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EL MITO DE LAS
APARICIONES
Juan Antonio Monroy

Juan Antonio Monroy


El mito de las
apariciones | A quien leyere 423
A quien leyere…
En el verano de 1961, hallándome yo en Londres, un abogado
inglés invitó a un sacerdote católico romano y a mí para que
participáramos en una conferencia sobre libertad religiosa en París.
Después de la conferencia, que se celebró en un céntrico hotel de la
capital francesa, el sacerdote húngaro me dejó un periódico en el
cual se publicaba un breve suelto hablando de unas apariciones
misteriosas en una aldea santanderina. Cuatro niñas decían que
veían a la Virgen y hablaban con ella. Era una de las primeras
noticias que se publicaban en el extranjero sobre este extraño
suceso, y el redactor no era claro en sus explicaciones. Esta fue la
primera noticia que tuve de los acontecimientos en San Sebastián de
Garabandal. Yo siempre había deseado poner de manifiesto las
contradicciones de todo orden que había observado en las
apariciones de Lourdes y de Fátima, según los libros que había
leído acerca de estas apariciones. Por eso decidí aprovechar la
oportunidad que me ofrecían estas cuatro niñas españolas, quienes
desde el alto pico de una aldea casi ignorada en la provincia de
Santander, pasaron a ser actualidad internacional.
Como el tema de las apariciones me intrigaba desde mucho
tiempo atrás, opté por hacer un viaje a la aldea y hablar con las
niñas personalmente. El resultado de este viaje lo expongo en la
primera parte del libro. Fue primeramente publicado en el periódico
LA VERDAD, que me cabe el privilegio de dirigir. El lector
acostumbrado a leer periódicos advertirá que esos cuatro cortos
capítulos están escritos en forma de reportajes. Nada he querido
cambiar de ellos, ni el estilo literario.
En la segunda parte del libro me aparto intencionadamente de lo
ocurrido en la localidad española y analizo algunas de las
incompatibilidades que existen entre lo que las vírgenes aparecidas
dicen y lo que dice Dios en la Biblia. Luego trato de explicar el
origen de ese mundo fantástico de las apariciones y termino con un
llamamiento a la conciencia del lector sincero para que se aparte de
la impostura y dirija sus pasos por el camino de la Verdad.
Este libro no lo he escrito para académicos ni para intelectuales
de talla. Estos están inmunizados contra el mito de las apariciones.
No son ellos precisamente quienes se distinguen por sus visitas a
los santuarios católicos.
Esta obrita la dedico al pueblo, a esa masa de peregrinos que
arrastra sus enfermedades físicas y espirituales de un santuario a
otro, de una a otra Virgen.
Teniendo esto en cuenta, he usado un vocabulario popular, lo más
sencillo que he podido, para que los sencillos me entiendan.
Sé y lo admito, que en algunos pasajes mi lenguaje es atrevido,
duro, hasta violento. No lo he podido evitar. Es la reacción natural
de un ser que ha vivido el engaño que ahora repudia. No se trata, en
modo alguno, de un vocabulario elegido para la ofensa. No. Es la
sublevación de un espíritu sincero contra la desviación religiosa,
contra el suicidio colectivo de las multitudes en los hábiles lazos del
Enemigo. Es la indignación de un alma creyente contra los falsos
guías religiosos que conducen al rebaño a la perdición.
M is quejas van dirigidas contra una institución religiosa, no contra
los individuos miembros de esa institución, aunque bien sé que el
hombre es inseparable de su ideal. Pido excusas, pues, a las
personas que pudieran sentirse heridas con mi manera de exponer
los errores en que incurren las apariciones.
Recuerden estas personas que son los mediquillos débiles, los
indecisos, los que por falta de carácter y de dignidad profesional se
limitan a suministrar al paciente calmante tras calmante, sin
decidirse a atacar la enfermedad de frente. Por el contrario, el
cirujano responsable no vacila en amputar el brazo o la pierna con
tal de salvar el resto del cuerpo. Nos causa un daño momentáneo,
pero nos cura para siempre.
La salvación de un alma bien vale las heridas morales que la lectura
de este libro pueda causarle. A la larga lo agradecerá.
Por lo demás, haga Dios que su lectura sencilla ilumine muchos
cerebros cegados por el oscurantismo religioso y resplandezca en
ellos la divina luz del Evangelio.
PRIMERA PARTE
Capítulo I

Empieza el mito
Por la prensa tuve conocimiento de los extraños
acontecimientos que estaban ocurriendo en una aldea de la
provincia de Santander. Al principio, los relatos que leía eran un
poco confusos. Luego las noticias concretaban más. En San
Sebastián de Garabandal, una aldea situada a setenta y ocho
kilómetros de Santander, limitando con las provincias de Palencia,
León y Asturias, la Virgen y los ángeles se estaban apareciendo casi
a diario a cuatro niñas de la aldea. La primera aparición tuvo lugar el
18 de Junio de 1961. La noticia fue propagándose como la pólvora.
A San Sebastián de Garabandal empezaron a acudir peregrinos de
toda España y de más allá de nuestras fronteras, deseosos todos de
presenciar aquellos “milagros” y de hablar con las niñas. Acudieron
periodistas y reporteros gráficos y la noticia se extendió por todos
los rincones de nuestra geografía peninsular. Dos meses después de
la primera aparición, el periodista Carlos Echeve enviaba al
semanario barcelonés Por Qué un amplío reportaje ilustrado con
fotografías de las niñas, que apareció en el número 45 de la citada
revista. Anteriormente, con fecha 26 de julio de 1961, la misma
revista publicó otro reportaje sobre el caso, enviado desde Galicia
por Ángel de la Vega. En su información, Carlos Echeve decía:
“Sí. Reportero y servidor de ustedes, hemos acudido con los
centenares de peregrinos llegados de todas partes, a una de las
supuestas apariciones.
Las cuatro niñas, cada una con su rosario, iniciaron el rezo de
rodillas. El silencio era impresionante. Parecía que nadie respiraba...
Estábamos en una calleja, cerca de un camino y ya lindando con la
última casa del lugar; todos de rodillas sobre los guijarros,
esperando, mirando atentamente al rostro sencillo, ingenuo de las
cuatro niñas.
Escasamente llevarían cinco minutos de rezo cuando se observó en
sus caritas infantiles algo extraño. Dejaron de orar y quedaron
arrobadas en éxtasis, los ojos fijos en el cielo y, de vez en cuando,
pronunciando palabras en voz muy queda, que no pudimos
entender. Luego, reían las pequeñas...
Un escalofrío de emoción sacudió a cuantos presenciamos el
suceso. Al periodista le sobrecogió ver al párroco del pueblo, don
Valentín M arichalar, tratando de separar a las niñas del lugar en que
se hallaban sin conseguir ni tan siquiera moverlas, tan petrificadas
se encontraban”.
A estos relatos siguieron otros muchos. La misma revista Por Qué
publicó un número extra, de 32 páginas, en formato menor que el
ordinario, dando cuenta amplia de todos aquellos sucesos un tanto
extraños. Periódicos de casi toda España informaron sobre el caso.
Algunos informadores exageraban los hechos y en otros, como
ocurrió en el semanario madrileño Siete Fechas, las noticias
aparecían un tanto deformadas. Empezaron a acudir sacerdotes de
toda España, eclesiásticos de todas las órdenes religiosas. El
Obispo de Santander se creyó en el deber de hablar, de opinar sobre
los acontecimientos. Publicó dos notas oficiales el 26 de agosto y el
24 de octubre de 1961. En ambas prohibía terminantemente las
visitas de peregrinos a la aldea santanderina. En la última nota, el
Obispo se expresaba así:
«Por lo que respecta a los sucesos que vienen ocurriendo en San
Sebastián de Garabandal, pueblo de nuestra Diócesis debo deciros
que en cumplimiento de nuestro deber pastoral y para salir al paso
de interpretaciones ligeras y audaces de quienes se aventuran a dar
sentencia definitiva donde la Iglesia no cree aún prudente hacerlo,
así como para orientar a las almas, venimos en declarar lo siguiente:
1) No consta que las mencionadas apariciones, visiones, locuciones
o revelaciones puedan hasta ahora presentarse y ser tenidas con
fundamento serio por verdaderas y auténticas.
2) Deben los sacerdotes abstenerse en absoluto de cuanto pueda
contribuir a crear confusión entre el pueblo cristiano. Eviten, pues,
cuidadosamente en cuanto de ellos dependa, la organización de
visitas y peregrinaciones a los referidos lugares».
No obstante esta nota prohibitoria de monseñor Doroteo A. A.,
Obispo de Santander, los peregrinos continuaron afluyendo a la
aldea santanderina. Por aquella misma fecha, Televisión Española
envió un equipo de reporteros para filmar una película de los
acontecimientos, que fue pasada a través de la pequeña pantalla.
Revistas francesas como el importante semanario Paris Match
publicaron reportajes y fotografías de los sucesos. El número de
visitantes aumentaba por día. Unos por curiosidad, otros deseosos
de “ver para creer”, la pequeña aldea era diariamente visitada por
numerosos forasteros. De M adrid acudieron importantes
personalidades civiles, políticas y eclesiásticas, atraídas por “el
milagro de las apariciones”. Cosío, el pueblo más cercano a la aldea,
a seis kilómetros de donde la carretera termina, se convirtió en un
aparcamiento de coches lujosos, con matrículas de casi toda
España. Un médico de M adrid, el doctor don José de la Vega, que
también acudió a San Sebastián de Garabandal, presenció el
“milagro” y “creyó”, resumió sus impresiones en un artículo que
publicó el periódico Pensamiento Alavés, de Vitoria, el 27 de Abril
de 1962, es decir, siete meses después de la nota oficial del Obispo
de Santander, desmintiendo la realidad de las apariciones.
Queriendo o sin querer, el testimonio del Dr. José de la Vega
contradecía en todo el pensamiento del Obispo. He aquí algunos
párrafos del citado articulo:
“Desde el 18 de junio último, la Virgen se pasea casi a diario por ha
tortuosas calles de un pueblecito perdido en las cumbres de los
picos de Europa. Así lo afirman cuatro niñas de 10 a 12 años
nacidas y criadas en plena montaña santanderina, sin más
instrucción que las enseñanzas del cura párroco...
... Algunas horas más tarde presenciaba la segunda aparición. Era el
amanecer del Sábado de Gloria. Llovía sin parar y el pueblo entero
parecía un verdadero pastel de barro y piedras. Con una linterna
seguíamos de prisa a una de las videntes que en éxtasis recorría el
pueblo. Con las manos juntas estrechaba sobre su pecho un
crucifijo. La cabeza fuertemente inclinada hacia atrás para mejor
mirar al cielo con ojos sonrientes. De vez en cuando se arrodillaba y
rezaba y besaba la cruz. M edio pueblo y todos los forasteros
incluidos los niños, la seguíamos alucinados. Acabábamos de verla
en su modesta cocina campesina en donde charlaba con nosotros
medio dormida por la hora, las cuatro de la mañana, entrar
bruscamente en éxtasis, cayendo de rodillas sin quemarse, sobre las
calientes piedras del hogar encendido. Como transportada por los
ángeles, se levantó y empezó a recorrer el pueblo. Dando
trompicones en la oscuridad de la noche y salpicando barro hasta
las orejas íbamos en pos de ella sin poder detenernos...
...De pronto, la niña se detiene sin llegar a la cima y retrocede
camino abajo andando de espaldas, rozando apenas las piedras del
camino y sin dejar de mirar y sonreír al cielo. Al llegar a la altura en
que yo esperaba se detiene y se arrodilla sobre los guijarros dando
un fuerte golpe con sus rodillas como si sobre una alfombra se
tratase, levantó la cruz al cielo y me la dio a besar. Alrededor de su
cuello cuelgan las medallas y rosarios de casi todos los asistentes.
Busca con sus manos una cadena determinada mientras susurra más
que habla con su invisible aparición:
Dime cual es, ¿es ésta? Levanta en su mano la medalla para darla a
besar a la Virgen de su visión y oímos todos que vuelve a
murmurar: ...¡Pues dime de quién es!
Sin dudar ya más se vuelve hacia mi mujer y abriendo y cerrando el
cierre de oro de la cadenita la coloca en su cuello. Emocionada y
llorosa mi mujer cae de rodillas, como yo y como muchos de los
que presenciamos la extraña escena. La niña le hace besar la medalla
bendita por el aliento de la Virgen y la ayuda a levantarse del suelo
con una sonrisa angelical que nunca olvidaremos...
...De la misma manera y con iguales o parecidas palabras me coloca
a mí mi propia medalla, besada por la Virgen. Ya no pude contener
más la emoción y lloré cayendo de rodillas...
...En este momento encontré la explicación de todo lo que no
comprendía. En la celestial expresión de esa niña vi el reflejo de la
Presencia invisible de la Virgen del Carmen sobre nuestras cabezas.
De rodillas lloré emocionado y pedía a Dios perdón por mi
incredulidad.”
Este testimonio, con apariencias de veracidad y sinceridad, hizo
que los más respetuosos con la Iglesia olvidaran la prohibición del
Obispo y volvieran a la aldea. Tampoco fue el único testimonio de
esta clase. En parecidos términos se manifestaban otras personas,
incluyendo a varios sacerdotes. El párroco de la aldea fue
trasladado a otro pueblo, pero repuesto nuevamente unos meses
más tarde. M ientras tanto, las niñas aseguraban que la Virgen
continuaba apareciéndose y seguía hablando con ellas. El Obispo de
Santander volvió a enviar otra comisión para que investigara los
hechos con más detalles. Resultado de este estudio fue otra nota
oficial del Obispado de Santander, esta vez firmada por el nuevo
Obispo de la Diócesis, monseñor Eugenio. La nota fue publicada el
10 de octubre de 1962 en todos los periódicos españoles,
distribuida por la Agencia CIFRA. Esta vez el Obispo es más
severo. Ya no ruega que se abstengan de ir a San Sebastián de
Garabandal, sino que lo prohíbe terminantemente, afirmando, en
contra de testimonios como el arriba citado, que todos aquellos
fenómenos tienen una explicación natural. He aquí cómo se
expresaba el señor Obispo:
La comisión especial que entiende en los hechos que vienen
sucediéndose en la aldea de San Sebastián de Garabandal nos ha
remitido el correspondiente informe con fecha 4 de octubre del año
en curso. Se ratifica la citada comisión en sus anteriores
manifestaciones, juzgando que tales fenómenos carecen de todo
signo de sobrenaturalidad y tienen una explicación de carácter
natural...
...En su consecuencia... Prohibimos a todos los sacerdotes, tanto
diocesanos como extradiocesanos, y a todos los religiosos, aún
exentos, el concurrir al mencionado lugar sin expresa licencia de la
autoridad diocesana. Reiteramos a todos los fieles la advertencia de
que deben abstenerse de fomentar el ambiente creado por el
desarrollo de estos hechos y que, por tanto, deben abstenerse de
acudir a la citada aldea con este motivo”.
Con todo y ser tajante la nota del Obispo, a San Sebastián de
Garabandal siguieron afluyendo los peregrinos, ansiosos de
presenciar estas apariciones sobrenaturales. Aunque el Obispo de
Santander, con toda su autoridad religiosa, haya dicho por tres
veces que es mentira, que en la aldea no se aparecen ángeles ni
vírgenes, que los fenómenos que ocurren tienen una explicación
natural, las niñas dicen que sí, que ellas han visto a los ángeles y a
la Virgen. La última “aparición” ocurrida, según mis noticias, fue el
14 de enero de 1963. Cuatro meses después de la última nota del
Obispo. ¿Quién lleva razón? ¿Quién dice la verdad y quién la
mentira? ¿Pueden aparecerse la Virgen y los Ángeles a los seres
humanos? ¿Pueden hablar y hacerse entender por los de la tierra?
¿Habrá algo de diabólico en todo esto? ¿Pueden sugestionarse los
médicos y otras muchas personas de indudable capacidad cultural?
¿Son necesarias estas apariciones para creer? ¿Cambian ellas
nuestra naturaleza pecaminosa? ¿Qué dice sobre ello la Santa
Biblia, Palabra infalible de Dios?
Pensando en los mitos de Fátima y de Lourdes y en tantos otros
semejantes; sabiendo que el fanatismo y la superstición popular
pueden dar origen a la divinización de fenómenos meramente
naturales o hábilmente preparados con una marcada intención;
conociendo que la misma doctrina católica admite que los hechos
milagrosos, aún los más espectaculares, pueden tener tres orígenes
distintos, a saber, superchería o alucinación humana, origen
satánico u origen divino; quise investigar por mí mismo, ahora,
cuando aún los sucesos están frescos en las mentes y toda
falsificación es difícil, la verdad de estos acontecimientos. Para ello
me trasladé a Santander. Durante varios días estuve recorriendo los
pueblos de los alrededores, haciendo investigaciones aquí y allá,
preguntando a unos y a otros. Notaba que cuanto más me acercaba
a la aldea, menos se creía en los “milagros”. Subí a San Sebastián de
Garabandal una mañana de febrero último, con alguna lluvia y
mucho barro. Hablé personalmente con las niñas, con sus padres,
con el párroco de la aldea y con los vecinos. Luego, ya en M adrid,
me entrevisté con personas que estuvieron en la aldea, que dicen
presenciaron los milagros y creyeron. Recogí numerosos apuntes
que ahora me propongo ordenar y publicar para que nuestros
lectores comprueben por sí mismos como empieza y como se va
forjando este mito de las apariciones milagrosas.
Capítulo II

En busca del mito


Rodar por la carretera de M adrid a Santander en el mes de
febrero es un recreo para el espíritu. El Puerto de Somosierra
presentaba un espectáculo fantástico. La nieve cubría casi del todo
las montañas y llegaba hasta el mismo borde de la carretera. Los
chopos desnudos, erguidos, altaneros, parecían centinelas de
uniforme vigilando la blancura del paisaje. En el mismo Somosierra,
a 1.440 metros sobre el nivel del mar, las casitas parecían surgir de
entre la nieve, dando la impresión de un paisaje siberiano, tan
maravillosamente descrito por los clásicos rusos.
M ientras agarraba el volante con firmeza y reducía la velocidad
al mínimo para evitar el patinaje de las ruedas, pensaba con cierta
nostalgia en los habitantes de aquellos pueblecitos que, cada
mañana, al dejar sus lechos y ver la pureza de los montes podían
pensar en la parte blanca de la vida. Consideré que esto ya suponía
un privilegio, vivir una buena parte del año con paisaje de Navidad.
Quedaron atrás Aranda de Duero y Burgos, con su Catedral
siglo XIII construida en forma de cruz latina y sus torres
rematando en magníficas agujas de construcción delicada.
¡Catedrales españolas, que deslumbráis al alma peregrina con
vuestra grandiosidad, con la ostentación de vuestro arte, con la
acumulación de vuestras riquezas, mientras en vuestras heladas y
solitarias naves duerme sueño de muerte el “Cristo español que no
ha vivido, negro como el mantillo de la tierra”.
Puerto del Escudo. Otro paisaje de nieve y montañas. 1.011
metros sobre el nivel del mar. La carretera parecía una serpiente de
piel grisácea paseando caprichosa por entre blancas montañas.
Dormí en Santander y a la mañana siguiente me informé de la
carretera que debía tomar para San Sebastián de Garabandal. Un
garagista amable de Astilleros me dibujó un pequeño croquis con
los nombres de los pueblos por donde había de pasar: Torrelavega,
Cabezón de la Sal, Valle de Cabuérniga, Puentenansa, Cosío y San
Sebastián de Garabandal. De ellos, sólo el primero figuraba en el
mapa de carreteras que yo llevaba.
De Santander a San Sebastián de Garabandal sólo hay 75
kilómetros, pero el mal estado de las carreteras obliga al
automovilista a conducir muy moderadamente. Hasta Torrelavega
se rueda sin dificultad por la general de Asturias, pero una vez allí
hay que desviarse por otras carreteras y pistas más estrechas y en
no muy buenas condiciones. Yo no tenía prisa por llegar y
aprovechaba todas las ocasiones que se me presentaban para hablar
de las “apariciones” y conocer las opiniones de toda aquella buena
gente que encontraba a mi paso.
Algunos se negaban a opinar; muchos creían de corazón; otros,
la mayoría, no creían en tales apariciones. Pero eso sí, todos
estaban perfectamente informados de los hechos.
En Torrelavega pude hablar con un fotógrafo que había estado en la
aldea y había captado imágenes de las niñas mientras se
encontraban en éxtasis, en sus pretendidas conversaciones con la
Virgen. También había filmado una película en 16 milímetros de los
sucesos que tuvieron lugar en la aldea el 18 de Octubre de 1961. Le
pedí que me vendiera unas fotos de las niñas y me dijo que no.
– Yo no hago comercio con estas cosas sagradas – fueron sus
palabras.
– Así, ¿usted cree que la Virgen se ha aparecido en la aldea y ha
hablado con las niñas? – le pregunté.
– Sí, lo creo con toda mi alma; yo he visto con mis propios ojos a
las niñas cuando hablaban con la Virgen.
– Y a la Virgen, ¿la oyó usted?
– No, sólo las niñas podían oírla.
– Pero –insistí yo– usted sabe lo que ha dicho el Obispo, que todo
eso tiene una explicación natural.
– Sí, lo sé, y yo me atengo a lo que diga la Iglesia, pero el señor
Obispo no ha estado con las niñas en los momentos en que éstas
hablaban con la Virgen.
Seguí hacia Cabezón de la Sal. Penetré en un pequeño bar donde un
grupo de desocupados agricultores procuraban ahuyentar el frío de
aquella mañana invernal con unos buenos vasos de vino. Para poder
entrar en conversación con ellos pedí vino tinto también. Cuando
pregunté al que tenía más cerca si había oído hablar de las
apariciones de San Sebastián de Garabandal, el montañés me dirigió
una mirada burlona. Sus ojos pequeños, gastados de tanto mirar la
tierra con seriedad, casi con devoción, rieron complacidos. Otro me
contestó por él.
– Ya lo creo que hemos oído hablar. ¡Demasiado!
– Y ¿qué piensan ustedes? – quise saber.
– Que todo fue un cuento hábilmente preparado.
– No todo fue cuento –intervino un tercero–. Lo que pasa es que
éste no va nunca a la Iglesia y no cree.
Yo apuré el contenido de mi vaso y di gracias a Dios por la
pequeñez del mismo.
– Entonces –pregunté al último que había hablado– ¿usted cree que
los ángeles y la Virgen se han aparecido en la aldea?
– Sí señor, lo creo; en mi casa lo creemos todos: mi mujer, mis
hijos, mis yernos, todos, porque hemos estado allí. Estos no han
visto nada.
– ¿Tiene usted algunas fotografías de las niñas?
– Tengo dos, pero no quiero desprenderme de ellas. Si desea
comprar algunas, yo puedo darle la dirección de un fotógrafo de
Cabezón que posee una buena colección.
El hombre que estaba tras el mostrador intervino con un guiño
picaresco en los ojos.
– A ése sí que le han venido bien lo de las apariciones dijo con
una carcajada.
– ¿Por qué? – le pregunté, interpretando sus gestos.
– Porque ha sacado miles de fotografías que ha vendido a buen
precio. Para ése ha sido el milagro.
Fui a ver al fotógrafo en cuestión. Efectivamente, me mostró una
buena colección de fotografías de las niñas tomadas en diferentes
posturas. Se veía a las claras que había sido testigo ocular y muy
cercano en los sucesos de la aldea.
– Así, ¿usted ha estado junto a las niñas en los momentos en que
decían ver a la Virgen?
– ¡Hombre, tan junto como estoy ahora de usted! Y no una vez,
sino muchas.
– ¿Y cree en la realidad de esas apariciones?
– Al principio creía, pero luego me desilusioné. La noche de las
carreras empecé a dudar.
– ¿Qué pasó aquella noche?
– Fue cuando las niñas anunciaron que la Virgen daría un mensaje
importante. Nos reunimos en la aldea unas 5.000 personas. Llovía
torrencialmente. Casi todos estábamos a la intemperie. Se oyeron
voces en la noche anunciando que las niñas corrían hacia el lugar
donde tendría lugar la aparición. Todos nos precipitamos tras las
niñas. Al llegar al sitio indicado cambiaron de dirección y corrieron
hacia otro lugar. Estas carreras a través de los campos duraron por
espacio de una hora. La escena llegó a parecerme grotesca.
Hombres, mujeres y niños de todas las edades atropellándonos
unos a otros en la oscuridad de la noche, sin idea de lo que ocurría,
calándonos hasta los huesos. Los que no disponíamos de paraguas
estábamos empapados.
M e despedí del fotógrafo y ya no paré hasta Cosío, donde hube de
dejar el coche y subir a pie seis kilómetros hasta la aldea, enclavada
en los Picos de Europa. En la calle que desemboca al atajo por
donde se va a la aldea, y casi haciendo esquina con éste, hay uno de
esos establecimientos donde igual le sirven a uno una comida que le
venden un estropajo o atiende el “chateo” de la tertulia. Tiendas de
estas abundan mucho por toda Castilla. Entré con la intención de
comer algo, pero el dueño no parecía muy dispuesto a
complacerme. M e había visto bajar del coche, se figuraba que subía
a San Sebastián de Garabandal y aquello parecía no gustarle mucho.
No tenía ganas de vender. M e dijo que ni tenía huevos, ni carne, ni
verdura; por fin se decidió a abrirme dos latas de sardinas, cuya
existencia no podía negar. En cuanto saqué el tema de las
apariciones noté molestias en los cuatro o cinco hombres que
bebían en el mostrador. El dueño del establecimiento, con evidente
malhumor, me contestó:
– Aquí nunca ha habido apariciones. Eso lo han inventado ustedes,
los que venís de afuera.
La entrada de un sacerdote hizo callar al grupo. Se trataba de un
hombre alto, fuerte, uno de esos buenos curas de aldea que se pasan
la vida recorriendo los polvorientos senderos para prestar su ayuda
espiritual, dedicado a su ministerio y en absoluta ignorancia de la
política de la jerarquía. M e lo presentaron. Era el cura de la aldea.
Fue simpático conmigo y aunque parecía no querer hablar mucho,
me dio su impresión de los hechos.
– Usted conoce bien a las niñas, ¿no?
– Hombre si las conozco –hablaba accionando mucho los brazos–
como que las he bautizado a todas y he casado a los padres.
– ¿Y usted cree que ha habido realmente aparición de la Virgen?
– Pues, no sé – se le veía evidentemente confuso – al principio
hubo algo, pero luego...
No quería comprometerse.
– Los sacerdotes han estropeado esto – me dijo – han venido
muchos sacerdotes aquí, muchachos jóvenes que quieren saber más
que uno...
Todas sus quejas eran contra los sacerdotes. Se veía que estaba
dolido. Había sido objeto de disciplina de parte de sus superiores y
trasladado de lugar. Luego se le restituyó a su puesto. Le dije a
boca jarro:
– Por ahí dicen que todo lo ha preparado usted, que es usted quien
alecciona a las niñas.
No pareció sorprenderse.
– Sí, sí, ya sé que dicen eso. Yo... pobre de mí..., yo no he
preparado nada; yo fui el primer sorprendido.
–Entonces, ¿hubo aparición?
– Qué sé yo. El señor Obispo ha dicho que no y yo me atengo a lo
que él dice. No hubo forma de sacarle nada más. M i impresión es
que él mismo no creía en las apariciones. M e calcé unas botas de
goma que llevaba en la maleta del coche, me metí dentro del abrigo
y con un palo en la mano empecé a subir aquel camino de cabras,
saltando por las peñas para acortar distancia.
Capítulo III

Con los protagonistas del mito


Las cuatro niñas que dicen haber visto a la Virgen y hablado con
ella son Conchita González, Jacinta González, M aría Dolores
M azón y M ari Cruz González. Las tres primeras han cumplido ya
los catorce años. M ari Cruz hizo trece en Junio. Cuando tuvieron la
primera “aparición” contaban dos años menos.
M aría Dolores tiene unos grandes ojos negros que miran con
infantil curiosidad. Su padre es el Alcalde del pueblo. Un hombre
que me pareció muy sincero. M edia hora exactamente estuve
tratando de saber si creía o no en las apariciones de la Virgen a su
hija, y no hubo forma de sacarle una respuesta concreta. Eso sí, reía
a carcajadas y contestaba a mis preguntas con un encogimiento de
hombros.
– Yo he echado a palos de aquí a más de un periodista –me
dijo–. Han publicado muchas cosas de mi hija y de mí que son
falsas.
Sobre una viga muy negra de la cocina de M aría Dolores colgaba
una fotografía en colores de Juan XXIII. La madre tenía en sus
manos un rosario. No rezaba. Estaba junto a su hija y la vigilaba de
continuo. Cuando yo hablaba con la niña, de espaldas a ella, por la
dirección de la mirada de la pequeña notaba que la madre le hacía
señas para que no dijese nada.
Conchita no tiene padre. Es una niña rubia, con una cara muy
bonita. Tenía dos trenzas largas, pero se las cortaron durante una
de las pruebas a que fue sometida. Cuando yo visité la aldea, la niña
estaba esparciendo abono en un terreno de la madre. La buena
mujer me recibió en la pequeña cocina de la casa, ante un fuego de
leña. Sobre el negro del fogón había dos misales de lujo y un
aparato transistor de radio, del último modelo. Todo ello regalo de
los peregrinos.
– No señor, – me dijo – yo no creo en las apariciones.
– ¿Pero si su hija dice que sí? – le objeté.
– Pues ella sabrá. El señor Obispo ha dicho que no. Y además ahora
ya no se aparece más la Virgen. Hace más de un mes que no se
aparece.
– ¿Nunca ha creído usted en lo que decía su hija? –quise saber.
– Sí, sí, antes creía, pero ahora no; porque ya hace tiempo que no
se aparece.
La buena mujer, respirando sinceridad por todas partes y buena fe,
se obstinaba en que como la Virgen no se aparecía más, que ya no
creía.
M ari Cruz es chiquita, morena, muy revoltosa. Pero no habla. Los
padres, los vecinos, todos están encima de ella para no dejarla
hablar.
– Es que ya han escrito demasiado, señor –me dice una mujer del
pueblo. Han escrito verdades y mentiras, y los miembros de la
Comisión que mandó el señor Obispo a investigar han dicho que no
se diga nada más de esto. Que no contesten a los periodistas que
vengan.
Entro en la casa de Jacinta. Está en la cama con fiebre. Es una niña
delgadita, espigada. Tampoco habla. La madre me dice que si todo
es verdad, la Virgen seguirá apareciéndose; que habrá que tener
paciencia, que hay que esperar. El padre de la niña dice que al
principio no creía, pero que después sí.
– M i hija no quiere estar en la cama antes de las once de la noche –
comenta el hombre–. A esa hora ya queda tranquila.
El tiempo que permanecí en San Sebastián de Garabandal, visité
casi todas las casas del pueblo. Algunos se negaban a comentar.
Otros hablaban demasiado.
– M ire usted –me dijo una mujer que se hallaba acompañada de un
grupo de vecinas–, las mismas niñas no creen ya. Las madres se
pelean entre sí, porque dicen que a unas les hacen mejores regalos
que a otras. Los “señoritos” de la capital les han abierto una cartilla
en el Banco a cada una y cuando llega uno de los ricos las niñas no
se apartan de su lado, mientras que a los pobres no les hacen ni
caso.
– Entonces –me dirigí al grupo– ¿ustedes creen que la Virgen se ha
aparecido realmente o no?
– Eso no lo sabe nadie. Pero desde luego ya no se aparece más.
Comentarios como éstos oí muchos. Y como me lo contaron lo
cuento. Allí nadie creía en las apariciones de la Virgen. Pero no lo
confesaban. Un temor supersticioso invadía a todos los habitantes
de la aldea. Se miraban con recelo. Vigilaban la calle antes de hablar.
Sorprendí muchos pares de ojos espiando tras las mugrientas
cortinas de los ventanales. Parecía aquella una aldea maldita. M e
acordé de La Frontera de Dios , que escribió el jesuita M artín
Descalzo sobre parecido tema.
Seguí preguntando. Yo quería saber, conocer qué opinaba aquella
gente. Hablé con las niñas, con los familiares, con los vecinos, tomé
nota de los “milagros” que me dijeron habían ocurrido; apunté la
dirección de un protestante alemán que según las niñas se había
convertido allí, en la aldea. Y con mi bloc lleno de apuntes, de
nombres de periódicos y de personas descendí cordillera abajo,
guardándome mucho de no resbalar por aquellas pendientes
peligrosas.
He expuesto las opiniones de los padres y familiares de las niñas,
de los vecinos, de los habitantes de los pueblos cercanos, del
mismo cura, de testigos que presenciaron las pretendidas
apariciones. Ahora nos interesa conocer el pensamiento de los
protagonistas, de las mismas niñas. Las cuatro son tajantes en sus
declaraciones. Todas afirman haber visto a la Virgen del Carmen
acompañada de seis ángeles. Incluso manifestaron que los ángeles
les gastaban bromas, que en los momentos de éxtasis les decían:
– Reíros...
Desde el 18 de junio 1961, fecha en que tuvo lugar la primera
aparición, las niñas sostienen que han estado viendo a la Virgen y a
los ángeles casi a diario. Las cuatro coinciden en que la Virgen se les
aparece como una muchacha de dieciocho años, cabello muy largo
castaño oscuro, diadema de brillantes, vestido blanco y manto azul.
Dicen que los ángeles son niños. M ari Cruz declaró a la prensa:
– “Hace varias noches que la Virgencita nos habla... Cuando va a
llegar notamos como una angustia muy fuerte que sube del pecho a
la garganta y luego se hace una luz muy grandiosa; primero veíamos
al Niño, con los ángeles. Luego vino también la Virgen con Él...”
Y Jacinta añadió:
– “Ayer, la Señora nos dejó que nos pusiéramos su corona... Nos
decía cosas muy bonitas... ¡Es preciosa la Señora!”
Conchita también asegura haber visto a la Virgen del Carmen y a los
ángeles. Señalando a una amiguita suya, M ari Carmen, comenta:
– “M ari Carmen no la ve... Todos los días reza el rosario con
nosotras, pero no puede ver al Niño ni a la Señora”.
Y después de una “aparición”, declara:
– “Hoy ha sido uno de los días más felices; nos ha hablado mucho.
¿No han visto como Ella reía con nosotras?”
M ari Dolores declaró que los ángeles eran blancos y de unos
cuarenta centímetros de tamaño. En una de las apariciones, confesó
a la Virgen que en el pueblo y entre los visitantes había muchos que
no creían. La Virgen le contestó:
– “Ya creerán.”
¿M ienten las niñas? ¿Dicen verdad? Unos las creen. Otros opinan
que se trata de un estado de catalepsia e incluso hay quien afirma
que las niñas actuaban por hipnotismo, inyectadas, etc.
Cuatros meses antes, las niñas declararon que el 18 de octubre
1961, la Virgen, a través de ellas, daría un importante mensaje para
el mundo. La noticia corrió rápida como el viento. El día indicado se
congregaron cinco mil personas en la aldea, venidas de todos los
rincones de la Península; de Palma de M allorca y de Barcelona, de
Galicia, de Cádiz, de M adrid, de Huelva y hasta llegaron autocares
y coches particulares de Francia. Un médico de París tomó una
película de los sucesos ocurridos aquella noche y le envió una copia
al Presidente Kennedy. Periódicos nacionales y extranjeros
enviaron redactores y fotógrafos especiales.
Entre esas cinco mil almas figuraban muchos enfermos que acudían
en espera del milagro. Un paciente llevaba sobre sus hombros al
hijo paralítico, subiendo difícilmente por el abrupto camino con la
esperanza de poder desandarlo con el hijo de la mano. Otra madre
sostenía en sus brazos a un niño de siete meses, que sufría de
parálisis cerebral congénita. Todos esperaban el momento
emocionante del mensaje, deseaban el milagro.
Llovía torrencialmente. La muchedumbre estaba congregada en las
afueras de la aldea, en un lugar denominado “Los Pinos”, donde
solían tener lugar las apariciones. La Guardia Civil había creado un
enorme corro humano y vigilaba atentamente la protección de las
niñas. Infinidad de linternas iluminaban el centro del corro, que bajo
la lluvia adquiría un aspecto fantástico. Todos aguardaban con
profunda expectación. Se sabía que las niñas vendrían de sus
respectivos hogares, pasarían al centro de aquel anillo humano y allí
entregarían al mundo un mensaje especial de la Virgen.
Pero las cosas no salieron así. Las niñas llegaron, efectivamente,
pero no pudieron pasar hasta el lugar previsto, donde se hallaban,
en lugar preferente, los periodistas y reporteros. La avalancha
humana lo impidió. El sacerdote de la aldea se acercó a ellas y allí
mismo, junto al corro de personas que se apretujaban unas con
otras, las niñas hicieron entrega al sacerdote del mensaje que se
había estado esperando durante cuatro meses. He aquí cómo
describe el periodista R. M ontero la entrega de ese mensaje:
“Las niñas llegan a Los Pinos a las diez y cinco de la noche.
Entregan al párroco de San Sebastián una cuartilla. El sacerdote la
lee emocionado. Estamos nosotros a unos pocos metros de las
niñas y el cura. Buscamos el Bloc de notas con la máxima rapidez.
El bolígrafo. No queremos perder detalle ninguno. Éste es uno de
los instantes que con mayor intensidad hemos vivido en nuestra
vida periodística. A oscuras, la taquigrafía hace jugarretas a la
verdad. Las niñas, tras proferir unos gritos y unas palabras,
permanecen junto al sacerdote. ...El texto del mensaje sale
inmediatamente para Santander”.
¿Cuál era el contenido de aquel mensaje misterioso? Helo aquí,
copiado textualmente del original, respetando la ortografía en que
fue redactado por las pequeñas:
Ay que hacer muchos sacrificios y mucha penitencia y tenemos
que visitar mucho el Santísimo. Pero antes tenemos que ser muy
vuenos y sino lo hacemos nos bendrá un castigo muy grande ya que
se está llenando la copa y sino cambia vendrá un castigo
Jacinta González, de 12 años de edad.
M aría Dolores M azón González, de 12 años. María Concepción
González González, de 12 años. María Cruz Gómez Madrazo, de
11 años.
Con relación a ese mensaje, las niñas declararon que en una de
las visiones se les apareció una copa media llena de líquido donde
iban cayendo lentamente unas gotas y explicaron que esas gotas
eran lágrimas de la Virgen por cada uno de nuestros pecados, y de
ahí la frase “se está llenando la copa y si no cambia vendrá un
castigo”.
Eso fue todo. Ni hubo milagros, ni apariciones ni ninguna otra
cosa. Tras la entrega de ese mensaje al sacerdote, las niñas
volvieron a sus casas, siempre custodiadas por la Guardia Civil, y
comenzaron a desempaquetar los regalos recibidos de los
peregrinos. En muchos de estos se reflejaban el desengaño y la
amargura. Nada extraordinario había ocurrido. M uchos llegaron a la
aldea tras recorrer miles de kilómetros por carreteras en mal estado.
Otros utilizando ferrocarriles, autobuses de línea de los del siglo
pasado, taxis destartalados, motos, bicicletas, e incluso algunos,
para hacer penitencia, recorrieron varios kilómetros a pie. Todos
hubieron de subir los seis kilómetros que van desde Cosío a San
Sebastián a través de senderos tortuosos, luchando con un terreno
escurridizo. Y todo para nada. Ningún milagro ocurrió. Sólo un
mensaje que nada importante decía, y cuyo texto ya analizaremos
cuando entremos en la discusión doctrinal y teológica de estos
extraños sucesos.
Capítulo IV

El mito se extiende
Aunque nada espectacular ocurriera en la aldea la llamada noche
del mensaje, aunque se enfriaran los ánimos, no por ello cesaron las
apariciones, según las niñas. Y por muy escéptico que uno sea al
enjuiciar estos fenómenos, es preciso reconocer que el que cuatro
insignificantes chiquillas lograran reunir en una aldea como San
Sebastián de Garabandal a cinco mil personas, muchas de ellas tras
haber recorrido centenares de kilómetros, ya es un milagro. El ser
humano es así: se embarca con gusto en la primera aventura
religiosa que le sale al paso, por muy difícil que sea, mientras
rehúye los sencillos medios de salvación que Dios ha puesto al
alcance de todos.
No obstante la informalidad de los acontecimientos y la
negación por la Iglesia Católica de todo signo de sobrenaturalidad
en ellos, en San Sebastián de Garabandal se dice y se cree que la
Virgen ha hecho milagros. Uno de ellos –siempre según las niñas–
ha sido la conversión de un protestante alemán a la religión católica.
Este señor vive en M adrid. En la aldea me dieron su dirección y
fui a verle. M e recibió con mucha amabilidad. Conversamos en su
casa durante dos horas largas. M e reservo su nombre porque no me
autorizó a publicarlo.
Efectivamente, se trataba de un nacido en la religión
protestante. Hay que decir, sin embargo, que frecuentaba muy
poco la Iglesia protestante alemana de M adrid; en cambio, entre sus
íntimas amistades se encuentra un buen número de sacerdotes
católicos. Lleva muchos años residiendo en España y habla el
castellano a la perfección, con el típico casticismo madrileño. Está
muy bien relacionado y todas sus amistades son católicos de
influencia.
Antes de los acontecimientos en la aldea santanderina ya había
tenido contactos muy estrechos con sacerdotes católicos que
buscaban su conversión y sostenido con ellos prolongadas
discusiones. Pero fueron las apariciones de la Virgen a las cuatro
niñas lo que, según él, determinó el cambio de religión. A San
Sebastián de Garabandal acudió casi desde el primer instante de las
apariciones acompañado de sacerdotes y de otras personalidades de
significado relieve político en la vida española, cuyos nombres
también silencio.
Dos horas de conversación no son suficientes para conocer a un
hombre, ese eterno desconocido, pero debo decir que mi
interlocutor me pareció en todo momento sincero y con una fe ciega
–nunca más verdadero el adjetivo– en las apariciones de San
Sebastián de Garabandal.
El 14 de octubre 1961 –me dijo–, cuatro días antes de la gran
concentración de personas en la aldea, llegó él en su coche
particular, acompañado por un sacerdote católico. Cerca de San
Sebastián de Garabandal sufrieron un accidente, del que salieron
con ligeras magulladuras. Pudieron llegar hasta el lugar y fueron
encamados en la misma habitación en diferentes camas. Una de las
niñas, Jacinta, entró en la habitación con un crucifijo en las manos y
lo dio al sacerdote. Este lo tomó, rezó tres avemarías y lo devolvió
a la niña. De espaldas al alemán y sosteniendo en sus manos el
crucifijo, Jacinta fue doblándose lentamente –extraña postura–
hasta apoyar su cabeza en las manos del enfermo. Aquella cabeza
no era la cabeza de una niña normal. Tenía un peso extraordinario.
Ni siquiera podían moverla aquellas manos grandes y fuertes del
hombre corpulento que yacía en la cama. Unos segundos en esta
postura y la niña adoptó de nuevo la posición normal, con la misma
lentitud que antes.
Este hecho, considerado por el protestante alemán como un
hecho milagroso, determinó su conversión. M ás tarde tuvo
oportunidad de presenciar los éxtasis de las chicas y sus diálogos
con la Virgen, lo que lo reafirma más en su decisión, anterior. El 18
de marzo 1962, en Loyola, abjuró del protestantismo y se hizo
formalmente católico romano.
Así me contó su conversión, mientras hablábamos en su casa de
M adrid y yo la transcribo fielmente, siguiendo las notas que
entonces tomé.
Desde M adrid, el nuevo católico romano se mantiene en contacto
epistolar con las niñas de la aldea, a quienes visita siempre que
puede. No obstante la reacción en contra del Obispo de Santander,
me dijo que hay muchas personas y de muy buena posición en
M adrid que están interesadas en las apariciones de San Sebastián de
Garabandal y que piensan edificar una ermita. Lo que sí observé yo
cuando estuve en la aldea fue que los obreros estaban trabajando en
la construcción de una carretera de Cosío a San Sebastián de
Garabandal. Esa carretera debe tener algún fin.
Al mes siguiente de su conversión al Catolicismo, el 21 de abril
1962, Jacinta enviaba a su amigo alemán una carta donde, entre
otras cosas, decía la pequeña:
“No sabes la alegría que tengo desde que menteré que tabías
bautizado y así llaeres cristiano. Cuando se lo dije a la Birgen
santísima se reía”.
Y el 23 de junio de 1962, nuestro hombre recibió esta otra carta,
firmada por Jacinta y Loli:
“Estas cuatro letras es para decirte que la Santísima Birgen nos a
hablado de ti y nos a dicho esto, que sigas siendo bueno. Diles a
todos tus hermanos que se confiesen y sean como tú. La Birgen nos
ha dicho que tú le hables a tus hermanos para que la amen como tú,
qué pena que no quieran a la Birgen”.
Yo tuve en mis manos esas cartas, que he transcrito respetando el
original. Su texto, lo digo con todos los respetos, me parece un gran
disparate y una aberración teológica. Al margen de la inocencia de
las niñas y de los tiernos sentimientos que puedan inspirarnos, por
esas cartas hasta se podría acusar a la Virgen de querer hacer
proselitismo –según la doctrina católica– en favor de una religión
determinada. Pero ya discutiremos con más amplitud estos
pormenores.
La conversión de este señor protestante se tiene por un milagro en
la aldea. Pero, a decir de las niñas, no es el único.
Como milagro principal se considera el hecho en sí de las
apariciones y los diálogos de la Virgen y de los ángeles con las
niñas. M ilagro éste que, no obstante la opinión en contra del
Obispo de Santander, ha sido reconocido y creído por muchísimas
personas, entre las que figuran bastantes sacerdotes. Uno de ellos –
dicen– murió de felicidad tras haber presenciado uno de estos
milagros.
Se trata de un joven sacerdote vasco, de 35 años, alto, fuerte,
deportista, llamado Luis M aría Andreu. El 8 de agosto de 1961
subió a Garabandal en unión de varios amigos. Ese día,
precisamente, dicen que hubo aparición de la Virgen. Al ver a las
niñas en éxtasis, el sacerdote corrió por la aldea gritando:
– ¡M ilagro, milagro!
Al anochecer se sintió indispuesto. Sus amigos le bajaron en el
coche y observaron, un poco alarmados, que sus colores naturales
iban palideciendo. A las cuatro y veinte minutos de aquella
madrugada el coche se detuvo frente a una clínica de urgencia en
Reinosa, a 72 kilómetros de Santander. Cuando el médico de turno
se acercó al coche, el joven sacerdote estaba muerto. Diagnosticó
ataque al corazón. Sus acompañantes dijeron que se había
impresionado fuertemente por lo que había visto en la aldea y que
había muerto de felicidad.
Otro milagro más se atribuye a la Virgen de Garabandal, ocurrido en
la persona de otro sacerdote. En el accidente que referimos más
arriba, del que fueron protagonistas el protestante alemán y el
sacerdote que le acompañaba, éste resultó con un tobillo dislocado.
Le trató un Doctor especialista en huesos de Burgos, que también
se encontraba en la aldea, y tras la primera cura le dijo que tendría
que guardar cama cuando menos una semana. Aquella misma noche,
ante la expectación de todos, el sacerdote se quitó el vendaje y
caminó por la aldea con absoluta normalidad, atribuyendo su
curación a una intervención de la Virgen. Así me lo refirió un testigo
ocular de los hechos.
A mí, con franqueza lo digo, estos milagros no me convencen.
Como no me convence eso de que los ángeles se aparezcan, ni que
la Virgen hable y diga los disparates que se le atribuyen, ni que una
niña pueda tomar la hostia de manos de un ser venido del más allá,
ni, mucho menos, que Dios necesite de estas espectacularidades
para despertar al hombre de su indiferencia espiritual y moverlo a
la conversión.
Pero como todo eso, dicho así, puede carecer de valor para el lector
exigente, lo discutiremos con más detenimiento en la segunda parte
de esta extraña historia.
SEGUNDA PARTE
He relatado la historia de las apariciones en San Sebastián de
Garabandal tal como yo mismo la he conocido en los contactos
personales que he sostenido dentro y fuera de la aldea y en los
artículos de periódicos que he consultado. He procurado relatar los
hechos con absoluta imparcialidad, lo más objetivamente que me ha
sido posible, dejando al lector que forme opinión propia.
Ignoro si lo de San Sebastián de Garabandal terminará aquí,
como ha ocurrido en otros muchos casos semejantes, o dentro de
algunos años se convertirá en un centro de peregrinación de tanta
fama como Lourdes y Fátima. Esto último me parece improbable,
dado el escepticismo que reina en la misma aldea, pero tampoco lo
creo imposible. Uno no sabe nunca por dónde va a salir la Iglesia
Católica.
De todos modos, los hechos ocurridos están ahí; ahí la
conversión de un protestante y ahí un número crecido de personas
que creen con fe ciega.
Todo aquél que se halle ligeramente familiarizado con las
apariciones en Lourdes y en Fátima, habrá observado que lo de San
Sebastián de Garabandal se le parece mucho, bastante. Eso me lleva
a escribir esta segunda parte de mi historia. Aquí me ocuparé, no ya
sólo de Garabandal, sino también de las apariciones semejantes a la
niña Bernardita en Lourdes y a Lucía, Francisco y Jacinta en
Fátima. De esta forma comprenderemos mejor cómo se forjan los
mitos de las apariciones.
El lector podrá seguirme en las discusiones sobre si la Virgen puede
o no aparecerse; en los extraños mensajes que da a los niños; en la
ropa que viste; en los instrumentos que escoge; en los fines que
persigue con sus apariciones; en los milagros que dicen que realiza;
en las contradicciones teológicas en que incurre; hablaremos de la
parte que el Diablo tiene en todo esto; nos preguntaremos si Dios
necesita realmente de esas apariciones para ponerse en contacto
con el mundo y para que el hombre crea. Porque asombra la
facilidad con que el ser humano está dispuesto a admitir lo dudoso
de esas apariciones que siempre reclaman algo para sí mismas y en
cambio olvida con la misma facilidad el verdadero milagro de la
Cruz, donde Cristo se dio una vez y para siempre con el fin de
sacarnos de los laberintos religiosos y enseñarnos el Camino seguro
que por medio de Su muerte nos conduce al cielo de Dios.
Capítulo I

Las apariciones
Empecemos por las apariciones mismas. Las niñas de San
Sebastián de Garabandal insisten en que han visto a la Virgen y a
los ángeles y que han dialogado con ellos. Lo mismo ocurrió en
Lourdes y en Fátima. Aquí dicen que los tres pastorcillos vieron
también a José y al Niño Jesús.1
LOS ÁNGELES
Nada tenemos que objetar en cuanto a los ángeles. Pueden
aparecerse a los seres humanos, si así Dios lo quiere, porque de ello
tenemos precedente en la Biblia. No quiere esto decir que
admitamos haberse aparecido en Garabandal, Lourdes o Fátima.
Decimos que pueden aparecerse si Dios lo considera necesario y
útil. Son seres celestiales. No han nacido, no han muerto, no hay
cuerpos de ángeles en la tierra.
En la Biblia se les menciona doscientas setenta y tres veces y se
describen sus numerosas apariciones a seres de este mundo. No
obstante, esas apariciones fueron muy raras en la época de la
Iglesia. Como lo afirma el Dr. Pache 2 , Dios quería acreditar la
antigua y la nueva dispensación por medio de una serie de milagros
para los que en numerosas ocasiones se servía de los ángeles.
Después de la Encarnación de Cristo y del descendimiento del
Espíritu Santo en Pentecostés, el ministerio de los ángeles tocó a su
fin, porque Dios se vale ahora del Espíritu Santo para convencer al
hombre3 y de la Biblia, Su Palabra escrita, para hacerle conocer Su
voluntad4 .
La Biblia prohíbe terminantemente el culto a los ángeles5 . Santo
Tomás, por su parte, afirma que ni pueden hacer milagros ni tienen
poder para “intervenir directamente en nuestra voluntad, porque la
voluntad es un movimiento interior que sólo depende de Dios”6 .
Sorprende el que Dios, tras haber dicho Su última palabra al
hombre en la isla griega de Patmos, hace ya casi dos mil años, se
entretenga en esta era turbulenta en mandarnos ángeles desde el
cielo; en enviárselos a niños inocentes, sin utilidad específica
alguna. EL NIÑO JESÚS
Pero mucho más sorprendente aún es que esos niños hayan
visto realmente, como la Iglesia Católica lo cree y lo propaga – al
menos, lo propaga– a Jesús hecho niño.
¿Qué cuerpo tiene Jesús en el cielo, el de hombre o el de niño? El
cuerpo de la resurrección, tal como lo vieron las mujeres en el
huerto, era un cuerpo de hombre7 . La voz que derrumbó a San
Pablo del caballo y le reprendió su actitud era la voz de Cristo
hombre8 . En el siglo XIII, Raimundo Lulio aseguró haber tenido
una visión de Cristo y le vio hombre. En diciembre 1954 el Papa
Pío XII dijo al mundo entero que Cristo se le había aparecido, y el
aparecido era un hombre. ¿Cómo es que en Fátima lo vieron como
un niño? ¿Es que Jesús, en el cielo, cambia de cuerpo como
nosotros de camisa? Si quiere ya lo creo.
LA VIRGEN Y SAN JOSÉ
Vengamos ahora a San José y a la Virgen. La tradición cuenta
que José murió en Jerusalén y la Virgen M aría en Éfeso. Según la
Iglesia Católica, inmediatamente después de su muerte la Virgen
M aría subió al cielo en cuerpo y alma; pero la Biblia no dice ni una
palabra sobre esta ascensión, como se ve obligado a reconocerlo un
conocido biógrafo de la Virgen, el Jesuita Pedro de Rivadeneira, que
de puro entusiasmo que siente por M aría escribe de ella verdaderas
herejías9 . Tampoco creyeron en la ascensión corporal de la Virgen
los más fieles cristianos de los ocho primeros siglos. Fue el Papa
León IV quien, en el año 849, instituyó la fiesta de la Asunción de
M aría el 15 de agosto. Precisamente ese mismo día los chinos
celebran una ceremonia pagana, donde intervienen linternas y
candelabros, en honor de una M adre que fue rescatada por su hijo
del poder de la muerte y del sepulcro. Esta ceremonia se celebra en
China desde tiempos inmemoriales10 .
M aría y José murieron como muere todo el que nace. Dice bien
Rivadeneira: “delante de mucha gente” M aría fue amortajada y
enterrada11 . De la tumba nadie sale hasta que lo ordene Cristo. Ya
pueden los comentaristas católicos romanos gastar todo el papel
que hay en el mundo para escribir que M aría resucitó. Sobre ese
papel no pueden escribir ni un sólo argumento de valor. En cambio,
Dios escribe sobre sus conciencias, con tinta roja, los pecados de
ignorancia y de falsificación, que todo hay.
Los cuerpos de estos dos santos quedaron en el sepulcro,
esperando el glorioso día de la resurrección, cuando el Señor Jesús,
“al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los
muertos en Cristo resucitarán”12 . Entre esos muertos estarán M aría
y José, que, eso sí, actualmente gozan de la presencia divina en ese
lugar de felicidad que la Biblia llama en un lugar el paraíso y en otro
el seno de Abrahám13 .
La pregunta que ahora se impone es: esos muertos, cuyos
cuerpos yacen en el sepulcro y sus almas en el cielo, ¿se pueden
aparecer en la tierra? ¿Pueden abandonar el lugar de reposo donde
se encuentran, materializarse en figuras humanas, vestirse con un
ropaje visible a nuestros ojos y jugar al escondite con los niños en
los pueblos de Fátima, Lourdes, San Sebastián de Garabandal y
otros? La Iglesia Católica condena el espiritismo y ella misma es la
propagadora número uno de las doctrinas espiritistas, con esas
apariciones de vírgenes y santos. Si la reencarnación de dos
muertos con fines saludables es posible, es también posible la de
todos los demás muertos.
El domínico Antonio Royo M arín, especialista en apariciones,
que ha estado en San Sebastián de Garabandal y ha quedado
convencido que la Virgen ha visitado la aldea santanderina,
escribiendo como lo haría el mismo Allan Carder, dice: “Puede ser
objeto de visión sobrenatural, en una forma o en otra,
absolutamente todo cuanto existe: Dios, Jesucristo, la Santísima
Virgen, los ángeles, los bienaventurados, las almas del purgatorio,
los demonios, los seres vivientes e incluso las cosas inanimadas”14 .
Eso es mucho decir. Desde luego, sus afirmaciones carecen de
base bíblica. Dejemos a un lado la cuestión del purgatorio y el
origen pagano de esta doctrina15 . Lo que la Biblia dice, como ya lo
hemos afirmado anteriormente, es que todos aquellos que han
muerto en pecado se encuentran en un lugar del cual no pueden salir
y los que han muerto en Cristo gozan en el cielo, junto a Dios,
ajenos a las invocaciones que se les hace desde la tierra y sin
participar para nada en el comercio de las apariciones.
No obstante, seríamos injustos si no mencionáramos un caso
excepcional, muy citado por los espiritistas. Nos referimos al
capítulo 28 del Primer libro de Samuel, donde este profeta se
aparece al Rey Saul. No hay duda alguna que se trataba del anciano
profeta y no de una trampa demoníaca como algunos han supuesto.
Pero esta aparición no quiere decir nada, porque es completamente
negativa. Veamos. Primero: tanto la mujer pitonisa como el rey Saúl
sabían que al invocar el espíritu de Samuel estaban quebrantando
las leyes de Dios; segundo: Saúl invoca al muerto, no para obtener
un beneficio de Dios, sino porque se sabía abandonado por Él y
caído en manos del Diablo; tercero, Saúl no obtiene provecho
alguno con esta aparición, porque Samuel no le dice lo que él quería
saber; cuarto: por el contrario, Samuel dice al rey que moriría al día
siguiente por haber cometido el grave pecado de consultar a un
muerto; y quinto: Samuel se queja a Saúl de haber sido turbado en
su reposo celestial.
Este es el único caso en toda la Biblia donde se nos dice que un
muerto se apareció a un vivo. Y, como el Dr. Pache lo afirma, Dios
permitió este milagro único para mostrarnos las trágicas
consecuencias que resultan de esas apariciones16 .
En el conocido pasaje evangélico de Lucas 16, donde se nos
presenta un diálogo gráfico entre el cielo y el infierno, Abrahám se
niega rotundamente a enviar a Lázaro a la tierra, como le pedía el
rico desde la condenación. Comentando este pasaje, el conocido
expositor jesuita Juan de M aldonado, dice: “A propósito de este
lugar suelen preguntar algunos si se aparecen alguna vez las almas
de los difuntos a los que viven. Lo niegan rotundamente San
Crisóstomo, Tertuliano, San Atanasio (o quien sea el autor de aquel
libro), San Isidoro y Teofilacto; y aducen muchas razones para
mostrar su inconveniencia. Lo primero, por no ser de provecho a
los vivos; pues si no creen a los que viven, tampoco creerán a los
ya muertos, como respondió Abraham. Además, porque aunque
viesen con sus ojos los tormentos de los condenados, no por eso se
abstendrían mejor de sus pecados, como los ladrones y demás
criminales, que ven cada día ajusticiar a otros semejantes, y no por
eso dejan de andar por sus mismos caminos. Por otra parte, si esto
se hiciera, vendrían a menospreciarse con el tiempo, y nos
moverían más los muertos que los vivos, como observa el mismo
San Crisóstomo. Finalmente porque podría ser esto ocasión de
muchos errores, engañando el demonio a los hombres, como si
fuese el alma de algún difunto, y persuadiéndoles lo que quisiera,
como arguyen San Atanasio, San Crisóstomo y Tertuliano. Porque
si, aun sabiendo (dice San Crisóstomo) que no vuelven las almas de
los difuntos, vemos que muchas veces el demonio, durante el sueño
(del único modo que puede), toma la persona de algún difunto, ¿qué
no haría si supiese que pueden volver las almas?”17 .
Otro jesuita autorizado, el elocuente Vicente de M anterola,
refutando las doctrinas del espiritismo, escribe: “Santo Tomás, en
su Suma Teológica, parte primera, cuestión novena, artículo
tercero, planteando la cuestión pregunta si las almas de los difuntos
pueden comunicar con el mundo corpóreo, y responde
resueltamente que no: y la razón es, dice, porque las almas de los
difuntos, separadas ya como están de todo comercio con los
cuerpos, han sido asociadas a la congregación de los espíritus y
nada pueden saber de este mundo”.
Y más adelante, discurriendo el mismo M anterola sobre la
influencia negativa de los difuntos en las fuerzas físicas de la
naturaleza, añade: “El alma humana mientras está en el cuerpo, no
tiene dominios sobre las fuerzas de la naturaleza, y como separada
ya del cuerpo no ha aumentado absolutamente nada la virtud ni la
potencia que anteriormente tuviera, por el contrario, la ha perdido,
resulta que si impotente es para dominar las leyes de la materia,
más impotente es ahora; me explicaré. El único medio que tiene el
alma para ponerse en comunicación con el cuerpo y para dominar la
materia, es el cuerpo mismo de que ya está revestida: el alma del
difunto ha quedado ya privada del cuerpo y queda ya privada del
único medio que tenía de comunicación con la materia y poder
obrar sobre las fuerzas físicas de la naturaleza: luego, lejos de haber
ganado con esto, separándose el alma del cuerpo, por el contrario
ha perdido el único medio de que a este efecto hubiera podido
servirse. Luego es evidente que el alma del difunto por su virtud
natural no puede comunicar con el mundo corpóreo, ni puede obrar
sobre las leyes de la naturaleza”18 .
Hemos querido reproducir ese largo texto para mostrar al lector
que, según la doctrina católica más ortodoxa, el muerto no tiene
medios de comunicación con el vivo. Y la Virgen M aría murió. Y
San José murió. Los dos son difuntos. Y los difuntos no pueden
venir a la tierra, dicen los teólogos y comentaristas católicos. Y si
no pueden venir, las niñas de San Sebastián de Garabandal, de
Lourdes y de Fátima no vieron a la Virgen ni a San José, aunque
ellas lo creyeran. Fueron engañadas por el Diablo, como tendremos
ocasión de probar más adelante. Y la Iglesia Católica ha servido y
está sirviendo de instrumento para la propagación de ese engaño.
Capítulo II

El proceder de las apariciones


LOS INSTRUM ENTOS QUE USAN
No deja de ser significativo la clase de instrumentos que usan
las apariciones para llevar a cabo sus fines. Invariablemente se trata
de niños. Niños cuyas edades oscilan entre los cinco y los doce
años. Algunas veces se aparecen también a personas mayores, e
incluso a mujeres públicas, como más tarde tendremos ocasión de
probar, pero entonces el vulgo y la Iglesia dicen que se trata de
apariciones diabólicas.
Dice el escritor católico Raúl Arango que la Virgen “ha venido
del cielo a menudo a visitar a niños muy pequeños”, y agrega:
M aría visitó a Bernardita en Lourdes”.
“M aría dio la M edalla M ilagrosa a una niñita encantadora en
París”.
M aría se le apareció a un niñito en M éxico”.
Nuestra Señora se apareció a tres niños en Fátima”19 .
En San Sebastián de Garabandal, como hemos escrito, fueron
también cuatro niñas quienes dijeron haber visto a la Virgen.
¿Por qué estas vírgenes escogen siempre a niños? El niño carece de
capacidad para razonar lo humano y se halla insuficientemente
preparado para comprender lo divino. No alcanza a distinguir lo
natural de lo sobrenatural. ¿Quizás por eso los escogen? ¿Por qué
esas vírgenes no se aparecen a hombres maduros, conocedores de
las cosas humanas, a hombres espirituales, que se hallen
acostumbrados a cultivar el trato con Dios y puedan discernir lo
verdadero de lo falso?
El lector sabe bien que cuando Dios quiso darse a conocer en el
mundo no usó a un niño, sino a un hombre. Los Evangelios nos
relatan únicamente dos episodios de la vida infantil de Jesús: Su
nacimiento, con todas las circunstancias que lo rodearon, y su
aparición en el Templo a los doce años de edad. Después de eso, el
Cristo niño desaparece de la historia evangélica y no volvemos a
verle, hasta que, a los treinta años, es bautizado por Juan en las
aguas del Jordán y da principio a su ministerio de redención.
¿Ha cambiado Dios los métodos? ¿Tiene ahora preferencia por los
niños? ¿Están éstos más capacitados que los adultos para servir de
portavoces de Dios al mundo?
Se dirá, como se ha dicho en muchas ocasiones, que el niño vive una
vida más pura que la persona mayor y por ello las apariciones
prefieren los niños. ¡Tonterías! Si la vida del niño es más santa que
la del hombre en el aspecto moral, no en el espiritual, es
simplemente porque el niño no ha tenido las mismas ocasiones que
el adulto para poner a prueba su pureza. Y en este caso, su
santidad de vida, como la honra de la llorada Camila, es de signo
negativo, y lo negativo cuenta muy poco a los ojos de Dios.
Dicho con más claridad: Tiene más mérito ante los ojos de Dios la
vida limpia de un envilecido pecador arrepentido que la pureza
innata del niño. Puestos los dos a comprender, a amar y a agradecer
a Dios Su ayuda, muchísimos más motivos para hacerlo tendrá el
hombre que el niño.
La Biblia dice que a los niños pertenece el reino de los cielos20 .
Cuando uno de ellos muere y deja la tierra, su entrada en el paraíso
es saludada de manera normal; pero cuando un adulto se convierte,
hasta los cielos hacen fiesta21 .
Por otro lado, esas apariciones fantásticas no benefician
espiritualmente a los críos, antes al contrario, les infunden ideas
contrarias a la Palabra de Dios. Y una de dos: o Dios dice mentiras
y las apariciones verdades o el verdadero es Dios y las apariciones
falsas. O nos volvemos todos locos sin saber a quien creer.
Porque tanto las niñas de San Sebastián de Garabandal, como la de
Lourdes, como las dos niñas y el niño de Fátima, estaban
firmemente convencidos que ellos debían sufrir por los pecadores,
es decir, que sus sufrimientos físicos y morales redundarían en
favor de los sin Dios. Se creían algo así como pequeños mesías,
modernos redentores a quienes estaban reservados sufrimientos
vicarios. ¡¡Qué ridiculez!!
Para Luisa, una de las niñas de Fátima, hasta las palizas maternales
eran sufrimientos que debía soportar en beneficio de los pecadores.
“Si nos pegan – decía a sus primos, Jacinta y Francisco –
sufriremos por el amor de Nuestro Señor y por los pecadores”22 .
Semejantes ideas fueron introducidas por las apariciones en los
cerebros infantiles. Y desde ahora lo decimos: Según la Biblia, nadie
puede sufrir por nadie con pretensiones vicarias. La
responsabilidad ante Dios es enteramente individual. La Biblia dice:
“El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará por el pecado del
padre ni el padre llevará por el pecado del hijo”23 . “Cada uno de
nosotros dará a Dios razón de sí”24 .
Ven aquí, lector, y considera: las apariciones dijeron a los niños que
debían sufrir en beneficio de los pecadores, y Dios dice en la Biblia
que no, que ni tú puedes sufrir por mí ni yo por ti, luego mucho
menos esos críos. Y la razón es que Cristo ya “sufrió nuestros
dolores”25 y los sufrió por todos y para siempre. Luego ¿quién
miente y quién dice verdad? ¿Pueden las apariciones del siglo XX
contradecir al Dios eterno? ¡¡Santo Cielo, y qué ciegos están esos
curas!!
Pero la Iglesia Católica no es tonta, no; sus dirigentes piensan
mucho antes de obrar. Psicológicamente, el niño tiene sus ventajas
sobre el adulto. Si hombres o mujeres formados se nos presentaran
diciendo que han visto y oído a la Virgen, no serían tan bien
recibidos como los niños, y puede que hasta apaleados. Sus amigos
y vecinos buscarían inmediatamente explicaciones interesadas a las
supuestas apariciones.
En cambio, los niños –¡¡angelitos!!– se dice, no tienen picardía, son
criaturas inocentes, no saben mentir. El ser humano se ablanda ante
el niño, se enternece, cree en su palabra con mucha más facilidad
que si de una persona mayor se tratase.
Por eso las vírgenes que por lo visto lo saben todo y todo lo
calculan, muestran su preferencia por los niños para elegirlos como
instrumentos de sus pretensiones y por altavoces de sus mensajes
egoístas.
LOS TÍTULOS QUE SE ARROGAN
Las niñas de San Sebastián de Garabandal han hablado muy
poco acerca de sus conversaciones con “la Virgen”. Que sepamos,
las niñas creen que se trata de la Virgen por simple deducción, no
porque la aparición les dijera, como ocurrió en Fátima y en
Lourdes, “yo soy la Virgen tal y quiero esto y aquello”.
En Fátima la aparición fue más explícita, más exigente, más
antievangélica. En el curso de la segunda aparición, que tuvo lugar el
13 de junio de 1917, la supuesta Virgen dijo a Lucía: “Jesús quiere
servirse de ti para que me hagas conocer y amar. Quiere establecer
en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado”.
M i Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te
conducirá a Dios”.
Y un mes más tarde, el 13 de julio, la aparición insistió: “Habéis
visto el infierno, adonde van a parar las almas de los pobres
pecadores. Para salvarlas, el Señor quiere que se instaure en el
mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si se cumple lo que
diré, se salvarán muchas almas y vendrá la paz”...
“Yo pediré la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón”26 .
Resultan en extremo presuntuosas y extrañas al lenguaje
evangélico esas continuas alusiones de la pretendida Virgen a su
inmaculado corazón. M entira parece que el pueblo esté tan ciego.
Que no advierta la impostura en la sola forma de hablar las
apariciones. En ningún lugar del Nuevo Testamento hallamos
referencias de Cristo a su propio nacimiento inmaculado. Y él si
que nació sin pecado. Por otro lado, las palabras citadas contrastan
notablemente con la actitud humilde que adoptó la Virgen M aría al
serle anunciado el milagro de la concepción espiritual. Sus palabras
al mensajero divino fueron: “He aquí a la sierva del Señor, hágase en
mí según tu palabra”. Y luego, en el cántico que elevó ante la madre
de Juan el Bautista, abre su corazón de mujer creyente y dirige al
cielo palabras de agradecimiento y de humildad: engrandece mi alma
al Señor, y se regocijó mi espíritu en Dios, M i Salvador, porque
puso sus ojos en la bajeza de su esclava.”27
No. La aparición que habló a los niños de Fátima no fue, no
pudo ser nunca la Virgen M aría. La Virgen M aría, la verdadera y
única madre de Jesús, nunca dijo que ella había nacido inmaculada.
Fue el Papa Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, quien proclamó el
dogma de la Inmaculada Concepción de M aría a pesar de que 56
obispos votaron en contra de la proclamación del dogma. Ese día,
un nuevo error fue añadido a los muchos que ya tenía la Iglesia
Católica y el Cristianismo se vio manchado con una herejía más por
obra y gracia de la infalibilidad de un Papa.
La creencia en la inmaculada concepción de M aría empezó a
tomar cuerpo en la Edad M edia. Durante siglos, los dominicos
lucharon contra esta creencia, que fue encarnizadamente sostenida
por lo franciscanos. A éstos se unieron más tarde los jesuitas, hasta
que el dogma surgió.
Santo Tomás, en el siglo XII, se opuso con todas sus fuerzas a
esa doctrina. En la tercera parte de su Suma Teológica, escribió: “La
Bienaventurada Virgen M aría, habiendo sido concebida por la unión
de sus padres, ha contraído el pecado original”. Y para que se vea
hasta donde llega el fanatismo y las malas intenciones de los
escritores católicos cuando quieren defender una doctrina para la
que no tienen argumentos suficientes, en el Compendio de la Suma
Teológica de Santo Tomás, publicado en Buenos Aires por
religiosos de la Orden de Predicadores en 1945 y en la página 260,
al tratar de la Inmaculada Concepción se interpone en el texto de
Santo Tomás de Aquino, que murió en 1274, la definición hecha
por Pío IX de ese dogma en 1854. ¡¡Esto es inmoralidad de escritor
y de religioso!!
Y aquí tenemos, abierto encima de nuestra mesa, el segundo
tomo de las Obras Completas de San Bernardo, gran escritor
cristiano del siglo XII. En una carta dirigida a los canónigos de
Lyon el año 1140 niega rotundamente que M aría naciera sin
pecado: «Sólo el Señor Jesucristo –dice– fue concebido del Espíritu
Santo, porque era el único Santo antes de la concepción.
Exceptuado el cual, se aplica a todos los nacidos de Adán lo que
uno confesó humilde y verazmente de sí: “He sido concebido en la
iniquidad y mi madre me ha engendrado en el pecado28 ”.
Con numerosas pruebas y certeros argumentos que el lector
puede comprobar por sí mismo, el ilustre escritor sagrado ridiculiza
el dogma de la Inmaculada Concepción de M aría, haciendo observar
que si se pide para ella el honor de haber nacido sin pecado, “se
podría exigir otro tanto para los padres, abuelos y bisabuelos; y así
se caminaría al infinito y las fiestas no tendrían número”.
Pero no obstante la claridad de esos testimonios y de otros
muchos que podrían citarse, la Iglesia Católica seguirá proclamando
con descaro que la Virgen se apareció en Fátima y en Lourdes
reclamando se adorara a su corazón inmaculado. Y el vulgo lo
seguirá creyendo. Unos, por no molestarse en estudiar la verdad;
otros, porque les agrada el ir de peregrinación y continuarían
asistiendo aunque descubrieran su inutilidad y otros porque el Papa
lo ha dicho y la Iglesia lo cree. El caso es que todos hacen fiesta a la
impostura y bailan cogidos de la mano alrededor de la mentira.
Pero aún hay algo que resulta más tragicómico que todo lo
dicho. Según la niña Bernardita, de Lourdes, en una de las
apariciones que tuvo, al preguntar a la aparecida por su nombre,
dice que ésta le contestó: “Yo soy la Inmaculada Concepción” 29 .
Esto ocurría el 25 de marzo de 1858, es decir, cuatro años después
de que el Papa Pío IX promulgara el dogma. De esta forma, los que
todavía se resistían quedaron convencidos de que la Virgen
aprobaba lo que Su Santidad había dicho y hecho. Y todos
contentos.
En realidad, todos no quedaron contentos. Porque esas palabras
levantaron una gran polvareda y dieron lugar a prolongadas
discusiones. En efecto: ¿Cómo podía la Virgen decir de sí misma:
“Yo soy la Inmaculada Concepción”, si esas palabras eran una
simple definición dogmática? En todo caso, debería haber dicho:
“Yo soy la inmaculada concebida”, pero no “la Inmaculada
Concepción”. Estaría bueno que se apareciera ahora el autor de El
Quijote diciendo: “Yo soy el Ingenioso Hidalgo Don M iguel de
Cervantes Saavedra”. Un crítico literario le respondería: “No,
hombre, no; usted será M iguel de Cervantes Saavedra, caballero
hidalgo e ingenioso, pero eso de “El Ingenioso Hidalgo” es un título
que le dio a usted Navarro y Ledesma cuando ya hacía muchos
años que su cuerpo estaba en la tierra.
Un especialista moderno de Lourdes, por cierto gran católico,
Renato Laurentin, dice que esa frase de “la señora” “desconcierta
un poco a los teólogos”. Y no es que desconcierte, es que está por
completo fuera de lugar; es que pone en ridículo a la misma Virgen,
a la niña, a Pío IX, a la Iglesia Católica y a toda la legión de ciegos
adoradores que tiene Lourdes. Desconcertar es poco. Produce risa...
y pena.
Y como si no bastara tanta mentira, la aparición de Fátima se
atribuye poderes que sólo corresponden a Dios: “M i Corazón
Inmaculado será tu refugio y el Camino que te conducirá a Dios”,
dijo a Lucía. Y en otra ocasión, hablando de los condenados en el
infierno, agregó: “Para salvarlos, el Señor quiere que se instaure en
el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón”. ¡Basta!
¿Desde cuándo la Virgen M aría es refugio para el pecador y
camino para conducirle a Dios? ¿En qué lugar de la Biblia se dice
que uno puede salvarse mediante la devoción al corazón de M aría?
¿Proceden de la Virgen esa serie de aberraciones? ¡Pobre M aría!
¡Cómo la desvirtúan! Ella, que ni siquiera comprendía cómo podía
concebir sin haber conocido varón, la presentan ahora como la
Omnisciente que incluso sabe más que Dios sobre el futuro del
pecador; ella, que aceptó la voluntad de Dios con humildad de
esclava, aparece en Fátima suplantando a la Divinidad; la que
necesitó de la salvación de Dios es ahora salvadora de los
pecadores; la que se refugió al amparo de la protección divina dice
ser refugio del necesitados; quien reconoció la bajeza de su
condición humana se autoglorifica hasta lo infinito, presentándose
como único auxilio para el alma extraviada. ¡Qué diferencia entre la
Virgen humilde del Evangelio y las “Señoras” Pretenciosas de
Fátima y de Lourdes!
La Sagrada Escritura afirma que sólo hay un refugio para el
Pecador: Jesús. “Y será aquel varón como escondedero contra el
viento, y como refugio contra el turbión; como arroyos de aguas en
tierra de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra
calurosa”30 . “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados,
y yo os haré descansar”31 .
Un sólo camino para conducirnos a Dios: Jesús. “Yo soy el
camino y la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”32 .
Un sólo Abogado, M ediador y Salvador ante el Padre: Jesús.
“Porque hay un sólo Dios, y un sólo mediador entre Dios y los
hombres”33 . “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro
nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvados”34 . “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no
pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el
Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros
pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de
todo el mundo”35 .
Comentando estas últimas palabras de San Juan, San Agustín dice:
“¡Tenemos un abogado ante el Padre! M irad a Juan mismo como
guarda la humildad... Un varón tal no dijo: “Tenéis un abogado ante
el Padre”, sino: si alguno pecare, tenemos dice– un abogado. No
dijo: “Tenéis”, ni menos: “M e tenéis a mí” sino que puso a Cristo
y no a sí; y dijo “tenemos” y no “tenéis”. Hermanos, a Jesucristo
justo, a Él es a quien tenemos por Abogado ante el Padre. Él es
propiciación por nuestros pecados... De ahí que Juan diga que se os
perdonan los pecados por el nombre del Señor, y no por el de
ningún otro”36 .
A la vista de esos textos y de otros muchos que podríamos
transcribir, hemos de decidirnos alternativamente por una de estas
dos conclusiones: O Jesucristo, la Virgen M aría, los Apóstoles y
los más santos y afamados escritores del cristianismo primitivo
dijeron verdad y las apariciones de Fátima, Lourdes y otras
semejantes son una pura fantasía del catolicismo innovador, o las
apariciones son verdaderas y mintieron Jesucristo, la Virgen, los
Apóstoles, San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, San Bernardo y
santísimos otros escritores sagrados. El lector se ve en la necesidad
de decidir y elegir. Reconciliar los dos extremos es imposible. La
luz no puede comulgar con las tinieblas ni la verdad con el engaño.
LOS FINES QUE PERSIGUEN
Si uno considera con calma y sin ofuscamiento ni fanatismo
religioso los verdaderos fines que persiguen las apariciones, no irá
nunca a Lourdes, ni a Fátima ni a ninguno de esos muchos
santuarios. Si la gente va es porque no conoce la historia en su
origen; porque sigue a uno que fue primero y que a su vez siguió a
otro que no sabía por qué iba, y entre todos dieron vida al mito y
vistieron la leyenda con un ropaje de gloria y de misterio.
Todas las apariciones, sin excepción, se han manifestado
terriblemente egoístas. Pretendían hacer bien, salvar al mundo, curar
a los enfermos, pero siempre reclamaron para sí mismas adoración,
honores y ovaciones, lo que jamás se dio en la Virgen M aría, ni en
los Apóstoles ni siquiera en el Señor Jesús, con todo y ser el hijo
de Dios; todo lo contrario: Cristo afirmó que él no había venido
para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por la
humanidad.
Pero las apariciones sí. Todas esas pretendidas vírgenes han
reclamado ante todo ser servidas, ser ensalzadas, ser adoradas.
Algunas de ellas han dado órdenes verdaderamente extrañas. La
aparición de Lourdes ordenó a la niña Bernardita: “Ve a beber y a
lavarte en la fuente y come hierba que allí encontrarás”. ¡Curioso
mensaje éste! ¡Si alguien puede creer que Dios se entretiene en
mandar a una niña a comer hierba es porque no tiene ni idea de
quién es Dios! Y la historia dice que la niña obedeció al pie de la
letra.
La segunda vez que se le apareció, le dijo a Bernardita: “Dile al
sacerdote que debe levantarme aquí una capilla”. Y en otra ocasión
agregó: “Yo quiero que vengan aquí en procesión” 37 . Cada vez que
la aparición de Lourdes daba estas ordenes, pedía a Bernardita que
se las retransmitiera al sacerdote del pueblo.
La aparición de Fátima tampoco se quedó corta en sus
pretensiones: “Soy Nuestra Señora del Rosario –dijo a Lucía–;
deseo que en este lugar se levante una capilla en mi honor”. Y ya
tenemos aquí otro extraño juego de palabras. El peregrino que va a
Fátima queda deslumbrado por la suntuosidad del lugar, por lo bien
organizado que encuentra todo, por la belleza del paisaje, capaz de
competir con los más atractivos lugares turísticos; y escucha
embobado todas las historias que le cuentan de milagros y de
apariciones; y las cree, porque el lugar está hecho a propósito para
hacer creer, con esa atmósfera de misterio y ese continuo olor a
cirios quemados. Y el visitante queda conforme con eso, no pide
más ni investiga más ni se interesa por el origen de todo ese
aparato. Si lo hiciera, no podría dejar de sentir lástima por tanta
ceguera. Porque eso de que una virgen se aparezca y diga “Yo soy
Nuestra Señora” tal, es para dejar escapar la risa. La pobre cría
había oído hablar de “Nuestra Señora del Rosario”, y dijo al cura
que la aparición le había dicho: “Yo soy Nuestra Señora del
Rosario”. Aquí tenemos otra metedura de pata como la de “Yo soy
la Inmaculada Concepción”. ¿Cómo puede la Virgen M aría
aparecerse y decir: “Yo soy Nuestra Señora”? ¿Nuestra Señora de
quién, de ella misma? Si acaso, debería haber dicho: “Yo soy
vuestra señora”, pero no “nuestra”. ¿O es que las apariciones de
Fátima no entendían el portugués?
Otra vez, como Lucía dijera a la aparecida que ya habían
recogido algún dinero para levantar la capilla, ésta le ordenó: “Que
empleen la mitad del dinero recogido hasta ahora para hacer las
andas con sus imágenes. La otra mitad servirá para la construcción
de la capilla”38 .
Como habrá observado el lector, todas las órdenes de las
apariciones iban encaminadas a procurarse algún honor, alguna
honra. Era todo cuanto perseguían con sus apariciones. ¡Como si el
mundo necesitara nuevos dioses! ¡Como si Dios no fuera bastante
para merecer toda nuestra adoración y todo nuestro ánimo! ¡Qué
diferente fue la actitud de Cristo en el M onte de la Transfiguración!
Los Apóstoles querían levantarle un tabernáculo o capilla, y él lo
rehusó con humildad de Dios. El mundo se ha vuelto loco en sus
ansias de explorar nuevos senderos religiosos, nuevos motivos de
adoración, y la Iglesia Católica se aprovecha y explota esa locura.
Oculta al verdadero Dios a los corazones que le buscan con
sinceridad, y para aplacar sus naturales deseos de adoración les da
pobres y falsos becerros de oro. El señor Jesucristo, en su Segunda
Venida, hará justicia a tanto engaño.
Capítulo III

Las contradicciones en que


incurren
Si hubiéramos de analizar y exponer todas las contradicciones
de carácter teológico y dogmático en que incurren las vírgenes
aparecidas, necesitaríamos componer un grueso volumen; porque la
verdad es que cuanto dicen y hacen contradice por entero la
revelación divina y discrepa de la razón humana. Veamos algunas
de estas contradicciones.
EL PURGATORIO
He aquí uno de los diálogos de la niña Lucía, de Fátima, con la
supuesta Virgen.
– “Usted viene del Cielo... Y yo, ¿iré al Cielo?”
– “Sí –respondió la Señora”.
– “¿Y Jacinta?”
– “También ella.”
– “¿Y Francisco?”
– “También él; pero antes habrá de rezar muchos Rosarios”.
“A una nueva pregunta de Lucía acerca del destino y paradero de
dos jovencitas, amigas
suyas, muertas hacía poco tiempo, la Aparición respondió que una
estaba en el Paraíso, la otra todavía en el Purgatorio”39 .
Si esa Aparición hubiera sido realmente la Virgen M aría no
habría hablado de Purgatorio, porque el Purgatorio no existe.
Todo lo contrario. La Biblia dice que el sacrificio de Cristo fue uno
y perfecto. Su muerte en la Cruz borra para siempre los pecados
del ser humano y le abre el camino al cielo.
La idea del Purgatorio es antigua, aunque el Dogma fuera definido
en la Edad M edia. Los griegos y romanos, entre ellos Platón y
Virgilio, admitían un tercer estado para las almas, además del cielo
y del infierno. El Paganismo fue desarrollando esta doctrina,
combatida con eficacia por los apologistas cristianos de los
primeros siglos. Así hasta el Papa Gregorio I, que murió en el año
604. En su liturgia que compuso de la M isa incluyó la idea del
Purgatorio. En el segundo Concilio de Lyon, en el año 1274,
Clemente IV y Gregorio X continuaron animando la idea y el
Concilio de Florencia, en 1439, la definió como dogma, siendo
definitivamente aceptada por el Concilio de Trento en el siglo XVI.
Un sacerdote canadiense que dejó los hábitos y se convirtió al
Protestantismo, José Zacchelo, dice que “el Purgatorio deshonra la
obra de redención del Hijo de Dios y niega la eficacia de su
sacrificio”40 .
En efecto: según la aparición, una de las dos niñas muertas aún
permanecía en el Purgatorio. ¿Hasta cuándo? De acuerdo con la
doctrina estoica, hasta que sus familiares y amigos paguen las misas
necesarias para salir de ese lugar de tormento. De modo que si esos
familiares son pobres muy pobres, el sufrimiento de la niña se
prolonga; y si son ricos muy ricos, con pagar 200 ó 2.000 misas
diarias, la niña sale en seguida del Purgatorio. Y, siempre de acuerdo
con esta doctrina, Dios, en el Cielo, está pendiente de las misas de
los sacerdotes en la tierra para prolongar o acortar el sufrimiento de
una criatura. ¡Resulta espantoso!
Ése es el Dios de la Iglesia Católica, el que manda a las Vírgenes a
recorrer el mundo con la misión de aparecerse a los niños y
asustarlos con las llamas del Purgatorio.
EL INFIERNO
M al que pese, la doctrina del infierno es bíblica. Aunque
repugne al entendimiento moderno, la Biblia habla con toda claridad
de un lugar de castigo para los condenados, así como trata también
de un lugar de privilegio para los redimidos.
Pero desgraciadamente, el concepto bíblico del infierno ha sido
adulterado en el curso de los siglos. Los escritores católicos de la
Edad M edia, tomando como punto de inspiración los muchos
mitos de los pueblos antiguos, nos presentaron visiones
horripilantes del infierno. Lugares tenebrosos, cuyos castigos
sobrepasan el sadismo y la crueldad. Seres medio hundidos en
enormes pantanos con demonios acariciándoles el rostro y
danzando alrededor con mazas inflamadas. Cuerpos con serpientes
encadenadas en columnas de metal al rojo vivo. Diablos
extendiendo a los culpables sobre sábanas de hierro y colchones de
carbón ardiendo. Enormes pozos de azufre tragándose a los
condenados.
Desde la Edad M edia, la Iglesia Católica ha venido presentando
esta falsa visión del infierno. Es cosa sabida hoy que Dante siguió
el pensamiento de Tomás de Aquino en su descripción del infierno.
Y Santo Tomás sigue siendo una autoridad en la teología católica
contemporánea. Desde entonces, desde los tiempos medievales, la
Iglesia Católica ha cambiado muy poco su concepto del infierno.
Por eso no es de extrañar que la aparición de Fátima, que es una
aparición católica romana, como hemos señalado ya, siguiera esa
misma línea descriptiva cuando le habló a Lucía del infierno. He
aquí lo que escribió la niña, siendo ya “la hermana Lucía” en un
convento de monjas de Tuy, “por pura obediencia y obtenido el
permiso del cielo”:
Nuestra Señora, al pronunciar las palabras: “Sacrificáos por los
pecadores”... abrió las manos de nuevo, como en los meses
precedentes. El haz de luz que de ellas salía pareció penetrar en la
tierra. Y nosotros vimos como un mar de fuego y en él sumergidos
los demonios y las almas, como brasas transparentes y negras o
broncíneas, con forma humana, que fluctuaban en el incendio,
levantadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con
nubes de humo, cayendo en toda dirección, así como el caer de las
centellas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre
gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y
hacían estremecer de espanto... Los demonios se distinguían por
sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y
desconocidos, Pero transparentes como negros carbones en ascua”.
Cuando la niña de Fátima escribió eso tenía ya 34 años y en el
convento donde se hallaba había leído por entonces muchos relatos
medievales del infierno. De ahí el describir a los demonios como
“animales asquerosos y espantosos” y hablar de “gritos y gemidos
de desesperación y de dolor”. Si en lugar de esos libros hubiera
leído la Biblia, y en especial el Nuevo Testamento, su descripción
del infierno hubiera sido otra. Habría advertido que los demonios
no se describen como “animales asquerosos”, sino como ángeles,
ángeles rebeldes, caídos de su antigua gloria, perdidos sus
privilegios, pero con poder para transformarse en brillantes luceros.
También habría aprendido la hermana Lucía que las descripciones
que la Biblia hace del infierno son enteramente espirituales y nada
tienen que ver con esas representaciones grotescas de la Edad
M edia. Y, en fin, si la “hermana Lucía” hubiera leído el Nuevo
Testamento se habría dado cuenta que la aparición de Fátima era
una impostora, porque el mayor castigo de los condenados en el
infierno no será el convertirse “en brasas transparentes y negras”...
“entre gritos y gemidos de desesperación”, sino el ser privados de
la presencia bendita de Dios, como lo afirma San Pablo en una de
las mejores definiciones que la Biblia nos da del infierno: “Los
cuales –se refiere a los condenados– sufrirán pena de eterna
perdición, excluidos de la presencia de Dios y de la gloria de su
poder”41 . Y ya no hace falta mayor castigo. Donde Dios no esté allí
está el infierno, sin más necesidad de demonios torturadores ni de
ollas de aceite hirviendo.
EL REZO DEL ROSARIO
Todas las apariciones muestran un especial interés en enfatizar
el rezo del Rosario. Bernardita dice que la Virgen de Lourdes tenía
en sus manos un Rosario de cadena amarilla y de cuentas blancas y
gruesas, muy apartadas unas de otras. Cuenta la niña que la dama,
vestida de blanco le sonreía dulcemente sin dejar de rezar el
Rosario42 .
Lucía, por su parte, cuando aprendió a escribir manifestó que la
Virgen de Fátima sostenía en sus manos juntas “un Rosario de
granos blancos, como perlas, terminando con una crucecita de plata
bruñida”. Casi en todas las apariciones, la Virgen aconsejaba el rezo
del Rosario, diciendo: “Rezad el Rosario todos los días para
alcanzar la paz del mundo”43 .
Ya tenemos aquí a vírgenes que se consideran cristianas,
practicando y recomendando costumbres paganas. Porque todo
lector medianamente versado en la Historia de los pueblos sabe que
el uso del Rosario es una antiquísima costumbre pagana. Lo
empleaban ya los indios mejicanos de la antigüedad y en los libros
sagrados de las religiones indias hay abundantes referencias al
Rosario. Los Lamas del Tíbet y los discípulos de Confucio
empleaban el Rosario en China desde tiempos inmemoriales. En la
Grecia asiática y en la Roma pagana, el Rosario se usaba en las
ceremonias religiosas. Siglos más tarde fue introducido en algunas
sectas del Islam, de donde lo tomaron los cruzados que el Vaticano
enviaba al Oriente, dándolo a conocer en los países occidentales
cuando regresan de prostituirse a las órdenes de los Papas44 .
En el Cristianismo, el Rosario fue introducido por el español
Domingo de Guzmán a principios del siglo XIII. Así lo afirma el
dominico Fray Francisco Rivas. Dice que la institución del Rosario
“pertenece, sin ningún género de duda, a Santo Domingo, como
consta por el testimonio solemne de los Sumos Pontífices León X,
San Pío V, Gregorio XIII, Sixto V, Clemente XI y Benedicto
XIII”45 .
La historia del Rosario es una historia de sangre, de odios, de
muerte, de venganza. Domingo de Guzmán fue también el fundador
de la Inquisición, ese “terrible tribunal de venganza”, como lo llama
Emilio Castelar. Al rezo del Rosario, los cruzados pasaban con sus
lanzas a quienes adoraban al mismo Dios que ellos, sólo que con
diferente nombre; y al rezo del Rosario, las tropas mercenarias del
Vaticano arrollaban Francia y sembraban la muerte y la destrucción
por las aldeas y ciudades donde moraban los pacíficos albiguenses.
Pero hay más: independientemente de la aberración que supone
el que una Virgen que dice venir de parte de Dios aconseje la
práctica de una costumbre totalmente pagana, está ese acto
contradictorio de la supuesta Virgen rezando el Rosario en su
propio honor. En el curso de la tercera aparición, el 13 de Julio de
1917, Lucía dice que la Virgen “insistió por tercera vez sobre el
rezo diario del Santo Rosario en honor de la Virgen”46 .
Es decir, que la Virgen buscaba su propio honor y se rezaba ella
misma a sí misma. Y como en el Rosario hay, corrientemente,
setenta y dos Avemarías, la misma Virgen repetía mecánicamente
mientras pasaba las bolitas:
Dios te salve, M aría...” “...Santa M aría, M adre de Dios, ruega
por nosotros pecadores...”. Y cuando llegaba el turno al Padre
nuestro, la misma que había dicho a sí misma “Ruega por nosotros
pecadores” pedía ahora a Dios “perdónanos nuestras deudas...”. Es
el colmo de... la risa. Tal cúmulo de contradicciones se da cuando se
quiere a toda costa someter a Dios a los caprichos innovadores de
la Religión. A la Iglesia Católica no la espanta ya ni el ridículo. Lo
que ella quiere es tener un dominio completo sobre la conciencia del
individuo y a ese objetivo terrenal lo sacrifica todo y a todo se
expone, hasta caer en el absurdo.
LA HOSTIA DEL ANGEL
Conchita, una de las cuatro niñas de San Sebastián de
Garabandal, asegura que en una de las apariciones que tuvo, un
ángel le dio la comunión. Y no sólo eso, sino que además lo anunció
por carta a su amigo alemán, de M adrid, ¡diez días antes de que el
supuesto prodigio ocurriera! Yo tuve esa carta en mis manos. En la
aldea, los incrédulos decían que la niña llevaba la hostia bajo la
lengua, otros afirmaban que escondida en una cajita y algunos
sostenían que se la había dado el sacerdote unos minutos antes.
Pero la niña insistía convencida que la hostia se la había dado el
ángel mismo.
Parecido milagro dicen que ocurrió en Fátima. Una tarde de
principios de octubre, los tres niños fueron a rezar a su “cueva”.
De repente “se vieron rodeados de una claridad extraordinaria.
Entonces se levantaron y vieron que el ángel estaba al lado de ellos.
Pero esta vez tenía en su mano un cáliz y sobre el mismo vieron
una hostia. De la hostia cándida caían unas gotas de sangre dentro
del cáliz. Dejando el cáliz, que permaneció misteriosamente
suspendido en el aire, el ángel se arrodilló al lado de los niños y,
por tres veces les hizo repetir esta fórmula: “Santísima Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te
ofrezco los preciosísimos Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación de los ultrajes con los cuales Él es ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sagrado Corazón y por los del
Corazón Inmaculado de M aría, te pido la conversión de los pobres
pecadores”. El ángel se levanta, toma la hostia y se la ofrece a
Lucía, que la recibe. Luego reparte el contenido del cáliz entre
Jacinta y Francisco, diciendo al mismo tiempo a cada uno de los
tres: Recibid el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente
ultrajado por los hombres ingratos. ¡Reparad sus pecados y
consolad a vuestro Dios!”47 .
¿Puede esto ser posible? No. Rotundamente no. Entre otras
razones importantes, porque en el cielo, donde está Dios, no
entienden nada de hostias. La hostia es una invención de la Iglesia
Católica, es un producto de la mente humana, por lo que no puede,
de ninguna manera, ser autorizada por Dios ni mucho menos dada
por un ángel en nombre de Dios.
El origen de la hostia es el siguiente. Antes de su muerte, en el
transcurso de la cena pascual que Jesús tuvo con sus discípulos,
“tomó Jesús el pan, y lo bendijo, y lo partió, y dio a sus
discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la
copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella
todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos
es derramada para remisión de los pecados”48 .
No hay lugar aquí para acumular citas históricas, por las cuales
podríamos fácilmente comprobar que en el transcurso de los siglos,
todos los fieles cristianos, al tomar la comunión, participaban de
los dos elementos, a saber, del pan y del vino. En esa comunión no
veían más que un simple memorial, como lo quería Jesucristo49 . De
esta forma llegamos hasta el siglo trece. El 30 de noviembre de
1215, el Papa Inocencio III inventa y proclama al mundo como
dogma de fe la doctrina de la Transubstanciación 50 . Según esta
doctrina, la comunión con el pan y el vino queda sustituida por la
hostia, esa pequeña oblea amasada con harina y agua, la cual se dará
a los fieles. El vino contenido en el cáliz se reserva para el
sacerdote. Ese amasijo de harina y agua queda convertido, una vez
consagrado, en el Cuerpo, Sangre, Alma, Nervio y Divinidad del
Señor Jesucristo. Y como hace observar Varetto con mucho ingenio,
si esa hostia se parte en dos, hay dos cuerpos. Y si apretamos con
los dedos el trocito de harina y la materia se divide en diez mil o en
un millón de partículas, cada una de esas partículas queda
automáticamente convertida en cuerpo entero y real del Señor
Jesucristo51 . Hasta se horroriza uno al pensar en tanto sacrilegio.
Y ese sacrilegio, esa hostia, fue inventado por un Papa que,
“cargado de negocios, se quejaba muchas veces de no tener tiempo
para pensar en las cosas del cielo”, según dice el historiador
dominico Fray Francisco Rivas52 .
Siete siglos después del invento de la hostia por un ser humano
, quieren que creamos que un ángel del cielo se aparece repartiendo
hostias a inocentes niñas. ¡Cómo si los ángeles en el cielo creyeran
en las hostias!
LAS CARTAS DE JACINTA
Como dejamos constatado en la primera parte de este libro,
Jacinta, una de las cuatro niñas de San Sebastián de Garabandal,
escribió varias cartas a un amigo suyo, alemán, residente en M adrid
y convertido –así lo afirmó el interesado– del Protestantismo al
Catolicismo, como consecuencia de las apariciones de la Virgen en
la aldea santanderina. Nosotros tuvimos esas cartas en nuestras
manos, en una entrevista que sostuvimos en M adrid con el
destinatario de las mismas.
En una de ellas, fechada en Garabandal el 21 de abril 1962, decía
Jacinta: “No sabes la alegría que tengo desde que me enteré que te
habías bautizado y así ya eres cristiano. Cuando se lo dije a la
Virgen Santísima se reía”.
Esto, como todo, huele a Catolicismo romano puro, no a
Cristianismo. Semejantes palabras pueden proceder de una Virgen
enviada por el Vaticano, no por el Cielo. Según esas declaraciones
de la Virgen de Garabandal, si uno no es bautizado al nacer no es
cristiano. Cuando el protestante se convirtió y se bautizó por
aspersión, es decir, se hizo católico romano, entonces sí, entonces
ya se pudo contar entre el número de los cristianos. Y la Virgen,
según expresión de la niña, se reía por ello. Estaba muy alegre la
Virgen.
Equivale eso a decir que los millones de cristianos no
bautizados católicamente, que viven y mueren amando a Cristo,
obedeciendo en todo sus mandamientos, para la Virgen no son
cristianos porque no han sido bautizados a lo católico. El caso es
que para Dios sí que son cristianos, porque ser cristiano no
significa estar bautizado de pequeño, sino reconocer a Jesucristo
como el Hijo Unigénito de Dios, aceptarle por Salvador, confiar en
Él aquí y allá y vivir obedeciendo y cumpliendo sus mandatos. Y
para el Vaticano también son cristianos los no bautizados
católicamente. Son cristianos equivocados, hijos descarriados de
Roma, hermanos separados de la comunidad católico–romana, pero
cristianos. Esa Virgen, además de católica, debía ser española. Eso
es: católica española, con ese cuño especial de intransigencia que
caracteriza al Catolicismo español. No se puede entender de otra
forma.
Ignora la Virgen de Garabandal que el bautismo a lo católico
contradice las enseñanzas de Cristo. Según la Iglesia Católica, el
sacramento del bautismo borra el pecado original y da derecho a la
entrada en el Paraíso. Si el neófito muere poco después de ser
bautizado, dice la Iglesia que Dios lo lleva a un lugar llamado el
Limbo, de donde pasa poco después al Cielo.
En cambio, todo el Nuevo Testamento enseña que el bautismo
es un mero símbolo, ineficaz en sí mismo para quitar “las
inmundicias de la carne” y realizable sólo “como demanda de una
buena conciencia delante de Dios”53 .
Convendría recordar también a la Virgen de Garabandal, para
calmar un poco su sonrisa, que el bautismo por rociamiento, tal
como lo practica hoy la Iglesia Católica no se conocía en los
tiempos de Jesús ni en los primeros siglos del cristianismo. La
Enciclopedia Británica, en su artículo sobre el bautismo, dice: La
voz “bautismo” deriva de la palabra griega “baptizo”, sumergir o
lavar. El modo común de efectuar el acto era por inmersión, pero la
costumbre de bautizar por aspersión se introdujo gradualmente a
pesar de la oposición de los concilios y decretos hostiles. El
Concilio de Rávena, en 1311, fue el primer Concilio que legalizó el
bautismo por rociamiento”.
En otra carta fechada el 23 de junio 1962, escribía Jacinta:
“Estas cuatro letras es para decirte que la Santísima Virgen nos ha
hablado de ti y nos ha dicho esto: que sigas siendo bueno. Diles a
todos tus hermanos que se confiesen y sean como tú. La Virgen nos
ha dicho que tú le hables a tus hermanos para que la amen como tú;
qué pena, que no quieran a la Virgen”.
Los protestantes españoles e hispanoamericanos, que saben
bien lo que ocurre con el clero católico, verán en esta carta de
Jacinta la clásica mentalidad católica pueblerina. En las grandes
ciudades, donde por lo general se encuentran sacerdotes medio
inteligentes y algunos hasta sin prejuicios religiosos, la principal
acusación que se tiene contra los protestantes es la de querer hacer
proselitismo. Pero en los pueblos y aldeas, donde el proselitismo
es más difícil, porque todos se conocen, se les ataca invocando el
imaginario desprecio que los protestantes sienten hacia la Virgen.
Esto convence más a la mentalidad sencilla de las aldeas, llega más
hondo en los sentimientos de sus habitantes y los predispone
mucho mejor contra los protestantes. Es un procedimiento que
raras veces falla. De esta manera educada por su maestra de escuela,
por el cura párroco y por las hojitas que envían de la capital contra
los protestantes, la niña de Garabandal suponía cándidamente que
por ser protestantes los hermanos de su amigo, no debían querer a
la Virgen y esto la entristecía. A ella le habían enseñado eso y eso
dijo que le había dicho la Virgen.
¡Qué Virgen más ingrata! ¡Y qué ignorante! La verdadera
Virgen, la única, la que fue madre de la naturaleza humana de Jesús,
que ahora está en el cielo, sabe bien que los protestantes la aman;
que admiten su concepción milagrosa, obrada en ella por el Espíritu
Santo, sin necesidad del varón; sabe con certeza que todos los
protestantes, aunque no le tributen culto de idolatría, que ella fue la
primera en rechazar cuando estaba en la tierra y que la Iglesia
Católica ha impuesto contrariando su voluntad, le han levantado en
sus corazones un monumento de amor y de gratitud por la parte
que tuvo en el cumplimiento de los planes divinos sobre la obra de
la redención.
Y no podía faltar la confesión en todo este mito de apariciones
católicas. Para la Iglesia, ésa es una de las mayores manifestaciones
que pueden darse de profesión católica. Y Jacinta, católica al fin, lo
entendía así y así quería que la Virgen lo admitiera y lo proclamara.
“Diles a todos tus hermanos que se confiesen”, le escribió al amigo
de M adrid.
Sería inútil continuar llenando páginas sobre un tema que tanto
se ha discutido ya. Tampoco conviene al objeto de este libro
considerar los numerosos testimonios de ex–sacerdotes contra la
inmoralidad del confesionario ni explicar aquí por qué uno de estos
sacerdotes llegó a escribir que prefería a su hija virgen entre cuatro
velas mortuorias antes que arrodillada a los pies de un hombre,
deshojando las flores de su inocencia y respondiendo a preguntas
que son una ofensa a la moral y a la candidez juvenil.
Pero sí diremos, con la brevedad que nos impone este trabajo,
que ni Cristo ni los cristianos de los primeros siglos practicaron la
confesión como se conoce hoy en la Iglesia Católica. Durante varios
siglos, los Papas se contradecían en este punto, autorizando unos la
confesión auricular y negándola otros, hasta que, finalmente, el
Concilio de Florencia, celebrado en 1439, incluyó la confesión en
los siete sacramentos de la Iglesia Católica. La Virgen que se
apareció en San Sebastián de Garabandal debe ser más o menos de
esta época. No puede ser más antigua, porque antes no se
practicaba la confesión auricular.
El lector puede pensar que no vale la pena tomarse tanto
trabajo en analizar esas cartas infantiles ni en concederles
importancia. Pero nosotros opinamos de otra forma. Es verdad que
en esas cartas sólo se dicen niñerías, que las contradicciones son
evidentes, pero no se olvide que esas niñerías han hecho creer a
miles de personas sanas y juiciosas que la Virgen M aría se ha
aparecido realmente en San Sebastián de Garabandal y ha dicho
todo lo transcrito. Y si el Obispo de Santander no interviene con
energía, Garabandal sería hoy un nuevo Fátima, otro Lourdes. Y
aún dudamos que no llegue a serlo.
Por otro lado, esas cartas son de un valor positivo para
nosotros. Nos ayudan a descubrir los orígenes de las apariciones y
la formación de los mitos en torno a las mismas. Las cartas revelan
una clásica mentalidad católica. Las niñas de Garabandal, como las
de Fátima y la de Lourdes, ponían en labios de las vírgenes aquellas
ideas, doctrinas, hechos y palabras con las cuales ellas mismas
estaban familiarizadas. El ambiente de la aldea, la educación
religiosa recibida en la escuela del pueblo y en la parroquia, hasta
las conversaciones del hogar se reflejan en el vocabulario empleado
por las vírgenes aparecidas.
Y todo ello contribuye, como hemos dicho, a la formación del
mito. Es cosa demostrada hoy que la madre de Lucía, la niña de
Fátima, había leído a sus hijos la historia de la Virgen de La Salette,
que tanta similitud tiene con la de Fátima, precisamente por el
tiempo en que los tres niños dijeron tener la primera aparición. En
La Salette, también “la Virgen” se aparece a dos pastorcillos y da a
éstos un mensaje “del cielo”. Aunque de menos fama, La Salette es
hoy día la más directa rival de Lourdes.
En Lourdes, el sacerdote Aravant, hermano de la nodriza de
Bernardette, contaba a la niña maravillosas historias de apariciones
y le llevaba libros con imágenes de Jesús y de la Virgen en blanco y
oro. Y cuatro años después de haber sido promulgado por Pío IX el
dogma de la Inmaculada Concepción, cuando en las grandes
ciudades y en las pequeñas aldeas, en las revistas especializadas y
en los diarios de provincias, en las salas de conferencias y en las
tabernas y hogares se discutía con calor el nuevo dogma, la Virgen
se aparece en Lourdes diciendo: “Yo soy la Inmaculada
Concepción”.
Un ciego sería capaz de ver la influencia que la mentalidad
religiosa, la disposición espiritual y el ambiente de la época
ejercieron en todos los niños y niñas protagonistas de las
apariciones. Y las aparecidas fueron fieles reflejos de esa
mentalidad, lo que viene a demostrarnos que fueron ellos,
queriéndolo o sin querer, impulsados por el mismo Diablo, como
más adelante tendremos ocasión de probar, quienes dieron vida al
mito que otros aprovecharon y convirtieron en impostura, al
amparo siempre de pingües beneficios materiales y de no poca
honra religiosa.
Capítulo IV

Nuevas contradicciones
LAS IM ÁGENES
“Que me construyan una capilla y que vengan aquí en
procesión”, dijo la Virgen de Lourdes a Bernardita 54 . Y la de
Fátima, más exigente, pidió: “Que se hagan dos andas para llevar en
procesión a Nuestra Señora del Rosario... Que empleen la mitad del
dinero recogido hasta ahora para hacer las andas con sus imágenes...
La otra mitad servirá para la construcción de la capilla”55 .
Todas las apariciones han sentido la misma maniática
preocupación por quedar materializadas en imágenes. Y también al
pueblo ha parecido importar mucho el que queden. Lo más pronto
que le ha sido posible se ha formado una aproximada idea de la
aparecida y esa idea ha quedado plasmada en una imagen de talla
por arte del imaginero. Si no hacía esto, el pueblo no quedaba
conforme. Por ello no resultó extraño el gesto de una dama de la alta
sociedad bilbaína, quien acudió con una imagen “del Ángel Gabriel”
a San Sebastián de Garabandal en cuanto las niñas dijeron que se les
había aparecido “un ángel como un niño de nueve años”56 .
La fe de la Iglesia Católica es diferente a la fe bíblica.
Generalmente la fe se define como la creencia en lo invisible. Pero
eso invisible, eso que no se ve, para la Iglesia Católica ha de estar
representado en un objeto tangible, concreto, que pueda ser visto y
tocado. Este principio extra– bíblico le ha conducido a la
materialización de la Divinidad por medio de sus numerosísimas
imágenes.
Imágenes de la Virgen M aría o que la Iglesia Católica dice ser la
Virgen M aría, llenan los templos católicos de los cinco continentes.
Raúl Arango, refiriéndose a la aparecida de Fátima, dice que “por
todo el mundo la gente empezó a hacer lo que Nuestra Señora había
pedido. Hiciéronse imágenes de ella tal como se les apareció a los
niños”57 .
Existen imágenes para todos los gustos y de todos los colores.
Sin embargo, de las vírgenes aparecidas quizás sea la de Fátima la
que más se ha multiplicado en imágenes. Solamente en M adrid, de
una casa llamada “La Colmena de Fátima”, habían salido en 1950
unas dos mil ochocientas imágenes58 . Resultaría muy difícil calcular
el número aproximado de imágenes que se han hecho en todo el
mundo católico. Pío XII, en una alocución radiofónica el 13
Octubre de 1951 se refirió al triunfal recorrido de la “Virgen de
Fátima” por todos los países del mundo “por medio de sus
imágenes milagrosas”59 .
Digamos una vez más, para vergüenza de la Iglesia Católica, que
la fabricación de imágenes está terminantemente prohibida por la
Biblia y su culto se considera como una profanación de la Ley de
Dios. El Segundo M andamiento de esta Ley, que la Iglesia escribe
en los catecismos de manera distinta a como aparece en la Biblia,
dice textualmente: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de
cosa que esté arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las
aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás”60 .
A esta explícita prohibición sigue una seria advertencia: “Guardad
pues mucho vuestras almas: pues ninguna figura visteis el día que
Jehová habló con vosotros de en medio del fuego. Porque no os
corrompáis, y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura
alguna, efigie de varón o hembra”61 . A tal extremo abomina Dios las
imágenes, que pronuncia maldición contra todo aquél que las
fabrica: “M aldito el hombre que hiciere escultura o imagen de
fundición, abominación a Jehová, obra de mano de artífice”62 .
Pasajes semejantes a estos abundan en toda la Biblia. Incluso
los libros apócrifos, añadidos por el Concilio de Trento al Canon de
libros inspirados, condenan el culto a las imágenes. Uno de estos
libros, el de Baruc, que el lector puede consultar en cualquier
versión católica de la Biblia, ridiculiza hasta la hilaridad el culto a
las imágenes. Se preguntará: Si ello es así, ¿por qué los templos
católicos albergan en su interior imágenes que quieren ser
reproducciones del cuerpo de Jesucristo, de M aría y de otros
cristianos muertos en olor de santidad? ¿Cómo han llegado esas
imágenes a nuestros días? ¿Cuál es su origen? Dejemos la
contestación a los mismos historiadores católicos romanos.
El dominico Fray Francisco Rivas, en su Historia Eclesiástica,
nos presenta un cuadro bastante fiel del Cristianismo primitivo.
Hemos seguido su Historia siglo tras siglo y no hemos encontrado
prueba alguna del culto a las imágenes en los primeros seiscientos
años de vida cristiana. Todo lo contrario. El primer tomo de su
Historia abarca los seis primeros siglos y en ese tomo encontramos
muchas refutaciones del culto a las imágenes, como la condenación
en el primer siglo del “gnosticismo”, de cuyos seguidores dice
Rivas que “admitían las imágenes, a las que rendían las mismas
adoraciones que los gentiles tributan a sus ídolos”63 .
Fue ya avanzado el siglo sexto de nuestra era cuando los
templos cristianos empezaron a poblarse de imágenes. Al
principio, los jefes religiosos las rechazaron y los apologistas
cristianos escribieron contra lo que consideraban una práctica
pagana y un insulto a Dios, alegando para ello razones tomadas de
las Sagradas Escrituras. Pero el fervor popular pudo más y la
voluntad de los Obispos se fue debilitando y cambiando sus ideas.
El culto a las imágenes fue ganando adeptos, especialmente
entre las mujeres, y los encargados de velar por la pureza de la
religión permanecían impasibles ante la propagación de la herejía.
En la primera mitad del siglo ocho, el año 726, el Emperador León
III, que ocupaba el trono de Oriente, asesorado por el Obispo
Constantino de Nicolia, promulgó un decreto prohibiendo el culto a
las imágenes. Pero los resultados fueron más bien negativos. El año
754 se reunió en Constantinopla el séptimo Concilio de la Iglesia.
Empezó sus tareas el 10 de Febrero y las terminó el 8 de Agosto
del mismo año. Asistieron 33 Obispos. En ese Concilio dice Rivas
que “se condenó el culto de las sagradas imágenes; se ordenó que
éstas fueran destruidas, imponiendo graves penas a los que
contraviniesen estas disposiciones. Se pronunció anatema contra
los que se habían distinguido en defensa del culto proscrito, y
singularmente contra San Germán de Constantinopla, San Gregorio
de Chipre y San Juan Damasceno”64 .
Pero los partidarios de las imágenes no se resignaron.
Desobedecieron las conclusiones y prohibiciones del Concilio y
continuaron propagando, con renovados bríos, la legalidad del
culto. Por desgracia para el Cristianismo, los partidarios de las
imágenes recibieron el apoyo de una mujer extraordinariamente
influyente, brutal y sin escrúpulos. Fue esta mujer la Emperatriz
Irene, esposa de León IV y madre de Constantino Porfirogénito,
ambos Emperadores de Oriente. Irene defendía el culto a las
imágenes y deseaba verlo convertido en dogma del Cristianismo.
Era una mujer ambiciosa, desleal. Hubo de ser desterrada a
Constantinopla por su propio hijo, quien, ya adulto, no soportaba
las intromisiones de la madre en los negocios de Estado. Para
entender la crueldad de esta mujer, que fue el principal instrumento
en manos del Diablo para introducir el culto a las imágenes en el
Cristianismo, dejemos el hilo de la Historia al propio fraile
dominico, quien dice de ella: “Al cabo de un año y a petición del
senado y de la nobleza, Constantino le levantó el destierro,
restituyéndole el título de Emperatriz. Con este paso se encontró la
ambiciosa Irene en situación de desquitarse del destierro sufrido;
porque la disolución de su hijo y las persecuciones de que hizo
objeto a varios monjes, que habían reprobado su conducta por vivir
públicamente amancebado después de haber repudiado a su esposa,
sublevaron contra él los ánimos e Irene era demasiado astuta para
dejar de aprovecharse de un estado de cosas tan favorables a sus
instintos. De aquí es que habiendo atraído a su partido al ejército,
no sólo destronó a su hijo, sino que le hizo sacar los ojos, con lo
que le ocasionó la muerte”65 .
Ya puede suponerse que una mujer capaz de sacar los ojos al
que ha llevado nueve meses en su seno sea asimismo capaz de las
mayores barbaridades. A esta mujer le importaba poco la Ley de
Dios. Ella quería a toda costa que las imágenes estuvieran en los
templos, que se les rindiera culto, que se las adorara. Fue ella quien
convocó el llamado Séptimo Concilio de Nicea, de tanta fama en la
Historia de la Iglesia. Lo convocó siendo Regente y cuando aún
vivía el hijo, entonces menor de edad. Rivas hace una relación
detallada de ese Concilio, que fue el primero en aprobar
formalmente el culto a las imágenes, ya entrado el siglo VIII. Pero la
relación de Rivas, con ser estupenda para el conocimiento de esta
doctrina hecha dogma por la Iglesia Católica, es demasiado extensa.
Por ello preferimos transcribir la narración de otro eminente
historiador católico, el sacerdote alemán Hubert Jedin. Con más
concisión y con claridad suficiente, Jedin explica:
La oposición del pueblo y sobre todo de los monjes contra el
iconoclasmo eclesiástico estatal que no se había llegado a calmar,
estalló por primera vez cuando la enérgica Emperatriz Irene asumió
la regencia en lugar de su hijo menor de edad. Su primera tentativa
de liquidar el iconoclasmo mediante un sínodo no dio resultado: la
guardia, hostil a las imágenes, irrumpió con las espadas
desenvainadas en la iglesia de los Apóstoles y disolvió la asamblea
(31 de julio de 786). Pero Irene no se dio por vencida. Apoyada
por el patriarca Tarasio, partidario del culto de las imágenes,
elevado por ella a la sede; organizó en el otoño de 787 el séptimo
concilio ecuménico de Nicea, que en ocho sesiones, del 24 de
septiembre al 23 de octubre, anuló las decisiones de los
iconoclastas (contrarios al culto de las imágenes), refutó los
argumentos de la Sagrada Escritura y de la tradición alegados por
ellos contra el culto de las imágenes y definió como dogma de fe:
que es lícito representar en imágenes a Cristo, a la Virgen santísima,
a los ángeles y a los santos, pues su vista estimula a recordar y a
imitar a los modelos representados”66 .
Esto ocurría ocho siglos después de la muerte de Cristo. Dios,
por medio de las Sagradas Escrituras, se había expresado contra el
culto a las imágenes y los cristianos primitivos combatieron todos
los intentos que se hicieron para introducirlas en los templos. Pero
he aquí que un grupo de hombres puestos y gobernados por una
mujer que le sacó los ojos a su propio hijo, se desentendieron de lo
escrito por los representantes de la tradición cristiana, “refutaron
los argumentos” del mismo Dios y establecieron el culto a las
imágenes. Desde entonces, desde antes y desde siempre la Iglesia
Católica ha estado refutando a Dios con los argumentos de sus
hombres inteligentes y haciendo prevalecer sus propias ideas,
porque Dios, dicen, está muy arriba, demasiado alto, no entiende de
los asuntos de la tierra y las razones de Él no valen. Evidentemente,
ser católico romano es ser anti–Dios, porque la Iglesia Católica hace
todo lo contrario de lo que Dios ordena. El pueblo, que desconoce,
no es tan responsable. Pero los líderes no tienen excusa ni, lo que es
peor, la tendrán el día del juicio universal.
Todavía en el siglo nueve siguieron las luchas entre los
contrarios y los partidarios del culto a las imágenes. Y otra vez sale
una mujer en defensa de lo que es ofensa a Dios: la Emperatriz
Teodora, cuyo marido, el Emperador Teófilo, era contrario a las
imágenes. Dice la Historia que mientras Teófilo agonizaba, su
esposa le hizo besar una imagen de Jesucristo y otra de la Virgen.
Después de su muerte, Teodora convocó un nuevo Concilio en
Constantinopla que restableció el honor de las imágenes”67 ya de
una forma definitiva.
En el siglo trece, Tomás de Aquino, célebre teólogo católico
romano, escribió en favor de las imágenes y en el dieciséis, el
Concilio de Trento se pronunció también en favor de este culto. En
nuestros días, los templos católicos están totalmente poblados de
imágenes. Y, si San Pablo volviera, dice Fray Justo Pérez de Urbel,
el Superior de la M onumental Basílica del Valle de los Caídos, que
“encontraría en nuestras ciudades tantos vendedores de amuletos
como en Éfeso o en Antioquía, tantos ídolos como en Roma”68 .
Y podríamos añadir que encontraría también tantas apariciones
de vírgenes ordenando cumplir prácticas paganas y antievangélicas,
que volvería a rasgar su vestidura de indignación y de dolor su alma.
En las grandes catedrales y en las parroquias de pueblo, en las
lujosas tiendas y en los pequeños comercios, las imágenes
deslumbran a los visitantes. Son las bonitas muñecas del
Catolicismo, siempre hermosas en su apariencia, fantásticas en su
glacial silencio; muñecas con las que juega a la religión la
imaginación adulta. El hombre y la mujer necesitan ese
entretenimiento religioso para seguir soñando con la niñez. A falta
de muñecas, bien están esas imágenes...
LAS M EDALLAS
Asombra el número impresionante de medallas “milagrosas”
que han sido acuñadas y vendidas reproduciendo imágenes de las
vírgenes de Fátima y de Lourdes. M edallas de oro, de plata, de
cobre; medallas de todos los metales, de todos los tamaños, para
todos los bolsillos. Se ha calculado en un millón el número de
personas que visitan anualmente Lourdes. También se dice que
cada uno de estos visitantes, por término medio, compra de ocho a
diez medallas; para ellos mismos y para llevar a sus amistades
como recuerdo, con lo que tenemos diez millones de medallas al
año. Los primeros años de las apariciones fueron más productivos
en este negocio. Entre 1862 y 1884 se vendieron cuatrocientos
millones de medallas. Al cumplirse el primer centenario de Lourdes,
en 1958, el Obispo de Lourdes–Tarbes, M onseñor Théas, hubo de
publicar una carta pastoral protestando públicamente por lo que él
calificaba de “grotesco comercio” de los “píos” vendedores de
medallas y demás “objetos benditos” que realizaban su comercio
bajo el techo del templo, como aquellos a quienes Jesucristo hubo
de arrojar a latigazos de la casa santa. Así sería el abuso de los
comerciantes para dar lugar a una intervención semejante del
Obispo, por lo general complaciente con esa venta que deja no
pocas ganancias a la Iglesia.
El lector puede pensar con razón que, como en Lourdes, el
negocio de las medallitas tiene parecido auge en Fátima. M ás de 50
tiendas existen en Fátima dedicadas a la venta de medallas
“benditas”. Estos comerciantes, como ocurre en todos los centros
de peregrinación, han de pagar a la Iglesia Católica una renta anual
de bastante consideración. Pero el negocio da para ello. Una de las
tiendas mencionadas pertenece a Gilberto Santos, carnicero
retirado, a quien la Iglesia Católica pone como principal testigo en
el supuesto prodigio solar ocurrido en Fátima, del que nos
ocuparemos más adelante.
Las medallitas abundan en los templos católicos. No sólo en
Fátima y en Lourdes, sino también en nuestra España. Y en
cantidad. Basta con ir a M ontserrat, o pararse frente a las tiendas
de recuerdos junto a la sevillana Giralda, o a las que proliferan por
los alrededores de El Pilar zaragozano. De Compostela a
Covadonga y de Candelaria a la M acarena, la venta de medallas con
efigies de vírgenes y santos está extendida por toda la geografía
española, por todo el orbe católico romano. Porque las medallas,
además de ser motivo de ganancias materiales, fomentan la fe en los
santos y vírgenes y contribuyen a la expansión de la superstición
religiosa, que tanto beneficia al catolicismo.
Ya transcribimos en la primera parte de este libro el testimonio
de un Doctor en M edicina, quien dice que pidió a Dios perdón por
su incredulidad, es decir, se convirtió al presenciar una “aparición”
de la “Virgen” en San Sebastián de Garabandal. M ucho tuvo que
ver en esta aparente conversión la “bendición” por la “Virgen” de
una medalla que el referido Doctor llevaba colgada al cuello, sin
creer en ella ni poco ni mucho, por lo que se desprende de su
mismo testimonio. Tanto él como su esposa se hallaban de rodillas
junto a una de las niñas en éxtasis. Dirigiéndose a su esposa
primero y luego a él, cuenta el Doctor que “la niña le hace besar la
medalla bendita por el aliento de la Virgen y la ayuda a levantarse...
De la misma manera... me coloca a mí mi propia medalla, besada
por la Virgen.”
¡Vírgenes que besan medallas!
¡M edallas que obran milagros!
¡“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”!
Como las imágenes grandes, las pequeñas medallas son un motivo
de ofensa a Dios, porque
contienen acuñadas figuras “de lo que está arriba en el cielo”.
Imágenes de Jesucristo, de la Virgen y de los santos, hábilmente
acuñadas. Contra su uso invocamos los mismos textos bíblicos de
condenación divina que transcribimos al tratar de las imágenes y
muchísimos más que el estudioso puede encontrar en la Biblia.
Aún más. Las medallas tienen en su contra que abundan más
que las grandes imágenes. Son más fáciles de reproducir, pueden
venderse a precios más inferiores y por lo tanto hacen aumentar el
número de las personas que, mediante su uso, son inducidas al error
religioso y caen dentro de la condenación del segundo
mandamiento.
El uso oficial de las medallas en la Iglesia Católica es más
moderno que el de las imágenes. Así como éstas fueron autorizadas
formalmente en el siglo octavo, las medallas no hicieron su
aparición oficial hasta el siglo dieciséis. El historiador católico José
Barreiro69 dice que Pío V, que gobernó la Iglesia Católica de 1566 a
1572, fue el introductor de las medallas en el catolicismo. Pío VII,
en la primera parte del siglo diecinueve, ordenó acuñar una gran
cantidad de medallas para conmemorar la restauración de los
Estados Pontificios.
Tanto las medallas como las imágenes son ídolos de los cuales
hemos de huir porque constituyen una deformación vergonzosa de
la Divinidad. Con el objeto de establecer diferencias entre los ídolos
paganos y las imágenes del catolicismo, los dirigentes católicos
insisten en aplicar sentidos distintos a las palabras “ídolo” e
“imagen”, cuando en realidad su significado etimológico es el
mismo. “Ídolo” es voz griega e “imagen” latina; ambas significan
semejanza o representación. Tertuliano, en el tercer capítulo de su
libro sobre la idolatría, llama ídolo a toda figura o representación.
La Historia cristiana del primer siglo registra un hecho ejemplar.
El Apóstol San Pablo llegó a Éfeso, la antigua ciudad de Jonia, a
orillas del M ar Egeo. Allí empezó su predicación de Jesucristo, el
M ártir del Calvario. Sin hacer caso de la gran diosa Diana, que tenía
allí el templo considerado como una de las siete maravillas del
mundo, ni de los numerosos dioses que presidían la vida religiosa
de los efesios, Pablo presentó a Jesucristo como el camino único e
infalible para conducirnos a Dios. Y la Historia Sagrada cuenta:
“Entonces hubo un alboroto no pequeño acerca del Camino. Porque
un platero llamado Demetrio, el cual hacía de plata templecillos de
Diana, daba a los artífices no poca ganancia; a los cuales, reunidos
con los oficiales de semejante oficio, dijo: Varones, sabéis que de
este oficio tenemos ganancia; y veis y oís que este Pablo, no
solamente en Éfeso, sino a muchas gentes de casi toda el Asia, ha
apartado con persuasión, diciendo, que no son dioses los que se
hacen con las manos. Y no solamente hay peligro de que este
negocio se nos vuelva en reproche, sino también que el templo de la
gran diosa Diana sea estimado en nada, y comience a ser destruida
su majestad, la cual honra toda el Asia y el mundo. Oídas estas
cosas, llenáronse de ira, y dieron alarido diciendo: ¡Grande es Diana
de los Efesios!”70 .
Un fraile español del siglo XVI comenta este pasaje de San
Lucas con bastante gracia y buen tino. Reproducimos parte del
comentario, respetando la ortografía de la época. Dice: «Si el
Apóstol fuera papista, fácilmente ganara la voluntad a Demetrio y
a sus compañeros. Aunque vinieran contra él armados de acero, los
volviera, y se volvieran más blandos, que al sol la cera; y aun de
enemigos y perseguidores, los hiciera sus íntimos amigos y grandes
defensores. Ca pudiera decirles: “Señores, mucho os engañáis si
pensais que esta ley que yo predico, os ha de impedir la ganancia
de vuestro oficio, porque antes por el contrario, os la traerá mucho
mayor y más cierta; pues por una Diosa que os quitaremos os
daremos un millón de Dioses y Diosas, Santos y Santas. Y son
tantas las imájenes, cruzes, custodias, relicarios, cálizes, patenas,
vinajeras, candeleros, lámparas, despaviladeras, y otras cosas
tocantes a vuestra arte, necesarias en nuestras Iglesias, que os
encomendaremos nosotros mas obra en un día que los vuestros en
un año. Desengañaos, ea no ha habido, hay, ni habrá jamás religión
tan provechosa y conveniente a los de vuestro oficio, como la
nuestra. Porque nuestros templos han de estar llenos de ídolos y de
las otras cosas que agora dije; y no tenemos por buen cristiano, al
que no trae un relicario en el seno, y no tiene cruzes e imájenes en
casa. De suerte; que mas obra hallarais entre cien Papanos, que
entre mil Paganos”71 .
M al, mucho mal hacen las apariciones a la doctrina de Cristo y
a la Ley de Dios, porque contribuyen al fomento de las imágenes y
a la multiplicación de las medallas, con lo que esto supone de
extravío espiritual para el alma. Bien dice el profeta Isaías: “¿A
qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?
El artífice apareja la imagen de talla, el platero le extiende el oro, y
le funde cadenas de plata. El pobre escoge, para ofrecerle, madera
que no se corrompa; búscase un maestro sabio, que le haga una
imagen de talla que no se mueva. ¿No sabéis? ¿No habéis oído?
¿Nunca os lo han dicho desde el principio? ¿No habéis sido
enseñados desde que la tierra se fundó?... Dios es Espíritu; y los
que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le
adoren...”72 .
Capítulo V

Más contradicciones
LA CONVERSIÓN DE RUSIA
En estos días, vivo aún el recuerdo de Juan XXIII, la profecía
de Fátima en relación con Rusia se ha actualizado. Por los
contactos establecidos entre el fallecido Papa y representantes del
Socialismo Soviético, se creía que la conversión de Rusia era un
hecho casi consumado y que la Virgen de Fátima había ganado una
victoria. Pero no ha sido así.
Fue en el curso de la tercera aparición a los niños de Fátima. La
supuesta Virgen dijo a Lucía: “Yo pediré la consagración de Rusia a
mi Inmaculado corazón... Si mis deseos son atendidos, Rusia se
convertirá y habrá paz. Si no, ella propagará sus errores por el
mundo, provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia”73 .
Este mensaje vino en el momento oportuno. Lucía dice que la
Virgen pronunció esas palabras el 13 de julio de 1917. Por aquella
misma fecha, Trotsky, convertido en M inistro de Justicia por el
Gobierno Bolchevique, convertía la catedral de San Basilio, de
M oscú, en un garaje para los automóviles militares y la Iglesia
Católica sufría las persecuciones de la revolución rusa. En ese
ambiente de oposición al catolicismo, la Virgen dicen que se aparece
en Fátima y profetiza a Lucía la conversión de Rusia, que desde la
revolución de 1905 andaba bastante apartada del Vaticano. “El
Padre Santo –añadió la aparición– me consagrará Rusia y se
concederá al mundo un período de paz”74 .
Los años han pasado y las profecías de la supuesta Virgen no
se han cumplido. Ni Benedicto XV, reinante en la época de las
apariciones, ni su sucesor, Pío XI, hicieron mucho caso de la
profecía. Pero Pío XII, el Papa de la Virgen, como algunos le
llamaban, el que presidió en 1935, cuando aún no era Papa, las
“fiestas jubilaras de la redención en Lourdes” y proclamó, ya Papa,
el Dogma de la Asunción de M aría el 8 de diciembre de 1950, vio
en esa profecía casi olvidada de Fátima un magnífico pretexto para
su campaña anticomunista. La profecía se refería a Rusia como
nación, no al comunismo como idea política. Pero Pío XII la
explotó en este sentido. Radio Vaticano y todas las emisoras y
publicaciones católicas empezaron a atacar al comunismo
invocando a la Virgen de Fátima. En los Estados Unidos, al olor y
amparo de los dólares, se fundó una gigantesca organización: la
llamada “Armada Azul de Nuestra Señora de Fátima”, que dice
tener cuarenta y cinco millones de miembros, la mayoría de los
cuales no son católicos, pero sí anticomunistas. La organización
gasta miles de dólares al mes en propaganda. Programas de
Televisión, emisiones de Radio, publicaciones propias y alquiladas
extienden el mensaje de Fátima por todo el continente americano,
propagando ideas y persiguiendo objetivos netamente políticos con
la aprobación y bendición del Vaticano75 .
Como se comprenderá, esta gigantesca campaña anticomunista
inspirada por Pío XII obtiene resultados contrarios a la idea que la
creó, porque lejos de atraer a los ateos rusos a la religión, los aleja
más.
Juan XXIII, en cambio, realizó un notable esfuerzo para
atraerse a los gobernantes de la Rusia actual. Tanto, que en los
mismos círculos católicos y entre los miembros de la Curia romana
se le criticó por lo que se consideraba una apertura del Papa
demasiado clara hacia la izquierda. Pero en el gesto de Juan XXIII
sólo había amor, verdadera vocación pastoral. En la entrevista
privada que concedió al periodista Ayubei, yerno de Kruschev,
más que al enviado de un Gobierno ateo Juan XXIII veía al hombre,
poseedor de un alma inmortal.
El Secretario particular del Papa fallecido, M ons. Capovilla,
declaró recientemente que Juan XXIII había escrito en su diario el
26 de diciembre 1962: “La noche pasada, después de haber
meditado mucho y haber leído la introducción a una gramática rusa,
he dedicado al Señor todo mi ser por esta gran conversión de toda
Rusia a la Iglesia Católica”76 .
Estos deseos le nacían a Juan XXIII como consecuencia de su
admirable visión apostólica. Nada tenían que ver con la profecía de
Fátima, a la que el Papa no prestó atención alguna. Es más, según
los teólogos de Fátima, “la hermana Lucía” había depositado un
mensaje secreto en el Vaticano, que debía ser abierto en 1960. El
contenido de este mensaje dicen que sólo lo conocían la propia
Lucía y el Papa, pero todos saben que tiene que ver con la profecía
de Fátima en relación con la conversión de Rusia. Pasé el año 1960
y el mensaje no fue revelado. Los autores católicos no han podido
dar explicación alguna a esta nueva contradicción de la Virgen.
Hoy día, Rusia sigue muy alejada del Vaticano y las esperanzas
de conversión son un sueño difícilmente realizable. El Cardenal
Tisserant ha dicho recientemente que “la conversión de la U.R.S.S.
es necesaria para el cumplimiento del mensaje de Fátima”, pero en
su mismo discurso reconoció el purpurado francés “que la doctrina
fundamental del Gobierno soviético no ha cambiado. Continúa
siendo el materialismo ateo predicado por Carlos M arx, con su
corolario implacable de que es necesario destruir a todas las
religiones”77 . Y por la misma fecha, el director de L’Observatore
Romano, sumándose a la nueva política de ataque al comunismo
desencadenada en los medios del Vaticano tras la muerte de Juan
XXIII, declaró: “Acerca del comunismo, ninguna ilusión es posible.
Ninguna transacción”78 .
Para nosotros, la existencia de una Rusia oficialmente atea es una
prueba más de las muchas contradicciones en que incurren las
apariciones del Catolicismo.
EL PADRE SANTO
Según Lucía, la aparición de Fátima se refirió en varias
ocasiones al Papa llamándolo “El Padre Santo”. Refiriéndose a
Rusia dice que la Virgen le dijo: “El Padre Santo me consagrará
Rusia...”. Y otra vez: “Dios... va a castigar al mundo por sus
crímenes, mediante la guerra, el hambre y las persecuciones contra
la Iglesia y contra el Padre Santo... El Padre Santo tendrá mucho
que sufrir”79 .
Este lenguaje de la aparición está en contradicción con la
enseñanza de Jesús, quien nos dejó dicho: “Ni llaméis padre a nadie
sobre la Tierra, porque uno sólo es vuestro Padre, el que está en los
cielos”80 .
Efectivamente, es a Dios a quien únicamente se le da el título de
Padre en la Biblia. A Jesucristo se le designa por el Hijo de Dios y
los discípulos se llaman o por este nombre o por el de Apóstoles u
Obispos. Casi en todas las cartas que escribió San Pablo, el
convertido de Damasco se firma: “Pablo... apóstol de Jesucristo”.
Esto lo hacía siguiendo lo establecido por Jesús al principio de su
ministerio. San Lucas nos dice que cuando “era de día, llamó a sus
discípulos, y escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó
apóstoles”. Cuando el escritor sagrado se refiere al grupo de los
doce a propósito de la elección de M atías, dice que “fue contado
con los once apóstoles”. Entre esos once apóstoles estaban San
Juan, San Pedro y el resto de los elegidos por Jesús. Ninguno de
entre ellos se distinguía con el título de Padre. El mismo San Pedro,
a quien la Iglesia católica atribuye injustamente el privilegio de
haber sido el primer “Padre”, se firma en sus cartas con el sencillo
pero hermoso título de: “Pedro, apóstol de Jesucristo”81 .
Otro título que aparece en el Nuevo Testamento es el de
Obispo, pero sin que al parecer tenga superioridad jerárquica sobre
el de Apóstol. Simplemente, designa un ministerio distinto. Obispo
quiere decir “el que vigila”, el que tiene el cuidado y la dirección de
una cosa, según el Diccionario de la Biblia. Este título es
equivalente al de Pastor y Anciano, de que también nos habla el
Nuevo Testamento82 .
Los epitafios que aún se contienen en las famosas Catacumbas
de Roma indican que durante los primeros siglos los jefes religiosos
que ocupaban el trono de Roma no se hacían llamar Papas, sino
Obispos, como consta por las inscripciones. Fue ya entrado el siglo
sexto de nuestra era cuando el título de Papa, voz latina que
significa padre, se introdujo en el Cristianismo. Todo un señor
Obispo católico del pasado siglo, don Felipe Seío de San M iguel,
dice a este respecto: “Cuando el Señor prohíbe a sus Apóstoles
llamarse maestros, doctores, padres, no es por respecto a sólo los
títulos considerados en sí mismos, sino a los privilegios que por
esto se atribuían y a los derechos que se usurpaban en la Iglesia de
interpretar la ley según las tradiciones de sus padres, y de decidir
por éstas el sentido de las Escrituras, pretendiendo que sus
decisiones fuesen otros tantos oráculos y arrogándose una especie
de infalibilidad, por manera que el pueblo las debiese admitir con la
mayor sumisión y sin la menor réplica”83 .
Pero como en la Iglesia Católica todo se vuelve honores, sin que
las prohibiciones ni advertencias de Cristo cuenten mucho, el Papa
distingue por su cuenta y riesgo a la Virgen M aría con el título de
Inmaculada Concepción y ésta, en justa correspondencia, se le
aparece en Fátima – dicen– y le llama “El Padre Santo”. No pueden
tener quejas el uno del otro.
LAS GUERRAS
En los mensajes de la aparición de Fátima hay dos profecías
relacionadas con las dos grandes guerras mundiales, una con la de
1914–1918 y otra con la de 1939–1945. Ninguna de las dos se
cumplieron, antes al contrario, ambas proclaman la impostura de la
aparición.
Según los primeros escritos sobre Fátima, en su última
aparición la visión dijo que la guerra acabaría “aquel mismo día”, es
decir el 13 de Octubre de 1917. Esto fue lo que Lucía dijo entonces.
En los libros que actualmente se publican sobre Fátima se omite
este hecho. Las razones son obvias. Pero en los primeros trabajos
que tratan de las apariciones se hace constar así, aunque,
naturalmente, se adelantan explicaciones para justificar la
contradicción. El Suplemento de la Enciclopedia Británica dice que
Lucía manifestó cuatro veces que la Virgen le había profetizado el
final de la guerra “hoy”, es decir, aquél mismo 13 de octubre
191784 . La guerra terminó trece meses después. El armisticio se
firmó el 11 de noviembre 1918.
En otra de las apariciones, que tuvo lugar el 13 de julio 1917, la
visión dijo a Lucía: “La guerra toca a su fin (se refería a la de 1914–
1918), pero si no se acaba de ofender al Señor, bajo el reinado de
Pío XI empezará otra peor”85 . Todos los comentaristas están de
acuerdo en que esta otra guerra de que habló la aparición fue la
Segunda Guerra M undial. Pero aquí fallaron una vez más los
cálculos de la pretendida Virgen de Fátima. Porque Pío XI murió el
10 de febrero 1939 y cuando las tropas alemanas invadieron
Polonia el 1 de Septiembre de 1939, invasión que provocó la
declaración de guerra de Francia e Inglaterra al Tercer Reich, en el
Vaticano gobernaba no Pío XI, sino Pío XII, que subió al trono
pontificio el 2 de M arzo de aquel mismo año, siete meses antes del
comienzo de la guerra.
Bien se puede aplicar a la aparición de Fátima la admonición de
Dios a los falsos profetas: “He aquí, dice Jehová, yo estoy contra
los que profetizan sueños mentirosos, y los cuentan, y hacen errar
a mi pueblo con sus mentiras y con sus lisonjas, y yo no los envié
ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este pueblo, dice
Jehová”86 .
EL COLOR DE LA ROPA
Bernardita dice que el velo que cubría la cabeza de la Virgen y le
descendía por los hombros era blanco87 , con una faja o cintura azul
alrededor del vestido. En sus manos la aparición sostenía un
Rosario de cuentas blancas y cadena amarilla88 . En cambio, Lolita,
Jacinta, M ari Cruz y Conchita, las niñas de Garabandal, dijeron al
periodista R. M ontero que ellas habían visto a la Virgen vestida de
blanco y con un manto azul89 .
Lucía, la niña de Fátima, coincide con Bernardita en que el
manto era blanco, pero discrepa sobre el color de las cuentas del
Rosario, que aquélla las vio amarillas y ésta blancas. Y en Fátima, la
aparición no tenía faja azul alrededor del vestido. Un malicioso se
ha preguntado si la Virgen dispone de guardarropa en el Cielo con
posibilidad de cambiarse de vestido según se aparezca aquí o allá.
OTRAS CONTRADICCIONES LA EDAD DE LA VIRGEN
Hemos enumerado algunas de las principales contradicciones
teológicas en que incurrieron las apariciones. No son las únicas de
este carácter. Analizarlas todas significaría hacer una obra el doble
de la presente, y desistimos de ello. Como botón de muestra es
suficiente con las expuestas.
Por su parte, también los niños incurrieron en contradicciones
numerosas al querer explicar los fenómenos que decían haber
presenciado. Lucía, Jacinta y Francisco dieron al principio relatos
confusos sobre sus conversaciones con la Virgen de Fátima. Los
dos últimos murieron a edad temprana, de resultas de una epidemia
de gripe. Lucía vive aún en un convento de monjas, pero su vida se
parece mucho a la de una presidiaria. Está celosamente guardada, se
le prohíbe hablar con quienes no pertenezcan al convento, y de
éstos tampoco con todos y no puede hacer declaración alguna que
no haya sido previamente autorizada y revisada por sus superiores
eclesiásticos. Ni siquiera a los sacerdotes les está permitido el
interrogarla sin un permiso especial del Papa.
Como es de suponer, los libros que actualmente se publican
sobre Fátima y Lourdes son previamente revisados, con mucho
escrúpulo, por una comisión especial que procura compaginar
todos los detalles. Pero los relatos primitivos eran confusos y
contradictorios. Entre los niños nunca hubo unanimidad. Veamos
algunos detalles.
Como ocurre con el color de la ropa, tampoco se ponen de acuerdo
las niñas cuando pretenden fijar la edad de las apariciones. Las
niñas de Garabandal, que con tanta fidelidad siguen el relato de
Fátima, están de acuerdo con las portuguesitas en fijar en 18 años la
edad de la Virgen. Pero la niña de Lourdes declaró que, a su
entender, la aparición representaba de 15 a 16 años.
El lector pensará que exigimos mucho, que Bernardita no tenía
en sus manos la partida de nacimiento de la aparición y que una
diferencia de dos a tres años no significa nada, si además tenemos
en cuenta detalles como la edad de Bernardita y el poco tiempo de
que dispuso para fijarse en la aparecida.
Bien, concedamos que ese detalle no tiene mucha importancia.
Pero este párrafo tiene por objeto discutir algo que para nosotros sí
la tiene.
¿Qué edad tenía la Virgen M aría cuando murió? Si tenemos en
cuenta que aún vivía a la muerte de Jesús y que el Hijo fue
crucificado a los 33 años, M aría debía tener, cuando menos, 50
años al morir. De ahí para arriba. Si además de esa edad pensamos
en los sufrimientos morales de la Virgen, especialmente durante los
tres años que duró el M inisterio público de Jesús y su culminación
en el drama del Calvario, M aría no pudo haberse conservado bella.
El sufrimiento deja sus huellas en el rostro, y una mujer de 50 años,
de costumbres sanas y sencillas como era M aría, es claro que no
podía conservar esa cara tan limpia de arrugas, tan rosada como una
flor, según la pintan los imagineros y la describen las niñas. Es
imposible.
Además, ¿qué apariencia física tenían los tres aparecidos, ya
mencionados, de quienes habla la Biblia? Samuel fue visto por la
pitonisa de Endor como “un hombre anciano, cubierto de un
manto”90 , es decir, con el mismo cuerpo y ropaje que tenía cuando
murió. Elías y M oisés, aparecidos junto a Jesús en el monte de la
Transfiguración, fueron inmediatamente reconocidos por los
Apóstoles, lo que prueba que conservaban en el Cielo la misma
presencia adulta que habían tenido en la tierra91 . Los otros tres
personajes que aparecen en el Evangelio de San Lucas, Abraham,
Lázaro y el rico Epulón, por el diálogo que sostienen se advierte
que se trata de personas mayores92 .
Como en el caso del Niño Jesús, preguntamos: Si M aría murió a los
50 años de edad, según el cálculo aproximado que hemos fijado,
¿puede aparecerse con el cuerpo de una niña de 16 a 18 años? La
Iglesia Católica exige demasiado de nuestra fe. Creer en Dios no
significa que hayamos de creer también en lo ridículo y absurdo.
EL “PRODIGIO” SOLAR
También abunda en contradicciones científicas el supuesto
“prodigio solar” ocurrido en Fátima. La Iglesia Católica sostiene
que en un momento dado, cuando la muchedumbre estaba
congregada en Fátima, esperando recibir el mensaje de la Virgen, al
sol le dio por girar a escasa altura de la multitud. Resulta demasiado
fantástico el portento para ser cierto y las pruebas aducidas en su
favor, muy escasas.
El astro solar dejando su lugar en el firmamento, danzando en el
espacio como un bailarín loco y volviendo a su lugar cuando parecía
inminente una colisión con la Tierra. Todo ello, olvidando la intensa
temperatura del sol, suficientemente fuerte para abrasar y destruir a
todos los testigos de una semejante visión.
LAS PALOM AS DE LA VIRGEN
Entre tantos errores y contradicciones no falta la nota cómica,
grotesca. El jesuita Facundo Jiménez, hablando de las palomas
amaestradas que revoloteaban en torno a la imagen de la Virgen de
Fátima en sus diferentes recorridos, dice que “está comprobado”
que en uno de esos viajes por España “se escaparon con la Virgen
de Fátima precisamente, y solas, las palomas de un protestante”.
Es decir, que se convirtieron al Catolicismo también las palomas.
¡Pobrecitas! Y eso lo dice ese señor jesuita como si hubiera
descubierto las Américas. ¡Qué verdad es que Dios entonta el juicio
a algunas personas!93 .
Hay un hecho que resulta indiscutible: los mensajes de las
vírgenes de Lourdes, Fátima, Garabandal, etc., contradicen la
revelación de Dios tal como está contenida en la Biblia, según
hemos creído probar. Y este hecho tiene una conclusión lógica:
cualquier clase de revelación posterior a la Biblia, venga de donde
viniere, no es de Dios, sino del Demonio.
Ésta no es sólo doctrina nuestra. También la sustentan los
teólogos católicos, aunque algunos de ellos la nieguen, porque la
teología católica contemporánea está representada por una serie de
hombres que de continuo se contradicen, como hemos tenido
oportunidad de comprobar durante la celebración del reciente
Concilio Vaticano II. No obstante, aquí ofrecemos dos citas de
autores calificados, a sabiendas que el lector no conforme puede
hallar otras que se le opongan, inclusive – así es Roma cuando se ve
en entredicho– de los mismos autores.
Una de estas citas pertenece al célebre jesuita Vicente de
M anterola, que murió cuando finalizaba el pasado siglo. Dice
M anterola: “¿Puede Dios ponerse en contradicción consigo mismo
enseñándonos una doctrina que después él mismo ha de contrariar
enviándonos al efecto un ángel del cielo? Esta es la ocasión de
recordar las palabras del Apóstol San Pablo: aún cuando un ángel
enviado del cielo os enseñara un evangelio distinto, contrario al que
se os ha evangelizado, sea anatema”94 .
La otra cita pertenece a un teólogo actual, de mucha fama
dentro del Catolicismo español contemporáneo. Se trata del
dominico Antonio Royo M arín, quien dice de modo concluyente:
“Hay que rechazar como absolutamente falsas las revelaciones
opuestas al dogma o a la moral. En Dios no cabe contradicción”95 .
No. En Dios no cabe contradicción, pero en los hombres sí.
Porque el dominico Royo M arín, que eso escribe, ha estado
también en San Sebastián de Garabandal, y, según noticias que
poseemos, al principio, que sepamos, admitió como de origen
divino las historias sin fundamento bíblico que contaban las niñas y
hasta participó del primitivo entusiasmo de la multitud que acudió
a la aldea santanderina atraída por los rumores de la apariciones.
En Dios no cabe contradicción, estamos de acuerdo. Y porque
no cabe contradicción en Dios estamos escribiendo esta historia.
Para decir, para gritar a los cuatros vientos, si ello es preciso, que
las supuestas vírgenes de Fátima, de Lourdes, de Garabandal, de La
Salette, de Guadalupe, de suma y sigue, contradicen en todo lo
instituido por Dios en Su Palabra escrita, la Biblia. Lo contradicen
en las declaraciones que hacen, en los honores que reclaman, en las
actitudes que adoptan, en los homenajes que permiten. Lo
contradicen no una, sino muchísimas veces y de muchas maneras. Y
si dice la Iglesia Católica por boca de uno de sus representantes que
en Dios no hay contradicción y que cualquier revelación que se
oponga al dogma es falsa...
Capítulo VI

Los milagros que realizan


Las credenciales que más se tienen en cuenta por la Iglesia
Católica a la hora de determinar el origen de las apariciones, son los
milagros que éstas realizan. Si no demuestran poseer dones de
sanidad, no vienen de Dios. Si curan, entonces sí, es Dios quien las
envía.
Esta norma se sigue también en la canonización de los santos. Si
se demuestra que invocando al santo tal o mediante la estampita de
la santa cual se curó el reuma o desaparecieron los dolores del
riñón, la canonización es segura. A un humilde fraile peruano que
vivió en el siglo dieciséis, M artín de Porres, lo hicieron santo
porque un niño de las Islas Canarias dijo en 1962 que se le había
curado la pierna después de habérselo pedido la madre al fraile.
Ello da lugar a que la importancia de una aparición esté
supeditada a los milagros que realice. Cuantos más enfermos cure,
por más verdadera se la tiene. Si no realiza milagros, no vale como
Virgen y está expuesta a no ser visitada más que por unos cuantos
curiosos.
Y ya que de milagros tratamos en este capítulo, nos conviene
puntualizar, para evitar posibles malentendidos, que nosotros
creemos en el milagro, como lo reafirmaremos en el próximo
capítulo. Creemos en el milagro porque el elemento milagroso
ocupa un lugar importante en la Biblia y en la historia del hombre.
Si el mundo ha sido hecho por Dios, es un milagro. Si se ha hecho
solo, milagro también. Si es una consecuencia de la evolución de las
fuerzas primitivas de la Naturaleza, como pretendieron Darwin y
Wallace, el milagro subsiste.
Concretándonos al milagro de sanidad, la Biblia refiere muchos
casos de curaciones. El ministerio de Jesús se caracterizó por la
atención especial que prestaba a los enfermos y por los beneficios
que les hacía al sanar sus dolencias. Los evangelistas dicen que
Jesús “recorrió toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y
predicando el Evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y
toda dolencia en el pueblo. Y se difundió su fama por toda Siria; y
le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas
enfermedades y tormentos, los endemoniados y paralíticos; y los
sanó”96 .
Al leer los Evangelios, conviene tener en cuenta que los
milagros de sanidad llevados a cabo por Jesucristo y algunos de sus
Apóstoles, nada tienen que ver con las pretendidas curaciones de
los dioses mitológicos que encontraron una fe tan sincera en la Edad
M edia ni con las modernas curaciones de los santuarios católicos
romanos. ¡Qué distintos – exclama un comentarista moderno de la
Biblia – son los milagros hechos por Cristo de las leyendas de los
santos medioevales, o las historias apócrifas acerca de Cristo
mismo. Nunca egoístas, nunca pueriles, nunca vengativos, nunca
simples maravillas; todos los milagros están muy de acuerdo con el
carácter de Aquél que anduvo haciendo bienes”97 .
En Jesucristo, las curaciones de los enfermos así como los
demás milagros que realizó eran “señales” para dar a conocer su
misión divina. Estos milagros se describen también en el Nuevo
Testamento como “maravillas” y “obras”. El elemento curativo
ocupa un lugar prominente entre los milagros de Jesús y están en
perfecta armonía con la conciencia mesiánica de Cristo y con su
autoridad y poder de Dios. Sin embargo, entre sus contemporáneos
fueron pocos los que creyeron en Él como consecuencia de sus
hechos milagrosos. San Juan nos dice que “aunque había hecho
muchos milagros delante de ellos, no creyeron en Él”98 .
Esta indiferencia hacia los milagros de Jesús por parte de
aquellos mismos que los presenciaron ha hecho suponer a algunos
comentaristas bíblicos que formaban una parte secundaria en su
ministerio de Redención. Así, Westcott, en The Gospel of Life,
dice: “Los milagros o señales son más apropiadamente, en su más
alta manifestación, la sustancia más bien que las pruebas de su
revelación... La mejor idea que podemos formarnos de un milagro es
que es un acontecimiento o fenómeno arreglado de tal manera que
nos sugiere la acción de un poder espiritual personal... Su esencia
reside no tanto en lo que es en sí como en lo que se ha calculado
que indique”.
Los que participan de esta idea, que son muchos dentro del
Cristianismo en general y del Catolicismo en particular, creen con
Pascal que los milagros de sanidades físicas eran propios de los
tiempos de Cristo, necesarios para aquella época, pero que en
nuestros días no tienen una gran razón de ser. El escritor francés
dice en el tomo segundo de sus Pensamientos: “Jesucristo hizo
milagros y también los hicieron en gran número los Apóstoles y los
primeros Santos, porque no estando cumplidas todavía las
profecías, y cumpliéndose por medio de ellos, nada hacía fe más
que los milagros... Y por lo mismo, durante aquel intervalo se
hacían necesarios los milagros. Ahora, empero, no lo son ya,
porque las profecías son un milagro siempre subsistente”.
Un poco en el extremo opuesto a la anterior creencia han
surgido modernos movimientos dentro del Cristianismo, entre ellos
el movimiento pentecostal, que puede considerarse como un
fenómeno del Cristianismo contemporáneo. Sus líderes insisten en
que el don de curar a los enfermos es un don bíblico como cualquier
otro, no limitado a una época determinada, con posible vigencia en
todas las edades. Añaden que el don de sanidad fue perdiéndose
paulatinamente a medida que la frialdad, la indiferencia espiritual y
la incredulidad se fueron introduciendo en la Iglesia. Finalmente,
insisten en que puede ser restaurado mediante la fe y la oración.
Uno de estos predicadores pentecostales, T. L. Osborn,
pretende que 125 sordomudos, 90 ciegos y “cientos de personas
con otras diferentes enfermedades”99 fueron curadas en una
campaña de sanidad divina llevada a cabo en la América Latina.
No obstante, faltaríamos a la verdad si dijéramos que sólo los
pentecostales creen y se preocupan por el don de sanidad divina.
Juan Wesley, célebre predicador inglés fundador del M etodismo en
la primera mitad del siglo XVIII, dejó anotado en su Diario que
durante su ministerio cristiano había presenciado doscientos
cuarenta casos de curaciones de enfermos por el sólo medio de la
oración. Hoy día, todo cristiano consciente de sus creencias admite
con el Apóstol Santiago “que la oración de fe salvará al enfermo y
el Señor lo levantará”. De ahí la recomendación del mismo Apóstol:
“Orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del
justo puede mucho”100 .
El éxito o el fracaso en la curación del enfermo depende de
nuestra forma de orar, de lo que nosotros entendamos por oración.
Santiago dice que “pedís y no recibís porque pedís mal”101 .
Luego ¿cómo y a quién hay que orar para obtener la curación de un
enfermo? Refiriéndose a la oración que Dios acepta y contesta, dice
el convencido especialista de Lourdes, Alexis Carrel: “Hay que
entender por oración, no un recitado mecánico de formas sino una
elevación mística, una absorción de la consciencia en la
contemplación de un principio inmanente y trascendente, a la vez,
de nuestro mundo... La oración que va seguida de efectos orgánicos
es de naturaleza especial... Este tipo de oración necesita la
completa renunciación, es decir, una forma elevada de ascetismo...
Cuando posee semejantes características, la oración puede hacer
que se produzca un extraño fenómeno: el M ilagro”102 .
¿Obran así los peregrinos que acuden a Lourdes, a Fátima y demás
santuarios católicos? ¿Oran con esta clase de oración?
Si descartamos a los turistas, que acuden a esos centros de
peregrinación religiosa como van más tarde a una corrida de toros o
a una playa de moda, por la novedad del espectáculo o por la fama
que ya tiene, el resto de los que visitan Fátima y Lourdes lo hacen
atraídos por motivos egoístas: unos porque dicen haber sido
sanados y otros porque quieren recibir la sanidad.
Los primeros hicieron una promesa. Pidieron a Dios antes de
ofrecerle, como hizo Jacob, y le impusieron sus condiciones. Si la
fiebre desaparece o la pulmonía se mejoraba después de haber
consultado a varios médicos y de haberse hecho inyectar unos
cuantos millones de unidades de Penicilina y encendido una vela o
lámpara de aceite a la Virgen, irían a Fátima. De lo contrario no
irían. Desapareció la fiebre y la pulmonía se curó. De los desvelos
médicos no hubo quien se acordara, pero aquel año se aprovecharon
las vacaciones para acudir a Fátima y “pagarle la promesa”, como
buen religioso.
Si eso no es puro egoísmo tampoco hay sol en el firmamento.
M ayor egoísmo se da en los otros, en los que acuden en busca de la
sanidad. Cojos, mancos, sordos, mudos, paralíticos, personas
aquejadas de complicadas enfermedades, acuden no porque Lourdes
o Fátima les atraigan desde el punto de vista espiritual, lo cual sería
excusable no obstante la equivocación que ello supone, sino porque
han oído decir que fulanito dijo que menganito estuvo en Lourdes y
se curó, y ellos quieren probar suerte también. El egoísmo
permanece.
En esto de la religión todos somos un poco egoístas, pero de entre
la raza blanca los latinos vamos a la cabeza. Entre nosotros se usa
mucho eso de sentir preocupación religiosa cuando sentimos que la
enfermedad nos amenaza o cuando vislumbramos de cerca la
muerte. Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.
Un buen comediógrafo español, Joaquín Calvo Sotelo, ha expuesto
este problema con suma habilidad. Jorge, el personaje principal de
su obra La Muralla, siente una súbita inquietud religiosa que le
hace aborrecer su pasado pecador y buscar a cualquier precio la
salvación de su alma. Pero esta furia religiosa lleva aparejada un
sentido oculto de egoísmo, porque le acomete justo cuando una
enfermedad repentina le lleva a las puertas de la muerte y tiene una
visión del más allá. Su inquietud religiosa no proviene de un sincero
y desinteresado amor a Dios, ni de un reconocimiento a la obra
salvadora de Cristo sino de un miedo terrible y casi vulgar a la
muerte, de un infernal espanto a la condenación.
Los hospitales de Fátima y de Lourdes están abarrotados de
enfermos que han llegado a esos santuarios arrastrados por un
último rayo de esperanza. Son, en su mayoría, desahuciados de la
medicina, que se agarran como a un clavo ardiendo a las imaginarias
propiedades curativas de las aguas – el agua “bendita” no falta en
ningún santuario – o a los milagros de sanidad que dicen que han
dicho que han oído decir que ha hecho la Virgen. Si después de una
estancia prolongada en esos hospitales, bajo tratamiento médico,
mejoran o se curan del todo, dan por bien empleados los kilómetros
recorridos, las velas encendidas y los Rosarios recitados. En caso
contrario, reniegan de la Virgen y se convierten en detractores de su
culto, con lo que se ponen de manifiesto otra vez los verdaderos
motivos egoístas que les llevó al santuario.
La Virgen de Fátima, que sabía muchas cosas, según Lucía, parece
que también estaba al tanto de lo que pretendían estos
aprovechados. Cuando Lucía le preguntó en una ocasión si curaría a
la muchedumbre de enfermos que había acudido a la Cova de Iría,
dicen que la aparición le respondió: “Curaré a algunos, pero no a
todos, porque el Señor no se fía de ellos”103 . Ya lo saben los
enfermos. Ellos que fueron los primeros en Lourdes y en Fátima y
en Garabandal, los primeros donde quiera surja el mito de las
apariciones, los primeros donde exista una mínima oportunidad de
curación, para Dios son personas sospechosas, según la. Virgen de
Fátima. Lo que no deja de ser extraño en gran manera, porque Dios,
el Dios de la Biblia hace un amoroso llamamiento a todos, diciendo:
“He aquí que yo les hago subir sanidad y medicina; y los curaré, y
les revelaré abundancia de paz y de verdad... Y los limpiaré de toda
su maldad con que pecaron contra mí; y perdonaré todos sus
pecados con que contra mí pecaron, y con que contra mí se
rebelaron. Y seráme a mí por nombre de gozo, de alabanza y de
gloria, entre todas las gentes de la tierra, que habrán oído todo el
bien que yo les hago; y temerán y temblarán de todo el bien y de
toda la paz que yo les haré”104 .
La propaganda que se hace de los milagros de Lourdes y de Fátima,
la publicidad que se les da, excede en mucho a la realidad. Algunas
almas cándidas creen de buena fe que es suficiente con ir a Lourdes
o Fátima para recobrar inmediatamente la salud perdida. Pero no
ocurre así. De los millones de enfermos que han pasado por
Lourdes, muy pocos han sido curados. La Iglesia Católica dice que
hasta ahora han sido curadas 10.000 personas en Lourdes. Pero de
este número sólo reconoce como curaciones milagrosas a 50. Es
decir, que de los enfermos curados en Lourdes casi todos ellos
deben su curación a los cuidados médicos que reciben en los
hospitales instalados en el santuario católico. Estos enfermos se
curarían de igual forma si se sometieran al mismo tratamiento
médico en cualquier otro hospital de no importa qué país.
Y de estas 50 curaciones milagrosas admitidas por la Iglesia,
ninguna ha sido realmente notoria. El Doctor Francisco Leuret,
Director de la Oficina de Constataciones M édicas de Lourdes,
ferviente católico, como puede suponerse, declaró por escrito en
1949 que él no tenía conocimiento de ningún ciego o sordo de
nacimiento curado en Lourdes. Y buscar un testimonio más
autorizado es imposible. Para curarse de la gripe no es preciso ir a
Lourdes. Basta con seguir los viejos y eficaces remedios caseros
que nos legaron nuestros abuelos.
En Fátima son más pretenciosos. En Fátima quieren hacerlo todo
más grande que en Lourdes. Por ser más nuevo el santuario son
menos los enfermos que lo han visitado, pero en proporción a los
de Lourdes la cifra de enfermos que dicen haber sido curados es
mayor en el pueblo portugués que en el francés. El jesuita Da
Fonseca dice que en once años y medio fueron registrados en el
Despacho M édico del Santuario 14.726 enfermos, de los cuales
fueron curados unos 800. No dice cuántos de ellos debieron sus
curaciones a la Ciencia y cuantos al milagro.
Lo que resulta sobremanera extraño es que cuando un Papa cae
enfermo no acude a Fátima o a Lourdes, sino que se rodea de los
mejores médicos especialistas sin salir del Vaticano, como ocurrió
con Pío XII y Juan XXIII. Tampoco nos hemos enterado de
Cardenales ni de Obispos que, enfermos, hayan peregrinado a los
santuarios en demanda de sanidad. ¿Por qué? ¿Acaso ellos no creen
en las “curaciones milagrosas” de las vírgenes?
La influencia milagrosa de las apariciones se minimiza si tenemos
en cuenta lo que ya hemos apuntado, que la mayoría de los
enfermos curados en los santuarios lo han sido de enfermedades
leves, que habrían podido ser igualmente curados sin acudir a ellos.
Hasta sin tratamiento alguno se han operado curaciones de
personas que padecían dolencias graves. Podríamos citar muchos
ejemplos tomados de fuentes fidedignas, pero ello alargaría
demasiado este capítulo. El caso más reciente que conocemos se ha
dado en Inglaterra, donde cinco cancerosos han sido
espontáneamente sanados de sus enfermedades. El cuatro de
septiembre 1963, la acreditada Agencia de noticias France Presse,
decía: “Cinco cancerosos considerados como incurables hace siete
años, no presentan ya ninguna huella de enfermedad, afirma hoy el
Evening Standard. Existen otros casos recientes de curación
espontánea, pero no se pueden mencionar por el momento, ya que
el centro de investigación sobre el cáncer ha establecido las reglas
siguientes para reconocer la validez de dichas curaciones: 1ª. – El
cáncer debe ser clínicamente comprobado por un cirujano. 2ª. – La
enfermedad no debe haber sido objeto de ningún tratamiento. 3ª. –
La primera comprobación del estado canceroso debe remontarse a
siete años por lo menos. Los cinco casos señalados por el diario de
la tarde reúnen estas tres condiciones. Se han emprendido
investigaciones en todo el país para descubrir otros casos
semejantes de curación. Algunos médicos estiman, en efecto, que el
cuerpo humano puede, en ciertos casos, defenderse por sí mismo y
producir células anticancerosas”.
Y unos meses antes de estas curaciones ocurrió en España otro
caso parecido. Bajo el título “Extraordinaria curación de un
funcionario de la RENFE”, el corresponsal de la Agencia española
Cifra en Alicante, decía:
“Un caso extraordinario de curación se ha operado en la persona de
don Luis Soria Cazorla, funcionario de la RENFE que reside en esta
población (Elda). Sufrió destrozos en el hemitórax izquierdo y la
pérdida total del brazo. Pocos días después se le presentó una
complicación y tuvo que ser sometido a una operación quirúrgica.
Durante 22 años ha permanecido con medio cuerpo llagado, sin que
las heridas cicatrizasen a pesar de todos los tratamientos, y su
esposa, que trabaja como dependienta en una confitería, ante la
próxima marcha de su marido, que había de ser sometido a una
nueva operación, mostraba tal abatimiento, que los clientes le
preguntaban la causa de su tribulación. Uno de éstos, don Juan
M ira M onzó, le prometió exponer el caso de su esposo en el
Sanatorio de Fontilles, de cuyo patronato forma parte. Fue
requerida la presencia del enfermo y el señor M ira lo llevó en su
coche. Los médicos que le examinaron sacaron una impresión
pesimista, pero le sometieron a un tratamiento consistente en la
ingestión de unas pastillas y la aplicación de una pomada que vale
12 pesetas, en toda la zona infectada”.
“Una nueva visita al cabo de un mes al Sanatorio de Fontilles
presentó a los médicos un cambio radical en el aspecto de las
heridas, y dos meses más tarde, siguiendo el paciente el mismo
tratamiento, los médicos pronosticaron una total curación, pues la
amplia superficie lesionada estaba muy reducida y la cicatrización
completa se daba por descontada. Don Luis Soria y su esposa,
doña Belén López, que con ejemplar abnegación ha cuidado a su
marido en este largo lapso de 22 años, no saben cómo expresar su
gratitud a los doctores Guillén, Contreras y Oriete, que en el
período de cinco meses han hecho terminar el calvario a que el
matrimonio ha estado sometido. Doña Belén ha visitado en su
domicilio al corresponsal de Cifra en esta ciudad, y le ha pedido,
llorando de emoción, que haga público el bien que ha recibido de
Dios en primer término, de los citados doctores y personal de
Fontilles, que han dedicado a su marido especial atención, y del Sr.
M ira, que con absoluto desinterés y espíritu cristiano les ha llevado
a todas partes”.
Larga es la historia de esta curación, pero vale la pena la
transcripción de la misma. Si los cancerosos de Inglaterra y este
otro enfermo de Elda hubieran acudido a Lourdes o a Fátima antes
de ser curados, sus fotografías habrían sido reproducidas en toda la
prensa católica y puestos como testigos de las curaciones
milagrosas de la Virgen. Y aunque el corresponsal español no lo
dice, teniendo en cuenta la religiosidad de los habitantes de ese
pueblo alicantino y los largos años de enfermedad, podríamos
asegurar sin temor a equivocarnos que antes de ser sanado tan
naturalmente el empleado de la RENFE había visitado ya más de un
santuario, con resultados negativos, claro.
Insistimos de nuevo en que no se nos malinterprete. Nosotros
creemos que Dios puede curar a una persona enferma cuando y
cómo le plazca. Incluso no dudaríamos en admitir que Dios,
apiadado de los peregrinos enfermos, con conocimiento de la fe y
sinceridad de algunos de ellos, haya permitido la curación de los
mismos en Fátima y en Lourdes como lo habría hecho si el enfermo
se lo hubiera pedido con la misma fe, sin moverse de su dormitorio.
Porque Dios, que conoce los corazones, sabe que de esos millones
que acuden anualmente a los santuarios católicos los hay sinceros
en sus convicciones religiosas; almas buenas, que deben su extravío
espiritual a los lideres de la religión que profesan, única que han
tenido la oportunidad de conocer.
Pero esas curaciones no dicen nada en favor de las apariciones
católicas. Porque todas las religiones, en todos los tiempos, han
alentado a sus miembros a buscar la sanidad de sus cuerpos en Dios
y han reclamado para sí el privilegio de las curaciones divinas.
Afirmar que en Lourdes y Fátima los enfermos se curan por
intervención del Cielo, no es nada nuevo, aunque de verdad ocurra.
Es tan viejo como el viejo mundo. Es viejo con esa vejez legendaria
del mito, aunque sea nuevo en su forma, en la manera de exponer el
dogma, hábilmente retocado para que no se advierta su origen
pagano.
Desde los antiquísimos magos de tribus a los modernos
movimientos pentecostales, la humanidad de todos los tiempos ha
creído en la curación de las enfermedades por intervención
sobrenatural. En el M useo Británico, de Londres, existe el famoso
papiro Ebers, que data de unos 1.550 años antes de Cristo. En este
papiro ya se contiene la idea de que las enfermedades son debidas a
los malos espíritus y se señalan extrañas prácticas para ahuyentar
esos espíritus y volver la salud al enfermo.
La antigua mitología griega nos habla de Esculapio o Asclepios, el
gran dios de los enfermos. Los santuarios a este dios se elevaban
por toda la península del Peloponeso, por el Asia M enor y, en
general, por todos aquellos países habitados por griegos. Pausanias,
el formidable historiador griego del siglo II, autor de una importante
obra sobre los monumentos antiguos, dice que los santuarios al dios
Esculapio eran en total 63. Se le atribuían 150 milagros de
curaciones físicas y los templos donde se le rendía culto,
especialmente el de Atenas, estaban llenos de muletas y otros
muchos recordatorios de los fieles que decían haber sido curados
por intervención del dios mitológico105 . Igual, exactamente igual
que ocurre en Lourdes, en Fátima, en M ontserrat, en Zaragoza, en
todos los santuarios del Catolicismo, que pueden ufanarse de haber
llevado a su culto la mitología pagana de la antigüedad.
Y puesto que de santuarios tratamos, tampoco son nuevas ni
exclusivas de los católicos las fuentes cuyas aguas dicen tener
propiedades curativas. Uno de los más extraños mitos de la
humanidad ha sido siempre la creencia en una legendaria fuente de
juventud, capaz de curar toda clase de enfermedades corporales y
de rejuvenecer al anciano. Los exploradores españoles Juan Ponce
de León y Hernando de Soto, creían que esa fuente se hallaba en
una isla llamada Bimini106 .
La Iglesia Católica, siempre práctica, dispuesta siempre a sacar
partido de todas las ideas, de todos los ritos, por extraños que sean,
ha sabido explotar la creencia en la misteriosa fuente de juventud
para ofrecer a los visitantes de Lourdes y de Fátima sus propias
aguas curativas, por las que obtiene anualmente una respetable
cantidad.
Decíamos al empezar este capítulo que los milagros son las cartas
credenciales de las apariciones católicas. Con estas cartas quieren
ganar la confianza, la fe y la adoración de los humanos. Toda la
enorme propaganda y el boato que la Iglesia Católica hace de las
vírgenes aparecidas giran alrededor de los milagros que dicen que
realizan. Pero esos milagros ni son tales, ni tantos como se
pretenden, ni tienen el sello de Dios. El fantástico mito de las
apariciones no puede explicarse por los favores curativos que
tributan a sus ciegos adoradores. Preciso es dirigir nuestra
investigación hacia otro campo donde podamos hallar razones más
convincentes: Hacia el tenebroso y poderoso mundo sobrenatural
de lo diabólico.
Capítulo VII

La explicación del mito


Aquellos que no creen en el origen divino de las apariciones,
que forman legión en todo el mundo cristiano, que desconocen
hasta donde llega la credulidad popular y que no advierten el
inmenso poder del Diablo, encuentran cierta dificultad para explicar
los fenómenos que producen, muchos de los cuales escapan a los
dominios de la Naturaleza.
M uchas veces, al hablar de tales fenómenos, se nos ha hecho la
misma pregunta: “Si usted no cree que proceden de Dios, entonces,
¿cómo explicarlos?”
Los autores que han tratado estos temas presentan, por lo general,
dos soluciones: Alucinación de las videntes, víctimas de un
desequilibrio nervioso o hábil estratagema montada y explotada por
la Iglesia Católica. En uno y otro caso, las razones que aducen son
siempre naturales, basadas en hechos puramente humanos.
Así, Tomás Da Fonseca, intelectual anticlerical, que en un tiempo
fue miembro del Parlamento portugués, ha escrito un libro sobre
Fátima, que contiene mucho de política portuguesa, desde ese
punto de vista. Da Fonseca explica el fenómeno diciendo que desde
hace varios siglos, por toda la región de Fátima han abundado las
leyendas sobre apariciones de vírgenes. Los padres contaban a sus
hijos historias de apariciones que quedaban grabadas en sus mentes
y eran ampliadas por la imaginación al correr de los aires. En esa
atmósfera de preparación, la joven esposa de un oficial portugués,
mujer bella y bien vestida, paseaba un día por los campos de
Fátima y en las proximidades de la famosa cueva fue vista por los
niños. La mentalidad de éstos, ya predispuesta por las historias
oídas, imaginó una aparición de la Virgen. Luego, la credulidad
popular y la jerarquía católica hicieron el resto.
Por su parte, el famoso escritor francés Emilio Zola, atribuye los
fenómenos de Lourdes a parecidas causas: exaltación histérica,
catalepsia y alucinación de las videntes. Todo ello, trabajando en un
espíritu ya preparado por el ambiente supersticioso del pueblo.
Zola explica que Bernardita era muy aficionada a las historias de
vírgenes, por las cuales sentía una especial preferencia. También le
gustaba oír relatos de brujos y brujas y en especial una leyenda que
circulaba en torno a las apariciones demoníacas a un escribano del
pueblo. Añade Zola que la niña tenía un miedo atroz a los
demonios.
Los vecinos del lugar pasaban las tardes de invierno en la iglesia,
escuchando los oficios del culto. Los niños se dormían en las faldas
de las madres o en los bancos del templo. Bernardita resistía al
sueño y cuando caía vencida lo hacía con los ojos fijos en la imagen
de la Virgen.
Estos argumentos tienen su importancia, aunque no explican ciertos
detalles verdaderamente sorprendentes que se dan en las
apariciones. Pero hay mucho de cierto en eso de que los mismos
niños, con su imaginación exaltada, dan vida al mito. Un detalle
muy importante es que todas las vírgenes de las apariciones son
copias exactas de las imágenes que existen en los templos católicos,
o reproducidas en pequeñas figuras sobre la cómoda de la antigua
alcoba o sobre el mueble coquetón del dormitorio moderno, o bien
multiplicadas en las estampitas: Una muñeca bonita, con la cara
fina como piel de rosa, facciones delicadas y moldeado talle, con
apariencia de 15 a 20 años de edad.
La Iglesia Católica nunca podrá responder a estas preguntas: ¿Por
qué todas las apariciones que se revelan a las niñas tienen las
mismas características de belleza y juventud? ¿Por qué las niñas no
ven a la Virgen como la que estaba al pie de la Cruz al morir el Hijo,
una mujer de rostro sufrido, con el dolor partiéndole el alma?
Las niñas ven a las vírgenes tal como las han contemplado en el
altar de la iglesia, en la imagen que tienen en casa o en la estampita
que les han dado en la escuela. Ellas creen que la Virgen es así y no
de otra manera, y como la creen la ven. Si se les apareciera como
una señora de 50 años, arrugada y doliente, dirían que es una bruja,
pedirían al sacerdote que rociara agua bendita y escaparían
corriendo del lugar.
Esto demuestra que, en un sentido, los autores como Zola no van
del todo descaminados. La formación religiosa y la imaginación
infantil, exaltada por el oír de las historias, contribuyen mucho a la
formación del mito. Esas vírgenes son concebidas por ellas de
acuerdo con el original que han visto desde pequeñas; son fruto de
la mentalidad humana, no una realidad espiritual.
Pero, por otro lado, se ha de tener en cuenta que los autores como
Da Fonseca y Zola escriben desde un punto de vista ateo. Para
ellos, los fenómenos de las apariciones han de explicarse aduciendo
razones exclusivamente humanas. El milagro no existe. Parten de un
principio puramente racional y materialista, que niega la existencia
de lo espiritual. El milagro supone para ellos una violación de las
leyes físicas de la Naturaleza y tiene lugar en un campo que escapa
a los dominios del hombre. Para el racionalista esto es imposible;
mantienen que el fenómeno puede y debe ser explicado con
argumentos humanos. De ahí el atribuir los acontecimientos de
Fátima y Lourdes a la exaltación nerviosa y al histerismo religioso
de las videntes, todo ello muy bien explotado por la Iglesia
Católica.
Nuestro caso es distinto. Sin despreciar esos argumentos ni negar la
parte que han tenido en el desarrollo de los acontecimientos,
creemos que el origen de las apariciones hay que buscarlo en los
dominios que exceden a las fuerzas de la Naturaleza, teniendo en
cuenta que también el Diablo se mueve, vive y obra en estos
dominios.
Nosotros creemos en el milagro. Creemos que Dios, si se lo
propone, puede sanar no a uno, sino a un millón de enfermos
atacados de las más graves dolencias e incluso resucitar a los
muertos. Los milagros que registra la Biblia, principalmente en el
Nuevo Testamento, demuestran que tanto las leyes físicas de la
Naturaleza como las espirituales del Cielo obedecen al poder de
Dios y están a su servicio.
Nosotros creemos en el milagro. Esto es incuestionable. Pero
distinguimos entre lo que es mera superchería humana, intervención
diabólica y real manifestación de la presencia de Dios. Hay
milagros falsos y milagros verdaderos. Como hay muchos espíritus
en el mundo. Pero la Biblia nos aconseja examinar los espíritus para
ver si realmente proceden de Dios.
Para distinguir inteligentemente el milagro verdadero del falso es
preciso poseer ese don que la Biblia describe como discernimiento
de espíritu. Pero este don no puede recibirse si antes no se ha
experimentado el Nuevo Nacimiento, a saber, la transformación
moral y espiritual del corazón mediante la obra regeneradora del
Espíritu Santo.
Como estas condiciones espirituales son muy raras en nuestros
días –en realidad han sido siempre escasas–, la gran mayoría, casi la
práctica totalidad de las personas, incluyendo a los líderes de todas
las religiones, se dejan engañar por los milagros falsos que no
proceden de Dios, sino del Diablo.
El Diablo es el autor número uno en todas las apariciones de
Lourdes, de Fátima, de Garabandal y donde quiera se producen.
La existencia del Diablo no puede negarse con sólo razonar un
poco. Ello equivaldría a decir que el mal no existe, y a esto nadie se
atreve. Como tampoco cabe decir que el Diablo es invención
cristiana. No lo es. Aunque el Diablo del Cristianismo es un ser con
personalidad propia, moralmente responsable de sus actos,
diferente en todo a los dioses malos de la M itología Universal, la
creencia en una fuerza negativa obrando en el mundo es tan antigua
como el mundo mismo.
Es el Diablo quien confunde a los videntes, quien ciega las
inteligencias para hacer imposible distinguir entre la verdad y la
mentira. Es él quien pone los cimientos en el edificio de las
apariciones. Una vez realizada su principal obra, deja que la
credulidad popular, la ignorancia religiosa y los intereses del
Catolicismo coronen el monumento.
Todos los autores católicos con responsabilidad de escritor que han
tratado el tema de Lourdes, están de acuerdo en señalar la
intervención del Diablo, si bien se apresuran a dar explicaciones
que, lejos de aclarar, tienden a una mayor confusión.
Hace cuatro años apareció en Francia un libro que revolucionó los
medios eclesiásticos que con mas energía defienden lo de Lourdes y
Fátima. El libro fue escrito nada menos que por un obispo católico,
M onseñor Cristiani, “Prelado de Su Santidad”, según reza en la
primera página. Se titula Présence de Satan dans le Monde
Moderne. En un capítulo denominado Las Diabluras de Lourdes
(Les Diableries de Lourdes) el obispo católico prueba la
intervención del Diablo en las apariciones de Lourdes. El M aligno
logró que casi todo el pueblo se sintiera visionario; despertó la
envidia y la rivalidad entre los habitantes de los pueblos vecinos a
Lourdes y logró sembrar tal confusión religiosa entre los franceses,
que hasta el M inistro de Culto del Gobierno de París se vio en la
necesidad de intervenir con energía para poner un poco de orden en
el caos. Según el autor del libro, no fue sólo Bernardita quien
manifestó haber visto a la Virgen. Otras muchas personas
proclamaban idéntico privilegio. Y en los relatos de estas personas,
algunos de los cuales extractaremos aquí, siguiendo en todo la
narración de los hechos por el obispo Católico, queda más que
probada la intervención del Diablo.
Una de estas personas era M aría Clara Cazenave, muchacha de
veintidós años, con una fe ardiente y una imaginación exaltada,
según la describía el Comisario del pueblo. “Yo vi –relata M aría
Clara– una piedra blanca y casi al mismo tiempo una forma de
mujer, de talla ordinaria, con un niño en sus brazos”.
Otra vidente, M agdalena Cazaux, de cuarenta y cinco años, casada,
de quien se dice que “era una mujer mala y dada a la bebida”,
explica así su visión: “Yo vi sobre la piedra blanca la figura de una
niña de diez años; tenía sobre su cabeza un velo blanco, que le caía
sobre los hombros; los cabellos le cubrían los senos”.
Una tercera vidente, Honorina Lacroix, de más de cuarenta años,
“mujer de prostitución
–dice el obispo citado–, de modales innobles”, pretendía haber sido
la primera en ver a la Virgen. “Esta Virgen – dice – tenía la forma de
una niña de cuatro años, cubierta con un velo blanco que le caía
sobre la espalda; tenía los ojos azules y los cabellos rubios”.
Un mes más tarde del primer relato, la propia M aría Clara
Cazenave declaró al Comisario del pueblo que “estaba avergonzada
por las declaraciones poco dignas que había hecho acerca de la
aparición”. Pero este reconocimiento de culpa no significó nada en
la fiebre de videncia por la que atravesaba el pueblo. Ahora es una
sirvienta de cincuenta años. Sazette Lavantés, quien subió al lugar
de las apariciones con tres mujeres de su edad. Poco después bajaba
toda exaltada diciendo que había visto “una forma blanca, de mi
misma talla aproximadamente, una especie de vapor, como un velo,
pero no pude distinguir forma humana; ni cabeza, ni brazos, ni
piernas, ni parte alguna de cuerpo”.
Esto ocurría el 14 de abril 1848. Tres días más tarde, el 17, un
numeroso grupo de hombres, mujeres y niños suben al lugar donde
dicen que ocurren las apariciones. Una niña del grupo, Josefina
Albario, de 15 años, empieza a agitarse nerviosamente y a llorar.
Tienen que llevarla a su casa y la meten en la cama. Repuesta un
poco, explica: “Vi a la Inmaculada Concepción, con un niño en los
brazos, junto a un hombre con una larga barba”.
La confusión es indescriptible. Unos creen en Bernardita, otros en
Josefina, algunos creen en todas, otros no creen en ninguna. Al día
siguiente de lo de Josefina Albario es la propia criada del Alcalde
quien cree ver “algo” y se revuelca por el suelo con un ataque de
convulsiones. El Alcalde envía una comisión para que investigue;
quiere asegurarse que todas esas “apariciones” que vuelven locas a
las mujeres del pueblo no proceden de una estratagema hábilmente
preparada por medio de un juego de luces. La comisión regresa de
las grutas al pueblo sin haber descubierto nada.
Y las apariciones siguen. En Lourdes todo el mundo dice ver y oír a
la Virgen. Un testigo de la época cuenta: “Una tarde, ya casi de
noche, vi una procesión que se acercaba a la gruta. Uno de los
visionarios, con la cabeza cubierta por una corona de laurel,
empezó a gritar diciendo: “Reciten todos el Rosario. Dios va a
recitarlo también”. Sus acompañantes obedecieron. Un poco más
tarde, el mismo visionario ordenó: “Besen la tierra cuarenta veces,
cuarenta veces”. Y la multitud obedeció”.
Otra testigo, Basila Casterot, agrega: “El visionario S... pasó por la
ciudad con una cinta alrededor de la cabeza; la había cogido del
sombrero de una muchacha. “La Santa Virgen me lo ha ordenado”,
respondió cuando fue interrogado. “Está loco”, decían algunos.
Pero la mayoría de sus seguidores creían que había tenido una
aparición”.
El director de las escuelas de Lourdes, “Hermano Léobard”, se
expresaba así: “El Diablo ha hecho surgir una infinidad de
visionarios, los cuales se entregan a las mayores extravagancias.
¿Ven algo? Sí. Nos vemos forzados a creer que muchos de entre
ellos ven al Espíritu maligno, en diversas formas. M uchos de mis
alumnos pretenden tener apariciones. Dejan de asistir a la escuela.
Sus extravagancias no sólo tienen lugar en la gruta. Se reproducen
también en la calle y en sus hogares, donde han improvisado
pequeñas capillas”.
El 30 de Julio de 1858, el entonces M inistro de Culto de Francia,
señor Rouland, se ve en la obligación de dirigir una carta dura al
Obispo de Tarbes, M onseñor Laurence, donde, entre otras cosas,
dice el M inistro: “Esas bendiciones de Rosarios por los niños, esas
manifestaciones, en las cuales pueden percibirse, en primer rango, a
mujeres de vida equívoca, esos coronamientos de visionarios, esas
ceremonias grotescas, verdaderas parodias de ceremonias
religiosas... esas escenas escandalosas, están desprestigiando la
religión ante los ojos de la población, y yo me creo en el deber,
M onseñor, de llamar de nuevo su atención sobre estos hechos”.
Lejos de apaciguarse, las apariciones se multiplican. Se extienden a
otros pueblos, deseosos de rivalizar con Lourdes. Entre los
numerosos visionarios de estos lugares, citaremos solamente el caso
de uno de ellos, Laurent Lacaze, de 10 años, de Ossen, un pueblo
cercano a Lourdes. El 9 de julio, el cura de Ossen, Pedro Junca, le
escribe al Obispo para contarle lo sucedido en el pueblo. El cura
dice que el niño visitó la gruta de Lourdes el 2 de julio. Que allí
tuvo una visión. Vio “una mujer vestida de blanco, con un niño en
los brazos. A la derecha e izquierda de la Virgen, dos hombres
vestidos de negro, los pies calzados con sandalias negras. El
hombre de la izquierda tenía una larga barba blanca”.
El relato del cura prosigue: “Desde hace tiempo, este niño y otro
más del pueblo, parecen como obsesionados por las apariciones.
Corren por las calles y plazas, de casa en casa, como si alguien les
persiguiera. Gritan y sus gritos parecen gemidos. Los gestos, los
movimientos que hacen no son armoniosos, al contrario,
desordenados e inconvenientes. El amor propio de los padres, que
creen ingenuamente que sus hijos ven a la Virgen, prolonga estas
escenas. Todos los asistentes creen realmente que se trata de
apariciones de la Virgen. ¿Por qué no? dicen, ¿es que Bernardita
Soubirous tiene el monopolio?”
Aquí cortamos el relato de los visionarios. Hay más, muchos más
cuyas experiencias se relatan en el libro citado. Pero creemos
suficientes los casos expuestos para darnos una idea de las
actividades diabólicas en Lourdes. Los mismos protagonistas de
estos extraños sucesos, ya convertidos en hombres y mujeres, se
desdijeron de sus infantiles declaraciones y manifestaron que el
Diablo había jugado un importante papel en las apariciones.
Un sacerdote jesuita, L. J. M . Cros, estuvo durante muchos años
recogiendo datos sobre los fenómenos de Lourdes, interrogando a
los habitantes de la región y haciendo toda clase de preguntas a los
testigos de las apariciones. El fruto de estos trabajos fue publicado
en varios tomos en el 1927. El obispo Cristiani, en Las Diabluras
de Lourdes , que nosotros hemos citado, sigue las investigaciones
del jesuita Cros. Cuando éste interrogó a Laurent Lacaze veinte
años después, el visionario de Ossen le contestó: “M e acuerdo que
iba a la gruta con otros niños. Veía una especie de sombra pero no
tengo idea si esa sombra poseía miembros ni si se trataba de
hombre o mujer”. “Para la mayoría de aquellos que se acordaban
con más precisión de los acontecimientos – comenta el jesuita Cros
– esa “especie de sombra” que Laurant decía haber visto, no podía
ser más que el Diablo”.
M ás interesante aún resulta el testimonio de otro a quien el jesuita
Cros llama “el más ilustre de los visionarios antiguos”, convertido
ya en padre de cuatro hijos. “Yo asistí una o dos veces a las
apariciones de Bernardita y, como los demás, quedé también
sorprendido. Un día, regresando de un paseo con un amigo de mi
misma edad, descendimos juntos a la gruta. Estando orando,
observé que algo pasaba ante mis ojos; era una figura humana.
Primero me entró risa, luego empecé a llorar y los que estaban allí
creyeron que había tenido una aparición... Las mujeres venían a mi
casa y me llevaban a la gruta. Algunas veces no veía nada; otras se
me aparecía la misma figura y yo gritaba: ¡Arrodillaos! ¡Besad la
tierra! Tenía miedo. Yo no hubiera ido solo si las mujeres no
hubiesen venido a buscarme. Creían que yo veía a la Virgen. ¿Qué
ves?, me preguntaban. Yo respondía: ¡La Santa Virgen! Pero en
realidad lo que veía era una figura de hombre, que cambiaba con
frecuencia. Algunas veces tenía barba. Otras veces le veía vestido
de blanco, pero no me acuerdo si tenía pies o manos”.
Si todos esos testimonios no procedieran de un sacerdote de la
Iglesia Católica, si no contaran con la aprobación entusiasta de un
Obispo católico, se diría que estamos contando historias de brujas.
Pero la autoridad de los mismos nos libra de toda sospecha. El
Obispo Cristiani termina su estudio sobre Las Diabluras de
Lourdes, diciendo: “Nuestra conclusión no puede ser diferente de
la del P. Cros, que ha estudiado bien este caso. Él está convencido
que Satán fue realmente el centro de todas esas manifestaciones”.
Luego, para salvar y justificar la decisión de la Iglesia en declarar de
origen divino las apariciones de Bernardita, el Obispo católico
termina diciendo que entre todas las visiones mencionadas y las de
Bernardita, hay una gran diferencia. Nosotros no vemos esa
diferencia. Y no deja de ser significativo el que Bernardita, a la hora
de su muerte, siendo religiosa en un convento, sintiera un miedo
horrible y gritara en la agonía: “¡Vete, Satanás!”, como registra el
autor citado.
Después de todo lo expuesto, la explicación del mito no ofrece
dificultades. Las niñas de Garabandal, esas niñas que nosotros,
personalmente, interrogamos, no dicen mentiras. Ellas vieron
realmente “algo”, como lo vieron las niñas de Fátima y los
numerosos visionarios de Lourdes. Ese “algo” es el Diablo, que
haciendo uso de todas las fuerzas ocultas del mal, logra así
confundir a las multitudes.
Lo de Fátima y Lourdes no es invento de la Iglesia Católica, como
algunos racionalistas creen. Es aprovechamiento. El Diablo arrojó la
primera piedra y se ocultó. Sabia que el trabajo estaba ya hecho.
Tiene aquí, en la Tierra, quien desarrolle su iniciativa. Intervino
luego la masa, con su formidable poder de persuasión. Esa masa
ávida siempre de nuevas experiencias religiosas, siempre
insatisfecha, porque busca donde no puede encontrar. Se corrieron
las voces y los peregrinos acudieron de todas partes. Los más
influyentes empezaron a pedir la intervención de la Iglesia, la
“canonización” de la vidente. La Iglesia, astuta y calculadora, se
resistió al principio. Siguiendo un plan de antemano trazado, negó,
incluso condenó la afluencia de peregrinos, al mismo tiempo que la
animaba de forma extraoficial. Dejó pasar el tiempo. Que corrieran
los primeros años. Al cabo, ante la enorme afluencia de peregrinos
“se vio obligada” a admitir el origen divino de las apariciones. “El
pueblo lo quería” y ella está para servir al pueblo.
El Diablo queda satisfecho. M illones de almas vivirán y morirán
creyendo cándidamente que al acudir a esos centros de
peregrinaciones están cumpliendo la voluntad de Dios, sin advertir
que han sido, son y seguirán siendo pobres víctimas de la mayor
impostura religiosa que han conocido los tiempos modernos. Del
más fantástico de todos los mitos.
Capítulo VIII

El Dios de la Biblia
M anuel Berl, a quien el jesuita francés Jean Danielou cita en el
prólogo de su estupendo libro Dios y Nosotros 107 , dice que jamás
había encontrado ateos, sino sólo hombres que creen en Dios, pero
que no tienen idea exacta de lo que creen. Esto es cierto. Así ocurre
con la inmensa mayoría de las personas. Aunque el joven profesor
belga Paul Rostenne diga que “en ninguna época se ha encontrado
Dios tan ausente de la mente de los hombres como en el siglo
XX108 , en realidad lo que está ausente es la concepción ortodoxa de
Dios, la sensata adoración de la Divinidad, el recto y profundo
sentimiento de amor que el hombre está obligado a tributar a Dios,
no Dios mismo.
La rebeldía del ateísmo contra la concepción de un dios formado
en el seno de las religiones, y servido con los numerosos estatutos,
dogmas, doctrinas e imposiciones absurdas, ha dejado un gran vacío
en la conciencia del individuo y ese vacío trata de llenarse
alimentando el alma con las más extravagantes creencias.
Ser ateo en nuestros días se considera como una honra. El
hombre se enorgullece de vivir su vida y labrar su porvenir sin
necesidad de Dios, independiente de las imposiciones de la religión.
Pero ese mismo individuo que se dice ateo está dispuesto a admitir
cualquier novedad religiosa, por extraña que sea; la examina y la
obedece. Se dice ateo, se vanagloria de vivir sin necesidad de Dios,
pero no vacila en aceptar al diosecillo de moda o en suscribir la
primera innovación religiosa que le salga al paso. Pascal tenía razón
cuando afirmaba que el incrédulo es quien más cree.
El hombre del siglo XX no es ateo. Es un extraviado espiritual;
un vagabundo religioso que busca a Dios por los atajos y senderos
de la tierra sin acertar a encontrar el Camino recto que va del alma a
Cristo y de Cristo a Dios, sin necesidad de intermediarios
humanos, sin prácticas religiosas que, más que beneficio, son un
extravío al alma. En realidad, los más grandes ateos de todos los
tiempos han sido simples almas a la deriva que se han consumido
golpeando las tinieblas en busca de un Dios adecuado a sus
exigencias mentales y a sus inquietudes espirituales. Han estudiado
uno a uno los dioses de todas las religiones y los han encontrado
muy pequeños, extremadamente egoístas, demasiado humanos. Los
han desechado uno tras otro y al no ser capaces de hallar al Único,
al Dios grande que llena el Universo con Su Presencia toda, se han
declarado ateos. Pero han sido ateos a medias.
El Dios cuya muerte celebra Nietzsche no es el Dios del
Universo, el que se revela en las páginas de la Biblia. Es el dios
producto de las ideas filosóficas, de las innovaciones religiosas, de
la credulidad popular. Esa credulidad que Claudio Gutiérrez M arín
ha definido como “un cedazo, a través del cual pasan juntos el
mosquito y el camello”109 .
Los numerosos peregrinos de Lourdes, de Fátima, de todos
esos santuarios religiosos, creen con esa clase de fe. Lo aceptan
todo. No distinguen la verdad del error. No se preguntan si el
camino a esos santuarios les conduce a Dios o al Diablo. Si uno les
interroga qué hacen allí, por qué han ido, qué esperan conseguir de
las apariciones, se encogen de hombros sin ser capaces de dar una
respuesta clara, definida. La voz del sentido común queda ahogada
ante el griterío de la muchedumbre. Se aturden ante la aparente
piedad de los compañeros de viaje. Las riquezas de los templos y la
solemnidad con que se hace todo les deslumbran y no tienen más
voluntad que la de sus dirigentes, sin caer en la cuenta que también
los dirigentes están engañados. A este respecto es muy oportuna la
advertencia del profeta Isaías: “Pueblo mío, los que te guían te
engañan, y tuercen el curso de tus caminos”110 .
En estos tiempos de extravío espiritual, de tanta confusión
religiosa, se impone una búsqueda sincera y diligente de Dios. La
religión cristiana se ha corrompido en su matrimonio adúltero con la
política, se ha prostituido al aliarse con el capitalismo y está siendo
despreciada por las clases trabajadoras debido a su concomitancia
de intereses con los grandes de la tierra.
Pero no está todo perdido. No hay que ser pesimistas. Aún nos
queda Dios, Santo y sin mancha, felizmente desligado de todo lo
malo que en su nombre se hace aquí abajo. Tenemos a Cristo que, si
volviera a encarnarse hoy, no dejaría piedra sobre piedra de todos
los santuarios y templos mal llamados cristianos que deshonran su
nombre; el látigo de Cristo volvería a estallar violento sobre las
espaldas de los culpables. Nos queda también la Biblia, que es
Palabra infalible y pura de Dios, Su revelación escrita, el legado de
Dios para todas sus criaturas.
Con Dios en el trono, con Cristo intercediendo por nosotros
ante el Padre, con la Biblia como brújula fiel que nos traza el
camino recto, bien podemos estar seguros de llegar sin incidentes al
puerto de la salvación, de arribar tranquilos a las playas del
espíritu.
La Biblia nos enseña todo cuanto necesitamos conocer de Dios.
El propósito de Dios para el ser humano se describe en sus páginas
de forma clara, sin equívoco alguno, al alcance de todas las
mentalidades con un poco de sensibilidad espiritual. No nos
resultaría difícil realizar por nuestra cuenta una síntesis de las
grandes y fundamentales verdades de la Revelación. Pero por
cuanto este libro va destinado principalmente al lector católico y
católicos son también los dogmas, ritos y doctrinas cuyas
contradicciones hemos puesto en evidencia, nos valdremos para
nuestro propósito de autores católicos y en especial de las
autorizadas opiniones de Jean Danielou, el teólogo francés ya
citado, a quien sus estudios sobre temas trascendentales del
espíritu están dando justa fama en el mundo de la moderna teología.
Danielou es, como ya hemos señalado, sacerdote jesuita, dedicado
principalmente a la enseñanza.
No entraremos a discutir el hecho de la existencia de Dios.
Sobre esta cuestión se han escrito inútilmente millones de páginas.
La Biblia nos lo presenta como existiendo. No dice de dónde salió
ni desde cuando existe. Nos basta con saber que existe. Y añade la
Biblia que el deseo de Dios es “que todos los hombres sean salvos
y vengan al conocimiento de la verdad”111 . Pero ni la salvación ni el
conocimiento de la verdad podrán obtenerse con una concepción
confusa, vaga y deformada de Dios, como demuestran tener los
seguidores de las apariciones.
Enrique López Galuá plantea el problema con acierto. Escribe:
“Cuando preguntamos si Dios existe, ¿qué entendemos por Dios?”
“Algunos creen que ese ser que llamamos Dios es un señorón de
figura humana, muy venerable y muy viejo ya, que anda por encima
de las nubes paseándose de astro en astro y no dejándose ver, sin
embargo, de ningún mortal. Los que así piensan no se dan cuenta
que la herejía antropomorfita fue condenada por la Iglesia y de que
el catecismo dice con gran sencillez y con gran verdad que Dios,
como Dios, no tiene figura corporal a la manera del hombre y que,
si Jesucristo tiene esa figura corporal, es por ser un compuesto
teándrico, es decir, a la par que Dios, hombre, y bajo este último
aspecto aparece con figura humana. No hay que concebir, pues, a
Dios como un emperador humano vestido de mucho poder, que se
oculta en las alturas inaccesibles. Por haberlo concebido así,
muchos se han hecho ateos al ver que ese ser misterioso no aparecía
jamás, ni de él se ocupaba la prensa, como se ocupan de los grandes
personajes que se dejan ver en las grandes ciudades y realizan
aparatosos viajes”112 .
¿No es exactamente eso lo que ocurre en Lourdes, Fátima y demás
santuarios católicos? ¿No se materializa todo el mundo de lo
espiritual en imágenes talladas? ¿No hay lienzos que nos presentan
a Dios Padre como un amable anciano de cabellos y barbas blancas?
La prensa del mundo católico, ¿no echó las campanas al vuelo y
lanzó ediciones especiales cuando una bonita imagen que decían ser
reproducción de la aparición de Fátima recorrió varios países en un
viaje que duró de Octubre de 1950 a Enero de 1952? Todo eso ¿no
es herejía antropomorfita? ¿No contribuye a fomentar el ateísmo?
Entre otros errores, la fabricación de esas muñequitas–imágenes da
lugar a que se forme un concepto material de la Dinidad. Jesús
declaró de manera contundente que “Dios es Espíritu”. “A Dios
nadie le vio jamás”. Y a los judíos les dijo: “Nunca habéis oído su
voz, ni habéis visto su aspecto”113 . “El error de las falsas filosofías
–dice Danielou– radica precisamente en hacer de Dios un objeto, en
pretender apoderarse de Él por medio de la inteligencia. Aquello de
que la inteligencia logra apoderarse ya no sería Dios, sino que, por
el contrario, habrá que decir que el descubrimiento de Dios obliga a
la inteligencia a una conversión radical, a una descentración de sí
misma. Y esa conversión es el conocimiento mismo de Dios.
Porque Dios no puede ser abordado más que en cuanto existente y
con existencia personal. A sus alturas, mi acto de inteligencia
aparece también en él como un acto existencial, como acto de un ser
existente. Y en cuanto tal, depende de Dios... Conocer a Dios no
significa reducirle a nuestra inteligencia, sino, al contrario,
reconocerse como limitado por Él”114 .
Ahora bien: a ese Dios que limita nuestra inteligencia con su infinita
sabiduría, que en sus arcanos ocultos permitió que todas las gentes
quedasen envueltas en la incredulidad para luego tener misericordia
de todos115 , no se le puede conocer a través de torpes revelaciones
que se contradicen de continuo. Si nos viéramos en la necesidad de
juzgar el carácter moral y la justicia de Dios por lo que de Él nos
cuentan las aparecidas de Lourdes y de Fátima, nos encontraríamos
en un verdadero apuro ante los ojos de los inconversos. Si para
saciar nuestra sed de Dios sólo dispusiéramos de las turbias aguas
que nos llegan de los santuarios católicos, sería preferible morir de
sed con nuestras gargantas abrasadas en el desierto de la razón. “Es
un rasgo sublime en la historia el afán con que la humanidad busca a
Dios. Y sin embargo, este impulso, el más noble y respetable del
hombre, ¡cuántas veces se detiene en la adoración de unos ídolos!
El ímpetu con que el orante asedia al cielo, en busca de expiación y
perdón, ¡cuántas veces resulta estéril!”116 .
Dios, Su Persona, Su Voluntad para nuestras vidas, Sus demandas
de amor, Su obra a favor de los pecadores no pueden conocerse más
que acudiendo a la fuente de su revelación: la Biblia. Así lo entiende
Danielou: “Lo que el hombre consigue no es más que lo que de
Dios se puede conocer a través de las cosas visibles. Pero lo que
Dios es en sí mismo sigue siendo para él unas tinieblas
impenetrables en donde no penetra nada por refracción. Esa es la
razón de que Dios no sea conocido en el misterio de su existencia
más que a través de la Revelación que ha hecho Él mismo de sí y
que constituye el objeto de la fe... La fe actúa esencialmente sobre
hechos divinos. Consiste principalmente en afirmar que Dios
interviene en la historia humana. Los hechos en cuestión son los
que nos relata la Biblia, que no es propiamente más que una
historia, la historia de las obras de Dios, no de las obras del
hombre... La lectura de la Biblia, al mismo tiempo que nos presenta
las obras de Dios, es la fuente de la revelación y el punto de partida
de la fe”117 .
Si la Biblia es la fuente, es decir, el origen, el manantial de la
revelación y el punto principal y básico de donde debe partir
nuestra fe, es natural que más que ninguna otra cosa nos interese
conocer el pensamiento del Dios que se revela en sus páginas
sagradas. Y lo que esas páginas nos dicen es que Dios no comparte
su gloria con ser alguno, ni terreno ni celestial. No puede, no quiere
compartirla. Está bien claro en la Biblia: “Yo Jehová; éste es M i
nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas. Por
mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea mancillado mi
nombre, y mi honra no la daré a otro”118 .
El Dios de la Biblia es un Dios Único, espiritual. Un Dios que no
sólo está muy por encima de toda representación material que de Él
pueda hacerse, sino que además abomina de las imágenes, las
condena e incluye en esa misma condenación a cuantos las fabrican
y las adoran. Así se expresa el salmista:
No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros,
sino a tu nombre da gloria,
por tu misericordia, por tu verdad.
¿Por qué han de decir las gentes:
Dónde está ahora su Dios?
Nuestro Dios está en los cielos;
Todo lo que quiso ha hecho.
Los ídolos de ellos son plata y oro,
obra de manos de hombres.
Tienen boca, mas no hablan;
tienen ojos, mas no ven;
orejas tienen, mas no oyen;
tienen narices, mas no huelen;
manos tienen, mas no palpan;
tienen pies, mas no andan;
no hablan con su garganta.
Semejantes a ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en
ellos”119 .
Abandonar a Dios, al Dios grande de la Biblia para ponerse bajo
la tutela de imágenes fabricadas en Lourdes y Fátima supone una
tremenda aberración espiritual, un pecado grave. La imagen de una
Virgen cualquiera formada con oro y pedrería, hábilmente tallada
por el artista, no puede compararse en gloria ni en poder al Dios
que existe desde todas las edades. Cuando se deja a Dios para andar
en procesión tras la figura de una Virgen es porque se ha perdido
toda conciencia del carácter y de la presencia del Dios verdadero.
Este Dios bíblico no puede ser sustituido por una imagen. Resulta
humillante para Él.
Por desgracia, el peregrino que frecuenta los santuarios tiene
una fe muy pobre. Su fe no puede sustentarle “como viendo al
invisible”120 y necesita tener ante sus ojos “algo”, una
representación material. Estiman más a la imagen que pueden ver
que al Dios invisible que escapa al ojo humano y es perceptible
únicamente por el espíritu. Están más contentos con una
falsificación visible que con una invisible realidad. Como bien dice
un estudioso de la Biblia, “en todos los tiempos han tenido la
tendencia a levantar imitaciones de las realidades divinas y
apoyarse sobre ellas. Las falsificaciones de la religión se han
multiplicado extremadamente ante nuestros ojos. Las cosas que por
la autoridad de la Palabra de Dios sabemos que son realidades
divinas y celestes, la Iglesia las ha transformado en imitaciones
humanas y terrenas. Cansada de apoyarse sobre un brazo invisible,
de confiar en un sacrificio invisible, de recurrir a un sacerdote
invisible, de esperar en la dirección de un jefe invisible, se ha
entregado a “hacer” estas cosas; y así, de siglo en siglo, ha estado
activamente ocupada, cincel en mano, formando y grabando una
cosa tras otra, de tal suerte que ahora no hallamos ya más analogía
entre una gran parte de lo que vemos en torno nuestro y lo que
leemos en la Palabra de Dios, que la que existe entre el “becerro de
oro” y el “Dios de Israel”121 .
Pero el Dios bíblico protesta contra todo otro culto que no
vaya dirigido a Él porque es un Dios “celoso”. Así se expresa el
escritor inspirado hablando de parte de Dios: “No te has de inclinar
a Dios ajeno; que Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso
es”122 . Dios es celoso del amor y de la adoración del hombre y no
admite la repartición del culto que el hombre le debe a Él con otros
dioses o seres inferiores, sean quienes sean y tengan el rango que
tengan. Explica Danielou: “La Biblia emplea la palabra “celosía” en
el sentido de las exigencias del esposo en relación a la esposa y
viceversa, que les empuja a no aceptar que el amor de que se ha
hecho entrega una vez vuelva a ser retirado jamás. En este sentido,
la “celosía” es la expresión misma de la fidelidad conyugal y de su
nobleza... Significa que Dios no admite el hecho de que se dé a otro
que no sea Él ese homenaje absoluto de amor que es la adoración”.
Luego, en virtud de esa “celosía”, Dios prohíbe toda otra forma
de culto, ya sea a las aparecidas de Fátima o de Lourdes o a los
seres que pueblan los cielos. Otra vez Danielou: “En el Antiguo
Testamento, la “celosía” de Dios se nos presenta por primera vez a
propósito de la condenación de los ídolos: “No harás imágenes
talladas ni figura alguna de cuanto hay arriba en el cielo y de cuanto
hay abajo en la tierra. Porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios
celoso”. La “celosía” de Dios aparece aquí como la expresión del
monoteísmo. Quiere decir que Dios no admite que ninguna criatura
reciba el honor que no le es debido más que a Él. Y todo esto dentro
de los límites y como derivación de la alianza. Y ahí está la razón de
que las infidelidades de su pueblo, al que ha unido a Sí “como una
virgen pura”, para servirnos de la expresión paulina, son adulterios
que sublevan su cólera”.
“Lo que aparece claro a través de la “celosía” de Dios es la
intensidad, la violencia del amor divino, en su naturaleza irracional
y misteriosa. Y esta expresión antropomórfica que escandaliza a los
fariseos, es una de las que más hondo nos permiten calar en el
misterio de Dios. Nos permiten llegar hasta lo que Guardini ha
llamado “lo serio del amor divino”, es decir, el hecho paradójico y
desconcertante de que Dios concede importancia a nuestro amor y
se pone, de esa forma y en cierto sentido, a nuestra disposición.
Qué lejos estamos del Dios de la razón y de su suficiencia olímpica.
El Dios vivo se nos presenta como comprometido con su creación,
como haciéndose, hasta cierto punto, solidario con ella. Y esta
solidaridad se manifestará en el gesto esencial de su amor, el de la
Encarnación. De esa forma, las relaciones entre el hombre y Dios
adquieren su significación trágica. La “celosía” de Dios nos pone de
manifiesto el valor que Dios concede a cada alma, y da a su amor el
carácter de un lazo personal”123 .
La prueba palpable del “celo” de Dios por el alma del hombre,
la demostración fehaciente de su amor podemos encontrarla en el
pesebre de Belén y en la cruz del Calvario. Cristo, uno con el Padre
desde la eternidad de los tiempos, se encarnó en cuerpo humano y
dejóse crucificar voluntariamente en la cruz para redimir a la raza
humana de la culpa que le afligía y trazarnos el camino al cielo, en la
verdad de su Evangelio y en la vida que ofrendó como pago de
nuestras culpas. Es así como el Dios de la Biblia acude en auxilio de
sus criaturas. No les impone condiciones ni les manda hacer
penitencias. Les pide sólo que crean en Su amor, que confíen en el
remedio que ha provisto para salvarles, que acepten el Don que les
envía desde el cielo.
Cristo vino como una respuesta a la angustia humana. Era el
Redentor que necesitábamos los que estábamos mordidos por el
áspid venenoso del pecado. El eminente profesor y sacerdote
húngaro Antal Schütz Sch. P., M iembro de la Academia de Ciencias
de Hungría, dice que “uno de los fenómenos sorprendentes de la
historia de las religiones, es que en el siglo VI antes de Cristo, en
todos los territorios culturales del mundo conocidos a la sazón,
surgieron grandes genios religiosos, que con distintas doctrinas, con
distintos ideales, representaban una sola idea: que toda la vida
religiosa debe reconcentrarse en asegurar la liberación del pecado y
la amistad y unión con Dios. En la China aparecen Lao–tse y su
discípulo Kong–tse, Buda a las orillas del Indo, Zoroastro en
Persia, en la Palestina los grandes profetas con Isaías y M iqueas a
su cabeza, en Grecia las religiones de misterio de Eleusis, de
Demeter, etc... y empiezan a saturar la religión popular, que iba ya
a ras de tierra. Y ellos influyeron principalmente en que los
espíritus que sentían de un modo consciente el anhelo más
profundo de las masas, llegasen a la conclusión, expresada con vigor
por el Prometeo de Esquilo: “No esperes poderte librar de tu
agobio mientras no aparezca un Dios que te sustituya en el dolor,
un Dios que esté dispuesto a bajar por tu amor al reino sin sol del
Hades y a los oscuros abismos del Tártaro” (Prometeo encadenado
1016–20)124 .
Ese anhelo profundo de redención divina se expresa en el grito
trágico del profeta Isaías: “Oh, si rompieses los cielos y
descendieras”125 . Los cielos se rompen y de ellos baja el Redentor
del M undo, el M esías prometido por largos años, el Amado del
Padre. “Cuando vino el cumplimiento del tiempo –dice San Pablo–,
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estábamos bajo la ley, a fin de que recibiésemos
la adopción de hijos”126 . El Dios de la Biblia llega así a la cumbre
de sus revelaciones, a la última y más importante demostración de
su existencia, de su poder y de su amor. El autor de la Epístola a
los hebreos nos dice que “Dios, habiendo hablado muchas veces y
de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en
estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó
heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo”127. El
Dios oculto de los patriarcas y de los profetas se revela ahora en
Cristo. San Juan dice que “A Dios nadie le vio jamás”, pero agrega
seguidamente: “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él
le declaró”128 .
“Esta revelación –comenta Danielou– que en los Sipnópticos
está todavía velada, aparece en San Juan en toda su plenitud. El
Hijo único, distinto del Padre, comparte enteramente su naturaleza
divina: “El Padre y yo somos una misma cosa”. La obra de la
salvación es obra común del Padre y del Hijo: “El Padre ama al Hijo
y le manifiesta todo lo que hace”. El Hijo es enviado por el Padre y
el Hijo realiza la misión que el Padre le ha encomendado; y esta
misión es la de dar a conocer al Padre y comunicar su vida. Pero,
como no forma más que una sola cosa con el Padre, quien le ve a Él
ve al Padre y quien cree en Él tiene la vida eterna. Así, a través de la
misión del Verbo, se pone de manifiesto al mismo tiempo la
Trinidad de Personas y su unidad; la vida eterna, que es la vida
misma de Dios, se avecina en Él al hombre para apoderarse de él y
vivificarle... Es el llamamiento dirigido al hombre por el Padre para
participar en la vida del Hijo por el don del Espíritu Santo”... “El
Padre se complace y ordena, el Hijo opera y crea, el Espíritu
alimenta e incrementa y el hombre camina poco a poco hacia la
perfección” (San Ireneo)129 .
Jesucristo es la revelación definitiva de Dios, “después de la
cual –agrega Danielou– ya no puede haber otras, porque Dios, en el
Verbo, se ha manifestado en toda su plenitud”. Por tanto, nada
pueden decir al hombre moderno las revelaciones o apariciones de
Fátima y de Lourdes. Nada pueden añadir a lo ya revelado. El
mundo no necesita de sus mensajes porque Dios ya ha dicho todo
cuanto tenía que decir. No hemos dudado en transcribir toda esa
relación exhaustiva de citas, algunas de ellas largas, porque nuestra
intención es mostrar al lector que según los autores católicos
romanos más serios, el hombre no necesita para nada lo que puedan
decirle las vírgenes de Lourdes o de Fátima, porque en los
Evangelios tiene la Palabra de Cristo, la revelación del Dios de toda
la Biblia, lo cual es más que suficiente para satisfacer todas las
necesidades espirituales, por muy exigentes que sean.
La superstición que se siente hacia esas apariciones ha de
sustituirse por una fe sencilla y sincera en Cristo. “El que en él cree
no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque
no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”130 .
“La fe religiosa –dice el jesuita alemán Peter Lippert– es
reconocimiento humilde de la divinidad, de la divina belleza,
bienaventuranza, excelsitud de esa realidad a la que se ciñe dicha fe:
la existencia y esencia de Dios, sus decretos, sus obras y sus
promesas. Incluso la fe cristiana no es un mero aceptar algunos
enunciados religiosos, sino que es una afirmación, nacida de lo
íntimo del corazón, en favor de la realidad anunciada, es decir, una
decisión de la voluntad en favor de esa realidad, una veneración,
admiración, ansia de dicha realidad y de la felicidad que de ella se
espera. Siempre es fe de salvación”131 .
En la fe bíblica, que es fe que salva, intervienen dos elementos
principales: el arrepentimiento y la aceptación. La fe que reclama el
Dios de la Biblia no es un creer hoy y olvidar mañana ni un creer
por lo que vea”. La fe que salva no es confiar en tal o cual Virgen ni
asistir a uno u otro santuario; no es aceptar por bueno el mensaje
de una aparecida y divulgarlo creyendo que así estamos haciendo
un bien.
El primer paso de la fe es el arrepentimiento. El alma, desnuda
ante la presencia de Aquél cuyo ojo lo escudriña todo, hace un
examen íntimo y siente tristeza por sus culpas, por todos aquellos
pecados que dañan la moral divina. Es entonces cuando viene el
arrepentimiento, que en el sentido bíblico no significa sentir una
tristeza pasajera por haber ofendido a Dios, sino una renuncia
sincera al pecado, un quebrantamiento del corazón iluminado por el
Santo Espíritu y una confesión abierta, amplia y sincera al Dios
que nos ve en secreto, el cual nos recompensará en público. Cuando
el Apóstol San Pedro predicó su famoso discurso en el nacimiento
del Espíritu Santo, la multitud, convencida de su culpa para con
Dios, preguntó compungida: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”.
Y la respuesta de Pedro fue: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de
vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados”.
Y en otro discurso famoso el Apóstol insistió: “Arrepentíos y
convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”132 .
El segundo paso es la aceptación de la salvación. El
arrepentimiento trae consigo el Don de Dios que es la salvación
eterna. Dios la ofrece gratuitamente en la persona de Su Hijo. Nadie
puede obtenerla, sin embargo, a menos que se haya arrepentido
previamente de sus pecados. Hecho esto, no queda más que aceptar
lo que Dios ofrece gratuitamente y vivir feliz con la salvación de
Dios, ajustando nuestra vida a las demandas divinas tal como se
contienen en la Biblia. Dice el profeta: “A todos los sedientos:
Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid... Buscad a
Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está
cercano. Deje el impío su camino y el hombre inicuo sus
pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él
misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar...
Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados
fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren
rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”133 . Esta
invitación constante de Jehová en el Antiguo Testamento se repite
por Jesús en el Nuevo, llamando al hombre pecador, al peregrino
cansado para depositar toda la carga en sus hombros amorosos:
“No queréis venir a mí para que tengáis vida... Venid a mí todos los
que estéis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi
yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”134 .
Cuando la fe nos ha llevado al arrepentimiento y a la aceptación
de la salvación que Dios ofrece, entonces empezamos a participar
de la naturaleza divina, ahora caída en nosotros a causa del pecado.
Arrepentidos ya, convertidos a Cristo, perdonados de nuestros
pecados y limpios por su sangre, de criaturas de Dios pasamos a
ser hijos de Dios, con todos los derechos y privilegios, con todas
las gloriosas responsabilidades que nos confiere nuestra nueva
naturaleza espiritual. “A todos los que le recibieron, a los que creen
en su nombre, les dio potestad, de ser hechos hijos de Dios...
M irad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos
de Dios... Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado
lo que hemos de ser”135 .
Obrando así, podemos tener la completa seguridad de que
nuestra fe religiosa descansa sobre una roca firme, sobre la Verdad
de Dios que el paso de los siglos y la sucesión de engaños religiosos
no han podido ni podrán borrar jamás. El testimonio de nuestra
propia conciencia cristiana nos dirá que estamos siguiendo las
huellas de Cristo, andando tras las pisadas del M aestro y no por
los senderos tortuosos de la impostura religiosa. Y así, “mirando a
cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el
Espíritu del Señor” y nuestra vida cristiana será “como la luz de la
aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto”136 .
El camino a Dios no pasa por San Sebastián de Garabandal, ni
por Lourdes, ni por Fátima; pasa por Cristo, quien lo trazó con su
propia sangre y por la Biblia, palabra fiel y pura de ese Dios
inmensamente bondadoso.
Notas
1.– Raúl A. Arango. Las Lecciones de Fátima. Santander
1962, pág. 12.
2.– René Pache. L´au–Delà. Iverdón, Suiza 1955, páginas 77–93.
3.– Juan 16:8–9; Romanos 2:14–15, etc.
4.– Deuteronomio 4:5–14 con Exodo 24:3–4; 20 de Timoteo 3:15–
17, etc.
5.– Colosenses 2:18–19; Apocalipsis 19:10; 22:8–9, etc.
6.– Santo Tomás. Compendio de la S uma Teológica. Buenos
Aires 1945, páginas 54–55.
7.– Véanse los relatos de la resurrección en M ateo 28, M arcos 15,
Lucas 24, Juan 19 y 20 y el primer capítulo de los Hechos.
8.– Confróntense los capítulos 9, 22 y 26 de los Hechos de los
Apóstoles.
9.– Véase Vida y Misterios de la Virgen María, por Pedro de
Rivadeneira S. J., M adrid 1926, edición del Apostolado de la
Prensa. El capítulo 10 trata de la Asunción de M aría.
10.– Sir J. F. Davis. China. Tomo 1, páginas 354–355, citado por
Alexander Hislop en The Two Babylons, New York 1945, páginas
125–126.
11.– Vida y Misterios de la Virgen María. Página 181.
12.– 1ª de Tesalonicenses 4:16, versión Nácar–Colunga.
13.– Lucas 16:22 y 23:43. Véase también Apocalipsis 6:10–11;
14:13, etc.
14.– Antonio Royo M arín. Teología de la Perfección Cristiana.
Edición de la BAC, M adrid 1958, página 817.
15.– Puede verse el libro Out of the Laberinth, del ex Bsacerdote
católico L. H. Lehmann, páginas 50–63. En español, entre otros,
¿Existe el Infierno?, de René Pache, traducido por Juan Antonio
M onroy, páginas 70–73.
16.– L´au–Delà, páginas 57–59.
17.– Juan de M aldonado, S. J. Comentarios a los Evangelios,
edición de la BAC, M adrid 1954, tomo II, página 711.
18.– Vicente de M anterola. El S atanismo, Barcelona 1879,
páginas 194–196. Se trata de una serie de conferencias dadas por el
autor en refutación del espiritismo, muy interesantes desde el
punto de vista de las apariciones que aquí tratamos.
19.– Las Lecciones de Fátima. Páginas 3–4.
20.– San M ateo 18:1–11.
21.– San Lucas 15:7 y 10.
22.– C. Barthas, Las Apariciones de Fátima. Barcelona 1955,
página 46.
23.– Ezequiel 18:20.
24.– Romanos 14:2.
25.– Isaías 53:4.
26.– Las Apariciones de Fátima. Páginas 43 y 58.
27.– San Lucas 1:38 y 46–48, versión católica de Bover–Cantera.
28.– San Bernardo, Obras Completas. Edición preparada por
Gregorio Díaz Ramos, O. S. B. para la B.A.C., M adrid 1955,
Tomo II, páginas 1177 y 1181.
29.– M ichel de Saint–Pierre, Bernardette et Lourdes, Bélgica,
página 49.
30.– Isaías 32:2.
31.– M ateo 11:28.
32.– San Juan 14:6.
33.– 1ª de Timoteo 2:5.
34.– Hechos de los Apóstoles 4:12.
35.– 1ª de Juan 2:1–2.
36.– San Agustín, S ermones sobre la Epístola Primera de S an
Juan, comentados por Daniel Ruiz Bueno, C. M . F., M adrid 1946,
páginas 82–83 y 105.
37.– Bernardette et Lourdes, páginas 22, 39 y 44.
38.– Las apariciones de Fátima, páginas 79 y 87.
39.– Luis Gonzaga De Fonseca S. J., Las Maravillas de Fátima,
Séptima edición española, traducción de Facundo Díez S. J.,
Barcelona 1951, página 30.
40.– Joseph Zacchello, Ins and Out of Romanism, Canadá 1950,
pág. 116.
41.– 2ª de Tesalonicenses 1:9.
42.– Véase Luis Boa Domínguez, Lourdes: Ayer y Hoy , Editorial
Sal Terrae, Santander, páginas 14–15.
43.– Las Maravillas de Fátima, páginas 30–31.
44.– Véase Alexander Hislop, The Two Babylons , página 187 y
siguientes.
45.– F. F. Rivas, Curso de Historia Eclesiástica, tercera edición,
M adrid 1905, Tomo III, página 181.
46.– Las Maravillas de Fátima, página 48.
47.– Las Apariciones de Fátima, páginas 22–23.
48.– San M ateo 26:26–28.
49.– San Lucas 22:19 y 10 de Corintios 11:24–26.
50.– Véase la obra del jesuita alemán Hubert Jedin, Breve Historia
de los Concilios, traducida por Alejandro Ros y publicada por
Editorial Erder, Barcelona 1960, página 58. 51.– Juan C. Varetto,
El Evangelio y el Romanismo, Buenos Aires 1953, página 64.
52.– Curso de Historia Eclesiástica, tomo II, página 167.
53.– 1ª de San Pedro 3:21.
54.– Canónigo Joseph Belleney, S ainte Bernardette, París 1937,
página 120.
55.– Las Apariciones de Fátima, páginas 156 y 79.
56.– Así lo afirmó el periodista R. M ontero en el largo artículo que
publicó sobre los acontecimientos de Garabandal en el número
extraordinario del semanario Por Qué, de Barcelona, Octubre de
1961.
57.– Las Lecciones de Fátima, página 18.
58.– Véase Las Maravillas de Fátima, página 380.
59.– Véase Las Apariciones de Fátima, página 156.
60.– Éxodo 20:4–5.
61.– Deuteronomio 4:15–16.
62.– Deuteronomio 27:15.
63.– Curso de Historia Eclesiástica, página 71, Tomo I. En el
mismo tomo pueden verse las páginas 96, 97, 126, 132, 134, 153 y
155 entre otras, donde abundan referencias a la condenación de
imágenes por los cristianos primitivos.
64.– Curso de Historia Eclesiástica, tomo I, páginas 295–296.
65.– Curso de Historia Eclesiástica, tomo I, página 310.
66.– Breve Historia de los Concilios, páginas 40–41.
67.– Curso de Historia Eclesiástica, página 330, tomo I.
68.– Fray Justo Pérez de Urbel, S an Pablo, Ediciones Fax,
M adrid, página 15.
69.– José Barreiro, Vademecum Histórico del Pontificado
Romano, páginas 279 y 361. 70.– Hechos de los Apóstoles 19:23–
28.
71.– Este pasaje procede de un libro raro que poseemos en nuestra
biblioteca particular. No lleva pie de imprenta ni fecha de
publicación. Su título es Carrascón y está escrito en castellano
antiguo. Una nota introductoria dice que su autor fue un tal Tomás
Carrasco, a quien el poeta italiano Lucio Frezza dedicó unos
versos. La nota añade que Tomás Carrasco nació al final del reinado
de Felipe II. Fue fraile en Burgos y estudiante en Artes en el
convento de San Agustín de aquella ciudad. M e ha llamado la
atención una nota en la primera página donde se dice que el libro se
imprime “para bien de España”. ¿Será esto cierto? ¿Desaparecerán
un día las imágenes de España?
72.– Isaías 40:18–20 y San Juan 4:24.
73.– Las Apariciones de Fátima, página 58.
74.– Las Maravillas de Fátima, página 52.
75.– Véase Paul Blanchard, The Fatima Spectacle, en Freedom and
Catholic Power in S pain and Portugal, Nueva York 1962,
páginas 238–240.
76.– Agencia France Presse, 27 Agosto 1963.
77.– Agencia Efe, 29 de Agosto 1963.
78.– Citado en el diario madrileño Ya, 13 Septiembre 1963.
79.– Las Maravillas de Fátima, página 52.
80.– San M ateo 23:9.
81.– Pueden verse los siguientes pasajes del Nuevo Testamento:
Romanos 1:1; Primera de Corintios 1:1; San Lucas 6:13; Hechos de
los Apóstoles 1:20; Primera de Pedro 1:1 y Segunda de Pedro 1:1.
82.– Véase Hechos de los Apóstoles 20:28; Filipenses 1:1; Primera
de Timoteo 5:17; Primera de Pedro 5:1–2; Tito 1:5–
7, etc.
83.– D. Felipe Scio de San M iguel, La S agrada Biblia, comentario
a M ateo 23:9, Tomo I del Nuevo Testamento, página 83.
84.– Véase Freedom and Catholic Power in S pain and
Portugal, página 240.
85.– Las Apariciones de Fátima, página 58.
86.– Jeremías 23:32.
87.– S ainte Bernadette, página 53.
88.– Lourdes Ayer y Hoy, página 14.
89.– R. M ontero, en el semanario Por Qué, Octubre 1961, página
28.
90.– Primer libro de Samuel, 28:14.
91.– San M ateo 17:1–9.
92.– San Lucas 16:19–31.
93.– Las Maravillas de Fátima, página 321, nota.
94.– El S atanismo, página 194.
95.– Teología de la Perfección Cristiana, página 823.
96.– San M ateo 4:23–24.
97.– A. Rendle Short, La Biblia y las Investigaciones Modernas,
Buenos Aires 1945, página 145.
98.– San Juan 12:37.
99.– Véase el libro Jesucristo el S anador, por T. L. Osborn,
publicado en Tulsa, Estados Unidos, sin fecha, que tiene la
desgracia de estar redactado en un castellano malísimo, pecado este
del que adolecen muchas publicaciones castellanas de las Américas.
100.– Santiago 5:15–16.
101.– Santiago 4:3.
102.– Alexis Carrel, La Oración, M adrid 1946, página 26.
103.– Las Apariciones de Fátima, página 79.
104.– Jeremías 33:6; 8–9.
105.– M ás detalles sobre el dios Esculapio pueden verse en Juan B.
Bergua, Mitología Universal, Ediciones Ibérica, M adrid, páginas
223 a 232 y la nota 208 en página 830.
106.– Véase William J. Fielding, S trange S uperstitions and
Magical Practices, Filadelfia 1945, páginas 170 a 181.
107.– Jean Danielou, Dios y Nosotros, traducción de Florentino
Pérez, Ediciones Taurus, M adrid 1957.
108.– Paul Rostenne, La fe de los Ateos , traducción de Enrique
Segovia y José M artínez, Ediciones Fomento de Cultura, Valencia,
página 12.
109.– Claudio Gutiérrez M arín, La Humanidad Arrodillada,
Editorial La Aurora, M éxico 1955, prólogo.
110.– Isaías 3:12.
111.– 1ª Timoteo 2:4.
112.– Enrique López Galuá, Buscando a Dios, Editorial M oret, La
Coruña 1949, página 23.
113.– San Juan 1:18; 4:24; 5:37.
114.– Dios y Nosotros, página 58.
115.– Romanos 11:32.
116.– Antal Schültz, Sch. P., Dios en la Historia, Ediciones
Studium, traducción del Dr. Antonio Sancho, Argentina 1949,
página 159.
117.– Dios y nosotros, páginas 77, 78 y 80.
118.– Isaías 42:8; 48:11.
119.– Salmo 115:1–8.
120.– Hebreos 11:27.
121.– C. H. M ., Estudios sobre el libro del Éxodo, Grant
Publishing House, Los Ángeles, California, 1929, páginas 289–290.
122.– Éxodo 20:5 y 34:14.
123.– Dios y Nosotros, página 100.
124.– Dios en la Historia, páginas 159–160.
125.– Isaías 64:1.
126.– Gálatas 4:4–5.
127.– Hebreos 1:1–2.
128.– San Juan 1:18.
129.– Dios y Nosotros, páginas 120, 114 y 116.
130.– San Juan 3:18.
131.– Peter Lippert, De lo Finito a lo Infinito, página 132.
132.– Hechos de los Apóstoles 2:37–38 y 3:19.
133.– Isaías 55:1, 6–7 y 1:18.
134.– San Juan 5:40 y San M ateo 11:28–29.
135.– San Juan 1:12 y 10 de San Juan 3:1–2.
136.– 2ª de Corintios 3:18 y Proverbios 4:18.

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