c67f0c581273135f17f74ce2698024b6
c67f0c581273135f17f74ce2698024b6
c67f0c581273135f17f74ce2698024b6
EL MITO DE LAS
APARICIONES
Juan Antonio Monroy
Empieza el mito
Por la prensa tuve conocimiento de los extraños
acontecimientos que estaban ocurriendo en una aldea de la
provincia de Santander. Al principio, los relatos que leía eran un
poco confusos. Luego las noticias concretaban más. En San
Sebastián de Garabandal, una aldea situada a setenta y ocho
kilómetros de Santander, limitando con las provincias de Palencia,
León y Asturias, la Virgen y los ángeles se estaban apareciendo casi
a diario a cuatro niñas de la aldea. La primera aparición tuvo lugar el
18 de Junio de 1961. La noticia fue propagándose como la pólvora.
A San Sebastián de Garabandal empezaron a acudir peregrinos de
toda España y de más allá de nuestras fronteras, deseosos todos de
presenciar aquellos “milagros” y de hablar con las niñas. Acudieron
periodistas y reporteros gráficos y la noticia se extendió por todos
los rincones de nuestra geografía peninsular. Dos meses después de
la primera aparición, el periodista Carlos Echeve enviaba al
semanario barcelonés Por Qué un amplío reportaje ilustrado con
fotografías de las niñas, que apareció en el número 45 de la citada
revista. Anteriormente, con fecha 26 de julio de 1961, la misma
revista publicó otro reportaje sobre el caso, enviado desde Galicia
por Ángel de la Vega. En su información, Carlos Echeve decía:
“Sí. Reportero y servidor de ustedes, hemos acudido con los
centenares de peregrinos llegados de todas partes, a una de las
supuestas apariciones.
Las cuatro niñas, cada una con su rosario, iniciaron el rezo de
rodillas. El silencio era impresionante. Parecía que nadie respiraba...
Estábamos en una calleja, cerca de un camino y ya lindando con la
última casa del lugar; todos de rodillas sobre los guijarros,
esperando, mirando atentamente al rostro sencillo, ingenuo de las
cuatro niñas.
Escasamente llevarían cinco minutos de rezo cuando se observó en
sus caritas infantiles algo extraño. Dejaron de orar y quedaron
arrobadas en éxtasis, los ojos fijos en el cielo y, de vez en cuando,
pronunciando palabras en voz muy queda, que no pudimos
entender. Luego, reían las pequeñas...
Un escalofrío de emoción sacudió a cuantos presenciamos el
suceso. Al periodista le sobrecogió ver al párroco del pueblo, don
Valentín M arichalar, tratando de separar a las niñas del lugar en que
se hallaban sin conseguir ni tan siquiera moverlas, tan petrificadas
se encontraban”.
A estos relatos siguieron otros muchos. La misma revista Por Qué
publicó un número extra, de 32 páginas, en formato menor que el
ordinario, dando cuenta amplia de todos aquellos sucesos un tanto
extraños. Periódicos de casi toda España informaron sobre el caso.
Algunos informadores exageraban los hechos y en otros, como
ocurrió en el semanario madrileño Siete Fechas, las noticias
aparecían un tanto deformadas. Empezaron a acudir sacerdotes de
toda España, eclesiásticos de todas las órdenes religiosas. El
Obispo de Santander se creyó en el deber de hablar, de opinar sobre
los acontecimientos. Publicó dos notas oficiales el 26 de agosto y el
24 de octubre de 1961. En ambas prohibía terminantemente las
visitas de peregrinos a la aldea santanderina. En la última nota, el
Obispo se expresaba así:
«Por lo que respecta a los sucesos que vienen ocurriendo en San
Sebastián de Garabandal, pueblo de nuestra Diócesis debo deciros
que en cumplimiento de nuestro deber pastoral y para salir al paso
de interpretaciones ligeras y audaces de quienes se aventuran a dar
sentencia definitiva donde la Iglesia no cree aún prudente hacerlo,
así como para orientar a las almas, venimos en declarar lo siguiente:
1) No consta que las mencionadas apariciones, visiones, locuciones
o revelaciones puedan hasta ahora presentarse y ser tenidas con
fundamento serio por verdaderas y auténticas.
2) Deben los sacerdotes abstenerse en absoluto de cuanto pueda
contribuir a crear confusión entre el pueblo cristiano. Eviten, pues,
cuidadosamente en cuanto de ellos dependa, la organización de
visitas y peregrinaciones a los referidos lugares».
No obstante esta nota prohibitoria de monseñor Doroteo A. A.,
Obispo de Santander, los peregrinos continuaron afluyendo a la
aldea santanderina. Por aquella misma fecha, Televisión Española
envió un equipo de reporteros para filmar una película de los
acontecimientos, que fue pasada a través de la pequeña pantalla.
Revistas francesas como el importante semanario Paris Match
publicaron reportajes y fotografías de los sucesos. El número de
visitantes aumentaba por día. Unos por curiosidad, otros deseosos
de “ver para creer”, la pequeña aldea era diariamente visitada por
numerosos forasteros. De M adrid acudieron importantes
personalidades civiles, políticas y eclesiásticas, atraídas por “el
milagro de las apariciones”. Cosío, el pueblo más cercano a la aldea,
a seis kilómetros de donde la carretera termina, se convirtió en un
aparcamiento de coches lujosos, con matrículas de casi toda
España. Un médico de M adrid, el doctor don José de la Vega, que
también acudió a San Sebastián de Garabandal, presenció el
“milagro” y “creyó”, resumió sus impresiones en un artículo que
publicó el periódico Pensamiento Alavés, de Vitoria, el 27 de Abril
de 1962, es decir, siete meses después de la nota oficial del Obispo
de Santander, desmintiendo la realidad de las apariciones.
Queriendo o sin querer, el testimonio del Dr. José de la Vega
contradecía en todo el pensamiento del Obispo. He aquí algunos
párrafos del citado articulo:
“Desde el 18 de junio último, la Virgen se pasea casi a diario por ha
tortuosas calles de un pueblecito perdido en las cumbres de los
picos de Europa. Así lo afirman cuatro niñas de 10 a 12 años
nacidas y criadas en plena montaña santanderina, sin más
instrucción que las enseñanzas del cura párroco...
... Algunas horas más tarde presenciaba la segunda aparición. Era el
amanecer del Sábado de Gloria. Llovía sin parar y el pueblo entero
parecía un verdadero pastel de barro y piedras. Con una linterna
seguíamos de prisa a una de las videntes que en éxtasis recorría el
pueblo. Con las manos juntas estrechaba sobre su pecho un
crucifijo. La cabeza fuertemente inclinada hacia atrás para mejor
mirar al cielo con ojos sonrientes. De vez en cuando se arrodillaba y
rezaba y besaba la cruz. M edio pueblo y todos los forasteros
incluidos los niños, la seguíamos alucinados. Acabábamos de verla
en su modesta cocina campesina en donde charlaba con nosotros
medio dormida por la hora, las cuatro de la mañana, entrar
bruscamente en éxtasis, cayendo de rodillas sin quemarse, sobre las
calientes piedras del hogar encendido. Como transportada por los
ángeles, se levantó y empezó a recorrer el pueblo. Dando
trompicones en la oscuridad de la noche y salpicando barro hasta
las orejas íbamos en pos de ella sin poder detenernos...
...De pronto, la niña se detiene sin llegar a la cima y retrocede
camino abajo andando de espaldas, rozando apenas las piedras del
camino y sin dejar de mirar y sonreír al cielo. Al llegar a la altura en
que yo esperaba se detiene y se arrodilla sobre los guijarros dando
un fuerte golpe con sus rodillas como si sobre una alfombra se
tratase, levantó la cruz al cielo y me la dio a besar. Alrededor de su
cuello cuelgan las medallas y rosarios de casi todos los asistentes.
Busca con sus manos una cadena determinada mientras susurra más
que habla con su invisible aparición:
Dime cual es, ¿es ésta? Levanta en su mano la medalla para darla a
besar a la Virgen de su visión y oímos todos que vuelve a
murmurar: ...¡Pues dime de quién es!
Sin dudar ya más se vuelve hacia mi mujer y abriendo y cerrando el
cierre de oro de la cadenita la coloca en su cuello. Emocionada y
llorosa mi mujer cae de rodillas, como yo y como muchos de los
que presenciamos la extraña escena. La niña le hace besar la medalla
bendita por el aliento de la Virgen y la ayuda a levantarse del suelo
con una sonrisa angelical que nunca olvidaremos...
...De la misma manera y con iguales o parecidas palabras me coloca
a mí mi propia medalla, besada por la Virgen. Ya no pude contener
más la emoción y lloré cayendo de rodillas...
...En este momento encontré la explicación de todo lo que no
comprendía. En la celestial expresión de esa niña vi el reflejo de la
Presencia invisible de la Virgen del Carmen sobre nuestras cabezas.
De rodillas lloré emocionado y pedía a Dios perdón por mi
incredulidad.”
Este testimonio, con apariencias de veracidad y sinceridad, hizo
que los más respetuosos con la Iglesia olvidaran la prohibición del
Obispo y volvieran a la aldea. Tampoco fue el único testimonio de
esta clase. En parecidos términos se manifestaban otras personas,
incluyendo a varios sacerdotes. El párroco de la aldea fue
trasladado a otro pueblo, pero repuesto nuevamente unos meses
más tarde. M ientras tanto, las niñas aseguraban que la Virgen
continuaba apareciéndose y seguía hablando con ellas. El Obispo de
Santander volvió a enviar otra comisión para que investigara los
hechos con más detalles. Resultado de este estudio fue otra nota
oficial del Obispado de Santander, esta vez firmada por el nuevo
Obispo de la Diócesis, monseñor Eugenio. La nota fue publicada el
10 de octubre de 1962 en todos los periódicos españoles,
distribuida por la Agencia CIFRA. Esta vez el Obispo es más
severo. Ya no ruega que se abstengan de ir a San Sebastián de
Garabandal, sino que lo prohíbe terminantemente, afirmando, en
contra de testimonios como el arriba citado, que todos aquellos
fenómenos tienen una explicación natural. He aquí cómo se
expresaba el señor Obispo:
La comisión especial que entiende en los hechos que vienen
sucediéndose en la aldea de San Sebastián de Garabandal nos ha
remitido el correspondiente informe con fecha 4 de octubre del año
en curso. Se ratifica la citada comisión en sus anteriores
manifestaciones, juzgando que tales fenómenos carecen de todo
signo de sobrenaturalidad y tienen una explicación de carácter
natural...
...En su consecuencia... Prohibimos a todos los sacerdotes, tanto
diocesanos como extradiocesanos, y a todos los religiosos, aún
exentos, el concurrir al mencionado lugar sin expresa licencia de la
autoridad diocesana. Reiteramos a todos los fieles la advertencia de
que deben abstenerse de fomentar el ambiente creado por el
desarrollo de estos hechos y que, por tanto, deben abstenerse de
acudir a la citada aldea con este motivo”.
Con todo y ser tajante la nota del Obispo, a San Sebastián de
Garabandal siguieron afluyendo los peregrinos, ansiosos de
presenciar estas apariciones sobrenaturales. Aunque el Obispo de
Santander, con toda su autoridad religiosa, haya dicho por tres
veces que es mentira, que en la aldea no se aparecen ángeles ni
vírgenes, que los fenómenos que ocurren tienen una explicación
natural, las niñas dicen que sí, que ellas han visto a los ángeles y a
la Virgen. La última “aparición” ocurrida, según mis noticias, fue el
14 de enero de 1963. Cuatro meses después de la última nota del
Obispo. ¿Quién lleva razón? ¿Quién dice la verdad y quién la
mentira? ¿Pueden aparecerse la Virgen y los Ángeles a los seres
humanos? ¿Pueden hablar y hacerse entender por los de la tierra?
¿Habrá algo de diabólico en todo esto? ¿Pueden sugestionarse los
médicos y otras muchas personas de indudable capacidad cultural?
¿Son necesarias estas apariciones para creer? ¿Cambian ellas
nuestra naturaleza pecaminosa? ¿Qué dice sobre ello la Santa
Biblia, Palabra infalible de Dios?
Pensando en los mitos de Fátima y de Lourdes y en tantos otros
semejantes; sabiendo que el fanatismo y la superstición popular
pueden dar origen a la divinización de fenómenos meramente
naturales o hábilmente preparados con una marcada intención;
conociendo que la misma doctrina católica admite que los hechos
milagrosos, aún los más espectaculares, pueden tener tres orígenes
distintos, a saber, superchería o alucinación humana, origen
satánico u origen divino; quise investigar por mí mismo, ahora,
cuando aún los sucesos están frescos en las mentes y toda
falsificación es difícil, la verdad de estos acontecimientos. Para ello
me trasladé a Santander. Durante varios días estuve recorriendo los
pueblos de los alrededores, haciendo investigaciones aquí y allá,
preguntando a unos y a otros. Notaba que cuanto más me acercaba
a la aldea, menos se creía en los “milagros”. Subí a San Sebastián de
Garabandal una mañana de febrero último, con alguna lluvia y
mucho barro. Hablé personalmente con las niñas, con sus padres,
con el párroco de la aldea y con los vecinos. Luego, ya en M adrid,
me entrevisté con personas que estuvieron en la aldea, que dicen
presenciaron los milagros y creyeron. Recogí numerosos apuntes
que ahora me propongo ordenar y publicar para que nuestros
lectores comprueben por sí mismos como empieza y como se va
forjando este mito de las apariciones milagrosas.
Capítulo II
El mito se extiende
Aunque nada espectacular ocurriera en la aldea la llamada noche
del mensaje, aunque se enfriaran los ánimos, no por ello cesaron las
apariciones, según las niñas. Y por muy escéptico que uno sea al
enjuiciar estos fenómenos, es preciso reconocer que el que cuatro
insignificantes chiquillas lograran reunir en una aldea como San
Sebastián de Garabandal a cinco mil personas, muchas de ellas tras
haber recorrido centenares de kilómetros, ya es un milagro. El ser
humano es así: se embarca con gusto en la primera aventura
religiosa que le sale al paso, por muy difícil que sea, mientras
rehúye los sencillos medios de salvación que Dios ha puesto al
alcance de todos.
No obstante la informalidad de los acontecimientos y la
negación por la Iglesia Católica de todo signo de sobrenaturalidad
en ellos, en San Sebastián de Garabandal se dice y se cree que la
Virgen ha hecho milagros. Uno de ellos –siempre según las niñas–
ha sido la conversión de un protestante alemán a la religión católica.
Este señor vive en M adrid. En la aldea me dieron su dirección y
fui a verle. M e recibió con mucha amabilidad. Conversamos en su
casa durante dos horas largas. M e reservo su nombre porque no me
autorizó a publicarlo.
Efectivamente, se trataba de un nacido en la religión
protestante. Hay que decir, sin embargo, que frecuentaba muy
poco la Iglesia protestante alemana de M adrid; en cambio, entre sus
íntimas amistades se encuentra un buen número de sacerdotes
católicos. Lleva muchos años residiendo en España y habla el
castellano a la perfección, con el típico casticismo madrileño. Está
muy bien relacionado y todas sus amistades son católicos de
influencia.
Antes de los acontecimientos en la aldea santanderina ya había
tenido contactos muy estrechos con sacerdotes católicos que
buscaban su conversión y sostenido con ellos prolongadas
discusiones. Pero fueron las apariciones de la Virgen a las cuatro
niñas lo que, según él, determinó el cambio de religión. A San
Sebastián de Garabandal acudió casi desde el primer instante de las
apariciones acompañado de sacerdotes y de otras personalidades de
significado relieve político en la vida española, cuyos nombres
también silencio.
Dos horas de conversación no son suficientes para conocer a un
hombre, ese eterno desconocido, pero debo decir que mi
interlocutor me pareció en todo momento sincero y con una fe ciega
–nunca más verdadero el adjetivo– en las apariciones de San
Sebastián de Garabandal.
El 14 de octubre 1961 –me dijo–, cuatro días antes de la gran
concentración de personas en la aldea, llegó él en su coche
particular, acompañado por un sacerdote católico. Cerca de San
Sebastián de Garabandal sufrieron un accidente, del que salieron
con ligeras magulladuras. Pudieron llegar hasta el lugar y fueron
encamados en la misma habitación en diferentes camas. Una de las
niñas, Jacinta, entró en la habitación con un crucifijo en las manos y
lo dio al sacerdote. Este lo tomó, rezó tres avemarías y lo devolvió
a la niña. De espaldas al alemán y sosteniendo en sus manos el
crucifijo, Jacinta fue doblándose lentamente –extraña postura–
hasta apoyar su cabeza en las manos del enfermo. Aquella cabeza
no era la cabeza de una niña normal. Tenía un peso extraordinario.
Ni siquiera podían moverla aquellas manos grandes y fuertes del
hombre corpulento que yacía en la cama. Unos segundos en esta
postura y la niña adoptó de nuevo la posición normal, con la misma
lentitud que antes.
Este hecho, considerado por el protestante alemán como un
hecho milagroso, determinó su conversión. M ás tarde tuvo
oportunidad de presenciar los éxtasis de las chicas y sus diálogos
con la Virgen, lo que lo reafirma más en su decisión, anterior. El 18
de marzo 1962, en Loyola, abjuró del protestantismo y se hizo
formalmente católico romano.
Así me contó su conversión, mientras hablábamos en su casa de
M adrid y yo la transcribo fielmente, siguiendo las notas que
entonces tomé.
Desde M adrid, el nuevo católico romano se mantiene en contacto
epistolar con las niñas de la aldea, a quienes visita siempre que
puede. No obstante la reacción en contra del Obispo de Santander,
me dijo que hay muchas personas y de muy buena posición en
M adrid que están interesadas en las apariciones de San Sebastián de
Garabandal y que piensan edificar una ermita. Lo que sí observé yo
cuando estuve en la aldea fue que los obreros estaban trabajando en
la construcción de una carretera de Cosío a San Sebastián de
Garabandal. Esa carretera debe tener algún fin.
Al mes siguiente de su conversión al Catolicismo, el 21 de abril
1962, Jacinta enviaba a su amigo alemán una carta donde, entre
otras cosas, decía la pequeña:
“No sabes la alegría que tengo desde que menteré que tabías
bautizado y así llaeres cristiano. Cuando se lo dije a la Birgen
santísima se reía”.
Y el 23 de junio de 1962, nuestro hombre recibió esta otra carta,
firmada por Jacinta y Loli:
“Estas cuatro letras es para decirte que la Santísima Birgen nos a
hablado de ti y nos a dicho esto, que sigas siendo bueno. Diles a
todos tus hermanos que se confiesen y sean como tú. La Birgen nos
ha dicho que tú le hables a tus hermanos para que la amen como tú,
qué pena que no quieran a la Birgen”.
Yo tuve en mis manos esas cartas, que he transcrito respetando el
original. Su texto, lo digo con todos los respetos, me parece un gran
disparate y una aberración teológica. Al margen de la inocencia de
las niñas y de los tiernos sentimientos que puedan inspirarnos, por
esas cartas hasta se podría acusar a la Virgen de querer hacer
proselitismo –según la doctrina católica– en favor de una religión
determinada. Pero ya discutiremos con más amplitud estos
pormenores.
La conversión de este señor protestante se tiene por un milagro en
la aldea. Pero, a decir de las niñas, no es el único.
Como milagro principal se considera el hecho en sí de las
apariciones y los diálogos de la Virgen y de los ángeles con las
niñas. M ilagro éste que, no obstante la opinión en contra del
Obispo de Santander, ha sido reconocido y creído por muchísimas
personas, entre las que figuran bastantes sacerdotes. Uno de ellos –
dicen– murió de felicidad tras haber presenciado uno de estos
milagros.
Se trata de un joven sacerdote vasco, de 35 años, alto, fuerte,
deportista, llamado Luis M aría Andreu. El 8 de agosto de 1961
subió a Garabandal en unión de varios amigos. Ese día,
precisamente, dicen que hubo aparición de la Virgen. Al ver a las
niñas en éxtasis, el sacerdote corrió por la aldea gritando:
– ¡M ilagro, milagro!
Al anochecer se sintió indispuesto. Sus amigos le bajaron en el
coche y observaron, un poco alarmados, que sus colores naturales
iban palideciendo. A las cuatro y veinte minutos de aquella
madrugada el coche se detuvo frente a una clínica de urgencia en
Reinosa, a 72 kilómetros de Santander. Cuando el médico de turno
se acercó al coche, el joven sacerdote estaba muerto. Diagnosticó
ataque al corazón. Sus acompañantes dijeron que se había
impresionado fuertemente por lo que había visto en la aldea y que
había muerto de felicidad.
Otro milagro más se atribuye a la Virgen de Garabandal, ocurrido en
la persona de otro sacerdote. En el accidente que referimos más
arriba, del que fueron protagonistas el protestante alemán y el
sacerdote que le acompañaba, éste resultó con un tobillo dislocado.
Le trató un Doctor especialista en huesos de Burgos, que también
se encontraba en la aldea, y tras la primera cura le dijo que tendría
que guardar cama cuando menos una semana. Aquella misma noche,
ante la expectación de todos, el sacerdote se quitó el vendaje y
caminó por la aldea con absoluta normalidad, atribuyendo su
curación a una intervención de la Virgen. Así me lo refirió un testigo
ocular de los hechos.
A mí, con franqueza lo digo, estos milagros no me convencen.
Como no me convence eso de que los ángeles se aparezcan, ni que
la Virgen hable y diga los disparates que se le atribuyen, ni que una
niña pueda tomar la hostia de manos de un ser venido del más allá,
ni, mucho menos, que Dios necesite de estas espectacularidades
para despertar al hombre de su indiferencia espiritual y moverlo a
la conversión.
Pero como todo eso, dicho así, puede carecer de valor para el lector
exigente, lo discutiremos con más detenimiento en la segunda parte
de esta extraña historia.
SEGUNDA PARTE
He relatado la historia de las apariciones en San Sebastián de
Garabandal tal como yo mismo la he conocido en los contactos
personales que he sostenido dentro y fuera de la aldea y en los
artículos de periódicos que he consultado. He procurado relatar los
hechos con absoluta imparcialidad, lo más objetivamente que me ha
sido posible, dejando al lector que forme opinión propia.
Ignoro si lo de San Sebastián de Garabandal terminará aquí,
como ha ocurrido en otros muchos casos semejantes, o dentro de
algunos años se convertirá en un centro de peregrinación de tanta
fama como Lourdes y Fátima. Esto último me parece improbable,
dado el escepticismo que reina en la misma aldea, pero tampoco lo
creo imposible. Uno no sabe nunca por dónde va a salir la Iglesia
Católica.
De todos modos, los hechos ocurridos están ahí; ahí la
conversión de un protestante y ahí un número crecido de personas
que creen con fe ciega.
Todo aquél que se halle ligeramente familiarizado con las
apariciones en Lourdes y en Fátima, habrá observado que lo de San
Sebastián de Garabandal se le parece mucho, bastante. Eso me lleva
a escribir esta segunda parte de mi historia. Aquí me ocuparé, no ya
sólo de Garabandal, sino también de las apariciones semejantes a la
niña Bernardita en Lourdes y a Lucía, Francisco y Jacinta en
Fátima. De esta forma comprenderemos mejor cómo se forjan los
mitos de las apariciones.
El lector podrá seguirme en las discusiones sobre si la Virgen puede
o no aparecerse; en los extraños mensajes que da a los niños; en la
ropa que viste; en los instrumentos que escoge; en los fines que
persigue con sus apariciones; en los milagros que dicen que realiza;
en las contradicciones teológicas en que incurre; hablaremos de la
parte que el Diablo tiene en todo esto; nos preguntaremos si Dios
necesita realmente de esas apariciones para ponerse en contacto
con el mundo y para que el hombre crea. Porque asombra la
facilidad con que el ser humano está dispuesto a admitir lo dudoso
de esas apariciones que siempre reclaman algo para sí mismas y en
cambio olvida con la misma facilidad el verdadero milagro de la
Cruz, donde Cristo se dio una vez y para siempre con el fin de
sacarnos de los laberintos religiosos y enseñarnos el Camino seguro
que por medio de Su muerte nos conduce al cielo de Dios.
Capítulo I
Las apariciones
Empecemos por las apariciones mismas. Las niñas de San
Sebastián de Garabandal insisten en que han visto a la Virgen y a
los ángeles y que han dialogado con ellos. Lo mismo ocurrió en
Lourdes y en Fátima. Aquí dicen que los tres pastorcillos vieron
también a José y al Niño Jesús.1
LOS ÁNGELES
Nada tenemos que objetar en cuanto a los ángeles. Pueden
aparecerse a los seres humanos, si así Dios lo quiere, porque de ello
tenemos precedente en la Biblia. No quiere esto decir que
admitamos haberse aparecido en Garabandal, Lourdes o Fátima.
Decimos que pueden aparecerse si Dios lo considera necesario y
útil. Son seres celestiales. No han nacido, no han muerto, no hay
cuerpos de ángeles en la tierra.
En la Biblia se les menciona doscientas setenta y tres veces y se
describen sus numerosas apariciones a seres de este mundo. No
obstante, esas apariciones fueron muy raras en la época de la
Iglesia. Como lo afirma el Dr. Pache 2 , Dios quería acreditar la
antigua y la nueva dispensación por medio de una serie de milagros
para los que en numerosas ocasiones se servía de los ángeles.
Después de la Encarnación de Cristo y del descendimiento del
Espíritu Santo en Pentecostés, el ministerio de los ángeles tocó a su
fin, porque Dios se vale ahora del Espíritu Santo para convencer al
hombre3 y de la Biblia, Su Palabra escrita, para hacerle conocer Su
voluntad4 .
La Biblia prohíbe terminantemente el culto a los ángeles5 . Santo
Tomás, por su parte, afirma que ni pueden hacer milagros ni tienen
poder para “intervenir directamente en nuestra voluntad, porque la
voluntad es un movimiento interior que sólo depende de Dios”6 .
Sorprende el que Dios, tras haber dicho Su última palabra al
hombre en la isla griega de Patmos, hace ya casi dos mil años, se
entretenga en esta era turbulenta en mandarnos ángeles desde el
cielo; en enviárselos a niños inocentes, sin utilidad específica
alguna. EL NIÑO JESÚS
Pero mucho más sorprendente aún es que esos niños hayan
visto realmente, como la Iglesia Católica lo cree y lo propaga – al
menos, lo propaga– a Jesús hecho niño.
¿Qué cuerpo tiene Jesús en el cielo, el de hombre o el de niño? El
cuerpo de la resurrección, tal como lo vieron las mujeres en el
huerto, era un cuerpo de hombre7 . La voz que derrumbó a San
Pablo del caballo y le reprendió su actitud era la voz de Cristo
hombre8 . En el siglo XIII, Raimundo Lulio aseguró haber tenido
una visión de Cristo y le vio hombre. En diciembre 1954 el Papa
Pío XII dijo al mundo entero que Cristo se le había aparecido, y el
aparecido era un hombre. ¿Cómo es que en Fátima lo vieron como
un niño? ¿Es que Jesús, en el cielo, cambia de cuerpo como
nosotros de camisa? Si quiere ya lo creo.
LA VIRGEN Y SAN JOSÉ
Vengamos ahora a San José y a la Virgen. La tradición cuenta
que José murió en Jerusalén y la Virgen M aría en Éfeso. Según la
Iglesia Católica, inmediatamente después de su muerte la Virgen
M aría subió al cielo en cuerpo y alma; pero la Biblia no dice ni una
palabra sobre esta ascensión, como se ve obligado a reconocerlo un
conocido biógrafo de la Virgen, el Jesuita Pedro de Rivadeneira, que
de puro entusiasmo que siente por M aría escribe de ella verdaderas
herejías9 . Tampoco creyeron en la ascensión corporal de la Virgen
los más fieles cristianos de los ocho primeros siglos. Fue el Papa
León IV quien, en el año 849, instituyó la fiesta de la Asunción de
M aría el 15 de agosto. Precisamente ese mismo día los chinos
celebran una ceremonia pagana, donde intervienen linternas y
candelabros, en honor de una M adre que fue rescatada por su hijo
del poder de la muerte y del sepulcro. Esta ceremonia se celebra en
China desde tiempos inmemoriales10 .
M aría y José murieron como muere todo el que nace. Dice bien
Rivadeneira: “delante de mucha gente” M aría fue amortajada y
enterrada11 . De la tumba nadie sale hasta que lo ordene Cristo. Ya
pueden los comentaristas católicos romanos gastar todo el papel
que hay en el mundo para escribir que M aría resucitó. Sobre ese
papel no pueden escribir ni un sólo argumento de valor. En cambio,
Dios escribe sobre sus conciencias, con tinta roja, los pecados de
ignorancia y de falsificación, que todo hay.
Los cuerpos de estos dos santos quedaron en el sepulcro,
esperando el glorioso día de la resurrección, cuando el Señor Jesús,
“al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los
muertos en Cristo resucitarán”12 . Entre esos muertos estarán M aría
y José, que, eso sí, actualmente gozan de la presencia divina en ese
lugar de felicidad que la Biblia llama en un lugar el paraíso y en otro
el seno de Abrahám13 .
La pregunta que ahora se impone es: esos muertos, cuyos
cuerpos yacen en el sepulcro y sus almas en el cielo, ¿se pueden
aparecer en la tierra? ¿Pueden abandonar el lugar de reposo donde
se encuentran, materializarse en figuras humanas, vestirse con un
ropaje visible a nuestros ojos y jugar al escondite con los niños en
los pueblos de Fátima, Lourdes, San Sebastián de Garabandal y
otros? La Iglesia Católica condena el espiritismo y ella misma es la
propagadora número uno de las doctrinas espiritistas, con esas
apariciones de vírgenes y santos. Si la reencarnación de dos
muertos con fines saludables es posible, es también posible la de
todos los demás muertos.
El domínico Antonio Royo M arín, especialista en apariciones,
que ha estado en San Sebastián de Garabandal y ha quedado
convencido que la Virgen ha visitado la aldea santanderina,
escribiendo como lo haría el mismo Allan Carder, dice: “Puede ser
objeto de visión sobrenatural, en una forma o en otra,
absolutamente todo cuanto existe: Dios, Jesucristo, la Santísima
Virgen, los ángeles, los bienaventurados, las almas del purgatorio,
los demonios, los seres vivientes e incluso las cosas inanimadas”14 .
Eso es mucho decir. Desde luego, sus afirmaciones carecen de
base bíblica. Dejemos a un lado la cuestión del purgatorio y el
origen pagano de esta doctrina15 . Lo que la Biblia dice, como ya lo
hemos afirmado anteriormente, es que todos aquellos que han
muerto en pecado se encuentran en un lugar del cual no pueden salir
y los que han muerto en Cristo gozan en el cielo, junto a Dios,
ajenos a las invocaciones que se les hace desde la tierra y sin
participar para nada en el comercio de las apariciones.
No obstante, seríamos injustos si no mencionáramos un caso
excepcional, muy citado por los espiritistas. Nos referimos al
capítulo 28 del Primer libro de Samuel, donde este profeta se
aparece al Rey Saul. No hay duda alguna que se trataba del anciano
profeta y no de una trampa demoníaca como algunos han supuesto.
Pero esta aparición no quiere decir nada, porque es completamente
negativa. Veamos. Primero: tanto la mujer pitonisa como el rey Saúl
sabían que al invocar el espíritu de Samuel estaban quebrantando
las leyes de Dios; segundo: Saúl invoca al muerto, no para obtener
un beneficio de Dios, sino porque se sabía abandonado por Él y
caído en manos del Diablo; tercero, Saúl no obtiene provecho
alguno con esta aparición, porque Samuel no le dice lo que él quería
saber; cuarto: por el contrario, Samuel dice al rey que moriría al día
siguiente por haber cometido el grave pecado de consultar a un
muerto; y quinto: Samuel se queja a Saúl de haber sido turbado en
su reposo celestial.
Este es el único caso en toda la Biblia donde se nos dice que un
muerto se apareció a un vivo. Y, como el Dr. Pache lo afirma, Dios
permitió este milagro único para mostrarnos las trágicas
consecuencias que resultan de esas apariciones16 .
En el conocido pasaje evangélico de Lucas 16, donde se nos
presenta un diálogo gráfico entre el cielo y el infierno, Abrahám se
niega rotundamente a enviar a Lázaro a la tierra, como le pedía el
rico desde la condenación. Comentando este pasaje, el conocido
expositor jesuita Juan de M aldonado, dice: “A propósito de este
lugar suelen preguntar algunos si se aparecen alguna vez las almas
de los difuntos a los que viven. Lo niegan rotundamente San
Crisóstomo, Tertuliano, San Atanasio (o quien sea el autor de aquel
libro), San Isidoro y Teofilacto; y aducen muchas razones para
mostrar su inconveniencia. Lo primero, por no ser de provecho a
los vivos; pues si no creen a los que viven, tampoco creerán a los
ya muertos, como respondió Abraham. Además, porque aunque
viesen con sus ojos los tormentos de los condenados, no por eso se
abstendrían mejor de sus pecados, como los ladrones y demás
criminales, que ven cada día ajusticiar a otros semejantes, y no por
eso dejan de andar por sus mismos caminos. Por otra parte, si esto
se hiciera, vendrían a menospreciarse con el tiempo, y nos
moverían más los muertos que los vivos, como observa el mismo
San Crisóstomo. Finalmente porque podría ser esto ocasión de
muchos errores, engañando el demonio a los hombres, como si
fuese el alma de algún difunto, y persuadiéndoles lo que quisiera,
como arguyen San Atanasio, San Crisóstomo y Tertuliano. Porque
si, aun sabiendo (dice San Crisóstomo) que no vuelven las almas de
los difuntos, vemos que muchas veces el demonio, durante el sueño
(del único modo que puede), toma la persona de algún difunto, ¿qué
no haría si supiese que pueden volver las almas?”17 .
Otro jesuita autorizado, el elocuente Vicente de M anterola,
refutando las doctrinas del espiritismo, escribe: “Santo Tomás, en
su Suma Teológica, parte primera, cuestión novena, artículo
tercero, planteando la cuestión pregunta si las almas de los difuntos
pueden comunicar con el mundo corpóreo, y responde
resueltamente que no: y la razón es, dice, porque las almas de los
difuntos, separadas ya como están de todo comercio con los
cuerpos, han sido asociadas a la congregación de los espíritus y
nada pueden saber de este mundo”.
Y más adelante, discurriendo el mismo M anterola sobre la
influencia negativa de los difuntos en las fuerzas físicas de la
naturaleza, añade: “El alma humana mientras está en el cuerpo, no
tiene dominios sobre las fuerzas de la naturaleza, y como separada
ya del cuerpo no ha aumentado absolutamente nada la virtud ni la
potencia que anteriormente tuviera, por el contrario, la ha perdido,
resulta que si impotente es para dominar las leyes de la materia,
más impotente es ahora; me explicaré. El único medio que tiene el
alma para ponerse en comunicación con el cuerpo y para dominar la
materia, es el cuerpo mismo de que ya está revestida: el alma del
difunto ha quedado ya privada del cuerpo y queda ya privada del
único medio que tenía de comunicación con la materia y poder
obrar sobre las fuerzas físicas de la naturaleza: luego, lejos de haber
ganado con esto, separándose el alma del cuerpo, por el contrario
ha perdido el único medio de que a este efecto hubiera podido
servirse. Luego es evidente que el alma del difunto por su virtud
natural no puede comunicar con el mundo corpóreo, ni puede obrar
sobre las leyes de la naturaleza”18 .
Hemos querido reproducir ese largo texto para mostrar al lector
que, según la doctrina católica más ortodoxa, el muerto no tiene
medios de comunicación con el vivo. Y la Virgen M aría murió. Y
San José murió. Los dos son difuntos. Y los difuntos no pueden
venir a la tierra, dicen los teólogos y comentaristas católicos. Y si
no pueden venir, las niñas de San Sebastián de Garabandal, de
Lourdes y de Fátima no vieron a la Virgen ni a San José, aunque
ellas lo creyeran. Fueron engañadas por el Diablo, como tendremos
ocasión de probar más adelante. Y la Iglesia Católica ha servido y
está sirviendo de instrumento para la propagación de ese engaño.
Capítulo II
Nuevas contradicciones
LAS IM ÁGENES
“Que me construyan una capilla y que vengan aquí en
procesión”, dijo la Virgen de Lourdes a Bernardita 54 . Y la de
Fátima, más exigente, pidió: “Que se hagan dos andas para llevar en
procesión a Nuestra Señora del Rosario... Que empleen la mitad del
dinero recogido hasta ahora para hacer las andas con sus imágenes...
La otra mitad servirá para la construcción de la capilla”55 .
Todas las apariciones han sentido la misma maniática
preocupación por quedar materializadas en imágenes. Y también al
pueblo ha parecido importar mucho el que queden. Lo más pronto
que le ha sido posible se ha formado una aproximada idea de la
aparecida y esa idea ha quedado plasmada en una imagen de talla
por arte del imaginero. Si no hacía esto, el pueblo no quedaba
conforme. Por ello no resultó extraño el gesto de una dama de la alta
sociedad bilbaína, quien acudió con una imagen “del Ángel Gabriel”
a San Sebastián de Garabandal en cuanto las niñas dijeron que se les
había aparecido “un ángel como un niño de nueve años”56 .
La fe de la Iglesia Católica es diferente a la fe bíblica.
Generalmente la fe se define como la creencia en lo invisible. Pero
eso invisible, eso que no se ve, para la Iglesia Católica ha de estar
representado en un objeto tangible, concreto, que pueda ser visto y
tocado. Este principio extra– bíblico le ha conducido a la
materialización de la Divinidad por medio de sus numerosísimas
imágenes.
Imágenes de la Virgen M aría o que la Iglesia Católica dice ser la
Virgen M aría, llenan los templos católicos de los cinco continentes.
Raúl Arango, refiriéndose a la aparecida de Fátima, dice que “por
todo el mundo la gente empezó a hacer lo que Nuestra Señora había
pedido. Hiciéronse imágenes de ella tal como se les apareció a los
niños”57 .
Existen imágenes para todos los gustos y de todos los colores.
Sin embargo, de las vírgenes aparecidas quizás sea la de Fátima la
que más se ha multiplicado en imágenes. Solamente en M adrid, de
una casa llamada “La Colmena de Fátima”, habían salido en 1950
unas dos mil ochocientas imágenes58 . Resultaría muy difícil calcular
el número aproximado de imágenes que se han hecho en todo el
mundo católico. Pío XII, en una alocución radiofónica el 13
Octubre de 1951 se refirió al triunfal recorrido de la “Virgen de
Fátima” por todos los países del mundo “por medio de sus
imágenes milagrosas”59 .
Digamos una vez más, para vergüenza de la Iglesia Católica, que
la fabricación de imágenes está terminantemente prohibida por la
Biblia y su culto se considera como una profanación de la Ley de
Dios. El Segundo M andamiento de esta Ley, que la Iglesia escribe
en los catecismos de manera distinta a como aparece en la Biblia,
dice textualmente: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de
cosa que esté arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las
aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás”60 .
A esta explícita prohibición sigue una seria advertencia: “Guardad
pues mucho vuestras almas: pues ninguna figura visteis el día que
Jehová habló con vosotros de en medio del fuego. Porque no os
corrompáis, y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura
alguna, efigie de varón o hembra”61 . A tal extremo abomina Dios las
imágenes, que pronuncia maldición contra todo aquél que las
fabrica: “M aldito el hombre que hiciere escultura o imagen de
fundición, abominación a Jehová, obra de mano de artífice”62 .
Pasajes semejantes a estos abundan en toda la Biblia. Incluso
los libros apócrifos, añadidos por el Concilio de Trento al Canon de
libros inspirados, condenan el culto a las imágenes. Uno de estos
libros, el de Baruc, que el lector puede consultar en cualquier
versión católica de la Biblia, ridiculiza hasta la hilaridad el culto a
las imágenes. Se preguntará: Si ello es así, ¿por qué los templos
católicos albergan en su interior imágenes que quieren ser
reproducciones del cuerpo de Jesucristo, de M aría y de otros
cristianos muertos en olor de santidad? ¿Cómo han llegado esas
imágenes a nuestros días? ¿Cuál es su origen? Dejemos la
contestación a los mismos historiadores católicos romanos.
El dominico Fray Francisco Rivas, en su Historia Eclesiástica,
nos presenta un cuadro bastante fiel del Cristianismo primitivo.
Hemos seguido su Historia siglo tras siglo y no hemos encontrado
prueba alguna del culto a las imágenes en los primeros seiscientos
años de vida cristiana. Todo lo contrario. El primer tomo de su
Historia abarca los seis primeros siglos y en ese tomo encontramos
muchas refutaciones del culto a las imágenes, como la condenación
en el primer siglo del “gnosticismo”, de cuyos seguidores dice
Rivas que “admitían las imágenes, a las que rendían las mismas
adoraciones que los gentiles tributan a sus ídolos”63 .
Fue ya avanzado el siglo sexto de nuestra era cuando los
templos cristianos empezaron a poblarse de imágenes. Al
principio, los jefes religiosos las rechazaron y los apologistas
cristianos escribieron contra lo que consideraban una práctica
pagana y un insulto a Dios, alegando para ello razones tomadas de
las Sagradas Escrituras. Pero el fervor popular pudo más y la
voluntad de los Obispos se fue debilitando y cambiando sus ideas.
El culto a las imágenes fue ganando adeptos, especialmente
entre las mujeres, y los encargados de velar por la pureza de la
religión permanecían impasibles ante la propagación de la herejía.
En la primera mitad del siglo ocho, el año 726, el Emperador León
III, que ocupaba el trono de Oriente, asesorado por el Obispo
Constantino de Nicolia, promulgó un decreto prohibiendo el culto a
las imágenes. Pero los resultados fueron más bien negativos. El año
754 se reunió en Constantinopla el séptimo Concilio de la Iglesia.
Empezó sus tareas el 10 de Febrero y las terminó el 8 de Agosto
del mismo año. Asistieron 33 Obispos. En ese Concilio dice Rivas
que “se condenó el culto de las sagradas imágenes; se ordenó que
éstas fueran destruidas, imponiendo graves penas a los que
contraviniesen estas disposiciones. Se pronunció anatema contra
los que se habían distinguido en defensa del culto proscrito, y
singularmente contra San Germán de Constantinopla, San Gregorio
de Chipre y San Juan Damasceno”64 .
Pero los partidarios de las imágenes no se resignaron.
Desobedecieron las conclusiones y prohibiciones del Concilio y
continuaron propagando, con renovados bríos, la legalidad del
culto. Por desgracia para el Cristianismo, los partidarios de las
imágenes recibieron el apoyo de una mujer extraordinariamente
influyente, brutal y sin escrúpulos. Fue esta mujer la Emperatriz
Irene, esposa de León IV y madre de Constantino Porfirogénito,
ambos Emperadores de Oriente. Irene defendía el culto a las
imágenes y deseaba verlo convertido en dogma del Cristianismo.
Era una mujer ambiciosa, desleal. Hubo de ser desterrada a
Constantinopla por su propio hijo, quien, ya adulto, no soportaba
las intromisiones de la madre en los negocios de Estado. Para
entender la crueldad de esta mujer, que fue el principal instrumento
en manos del Diablo para introducir el culto a las imágenes en el
Cristianismo, dejemos el hilo de la Historia al propio fraile
dominico, quien dice de ella: “Al cabo de un año y a petición del
senado y de la nobleza, Constantino le levantó el destierro,
restituyéndole el título de Emperatriz. Con este paso se encontró la
ambiciosa Irene en situación de desquitarse del destierro sufrido;
porque la disolución de su hijo y las persecuciones de que hizo
objeto a varios monjes, que habían reprobado su conducta por vivir
públicamente amancebado después de haber repudiado a su esposa,
sublevaron contra él los ánimos e Irene era demasiado astuta para
dejar de aprovecharse de un estado de cosas tan favorables a sus
instintos. De aquí es que habiendo atraído a su partido al ejército,
no sólo destronó a su hijo, sino que le hizo sacar los ojos, con lo
que le ocasionó la muerte”65 .
Ya puede suponerse que una mujer capaz de sacar los ojos al
que ha llevado nueve meses en su seno sea asimismo capaz de las
mayores barbaridades. A esta mujer le importaba poco la Ley de
Dios. Ella quería a toda costa que las imágenes estuvieran en los
templos, que se les rindiera culto, que se las adorara. Fue ella quien
convocó el llamado Séptimo Concilio de Nicea, de tanta fama en la
Historia de la Iglesia. Lo convocó siendo Regente y cuando aún
vivía el hijo, entonces menor de edad. Rivas hace una relación
detallada de ese Concilio, que fue el primero en aprobar
formalmente el culto a las imágenes, ya entrado el siglo VIII. Pero la
relación de Rivas, con ser estupenda para el conocimiento de esta
doctrina hecha dogma por la Iglesia Católica, es demasiado extensa.
Por ello preferimos transcribir la narración de otro eminente
historiador católico, el sacerdote alemán Hubert Jedin. Con más
concisión y con claridad suficiente, Jedin explica:
La oposición del pueblo y sobre todo de los monjes contra el
iconoclasmo eclesiástico estatal que no se había llegado a calmar,
estalló por primera vez cuando la enérgica Emperatriz Irene asumió
la regencia en lugar de su hijo menor de edad. Su primera tentativa
de liquidar el iconoclasmo mediante un sínodo no dio resultado: la
guardia, hostil a las imágenes, irrumpió con las espadas
desenvainadas en la iglesia de los Apóstoles y disolvió la asamblea
(31 de julio de 786). Pero Irene no se dio por vencida. Apoyada
por el patriarca Tarasio, partidario del culto de las imágenes,
elevado por ella a la sede; organizó en el otoño de 787 el séptimo
concilio ecuménico de Nicea, que en ocho sesiones, del 24 de
septiembre al 23 de octubre, anuló las decisiones de los
iconoclastas (contrarios al culto de las imágenes), refutó los
argumentos de la Sagrada Escritura y de la tradición alegados por
ellos contra el culto de las imágenes y definió como dogma de fe:
que es lícito representar en imágenes a Cristo, a la Virgen santísima,
a los ángeles y a los santos, pues su vista estimula a recordar y a
imitar a los modelos representados”66 .
Esto ocurría ocho siglos después de la muerte de Cristo. Dios,
por medio de las Sagradas Escrituras, se había expresado contra el
culto a las imágenes y los cristianos primitivos combatieron todos
los intentos que se hicieron para introducirlas en los templos. Pero
he aquí que un grupo de hombres puestos y gobernados por una
mujer que le sacó los ojos a su propio hijo, se desentendieron de lo
escrito por los representantes de la tradición cristiana, “refutaron
los argumentos” del mismo Dios y establecieron el culto a las
imágenes. Desde entonces, desde antes y desde siempre la Iglesia
Católica ha estado refutando a Dios con los argumentos de sus
hombres inteligentes y haciendo prevalecer sus propias ideas,
porque Dios, dicen, está muy arriba, demasiado alto, no entiende de
los asuntos de la tierra y las razones de Él no valen. Evidentemente,
ser católico romano es ser anti–Dios, porque la Iglesia Católica hace
todo lo contrario de lo que Dios ordena. El pueblo, que desconoce,
no es tan responsable. Pero los líderes no tienen excusa ni, lo que es
peor, la tendrán el día del juicio universal.
Todavía en el siglo nueve siguieron las luchas entre los
contrarios y los partidarios del culto a las imágenes. Y otra vez sale
una mujer en defensa de lo que es ofensa a Dios: la Emperatriz
Teodora, cuyo marido, el Emperador Teófilo, era contrario a las
imágenes. Dice la Historia que mientras Teófilo agonizaba, su
esposa le hizo besar una imagen de Jesucristo y otra de la Virgen.
Después de su muerte, Teodora convocó un nuevo Concilio en
Constantinopla que restableció el honor de las imágenes”67 ya de
una forma definitiva.
En el siglo trece, Tomás de Aquino, célebre teólogo católico
romano, escribió en favor de las imágenes y en el dieciséis, el
Concilio de Trento se pronunció también en favor de este culto. En
nuestros días, los templos católicos están totalmente poblados de
imágenes. Y, si San Pablo volviera, dice Fray Justo Pérez de Urbel,
el Superior de la M onumental Basílica del Valle de los Caídos, que
“encontraría en nuestras ciudades tantos vendedores de amuletos
como en Éfeso o en Antioquía, tantos ídolos como en Roma”68 .
Y podríamos añadir que encontraría también tantas apariciones
de vírgenes ordenando cumplir prácticas paganas y antievangélicas,
que volvería a rasgar su vestidura de indignación y de dolor su alma.
En las grandes catedrales y en las parroquias de pueblo, en las
lujosas tiendas y en los pequeños comercios, las imágenes
deslumbran a los visitantes. Son las bonitas muñecas del
Catolicismo, siempre hermosas en su apariencia, fantásticas en su
glacial silencio; muñecas con las que juega a la religión la
imaginación adulta. El hombre y la mujer necesitan ese
entretenimiento religioso para seguir soñando con la niñez. A falta
de muñecas, bien están esas imágenes...
LAS M EDALLAS
Asombra el número impresionante de medallas “milagrosas”
que han sido acuñadas y vendidas reproduciendo imágenes de las
vírgenes de Fátima y de Lourdes. M edallas de oro, de plata, de
cobre; medallas de todos los metales, de todos los tamaños, para
todos los bolsillos. Se ha calculado en un millón el número de
personas que visitan anualmente Lourdes. También se dice que
cada uno de estos visitantes, por término medio, compra de ocho a
diez medallas; para ellos mismos y para llevar a sus amistades
como recuerdo, con lo que tenemos diez millones de medallas al
año. Los primeros años de las apariciones fueron más productivos
en este negocio. Entre 1862 y 1884 se vendieron cuatrocientos
millones de medallas. Al cumplirse el primer centenario de Lourdes,
en 1958, el Obispo de Lourdes–Tarbes, M onseñor Théas, hubo de
publicar una carta pastoral protestando públicamente por lo que él
calificaba de “grotesco comercio” de los “píos” vendedores de
medallas y demás “objetos benditos” que realizaban su comercio
bajo el techo del templo, como aquellos a quienes Jesucristo hubo
de arrojar a latigazos de la casa santa. Así sería el abuso de los
comerciantes para dar lugar a una intervención semejante del
Obispo, por lo general complaciente con esa venta que deja no
pocas ganancias a la Iglesia.
El lector puede pensar con razón que, como en Lourdes, el
negocio de las medallitas tiene parecido auge en Fátima. M ás de 50
tiendas existen en Fátima dedicadas a la venta de medallas
“benditas”. Estos comerciantes, como ocurre en todos los centros
de peregrinación, han de pagar a la Iglesia Católica una renta anual
de bastante consideración. Pero el negocio da para ello. Una de las
tiendas mencionadas pertenece a Gilberto Santos, carnicero
retirado, a quien la Iglesia Católica pone como principal testigo en
el supuesto prodigio solar ocurrido en Fátima, del que nos
ocuparemos más adelante.
Las medallitas abundan en los templos católicos. No sólo en
Fátima y en Lourdes, sino también en nuestra España. Y en
cantidad. Basta con ir a M ontserrat, o pararse frente a las tiendas
de recuerdos junto a la sevillana Giralda, o a las que proliferan por
los alrededores de El Pilar zaragozano. De Compostela a
Covadonga y de Candelaria a la M acarena, la venta de medallas con
efigies de vírgenes y santos está extendida por toda la geografía
española, por todo el orbe católico romano. Porque las medallas,
además de ser motivo de ganancias materiales, fomentan la fe en los
santos y vírgenes y contribuyen a la expansión de la superstición
religiosa, que tanto beneficia al catolicismo.
Ya transcribimos en la primera parte de este libro el testimonio
de un Doctor en M edicina, quien dice que pidió a Dios perdón por
su incredulidad, es decir, se convirtió al presenciar una “aparición”
de la “Virgen” en San Sebastián de Garabandal. M ucho tuvo que
ver en esta aparente conversión la “bendición” por la “Virgen” de
una medalla que el referido Doctor llevaba colgada al cuello, sin
creer en ella ni poco ni mucho, por lo que se desprende de su
mismo testimonio. Tanto él como su esposa se hallaban de rodillas
junto a una de las niñas en éxtasis. Dirigiéndose a su esposa
primero y luego a él, cuenta el Doctor que “la niña le hace besar la
medalla bendita por el aliento de la Virgen y la ayuda a levantarse...
De la misma manera... me coloca a mí mi propia medalla, besada
por la Virgen.”
¡Vírgenes que besan medallas!
¡M edallas que obran milagros!
¡“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”!
Como las imágenes grandes, las pequeñas medallas son un motivo
de ofensa a Dios, porque
contienen acuñadas figuras “de lo que está arriba en el cielo”.
Imágenes de Jesucristo, de la Virgen y de los santos, hábilmente
acuñadas. Contra su uso invocamos los mismos textos bíblicos de
condenación divina que transcribimos al tratar de las imágenes y
muchísimos más que el estudioso puede encontrar en la Biblia.
Aún más. Las medallas tienen en su contra que abundan más
que las grandes imágenes. Son más fáciles de reproducir, pueden
venderse a precios más inferiores y por lo tanto hacen aumentar el
número de las personas que, mediante su uso, son inducidas al error
religioso y caen dentro de la condenación del segundo
mandamiento.
El uso oficial de las medallas en la Iglesia Católica es más
moderno que el de las imágenes. Así como éstas fueron autorizadas
formalmente en el siglo octavo, las medallas no hicieron su
aparición oficial hasta el siglo dieciséis. El historiador católico José
Barreiro69 dice que Pío V, que gobernó la Iglesia Católica de 1566 a
1572, fue el introductor de las medallas en el catolicismo. Pío VII,
en la primera parte del siglo diecinueve, ordenó acuñar una gran
cantidad de medallas para conmemorar la restauración de los
Estados Pontificios.
Tanto las medallas como las imágenes son ídolos de los cuales
hemos de huir porque constituyen una deformación vergonzosa de
la Divinidad. Con el objeto de establecer diferencias entre los ídolos
paganos y las imágenes del catolicismo, los dirigentes católicos
insisten en aplicar sentidos distintos a las palabras “ídolo” e
“imagen”, cuando en realidad su significado etimológico es el
mismo. “Ídolo” es voz griega e “imagen” latina; ambas significan
semejanza o representación. Tertuliano, en el tercer capítulo de su
libro sobre la idolatría, llama ídolo a toda figura o representación.
La Historia cristiana del primer siglo registra un hecho ejemplar.
El Apóstol San Pablo llegó a Éfeso, la antigua ciudad de Jonia, a
orillas del M ar Egeo. Allí empezó su predicación de Jesucristo, el
M ártir del Calvario. Sin hacer caso de la gran diosa Diana, que tenía
allí el templo considerado como una de las siete maravillas del
mundo, ni de los numerosos dioses que presidían la vida religiosa
de los efesios, Pablo presentó a Jesucristo como el camino único e
infalible para conducirnos a Dios. Y la Historia Sagrada cuenta:
“Entonces hubo un alboroto no pequeño acerca del Camino. Porque
un platero llamado Demetrio, el cual hacía de plata templecillos de
Diana, daba a los artífices no poca ganancia; a los cuales, reunidos
con los oficiales de semejante oficio, dijo: Varones, sabéis que de
este oficio tenemos ganancia; y veis y oís que este Pablo, no
solamente en Éfeso, sino a muchas gentes de casi toda el Asia, ha
apartado con persuasión, diciendo, que no son dioses los que se
hacen con las manos. Y no solamente hay peligro de que este
negocio se nos vuelva en reproche, sino también que el templo de la
gran diosa Diana sea estimado en nada, y comience a ser destruida
su majestad, la cual honra toda el Asia y el mundo. Oídas estas
cosas, llenáronse de ira, y dieron alarido diciendo: ¡Grande es Diana
de los Efesios!”70 .
Un fraile español del siglo XVI comenta este pasaje de San
Lucas con bastante gracia y buen tino. Reproducimos parte del
comentario, respetando la ortografía de la época. Dice: «Si el
Apóstol fuera papista, fácilmente ganara la voluntad a Demetrio y
a sus compañeros. Aunque vinieran contra él armados de acero, los
volviera, y se volvieran más blandos, que al sol la cera; y aun de
enemigos y perseguidores, los hiciera sus íntimos amigos y grandes
defensores. Ca pudiera decirles: “Señores, mucho os engañáis si
pensais que esta ley que yo predico, os ha de impedir la ganancia
de vuestro oficio, porque antes por el contrario, os la traerá mucho
mayor y más cierta; pues por una Diosa que os quitaremos os
daremos un millón de Dioses y Diosas, Santos y Santas. Y son
tantas las imájenes, cruzes, custodias, relicarios, cálizes, patenas,
vinajeras, candeleros, lámparas, despaviladeras, y otras cosas
tocantes a vuestra arte, necesarias en nuestras Iglesias, que os
encomendaremos nosotros mas obra en un día que los vuestros en
un año. Desengañaos, ea no ha habido, hay, ni habrá jamás religión
tan provechosa y conveniente a los de vuestro oficio, como la
nuestra. Porque nuestros templos han de estar llenos de ídolos y de
las otras cosas que agora dije; y no tenemos por buen cristiano, al
que no trae un relicario en el seno, y no tiene cruzes e imájenes en
casa. De suerte; que mas obra hallarais entre cien Papanos, que
entre mil Paganos”71 .
M al, mucho mal hacen las apariciones a la doctrina de Cristo y
a la Ley de Dios, porque contribuyen al fomento de las imágenes y
a la multiplicación de las medallas, con lo que esto supone de
extravío espiritual para el alma. Bien dice el profeta Isaías: “¿A
qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?
El artífice apareja la imagen de talla, el platero le extiende el oro, y
le funde cadenas de plata. El pobre escoge, para ofrecerle, madera
que no se corrompa; búscase un maestro sabio, que le haga una
imagen de talla que no se mueva. ¿No sabéis? ¿No habéis oído?
¿Nunca os lo han dicho desde el principio? ¿No habéis sido
enseñados desde que la tierra se fundó?... Dios es Espíritu; y los
que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le
adoren...”72 .
Capítulo V
Más contradicciones
LA CONVERSIÓN DE RUSIA
En estos días, vivo aún el recuerdo de Juan XXIII, la profecía
de Fátima en relación con Rusia se ha actualizado. Por los
contactos establecidos entre el fallecido Papa y representantes del
Socialismo Soviético, se creía que la conversión de Rusia era un
hecho casi consumado y que la Virgen de Fátima había ganado una
victoria. Pero no ha sido así.
Fue en el curso de la tercera aparición a los niños de Fátima. La
supuesta Virgen dijo a Lucía: “Yo pediré la consagración de Rusia a
mi Inmaculado corazón... Si mis deseos son atendidos, Rusia se
convertirá y habrá paz. Si no, ella propagará sus errores por el
mundo, provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia”73 .
Este mensaje vino en el momento oportuno. Lucía dice que la
Virgen pronunció esas palabras el 13 de julio de 1917. Por aquella
misma fecha, Trotsky, convertido en M inistro de Justicia por el
Gobierno Bolchevique, convertía la catedral de San Basilio, de
M oscú, en un garaje para los automóviles militares y la Iglesia
Católica sufría las persecuciones de la revolución rusa. En ese
ambiente de oposición al catolicismo, la Virgen dicen que se aparece
en Fátima y profetiza a Lucía la conversión de Rusia, que desde la
revolución de 1905 andaba bastante apartada del Vaticano. “El
Padre Santo –añadió la aparición– me consagrará Rusia y se
concederá al mundo un período de paz”74 .
Los años han pasado y las profecías de la supuesta Virgen no
se han cumplido. Ni Benedicto XV, reinante en la época de las
apariciones, ni su sucesor, Pío XI, hicieron mucho caso de la
profecía. Pero Pío XII, el Papa de la Virgen, como algunos le
llamaban, el que presidió en 1935, cuando aún no era Papa, las
“fiestas jubilaras de la redención en Lourdes” y proclamó, ya Papa,
el Dogma de la Asunción de M aría el 8 de diciembre de 1950, vio
en esa profecía casi olvidada de Fátima un magnífico pretexto para
su campaña anticomunista. La profecía se refería a Rusia como
nación, no al comunismo como idea política. Pero Pío XII la
explotó en este sentido. Radio Vaticano y todas las emisoras y
publicaciones católicas empezaron a atacar al comunismo
invocando a la Virgen de Fátima. En los Estados Unidos, al olor y
amparo de los dólares, se fundó una gigantesca organización: la
llamada “Armada Azul de Nuestra Señora de Fátima”, que dice
tener cuarenta y cinco millones de miembros, la mayoría de los
cuales no son católicos, pero sí anticomunistas. La organización
gasta miles de dólares al mes en propaganda. Programas de
Televisión, emisiones de Radio, publicaciones propias y alquiladas
extienden el mensaje de Fátima por todo el continente americano,
propagando ideas y persiguiendo objetivos netamente políticos con
la aprobación y bendición del Vaticano75 .
Como se comprenderá, esta gigantesca campaña anticomunista
inspirada por Pío XII obtiene resultados contrarios a la idea que la
creó, porque lejos de atraer a los ateos rusos a la religión, los aleja
más.
Juan XXIII, en cambio, realizó un notable esfuerzo para
atraerse a los gobernantes de la Rusia actual. Tanto, que en los
mismos círculos católicos y entre los miembros de la Curia romana
se le criticó por lo que se consideraba una apertura del Papa
demasiado clara hacia la izquierda. Pero en el gesto de Juan XXIII
sólo había amor, verdadera vocación pastoral. En la entrevista
privada que concedió al periodista Ayubei, yerno de Kruschev,
más que al enviado de un Gobierno ateo Juan XXIII veía al hombre,
poseedor de un alma inmortal.
El Secretario particular del Papa fallecido, M ons. Capovilla,
declaró recientemente que Juan XXIII había escrito en su diario el
26 de diciembre 1962: “La noche pasada, después de haber
meditado mucho y haber leído la introducción a una gramática rusa,
he dedicado al Señor todo mi ser por esta gran conversión de toda
Rusia a la Iglesia Católica”76 .
Estos deseos le nacían a Juan XXIII como consecuencia de su
admirable visión apostólica. Nada tenían que ver con la profecía de
Fátima, a la que el Papa no prestó atención alguna. Es más, según
los teólogos de Fátima, “la hermana Lucía” había depositado un
mensaje secreto en el Vaticano, que debía ser abierto en 1960. El
contenido de este mensaje dicen que sólo lo conocían la propia
Lucía y el Papa, pero todos saben que tiene que ver con la profecía
de Fátima en relación con la conversión de Rusia. Pasé el año 1960
y el mensaje no fue revelado. Los autores católicos no han podido
dar explicación alguna a esta nueva contradicción de la Virgen.
Hoy día, Rusia sigue muy alejada del Vaticano y las esperanzas
de conversión son un sueño difícilmente realizable. El Cardenal
Tisserant ha dicho recientemente que “la conversión de la U.R.S.S.
es necesaria para el cumplimiento del mensaje de Fátima”, pero en
su mismo discurso reconoció el purpurado francés “que la doctrina
fundamental del Gobierno soviético no ha cambiado. Continúa
siendo el materialismo ateo predicado por Carlos M arx, con su
corolario implacable de que es necesario destruir a todas las
religiones”77 . Y por la misma fecha, el director de L’Observatore
Romano, sumándose a la nueva política de ataque al comunismo
desencadenada en los medios del Vaticano tras la muerte de Juan
XXIII, declaró: “Acerca del comunismo, ninguna ilusión es posible.
Ninguna transacción”78 .
Para nosotros, la existencia de una Rusia oficialmente atea es una
prueba más de las muchas contradicciones en que incurren las
apariciones del Catolicismo.
EL PADRE SANTO
Según Lucía, la aparición de Fátima se refirió en varias
ocasiones al Papa llamándolo “El Padre Santo”. Refiriéndose a
Rusia dice que la Virgen le dijo: “El Padre Santo me consagrará
Rusia...”. Y otra vez: “Dios... va a castigar al mundo por sus
crímenes, mediante la guerra, el hambre y las persecuciones contra
la Iglesia y contra el Padre Santo... El Padre Santo tendrá mucho
que sufrir”79 .
Este lenguaje de la aparición está en contradicción con la
enseñanza de Jesús, quien nos dejó dicho: “Ni llaméis padre a nadie
sobre la Tierra, porque uno sólo es vuestro Padre, el que está en los
cielos”80 .
Efectivamente, es a Dios a quien únicamente se le da el título de
Padre en la Biblia. A Jesucristo se le designa por el Hijo de Dios y
los discípulos se llaman o por este nombre o por el de Apóstoles u
Obispos. Casi en todas las cartas que escribió San Pablo, el
convertido de Damasco se firma: “Pablo... apóstol de Jesucristo”.
Esto lo hacía siguiendo lo establecido por Jesús al principio de su
ministerio. San Lucas nos dice que cuando “era de día, llamó a sus
discípulos, y escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó
apóstoles”. Cuando el escritor sagrado se refiere al grupo de los
doce a propósito de la elección de M atías, dice que “fue contado
con los once apóstoles”. Entre esos once apóstoles estaban San
Juan, San Pedro y el resto de los elegidos por Jesús. Ninguno de
entre ellos se distinguía con el título de Padre. El mismo San Pedro,
a quien la Iglesia católica atribuye injustamente el privilegio de
haber sido el primer “Padre”, se firma en sus cartas con el sencillo
pero hermoso título de: “Pedro, apóstol de Jesucristo”81 .
Otro título que aparece en el Nuevo Testamento es el de
Obispo, pero sin que al parecer tenga superioridad jerárquica sobre
el de Apóstol. Simplemente, designa un ministerio distinto. Obispo
quiere decir “el que vigila”, el que tiene el cuidado y la dirección de
una cosa, según el Diccionario de la Biblia. Este título es
equivalente al de Pastor y Anciano, de que también nos habla el
Nuevo Testamento82 .
Los epitafios que aún se contienen en las famosas Catacumbas
de Roma indican que durante los primeros siglos los jefes religiosos
que ocupaban el trono de Roma no se hacían llamar Papas, sino
Obispos, como consta por las inscripciones. Fue ya entrado el siglo
sexto de nuestra era cuando el título de Papa, voz latina que
significa padre, se introdujo en el Cristianismo. Todo un señor
Obispo católico del pasado siglo, don Felipe Seío de San M iguel,
dice a este respecto: “Cuando el Señor prohíbe a sus Apóstoles
llamarse maestros, doctores, padres, no es por respecto a sólo los
títulos considerados en sí mismos, sino a los privilegios que por
esto se atribuían y a los derechos que se usurpaban en la Iglesia de
interpretar la ley según las tradiciones de sus padres, y de decidir
por éstas el sentido de las Escrituras, pretendiendo que sus
decisiones fuesen otros tantos oráculos y arrogándose una especie
de infalibilidad, por manera que el pueblo las debiese admitir con la
mayor sumisión y sin la menor réplica”83 .
Pero como en la Iglesia Católica todo se vuelve honores, sin que
las prohibiciones ni advertencias de Cristo cuenten mucho, el Papa
distingue por su cuenta y riesgo a la Virgen M aría con el título de
Inmaculada Concepción y ésta, en justa correspondencia, se le
aparece en Fátima – dicen– y le llama “El Padre Santo”. No pueden
tener quejas el uno del otro.
LAS GUERRAS
En los mensajes de la aparición de Fátima hay dos profecías
relacionadas con las dos grandes guerras mundiales, una con la de
1914–1918 y otra con la de 1939–1945. Ninguna de las dos se
cumplieron, antes al contrario, ambas proclaman la impostura de la
aparición.
Según los primeros escritos sobre Fátima, en su última
aparición la visión dijo que la guerra acabaría “aquel mismo día”, es
decir el 13 de Octubre de 1917. Esto fue lo que Lucía dijo entonces.
En los libros que actualmente se publican sobre Fátima se omite
este hecho. Las razones son obvias. Pero en los primeros trabajos
que tratan de las apariciones se hace constar así, aunque,
naturalmente, se adelantan explicaciones para justificar la
contradicción. El Suplemento de la Enciclopedia Británica dice que
Lucía manifestó cuatro veces que la Virgen le había profetizado el
final de la guerra “hoy”, es decir, aquél mismo 13 de octubre
191784 . La guerra terminó trece meses después. El armisticio se
firmó el 11 de noviembre 1918.
En otra de las apariciones, que tuvo lugar el 13 de julio 1917, la
visión dijo a Lucía: “La guerra toca a su fin (se refería a la de 1914–
1918), pero si no se acaba de ofender al Señor, bajo el reinado de
Pío XI empezará otra peor”85 . Todos los comentaristas están de
acuerdo en que esta otra guerra de que habló la aparición fue la
Segunda Guerra M undial. Pero aquí fallaron una vez más los
cálculos de la pretendida Virgen de Fátima. Porque Pío XI murió el
10 de febrero 1939 y cuando las tropas alemanas invadieron
Polonia el 1 de Septiembre de 1939, invasión que provocó la
declaración de guerra de Francia e Inglaterra al Tercer Reich, en el
Vaticano gobernaba no Pío XI, sino Pío XII, que subió al trono
pontificio el 2 de M arzo de aquel mismo año, siete meses antes del
comienzo de la guerra.
Bien se puede aplicar a la aparición de Fátima la admonición de
Dios a los falsos profetas: “He aquí, dice Jehová, yo estoy contra
los que profetizan sueños mentirosos, y los cuentan, y hacen errar
a mi pueblo con sus mentiras y con sus lisonjas, y yo no los envié
ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este pueblo, dice
Jehová”86 .
EL COLOR DE LA ROPA
Bernardita dice que el velo que cubría la cabeza de la Virgen y le
descendía por los hombros era blanco87 , con una faja o cintura azul
alrededor del vestido. En sus manos la aparición sostenía un
Rosario de cuentas blancas y cadena amarilla88 . En cambio, Lolita,
Jacinta, M ari Cruz y Conchita, las niñas de Garabandal, dijeron al
periodista R. M ontero que ellas habían visto a la Virgen vestida de
blanco y con un manto azul89 .
Lucía, la niña de Fátima, coincide con Bernardita en que el
manto era blanco, pero discrepa sobre el color de las cuentas del
Rosario, que aquélla las vio amarillas y ésta blancas. Y en Fátima, la
aparición no tenía faja azul alrededor del vestido. Un malicioso se
ha preguntado si la Virgen dispone de guardarropa en el Cielo con
posibilidad de cambiarse de vestido según se aparezca aquí o allá.
OTRAS CONTRADICCIONES LA EDAD DE LA VIRGEN
Hemos enumerado algunas de las principales contradicciones
teológicas en que incurrieron las apariciones. No son las únicas de
este carácter. Analizarlas todas significaría hacer una obra el doble
de la presente, y desistimos de ello. Como botón de muestra es
suficiente con las expuestas.
Por su parte, también los niños incurrieron en contradicciones
numerosas al querer explicar los fenómenos que decían haber
presenciado. Lucía, Jacinta y Francisco dieron al principio relatos
confusos sobre sus conversaciones con la Virgen de Fátima. Los
dos últimos murieron a edad temprana, de resultas de una epidemia
de gripe. Lucía vive aún en un convento de monjas, pero su vida se
parece mucho a la de una presidiaria. Está celosamente guardada, se
le prohíbe hablar con quienes no pertenezcan al convento, y de
éstos tampoco con todos y no puede hacer declaración alguna que
no haya sido previamente autorizada y revisada por sus superiores
eclesiásticos. Ni siquiera a los sacerdotes les está permitido el
interrogarla sin un permiso especial del Papa.
Como es de suponer, los libros que actualmente se publican
sobre Fátima y Lourdes son previamente revisados, con mucho
escrúpulo, por una comisión especial que procura compaginar
todos los detalles. Pero los relatos primitivos eran confusos y
contradictorios. Entre los niños nunca hubo unanimidad. Veamos
algunos detalles.
Como ocurre con el color de la ropa, tampoco se ponen de acuerdo
las niñas cuando pretenden fijar la edad de las apariciones. Las
niñas de Garabandal, que con tanta fidelidad siguen el relato de
Fátima, están de acuerdo con las portuguesitas en fijar en 18 años la
edad de la Virgen. Pero la niña de Lourdes declaró que, a su
entender, la aparición representaba de 15 a 16 años.
El lector pensará que exigimos mucho, que Bernardita no tenía
en sus manos la partida de nacimiento de la aparición y que una
diferencia de dos a tres años no significa nada, si además tenemos
en cuenta detalles como la edad de Bernardita y el poco tiempo de
que dispuso para fijarse en la aparecida.
Bien, concedamos que ese detalle no tiene mucha importancia.
Pero este párrafo tiene por objeto discutir algo que para nosotros sí
la tiene.
¿Qué edad tenía la Virgen M aría cuando murió? Si tenemos en
cuenta que aún vivía a la muerte de Jesús y que el Hijo fue
crucificado a los 33 años, M aría debía tener, cuando menos, 50
años al morir. De ahí para arriba. Si además de esa edad pensamos
en los sufrimientos morales de la Virgen, especialmente durante los
tres años que duró el M inisterio público de Jesús y su culminación
en el drama del Calvario, M aría no pudo haberse conservado bella.
El sufrimiento deja sus huellas en el rostro, y una mujer de 50 años,
de costumbres sanas y sencillas como era M aría, es claro que no
podía conservar esa cara tan limpia de arrugas, tan rosada como una
flor, según la pintan los imagineros y la describen las niñas. Es
imposible.
Además, ¿qué apariencia física tenían los tres aparecidos, ya
mencionados, de quienes habla la Biblia? Samuel fue visto por la
pitonisa de Endor como “un hombre anciano, cubierto de un
manto”90 , es decir, con el mismo cuerpo y ropaje que tenía cuando
murió. Elías y M oisés, aparecidos junto a Jesús en el monte de la
Transfiguración, fueron inmediatamente reconocidos por los
Apóstoles, lo que prueba que conservaban en el Cielo la misma
presencia adulta que habían tenido en la tierra91 . Los otros tres
personajes que aparecen en el Evangelio de San Lucas, Abraham,
Lázaro y el rico Epulón, por el diálogo que sostienen se advierte
que se trata de personas mayores92 .
Como en el caso del Niño Jesús, preguntamos: Si M aría murió a los
50 años de edad, según el cálculo aproximado que hemos fijado,
¿puede aparecerse con el cuerpo de una niña de 16 a 18 años? La
Iglesia Católica exige demasiado de nuestra fe. Creer en Dios no
significa que hayamos de creer también en lo ridículo y absurdo.
EL “PRODIGIO” SOLAR
También abunda en contradicciones científicas el supuesto
“prodigio solar” ocurrido en Fátima. La Iglesia Católica sostiene
que en un momento dado, cuando la muchedumbre estaba
congregada en Fátima, esperando recibir el mensaje de la Virgen, al
sol le dio por girar a escasa altura de la multitud. Resulta demasiado
fantástico el portento para ser cierto y las pruebas aducidas en su
favor, muy escasas.
El astro solar dejando su lugar en el firmamento, danzando en el
espacio como un bailarín loco y volviendo a su lugar cuando parecía
inminente una colisión con la Tierra. Todo ello, olvidando la intensa
temperatura del sol, suficientemente fuerte para abrasar y destruir a
todos los testigos de una semejante visión.
LAS PALOM AS DE LA VIRGEN
Entre tantos errores y contradicciones no falta la nota cómica,
grotesca. El jesuita Facundo Jiménez, hablando de las palomas
amaestradas que revoloteaban en torno a la imagen de la Virgen de
Fátima en sus diferentes recorridos, dice que “está comprobado”
que en uno de esos viajes por España “se escaparon con la Virgen
de Fátima precisamente, y solas, las palomas de un protestante”.
Es decir, que se convirtieron al Catolicismo también las palomas.
¡Pobrecitas! Y eso lo dice ese señor jesuita como si hubiera
descubierto las Américas. ¡Qué verdad es que Dios entonta el juicio
a algunas personas!93 .
Hay un hecho que resulta indiscutible: los mensajes de las
vírgenes de Lourdes, Fátima, Garabandal, etc., contradicen la
revelación de Dios tal como está contenida en la Biblia, según
hemos creído probar. Y este hecho tiene una conclusión lógica:
cualquier clase de revelación posterior a la Biblia, venga de donde
viniere, no es de Dios, sino del Demonio.
Ésta no es sólo doctrina nuestra. También la sustentan los
teólogos católicos, aunque algunos de ellos la nieguen, porque la
teología católica contemporánea está representada por una serie de
hombres que de continuo se contradicen, como hemos tenido
oportunidad de comprobar durante la celebración del reciente
Concilio Vaticano II. No obstante, aquí ofrecemos dos citas de
autores calificados, a sabiendas que el lector no conforme puede
hallar otras que se le opongan, inclusive – así es Roma cuando se ve
en entredicho– de los mismos autores.
Una de estas citas pertenece al célebre jesuita Vicente de
M anterola, que murió cuando finalizaba el pasado siglo. Dice
M anterola: “¿Puede Dios ponerse en contradicción consigo mismo
enseñándonos una doctrina que después él mismo ha de contrariar
enviándonos al efecto un ángel del cielo? Esta es la ocasión de
recordar las palabras del Apóstol San Pablo: aún cuando un ángel
enviado del cielo os enseñara un evangelio distinto, contrario al que
se os ha evangelizado, sea anatema”94 .
La otra cita pertenece a un teólogo actual, de mucha fama
dentro del Catolicismo español contemporáneo. Se trata del
dominico Antonio Royo M arín, quien dice de modo concluyente:
“Hay que rechazar como absolutamente falsas las revelaciones
opuestas al dogma o a la moral. En Dios no cabe contradicción”95 .
No. En Dios no cabe contradicción, pero en los hombres sí.
Porque el dominico Royo M arín, que eso escribe, ha estado
también en San Sebastián de Garabandal, y, según noticias que
poseemos, al principio, que sepamos, admitió como de origen
divino las historias sin fundamento bíblico que contaban las niñas y
hasta participó del primitivo entusiasmo de la multitud que acudió
a la aldea santanderina atraída por los rumores de la apariciones.
En Dios no cabe contradicción, estamos de acuerdo. Y porque
no cabe contradicción en Dios estamos escribiendo esta historia.
Para decir, para gritar a los cuatros vientos, si ello es preciso, que
las supuestas vírgenes de Fátima, de Lourdes, de Garabandal, de La
Salette, de Guadalupe, de suma y sigue, contradicen en todo lo
instituido por Dios en Su Palabra escrita, la Biblia. Lo contradicen
en las declaraciones que hacen, en los honores que reclaman, en las
actitudes que adoptan, en los homenajes que permiten. Lo
contradicen no una, sino muchísimas veces y de muchas maneras. Y
si dice la Iglesia Católica por boca de uno de sus representantes que
en Dios no hay contradicción y que cualquier revelación que se
oponga al dogma es falsa...
Capítulo VI
El Dios de la Biblia
M anuel Berl, a quien el jesuita francés Jean Danielou cita en el
prólogo de su estupendo libro Dios y Nosotros 107 , dice que jamás
había encontrado ateos, sino sólo hombres que creen en Dios, pero
que no tienen idea exacta de lo que creen. Esto es cierto. Así ocurre
con la inmensa mayoría de las personas. Aunque el joven profesor
belga Paul Rostenne diga que “en ninguna época se ha encontrado
Dios tan ausente de la mente de los hombres como en el siglo
XX108 , en realidad lo que está ausente es la concepción ortodoxa de
Dios, la sensata adoración de la Divinidad, el recto y profundo
sentimiento de amor que el hombre está obligado a tributar a Dios,
no Dios mismo.
La rebeldía del ateísmo contra la concepción de un dios formado
en el seno de las religiones, y servido con los numerosos estatutos,
dogmas, doctrinas e imposiciones absurdas, ha dejado un gran vacío
en la conciencia del individuo y ese vacío trata de llenarse
alimentando el alma con las más extravagantes creencias.
Ser ateo en nuestros días se considera como una honra. El
hombre se enorgullece de vivir su vida y labrar su porvenir sin
necesidad de Dios, independiente de las imposiciones de la religión.
Pero ese mismo individuo que se dice ateo está dispuesto a admitir
cualquier novedad religiosa, por extraña que sea; la examina y la
obedece. Se dice ateo, se vanagloria de vivir sin necesidad de Dios,
pero no vacila en aceptar al diosecillo de moda o en suscribir la
primera innovación religiosa que le salga al paso. Pascal tenía razón
cuando afirmaba que el incrédulo es quien más cree.
El hombre del siglo XX no es ateo. Es un extraviado espiritual;
un vagabundo religioso que busca a Dios por los atajos y senderos
de la tierra sin acertar a encontrar el Camino recto que va del alma a
Cristo y de Cristo a Dios, sin necesidad de intermediarios
humanos, sin prácticas religiosas que, más que beneficio, son un
extravío al alma. En realidad, los más grandes ateos de todos los
tiempos han sido simples almas a la deriva que se han consumido
golpeando las tinieblas en busca de un Dios adecuado a sus
exigencias mentales y a sus inquietudes espirituales. Han estudiado
uno a uno los dioses de todas las religiones y los han encontrado
muy pequeños, extremadamente egoístas, demasiado humanos. Los
han desechado uno tras otro y al no ser capaces de hallar al Único,
al Dios grande que llena el Universo con Su Presencia toda, se han
declarado ateos. Pero han sido ateos a medias.
El Dios cuya muerte celebra Nietzsche no es el Dios del
Universo, el que se revela en las páginas de la Biblia. Es el dios
producto de las ideas filosóficas, de las innovaciones religiosas, de
la credulidad popular. Esa credulidad que Claudio Gutiérrez M arín
ha definido como “un cedazo, a través del cual pasan juntos el
mosquito y el camello”109 .
Los numerosos peregrinos de Lourdes, de Fátima, de todos
esos santuarios religiosos, creen con esa clase de fe. Lo aceptan
todo. No distinguen la verdad del error. No se preguntan si el
camino a esos santuarios les conduce a Dios o al Diablo. Si uno les
interroga qué hacen allí, por qué han ido, qué esperan conseguir de
las apariciones, se encogen de hombros sin ser capaces de dar una
respuesta clara, definida. La voz del sentido común queda ahogada
ante el griterío de la muchedumbre. Se aturden ante la aparente
piedad de los compañeros de viaje. Las riquezas de los templos y la
solemnidad con que se hace todo les deslumbran y no tienen más
voluntad que la de sus dirigentes, sin caer en la cuenta que también
los dirigentes están engañados. A este respecto es muy oportuna la
advertencia del profeta Isaías: “Pueblo mío, los que te guían te
engañan, y tuercen el curso de tus caminos”110 .
En estos tiempos de extravío espiritual, de tanta confusión
religiosa, se impone una búsqueda sincera y diligente de Dios. La
religión cristiana se ha corrompido en su matrimonio adúltero con la
política, se ha prostituido al aliarse con el capitalismo y está siendo
despreciada por las clases trabajadoras debido a su concomitancia
de intereses con los grandes de la tierra.
Pero no está todo perdido. No hay que ser pesimistas. Aún nos
queda Dios, Santo y sin mancha, felizmente desligado de todo lo
malo que en su nombre se hace aquí abajo. Tenemos a Cristo que, si
volviera a encarnarse hoy, no dejaría piedra sobre piedra de todos
los santuarios y templos mal llamados cristianos que deshonran su
nombre; el látigo de Cristo volvería a estallar violento sobre las
espaldas de los culpables. Nos queda también la Biblia, que es
Palabra infalible y pura de Dios, Su revelación escrita, el legado de
Dios para todas sus criaturas.
Con Dios en el trono, con Cristo intercediendo por nosotros
ante el Padre, con la Biblia como brújula fiel que nos traza el
camino recto, bien podemos estar seguros de llegar sin incidentes al
puerto de la salvación, de arribar tranquilos a las playas del
espíritu.
La Biblia nos enseña todo cuanto necesitamos conocer de Dios.
El propósito de Dios para el ser humano se describe en sus páginas
de forma clara, sin equívoco alguno, al alcance de todas las
mentalidades con un poco de sensibilidad espiritual. No nos
resultaría difícil realizar por nuestra cuenta una síntesis de las
grandes y fundamentales verdades de la Revelación. Pero por
cuanto este libro va destinado principalmente al lector católico y
católicos son también los dogmas, ritos y doctrinas cuyas
contradicciones hemos puesto en evidencia, nos valdremos para
nuestro propósito de autores católicos y en especial de las
autorizadas opiniones de Jean Danielou, el teólogo francés ya
citado, a quien sus estudios sobre temas trascendentales del
espíritu están dando justa fama en el mundo de la moderna teología.
Danielou es, como ya hemos señalado, sacerdote jesuita, dedicado
principalmente a la enseñanza.
No entraremos a discutir el hecho de la existencia de Dios.
Sobre esta cuestión se han escrito inútilmente millones de páginas.
La Biblia nos lo presenta como existiendo. No dice de dónde salió
ni desde cuando existe. Nos basta con saber que existe. Y añade la
Biblia que el deseo de Dios es “que todos los hombres sean salvos
y vengan al conocimiento de la verdad”111 . Pero ni la salvación ni el
conocimiento de la verdad podrán obtenerse con una concepción
confusa, vaga y deformada de Dios, como demuestran tener los
seguidores de las apariciones.
Enrique López Galuá plantea el problema con acierto. Escribe:
“Cuando preguntamos si Dios existe, ¿qué entendemos por Dios?”
“Algunos creen que ese ser que llamamos Dios es un señorón de
figura humana, muy venerable y muy viejo ya, que anda por encima
de las nubes paseándose de astro en astro y no dejándose ver, sin
embargo, de ningún mortal. Los que así piensan no se dan cuenta
que la herejía antropomorfita fue condenada por la Iglesia y de que
el catecismo dice con gran sencillez y con gran verdad que Dios,
como Dios, no tiene figura corporal a la manera del hombre y que,
si Jesucristo tiene esa figura corporal, es por ser un compuesto
teándrico, es decir, a la par que Dios, hombre, y bajo este último
aspecto aparece con figura humana. No hay que concebir, pues, a
Dios como un emperador humano vestido de mucho poder, que se
oculta en las alturas inaccesibles. Por haberlo concebido así,
muchos se han hecho ateos al ver que ese ser misterioso no aparecía
jamás, ni de él se ocupaba la prensa, como se ocupan de los grandes
personajes que se dejan ver en las grandes ciudades y realizan
aparatosos viajes”112 .
¿No es exactamente eso lo que ocurre en Lourdes, Fátima y demás
santuarios católicos? ¿No se materializa todo el mundo de lo
espiritual en imágenes talladas? ¿No hay lienzos que nos presentan
a Dios Padre como un amable anciano de cabellos y barbas blancas?
La prensa del mundo católico, ¿no echó las campanas al vuelo y
lanzó ediciones especiales cuando una bonita imagen que decían ser
reproducción de la aparición de Fátima recorrió varios países en un
viaje que duró de Octubre de 1950 a Enero de 1952? Todo eso ¿no
es herejía antropomorfita? ¿No contribuye a fomentar el ateísmo?
Entre otros errores, la fabricación de esas muñequitas–imágenes da
lugar a que se forme un concepto material de la Dinidad. Jesús
declaró de manera contundente que “Dios es Espíritu”. “A Dios
nadie le vio jamás”. Y a los judíos les dijo: “Nunca habéis oído su
voz, ni habéis visto su aspecto”113 . “El error de las falsas filosofías
–dice Danielou– radica precisamente en hacer de Dios un objeto, en
pretender apoderarse de Él por medio de la inteligencia. Aquello de
que la inteligencia logra apoderarse ya no sería Dios, sino que, por
el contrario, habrá que decir que el descubrimiento de Dios obliga a
la inteligencia a una conversión radical, a una descentración de sí
misma. Y esa conversión es el conocimiento mismo de Dios.
Porque Dios no puede ser abordado más que en cuanto existente y
con existencia personal. A sus alturas, mi acto de inteligencia
aparece también en él como un acto existencial, como acto de un ser
existente. Y en cuanto tal, depende de Dios... Conocer a Dios no
significa reducirle a nuestra inteligencia, sino, al contrario,
reconocerse como limitado por Él”114 .
Ahora bien: a ese Dios que limita nuestra inteligencia con su infinita
sabiduría, que en sus arcanos ocultos permitió que todas las gentes
quedasen envueltas en la incredulidad para luego tener misericordia
de todos115 , no se le puede conocer a través de torpes revelaciones
que se contradicen de continuo. Si nos viéramos en la necesidad de
juzgar el carácter moral y la justicia de Dios por lo que de Él nos
cuentan las aparecidas de Lourdes y de Fátima, nos encontraríamos
en un verdadero apuro ante los ojos de los inconversos. Si para
saciar nuestra sed de Dios sólo dispusiéramos de las turbias aguas
que nos llegan de los santuarios católicos, sería preferible morir de
sed con nuestras gargantas abrasadas en el desierto de la razón. “Es
un rasgo sublime en la historia el afán con que la humanidad busca a
Dios. Y sin embargo, este impulso, el más noble y respetable del
hombre, ¡cuántas veces se detiene en la adoración de unos ídolos!
El ímpetu con que el orante asedia al cielo, en busca de expiación y
perdón, ¡cuántas veces resulta estéril!”116 .
Dios, Su Persona, Su Voluntad para nuestras vidas, Sus demandas
de amor, Su obra a favor de los pecadores no pueden conocerse más
que acudiendo a la fuente de su revelación: la Biblia. Así lo entiende
Danielou: “Lo que el hombre consigue no es más que lo que de
Dios se puede conocer a través de las cosas visibles. Pero lo que
Dios es en sí mismo sigue siendo para él unas tinieblas
impenetrables en donde no penetra nada por refracción. Esa es la
razón de que Dios no sea conocido en el misterio de su existencia
más que a través de la Revelación que ha hecho Él mismo de sí y
que constituye el objeto de la fe... La fe actúa esencialmente sobre
hechos divinos. Consiste principalmente en afirmar que Dios
interviene en la historia humana. Los hechos en cuestión son los
que nos relata la Biblia, que no es propiamente más que una
historia, la historia de las obras de Dios, no de las obras del
hombre... La lectura de la Biblia, al mismo tiempo que nos presenta
las obras de Dios, es la fuente de la revelación y el punto de partida
de la fe”117 .
Si la Biblia es la fuente, es decir, el origen, el manantial de la
revelación y el punto principal y básico de donde debe partir
nuestra fe, es natural que más que ninguna otra cosa nos interese
conocer el pensamiento del Dios que se revela en sus páginas
sagradas. Y lo que esas páginas nos dicen es que Dios no comparte
su gloria con ser alguno, ni terreno ni celestial. No puede, no quiere
compartirla. Está bien claro en la Biblia: “Yo Jehová; éste es M i
nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas. Por
mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea mancillado mi
nombre, y mi honra no la daré a otro”118 .
El Dios de la Biblia es un Dios Único, espiritual. Un Dios que no
sólo está muy por encima de toda representación material que de Él
pueda hacerse, sino que además abomina de las imágenes, las
condena e incluye en esa misma condenación a cuantos las fabrican
y las adoran. Así se expresa el salmista:
No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros,
sino a tu nombre da gloria,
por tu misericordia, por tu verdad.
¿Por qué han de decir las gentes:
Dónde está ahora su Dios?
Nuestro Dios está en los cielos;
Todo lo que quiso ha hecho.
Los ídolos de ellos son plata y oro,
obra de manos de hombres.
Tienen boca, mas no hablan;
tienen ojos, mas no ven;
orejas tienen, mas no oyen;
tienen narices, mas no huelen;
manos tienen, mas no palpan;
tienen pies, mas no andan;
no hablan con su garganta.
Semejantes a ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en
ellos”119 .
Abandonar a Dios, al Dios grande de la Biblia para ponerse bajo
la tutela de imágenes fabricadas en Lourdes y Fátima supone una
tremenda aberración espiritual, un pecado grave. La imagen de una
Virgen cualquiera formada con oro y pedrería, hábilmente tallada
por el artista, no puede compararse en gloria ni en poder al Dios
que existe desde todas las edades. Cuando se deja a Dios para andar
en procesión tras la figura de una Virgen es porque se ha perdido
toda conciencia del carácter y de la presencia del Dios verdadero.
Este Dios bíblico no puede ser sustituido por una imagen. Resulta
humillante para Él.
Por desgracia, el peregrino que frecuenta los santuarios tiene
una fe muy pobre. Su fe no puede sustentarle “como viendo al
invisible”120 y necesita tener ante sus ojos “algo”, una
representación material. Estiman más a la imagen que pueden ver
que al Dios invisible que escapa al ojo humano y es perceptible
únicamente por el espíritu. Están más contentos con una
falsificación visible que con una invisible realidad. Como bien dice
un estudioso de la Biblia, “en todos los tiempos han tenido la
tendencia a levantar imitaciones de las realidades divinas y
apoyarse sobre ellas. Las falsificaciones de la religión se han
multiplicado extremadamente ante nuestros ojos. Las cosas que por
la autoridad de la Palabra de Dios sabemos que son realidades
divinas y celestes, la Iglesia las ha transformado en imitaciones
humanas y terrenas. Cansada de apoyarse sobre un brazo invisible,
de confiar en un sacrificio invisible, de recurrir a un sacerdote
invisible, de esperar en la dirección de un jefe invisible, se ha
entregado a “hacer” estas cosas; y así, de siglo en siglo, ha estado
activamente ocupada, cincel en mano, formando y grabando una
cosa tras otra, de tal suerte que ahora no hallamos ya más analogía
entre una gran parte de lo que vemos en torno nuestro y lo que
leemos en la Palabra de Dios, que la que existe entre el “becerro de
oro” y el “Dios de Israel”121 .
Pero el Dios bíblico protesta contra todo otro culto que no
vaya dirigido a Él porque es un Dios “celoso”. Así se expresa el
escritor inspirado hablando de parte de Dios: “No te has de inclinar
a Dios ajeno; que Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso
es”122 . Dios es celoso del amor y de la adoración del hombre y no
admite la repartición del culto que el hombre le debe a Él con otros
dioses o seres inferiores, sean quienes sean y tengan el rango que
tengan. Explica Danielou: “La Biblia emplea la palabra “celosía” en
el sentido de las exigencias del esposo en relación a la esposa y
viceversa, que les empuja a no aceptar que el amor de que se ha
hecho entrega una vez vuelva a ser retirado jamás. En este sentido,
la “celosía” es la expresión misma de la fidelidad conyugal y de su
nobleza... Significa que Dios no admite el hecho de que se dé a otro
que no sea Él ese homenaje absoluto de amor que es la adoración”.
Luego, en virtud de esa “celosía”, Dios prohíbe toda otra forma
de culto, ya sea a las aparecidas de Fátima o de Lourdes o a los
seres que pueblan los cielos. Otra vez Danielou: “En el Antiguo
Testamento, la “celosía” de Dios se nos presenta por primera vez a
propósito de la condenación de los ídolos: “No harás imágenes
talladas ni figura alguna de cuanto hay arriba en el cielo y de cuanto
hay abajo en la tierra. Porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios
celoso”. La “celosía” de Dios aparece aquí como la expresión del
monoteísmo. Quiere decir que Dios no admite que ninguna criatura
reciba el honor que no le es debido más que a Él. Y todo esto dentro
de los límites y como derivación de la alianza. Y ahí está la razón de
que las infidelidades de su pueblo, al que ha unido a Sí “como una
virgen pura”, para servirnos de la expresión paulina, son adulterios
que sublevan su cólera”.
“Lo que aparece claro a través de la “celosía” de Dios es la
intensidad, la violencia del amor divino, en su naturaleza irracional
y misteriosa. Y esta expresión antropomórfica que escandaliza a los
fariseos, es una de las que más hondo nos permiten calar en el
misterio de Dios. Nos permiten llegar hasta lo que Guardini ha
llamado “lo serio del amor divino”, es decir, el hecho paradójico y
desconcertante de que Dios concede importancia a nuestro amor y
se pone, de esa forma y en cierto sentido, a nuestra disposición.
Qué lejos estamos del Dios de la razón y de su suficiencia olímpica.
El Dios vivo se nos presenta como comprometido con su creación,
como haciéndose, hasta cierto punto, solidario con ella. Y esta
solidaridad se manifestará en el gesto esencial de su amor, el de la
Encarnación. De esa forma, las relaciones entre el hombre y Dios
adquieren su significación trágica. La “celosía” de Dios nos pone de
manifiesto el valor que Dios concede a cada alma, y da a su amor el
carácter de un lazo personal”123 .
La prueba palpable del “celo” de Dios por el alma del hombre,
la demostración fehaciente de su amor podemos encontrarla en el
pesebre de Belén y en la cruz del Calvario. Cristo, uno con el Padre
desde la eternidad de los tiempos, se encarnó en cuerpo humano y
dejóse crucificar voluntariamente en la cruz para redimir a la raza
humana de la culpa que le afligía y trazarnos el camino al cielo, en la
verdad de su Evangelio y en la vida que ofrendó como pago de
nuestras culpas. Es así como el Dios de la Biblia acude en auxilio de
sus criaturas. No les impone condiciones ni les manda hacer
penitencias. Les pide sólo que crean en Su amor, que confíen en el
remedio que ha provisto para salvarles, que acepten el Don que les
envía desde el cielo.
Cristo vino como una respuesta a la angustia humana. Era el
Redentor que necesitábamos los que estábamos mordidos por el
áspid venenoso del pecado. El eminente profesor y sacerdote
húngaro Antal Schütz Sch. P., M iembro de la Academia de Ciencias
de Hungría, dice que “uno de los fenómenos sorprendentes de la
historia de las religiones, es que en el siglo VI antes de Cristo, en
todos los territorios culturales del mundo conocidos a la sazón,
surgieron grandes genios religiosos, que con distintas doctrinas, con
distintos ideales, representaban una sola idea: que toda la vida
religiosa debe reconcentrarse en asegurar la liberación del pecado y
la amistad y unión con Dios. En la China aparecen Lao–tse y su
discípulo Kong–tse, Buda a las orillas del Indo, Zoroastro en
Persia, en la Palestina los grandes profetas con Isaías y M iqueas a
su cabeza, en Grecia las religiones de misterio de Eleusis, de
Demeter, etc... y empiezan a saturar la religión popular, que iba ya
a ras de tierra. Y ellos influyeron principalmente en que los
espíritus que sentían de un modo consciente el anhelo más
profundo de las masas, llegasen a la conclusión, expresada con vigor
por el Prometeo de Esquilo: “No esperes poderte librar de tu
agobio mientras no aparezca un Dios que te sustituya en el dolor,
un Dios que esté dispuesto a bajar por tu amor al reino sin sol del
Hades y a los oscuros abismos del Tártaro” (Prometeo encadenado
1016–20)124 .
Ese anhelo profundo de redención divina se expresa en el grito
trágico del profeta Isaías: “Oh, si rompieses los cielos y
descendieras”125 . Los cielos se rompen y de ellos baja el Redentor
del M undo, el M esías prometido por largos años, el Amado del
Padre. “Cuando vino el cumplimiento del tiempo –dice San Pablo–,
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estábamos bajo la ley, a fin de que recibiésemos
la adopción de hijos”126 . El Dios de la Biblia llega así a la cumbre
de sus revelaciones, a la última y más importante demostración de
su existencia, de su poder y de su amor. El autor de la Epístola a
los hebreos nos dice que “Dios, habiendo hablado muchas veces y
de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en
estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó
heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo”127. El
Dios oculto de los patriarcas y de los profetas se revela ahora en
Cristo. San Juan dice que “A Dios nadie le vio jamás”, pero agrega
seguidamente: “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él
le declaró”128 .
“Esta revelación –comenta Danielou– que en los Sipnópticos
está todavía velada, aparece en San Juan en toda su plenitud. El
Hijo único, distinto del Padre, comparte enteramente su naturaleza
divina: “El Padre y yo somos una misma cosa”. La obra de la
salvación es obra común del Padre y del Hijo: “El Padre ama al Hijo
y le manifiesta todo lo que hace”. El Hijo es enviado por el Padre y
el Hijo realiza la misión que el Padre le ha encomendado; y esta
misión es la de dar a conocer al Padre y comunicar su vida. Pero,
como no forma más que una sola cosa con el Padre, quien le ve a Él
ve al Padre y quien cree en Él tiene la vida eterna. Así, a través de la
misión del Verbo, se pone de manifiesto al mismo tiempo la
Trinidad de Personas y su unidad; la vida eterna, que es la vida
misma de Dios, se avecina en Él al hombre para apoderarse de él y
vivificarle... Es el llamamiento dirigido al hombre por el Padre para
participar en la vida del Hijo por el don del Espíritu Santo”... “El
Padre se complace y ordena, el Hijo opera y crea, el Espíritu
alimenta e incrementa y el hombre camina poco a poco hacia la
perfección” (San Ireneo)129 .
Jesucristo es la revelación definitiva de Dios, “después de la
cual –agrega Danielou– ya no puede haber otras, porque Dios, en el
Verbo, se ha manifestado en toda su plenitud”. Por tanto, nada
pueden decir al hombre moderno las revelaciones o apariciones de
Fátima y de Lourdes. Nada pueden añadir a lo ya revelado. El
mundo no necesita de sus mensajes porque Dios ya ha dicho todo
cuanto tenía que decir. No hemos dudado en transcribir toda esa
relación exhaustiva de citas, algunas de ellas largas, porque nuestra
intención es mostrar al lector que según los autores católicos
romanos más serios, el hombre no necesita para nada lo que puedan
decirle las vírgenes de Lourdes o de Fátima, porque en los
Evangelios tiene la Palabra de Cristo, la revelación del Dios de toda
la Biblia, lo cual es más que suficiente para satisfacer todas las
necesidades espirituales, por muy exigentes que sean.
La superstición que se siente hacia esas apariciones ha de
sustituirse por una fe sencilla y sincera en Cristo. “El que en él cree
no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque
no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”130 .
“La fe religiosa –dice el jesuita alemán Peter Lippert– es
reconocimiento humilde de la divinidad, de la divina belleza,
bienaventuranza, excelsitud de esa realidad a la que se ciñe dicha fe:
la existencia y esencia de Dios, sus decretos, sus obras y sus
promesas. Incluso la fe cristiana no es un mero aceptar algunos
enunciados religiosos, sino que es una afirmación, nacida de lo
íntimo del corazón, en favor de la realidad anunciada, es decir, una
decisión de la voluntad en favor de esa realidad, una veneración,
admiración, ansia de dicha realidad y de la felicidad que de ella se
espera. Siempre es fe de salvación”131 .
En la fe bíblica, que es fe que salva, intervienen dos elementos
principales: el arrepentimiento y la aceptación. La fe que reclama el
Dios de la Biblia no es un creer hoy y olvidar mañana ni un creer
por lo que vea”. La fe que salva no es confiar en tal o cual Virgen ni
asistir a uno u otro santuario; no es aceptar por bueno el mensaje
de una aparecida y divulgarlo creyendo que así estamos haciendo
un bien.
El primer paso de la fe es el arrepentimiento. El alma, desnuda
ante la presencia de Aquél cuyo ojo lo escudriña todo, hace un
examen íntimo y siente tristeza por sus culpas, por todos aquellos
pecados que dañan la moral divina. Es entonces cuando viene el
arrepentimiento, que en el sentido bíblico no significa sentir una
tristeza pasajera por haber ofendido a Dios, sino una renuncia
sincera al pecado, un quebrantamiento del corazón iluminado por el
Santo Espíritu y una confesión abierta, amplia y sincera al Dios
que nos ve en secreto, el cual nos recompensará en público. Cuando
el Apóstol San Pedro predicó su famoso discurso en el nacimiento
del Espíritu Santo, la multitud, convencida de su culpa para con
Dios, preguntó compungida: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”.
Y la respuesta de Pedro fue: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de
vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados”.
Y en otro discurso famoso el Apóstol insistió: “Arrepentíos y
convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”132 .
El segundo paso es la aceptación de la salvación. El
arrepentimiento trae consigo el Don de Dios que es la salvación
eterna. Dios la ofrece gratuitamente en la persona de Su Hijo. Nadie
puede obtenerla, sin embargo, a menos que se haya arrepentido
previamente de sus pecados. Hecho esto, no queda más que aceptar
lo que Dios ofrece gratuitamente y vivir feliz con la salvación de
Dios, ajustando nuestra vida a las demandas divinas tal como se
contienen en la Biblia. Dice el profeta: “A todos los sedientos:
Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid... Buscad a
Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está
cercano. Deje el impío su camino y el hombre inicuo sus
pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él
misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar...
Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados
fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren
rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”133 . Esta
invitación constante de Jehová en el Antiguo Testamento se repite
por Jesús en el Nuevo, llamando al hombre pecador, al peregrino
cansado para depositar toda la carga en sus hombros amorosos:
“No queréis venir a mí para que tengáis vida... Venid a mí todos los
que estéis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi
yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”134 .
Cuando la fe nos ha llevado al arrepentimiento y a la aceptación
de la salvación que Dios ofrece, entonces empezamos a participar
de la naturaleza divina, ahora caída en nosotros a causa del pecado.
Arrepentidos ya, convertidos a Cristo, perdonados de nuestros
pecados y limpios por su sangre, de criaturas de Dios pasamos a
ser hijos de Dios, con todos los derechos y privilegios, con todas
las gloriosas responsabilidades que nos confiere nuestra nueva
naturaleza espiritual. “A todos los que le recibieron, a los que creen
en su nombre, les dio potestad, de ser hechos hijos de Dios...
M irad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos
de Dios... Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado
lo que hemos de ser”135 .
Obrando así, podemos tener la completa seguridad de que
nuestra fe religiosa descansa sobre una roca firme, sobre la Verdad
de Dios que el paso de los siglos y la sucesión de engaños religiosos
no han podido ni podrán borrar jamás. El testimonio de nuestra
propia conciencia cristiana nos dirá que estamos siguiendo las
huellas de Cristo, andando tras las pisadas del M aestro y no por
los senderos tortuosos de la impostura religiosa. Y así, “mirando a
cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el
Espíritu del Señor” y nuestra vida cristiana será “como la luz de la
aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto”136 .
El camino a Dios no pasa por San Sebastián de Garabandal, ni
por Lourdes, ni por Fátima; pasa por Cristo, quien lo trazó con su
propia sangre y por la Biblia, palabra fiel y pura de ese Dios
inmensamente bondadoso.
Notas
1.– Raúl A. Arango. Las Lecciones de Fátima. Santander
1962, pág. 12.
2.– René Pache. L´au–Delà. Iverdón, Suiza 1955, páginas 77–93.
3.– Juan 16:8–9; Romanos 2:14–15, etc.
4.– Deuteronomio 4:5–14 con Exodo 24:3–4; 20 de Timoteo 3:15–
17, etc.
5.– Colosenses 2:18–19; Apocalipsis 19:10; 22:8–9, etc.
6.– Santo Tomás. Compendio de la S uma Teológica. Buenos
Aires 1945, páginas 54–55.
7.– Véanse los relatos de la resurrección en M ateo 28, M arcos 15,
Lucas 24, Juan 19 y 20 y el primer capítulo de los Hechos.
8.– Confróntense los capítulos 9, 22 y 26 de los Hechos de los
Apóstoles.
9.– Véase Vida y Misterios de la Virgen María, por Pedro de
Rivadeneira S. J., M adrid 1926, edición del Apostolado de la
Prensa. El capítulo 10 trata de la Asunción de M aría.
10.– Sir J. F. Davis. China. Tomo 1, páginas 354–355, citado por
Alexander Hislop en The Two Babylons, New York 1945, páginas
125–126.
11.– Vida y Misterios de la Virgen María. Página 181.
12.– 1ª de Tesalonicenses 4:16, versión Nácar–Colunga.
13.– Lucas 16:22 y 23:43. Véase también Apocalipsis 6:10–11;
14:13, etc.
14.– Antonio Royo M arín. Teología de la Perfección Cristiana.
Edición de la BAC, M adrid 1958, página 817.
15.– Puede verse el libro Out of the Laberinth, del ex Bsacerdote
católico L. H. Lehmann, páginas 50–63. En español, entre otros,
¿Existe el Infierno?, de René Pache, traducido por Juan Antonio
M onroy, páginas 70–73.
16.– L´au–Delà, páginas 57–59.
17.– Juan de M aldonado, S. J. Comentarios a los Evangelios,
edición de la BAC, M adrid 1954, tomo II, página 711.
18.– Vicente de M anterola. El S atanismo, Barcelona 1879,
páginas 194–196. Se trata de una serie de conferencias dadas por el
autor en refutación del espiritismo, muy interesantes desde el
punto de vista de las apariciones que aquí tratamos.
19.– Las Lecciones de Fátima. Páginas 3–4.
20.– San M ateo 18:1–11.
21.– San Lucas 15:7 y 10.
22.– C. Barthas, Las Apariciones de Fátima. Barcelona 1955,
página 46.
23.– Ezequiel 18:20.
24.– Romanos 14:2.
25.– Isaías 53:4.
26.– Las Apariciones de Fátima. Páginas 43 y 58.
27.– San Lucas 1:38 y 46–48, versión católica de Bover–Cantera.
28.– San Bernardo, Obras Completas. Edición preparada por
Gregorio Díaz Ramos, O. S. B. para la B.A.C., M adrid 1955,
Tomo II, páginas 1177 y 1181.
29.– M ichel de Saint–Pierre, Bernardette et Lourdes, Bélgica,
página 49.
30.– Isaías 32:2.
31.– M ateo 11:28.
32.– San Juan 14:6.
33.– 1ª de Timoteo 2:5.
34.– Hechos de los Apóstoles 4:12.
35.– 1ª de Juan 2:1–2.
36.– San Agustín, S ermones sobre la Epístola Primera de S an
Juan, comentados por Daniel Ruiz Bueno, C. M . F., M adrid 1946,
páginas 82–83 y 105.
37.– Bernardette et Lourdes, páginas 22, 39 y 44.
38.– Las apariciones de Fátima, páginas 79 y 87.
39.– Luis Gonzaga De Fonseca S. J., Las Maravillas de Fátima,
Séptima edición española, traducción de Facundo Díez S. J.,
Barcelona 1951, página 30.
40.– Joseph Zacchello, Ins and Out of Romanism, Canadá 1950,
pág. 116.
41.– 2ª de Tesalonicenses 1:9.
42.– Véase Luis Boa Domínguez, Lourdes: Ayer y Hoy , Editorial
Sal Terrae, Santander, páginas 14–15.
43.– Las Maravillas de Fátima, páginas 30–31.
44.– Véase Alexander Hislop, The Two Babylons , página 187 y
siguientes.
45.– F. F. Rivas, Curso de Historia Eclesiástica, tercera edición,
M adrid 1905, Tomo III, página 181.
46.– Las Maravillas de Fátima, página 48.
47.– Las Apariciones de Fátima, páginas 22–23.
48.– San M ateo 26:26–28.
49.– San Lucas 22:19 y 10 de Corintios 11:24–26.
50.– Véase la obra del jesuita alemán Hubert Jedin, Breve Historia
de los Concilios, traducida por Alejandro Ros y publicada por
Editorial Erder, Barcelona 1960, página 58. 51.– Juan C. Varetto,
El Evangelio y el Romanismo, Buenos Aires 1953, página 64.
52.– Curso de Historia Eclesiástica, tomo II, página 167.
53.– 1ª de San Pedro 3:21.
54.– Canónigo Joseph Belleney, S ainte Bernardette, París 1937,
página 120.
55.– Las Apariciones de Fátima, páginas 156 y 79.
56.– Así lo afirmó el periodista R. M ontero en el largo artículo que
publicó sobre los acontecimientos de Garabandal en el número
extraordinario del semanario Por Qué, de Barcelona, Octubre de
1961.
57.– Las Lecciones de Fátima, página 18.
58.– Véase Las Maravillas de Fátima, página 380.
59.– Véase Las Apariciones de Fátima, página 156.
60.– Éxodo 20:4–5.
61.– Deuteronomio 4:15–16.
62.– Deuteronomio 27:15.
63.– Curso de Historia Eclesiástica, página 71, Tomo I. En el
mismo tomo pueden verse las páginas 96, 97, 126, 132, 134, 153 y
155 entre otras, donde abundan referencias a la condenación de
imágenes por los cristianos primitivos.
64.– Curso de Historia Eclesiástica, tomo I, páginas 295–296.
65.– Curso de Historia Eclesiástica, tomo I, página 310.
66.– Breve Historia de los Concilios, páginas 40–41.
67.– Curso de Historia Eclesiástica, página 330, tomo I.
68.– Fray Justo Pérez de Urbel, S an Pablo, Ediciones Fax,
M adrid, página 15.
69.– José Barreiro, Vademecum Histórico del Pontificado
Romano, páginas 279 y 361. 70.– Hechos de los Apóstoles 19:23–
28.
71.– Este pasaje procede de un libro raro que poseemos en nuestra
biblioteca particular. No lleva pie de imprenta ni fecha de
publicación. Su título es Carrascón y está escrito en castellano
antiguo. Una nota introductoria dice que su autor fue un tal Tomás
Carrasco, a quien el poeta italiano Lucio Frezza dedicó unos
versos. La nota añade que Tomás Carrasco nació al final del reinado
de Felipe II. Fue fraile en Burgos y estudiante en Artes en el
convento de San Agustín de aquella ciudad. M e ha llamado la
atención una nota en la primera página donde se dice que el libro se
imprime “para bien de España”. ¿Será esto cierto? ¿Desaparecerán
un día las imágenes de España?
72.– Isaías 40:18–20 y San Juan 4:24.
73.– Las Apariciones de Fátima, página 58.
74.– Las Maravillas de Fátima, página 52.
75.– Véase Paul Blanchard, The Fatima Spectacle, en Freedom and
Catholic Power in S pain and Portugal, Nueva York 1962,
páginas 238–240.
76.– Agencia France Presse, 27 Agosto 1963.
77.– Agencia Efe, 29 de Agosto 1963.
78.– Citado en el diario madrileño Ya, 13 Septiembre 1963.
79.– Las Maravillas de Fátima, página 52.
80.– San M ateo 23:9.
81.– Pueden verse los siguientes pasajes del Nuevo Testamento:
Romanos 1:1; Primera de Corintios 1:1; San Lucas 6:13; Hechos de
los Apóstoles 1:20; Primera de Pedro 1:1 y Segunda de Pedro 1:1.
82.– Véase Hechos de los Apóstoles 20:28; Filipenses 1:1; Primera
de Timoteo 5:17; Primera de Pedro 5:1–2; Tito 1:5–
7, etc.
83.– D. Felipe Scio de San M iguel, La S agrada Biblia, comentario
a M ateo 23:9, Tomo I del Nuevo Testamento, página 83.
84.– Véase Freedom and Catholic Power in S pain and
Portugal, página 240.
85.– Las Apariciones de Fátima, página 58.
86.– Jeremías 23:32.
87.– S ainte Bernadette, página 53.
88.– Lourdes Ayer y Hoy, página 14.
89.– R. M ontero, en el semanario Por Qué, Octubre 1961, página
28.
90.– Primer libro de Samuel, 28:14.
91.– San M ateo 17:1–9.
92.– San Lucas 16:19–31.
93.– Las Maravillas de Fátima, página 321, nota.
94.– El S atanismo, página 194.
95.– Teología de la Perfección Cristiana, página 823.
96.– San M ateo 4:23–24.
97.– A. Rendle Short, La Biblia y las Investigaciones Modernas,
Buenos Aires 1945, página 145.
98.– San Juan 12:37.
99.– Véase el libro Jesucristo el S anador, por T. L. Osborn,
publicado en Tulsa, Estados Unidos, sin fecha, que tiene la
desgracia de estar redactado en un castellano malísimo, pecado este
del que adolecen muchas publicaciones castellanas de las Américas.
100.– Santiago 5:15–16.
101.– Santiago 4:3.
102.– Alexis Carrel, La Oración, M adrid 1946, página 26.
103.– Las Apariciones de Fátima, página 79.
104.– Jeremías 33:6; 8–9.
105.– M ás detalles sobre el dios Esculapio pueden verse en Juan B.
Bergua, Mitología Universal, Ediciones Ibérica, M adrid, páginas
223 a 232 y la nota 208 en página 830.
106.– Véase William J. Fielding, S trange S uperstitions and
Magical Practices, Filadelfia 1945, páginas 170 a 181.
107.– Jean Danielou, Dios y Nosotros, traducción de Florentino
Pérez, Ediciones Taurus, M adrid 1957.
108.– Paul Rostenne, La fe de los Ateos , traducción de Enrique
Segovia y José M artínez, Ediciones Fomento de Cultura, Valencia,
página 12.
109.– Claudio Gutiérrez M arín, La Humanidad Arrodillada,
Editorial La Aurora, M éxico 1955, prólogo.
110.– Isaías 3:12.
111.– 1ª Timoteo 2:4.
112.– Enrique López Galuá, Buscando a Dios, Editorial M oret, La
Coruña 1949, página 23.
113.– San Juan 1:18; 4:24; 5:37.
114.– Dios y Nosotros, página 58.
115.– Romanos 11:32.
116.– Antal Schültz, Sch. P., Dios en la Historia, Ediciones
Studium, traducción del Dr. Antonio Sancho, Argentina 1949,
página 159.
117.– Dios y nosotros, páginas 77, 78 y 80.
118.– Isaías 42:8; 48:11.
119.– Salmo 115:1–8.
120.– Hebreos 11:27.
121.– C. H. M ., Estudios sobre el libro del Éxodo, Grant
Publishing House, Los Ángeles, California, 1929, páginas 289–290.
122.– Éxodo 20:5 y 34:14.
123.– Dios y Nosotros, página 100.
124.– Dios en la Historia, páginas 159–160.
125.– Isaías 64:1.
126.– Gálatas 4:4–5.
127.– Hebreos 1:1–2.
128.– San Juan 1:18.
129.– Dios y Nosotros, páginas 120, 114 y 116.
130.– San Juan 3:18.
131.– Peter Lippert, De lo Finito a lo Infinito, página 132.
132.– Hechos de los Apóstoles 2:37–38 y 3:19.
133.– Isaías 55:1, 6–7 y 1:18.
134.– San Juan 5:40 y San M ateo 11:28–29.
135.– San Juan 1:12 y 10 de San Juan 3:1–2.
136.– 2ª de Corintios 3:18 y Proverbios 4:18.