando tierras francas. Horik se enteró de que le estaba aguando la fiesta y
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me condenó a muerte. Como yo era hombre libre, la pena se me conmutó por el
destierro. Eso fue lo que pasó.
—¿Siempre te las arreglas para escapar? —masculla Piniolo—. ¿Cómo en
Cornellana o en Oviedo?
El vikingo ríe sin ganas. Porque Ragnar Haraldson, en efecto, siempre se las
arregla para escapar. Pero también Piniolo. Esos dos hombres que ahora reman sobre
un frágil bote rumbo a la isla de Her, el danés y el español, tienen eso en común. Eso
y la derrota que pesa en sus espaldas: la derrota de Cornellana. Pero ahora todo va a
cambiar. Ahora Ragnar y Piniolo tienen un plan.
—¿Estás seguro de que tus amigos comprarán la idea? —rezonga Piniolo—.
¿Estás seguro de que no nos matarán en cuanto asomes tu cabeza por esas barracas?
—No. No estoy seguro. Pero algo me dice que me escucharán.
El asentamiento vikingo de la isla de Her, la isla del monasterio negro, dibuja
poco a poco sus perfiles a medida que la barca vence el estrecho brazo de mar. Los
normandos han ido a colocar sus casas y cabañas en el norte del islote, un breve cerro
rocoso al que sería exagerado llamar peñón, pero que parece lo único sólido en este
paisaje de dunas y marismas. Ragnar y Piniolo ya pueden ver la silueta de los barcos,
esos dragones dormidos, la panza sobre la arena para preservar la salud de la madera.
Algún drakar exhibe sobre su lomo telas de colores y respira delgadas columnas de
humo. En su cubierta se agitan figuras que parecen muñecos. Son las pequeñas
bandas que han acudido al calor de las grandes empresas. Los hielos de Noruega y
Dinamarca los han escupido hacia el sur. En busca de botín, han venido aquí, a Her, a
Noirmoutier, para ponerse a las órdenes de Hastein, el gran dragón, el señor que
domina este poblado normando en medio del mar.
La barca de los visitantes besa la arena con un crujido de alivio. Ragnar y Piniolo
saltan al agua y empujan su esquife playa adentro. Final del viaje. Un mes atrás han
abandonado Laredo camuflados entre los pescadores del villorrio cántabro. Un barco
de lance les ha conducido a la Aquitania. Después, varios días de camino entre landas
y bosques hasta Commequiers. Tierra hostil y mil peligros. Bien es cierto que ellos
han sido el peligro mil uno en este pago asolado por los salteadores. En Olonne han
saqueado la alquería de una rica viña. En La Rochela han matado a cuatro mozos que
salieron a su encuentro, incautos, para desvalijarlos. En las marismas salinas de
Sallertaine hallaron finalmente a un clérigo que, bien aconsejado por un puñal en las
costillas, les procuró una embarcación para saltar a la isla. Esa misma barca que
ahora descansa, aún temerosa, como un ratón entre fieros dragones, sobre las arenas
ásperas de Her.
Una cuadrilla de desocupados se acerca a la inquietante pareja. Vienen hombres
armados y sin armar, mujeres armadas y sin armar, algún chiquillo que revolotea en
torno a la tropa. Ragnar no siente miedo: ha salido de los mismos fiordos que estos
normandos que ahora se asoman. Muchos años atrás tuvo que huir por piernas,
condenado por su propia gente, y así se convirtió en guerrero de fortuna. Ha
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combatido en las guerras de los francos. Ha combatido también en el reino cristiano
del norte. Ha prestado su brazo mercenario a la causa del usurpador Nepociano contra
el rey Ramiro. Fue así como conoció a Piniolo. El uno y el otro, Piniolo y Ragnar,
lograron escapar a la derrota de Cornellana. Después, la desdicha los hizo socios.
Piniolo sí siente miedo. O, más bien, alarma. Cabellos negros, gruesa barba negra,
ojos negros como el carbón, todo envuelto en un manto negro. Este no es uno de
ellos. Este no ha nacido en el vientre del dragón de los hielos. Este es un cristiano,
aunque sea un mal cristiano. Piniolo, señor de Peñamellera, antiguo conde de palacio,
destituido por el rey Ramiro bajo el infamante cargo de traición. Un mal paso: Piniolo
apostó por el caballero Nepociano, el usurpador que trató de hacerse con el trono de
Oviedo a la muerte de Alfonso el Casto, y perdió. Habría pagado con la vida de no
ser porque Ramiro, el monarca victorioso, temió ganarse la animadversión de los
otros nobles del reino. El rey se limitó a quitarle la mitad de sus tierras y la mayoría
de sus rentas. Vivo, sí, pero pobre. Una humillación que el hombre de negro no podrá
perdonar jamás. Pero ahora las tornas van a cambiar. En la mirada de Piniolo bailan,
con un brillo asesino, la ira, la venganza y la codicia. Él será quien abra el reino de
Asturias a la furia de los normandos. Él será quien abra la puerta del tesoro a los
demonios del mar. Y el rey Ramiro sabrá lo que es sufrir.
Piniolo y Ragnar lo han tramado todo. Ocurrió que el vencido Nepociano, en su
encierro, confió a Piniolo la existencia de un tesoro oculto en la Torre de Hércules, en
la isla del Faro, allá en la lejana Crunia. El propio usurpador se había cuidado de
sacar aquellas riquezas del palacio real de Oviedo para esconderlas aquí, en el
extremo del reino, donde la tierra se acaba. «Oro para hacer ricos de por vida a
trescientos hombres», le dijo. Así supo Piniolo de Peñamellera que su suerte podía
cambiar. Pero el terrateniente no podía hacerlo solo. Le hacía falta un socio, alguien
que le proporcionara hombres ávidos de botín. Por azar encontró a Ragnar Haraldson,
aquel mercenario fugitivo de largos bigotes rubios, y le propuso participar en el
juego. Ragnar no lo dudó: el normando desterrado necesitaba algo grande, algo
importante, algo que le permitiera volver a instalarse entre los suyos. Y si era con
riquezas, mejor. Desde ese día, el noble represaliado y el mercenario normando
formaron sociedad. Juntos han preparado este golpe. Por eso ahora están en la isla de
Her. ¿Trescientos hombres, decía Nepociano? Aquí hay más.
Los normandos se acercan a Ragnar y Piniolo. Ragnar adopta gesto de autoridad,
se atusa los bigotes y les habla en su lengua:
—Llevadme ante Hastein, hermanos —ordena con una sonrisa—. Este caballero
y yo deseamos saludarle en nombre de nuestro señor.
La cuadrilla de saqueadores acoge a Ragnar Haraldson sin prevenciones.
Reconocen a uno de los suyos. Intercambian apresuradamente palabras que Piniolo
no entiende, palabras que suenan como el hielo al quebrarse, palabras que encierran
un mundo extraño de grandes serpientes y árboles dorados, salones de muertos y
puentes de arcoíris, monstruosos lobos y dioses tuertos. Ragnar abre un zurrón y
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reparte entre sus huéspedes pequeñas baratijas: cuchillas finamente labradas, sortijas
de latón, colgantes que alguna vez salieron de las manos de un artesano de Asturias.
Suficiente para que los anfitriones pierdan todo cuidado. Los normandos miran
también, rapaces, el saco que Piniolo ha colgado de sus hombros; un gesto hosco del
asturiano les disuade de mayores exploraciones.
Muy poca distancia separa la playa del poblado. Las viejas cabañas de las salinas
son ahora albergue de vikingos. Allí solo quedan algún herrero, algún porquero,
esclavas atareadas en trabajos domésticos… Piniolo y Ragnar atraviesan las chozas
escoltados por la banda de normandos. Estos parlotean, excitados. Seguramente
esperan alguna recompensa por conducir ante su jefe a tan extraños visitantes. Piniolo
examina, suspicaz, el aspecto de los anfitriones. No le desagrada.
—Son daneses de Hedeby —explica Ragnar—. Han venido aquí siguiendo a
Hastein. Dicen que vamos a encontrar a muchos cientos como ellos; tantos que no
caben en el pueblo y han de dormir en sus barcos.
—¿Te conocen? —interroga Piniolo, receloso.
—No. Pero Hastein, su jefe, sí sabe quién soy.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Aún no lo sé.
El camino asciende muy suavemente entre la llana marisma: arena y agua y
matojos. Pocos árboles. El viento en el rostro como si aquello no fuera tierra, sino un
barco en la mar. Enseguida, una pequeña aglomeración de casuchas de adobe.
Algunas, quebradas. Otras, recompuestas. Apenas se ve a nadie en las callejas de
Noirmoutier. Todos están en el viejo monasterio, convertido en casa central del
caudillo: hogar y palacio de Hastein Alsting, un trono impío entre las ruinas del viejo
templo, acondicionado ahora para acoger al jefe, a sus leales, a sus esclavas, a su
ganado… De súbito, en una especie de plazuela, rompe a volar, asustada, una nube de
gaviotas y charranes. Ragnar y Piniolo buscan con los ojos la causa de la desbandada.
Ante ellos surge, muerta sobre una suerte de patíbulo, la imagen de una figura
deforme, como un muñeco destrozado, el torso desnudo, la espalda abierta,
arrodillado sobre un charco de sangre seca. El cuerpo está ya deshecho por los
picotazos de las ratas del aire. A Piniolo se le hielan las entrañas.
—¿Qué le ha pasado a ese pobre diablo? —pregunta, intentando disimular su
espanto.
—Es un castigo —explica Ragnar, que disfruta al ver turbado a su duro socio—.
Se llama «águila de sangre». Se coge al tipo, se le arrodilla ante el cadalso, el ejecutor
se pone a sus espaldas y con un hacha le va rompiendo las costillas a lo largo de la
columna vertebral. Después se le abren las costillas y se le sacan los pulmones para
colgárselos sobre los hombros. Por eso se llama «águila»: porque la víctima parece
un águila con las alas encogidas. Y lo de la sangre, es evidente. Los hay que aguantan
vivos hasta el final. Otros se desvanecen entre gritos antes de morir. Algo serio habrá
hecho ese hombre.
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Piniolo no se estremece. Él ha visto cosas semejantes. Él ha hecho cosas peores.
Por un instante vuela sobre su memoria la imagen de una familia —el padre, la
madre, tres hijos, el abuelo— colgados por los pies, torturados sobre hogueras, en un
prado de Alles. Bien sabe Dios que habría sido posible ahorrarse todo aquello si esa
gente le hubiera cedido de buen grado sus tierras. Pero, no: Dios no le perdonará. Ni
por esto ni por tantas otras cosas. ¡Al diablo con todo! Para pasmo de los normandos,
Piniolo, siempre saco al hombro, se acerca al cadáver, revuelve sus cabellos, palpa las
costillas arrancadas, hurga en los pulmones desgarrados por los picos de las
gaviotas…
—Nunca había visto nada igual —comenta con indiferencia—. ¿Y lo dejáis aquí
hasta que se pudra?
—No —explica Ragnar—. Si nadie recoge el cadáver, hoy mismo lo arrojarán a
la playa. Ese no verá el Valhalla.
—Perra suerte —suspira Piniolo.
La comitiva franquea el último tramo de marismas, cruza un puente y enseguida
ve aparecer, negra, la silueta de la iglesia del santo Filiberto, el monasterio calcinado.
Hay alrededor del lugar una empalizada descompuesta: por eso tardaron tanto los
normandos en hacerse con aquella presa. Ahora la empalizada solo es un recuerdo y
el monasterio ya no reza. Desde la calle se escucha el alboroto festivo del interior.
Hastein ha trasladado aquí los hábitos de su propia casa y, regio, recibe a su gente en
una especie de continuo festejo. No hay guardias en la puerta. De hecho, ni siquiera
hay puerta; tan solo un marco carbonizado. Ragnar, para contrariedad de sus
compañeros, se adelanta. Quiere entrar él en primer lugar, como el hombre que
vuelve al seno de su pueblo. Piniolo le sigue. No para protegerle, sino para
protegerse.
Un repentino silencio invade la estancia cuando las siluetas de Piniolo y Ragnar
se dibujan contra el arco de luz. Quietos bajo el dintel, los dos hombres aguardan
algo. Algo que no llega. Los que llegan son los ruidosos normandos de la playa, los
que les han recibido, la cuadrilla de anfitriones, que enseguida rodea a los forasteros.
Uno intenta hablar, pero no hay ocasión: el gentío que llena el atrio de la vieja iglesia
rompe de inmediato el silencio y vuelve a sus diversiones.
Piniolo, el impío Piniolo, siente una insólita aprensión cuando sus ojos se
acostumbran a la oscuridad ambiente y descubre el templo convertido en sala de
banquetes. La iglesia es como cualquiera de Asturias, quizá más pobre: un diáfano
espacio rectangular dividido en tres naves por las columnas que sostienen la
techumbre. El tejado, a dos aguas, traza un triángulo más agudo. «Aquí llueve más»,
piensa el de Peñamellera. En otro tiempo debió de haber aquí lámparas votivas, ricos
adornos colgados de las vigas, cálices y candelabros. Ahora todo eso debe de estar en
el zaguán de cualquier buhonero o en los arcones de los hombres de Hastein. En su
lugar, de las paredes del templo penden escudos de colores, pieles de animales y
gruesos hachones ardientes. La grasa de los hachones desprende un humo negro que a
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duras penas puede escapar por los agujeros que la ruina ha tajado en la techumbre. La
atmósfera es asfixiante.
A la luz de las bárbaras teas examina Piniolo la liturgia de aquella asamblea. Al
fondo, donde aún se levanta la piedra del altar, ha instalado Hastein su trono: una
robusta silla de madera con dragones tallados en los altos largueros del respaldo. Un
Cristo deteriorado parece mirar compasivo al normando. El de Peñamellera apenas
puede vislumbrar los rasgos del jefe vikingo: solo un rostro agreste de cabellos claros
sobre un cuerpo grande. Ante el trono, en lo que fue atrio de rezos, se extienden
largas mesas en torno a un brasero. Aquí y allá hay tipos de aspecto fiero que comen
con manos toscas grandes tajadas de carne y beben en grandes cuernos un extraño
líquido dorado. Otros bailan, torpes como osos, sobre las mesas atiborradas de
viandas. En un rincón, dos sujetos ponen a prueba su fuerza bajo la mirada excitada
de sus compañeros. El griterío es fenomenal. Pero, de repente, un hombre delgado
irrumpe en el atrio y todos callan. El hombre levanta los brazos en ademán teatral.
Pronuncia palabras que Piniolo no entiende.
—¿Quién es ese? —pregunta el asturiano.
—Un poeta de corte —aclara Ragnar—. Canta las glorias del jefe. Escaldos, los
llamamos nosotros.
—¿Un bufón?
—¡No! —repone el normando, ofendido—. Un hombre tocado por los dioses.
Gracias a su palabra permanece nuestra memoria. Este es de los mejores. Braggi
Boddason, se llama. ¿Quién sabe? Quizá, si todo sale bien, algún día tu nombre
permanecerá entre mi pueblo por la palabra de Braggi Boddason.
Piniolo calla y mira atentamente al tal Braggi. Espigado, de maneras elegantes,
quizá un poco femeninas. Es visiblemente menos robusto que el resto de la tropa,
pero deben de tenerle en mucha estima, pues todos han callado al verlo aparecer.
Braggi Boddason arregla unos largos cabellos rubios en trenzas que le caen sobre el
pecho y se anudan en la barba, igualmente trenzada. Se envuelve en un manto de lana
trabajado con primor, y cadenas de oro penden de su cuello. No vive mal, el tal
Braggi. Y entonces el escaldo, moviendo teatralmente los brazos, comienza a hablar.
—¿Qué está diciendo? —pregunta Piniolo a Ragnar después de escuchar durante
algunos minutos la incomprensible perorata del bardo.
—Está contando la historia de Hastein. Dice que Hastein salió de las aguas de
Dinamarca empujado por los vientos de Thor. Dice que los dioses le trajeron hasta
estas tierras de francos y bretones en busca de oro y de gloria. Dice que sus naves se
estrellaron contra la isla de Her. Que después de largas batallas conquistó la isla y
Odín mismo movió sus pies hacia la tierra firme, hacia los dominios de los bretones.
Dice también que allí combatió sin tregua contra un conde llamado Ricuin.
Piniolo se mesa las negras barbas. Jamás hubiera imaginado que el mundo fuera
tan grande, tan lleno de gentes extrañas con nombres incomprensibles. Quiere
preguntar algo, pero Ragnar sigue hablando:
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—Ahora el escaldo explica que en la tierra de los francos reinaba Ludovico Pío,
hijo de Carlomagno. Este Ludovico estaba en buenas relaciones con el rey de los
bretones, que se llamaba Nominoe. Pero Ludovico Pío murió y sus hijos, que se
llaman Lotario, Luis y Carlos, entraron en guerra entre sí. Los bretones de Nominoe,
muerto Ludovico, se alzaron también en armas contra los francos. El bravo conde
Ricuin, aquel que midió su espada con el gran Hastein, fue muerto en las batallas
entre los hijos de Ludovico Pío. Vino entonces otro noble de los francos, Lamberto, a
reclamar para sí el condado. Como no se le concedió, pasó al lado de los bretones de
Nominoe y llamó en su auxilio a los normandos de Her. Hastein, brazo poderoso,
ávido de hazañas, firmó alianzas con Nominoe y Lamberto, y se lanzó a la lucha. Los
francos habían depositado toda su fuerza en un gran guerrero: Reinaldo de
Herbauges, nombrado conde de Nantes. Reinaldo, al frente de una inmensa
muchedumbre, atacó las filas de bretones y normandos y se llevó la victoria. Pero
Hastein, astuto, maniobró en silencio para sorprender al enemigo en su retirada, y en
la ciudad de Blain dio caza a los francos. Allí murió Reinaldo y…
—Ragnar… —interrumpe Piniolo.
—¿Qué? —contesta secamente el normando.
—Me he perdido.
—Da igual. Escucha —ordena Ragnar—, porque ahora viene lo más importante.
Lamberto, victorioso, marchó sobre Nantes dispuesto a tomar el mando de la ciudad.
Pero los nanteses, fieles a la memoria de Reinaldo, le vetaron la entrada. ¿Y qué hizo
Lamberto?
—No lo sé.
—Lamberto, despechado, abrió las puertas de Nantes a Hastein como prenda de
gratitud por la victoria. Los normandos entraron en la ciudad y enfilaron directamente
hacia la catedral, donde celebraba sus ritos un obispo llamado Gohard. Hastein en
persona mató a Gohard mientras sus hombres hundían sus hachas y espadas en el
rebaño de los nanteses. Un riquísimo botín fue el premio para el vencedor. Lamberto
se adueñó de la ciudad y los normandos de Hastein volvieron a la isla de Her
cargados de esclavos y riquezas.
Braggi Boddason, el escaldo, ha terminado su relato y ejecuta una reverencia ante
la exaltación del auditorio. Los vikingos brindan con sus cuernos rebosantes de
líquido dorado y aúllan vítores a la gloria de los hijos de los hielos. Hastein se pone
en pie y sonríe, satisfecho.
—¿Cuánto tiempo hace de todo esto? —pregunta a gritos Piniolo entre la
algarabía de los normandos, que celebran con júbilo la narración de sus propias
hazañas.
—Fue la primavera pasada, he creído entender —aclara Ragnar—. Aún estará
fresco el recuerdo del obispo Gohard. Porque dice el escaldo que aquel hombre,
decapitado, se puso en pie, cogió su cabeza y se marchó hacia el Loira.
—¡Prodigioso! —exclama Piniolo.
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—No más que la victoria de Hastein, hijo predilecto de Odín.
De improviso, el propio Ragnar, llevado por el entusiasmo como todos los demás,
gana el centro de la sala y eleva los brazos en ademán triunfal:
—¡Gloria al valiente Hastein y a los hijos de Dinamarca! —grita el desterrado.
Silencio. Estupor. Todos miran a Ragnar, que permanece en medio de la
asamblea, quieto, con una ancha sonrisa bajo los largos mostachos y un brazo elevado
a modo de homenaje al jefe. A Hastein se le tuerce el gesto. De inmediato, un tipo
alto y fuerte se coloca junto al caudillo de la isla de Her. Piniolo le observa con
alarma: es mucho más joven que Hastein, pero trae la cara cruzada de cicatrices y se
mueve con el aire de quien ha encajado todos los golpes del mundo. Piniolo huele el
peligro y, pausado, gana la posición de Ragnar: juntos —piensa— podrán defenderse
mejor. Pero el joven alto del rostro marcado no esgrime arma alguna. De momento.
—¡Ragnar! —exclama el joven—. ¡Te creía muerto en cualquier taberna o
devorado por las alimañas!
—¡Oh, noble Björn Ragnarson, hijo del legendario Ragnar Lodbrok! —Perora el
normando desterrado—. ¡Cuando os abandoné apenas habías dejado de ser un niño y
ahora te encuentro hecho un hombre, digno del linaje de tu padre!
—¡Tú eres Ragnar Haraldson! —interviene a su vez, acusador, un veterano de
pobladas barbas blancas—. ¡Cómo te atreves a venir aquí! ¡Estás desterrado por
orden del rey Horik!
—Dices bien, anciano Ilvar —repone Ragnar, que también ha reconocido al viejo,
tratando de hacerse dueño de la situación—. Fui expulsado de las tierras de Horik.
Pero su ley no rige en esta isla, donde no hay otro señor que el noble y bravo Hastein.
A su hospitalidad me acojo.
El joven Björn raja una sonrisa en su rostro herido. Ilvar, el anciano acusador,
acaricia dubitativo sus barbas blancas. Durante unos segundos el tiempo parece
teñirse de negro como el cielo en la tormenta. Por fin Hastein se levanta de su sitial.
Ahora puede Piniolo observar al caudillo en toda su potencia: un tipo de edad
madura, pero vigoroso, fornido, terrible, envuelto en una gruesa piel apenas
desbastada, el rostro incandescente, el cuerpo adornado con multitud de brazaletes,
ajorcas y cadenas, dos ojos pequeños entre cejas boscosas y un destello feroz en la
mirada azul. Hastein abre la boca y de entre la selva de sus barbas deja escapar un
lento glaciar:
—Dices bien, Ragnar Haraldson: aquí mando yo. Pero mi rey es Horik. O estás
muy desesperado, o estás muy loco o eres muy valiente para venir hasta esta isla. Te
haría ensartar en cualquier espetón si no vinieras acompañado. —Clava Hastein el
acero de sus ojos en Piniolo—. ¿Quién es este que viene contigo?
—Un noble cristiano —proclama Ragnar con reverencia, alejándose un paso de
Piniolo y desplegando hacia él los brazos como si estuviera presentando a un rey—.
Un poderoso señor de las ricas tierras del sur.
El de Peñamellera no entiende las palabras, pero comprende la conversación.
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Regio, alza la fronda negra del mentón, abre su capa negra y, siempre saco al hombro,
inclina levemente la cabeza ante el caudillo de la isla de Her. Sabe que se está
jugando la vida.
—Nadie podrá decir nunca que ha sido mal acogido en la casa de Hastein —
responde, cortés, el jefe vikingo—. Dime, cristiano, ¿qué podemos hacer por ti?
—Este hombre tiene un negocio que proponerte —apunta Ragnar.
—¿Otro terrateniente que pide ayuda para aplastar a un vecino? —resopla el
caudillo danés—. Ya he hecho mil trabajos de ese tipo en el reino de los francos y
estoy hastiado: demasiada sangre para poco beneficio.
—Esta vez no se trata de eso, noble Hastein —eleva Ragnar las manos en una
sonrisa.
—¿De qué se trata entonces?
—Geld —tercia Piniolo en la lengua de los normandos—. Oro.
—¿Oro? —musita el caudillo.
Piniolo de Peñamellera, siempre pausadamente, deja caer el saco que hasta este
momento ha cargado sobre sus hombros. Abre la boca del fardo. Con delicadeza
extiende en el suelo su contenido. Las monedas brillan a la luz de los hachones.
—Mucho oro —dice el de Peñamellera—. Y fácil.
Hastein baja de su sitial y se acerca al saco. Por un momento siente la tentación
de cortar el cuello de sus visitantes y quedarse con el oro. Pero sus hombres le miran
y él entiende lo que dicen esos ojos: si aquí hay este saco, en otro lugar habrá mucho
más.
—Cuéntame eso —ordena el danés.
—Ni rastro del oro. Por ninguna parte. Ni mucho, ni poco. Nada.
El obispo Serrano recogió su rostro aplastado en un mohín contrito, escondió las
manos en las mangas de la túnica y se dispuso a aguantar el chaparrón.
—¿Quieres decir que he tenido a dos de mis mejores hombres perdidos durante
casi un año persiguiendo a un fantasma? —bramó el rey Ramiro.
—En síntesis, sí —confirmó Serrano—. Eso es lo que ha pasado.
El rey hundió el rostro en las manos. ¿Por qué todo tenía que salir al revés?
Habían pasado casi dos años desde que llegó al trono de Asturias. Dos años desde
que desposó a la castellana Paterna. Dos años desde que todos los nobles del país, de
buen grado o por la fuerza, reconocieron su autoridad. Dos años de reinado. Solo dos
años con la corona en la cabeza. Pero Ramiro miraba atrás y le parecía toda una vida.
De hecho, lo era. Ramiro tuvo una primera vida cuando era simplemente Ramiro
Bermúdez, conde del rey en Galicia, señor del Édramo, colono, guerrero y cazador.
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Una vida feliz que ahora recordaba con nostalgia. Y luego vino otra vida nueva, esta
de ahora, con el cetro de Oviedo en la mano y el frío de Oviedo en los pies. Un mes
de mayo del año 842 de Nuestro Señor, Ramiro se vio designado rey por un monarca
agonizante. Alfonso le señaló con su dedo huesudo de anciano, su descarnado dedo
de ochenta años, su dedo imperativo de medio siglo de reinado. Alfonso murió,
Ramiro fue a recoger la corona y se encontró con una traición. El magnate
Nepociano, bien resguardado por otros muchos, se quedó con el trono. Hubo que ir a
la guerra. Ramiro dio la batalla. En Cornellana decidió Dios que él era el legítimo
rey. Nepociano terminó derrotado, con los ojos fuera de sus órbitas y encerrado de
por vida. Aquella victoria feroz le supo a hiel y cenizas. Pero ese —pensaba Ramiro
— es el sabor de la victoria cuando el premio es el poder.
El viejo Alfonso el Casto le había dejado un reino pujante y ordenado. Desde las
tierras de los vascones hasta la costa gallega, desde el mar cantábrico hasta el sur de
las montañas, todo era ya territorio de la cruz. La repoblación crecía paso a paso en la
frontera nueva de Castilla y en los caminos del Bierzo, allá donde comienza el
inmenso llano. Ningún otro rey de Asturias había acumulado nunca tanto poder. Los
musulmanes de Córdoba parecían enredados en sus propios problemas y no habían
vuelto a golpear la frontera. Ni siquiera los imprevisibles Banu Qasi del Ebro
causaban molestias. Y sin embargo, el destino se empeñaba en torcer las cosas.
—Veamos —rezongó el rey, descubriendo el rostro. Sus ojos del color de las
castañas taladraron al obispo Serrano con una mirada urgente—. Sabemos que
Nepociano, antes de caer, sacó una cierta cantidad de oro del tesoro de palacio. Y
sabemos que ese oro no provenía del erario real, sino de otra fuente.
—En efecto.
—Fuente que desconocemos —precisó Ramiro.
—Así es.
—El día de Cornellana, Nepociano hizo sacar ese botín en tres carros que
marcharon en dirección al oeste. Pero he aquí que ese oro no aparece por ninguna
parte.
—Por ninguna —rubricó, desconsolado, el obispo Serrano.
Serrano rascó su calva coronilla con un dedo desconsolado. Le habría gustado
complacer a su rey. Le habría gustado dar un triunfo a ese hombre que le había
escogido para gobernar el detalle de las cosas del reino. Le habría gustado añadir a
sus méritos como mayordomo de palacio la resolución del misterio que tanto parecía
turbar al monarca. Pero, a fin de cuentas —pensaba el obispo—, ¿para qué necesitaba
Ramiro ese oro? Nepociano estaba vencido, viejo y ciego, cautivo en un convento y a
buen recaudo. El tesoro regio permanecía intacto e incluso había aumentado con las
sanciones impuestas a los nobles rebeldes. El reino crecía. Un rey en el reino y, sobre
el rey, Dios. ¿No era eso lo único que en verdad contaba?
El obispo Serrano paseó unos ojos fugitivos por la cámara regia en el viejo
palacio de Oviedo. Había algo mortuorio en ella. Fría. Demasiado fría y oscura a
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pesar del sol primaveral que a estas horas se alzaba sobre las lomas de Pando y La
Grandota. En esta misma cámara mataron al rey Fruela. Por la espalda del obispo
cruzó un estremecimiento impertinente. Quiso desviar sus funestos pensamientos
fijando la mirada en las antorchas que iluminaban la habitación. Alguien, quizás el
propio rey, había hecho extender una piel de oso en el suelo. El oso —caviló Serrano
— tenía los mismos ojos que el rey. El obispo compuso una mueca de decepción en
su rostro cetrino. Luego se pellizcó la nariz grande y aplastada como si al apretar
fuera a salir una respuesta. Pero no salía nada.
—¡Me parece inconcebible! —bufó Ramiro, poniéndose en pie—. El reino no es
tan grande como para cruzarlo con tres carros cargados de oro sin dejar ni rastro.
—Lo mismo pensaban los caballeros Sonna y Hernán. Y sí que hallaron rastros
—precisó Serrano, puntilloso—, pero su búsqueda ha quedado en nada. Sus informes
—esgrimió el obispo unos pergaminos— son muy detallados. Hallaron dos carros de
palacio en puntos muy alejados, camino hacia el oeste, pero ambos vacíos. Ni rastro
tampoco de sus carreteros. Durante meses buscaron el tercer carro. Escucharon
historias de oro sumergido en la laguna de Cospeito y hacia allá marcharon, pero
resultó ser una fábula. También recabaron noticia de un tesoro oculto mucho más al
sur, en cierta cueva bajo los montes de Meda, e igualmente comprobaron que solo era
una leyenda. Lo mismo en…
—Da igual, Serrano —atajó el rey, impaciente—. El hecho es que no han
encontrado el misterioso tesoro de Nepociano. Bien podemos dar la pieza por
perdida.
—Puede que ese oro no haya existido nunca —susurró el obispo, resignado— y
que todo fuera un ardid más de Nepociano, el usurpador. O puede que ese viejo
canalla lo haya escondido tan concienzudamente que sea imposible encontrarlo.
—Él negó en el juicio saber nada de ningún tesoro —recordó el rey.
—Bien lo sé; por más que le apreté las tuercas en el interrogatorio, no soltó
prenda.
—Quizá ese viejo canalla dijera la verdad. ¿Confías en la investigación de Hernán
y Sonna? —Azotó Ramiro con un brillo sombrío en la mirada.
—Completamente —asintió el obispo—. Son tus caballeros. ¿No estarás
pensando que han podido quedarse con la pieza?
El rey Ramiro no dijo nada. Cruzó la cámara, caminó hasta el ventanal, descorrió
los pesados cortinajes y dejó que un grueso haz de luz dorada rompiera las sombras.
—¿Dónde están ellos ahora? —preguntó.
—¿Hernán y Sonna? El conde Sonna…
—Ya no es conde de palacio —rectificó tajante Ramiro.
—Perdón, mi señor —se corrigió Serrano—. El caballero Sonna volvió a sus
tierras con su esposa, esa molinera… Gadea, se llama.
—¿No ha pasado por la corte?
—No. Y difícil será que volvamos a verle, salvo que tú le llames. Parecía
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decidido a borrarse de la faz de la tierra.
—Poco tacto, el de Sonna —se limitó a comentar.
Ramiro hablaba como si tuviera espinas en la lengua. Ese asunto de Sonna le
causaba un desasosiego indomeñable.
—Bien sabes que tenía sus razones —contemporizó el obispo.
—Sí —resopló el rey—. Sonna nunca me perdonará que le ordenara sacar los
ojos del infame Nepociano.
—Él había dado su palabra de que la vida y la hacienda del viejo serían
respetadas.
—¡Era imposible, Serrano! ¡Y lo sabes! Nadie en mi lugar habría dejado sin
castigo la felonía de ese viejo conspirador. Fueran cuales fueren los compromisos de
Sonna o de cualquier otro para abandonar su partido.
—Sí, bien lo sé. No discuto tu decisión, mi rey. Pero entiendo que Sonna lo
considerara como una ofensa personal.
Ramiro movió los brazos hacia la franja de luz que el ventanal escupía. Jugando
como un niño, dejó que sus manos se doraran en el mensaje del sol.
—¿Crees que me he ganado un enemigo?
—En modo alguno —se apresuró el obispo a tranquilizar a su señor—. Sonna es
caballero leal. Simplemente, ha optado por quitarse de en medio. De hecho, nadie le
ha vuelto a ver fuera de su predio.
—¡Que le aproveche! —fingió Ramiro una carcajada cruel—. ¿Acaso no accedí a
sus demandas y concedí a esa mujer suya la propiedad de aquellos molinos?
—Humildemente —musitó Serrano—, te recuerdo que no ceñirías la corona si
Sonna no hubiera abandonado el campo del traidor Nepociano en plena batalla.
Después de todo…
—¡Lo sé, lo sé! —atajó el rey—. No es preciso que me martirices recordándome
que…
—En absoluto pretendía semejante cosa, mi señor —se defendió el obispo,
azorado—. Solo quería hacerte ver que él, Sonna, es el primer interesado en serte
leal: nadie entendería que cambiara otra vez de bando. Cuestión de honor.
—Comprendido. ¿Y el otro?
—¿Hernán de Mena?
—Hernán de Mena. ¿O acaso había un tercero? —Se impacientó el rey.
Serrano contó hasta diez antes de contestar. Clavó la mirada negra en el haz de
luz, cada vez más poderoso, que atravesaba la estancia y la teñía con un toque
sobrenatural. ¿Qué quería escuchar el rey sobre Hernán de Mena? Esa era la pregunta
que el obispo Serrano se formulaba ahora y trataba de responderse a toda velocidad.
Para Ramiro, Sonna era un aliado de azar y bien podía haber sido su enemigo, pero el
de Mena era otra cosa: fiel caballero del difunto rey Alfonso, viejo camarada de
armas del propio Ramiro, fue Hernán quien recibió el encargo de comunicarle su
designación para el trono, fue Hernán quien le acompañó hasta Castilla para buscar
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esposa, fue Hernán quien escoltó después a la reina Paterna hasta el campo de
Cornellana y fue Hernán, en fin, quien junto a Paterna urdió la maniobra que
desarboló a las huestes del usurpador Nepociano. Si a alguien debía Ramiro el trono,
ese era el castellano Hernán de Mena, el Caballero del Jabalí Blanco. Una posición
delicada, porque la ingratitud es oficio de monarcas. Serrano sabía bien que Ramiro
sentía por Hernán de Mena aprecio personal, pero igualmente le constaba que el rey
quería cortar lazos, como quien desea desprenderse del lastre de una vida anterior. El
obispo midió sus palabras.
—El propio Caballero del Jabalí Blanco es quien me ha dado cuenta de su fracaso
—subrayó Serrano esta palabra— en una larga carta.
—¿Una carta? —Arqueó las cejas Ramiro—. ¿No ha acudido en persona?
—Oh, sí. Vino a Oviedo, me entregó la carta y enseguida partió a escape. Parecía
tener mucha prisa. —Movió las manos el obispo como queriendo quitarse el
problema de encima. No, no iba a confesar al rey que fue él, Serrano, quien invitó a
Hernán a marcharse cuanto antes.
—¿Partió? —se extrañó el monarca de Asturias—. ¿Adónde partió?
—A León.
—¡León! —bufó Ramiro—. ¿Y qué hace él en León? Creí haberle dado
instrucciones muy precisas sobre sus nuevas obligaciones: tutelar a mi joven cuñado
Rodrigo para que pueda hacerse cargo de labores de gobierno en la frontera
castellana. León era tarea de mi hijo Gatón.
—¡Pero es el propio Gatón el que pidió su presencia! —se excusó Serrano—. Lo
sé porque Hernán me enseñó un mensaje. Apenas cuatro garabatos que…
Ramiro rio con ganas. Dio la espalda a Serrano y sumergió su figura de oso en el
haz de luz, ahora un torrente, que el cielo de Asturias derramaba sobre la cámara
regia, la cámara donde mataron a Fruela, la cámara donde ahora el reino resucitaba.
¡León! León era el sueño del rey Ramiro.
—Cuatro garabatos, ¿verdad? Mi hijo Gatón nunca ha sido muy diestro en
caligrafías —sonrió Ramiro con un deje de orgullo.
—El hecho es que Gatón le llamó y él acudió —repitió Serrano, aliviado—. Y
ahora está en León, repoblando.
—Bien está si así lo quiere mi hijo —se palmoteó un muslo el rey—. Tengo
noticias muy prometedoras de esa empresa. Gatón se las ha arreglado para llevar allá
a no menos de veinte familias de colonos y ahora ese montón de ruinas vuelve a ser
tierra de la cruz. ¡Tengo grandes proyectos para esa vieja ciudad maldita!
—¡Estáis locos, vosotros con vuestra frontera! —rio Serrano con fingida
irritación.
—No refunfuñes, obispo. Ya sé que no te gusta la idea.
—Bien conoces las razones —argumentó el obispo, tratando de componer un
gesto indulgente y severo a la vez—. Creo que la fruta aún no está madura. En
cualquier momento pueden aparecer los mahometanos.
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—¿En León? ¡Bastante ocupados están con sus propias penas! —Movía Ramiro,
las manos—. Abderramán solo tiene ojos para las revueltas de sus primos Banu Qasi
y el doble juego de los navarros.
—Desconfía, Ramiro —insistía el obispo—. El moro es astuto y rápido.
Abderramán…
—Abderramán hará cuanto pueda para doblegarnos. Ya lo sé. Pero hemos
vencido dos veces a sus huestes. Desde que Dios me puso esta corona en la cabeza, y
va ya para dos años, aún no ha sido capaz de enviar a uno de sus fenomenales
ejércitos. Eso significa que necesita a sus hombres en otra parte. Y bien que nos
viene, por cierto, porque aquí no podemos prescindir ni de una sola lanza. ¿Cómo va
ese asunto de las bandas de salteadores?
El obispo Serrano mudó la expresión al paso que el rey cambiaba de tema. Volvió
a meter las manos en las mangas de su túnica. Miró al suelo. Allí permanecía,
tendida, la piel de oso, con esos ojos que tanto se parecían a los del rey. Carraspeó.
—No va bien, mi señor —reconoció el obispo—. Todos los días tenemos nuevas
de alguna banda apresada aquí y allá, en Santillana o en Lemos, en el Campoo o en
las montañas de los vascones, pero también todos los días nos llegan noticias de
nuevos saqueos en cualquier granja e incluso en las villas.
Saqueos por doquier. Porque una inquietante ola de violencia y crimen se había
extendido por todo el reino de Asturias. Asaltos a granjas y a castillos, robos en
campos y en villas, raptos de niños y de mujeres, secuestros contra rescate, asesinatos
de personas principales o de gente del común, expolios en iglesias y monasterios,
estragos en los sembrados y reses desaparecidas… Ayer, en Pravia o en Santillana.
Hoy, en Lugo o en la misma Oviedo. Mañana, quién sabe: ninguna comarca del reino
parecía libre de peligro. Nunca nadie antes había tenido que hacer frente a semejante
erupción de maldad. Era como si todas las formas posibles del delito hubieran sido
convocadas por alguna fuerza oscura para comparecer reunidas de una sola vez y en
un solo espacio. El rey zozobraba; bien sabía él que nadie puede ceñir legítimamente
la corona si no es capaz de proteger a sus súbditos. Cada nuevo saqueo, cada nuevo
asesinato, significaba una aldea que ardía en rencor hacia el trono, un señor de la
tierra que, resentido, empezaba a conspirar contra el rey, un abad que reprobaba en
público al soberano de Oviedo su incapacidad para castigar al criminal. Esto ya no
era un problema de seguridad: se había convertido en un problema político de
primera magnitud. La corona se tambaleaba.
Ramiro asomó su corpachón por el ventanal. Ojalá las sombras del reino se
disiparan tan rápidamente como la oscuridad de su cámara. Ojalá bastara abrir un
ventanal para que un rayo de luz divina entrara y, poderoso, resolviera todos los
problemas. Pero no, para estas otras cosas no había más rayo de luz que su propia
mano.
—¿Han sido castigados como yo ordené?
—Escrupulosamente, mi rey. A muerte. Ya todo el mundo habla de ti como la
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Vara de la Justicia.
—Me gusta ese sobrenombre —sonrió triste Ramiro—. Y sin embargo, a pesar de
los castigos, el reino hierve de malhechores. ¿Sabes, mi buen obispo? Este asunto no
me deja dormir. Estoy convencido de que todos esos criminales no son sino los restos
del ejército mercenario de Nepociano. Se disolvieron como arena después de la
derrota y ahora reaparecen en bandas para hacer el mal. Esa guerra no ha terminado.
—Es muy probable —concedió Serrano—. Son muchos los señores del reino que
dicen haber apresado a extranjeros.
—¿Los has citado ya?
—Como ordenaste. Todos estarán aquí la semana que viene.
—Asegúrate de que mi hijo Ordoño ha recibido el mensaje —insistió el rey—.
Necesito su consejo más que ningún otro.
—Está citado, pero volveré a escribirle hoy mismo. Por cierto —carraspeó
nuevamente Serrano, como siempre que se sentía incómodo—, ¿vendrá ella?
Ramiro clavó en el obispo sus ojos del color de las castañas.
—¿La reina? ¡Por supuesto! —Chocó el rey las manos—. Ha de estar.
—¿Puedo preguntarte si…?
—No, no puedes —atajó violento el rey.
Ramiro se retiró a una esquina de la cámara, como si aquel rincón todavía oscuro
pudiera protegerle del peso del mundo. Acarició sus barbas cobrizas, ya veteadas de
nieve. De súbito se apiadó del obispo.
—Disculpa, Serrano. No quería herirte. Tú eres el único que está al tanto de mis
zozobras en este asunto. Paterna… quiero decir —se corrigió de inmediato—, la
reina, cumple sus obligaciones con exactitud y buen ánimo. Sin embargo, siento que
algo no termina de funcionar.
—Mi rey —susurró el obispo—, si quieres que te escuche en confesión…
—No hay nada que confesar, Serrano. Simplemente, había imaginado que sería
mujer de otro carácter. No tengo queja. Cumple su deber y trata de estar en todo
momento a la altura de lo que se espera de ella. Pero con frecuencia siento como si
tuviera otro mundo dentro de sí.
—Las obras del Naranco absorben casi todo su tiempo —apuntó el obispo como
para disculpar a la mujer.
—No me refiero a eso. ¿Sabes? La otra noche pronunció en sueños el nombre de
Hernán de Mena.
—¿Hernán? —preguntó el obispo sin poder reprimir una mueca de alarma—.
Bueno, pero ¿qué significado puede tener eso?
—Lo ignoro —suspiró Ramiro— Hernán la escoltó en el camino desde Castilla.
Sin duda hablaron mucho. Tal vez Paterna estaba rememorando en sueños aquel
trance. En fin… Vayamos a lo nuestro, asegúrate de que todo está bien dispuesto para
la reunión del consejo. Hay que acabar con esas alimañas de los bosques, esas bandas
de salteadores.
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—Así se hará mi rey.
El obispo Serrano dibujó una untuosa reverencia y abandonó la cámara del rey.
Sumido en sus pensamientos, cruzó el largo y oscuro pasillo que conducía a sus
propios aposentos en la catedral de San Salvador. Si no hubiera estado tan absorto,
habría podido descubrir a una figura menuda que permanecía quieta en las sombras.
Era Aldonza, la hija ciega del rey, semioculta tras un cortinaje. Y Aldonza lo había
escuchado todo.
Paterna, sí, estaba en el Naranco. Supervisando las obras. Como casi siempre. La
reina —trigo en el cabello, miel en los ojos, vino en los labios, leche en la piel—
paseaba su figura de Diana cazadora entre los edificios en construcción, los altos
depósitos de sillares labrados con esmero, los chamizos donde se hacinaban los
albañiles que desde todo el reino habían venido aquí, al monte padre de Oviedo, para
elevar la palabra de piedra del rey Ramiro. Su regalo nupcial. Nunca podría olvidarlo:
aquel despertar melancólico de la primera noche, con olor a ceniza húmeda, con otro
marido en el recuerdo, con otro amor en el corazón, y la sorpresa de hallar a su nuevo
esposo, el rey, con aquellas figuritas de madera y arcilla sobre unos confusos planos
en pergamino. Todo era para ella. Su regalo. Un regalo ya no de esposa, sino de reina.
—Estos objetos que parecen juguetes son los palacios e iglesias que he ordenado
construir en el monte. Palacios e iglesias para ti, Paterna —le dijo Ramiro casi en una
canción—. El rey Fruela levantó esta ciudad por amor a su esposa doña Munia. El rey
Alfonso la convirtió en un tesoro por amor a Dios y al reino. Yo, también rey, crearé
en ese monte un nuevo paraíso, una ciudadela de iglesias y palacios, y lo haré por
amor a mi esposa doña Paterna. Pasarán los años, pasarán las generaciones, pasarán
los siglos, y el mundo seguirá hablando de los monumentos que el rey Ramiro de
Asturias elevó en el monte Naranco. Y todos sabrán que se alzaron al cielo
impulsados por el amor que te profeso.
Paterna se aferraba al recuerdo de aquella conversación como quien evoca el
brillo del sol en la oscuridad del cautiverio. Ramiro no era un mal hombre: tosco,
frecuentemente irreflexivo, pero animado por buenas intenciones y resuelto a ser un
esposo leal. Ella podía haberle amado. Sin embargo, todo lo que vino después
envolvió su alma en una nube de amargura. El bárbaro castigo de Nepociano, con
aquellos dos ojos fuera de sus órbitas, rodando por el suelo como niños
desamparados. La desconfianza hacia todo y hacia todos, como si tras cada cortina
hubiera un puñal (bien sabía ella que tal vez lo hubiera). La frustración de comprobar,
todos los meses, que Dios se negaba a bendecir su matrimonio con un hijo. Los
insistentes rumores de que algún maleficio había caído sobre su vientre. La antipatía
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manifiesta de Aldonza y Ordoño, hijos del primer matrimonio del rey. La amargura
de sentirse fuera de sitio, extraña en su propia casa. ¿Pero alguna vez podría Oviedo
ser realmente su casa?
Paterna añoraba los inviernos de Castilla, esas albas brutales donde el sol no es
más que un alarido congelado en un cielo de pavor, el sonido de la escarcha bajo los
pies y el beso salvaje del aire helado en el rostro. Echaba de menos el horizonte
limpio e ilimitado, el llano sin medida abierto ante los ojos, la tierra infinita como la
bondad de Dios Nuestro Señor, el aullido misterioso del lobo y la presencia sardónica
de la urraca. Recordaba con melancolía los veranos de sol salvaje, el oro de los
trigales en sazón, el espíritu seco de las encinas y las retamas. Mil veces volaba con
la imaginación a su solar de Cigüenza, al espejo líquido del río Nela, a las barrancas
de la sierra y al gran vacío del sur, donde siempre amenazaba el peligro. Todo lo
había perdido. Pero Paterna se consolaba pensando que, a cambio de todo eso, ahora
tenía en las manos una montaña en la que construir un mundo, su propio mundo: el
Naranco.
El monte Naranco: más de tres millas romanas de arco montañoso que protegen a
Oviedo por el norte y cuya panza boscosa besa las afueras de la ciudad. Las alturas
del Naranco son modestas, pero miran con sorna a las imponentes moles de la
cordillera que, al sur, cierran el valle; porque los hombres no eligieron aquellos altos
picos, fuertes y hermosos, para vivir y amar, sino estas otras lomas ricas en caza,
madera y pastos. Aquí hubo una vez pueblos primitivos que elevaron al cielo
plegarias bárbaras. Aquí tres hijos de Roma —Linio, Suego y Constante— levantaron
villas, torres y caminos. Aquí se refugiaron numerosas veces los vecinos de Oviedo
huyendo del moro en largas noches de pánico y desesperación. Aquí, en estas faldas
abiertas al sol del mediodía, regadas por el arroyo Araniano, quiso el rey Ramiro
dejar huella y memoria de sí. Por amor a Paterna.
Desde que el rey le obsequió con aquellas figurillas de barro y palo, Paterna se
había entregado en cuerpo y alma a la construcción de su nuevo mundo. Un gran
palacio ceremonial como nadie había visto jamás desde los mejores tiempos del reino
godo de Toledo. Una magna iglesia regia que elevara al cielo las plegarias más puras
del orbe cristiano. Un segundo palacio, este puramente residencial, donde los reyes
pudieran hallar solaz para sus tribulaciones, lejos de la capital y sus intrigas.
—El viejo Alfonso tuvo una buena idea al construirse un palacio fuera de los
muros de Oviedo —le había confiado Ramiro a Paterna—. A su padre, Fruela, lo
mataron entre las cuatro paredes de la ciudad. Y a Nepociano pudimos atraparle
porque cometió el error de encerrarse en Oviedo. Cuanto más nos alejemos de las
murallas, mejor.
No era la idea que Paterna se había hecho de su nuevo hogar, pero, en todo caso,
más valía eso que nada. Por insistencia de Ramiro, al proyecto inicial de pretorio de
ceremonias e iglesia regia se añadió otro palacio residencial y, con él, la inevitable
compañía de edificios de gobierno e instalaciones militares. Era mucho trabajo. Era
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mucha piedra. ¿Quién podría dirigir semejante tarea? El viejo Tioda, el gran
arquitecto que multiplicó la belleza de Oviedo bajo las órdenes de Alfonso el Casto,
yacía sepultado en la ciudad que él alzó. Sin embargo, había un hombre, uno de sus
discípulos, que conocía bien los secretos de la piedra y atesoraba las energías
suficientes para afrontar el reto. Se llamaba Eurico.
Eurico era flaco como un cordel, arrugado como una nuez y calvo como un
bloque de granito. Tenía las espaldas encorvadas de tanto estudiar y las manos como
palas de tanto labrar la roca. Nadie sabía muy bien de dónde había salido. Él decía
que de la tierra de Ágreda, de donde huyó cuando la presión mora se hizo
insoportable, pero muchos sospechaban que en realidad venía de Francia, porque
hablaba con fuerte acento extranjero. También se ponía en duda que realmente se
llamara Eurico, y alguno opinaba que había escogido tal nombre para darse linaje
visigodo. El hecho es que Eurico llegó a Oviedo treinta años atrás y se presentó ante
el gran Tioda diciendo que sabía labrar la roca. Tioda descubrió pronto que aquel
enigmático joven no solo sabía labrar sillares, sino que además podía levantar lienzos
enteros, calcular pesos y proporciones y hasta trazar arcos y bóvedas. Eran los años
en que Alfonso estaba convirtiendo Oviedo en una auténtica sinfonía de piedra, de
manera que a Eurico, que era listo y laborioso, no le faltaron tarea ni honores. Como
la corona de Oviedo trabó muy buenas relaciones con la corte carolingia, Eurico pudo
acompañar a Tioda en algunos viajes al país de los francos y aún más allá. Conoció
Aquisgrán y Rávena, e incluso pisó Roma y Constantinopla. De tan lejanos lugares
trajeron ambos preciosos recursos y saberes. Cuando Tioda envejeció, Eurico empezó
a dirigir el taller del anciano arquitecto. Ahora, muerto el maestro, era el discípulo
quien recibía los encargos de la corona. Y Ramiro le había dado trabajo para llenar
dos vidas.
Lo que Eurico había hecho en un par años era simplemente prodigioso. Sobre una
superficie de quinientos pasos de ancho, aprovechando un escalón natural del terreno,
sobre la línea que marca el arroyo Araniano, había empezado a elevar una auténtica
ciudad palatina. Empezó por el pretorio, el palacio ceremonial: un alto y estilizado
edificio para el que pensó cosas asombrosas, como escaleras exteriores y elevados
contrafuertes. A pocos pasos, abajo, donde la ladera desciende hacia el arroyo, trazó
el rectángulo del que sería palacio residencial sobre el eje de una gran torre. A los
lados de la residencia, edificios para el servicio palatino. Eurico quería coronarlo todo
con una gran iglesia aledaña al palacio ceremonial: la tercera catedral de Oviedo. Sus
cofrades, sin embargo, le disuadieron de elevarla tan cerca del palacio.
—No hay suelo para aguantar el peso de tanta piedra —le dijeron los maestros de
obras que Ramiro había traído desde Lugo.
Y era verdad que el talud natural de la montaña obligaba a una costosa obra de
zócalo para asentar los cimientos de la iglesia. En vez de eso, propusieron levantar el
templo algo más lejos, hacia el oeste, cerca del arroyo.
—Pero aquí el suelo es más blando —opuso Eurico.
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—Tal vez, pero la fábrica pesará menos con un solo edificio que con dos —le
objetó el jefe de los cofrades de Lugo, un tal Eufrasio.
—Aunque pese menos, ¿qué me decís del monte? —porfió Eurico—. Aquí la
pendiente cae aguda y el suelo trae mucha agua. ¿Qué ocurrirá si el piso cede en
algún punto?
—Bastará con construir las bóvedas independientes unas de otras, cada cual con
su propio asentamiento —explicó Eufrasio con aire de suficiencia—. Así, si una cede,
no perjudicará a las demás y podrá solucionarse el problema sin dañar al conjunto.
—Me parece una locura —se obstinaba el discípulo de Tioda.
—No hay solución mejor —le contestaban.
—No me hago responsable —se rindió Eurico—. Construidla vosotros si queréis.
De esta manera los constructores del Naranco se dividieron en dos partidos: los de
la iglesia, con Eufrasio, y los del palacio, que eran los de Eurico. De no ser porque la
reina siempre estaba presente, se habrían liado a palos. Pero así fue como unas manos
elevaron el palacio ceremonial y otras distintas la iglesia.
Paterna asistía a todas estas discusiones entre divertida y fascinada. Había tomado
partido por Eurico, pero, en realidad, más por simpatía personal que por criterio
técnico. El arquitecto, por su parte, permitía a la reina inmiscuirse absolutamente en
todo: el dibujo ensogado de las columnas, las dimensiones de la piscina ceremonial,
la orientación de los miradores… El viejo Eurico agradecía la presencia de la
hermosa y altiva Paterna, al mismo tiempo reina y discípula, un halo de hada en
medio del áspero ambiente de las obras. Y ella, discreta, sepultaba entre sillares y
montones de argamasa su nostalgia de Castilla, su nostalgia del hijo que no llegaba,
su nostalgia de una vida libre. También su nostalgia de Hernán.
Aupada sobre un montón de piedra, en el lugar donde en pocos meses se alzaría
un mirador, envuelta en un tosco manto de lana empapado de orvallo, Paterna vaciaba
los ojos sobre la silueta gris de Oviedo. Si hubiera tenido el oído de un lobo, habría
podido escuchar lo que en ese momento la voz inquieta de Aldonza, la hija ciega del
rey, estaba susurrando al oído de su aya:
—La reina ha pronunciado en sueños el nombre de Hernán.
Hernán de Mena cabalgaba sombrío, meditabundo, por el ancho llano donde se unen
el Torío y el Bernesga, la comarca donde había nacido y muerto la ciudad de León.
Traía consigo una alegre compañía: veinte familias de colonos. Los había reunido en
el paraje de Alba, donde la montaña cede bruscamente al llano y el Bernesga se
amansa como el hombre con la edad. Los colonos venían de San Martín, de Somiedo,
de Ponga: estrechos valles donde ya no había tierra para nadie y el horizonte cerrado
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y frío impulsaba a buscar la aventura. ¿Por qué no? Desde varios años atrás, el moro
parecía dormido. Desde varios años atrás, nadie había vuelto a ver por aquellos pagos
cuadrillas de bereberes en busca de esclavos y botín. Desde varios años atrás, la tierra
llana de León reclamaba con voz dulce que volvieran a ella las yuntas y los arados.
Desde varios años atrás, aquel suelo profanado pedía, penitente, el retorno de la cruz.
Como antes en Mena y en Losa, en Espinosa y en Brañosera, en Cigüenza y en tantos
otros lugares, también aquí parecía llegada la hora de recuperar la España perdida.
Para el rey Ramiro era ya una obsesión. Lo tenía entre ceja y ceja desde el mismo
día de su ascenso al trono: recuperar León y Amaya. La primera plaza le daría el
control sobre los caminos que vienen de Galicia y de Oviedo; la segunda, el dominio
sobre la llave del Cantábrico y la gran llanura del sur. Se acabaron los tiempos en que
el sol traía, todos los días, el temor de que un ejército sarraceno penetrara en el reino.
Amaya estaba ya a tiro de piedra: dos generaciones de colonos, verano tras verano,
habían construido aquella nueva tierra llamada Castilla y solo era cuestión de tiempo
que la vieja fortaleza, muda sobre su peña, volviera a hablar. Al joven Rodrigo, el
hermano de Paterna, se le había encomendado la misión de guiar hasta allí a los
colonos que venían de Larranza y el Campoo. Pero León era otra historia: sola en
medio del vacío, la vieja ciudad legionaria permanecía aislada de toda humanidad,
lejos de hombres y aldeas, separada de tierra cristiana por anchos llanos demasiado
abiertos al enemigo. No había nada allí, salvo pequeños grupos de pastores nómadas
y bandoleros en busca de cuerpos que vender a los mercaderes de esclavos. En estas
tierras de la frontera, la cristiandad permanecía agazapada tras los pliegues del
Bierzo, Babia y Arbolio, escondida entre bosques y montes, sin osar devolver su
nombre al sur.
Hernán de Mena no veía clara la apuesta leonesa del rey. Él había nacido en la
repoblación. Conocía bien el valle de Mena que daba nombre a su linaje, el castillo de
Tedeja que su padre elevó y los montes y collados de Brañosera donde tenía sus
propias posesiones. Sabía, porque lo había vivido, que la repoblación avanza a fuerza
de movimientos contiguos: una ola de colonos sucede a la anterior, cada vez más al
sur, y así el reino se extendía en Castilla como un territorio continuo, todo él
ocupado, sin dejar espacios intermedios, sin concesiones al vacío. ¿Amaya? Sería
posible, sí: al sur del Ebro, los páramos y los ríos modelan valles que la mano del
hombre podría ir ocupando, uno tras otro, bajo la protección de la propia Peña. ¡Pero
León…! Demasiadas leguas separaban a la ciudad de cualquier huella humana y,
sobre todo, nada salvaguardaba a la plaza, ni cordilleras ni ríos, ni siquiera un mal
monte donde refugiarse si aparecía el enemigo. Amaya podía ocuparse como se había
hecho en Castilla: familias de colonos dispuestos a vender cara su piel con el terreno
como aliado. Pero para ocupar León haría falta no solo una legión de valientes
colonos, sino también un ejército capaz de protegerlos. Precisamente lo que el reino
no tenía. Y Hernán de Mena se lo había explicado sin tapujos al bravo Gatón.
—¡No seas tan temeroso, Hernán! —Le reconvenía un jovial Gatón con su cara
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de niño en un cuerpo de cíclope—. Desde la terraza donde se asienta la ciudad puede
verse todo lo que viene por el sur. Además, bien sabes que León tiene poderosas
murallas que fácilmente reconstruiremos. ¡Y un buen foso alrededor! ¡Y dos ríos!
—Tú aún no has visto a un ejército sarraceno en toda su potencia, Gatón —
razonaba el veterano con el hijo menor del rey—. Son muchedumbres. Por mucha
muralla que alcéis y mucho foso que excavéis, y por muchos ríos que os circunden,
les bastará con desplegarse alrededor y esperar a que os muráis de hambre. ¿Y quién
vendrá entonces a socorreros? Estaréis lejos de todo, a demasiadas leguas de
cualquier cristiano.
—¿Tú qué harías? —preguntaba el joven rascándose la rubia melena.
—Yo no entraría en León sin haber ocupado antes el llano entre los ríos —
aconsejaba el Caballero del Jabalí Blanco.
—Pero mi padre quiere que entremos. Y lo quiere ya.
—Entonces me aseguraría de dejar puertas abiertas tras de mí. Hacia el Bierzo,
por ejemplo. O hacia Arbolio. Jalones en la ruta, por así decirlo. Lugares que te
sirvan para dar posada a los que llegan y para avituallarte y resistir si tienes que
escapar.
—¡Sería la primera vez en mi vida que escapo! —bramaba Gatón, ofendido en su
honor de guerrero.
—¡Eso es porque tu vida aún es corta! —reía el de Mena—. Sé que luchaste con
bravura en Cornellana, pero créeme, Gatón: llegará la hora en que tengas que escapar.
¡Tu padre te diría lo mismo!
—¿Por qué no vienes conmigo a León? —le espetó de súbito el hijo del rey.
—Porque tu padre me ha encomendado acompañar a Rodrigo, el hermano de la
reina —dijo Hernán con un leve enrojecimiento—, en la exploración de Amaya.
—¡Pero Amaya se defiende sola! —porfiaba el cíclope rubio—. Tú mismo lo has
dicho. Además, mi madrastra no penará demasiado porque dejes solo a su hermanito
en Castilla. Es su tierra, al fin y al cabo.
—Lo siento, Gatón. Es orden del rey.
Allí quedó aquella conversación. Pero pocos días después, mientras Gatón
empezaba a preparar su aventura leonesa, Hernán partió en compañía de Sonna a la
búsqueda del misterioso tesoro de Nepociano. Retornó a Oviedo con las manos
vacías. Se vio en la tesitura de acudir a palacio. Temió el reencuentro con Paterna, la
reina, como el niño que se asusta de su primer pecado. Halló en Oviedo el mensaje
que Gatón le había dirigido. Y en aquellos garabatos mal escritos sobre un pergamino
de becerro —«te necesito en León»— encontró Hernán de Mena la excusa perfecta
para evitar al rey y, sobre todo, a la reina, dejar en manos del obispo Serrano el
enojoso trámite de rendir cuentas de su investigación —ni rastro del oro— y
abandonar la capital como un fantasma. Porque se lo había pedido Gatón, el hijo del
rey. Porque era verdad que Amaya se defendía sola. Porque nada le torturaba más el
alma que ver a Paterna y saber que jamás volvería a ser suya. Y para eso, para
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escapar, León era un sitio tan bueno como cualquier otro.
El resto fue el ciego frenesí de la actividad, el mejor bálsamo para un corazón
demasiado viejo que ya no soportaba heridas de amor. No fue difícil seguir la pista de
los colonos de Gatón. Ramiro había premiado con tierras en la nueva frontera a
familias de su confianza: unas, porque le habían ayudado en los difíciles meses de la
lucha por el trono; otras, porque les debía algún favor personal o, simplemente,
porque así se lo habían pedido. En su mayoría se trataba de pequeños señores rurales
con más ambición que recursos. Unos vieron en la aventura de León una excelente
oportunidad para emplear a una clientela a la que ya no podían mantener en el viejo
solar, y allá que la mandaron. Otros quisieron probar suerte por sí mismos, seducidos
por la oportunidad de apropiarse de anchos campos donde plantar cereal o criar
grandes rebaños. A los colonos de la tierra llana de Lugo, y de Samos y el Édramo,
los conduciría el propio Gatón a través del Bierzo. A los que venían del corazón de
Asturias, de los bosques y picos del interior, los dirigiría Hernán de Mena.
Lo que Hernán encontró en el paraje de Alba, en el sitio de La Robla, al cobijo de
un vetusto castro, bajo la sombra de una vieja torre que algún día habría que
reconstruir, fue el mismo paisaje humano que tantas veces había visto en sus
dominios castellanos. Gentes con muy poco o nada que perder, mujeres que buscaban
un porvenir de abundancia para sus hijos, mozos que soñaban con la gloria,
muchachas que aspiraban a un matrimonio digno de una gran dama, siervos que
ahora serían dueños de sí mismos, hombres que anhelaban ser señores de su propia
tierra y estaban dispuestos a jugarse la vida para ello. El motor del reino de Asturias
no estaba en la corona ni en la espada del rey, sino en el corazón de sus gentes. En la
heteróclita compañía de La Robla había granjeros, vaqueros, labradores, carpinteros,
herreros, albañiles, leñadores, cazadores… Y también frailes, porque los hombres de
Dios nunca faltaban en aquellas singulares multitudes que el reino, periódicamente,
escupía para poblar su frontera. Muchos de esos frailes no eran astures ni cántabros ni
gallegos, sino mozárabes de Mérida, Toledo o Segovia, refugiados en Asturias, y que
ahora caminaban de nuevo hacia el sur con la determinación de quien marcha a tierra
de misión. También a ellos, como a todos los demás, habría que enseñarles a utilizar
un arco y una azagaya.
Hernán fue recibido con alborozo por los colonos; su presencia era un signo de la
bendición regia. Escogió a los hombres que consideró más aptos para las armas: una
docena. Alguno había estado en Cornellana. El de Mena no preguntó en qué bando.
«Seréis los protectores», les dijo. Desde el paraje de Alba, el camino desciende
amable hacia la confluencia del Torío y el Bernesga, hacia la vieja ciudad
desmantelada de León. Demasiado llano. Demasiado abierto. Demasiado expuesto.
En poco más de tres leguas apareció, ruinoso, el perfil de la muralla de León. Tres
leguas de campos que se prometían feraces. Tres leguas para escapar si las cosas se
torcían. Tres leguas en las que cualquier cuadrilla de jinetes bereberes podría diezmar
a una multitud en fuga. Ojalá el rey tuviera razón. Ojalá los moros estuvieran
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demasiado ocupados en sus propias intrigas.
—Háblame de ese Nepociano. Ese al que llaman «el usurpador» —ordenó la bella
Tarub.
—Bueno, «usurpador» le llaman sus enemigos —matizó el eunuco Nasr Abu
el-Fath—. Él vería las cosas de otra manera. Y yo, también. Pero ¿por qué te
interesa?
La bella Tarub, la favorita del emir, reina del serrallo de Córdoba y dueña del
corazón del emir Abderramán, dejó escapar un suspiro equívoco. El eunuco entendió,
como siempre. El talento del eunuco consistía precisamente en entenderlo todo. Se
masajeó delicadamente la calva cabeza. Sirvió un poco más de té en los vasos. Fijó la
mirada en algún punto entre los prodigiosos pies descalzos de la favorita. Y habló.
—Nepociano es un personaje sugestivo. Un gran señor. Era uno de los nobles más
ricos del reino del norte. Pero no pienses en un mezquino terrateniente solo
enamorado de sus vacas, no. —Se recostó trabajosamente Nasr en un cojín labrado
con primor—. Nepociano era un hombre de mundo, podríamos decir. Siendo muy
joven, su linaje se enfrentó al rey Alfonso. Perdió. Vivió exiliado en Aquitania. Se
dedicó a los negocios. Viajó mucho: Bizancio, Roma, Aquisgrán, Alejandría, incluso
Persia y, por supuesto, Córdoba. Así le conocí yo: haciendo negocios en Córdoba.
Como era hombre dispuesto a colaborar, se lo presenté al emir. Entonces empezó a
trabajar con nosotros. A la muerte de Alfonso, Nepociano creyó llegado el momento
de dar el golpe definitivo y hacerse con el poder. Abderramán le ayudó con una buena
cantidad de oro. El resto, ya lo sabes.
—Perdió —sentenció Tarub, abatiendo sobre sus ojos negros las prodigiosas
cortinas de sus pestañas.
—Perdió, sí —resopló el eunuco—. Lástima, porque tener en Oviedo a un
monarca aliado nos habría evitado muchos problemas.
—¿Es verdad que esos bárbaros le han sacado los ojos? —preguntó la bella,
abriendo de nuevo sus luceros de obsidiana.
—Sí, es verdad. Fue el castigo del nuevo rey, un tal Ramiro. Tengo entendido que
alguien en la corte imploró por la vida de Nepociano. Ramiro accedió, pero, a
cambio, le infligió ese brutal castigo.
—¡Es horrible!
—Lo es. Pero piensa —añadió Nasr, burlón— que, de haber sucedido esto en
Córdoba, habría terminado crucificado entre un perro y un cerdo.
Nasr Abu el-Fath hundió los ojos azules en el vaho del té. Pensó en su propio
padre, crucificado tantos años atrás, junto a varios cientos de mozárabes, cuando la
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revuelta del arrabal cordobés. El tiempo había envuelto aquellos recuerdos en una
dura coraza de metal. Él, que entonces era un mozalbete, fue hecho cautivo y
castrado. Como muchos otros. Pocos superaron el trance. Nasr Abu el-Fath
sobrevivió. Y no solo sobrevivió, sino que, a fuerza de astucia y maldad, supo escalar
hasta convertirse en uno de los hombres más poderosos del emirato, la clave de
bóveda del alcázar de Córdoba. Y ahora estaba allí, frente a la hermosa Tarub, bella
entre las bellas, el hechizo del emir Abderramán, cautiva también en su infancia y, sin
embargo, elevada hasta lo más alto a fuerza de belleza. Y también a fuerza de astucia
y maldad.
—¿Te has preguntado alguna vez qué fue de tus padres? —Rompió Nasr el
silencio de la mujer.
—Ya no recuerdo ni sus rostros —respondió ella fríamente—. Es como si esa
vida anterior no hubiera existido jamás.
El eunuco entendió que Tarub no quería recordar. Era otra forma de sobrevivir.
Él, Nasr, había construido su carrera sobre el rencor. Ella prefería hacerlo sobre el
olvido. Es toda la diferencia que hay entre el camino del poder, que necesita hierro y
veneno, y el del amor, que requiere algodón y seda. El eunuco también percibió que
Tarub empezaba a sentirse incómoda. Y nada le dolía más que incomodar a la única
persona en el mundo a la que, más o menos, amaba.
—Volviendo a Nepociano —carraspeó para enderezar la conversación—, muy
distintas habrían sido las cosas si ese petimetre de Mohamed, el primogénito del emir,
hubiera tenido éxito en su misión.
Un brillo homicida en los ojos de Tarub advirtió al eunuco de que había dado en
el clavo.
—¡Mohamed, ese estúpido chacal! —Escupió la bella desde las simas más
oscuras de su alma.
—Es el principal obstáculo en nuestro camino —observó Nasr con indiferencia,
como quien habla de la floración en los jardines del alcázar. Trataba el eunuco de
camuflar su miedo al entrar en terreno prohibido. Su miedo y algo más.
Tarub abrió la boca para decir algo. Por unos segundos, el tiempo se congeló,
quizá deleitándose, en algún lugar entre esos labios frutales, esos dientes níveos como
perlas, esa lengua que cantaba nubas de amor al oído del emir. Nasr vio en aquella
boca entreabierta un mundo oscuro de resentimiento y desesperanza, de dolor y
ambición. Vio a la esclava que ansía triunfar sobre el amo, a la amante que desea
triturar al macho, a la madre que espera el momento triunfal en que el hijo se
imponga sobre el padre. Vio al vientre que había dado a luz al joven Abdalá, y vio
que ese vientre estaba dispuesto a vomitar fuego para allanar el camino a su hijo.
Cuando el tiempo volvió a correr, fue para marcar horas incandescentes.
—Creo, mi buen amigo, que hemos subestimado la fuerza de los sentimientos del
emir hacia su primogénito —se lamentó suavemente Tarub—. Mohamed ha fracasado
en su campaña del norte, pero el emir le ha perdonado. Mohamed ha desobedecido a
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su padre, pero el emir le ha perdonado. Mohamed ha vuelto con sus tropas diezmadas
y con el alfaquí Yahya muerto, pero el emir le ha perdonado. Abderramán ha ocultado
el naufragio de su heredero para que nadie en Córdoba lo conozca. Aún peor, ha
cargado toda la culpa sobre los bereberes hasta el punto de crucificar a un centenar de
ellos. ¿Y el castigo para el calamitoso Mohamed? Nada: una estancia de lujo en la
corte de los Banu Qasi.
—Ciertamente —observó Nasr, incómodo—, nuestro plan solo ha salido a
medias: Mohamed ha fracasado, pero mantiene intacto su crédito ante su padre. O,
más bien, Abderramán sigue decidido a que Mohamed herede el trono pese a su
fracaso, lo cual viene a ser lo mismo.
—Y cada día que pasa —susurró Tarub con acento sombrío—, Mohamed está
más cerca del trono y mi hijo Abdalá, más lejos. Me siento perdida.
—¡Pero, querida mía —exclamó Nasr como para aliviar a la favorita—, tú sigues
siendo la joya más preciada de Abderramán!
—Me temo que no tardaré mucho en dejar de ser su favorita —sonrió triste Tarub
—. Mira esto.
La bella abrió tímidamente su túnica y mostró el cuello al eunuco. Nasr sintió un
incendio imposible en su virilidad vacía.
—Una arruga, mi buen Nasr. La primera arruga. ¿Sabes lo que eso significa?
—Es el collar lo que hace bella a la paloma —farfulló el eunuco.
—Gracias, amigo mío, pero sospecho que nuestro emir, en materia de aves, tiene
otros gustos —meneó Tarub, resignada, la cabellera negra.
—Seguirás siendo su favorita mientras su alma encuentre refugio en la tuya —
proclamó Nasr Abu el-Fath con unción de enamorado.
Tarub se puso en pie. Asomó el rostro cansado a la celosía del ventanal. Ocultó
una sonrisa malévola en la sombra. —Córdoba florecía en este mayo que anunciaba
vida— pero toda vida es también un anuncio de muerte.
—Yo no me haría tantas ilusiones, querido Nasr. Conozco bien al emir. Y el
tiempo pasa, yo envejezco y, ¿qué va a ser de mí? Cuando mi rostro se cubra de
arrugas, mis pechos cuelguen sin fuerza y mis muslos cedan a la edad, ¿quién se
acordará de Tarub? Siento que el momento se acerca. ¿Terminaré apartada como un
mueble viejo en cualquier desván? Solo me quedará una cosa: mi hijo. Pero mi hijo,
sin mí, será como un cordero frente a Mohamed.
—¿De verdad crees que Mohamed se atrevería a…? —musitó el eunuco.
—¡Por supuesto que lo creo! —atajó Tarub—. ¡Lo matará!
—Pero Mohamed no tiene por qué ver en Abdalá a un rival —protestó Nasr,
dubitativo.
—¡Olvídate de Mohamed! No será él quien dicte la sentencia, sino Buhayr, su
madre. Y esa bruja no lo hará por el trono, sino para vengarse de mí. Una primera
esposa nunca perdona a las que han venido después.
Nasr Abu el-Fath volvió a hundir la mirada azul en las volutas que el té dibujaba
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en el aire. Creía saberlo todo sobre las pasiones que mueven a los hombres, pero las
que empujan a las mujeres siempre le parecían selvas inextricables.
—Con Abderramán muerto y conmigo fuera de la escena —seguía Tarub con sus
lúgubres vaticinios—, esos canallas no tardarán en quitarse de en medio a cualquiera
al que consideren un estorbo. Y Abdalá será el primero, porque es el más frágil.
—Hay que proteger a Abdalá —concluyó Nasr.
—Y la única forma es acabar con Mohamed. Y si es preciso —añadió Tarub,
bajando la voz hasta un susurro—, también con su padre.
¡Acabar con el emir! Solo Tarub, dueña del amor de Abderramán, podía albergar
semejante proyecto en el laberinto tortuoso de su corazón. Entre el hijo y el padre —
pensaba Nasr—, ella siempre elegiría al hijo. Y sí, por qué no: muerto Abderramán,
la sucesión de Mohamed quedaría aplazada hasta que la corte decidiera. ¿Y quién
mandaba en la corte? Él: el eunuco Nasr Abu el-Fath.
—¿Mohamed sigue con los Banu Qasi? —preguntó Tarub.
—Allí sigue —confirmó el eunuco—. En la corte de Musa ibn Musa, valí de
Arnedo.
—¿Qué está pasando allí?
—Al norte de los dominios de los Banu Qasi, al pie de los Pirineos, junto a la
frontera de los francos, hay un pequeño reino cristiano al que llaman de Pamplona o
Navarra. Los Banu Qasi mantienen con ellos alianzas muy estrechas.
—¿Son los mismos que se levantaron el año pasado? —apuntó Tarub, queriendo
mostrar conocimiento.
—Los mismos. Ahora están más tranquilos, según parece. Mohamed permanece
allí como testigo, por así decirlo.
—No lo entiendo. —Clavó Tarub su mirada negra en el eunuco.
—Y haces bien. La política marchita la belleza.
—¡Nasr, por favor!
—Perdóname —se sonrojó el eunuco—. Te lo explicaré de la forma más simple
posible. El emir sospecha que Musa ibn Musa no ha renunciado a sus ambiciones:
apoyado en los navarros, extenderse a Huesca y Zaragoza. Eso le daría un poder
absoluto sobre la marca del norte. Musa solo se quedará quieto si siente que
Abderramán le observa. Y por eso está allí Mohamed.
Tarub guardó un largo silencio. Miró dentro de sí. Entrelazó sus manos. Los
dedos tatuados de alheña asemejaban serpientes dormidas.
—Nos interesa que Mohamed esté lejos —concluyó.
—Nos interesa —ratificó el eunuco.
—Nos conviene que el emir esté solo en Córdoba.
—Nos conviene.
Y el sol de mayo, mecido por el canto del almuecín que anunciaba la oración del
Magrib, se apagó silencioso sobre Córdoba.
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LA VARA DE LA JUSTICIA
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respeto de los normandos.
«Cuéntame eso», le había ordenado Hastein tantos días atrás. Y él lo contó.
Piniolo de Peñamellera abrió la capa, hinchó el pecho, adoptó la postura más
majestuosa que pudo, elevó hacia el jefe normando su barbado mentón negro y
rompió a hablar con la misma prosopopeya que habría empleado el escaldo Braggi
Boddason.
—Junto a este hermano vuestro, al que llamáis Ragnar, he librado una terrible
batalla —exageró Piniolo—. Ragnar se batió con bravura, pero el número del
enemigo y la traición en nuestras propias filas nos desbordaron.
Ragnar Haraldson traducía lentamente las palabras de Piniolo de Peñamellera. El
asturiano no podía estar seguro de que su socio fuera fiel al texto, así que se ocupó de
adornar la peripecia del propio Ragnar en la historia. Después de todo, sus
posibilidades de supervivencia dependían de que el desterrado pudiera volver a
ocupar un sitio junto a su pueblo.
—Cuando todo estuvo perdido —proseguía Piniolo—, algunos bravos nos
retiramos a Oviedo, nuestra capital, junto a nuestro derrotado rey. Sin dejar de pelear,
abriéndonos paso entre la muchedumbre enemiga —seguía mintiendo el de
Peñamellera—, conseguimos poner a salvo a nuestro soberano, Nepociano, legítimo
rey de Asturias.
El narrador miró de reojo a Ragnar. Este, sin inmutarse, pero con visible
satisfacción, seguía desgranando solemnemente el relato.
—Fue allí, en la soledad del último baluarte —continuó—, donde el rey nos
confió su secreto. En un lugar del oeste, al borde del mar, había guardado un gran
tesoro en previsión de poder continuar la lucha. ¡Oro, nobles amigos! ¡Mucho oro!
¡Oro para hacer ricos de por vida a trescientos hombres! Esas fueron las palabras de
mi rey.
Piniolo compuso una estudiada pausa. Perdió la mirada en la techumbre lastimada
de la iglesia de Noirmoutier con el aire de quien camina entre sueños. Por un instante
pasó por su mente la verdad: el momento sórdido y doloroso en el que Nepociano, ya
vencido, encerrado en su celda de Oviedo, encadenado, le refirió el secreto de
aquellos tres carros cargados de oro. Clavó luego la mirada en Ragnar. Entendió que
por la cabeza del normando pasaban también escenas semejantes: la fuga de Oviedo,
el cofre de oro de su soldada, la confidencia de que en algún otro lugar, lejos, muy
lejos, había más oro… El normando desterrado cruzó un guiño de inteligencia con el
asturiano. Algo iba a decir Ragnar, pero la voz tempestuosa de Hastein le
interrumpió:
—¿Y qué fue luego de tu rey?
—Mi rey fue apresado por el usurpador —musitó Piniolo, contrito—, encerrado y
condenado. ¡Le sacaron los ojos!
Björn Costillas de Hierro intercambió un ademán de satisfacción con Hastein.
Aquel era un lenguaje que los daneses entendían bien.
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—¿Dónde está ese oro? —inquirió Hastein mirando solo a Ragnar. Pero Ragnar
desvió la pregunta hacia Piniolo: le interesaba que, si algo se torcía, la culpa recayera
sobre el asturiano nada más.
—El oro se encuentra depositado en una fuerte torre de Galicia, a orillas del mar,
en la vieja comarca de Brigantia. La llaman Torre de Hércules.
—¿Dónde está ese lugar? —preguntó Björn—. Es la primera vez en mi vida que
oigo hablar de tales tierras.
—En el extremo occidente del reino del que vengo —declamó Piniolo con un
punto de orgullo patrio—. Hay allí una península, casi una isla, que se llama Crunia,
apenas unida a tierra firme por un estrecho paso de arena que las aguas cubren
cuando sube la marea.
—Estará fuertemente defendida —observó Hastein.
—No mucho. Y solo por tierra; una guarnición cubre el paso desde la tierra firme.
Pero carece de defensas frente a quien venga por el mar.
—¡Cómo es eso posible! —bramó el joven Björn—. ¿Te burlas de nosotros?
—¡En absoluto! —protestó altivo Piniolo—. Carece de defensas frente al mar
porque nadie ha venido nunca por ahí.
—Es verdad —añadió Ragnar—. Doy fe.
—Nuestros enemigos siempre han estado en el sur o en el este —aclaró el de
Peñamellera—, al otro lado de las grandes cordilleras. Allí es donde tienen puestos
los ojos las huestes en armas. Al norte y a poniente no hay más que agua. El mundo
acaba ahí.
—¿Y está muy lejos esa isla? —se interesó Hastein con gesto profesional.
—No —contestó ahora Ragnar—. Hay que navegar hacia el sur por esta misma
bahía donde ahora nos hallamos. Son aguas fáciles en esta época del año. Después,
sin perder de vista la costa, habrá que bogar rumbo poniente durante un par de
jornadas. Veréis tierras fértiles, muy parecidas a estas de la Bretaña, pero con mucha
más montaña. Hay también abundantes playas. No será difícil desembarcar para
avituallarse, si es preciso. Y en el punto del Finisterre, en el extremo occidente, en un
paisaje de entrantes y salientes, veremos la gran torre.
—La más alta que el hombre ha elevado —completó Piniolo, orgulloso—.
Erguida en su isla como el guardián de los mares.
—¿Y después? —Perforó Hastein con sus ojos de hielo azul el negro entrecejo de
Piniolo.
—Después —mantuvo Piniolo la mirada del normando—, desembarcar, asaltar la
torre, llevarse el oro y partir de nuevo.
—Limpio y sencillo como saquear una granja —rio Ragnar—. ¡Y con mucha más
ganancia!
Hastein y Björn se miraron con aire de concentración. El plan parecía bueno. La
aventura de aquella torre ofrecía un beneficio fácil. Hastein necesitaba algo así para
afianzar su nombre entre los grandes caudillos del norte. Ese oro podría granjearle
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fama y gloria en sus tierras, además de la fidelidad eterna de su hueste. En cuanto a
Björn, suspiraba desde mucho tiempo atrás por una hazaña que pusiera su nombre a
la altura del de su padre, el legendario Ragnar Lodbrok. Una torre perdida frente al
océano no eran las murallas de París, pero la cuantía del botín compensaría el pobre
renombre de la pieza. Y por otro lado, quién podía saberlo: quizás aquellas nuevas
tierras, más al sur, fueran un vergel donde establecer nuevos asentamientos.
Cuando Ragnar y Piniolo terminaron su historia, los caudillos daneses les
invitaron a tomar asiento. Alguien les acercó un par de toscos taburetes. Hastein se
rascaba las barbas sobre el rostro colorado. Björn, la cabeza apoyada en el puño,
soñaba. Alrededor del grupo, circunspectos vikingos, dejada atrás la exaltación del
hidromiel, comentaban los detalles de la conversación. Todos habían participado en
los saqueos de Nantes. Todos habían navegado Loira arriba para rapiñar cuanto se les
ofrecía en las campiñas francas y bretonas. Todos sabían que allí quedaba ya poco por
rascar. Permanecer como fuerza mercenaria para cualquiera de los señores locales era
una expectativa poco halagüeña. Demasiada sangre para poco beneficio, como había
dicho el propio Hastein.
—He oído decir a algún anciano —aventuró Björn con ojos de niño— que allá, al
sur, hay un gran imperio con palacios asombrosos, grandes tesoros, abundantes
esclavos y ejércitos innumerables que cabalgan sobre extraños caballos jorobados.
—También gentes de tez negra, reyes envueltos en ricos ropajes blancos y
harenes de hermosas mujeres encerradas en suntuosos castillos. ¿No es así? —sonrió
Ragnar.
—¡Exacto! —Se entusiasmo el joven caudillo—. ¿Es verdad todo eso?
—Es verdad —corroboró el desterrado—. Es el reino de Córdoba, donde viven
los moros. Con ellos precisamente están en guerra los hermanos de nuestro amigo —
señaló Ragnar a Piniolo con un gesto burlón.
—¿Y pueden resistir ante semejante imperio? —preguntó de repente Hastein con
un ceño de inquietud—. ¡Muy fuertes deben de ser entonces!
—Somos fuertes, sí —dijo Piniolo con orgullo—, pero precisamente por eso
nuestras costas están desprotegidas. Somos fuertes, pero somos pocos —añadió para
deshacer los recelos de Hastein—, y nadie cree posible que nos ataquen por el mar.
—Y esas tierras de Córdoba —apuró Björn, que acababa de descubrir un nuevo
mundo por conquistar—, ¿tardaríamos mucho en llegar a ellas?
Piniolo de Peñamellera, que podía seguir los pensamientos de Björn como si
fueran los suyos propios, se apresuró a devolver la conversación a su cauce.
—Con el oro que ganes en la torre de Crunia —prometió el asturiano— podrás
armar naves y hombres suficientes para atacar al emirato de Córdoba y sus ricas
ciudades. Pero primero…
—Primero hay que asaltar la torre —añadió Ragnar.
A Björn le cambió la expresión. Bajo el rostro cruzado de cicatrices emergió el
niño que aún latía en su pecho.
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—Me estás convenciendo, cristiano —resopló mirando a Piniolo.
—Vuestro hermano Ragnar y yo hemos cruzado medio mundo para eso.
El de Peñamellera, fingiéndose absorto, comenzó a mover pausadamente las
monedas de oro esparcidas por el suelo. Las cogía con los dedos y las dejaba caer
despreocupadamente, como quien juega con guijarros. Eran monedas de factura
hermosa, pero sin signos ni letras: simplemente oro desnudo. Lo mismo podía
haberlas acuñado el emir de Córdoba que algún enano en cualquier cueva de los más
profundos bosques del norte. Tendió algunas piezas a Björn, que las miraba con una
codicia jovial, como la de quien goza más en gastar que en ganar. «Esto está hecho»,
pensó, por su parte, Ragnar. Pero no.
—Un momento —levantó Hastein una mano autoritaria—. Cristiano, has dicho
que ese oro es de tu rey, ¿no es así?
—Así es —admitió Piniolo—. Pero ya no tiene trono ni corona.
—Sí, lo he entendido: le sacaron los ojos y lo encerraron. Pero ahora, dime, ¿no
pretenderás que recuperemos el tesoro para rescatar a tu desdichado rey de su
encierro? —bramó el jefe danés, suspicaz, con una carcajada coreada largamente por
los demás vikingos.
—No, por desgracia eso es imposible —respondió Piniolo con fingida
compunción—. Nepociano, el noble Nepociano —declamaba elevando los brazos al
cielo—, yace cautivo y ciego. Incluso tal vez haya muerto. Esa guerra se acabó. El
oro no tiene dueño. Salvo que otro lo encuentre antes que nosotros.
Silencio. Por un instante solo se escuchó el crepitar de los leños que ardían en el
atrio de la iglesia del santo Filiberto, el rumor de las mujeres que pululaban por la
estancia y el graznido de las aves marinas en el exterior del viejo monasterio.
—¿Y tú qué ganas con todo esto, cristiano? —Escupió el joven Björn torciendo la
boca.
—Primero, mi parte del tesoro, por supuesto —replicó Piniolo, rápido como una
serpiente—. Tengo siete hijos que mantener. Y además —añadió con gesto fiero—, el
placer de ver cómo mis enemigos muerden el polvo bajo las hachas de tus valientes
guerreros.
—¿Y tú, Ragnar? —añadió Björn—. ¿Tú qué ganas?
—También mi parte del tesoro, como es natural. Y con vuestra benevolencia —
añadió el normando desterrado—, recuperar un puesto entre mi pueblo. Ese tesoro
será la prenda de mi perdón.
De nuevo silencio. De nuevo el crepitar de la leña, el rumor de las mujeres y el
graznido de los charranes. Y entonces Hastein habló:
—Sea. Iremos. Y que los dioses nos guíen.
Y un fragor de voces alborozadas saludó el anuncio de la nueva aventura.
Así fue la conversación que Piniolo de Peñamellera y Ragnar Haraldson
mantuvieron con Hastein Alsting y Björn Costillas de Hierro, y desde entonces las
cosas no habían podido marchar de mejor manera. Los desterrados fueron alojados en
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una barraca cerca del propio Hastein. Participaron en alguna algarada en las tierras de
los francos. Vivieron con la peligrosa comunidad de la isla de Her. Volvieron a
reunirse con Björn y Hastein para ultimar los preparativos del viaje. Y al cabo de
unas pocas semanas, el jefe les dijo que estaban listos para partir. Iban a cruzar los
mares. Iban a navegar más al sur que ningún otro normando. Iban a asaltar la torre
más alta del mundo. Iban a abrirle el vientre para sacarle sus tesoros. Iban a ser ricos
y escribir una nueva hazaña que mañana cantarían los escaldos.
Tan honda era la preocupación del rey Ramiro, tan intenso su desconcierto por la ola
de crímenes que sacudía todo el país, que, muy a su pesar, no tuvo otro remedio que
convocar al Aula Regia, su gran consejo: la asamblea de los primeros nombres del
reino. Muy a su pesar, sí, porque a Ramiro le turbaba —y con fundadas razones—
cualquier exhibición de un poder que no fuera el suyo. No, no podía confiar en nadie.
Cuando uno gana un trono, pierde amigos y parientes; la soledad es el precio del
poder. La soledad y también el peligro. Su predecesor, Alfonso el Casto, lo entendió
muy bien; tanto que resolvió levantarse su propio palacete fuera de las murallas de la
ciudad. Aun así, no faltaron las conjuras. Él, Ramiro, había ido más allá: se estaba
construyendo una nueva mansión aún más lejos, en el monte Naranco. Pero el nuevo
palacio todavía estaba en obras y el de Alfonso no dejaba de ser la morada de otro, de
ese difunto cuya sombra omnipresente aún se extendía por todas partes, cuya
presencia aún impregnaba cada sala, cada esquina, cada corredor. Por eso Ramiro
convocaba a la corte en el palacio viejo, en el interior de las murallas. Y lo hacía con
un punzante sentimiento de aprensión. ¿Hay que repetir que aquí mataron al rey
Fruela?
Asomado a la ventana de su cámara en el palacio viejo, perdida la mirada, absorto
el pensamiento, Ramiro esperó a que le comunicaran que todos habían entrado ya.
Siempre lo hacía así. Le gustaba el protocolo. Sobre todo, le daba seguridad saber que
nadie estaría fuera, aguardando tras una cortina, armado con un puñal traidor. Echó
una última ojeada a las calles de Oviedo. Desde la cámara donde se hallaba, en un
piso superior, con grandes ventanales abiertos al oeste, se podía contemplar el
trasiego de la capital. Al frente, la iglesia de San Tirso y más allá la puerta Rutilante,
la entrada principal de la ciudad, como una boca dispuesta a contar los secretos
encerrados tras las murallas de piedra musgosa y oscura. A la derecha, la catedral de
San Salvador, el escenario de su propia coronación. La mole de San Salvador
ocultaba a su vista la iglesia de Santa María, la segunda catedral de Oviedo, el lugar
donde Alfonso el Casto quiso ser enterrado. Mejor así: a Ramiro se le hacía cada vez
más opresivo el recuerdo de su predecesor; bien sabía Dios que le había amado como
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se ama a un padre, pero en dos años de reinado aún no había perdido la incomodísima
sensación de hallarse en los zapatos de otro. La mirada del rey giró instintivamente a
la izquierda, a los soportales donde se hacía pública la justicia del rey, los mismos
donde fueron juzgados el traidor Nepociano y su esposa Jimena. Y en medio de todo
eso, la vida: en los últimos años habían crecido por doquier casas, huertos y corrales
hasta llenar todo el espacio intramuros. Ahora la piedra de la muralla servía de pared
a innumerables hogares que se apoyaban sobre ella como los hijos en su madre. Por
entre las callejas de la ciudad se agitaban mil almas entregadas a sus tareas de hoy y
mil niños anunciando las tareas de mañana. Era hermosa, Oviedo. Incluso bajo el
cielo gris. Hermosa y amenazadora.
Ramiro se envolvió en su capa, se atusó las barbas oscuras, palpó su panza de
medio siglo como si quisiera volver a la elasticidad de la juventud, colgó una daga en
el cinto, se aseguró de que el arma quedara bien visible sobre la túnica, hinchó el
pecho y, con pasos medidos, abandonó la estancia. En torno al rey, cuatro guardias
con sus capas rojas. La comitiva cruzó los lóbregos pasillos del palacio viejo.
Descendió una escalinata gélida como lápidas de camposanto. Al final, el salón del
trono.
El salón: un gran espacio cuadrangular de altas paredes desnudas. En un lado, tres
arcos abiertos al cielo, el central de mayor altura que los otros dos, como siempre en
Asturias. En el otro extremo, tres antorchas. Bajo una de ellas, la puerta. Además, una
gran chimenea en la pared del fondo; se agradecía su calor volcánico contra las
siempre gélidas piedras. Y en la pared de enfrente, el trono, elevado sobre dos
escalones. Nada más. Ni muebles, ni tapices ni trofeos. Solo una cruz pintada en el
muro. El trono: una aparatosa cátedra que, según se contaba, el primer Alfonso se
trajo de sus correrías por el sur, un siglo atrás. Quizás un día fue silla litúrgica de
algún gran obispo en tiempos de los godos. Ahora era el asiento del rey de Oviedo.
Dura y gruesa madera ornada con figuras geométricas de colores en respaldo y
brazos, con un arte que pocos entendían ya. Ramiro cruzó la estancia sin apenas mirar
a los que allí esperaban; solo lo justo para constatar que todos esbozaban la
preceptiva reverencia. Subió calmoso los dos escalones. Se situó frente a la asamblea,
en pie, tratando de manifestar majestad. Observó a su consejo: todos inclinados, los
ojos posados en el suelo. Despacio, Ramiro se dejó caer sobre la silla.
—Bienvenidos, mis nobles amigos —silabeó.
Después paseó lentamente sobre la concurrencia sus ojos del color de las
castañas. Allí estaba, en primera fila, la familia del monarca: Ordoño, el hijo mayor,
que ejercía de conde en Galicia y al que Ramiro había decidido nombrar heredero del
trono; también Aldonza, su adorada hija ciega, pequeña y frágil, bella sin esperanza.
Faltaba un hijo: Gatón, cuerpo de gigante y corazón de niño, que en aquel momento
andaba arañando la frontera de León y las tierras del Bierzo. Y asimismo faltaba —
¡horror!— la reina: Paterna, la castellana, la segunda esposa de Ramiro. ¿Dónde se
había metido Paterna? La ausencia de Gatón estaba justificada, pero la de Paterna era
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un inesperado contratiempo.
Ramiro trató de guardar la compostura: sabía que todos le observaban. Dirigió
una paternal inclinación de cabeza a sus hijos y desvió la vista hacia la segunda fila:
la de los condes de palacio, sus hombres de confianza, los que le habían acompañado
en la aventura de Cornellana y ahora encontraban recompensa a su fidelidad. Serrano,
nuevo obispo de Oviedo y mayordomo de palacio, el hombre más influyente de
Asturias después del monarca. Ergica de Tuy, guerrero gallego, jefe de la guardia del
rey. Olmundo de Erice, un navarro que había ganado renombre en la repoblación de
Castilla y ahora formaba parte del séquito personal de Ramiro. Rodrigo Núñez, el
joven hermano de Paterna, que escribió una hazaña asombrosa al derrotar a una
hueste musulmana en el paso de Lutos y a quien Ramiro había encomendado la
gobernación de la frontera de Castilla. Ya no quedaba entre los condes de palacio ni
uno solo de los que sirvieron con Alfonso el Casto. En esto Ramiro había sido
taxativo: gentes nuevas para una época nueva. Sobre todo, gentes de las que se
pudiera fiar. Gentes que no fueran a desnudar un puñal en las sombras.
Tras los condes de palacio formaban los magnates de la Iglesia. El joven Ataúlfo
permanecía como obispo de Iria-Compostela. El riquísimo abad Gladila, que fue uno
de los pocos terratenientes que apostaron por Ramiro en los duros días de la lucha por
el poder, obtuvo fruto al verse premiado con la diócesis de Lugo. Su predecesor en
esa sede, Adulfo, mucho más tibio en aquel trance, se vio forzado a abandonar la rica
diócesis de las murallas y tuvo que conformarse con la de Orense, ostensiblemente
más pobre. Pero el más pobre de entre todos ellos —aunque seguramente el más
virtuoso— era el obispo Novidio, que luchaba a brazo partido por reconstruir la vieja
diócesis de Astorga sobre las ruinas semidespobladas de la otrora noble ciudad.
Cerraban la asamblea los oficiales palatinos, el personal que se encargaba del
gobierno de palacio. También aquí Ramiro había distribuido los cargos entre los
vencedores de Cornellana. El obispo Serrano sacó del monasterio de Ablaña a un
viejo compañero de fatigas, fray Martín de Segovia, mozárabe como el propio obispo,
y lo colocó junto a sí como capellán de palacio y auxiliar en sus funciones de
mayordomo. Del monasterio de Samos, que tanto había trabajado por el triunfo de
Ramiro, salió el notario de la corte: un brillante y joven novicio llamado Leovigildo.
Y al caballero García de Santillana, protagonista de la toma de Gijón durante los días
de la gran batalla, se le nombró caballerizo del rey. García era el único hombre de la
corte que había servido también a Alfonso el Casto; así Ramiro pagaba el prescriptivo
homenaje al difunto rey.
El obispo Serrano dio un paso al frente. Ceremonioso, se situó a la derecha del
monarca. Pronunció una oración. Declaró abierta la sesión en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. Solicitó la venia del rey. Expuso la situación con fría
crudeza:
—Nobles señores, eminencias, caballeros y prelados: mi señor el rey don Ramiro,
a quien Dios guarde muchos años, os ha hecho convocar a causa de la alarma que
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llena su corazón. Todos conocéis sobradamente el azote que nos flagela de un año a
esta parte. Me limitaré, pues, a enunciar los sucesos del último mes. En San Vicente
de la Barquera una banda ha asaltado el depósito de grano, ha saqueado dos granjas y
ha asesinado a diez personas. En el Campoo otra horda atacó una aldea y secuestró a
diez mujeres. En Panes, en la Peñamellera Baja, unos cuatreros han robado cincuenta
reses después de matar al propietario, a su esposa y a cuatro de sus siervos. En
Cangas de Onís unos forajidos han saqueado la iglesia de la Santa Cruz, asesinando a
cuatro monjes que allí se encontraban y robando todos los objetos de metal. En la
aldea de Perlín, en Trubia, un grupo de jinetes entró a saco, quemó las casas, mató a
veintitrés personas e hizo cautivas a otras tantas. Esto, en el oriente del reino. En el
occidente tenemos un asalto cruento a la iglesia de San Martín de Mondoñedo, en
Foz, con resultado de seis muertos; un incendio en Tuy con robo de caballos y reses;
en Compostela, el asesinato de un canónigo de la iglesia de Santiago y el robo de sus
pertenencias.
El obispo compuso una estudiada pausa. Quería que los nobles del reino sintieran
el dolor de todos aquellos crímenes. Más aún: quería que se sintieran culpables.
Clavó su mirada en algún punto por encima de la asamblea. Después, con un breve
carraspeo, continuó:
—Todo esto no es más que la relación de crímenes que nos constan en el último
mes —observó, golpeando con el índice un largo pergamino—. En fechas anteriores,
y desde hace aproximadamente un año, hemos venido sufriendo desastres semejantes.
No hay que descartar que en los últimos días hayan sucedido otras muchas
calamidades de las que no tenemos noticia. Con toda seguridad, en este preciso
instante nuevos males estarán asolando nuestras tierras. Esta, nobles amigos, es la
razón de que nuestro señor el rey don Ramiro, hijo de Bermudo, del linaje del duque
Pedro de Cantabria, titular legítimo del trono de Oviedo, bendecido por Dios en la
victoriosa jornada de Cornellana, os haya convocado hoy aquí.
Serrano calló. Bajó la mirada. Siguió un espeso silencio. Hasta que Ramiro se
puso en pie. Crispó la boca entre las grandes barbas cada vez más nevadas. Frunció el
ceño sobre la mirada oscura. Parecía al borde de una explosión de ira.
—La última vez que estuvisteis aquí —hablaba el rey despacio, como si quisiera
que sus palabras golpearan lentamente los oídos de sus consejeros— muchos de
vosotros restasteis importancia a estos sucesos. «Siempre hay crímenes», decíais.
«Siempre hay delincuentes», rezongabais. «Nunca es posible desterrar
completamente el mal», escuché de vuestros labios en esta misma sala. Pero lo que
tenemos hoy delante de nuestra vista no es una simple sucesión de delitos ordinarios.
Al contrario, estamos ante una auténtica ofensiva criminal. No es posible que tanta
fechoría surja espontáneamente. Haced el simple ejercicio de sumar los crímenes y el
número de los criminales. ¿De dónde ha salido toda ese gente? ¡No puedo creer que
tantos de mis súbditos se hayan convertido súbitamente en criminales!
—Con tu venia, mi rey —terció Ergica de Tuy, el jefe de la guardia.
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—Habla —ordenó Ramiro.
—En cuanto a los autores de los crímenes, parece claro que se trata de soldados
de la vieja hueste mercenaria de Nepociano. Después de su derrota en Cornellana
muchos huyeron. Muchos, sí —subrayó Ergica, apretando el pomo de su espada: por
orden expresa del monarca, era el único en el salón que portaba su arma, además del
propio rey—. Todos los que no fueron muertos o cayeron presos. Y esos fugitivos, sin
oficio ni beneficio, han formado bandas cuya única ocupación es esquilmar a los
campesinos y aterrorizar a nuestra gente.
—Dice bien Ergica —apostilló el obispo Serrano—. Alguno de esos bandidos ha
sido apresado con vida y sometido a tormento. Y en el potro ha confesado que militó
en la mesnada de Nepociano, que huyó del sitio de Cornellana, que formó banda con
otros como él y que desde entonces ha vivido entregado al delito.
—Todo eso nos dice algo y confirma mis sospechas —bufó Ramiro—, pero deja
abierto el problema principal. Esa gentuza sigue actuando. Y nosotros —miró el rey a
los nobles con unos ojos que en realidad decían «vosotros»— estamos dejando que
esa chusma mate, robe, secuestre y viole sin hacer nada útil para impedirlo.
El rey volvió a sentarse. La madera del trono se le antojaba un lecho de espinos.
Apoyó el rostro en un puño fatigado. Extravió la mirada en algún punto de la sala.
Serrano conocía ese gesto: era la típica expresión de Ramiro cuando la desesperanza
inundaba su ánimo. En esos trances el monarca perdía su determinación y su mente
volaba a refugiarse en los recuerdos de su castillo del Édramo, sus cacerías en el
monte Oribio, sus conversaciones con monteros y aparceros, sus noches de amor
culpable con la dama Gontroda, la reina del mármol del Incio; la memoria de una
vida que ya no volvería jamás. A Ramiro le invadía el duende de la melancolía.
De nuevo un silencio opresivo se extendió sobre el salón del trono; un silencio
denso y pesado como la niebla en los valles de Los Oscos. El obispo mozárabe posó
los ojos en los pliegues de su propia túnica: una hermosa túnica carmesí que se había
hecho confeccionar para dejar bien clara su dignidad. El viejo Gomelo, su protector y
maestro, su predecesor en la diócesis de Oviedo y en la gobernación de palacio, le
había aconsejado que no lo hiciera, que no cayera en gestos de ostentación vana, pero
Gomelo —pensaba Serrano— no entendía nada. Era muy grande lo que se estaba
construyendo aquí. Él, Serrano, sí lo entendía. Él había tenido que huir de su
comunidad mozárabe, oprimida bajo el yugo sarraceno. Él se había visto obligado a
vagar por las estepas del Duero, vestido con harapos, muerto de hambre y frío y sed,
hasta encontrar refugio entre los cristianos del norte. Él sí sabía lo que Oviedo
significaba. Esto ya no era el paupérrimo reino de unos años atrás. Ahora la corona de
Asturias abarcaba territorios inmensos. Aún más importante: ahora el viejo reino era
el adalid escogido por Dios para defender la cruz frente a la morisma blasfema. La
lejana traición de la diócesis de Toledo había convertido a Oviedo en auténtica cabeza
de la cristiandad española. El apóstol Santiago bendijo el relevo con una señal
inequívoca: mostró al mundo su sepultura. Ahora todas las miradas del orbe se
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concentraban en Oviedo. El reino del norte era un nuevo Israel. Por eso había que
vestir una túnica carmesí. Por eso había que esgrimir siempre la espada. Por eso había
que empujar al rey a que saliera de sus frecuentes estados melancólicos.
—Con tu permiso, mi rey —habló Serrano, y en su voz se advertía un deje
metálico, como de campana que convoca a los fieles—. La situación es alarmante, es
verdad, pero es de justicia decir que muchos de esos crímenes han sido castigados y
que los señores del reino están aplicando la ley con el rigor que exige tu nombre. ¿No
se llama al rey Ramiro en todas partes la Vara de la Justicia? Pues bien, así esa vara
está cayendo sobre los criminales.
—¡Es cierto, mi señor don Ramiro! —intervino el joven Rodrigo, el castellano, el
hermano de la reina, como impulsado por un resorte—. Yo mismo he hecho decapitar
a no menos de diez facinerosos en la cabecera del Pisuerga. Y a otros tantos no lejos
de Espinosa.
Rodrigo giró instintivamente la cabeza hacia Aldonza, la hija ciega del rey, como
si buscara su aprobación. Aldonza no podía ver al joven hermano de la reina, pero
percibió su gesto con un sentido misterioso. Un leve estremecimiento balanceó la
larga cabellera rubia de la muchacha. Para sus adentros, como un espejo que solo
reflejara el alma invisible de las cosas, Aldonza sonrió.
—¿Y cómo has obrado semejante hazaña, mi joven cuñado? —preguntó Ramiro
entre paternal y burlón.
—Permitiendo que la gente se defienda por sí misma —respondió Rodrigo con un
ademán de firmeza que aún era infantil—. En Castilla todos portan armas. El peligro
acecha todos los días. El labriego rotura sus campos con la lanza junto al arado y el
vaquero apacienta sus reses con la honda o el puñal siempre a mano. Esas armas que
sirven para defenderse de los moros, trabajan también contra los criminales.
—No es preciso armar a los siervos para apresar a los criminales —protestó el
obispo Gladila, entre cauteloso e indignado; cauteloso porque se hallaba ante el rey e
indignado porque no soportaba la arrogancia de esos castellanos, a los que
consideraba destripaterrones venidos a más—. También yo, mi rey, he prendido y
dado muerte a no menos de una docena de esos forajidos, lo mismo en mis tierras de
Trubia que en mi diócesis de Lugo. Y sin necesidad de entregar armas a los
campesinos. ¡Armar a los siervos! ¡Quién sabe qué calamidades podría traer una cosa
así!
Espoleados por las palabras de Gladila, todos los señores allí presentes rompieron
a enumerar cuántos criminales habían sido atrapados en sus respectivos predios. De
ahí pasaron a detallar qué trágicos estragos habían causado los bandidos en sus
propios erarios. Y alguno aun se atrevió a devolver al rey la acusación, pues tanto
delito terminaba dañando no al patrimonio del rey, sino al de tal conde, tal obispo o
tal señor. Ramiro torció el morro en un ademán de cansancio infinito. Su mente voló
hacia un amable meandro del río Mao, un prado verde flanqueado de castaños y
adornado por legiones de flores silvestres, alfombrado con una dulcísima hierba que
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un día sirvió de lecho para su amor. El espíritu de Ramiro se hundió en el recuerdo
del pecho de Gontroda. Si hubiera estado más atento, el rey habría podido descubrir
la mirada absorta de Rodrigo, el castellano, sumergida en la figura menuda de
Aldonza; incluso habría podido percibir el rubor en las mejillas de su hija, ese brillo
intempestivo en aquellos ojos azules sin luz. Pero no, Ramiro no estaba atento. Tuvo
que escuchar la voz imperativa de su primogénito, Ordoño, para salir de su enésimo
trance melancólico.
—Os hemos oído, nobles amigos —zanjó Ordoño con palabras que, más que
hablar, mandaban—. Todos podemos contar historias parecidas. Todos hemos
padecido los ataques de los criminales. Todos hemos intentado combatir contra ellos.
Todos hemos conseguido algunos éxitos. Todos hemos sufrido los daños que esa
gente nos causa. Pero me atrevo a decir que mi padre y señor, el rey, no nos ha citado
aquí para escuchar cosas que bien conoce, sino para transmitirnos su voluntad.
Ramiro sonrió. Siempre había admirado a su primogénito: su mente despejada, su
energía tranquila, su fría determinación… Él sí que sería un gran rey, pensaba con
frecuencia. Lo contemplaba ahora, ataviado con esa sencillez impropia de un conde,
la cara afeitada, el cabello ceñido por una simple cinta, y sentía una sana envidia. ¡Y
cuánto se parecía a su madre, la buena y fuerte Urraca, fallecida tantos años atrás! A
Ramiro nunca había dejado de dolerle aquella calamidad: volvió un día de una
algarada en tierras de moros y se encontró con su esposa, Urraca, muerta. Una coz de
un caballo. Fue el propio Ordoño, entonces aún un niño, quien le dio la noticia. Lo
hizo con la misma frialdad mineral con la que había hablado ahora. A su lado, en
aquella escena de tragedia doméstica, un pequeño tarugo rubio y lloroso, Gatón, y un
bebé de pocos meses, Aldonza. Hoy Gatón era un formidable guerrero que abría
nuevos espacios para la cruz en la vieja León y Aldonza era aquella hermosa
damisela, luminosa en su ceguera, que vestía con su cabellera rubia el desnudo salón
del trono. Y Ordoño… Ordoño era la mejor guía en el camino: el hombre que siempre
sabía lo que era preciso hacer.
—Dices bien, hijo mío —acató Ramiro—. De nada sirve llorar sobre la leche
derramada. Sabemos que esos criminales están por todas partes. Sabemos que se trata
de mercenarios de la horda del usurpador Nepociano. Sabemos que algunos de ellos
han caído en nuestras manos. Bien. ¿Pero qué nos falta por saber? Casi todo. Primero:
¿qué hacen con el fruto de su botín? Porque el reino es grande, pero no es fácil
guardar centenares de reses y menos aún traficar con cautivos sin que nadie lo
advierta. ¿No será que esta chusma está vendiendo su botín a los musulmanes?
Hemos de averiguarlo. Segundo —enumeraba el rey mostrando sus dedazos de
desollador de jabalíes—: ¿dónde están esas bandas? ¿Dónde acampan, dónde se
abastecen? Una cuadrilla de maleantes puede vivir en medio del bosque, pero aquí
estamos hablando de contingentes lo suficientemente grandes como para arrasar una
aldea. No es posible que pasen desapercibidos. Tercero: ¿estas bandas actúan cada
cual por su cuenta o saquean de acuerdo unas con otras? Si este último fuera el caso,
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no estaríamos ante unos simples delincuentes, sino ante una verdadera guerra
ejecutada por algo que propiamente es un ejército. Y si se trata de un ejército, en
alguna parte ha de esconderse su cabeza. Por tanto, es menester dar con ella y segarla
de un solo tajo. Todo eso es lo que hay que averiguar. ¿Estamos en condiciones de
hacerlo? Quiero creer que sí.
El rey se interrumpió. Fue clavando la mirada en los nobles señores del Aula
Regia. Uno a uno. Despacio. Aquellos ojos del color de las castañas tenían fuego
cuando Ramiro miraba así. Ordoño devolvió el gesto a su padre con una sonrisa de
aprobación.
—Estamos a tus órdenes, mi rey —sentenció el obispo Serrano para romper el
silencio.
—Bien, esto es lo que mando —resolvió Ramiro—. Quiero que a partir de ahora
se extreme la precaución en todas partes. Quiero patrullas de hombres armados en
caminos, aldeas, campos y veredas. Quiero que cada señor se haga responsable de la
gente de sus tierras. Es decir, que el señor pagará de su propio peculio los estragos
causados por esos criminales. Quien se niegue a hacerlo, será sometido a la justicia
del rey —anunció, ante el estupor de los presentes—. Quien no tenga recursos para
garantizar la paz y la seguridad en sus tierras, queda facultado desde ahora para armar
a sus siervos. Sé que esto no gustará a muchos de los señores —reflexionó el
monarca, mirando fijamente al obispo Gladila—, pero no hay alternativa. Asimismo,
se permitirá a los campesinos libres y a los vecinos de las villas actuar en su territorio
como agentes de la justicia y apresar a los criminales. Solo les estará vetado darles
muerte; ese derecho queda reservado al señor. Ello salvo que el criminal sea
sorprendido en pleno delito. En este último caso sí podrán matarle, pero enseguida
deberán dar cuenta de su acción al señor, o al obispo o a los jueces de la corona.
Ramiro se detuvo. Podía leer el miedo en los rostros de los nobles. Acarició el
pomo de su espada. De pie, dio dos o tres pasos alrededor del trono, como un lince en
torno a una presa atrapada. Con calma, se sentó.
—A propósito de los jueces: encomiendo al obispo Serrano —añadió Ramiro,
dirigiéndose al mozárabe— que, como mayordomo de palacio, escoja a veinte
hombres sabios y justos y los reparta entre las diócesis donde nadie cumple aún tal
función. Los cadáveres de los criminales ejecutados serán exhibidos en los cruces de
caminos y en las entradas de las villas y aldeas, para que sirvan de advertencia.
Asimismo, faculto a los señores para someter a tortura a cuantos criminales logren
capturar con vida, hasta que confiesen si actúan por cuenta propia o en concierto con
otros. Y quiero que todo esto sea firme desde ahora mismo y en todos los territorios
del reino. Notario —interpeló el rey al joven Leovigildo—, pon por escrito mis
órdenes. Que se expidan copias a las principales ciudades. Que todo el mundo sepa
cuál es la justicia del rey. He dicho.
—¡La Vara de la Justicia! —exclamó admirativamente el obispo Serrano.
—¡La Vara de la Justicia! —ratificó Ordoño.
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Sin decir más, Ramiro se puso nuevamente en pie. Serrano, fiel intérprete de los
gestos de su señor, invitó a la asamblea a abandonar el salón del trono. Uno a uno, los
señores fueron inclinándose ante el rey para tomar el camino de salida. Todos menos
Ergica, que permanecía junto al monarca, la mano en el pomo de la espada, como una
advertencia viva de que nadie podría atentar impunemente contra la vida del
soberano. Ordoño, el hijo primogénito, fue el último en cruzar el umbral. Tal vez no
pudo descubrir los intentos del joven Rodrigo por acercarse a la ciega Aldonza. Lo
que sin duda sí advirtió fue la discreta seña que el rey dirigió al obispo Serrano. E
incluso llegó a escuchar las palabras que Ramiro musitaba al oído del mozárabe:
—¿Dónde está ella ahora?
—En el Naranco —respondió el obispo—. Como casi siempre. Supervisando las
obras.
Ramiro no pudo disimular un mohín de contrariedad. Iba a decir algo, pero se lo
calló.
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Paterna a la familia. Quizá fuera esa bruja, Jimena, la mujer de Nepociano, que la
había aojado para vengar la suerte de su esposo. A punto estuvo la hija del rey de
confiarle al aya sus más oscuros presentimientos. Pero no: al fin y al cabo, Paterna
era la reina. Y su madrastra. Y una no habla de esas cosas con el servicio. Por más
que el aya Muñoza fuera sus ojos desde aquel día en que, aún niña, perdió la vista.
—Me pregunto qué querrá ese muchacho —escapó Aldonza cambiando de tema
—. Es extraño. ¡Citarme aquí, tan lejos de la corte!
—¡Pues qué va a querer, niña mía! —rio ruidosamente el aya—. ¡Hablarte de
amores!
—¿Qué locuras estás diciendo, mujer?
—¿Locuras?
—Sí: locuras. —Meneó la cabeza Aldonza sin demasiada convicción—. ¿Quién
va a querer amores con una muchacha ciega?
—Serás ciega, niña mía, pero bien bonita que eres y, además, hija de rey. Tienes
más que muchas otras. Y además, sabes bordar aun sin ver. Y sabes muchas historias.
Y conoces canciones. Y eres dulce como la miel. Y serías muy buena madre.
—¡Muñoza! ¡No me tortures, por favor!
—Eres tú la que se tortura, niña mía. —Acarició el aya el rostro de Aldonza—.
¿Cuántos años llevo contigo?
—Toda mi vida.
—Casi toda. Catorce primaveras. Incluso antes de que te quedaras ciega. Nadie te
conoce como yo.
—Léeme otra vez esa nota, por favor —ordenó suavemente la muchacha.
El aya rebuscó entre las innumerables capas de sus faldas. Sacó un pergamino
medio quebrado. Aplicó la vista a la letra. Bendijo una vez más el día en que aquella
monja de San Miguel del Pedroso, tantos años atrás, la enseñó a leer: gracias a eso
dejó de ser una sierva más para convertirse en aya de la niña Aldonza. Y luego,
además, sus ojos. Se aclaró la garganta con un carraspeo cómico.
—«Os suplico, señora —leyó Muñoza—, que os dignéis recibirme en las obras
del monte Naranco, a la hora nona del día del consejo, pues tengo cosas importantes
que deciros».
—¡Cuánta prosopopeya! —bromeó Aldonza.
—Ha querido ser gentil, está claro —observó Muñoza, doctoral—. Aunque suena
raro tanto empaque en un campesino. Por mucha espada que tenga al cinto, no deja de
ser…
—¡Más respeto, Muñoza! Es el hermano de la reina.
—Y un campesino como ella, dicho sea sin faltar.
—Nosotros también éramos campesinos en el Édramo, ¿no es así?
—¡Chiquilla! ¡Tú eres nieta del rey Bermudo!
Aldonza perdió la mirada ciega en algún punto del vacío. ¿Nieta de rey? Apenas
notaba gotas de esa sangre en las venas. Por ser del linaje de Bermudo había
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terminado toda la familia en ese Oviedo que tan áspero le resultaba. Mil veces habría
preferido permanecer en su granja del Édramo, en aquellos montes que conocía
palmo a palmo sin necesidad de verlos porque eran como su propio cuerpo, en
compañía de las vacas que pastaban entre las ruinas de pizarra de mundos
desaparecidos, sintiendo su cabello empapado por la niebla fresca y los pies flotando
sobre la blanda humedad de la hierba.
—¿Cómo es él? —preguntó la muchacha.
—¿Rodrigo?
—¡Claro! ¿De quién crees que hablo? —reprendió la joven a su aya.
—No sé —fingió turbación Muñoza—. Alto para su edad. Delgado, pero fuerte.
Con pecas en la cara y el cabello un tanto revuelto.
—¿Guapo?
—No tiene mal semblante. Un poco… ¿cómo decir?
—Mejor no digas nada —rio Aldonza—. ¿Se parece a su hermana?
—¿A la reina? No mucho, la verdad. Ya sabes: los varones salen a la madre y las
hembras al padre.
—¿Yo he salido a mi padre? —se escandalizó Aldonza entre carcajadas.
—¡No! ¡Tú no, mi niña!
Muñoza paseó una mano maternal por los cabellos rubios y lacios de la
muchacha, se ahogó una vez más en los ojos azules y sin luz de Aldonza. No, no
había salido a su padre.
—Todos dicen que es un joven muy cabal —suspiró Aldonza al aire—. Honrado
y valiente.
—Después de lo que hizo en Lutos, sí debe de ser valiente, sí.
—¿De verdad venció a diez mil moros?
—Ya serían dos mil. O menos —torció Muñoza la boca en un mohín incrédulo—.
Pero sí: ganó.
—Y eso que cuentan de la cabeza del moro…
—Que le cortó la cabeza al jefe enemigo y se la entregó al rey, tu padre. ¡Cosas
de esos castellanos…! Y no era moro: era un extranjero que mandaba a los moros.
«Eslavos», los llaman.
—¿Y tú cómo sabes esas cosas?
—Me lo explicó un caballero que combatía en esa hueste —confesó el aya.
—¿Y desde cuándo intimas tú con caballeros castellanos? —rio la hija del rey—.
¿No me dirás que tienes amores con alguno de esos…? ¿Cómo los has llamado?
¿Campesinos con espada?
—¡Niña! —protestó Muñoza ruborizada—. ¡Siempre te las arreglas para ponerme
en evidencia! Pero, atenta: llegamos.
El carruaje se detuvo. Un postillón abrió la puerta de las mujeres. Muñoza saltó
primero. Sus pies deformados por la edad fueron a caer sobre un turbio charco de
barro. El aya ahogó una maldición, despachó al sirviente y asió los brazos de
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Aldonza. Con cuidado de madre ayudó a la muchacha a tocar el suelo. Muñoza
despachó al carretero con un gesto autoritario y miró en derredor. Nadie. Solo monte.
Y abajo, a pocos pasos de donde se hallaban, varios edificios en construcción. El sol
de aquella primavera dubitativa arrancaba sombras en las piedras y destellos en las
hojas aún húmedas de los árboles.
—Debe de ser un lugar muy hermoso —musitó Aldonza.
—¿Cómo lo sabes, mi niña?
—No lo veo, pero puedo sentirlo.
—¿Sentirlo? —preguntó el aya, intrigada.
—Sí. En la humedad del aire siento la presencia del arroyo. En el ruido del agua
siento el desnivel del terreno. En el aroma del campo siento prados de hierba jugosa y
flores silvestres. En el trino de los pájaros siento la sombra de grandes árboles
frondosos. En los sonidos que trae la brisa siento rumor de hombres trabajando, y
puedo oler también masas de piedra desnuda y pilas de madera.
—Pues sí —confirmó Muñoza—. Todo es como lo has descrito.
—Pero no podré ver el resultado final.
—¡Quiá, hija mía! —rio el aya—. ¡Por ahí dicen que ningún vivo lo verá, de tan
lentas como avanzan las obras!
—No me tomes el pelo, Muñoza.
—Te lo juro, niña. Pero ¡chis!: me parece que tu galán se acerca.
—Buen día os de Dios, señoras —resonó la voz vigorosa y aún casi infantil de
Rodrigo Núñez.
—Buen día, caballero —contestó Muñoza. El aya miró a su niña: estaba
resplandeciente como un hada en medio de aquel mundo a medio construir que era el
monte Naranco.
—Déjanos solos, Muñoza —ordenó Aldonza.
—¿Solos? —se escandalizó el aya.
—Este caballero querrá hablar conmigo, imagino. Permite que nos alejemos unos
pasos —ordenó la hija del rey—. Caballero —añadió, elevando la mano hacia
Rodrigo—, mi brazo.
Rodrigo, turbado por el tacto del cuerpo de Aldonza, asió su brazo todo lo
delicadamente que supo. Con prudencia, como si en cualquier momento el suelo
fuera a abrirse bajo sus pies, avanzó hacia un soberbio castaño.
—Muy agradecido por haber aceptado mi invitación —silabeó torpemente
Rodrigo después de unos segundos de incómodo silencio—. Temí que quizá la
pudieras despreciar.
—Habría sido imperdonable despreciar una invitación del hermano de la reina,
nuestra señora doña Paterna —respondió Aldonza, fingiendo un amable desdén—.
¿Cómo debo llamarte? ¿Tiastro? ¿Medio tío?
—Creo que puedes llamarme Rodrigo, y me sentiré muy honrado —repuso el
joven, desconcertado—. Tenemos casi la misma edad. Soy poco mayor que tú.
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—Mi padre, sin embargo, es mucho mayor que tu hermana —fustigó Aldonza
con un aroma amargo en su voz de miel. Pero Rodrigo solo percibió la miel.
El joven acercó a la muchacha al lugar donde había dejado su montura. Aldonza
lo percibió por el jadeo del animal.
—Discúlpame un instante, te lo ruego —se excusó Rodrigo soltándose de su
brazo. Aldonza se sintió de repente como un náufrago en medio de ninguna parte.
Pero escuchó un rumor como de movimiento de telas y arreos de caballería.
—¿Vas a raptarme en tu caballo? —bromeó para vencer al miedo.
—¡No! —rio Rodrigo—. Tengo algo para ti. Yo quisiera, con tu permiso —
balbució el joven mostrando inútilmente un paquete—, entregarte este regalo a modo
de presente. Para que aceptes mi amistad.
—¿De qué se trata? ¡No! No me lo digas. Déjame a mí…
Aldonza cogió en sus manos el paquete. Con dedos ágiles lo palpó, lo abrió,
acarició su contenido. Una ancha sonrisa se dibujó en su rostro. Así —pensó Rodrigo
— debían de sonreír los ángeles.
—¡Seda! —exclamó Aldonza—. De muy buena calidad, sí. Y un largo retal, por
lo que mis dedos tocan.
—La mejor seda de Córdoba —respondió Rodrigo, triunfal.
—¿De Córdoba? ¿Fruto de tu botín de Lutos, tal vez?
—Lo has adivinado —confirmó el joven con un gesto de orgullo—. La tomé de la
carreta que transportaba los objetos del príncipe Mohamed.
—¿La robaste? —Se guaseó Aldonza, cruel.
—¡No! ¡La gané en combate, en buena lid, contra un ejército muy superior y…!
—Lo sé, lo sé —rio la muchacha—. Todo el mundo lo sabe. Y dime: ¿qué quieres
que haga con esto?
—Si me perdonas el atrevimiento… En fin… Nada me daría más gozo que verte
un día vestida con las sedas que gané al príncipe de Córdoba.
Rodrigo calló. Espero la respuesta como el zahorí que ha tocado con su vara un
manantial y anhela que surja el agua. Examinó embelesado a la muchacha. Aquellos
ojos azules le subyugaban. «Sin luz», decían algunos. Pero él solo veía un destello
propiamente mágico cada vez que depositaba ahí su mirada. La melena rubia, muy
someramente recogida, se derramaba sobre el cuerpo frágil de la hija del rey y lo
vestía con una capa de oro.
—¿Eso es todo? —preguntó Aldonza fingiendo desinterés.
—Por el momento… —dudó Rodrigo—. Por el momento, sí. Ya ves que me
conformo con poco.
—Bien. Ya me has dado tu regalo y yo te lo agradezco mucho. De verdad que te
lo agradezco, querido tío Rodrigo —añadió para marcar distancias—. Se lo daré a mi
aya para que me confeccione un vestido, tal y como me pides.
—Me hace muy feliz saberlo —cerró Rodrigo, intentando que el rubor
desapareciera de sus mejillas.
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—Y ahora… —sugirió Aldonza.
—¿Sí?
—Mi aya. ¿Serías tan amable de avisar a mi aya?
Rodrigo respondió con un torpe gesto mudo y agitó los brazos para convocar a
Muñoza, que acudió con determinación de piquero en la vanguardia de la batalla.
—Adiós, tío Rodrigo —repitió Aldonza el latigazo—. Gracias por tu amable
obsequio.
—Soy yo el agradecido —respondió el joven con una reverencia que Aldonza no
podía ver y Muñoza no quiso apreciar.
Y las dos mujeres, en su discreto carruaje, volvieron a perderse por el camino del
monte Naranco entre claros ganados al bosque y densas matas de helechos, por
aquella vieja pista que serpenteaba como la mente de un anciano.
—Ese mozo te quiere —sentenció Muñoza—. Se veía en sus ojos. Tú…
—Yo también lo he notado —sonrió triste Aldonza—. En su voz. Vibraba de un
modo extraño.
—Deberías sentirte halagada.
—¿Por qué se haya fijado en mí siendo ciega? —fustigó la muchacha.
—¡Aldonza! No: porque ese Rodrigo, tan joven y tan torpe, sin embargo es ya
uno de los primeros nombres del reino, pronto será conde en Castilla y…
—Y es hermano de la reina —completó la muchacha.
—Tu madrastra.
—Mi madrastra la reina.
Y mientras el carro se alejaba por el camino encenagado del Naranco, unos ojos
de miel observaban perplejos, desde el testero de un edificio a medio levantar, al
joven Rodrigo con la cabeza apoyada en un gran castaño, entregado a sus sueños.
Eran los ojos de miel de Paterna, la reina. Que tuvo que pellizcarse para salir de su
asombro.
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gigante, volcado en un jubiloso galope que no se detuvo hasta que el negro corcel
estuvo a dos pasos de los colonos.
—Como ordenaste, Gatón —respondió el de Mena mirando de reojo a sus
compañeros, visiblemente amedrentados por aquella aparición.
El aspecto de Gatón siempre resultaba intimidatorio, pero en aquella tesitura
tenía, además, algo entre mágico y maléfico, como un guerrero de leyenda surgido de
algún mundo perdido. El hijo del rey había prescindido de cualquier ornato
principesco. Ni siquiera parecía un caballero. No vestía más que una especie de
media túnica de cuero, cubría sus pies con burdas calzas de piel y el único atributo
guerrero que se le advertía era su hacha, su descomunal hacha de doble filo, colgada a
la espalda y ceñida al cuerpo con una gruesa faja de lana elemental. Había dejado de
afeitarse y, casi un mozo como aún era, una informe pelambre de desordenados
cabellos rubios le florecía aquí y allá en las mejillas y el mentón. Cuando saltó del
caballo, pareció que la tierra temblaba bajo el pie de un titán.
—¡Parece que acabes de salir del bosque después de tres meses de caza! —
exclamó Hernán al abrazar al joven.
—Algo muy parecido ha sido esto, créeme —rio Gatón—. No tres meses, sino
dos, y no en el bosque, sino en ese montón de ruinas y porquería que era León, pero
igual de arduo. ¿Recuerdas cómo era la ciudad cuando pasaste por aquí la última vez?
¡Ahora no la conocerás!
Hernán de Mena recordaba, sí: dos años atrás había escoltado a Ramiro, recién
designado rey, camino de Castilla, donde se proponía tomar por esposa a Paterna, y
en aquel viaje habían pernoctado al abrigo de las murallas de León. La vieja ciudad
legionaria era un nido de podredumbre sin más humanidad que unas pocas familias
de pastores nómadas que iban de aquí para allá con sus cabras y algún labrador
berebere que, como un náufrago, había permanecido varado en el norte después de la
gran retirada mora. Unos y otros, los pastores y los bereberes, malvivían en el
permanente temor de las bandas de salteadores de la estepa y de las cuadrillas moras
de cazadores de esclavos, de manera que nadie ponía el menor empeño en asegurarse
una residencia permanente. En aquella León era casi imposible reconocer a la gran
ciudad que un día fue, de no ser por las murallas que, insensibles al tiempo, todavía
mantenían un signo de la antigua dignidad. Pero incluso las gruesas murallas
empezaban a mellarse por efecto del abandono y la putrefacción de aquel agujero
olvidado de la mano de Dios.
—¡No la reconocerás! —insistía Gatón, satisfecho, mientras dirigía a la comitiva
de colonos a su nuevo destino—. Aún queda mucho trabajo, pero hemos limpiado
casi todo. Ya hay gente sembrando campos y reconstruyendo los lienzos caídos de las
murallas. Estos brazos que traes nos vienen como agua de mayo.
—¿No quedaba gente allí? —preguntó Hernán.
—Oh, sí. La misma chusma muerta de hambre que vimos la otra vez —escupió
Gatón—. Te miraban como si fueran a clavarte un puñal en la espalda en cuanto te
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dieras la vuelta.
—¿Qué hiciste con ellos?
—Según —rio el joven—. A uno tuve que romperle un brazo porque no quiso
colaborar. Pero esa gentuza, en general, reaccionó bien. A unos cuantos nos los
hemos podido quedar en la ciudad. ¡En estos dos meses han trabajado más que en
toda su vida! Tenías que verlos, Hernán —se asombraba Gatón con su cara de niño
—. Algunos apenas sabían hablar como humanos. Más parecían animales salvajes.
También había niños. Cubiertos de mugre como en mi vida había visto. A las familias
más o menos reconocibles las he distribuido entre nuestra gente. A los niños sin padre
ni madre, que algunos había, los he puesto bajo el cuidado de fray Fruminio, nuestro
páter. Y a los que no han querido quedarse, les he dejado marchar.
—¿A todos? —Giró alarmado Hernán la cabeza.
—A todos.
—¿También a los moros? —exclamó el de Mena, clavando en Gatón unos ojos
casi violáceos.
—¡Pues claro! ¿Qué querías que hiciera con ellos? ¿Matarlos? ¡Oh, vamos! —
Agitó Gatón la pelambre rubia entendiendo de pronto—. ¿No pensarás que van a ir a
Córdoba para dar parte de nuestra llegada? ¡Son cuatro desharrapados, marginados
por su propia gente! ¡Lo más probable es que ahora estén en cualquier otro montón de
ruinas rumiando con sus cabras!
Hernán de Mena se mesó despacio las barbas canas. Ahogó un reproche. Desde
que comenzó la aventura leonesa, nunca le había abandonado la impresión de que
aquella empresa nacía envuelta en mil peligros. Quizá se estuviera haciendo viejo.
Quizá Gatón, después de todo, tuviera razón. Ante la vista de la comitiva se extendía
ya la muralla de León, abierta en aquel extremo por una vistosa puerta ojival. Hernán
giró la mirada hacia los colonos que le seguían. Aquellos hombres, aquellas mujeres,
aquellos niños, incluso las bestias de carga se agitaban como en un día de fiesta. A la
izquierda, el Torío. A la derecha, el Bernesga. Alrededor, campos sin fin que
esperaban un dueño. Y enfrente, los muros poderosos de la fortaleza, musculada con
esas imponentes torres cilíndricas, dispuestos a abrirse para acoger a los colonos.
Para toda aquella gente, que en su mayor parte venía de aldeas minúsculas con
exiguos recursos, León surgía como una ciudad de ensueño, un palacio de cuento
cuajado de tesoros sin fin y rodeado por tierras de fertilidad infinita. «¡Abres Tú la
mano, Señor, y nos sacias!», salmodiaba a voz en cuello un grueso y maduro herrero
que guiaba su carro con manos de oso. Hernán de Mena sintió un poco de vergüenza
de sí mismo. Quizá su prudencia le estaba cegando; quizá sus temores le estaban
impidiendo ver aquel milagro patente. Y aun si el peligro existía, ¿qué derecho tenía
él a enturbiar la felicidad de aquellas gentes? Después de todo, para eso había
acudido él allí: para conjurar el peligro con su nombre de caballero. Y esos colonos, a
punto de sumergirse en un mar de abundancia, confiaban en el jabalí blanco de su
escudo. Ni un reproche, pues.
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León era un cuadrilátero rectangular que se extendía en sentido sur-norte desde el
punto donde el Torío vierte en el Bernesga. La muralla oeste corría prácticamente
paralela al Bernesga. La del este, transversal a la línea del Torío. Las dos entradas
principales se hallaban en el lienzo sur. Otras dos, laterales, cruzaban el recinto de
este a oeste. Al norte, solo una. Aquella fortaleza había sido concebida, muy
visiblemente, para protegerse frente al enemigo que pudiera venir del norte, no del
sur. Ahora, por el contrario, el enemigo estaba al sur. Allí, al sur, se cruzaban los ríos
y dibujaban una barrera natural, pero los ríos —pensaba Hernán— se vadean. Incluso
en esta época del año, cuando el deshielo de las cumbres trae agua en abundancia. Y
por cierto: ¿el agua?
—Traemos el agua de allá arriba —comentó Gatón, como si hubiera olido los
pensamientos de Hernán, extendiendo su brazo hacia una especie de zanja que se
vislumbraba al noroeste—. Es un viejo canal. Lo descubrió por azar uno de los
nuestros. Ha bastado cavar un poco y quitar matojos para traer agua hasta la ciudad.
Hernán obsequió a Gatón con una discreta sonrisa admirativa.
—¿Y aquella gente? —preguntó el de Mena, señalando un hormiguero de
espaldas que subían y bajaban a la sombra de los muros exteriores de León.
—Aquellos han terminado su faena y emplean el resto del día en recuperar el foso
de la muralla. Descubrí que antaño había un terraplén para mejorar la defensa. Como
ves —rio el joven—, no he dejado caer en saco roto tus prevenciones.
La entrada en León fue un acontecimiento. La muralla permanecía herida, pero
por todas partes había andamios que proclamaban la mano del cirujano. En el interior,
casas a medio derruir y casas a medio levantar, altos rimeros de ramas para tejer
techumbres, montones de tierra y paja para fabricar adobe, pilas de piedras y vigas…
A Hernán de Mena le impresionó la multitud que se agolpaba dentro de esta León
resucitada. Los viejos colonos recibían a los colonos nuevos con aclamaciones y
músicas, intercambiaban palabras casi ininteligibles y se miraban las caras como
queriendo reconocer a un amigo, a un paisano, a un pariente.
—¿De dónde has sacado a toda esta gente? —preguntó el caballero mientras
trataba de devolver el saludo de los nuevos habitantes de la villa.
—A muchos me los he traído del Bierzo —respondió Gatón—, pero otros tantos
aparecieron después con el monje Fruminio. Son mozárabes. Vienen del sur, de tierra
de moros. Tienes que conocer a este Fruminio. Un tipo sabio y santo. Pero vayamos a
mi torre. ¡Porque tengo una torre para mí solo!
En la esquina sureste de la muralla había, en efecto, una torre: un alto baluarte
cuadrado que, quizá, en otro tiempo sirvió para otear el horizonte. El interior olía a
humedad y decrepitud. Gatón y Hernán dejaron sus cabalgaduras en la planta baja. El
hijo del rey guio a su huésped por una oscura escalera. Ascendieron. Y allí, en una
gran planta diáfana, había instalado Gatón su cuartel general. El de Mena no pudo
evitar una carcajada al verlo: escudos y armas tirados por el suelo, un camastro con
jergón de paja, un cajón atiborrado de pergaminos que su destinatario no había
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abierto jamás… En la chimenea, apagada, había una palangana vacía, y bajo el
ventanal, desconchado, yacían los arreos militares del caballero: un yelmo que
parecía demasiado pequeño para esa cabeza, una coraza de duro cuero arrojada de
cualquier manera, una silla de montar, gualdrapas varias… Sobre un taburete, restos
de comida y, bajo él, un cántaro que apestaba de lejos a vinazo rancio.
—¿No tienes un siervo que te arregle todo esto, muchacho? —rio el de Mena—.
¡Tenía que verlo tu padre!
—No he tenido tiempo —masculló Gatón una disculpa poco convincente.
—¿Aquí vives?
—¡Aquí! —exclamó feliz el joven—. ¡Mi palacio! Y tú te alojarás en el piso de
arriba. La techumbre aún no está reparada, pero siempre será mejor que el campo.
Hernán de Mena se asomó al ventanal. Desde el hueco vacío se podía contemplar
el rectángulo de la ciudad amurallada, el cuerpo redondo de los torreones, las puertas
abiertas como las fosas nasales de un gigante de piedra. Intramuros, la agitación era
indescriptible. Aquí y allá, sin orden, empezaban a levantarse casas de piedra y
adobe, muchas de ellas adosadas a los paramentos de la propia muralla. La cruz
clavada en un barracón permitía adivinar que aquello era la iglesia. Los colonos
habían plantado sus carretas donde mejor les parecía. Los cimientos de una casa
nueva trazaban sus líneas sobre los muros de otra ya edificada. Dos o tres cabañas se
agolpaban, pared contra pared, en una promiscuidad que solo permitía vaticinar
conflictos. Aquí soñaba Gatón con ver, un día, iglesias de cal y canto, palacios de
nobles caballeros y altivas damas, talleres de herrero, alfarero y curtidor, campos
infinitos de cereal y amenas huertas que llenarían de vida el llano. Pero, de momento,
lo único que había era un caos de dimensiones apocalípticas.
—¿Habéis empezado a repartir tierras y solares? —preguntó el de Mena—. Aquí
hay que poner orden inmediatamente.
—No —respondió Gatón—. Ese será tu trabajo. Lo has hecho ya otras veces. Y lo
harás mejor que yo.
—Mañana mismo. Ahora, cenemos algo.
Y el escudo del jabalí blanco, cansado del viaje, marchó a hacer compañía a las
armas de Gatón Ramírez, hijo del rey, repoblador de León.
Musa ibn Musa cabalgaba despacio bajo la sombra del imponente cerro del castillo de
Arnedo. Le complacía pasear a caballo después de la salat de la tarde, cuando las
gentes, cumplimentada la oración, volvían al trabajo, y recibir las reverencias y
bendiciones de sus súbditos. Porque súbditos eran, al cabo. ¿O acaso había otro rey
en aquellas tierras? Desde Nájera hasta Ejea y desde Olite a Tarazona, a lo largo del
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fértil valle del Ebro, nadie se inclinaba ante otra voz que no fuera la suya: la de Musa
ibn Musa ibn Fortún, cabeza del clan Banu Qasi, señor de las tierras que llevaban su
nombre. En la abundancia de sus cincuenta años, rico y poderoso, generoso y terrible,
Musa ibn Musa pisaba el suelo con la seguridad de quien sabe que es suyo.
A su lado, silencioso, marchaba su hijo Lubb, el primogénito, designado por la
sangre para heredar tierra y nombre y, así, perpetuar el poder de su linaje sobre los
ríos y los montes, las viñas y los trigales, los llanos y los cerros como este que, viejo
y gastado, sostenía sobre su cuerpo rojo y arcilloso la mole del castillo. El cerro
miraba irónico, como un anciano desengañado, la petulante altura de la Peña Isasa,
erguida al oeste, y quizá le decía que ella, sí, sería más alta, pero quien de verdad
mandaba, quien tenía sobre sí el nombre Banu Qasi, no era la peña, sino el cerro, y el
Cidacos que le lamía los pies, hijo de mil yasas, le daba a él, al viejo, lo que le robaba
a la joven. Y Lubb, el hijo de Musa, miraba al cerro y a la peña, y se preguntaba por
qué los cerros viejos aguantan tanto. Demasiado.
—Lope, hijo —interrumpió Musa los peligrosos pensamientos del joven—,
¿hablaste con Mohamed?
—No me llames Lope, padre. ¿Qué pensará la gente? Llámame Lubb. En árabe.
—Sea: Lubb —rezongó el viejo—. Esos alfaquíes de Córdoba te han arabizado
demasiado. ¿Hablaste con él?
—Hablé.
—¿Qué le sacaste?
—No gran cosa —bufó Lubb—. Ese muchacho ha cambiado mucho en los
últimos años.
—La derrota le ha amargado, supongo —observó Musa con cierta crueldad.
—Será eso. Por lo que me dijo, su padre, el emir Abderramán, está dolido con
nosotros. No le gustó nada que buscáramos tierras en Huesca.
—Al diablo con el emir.
—Padre…
—¡Al diablo digo! —repitió Musa como si estuviera dictando sentencia.
—Pero nos negó el gobierno de Tudela precisamente por eso.
—Otro gallo habría cantado si hubiera salido bien la jugada —gruñó Musa con
una mueca fiera.
—Pero no salió. Por otro lado —añadió Lubb—, en Córdoba tampoco ven con
buenos ojos nuestra relación con Pamplona.
—¡Hijo! ¡Son familia! —protestó Musa, casi escandalizado.
—Pero son cristianos. Mohamed llegó a preguntarme en qué bando estamos.
Musa compuso una sonrisa satisfecha. Si es que se podía llamar sonrisa a aquella
manera de estrechar los párpados y estirar las comisuras de los labios, arrugadas de
viento y sol como las faldas de la sierra.
—¿Le llevaste donde te dije? —preguntó el gran cacique del Ebro.
—¿A Peñalén?
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—Sí.
—Lo hice, padre. Subí con Mohamed a Peñalén y miré hacia el sur. Como
ordenaste.
—Bien. ¿Qué viste?
—Tierra —contestó el hijo—. Tierra hasta donde se pierde la mirada.
—Pues bien: ese es tu bando.
—¿La tierra?
—La tierra, Lope. Nuestra tierra. Tu tatarabuelo, el conde Casio, lo entendió bien.
Él nos marcó el camino. Cuando se hundió el reino visigodo de Toledo, comprendió
rápidamente que nadie nos ayudaría a seguir siendo lo que éramos: señores de esta
tierra. Todo tendríamos que hacerlo solos.
Musa ibn Musa descabalgó. Se inclinó hacia la tierra. Cogió en sus manos pétreas
un puñado de aquellos finos guijarros rojos. Los dejó caer despacio, como lo haría un
reloj sin prisa.
—Por eso se convirtió al islam —suspiró Lubb, como el alumno que repite una y
otra vez la misma lección, descabalgando a su vez y asiendo las riendas de la montura
de su padre.
—Por eso. Antes de que Dios fuera Dios, esta tierra ya era nuestra. Debe seguir
siendo nuestra cuando Dios muera.
—¡Padre…!
—¿Te suena blasfemo? Esos alfaquíes de Córdoba te han calentado demasiado la
cabeza. Escucha: tu tatarabuelo era un buen cristiano. Dejó de serlo cuando Dios le
abandonó. Entonces abrazó a Alá. Su hijo, tu bisabuelo Fortún, ya era musulmán, y
dicen que era un buen musulmán. Pero, una vez más, creyó que Alá le abandonaba
cuando los árabes entraron en guerra con los bereberes. Porque los dos, árabes y
bereberes, invocaban al mismo Alá. ¿Y a quién crees que invocó Fortún?
—El justo sabe que… —Principió a decir Lubb. Pero su padre no le dejó
terminar.
—¡Paparruchas! Fortún invocó solo a su propio nombre. Los Banu Qasi
apoyamos a Córdoba frente a los bereberes, y así esos omeyas conservaron el
emirato. Esa gente nos debe su poder. Tu abuelo Musa ibn Fortún, mi padre, aún fue
más lejos: gracias a él nuestro nombre se extendió desde Pamplona hasta Zaragoza. Y
a mí me dejaron en herencia un reino.
—Un reino sin corona —comentó melancólico Lubb.
—¡La corona me la pongo yo, hijo mío! La corona de Musa ibn Musa es esta
tierra. Son los enebros de nuestros bosques y las cimas de nuestros montes. Y esta
será también tu corona.
—Pero Córdoba…
—Córdoba no importa —dictó Musa ibn Musa su veredicto más allá de los reinos
y las edades—. Córdoba es un nido de víboras donde un puñado de extranjeros se
apuñalan unos a otros para quedarse con una tierra que no lleva su nombre. Nosotros,
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aquí, tenemos menos, pero somos más.
Lubb, Lope, caminó unos pasos hacia ninguna parte. Ante él se extendían los
campos infinitos de la vega del Cidacos. Aquí y allá, cientos de pequeñas figuras se
inclinaban sobre la tierra como postrándose ante el único dios verdadero.
—Entiendo lo que dices, padre, y sabes que comparto tus pensamientos. También
yo amo a esta tierra nuestra sobre todas las cosas. Pero, precisamente por eso —
trataba el joven de razonar con el viejo—, me inquieta la desconfianza de Córdoba.
Mohamed me insistió mucho en ese asunto de tus alianzas con Pamplona.
—Querrás decir nuestras alianzas —atajó el viejo, feroz.
—Por supuesto —se corrigió Lubb—. Nuestras alianzas, sí, en efecto.
—Hijo mío, lo que importa en esas alianzas no es la religión ni la corona, sino la
sangre. Mi madre es Oneca de Pamplona. La tuya es Assona de Pamplona. Gracias a
esos matrimonios, Pamplona nos guarda las espaldas. Pamplona no me importa más
que Córdoba. Ni más, ni tampoco menos. Las alianzas son bastones en el camino: las
usas mientras son útiles y las desechas cuando ya no sirven. Lo importante…
—Lo importante es la tierra.
—Eso es —asintió Musa ibn Musa—. Esta tierra. Y que mañana esta tierra siga
llevando nuestro nombre.
Como si hubiera visto algo extraño en su hijo, Musa miró al cerro y luego miró a
la peña. Clavó los ojos pequeños, afilados como dagas, en algún lugar del mentón de
su hijo. A Musa le gustaba su hijo: le gustaba ese mozo alto y ya curtido, reflexivo y
tranquilo. Pero para ser el jefe del clan Banu Qasi le faltaban todavía un par de pasos
por la fragua donde se templan los mejores aceros.
—¿Crees que Mohamed entendió el mensaje? —preguntó a Lope.
—Creo que entendió que nada se mueve entre Arnedo y Tudela, y aún más allá, si
no lleva nuestro sello grabado en la espalda.
—Eso es suficiente —asintió Musa, satisfecho—. Esperemos que sepa
transmitírselo a su padre.
—¿De verdad crees que Abderramán te ha perdonado? —Se inquietó Lubb.
—De otra manera no habría mandado aquí a su hijo con ese mensaje tan
petulante: ¡nombrarme valí de Arnedo! —se indignó Musa—. ¡Como si yo necesitara
un nombramiento!
—Pero entonces, ¿por qué le ha hecho volver tan de improviso?
—Supongo que cualquiera de sus gobernadores le habrá informado de que nuestra
gente anda cobrando impuestos en otros territorios. El emir se habrá enfadado y,
como respuesta, ha mandado volver a su hijo. Un mensaje para que lo descifremos.
Me gustaría saber quién se ha ido de la lengua. Tal vez el valí de Tudela, por ejemplo.
¡Bah! —Escupió Musa ibn Musa—. Abderramán puede seguir poniendo
gobernadores en Tudela. Títeres de Córdoba. Eso debe sernos indiferente.
Musa volvió a montar. Se hacía tarde y le gustaba volver a casa al mismo tiempo
que los campesinos, para que el pueblo lo viera. Lubb le imitó. Y aún se atrevió a
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decir algo más.
—Es un juego peligroso, padre. Confío absolutamente en tu buen juicio, pero es
un juego peligroso.
—Cuanto más tienes, más has de arriesgar. Así son las cosas. Y en cuanto a
Abderramán, tampoco nos viene mal que desconfíe de nosotros.
—¿No?
—No. Conozco a ese viejo zorro: cuando crea que nos tiene en su mano, apretará
y nos destrozará. No, hijo: es importante que Abderramán se sienta inseguro. Que nos
necesite para controlar a Navarra, que es tanto como controlar el paso al reino de los
francos. Que nos necesite para contener a los cristianos de Oviedo y de esa tierra
nueva que llaman Castilla. Que nos necesite para vigilar a sus propios gobernadores
en Zaragoza y en Huesca. Y que, necesitándonos, sienta el temor de perdernos. Hay
que aprender a jugar ese juego.
El sol empezaba a acostarse sobre la Peña Isasa. Pronto derramaría sobre ella sus
últimos rayos hasta morir, agotado, en la cumbre de aquella dama altiva, dejando tras
de sí solo oscuridad.
—¿Dónde está ahora Mohamed? —preguntó Musa ibn Musa.
—Marchó ayer hacia Córdoba —dijo Lubb—. Creo que pude tranquilizarle. No
parecía desconfiado.
—Créeme, hijo: Abderramán sí desconfiará. Le conozco bien. Es astuto como una
víbora y retorcido como el colmillo de un viejo jabalí. Pronto tendremos noticias
suyas. Con armas o sin ellas.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Cada vez que sus huestes vengan aquí sintiendo que pisan tierra ajena, será
bueno. Porque esta tierra…
—Es nuestra —completó Lubb.
—Nuestra, Lope.
Y el viejo cerro del castillo de Arnedo, cansado pero incombustible, miró con
indiferencia cómo la Peña Isasa celebraba sus cotidianas nupcias con el sol del Ebro.
Y todo, cerro y peña y río y sol, se durmió pronunciando, como un rezo, el único
nombre que tenía valor de ley en aquel pedazo de España. El nombre Banu Qasi.
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3
SAQUEADORES
U
na agitación indescriptible se ha adueñado de la isla de Her. Todas las gentes
de Noirmoutier, amos o esclavos, navegantes o campesinos, guerreros o
criados, bullen como hormigas en un caldero al fuego. Los dragones han despertado
en el largo muelle del puerto y vorazmente llenan sus panzas con hombres, armas,
bastimentos y vituallas. Brazos requemados por el sol y el mar levantan los mástiles
para dotar de columna vertebral a cada monstruo, y ya otros brazos hermanos se
aprestan a izar las alas de los dragones, esa tosca vela que respira el viento y empuja
al drakar como si volara. Los escudos de guerra se alinean en los costados cual
escamas en los lomos de las bestias. Los remos, enhiestos, son garras que desafían al
cielo y amenazan con clavarse en las nubes. Los demonios del mar se disponen a
partir.
En un chiscón cercano a la paridera de dragones, entre sacos de harina, pellejos
de agua y toneles de pescado en salazón, el veterano Hastein y el bisoño Björn
intercambian incertidumbres.
—Si es verdad lo que dicen esos dos —masculla Björn con la vista fija en Piniolo
y Ragnar, atareados en el muelle como los demás—, el trabajo va a ser fácil y
productivo. Llegar, asaltar y saquear.
Hastein gruñe algo incomprensible.
—¿Qué piensas hacer con ellos después? —pregunta Björn.
—No lo sé —responde Hastein—. De momento, los necesitamos. Después, ya
veremos.
—¿Te fías de ellos?
—En absoluto —ríe el veterano, ensanchando su rostro enrojecido—. Lo más
mínimo. Pero no creo que nos estén engañando. Sería absurdo: cruzar medio mundo y
meterse en la guarida del lobo para acompañarlo después al matadero. Ragnar nunca
ha sido un estúpido. Y ese cristiano tampoco lo parece.
—Están muy seguros de lo que dicen —observa el joven.
—Y debe de ser verdad —asiente el viejo.
—¿Y si no lo es?
—No tenemos nada que perder, Björn. Nos conviene cambiar de aires. Cada vez
llegan más hermanos desde todos los puntos del norte y aquí ya hay muy poco que
rascar. —Araña Hastein la pared del chiscón con sus dedazos—. Las tierras de los
francos están plagadas de bandas que van y vienen y no dejan ni los huesos de las
reses. Y a los bretones no podemos hacerles la guerra porque les he dado mi palabra.
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Además, son gente complicada. Pronto no quedará nada por saquear. Y tú no querrás
vivir como un granjero, ¿verdad?
—Esas tierras tan ricas del sur —abre Björn sus ojos de niño clavados entre una
maraña de cicatrices—, ¿existen realmente?
—Oh, sí —menea Hastein la cabeza—. Yo no las he visto, pero he conocido a
gente que venía de allá. Te quedarías impresionado. Todos los años llegan enormes
caravanas cargadas de oro desde mares lejanos. Tienen esclavos con la piel negra
como el carbón y animales increíbles. Serpientes que bailan. Mujeres con la piel llena
de extraños dibujos. Grandes torres cuajadas de arcones con piedras preciosas.
—Será hermoso tomarlas —sueña Björn.
—Y aún más hermoso disfrutarlas.
—¿Y estos dos? —insiste Björn.
—Los dioses arrojarán las runas y hablarán cuando llegue el momento —vaticina
Hastein, solemne.
—No me parece seguro mantener a Ragnar junto a nosotros. Ese tipo está
marcado.
—A Ragnar lo necesito vivo. —Aprieta Hastein el puño como si quisiera
desmentir sus propias palabras—. Primero, para que nos guíe hasta esos reinos del
sur. Y después, porque tal vez pueda utilizarlo como pieza de cambio.
—No te entiendo.
—Horik —aclara el jefe—. Piensa en el rey Horik. Es él quien ha marcado a
Ragnar. Si vuelve a tenerlo ante los ojos, lo mandará matar. Para el viejo es cuestión
de orgullo personal.
—Razón de más para que lo mandes al fondo del mar —opone Björn,
desconcertado.
—Pues no —casi ríe Hastein—. Al contrario. El poder de Horik se extiende y
tarde o temprano pondrá sus ojos en nuestros dominios. Nos buscará las cosquillas y
tratará de quitarnos lo que hemos ganado. Necesito estar en condiciones de ofrecerle
algo que le pueda satisfacer. Por ejemplo…
—… La cabeza de Ragnar —aventura Björn paralizando la boca en una mueca de
estupor.
—La cabeza de Ragnar. —Vuelve a cerrar Hastein el puño, y esta vez lo deja caer
sobre un tonel de pescado en salazón.
Björn pierde nuevamente la mirada por el ventanuco del chiscón. La algarabía del
muelle llega amortiguada por el rumor del mar y los graznidos de las gaviotas. El
joven vikingo estudia a Piniolo, siempre envuelto en su capa negra, echando una
mano en el avío de los barcos, y a Ragnar Haraldson, a pocos pasos del asturiano,
revisando hachas y lanzas en una embarcación cercana.
—Lo entiendo —consiente Björn—. ¿Y el cristiano?
—Habrá que sacarle las tripas en cuanto tengamos el oro en la mano y nos enseñe
el camino del sur —dictamina Hastein con feroz indiferencia.
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—Lástima. Me cae bien ese tipo.
—¿Te cae bien? ¡No puedo creerlo! —Se mofa el veterano—. ¿No te has fijado
en su mirada, negra como las plumas de Hugin y Munin? ¡Ese hombre tiene un
infierno dentro!
—Quizá por eso me caiga bien —sonríe Björn—. De todos modos, si te propones
matarle tendrás que tomar precauciones. Ya le has visto pelear.
—Lo harás tú —repone fríamente el jefe.
—¿Qué?
—Que lo harás tú. Y a cambio te quedarás con su parte del tesoro.
—¡Pero no tengo nada contra ese hombre! —protesta el joven vikingo.
—Piénsalo bien, Björn —cabecea Hastein, y esta vez ha mudado su ferocidad en
solicitud paternal—. Ese tipo no nos lleva allí para hacernos un regalo. Tiene sus
propios motivos. Querrá ayudar a ese rey suyo, el ciego, o aún más probable: querrá
quedarse él con el trono.
—¿Y eso qué más nos da a nosotros?
—Eres muy joven y tienes mucho que aprender, Björn Ragnarson. Dime:
¿cuántos hombres tenemos?
—Unos dos mil, con los últimos que han llegado de Vestfold.
—Bien. ¿Los conoces a todos? —Clava Hastein los ojos de hielo en su joven
camarada.
—No.
—¿Qué buscabas tú cuando te hiciste a la mar?
—Gloria y riqueza. Y emular el nombre de mi padre.
—Exactamente. —Vuelve Hastein a apretar el puño, y ahora es como si tuviera
dentro al propio Björn—. Lo mismo que todos y cada uno de los dos mil hombres
que tenemos. Entre esa gente hay pequeños caudillos, jefes de su aldea, que sueñan
con ser como tu padre o como yo.
—No te sigo —se excusa Costillas de Hierro.
—Pues bien: si yo fuera ese… ¿Piniolo, se llama? Piniolo, sí. Si yo fuera él,
buscaría la manera de arreglarme con cualquiera de esos pequeños jefezuelos que
navegan en nuestros barcos y le ofrecería gloria y riqueza a cambio de traicionar a sus
jefes. O sea, a nosotros.
Björn se pasa una mano perpleja por el rostro herido. Se rasca una oreja. Vuelve a
mirar por el ventanuco. Se sienta pesadamente en unos sacos de harina y resopla.
—¡Estás loco, Hastein!
—Créeme, sé lo que me digo —repone tranquilamente el jefe normando—. Ponte
en el lugar de cualquiera de esos pescadores de Hedeby. Llega un tipo y te ofrece el
poder. Con un simple paso puedes convertirte en un rico caudillo con abundantes
tierras por saquear. Solo tienes que matar a dos sujetos, un tal Hastein y un tal Björn,
a los que no te une más que una vaga lealtad; nada que no pueda romperse con una
buena pelea. ¿No sería una oferta apetitosa?
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Costillas de Hierro vacía la mirada en algún punto entre sus pies.
Inconscientemente acaricia el mango del cuchillo que pende de su cintura.
—No lo había pensado —dice al fin—. ¿Y tú crees que nuestros hombres se
prestarían a semejante traición?
—Si la recompensa vale la pena, sin duda —encoge Hastein sus hombros de oso
marino—. Ya lo he visto otras veces. Todo depende de lo que ese ¿Piniolo? sea capaz
de ofrecer. Y esto no lo sabemos porque el gran cabrón se lo guarda dentro de sus
barbas negras.
—¿Y Ragnar no nos lo dirá?
—Es posible —titubea Hastein—. Pero también es posible que el propio Ragnar
forme parte del juego, o aún más: que Piniolo le haya ofrecido a Ragnar el premio.
¡Sí, eso es! —salta de pronto Hastein como activado por un resorte—. ¡Cómo no lo
he pensado antes! ¡Ragnar aspira a quedarse con nuestra hueste! ¡Esa será su
venganza contra el rey Horik!
—Hastein, con todo respeto —sonríe Björn—: creo que deliras.
—Puede ser —gruñe el veterano—. En todo caso, ¿qué más nos da si podemos
solucionar el problema con un golpe de espada? Es más fácil matar al cristiano
cuando tengamos el oro en nuestros barcos. Y a Ragnar —concluye Hastein dejando
caer el puño sobre otro tonel—, atarlo con un montón de cadenas.
—Tú mandas —baja Björn la cabeza—. Eres más viejo y sabio que yo.
—Buen muchacho. Digno hijo de tu padre. Ahora, vayamos al muelle. Los barcos
esperan.
Los dragones esperan, sí. Erguidas las cabezas terribles, enhiestas las columnas
de los mástiles, henchidas las alas de las velas, abiertas las garras de los remos,
feroces las escamas de los escudos desafiando al gris y al azul del mar y del cielo con
su furia multicolor. A bordo del dragón más grande y temible, Hastein y Björn
flanquean a Piniolo y a Ragnar. Y el dragón, en su alma cruel, cavila sobre a cuál de
todos ellos va a devorar.
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deshacer el hechizo que atrapaba al alma de Ramiro cada vez que Paterna se hallaba
en su presencia. Y al mismo tiempo, nada, ni las más cálidas efusiones de su alma de
niño, lograba perforar el muro que esa mujer parecía haber elevado entre ambos.
—Siento no haber estado presente en el consejo, mi señor —susurró Paterna con
una sonrisa desvalida—. Te pido humildemente disculpas. No tengo excusa.
«Mi señor». ¿Por qué? ¿Por qué esa mujer, su mujer, insistía en tratarle con esa
distancia, «mi señor», como si no fueran esposo y esposa, como si no compartieran el
lecho todas las noches, como si sus cuerpos no se conocieran? A Ramiro le sacaba de
quicio esa manera de cavar una fosa. Era como decirle «tendrás mi cuerpo, pero
jamás mi espíritu».
—¿Qué te ocurrió? —interrogó Ramiro solícito, tratando de camuflar su malestar
en una unción paternal—. ¿Te encontraste indispuesta? ¿No te has recuperado aún
de…?
—Oh, sí. Estoy bien —respondió la castellana, llevando mecánicamente una
mano a su vientre—. No fue eso. Simplemente, hubo una nueva pelea en las obras del
Naranco y los maestros buscaron mi arbitraje. Cuando me di cuenta, la mañana había
vencido. ¿Me podrás perdonar?
—¿Una pelea? Cuéntame eso, te lo ruego.
«Cuéntame eso». ¡Cuántas veces no le habría dicho Ramiro «cuéntame eso»
cuando ella sabía bien que, en realidad, nada de lo que ocurriera allí arriba, en el
Naranco, le importaba un bledo!. Ni en el Naranco ni en cualquiera de los otros
muchos refugios donde Paterna había ido a esconder su soledad. Ramiro vivía para sí
o, más bien, para su corona. Y por mucho que el rey se esforzara —pensaba la reina
—, jamás podría salir de su corazón otra cosa que no fuera una cortés solicitud.
—Ya sabes —fingió complicidad Paterna—: los maestros que has hecho venir de
Lugo aceptan mal la autoridad de Eurico.
—Pero son buenos albañiles —contestó rápido Ramiro—. Y Eurico hace
maravillas. Deberían entenderse.
—Pues no. Al revés. Se odian a muerte. Sobre todo uno que se llama Eufrasio.
Por eso Eurico ha terminado construyendo el palacio por su cuenta, y los de Lugo, la
iglesia por su lado.
Otra nube de hielo volvió a caer sobre el gran salón que Paterna solía disponer
para los encuentros a solas con su esposo. Dos altas chimeneas siempre encendidas.
Una larga mesa tallada con esmero, herencia del viejo rey Alfonso. Sobre la mesa,
ricos paños saqueados a cualquier contingente cordobés y candelabros de mano
visigoda. Gruesas bujías ardiendo en llama poderosa. Copas de bronce bien pulido.
Bandejas con aves y hortalizas. Incluso vino rojo como los labios de la reina. En las
paredes de piedra, tapices de cuidada urdimbre. Y en el ventanal abierto al sur, un
estallido de luz. Todo parecía pensado para evocar un sentimiento de calor. Y sin
embargo, allí estaba esa nube de hielo.
—¿Qué ha pasado esta vez? —fingió interés Ramiro.
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—Algo relativo a un cargamento de mármol. No sé por qué te has empeñado en
traer mármol del Incio —simuló ignorancia Paterna—. El asunto es que Eurico lo
quería para el piso del palacio y los de Lugo lo querían para la iglesia. Y llegaron a
las manos.
—¡A las manos…! —Simuló el rey su incomodidad—. ¿De veras?
—Como lo oyes. Por eso tuve que aparecer allí. De lo contrario…
Por un instante pasó por la mente de Ramiro, o más bien por su vientre, el calor
de una mano femenina. Una mano acostumbrada a examinar las vetas de mármol y,
con el toque de sus dedos, dar valor de vida a la piedra muerta. La imagen de
Gontroda se desvaneció tan rápidamente como había llegado.
—Lo entiendo. ¿Tu salud? —se interesó el rey.
—Bien. Descuida. Me recupero rápidamente.
—Me alegra oírlo.
Paterna ocultó en las plumas de un pato una mirada dolorida. Tres embarazos ya
con el rey. Los tres, deshechos al poco de comenzar. Cuatro hijos perdidos. Uno con
su primer marido, el difunto Eneco. Tres con Ramiro. El dolor del cuerpo pasaba
pronto. Pero el dolor del alma, ese permanecía adherido a su piel como un látigo de
púas de fuego.
—¿Tu hermano? —Cambió de tema Ramiro al constatar el silencio de su esposa.
—Lo ignoro.
—¿Lo ignoras? —se extrañó el rey—. ¡Salió como alma que lleva el diablo en
cuanto terminó la sesión del consejo! ¿No acudió a verte?
—No. Tendría otras cosas que hacer, tal vez —enmascaró Paterna su contrariedad
en una inverosímil indiferencia—. Quizá retornó a Castilla. Es la misión que le
encomendaste, ¿no?
—Así es. Junto a Hernán de Mena.
Algo ardió en la lengua de Ramiro al pronunciar ese nombre. Algo ardió en el
corazón de Paterna al escucharlo. Por las entrañas de la castellana cruzaron a toda
velocidad unas manos de hombre en los dólmenes del Campoo, un beso furtivo en un
río helado, el calor prohibido de un cuerpo sobre su seno… La castellana volcó una
montaña de nieve sobre sí misma.
—En efecto —observó fríamente la mujer—. A los dos los mandaste allá.
—Pero el de Mena no estuvo en el consejo —añadió Ramiro, buscando en los
ojos de miel de su esposa algo turbio, algo equívoco, algo que poderle reprochar por
ese nombre invocado en sueños.
—¿Ah…? ¿Se quedó en Castilla? —comentó Paterna con desdén.
—Tampoco. Está en León.
—¿Y qué hace en León? —Casi se sobresaltó Paterna—. ¿No está allí tu hijo
Gatón?
—Allí está. Fue precisamente Gatón quien le mandó llamar.
—Tendrá sus razones. —Se encogió de hombros la reina mientras atacaba un ala
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del pato—. ¿Por qué me cuentas esto?
—Eres tú quien ha preguntado si se quedó en Castilla… —farfulló Ramiro entre
el crujido de unas hojas de col.
No, ella no sabía nada de Hernán. Ramiro estaba bien seguro. De ambos. El negro
azote de los celos despierta con la caprichosa crueldad de una niña maligna. ¿Había
dicho su nombre en sueños? Bien, nadie es responsable de sus sueños. Los sueños
descienden en la noche, movidos por algún demonio secreto, para raptar el ánimo de
los hombres. Aquellas semanas en camino desde Cigüenza hasta el campo de batalla
de Cornellana debieron de ser lo bastante intensas en peligros e incertidumbres como
para aflorar de vez en cuando bajo el manto negro de la noche. Y Hernán, en efecto,
llevaba muchos meses, casi dos años, alejado de la corte.
¿Por qué le habría puesto esa trampa?, se preguntaba Paterna. ¿Por qué habría
mencionado a Hernán de Mena? Nadie conocía su secreto. Nadie más que un suave
prado a orillas del Nansa. ¿Quizá Hernán se había ido de la lengua? ¿Amor
despechado, tal vez? ¡Imposible! Hernán tenía demasiada vida sobre sus espaldas
como para ceder a semejantes niñerías. ¿Tal vez alguien había deslizado a oídos del
rey algún rumor, alguna maledicencia, cualquiera de esas burbujas venenosas que se
cuelan en el alma, emponzoñan el ánimo y nublan la voluntad? Pero ¿quién?
—¿Qué tienes dentro, Ramiro? —preguntó la castellana con un tono que quería
decirlo todo y nada.
—Bien sabes lo que tengo dentro —murmuró el rey con un eco extraño, como si
estuviera abriendo sus vísceras—. Además del amor que te profeso, quiero decir —se
rectificó en vano—. Tengo dentro…
—¿Sigues obsesionado con la frontera? —Le ayudó Paterna como quien
pronuncia una palabra mágica.
—Sí, sigo obsesionado con saltarla. León y Amaya. Amaya y León. Pero no es
eso. No solo eso. Si hubieras estado en el consejo…
—Te repito mis disculpas.
—No era un reproche —atajó brusco el rey—. Si hubieras estado en el consejo
habrías escuchado el relato de esos crímenes…
—¿Todavía esos crímenes?
—Cada vez más. —Crispó el rey la mano sobre el espetón del pato—. Y peores.
Y más crueles.
—¿Y nuestros hombres?
—No dan abasto. Aquí y allá atrapan a una banda y cuelgan a sus cabecillas, pero
de inmediato aparece otra en otro lugar. Cualquiera diría que todo el reino se ha
vuelto loco.
—¿Tan grave es? —No se atrevió Paterna a preguntar por la paz en su lejano y
pequeño solar de Castilla.
—Más de lo que puedas imaginarte —asintió Ramiro, sombrío—. Otras veces
hemos tenido que hacer frente a bandoleros o a saqueadores. Pero esto es distinto.
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¡Esto es un ejército!
—Pero un ejército —objetó la mujer— necesita un jefe…
—¡Y así acabas de llegar adonde querías! —Empuñó Ramiro el espetón como un
cetro triunfal—: lo que tengo dentro. Lo que tengo dentro es la sospecha, más aún, la
certidumbre de que hay una sola cabeza detrás de todo esto.
—Muy grande tiene que ser esa cabeza, Ramiro —sonrió Paterna, y el rey
agradeció infinitamente el bálsamo de la confianza—, para que quepan tantos
bandoleros.
—Precisamente. Muy grande. Y su objetivo no puede ser solo enriquecerse
esquilmando míseras granjas y pequeñas aldeas. Tiene que ser algo más. ¡Algo más!
—Pero tus enemigos quedaron domados en Cornellana. Nepociano está encerrado
y ciego. —Un leve estremecimiento recorrió los hombros de Paterna al recordar
aquellos dos ojos fuera de sus órbitas—. Los capitanes de su tropa, muertos o en
fuga. Los señores más levantiscos besaron tu mano. ¿Quién puede ahora conspirar
contra ti?
—No lo sé.
Paterna sintió algo parecido a una caricia de compasión. Ramiro siempre le
inspiraba ese tipo de sentimientos: más misericordia que amor. Como cuando,
después de la primera noche, el rey la honró con el inconcebible regalo de los
monumentos del Naranco. Como cuando soñaba despierto con la repoblación en el
Duero y el Ebro.
—Si me permites… —Osó aventurar la mujer.
—Por favor.
—Dime, ¿qué fue de esos dos secuaces de Nepociano? ¿Cómo se llamaban?
—¿Piniolo y Aldroito? —Algo sonó a roto en el interior de la cabeza del rey.
—Eso es —confirmó Paterna con una ancha sonrisa—. ¿Qué fue de ellos?
El rey Ramiro hundió sus ojos del color de las castañas en las chimeneas que
ardían en el salón. Primero, en una. Luego, en la otra. Piniolo. Aldroito. Al contacto
con el fuego, ante su memoria comparecían Aldroito y Piniolo. Sí, ¿qué había sido de
los dos lugartenientes más significados del usurpador? Ambos, castigados con
severas penas y onerosos tributos. Ambos, reducidos al estatuto de pequeños señores
sin nombre. Aldroito vivía desde entonces retirado en sus menesterosas tierras de
Lugones, a orillas del Nora. Pero ¿y Piniolo? ¿Dónde estaba Piniolo?
Ordoño Ramírez, hijo primogénito del rey, heredero in pectore de la corona, asociado
al trono y conde del rey en Galicia, penetró majestuoso en el palacete que Alfonso el
Casto, en su día, hizo levantar extramuros de la ciudad. Frío y cerebral, sagaz e
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imperturbable, ecuánime y despiadado, Ordoño tenía los pies en el suelo y la cabeza
en el reino, y todas esas cualidades le habían granjeado el respeto unánime de la
corte. Cada vez que el rey Ramiro convocaba consejo, el nombre de Ordoño era el
primero en la lista de invitados. Y aunque el monarca aún no había dado el paso
decisivo de nombrarle formalmente sucesor, nadie ignoraba que Ordoño, un día,
ceñiría la corona. Ese día, por primera vez, un rey de Asturias designaría heredero a
su primogénito. Ese día, por primera vez, los nobles del reino quedarían al margen
del procedimiento de la sucesión. Ese día, por primera vez, los reyes de Oviedo
adoptarían por ley y para siempre la costumbre franca de legar la corona al hijo. Ese
día habría trastornos en Asturias, habría pechos ardiendo de ira, mentes urdiendo
homicidios y manos empuñando las dagas. Pero ese día, Ramiro estaba seguro, los
pechos se enfriarían, las mentes se apaciguarían y las manos se calmarían, porque el
heredero era precisamente Ordoño, y nadie podría encontrar un rey mejor en toda la
cristiandad.
Limpio y afeitado, el cuerpo envuelto en una modesta túnica de jinete y el cabello
sujeto con una simple cinta de cuero, Ordoño no necesitaba ornatos ni diademas ni
mantos ni armas. De hecho, nada en sus ropas anunciaba a un rey. Pero llevaba la
majestad escrita en el porte de sus hombros, en el movimiento de sus brazos, en el
paso tranquilo y dominador, en la sonrisa escueta y en el gesto cortés, en la mirada de
piedra y en la mente veloz y resolutiva. Era como una torre que hubiera cobrado vida.
Ordoño miraba y mandaba, hablaba y mandaba, callaba y mandaba, así fuera en la
granja familiar del Édramo o en el palacio condal de Lugo, en el campo de batalla o
en el salón doméstico. Simplemente, había nacido con ese don. Solo una persona
permanecía ajena a su poder, insensible a su magnetismo, rebelde a su hechizo: su
hermana Aldonza. Nada podía compararse a la infinita devoción que Aldonza le
inspiraba. Cuando Ordoño se hallaba ante su hermana ciega, la piedra se hacía agua y
el hierro, cera. El majestuoso varón que había nacido con una corona grabada en el
alma se volvía, como tocado por un dedo mágico, de nuevo niño, y la torre se
achicaba hasta convertirse en madriguera infantil.
Era precisamente Aldonza la que le había citado allí, en las caballerizas del
palacio, a la vera del camino que, suave, bajaba entre prados a los baños de la
Foncalada. «Necesito verte. Es urgente». Eso decía, sin más, la nota que el aya
Muñoza había llevado al heredero. Y el heredero, naturalmente, acudió. Porque,
cuando llamaba Aldonza, el heredero era simplemente Ordoño. Y allí la encontró,
frágil y hermosa y menuda, con su aspecto de hada ausente, la lluvia rubia de los
cabellos dorando el aire a su alrededor.
—¡Aldonza! ¡Hermana! —exclamó Ordoño, jovial, corriendo hacia la muchacha.
—Quería verte, hermano mío, porque he de contarte algo muy grave —lanzó
atropelladamente Aldonza.
—Es curioso —contestó el heredero—. Yo también quería verte, y también por
algo grave.
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—¿Qué es? —Movió Aldonza los ojos ciegos.
—Tú primero —propuso el hermano, asiendo a la joven de una mano.
—Paterna ha pronunciado en sueños el nombre de Hernán de Mena —soltó
Aldonza a bocajarro.
Ordoño dio un respingo. Nunca había sentido la menor simpatía por Paterna.
Tampoco por Hernán. De hecho, no sentía la menor simpatía por nadie, al margen de
Aldonza y su otro hermano, Gatón. Pero jamás habría esperado una cosa así.
—¿Estás segura?
—Absolutamente.
—¿Y cómo lo sabes, si se puede preguntar? ¿No habrás…? ¡Oh, no! —exclamó
Ordoño, interpretando el gesto vacío de su hermana—. ¿Cuántas veces te he dicho
que no escuches detrás de las puertas? ¡Cualquier día te van a sorprender!
—¡Te juro que fue sin querer! Yo estaba en el pasillo de palacio. Sola, sin
Muñoza. Conozco el lugar. A tientas caminé hasta la cámara de padre. La puerta
estaba abierta. Escuché que padre hablaba con el obispo Serrano. Y padre se lo contó.
—¿A Serrano? ¡No sería en confesión! —retrocedió Ordoño, turbado.
—¡No! —Se apresuró Aldonza a deshacer la sospecha—. Estaban hablando de
política y de no sé qué tesoro, y entonces se lo dijo: que Paterna había pronunciado en
sueños el nombre de Hernán de Mena.
Ordoño miró fijamente a su hermana. Aldonza respiraba agitada y sus facciones
se habían contraído en un rictus de aprensión.
—Es realmente incómodo esto que me cuentas. ¿Crees que Paterna y Hernán…?
—dejó Ordoño un silencio equívoco.
—En modo alguno.
—Entonces, ¿dónde está el problema? Solo era un sueño. —Movió las manos el
heredero como disipando una imaginaria nube.
—El problema está en que padre sufre. Y no me gusta verle sufrir.
—Veamos —trató Ordoño de serenar el paisaje—. Padre ama a Paterna, sin duda.
Pero tú crees que Paterna no ama a padre.
—Por eso padre sufre —añadió Aldonza con más ira que compasión.
—Sin embargo, no crees que Paterna engañe a padre.
—No —negó Aldonza—. Tal vez sí dentro de su alma, pero no con su cuerpo.
Paterna recuerda a Hernán de Mena, y eso quiere decir que entre ellos hubo algo,
pero el del Jabalí Blanco no ha vuelto a aparecer por Oviedo desde el día de los
esponsales y la reina, por su parte, nunca ha salido de la ciudad. Paterna es una mujer
decente. Y Hernán, un caballero leal.
—No jures por ello, hermanita —suspiró Ordoño con aire desengañado—. El
mundo está lleno de mujeres y hombres que dejaron de ser decentes y leales porque
un día pensaron que juntos podían ser felices. Cualquier hombre puede perder su
lealtad si se le cruzan unos labios apetecibles. Pero, en todo caso, no parece que
estemos en esa situación.
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—Sea —aceptó Aldonza.
—Padre quiere tener hijos con Paterna —constató Ordoño—. Y ella no se los da.
—¡Está embrujada! —bufó la muchacha—. Jimena la aojó. Estoy segura.
—¡Aldonza!
—¿Qué otra cosa puede ser, si no? Todavía es joven y ya estuvo embarazada una
vez, con su primer marido.
—Y perdió el hijo —amonestó el heredero a su hermana—. Recuerda la historia:
faltaba poco para el alumbramiento cuando le fueron con la noticia de que el marido,
Eneco de Carranza, había muerto en la batalla de Santa Cristina. A Paterna le dio un
síncope, el hijo se le fue y a punto estuvo de morir ella misma. Quizá en ese trance se
le rompieran las entrañas. A otras les ha pasado.
—Puede ser —aceptó Aldonza de mala gana—. Eso no quita para que Jimena la
haya embrujado.
—No discutiré eso contigo. De brujas sabes más que yo —bromeó Ordoño,
eludiendo un manotazo ciego que se perdió en el aire.
—Esa mujer no quiere a padre —porfió la muchacha.
—Bien, ya lo sabemos —templó Ordoño—. Pero padre no se casó con una mujer,
sino con Castilla. Y Paterna está cumpliendo bien sus obligaciones.
—¿No podemos hacer nada, pues? —preguntó Aldonza, desconsolada.
—¿Y qué quieres que hagamos, hermanita?
—Procurar que Hernán de Mena siga bien lejos de Paterna, para que padre no
sufra.
—Me parece bien —aceptó el heredero.
—Ahora está en León. Con Gatón. Se lo dijo padre al obispo Serrano.
—Lo sé —confirmó tranquilamente Ordoño.
—¿Y tú cómo lo sabes? —exclamó ella sorprendida—. ¿También escuchas detrás
de las puertas?
—No. Gatón me pidió consejo sobre el asunto y yo se lo di. Me pareció
conveniente tener a Hernán lejos de Rodrigo. Nadie sabe qué pueden tramar esos dos
castellanos juntos, en un territorio tan lejano y que consideran de su propiedad. Mejor
tener a Rodrigo en un lado y a Hernán en otro.
—¡Eres terrible! —rio Aldonza.
Ordoño tomó la mano de su hermana y, despacio, echó a andar. Le colmaban de
felicidad esos instantes en que no había otra cosa en el mundo que la niña Aldonza.
Miraba a su hermana y le parecía que flotaba, como una mariposa rubia, sobre el
prado de la Foncalada.
—¿Sigue viéndose con ella? —preguntó la muchacha de pronto.
—¿De qué me hablas?
—De padre —aclaró Aldonza muy seria—. Sé que, desde que madre murió, padre
se ve, o se veía, con una señora del Incio. Una tal Gontroda. La de las canteras de
mármol.
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—¿Cómo lo haces para enterarte de todo, pequeña arpía? —rio el heredero.
—No veo, pero oigo —frunció el ceño la joven.
—No sé si sigue viéndose con Gontroda —claudicó Ordoño—. No lo creo,
porque padre, desde que ciñe la corona, apenas tiene tiempo para nada. Ni siquiera ha
vuelto a salir de caza.
—Me apena, ¿sabes? Echo de menos nuestra antigua libertad —suspiró Aldonza
con lastimera convicción.
—¿Te apena él o te apenas de ti misma? —preguntó sonriendo el hermano.
—Quizá las dos cosas —musitó la muchacha sin acusar recibo de la broma—. En
fin… Ahora habla tú. ¿Qué era eso tan importante que querías decirme?
Ordoño respiró despacio. Trató de sonreír. No quería que sus palabras sonaran a
reproche. Aún menos a acusación. Aldonza lo percibió. De algún modo, lo percibió.
Como percibía casi todo.
—Me han contado —dijo al fin el heredero— que has tenido un encuentro muy
discreto con cierto galán castellano.
Aldonza enrojeció desde la punta de los pies hasta el nacimiento de los cabellos.
—…
—Eres consciente de que se trata del hermano de Paterna, ¿verdad? —añadió el
joven ante el silencio de su hermana.
—…
—Y sabes que Paterna se pasa la vida precisamente en el Naranco, ¿no?
Seguramente estaba allí mientras vosotros coqueteabais.
—¡Yo no coqueteaba con nadie! —protestó al fin Aldonza—. Me citó para
entregarme un obsequio y yo acudí. Y no, no reparé en que Paterna podía estar
vigilando.
—¿No sabes si ella te vio? —Apretó Ordoño.
—No puedo saberlo, como comprenderás —bromeó Aldonza consigo misma,
pasando una mano rápida por los ojos ciegos.
—Ya lo sé, boba. Pero tal vez el aya pudo descubrir algo.
—¿Muñoza? Me parece que Muñoza estuvo más pendiente del gallardo mozo que
de si alguien nos espiaba.
—¿Quieres que te cambie el aya? —preguntó muy serio el heredero.
—¡Ni lo sueñes! —fingió indignación la muchacha—. Llevo toda la vida con esa
mujer y me entiendo muy bien con ella.
—¿Cómo estuvo él?
—¿Rodrigo? Amable. Torpe. Generoso. Un poco primitivo, pero encantador. —Y
algo en el gesto de Aldonza traicionó su aparente indiferencia.
—¿Te atrae? —Y en la pregunta de Ordoño hubo un involuntario aroma de celos.
—Bueno, nadie me había regalado nunca ocho varas de seda de Córdoba.
—Poco precio es por tu mano.
Ordoño se arrepintió enseguida de lo que acababa de decir. No tanto por las
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palabras como por la música en la que venían envueltas. Al heredero le incomodaba
que sus sentimientos quedaran desnudos. Pero, con Aldonza, siempre le ocurría lo
mismo.
—¿Qué crees que se proponía? —preguntó el joven, tratando de retomar el
control de la situación.
—Dice Muñoza que ese muchacho me quiere de verdad —medio sonrió la
muchacha.
—¿Y tú qué piensas?
—Que posiblemente sea cierto. Lo noté en su voz. Pero, además —añadió
Aldonza con un gesto cruel—, creo que quiere emparentar con la casa del rey. ¿Por
qué, si no, iba a fijarse precisamente en una chica ciega?
—Bonita pinza. —Juntó Ordoño los dedos de una mano—. La hermana, casada
con el rey, y el hermano, con la infanta. Y los Núñez, dueños de Castilla y con
vínculos de sangre en Oviedo y en Galicia. No es un mal plan. Si yo fuera el viejo
Nuño, no lo habría urdido de otra manera.
—¿Has pensado que tal vez él esté realmente enamorado de mí? —interrumpió
Aldonza con un deje de orgullo herido.
—No solo lo he pensado, sino que además me parecería muy normal. Eres muy
hermosa, muy inteligente y muy dulce.
—Y muy ciega.
—Pero menos que muchos cuyos ojos ven.
—O sea que…
Ordoño tomó suavemente en sus manos el rostro de su hermana. Apartó con
delicadeza los cabellos rubios que cubrían la frente. Pasó un dedo casi maternal sobre
los pómulos suaves, las mejillas un poco llenas, el mentón redondo.
—O sea que sí —sentenció el heredero en un susurro—. Es perfectamente posible
que Rodrigo esté enamorado de ti. Esos castellanos son gente ambiciosa, pero
también muy elemental, y lo mismo se mueven por interés que por pasiones. Pero
esto, querida mía, complica las cosas.
—¿Las complica? —Vació Aldonza un gesto de desesperanza que no quería decir
su nombre.
—Mucho —golpeó fríamente Ordoño—. Si fuera simplemente un negocio,
bastarían un par de desprecios para que Rodrigo abandonara sus pretensiones y
pusiera su corazón en otra parte. Pero si de verdad es amor…
—… No desistirá.
—No.
De repente Ordoño sintió una intensa piedad por su hermana. Tan niña, tan frágil,
tan ciega y… ¡tan enamorada! Porque ella se negaría a aceptarlo, por supuesto, pero
era evidente que estaba enamorada.
—¿Qué hacemos? —apremió el joven.
—No lo sé —musitó Aldonza con un punto de desconsuelo.
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—¿Tú amas a ese muchacho?
—Aún no —quiso mentir Aldonza—. El hecho de que se haya fijado en mí me ha
emocionado, es verdad. A ti no te lo puedo ocultar. Ese chico respira fuerza y alegría.
Parece un hombre cabal, es valiente y nadie ignora que tiene un espléndido futuro por
delante, en Castilla o donde sea. Pero aún no me he enamorado de él.
—Mejor así. Puedo, entonces, plantearte las cosas con crudeza.
—Claro que puedes.
El heredero sentó a su hermana en un poyete al borde del agua, junto a la alberca
de la Foncalada, y se alejó unos pasos de ella. No quería que el amor o la piedad le
enturbiaran el juicio.
—Ahora mismo —silabeó con lentitud de piedra— nuestro mayor propósito solo
puede ser que nada enturbie la sucesión a la corona.
—Tu corona.
—Mi corona. Y si padre tiene un hijo con Paterna, las cosas se complicarían.
—Pero, Ordoño, hermano, ¡sería un niño muy pequeño! Y padre ya tiene decidido
que…
—Lo sé. Pero date cuenta: va a ser la primera vez que un rey designa sucesor a su
primogénito y deja a los nobles al margen. Bastará con que haya otro candidato,
aunque sea un niño, para alimentar la ambición de quienes se oponen a que padre me
designe formalmente heredero.
—Lo entiendo. ¿Y eso cómo me afecta a mí?
—Me duele decírtelo, pero…
—Habla sin miedo, Ordoño.
—Si te casas con Rodrigo y tienes un hijo, él entrará también en la carrera.
—¿El hijo o Rodrigo?
—Los dos. Y si ya hay muchos nombres en Asturias y en Galicia que encajarán
mal mi designación como heredero y que tratarán de levantar cualquier otra bandera,
solo nos faltaba que lo mismo ocurriera en Castilla.
—¿No te fías de Rodrigo?
—No me fío de nadie, querida hermana. Hoy ese muchacho puede ser un
caballero leal, pero mañana, empujado por sabe Dios qué ambiciones, puede
convertirse en un rival. Las cosas son así.
Aldonza cruzó las manos sobre el regazo. Ordoño observó que sus dedos se
crispaban como si quisieran destrozar algo. A la muchacha se le escapó un suspiro.
—¿Quieres que corte toda relación con Rodrigo? —preguntó al aire.
—¡Al contrario! —negó el heredero con vehemencia—. Es importante tenerle
bien controlado. Eso nos servirá además para controlar a Paterna. Y en las actuales
circunstancias, ¿quién mejor que tú? Lo que quiero es que no te enamores. ¿Podrás?
Aldonza podría, sí. ¿Por qué no? Iba a ser un juego cruel, pero en el alma dulce
de Aldonza latía, bien lo sabía ella, una veta maligna y despiadada.
—Lo haré, hermano. Lo haré. Pero, a cambio, quiero que me cuentes una cosa.
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—Lo que quieras, hermana.
—¿Con quién te casarás tú?
—Padre ha hablado con Pamplona —respondió Ordoño tranquilamente, como
quien despacha asuntos de palacio—. Hay allí una damisela, una tal Nuña, que ha
sido reservada para mí.
—¿Qué sabes de ella?
—Muy poca cosa. Que es algo más joven que yo y que, según dicen, no carece de
atractivo. Eso y, sobre todo, que Pamplona empeña su palabra con ella. Es suficiente
por el momento.
—¿Te ilusiona? —preguntó Aldonza con un deje infantil.
—Sinceramente, hermanita, no. Ni lo más mínimo. Pero un rey necesita una
reina. Y si las cosas ruedan como han de rodar, gracias a la mano de esa Nuña
tendremos buenos anclajes en el oriente.
—Cada vez más al este —bajó Aldonza la cabeza en un gesto desolado—.
Primero Castilla y ahora…
—No hay otra opción —sentenció Ordoño con palabras de rey—. En el oeste ya
no hay más sitio. Nos detiene el mar. ¿Sabes dónde está la Torre de Hércules? Pues
eso es el final. Pero al este y al sur…
Aldonza ya no prestó más atención. Se puso en pie, aguardó a que su hermano,
solícito, tomara su brazo, y echó a andar haciendo que sus pies levitaran sobre la
hierba fresca del prado de la Foncalada. En cada paso le asaltaba la impresión de que
estaba pisando una flor. Y en cada flor sentía como si el suelo, doliente, gimiera el
nombre de Rodrigo.
Fray Fruminio peinaba su crespo pelo negro en torno a una tonsura singular, rebelde,
que permanentemente pugnaba por cubrirse como si se arrepintiera de sus votos.
Había conocido a Gatón en el monasterio de Samos, al que acudió, como tantos otros,
buscando un poco de paz después de largos años de sumisión al poder musulmán. Un
día de invierno se levantó en su pequeña aldea de la sierra de Guadarrama y, al canto
del gallo, sintió una voz interior que le decía que otra vida era posible. Miró la
destartalada techumbre de su iglesia, que la rígida ley islámica le impedía reparar.
Paseó la vista por las casuchas de los explotados mozárabes de su aldea, obligados a
pagar impuestos sin fin a los amos sarracenos. Perdió luego los ojos en el inmenso
llano que se abría al norte, donde el mundo tendía todos los días las manos en una
perpetua señal de la cruz. Un mal paso con un arrogante cadí local terminó de
convencerle: allí ya no pintaba nada. Lo más probable era que, cualquier día, esos
agarenos le llevaran al cadalso por predicar en las calles, cosa que estaba
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estrictamente prohibida. Al norte, por el contrario, una misión sin parangón le
aguardaba: devolver la palabra de Dios a una tierra ciega y muda. Así fray Fruminio
lio unos pocos bártulos, avió una mula y una gélida mañana, al amanecer, se perdió
entre las viejas calzadas que conducían al norte. Para su sorpresa, a las pocas leguas
una caravana le dio alcance: eran ocho familias de feligreses de su propia parroquia
que, enterados de la empresa, habían decidido seguir a su pastor. Después de largas
jornadas de frío y hambre, hallaron tierra de cristianos. La Providencia había guiado
sus pasos hasta Astorga. No acabaron ahí los prodigios, pues en Astorga encontró
Fruminio a otros grupos de mozárabes que, como ellos, habían escapado del amo
musulmán. Y cuando se enteró de que Gatón, el hijo del rey, planeaba repoblar León,
no lo pensó dos veces: corrió a buscarle, lo halló en Samos y le ofreció los brazos y
las almas de las familias que le acompañaban. Por eso ahora estaba allí fray
Fruminio, en León, barriendo mansamente la chabola que, por el momento, hacía las
veces de iglesia y que en breve plazo iba a llenarse de fieles para los oficios
matinales.
—Fray Fruminio —le interpeló Gatón, plantado en jarras frente a la puerta—. Es
la hora.
El fraile no dijo nada. Dejó la escoba, se sacudió el polvo del escapulario y siguió
mansamente al hijo del rey. Era importante lo que hoy tenían que tratar. El guerrero y
el sacerdote se encaminaron hacia el torreón donde Gatón había fijado su residencia.
Allí les aguardaba ya Hernán de Mena, en pie ante un tosco tablón habilitado como
mesa, mirando fijamente un pergamino.
—El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres —salmodió fray
Fruminio a modo de saludo.
—Aquí está lo que vamos a hacer —fue directamente al grano el del Jabalí
Blanco. Gatón y el fraile se inclinaron sobre el pergamino—. Esto es la muralla de la
ciudad —explicaba el de Mena sus trazos—. Aquí, los ríos. Y aquí dentro —
precisaba con un dedo que parecía pensar por sí mismo— estamos nosotros. Esto es
lo que haremos: reservaremos esta zona para la iglesia y sus dependencias…
—Muy adecuado —susurró agradecido fray Fruminio.
—Organizaremos las viviendas de la gente en esta otra sección. Y aquí —añadió
Hernán— pondremos huertas y corrales.
—¿Quieres poner huertos y granjas dentro de las murallas? —exclamó Gatón,
desconcertado—. ¡Será que no hay tierra ahí fuera!
—Claro que hay tierra, Gatón —explicó el de Mena, paciente—, pero estamos al
borde mismo del campo enemigo. Si el moro viene a asediar esta ciudad, será
prudente tener dentro algo que nos podamos comer.
—Los moros lo hacen así en sus ciudades —aportó fray Fruminio—. Lo he visto
en muchas de ellas. Y también guardan dentro sus rebaños.
—Sea —sentenció, convencido, el hijo del rey—. Igual lo haremos nosotros.
—Lo mismo vale para el agua —añadió Hernán—. El canal que has recuperado,
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Gatón, ha sido una idea excelente, pero nos obliga a depender del agua que venga
desde fuera de las murallas. Hay que poner ahora mismo zahoríes al trabajo, por ver
si hallamos aquí algún pozo.
—Así se hará —dijo el joven gigante, acariciándose la suave barba del mentón.
—De momento, que las huertas de intramuros empiecen a levantarse cerca de la
entrada del canal —dispuso Hernán—. Seguro que ahí la tierra está húmeda. He visto
que nuestra gente trae ovejas y algunas vacas, además de gallinas. Que los establos se
instalen en el lado opuesto. Y cerca de la puerta trasera, porque será más fácil
evacuarlas por allí si hay que escapar.
—Entendido —asintió Gatón.
—Una cosa más, respecto a las huertas: lo más adecuado será que se labren en
régimen de señorío. O sea, que dependan de ti, Gatón.
—¡Yo no soy hortelano! —protestó el hijo del rey.
—No, pero eres el jefe. Que el trabajo sirva como tributo de los colonos y que el
fruto lo repartas después tú con la mejor justicia que sepas. De esta manera, si hay
asedio, nadie podrá acaparar el alimento.
—Bien visto —encomió fray Fruminio.
Sin apartar la vista del pergamino, Hernán de Mena vertió un chorro de vino
sobre un plato de gachas frías. Aún no había desayunado.
—¿Cómo organizaremos a la gente aquí dentro? —Se inquietó el fraile—.
Empieza a haber conflictos entre los que vinieron con Gatón, los mozárabes que yo
he traído y, ahora, los foramontanos que has traído tú.
—Era inevitable —resopló el de Mena entre una sordina de gachas—. ¿Sabéis
cómo lo hizo mi padre en Brañosera? Alineó a los colonos sobre el mismo punto que
cada cual había elegido y, a partir de ahí, trazó círculos de veinte pasos. Según el
círculo de uno iba solapándose con el de otro, este segundo se desplazaba hacia el
exterior.
—Podemos hacerlo así —observó Gatón, que se frotaba la frente como tratando
de meterse en la cabeza el procedimiento.
—Al que haya empezado a construirse una casa o esté rehabilitando una vieja —
precisó Hernán—, que se le respete. Los demás, que se sometan al patrón de los
veinte pasos.
—Está bien —aceptó Fruminio—, pero ¿por dónde empezamos a contar pasos?
—Por los primeros que llegaron: los bercianos de Gatón. Es lo justo.
—Es lo justo —asintió Gatón, satisfecho.
—¿Hasta dónde trazar círculos? —insistía el fraile, puntilloso—. ¿Hasta las
murallas?
—Sí. Pero antes —advirtió el de Mena— hay que reservar el espacio para huertas
y corrales. Y hay que tener en cuenta otra cosa de la mayor importancia: herrerías,
alfarerías, hornos… Al colono que vaya a instalar un taller hay que cederle el espacio
preciso.
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—Habrá conflictos —meneó la cabeza Fruminio—. Alguien se sentirá
perjudicado.
—Eso también es inevitable —asintió el Caballero del Jabalí Blanco sin apartar la
vista del pergamino ni las manos de la escudilla de gachas—. Al que se duela, habrá
que tratar de consolarle. Después de todo, ahí fuera tiene más tierra de la que jamás
pudo soñar.
—Por cierto —intervino Gatón—, ¿qué hacemos ahí afuera? Porque ya hay
colonos que se han lanzado a hacer presuras.
—¿Cómo lo hacéis en Castilla? —preguntó el fraile.
A Hernán de Mena, castellano, le voló la imaginación al valle que daba nombre a
su linaje, estrecho en comparación con el gran llano leonés; a un castillo en el sitio de
Tedeja, el que levantó su padre, sobre el desfiladero de la Horadada; a un collado en
Brañosera, el de Pamporquero, donde él mismo había dirigido presuras.
—En Castilla se permite a cada cual que haga presuras según llegue a un paraje
—explicó el Caballero del Jabalí Blanco—. La prioridad es por orden de llegada. Eso
le da derecho a preparar la tierra, pero aún no a poseerla. Para que se le reconozca la
propiedad tiene que hacerle el escalio, es decir, roturarla y dejarla apta para el cultivo.
—Así lo hicieron también nuestros antepasados en Galicia y en Oviedo —aportó
Gatón, contento de poder decir algo—. Me lo explicó mi padre. Leyes de los godos,
me dijo. Y así lo haremos aquí.
—Pero, un momento —interrumpió fray Fruminio—. ¿Qué límite ponemos?
Porque ya hay un par de tipos que se han quedado un territorio enorme ahí fuera y no
dejan acercarse a nadie.
—¿Qué os parecen cinco yugadas? —propuso el de Mena—. El terreno que una
yunta de bueyes pueda arar cinco días, de sol a sol.
—Es muy generoso —balbució Fruminio, intentando disimular su emoción, que
era como la de quien acaba de hallar un tesoro—. La mayor parte de esta gente nunca
ha tenido tierra propia.
—Ahora la tendrán —prometió Hernán—. ¿Ha venido algún notable?
—¿Qué quieres decir? —interrogó Gatón, desorientado, metiendo los dedos en
los restos de gachas que el de Mena había dejado sobre la mesa.
—A veces —explicó el castellano— ocurre que algún personaje principal aparece
con cuatro familias de su clientela, cada una de ellas toma tierras y, después, todas
pasan a manos del señor. Eso suele crear problemas complicados. Normalmente no
hay más remedio que reconocerle la propiedad, pero siempre surgen litigios.
—No, aquí no hay nada de eso —rio Gatón, agitando las manos manchadas de
gachas—. Esta tierra es demasiado peligrosa para los terratenientes.
—Mejor así.
—Un momento, don Hernán de Mena —volvió a intervenir, puntilloso, el fraile
—. ¿Qué hacemos con las tierras ya tomadas en presura y que queden sin roturar?
—Se dejan libres. Si todo sale bien, mañana vendrán más colonos y podrán
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instalarse ahí.
—¡Pues ya está todo arreglado! —Palmoteó Gatón, triunfal—. ¿Cuándo
empezamos?
—Cuanto antes. Para comenzar, tracemos un círculo más amplio en torno a la
iglesia de fray Fruminio, que me ha parecido muy menesterosa —propuso Hernán
ante la mirada agradecida del fraile—. Hay que dejarle un espacio para huerta y
corral. Después de misa, reunamos a los colonos allá donde se encuentren. Tus
hombres de armas, Gatón, trazarán los círculos en torno a los puntos donde se ha
instalado tu gente. Fray Fruminio hará después lo mismo con los mozárabes que ha
traído del sur. Luego, mis colonos. Que queden así dispuestos los solares de las casas.
Y a todos les anunciaremos que mañana, a la salida del sol, deberán hallarse en las
tierras que han tomado en presura para comenzar el escalio. Si todo va bien, en una
semana estará cada cosa en su sitio.
Aquella misma tarde, con el sol aún bien en lo alto, Gatón, Hernán y fray
Fruminio reunieron a sus gentes y les explicaron el procedimiento. Se trazaron
círculos en torno al sitio que cada cual había ocupado. La mayor parte de los colonos
se había agrupado ya según su lugar de origen, de manera que no fue difícil marcar
los solares asignados a cada cual. Algunos empezaron a negociar con otros un canje
de emplazamiento a cambio de una vaca o diez sacos de trigo, y los caudillos de
aquella ciudad tan vieja y tan nueva les dejaron hacer. Esa noche los colonos
dormirían en un suelo que ya era propiamente suyo. Y ya León se rendía al sueño,
preparado para resucitar al alba, cuando algo nuevo pasó.
—¡Mi señor! ¡Mi señor don Gatón! —Irrumpió en el desvencijado torreón un
emisario—. Ha llegado un hombre muy extraño que insiste en verte. Dice llamarse
Purello.
Gatón se puso en pie de un salto. La jarra de vino osciló peligrosamente sobre la
precaria mesa en la que Hernán, fray Fruminio y el hijo del rey compartían un poco
de pan con queso y tiras de carne en salazón.
—¿Purello? ¿Quién es Purello? —preguntó Hernán, sorprendido al ver la
vehemente reacción del joven.
—Purello es el mejor cazador que hay sobre la tierra —declaró Gatón con el aire
de quien está presentando a un rey—. Le invité y ha venido. Tenéis que conocerle.
¡Nunca habréis visto a nadie igual!
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dejaba descansar sus sentidos en el aroma primaveral de los jardines del alcázar.
Frente a él, tenso como una cuerda de ud, su hijo Mohamed, recién llegado de las
tierras de los Banu Qasi. A los pies del emir, la siempre dulce Tarub, la flor más
hermosa del jardín. Y unos pasos por detrás, atento y solícito como de costumbre, el
eunuco Nasr Abu el-Fath.
Nasr no daba crédito. El emir le había citado en los jardines del alcázar, como
tantas otras veces, y al entrar en ese delicado anticipo del paraíso había descubierto
nada menos que a Mohamed, el heredero. Ni siquiera Nasr, que todo lo sabía, que
todo lo controlaba, que de todo se enteraba, había tenido conocimiento del retorno de
Mohamed. ¿Por qué? Esa era la pregunta que ahora torturaba su corpachón de buey
desde la calva cabeza hasta los orondos y fatigados pies. ¿Quizá el emir sospechaba
de la conjura que la bella Tarub y él alentaban contra el heredero? ¿Quizá ese silencio
era un mensaje cifrado, un «sé lo que estáis tramando»? Nasr Abu el-Fath, bajo la
fingida quietud de su redonda mole, temblaba como una hoja de jazmín al viento del
otoño. Su mirada azul buscaba engancharse en los ojos negros de Tarub como el
náufrago desesperado que necesita un madero. Pero Tarub permanecía reconcentrada
en el arco de su primitivo kamanché, frotando suavemente las cuerdas como si en
ellas fuera a encontrar las mismas respuestas que Nasr buscaba. Y no.
Nasr miraba alternativamente a Tarub y al emir. Tarub, al emir y a Nasr. ¿Y el
emir? El emir Abderramán mantenía los párpados cerrados, pero, tras la cortina
sombreada de kohl, todos en el jardín del alcázar, lo mismo Tarub que Nasr, y los
pájaros que revoloteaban en los limoneros y los insectos que se afanaban en los
jazmines y los geranios, todos sabían que aquellos ojos cerrados estaban taladrando el
alma de Mohamed. El cual, por su parte, tampoco ignoraba que aquella quietud de su
padre era anuncio inminente de tempestades. Una vez más.
—Hijo mío —musitó el emir con un hilo de voz—, ¿con qué impresión vienes de
la casa de Musa ibn Musa?
—Con la impresión de que son firmes aliados —respondió Mohamed, tragando
saliva—. ¿Puedo preguntar…? —dudó—. ¿Puedo preguntar por qué me has hecho
venir de forma tan imprevista?
El emir volvió a callar. El eunuco Nasr intentó intercambiar una mirada cómplice
con la bella Tarub; solo halló vacío. ¿Por qué, en efecto, había hecho venir al
heredero de forma tan imprevista? Abderramán poseía un don especial para hacer que
el aire hirviera a su alrededor. Era una forma sutil de aplicar aquel viejo proverbio
árabe: «Golpea a tu mujer aunque no sepas por qué, porque ella sí lo sabe». El emir
Abderramán golpeaba, y todos sabían por qué. Sobre todo, Mohamed. El heredero se
sentía culpable. Dos años atrás le habían encargado una misión en el norte, la
ambición le cegó, obró como no debía y fue la catástrofe. Retornó a Córdoba
dispuesto a verse desterrado o algo peor, pero su padre limitó el castigo a una larga
embajada en tierras de los Banu Qasi. Ahora, cuando creía haber purgado su culpa, su
padre le convocaba con una urgencia que solo podía presagiar desgracias.
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—Mientras tú has estado disfrutando de la hospitalidad de nuestros hermanos
Banu Qasi —habló al fin Abderramán—, yo he hecho algunas averiguaciones con
mis valíes de la marca superior. Y la impresión que he sacado es sensiblemente
distinta.
—¡Padre! ¿Sugieres que te estoy mintiendo? —Enrojeció Mohamed.
—En modo alguno, muchacho —chasqueó la lengua el emir con fastidio—.
Precisamente tu misión allí consistía en tener entretenido a Musa ibn Musa. Saber
qué piensa y qué dice que piensa. Y lo has hecho muy bien. Pero esa misión tenía otra
parte que no podías acometer tú, sino que debía hacerlo yo: saber no lo que piensan y
lo que dicen, sino lo que hacen.
—Me desconciertas.
—Lo siento —sonrió cansado Abderramán—. Aprende la lección, porque tú,
mañana, tendrás que actuar igual.
—Y bien: ¿qué hacen nuestros amigos? —preguntó Mohamed.
—Lo de siempre: conspirar para quedarse con todo el valle del Ebro. Hasta
Zaragoza, si pudieran. La ambición de esa familia es asombrosa. Pero aún hay más.
¿Te han contado Musa o su hijo que sus hermanastros de Pamplona, esos taimados,
andan preparando un matrimonio con la casa de Oviedo? Al parecer han ofrecido la
mano de una de sus hijas, una tal Nuña, al joven Ordoño, el heredero de Ramiro.
¿Sabías eso?
No, Mohamed no lo sabía. El heredero perdió la mirada de azabache en algún
lugar del suelo. En aquel momento se sentía un escarabajo. Como casi siempre que se
hallaba ante su padre.
—¿Por qué no los aplastas? —dijo el joven, haciendo acopio de fortaleza—.
Nuestros ejércitos son formidables.
—Jamás cometería semejante error. —Meneó la cabeza Abderramán clavando en
su hijo unos ojos punzantes—. Primero, nuestros ejércitos han de emplear muchos
recursos en el norte de África, donde no cesan los problemas con esos bárbaros
bereberes. Después, y sobre todo, necesito a los Banu Qasi: cumplen varias funciones
que nosotros no podríamos ejecutar sino de forma incompleta. Gracias a los Banu
Qasi tengo un tapón para esos asnos salvajes de Oviedo, que ya andan repoblando
míseras aldeas en valles inhóspitos. Gracias a los Banu Qasi tengo un pie en
Pamplona, lo cual me sirve para evitar que esa gente de los Pirineos intime
demasiado con los francos. Y gracias a los Banu Qasi, en fin, me garantizo que mis
valíes estén ocupados con algo serio y se peleen por ganarse mi favor.
—¿No te fías de tus valíes en Tudela y Zaragoza? —Abrió mucho los ojos
Mohamed—. ¡Pero si los has nombrado tú mismo!
—Precisamente: los conozco demasiado bien —asintió suavemente el soberano
de Córdoba—. Y por eso sé cómo obrarían si desaparecieran los Banu Qasi. ¿Te
imaginas qué haría uno de esos Tuyibíes de Zaragoza si, de repente, se encontrara con
que le ha caído en las manos el territorio de Musa ibn Musa? ¿Crees que me lo
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entregaría en gesto de sumisión? ¡No, hijo! Se lo quedarían él y su clan. ¡Y quién
sabe si no se proclamaría a su vez emir de la marca superior! Mantener el poder de
los Banu Qasi me sirve para tener bien atados a esos zorros ambiciosos.
—Entonces… ¿A quién apoyamos? —preguntó Mohamed, desorientado una vez
más—. ¿A los Banu Qasi o a los valíes?
—A todos —abrió Abderramán la mano— y a ninguno —la cerró a continuación
—. Cuando los valíes quieran ir demasiado lejos contra Musa ibn Musa, hay que
parales los pies y renovar lazos de fraternidad con los Banu Qasi. Cuando sean los
Banu Qasi quienes quieran propasarse, entonces hay que hacer ver a los valíes de
Tudela y Zaragoza que la paz del emirato depende de ellos.
Nasr Abu el-Fath, ocultas las manos dentro de las mangas de su túnica, se rascaba
nerviosamente los brazos. Pocas mentes había en Córdoba más retorcidas que la del
eunuco Nasr Abu el-Fath, pero las jugadas del emir siempre le sorprendían.
—Comprendo el juego —bufó Mohamed, aparentando suficiencia—, pero es
como bailar en el filo de una cimitarra.
—Acostúmbrate, hijo —volvió a reír Abderramán—. La vida es un baile sobre el
filo de una espada. Y puedo asegurarte, además, que a todos nos llegará el día en que
las piernas se nos cansen y esa espada nos quiebre el alma.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó el heredero, rendido como de costumbre.
—Los Banu Qasi están moviéndose para recabar apoyos en los campos de
Tudela. Sospecho que Musa quiere segarle a nuestro valí la hierba bajo los pies. Por
consiguiente, toca apoyar al valí y golpear a Musa. Nada excepcional, sin embargo:
un pequeño ejército, pero aguerrido; algunas cabalgadas por sus campos; nuestra
presencia frente al castillo de Arnedo, que tan bien conoces… Lo suficiente para que
Musa ibn Musa entienda que conozco sus movimientos, que sé lo que hace, que nada
se me escapa y que mi amistad tiene un límite.
—¿Encabezaré yo ese ejército? —Sintió Mohamed que una llama de esperanza
invadía sus entrañas.
—¿Te sientes capaz de mantener la cabeza fría después de haber vivido con ellos?
¿Entrar como conquistador y, llegado el momento, aceptar la paz?
—¿Musa propondrá la paz? —Algo sonó a roto en el cerebro de Mohamed.
—No te quepa duda, hijo mío. El viejo jabalí conoce el juego como lo conozco
yo. Propondrá la paz.
—¿Y no le castigarás? —Casi musitó el heredero.
—Oh, sí, pero con moderación: algún tipo de impuesto nuevo, por ejemplo.
Impuesto que deberá pagar al valí de Tudela, claro está.
—¿Al valí de Tudela? —Mohamed no entendía nada—. ¿Y por qué no a ti?
—Porque así —explicó calmoso el emir— estaré seguro de que la animadversión
de Musa hacia el valí crecerá aún más, lo cual hará que este se sienta frágil y busque
protección en mí. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo. Pero no sé si tengo carácter para esos enjuagues.
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—Razón de más para que lo hagas tú, y no otro. Has de curtirte en la política, hijo
mío. Algún día tú te sentarás aquí. Quiero morir con la seguridad de que dejo
Córdoba en buenas manos.
Una cuerda mal pisada sonó a falso en el kamanché de Tarub. Y a Nasr le dolió en
el alma.
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4
EL SECRETO DE LA FRONTERA
U
nos ojos desconcertados abrían y cerraban los párpados en la atalaya más alta
de los muros de Gijón. El centinela nunca había visto nada igual. Primero fue
una vela. Después, diez. Más tarde, veinte. Ahora era incontable su número. Ante
cada vela, largos cuellos de feroz animal hendían el infinito suelo azul como
partiendo la mar en dos. Los dragones normandos rompían las olas propulsados por el
vientre henchido de su velamen y por los remos que se hincaban en el agua como
garras mágicas, y tras de sí traían un estridente cortejo de aves marinas que a
chillidos anunciaba la llegada terrible de los hombres del norte. Pero el centinela no
sabía quiénes eran los hombres del norte.
—¡Docenas de barcos! —informaba jadeante el centinela—. ¡Docenas! ¡Con
muchos hombres a bordo!
—¿Cuántos? —preguntó el jefe de la guardia de Gijón, un tipo enjuto y moreno
con la guerra escrita a fuego en las arrugas del rostro y el cabello blanqueado por la
ceniza de las batallas.
—No sabría decirlo. Conté cuarenta velas, pero seguro que hay más. Y sobre los
hombres que haya dentro… ¡Muchos! Desde la atalaya solo se veía el hormigueo de
gente a bordo. ¡Esos barcos parecen cuélebres! ¡Son cosa del demonio!
Don Gonzalo de Siero, veterano guerrero, fiel del difunto rey Alfonso el Casto y,
ahora, jefe de la guardia de Gijón, se asomó al ventanuco. Tres horas llevaría ya el sol
en el cielo. Dios había bendecido a Gijón esa mañana de verano con un sol radiante y
un cielo despejado. Un buen día para hacer la guerra. El de Siero crispó una mano
sobre la capa roja. Desde el estrecho tragaluz de la torre solo se veía mar y, sí,
multitud de barcos a lo lejos, al este.
—No parece que vengan hacia aquí. Tienen la proa puesta al sur. ¿A cuántas
leguas crees que puedan estar? —preguntó don Gonzalo—. Desde aquí se diría que a
no más de tres.
—¿Quiénes son, mi señor? —preguntó a su vez el centinela, ajeno a la pregunta
del jefe.
—No tengo ni la menor idea —reconoció el caballero—. Nunca había visto nada
igual. Pero vamos a averiguarlo. Tú da aviso a todos los puestos. Que prendan las
almenaras. Y que las campanas de todas las iglesias toquen a rebato. Si son
saqueadores, más vale que la gente se ponga a resguardo.
Don Gonzalo de Siero se calzó los guantes y bajó a toda velocidad por la
escalinata de la torre principal. A cada paso impartía órdenes. Dos guardias en cada
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puerta. Todos los hombres disponibles, a las almenas de la muralla. Los campesinos
que llegaban al toque de las campanas, concentrados en la iglesia. Y el conde
Cuervo… ¿Dónde estaba el conde Cuervo?
—Está en su cámara, don Gonzalo —informó al guerrero un centinela en la
misma puerta del caserón que hacía las veces de palacete del gobernador.
Don Gonzalo escondió tras sus barbas canas una mueca de desdén. Se precipitó
dentro del caserón. Subió a largas zancadas las escaleras. Una vez, un par de años
atrás, las había subido de igual manera para conminar al conde Cuervo a abandonar el
lado de Nepociano y acatar la autoridad del rey don Ramiro. Agua pasada. O quizá no
tanto. El indolente gobernador, sobresaltado por la súbita aparición del caballero,
apenas pudo farfullar una protesta.
—¿Qué…? ¿Qué ocurre?
—Barcos de gente armada —informó don Gonzalo, tratando de no prestar
atención a la raída túnica que, por único atuendo, cubría las gruesas vergüenzas del
conde—. Al este, a la altura de la punta de Rodiles, en la ría maliaya.
—¿Corremos peligro? —acertó a preguntar el conde.
—No lo sé. He dado orden de prender las almenaras y tocar las campanas. Para
que los campesinos entren tras los muros. Parto hacia el lugar con una columna de
jinetes. La ciudad espera que su conde se ponga al mando —escupió don Gonzalo. Y
se marchó.
Gijón es un puño de Dios apoyado sobre la mar, una mano que la tierra tiende
hacia el agua de la gran bahía como intentando agarrarla, o una voz que el continente
lanza a las olas del Cantábrico para dominarlas. Ese apéndice de piedra que es Gijón
ofrece a los hombres refugio y consuelo. Es fácil defenderlo. Por el norte y a los
lados, ásperos farallones de roca azotados por la mar; al sur, una lengua de tierra
amable, un tómbolo arenoso que parece pedir a gritos la construcción de una muralla.
La primera muralla la hicieron los romanos. A Gonzalo de Siero se lo había explicado
fray Hermenegildo, el buen monje al que el obispo Serrano había encomendado,
nadie sabía si como premio o como castigo, el cuidado del pequeño rebaño gijonés.
Sobre los cimientos de Roma creció todo lo demás. Así cortada por la muralla, la
península de Gijón resultaba inexpugnable. En el interior se alzaban los edificios
principales, la iglesia, el caserón del gobernador, las viviendas de los patricios locales
y, pegados a la piedra de los muros, docenas de cobertizos que daban cobijo a
artesanos y herreros. Extramuros, derramándose suavemente hacia el llano siempre
verde y hacia las playas, campesinos y pescadores habían construido sus vidas con la
seguridad de que Dios, el mismo Dios que había clavado su puño en la mar, no les
dejaría de su mano. Era poca cosa, Gijón. Un sitio pequeño y humilde, pensaba
Gonzalo de Siero. Un sitio donde nunca pasaba nada. Un buen sitio para apurar los
últimos años, canosos y artríticos, de la carrera de las armas. Y, sin embargo, algo
grave estaba pasando ahora. Un peligro que aún no tenía nombre se incubaba bajo el
aliento de aquellos dragones del mar.
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Gonzalo de Siero pudo aviar una cuadrilla de veinte jinetes y galopó a escape
hacia la ría maliaya. No habría más de cuatro leguas por el viejo camino que
cruzando riegas y arroyos, cerros y campas, lleva a Rodiles. Allí debían de estar los
dragones. El de Siero había visto con claridad su proa puesta al sur. De Gijón hacia el
este, no hay otra playa donde pudiesen atracar tantos barcos. No podían ser moros; no
desde esa dirección. Podían ser francos, pero ¿por qué? Nunca habían llegado hasta
allí, y aún menos en tan fantásticas naves. Gonzalo no sabía mucho de navegación:
no más de lo que había podido aprender en las aldeas de pescadores. Pero sí lo
suficiente para maravillarse del tamaño de esos veleros, de su ligereza y delgadez, del
aspecto terrible de sus proas y la potencia de sus remos. No, nunca había visto nada
semejante. No parecían gente de este mundo.
La compañía dejó los caballos en un bosque de abedules y a pie, al abrigo de los
grandes árboles, cubrió la última media legua. Fue asomarse a la ría, pocos pasos
playa arriba, y descubrir a la manada: diez, veinte, hasta cincuenta barcos penetraban
por el brazo de mar y llegaban a la arena dejando que sus quillas besaran
violentamente el suelo. Decenas de hombres armados saltaban a tierra y se
reagrupaban como en un ritual bien aprendido. Pero aún había algo más sorprendente:
sobre la peña de la punta de Rodiles, cara al mar, lucía una luminaria. Alguien había
convocado aquí a los dragones. Alguien los había llamado.
El de Siero, cuerpo a tierra, avanzó sobre el soto de helechos. Propinó una
silenciosa patada a una mano que intentó retenerle.
—¡Déjame, gañán! ¡No seáis cobardes! —susurró.
—¡Son cuélebres, mi señor! —gimió uno de la compañía, espantado por el cuello
de dragón de las proas.
—¡No son cuélebres, que son basiliscos! —Baló otro.
—¡Cuélebres y basiliscos solo hay en los cuentos de viejas, cretinos! —Escupió
Gonzalo—. ¡Tres hombres conmigo! Los demás, esperad aquí.
Reptando como una sierpe, con la espada en las manos para evitar ruidos,
sorteando las matas cuyo movimiento pudiera delatarle, el jefe de la guardia de Gijón
avanzó un trecho entre el sotobosque. Tenía a su izquierda el mar y, ante sí, la arena
de la ría. El sol vomitaba luz sobre las armas de aquellas gentes. Gentes que Gonzalo
de Siero no había visto jamás, de largos cabellos claros y barbas feroces, estaturas
más elevadas de lo normal, ropajes bárbaros y, por las voces que hasta él llegaban,
una lengua incomprensible. Los extraños visitantes se reunían en piñas indolentes. No
parecía que fueran a atacar a nadie. Allí unos prendían fuego para calentarse, allá
otros se recostaban bajo el sol, aún más lejos los había que comían y bebían. Y de
repente, como convocados por la presencia de los dragones, siete jinetes irrumpieron
en escena al galope. Bajaban de la peña de Rodiles. Gritaban juramentos mientras
espoleaban a sus caballos. Y esos juramentos sí sonaban a lengua de cristianos.
Aprovechando que toda la atención de los extranjeros estaba en los jinetes,
Gonzalo de Siero se acercó aún más. Ahora podía ver incluso los rostros de los hijos
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del dragón. No eran cuélebres ni basiliscos, no, que eran barcos, pero aquella gente
tenía algo de seres de fábula. Había uno joven y muy alto con la cara cubierta de
cicatrices, y otro, compacto como un gigante, de cabellos entre plata y oro y rostro
encarnado como el fuego. Los dos misteriosos seres se adelantaron hacia los jinetes
que llegaban ría abajo. Y a ellos se unió un tercero de cabello negro y barba negra y
ropa negra y capa negra como la tez. Los siete jinetes se abrazaron al tipo de negro.
Al de Siero le resultó familiar la imagen de este último, pero ¿por qué? ¿Dónde le
había visto antes? ¿No serían imaginaciones suyas? Trató de aguzar la mirada, pero el
sol en lo alto le deslumbraba y el numeroso gentío le impedía fijar bien los ojos. Vio,
en todo caso, lo suficiente para que un inoportuno estremecimiento le sacudiera la
espalda.
—¡Vámonos de aquí! —chistó a los suyos.
Reptando entre los helechos, la avanzadilla ganó el soto de los abedules y, en él, a
los caballos.
—¡Vosotros cinco! —ordenó a algunos de la tropa—. Corred a las aldeas más
cercanas y prevenid a la gente. Que estén alerta y, si pueden, se metan en los bosques.
Esos tipos que han desembarcado traen malas intenciones. Quedaos con los paisanos,
por lo que pueda pasar. Y si pasa, mandadme mensaje a la ciudad. Los demás,
¡conmigo a Gijón! ¡Al galope!
Y Gonzalo de Siero partió a toda velocidad hacia el pequeño villorrio fortificado
de Gijón. Allí informaría al conde Cuervo, cursaría aviso a Oviedo y, sobre todo,
trataría de encontrar respuestas para el misterio de esos maléficos dragones marinos.
Era preciso contárselo a fray Hermenegildo.
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—¿Os ha visto alguien?
—Nadie.
—¿Botín, mujer?
—En total nos han traído veinte reses, doce caballos y cuatro cautivos.
—Es menos que otras veces —bufa el hombre, rascándose las greñas con un dedo
sucio de hollín.
—Cada vez está más difícil.
—¿Hemos mandado todo a…?
—A su sitio —confirma ella, levantando un dedo que no señala a ninguna parte
—. Al pie de Peña Amaya. Por allí nunca pasa nadie. Ni moro ni cristiano. Y el que
se acerca, no vuelve —ríe la mujer pasando una mano significativa por el cuello.
—Bien. El maestro estará contento.
El hombre se llama Pinto. Le pusieron ese nombre por las manchas de nacimiento
que marcan su piel. Viene de algún lugar al sur del Mondego. La mujer se llama
Flámula. Era cocinera en un convento de monjas hasta que llegaron los bandidos.
Entonces se fue con ellos. Conoció a Pinto y formaron sociedad. Y también algo más.
Flámula y Pinto se enrolaron en la aventura mercenaria de Cornellana. Perdieron.
Ahora se dedican al saqueo.
Los dos bandidos toman asiento. No hay nada que decirse. O quizá sí, pero el
recelo forma parte del lenguaje de este gremio. Pinto echa un trago de un pellejo de
vino. Se lo tiende a la mujer. Pero Flámula no quiere beber más.
—¿Cuánto durará esto? —pregunta al fin Flámula, hundiendo la cabeza en unos
brazos gruesos como troncos de árbol—. Las cosas se están poniendo serias. En el
Cabezo del valle de la sal nos han pillado a una cuadrilla entera y la han colgado. Y
me han contado que en Onís nos mataron a tres hombres la semana pasada.
—No sé cuánto más durará —silabea Pinto, despacio, entre silencios—. Pero
estas tierras de Cabuérniga son seguras. Y ricas.
—Sí: mucha gente, mucha aldea, mucho ganado, mucho llano y, por todas partes,
monte donde escapar. Y estas cuevas. Aun así, no siempre podremos salir con bien. Y
lo sabes.
—No sé cuánto más tiempo hemos de estar aquí —confiesa al fin el hombre—. El
patrón anda desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Lo que oyes. Lleva desde el principio de la primavera sin dar señales de vida.
—¿Y los hijos? —pregunta la mujer con una mueca de desprecio.
—Los hijos dicen que estemos tranquilos, que todo va sobre ruedas. Pero de esos
siete demonios —escupe Pinto— me fío menos que de siete serpientes.
Afuera, en la puerta de la cueva, hay rumor de voces y ronquidos. La cuadrilla de
bandidos ha llenado la andorga con el fruto de los últimos saqueos y ahora duerme la
mona o babea soledades ante el sol que se pone. Alguno, quizá, desearía ser como los
de allá abajo, los del valle: tener un pedazo de tierra para labrar, una vaca para
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ordeñar y una mujer para amar. Pero la vida les ha llevado por otro camino, así que
arrasan tierras, roban vacas y raptan mujeres. Es su venganza por ser como son.
—¿Y si nos vamos? —pregunta Flámula con un hilo de voz, como temiendo
despertar a la piedra de la cueva. También ella, a veces, sufre momentos de debilidad
y desea ser como los del valle—. Tenemos mucho botín. Mucho ganado al otro lado
de las montañas. Podríamos venderlo y…
—¿Venderlo? —exclama Pinto en una risotada—. ¿A quién?
—A los moros.
—¡No seas imbécil, mujer! Te cortarían el cuello y se quedarían con la mercancía.
Además…
—¿No irás a decirme que has dado tu palabra? —Gallea la mujer, que ha
adivinado en el bandido la misma desesperanza que a ella le consume.
—No. Iba a decirte que no me fío de los hermanos —susurra el bandido bajando
mucho la voz—. Escucha: todos vinimos aquí hace dos años para ganar una batalla y
hacernos ricos, ¿no es así? Pero en Cornellana nos deshicieron. Muchos de los
nuestros se dejaron la vida en el campo. Y los que pudimos sobrevivir…
—¡Ricos…! Dos años llevamos con esta vida de bandoleros. ¡Maldita suerte! —
Escupe Flámula mientras, por fin, echa mano del pellejo de vino.
—Eso es lo que trato de decirte, mujer: maldita suerte. Lo mismo piensan todos
los demás. Si rompemos el grupo y trabajamos por nuestra cuenta, ¿cuánto tiempo
crees que pasaría antes de que cualquiera de los nuestros nos traicione?
El vino consuela. El vino adormece. El vino no cura las heridas, pero las cubre
como con un manto que las hace invisibles. Dos años de bandoleros. Él —piensa el
rufián— no dejó su pueblo para esto. Le dijeron que sería rico. Solo había que ganar
una batalla. Pero la perdieron. ¿Y ahora? Maldito sea cien veces el nombre del
canalla que les metió en este negocio. Y maldita sea también esa mujer, Flámula, que
le ha envuelto en tocino las entendederas.
De pronto, una algarabía torpe en la puerta de la cueva. Voces confusas. Algún
lamento. Un «dejadme pasar». Y un tercer sujeto que entra en escena, el cabello
revuelto, las ropas sucias de sangre y barro, la cara desencajada en una mueca de
angustia y de dolor.
—¿Qué ha ocurrido? —Se sobresalta Pinto.
—En Lamiña. Un desastre —responde el recién llegado.
—¿Botín?
—Nada.
—¿Los hombres?
—Todos muertos. Todos menos yo.
—¡Alma de Satanás! —maldice Pinto—. ¿Cómo ha podido pasar?
—Nos estaban esperando —musita el recién llegado como si él tuviera la culpa
—. En Lamiña hay una iglesia con fama de esconder riquezas. Aguardamos a la
noche. Quince hermanos y yo. Nos acercamos sin hacer ruido. Te lo juro por mi
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sangre. Y cuando llegábamos a la puerta, nos cayó una lluvia de saetas por todos
lados. Intentamos reagruparnos, pero entre los caídos, la oscuridad y el gentío que
llegaba, no hubo escapatoria. Vinieron por todas partes. Veinte, treinta hombres,
quizá más. Con horcas, con azagayas, con piedras, con palos… Un infierno. Echamos
a correr. A dos de los nuestros los alcanzaron justo a mi vera. A mí me pegaron una
pedrada en la cabeza. Mira —muestra el rufián su cuero cabelludo pringado de sangre
seca—. Y me dejaron de regalo esta saeta en el hombro. ¡Nos estaban esperando!
Pinto se acerca al herido. Pobre diablo: le han zurrado bien. Observa la saeta del
hombro: una flecha campesina, como las que se usan para cazar corzos. Flámula
aplica sobre la brecha de la cabeza un sucio trapo empapado en vino. La mujer mira
al recién llegado a los ojos: no, no miente. El miedo de verse al borde de la tumba le
ha mudado la expresión, pero no miente.
—Ve a que el matasanos te mire —ordena Pinto al herido, tendiéndole el pellejo
de vino—. Aún has tenido suerte.
El herido sale, resignado a prestar su brazo y su cabeza a las manipulaciones del
abuelo que hace las veces de cirujano en la cuadrilla. Sabe que sufrirá, pero mejor eso
que morir. Pinto se sienta de nuevo frente al fuego. Ha visto la herida y sabe que,
tarde o temprano, terminará matando al pobre desdichado. Flámula también lo ha
visto. Y ahora cuelga insistentemente su mirada sobre el hombre, como esperando un
rayo de luz. Tiene miedo. La mujer feroz tiene miedo.
—Si de verdad nos estaban esperando —murmura Pinto—, una de dos: o alguno
de los nuestros se ha ido de la lengua, y ya me extrañaría, o esa gente ha decidido
pasar al ataque.
Flámula se aparta del rostro los cabellos sucios y exprime el pellejo de vino en un
largo trago. Necesita valor.
—Ya no estamos seguros aquí —se atreve a decir.
Pinto no dice nada. Solo mira al fuego. También él está buscando una respuesta.
Perder un hombre o dos en cualquier correría es normal, pero lo de Lamiña ha sido
una emboscada. Efectivamente, Flámula, maldita sea, tiene razón: ya no están
seguros allí, por mucho que el bosque encubra el secreto de las cuevas.
—¿Dices que el ganado y demás botín está a buen recaudo en Peña Amaya? —
pregunta a la mujer sin atreverse a mirarla, como si estuviera manifestando una
debilidad.
—Allí lo vamos mandando —confirma ella.
—Quizá valga la pena cambiar de aires.
—¿Y el patrón? —Tiembla involuntariamente la voz de Flámula.
—El patrón lo entenderá. Por la cuenta que le trae. Ahora, durmamos.
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Tres jinetes descendían penosamente por los cañones y barrancos donde el Rudrón,
cansado de su viaje, se prepara para entregar su vida al Ebro. El sol del verano
excitaba el color de los bosques y las aguas. No es fácil llegar a Peña Amaya desde
Cigüenza. Rodrigo Núñez, el hermano de la reina Paterna, se había hecho acompañar
por dos viejos compañeros de armas: el alavés Gonzalo Enríquez, cubierto de gloria
en Cornellana, y Rodrigo de Tedeja, que combatió junto al joven señor de Cigüenza
en la victoriosa jornada de Lutos. Gonzalo venía de la Tierra de Ayala. Se había
criado en la frontera, cerca de Valpuesta, segundón en una familia de colonos. Como
la herencia correspondía al hermano mayor, escogió el camino de las armas. Llegó a
ser fiel del rey Alfonso el Casto, miembro de su guardia personal. Ahora Gonzalo, un
dédalo de arrugas de intemperie y pelo hirsuto sobre el rostro reseco, enarbolaba su
lanza en las tierras nacientes de Castilla. El otro, Rodrigo de Tedeja, podría contar
una historia similar. Había nacido en el villorrio de Trespaderne, a la sombra del
castillo de Tedeja, donde el Nela va a morir en el Ebro: el extremo sur de la
repoblación. A este hombre lo había cincelado a golpes la guerra: un tipo pequeño y
cuadrado, ya no joven, de ojos marrones en un rostro curtido de hielo y de sol, con
rasgos que, desde la nariz al mentón, parecían esculpidos a puñetazos. Gonzalo
Enríquez y Rodrigo de Tedeja eran tipos sólidos, valientes y callados. Sobre todo,
callados. Y esa era la mejor compañía que podía necesitar ahora Rodrigo Núñez,
Rodrigo hermano de la reina, Rodrigo enamorado de Aldonza, para disolver su
contrariedad en las tierras infinitas de la frontera.
En la cabeza del joven martilleaban, como una tormenta que no acabara jamás, las
palabras de su padre: «Olvida lo de Aldonza». Duro como la piedra de la Peña
Amaya, frío como el aire helado de la sierra de Híjar, don Nuño había recibido las
confidencias de su hijo como quien oye el canto de un pájaro insignificante.
—Es ciega —dijo don Nuño por todo comentario.
—La amo —insistió Rodrigo.
—La amas porque es una flor muy joven y muy bella —sonrió el padre trenzando
soñadoramente sus barbas blancas—. Pero esa flor se marchitará. Se secará. Se
caerán sus hojas. Y entonces solo te quedará una mujer ciega. Vieja y ciega.
—¡Es la hija de un rey! —protestó Rodrigo.
—Y tú eres el hijo de un labrador —zanjó el viejo, mostrando sus manos
encallecidas.
—Un labrador que señorea tierras inmensas —dijo el joven, extendiendo el brazo
en torno a sí, tendido hacia la llanura de Villarcayo.
—Tierras que no podré legarte. Yo solo soy señor de mi terruño. Eso sí será tuyo.
Pero lo demás será de esos brazos que ahora labran el suelo. La frontera funciona así.
Cigüenza es una atalaya frente a un llano. Abajo, al este, las solitarias granjas de
Villarcayo se abren peligrosamente al vacío. Sobre ese vacío se afanaban ahora
docenas de familias venidas del norte para resucitar los campos. Tres castillos cierran
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el camino al sur: Tedeja, Frías y Oña, resguardados por puestos avanzados como la
torre de Cuevarana. Los montes Obarenes envuelven el paisaje al sureste y protegen
la vida naciente en Castilla y en el vecino valle de Tobalina. Un mundo cerrado sobre
sí, sin otra apertura al exterior que el desfiladero de Pancorbo. Pero esa protección es
también un límite: más allá, al otro lado, la planicie de La Bureba incuba peligros. La
Bureba es fértil, pero esa bendición es su maldición: codiciada por todos, nadie osa
poner allí su pie por miedo al vecino. Los cristianos del norte suspiran por derramarse
sobre ella y vigilan para que el moro no vuelva; los moros del sur ambicionan
recuperarla y acechan para que el cristiano no se adelante. Y amada por unos y por
otros, pero no poseída por ninguno, La Bureba cría matojos en su suelo y soledades
en su cielo. Dicen unos frailes que La Bureba recibe su nombre de un antiguo
demonio al que llamaban Vurovio. Dicen otros frailes que no, que Vurovio era uno de
los nombres de Nuestro Señor. Los otros y los unos afirman haber leído ese nombre
en viejas piedras olvidadas en los campos. Pero nadie irá allí a limpiar el musgo para
comprobarlo.
—Eres suegro del rey —porfiaba Rodrigo—. Padre de la reina. ¡Yo soy hermano
de la reina!
—No te engañes —torció don Nuño la boca desdentada—. Para ellos, Paterna, tú
y yo solo somos unos advenedizos. Bien lo sé. Nos miran como a gente salvaje. Y
quizá tengan razón.
—Pero Ramiro…
—Ramiro —atajó el viejo— necesitaba una esposa castellana para controlar el
mayor territorio posible en su reino. Eso es todo. En nosotros encontró lo que
precisaba. Y nosotros encontramos en esa boda lo que nos hacía falta para seguir
abriendo camino. Créeme: no hay nada más que eso. Ramiro ya no es joven. Un día
morirá, le sucederá su hijo Ordoño y nosotros volveremos a ser, simplemente, gente
de la frontera. Yo eso ya no lo veré. Tú, sí. Y a ti te corresponderá sacarle fruto a todo
esto. Empezar otra vez. Olvídate de familias regias.
—Creo que ella me ama —casi sollozaba Rodrigo ante la obstinada negativa de
su padre.
—¿Lo crees? Y bien, aunque así fuera: solo los pobres se casan por amor.
—¿Como madre y tú? —ironizó el joven.
—Sí. Como tu madre, que Dios la tenga en su gloria, y yo. Y aun así, buenas
primicias tuve que llevar a su casa para que me la dieran. ¿Qué vas a llevar tú al rey,
pobre hijo mío?
—Mi victoria en Lutos —saltó orgulloso Rodrigo.
—¡Bah! ¡Victorias! —Dio don Nuño la espalda a su hijo y perdió la vista en las
aguas de plata del Nela—. Otros muchos vencen en batallas. Y siguen venciendo
hasta que los matan. Eso no te hace mejor que los demás. ¿De verdad crees que ese
viejo hurón de Ramiro no tendrá ya la vista puesta en algún señorón de postín para
entregarle, bien forrada, la mano de su hija? Te acuerdas de la ceremonia de
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coronación en Oviedo, ¿verdad? Y de la boda de tu hermana. ¡Cómo nos miraban,
con qué aire de suficiencia, a pesar de que la mujer que el rey tomaba de su mano era
sangre de nuestra sangre! ¡Despierta, muchacho! ¿De verdad crees que cualquiera de
entre esas docenas de señores gallegos y asturianos que vimos allí, en Oviedo, no le
habrá tirado ya el anzuelo al rey? ¡Anzuelos de oro y prados verdes llenos de vacas, y
aldeas con siervos e iglesias con tierras de labor! Y frente a eso, ¿qué somos
nosotros?
—Castilla, padre.
—Tú lo has dicho: una tierra de frontera donde la gente viene para ser libre,
donde todo el mundo se juega la vida todos los días, donde el enemigo acecha, donde
el sembrado de hoy puede ser mañana un campo de ceniza. Eso es todo lo que
nosotros podemos ofrecer. ¿Y vas a darle eso al rey como dote para que te entregue a
tu damisela ciega?
—¡Padre! —protestó Rodrigo en una voz de enojo que al mismo tiempo era el
lamento de un náufrago.
En este solar originario de Castilla, las sierras de la Tesla, la Llana y Oña cierran
el mundo por el sur y por el este. Así los colonos apuntan sus arados hacia el oeste,
hacia las tortuosas gargantas donde el Ebro, recién nacido, se divierte jugando
cruelmente con la piedra. No es un camino fácil. De hecho, no hay camino alguno,
más allá de las precarias sendas de los pastores. El agua ha roto la montaña en mil
vueltas y revueltas, en un laberinto de bosque y roca que cava profundo y deja a sus
lados gargantas desnudas hasta lo impúdico. En lo alto, las rapaces sobrevuelan en
círculos esperando hallar una presa. Y la hallan, porque si algo sobra en las gargantas
del Ebro es vida salvaje. Y si algo falta es, aún, la mano del colono.
—¡Piénsalo, por el nombre del demonio! —se exasperaba don Nuño—. ¡No
vivimos en un palacio de Pravia ni detrás de los muros de Lugo! Nadie nos dice que
no vayan a matarnos mañana. ¿Y qué dejarás aquí? ¿Una muchacha ciega y sola en
una granja incinerada al borde del infierno? ¡Piénsalo!
Sí, Rodrigo lo pensaba. Pensaba eso y muchas cosas más. ¿Cómo decirle a su
padre que la vida que había imaginado para sí y para su amor no era ya la del colono?
¿Cómo decirle que él no quería seguir ese camino pegado al suelo y a sus siempre
improbables frutos? ¿Cómo explicarle que él, Rodrigo Núñez, soñaba con la gloria de
las armas, con librar batallas que un día cantarían los poetas, con ser señor de anchos
espacios en un castillo que Aldonza sabría elevar a la dignidad de un palacio?
—Por el contrario —peroraba el padre—, aquí, en Castilla, no te faltarán
doncellas honestas y limpias que puedan hacerte feliz y darte buena prole. Las tienes
en Espinosa, en Mena, en Losa, en Tobalina, en el Campoo, incluso en Brañosera.
Gente como nosotros, hecha a esta vida, que daría la mitad de sus reses para que una
hija suya sea la esposa de Rodrigo Núñez. Nuestro sitio está aquí. Tu sitio está aquí.
—Padre, sin ofender —exploró prudente Rodrigo—, tú sabes que el rey tiene
proyectos para mí. Por eso me ha encomendado la exploración de Peña Amaya. Y…
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—¡Zarandajas! El rey te ha endosado lo de Peña Amaya para darle una
satisfacción a tu hermana. Y para quitarnos de en medio. ¡Basta ya de decires! Harás
lo que yo te ordene. Y se acabó —cerró don Nuño, dándose media vuelta y
caminando, siempre obstinado, hacia la raya del horizonte.
—Sí, padre —musitó Rodrigo sin saber si su padre le escuchó.
Peña Amaya está mucho más al suroeste. Al menos un día de camino, y eso si los
borrosos caminos del cañón del Ebro se dejan ver. Hay que encontrar el cauce del
Rudrón y seguirlo río arriba hasta que el monte se vuelve páramo. Estas planicies no
son como La Bureba: aquí la vida es más áspera y la tierra no recibe el nombre de
ninguna piedra antigua, sea de Dios o del demonio, sino de su propia exasperación.
Las Loras se llaman así por las mesas ciclópeas que han formado las aguas al excavar
el suelo alrededor, labrando asientos para los gigantes. El Tozo debe su nombre a las
aliagas que cubren de feroces espinas el páramo hasta donde se pierde la vista. El
propio Rudrón, como si se avergonzara de la tierra que horada, se esconde en un
tramo de su curso para aparecer después bajo la sombra de una peña con aspecto de
colmillo. La altura de Peña Amaya se adivina ya desde aquí. ¡Pero tan lejos! ¡Tan
lejos de Cigüenza y sus campos, tan lejos de los deseos del viejo don Nuño!
Rodrigo lo ve claro: con Peña Amaya en sus manos, el rey Ramiro podrá proteger
los caminos que descienden desde el Campoo hasta el gran valle y, además, prestar
apoyo a los que, tal vez mañana, se aventuren a repoblar La Bureba. El rey podía
haber encomendado la misión a otros. A cualquier guerrero señalado del Campoo o
de las Mazcuerras, que los había, y muchos. Pero no; se lo había asignado a él: a
Rodrigo, el vencedor de Lutos. Por eso estaban ahora allí los tres jinetes, solos en el
gran páramo, cabalgando despacio hacia las moles de Peña Amaya y La Ulaña. ¿No
era eso un signo de privilegio? ¿No era eso una invitación para saltar a otra vida más
plena? ¿No era eso una puerta abierta hacia el corazón de Aldonza?
Gonzalo Enríquez rompió los pensamientos de Rodrigo con un chasquido de su
lengua. Rodrigo Núñez y el de Tedeja miraron sobresaltados al veterano guerrero.
Este levantó suavemente una mano y se la llevó al oído.
—¡Cencerros! —dijo, señalando una vaguada ante sí.
—¿Cencerros aquí? —se sorprendió el de Tedeja.
—Nadie vive en estos páramos —aseguró Rodrigo Núñez.
—Y sin embargo, son cencerros —repitió Gonzalo—. Y si hay cencerros, es
porque hay ganado con amo.
Despacio, los tres hombres desmontaron. El sonido, primero apenas un rumor,
provenía de una hondonada entre dos muelas separadas por el cauce del Odra.
Sigilosos, los castellanos ganaron una altura. A la izquierda, la muela poderosa de La
Ulaña. A la derecha, al fondo, la fortaleza natural de Amaya. Ante ellos, el llano del
que manan las fuentes del Odra. Y sobre el llano, dispuesta con mano experta, una
asombrosa reunión de ganado. Vacas. Caballos. Ovejas. Las vacas, entre la falda de
un collado y el cauce del río. Los caballos, en un pequeño aprisco al otro lado del
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cauce. Las ovejas, en la falda de otro cerro.
—Esto es el paraíso —musitó el de Tedeja, extasiado ante el enorme prado
cubierto de reses.
—¿Veis gente? —preguntó Gonzalo Enríquez, aguzando inútilmente la vista
desgastada.
—Sí. Allí —señaló Rodrigo Núñez, marcando con el dedo unos cuantos puntos
—. Y pequeñas cabañas de pastor.
Los guardianes de la frontera se echaron cuerpo a tierra y gatearon hasta el límite
de su otero. Había, sí, gente: algunos grupos dispersos que se movían como si
estuvieran en su casa.
—No sabía que hubiera colonos por esta zona —murmuró Gonzalo.
—No los hay —respondió Rodrigo—. Esa gente no tenía que estar aquí. Tampoco
el ganado.
—No habrá menos de trescientas cabezas. Seguramente han aprovechado el
verano para traer hasta aquí las reses —observó el de Tedeja, doctoral—. Ahora todas
las cañadas están abiertas.
—Sí, pero ¿quiénes son? —Erizó Gonzalo Enríquez la pelambre de su rostro
reseco.
—Nadie de ley —sentenció Rodrigo—. Aquí solo veo hombres. Ninguna mujer.
—Y van armados —completó el de Tedeja.
—¿Son muchos? —preguntó el de Ayala—. Yo no veo más que sombras
borrosas.
—Cuento por lo menos cuatro grupos de cinco o seis hombres cada uno —
informó el de Tedeja—, más lo que pueda haber dentro de esas cabañuelas de piedras
y palos.
—No es cosa de atacar, pues —se resignó Gonzalo.
—No —aceptó Rodrigo, en cuya mente iba tomando forma una respuesta.
—Dinos, Rodrigo —inquirió Gonzalo como si hubiera penetrado en la cabeza del
joven—: ¿qué se habló en esa reunión del consejo, en Oviedo, sobre las bandas de
malhechores?
—¡Son ellos! —exclamó por toda respuesta el joven señor de Cigüenza—. ¡Esto
es el botín de los bandidos!
—O quizá solo parte de él —corrigió el de Tedeja con un brillo codicioso en la
mirada.
—¿Qué hacemos? —atajó Gonzalo las tentaciones de su camarada—. Tú mandas,
Rodrigo Núñez.
—De momento, marcharnos —respondió el joven después de una breve reflexión
—. No estamos seguros de si son delincuentes o simplemente pastores. Para
averiguarlo hay que acercarse más, y no podremos hacerlo sin ser vistos. Nosotros
somos solo tres y ahí hay por lo menos veinte tipos armados. Demasiado riesgo. Y
eso sin contar con que no sé qué podríamos hacer luego con el ganado. Porque, por
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supuesto, si las reses son robadas —miró Rodrigo al de Tedeja—, habrá que
devolverlas a sus legítimos dueños. ¿Estáis de acuerdo?
—Estoy de acuerdo —se apresuró a decir Gonzalo antes de que el de Tedeja
pudiera abrir la boca—. Pero me jugaría la mano derecha a que esos tipos son
cuatreros. De antiguo han llegado hasta aquí cañadas desde Cabuérniga, por Carrales,
y también desde el Campoo, pero sería de tontos traer el ganado hasta el sur en
verano, que es precisamente cuando más riesgo hay de ataque moro. Además, fíjate
en que hay ganado de todo tipo: demasiada mixtura para un solo dueño. Y si son
reses de varios dueños, lo habríamos sabido: nadie hace una cosa así sin dar aviso o
pedir protección.
—Salvo que el dueño quiera mantenerlo en secreto y no desee protección —
porfió el de Tedeja.
—Es lo que a mí me parece —resopló Gonzalo, tendiéndose boca arriba y
hurgándose los dientes con una pajuela arrancada al suelo.
El sol de la tarde empezaba a bostezar sobre el verde llano de las fuentes del
Odra, y era como si aquella planicie huérfana entre muelas de piedra y cursos de agua
estuviera suplicando una mano redentora, una mano castellana, la mano amorosa de
un colono que echara de allí a esos intrusos y levantara al cielo casas e iglesias para
limpiar el oprobio de los cuatreros. Si de verdad había que recuperar Peña Amaya —
pensaba Rodrigo Núñez—, ¿qué mejor punto de partida que aquel prometedor llano
tendido al cobijo de las grandes muelas e irrigado por mil arroyos? Si de verdad había
que exhibir nuevas hazañas ante el padre de Aldonza —pensaba también el joven—,
¿qué mejor prenda que el tesoro robado de los criminales que estaban asolando el
reino?
—Regresemos a Cigüenza —resolvió finalmente Rodrigo—. Cursaremos aviso a
los castillos cercanos. Pediremos hombres. Con un centenar nos bastará. Volveremos
aquí. Veremos entonces quiénes son y de quién es este ganado. Quizá…
—No hay más que decir —atajó raudo el de Tedeja—. A los caballos.
Los tres castellanos descendieron de su observatorio, retomaron sus caballos y
ganaron nuevamente el camino de los páramos. Allí les sorprendería la noche. Pero,
esta vez, el amanecer traería promesas nuevas para Rodrigo Núñez de Cigüenza.
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para sí las tierras y bendecían el suelo con la señal de la cruz.
—¿Dónde está ahora Purello? —preguntó Hernán.
—Me dijo bien temprano que salía a explorar el sur —respondió Gatón.
—¿Solo? —exclamó alarmado fray Fruminio.
—¡Descuida! —rio el hijo del rey—. Purello sabe cuidarse.
—¿No quiere tierras aquí? —inquirió el de Mena, suspicaz.
—Oh, sí; ahí tienes a su hijo Flazino —señaló Gatón un punto al norte, Bernesga
arriba— y a gentes de su casa, haciendo presuras.
Desde el alba, que llegó con la prisa habitual del verano, los colonos de León se
habían derramado como semillas sobre la tierra sin dueño. Los de la ciudad ya habían
repartido sus solares en el espacio intramuros. Ahora restaba hacer lo propio en el
ancho campo que los ríos dibujaban como un gran triángulo inspirado por la mano de
Dios. Gatón, Fruminio y Hernán asistían al espectáculo desde lo alto, desde su
atalaya de la torre, y se reservaban el papel de jueces para los litigios que, a buen
seguro, no tardarían en estallar.
—¿Ya os he contado cómo conocí a Purello? —rio Gatón con un deje de niño
travieso.
—No —respondió el fraile.
La aparición de Purello, la noche anterior, había dejado a fray Fruminio y a
Hernán literalmente con la boca abierta: un tipo de talla descomunal y gesto
desafiante, pelambre selvática sobre los hombros y en las barbas, cubierto con una
basta piel de venado y, sobre su cabalgadura, una asombrosa variedad de armas,
desde arcos de diversos tamaños hasta una azagaya corta, venablos y un hacha que,
por su grosor, parecía más apta para machacar huesos que para cortar carne. A su
lado, su hijo Flazino, espigado y serio, parecía un conde por el lujo de sus vestiduras,
y tampoco carecían de oropel los carruajes que Purello traía consigo, ni siquiera el
personal de clientela que le acompañaba. Pero él, Purello, el enorme y terrible
Purello, parecía un hombre que se estuviera convirtiendo en oso. Para sorpresa del
fraile y el castellano, el hombre oso y Gatón se fundieron en un abrazo fraternal
cuando se encontraron, y era digna de verse la ceremonia de aquellos dos cuerpos tan
grandes sacudiéndose las espaldas con fiereza propiamente animal.
—Le conocí por puro azar durante una jornada de caza en Los Oscos —refirió
Gatón a sus compañeros en la torre de la muralla—. No sé si conocéis el paraje: el
norte es amable y fértil, pero en el sur los montes se cortan a pico y los bosques son
impenetrables.
—Nunca he estado allí —respondió Hernán, a cuya mente volaron otros bosques
con nombre de mujer.
—En el sur de Los Oscos abunda la caza en verano —prosiguió el hijo del rey—.
Ya os digo que el sitio es difícil: hay que tener la potencia de un oso y la agilidad de
un lince para moverse en la maraña de castaños, robles y abedules, y no hay más
caminos que las trochas de los jabalíes ni más refugio que las cuevas de los osos. Es
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como la puerta de otro mundo. Por eso me gusta entrar allí en verano con el arco y la
jabalina, acompañado por tres o cuatro hombres de mi casa, a buscar alguna pieza. El
lugar es tan áspero que hay que dejar las cabalgaduras varias leguas al pie del monte
y bajar luego la caza a hombros. No sé si entendéis lo que os digo…
—Sí. ¿Y Purello? —Se impacientó fray Fruminio, que no sentía la menor
atracción por el arte cinegético.
—Ahora voy a eso. Un día, el verano pasado, se me cruzó de repente un corzo.
Acerté a darle con la jabalina. El animal corría como el demonio, y yo tras él. Mis
compañeros quedaron atrás, incapaces de seguir la carrera. Me tropecé con unas
raíces, rodé por entre una mata de helechos, me levanté, seguí corriendo como pude
por entre la selva, que ya os digo que eso es una maraña, y al cabo de una media
legua lo encontré. Me quedé muy quieto, a distancia, por ver que no apareciera de
repente una alimaña, pues ya sabéis que los lobos acuden a veces al olor de las piezas
heridas. No sé si…
—Sí. ¿Y Purello? —preguntó esta vez Hernán.
—Ahora voy a eso. Me acerqué muy despacio. El corzo estaba tendido, echando
sangre, con espasmos. Moribundo. Yo jadeaba como si se me quisieran salir las
tripas. No sé si habéis tenido que correr alguna vez por en medio de un bosque
impenetrable. Yo…
—Sí. ¿Y Purello? —preguntaron esa vez a dúo Fruminio y Hernán.
—Ahora voy a eso. Cuando me acerqué, vi que el corzo no tenía una jabalina,
sino dos. O sea que otro le había dado también y al mismo tiempo que yo. Me incliné
hacia el animal y entonces…
—¡Purello! —exclamó fray Fruminio con sorna.
—Purello, sí. Apareció detrás de un árbol y dijo: «Esa pieza es mía, rapaz». Yo
miré hacia el árbol y vi al tipo: grande, con esas melenas y esas pieles… «No. La
pieza es mía», le dije. «Eso habrá que verlo», contestó él. Se acercó. Venía jadeando
casi tanto como yo. «¿Dónde le diste?», me preguntó. Le contesté que eso a él no le
importaba. El tipo se encrespó, puso los brazos en jarras y gritó como un oso:
«¡Media legua más abajo, entre unos castaños, vi a ese corzo y le tiré mi jabalina!
¡Ese corzo es mío!». Yo le dije que el que estaba entre los castaños no era él, sino yo,
así que enfilé hacia Purello dispuesto a partirme el alma. El tipo, para mi sorpresa,
soltó al suelo las armas que traía y me dijo: «¡A los puños!». Era la primera vez en mi
vida que alguien me retaba a pelear a los puños. Yo hice lo mismo. Y en eso el corzo
pegó un brinco, quiso ponerse de pie y allá que fuimos los dos, Purello y yo, a
arrojarnos sobre el pobre venado, que debió de morir por aplastamiento. Al cabo
estábamos Purello y yo envueltos en sangre del bicho y en barro del suelo, abrazados
a un venado muerto y peleando por la pieza como si no hubiéramos cazado antes en
la vida. El tipo me miró y me dijo: «Eres valiente, rapaz. ¿Cómo te llamas?». Le dije:
«Soy Gatón, hijo del rey Ramiro». Y va Purello y me contesta muy serio: «Aquí no
hay más rey que el que caza más y mejores piezas». Yo me eché a reír. «¿Y no serás
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tú ese rey?», le dije en chanza. Y Purello me contesta: «Prueba a encontrar otro». En
eso llegaron los hombres de mi cuadrilla. Miré a Purello y le pregunté: «¿Tu cuadrilla
dónde está?». Y me dice: «Yo cazo solo». Me dejó de piedra. Me eché a reír
pensando que era una baladronada, pero no. Va y me dice: «Coged ese corzo y vamos
a mi cueva a partirlo como buenos hermanos. Ahora lo verás». Y así lo hicimos. Mi
gente cogió el corzo y Purello nos llevó a su cueva, que estaba a apenas media legua
de allí. Y así conocí a Purello.
—¿Vivía en una cueva? —se extrañó fray Fruminio.
—En aquel entonces, sí —prosiguió Gatón—. En realidad, no era suya, sino de
un oso al que había echado de allí.
—¡Un oso! ¡Por amor de Dios! —Se santiguó el fraile.
—Como lo oyes. Me enseñó la calavera y las garras. La piel era lo que llevaba
puesto encima. No sé si sabéis que yo también maté un oso con mis propias manos.
—¿Ah? —observó Fruminio, circunspecto.
—En Peña Ubiña, el año pasado. Le arrojé el hacha y se la clavé en el esternón. Y
justo a tiempo, porque el animal quería destrozarme.
—Portentoso —comentó frío el fraile.
—El caso es que allí, en la cueva del oso, en Los Oscos, me contó Purello su
historia, que ahora os referiré.
—Alabado sea Dios —suspiró fray Fruminio con alivio.
—Por siempre sea alabado —respondió mecánicamente Gatón sin percibir la
ironía—. Ocurre que este Purello —siguió el joven cíclope— no sabe dónde nació ni
cuándo, pero se crio en Busdongo, entre La Tercia y Arbás, debajo, según me dijo,
del pico Fontún y de los montes Ervaseos. Era pastor y cazador y pronto conoció toda
la cordillera como la palma de su mano, desde el Esla y la calzada de Valdoré hasta
Babia. Como era inquieto y en su pueblo no había sitio para todos, dio el paso y
marchó a repoblar a Boñar con su joven esposa y un hijo de pocos años. Boñar es un
paraje llano y con mucha agua, y allí se da bien el ganado. Pero también es un sitio
muy expuesto, así que un día llegó una cuadrilla de bereberes y lo arrasó todo. Ese
día Purello estaba fuera, en el monte, y al llegar a su casa encontró el desastre: todo
quemado, la casa calcinada y el ganado, robado.
—¿Y la mujer y el hijo? —preguntó Hernán, temiéndose lo peor: ¡conocía tantas
historias parecidas de colonos!
—Muertos. Los encontró al borde del río cosidos a lanzazos. Se habían defendido
hasta el final.
—¡Qué horror! —Se santiguó fray Fruminio.
—Purello cogió lo que le quedaba, que era lo puesto —prosiguió Gatón—, y se
internó en las montañas. Anduvo un par de años viviendo de lo que cazaba. Pero en
alguna de sus correrías llegó a Valdoré, por donde pasaba una antigua calzada, y
decidió repoblar allí. Hizo presuras y mandó aviso a su pueblo para que acudiera
quien quisiera. No fue mucha gente. Tres o cuatro familias. Una llevaba consigo una
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hija de buena edad y Purello la desposó. Leubina, se llamaba. Y le dio un hijo: ese
Flazino al que ya conocéis.
—¿Y qué hacía cazando en Los Oscos? —se extrañó Hernán de Mena—. Eso está
muy lejos de Valdoré.
—Ahora te lo contaré. Valdoré está más protegido que el Boñar, pero la calzada lo
hace peligroso. Purello había dispuesto un servicio de anubda, como debe ser, pero en
el poblado había poca gente y no siempre las cosas se hacían bien. El asunto es que
no tardaron en aparecer por allí los mercaderes de esclavos. Y ese día el fulano que
hacía la anubda estaba dormido.
—¿También mataron a todos? —preguntó fray Fruminio.
—No. Esta vez, no. El vigía despertó justo a tiempo de avisar a los colonos, que a
duras penas lograron ponerse a salvo en los montes cercanos. Pero el poblado quedó
reducido a cenizas. Cuando bajaron del monte, allí no quedaba ya nada. Ni ganado en
los prados ni cosechas en los silos. El invierno siguiente fue atroz. Purello recorría los
montes buscando piezas para cazar, pero ya sabéis lo que es el invierno: es más fácil
que cualquier alimaña te cace a ti. Aquel invierno, con nuestro amigo ausente,
Leubina, su segunda mujer, murió de hambre y frío. Todo lo que le caía en las manos
se lo daba a Flazino, y así ella adelgazó hasta morir. Cuando Purello regresó a las
chozas donde vivía su gente, se volvió loco de furia. Traía un jabalí a la espalda y lo
golpeó contra el suelo hasta machacarlo. Después cogió a Flazino, se lo cargó a los
lomos y se marchó. Anduvo durante días hasta volver al poblado de Busdongo, su
aldea. Dejó allí al chico y, aunque aún era pleno invierno, se metió en las montañas.
Desde entonces vivió como una bestia salvaje, devorando las piezas que cazaba,
bebiendo agua de los ríos y durmiendo en las cuevas.
—¿Así llegó a Los Oscos? —se admiró el fraile.
—Así —confirmó Gatón—. Recorriendo monte tras monte y bosque tras bosque.
—Impresionante. ¿Cómo pudo sobrevivir? —no se admiró menos Hernán.
—Es un tipo de una fortaleza excepcional. Y tiene dotes increíbles. Le he visto
olfatear presas en el aire y percibir sonidos que pasan desapercibidos para cualquier
humano. Él ve lo que los demás no vemos. Así que, desde aquel encuentro en Los
Oscos, le he invitado un par de veces a largas partidas de caza.
—¿No se quedó en la cueva? —se sorprendió fray Fruminio, que se había
imaginado ya a Purello como una suerte de eremita rupestre.
—¡Oh, no! —rio Gatón—. Al verse rodeado otra vez de humanos, se le despertó
la nostalgia del hijo. De manera que salió de la cueva, regresó a Busdongo, recogió a
Flazino, que ya se valía por sí mismo, y trató de devolver la vida a sus presuras de
Valdoré. Por cierto que allí le esperaban más sinsabores, porque, mientras tanto, otros
colonos habían empezado a instalarse en el lugar.
—¿No huyeron al verle aparecer? —bromeó el fraile.
—Ya se encargó él de que huyeran —aclaró Gatón, que no bromeaba—, pero los
colonos recurrieron a la corona y ahora hay un pleito que no sé cómo acabará. Purello
Cuando a Nasr Abu el-Fath le dijeron que en la puerta esperaba un sirio, se sintió
como si alguien le hubiera anunciado la llegada de un dromedario de dos cabezas. El
eunuco, que no sentía la menor simpatía por nadie, tampoco albergaba la menor
inclinación hacia los sirios. Una vez había visto uno: muchos años atrás, cuando él no
era más que un principiante en el harén del alcázar. Aquel sirio de antaño era un poeta
mal visto en oriente que trató de ganarse la vida en occidente. El pobre ignoraba que
los sirios, desde la añeja guerra civil que desgarró al entonces joven emirato, no
estaban demasiado bien vistos en Córdoba. Aquel desdichado acabó crucificado en la
puerta del zoco. Fue el emir Alhakán, el padre de Abderramán, quien hizo aquella
barbaridad. Desde entonces nunca había vuelto a aparecer un sirio por Córdoba.
Hasta hoy.
El eunuco Nasr Abu el-Fath, envuelto en una ligerísima túnica de hilo, recostado
pesadamente sobre un mullido montón de cojines labrados con exquisita mano,
compuso una mueca de hastío. Estaba a punto de tocar la gloria en el frescor del patio
principal de su palacio, un oasis de alivio en el pesado verano cordobés.
—¿Un sirio? —preguntó al efebo que atendía la casa—. ¿Realmente un sirio?
Por toda respuesta, el efebo tendió mansamente ante su amo un rollo de
pergamino. Nasr lo leyó con indiferencia.
—Que pase —ordenó.
El sirio franqueó el umbral de la lujosa almunia del eunuco. Una vez, hacía
mucho, muchísimo tiempo, sobre este suelo se elevó el caótico barrio del Arrabal
cordobés: centenares, incluso miles de familias venidas de todas partes que fueron
aglomerándose en el suburbio de la capital en busca de fortuna o, simplemente, de
supervivencia. Una vez, hacía mucho, muchísimo tiempo, aquel barrio se sublevó
contra el emir Alhakán. Una vez, hacía mucho, muchísimo tiempo, los cabecillas de
aquella revuelta fueron crucificados. Y una vez, hacía mucho, muchísimo tiempo,
algunos hijos del Arrabal terminaron castrados y vendidos como esclavos. Nasr Abu
el-Fath fue uno de esos hijos del Arrabal. Él vio cómo el viejo barrio era enteramente
demolido para sofocar de una vez y para siempre cualquier revuelta. Pero la fortuna
cambió. A fuerza de tesón y astucia, el esclavo se convirtió en amo. Y para dejar
huella bien visible de su poder, Nasr compró una amplia extensión del viejo Arrabal y
se hizo construir un mansión que parecía un palacio digno de Sherezade. Alas
independientes de dos y hasta tres alturas, fachadas almenadas, patios interiores,
MONTE NARANCO
R
amiro temblaba. O quizá sería mejor decir que vibraba. Era impropio de su
edad, era impropio de un rey, pero vibraba. El contacto físico con Paterna
siempre le provocaba esos efectos. Y por eso vibraba ahora, sosteniendo cortésmente
el brazo de su esposa, mientras paseaba por entre las obras del Naranco. Llevaba
meses sin subir allí. Lo hacía ahora por complacer a Paterna, que vivía entregada al
nuevo complejo palatino. Deseaba que fuera ella misma, la esposa, la reina, la que
explicara al rey el estado de las obras. Que todos vieran que la reina gobernaba aquel
nuevo mundo y que el rey amaba a su reina. Y que la reina viera que él, sí, la amaba.
Que Ramiro había hecho edificar todo aquello por amor, como el rey Fruela edificó
Oviedo por amor a Munia, y que mantenía sus sentimientos con la misma constancia
con que se mantiene la piedra.
Era impresionante lo que había surgido encima de aquel monte en apenas dos
años de trabajos. Todavía quedaba mucho por hacer, pero la imagen futura del nuevo
espacio regio ya era perfectamente perceptible en las hileras de piedra, en las
cimentaciones, en la disposición de los edificios, en las bóvedas levantadas como
osamentas de gigantes. A un lado y otro de la calzada que ascendía paralela al arroyo
Araniano iban alzándose las criaturas minerales con nitidez de seres vivos. En la
entrada, una torre, ya prácticamente concluida. A la derecha, un camino que conducía
hasta los barracones de los obreros. De frente, una empinada avenida abierta al centro
de este nuevo mundo. A pocos pasos, aprovechando el talud natural del terreno, los
arquitectos habían comenzado a trazar el nuevo palacio residencial. Aún no era más
que una huella de piedra en forma de torre, pero ya impresionaba por sus
dimensiones. Algo más arriba, la avenida iba a dar a otra calzada, recostada sobre un
ancho escalón natural. Y aquí, en esta calzada, al cobijo de la falda del monte,
estallaba la magnificencia del flamante complejo palatino.
A la derecha, el pretorio, el palacio ceremonial, puesto bajo la advocación de
Santa María: un esbelto edificio al que ya solo le faltaba la techumbre, presidido por
altas escalinatas exteriores que ascendían a la puerta principal y embellecido con
anchos balcones de tres arcos. Parecía milagroso que aquel barco de piedra, ceñido
por elegantes contrafuertes, pudiera mantenerse en pie. Ramiro se demoró en su
interior, en el espacio abovedado de la cripta y en el airoso nivel superior, y admiró
con ojos expertos los arcos fajones que sujetaban la bóveda de cañón, prácticamente
concluida, y la hermosa traza de las columnas, embelesándose con el sogueado de los
fustes y los capiteles. Perdió sus pasos en la bóveda de la planta baja, en sus paredes
Cien dragones rompen las olas vírgenes del océano. Sus velas, alas de colores, vuelan
El río Caudal es hijo del Lena y del Aller. Poderoso y jovial, baja bravo por un ancho
corredor que dibuja lenguas de tierra llana en un verde paraje al que llaman Mieres.
Enseguida los montes intentan domar al río y lo encajonan entre curvas y montes. En
una de esas curvas, recostado en la falda de uno de esos montes, mirando indiferente
Tenía que contárselo a Tarub. Tenía que contarle lo de ese médico sirio, Al-
Hasirrarisaga, y sus sorprendentes conocimientos sobre venenos. El eunuco Nasr Abu
el-Fath abandonó con pie medroso la mezquita. Pocos pasos le separaban de la puerta
del alcázar, pero aquella corta distancia se le hacía cada vez más insoportable: una
permanente riada humana ocupaba a todas horas el lugar, yendo y viniendo del río a
la medina y de la medina al río, y muchos se dejaban caer por allí para ver al eunuco,
a los visires o incluso al propio emir, y tratar de sacar algún negocio, alguna
recomendación, alguna limosna. Masrur, ese otro eunuco que Abderramán le había
puesto para atarle corto en las obras de ampliación del templo, había tenido la idea de
construir un pasadizo elevado entre el palacio y la mezquita para evitar que el emir
pisara la calle. ¡Maldita sea! ¡Cómo no se le había ocurrido a él! «Sabat», lo llamaba
Masrur. Abderramán aún no había dado el permiso, incluso era probable que nunca lo
diera, porque todo el dinero se estaba yendo en la ampliación (y en los bolsillos de
Nasr y Masrur), pero la simple exhibición de los planos había despertado en el emir
un entusiasmo realmente enojoso. El buen eunuco Nasr Abu el-Fath, bien lo percibía
él, estaba perdiendo a ojos vistas el favor del soberano de Córdoba.
Lo que más podía molestar a Nasr era encontrarse a Masrur, y eso exactamente
fue lo que ocurrió camino del alcázar: allí estaba él, su adversario, más joven, más
delgado, más refinado, más hermoso en sus facciones morenas de efebo
mediterráneo. La aparición del rival despertó en las entrañas de Nasr un sentimiento
de acritud solo comparable a un exceso de vinagre en cualquiera de los extravagantes
platos que había introducido en la corte el bagdadí Ziryab.
—¡Mi amado maestro Nasr! —canturreó Masrur con su habitual hipocresía.
—¡Mi querido Masrur! —exclamó Nasr con no menor doblez.
—¿Cómo tú por aquí? —se interesó, obsequioso, el odiado rival—. ¡Te hacía en
las obras, supervisándolo todo con tu ojo diligente!
FLORES VENENOSAS
C
runia queda atrás envuelta en una nube de luto. Brigantia arde, rota, y sus
despojos yacen bajo el sol perezoso del Finisterre. Los muertos, esparcidos
por el campo. Los vivos, apiñados en apriscos, ganado y humanos por igual, junto a
las largas playas de la ensenada del Orzán. Allí han pasado la noche los dragones,
varados en la arena, ebrios en el sueño inquieto de sus hijos. Los normandos han
dispuesto sus barcos a uno y otro lado de la lengua de tierra que une y separa Crunia
de la tierra firme. Los dragones escoltan así el paso a la península y la hacen
infranqueable para cualquier enemigo. Con el amanecer, Hastein y Björn han hecho
balance: unos pocos objetos de latón dorado en la pequeña iglesia de la aldea, dos
centenares de cautivos entre mujeres, niños e impedidos, cincuenta cabezas de
ganado…
—Esto es muy poco premio —bufa Hastein.
—Esto solo es el principio —se excusa Ragnar.
—¿Estás seguro de saber por dónde hay que continuar? —pregunta Björn con un
velo de amenaza en los ojos.
—Absolutamente —se apresura a contestar Ragnar—. Al sur. Ese lugar al que
llaman Santiago se encuentra al sur. Apenas dos jornadas de camino. Allí es donde
estos cristianos peregrinan para honrar los huesos de uno de sus profetas. Una ciudad
llena de iglesias y tesoros.
—¿No nos estarás mintiendo otra vez? —Clava Hastein su mirada de hielo en el
corazón de Ragnar.
—¡Yo no os he mentido! —protesta el normando desterrado—. Incluso dudo que
Piniolo nos mintiera. ¿O no había aquí una torre? Quizás otros se hayan llevado el
tesoro…
—Eso ahora ya da igual —suspira Björn con una suerte de resignación feroz—.
¿Cómo es el camino? ¿Llano? ¿Montañoso? ¿Podemos llevar los barcos?
—Llano. Todo tierra. ¿Ves esa boca de ahí? —explica Ragnar, señalando un brazo
de agua hacia el este—. Es un río al que llaman Mero. Podemos llevar los barcos
unas leguas adentro. Pero para ir a Santiago, habrá que echar pie al suelo.
—¿Qué vamos a encontrar en el río? —Quiere saber Hastein.
—Hasta donde recuerdo, aldeas y bosque. —Cierra los ojos Ragnar, haciendo
memoria—. Ganado y alguna iglesia. Nada de importancia. Pero Santiago es otra
cosa.
—¿Podemos encontrar fuerza enemiga? —Björn quiere batirse.
Era muy hermoso lo que estaba creciendo en el monte Naranco, pero Ramiro, a pesar
de todo, iba a echar de menos la viva promiscuidad del Oviedo intramuros, la
agitación creciente de sus callejas, la lujuriosa proliferación de edificios que estaba
haciendo de aquella ciudad una especie de ubérrimo jardín de piedra. Tras la celosía
del ventanal tripartito de su cámara en el palacio viejo —Padre, Hijo y Espíritu Santo
—, Ramiro fisgoneaba en el aliento de la ciudad. Ante él, la iglesia de San Tirso y la
puerta Rutilante, abierta como una boca indiscreta en la muralla gris de la capital. A
su derecha, la catedral de San Salvador, donde fue coronado, y la basílica de Santa
María, donde se casó con Paterna. A sus espaldas —no podía verlas, pero las sentía
como si él mismo fuera parte de la piedra— la vieja torre del tesoro y el monasterio
—Mi señora: la reina doña Paterna —anunció el aya con más temor que reverencia.
Los laberínticos valles donde manan las fuentes del Odra son una paridera de ríos y
arroyos que aún no saben si rendir tributo al Ebro o hacerlo al Duero. El Odra, que es
de los más osados, busca al Duero muchas leguas más al sur, pero, por el camino, se
lo come el Pisuerga, y así el aventurero no llega a su meta sino bajo la autoridad de
otro al que nadie había invitado. Sin embargo, aquí, en su cuna, el río fluye fuerte
«Siempre que aparece el sol radiante del mediodía / me acuerdo de ti, Tarub, noche y
día». El emir Abderramán, solo en la noche manchega, enjugaba sus añoranzas
escribiendo versos para su bella favorita. ¡Qué áspero se hacía el camino hacia el
norte! ¡Qué intolerable la separación de su amada! Por el contrario, el más calcinado
U
na niebla de amargura y muerte se abate desde hace días sobre los dulces
campos de Betanzos. Los dragones han quedado varados en Cecebre y los
demonios del mar, encelados por los prados verdes y las tierras fértiles, se han
derramado en todas direcciones hacia la vecina ría alimentada por el Mendo y el
Mandeo. No hay granja, aldea, molino o iglesia que no conozca ahora el fuego del
aliento del dragón. Solo el grueso brazo del Mandeo y la abrupta rampa de La
Espenuca, donde dormita un estupefacto castillo cristiano, han detenido el avance
normando. Hastein, al frente de medio millar de hombres, está arrasando Bergondo.
Björn, en cabeza de otros tantos, ha seguido el río Mero en Abegondo y no deja nada
en pie a lo largo de su cauce. Otras cuadrillas se han desplegado a lo largo del río
Mendo y hasta los campos de Coirós. Ragnar, el normando desterrado, asiste a la
orgía de furia y fuego con preocupación mal disimulada. El camino hacia Santiago
está muy cerca, a solo media legua de donde duermen los barcos, pero cada día que
pasa hace más difícil la aventura.
Ragnar Haraldson contempla a esos dragones con las panzas llenas de grano,
telas, embutidos, ovejas, enseres domésticos, pieles, vino y esclavos, y su visión le
inspira un intenso desprecio: él les ha ofrecido un botín digno del de París, una
hazaña que mañana podrían cantar los escaldos con acentos inmortales y que a él le
permitiría volver a su casa envuelto en gloria, pero la tropa ha preferido enlodarse en
estas tierras de campesinos indefensos. Sabe también el veterano de Cornellana que
se está perdiendo un tiempo precioso y que, tarde o temprano, los cristianos armarán
a sus ejércitos. Y sabe que vencerlos no es fácil.
A resguardo de la marea de hierro, en la altura que el cauce del Mandeo levanta
en Morgade, don Paio de Guitiriz asiste impotente al naufragio. Es don Paio el noble
de más autoridad entre los señores gallegos que gobiernan los alrededores. Sesenta
largos inviernos de combates y paces, de derrotas y victorias, cimentan su jerarquía.
Ha servido con honor a Ramiro Bermúdez cuando este fue conde en Galicia, bajo el
cetro de Alfonso el Casto, y ahora le sigue sirviendo en su nueva condición de rey. A
don Paio han acudido los primeros mensajeros que daban cuenta de la calamidad
normanda. Desde sus predios lucenses de Guitiriz, a ocho leguas de Betanzos, ha
corrido con unos cuantos jinetes para afrontar el reto de esos extranjeros. Los ha
desafiado en las lomas de Queirís. Ha sido un desastre. Viéndose superado, ha dejado
un destacamento en el castillo de La Espenuca y ha enviado mensajes de socorro al
rey Ramiro y a su hijo Ordoño. Nada más ha podido hacer sino organizar el traslado
Ramiro había insistido en marchar en cabeza. Que todos lo vieran. Que todo el
pueblo supiera que el hijo de Bermudo, el heredero de Alfonso el Casto, no se
quedaba en su palacio mientras otros combatían, sino que partía a la guerra al frente
de sus ejércitos. Y aunque le dolían los riñones, las rodillas, los hombros y el alma,
porque a partir de cierta edad ya no es posible hacer según qué cosas, Ramiro
Bermúdez, la Vara de la Justicia, insistía en cabalgar el primero, el cuerpo bien
derecho, la lanza en ristre, dejando flotar sus cabellos ya canos bajo la enseña que,
Ramiro rezaba y Hernán de Mena no hacía otra cosa, porque era imprescindible que
Gatón recibiera a tiempo el mensaje. Lo último que supo el hijo del rey era que había
normandos en Gijón. Era, de hecho, lo mismo que sabía Hernán cuando llegó a
Oviedo. Pero allí le contaron, por boca de Olmundo de Erice, que el desembarco
vikingo se había producido ya y que el escenario no era otro que Crunia. Y eso
obligaba a alertar a Gatón cuanto antes, porque ahora su destino ya no tendría que ser
Oviedo, sino Lugo, y los caminos a uno y otro lugar, desde León, eran enteramente
diferentes. Un grupo de jinetes a buen paso podía cubrir la distancia a Lugo en tres
días sin fatigar demasiado a los caballos. Pero para eso era preciso alertar a Gatón
antes de que se pusiera en marcha.
Hernán temía el reencuentro con Oviedo. No por el rey, sino por Paterna. El
recuerdo que esa mujer había dejado en su alma era imborrable, y de nada servían los
remordimientos ni las penitencias ni los sermones que el propio Hernán arrojaba
sobre sí mismo. Algo dentro de sí, algo que no podía dominar, empujaba una y otra
vez su pensamiento hacia los escenarios donde brotó un amor imposible. Lo sabían
los dos y se equivocaron los dos. Después, llegó lo inevitable: la entrega de la mujer a
su prometido, el comienzo de una vida nueva y el compromiso mutuo de borrar todo
Gatón, sí, recibió el mensaje. Justo a tiempo, porque el centenar de lanzas que había
conseguido reclutar entre su gente de León y la de La Robla entraba ya por la calzada
de las montañas para ganar Oviedo. Hernán, previsor, había enviado a Gatón dos
mensajes: uno, con un emisario a caballo; el otro, con una de aquellas palomas
amaestradas que el obispo Serrano cuidaba como oro en paño, y realmente lo valían.
Cuando llegó el emisario, Gatón ya había recibido la paloma. Y el mensaje que traía
atado en la pata era nítido: «Normandos en Crunia. El rey te espera en Lugo». Nada
más. Y era suficiente.
Ahora Gatón, en una cabalgada frenética, trataba de cubrir las más de cincuenta
leguas que separan León de Lugo por la vieja calzada de Astorga y Triacastela. El
descenso desde Pedrafita hasta Sarria le llenaba el ánimo de una niebla dulce y
extraña, una suerte de melancolía infantil que le atraía con amor de madre y al mismo
El eunuco Nasr Abu el-Fath extendía sus posesiones burocráticas a lo largo de un ala
entera del alcázar: la que corría paralela a la muralla del río, cara al sur, y así podía
ver, desde el ventanal de su gabinete, el espacio abierto del antiguo arrabal y, en él, su
lujosa almunia. Si hay una lujuria del poder, esa era la que todos los días se
apoderaba de Nasr Abu el-Fath al sentarse en su exquisita mesa de tesorero de
palacio y contemplar su mansión.
El médico al-Hasirrarisaga penetró con pasos quedos y estrepitosas reverencias en
la suntuosa dependencia del eunuco. Nasr le había citado allí, en palacio, para que
todo el mundo lo supiera. Si uno quiere camuflar el secreto de algo —pensaba el
astuto burócrata—, lo mejor es dejarlo bien a la vista; así nadie pensará que allí se
esconde secreto alguno.
—¡Mi querido Al-Hasirrarisaga! —canturreó el eunuco—. ¿Lo he dicho bien?
—Vuestra grandeza lo ha dicho inmejorablemente —reptó el médico sirio.
—Tenemos una conversación pendiente, si no me equivoco. —Hablaba Nasr
jovialmente, como quien despacha un asunto de trámite menor—. Esa historia de los
LA BATALLA DECISIVA
E
l dulce y jugoso suelo de Coirós se ha convertido en el centro del mundo.
Santa Eulalia, desde su vieja iglesia, observa la tormenta de fuego con sus
ojos más allá del tiempo. Los campos de trigo y cebada, las huertas y los pastos, las
chozas y las iglesias y los molinos movidos por las aguas del Mandeo, todo es ahora
un campo de ceniza y muerte. En lo alto, al otro lado del arroyo de las Bouzas, la
pequeña fortaleza de La Espenuca ha asistido, impotente, a la victoria del mal. Pero
ahora las cosas han cambiado. Ahora centenares de hombres armados se apiñan en
torno al cerro. Las tropas del rey cristiano han llegado. Y el modesto castillo se ha
convertido en su cuartel general.
La iniciativa fue de Ordoño. Cuando el primogénito del rey llegó con sus huestes
a Guitiriz, ordenó a don Paio y a Ergica de Tuy avanzar hasta este cerro boscoso y
húmedo. Desde La Espenuca se controla el terreno entre el Mendo y el Mandeo hasta
Betanzos. La aldea de Coirós es la llave de cualquier maniobra. Con las tropas de
refuerzo traídas desde Lugo, los cristianos han limpiado el campo y han asentado
posiciones en el suelo muerto. Una partida de daneses trató de hacerles frente: nada
pudieron hacer los demonios del mar ante un enemigo que ahora les doblaba en
número y venía mejor armado. Los jinetes de Ordoño, guiados por Ergica, pasaron
sobre los extranjeros como una avalancha de hierro. Las cabezas de los vikingos,
clavadas en estacas a la entrada del poblado, son testimonio de que la suerte ha
empezado a cambiar.
Ramiro ha llegado a La Espenuca al caer la tarde. En el angosto recinto del patio
de armas le han recibido Ordoño, Ergica y don Paio. Apenas hay palabras. El viejo
señor de Guitiriz no ha acogido al rey con alivio: se siente herido en su orgullo por no
haber sido capaz de detener la furia de los normandos. Ramiro no pide explicaciones:
sabe que no las hay. Sabe también que don Paio no necesita amonestaciones, que el
sinsabor de la derrota está lacerando en lo más íntimo su honor. Resolutivo, el
monarca de Oviedo ha trepado hasta las almenas de la torre: quería ver el rostro de su
reino herido, tomarle el pulso, palpar sus llagas. Ha divisado aquí y allá columnas de
humo que escribían la palabra muerte sobre el cielo de Galicia. Después,
rápidamente, ha ordenado pasar al barracón que se ha habilitado para él bajo el
adarve de los muros: apenas un muladar, pero el rey es hombre acostumbrado a la
vida de campaña. Con Ramiro entran también Hernán de Mena, Olmundo de Erice y
el obispo Serrano. Los hombres se instalan en torno a una tosca mesa que
habitualmente sirve como tablero de juego y vino para la soldadesca, pero que ahora
La noche aún cubre con sus últimas sombras la ría de Betanzos. Una frágil barca de
pescador de las marismas atraviesa las aguas. A bordo, solo un bulto. Y bajo el bulto,
el caballero Ergica de Tuy mira con dos ojos muy abiertos el paisaje en derredor.
Junto a Ergica, los castellanos: Telmo, Tello y Mendo. Los dragones duermen en las
arenas de la otra orilla. El de Tuy los ha visto la noche anterior, cuando buscaba,
desesperado, barcas como esta para pasar a los hombres de don Arias al otro lado de
las aguas. No son muchos: tres. Tres barcos largos y ligeros, solo uno de ellos con el
dragón tallado en la proa. Ergica entiende con rapidez: no es más que una flotilla de
exploración. Pero es suficiente para desbaratar el plan de cerrar el camino a espaldas
de los normandos. Hay que acabar con esos barcos.
—¿Y ahora qué hacemos? —le había preguntado Arias de Pallares con la
desolación pintada en su majestuoso rostro—. No podremos cruzar sin que nos vean.
—No nos esperan —cavilaba Ergica—. Si esperan algo, será un ejército. No les
inquietará una barquichuela de pescador.
—Precisamente ese es el problema —oponía Arias—: nosotros somos un ejército.
—Pues no lo parezcamos. Que nos tomen por pescadores. Al menos, hasta
despejar el camino.
—No te entiendo —dejó escapar el de Pallares con un gesto desdeñoso; nunca le
había gustado ese Ergica de miserable cuna, elevado solo por sus hechos de armas, y
Ramiro aguarda sobre el campo de Coirós. A caballo. Muy quieto. Yelmo coronado
en la cabeza, como corresponde al rey de Oviedo, y coraza bien bruñida de cuero con
escamas de hierro sobre la cota de malla. A su derecha, Serrano enarbola el lábaro del
reino. A su izquierda, Olmundo de Erice esgrime el estandarte blanco con la cruz
roja. Tras ellos, Ordoño y Gatón, los hijos del rey, y Hernán de Mena y Gonzalo de
Siero. En línea, como si quisiera abrazar todo el espacio entre el Mandeo y el Mendo,
se despliega el ejército de Asturias. Los jinetes, delante. Los peones, detrás. No es
una formación de combate: es una formación de ceremonia. Porque lo que ahora se
va a verificar no es aún la guerra, sino la imposibilidad de la paz.
Hastein avanza hacia los cristianos. Viene también a caballo: el animal es parte
del botín. Y le acompañan algunos otros jinetes, pocos, Ragnar entre ellos. Tras él, en
formación cerrada, marchan sus normandos. Los jefes de hueste —Ulf, Ilvar,
Thorstein, Erik, Grim y los demás— capitanean a sus propios hombres en el interior
de este ejército de más de mil quinientos guerreros. El caudillo normando está
satisfecho: ve lo que tiene enfrente y descubre que es muy inferior a lo que había
previsto. Esos cristianos no serán capaces de frenarle.
Los normandos se detienen a cien pasos de los de Asturias. Por primera vez se
ven las caras. Las gentes de la Tierra Llana y de la Marina, de Los Oscos y del
Bierzo, del Édramo y de la Montaña, de las Asturias de Santillana y de Castilla,
descubren la existencia de ese otro pueblo de talla enorme y rostros salvajes, de
cuerpos pintados y gesto fiero, con sus escudos redondos y sus hachas largas y
letales. Nunca habían visto nada igual. Algunos tiemblan. Todos rezan. A los
normandos no les impresiona lo que ven: esos campesinos de casco redondo, lanza
vulgar y corta cota de malla se parecen mucho a los francos que han derrotado una y
otra vez. Más morenos, quizá; más pequeños, también. Pero el mismo aspecto de
tipos más familiarizados con el arado que con la espada. Hastein grita: «¡Lindos
cazadores de jabalíes a caballo, mandando un rebaño de labriegos con más miedo que
piojos!». Sus normandos corean la provocación con grandes carcajadas. Los vikingos,
jubilosos, sienten su propia fuerza: son más y son mejores. La certidumbre de una
nueva victoria se apodera de sus entrañas. Pronto uno comienza a golpear su escudo,
y los demás le imitan. Otro aúlla, y los demás le siguen. Algunos salen de las filas y
Don Paio se ha clavado en la entrada del puente de Beldoña. Muy quieto sobre su
caballo, como una estatua forrada de hierro y cuero, el anciano guerrero siente sus
barbas blancas empapadas de un enojoso sudor. No hay un hueso de su cuerpo que no
le duela. No hay un músculo que no le grite de fatiga. No hay en sus entrañas una
víscera que no gima la maldición de la vejez. Y pese a todo, algo parecido a una
imperceptible sonrisa se asoma a los labios de don Paio de Guitiriz. Algo en su
interior le está diciendo que hoy terminará una larga vida de combates; que antes de
que se ponga el sol formará junto a Dios padre, Señor de los Ejércitos, en las filas de
san Miguel arcángel. Y don Paio no siente miedo ni tristeza, sino una suerte de
lucidez fría y feroz que transmite a sus hombres en forma de órdenes concisas y
serenas, como si el corazón del veterano caballero fuera inmune al terror que inspiran
esas hordas que ahora enfilan hacia el puente de Beldoña.
Björn Costillas de Hierro camina sin prisa. Ha visto que los cristianos ya han
llegado a esta parte del puente: no hay por qué correr, pues. Quizá son los refuerzos
que Ragnar había dicho, los de esa ciudad llena de tesoros llamada Santiago. Ahora
se trata de aplastarlos. Unos pocos a caballo y algunos más a pie. «¿Esos son todos
los refuerzos que estos cristianos pueden movilizar?», se pregunta Costillas de
Hierro. El joven desconfía, pero no teme. Cree en sus dioses, como creyó su padre, y
cree en su espada. Sabe que, si hoy muere con el arma en la mano, esta noche
dormirá en el Valhalla en compañía de los grandes guerreros de su pueblo. Al partir,
esta mañana, ha visto dos cuervos cruzando el cielo de izquierda a derecha. Son sin
duda Hugin y Munin, los cuervos de Odín, que el dios tuerto ha enviado para saber de
sus hijos. Odín les mira, pues. La batalla será recordada.
Los cristianos han dibujado una cadena en torno al puente: un arco de carne
erizada de hierro. En el centro, los treinta jinetes de la hueste, pegados uno a otro; en
los flancos y tras los caballos, los peones parapetados detrás de sus escudos. Al otro
lado del río, arqueros dispuestos a propósito por si los normandos intentan cruzar a
través del agua. Los normandos lo ven. No habrá tácticas ni florituras: va a ser
inevitablemente un choque a muerte. Björn acelera el paso. Grita palabras de ánimo a
En la ría de Betanzos, Ergica no espera a que la gente de don Arias termine de traer a
los caballos. Sabe que le separan pocas leguas de la retaguardia normanda. Intuye que
Hastein y los suyos habrán visto las columnas de humo de las naves incendiadas.
Adivina que alguna tropa danesa se dirigirá ya a la ría. De manera que, mientras
Arias de Pallares organiza a la hueste recién desembarcada, Ergica coge a sus tres
castellanos, suma dos decenas más de peones, hace buena provisión de arcos y
flechas, localiza la vieja calzada, corre por ella hasta el puente sobre el Mendo, vadea
el río y se clava en una pequeña elevación del terreno.
Allí están, sí, los normandos. Serán en torno a un centenar. Vienen corriendo,
pero Ergica advierte su fatiga: llevan horas peleando y esta nueva carrera va a
mermarles fuerzas.
—¡Branderico! —ordena Ergica a uno de los peones—. Corre a ver a don Arias.
Dile que va a encontrar normandos en la calzada. Y dile que los ataque, que cargue a
caballo, que nosotros nos encargamos de lo demás.
El mensajero sale a escape y Ergica despliega a los hombres en los setos y matas
que cubren la media ladera donde la calzada se asienta. Un grupo, con Telmo; otro
con Tello y un tercero con Mendo. Que los normandos no los vean. Enseguida
aparecen los daneses, maldiciendo y jadeando, derechos hacia la ría. La avanzadilla
cristiana, escondida, puede ver sus escudos redondos, sus largas hachas de hoja
delgada y contundente, los dibujos de sus cuerpos pintados. Los vikingos,
concentrados solo en llegar a la ría para salvar sus barcos, pasan de largo. El de Tuy
ordena a su hueste que permanezca escondida. Al poco se escucha fragor de cascos
de caballos. Son los de don Arias, que cargan sobre la avanzadilla danesa. Ergica sale
de entre un montón de helechos. Asoma la cabeza. Ve a los cristianos que atacan
desde la ría. Ve a los normandos que, sorprendidos por la mesnada, no le hacen
frente, sino que huyen de vuelta a sus líneas. Es el momento.
El de Tuy silba. De entre los setos emergen sus hombres armados con arcos. Así
los normandos se ven encerrados entre la caballería de don Arias, que los persigue, y
Ramiro Bermúdez, rey de Oviedo, recompone rápidamente sus filas. Todos sus
paladines han podido replegarse: Gatón, Hernán, Gonzalo, Olmundo; allí están todos,
sanos y salvos. Solo Gonzalo de Siero sangra por el hombro derecho; nada que le
impida luchar. Pero el estrago del primer choque ha sido considerable.
—Cuarenta muertos y doce heridos fuera de combate —informa sucintamente
Olmundo de Erice.
—Muchos son —observa escuetamente el rey—, pero también muchos
quedamos.
—Ellos también han llevado lo suyo —apunta, fiero, Gatón.
Ellos han llevado lo suyo, sí, pero son muchos más y pelean como fieras. Si no
llegan pronto los esperados refuerzos, si no se cierra el cepo desde la ría y desde
Beldoña, hará falta la ayuda de todos los ángeles del cielo para sostener con éxito un
segundo choque. Ramiro piensa en cómo organizar el segundo asalto. El griterío de
los normandos, que llaman al combate, no le deja pensar. Y en ese inoportuno
momento aparece en escena Ordoño.
—¡Padre! ¡Padre! —grita el primogénito, inusualmente excitado.
—¡Ordoño! —Se enoja el rey—. Creí haberte dicho que te resguardaras en el
castillo, ¿no es así? ¿Has visto la maniobra de esos demonios?
—Sí, la he visto. Pero, padre…
—¡Al castillo, Ordoño! —Manda Ramiro.
—Antes debes ver lo que he encontrado en la fortaleza —se apresura a decir el
heredero.
—Sea —bufa el rey—. ¿Qué es?
Ordoño hace señas a unos hombres que aguardan en la orilla del arroyo de las
Don Paio vibra como una cuerda de tripa de toro. Cree haber oído los cuernos que
anuncian la llegada del obispo de Compostela con sus mesnadas. El anciano caballero
combate ahora rodeado por un enjambre de cristianos y normandos, enzarzados en un
inclemente cuerpo a cuerpo. Ve venir contra sí a los tres daneses que le han escogido
como víctima. Es ahora o nunca. Eleva la espada, gira la hoja en el aire y, haciendo
Björn Costillas de Hierro lo ha visto todo: ha visto caer a Paio y ha visto llegar a
Ataúlfo, el obispo de Compostela, rutilante en una montura ricamente enjaezada.
Yago de Mondariz y los Fáfilaz han guiado a sus tropas con acierto: han abierto
espacio y han permitido que los de Santiago pisen la vieja piedra romana del puente
de Beldoña. Las tropas del obispo han cruzado y ahora se derraman sobre la margen
derecha del Mero. Al joven danés le impresiona la figura de ese clérigo a caballo,
ataviado con una túnica roja sobre la cota de malla y armado con un largo bastón en
vez de lanza. «Un bastón mágico como el jormungandr de Odín», piensa Björn. El
equilibrio del combate se ha roto. Ahora los vikingos están atrapados entre los
hombres de Paio y los del obispo, y terminarán aniquilados si no rompen el cerco.
«Todo está perdido», concluye Costillas de Hierro mientras intenta encontrar una
forma de salir de allí.
Los berserker están cayendo uno a uno, envueltos en enjambres de cristianos que
pugnan por hacerse con la cabeza de cualquiera de esos endemoniados. Resisten, sin
El berserker aúlla. Es una cabeza enorme y calva debajo de una piel de lobo. Gruesas
rayas negras atraviesan su frente contraída, sus narices bestialmente dilatadas, sus
ojos desencajados. Abre al cielo las fauces babeantes y profiere voces que parecen
venir del infierno. Hace girar su hacha en el aire y clava sus dientes en la madera del
escudo. Se mueve con violencia de oso y rapidez de lince. A su alrededor yacen diez
hombres muertos. Los ha matado él. Él solo. Gatón está asombrado.
El hijo del rey blande el hacha y tercia el escudo. Por un instante vuelve a pensar
en Purello: al gigante de Busdongo bien le habría gustado medirse con una bestia
como este normando que ronca tal que un jabalí. Gatón se acerca despacio, con
prudencia. El berserker no tiene ninguna: se arroja literalmente contra el guerrero
cristiano y descarga un golpe con su arma. Es un golpe, pero han parecido veinte
propinados de una sola vez: tan fuerte es el brazo del endemoniado. El hacha larga
del normando arranca astillas del escudo de Gatón. Este se mueve a compás y en el
mismo impulso en que retrae el escudo lanza un golpe con su hacha bifaz. Pero el
berserker no opone el escudo, sino que se ha movido con celeridad pasmosa y es su
arma la que choca con la del hijo del rey. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo ha conseguido
moverse tan rápidamente? Gatón titubea. Nunca ha visto nada igual. Pero no puede
perder la concentración porque el hombre-oso, sin remitir en su furia, golpea una y
Cuando Rodrigo y los suyos llegan al Cecebre, ven a los normandos en fuga. Pero el
hermano de la reina observa que el enemigo no se dirige hacia los barcos, sino al
campo de batalla. El primer impulso del castellano es seguir sus pasos, caer sobre
ellos y darles caza. Sin embargo, algo llama su atención: una estridencia de voces que
proviene del cauce del río.
—No parecen normandos —apunta Tedeja—. Gritan en nuestra lengua.
—Son voces de socorro —dice Enríquez—. Piden auxilio.
—Están muy cerca —concluye Rodrigo—. Nada perdemos por mirar.
Los castellanos siguen el cauce del Mero. Enseguida ven el paraje donde los
normandos han asentado su campamento. El río es muy ancho aquí. Las riberas
forman una llanura cenagosa. Los caballos avanzan con torpeza. Y de pronto, ante los
ojos de los castellanos aparecen los dragones del mar.
—¡Barcos! —exclama Tedeja—. ¡Docenas de barcos!
—¡Mirad qué aspecto! —Acusa Enríquez con aprensión—: cabezas de dragones
y colas de serpientes. Como salidos del infierno. ¿Quién puede viajar en
abominaciones así?
—Hablas como un cura, Gonzalo —sonríe Rodrigo—. Más deberían preocuparte
los normandos que los guardan.
«Hay que marcharse de aquí», concluye Hastein. Su tropa está enzarzada en el campo
de Coirós sin posibilidad de maniobra. Un nuevo destacamento enemigo ha aparecido
a sus espaldas y le cierra el camino hacia la ría de Betanzos. Ragnar le aconseja
marchar hacia el este, cruzar el río y escapar. Es lo que se hará. Nada obliga al
caudillo normando a morir hoy aquí. Hay suficiente botín en los barcos del río Mero
Se rinde la tarde en Galicia. Los cristianos han acosado a los normandos hasta la
misma orilla del río. Incluso los han hostigado con flechas y piedras cuando los
barcos se han llevado a los supervivientes Mero abajo, de vuelta a Crunia. Las bajas
extranjeras se cuentan por centenares. En el varadero, a la sombra de diez dragones
calcinados, se van acantonando las tropas de Asturias. Primero, los de Olmundo y
Hernán, que han perseguido al enemigo hasta la ribera. Enseguida llegan el obispo
Ataúlfo y Arias de Pallares. Después, Ergica de Tuy con sus ya inseparables Tello,
DE REYES Y REINAS
Piniolo franqueó con pasos furtivos la senda de grava del monasterio de Ablaña.
Como una sombra se deslizó hacia el cobertizo donde Nepociano y Jimena guardaban
cautiverio. Miró a los lados. Nadie. Nada. Levantó la cancela de la portezuela. La
abrió. Un espeso olor a vejez y encierro inundó sus narices. Volvió a mirar a los
lados. Nadie. Nada. Franqueó el umbral y cerró la puerta tras de sí.
—¡Piniolo! —exclamó Jimena, más aterrorizada que sorprendida.
—¿Piniolo? —murmuró el ciego Nepociano.
—Sí, Piniolo —respondió el de Peñamellera—. Dos semanas hace que cruzo el
reino a escondidas para llegar aquí.
—Acércate al fuego —rogó la mujer, tomando al recién llegado de un brazo—.
¡Qué desmejorado estás!
Piniolo no contestó. Había pasado largos días viajando oculto o de noche, fuera
de los caminos principales, atravesando cañadas y montes, como una fiera perseguida
por el cazador, hasta arribar a Ablaña. El de Peñamellera traía la negra barba
desaliñada, la negra capa hecha jirones y la negra túnica más muerta que viva.
También traía el negro corazón hirviendo de furia y el negro estómago ardiendo de
hambre. Devoró un trozo de queso que halló sobre una mesa. Trasegó una jarra de
vino rancio y luego otra de agua vieja. Arrambló con una hogaza de pan y dejó que
las negras barbas, la negra capa, la negra túnica, el negro corazón y el negro
estómago revivieran bajo la nieve blanca de las migajas. Después miró a Nepociano y
a Jimena con sus ojos negros, muy negros, y acusó:
—¡Musa! ¡Amigo Musa ibn Musa! —Casi cantaba el emir Abderramán—. Tan
grande es tu poder que el mismísimo soberano de Córdoba se pone en camino cuando
agitas el viento de la discordia. Y sin embargo, bien sabes que tu poder es tributario
del mío, como el mío lo es de Alá clemente y misericordioso. ¿Por qué retas así al
orden de las cosas, tan firme sin embargo como el sol y las estrellas?
—Me honra que me llames amigo —declamaba a su vez Musa ibn Musa—,
cuando yo me daría por satisfecho con que me llamaras siervo. Me distingues con tu
presencia y con tu atención, y me sonrojas al decir que es mi viento quien te mueve.
Pero no he sido yo quien ha levantado el viento de la discordia, sino tus valíes,
Abderramán.
El emir de Córdoba y el cabeza de los Banu Qasi se sentaban sobre unos cómodos
cojines, en torno a una riquísima alfombra, a la sombra de una suntuosa jaima
dispuesta por Musa ibn Musa bajo la silueta del castillo de Arnedo. Uno y otro se
miraban con ojos imperturbables y de sus bocas salían palabras que ninguno de los
dos sentía. Abderramán componía pose de patriarca y entornaba los ojos negros
sombreados de kohl mientras acariciaba las largas barbas rojas de alheña. Musa
sacaba pecho y abría los brazos como el aire abraza a la tierra, y de sus ojos pequeños
en el rostro arrugado, como madrigueras en un suelo reseco de sol, hacía surgir seres
asombrosos que hablaban en un lenguaje impenetrable.
Abderramán había llegado a las tierras Banu Qasi con el mayor aparato posible:
quinientos jinetes de su guardia eslava con corazas de lujo fabuloso y, en las
cabalgaduras, arreos que parecían celestiales; una carroza regia tirada por ocho
ASISTIDME EN LA AGONÍA
L
isboa sestea bajo el sol de agosto. Abierta al Tajo y al océano, la vieja
Olissipo romana, la Ulishbona de suevos y godos, la al-Ushbuna de los
musulmanes, dormita con la seguridad que le dan sus murallas y el propio mar. Una
vez, medio siglo atrás, los guerreros de Alfonso el Casto llegaron hasta aquí,
rompieron las puertas, asolaron la ciudad y recuperaron Lisboa para la cruz. Diez
años tardó Córdoba en volver a levantar sus mezquitas. Pero de aquello ya nadie se
acuerda, salvo los mozárabes lisboetas que, sojuzgados, aguardan una improbable
redención. Ahora al-Ushbuna es una madura dama moruna que disfruta de la paz de
su privilegiada situación geográfica y de las riquezas que sin cesar afluyen a su muy
concurrido puerto.
La flota de Ragnar está doblando el cabo de Roca. Setenta barcos y ochocientos
hombres. Hace calor en este agosto atlántico y los demonios del mar, semidesnudos
sobre sus dragones, dejan que su cuerpo se refresque con el agua salobre de las olas y
el beso salvaje del viento marino. Todos sueñan con el inagotable mundo de tesoros
que Ragnar les ha prometido.
—Recordad —ha explicado el desterrado—: no perdáis tiempo en las iglesias,
porque aquí los cristianos son pobres. Buscad mejor edificios lujosos con torres altas,
que son los templos de los musulmanes. Ahí hay tesoros. Y hurgad también en las
casas con jardines y fuentes, porque es donde viven los ricos.
Lisboa se eleva sobre una colina. En su cúspide se alza, protegida por altos
muros, la ciudadela con la mezquita aljama y el palacio de gobierno, tras la gran
puerta ceremonial de la entrada mayor a la medina. Desde ahí la ciudad se derrama,
como llorando, hacia el mar de la Paja, la abertura del estuario del Tajo. Una muralla
encierra a Lisboa desde la ribera del gran río. Fuera de los muros, junto a las aguas,
dos barrios desprotegidos: el de los mozárabes y el de los pescadores. Y en ellos, las
dos puertas menores de la ciudad.
—Hoy es viernes, que es el día santo de esta gente —puntualiza Ragnar ante la
atenta mirada de Ulf, Ilvar y los demás—. Todos estarán en las mezquitas o en sus
casas. También la guardia estará menos atenta. Y puede que esperen un ataque por
tierra, pero nunca por mar. Aquí viene mucho comerciante. Les extrañará ver tantos
barcos juntos, pero tardarán en entender qué nos proponemos.
Los dragones viran a babor y ponen proa a la entrada del estuario. La corriente es
fuerte y hay que bogar pegados a la costa. Enseguida se ven las murallas de la ciudad,
anunciadas por una miríada de barcas que duermen el viernes festivo sobre la arena
El rey Ramiro, al frente de corta pero vistosa hueste, entró triunfal por la puerta
Rutilante de Oviedo. Paterna había trabajado con diligencia y una guardia de honor,
encabezada por Olmundo de Erice, acompañaba al soberano desde una legua atrás.
En la entrada de la muralla, centenares de paisanos, lo mismo hombres que mujeres y
ancianos que niños, gritaban vivas al rey y a Cristo y arrojaban pétalos de flores al
vencedor de los normandos, mientras un coro de clérigos cantaba himnos al Señor de
los Ejércitos. Cuando Ramiro franqueó la puerta Rutilante, tocada la cabeza con el
yelmo coronado y en la mano el lábaro de Asturias, las campanas de todas las iglesias
de Oviedo comenzaron a repicar y soldados emplazados en las murallas hicieron
sonar cuernos de guerra. Envuelto en el viento de los olifantes, Ramiro se sintió como
si flotara en una nube de incienso marcial.
Una corte de músicos y niños, entre gaitas, caramillos y panderos, acompañó al
rey y a su séquito desde la puerta hasta la catedral de San Salvador. Allí aguardaban,
en pie, la reina y fray Hermenegildo, así como el anciano obispo Gomelo y el notario
Leovigildo. Paterna irradiaba una majestad deslumbrante: envuelta en una
esplendorosa túnica blanca bordada de oro, capa de roja seda sobre los hombros, la
rubia cabellera cubierta por una toca igualmente blanca bajo la diadema regia, las
manos cruzadas sobre el regazo, la castellana se presentaba ante el rey como el tesoro
más preciado del reino, aquel que a toda costa había que preservar, aquel que había
sido salvado gracias a la victoria sobre los demonios del mar.
Ramiro desmontó frente a la catedral. Se inclinó ante Paterna, besó su mano y la
levantó ante el pueblo, que prorrumpió en vítores enloquecidos.
—Gracias por este recibimiento, esposa —sonrió Ramiro mientras la real pareja
caminaba hacia el atrio de San Salvador.
—El pueblo merece ver a su rey victorioso —respondió Paterna desde una
frialdad glacial.
—Me demoré porque quise estar en el entierro de don Paio de Guitiriz —se
excusó el rey sin que nadie se lo pidiera.
—Lo sé —dijo la reina, gélida—. ¿Cómo está su familia?
—Bien. La viuda es mujer avisada y fuerte —contestó Ramiro—. Y el heredero,
Alfonso creo que se llama, un mozalbete vivo y fogoso. Dentro de tres años —añadió
el rey, riendo— tendremos a un nuevo Guitiriz bajo nuestras banderas.
Paterna no secundó las risas de su esposo. Se mantenía pétrea, hierática, como
una estatua de mármol del Incio. Ramiro empezó a sentirse profundamente
incómodo. Por un momento sospechó que, a pesar de todas sus precauciones, tal vez
El centinela llegó a galope tendido, franqueó las puertas de la muralla como una
exhalación, entró en la ciudad y corrió hacia la torre gritando a voz en cuello.
—¡Mi señor don Purello! ¡Mi señor don Purello! ¡Los moros! ¡Vienen los moros!
Empezaba a despuntar la mañana. El de Busdongo se hallaba en el patio, sin más
ropa que su propia pelambre y un escueto calzón, tratando de curtir el pellejo de una
cabra que acababa de desollar. Con aquel aspecto, cuchillo en mano y las manos aún
ensangrentadas, habría inspirado terror a los mismísimos normandos.
—¿Por dónde? —preguntó, clavando la mirada en el centinela.
—¡Los vi cruzando el Esla por la calzada que viene de Camala!
—¡Tan cerca…! —Dejó Purello caer el cuchillo—. ¿Dónde están ahora?
—Vienen para acá.
—¡Maldita sea! —explotó el gigante—. ¡Erais tres centinelas en anubda! ¿Dónde
están los otros dos?
—Estaban en los oteros. Será que han muerto, mi señor —musitó el mensajero,
El príncipe Mohamed cruzó el puente sobre el Torío con el augusto gesto del gran
señor que franquea el umbral de un nuevo reino. No tenía prisa. Ninguna. León iba a
seguir allí. Esos muros no iban a ir a ninguna parte. Y tales, los muros, eran su único
objetivo. A su alrededor hormigueaba la tropa, voceaban los arrieros que
transportaban la impedimenta, ululaban los auxiliares bereberes y relinchaban los
caballos. Era la música de la guerra y Mohamed la escuchaba con la misma placidez
con que su padre se bañaba en las nubas melancólicas de Tarub. Agerzam, ese
berebere que delató la repoblación de León, había hecho lo que de él se esperaba: a su
llamado se alistaron varios centenares de imazighen de la región. Para ellos sería el
fruto del saqueo. Y para Mohamed, la gloria de acabar con esa zarrapastrosa colonia
blasfema entre unos muros que pronto besarían, humillados, el suelo.
Pequeños grupos de bereberes ya vadeaban el cauce del río, sedientos de botín.
Mohamed les dejó hacer. A lo lejos, al otro lado de la ciudad, se divisaban las
columnas de los fugitivos. No había nadie para defender León. También en esto tenía
razón Agerzam. Ningún soldado. Solo colonos en fuga. Chusma cristiana enviada a la
muerte y al cautiverio por su despótico señor, ese Ramiro del demonio. Muchos de
Purello corrió como empujado por un ciclón. Los bereberes lo vieron. Eran seis.
Huían hacia las lomas de la Sobarriba. Seguramente se proponían vender al
muchacho como esclavo. O algo peor. Purello no ignoraba la suerte que correría su
hijo. Entre alaridos de furia galopó hasta pisar los talones a los bereberes. Más de una
legua duró la persecución. Finalmente, tres de los bereberes frenaron a sus monturas:
espada en mano, iban a hacer frente al gigante. Purello no frenó. Loco de ira, al
galope, blandió la lanza y la arrojó sobre uno de los raptores, que cayó muerto en el
acto, el pecho perforado. Los otros dos acometieron contra el de Busdongo, pero ya
este, veloz, había echado mano de la espada para cercenar el cuello de otro raptor. El
tercero intentó darse a la fuga. Purello, galopando a tumba abierta, lo alcanzó.
Cuando el moro le sacaba solo medio cuerpo, el feroz cazador blandió el hacha y
Cayó la noche sobre León. Los viejos muros se dolían, castrados, tras el paso de los
cuervos y garfios de Mohamed. Una pertinaz columna de humo ascendía desde el
interior de las murallas: nada había quedado allí a salvo del fuego. Sobre el campo,
entre los brazos del Bernesga y el Torío, la soldadesca hurgaba entre los cadáveres o
peleaba por los restos del naufragio. Los bereberes, temerosos de perder su botín, se
habían marchado ya con cuanto habían podido llevarse, incluida una docena de
esclavos. Mohamed miró alrededor, saludó a la luna que asomaba en la noche de
agosto, hinchó los pulmones con el olor del fuego y la muerte y sonrió, satisfecho.
MIRADAS DE PIEDRA
L
os dragones encogen las velas, y agacharían la cabeza si pudieran, cuando
pasan bajo la gran estatua de Hércules en la isla de Cádiz. El ídolo mira al
Atlántico como si quisiera ir más allá, y cubre sus espaldas con un manto que le
resguarda del frío del norte. Nunca pudo imaginar el hijo de Zeus y Alcmena que el
frío del norte vendría navegando por el sur.
La flota danesa, guiada por los pilotos capturados en Lisboa, obligados cuchillo
en cuello, ha descendido el Atlántico bien pegada al litoral hasta encontrar las fuertes
corrientes que empujan a los barcos hacia las Columnas de Hércules, el punto donde
chocan los dos mares. Una vez allí, las olas y el viento impulsan a las naves al norte y
enseguida aparece en el horizonte, larga de sureste a noroeste, la línea fina y dorada
de Yazirat-Qadis, la isla de Cádiz.
—Cádiz es una isla larga como un dedo, rodeada de otras islas y marismas —ha
explicado Ragnar a sus hombres—. En un extremo del dedo está la ciudad
amurallada. Hallaremos riquezas extraordinarias porque hay un gran mercado. En el
otro extremo hay un hombre de piedra alto como una montaña.
—¡Exageras, Ragnar! —había reído Ilvar, incrédulo.
—Lo veréis cuando lleguemos —repuso firme el desterrado.
—¿Y tú cómo sabes tantas cosas sobre ese mundo del sur? —preguntó Grim,
suspicaz.
—Me las contó un viejo compañero de hueste —rememoró Ragnar, entre sombrío
y soñador—: el moro Alí Husein, con el que formé compañía en la batalla de
Cornellana.
—¿Vamos a encontrarnos con ese Alí? —quiso saber Ulf.
—No. Está muerto. Lo mató Gatón. El mismo gigante rubio que mató a Sven el
berserker en Brigantia.
—¡Guerrero bravo, ese Gatón! —bramó Thorstein al viento del Atlántico, como
si quisiera que Thor le escuchara—. Quien logre cortar su cabeza tendrá doble ración
de hidromiel en la mesa del Valhalla.
—Más allá del punto donde chocan los mares —prosiguió Ragnar— está el
camino que lleva a Roma y Bizancio.
—¡También las tomaremos! —gritó Grim, preñado de euforia.
—¿Iba en serio esa historia del hombre de piedra? —insistió Ilvar, súbitamente
inquieto.
—Tú mismo lo verás.
Aldonza no estaba esta vez en el pacífico jardín de sus soledades, sino en la pequeña
sala doméstica del palacete extramuros. Mecía suavemente su cuerpo, como si
L
a armada danesa asciende por las aguas del Guadalquivir. Es ya una
muchedumbre flotante lo que navega río arriba, hacia la promesa de oro de
Sevilla. A los dragones normandos se han sumado las falúas de Lisboa y otros barcos
del mismo género capturados en Cádiz. En ellos viajan los esclavos y el botín.
Ragnar marcha en cabeza, agarrado al cuello del dragón, la vista fija en un horizonte
que va pareciendo infinito. El desterrado se ha ganado no solo el respeto, sino
también la admiración y hasta la devoción de sus hombres. Porque son ya sus
hombres, y él, un jefe de hueste, un caudillo. Nunca un vikingo había llegado tan
lejos. Nunca habían visto ciudades como Lisboa o Cádiz, con sus altas murallas y sus
ricos tesoros. Nunca habían tenido sus dragones las panzas tan llenas de botín,
muchísimo más del que habrían conseguido con Hastein y Björn. Tampoco nunca
habían navegado por parajes como los que ahora surcaban, tan extraños que se dirían
nacidos del sueño de un brujo.
El mar se abre al Guadalquivir en un ancho golfo que enseguida da paso a un
paisaje alucinante de islas y marismas que estallan bajo una explosión de sol. Los
brazos poderosos del río envuelven inexorables a la tierra y hacen aflorar esas
superficies de pastos verdes y selvas de juncos. La tierra es llana hasta donde se
pierde la mirada y decenas de pequeños caseríos salpican el horizonte. Hace un calor
mortal, un calor de septiembre sevillano, un calor como nunca danés alguno ha
conocido, y los mosquitos flagelan los torsos desnudos de los normandos. Pero las
nubes de insectos no son sino un estímulo añadido para esa gente que, maravillada,
está descubriendo un mundo que nadie de su raza ha pisado jamás.
Ragnar se siente un elegido de los dioses, más aún, un hijo predilecto del
mismísimo Odín. Solo el viejo y formidable tuerto pudo inspirarle la feliz idea de
navegar hacia el sur en vez de volver a la isla de Her. Ahora Ragnar está escribiendo
su propia epopeya. Pronto su nombre será cantado en las largas noches de invierno.
El saqueo de Lisboa le ha hecho poderoso. El de Cádiz, rico. El de Sevilla le dará
reputación de invencible. Cuando conquiste Sevilla, el nombre de Ragnar Haraldson
pasará por encima del de Hastein Alsting. Incluso, ¿por qué no?, podría fundar en
estas tierras del sur un reino ante el que palidecería el propio Horik de Dinamarca.
Ragnar Haraldson sabe que está entrando en la leyenda.
Río arriba, el Guadalquivir se bifurca en torno a dos islas. Ragnar decide
detenerse antes de seguir camino. Necesita una base de operaciones y este lugar,
protegido por el curso fluvial, parece hecho a propósito. En la menor de las islas,
Oviedo se había vestido con sus mejores galas para la ceremonia de acción de gracias
por la victoria de Coirós. El mal había atacado y el bien había vencido: no existía
certidumbre más clara que esa, y el patente triunfo de la cruz sobre sus enemigos
daba testimonio de la solidez del reino. Asturias era un nuevo pueblo elegido, una
tierra bendecida por el Señor para elevar aquí su tabernáculo. «¡El Señor bendice a su
pueblo con la paz! ¡El Señor bendice a su pueblo con la paz!», salmodiaba el obispo
Moría la tarde en Oviedo, callaba poco a poco la música, abandonaban los invitados
la campa y el propio rey estaba a punto de levantar el vuelo cuando se vio llegar, por
el camino del sur, a una extraña cofradía a caballo. Venían dos figuras muy grandes y
otras dos muy pequeñas y, en la distancia, nadie habría sido capaz de decir quiénes
eran aquellos personajes. Nadie salvo una persona:
—¡Gatón! ¡Por todos los ángeles del cielo! —gritó el rey—. ¡Es Gatón!
Era, en efecto, Gatón. Y Purello. Y fray Fruminio. Y el joven Flazino. A medida
que se acercaban, la estampa extravagante de los jinetes iba dejando paso a una
impresión de angustia: venían rotos, sucios, heridos, las ropas hechas jirones, el alma
deshecha. Ramiro corrió hacia su hijo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el rey con un timbre de alarma—. ¿Qué ha
pasado?
—Hemos perdido León, padre —dijo escuetamente Gatón.
—¿Perdido? —se asombró Ramiro—. ¿Cómo?
—Los moros. Llegaron y lo arrasaron todo.
—¿Cuándo?
—Hará hoy tres días —explicó Gatón desmontando. No pudo evitar un quejido:
la pierna no terminaba de sanar—. Yo no había llegado aún.
—¿Qué hicieron luego los moros?
—No, descuida —Gatón había entendido lo que su padre quería decir—: no
vinieron hacia acá. Volvieron a su cubil. Vinieron expresamente a desmantelar León.
El rey hizo una seña a su hijo y a la compañía. Los sentó en una mesa del
banquete. Gatón maldijo todos los banquetes de todas las fiestas.
—Que busquen algo de comer para mi hijo —ordenó Ramiro.
—¿Esta fiesta es por Coirós? —preguntó el cíclope rubio.
—Lo es —contestó el rey; de repente Ramiro se sentía mucho más pequeño que
su hijo, como un enano de cuento frente a un gigante de leyenda. Incómodo, trató de
LA GRAN PARTIDA
H
a amanecido el cuarto día. Ragnar Haraldson aguarda en la isla menor. Ha
aprendido que las gentes del lugar la llaman Qabpil. Todo el Guadalquivir es
normando desde Sevilla hasta las marismas, donde el río se abre a la bahía antes de
morir en el mar. El tesorero Ibrahim no da señales de vida.
—Ese tipo ya no vendrá —masculla Ulf—. Será que no han podido reunir el oro.
—Te aseguro —opone Ragnar— que esa gente tiene oro y plata para llenar diez
palacios. Si no ha venido es por otra razón.
—¿Quizá preparen un ataque? —interviene Grim, cauto.
—¡Que vengan! —grita Ilvar, el joven gigantón—. ¡Sabrán lo que es morir!
—¿Por qué no vamos nosotros? —propone Thorstein secándose el sudor de la
calva: hace calor, mucho calor.
—¿Ir? ¿Adónde? —Chasquea la lengua Ulf mientras enjuga su cuerpo grueso de
morsa: también él tiene calor; más calor—. En Sevilla ya no queda nada por saquear.
—Río arriba —responde muy seguro Thorstein—. No creerías lo que he visto allí.
Unas pocas leguas al norte, detrás de unos cerros, hay un mar infinito de campos de
labor. Los paisanos llaman a esa tierra Alyaraf. Diez mil hombres podrían comer
durante diez mil años y esos campos seguirían llenos de árboles y plantas con fruto.
Pero hay más: cerca de la orilla del río hay una ciudad antigua. Una gran ciudad de
piedra y mármol y ladrillos, más ancha que París, con columnas altas como los muros
de Asgard, grandes templos, suelos dibujados con piedrecillas de colores, estatuas y
una especie de gigantesco teatro, todo de piedra, donde cabrían sentados todos los
clanes de Hedeby.
—¡Asombroso! —exclama el joven Ilvar—. ¿Quién vive en esa ciudad?
—Nadie. Los dioses que la levantaron —señala Thorstein al cielo— deben de
haber muerto ya. Mirad.
Thorstein abre un saco. Muestra una cabeza. No es un muerto: es una estatua. Una
cabeza perfecta como la de un ser humano, pero hecha de piedra. Es un joven de
cabello ensortijado y mirada ciega.
—¿De dónde has sacado eso? —exclama Grim con aprensión, muy abiertos los
ojos pequeños bajo la melena—. ¡Es como si ese hombre hubiera sufrido un
encantamiento que le ha dejado petrificado!
—La encontré en esa ciudad muerta que os digo. —Thorstein está entusiasmado
con su hallazgo—. ¡Y hay más como esta cabeza! Estas figuras son más perfectas que
las de los cristianos.
Los dragones se asoman a las ruinas de Itálica, esa ciudad de los dioses muertos que
La aparición de los Banu Qasi ha roto la defensa normanda. El bloque vikingo queda
reducido a una aglomeración informe. Ya no resta sino vender cara la piel. Moros y
daneses caen sobre el campo. Las hachas del norte llevan mucha muerte, pero la
Gatón rebuscaba entre los restos calcinados de León. Paseó, melancólico, entre las
chozas arruinadas, los huertos arrasados, la modesta iglesia reducida a escombro y
ceniza. ¡Qué fútiles parecían ahora todos aquellos pleitos sobre las piedras arrojadas a
un campo o el agua que traía la acequia! Hurgó en las pocas viviendas que aún
permanecían en pie. Todo cuanto fuera madera o brezo había ardido hasta la absoluta
consunción. Quedaban vivos, no obstante, algunos muros de adobe y piedra. En una
casa halló el hijo del rey aperos de labranza. En otra, arreos de trabajo para bueyes.
Un trillo —un tesoro— había sobrevivido milagrosamente a la catástrofe. También
cántaros y ollas. De las ruinas del torreón rescató parte de su propia panoplia. Purello
y Flazino hacían lo mismo: salvar los restos del naufragio. En los campos colindantes
descubrieron cosas del mayor valor: argollas, sogas, sacos… Nada era inútil. Fray
Fruminio, por su parte, recorría el campo de batalla con los mozos de la pequeña
hueste de Gatón: encontraron saetas, azagayas, un par de espadas, alguna lanza,
cuchillos… Todo lo iban amontonando en la puerta principal de la ciudad
desmantelada. Todo sería reutilizado para un nuevo comienzo.
Habían salido de Oviedo con tres carros llenos de víveres y algunos bastimentos:
lo imprescindible para reconstruir parte del castillo de la vega del Valcarce, el río que
baja vigoroso desde el Cebreiro. El castillo en cuestión no era más que una torre
tambaleante, pero permitía controlar la calzada que viene desde León y Astorga. Si
había que plantar allí una frontera nueva, aquella ruina era el vigía idóneo:
equidistante de Astorga y Lugo, desde el castillo se podía avanzar hacia el sur o
retroceder hacia el norte, y Gatón soñaba con el día en que ese torreón se convertiría
en pivote de la repoblación. Incluso traía pichones para emplazar un palomar. El hijo
del rey, secundado por Purello y fray Fruminio, se había propuesto instalarse allí,
remozar el sitio y, después del invierno, reclutar colonos en la región. Para eso eran
los víveres y los bastimentos. Pero algo obligó a cambiar los planes.
Cuando ya caía la tarde y mil objetos de lo más dispar se acumulaban bajo los
muros rotos de la ciudad legionaria, una corta caravana se acercó con paso medroso
hacia Gatón y los suyos. Alguien dio la voz de alarma, pero el aspecto de los
peregrinos era tan penoso que, más que alarma, inspiraban lástima.
Nasr Abu el-Fath entró triunfal en Córdoba, majestuoso en un caballo que parecía
sobrenatural, al frente de los ejércitos que habían aplastado a los demonios del mar.
Tras el eunuco, los generales del alcázar y Musa ibn Musa. El pueblo acogió con un
entusiasmo delirante al cortejo. Más aún cuando aparecieron, entre la soldadesca, los
carros con las cabezas cortadas de los vencidos y, encadenados a sus maderas, los
normandos supervivientes. Mil muertos y cuatrocientos cautivos. Eso ordenó Nasr
escribir a los cronistas de la capital. En realidad los daneses muertos no llegaban a
quinientos y los cautivos no pasaban de cuarenta, pero ¿quién de los presentes lo iba
U
n manto crepuscular desciende lentamente sobre el monte Naranco. Los
bosques de castaños, alisos, robles y fresnos parecen plegarse sobre sí
mismos para escuchar la voz del autillo y la lechuza. La noche va a ser tibia. La luna
empieza a arrancar sombras pálidas en la piedra del pretorio de Santa María y en la
iglesia de San Miguel. Los élitros de los grillos, lentos ya, chirrían ecos en los sillares
del nuevo palacio regio. Todo es quietud. Y en el mar quieto de la tiniebla, una figura
de mujer cruza callada la escena. Es una mujer sola, pero quizá no sea solo una mujer.
La dama peina hacia atrás sus largos cabellos rojos. Los primeros luceros titilan en
sus ojos, que son como del color de la mar en invierno. Nadie lo sabe, pero Jimena ha
vuelto a Oviedo.
La mujer pasa unos dedos largos y delicados sobre la piedra de las jambas de San
Miguel. Una imagen de circo. Una imagen de Roma. Una imagen de sangre en la
arena y de poder sobre la vida y la muerte. Los dedos se detienen en la figura del
soberano. Todos matan y mueren por ser como ese hombre que decide quién mata y
quién muere. Bajo el emperador, un saltimbanqui. Todos quieren ser emperador, pero,
en realidad, todos son saltimbanquis. A ojos del soberano, todos los esfuerzos de
quienes matan y mueren por el poder no son más que ejercicios de acróbata: unas
monedas bastarán para pagar el sacrificio. Quien se esclaviza para ser amo, termina
siervo de su propia pasión. Es la lección amarga que Jimena ha aprendido en su larga,
larguísima vida de persecución del poder.
La viuda de Nepociano ha dejado atrás su tercera vida. La primera: niña
incómoda, hija ilegítima de un rey asesinado, carne de exilio. La segunda:
hermanastra de un rey que la rechazó, dama rebelde, buscavidas y algo hechicera. La
tercera: esposa devotísima de un conspirador que acabó levantando mareas de
muerte. Y todo, ¿para qué? Nada hay más amargo que la soledad postrera del
vencido. Jimena nació del pecado de un rey fratricida que terminó asesinado por sus
propios pares. Pecado sobre pecado, es como si la sangre vieja de Fruela y Vimarano
se hubiera adherido para siempre a su alma. Ahora retorna a Oviedo y ya no la
reconoce: ¿qué es esta ciudad extravagante de grandes iglesias y palacios en la falda
de un monte? No mucho tiempo atrás, en estas soledades boscosas no había más que
rumor vegetal y magias ancestrales. Ahora los árboles se han hecho piedra por mor de
un hechizo al que llaman arquitectura. El viejo mundo, el mundo de Jimena, ha
muerto. Pero ella no: ella vive, aunque sea en esta existencia sonámbula de alguien a
quien la tierra escupe porque ya no la quiere sobre sí.
L
os demonios del mar es una novela histórica en sentido estricto. Como sus
predecesoras —El Reino del Norte y El Caballero del Jabalí Blanco—, esta
narración toma pie en hechos reales que relata lo más fielmente posible en función de
las fuentes y reconstruye los espacios vacíos echando mano de la ficción. Imagine el
lector un mosaico del que solo contamos con unas cuantas piezas y nos obliga a
rellenar todo lo demás. Eso son estas novelas. No deben tomarse como historia real
en su integridad, y valga la prevención para neutralizar polémicas como las que
levantó El Reino del Norte. Bien es cierto que, a la hora de las reconstrucciones, he
tratado de mantenerme lo más cerca posible de lo verosímil mediante el pertinente
trabajo de documentación.
¿Qué es historia real y qué reconstrucción novelada en Los demonios del mar?
Ante todo, es historia real el ataque normando a las costas españolas en el verano de
844. Sabemos, porque en ello coinciden las fuentes cristianas y las musulmanas, que
una flota normanda fue avistada en Gijón (aunque no consta ataque), que los vikingos
desembarcaron en el Faro Brigantium —con casi total seguridad, la Torre de Hércules
en La Coruña— y atacaron el interior, y que después fueron derrotados por las tropas
de Ramiro I de Asturias. Cuando se marcharon, fue para seguir navegando rumbo sur.
Saquearon Lisboa y Cádiz, penetraron en el Guadalquivir, arrasaron Coria y pasaron
a sangre y fuego Sevilla. Finalmente fueron derrotados, también allí, por las huestes
del emir Abderramán.
Para la reconstrucción de este episodio he intentado atenerme con la mayor
fidelidad posible a lo que se sabe a ciencia cierta, que no es gran cosa: la fuentes
cristianas son parcas, y las musulmanas, más prolijas pero muy posteriores, ofrecen el
inconveniente de la contradicción, porque no todo encaja en las versiones que ofrecen
Ibn Idari, Ibn Hayyan y Al-Qutiyya. Por diferir, lo hacen incluso en las fechas. Algo
semejante ocurre, por cierto, con las fuentes cristianas: las que más detalles dan, son
muy tardías y beben más en la tradición popular que en hechos contrastados. Así
comprobará el lector interesado en la cuestión que muchas de las circunstancias que
aparecen en este libro no encajan con datos tenidos por sólidos. La razón es que tal
solidez es bastante relativa.
¿Quiénes eran los normandos que atacaron las costas españolas? No lo sabemos.
En esta novela se ha atribuido el protagonismo a dos caudillos bien conocidos:
Hastein Alsting y Björn Costillas de Hierro, pero en realidad no hay presencia
mínimamente atestiguada de estos en España hasta varios años más tarde. Ocurre que
la mayor parte de los datos cronológicos y biográficos sobre los normandos de los
siglos IX y X proceden de obras escritas mucho después (las sagas nórdicas son todas
posteriores al siglo XII) y donde, además, la aparición de la península ibérica es
absolutamente marginal. Por poner un ejemplo muy evidente: a uno de los personajes