Ejemplo Ensayo Narrativo Alvaro Aguilar

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Examen Parcial de Expresión Escrita 2014-2

Aguilar Agreda, Alvaro Augusto

Sección 307

Después de caminar cinco cuadras, llego por fin al gimnasio.


Empujo la oxidada puerta de vidrio que le da una terrible
apariencia al lugar y, a pesar de haber inhalado un maloliente
aroma al entrar, saludo a la recepcionista con sosiego y al
trainer con firmeza, demostrando, como siempre, que hoy me voy a
sacar la mierda entrenando. Elijo un par de mancuernas -las
máquinas son para maricas-, estiro los bíceps inhalando una vez
más esa hedionda mezcla de hongos y sudor y admiro mis tatuajes en
un espejo chispeado con saliva seca. La música, que ensordece mis
oídos, me libra de todo indeseable quejido distractor, que me
excita si es de mujer, o me entorpece si es de hombre.

En mis últimas repeticiones, con los bíceps a punto de estallar,


veo pasar a Ángel: un hombre de proporciones inhumanas que de
ángel no tiene un carajo; se dirige a la máquina de bench press,
coloca discos de veinte kilogramos a los lados como si fueran
esponjas y, ahora, yo soy el marica. Observo y envidio su fuerza,
el tamaño de sus músculos y la facilidad con la que causa envidia.
Levanta la barra –apenas visible- mientras su pecho se infla como
el de un gorila. Miro al espejo nuevamente y veo un patético,
escuálido y sudoroso ser con stickers impregnados eternamente en
la piel.

“No te pinches, maceta. Si no le piensas dedicar tu vida entera,


no lo hagas”, responde Jahn Carlos, el trainer del gimnasio,
negándome la venta de esteroides mientras me cuenta experiencias
catastróficas y ridículas de jóvenes que han ciclado de manera
errónea.

Me gustaría decir que Jahn Carlos está equivocado, pero no lo está


del todo. En un ciclo de anabólicos los fármacos son evidentemente
indispensables; sin embargo, no son todo lo necesario para
conseguir los resultados anhelados. El pincharse –como dice Jahn-
necesita estar acompañado de una dieta grameada y costosa, con
horas de comida inamovibles, así como horas de sueño. No fiestas,
no drogas, no sexo –como consecuencia de la reducción testicular-;
yo, un universitario, no podría cumplir ninguna de esas
exigencias, no como Ángel, cuyo cuerpo es parte de su profesión.
“Logro mis metas porque tengo el apoyo de quienes me rodean, solo
no podría…”, dijo Ángel mientras hablábamos de fisicoculturismo, y
eso es bastante cierto, yo no conseguiría una alimentación así a
menos que les diga a mis padres, y ni cagando les menciono la
palabra “esteroides”: sus profecías de tener un hijo vigoréxico se
cumplirían e intensificarían mi terapia psicológica.

Ocurre que últimamente la “pichicata” –jerga peruana para los


Esteroides Anabólicos Androgénicos- es mal vista y criticada por
bastante gente, sobre todo por adultos de mentalidad retrógrada –
como mis padres- y por adolescentes de cuerpos flácidos que nunca
han pisado un gimnasio en su vida, ambos grupos completamente
ignorantes del tema; soy testigo de ello. Estas personas comparten
un mismo punto de vista: “Los anabólicos son drogas usadas por
fisicoculturistas profesionales o por adolescentes con problemas
de autoestima”.

No se puede negar –no por completo- aquel pensamiento, yo no


podría hacerlo así quisiera. Sí, los esteroides,
desafortunadamente, han caído en manos de adolescentes con
problemas de autoestima, quienes, condenados a la vigorexia,
adolecen de manera impaciente músculos tonificados para atraer las
miradas de niñas en tacones y putifalda, pintadas con cantidades
desmesuradas de maquillaje para cubrir el acné. Y es la
desagradable existencia de estos jóvenes la causante de la mayoría
de críticas.

“Te vas a cagar el cuerpo, huevón, ¿te pones fuerte y cuerpón para
conseguir flacas y luego piensas en pincharte? ¿Todo esto para
qué? Se te va a morir la otra cabeza y ya no ganas nada”, me dice
Sergio, un amigo dedicado tanto al gimnasio como yo, cuando le
menciono que tal vez, en algún futuro, me engría con un ciclo de
esteroides. Claramente una reacción prepotente que evidencia su
falta de conocimiento sobre el tema, pero no lo culpo, siempre
lleva consigo la actitud temerosa y salvaguardista que el colegio
nos quiso implantar. Además, cuando digo “algún futuro”, no es uno
cercano; antes de llegar a la adultez uno no necesita esteroides,
pues en la juventud se produce gran cantidad de testosterona.

“Se te va a morir la otra cabeza y ya no ganas nada”. Esa pequeña


oración resuena entre mis pensamientos una y otra vez; y es que la
atrofia testicular es el efecto colateral más famoso en cuanto al
uso de anabólicos, basta con ver una competencia de
fisicoculturismo y apreciar las pequeñas tanguitas multicolor que
usan los competidores, donde el orgullo de todo hombre es apenas
visible. Al ingresar cierta cantidad de testosterona exógena en el
cuerpo –efecto de los esteroides-, los testículos dejan de
producir dicha hormona y se reducen, esperando el absolutamente
necesario postciclo. Pero eso no es todo, si bien la atrofia
testicular es la consecuencia más conocida del uso erróneo o
excesivo de esteroides, no es la única.

Se me hace imposible no ahogar una risa cuando, en el


antihigiénico bebedero del gimnasio, me topo con un auténtico
tanque: un joven de espalda envidiable, trapecios prominentes,
brazos ridículamente anchos, pantorrillas de maratonista y –por
alguna “extraña” razón- senos de embarazada. Este cómico ser
humano, que de seguro también es impotente, o tuvo un mal
asesoramiento en su ciclo o –lo que es más probable- fue muy
imbécil, omitiendo el postciclo de fármacos. Su extraño perfil se
debe a que el uso de esteroides, además de aumentar la
testosterona temporalmente, oprime la producción de estrógeno, y
sin un postciclo adecuado, el poco estrógeno rebotará, acompañado
de glúteos, caderas y senos.

Dirán que no debería mencionar casos de fracaso en este ensayo,


donde con mis ejemplos he demostrado la letalidad de los
anabólicos y, al mismo tiempo, he contradicho mi postura… no es
así. Además de Ángel, conozco –y ustedes también- personas que han
ciclado de manera eficaz, efecto de un buen asesoramiento y
dedicación; sin embargo, es tan eficaz que pasan desapercibidas y
lo callan, no porque consideren haber cometido una aberración,
sino porque son conscientes de los prejuicios.

“Cállate, concha tu madre… perdón, cumple tu palabra, hermano, no


digas nada, tú sabes cómo es la gente”, me dijo N, un amigo de la
infancia, cuando me confió uno de sus más íntimos secretos.
“Tranquilo, huevón, por ahí me pasas el dato”, le contesto,
aliviando su preocupación con unas sonrisas -ambos sabemos que es
broma.

Por ahora seguiré entrenando como lo llevo haciendo desde hace dos
años: admirando -dentro de mi envidia- los cuerpos colosales que
deambulan el gimnasio, reventando mis bíceps dos veces por semana,
y esperando a que el tiempo elimine las impacientes escorias de
testículos atrofiados. Quizá llegue el día en que tenga tiempo y
dinero para ciclar, aún no lo sé; pero de algo estoy seguro: si
las cosas siguen así, nadie se enterará.

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