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EL MOVIMIENTO EDUCATIVO EN LOS ESTADOS UNIDOS

DE COLOMBIA, 1863-1886.
UNA MIRADA A TRAVÉS DE LA PARTICIPACIÓN
DE LAS ASOCIACIONES VOLUNTARIAS

JULIANA JARAMILLO JARAMILLO

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA


FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS Y ECONÓMICAS
ESCUELA DE HISTORIA
MEDELLÍN, COLOMBIA
2013

 
EL MOVIMIENTO EDUCATIVO EN LOS ESTADOS UNIDOS
DE COLOMBIA, 1863-1886.
UNA MIRADA A TRAVÉS DE LA PARTICIPACIÓN
DE LAS ASOCIACIONES VOLUNTARIAS

JULIANA JARAMILLO JARAMILLO

Tesis presentada como requisito parcial para optar al título de

Magister en Historia

Director

Luis Javier Ortiz Mesa

Doctor en Historia

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA


SEDE MEDELLÍN
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS Y ECONÓMICAS
ESCUELA DE HISTORIA
MEDELLÍN, COLOMBIA
2013

 
AGRADECIMIENTOS

Este trabajo es el resultado de una investigación que tuvo inicio a comienzos del 2011.
Durante poco más dos años, ella se nutrió de las clases a las que asistí durante mis estudios
de maestría en la Universidad Nacional, de los aportes de varios de mis profesores y de las
conversaciones que sostuve con amigos y compañeros de estudio. Desde el principio pude
contar con la colaboración y el apoyo de varias personas e instituciones con las que me
siento agradecida.

Quisiera en primer lugar expresar mis agradecimientos al profesor Luis Javier Ortiz Mesa,
por haber aceptado dirigir esta tesis, por el interés que puso en mi trabajo y por la
disposición que siempre mostró para atender mis preguntas, corregir mis ensayos y
sugerirme visiones más matizadas y ricas de los problemas de la historia. Este trabajo debe
mucho a su apoyo, a su generosidad y al aliento que siempre recibí de él para seguir
“padelante”. Quiero agradecer a la Universidad Nacional y a los profesores que desde hace
siete años han estado contribuyendo a mi formación como historiadora. También a la
Universidad Nacional y a Colciencias con su programa Jóvenes Investigadores e
Innovadores, debo agradecer el apoyo económico que dieron a esta investigación.
Agradezco asimismo a las instituciones en las que llevé a cabo mis consultas bibliográficas:
a las Universidades de Antioquia y EAFIT, al Archivo Histórico de Antioquia, al Archivo
General de la Nación, a la Biblioteca Luis Ángel Arango y, sobre todo, a la Biblioteca
Nacional de Colombia. En todas ellas encontré personas dispuestas a colaborarme y
facilitarme la información que buscaba. Quiero agradecer por último a Adrián Alzate, por
su compañía y apoyo desde la distancia y, especialmente, por tantas conversaciones
sostenidas a lo largo de cinco años. A mi padre doy gracias por su confianza, su aliento y
por creer en mis estudios, y a mi hermano Carlos, porque su recuerdo me llenó siempre de
fuerzas para continuar; a él quiero dedicar este trabajo.

 
RESUMEN

Título
El movimiento educativo en los Estados Unidos de Colombia, 1863-1886. Una mirada a
través de la participación de las asociaciones voluntarias.

Palabras claves
Historia de la educación, Asociaciones voluntarias, Colombia siglo XIX, Prácticas
benéficas

Descripción
Uno de los desafíos actuales de la historiografía educativa en Colombia consiste en superar
su tradicional enfoque centrado en el Estado, en aras de atender al papel que otros actores
sociales desempeñaron en el campo de la educación. El presente trabajo busca contribuir a
esta cuestión examinando la participación que tuvieron algunas asociaciones voluntarias en
la vida educativa colombiana durante las décadas de 1860 a 1880. Estas formas de
organización, en las que participaron individuos de procedencias sociales diversas,
impulsaron iniciativas pedagógicas que incidieron de manera importante en el devenir
educativo del país. Así, partiendo principalmente de una revisión de publicaciones
periódicas surgidas en el marco temporal mencionado, además de otras fuentes
documentales, en este trabajo se hace un seguimiento a las organizaciones asociativas que
existieron en la época y se examina, particularmente, la participación que aquellas tomaron
en los procesos educativos. De esta manera, se espera que este trabajo pueda contribuir a
una comprensión más rica, complementaria y equilibrada de la historia de la educación
colombiana.
 

 
5

ABSTRACT

Title
The educational movement in the United States of Colombia, 1863-1886. A look through the
participation of voluntary associations

Key words
History of Education, Voluntary Associations, Nineteenth-Century Colombia, Philanthropic
Practices

Description
One of the current challenges of Colombian educational historiography is to overcome the
traditional state-centered approach, in order to address the role played by other actors in the
field of education. This work seeks to contribute to this issue by examining the participation
that some volunteer associations had in the educational life of Colombia during the period
from 1860-1880. These type of organizations, which drew contributors from diverse
backgrounds, promoted educational initiatives that affected significantly the country's
educational future. Based primarily on a press review, and other documentary sources, this
work follows the track of some associative organizations that existed at the time mentioned
and examines, in particularly, the participation that they had in educational processes. Thus,
understanding the role played by voluntary organizations, this work looks forward to
contribute to a richer and a more complementary and balanced understanding of the history
of Colombian education.

 
6

CONTENIDO

Pág.
INTRODUCCIÓN 8

CAPÍTULO I. LA EDUCACIÓN EN LOS ESTADOS UNIDOS


DE COLOMBIA. CARACTERÍSTICAS, ANTECEDENTES
Y PROBLEMAS 18
1.1 Aproximación al movimiento educativo en los Estados Unidos de Colombia 14
1.2 La ilusión educativa y la demanda pública por educación 27
1.3 La cuestión educativa: los gobiernos, la sociedad y el clero 36
1.4 Mercado cultural y oferta laboral 45

CAPÍTULO II. LA PRÁCTICA ASOCIATIVA. ANTECEDENTES,


PANORAMA GENERAL Y ASPECTOS CARACTERÍSTICOS
DE LOS FENÓMENOS ASOCIATIVOS DEL SIGLO XIX 53
2.1 La fórmula asociativa y la búsqueda de objetivos educativos 53
2.2 La política, la religión y la asistencia social:
otros frentes de actuación 67
2.3 Dimensión y distribución del movimiento asociativo
en los Estados Unidos de Colombia 78

CAPÍTULO III. LOS ACTORES. IDEARIOS, MOTIVACIONES


E INTERESES 90
3.1 Entre el patriotismo y la caridad: la acción “desinteresada”
y “voluntariosa” 90
3.2 Reconocimientos, estímulos y recompensas: la acción “interesada” 107

CAPÍTULO IV. LA ACTIVIDAD EDUCATIVA DE LAS ASOCIACIONES


VOLUNTARIAS. AUXILIAR, COMPLEMENTAR Y DISENTIR 118
4.1 Gobiernos y asociaciones. cooperación y auxilios mutuos 118
4.2 Labores complementarias: otros sujetos, prácticas, contenidos
y espacios de instrucción 133
4.3 Oponer y proponer. las asociaciones en contravía de la política
educativa oficial 153

CONSIDERACIONES FINALES 176


ANEXOS 184
BIBLIOGRAFÍA 187  

 
7

Ya pasaron los tiempos en que los Jefes municipales se


ocupaban en matar perros. Buena es la policía, bueno que
no hayan perros, ni marranos, ni burros, ni vagos por las
calles de la ciudad; pero hemos llegado al gran tiempo de
LA CUESTIÓN-CUESTIÓN. La cuestión de preferencia y la
que va a la vanguardia del mundo civilizado, es ESTA:
INSTRUCCIÓN PÚBLICA
(Museo Literario, Bogotá, núm. 12, 20 de marzo de 1871)

 
8

INTRODUCCIÓN

En la historia de Colombia del siglo XIX, el periodo federal que comprendió los años de
1863 a 1886 ha sido conocido como la edad dorada de la educación colombiana. Durante
estos años, el gobierno en manos del partido liberal puso en marcha la que era hasta entonces
la política de instrucción pública más ambiciosa que se hubiera impulsado en el país. La ley
66 de 1867 que dispuso la creación de la Universidad Nacional y el Decreto orgánico de
1870 que declaró la obligatoriedad y gratuidad de la instrucción primaria organizándola bajo
un sistema uniforme y centralizado, fueron los dos pilares del proyecto mediante el cual se
buscó mejorar los niveles educativos de la nación. La urgencia de afrontar una tasa de
analfabetismo que se estimaba superior al 90% de la población, llevó a que los esfuerzos del
gobierno se concentraran, más que en los estudios universitarios, en las escuelas primarias y
en las escuelas normales destinadas a formar maestros para la instrucción elemental. Fue su
principal objetivo asegurar a las generaciones más jóvenes las habilidades básicas de lectura
y escritura.

El crecimiento educativo que se dio en este periodo justifica de cierto modo el pomposo
título de “edad dorada” que algunos hombres le atribuyeron. Entre los años de 1870 y 1874,
la población estudiantil aumentó más del doble al pasar de 32 mil a poco más de 80 mil
alumnos matriculados en las escuelas públicas y privadas. Estas cifras, en relación con el
total de niños y niñas en edad escolar (entre los 7 y 15 años aprox.), equivalían al 5,7% y al
18%, respectivamente.1 En 1876 se registraron 327 escuelas más respecto a las que existían
en 1872, esto es, 1.649 frente a 1.319. Adicionalmente, se establecieron 20 escuelas
normales para la formación de maestros y maestras donde antes no había ninguna.2 Estas
alentadoras cifras fueron el resultado no sólo de la activa gestión educativa del gobierno
central y los gobiernos de los Estados federales, algunos como el de Antioquia y el del
Tolima en manos de los conservadores,3 sino también de los esfuerzos provenientes de la
iniciativa privada y de la Iglesia católica. Particulares y curas participaron y aportaron
                                                                                                               
1
cf. Frank Safford, El ideal de lo práctico, el desafío de formar una élite técnica y empresarial en Colombia,
Bogotá, El Áncora editores, 1989, pp. 54, 83-84; Jane Meyer Rausch, La educación durante el federalismo. La
reforma escolar de 1870, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, Universidad Pedagógica Nacional, 1993, p. 79.
2
J. Rausch, Ibíd., p. 169.
3
Es importante señalar que antes de que el Gobierno de la Unión hubiera puesto en marcha su proyecto de
instrucción pública en 1870, ya otros Estados como Antioquia y Santander habían dado comienzo a reformas
en este sentido. En Antioquia, particularmente, el crecimiento escolar fue muy alto, habiendo sido de hecho el
Estado con mayor proporción de alumnos y escuelas del país. Así, por ejemplo, del total de 1.649 escuelas que
había para 1876, 409 de ellas (el 24,8%) estuvieron ubicadas en este Estado. Le seguía Cundinamarca con 340
escuelas (20,6%) y Santander con 253 (15,3%). Para ampliar esta información véase el libro citado de Jane
Rausch, particularmente el cuadro “Comparación entre el número de escuelas primarias y de estudiantes en
1872 y 1876”, p. 169.

 
9

también al movimiento educativo de la época, abriendo sus propias escuelas o apoyando la


labor instruccionista de las autoridades civiles.

La guerra civil de 1885 que enfrentó a las facciones radical e independiente del liberalismo,
saliendo victoriosa esta última, puso fin al régimen federal de los Estados Unidos de
Colombia y dio comienzo a una nueva organización política y administrativa del país. Bajo
el nuevo régimen de la “Regeneración”, como se le llamó, el país se constituyó como una
república unitaria y centralista. Las élites liberales, que en la década del setenta habían
abanderado el proyecto de instrucción pública, quedaron relegadas ante el ascenso de los
conservadores y la nueva política de corte tradicionalista y procatólico que éstos lideraron.

Dichos cambios supusieron también el fin de la “edad dorada”. La educación dejó de ser el
centro de la agenda política del gobierno y de ser también uno de los principales temas de
atención de la opinión pública. La expansión escolar no se detuvo en los años siguientes,
pero el menor estímulo que recibió hizo que el crecimiento y los avances fueran más lentos y
no siempre a la par con el rápido crecimiento demográfico del país.4 Para 1912 la tasa de
analfabetismo seguía siendo muy alta, del 83% según el censo nacional de aquel año. El
nivel de escolaridad tampoco era alentador, con una tasa del 30% sobre el total de niños en
edad escolar.5 Esto significa que en cerca de medio siglo esta tasa sólo tuvo un aumento de
12 puntos respecto a la que se registró para el año de 1874 (18%). El hecho de que un
aumento similar (de 12,3 puntos) se hubiera producido durante el corto periodo de 1870 a
1874, es revelador del menor impulso que caracterizó a la educación en los años posteriores
a las reformas del sesenta y setenta.

Aunque es innegable el impacto positivo que tuvo el Estado sobre el desarrollo educativo del
país en el siglo XIX, tal vez pueda parecer un asunto exagerado en sus dimensiones, el papel
que en dicho campo se le suele atribuir en la historiografía nacional. Buena parte de los
trabajos sobre la historia de la educación de esta época, tienden a ligar estrechamente el
avance educativo en el país con las políticas y reformas que en distintos momentos pusieron
en marcha los gobiernos. El Plan de Estudios de 1826 del General Francisco de Paula
Santander, la reforma educativa de Mariano Ospina Rodríguez de 1842-1844 y el proyecto
instruccionista que adelantaron los liberales radicales en 1867-1870, aparecen como los
                                                                                                               
4
Robert Vincent Farrell, “The Catholic Church and Colombian Education: 1886-1930, in Search of a
Tradition”, Ph. D. thesis, Nueva York, Columbia University, 1974, pp. 249-250.
5
Aline Helg, La educación en Colombia: 1918-1957. Una historia social, económica y política, Bogotá,
Universidad Pedagógica Nacional, Plaza & Janés Editores, 2001, pp. 35-37. Para una comparación de las tasas
de alfabetismo y escolarización entre varios países de Hispanoamérica véase el estudio de Carlos Newland, “La
educación elemental en Hispanoamérica: Desde la independencia hasta la centralización de los sistemas
educativos nacionales”, The Hispanic American Historical Review, Duke University Press, vol. 71, núm. 2,
mayo 1991, pp. 335-364, especialmente pp. 358-360.

 
10

grandes protagonistas de estas historias. Si la educación avanzó fue por el voluntarismo de


estos gobiernos y de sus principales líderes. Tal es más o menos la visión tradicional que la
historiografía suele presentar. Entre tanto, los periodos de tiempo que precedieron y
sucedieron a estas tres grandes reformas permanecen muy poco explorados, lo mismo sucede
respecto al tema de la educación privada, al que poco se ha atendido más allá de las breves
menciones que se hacen en las estadísticas sobre el número de escuelas no oficiales.

La anterior interpretación, si bien puede soportarse sobre cifras y cálculos que demuestran el
efecto positivo de la gestión oficial sobre la educación, deja de todas maneras algunos cabos
sueltos. ¿Cómo, por ejemplo, se explica que la cifra de cerca de 27 mil estudiantes que
registraba el Ministro del Interior en su memoria al Congreso de 1844,6 se hubiera sostenido
e incluso aumentado un poco hasta alcanzar en 1870 los 32 mil estudiantes, cuando se
plantea que la llegada de los liberales al poder hacia mediados del siglo, puso fin a la
reforma educativa de Ospina Rodríguez y trajo consigo un periodo de no-intervencionismo
del Estado en el ramo de la instrucción? O bien, ¿Por qué la tendencia de crecimiento
educativo se mantuvo a lo largo del siglo XIX a pesar de que no hubo una política oficial
continua y consistente en el ramo educativo?

La respuesta podría estar en la sociedad. La centralidad que se ha dado al Estado y al


conjunto de reformas, leyes y proyectos oficiales en los estudios sobre la educación, no sólo
ha impedido avanzar hacia una mirada de largo alcance sobre la historia educativa, sino que
también ha llevado a desconocer el papel jugado por la población en dicho campo. El
problema de este enfoque, como planteara Renán Silva, es que “impide observar de qué
manera hay corrientes que ‘suben’ de la sociedad hacia el Estado”;7 es decir, cómo la
población a través de las demandas por instrucción que elevaba a las autoridades, así como
por las propias iniciativas que adelantaba, se convirtió también en una fuerza impulsadora de
desarrollos educativos.

En efecto, la gestión educativa de los gobiernos estuvo a menudo precedida y acompañada


por la acción de los particulares. No es raro, por ejemplo, constatar en la documentación el
hecho de que detrás de una ley en la que se disponía la creación de una escuela estuviera la

                                                                                                               
6
Jaime Jaramillo Uribe, “El proceso de la educación, del Virreinato a la época contemporánea”, Manual de
historia de Colombia, Bogotá, Procultura, 1984, tomo III, p. 262.
7
Renán Silva, “Alfabetización, cultura y sociedad, la experiencia del siglo XVIII en el Virreinato de Nueva
Granada”, Historia Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, nov., 2008, p. 39. En este trabajo el autor hace
un recorrido por las nuevas propuestas metodológicas y analíticas que hacia la década del setenta impulsaron
una renovación de los estudios históricos sobre el tema de la alfabetización y la cultura escrita. Partiendo de
algunas de esas propuestas, Silva realiza un acercamiento al estudio de dicha temática dentro del contexto del
Nuevo Reino de Granada.

 
11

solicitud de padres de familia de un poblado x, “suplicando” a las autoridades el debido


permiso para establecerla o los recursos para hacerlo. En las ciudades, pueblos y hasta en las
más pequeñas aldeas se fundaron escuelas privadas al lado de las escuelas oficiales. Los
particulares donaron su tiempo, su trabajo y sus recursos para propósitos tan distintos como
construir el local donde se establecería la escuela, dotar con textos de enseñanza y material
pedagógico a los alumnos, cubrir los sueldos de los maestros y servir en las labores de
inspección y administración escolar. En síntesis, trabajaron para hacer posible la enseñanza
allí donde la acción oficial era insuficiente y en ocasiones, inclusive, no iba más allá de la
simple disposición consignada en un papel, y expedida por autoridades que de esta forma
creían ver cumplido su “deber sagrado” de fomentar la instrucción. De modo que, sin duda,
el mayor o menor interés que la búsqueda de objetivos educativos pudiera despertar entre la
población, se constituyó en factor clave para su desarrollo. Más que las leyes de los
gobiernos, era este interés el que marcaba finalmente la diferencia.

En el transcurso del siglo XIX, la población se consolidó como una fuerza que presionó
sobre las autoridades para poner en acción reformas en el campo de la instrucción, que
coadyuvó a la función educativa de los gobiernos y que al mismo tiempo llevó a cabo sus
propias iniciativas y estrategias pedagógicas para satisfacer sus necesidades de instrucción.
Explorar algunos aspectos de lo que fue esa participación de la sociedad en la educación, es
lo que el presente trabajo se propone hacer a partir del estudio de las asociaciones
voluntarias y, particularmente, de analizar la manera cómo a través de su participación en
estas formas de organización y actuación colectiva de la vida pública, distintos individuos se
involucraron y jugaron un rol activo en los procesos educativos que tuvieron lugar en el
periodo federal de los Estados Unidos de Colombia, entre 1863 y 1886.

El impulso que durante estos años tomó la instrucción, la centralidad que adquirió la
“cuestión educativa” en la opinión pública y el interés y entusiasmo que en múltiples
sectores sociales, suscitaron la educación y otros temas asociados a la vida cultural e
intelectual, hacen de la época federal un marco temporal particularmente importante para
explorar el problema de la relación entre sociedad y educación.

Dentro de la historiografía sobre la educación, el federalismo ha sido de hecho uno de los


periodos más estudiados. Sobre la reforma de la instrucción primaria de 1870 existe
particularmente una abundante bibliografía. Después del trabajo emblemático de la
historiadora norteamericana Jane Rausch, La educación durante el federalismo. La reforma
escolar de 1870, donde la autora ofrece una visión de conjunto y a escala nacional sobre la
reforma; 8 se encuentran los numerosos estudios que han abordado este mismo tema
                                                                                                               
8
J. Rausch, La educación durante el federalismo, Óp. cit.

 
12

partiendo de una dimensión regional. Son, por ejemplo, los trabajos que para el caso de
Boyacá (Estado Soberano de Boyacá) realizaron Miryam Báez, La educación radical en
Boyacá: fundamento social y político y María V. Dotor, La instrucción pública en el Estado
Soberano de Boyacá 1870-1876;9 para el Tolima, Jairo Ramírez Bahamón, “Vicisitudes de la
utopía escolar del radicalismo en el Tolima (1863-1886)”;10 para el Estado de Magdalena, el
trabajo de varios autores titulado Educación y cultura en el Estado soberano del Magdalena
(1857-1886);11 entre los otros estudios que podrían mencionarse para los casos de los demás
Estados (Antioquia, Cauca, Bolívar, Santander, Cundinamarca y Panamá) en que estuvo
dividido el país durante el régimen federal.

Aunque se ocupan de contextos distintos, los anteriores trabajos coinciden en el enfoque


institucional, en su atención a la legislación y en varias de las cuestiones que abordan al
analizar la reforma. Cuestiones como la relación entre educación y modernización, el
conflicto entre el Estado y la Iglesia por el control de la instrucción pública, el papel de las
escuelas en la formación de ciudadanos, el debate político que suscitó la reforma y la
reacción que produjo la cuestión de la laicidad de la enseñanza en la Iglesia y sectores
tradicionalistas, son, entre otros, algunos de los temas en los que convergen los trabajos
mencionados.

Otro grupo representativo de la bibliografía sobre este tema, lo constituyen los estudios que
han tenido por orientación principal abordar la educación desde el enfoque de la pedagogía.
Estos trabajos atienden a aspectos como los planes de estudio, los métodos de enseñanza y
los textos escolares, para analizar los discursos, los modelos y las prácticas pedagógicas, y su
transformación histórica. Varios de los trabajos relizados dentro de esta corriente, son de
investigadores que han participado en el grupo Historia de la práctica pedagógica en
Colombia, organizado en el país desde 1975.12

                                                                                                               
9
M. Báez Osorio, La educación radical en Boyacá: fundamento social y político, Tunja, Academia Boyacense
de Historia, 1997; M. V. Dotor Robayo, La instrucción pública en el Estado soberano de Boyacá 1870-1876,
Bogotá, Ministerio de Cultura, 2002.
10
Jairo Ramírez Bahamón, “Vicisitudes de la utopía escolar del radicalismo en el Tolima (1863-1886), Bulletin
de I’Institut Français d’Études Andines, Perú, IFEA, vol. 28, núm. 3, 1999, pp. 331-343.
11
Luis Alarcón Meneses, Jorge Conde Calderón y Adriana Santos, Educación y cultura en el Estado Soberano
del Magdalena (1857-1886), Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2002.
12
Algunos de esos trabajos relativos al periodo federal son: Olga Lucía Zuluaga de E., Colombia: dos modelos
de su práctica pedagógica durante el siglo XIX, Medellín, Universidad de Antioquia, 1979; Jesús A. Echeverry
Sánchez, “Del Radicalismo a la Regeneración, 1863-1886. Los avatares del maestro”, Educación y Cultura,
Bogotá, FECODE, núm. 9, sept. 1986, pp. 40-49; y Óscar Saldarriaga Vélez, "La apropiación de la pedagogía
Pestalozziana en Colombia, 1845-1930”, en: AA.VV., Maestros pedagogos un diálogo con el presente,
Medellín, s. n., 1998, pp. 47-71.

 
13

Por último, habría que mencionar también los trabajos que abordan la reforma educativa
desde una perspectiva de historia política y social, atendiendo al papel que ella jugó dentro
del proceso de construcción del Estado nacional y, en esta óptica, dentro de la confrontación
que se desarrolló entre sectores liberales y conservadores en torno al problema de la
definición ideológica de la nación. De este grupo forman parte los trabajos de Gilberto
Loaiza Cano, “El maestro de escuela o el ideal liberal de ciudadano en la reforma educativa
de 1870”, Patricia Cardona, La nación de papel: textos escolares, lecturas y política.
Estados Unidos de Colombia, 1870-1876, y Jorge E. González, Legitimidad y cultura.
Educación, cultura y política en los Estados Unidos de Colombia, 1863-1886.13

Se trata entonces de un campo de estudio que ha sido no sólo bastante popular entre los
historiadores de la educación, sino también entre quienes se han interesado por temas
relacionados con la historia política del siglo XIX. Al proponernos en este trabajo abordar la
educación desde el punto de vista de las asociaciones voluntarias y de su papel en los
fenómenos educativos de la época federal, esperamos hacer una contribución a dicho campo
de estudio poniendo el acento en una dimensión que hasta ahora ha sido poco explorada,
como tal es la de los actores sociales: los individuos y grupos que se constituyeron como
agentes educativos. De este modo, este trabajo busca ofrecer una mirada diferente sobre una
temática cuya bibliografía es extensa, pero, en numerosos casos, suele ser repetitiva y caer
en no pocos “lugares comunes”, lo cual sin duda tiene mucho que ver con el hecho de que
los enfoques, los problemas, las fuentes y las opciones metodológicas que la han
caracterizado, tienden a no variar significativamente entre unos trabajos y otros.

Ahora bien, lo anterior no sólo es válido para los estudios sobre el periodo federal sino en
general para la historiografía que se ha producido en el país sobre el tema de la educación.
En efecto, dentro del campo historiográfico colombiano, con algunas excepciones, no han
tenido mayor incidencia las nuevas propuestas de análisis, de método y de enfoque que
desde hace varios años permitieron la renovación de los estudios sobre la educación en otros
países. El trabajo, pionero en este sentido, de los historiadores franceses François Furet y
Jacques Ozouf, Lire et écrire: L’alphabétisation des français de Calvin à Jules Ferry,14
estudio que se remonta a los años setenta, y los trabajos que en el marco de la historiografía
                                                                                                               
13
G. Loaiza Cano, “El maestro de escuela o el ideal liberal de ciudadano en la reforma educativa de 1870”,
Historia Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, núm. 34, jul.-dic., 2007, pp. 62-91; Patricia Cardona, La
nación de papel: textos escolares, lecturas y política. Estados Unidos de Colombia, 1870-1876, Medellín,
EAFIT, 2007; Jorge Enrique González, Legitimidad y cultura. Educación, cultura y política en los Estados
Unidos de Colombia, 1863-1886, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2005.
14
Se dispuso de la edición en inglés de este libro: Reading and writing: Literacy in France from Calvin to Jules
Ferry, Cambridge, Cambridge University Press, Maison des Sciences de l’Homme, 1982. La edición original
se publicó en Francia en 1977. Véase también de J. Ozouf: “Le peuple et l’école: note sur la demande populaire
d’instruction en France au XIX siècle”, en: A.A. V.V., Mélanges d'histoire sociale offerts à Jean Maitron, Les
Editions ouvrières, París, 1976, pp. 167-176.

 
14

hispanoamericana realizaron investigadores como Pilar Gonzalbo Aizpuru y Sol Serrano,15


han contribuido a configurar una visión más compleja y matizada de la historia educativa,
diferente a la visión tradicional que tiende a representarla como un proceso lineal y
ascendente centrado en el Estado. En sus trabajos, estos autores proponen comprender la
educación como un proceso social y cultural complejo, antes que como un fenómeno
meramente institucional. Y privilegian un examen de los procesos educativos en función de
los individuos y sus horizontes culturales y mentales, antes que en relación con las leyes, las
instituciones y la política estatal. En este sentido, atribuyen a la sociedad, o le “devuelven”
como señalaran Furet y Ozouf, el crédito principal sobre la transformación educativa.16

Este trabajo se inspira en la anterior propuesta. Hemos querido descender la mirada hacia la
sociedad con el fin de explorar los fenómenos educativos que se desarrollaron, también, al
margen de “lo oficial”, y la manera cómo diversos sectores de la población, individuos de
grupos sociales altos, medios y bajos, con niveles culturales y con profesiones distintas,
participaron y jugaron un rol activo en la vida educativa de la época. Como parte de este
objetivo, buscamos comprender el por qué de esta participación social: cuáles fueron los
intereses, los idearios, los móviles y los objetivos perseguidos por los actores; analizar la
clase de iniciativas y estrategias pedagógicas que impulsaron; y, en lo posible, evaluar el
alcance de sus logros y aportes sobre la transformación y el desarrollo de la educación en el
país.

Con lo anterior no pretendemos negar o tan siquiera subestimar el papel que desempeñó el
Estado en el avance educativo del siglo XIX. Antes bien, es muy posible que, como lo
planteara la historiadora chilena Sol Serrano, en los países hispanoamericanos, a diferencia
de lo que sucedió en Francia por ejemplo, haya sido el Estado el eje modernizador de la
educación; antes que la Iglesia o las comunidades.17 Pero si tal fue de hecho el caso, ello no
justifica de todas maneras el olvido en que tienden a dejarse las demás fuerzas sociales que
intervinieron en este proceso, ya que el olvido de esta dimensión no tiene razón de ser dentro
de una historiografía que pretende ir más allá de la narración apologética, para tratar de
comprender y explicar en toda su complejidad y en sus múltiples dimensiones, los
fenómenos sociales.

                                                                                                               
15
P. Gonzalbo Aizpuru, “La familia educadora en Nueva España: un espacio para las contradicciones”, en: P.
Gonzalbo Aizpuru, coord., Familia y educación en Iberoamérica, México, El Colegio de México, 1999, pp. 43-
56; S. Serrano, “¿Quién quiere la educación?, Estado y familia en Chile a mediados del siglo XIX”, en: P.
Gonzalbo Aizpuru, coord., Familia y educación en Iberoamérica, Óp. cit., pp. 153-171, y de esta autora
también, Universidad y nación. Chile en el siglo XIX, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1994.
16
F. Furet y J. Ozouf, Reading and writing: Literacy in France, Óp. cit., p. 303.
17
S. Serrano, Universidad y nación. Chile en el siglo XIX, Óp. cit., p. 16.

 
15

Con el presente trabajo, entonces, esperamos contribuir a una visión menos unilateral de los
procesos educativos que marcaron el periodo federal colombiano. Partiendo del estudio de
los fenómenos asociativos, buscamos mostrar un panorama más diverso de los actores, las
prácticas educativas y los sujetos de instrucción. Reconocemos que se trata de una elección
metodológica limitada y que otros puntos de partida hubieran sido posibles para abordar el
problema de la relación entre sociedad y educación. Sin embargo, es de advertir que este
trabajo tiene un carácter exploratorio; él constituye un primer ejercicio de investigación
sobre una cuestión que es compleja y que tiene pocos antecedentes en la historiografía del
país. No dudamos, entonces, que las reflexiones, los planteamientos y los análisis que aquí
se proponen, requieren ser pulidos y fundamentados de manera más sólida.

Con todo lo dicho, esperamos que este estudio pueda contribuir a una comprensión más
equilibrada y matizada de la historia educativa del país en el siglo XIX.

La estructura de esta tesis se divide en cuatro capítulos. En el primero, se ofrece una mirada
general y sintética del problema educativo en el siglo XIX colombiano. Se atiende al interés
que despertó la instrucción en distintos sectores de la población, al papel que las élites
gobernantes atribuyeron a la educación en sus agendas políticas, y a algunas de las
dificultades con que tropezaron las propuestas y programas educativos que se pusieron en
marcha durante este periodo. En el segundo capítulo, se esboza un panorama de los
fenómenos asociativos que se desarrollaron en el país en el siglo XIX, y particularmente
durante la época federal. Se muestra la importancia que adquirieron las asociaciones dentro
de los proyectos de reforma de la sociedad, los distintos campos en los que estas
organizaciones intervinieron (político, cultural-educativo, religioso, benéfico), y la
dimensión y extensión geográfica que alcanzaron.

El tercer capítulo centra su atención en los actores sociales; en los aspectos ideológicos que
los caracterizaron y en las motivaciones e intereses que los llevaron a comprometerse en
acciones “filantrópicas”. De manera particular, se analiza la función retórica que cumplieron
los discursos del “patriotismo” y la “caridad”, y la manera cómo los contemporáneos
hicieron un uso instrumental de los reconocimientos honoríficos y de otras formas de
gratificación simbólica como las indulgencias, para incentivar el voluntarismo de la
población.

En el cuarto capítulo, por último, se caracteriza la gestión pedagógica que llevaron a cabo las
asociaciones voluntarias. Se da cuenta de las modalidades de colaboración que se dieron
entre estas organizaciones y los gobiernos alrededor de objetivos educativos, así como
también, de los conflictos que los enfrentaron, específicamente a las asociaciones católicas
con los gobiernos liberales, a causa de los desacuerdos sobre el modelo de educación –laico

 
16

o confesional– que cada cual proponía para la nación. Con mayor detalle, se muestra cómo la
práctica asociativa formó parte junto a la prensa de la estrategia proselitista y militante que
ambos bandos pusieron en marcha para conseguir la victoria de sus respectivos proyectos.

El principal soporte documental de esta investigación lo constituyen las publicaciones


periódicas. La revisión de esta fuente se llevó a cabo en los archivos de prensa de la
Biblioteca Nacional, la Biblioteca de la Universidad de Antioquia y la Biblioteca de la
Universidad EAFIT. En total fueron cerca de 117 títulos los que se consultaron, los cuales si
bien no forman un conjunto exhaustivo, sí constituyen una muestra representativa de la
prensa que circuló durante el periodo del que nos ocupamos. Dentro de este grupo figuran
publicaciones de distintos lugares del país, tanto de ciudades principales como de localidades
más pequeñas; publicaciones de carácter y orientación ideológica distintas: literarios,
políticos, religiosos, oficiales y de corte tanto liberal como conservador; y publicaciones que
adquirieron una gran relevancia en la vida pública, como fueron por ejemplo el Diario de
Cundinamarca (Bogotá) y La Sociedad (Medellín), así como otras de menor formato y
circulación más restringida.

Además de la prensa, se consultaron algunos documentos impresos, tomados de los Fondos


especiales de la Biblioteca Nacional y del archivo de la Biblioteca Luis Ángel Arango, en los
que se encontró importante información relativa a las asociaciones, como fueron los
informes de sus directores y los reglamentos y estatutos de estas organizaciones.

También se llevó a cabo una revisión, aunque menos sistemática, del fondo de Instrucción
pública del Archivo Histórico de Antioquia, y del fondo del Ministerio de lo Interior y
Relaciones exteriores (Ministerio al que estuvo adscrita la Secretaria de Instrucción pública)
del Archivo General de la Nación. Sin embargo, la información hallada en estos dos últimos
casos fue muy reducida.

 
17

Colombia. Mapa división político-administrativa 1858-1906

Fuente: Atlas de Mapas antiguos de Colombia siglos XVI a XIX, Litografía Arco. Tomado de: Marco
Palacios y Frank Safford, Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida, Bogotá, Universidad
de los Andes, 2012, p. 320.

 
18

CAPÍTULO I
LA EDUCACIÓN EN LOS ESTADOS UNIDOS DE COLOMBIA.
CARACTERÍSTICAS, ANTECEDENTES Y PROBLEMAS.

1.1 APROXIMACIÓN AL MOVIMIENTO EDUCATIVO EN LOS ESTADOS


UNIDOS DE COLOMBIA

El periodo federal presenció el desarrollo de una intensa dinámica cultural. Los poco más
de veinte años del régimen constitucional que dieron vida a los gobiernos de los Estados
Unidos de Colombia (1863-1886), no sólo estuvieron caracterizados por las continuas
conmociones políticas y los frecuentes estallidos violentos de conflictos locales, regionales
y nacionales que marcaron el devenir de su vida política, sino que también se constituyeron
en uno de los momentos históricos de mayor actividad cultural e intelectual a lo largo de
todo el siglo XIX colombiano. Su agitada vida política, sin embargo, ha sido por largo
tiempo dentro de la tradición historiográfica uno o quizás el más llamativo de sus rasgos.
Una aparente excepción es la atención que se ha prestado a la reforma de la instrucción
pública que impulsaron los gobiernos radicales desde 1867 y cuyo objeto fue la
organización de un sistema educativo nacional. No obstante, la fuerte politización que
rodeó a la misma y la centralidad que tuvo en el enfrentamiento partidista e ideológico
entre los liberales, quienes habían asumido el poder del gobierno en 1863, y el frente
opositor de los conservadores y la Iglesia, explican en buena medida el porqué de este
interés y por qué la cuestión educativa se ha convertido en un asunto casi que de obligatoria
mención entre los investigadores que se ocupan de este periodo histórico.

Si bien varios de los trabajos que se han realizado sobre el tema de la reforma
instruccionista han arrojado importantes luces sobre los procesos educativos y culturales de
esos años, la idea de una “activa vida intelectual” que según Jaime Jaramillo Uribe habría
caracterizado a este periodo, permanece todavía relativamente inexplorada. Para el
historiador norteamericano David Bushnell, la reforma educativa formó parte de un más
amplio “florecimiento cultural” que también se notaba en el vigoroso periodismo y en la
proliferación de literatura de tipos costumbrista y romántica.1

De manera más o menos reciente, algunos trabajos orientados al estudio de aspectos de la


vida cultural de la época, entre los que cabe mencionar el de Gilberto Loaiza Cano sobre la
trayectoria biográfica de Manuel Ancízar, una de las grandes figuras políticas e

                                                                                                               
1
David Bushnell, Colombia. Una nación a pesar de sí misma. Nuestra historia desde los tiempos
precolombinos hasta hoy, Bogotá, Planeta, 2007, p. 187.

 
19

intelectuales del periodo,2 el de Patricia Londoño Vega sobre la vida social, cultural y
religiosa antioqueña entre 1850 y 1930,3 el de Carmen Elisa Acosta sobre las publicaciones
literarias de 1840 a 1880,4 y el trabajo de Juan Camilo Escobar sobre las élites intelectuales
de Antioquia durante el periodo de 1830-1920,5 han contribuido de manera significativa a
dar mayor fundamento y contenido a la observación temprana del profesor Jaramillo Uribe.

Los anteriores autores coinciden en plantear que durante la segunda mitad del siglo XIX, y
sobre todo a partir de la década del sesenta, se experimentaron en el país importantes
transformaciones en el campo cultural. El crecimiento que tuvieron las instituciones
escolares tanto públicas como privadas, la multiplicación de publicaciones periódicas de
carácter literario, pedagógico y académico, la emergencia de una industria y un mercado
culturales, la expansión y diversificación del público de lectores, el surgimiento de nuevos
agentes culturales, la expansión de formas de sociabilidad moderna (tertulias, academias,
sociedades literarias y científicas) y, la importancia que para la sociedad y distintos grupos
sociales adquirieron ciertos ideales como los de “educación”, “ilustración”, “civilización” y
“progreso intelectual”, son algunos de esos aspectos abordados por los autores
mencionados, que permiten hablar como afirma Loaiza Cano, de “un cambio rotundo en el
‘paisaje’ cultural que existía hasta entonces en el siglo XIX colombiano".6

Esta clase de transformaciones fueron percibidas con entusiasmo por los contemporáneos.
En 1879, la revista Repertorio Colombiano (Bogotá) afirmaba que nunca antes el país había
exhibido “un lujo de actividad intelectual igual al que exhibe la época presente, al menos si
ha de juzgarse por lo que se escribe, por lo que se lee y por lo que se disputa”.7 Para
muchos, el país había comenzado a formar parte del agitado movimiento por la ilustración
que se desarrollaba en el “mundo civilizado”. Los miembros de la Sociedad Didáctica del
Socorro (Santander), asociación que se propuso trabajar por objetivos educativos,
afirmaban estar poseídos del “fanatismo instruccionista”: “la instrucción es nuestro

                                                                                                               
2
Gilberto Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época: biografía de un político hispanoamericano del siglo XIX,
Medellín, Universidad de Antioquia, EAFIT, 2004; de este autor también su más reciente libro, Sociabilidad,
religión y política en la definición de la nación (Colombia, 1820-1886), Bogotá, Universidad Externado de
Colombia, 2011.
3
Patricia Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia: Medellín y Antioquia 1850-1930,
Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2004.
4
Carmen Elisa Acosta Peñaloza, Lectura y nación: novela por entregas en Colombia, 1840-1880, Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, 2009.
5
Juan Camilo Escobar Villegas, Progresar y civilizar. Imaginarios de identidad y élites intelectuales de
Antioquia en Euroamérica, 1830-1850, Medellín, Universidad EAFIT, 2009.
6
G. Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época, Óp. cit., p. 423.
7
El Repertorio colombiano, Bogotá, núm. IV, octubre de 1878, p. 281. En esta cita y en las demás de este
texto se ha modernizado la ortografía.

 
20

principio, nuestro medio y nuestro fin: sin ella no concebimos ni la República ni el


bienestar social”.8

Con el fin de medir el pulso de la vida intelectual, los contemporáneos elaboraron listados
estadísticos sobre las escuelas, las publicaciones periódicas, las bibliotecas, las sociedades
culturales y otras variadas materias que identificaban con el progreso de “las luces”. El
periódico Museo Literario de Bogotá, por ejemplo, publicó hacia marzo de 1871 una
“Estadística tipográfica” de la ciudad. De acuerdo con sus autores, Bogotá era una ciudad
sabia y “la más ilustrada del Continente”; con su grande Universidad, su Seminario
conciliar, sus diez y seis imprentas, sus veintitrés periódicos y sus docenas de casas de
educación, “bien montadas y bien dirigidas, tanto para niñas como para niños”.9

Entre los años de 1865 a 1880, existieron en todo el país 89 librerías y centros de
distribución de impresos. Esta cifra representó un aumento casi del triple frente a las 30 que
se establecieron durante la década de 1845 a 1854. Liderando esta cifra estaba Bogotá, la
capital del país, con un total de 38 de estos sitios. Le seguían ciudades como Medellín, con
9, Socorro con 8, Ocaña con 6 y Barranquilla con 5. Un crecimiento importante también se
presentó en el número de imprentas. Para el periodo de 1865-1874, existieron 78 de ellas,
las cuales eran 45 más respecto a las de los años de 1845-1854. Nuevamente fue Bogotá la
primera ciudad con un total de 20 imprentas; seguida de Medellín con 12, Socorro y Santa
Marta con 8 cada una, y Popayán con 7.10

La extraordinaria proliferación que hubo de publicaciones periódicas constituye también


uno de los rasgos más característicos de este periodo. Según Adriano Páez, director de la
revista La Patria (Bogotá), en los Estados “nacen y mueren periódicos todas las
semanas”.11 Al igual que muchos otros de sus contemporáneos, Páez veía en el crecimiento
de la prensa uno de los más claros indicadores del progreso intelectual del país: “A juzgar
por ese incremento en el periodismo, nuestra patria es un pueblo adelantado en el orden
intelectual; amigo de la discusión y perseguidor de la luz que ansía y anhela”.12 El siguiente
cuadro, elaborado principalmente a partir de catálogos de prensa de varios archivos del
país, da cuenta del número aproximado de publicaciones periódicas que se fundaron en las
                                                                                                               
8
El Pestalozziano, Socorro, núm. 11, 26 de noviembre de 1875, p. 81. Este periódico fue el órgano de aquella
sociedad.
9
Museo Literario, Bogotá, núm. 12, 20 de marzo de 1871, p. 96.
10
Información tomada de: Gilberto Loaiza Cano, “La expansión del mundo del libro durante la ofensiva
reformista liberal. Colombia, 1845-1886”, en: Carmen E. Acosta Peñaloza, César A. Ayala Diago y Henry A.
Cruz Villalobos, eds., Independencia, independencias y espacios culturales. Diálogos de historia y literatura,
Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Asociación de Colombianistas, 2009, pp. 60-61.
11
“Crónica del periodismo”, La Patria, “Revista política y de instrucción pública”, Bogotá, entrega 4ª, 1º de
abril de 1878, p. 132.
12
“Revista del periodismo colombiano”, La Patria, Bogotá, entrega 1ª, 1º de enero de 1878, p. 30.

 
21

décadas de 1860, 1870 y 1880, en las capitales de los nueve Estados en que estuvo dividido
el país durante el régimen federal: Cundinamarca, Santander, Cauca, Antioquia, Boyacá,
Bolívar, Magdalena, Tolima y Panamá.13

Cuadro 1. Número de periódicos fundados en las capitales del país en las


décadas de 1860, 1870 y 1880
Ciudad Número de publicaciones periódicas
(Estado/Departamento) 1860-1869 1870-1879 1880-1889 Total
Bogotá (Cundinamarca) 92 113 167 372
Cartagena (Bolívar) 27 46 32 105
Medellín (Antioquia) 19 46 37 102
Panamá (Panamá) 12 33 16 61
Tunja (Boyacá) 15 16 15 46
Popayán (Cauca) 13 20 12 45
Santa Marta (Magdalena) 8 14 21 43
Neiva (Tolima) 2 6 17 25
Socorro (Santander) 5 7 11 23
Total 193 301 328 822

Fuentes: Biblioteca Nacional de Colombia, Publicaciones seriadas siglo XIX, Bogotá,


Biblioteca Nacional de Colombia, 1995, 2 vols.; María Teresa Uribe y Jesús María Álvarez,
Cien años de prensa en Colombia, 1840-1940: catálogo indizado de periódicos de la
Biblioteca central de la Universidad de Antioquia, Medellín, Universidad de Antioquia, 2002;
María Cristina Arango de Tobón, Publicaciones periódicas en Antioquia 1814-1960,
Medellín, EAFIT, 2006; Jorge Orlando Melo, “Lista de control de periódicos y revistas del
siglo XIX”, documento de trabajo inédito.

El anterior cuadro permite apreciar el importante desarrollo que tuvo la prensa durante este
periodo –con aproximadamente 822 publicaciones fundadas en las principales ciudades del
país– y los crecimientos o decrecimientos que en materia de publicaciones presentaron las
capitales a lo largo de veintinueve años. Asimismo, en él se puede constatar la dimensión
nacional que adquirieron los fenómenos periodísticos; donde si bien fue Bogotá la ciudad
con mayor concentración de impresos, representando un porcentaje del 45,2%, las demás
ciudades no se quedaron atrás en la producción de publicaciones.

Los crecimientos que durante estos años conocieron las escuelas y la población estudiantil,
también fueron hechos registrados con gran optimismo por los contemporáneos. No sólo
                                                                                                               
13
Aunque la Constitución de 1886 puso fin al régimen federal, la división político-administrativa del país no
se alteró. Si bien, bajo el nuevo orden centralista y unitario que dicha carta instauró, los Estados perdieron el
carácter autónomo y soberano que habían tenido antes y pasaron a ser llamados Departamentos.

 
22

los órganos oficiales de los gobiernos sino también los periódicos privados publicaron
frecuentemente información sobre la vida escolar. Finalizando el año de 1868, el periódico
El Hogar de Bogotá informaba a sus lectores sobre los actos literarios que estaban
próximos a realizarse en las escuelas, y según exclamaban sus redactores: “Se calcula en
6,000 el número de niños de uno y otro sexo que reciben instrucción en la capital!”.14
Además de las entusiastas reseñas que algunos publicaron sobre los certámenes escolares,
varios otros periódicos registraron con similar animación los nombres de los primeros
maestros que se graduaron de las Escuelas normales creadas por la reforma de 1870. Así
incluso, llegó a hacerlo un periódico como La Caridad, cuyos redactores fueron unos de los
mayores críticos y opositores del gobierno liberal y su proyecto educativo.15

No obstante lo incompletas y fragmentarias que son las estadísticas educativas de este


periodo y del siglo XIX en general, la información que éstas ofrecen alcanza para apreciar
algunas de las tendencias de crecimiento habidas en este campo. En el siguiente cuadro
presentamos una comparación sobre el número de escuelas y de estudiantes que existieron
entre 1847-1851 y 1871-1872. En él se observan los aumentos que cada Estado percibió –
con excepción de Magdalena– entre un periodo y otro, siendo los de Antioquia y Santander
los que mayores avances tuvieron, respectivamente.

Cuadro 2. Número de escuelas y alumnos en los periodos de 1847-1851 y 1871-


1872
1847-1851 1871-1872
Estados Escuelas Alumnos Escuelas Alumnos
Antioquia 53 2.738 280 16.987
Bolívar 59 2.597 119 –––
Boyacá 89 2.862 128 5.369
Cauca 55 3.051 175 4.569
Cundinamarca 56 3.303 196 8.414
Magdalena 46 1.943 30 –––
Panamá 29 837 41 1.273
Santander 57 2.481 304 13.207
Tolima 30 1.699 46 2.145
Totales 474 21.511 1.319 51.964
Fuentes: Para el primer periodo la información fue tomada de: G. Loaiza Cano,
Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación (Colombia, 1820-1886), Óp.

                                                                                                               
14
El Hogar, Bogotá, núm. 42, diciembre de 1868, p. 332.
15
El periódico La Caridad, publicado en Bogotá entre los años de 1864 y 1879, fue creado por el conservador
José Joaquín Ortiz y contó con la colaboración de varios líderes importantes de este partido, como José
Manuel Groot, José Manuel Marroquín y Venancio Ortiz. Durante la década del setenta este periódico publicó
numerosos artículos criticando la reforma educativa.

 
23

cit., p. 391; para el segundo de: La Escuela Normal, Bogotá, núms. 106-107, 18 de enero de
1873, p. 18.

En los datos correspondientes al periodo de 1871-1872, están incluidas también las escuelas
creadas por particulares. En algunos Estados, como fueron Antioquia y Cundinamarca, esta
clase de establecimientos representaron un porcentaje particularmente importante. En el
primero, de las 280 escuelas registradas, 149 eran privadas, es decir, el 53%. En la
educación femenina, especialmente, el peso de estas instituciones fue bastante notorio: 76
privadas frente a 35 públicas. Posiblemente, esto se deba al menor interés que por lo
general tuvieron los gobiernos de fomentar la instrucción entre las mujeres, algo que
justamente comenzó a cambiar hacia estos años cuando la administración conservadora de
Pedro Justo Berrío se propuso mejorar la educación de este sector, tomando medidas como
la que obligaba a las poblaciones a establecer también escuelas para niñas. En cuanto a
Cundinamarca, también las instituciones de carácter privado representaron un número
levemente mayor; 100 frente a 96 públicas. Al igual que en Antioquia, en este Estado la
educación femenina estuvo predominantemente en manos de los particulares: 68 privadas
de niñas frente a 13 públicas.

Aspectos como los hasta ahora mencionados son ilustrativos del “florecimiento cultural”
que tuvo lugar durante este periodo de la historia colombiana. Estos aspectos también dan
cuenta del importante impulso que tomaron las iniciativas, tanto de carácter oficial como de
origen particular, orientadas hacia fines educativos y culturales. Muchas de estas iniciativas
nacieron y se desarrollaron en el marco de prácticas asociativas, es decir, fueron
adelantadas por las asociaciones o “sociedades” voluntarias que con diversos propósitos,
literarios, benéficos, educativos, políticos, religiosos, etc., se crearon en esta época. Para los
contemporáneos, esta clase de organizaciones representaron un mecanismo de participación
ideal en la vida pública. Dicha valoración respondía al potencial que ofrecían las
asociaciones como prácticas de acción colectiva que permitían la coordinación de múltiples
esfuerzos y recursos.

A lo largo del siglo XIX, la práctica asociativa fue pensada y propuesta como una fórmula
de progreso. Las asociaciones, como lo daba a entender Adriano Páez, estaban llamadas a
jugar un papel clave dentro de los propósitos de reforma de la sociedad: “Asociémonos y
haremos obras útiles, que un solo individuo es impotente para realizar. La asociación, y
sólo ella, nos dará ferrocarriles, bibliotecas, hospitales, escuelas y los demás beneficios de
la civilización moderna”. 16 Acudiendo a una fórmula matemática los miembros de la

                                                                                                               
16
La Patria, Bogotá, entrega 3ª, 1˚ de marzo de 1878, p. 75.

 
24

Sociedad Didáctica quisieron ilustrar también el potencial de dichas organizaciones: “la


moderna ciencia económica ha demostrado que los esfuerzos de cualquier género,
asociados convenientemente, producen un resultado siempre mayor que la suma de los
componentes; de este modo se verifica la paradoja 2 + 2 = 5, símbolo empírico del
principio de asociación…”.17

Durante la época distintos sectores de la población, individuos representantes de los


gobiernos, de la Iglesia y de la sociedad civil, fomentaron la organización de sociedades.
Los gobiernos promovieron su creación con miras a convertirlas en sostenes de sus
políticas y proyectos de reforma. Haciendo uso de retoricas patrióticas y caritativas, y
acentuando nociones de deber cívico y religioso, buscaron incentivar a la población para
que tomara participación en ellas y ofreciera, de este modo, su colaboración desinteresada
en el gran proyecto de construcción de la patria. A su vez, numerosos grupos sociales,
artesanos, estudiantes, curas, maestros de escuelas y élites políticas, acudieron a estas
formas de organización para defender sus intereses particulares y promover también los
intereses de la sociedad en general.

En los siglos XVIII y XIX, las asociaciones voluntarias, conocidas también dentro de la
historiografía con el nombre de sociabilidades modernas, 18 se constituyeron en un
fenómeno de gran extensión y dimensiones globales. Países de Europa, de América del
Norte y de Hispanoamérica conocieron durante este periodo la expansión y multiplicación
de una gama amplia de organizaciones asociativas; entre estas figuran desde academias
científicas y sociedades literarias y artísticas, hasta sociedades que se propusieron fines
relacionados con la política, como las logias masónicas y los clubes políticos; y desde
asociaciones que trabajaron por propósitos asistenciales, como las sociedades de
beneficencia, caridad y ayuda mutua, hasta las que lo hicieron para defender intereses
privados y económicos, como fueron los casos de las asociaciones gremiales y las
comerciales.

                                                                                                               
17
El Pestalozziano, Socorro, núm. 2, 15 de septiembre de 1875, p. 9.
18
El concepto de “sociabilidad” fue introducido en la historiografía por los trabajos del historiador francés
Maurice Agulhon. Este autor realizó una caracterización de los elementos que permiten diferenciar entre dos
modelos de sociabilidad: uno antiguo de carácter interfamiliar, y uno nuevo, “abierto sobre la modernidad y
sobre la sociedad global, estructurado por la asociación voluntaria". Los atributos de modernidad que hacen
posible definir a un nuevo tipo de sociabilidad fueron planteados por el autor en su libro: El círculo burgués;
la sociabilidad en Francia, 1810-1848, Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores, 2009. Una conceptualización
más elaborada de las sociabilidades modernas se encuentra en el libro de François-Xavier Guerra, autor al que
se le atribuye haber introducido el estudio de esta problemática en el campo de la historiografía
hispanoamericana: Modernidad e independencias: Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, Fondo
de Cultura Económica, MAPFRE, 1993, pp. 88-91.

 
25

En el contexto colombiano, las prácticas asociativas cobraron importancia sobre todo a


partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando comenzaron a surgir en mayor número, a
expandirse hacia más lugares y a convocar la participación de mayores sectores de la
población. La historiografía que se ha producido sobre este tema en el país, si bien no es
muy extensa, al menos si se la compara con la de países como Argentina y México donde
se han desarrollado líneas de investigación específicas sobre este campo de estudio,19 tiene
la ventaja de ofrecer un panorama diverso sobre los fenómenos asociativos y sobre la
participación que éstos tuvieron en campos tan distintos como el político, el religioso, el
social y el cultural.20 En algunos de los trabajos sobre este tema, sus autores dan cuenta de
la manera como las asociaciones influyeron en varios de los procesos históricos que
caracterizaron la sociedad colombiana del XIX. Sus trabajos, en este sentido, resaltan la
relevancia del estudio de los fenómenos asociativos para la comprensión de varios aspectos
claves de la historia nacional de la época.

El régimen constitucional que estuvo en vigencia durante los años que el país se constituyó
como una república federal (1863-1885), favoreció el desarrollo de las iniciativas
particulares que se presentaron en algunos de los campos que se mencionaron; el del
asociacionismo, el periodismo y la educación. Inspirada en principios liberales, la Carta de
1863 dispuso un amplio régimen de derechos y de libertades individuales entre los cuales,
precisamente, figuraban el derecho a la libre asociación, a la libertad de expresión de las
ideas “sin limitación alguna”, y a la libertad de dar o recibir la instrucción que “a bien
tengan”, mientras no sea en los establecimientos costeados con fondos públicos.21

Las iniciativas educativas y culturales también encontraron un marco de desarrollo


favorable en las reformas de instrucción pública que se pusieron en marcha durante esta
época y, asimismo, en los llamados que tanto el Gobierno de la Unión como varios de los
Gobiernos federales hicieron a la población para trabajar conjuntamente por fines
educativos. A través de la expedición de decretos de fomento y de ayudas económicas, los
gobiernos mostraron su disposición para auxiliar y “proteger” las iniciativas privadas de
esta clase, sin que ello pueda conducir a afirmar, sin embargo, la existencia de algo
parecido a una “política cultural” en estos años.
                                                                                                               
19
Algunos de los estudios más representativos sobre los fenómenos asociativos de estos países, son: Carlos
Forment, Democracy in Latin America 1760-1900, civic selfhood and public life in Mexico and Peru,
Chicago, The University of Chicago Press, 2003; Pilar González-Bernaldo, Civilidad y política en los
orígenes de la nación argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, Fondo de
Cultura Económica, 2000; Hilda Sabato, “Estado y sociedad civil, 1860-1920”, en: AA. VV., De las cofradías
a las organizaciones de la sociedad civil. Historia de la iniciativa asociativa en Argentina, 1776-1990,
Buenos Aires, GADIS, 2002.
20
Un repaso de esta bibliografía se realiza en el capítulo 2.2
21
Véase del artículo 15, los parágrafos 7, 11 y 14, Constitución de los Estados Unidos de Colombia, cf.
Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, Constituciones de Colombia, Bogotá, Banco Popular, 1986.

 
26

La importancia que las élites gobernantes dieron a la educación dentro de sus proyectos y
agendas políticas, el amplio consenso que existió sobre la idea de ver en la educación un
factor clave para el progreso y la consolidación nacional, y el clima de entusiasmo que de
manera generalizada se vivió alrededor de temas asociados a la vida intelectual, fueron
aspectos que contribuyeron a impulsar el desarrollo de un movimiento que trabajó por
objetivos como el de la extensión de la instrucción, el fomento de la vida intelectual, la
publicación de periódicos literarios y científicos y la práctica de una sociabilidad cultural.

Son cuestiones como las anteriores las que se intentarán abordar a continuación. En los
subcapítulos siguientes buscamos dar cuenta de varios aspectos y problemas relacionados
con el tema de la educación, que hemos considerado relevantes para una mejor
comprensión de los procesos educativos que tuvieron lugar en los Estados Unidos de
Colombia, particularmente en relación con la participación que en ellos tomaron distintos
grupos sociales organizados en formas asociativas.

 
27

1.2 LA ILUSIÓN EDUCATIVA Y LA DEMANDA PÚBLICA POR EDUCACIÓN

1.2.1 El ideal ilustrado y la acción oficial

El significativo impulso que durante el periodo federal cobraron las iniciativas particulares
y de origen oficial orientadas hacia propósitos educativos, constituyen un fenómeno que de
cierta manera puede comprenderse, como lo ha propuesto Renán Silva, en relación con la
existencia de una demanda social por educación; demanda que ha surgido como resultado
“del afianzamiento y extensión de la idea ilustrada de que la educación era un bien
deseable”.22 En su trabajo, “Alfabetización, cultura y sociedad, la experiencia del siglo
XVIII en el Virreinato de Nueva Granada”, Silva propone comprender los procesos de
alfabetización que tomaron fuerza en la sociedad de la Nueva Granada, sobre todo en la
segunda mitad del siglo XVIII, partiendo de un enfoque teórico distinto a aquel desde el
cual los fenómenos de alfabetismo y crecimiento en los niveles de educación son
explicados en relación con causalidades de orden económico, tales como la
industrialización o el desarrollo del capitalismo. Para Silva, la comprensión de un problema
de este tipo requiere atender a los procesos de subjetivación que se pusieron en marcha.
Esto es, a las formas de representación y valoración que la sociedad y sus distintos grupos
sociales asignaron en su momento a la educación y a espacios, objetos y prácticas culturales
asociadas, como son la escuela, el libro, la imprenta y las prácticas de lectura y escritura.
Para el autor, esta clase de valoraciones representan un factor clave para entender el avance
alfabetizador que caracterizó la última mitad del siglo XVIII, ya que, según explica, “la
escuela no hubiera finalmente emergido, si para muchos, en lo alto y en lo bajo de la escala
social, no hubiera en algún momento aparecido como un atributo social del que no era
bueno que nadie estuviera desprovisto, como finalmente terminará siendo reconocido por
las sociedades modernas […]”.23

En esta dirección, Silva se interesa por rastrear y comprender la creciente “demanda


educativa” que se abrió paso en la sociedad de la segunda mitad del XVIII, a partir del
análisis de los elementos valorativos e ideológicos que intervinieron; el reconocimiento de
los agentes individuales y colectivos que se encargaron de elaborar dicha demanda –aparte
de las autoridades ilustradas y la Iglesia, atribuye a los hombres de letras, los “entusiastas
de la educación”, y las corporaciones locales un papel crucial en su formación–; y la
identificación de aquellos elementos que aparecen como signos de una sociedad que se
encuentra en vía de transformar sus criterios de organización y jerarquización social; el
hecho de que al lado de las cualidades de nacimiento (el origen hidalgo), cuestiones como
                                                                                                               
22
Renán Silva, “Alfabetización, cultura y sociedad, la experiencia del siglo XVIII en el Virreinato de Nueva
Granada”, Historia Crítica, Universidad de los Andes, Bogotá, nov., 2008, p. 30.
23
Ibíd., p. 18.

 
28

el merito y las capacidades adquiridas hayan cobrado también importancia.

En la sociedad de finales del siglo XVIII la generalización de un ideal de educación y el


correspondiente crecimiento de una demanda educativa estuvieron estrechamente
relacionados con el proceso de difusión de las ideas de la Ilustración. Característico de la
ideología ilustrada fue la relación que se estableció entre la educación y los ideales de
“progreso”, “civilización” y “felicidad pública”. Como consecuencia de ello, el
conocimiento y su extensión entre la población, la idea de “difundir las luces”, fueron
percibidos como necesarios para el alcance de objetivos civilizatorios y de progreso. Para
los “ilustrados”, en este sentido, el propósito de reforma de la sociedad debía pasar primero
por la educación e “ilustración de las masas”.

Habiéndose formado en este marco cultural o en alguna medida cercanas a la ideología


ilustrada, las élites nacionales que asumieron algún tipo de protagonismo en el proceso de
construcción republicana, una vez conseguida la independencia de la Monarquía española,
buscaron dar concreción a este aspecto fundamental de su mentalidad u horizonte
ideológico como fue la ilusión educativa. La instrucción de la población se convirtió en una
de las principales preocupaciones de los nuevos gobiernos republicanos. 24 Dicha
preocupación se manifestó en la promulgación temprana de leyes orientadas a incrementar
el número de escuelas en todo el país, y, con alcances mayores, en la formulación de
ambiciosos proyectos de instrucción pública con los cuales se buscaba la creación de un
sistema educativo de cobertura nacional, fundado sobre unos mismos principios
organizativos, administrativos e ideológicos.

Fueron del anterior estilo, para la primera mitad del siglo XIX, los planes educativos
propuestos por el General Francisco de Paula Santander durante su primero y segundo
periodos de mandato: el Plan de Estudios Generales de 1826 y el Código de Instrucción
Pública de 1834; y años más tarde, el proyecto educativo de 1842-1844, formulado por
Mariano Ospina Rodríguez siendo ministro del gobierno conservador de Pedro Alcántara
Herrán (1841-1845).

Aunque muchas de las disposiciones definidas en estos programas no se cumplieron al pie


de la letra o no llegaron siquiera a tener una pequeña parte de realización práctica –como
sucedió sobre todo con el Código de Instrucción Pública de 1834 que tras ocho años de
discutirse en el congreso no fue finalmente aprobado–,25 la formulación de estos planes de
                                                                                                               
24
Jaime Jaramillo Uribe, “El proceso de la educación, del Virreinato a la época contemporánea”, Manual de
historia de Colombia, Bogotá, Procultura, 1984, tomo III, p. 255.
25
Alberto Echeverry Sánchez, Santander y la instrucción publica (1819-1840), Bogotá, Universidad de
Antioquia, Foro Nacional por Colombia, 1989.

 
29

instrucción contribuiría de todas maneras a hacer que la educación se convirtiera en una


cuestión de interés público nacional, y de tal forma, ocupara un lugar importante dentro de
los “grandes temas” de la opinión y los debates públicos. En efecto, alrededor de estas
propuestas educativas se generaron reacciones entre sectores no sólo del gobierno sino
también de la población común. Dichas reacciones se reflejaron en los debates que tuvieron
lugar tanto en el seno del congreso como de la prensa, en la aparición de publicaciones
periódicas destinadas ya fuera a defender o censurar los contenidos de esos proyectos, y en
las movilizaciones y asociaciones que distintos individuos y grupos sociales organizaron
para manifestar su posición a favor o en contra.

Los años que transcurrieron entre el plan de Ospina Rodríguez y la reforma educativa que
llevaron a cabo los liberales radicales, entre 1844 y 1870, han sido hasta ahora uno de los
periodos menos estudiados dentro de la historiografía que se ha producido sobre este tema
para el siglo XIX colombiano. La razón de este vacío tal vez pueda atribuirse a dos
cuestiones. En primer lugar, porque se ha considerado que la ley “sobre instrucción
pública” del 15 mayo de 1850, decretada en el marco de las reformas liberales de mitad de
siglo, produjo un revés en el desarrollo que había estado cobrando la educación desde los
primeros años de vida republicana.26 Se ha afirmado, en este sentido, que la libertad de dar
y recibir enseñanza y la supresión del requisito de los títulos académicos para ejercer una
profesión,27 que fueron los dos principios establecidos por dicha ley, antes que haber
estimulado el crecimiento educativo como en su momento se planteó que sucedería,
trajeron consigo el efecto contrario y condujeron a un desentendimiento de los gobiernos
nacionales y provinciales respecto al campo de la instrucción pública.28

La otra cuestión está relacionada con el enfoque institucional y político que ha


predominado en los estudios históricos sobre este tema. Este enfoque, que ha llevado a que
los investigadores tiendan a privilegiar un análisis de los fenómenos educativos centrado en
las instituciones, las leyes, los planes de estudio y lo que en general se conoce como la
“política educativa”,29 de cierta manera explica por qué se ha prestado tan poca atención a
                                                                                                               
26
Aline Helg, La educación en Colombia: 1918-1957. Una historia social, económica y política, Bogotá,
Universidad Pedagógica Nacional, Plaza & Janés Editores, 2001, p. 23.
27
Ley sobre instrucción pública, Bogotá, 15 de mayo de 1850.
28
En el estudio de Juan Alberto Rueda Cardozo sobre presupuesto público del Estado en materia de educación
y gasto militar, se aprecia claramente que el ramo de la instrucción pública dejó de contabilizarse en los
presupuestos de gastos nacionales a partir de 1850, “cuando entraron en vigencia las reformas liberales
‘radicales’ del Estado”, cf. “El Presupuesto Público del Estado para Gasto Militar y para la Educación durante
la República de Nueva Granada, 1831-1857", Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, Bucaramanga,
Universidad Industrial de Santander, núm. 14, Oct., 2009, pp. 105-133.
29
En efecto, casi podría hacerse una clasificación del conjunto de trabajos que existen sobre educación en el
siglo XIX de acuerdo con la reforma que abordan: las del General Santander, la de Ospina Rodríguez o la de
los radicales. Aparte del muy conocido y ya viejo trabajo, más cercano a una forma de historiografía

 
30

un periodo que fue, aparentemente, de tan escasa o nula acción oficial en materia de
instrucción pública.

Es posible, sin embargo, que un panorama menos desolador sobre la vida educativa de estos
años (1844-1870), pueda emerger si se realizan estudios que atiendan a las iniciativas
educativas que fueron promovidas y gestadas desde la sociedad, tanto aquellas que se
desarrollaron de manera autónoma respecto a los gobiernos, como las que se llevaron a
cabo a través de la mediación de las corporaciones locales. Aunque resulta evidente que
esta clase de iniciativas no llegaban a tener la repercusión nacional –en espacios como la
prensa, por ejemplo– que alcanzaban los proyectos instruccionistas de origen oficial,
tomadas en su conjunto podrían sacar a luz un fenómeno de dimensiones nada
despreciables.

1.2.2 La demanda pública de escuela

Por eso la idea de una cruzada contra la ignorancia ocupó la


mente de todo pensador patriota, el periodismo la agitó con su
aliento poderoso, el Congreso de la República le dio su apoyo y el
Poder Ejecutivo federal la organizó en el importante decreto de 1.º
de noviembre de 1870.
(El Institutor, Santa Marta, 15 de agosto de 1872)

La cuestión educativa ocupará nuevamente una posición central en el curso de la vida


pública a partir de las reformas instruccionistas que impulsaron los gobiernos liberales de
finales del sesenta y comienzos de la década del setenta. La ley del 22 septiembre de 1867
que creó la Universidad Nacional y dispuso la organización en ella de los estudios
superiores y profesionales, y el Decreto orgánico del 1º de noviembre de 1870 con el que se
dispuso un programa uniforme de instrucción primaria, de carácter laico, gratuito y
obligatorio para los niños en edad escolar (7-15 años), fueron los dos pilares de la reforma
emprendida por los liberales con miras a organizar la educación bajo un sistema nacional,
controlado y dirigido por el Gobierno central.

Alrededor de la reforma educativa de estos años se desencadenó un apasionado y altamente


politizado movimiento instruccionista que se desenvolvió en campos como el de la prensa y
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
tradicional, de Luis Antonio Bohórquez, La evolución educativa en Colombia (1956), no existe para el siglo
XIX un estudio semejante al llevado a cabo por la historiadora suiza Aline Helg para la primera mitad del
siglo XX, en el que la autora aborda no un proyecto específico de reforma oficial sino todo un proceso de
desarrollo educativo a lo largo de cincuenta años, cf. A. Helg, La educación en Colombia: 1918-1957. Una
historia social, económica y política, Óp. cit.

 
31

el asociacionismo. De acuerdo con la historiadora Jane Rausch, en su estudio donde analizó


el “estado de la opinión” que produjo la reforma a partir del seguimiento de cerca de 173
publicaciones periódicas de distinta índole, durante los años de mayor auge de la reforma
educativa, esto es, desde 1868 hasta la Guerra civil de 1876, cerca de 52 periódicos
publicaron 499 artículos referentes a la instrucción.30

Aquel extraordinario interés público hacia la educación habría de decaer, sin embargo, en
los años que siguieron a la guerra, años en los que el país experimentó una transformación
profunda de su organización política al pasar de un régimen federal y liberal a uno de
carácter centralista y orientación conservadora. Durante este segundo periodo la instrucción
púbica no suscitaría la viva controversia en la prensa que había tenido en los años
anteriores. Según la autora, entre 1877 y 1886, 62 periódicos publicaron solo 229 artículos,
la mayoría de ellos impresos antes de 1880. Esta disminución coincidió, por tanto, con el
fin del régimen liberal y el ocaso de las élites que habían sido las principales promotoras de
la reforma educativa.31

El impacto positivo que tuvo la reforma en el desarrollo de la instrucción pública y en la


vida educativa y cultural en general parece ser una cuestión indiscutible. Los historiadores
que se han interesado en su estudio han demostrado a través de variadas cifras e
información estadística de orden comparativo, crecimientos notorios en la red de escuelas,
la población escolar y el número de institutores formados profesionalmente. En cuatro años,
desde 1872 hasta 1876, el país pasó de tener 51.946 estudiantes a sumar 79.123. En este
mismo periodo las escuelas aumentaron de 1.319 a 1.646. En algunos Estados los
desarrollos en este campo fueron considerables. En Santander, por ejemplo, la población
estudiantil se duplicó entre 1868 y 1871, pasando de 6.075 a 12.238 alumnos matriculados
en escuelas primarias. A diferencia de los años anteriores, entre 1868 y 1885, según el
estudio de Malte Arévalo, los gobiernos pudieron mantener en funcionamiento por lo
menos dos instituciones educativas por distrito.32

Los tres Estados de la región costera, Panamá, Bolívar y Magdalena, a pesar de haber sido
los que menor cantidad de escuelas y alumnos tuvieron en comparación con los otros,33

                                                                                                               
30
J. Rausch, La educación durante el federalismo, Óp. cit., p. 185.
31
Ídem.
32
Rolando Humberto Malte Arévalo, “La profesionalización de maestros en la reforma instruccionista de
1870 en el Estado Soberano de Santander”, trabajo de grado en Historia, Bucaramanga, Universidad Industrial
de Santander, 2010, pp. 60-61.
33
Para 1876, según el informe del Director General de Instrucción Primaria de la Unión, los Estados tenían el
siguiente número de escuelas (en orden de mayor a menor): Antioquia, 409; Cundinamarca, 340; Santander,
253; Cauca, 219; Boyacá, 200; Tolima, 68; Bolívar, 67; Magdalena, 48; Panamá, 28; Territorios nacionales,
22. cf. J. Rausch, La educación durante el federalismo, Óp. cit., p. 169.

 
32

también, según llegaron a informar las autoridades y funcionarios encargados de la


instrucción en ellos, tuvieron avances notables en este campo. En Panamá, por ejemplo,
donde según su Presidente no había ninguna escuela primaria oficial antes de la
promulgación del Decreto de 1870, se contaba para 1874 con 16 escuelas y un total de
1.071 estudiantes. También fue optimista el informe que en 1876 presentó el Director de
Instrucción Pública de Bolívar. Según éste, “comparado con años anteriores, las escuelas en
Cartagena y en el norte del Estado habían progresado considerablemente”.34

El papel de la reforma educativa en la consolidación de un periodismo y una literatura


pedagógicas fue también un hecho notable. De esto son testimonio los numerosos
periódicos oficiales de instrucción pública que crearon los distintos gobiernos seccionales y
la gran cantidad de textos y manuales escolares que se publicaron y distribuyeron bajo el
patrocinio oficial. Entre 1871 y 1880, cada uno de los nueve Estados dio a luz un periódico
especializado en asuntos relativos al ramo de la instrucción: en Antioquia se crearon dos
con los nombres de El Monitor y El Preceptor; en Bolívar uno llamado La Revista; el de
Boyacá se llamó La Instrucción Primaria; el del Cauca, El Escolar; el de Cundinamarca, El
Maestro de Escuela; el de Tolima, La Escuela; el del Magdalena, El Institutor; y el de
Panamá, Gaceta de la Instrucción Pública. A éstos se suman las dos publicaciones que
estuvieron a cargo del Gobierno de la Unión: La Escuela Normal, impreso entre 1871 y
1879, y los Anales de la Instrucción Pública de Colombia, entre 1880 y 1886.

Más allá de la información adicional que podríamos presentar como prueba del impulso
tomado por la instrucción a raíz de la reforma, el interés que en mayor medida ésta ofrece
en la presente investigación apunta en otra dirección, a saber, en el hecho de considerar que
la reforma jugó un papel decisivo en la configuración de un marco favorable a la expresión
de iniciativas privadas orientadas hacia fines educativos y culturales. Así, a diferencia de lo
que parece haber sucedido con los proyectos educativos de las décadas del veinte y treinta,
en los cuales, según han planteado Alberto Echeverry y Meri L. Clark,35 el gobierno central
tendió a frenar y obstaculizar el crecimiento de un proceso de escolarización privado y
autónomo; la política educativa radical, antes bien, parece haber sido bastante favorable, y
alentadora inclusive, de esa clase de manifestaciones de origen autónomo.

El proyecto instruccionista prestó condiciones, dio estímulo y fuerza a una dinámica


cultural y a un interés educativo que se encontraban ya en curso y latentes. Como lo
advierte Loaiza Cano, “No podemos ignorar procesos [de transformación del “paisaje
                                                                                                               
34
Ibíd., p. 171.
35
A. Echeverry Sánchez, Santander y la instrucción publica, Óp. cit.; Meri L. Clark, “Conflictos entre el
Estado y las elites locales sobre la educación colombiana durante las décadas de 1820 y 1830”, Historia
Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, núm. 34, jul.-dic., 2007, pp. 32-61.

 
33

cultural”] que ya tenían sus peculiares historias desde la mitad del siglo”.36 Por esta razón,
la reforma escolar de 1870 no debería plantearse, como frecuentemente se ha hecho, en los
términos de un proyecto de élite que llega a imponerse a la sociedad, o como el resultado de
la voluntad civilizadora de una élite ilustrada. Antes bien, como sugirió Rausch, el Decreto
orgánico constituyó “la lógica consecuencia de la preocupación pública a este respecto”.37
Una “preocupación” que no fue exclusiva de un pequeño sector de la élite.

Una mirada a algunos de los periódicos que se publicaron en el periodo inmediatamente


anterior a la reforma, a lo largo de la década del sesenta, permite ver en efecto cómo el
tema de la educación y la promoción de la misma como un ideal y una necesidad social, no
estuvieron ausentes dentro del panorama de intereses, demandas y preocupaciones propias
de la opinión pública. Varios periódicos que salieron a luz “en vísperas” de la
promulgación del Decreto orgánico, como fueron La Caridad (Bogotá, 1864-1882), El
Mosaico (Bogotá, 1864-1865), El Mensajero (Bogotá, 1866-1867), La Alianza (Bogotá,
1866-1868), El Estudiante (Bogotá, 1866), El Hogar (Bogotá, 1868), La Aurora (Medellín,
1868), El Oasis (Medellín, 1868), La Juventud (Bogotá, 1868), El Alba (Cali, 1869), El
Estudio (Rionegro, 1869), entre varios otros, dieron, con distinta intensidad, cabida en sus
columnas a artículos relacionados con el tema de la educación.

Uno de los ejemplos más notables en este sentido lo constituye La Alianza. Este periódico,
órgano de una asociación de artesanos de Bogotá llamada Sociedad Unión de Artesanos,
llegó a publicar en sus dos años de vida más artículos apoyando la instrucción pública que
todos los otros periódicos sumados que aparecieron durante ese mismo periodo (entre 1866
y 1868). 38 El peso que adquirieron los contenidos educativos en su periódico y la
importancia que, en general, los artesanos dieron a la educación dentro de los propósitos de
su asociación, se entienden por la idea que éstos tuvieron de que eran la “ignorancia” y
“falta de instrucción” una de las principales causas de la ruina en que se encontraban las
clases trabajadoras. De ahí que una de las mayores tareas que se plantearon, fuera la de
extender a los sectores del “pueblo” la idea de la necesidad de instruirse y hacerle
comprender los beneficios asociados a la educación. Con este objetivo publicaron
numerosos artículos en los que, por ejemplo, les planteaban el deber que tenían de enviar a
sus hijos a las escuelas, les proponían destinar sus ratos de ocio al estudio y la lectura, les
aconsejaban consagrar una parte de “nuestro escaso salario… a la educación de nuestros
hijos”, y les invitaban a asistir a las lecciones gratuitas que organizaba la Sociedad con
propósitos educativos.

                                                                                                               
36
G. Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época, Óp. cit., p. 424.
37
J. Rausch, La educación durante el federalismo, Óp. cit., p. 83.
38
Ibíd., p. 100.

 
34

A través de La Alianza, la Sociedad de la Unión no sólo se dirigió a los artesanos y a las


clases trabajadoras en general, sino también a las autoridades oficiales. A estas últimas
atribuyeron la responsabilidad del mal estado en el que se encontraban las escuelas públicas
a las que asistían sobre todo los “hijos del pueblo”. En repetidas ocasiones, la Sociedad
hizo llamados a los gobiernos en el sentido de exigirles mayor interés hacia el ramo de la
instrucción, así como acciones más decididas a favor de la educación popular.

El caso de La Alianza es, entonces, también un buen ejemplo para mostrar cómo en la
formulación de una demanda de educación y en la elaboración de discursos pedagógicos
que soportaran y legitimaran dicha aspiración, no sólo fueron protagonistas los sectores
más caracterizados de las élites políticas e intelectuales, sino también una gran variedad de
actores con orígenes, oficios, profesiones y estatutos distintos. Además de los mencionados
artesanos de Bogotá, individuos pertenecientes a sectores del notablato local, del clero, de
las mujeres, de la juventud escolar y del grupo de los institutores, se sumaron también al
interés generalizado alrededor de la cuestión educativa y dieron a luz sus propias
publicaciones y órganos de expresión.

Dos características de la prensa de la segunda mitad del siglo XIX, como fueron la
diversidad de actores involucrados en la práctica periodística y la función desempeñada en
la producción y circulación de discursos pedagógicos, hacen de ésta una fuente clave para
explorar la dimensión y el alcance social que tuvo el interés educativo en la sociedad
colombiana de este periodo. Se trata, como lo permiten ver las publicaciones periódicas de
la época, de un ideal de educación que ha venido siendo apropiado y elaborado como un
deseo por distintos grupos sociales. La apropiación de dicho ideal se tradujo en demandas
por educación y dio lugar a una variedad de prácticas e iniciativas de orden educativo y
cultural.

Aparte de la prensa, otro tipo de fuente que permite explorar el fenómeno de la demanda
por educación, son las comunicaciones enviadas por grupos de personas a las autoridades
con el fin de hacer alguna clase de solicitud. Sobre esta documentación ha llamado la
atención Renán Silva, mostrando cómo se trata de una fuente que permite rastrear las
nuevas demandas culturales e iniciativas educacionistas que provenían de la sociedad, y
que según plantea, “expresaban, en la segunda mitad del siglo XVIII, no sólo
transformaciones económicas, sino el ascenso de una corriente de soberanía de la sociedad
misma”.39 En esta clase de comunicaciones las demandas adquieren un carácter definido.
Los autores de ellas, “vecinos”, “padres de familia”, o simplemente, “los infrascritos”, se
dirigían a las distintas autoridades para solicitar, por ejemplo, la apertura de una escuela, la
                                                                                                               
39
R. Silva, “Alfabetización, cultura y sociedad…”, Óp. cit., p. 46.

 
35

dotación de bienes o textos escolares y el aumento del salario del maestro. El hecho de
tratarse de una comunicación que es dirigida a una persona o entidad y recibe de ella una
respuesta, aumenta el interés que esta documentación tiene como fuente, ya que permite
conocer la manera cómo las distintas autoridades y entidades oficiales a escala local,
seccional y nacional, respondieron y afrontaron esta clase de demandas; si las apoyaron, las
rechazaron o las ignoraron, y por qué clase de razones.40

                                                                                                               
40
Esta clase de documentación puede hallarse sobre todo en los Fondos de Instrucción pública de los archivos
oficiales. Aunque es una fuente que se conoce por consultas eventuales no fue trabajada de manera
sistemática en esta investigación.

 
36

1.3 LA CUESTIÓN EDUCATIVA: LOS GOBIERNOS, LA SOCIEDAD Y EL


CLERO

1.3.1 Entre el Estado docente, el “Dejad hacer” y el fomento público

A pesar del amplio consenso que pareció existir entre las élites decimonónicas sobre la
importancia del papel de la educación en la consolidación del nuevo orden republicano y en
el logro de objetivos de “progreso” y “civilización”; la posibilidad de que dicho consenso
se tradujera en la realización efectiva de un modelo de Estado docente –propósito que
persiguieron los sucesivos proyectos de instrucción pública, desde el Plan de Estudios de
1826 hasta el Decreto orgánico de 1870, al atribuir al Estado la dirección y administración
de la institucionalidad escolar– se mostró como una opción más bien remota a lo largo del
siglo XIX, muy posiblemente, porque un propósito así implicaba pasar por encima de
intereses, privilegios y tradiciones fuertemente arraigadas.

En efecto, los gobiernos que contemplaron el objetivo de establecer un sistema educativo


de carácter nacional y centralizado, debieron enfrentar grandes obstáculos no sólo
relacionados con la precariedad de los medios y recursos (económicos, institucionales,
humanos) con que disponían para llevar a cabo la extensión de una red escolar por todo el
país, sino también, a raíz de la oposición y resistencia de sectores que por razones distintas
consideraban que ello podía afectar sus intereses. Esto último fue lo que pensaron las élites
provinciales y el clero católico. Las primeras, a causa de que las disposiciones tomadas en
este sentido, implicaban la intervención de funcionarios de la administración central en sus
intereses regionales y locales, lo cual traía consigo la obligación de disponer recursos a
favor del gobierno central. Estas élites llegaron en algunos casos a ejercer una oposición
directa y confrontada respecto al gobierno y sus “pretensiones”; en muchos otros casos,
simplemente, se limitaron a una resistencia pasiva poniendo en práctica la conocida
fórmula del “se obedece pero no se cumple”, que hacía que muchas de las disposiciones y
leyes emanadas de los gobiernos quedaran sin ejecutarse.

La oposición del clero, por su parte, se debió al interés que éstos tuvieron de seguir
manteniendo el control que sobre la enseñanza, sobre todo la superior, habían ejercido y
conservado como un privilegio desde la época de la Monarquía española. 41 Para el clero
                                                                                                               
41
Se trataba de un privilegio sobre la enseñanza superior que la Monarquía había concedido, de manera
desigual, a las tres principales órdenes religiosas que existieron en el Nuevo Reino de Granada: franciscanos,
dominicos y jesuitas. Sobre el papel de la Iglesia en la educación durante ese periodo, véase: Renán Silva,
Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada: contribución a un análisis histórico de la formación
intelectual de la sociedad colombiana, Medellín, La Carreta Editores, 2009; y del mismo autor, Los Ilustrados
de Nueva Granada 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Medellín, EAFIT, Banco de
la República, 2008.

 
37

secular y regular, la renuncia a este antiguo privilegio a favor de las autoridades civiles
significaba un alto perjuicio no sólo en el plano de su influjo social e ideológico, que ha
sido por lo general el aspecto más resaltado en la historiografía, sino también y de manera
considerable, en el ámbito de sus intereses económicos, debido a que eran muchos de sus
bienes y fondos bajo su control, como los legados, fundaciones y obras pías, los que los
gobernantes contemplaban como potenciales recursos para sacar adelante sus propios
proyectos educativos. Esto fue lo que sucedió con algunos de los edificios expropiados a las
órdenes religiosas, al ser utilizados por los gobiernos para establecer en ellos sus
instituciones educativas. Un buen ejemplo lo constituye la Universidad Nacional. Al
fundarse en 1867, los liberales expidieron una ley en la que designaban los edificios que
ésta tendría para su servicio: entre ellos figuraban el claustro principal del extinguido
convento de Santa Inés y los edificios de los también extinguidos conventos del Carmen y
la Candelaria. 42

Los sucesivos proyectos instruccionistas de este periodo también tropezaron con la falta de
acuerdo que hubo sobre la orientación ideológica que debía darse a la educación. Mientras
los sectores conservadores se inclinaron a favor de una enseñanza de corte confesional; los
grupos liberales, por su parte, consideraron que la educación debía tener un fundamento
racionalista y no estar sujeta al control ideológico de la Iglesia y de las censuras que ésta
imponía sobre los contenidos y lecturas que se apartaban del dogma católico. En este
sentido, cuestiones como quiénes debían ser los sujetos a cargo de la enseñanza (¿las
órdenes religiosas o los civiles?); cuáles los textos escolares que debían emplearse (¿sólo
los aprobados por la Iglesia?); y qué métodos pedagógicos debían usarse en las escuelas
(¿la enseñanza mutua de Joseph Lancaster o el método objetivo y experimental propuesto
por J. H. Pestalozzi?); fueron, entre varias otras, cuestiones que marcaron los debates
habidos entre los partidarios de las propuestas laica y confesional.

                                                                                                               
42
“Ley que designa los edificios para el servicio de la Universidad nacional”, Bogotá, 1º de octubre de 1867.
Los gobiernos también llegaron a apropiarse de los fondos de donaciones destinadas a obras educativas –para
fines como proveer una beca, establecer una escuela, pagar el sueldo del maestro…–, que habían sido
encomendadas por sus donantes a la tutela del clero. En variadas oportunidades los sectores partidarios de la
Iglesia se manifestaron en contra del “uso torcido” que las autoridades daban a dichos fondos, al no cumplir
con las prescripciones que fueran dictadas por quienes los legaron. Así lo reclamaron los redactores de La
Caridad refiriéndose al legado económico dejado por Fray Cristóbal de Torres, en 1653, para la fundación de
un colegio, el que sería luego el Colegio de Nuestra Señora del Rosario. Según alegaron, en este Colegio
debía enseñarse la doctrina de Santo Tomás pues esa había sido la voluntad de Fray Cristóbal, y no en
cambio, como habían dispuesto los liberales, “las de Tracy y Bentham”. La Caridad, Bogotá, año XI, núm.
45, 8 de julio de 1879, pp. 715-717. Probablemente fue esta práctica poco considerada con la “sagrada
voluntad de los testadores”, la que motivó la expedición en la Constitución de 1886 de un nuevo artículo
prohibiendo que los legisladores dieran un destino diferente a las donaciones hechas para objetos de
Beneficencia o de Instrucción pública, véase: Constitución política de la República de Colombia, 1886, Título
III, art. 36.

 
38

A los aspectos anteriores, habría que añadir los problemas que ocasionaron las situaciones
de inestabilidad política, los conflictos violentos y guerras civiles, y las condiciones de
pobreza generalizada tanto de la población como del tesoro público. Problemas como éstos,
que comúnmente son mencionados para caracterizar algunos rasgos de la sociedad
colombiana del siglo XIX, contribuyeron también a entorpecer, bajo formas e intensidades
distintas, la puesta en marcha de un modelo de Estado docente.

A lo largo del siglo XIX la educación se mostró como una cuestión sumamente sensible. En
la vida política, los programas de instrucción pública fueron capaces de comprometer en
suma las simpatías y la legitimidad de los gobernantes y los partidos políticos. En el marco
del Plan de Estudios de 1826, por ejemplo, la elección de la obra filosófica del inglés
Jeremy Bentham como texto oficial para la enseñanza en los colegios y la universidad,
motivó una serie de intensas protestas, debates en la prensa y movilizaciones dirigidas
contra el gobierno del General Santander. Para la Iglesia y los sectores conservadores,
Bentham era el ideólogo de una filosofía utilitarista que atentaba contra los dogmas de la fe
católica. A raíz de dicha medida, entonces, aquellos se movilizaron y llamaron a la
población común a hacerlo también, bajo el pretexto de la necesidad de defender la Iglesia
y las creencias católicas contra las ideas “ateas y corruptoras” contenidas en las obras de
aquel autor.43 Aquellas reacciones debieron alertar a las élites gobernantes sobre los costos
políticos de intervenir en asuntos que, como era el de la educación, la Iglesia consideraba
que debían ser de su exclusivo dominio. De hecho, como una decisión basada en
consideraciones de “tacto político” ha sido interpretada la resolución tomada por Simón
Bolívar –quien fuera defensor de la filosofía benthamista– de derogar la ley sobre textos
una vez regresó al poder en 1828.

Otra cuestión que suscitó choques entre las élites gobernantes y algunos sectores de la
población, tuvo que ver con el control que desde los claustros de la capital se ejercía sobre
los estudios superiores y los títulos académicos. Desde la época virreinal las élites
provinciales habían estado solicitando de las autoridades respectivas el permiso para que en
los colegios de sus provincias pudieran regentarse cátedras de “facultades mayores”
(Filosofía, Teología y Derecho) y, asimismo, concederse grados académicos. 44 Los
                                                                                                               
43
Sobre las reacciones que generó la obra de Bentham y su adopción en la enseñanza, véase: David Bushnell,
El régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, El Áncora editores, 1985, pp. 234-235; y también el
trabajo de A. Echeverry Sánchez, Santander y la instrucción, Óp. cit.
44
Durante la época de la Monarquía la única institución autorizada para otorgar títulos fue la Universidad
Tomística, a cargo de la orden dominica. Los demás colegios, los dos colegios-mayores de Bogotá y los
colegios-seminarios de Cartagena, Popayán, Mompox y Medellín, sólo obtuvieron permiso, y algunos bien
tardíamente, para regentar ciertas cátedras. Sobre los pleitos generados alrededor de estas cuestiones véase el
libro de R. Silva, Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, Óp. cit.

 
39

gobiernos republicanos de la primera mitad del siglo, si bien hicieron algunas concesiones
en este sentido, no suprimieron del todo los privilegios que tenían los establecimientos
educativos de la capital.

No fue sino hasta mediados del siglo, en pleno apogeo de reformas liberales, cuando dicha
cuestión pudo resolverse “satisfactoriamente”. Hacia estos años, varios individuos
impregnados de las ideas modernizadoras que circulaban desde Europa,45 iniciaron una
protesta contra la restricción de los estudios superiores apelando a argumentos nuevos de
corte moderno. Uno de los principales blancos de su protesta fue la Universidad. Según se
alegó, ésta era una corporación típica del antiguo régimen en la que se concentraban
privilegios que no tenían razón de ser dentro de la nueva vida republicana, establecida
como se suponía sobre principios de libertad e igualdad de derechos. Los reclamos de este
tipo fueron finalmente atendidos por los gobiernos liberales de estos años. La ley del 15 de
mayo de 1850 que dispuso la libertad de estudios, y la Resolución del 19 de agosto de 1853
que suspendió de manera definitiva la expedición de títulos profesionales, bajo la
consideración de que “la nueva Constitución [1853]… establece a la vez el
desconocimiento de toda distinción proveniente del nacimiento, de título nobiliario o
profesional”,46 pueden verse en gran medida como la consecuencia de aquel golpe de
opinión contra la universidad.

Las distancias que tuvieron los liberales y los conservadores en materia educativa
supusieron una de las mayores dificultades para llevar a la práctica la propuesta de un
Estado docente. Entre ambas partes existieron temores y recelos más o menos fundados que
frenaron esta posibilidad. Los liberales, por un lado, temían que los conservadores una vez
llegaran al poder devolvieran a la Iglesia el control sobre la enseñanza, un temor que no
carecía de poco fundamento si se tiene en cuenta que bajo el gobierno de Pedro Alcántara
Herrán (1841-1845), Ospina Rodríguez había hecho regresar a los jesuitas para entregarles
la dirección de varios colegios en el país. Los conservadores, por su parte, como se mostró,
recelaban de la orientación laica que los liberales pudieran dar a la enseñanza y las
instituciones educativas.

Podría plantearse, que fueron esta clase de temores los que llevaron a ambas partes a optar
por un modelo de instrucción pública de corte liberal y descentralizado, esto es, una

                                                                                                               
45
Sobre el papel que jugaron las corrientes ideológicas europeas en el país durante el siglo XIX, véase
especialmente: Germán Colmenares, Partidos políticos y clases sociales [1968], Medellín, La Carreta
editores, 2008; y Frédéric Martínez, El nacionalismo cosmopolita. La referencia europea en la construcción
nacional en Colombia 1845-1900, Bogotá, Banco de la República, Instituto Francés de Estudios Andinos
(IFEA), 2001.
46
Resolución 19 de agosto de 1853 “sobre títulos académicos o profesionales”.

 
40

instrucción no controlada ni en sus contenidos ni en su administración por el gobierno


central. Aunque para algunos, esta elección pudo ser ante todo una salida estratégica y
conveniente,47 para otros, como eran los que formaban parte del grupo liberal-radical, o de
los gólgotas como fueron conocidos, el modelo liberal representaba la opción “ideal” en el
campo educativo. Así lo plantearon y defendieron en su momento apelando a la fórmula del
laissez faire, o “dejad hacer”, propia de la teoría del liberalismo económico inglés, desde la
que se proponía reducir en lo posible la intervención del Estado en los negocios públicos.48

Pero si bien descartada, al menos por el momento, la posibilidad de una organización


uniforme del ramo de la instrucción bajo la tutela del gobierno, los legisladores que
participaron en la creación de la Carta política de 1853, no dejaron de todas maneras de
plantear que entre las funciones y facultades correspondientes al gobierno se encontraba
aquella del “fomento de la instrucción pública”. 49 Una mirada a las leyes y decretos
expedidos durante esos años permite ver que, en efecto, los gobiernos nacionales y
regionales pusieron en marcha una forma de fomento que no pasaba por una
reglamentación, institucionalidad y financiación susceptibles de ser problemáticas. A través
de eventuales auxilios económicos, subvenciones oficiales y concesiones de rentas o
bienes, fueron auxiliados varios establecimientos educativos y culturales, y secundados
varios proyectos e iniciativas de particulares que acudían a los gobernantes de turno para
solicitar la tan anhelada y necesaria “protección oficial”.

                                                                                                               
47
Así como “estratégico y conveniente” había sido también el apoyo que en su momento prestaron algunos
conservadores, y el clero mismo, a la ley promovida por los liberales de separación de la Iglesia y el Estado
(ley 15 junio de 1853), o al menos eso fue lo que afirmaron algunos de ellos, como señala Sergio Mejía Macía
al referirse a la posición que sobre dicha ley manifestaron José Manuel Groot y sus colegas redactores de El
Catolicismo (R. Cuervo, J. I. Márquez, Ignacio Gutiérrez…): “Groot… se puso en el arduo trabajo de explicar
por qué la separación fue lo mejor que pudo pasarle a la Iglesia neogranadina. Argumenta que de otra manera
habría habido un cisma de Roma porque eso era lo que buscaba el Estado liberal y que a la ley de separación
se debía la independencia de la Iglesia”, cf. S. A. Mejía Macía, El pasado como refugio y esperanza: la
historia eclesiástica y civil de Nueva Granada de José Manuel Groot, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo,
Universidad de los Andes, 2009, p. 323.
48
Sobre los liberales y las diferencias entre el grupo moderado, los llamados “draconianos”, y el grupo
radical, los “gólgotas”, véase David Church Johnson, Santander siglo XIX. Cambios socioeconómicos,
Bogotá, Carlos Valencia editores, 1984, especialmente el capítulo “Manuel Murillo toro y el liberalismo
colombiano”, pp. 25-41.
49
El artículo dice de forma textual: “Corresponde también al Gobierno general, aunque no exclusivamente, el
fomento de la instrucción pública.”, en: Constitución política de la República de la Nueva Granada, 1853,
Capítulo II, art. 11.

 
41

1.3.2 La reforma instruccionista de 1870 o el “caballo troyano” de la guerra contra la


Iglesia

Una vez los liberales del setenta pusieron en marcha su proyecto educativo, acompañándolo
de una intensa campaña propagandística en defensa de la instrucción oficial, los
conservadores no tardaron mucho tiempo en recordarles su antigua exaltada defensa del
dejad hacer. Así lo hizo el director del periódico procatólico La Caridad, José Joaquín
Ortiz. En compañía de sus copartidarios, los llamados “escritores católicos”, 50 Miguel
Antonio Caro, José Manuel Groot y Mariano Ospina Rodríguez, Ortiz se encargó de liderar
desde la prensa una fuerte ofensiva contra el proyecto educativo liberal. En la editorial del
13 de junio de 1872, que se publicó a manera de carta dirigida “Al señor Director de
instrucción pública de Cundinamarca”, quien era en ese entonces el liberal santandereano
Dámaso Zapata, Ortiz expresaba lo siguiente:

El sistema del dejar hacer es bueno para los partidos en oposición. Que el pueblo se eduque
como quiera o pueda, o que no se eduque, si no quiere o si no puede; ese fue el sistema de
vuestro partido. Pero llegado al poder, las cosas cambiaron como por encanto, y metisteis
las manos hasta el codo en lo que os prohíbe la misma Constitución, y cogisteis un Colegio
del Estado de Cundinamarca, San Bartolomé, y fundasteis en él la Universidad, Universidad
que había muerto por el tajo del dejar hacer; y sacáis fondos del Tesoro y la creáis, y la
organizáis, y la reglamentáis como pudiera un autócrata que no reconoce constituciones ni
leyes. Y obrasteis así contra la Constitución que no concede al Gobierno más función, y eso
no exclusiva, que la de fomentar la instrucción pública.51

A la contradictoria posición de los liberales –antes defensores, como afirma J. J. Ortiz, del
“dejar hacer” y ahora favorables a la intervención oficial–, los historiadores han dado
explicaciones distintas. Mientras para algunos este giro favorable a un discurso
intervencionista se debió, sobre todo, el producto de una evolución ideológica motivada por
el reconocimiento de “las evidentes limitaciones del leseferismo para el impulso del
desarrollo”52 – “evidentes” por cuanto el balance que quedaba tras al menos una década de
aplicación del modelo liberal no resultaba nada alentador ni en materia económica (de
industrias y de comunicaciones) ni en materia educativa. Otros historiadores, entre tanto,
tienden a atribuirlo a la ventajosa posición de poder que para entonces ocupaban los

                                                                                                               
50
Los “escritores católicos” fueron un grupo de “hombres de letras” de origen laico, que asumieron desde el
campo de la producción intelectual la defensa de la Iglesia y la doctrina católica. También se les conoció
como los apologistas o polemistas católicos. Sobre ellos véase: S. A. Mejía Macía, El pasado como refugio y
esperanza, Óp. cit.
51
José Joaquín Ortiz, “La Escuela”, La Caridad, Bogotá, año VIII, núm. 5, 13 de junio de 1872, p. 67.
52
Fernán Enrique González González, Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado-Nación en
Colombia (1830-1900), Medellín, La Carreta Editores, 2006, p. 88.

 
42

liberales, en el sentido de que, estando ahora en el poder y con un control relativamente


amplio del aparato administrativo, como fue el caso, la intervención del gobierno central se
volvía deseable.53

Tomada en sí misma, la política intervencionista no representaba una cuestión censurable


para los opositores conservadores. Ellos mismos, de hecho, y antes de que los liberales
iniciaran sus reformas, habían estado llamando la atención sobre la importancia de que los
gobiernos tomaran mayor interés por el rumbo de la instrucción pública. En Antioquia, por
ejemplo, el gobierno conservador de Pedro Justo Berrío se había adelantado a los
propósitos instruccionistas de los liberales mediante la formulación y puesta en marcha,
desde 1866, de un plan para organizar y extender la instrucción pública.54

Tampoco la creación de la Universidad Nacional en 1867 parece haber motivado de entrada


la censura de los sectores conservadores. Esta es al menos la impresión que nos queda al
leer la elogiosa reseña que sobre los primeros actos literarios presentados en esta
institución, hacia finales de 1868, realizó y publicó en su periódico el mencionado director
de La Caridad.55 Y es la impresión que nos queda también, al descubrir entre el listado de
catedráticos de sus dos primeros años (1868-1870) a algunos de los conservadores –entre
ellos Miguel A. Caro y Carlos Martínez Silva– que más tarde emprenderían una vehemente
condena del proyecto instruccionista.

Una serie de circunstancias hicieron que esta buena o, por lo menos, moderada acogida, se
transformara rápidamente en una oposición absoluta y radical tanto hacia la Universidad
como hacia la reforma de instrucción primaria.

El interés que manifestaron algunos congresistas liberales en legislar sobre los textos de
enseñanza que debían emplearse en las escuelas de Filosofía y Jurisprudencia, un propósito
que finalmente se llevó a cabo cuando una ley, dictada en 1871, dispuso como textos
oficiales a los muy polémicos J. Bentham y Destutt de Tracy;56 el nombramiento que ese
                                                                                                               
53
G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit. Sobre este giro
ideológico en los liberales de estos años véase D. C. Johnson, Santander siglo XIX, Óp. cit., pp. 31-82, y
capítulo “adaptación a la realidad”, pp. 166-196.
54
Sobre los proyectos de instrucción pública en Antioquia, véanse los trabajos de Luis Javier Villegas Botero,
Aspectos de la educación durante el gobierno de Pedro Justo Berrío, 1864-1873, Medellín, Secretaría de
Educación y Cultura de Antioquia, 1991, y Margarita Arias Mejía, “La reforma educativa en 1870 y la
reacción del Estado de Antioquia”, tesis de Maestría en Historia, Medellín, Universidad Nacional de
Colombia, 2003.
55
La reseña fue publicada con el encabezado “Un festín… Universitario”, en: La Caridad, Bogotá, año IV, 31
de diciembre de 1868, p. 402.
56
Esta cuestión motivó la renuncia del entonces rector de la Universidad, Manuel Ancízar, quien justificó su
decisión afirmando no estar de acuerdo con la “pretensión tiránica” de algunos de sus copartidarios de utilizar

 
43

mismo año realizó la Dirección de Instrucción Pública de Cundinamarca de un extranjero y


ministro presbiteriano para ocupar el cargo de visitador escolar, calificado por La Caridad
como un “nombramiento agresivo, injurioso e impolítico”;57 la contratación gestionada por
el cónsul en Alemania, Enrique Cortés, de nueve maestros alemanes, siete de ellos
protestantes, para dirigir las futuras escuelas normales; y la expedición del Decreto
orgánico de la Instrucción pública primaria (en adelante DOIPP), en el cual se prescindió
de la enseñanza religiosa en las escuelas primarias y normales, fueron, entre otras
disposiciones poco tácticas y ciertamente “impolíticas” como señalaba La Caridad, algunas
de esas medidas que a los ojos de la prensa católica demostraban que detrás del proyecto
instruccionista oficial no había un interés genuino y patriótico por el progreso de la
educación nacional, sino un “malévolo plan” para atacar la Iglesia y descatolizar al pueblo.
A su modo de ver, el DOIPP era una más de las tantas estrategias –además del Plan de
Estudios de Santander, la desamortización de bienes eclesiásticos, la ley sobre libertad de
cultos, la expulsión del país de las órdenes religiosas…– que desde el comienzo de la
independencia los “enemigos de la Iglesia” habían estado promoviendo para alcanzar su
objetivo último de desterrar el catolicismo de la sociedad colombiana.

Ante la nueva amenaza, los escritores católicos y algunos representantes de la Iglesia


especialmente, reaccionaron desplegando una intensa, agresiva e incendiaria propaganda de
desprestigio contra el gobierno, sus funcionarios y, sobre todo, contra el proyecto
instruccionista. Aunque para ello recurrieron a distintos argumentos, como fueron el
carácter inconstitucional de la reforma, la extralimitación de poderes del Gobierno federal,
la violación de derechos naturales, entre algunos otros; aquel argumento que explotaron
sobre todo con mayor insistencia fue el de la “cuestión religiosa”, planteando la idea de que
detrás de la reforma lo que se escondía realmente era una gran campaña para destruir la
Iglesia y la fe católica.58 De ahí que en cierta ocasión, José J. Ortiz se hubiera referido al
DOIPP como el “caballo troyano” con el que pretendían los reformistas introducir al país
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
la Universidad para fines políticos, imponiéndole “textos de enseñanza que realicen una intención política,
prescindiendo de los resultados científicos”. Alegando motivos similares, también José María Samper
presentó su renuncia como profesor el 29 de junio de 1870. La carta de renuncia de Ancízar es del 28 de junio
de 1870 y puede consultarse en: G. Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época, Óp. cit., p. 409. También fue
publicada por el periódico La Caridad, Bogotá, año VI, 21 de julio de 1870, p. 97.
57
La Caridad, Bogotá, año VII, núm. 11, 10 de agosto de 1871, p. 164. Sin duda fue un nombramiento
provocador si se tiene en cuenta que dicho ministro –un tal Mr. Wallace– ya tenía alguno que otro antecedente
en cuestiones religiosas. Así lo recordaron los redactores de La Caridad al traer a colación la pastoral que dos
años antes había emitido el gobierno arzobispal, en la cual se había prohibido a los católicos enviar sus hijos
al establecimiento de educación que aquel se proponía fundar en compañía de otros dos ministros
presbiterianos.
58
Sobre esta perspectiva complotista, sostenida por algunos sacerdotes y conservadores militantes, véase:
Fernán González González, “Iglesia y estado desde la convención de Rionegro hasta el Olimpo Radical 1863-
1878”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia,
núm. 15, 1987, pp. 128-130.

 
44

“la propaganda protestante”;59 la cual, según dijo, no venía sólo de la mano de los maestros
alemanes sino también de algunos de los textos escolares de dudosa ortodoxia religiosa que
el gobierno había importado desde Norteamérica para ser usados en las escuelas oficiales.

También en esta ocasión, el llamado a una “causa religiosa” que debía ser defendida contra
los ataques enemigos demostró tener un alto potencial movilizador entre la población.
Dicho llamado no provino sólo de los curas, sino principalmente de aquel grupo de civiles
que como José M. Groot, Miguel A. Caro, Mariano Ospina R. y José J. Ortiz, pertenecieron
a las élites políticas e intelectuales, y asumieron como uno de sus mayores compromisos a
lo largo de sus vidas, la defensa de la Iglesia y la religión católica. Durante los años de la
reforma educativa, aquellos lideraron una ofensiva procatólica que desarrollaron,
principalmente, en cuatro campos. En la prensa, a través de los periódicos religiosos que
crearon, entre ellos, La Caridad (1864-1879), El Tradicionista (1871-1876), 60 y La
Sociedad (1872-1876). En el campo asociativo, mediante la participación en asociaciones
de militancia católica; es el caso de Miguel A. Caro quien fundó en 1871 la Juventud
Católica de Bogotá y el de Ospina Rodríguez quien lideró la importante red de Sociedades
católicas que desde 1872 se crearon en Antioquia. En el campo político, con la fundación
de un Partido Católico en 1871.61 Y en el educativo, por último, a través de la promoción
de instituciones de enseñanza orientadas por principios religiosos.

Alrededor de la reforma educativa, entonces, se despertó un apasionado espíritu de


oposición y se desencadenaron reacciones que involucraron creencias, mentalidades y
concepciones ideológicas distintas, al mismo tiempo que, también, intereses de carácter
religioso, político y partidista. Todos éstos sumados dieron vida a manifestaciones de
considerable dimensión que terminaron por conducir al país a una nueva guerra civil en
1876, la cual fuera llamada en ese entonces “guerra de las escuelas o de los curas”.62

                                                                                                               
59
Pero no sólo fueron los protestantes sino también los masones, a ojos de la Iglesia y los sectores
procatólicos, los responsables del “complot” que, según afirmaban, se tejía a nivel internacional para destruir
el catolicismo. La prensa católica, de hecho, tendió a mostrar a los “liberales”, los “masones” y los
“protestantes” como a unos mismos. Vale anotar que no de manera completamente infundada. Para los
conservadores, por ejemplo, no pasó desapercibido el hecho de que muchos de los principales promotores del
proyecto instruccionista, como lo eran Manuel Ancízar, Dámaso Zapata, Santiago Pérez y Eustacio
Santamaría, eran a su vez activos integrantes de logias masónicas. Sobre esta relación entre el activismo
masón y el proyecto educativo ha llamado la atención Loaiza Cano en: Sociabilidad, religión y política en la
definición de la nación, Óp. cit., pp. 384-388.
60
Sobre la oposición de este periódico al DOIPP, véase el trabajo de Gilberto Morales Higuita, “La reforma
educativa de 1870. Una lectura en las páginas de ‘El Tradicionista’”, trabajo de grado en Historia, Medellín,
Universidad Nacional de Colombia, 2003.
61
Las bases y el programa de este partido fueron publicadas en el periódico fundado y dirigido por Miguel A.
Caro, El Tradicionista, Bogotá, núm. 3, 21 de noviembre de 1871.
62
Sobre esta guerra, el papel que en ella jugaron los motivos educativos y religiosos, y la participación que
tomaron los curas, véase los trabajos de Luis Javier Ortiz Mesa, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra.

 
45

1.4 MERCADO CULTURAL Y OFERTA LABORAL

1.4.1 La enseñanza: “un último recurso honrado”

Desde la década del sesenta, las llamadas “revistas de instrucción pública” y “revistas del
periodismo” se hicieron cada vez más comunes en las publicaciones periódicas. Éstas
consistían en reseñas que registraban la actividad intelectual del momento y que eran
realizadas por los mismos redactores del periódico o por sus colaboradores con la intención
de dar cuenta de los avances logrados en este orden. Las escuelas, la producción intelectual
y la oferta cultural (conciertos, teatro, conferencias), constituyeron su contenido principal y
sirvieron como signos para apreciar el estado alcanzado en materia de “civilización” y
“progreso”. Cuando en esta clase de revistas el balance resultaba afortunado, como le
ocurrió a Adriano Páez en la que realizó del movimiento periodístico de 1878, alcanzando a
registrar unas veintisiete publicaciones entre políticas, literarias y oficiales; ellas se
acompañaban de entusiastas y esperanzadoras palabras sobre el feliz porvenir que cabía
esperarle a la patria… a pesar de todo.

A juzgar por ese incremento en el periodismo, nuestra patria es un pueblo adelantado en el


orden intelectual; amigo de la discusión y perseguidor de la luz que ansía y anhela… El
pulso de los pueblos se toma en su movimiento intelectual, y el periodismo es la más clara
manifestación que tiene éste en el presente siglo. Cada nueva hoja, al parecer insignificante,
acusa una pulsación más, es una nueva señal de vida, una otra esperanza, más progreso, más
porvenir, más facundia.63

Si bien no como signos de “progreso” y “civilización”, los crecimientos que se presentaron


en estos campos han sido recogidos por historiadores para desarrollar la idea de un posible
mercado e industria culturales que se encontrarían en gestación hacia este periodo.
Aspectos como la expansión de la red escolar tanto pública como privada, el
establecimiento de un mayor número de imprentas y casas de edición, el surgimiento de
nuevos espacios para la comercialización de bienes impresos como fueron las librerías y
agencias, el crecimiento sostenido de publicaciones periódicas a lo largo de la segunda
mitad del XIX, y lo que parece haber sido un fenómeno considerable de intercambio y
circulación de todo tipo de impresos tanto dentro del país como fuera de él –algo que es
visible en la correspondencia que sostienen los editores con sus agentes en distintos

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
Antioquia, 1870-1880, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, Universidad Nacional de Colombia,
2010, y, Fusiles y plegarias. Guerra de guerrillas en Cundinamarca, Boyacá y Santander, 1876-1877,
Medellín, Universidad Nacional de Colombia, DIME, 2004.
63
Adriano Páez, “Revista del periodismo colombiano”, La Patria, Bogotá, entrega 1ª, 1º de enero de 1878, p.
30.

 
46

distritos, ciudades y países–, son algunos de los aspectos que han sido traídos a colación
para dar fuerza a dicha idea.

Un elemento más a considerar, sin duda clave en la potenciación de esta dinámica cultural,
es el de la expansión que se produjo del público lector más allá del grupo de las élites
letradas. Un fenómeno que era en gran medida el resultado de procesos educativos que
venían de tiempo atrás y que se habían estado acentuado con los sucesivos proyectos de
instrucción pública impulsados por los gobiernos republicanos. Como señala Loaiza Cano,
“los nuevos sujetos de la educación se convertirían, a su vez, en los nuevos sujetos de la
lectura”.64.

La mayor intensificación del intercambio, consumo y producción de bienes y servicios


culturales que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIX, trajo consigo una
ampliación importante del mercado laboral. De este incremento no sólo se vieron
favorecidos los actores que más directamente estuvieron involucrados en prácticas
culturales y pedagógicas, como fueron los institutores, publicistas, literatos y artistas; sino
también, se beneficiaron muchos otros sectores que de manera menos directa contribuyeron
al desarrollo de esta clase de actividades. Así, beneficiarios de aquel “fervor cultural”
fueron también los artesanos impresores y cajistas encargados de satisfacer la demanda
creciente de periódicos, libros, textos escolares y demás impresos; los comerciantes, los
libreros y los agentes que cumplieron funciones de distribución y comercialización; y no
menos, los que se desempeñaron en labores domésticas al interior de los establecimientos
escolares, en tareas como las de vigilancia, limpieza y alimentación, y cuyos sueldos, como
hemos podido comprobar, también figuraban en los presupuestos de gastos de las
Direcciones de instrucción pública y en las nóminas de los colegios privados.

Sin embargo, parece haber sido sobre todo en el campo de la enseñanza escolar donde las
posibilidades laborales fueron mayores y más viables en términos de rentabilidad, y no
tanto en los campos del periodismo, la literatura o el arte. En la dedicación a la enseñanza
podía haber “patriotismo”, sentimientos de deber religioso, vocación sincera o intereses
proselitistas involucrados, según fuera el caso; pero también, sin lugar a dudas, había
mucho de “necesidad”, aunque esto último por lo general tendía a reconocerse menos.
Algunos individuos, si bien, tuvieron menos “prevenciones sociales” a la hora de reconocer
en sus grandes “penurias económicas”, la razón que les había llevado a desempeñarse en un
oficio que era visto comúnmente como una carga en extremo penosa e ingrata. En una
conversación entre dos personajes que fue reproducida en el periódico El Chino de Bogotá,
uno de ellos al enterarse que el otro había aceptado el nombramiento de maestro de escuela
                                                                                                               
64
G. Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época, Óp. cit., p. 430.

 
47

pública, le preguntaba lo siguiente: “—Hombre, tan pobre así estás que te has hecho cargo
de semejante destino?”, el otro le respondió, “—Casi en la indigencia, mi amigo; la vista
excusa la pregunta”.65

Circunstancias como “la extrema pobreza” y “la necesidad de sostener una numerosa
familia” fueron invocadas con bastante frecuencia en las solicitudes que se enviaban a las
autoridades oficiales para hacer oposición a la dirección de una escuela.66 Parece ser, de
hecho, que esta clase de razones lograban influir en los funcionarios encargados de hacer
los nombramientos. Así por lo menos, lo aseguraron los redactores del periódico El Álbum
de los niños, para quienes se trataba de una práctica bastante extendida:

La idea antigua y altamente perjudicial de dar destino a los hombres en vez de buscar
hombres para los destinos, es la causa principal de que el magisterio pedagógico esté
envilecido y degradado entre nosotros […] En este ramo deben dejarse a un lado las
consideraciones tan comunes de que a éste es preciso darle una escuela porque está muy
pobre, a aquel porque tiene muchos hijos y al de más allá porque ha prestado importantes
servicios a tal o cual causa. En nuestro concepto, solo debe atenderse a las aptitudes y a la
moralidad de los individuos […].67

Por otra parte, el hecho de que la enseñanza también hubiera podido asociarse con causas
más “nobles” y “elevadas”, como las del “patriotismo”, la “filantropía” o la “causa
religiosa”, hizo posible que a los ojos de las clases altas el oficio de maestro de escuela
adquiriera cierto carácter de dignidad y respeto y, en tal virtud, se convirtiera en un recurso
posible de sostenimiento económico en medio de circunstancias no tan favorables. Así
entonces, no sólo para los sectores populares sino también para aquellas familias
aristocráticas empobrecidas y, como ha mostrado Víctor Manuel Uribe Urán, para las élites
políticas que en cierto momento se vieron marginadas de los cargos públicos, 68 la
enseñanza emergió también como un medio viable de sustento económico; a la manera
como lo señalaron los redactores de El Álbum de los niños: “como el último recurso
honrado que les queda para atender a las necesidades de la vida".69

                                                                                                               
65
El Chino de Bogotá, Bogotá, núm. 16, 3 de julio de 1875, p. 132.
66
Esta clase de solicitudes pueden encontrarse en los fondos de Instrucción pública de los archivos oficiales.
Las que se consultaron para esta investigación fueron del Archivo Histórico de Antioquia.
67
“Instrucción pública”, El Álbum de los niños, Tunja, núm. 23, 19 de enero de 1872.
68
Uribe Urán se refiere particularmente a las élites provinciales que quedaron desplazadas de la
administración pública después de la Guerra de los Supremos y el ascenso al poder de la élite aristocrática.
Según el autor, muchos de ellos, como Lorenzo María Lleras, Manuel Cañarete y Salvador Camacho Roldan,
pudieron continuar con una vida modesta en la capital gracias a la combinación de actividades como la
docencia, el ejercicio de su profesión de abogado y el comercio en menor escala, cf. Honorable lives: lawyers,
family and politics in Colombia 1780-1850, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2000, pp. 139-140.
69
“A los preceptores de las escuelas”, El Álbum de los niños, Tunja, núm. 37, 20 de abril de 1872.

 
48

Un ejemplo de lo anterior parece haber sido el caso de la hija del General Tomás Cipriano
de Mosquera, Amalia Mosquera de Herrán. Después de la muerte de su esposo, el también
general y expresidente Pedro Alcántara Herrán (1800-1872), Amalia Mosquera se vio en la
necesidad de dejar su vida en el exterior y regresar a su país donde al parecer contemplaba,
según se infiere de la correspondencia que ésta y su padre sostuvieron hacia la década del
setenta, dos posibilidades de sustento: una, que el Congreso le otorgara una pensión por los
servicios militares prestados a la Patria por su esposo; y la segunda opción, que por lo
demás poco parecía convencerle, era establecerse en la ciudad de Popayán, de donde era
originaria la familia Mosquera, y aceptar la oferta que su padre le hacía de nombrarla
directora de un colegio y “poner a sus hijas de profesoras”. 70

Al caso de la hija de Mosquera puede sumarse el de Eufemia Cabrera, viuda del reconocido
publicista José Joaquín Borda, quien hacia el mismo año de la muerte de éste, en 1878, se
encontraba estableciendo un colegio para niñas en la capital del país.71 A diferencia de
Amalia, Eufemia Cabrera podía contar a su favor con la experiencia y antecedentes que en
la práctica escolar había tenido su esposo, quien fue profesor de distintos colegios y en
1871 fundó su propio establecimiento de enseñanza primaria.

Una revisión de la prensa publicada entre 1860 y 1880, nos permitió encontrar el registro de
un total de sesenta y tres establecimientos de enseñanza particulares ubicados en la ciudad
de Bogotá: 26 de ellos femeninos y 37 masculinos (cf. Anexo 1).72 Algunos de estos
colegios ofrecieron educación desde el grado elemental hasta el profesional. La mayoría
contó con tres modalidades clásicas de vinculación, los alumnos internos, semi-internos y
externos, pero incluso algunos ofrecieron a los padres la posibilidad de pagar solamente por
las clases que sus hijos fueran a tomar. Los precios no variaron mucho de un colegio a otro,
ni entre los masculinos y los femeninos y, por lo que se pudo colegir, era bastante común
                                                                                                               
70
Una buena descripción de lo que fue esta correspondencia la ofrece el siguiente catálogo, disponible en la
página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República (Colombia): Archivo familiar de
Tomás Cipriano de Mosquera, Catálogo descriptivo, Bogotá, 2005.
<http://www.banrepcultural.org/blaa/colecciones-y-archivos/tomas-cipriano-mosquera> (consultado 22 de
noviembre de 2012). Un análisis histórico sobre la correspondencia sostenida por Tomás C. de Mosquera se
encuentra en el trabajo de Nancy Otero Buitrago, “Correspondencia y relaciones de poder. El caso de Tomás
Cipriano de Mosquera, 1845-1878”, tesis de Maestría en Historia, Santiago de Cali, Universidad del Valle,
2012.
71
La Caridad, Bogotá, año XI, núm. 37, 31 de diciembre de 1878.
72
La información fue recogida de la sección de “Anuncios” de algunos de los periódicos más importantes y
de mayor circulación en el país: dos de ellos de carácter oficial, el Diario de Cundinamarca y el Diario
Oficial, y tres de particulares, La Caridad, El Hogar y Museo Literario. Los directores o “empresarios”
encargados de los colegios pagaban avisos en la prensa con el fin de promocionar sus establecimientos,
ofreciendo información relativa a los planes de estudio, los profesores a cargo de los cursos, el valor de las
pensiones, y las fechas de iniciación y finalización de las clases.

 
49

que compartieran entre sí buena parte de su planta docente. El Colegio del Carmen y el
Colegio de San Joaquín, ambos establecidos en 1875, por ejemplo, tuvieron en común a
tres de sus profesores: los dos Presbíteros Jesús María Uribe y Luciano Díaz y, el
mencionado antes, José Joaquín Ortiz. Este último daba además clases en el Colegio Pio IX
dirigido por José Vicente Concha.

Se pudo observar también que una buena parte de estos colegios fueron fundados por
individuos pertenecientes a las élites de la sociedad bogotana, y cercanos de algún modo al
partido conservador; ya porque hubiesen militado directamente en sus filas o porque, por
tradiciones familiares o afinidades ideológicas, se les suele asociar con este partido. Entre
éstos encontramos los tres colegios creados por la familia Carrasquilla Ortega. El primero,
El Liceo de la Infancia, fue fundado en 1858 por el conservador Ricardo Carrasquilla. Éste
además había fundado seis años antes en asocio con los hermanos José Joaquín y Juan
Francisco Ortiz un colegio que se llamó el Instituto de Cristo. Por las aulas del Liceo,
quizás uno de los colegios más famosos de la ciudad, llegaron a pasar muchos de los hijos
de las élites políticas del momento, incluyendo a los del muy liberal Manuel Ancízar.

Un año después, algunas de sus hermanas fundaron el Colegio de la Santísima Trinidad, y,


en 1864, bajo la dirección de su hermana Belén Carrasquilla de Ortega se estableció el
Colegio de la Concepción. Otros establecimientos fundados por conservadores, fueron: el
Colegio de José Vicente Concha, creado en 1867 y promocionado por su director como una
alternativa de educación profesional “libre de las doctrinas materialistas y sensualistas” que
se enseñaban en la Universidad Nacional; 73 los dos colegios, uno femenino y otro
masculino, establecidos por los hijos de Pastor Ospina, hermano del dirigente conservador
Mariano Ospina Rodríguez, después de haber regresado de su exilio en Guatemala; y, para
dar un último ejemplo, los tres colegios establecidos por la familia de José Manuel Groot:
el de su hermano Jacobo, quien años antes había sido socio de José Manuel en el
establecimiento de una Casa de educación en el año de 1834,74 y los dos de sus sobrinos,
los cuatro hermanos Sandino Groot.

                                                                                                               
73
El empresario Concha ofreció dar en su colegio las mismas materias que los estatutos universitarios exigían
para obtener el grado en las profesiones de: “leyes”, “política”, “financista”, “diplomacia” y “jurisprudencia”.
Hacia 1875, su colegio que antes simplemente se llamaba Colegio de Vicente Concha, pasó a llamarse
Colegio de Pio IX, nombre que el mismísimo Papa Pio IX le concedió después de que Concha hiciera las
respectivas gestiones para obtener tal aprobación, la cual recibió a través de una carta firmada por el Papa con
fecha de 3 de febrero de 1875. Esta carta fue publicada en varios periódicos católicos, véasela por ejemplo en:
La Sociedad, Medellín, núm. 150, 15 de mayo de 1875, p. 44.
74
Se trató de la Tercera Casa de Educación. La Primera Casa había sido fundada en 1828 por José María
Triana y la Segunda lo fue ese mismo año por J. M. Groot. La última, fundada en 1834, debió cerrarse en
1841 a causa de la Guerra de los Supremos. Según Sergio Mejía, quien tuvo acceso al libro de cuentas del
colegio, éste fue para los hermanos Groot “un buen negocio mientras duró”, pudiendo llegar a producirles una

 
50

Aquellos de sus copartidarios que por alguna razón no llegaron a establecer su propio
establecimiento educativo, se desempeñaron de todas maneras como profesores en alguno o
algunos de los de sus contemporáneos. Este fue el caso del importante líder conservador
Miguel Antonio Caro, cuyo nombre aparece en las listas de al menos tres colegios
particulares. Caro fue además profesor en el antiguo Colegio del Rosario y catedrático de la
Universidad Nacional en sus primeros dos años de existencia. Como preceptores
particulares se desempeñaron también Venancio Ortiz y José Joaquín Borda hasta que
llegaron a establecer sus propios colegios.

En la prensa de la época fueron también recurrentes los avisos de personas interesadas en


ofrecer “al público”, “a los padres de familia” y “a los directores de casas de educación”,
sus servicios como profesores en la enseñanza de distintos ramos. De este tipo de avisos
encontramos cerca de treinta para la ciudad de Bogotá entre los mismos años de 1860 y
1880. Algunos de ellos fueron de extranjeros que como Matilde Cavaletti y los esposos
Juan Thiolier y Madame Babieri de Thiolier habían llegado al país con sus respectivas
compañías artísticas y habían visto, quizás, en su paso por la ciudad, la posibilidad de
obtener algunas ganancias extras dando lecciones de música.

La enseñanza pudo ser también una opción contemplada por estudiantes con estudios ya
adelantados, o recién graduados, que no encontraban todavía la posibilidad de emplearse en
sus profesiones. Así lo sugieren algunos avisos en los que los ofertantes anuncian sus
servicios como abogados y, a renglón seguido, ofrecen también encargarse de lecciones
particulares.

1.4.2 Los empleados públicos del ramo educativo

Mayor aún debió ser el papel que tuvo la reforma instruccionista de 1870 en la expansión
del mercado laboral, no sólo en el campo de la enseñanza sino también en el de la
administración pública a través de la numerosa y costosa burocracia que se puso en marcha
para sacar adelante el proyecto educativo en los nueve Estados federales. Cargos
relativamente bien remunerados como fueron los de Director de Instrucción Pública, uno
para cada Estado,75 fueron ocupados por algunos de los más renombrados liberales del

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
entrada cercana a las 190 pesos mensuales. Véase del autor, El pasado como refugio y esperanza, Óp. cit., pp.
49-50.
75
La asignación anual del Director general fue de $1.600 y la que tuvieron los Directores de los Estados de
$1.200. No parece un sueldo bajo si se tiene en cuenta la comparación realizada por Loaiza Cano al respecto,
según éste: entre 1866 y 1872 el sueldo mensual promedio del personal directivo de la alcaldía de Bogotá

 
51

momento: Santiago Pérez, Eustacio Santamaría, Dámaso Zapata, Jorge Isaacs, Enrique
Cortés, José María Quijano Wallis.

En cuanto a la enseñanza, la expansión de la red escolar propiciada por la reforma debió


acompañarse, como ha de suponerse, de la creación de nuevos empleos de maestros, de los
cuales se beneficiaron tanto los hombres como las mujeres. Estas últimas gracias al interés
que entonces se puso en dar instrucción primaria y secundaria-profesional –en las Escuelas
Normales de Institutoras– a este sector de la población.

Los nuevos empleos no vinieron únicamente de la mano de nuevas escuelas, sino también y
en una alta proporción de los reemplazos que se hicieron de los viejos maestros por los que
comenzaron a graduarse de las recién creadas Escuelas normales. Esta clase de relevos
formó parte de la estrategia impulsada por los gobiernos con miras a dignificar y dar un
estatuto profesional al oficio de maestro. Parte de dicha estrategia se desarrolló en un plano
discursivo. En la prensa oficial y sobre todo en los periódicos oficiales del ramo educativo,
los reformistas publicaron numerosos artículos orientados a enaltecer el “arte de enseñar” y
destacar la importancia de la función de los maestros en la sociedad.

Algo similar ocurrió en el plano legal, en donde se tomaron variadas medidas para mejorar
las condiciones laborales de los directores de escuelas públicas. De esta clase fueron las
disposiciones que tuvieron como propósito asegurarles mejores ingresos, especialmente a
los maestros que contaban a su favor con un diploma de Escuela normal, y también, las que
buscaron garantizarles una mayor estabilidad y seguridad en sus empleos, de tal manera que
los nombramientos de directores de escuelas fueran realizados en “propiedad” y no
estuvieran sujetos al arbitrio de los funcionarios locales sino que dependieran directamente
de la administración central del ramo.

Mediante esta serie de estrategias, los reformistas se proponían también atraer a las nuevas
generaciones de jóvenes hacia las Escuelas normales. Utilizaron aquellas como argumentos
para convencer a la juventud masculina y femenina de que la obtención de un título de
“Maestro de escuela” podía ser garantía de un trabajo estable y rentable y, al mismo
tiempo, de una forma de vida digna y respetable. Este fue el propósito del Director de
Instrucción Pública del Estado de Antioquia, en la nota que publicó en El Monitor con el
fin promocionar dichos establecimientos entre los jóvenes de la región:

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
osciló entre $47 y $47.50, y el alcalde ganaba, en 1866, $70, cf. G. Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época,
Óp. cit., p. 404.

 
52

[…] quiere, además [la Dirección general de I. P.], excitar a la juventud antioqueña que se
educa en los colegios y escuelas del Estado, a fin de que concurran a inscribirse en la
matrícula de aquel importante establecimiento los jóvenes mayores de 16 años que deseen
ejercer la noble carrera del institutor; asegurándoles que en lo sucesivo se procurará que
esta carrera, que no ha sido colocada a la altura en que debiera colocarse, será tenida como
un verdadero magisterio; que serán preferidos los directores que opten escuelas, a aquellos
que no hubiesen estudiado en la Normal […]; que en adelante habrá asignaciones mejores
[…]; y en fin, que el establecimiento a que se alude tiene local, magníficos útiles y textos
para la enseñanza, adaptados a los progresos que ésta ha hecho, y cuenta con un Director
que tiene excelentes recomendaciones y ofrece garantías de acierto y buen desempeño en el
cumplimiento de sus deberes y en el éxito de su noble misión.76

En este primer capítulo se ha querido mostrar la manera cómo alrededor de la educación se


convocaron múltiples actores y grupos sociales con características e intereses diversos. Para
todos ellos la educación representó algo distinto. Algunos la asumieron como un ideal
social y le atribuyeron un papel clave dentro de los propósitos de reforma de la sociedad.
Otros vieron en la educación un instrumento o mecanismo estratégico dentro de la lucha
por el poder político o por alguna otra causa en particular. Para unos, la enseñanza fue
sobre todo una vocación y un ideal de vida, mientras para otros, se trató simplemente de un
recurso y una fuente de trabajo para el sostenimiento y la satisfacción de necesidades
económicas. Todos estos, a su manera, participaron y contribuyeron al desarrollo de los
procesos educativos que tuvieron lugar durante el periodo federal de los Estados Unidos de
Colombia. ¿En qué consistió su participación? ¿Qué clase de acciones llevaron a cabo? ¿A
través de qué medios? ¿Bajo qué motivaciones? Éstas son algunas de las cuestiones que se
intentarán abordar en los siguientes capítulos.

                                                                                                               
76
El Monitor, “periódico oficial de instrucción pública”, Medellín, núm. 20, 22 de mayo de 1872, pp. 161-
162.

 
53

CAPÍTULO II
LA PRÁCTICA ASOCIATIVA. ANTECEDENTES, PANORAMA GENERAL Y
ASPECTOS CARACTERÍSTICOS DE LOS FENÓMENOS ASOCIATIVOS DEL
SIGLO XIX

2.1 LA FÓRMULA ASOCIATIVA Y LA BÚSQUEDA DE OBJETIVOS


EDUCATIVOS

El campo educativo se constituyó en un frente privilegiado de la iniciativa privada a lo


largo del siglo XIX. Durante esta época, si bien, el papel de los particulares en la educación
no se pensó sólo como un asunto de simple “voluntad” e “iniciativa espontánea”, sino que
de hecho se planteó como una cuestión de “responsabilidad” y “deber”. Para los
contemporáneos, el desarrollo de la instrucción no era una tarea que debía recaer de manera
exclusiva en los gobiernos y las autoridades públicas, sino que ella concernía también y en
alta medida a la sociedad, muy especialmente a aquellos sectores de la población que por
sus mayores recursos y cualidades eran los más llamados a servir en la “noble causa” de la
educación nacional.

Para los gobiernos que en diferentes momentos del siglo XIX emprendieron proyectos de
instrucción pública, en 1826, 1842 y 1870 bajo las administraciones de Santander,
Alcántara Herrán y los liberales radicales, respectivamente, la ayuda de los particulares fue
siempre vista como un factor clave para el éxito de sus propósitos. Bajo apelaciones
retóricas al “patriotismo”, los gobernantes líderes de aquellos proyectos llamaron a la
población a prestar su contingente y sus servicios a favor de la instrucción popular. De los
particulares se esperaba que ocuparan los llamados “cargos onerosos”, es decir, aquellos no
remunerados como eran los de inspectores, visitadores y examinadores escolares, y que
formaran parte del personal de las Juntas curadoras, los Consejos de instrucción pública y
las Comisiones de vigilancia, que fueron en sus distintos momentos los organismos
encargados de velar por la buena marcha de la instrucción y de auxiliar a las autoridades
locales en sus funciones educativas.

Pero al mismo tiempo, sin la mediación o presión de las autoridades oficiales, numerosos
individuos voluntariosos que se declaraban “amantes de la instrucción” y afirmaban su
deseo de contribuir a la “gigantesca labor civilizadora del siglo XIX”,1 se apropiaron por
iniciativa propia de objetivos educacionistas y promovieron la organización de asociaciones
para trabajar de manera colectiva –“con inteligencia” como algunos decían– en pro de su

                                                                                                               
1
Así lo expresaban los jóvenes que conformaban la Sociedad Filomática hacia 1876, cf. El Obrero, “órgano
de la Sociedad Filomática”, Ocaña, núm. 6, 1º de enero de 1876, p. 21.

 
54

fomento. La práctica asociativa, como veremos, se convirtió a lo largo del siglo XIX en una
fórmula bastante promovida y adoptada en la búsqueda de objetivos de “progreso”.

Las primeras asociaciones que se crearon en el país, orientadas hacia la promoción de


objetivos educativos, lo hicieron en el marco del Nuevo Reino de Granada hacia finales del
siglo XVIII. Bajo el propósito de impulsar su programa de reformas, la Monarquía española
promovió en los territorios americanos la organización de asociaciones denominadas
Sociedades de Amigos del País. Desde 1774, como señala el historiador François-Xavier
Guerra, la política ilustrada puesta en marcha por la Corona quiso hacer de estas
asociaciones “un medio para difundir las ‘luces’”.2 La función de estas sociedades debía ser
la de auxiliar a las autoridades reales en el desarrollo de los proyectos de reforma de la
sociedad.

Sin embargo, no es mucho lo que hasta ahora sabemos sobre la implantación y


funcionamiento de estas asociaciones en el caso particular del Nuevo Reino de Granada.3
En su libro La Ilustración en el virreinato de la Nueva Granada. Estudios de historia
cultural, 4 Renán Silva, aunque no ofrece mayores detalles sobre su instalación y las
actividades específicas que llevaron a cabo, plantea una interesante reflexión sobre estas
asociaciones, que, siguiendo la dirección de los análisis antes propuestos por François-
Xavier Guerra, 5 apunta sobre todo a mostrar los elementos de “modernidad” que las
caracterizaron. De acuerdo con el autor, las asociaciones que se crearon hacia estos años se
organizaron sobre la base de un nuevo modelo de relaciones culturales de inspiración
ilustrada que tuvo por principio la promoción de la comunicación libre e igualitaria de las
ideas. Se trataba, según afirma, de una nueva “perspectiva cultural que declaraba que la
base del progreso estaba constituida por el libre intercambio de ideas entre los hombres”.6
De ahí que para las metas de “progreso” a las que se aspiraba, fuera indispensable
promover aquellos establecimientos donde este nuevo modelo cultural podía materializarse:
la prensa y las asociaciones, principalmente. Ambas fueron concebidas como espacios que
al favorecer el diálogo y la comunicación de conocimientos, permitían a los hombres
                                                                                                               
2
François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México,
Fondo de Cultura Económica, Mapfre, 1993, p. 96.
3
Trabajos en los que se puede encontrar alguna información son: Hans König, En el camino hacia la nación.
Nacionalismo en el proceso de formación del del Estado y de la Nación de la Nueva Granada, 1750 a 1856,
Bogotá, Banco de la República de Colombia, 1994; Jaime Andrés Peralta Agudelo, Los novatores: la cultura
ilustrada y la prensa colonial en Nueva Granada (1750-1810), Medellín, Universidad de Antioquia, 2005;
Carlos Vladimir Villamizar Duarte, La felicidad del Nuevo Reyno de Granada: el lenguaje patriótico en
Santafé (1791-1797), Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2012.
4
Renán Silva, La Ilustración en el virreinato de la Nueva Granada. Estudios de historia cultural, Medellín,
La Carreta, 2005.
5
En su libro Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Óp. cit.
6
R. Silva, La Ilustración en el virreinato de la Nueva Granada, Óp. cit., p. 158.

 
55

ilustrarse recíprocamente y discutir sobre los temas de “utilidad general” con miras a
proponer reformas para la sociedad.

Importa rescatar, entonces, cómo ya desde este periodo de finales del siglo XVIII, se
encuentra en boga un ideal asociacionista, compartido por “toda la intelectualidad
ilustrada”, que se caracteriza por atribuir a la práctica asociativa rasgos de civilización y de
progreso. Para el pensamiento ilustrado, las asociaciones junto con la prensa y las
instituciones escolares, constituyeron la fórmula clave dentro de la estrategia de reforma de
la sociedad.7

A lo largo del siglo XIX los gobiernos republicanos dieron continuidad a la política
monárquica de promoción de prácticas asociativas. Las nuevas élites gobernantes,
probablemente, tuvieron que enfrentarse a dificultades similares a las que en su momento
acusaron los funcionarios abanderados del reformismo borbónico, cuando hacían referencia
a las pocas aptitudes de los empleados al servicio de la Corona, muchos de ellos, según
lamentaban, carecían de las habilidades “básicas” de lectura y escritura. Quejas iguales a la
anterior se escucharán todavía bien entrado el siglo XIX.8 Para las élites republicanas,
deseosas de emprender reformas sociales, éste no era sin embargo el único problema. Lo
era también, y quizás mucho más, el hecho de que se tratara de funcionarios que a causa de
su indiferencia frente a las corrientes modernas del pensamiento, carecían de aquel “espíritu
progresista” tan necesario, a su modo de ver, por ser él el que alentaba a los hombres a
procurar las mejoras tanto para sí como para la sociedad en general.

Ante las dificultades para contar con una red burocrática calificada y al mismo tiempo
animada de una ideología modernizadora, las primeras élites republicanas que se
enfrentaron a la reconstrucción del país sobre nuevas bases políticas, posiblemente

                                                                                                               
7
Silva muestra cómo la comparación entre dos publicaciones de la época aparecidas en distintos momentos,
el Papel Periódico (1791) y el Correo Curioso (1801), permite apreciar la creciente importancia que los
ilustrados comenzaron a dar a las asociaciones para los propósitos de reforma: “hay que destacar de nuevo
una novedad radical del C.C. [Correo Curioso] en relación con el Papel periódico. Si bien en este último
encontrábamos la propuesta de un tipo de estas asociaciones, las ‘sociedades económicas de amigos del país’,
como la promesa del adelanto y del progreso material y espiritual de la sociedad, nunca como en el C.C. todo
el proyecto de transformación de la sociedad se había hecho depender de una nueva vida asociativa y del
intercambio de opiniones, al punto de poder decirse que este tipo de establecimientos constituyó una de sus
banderas por excelencia”, en: Ibíd., p. 160.
8
Para ilustrar esto con un ejemplo, en El Mensajero, periódico a cargo del político liberal Felipe Pérez, se
publicó un artículo que tenía por objeto discutir las “necesidades del país” y los principales problemas que
obstaculizaban sus metas de progreso. Para los redactores, uno de esos grandes problemas estaba relacionado
con la falta generalizada de funcionarios idóneos: “el buen servicio municipal, el primero y más útil de los
servicios públicos y la base del gobierno republicano, no puede prestarse por funcionarios que no sepan leer y
escribir; pero en la generalidad de nuestros distritos es frecuente ver a los jueces y a los alcaldes firmar por
tercera mano”, en: “Necesidades del país”, El Mensajero, Bogotá, núm. 18, 21 de noviembre de 1866, p. 69.

 
56

consideraron como de gran urgencia la necesidad de acudir al recurso de las asociaciones


voluntarias; es decir, buscar el concurso de los individuos que por su instrucción, su
posición social y sus recursos, resultaban ser los más idóneos para auxiliarles en sus
funciones públicas. Cierto tono de urgencia se percibe, por ejemplo, en una de las
disposiciones consignadas en la temprana Constitución de Cundinamarca de 1811: “Deberá
establecerse cuanto antes en la capital una Sociedad patriótica, así para promover y
fomentar estos establecimientos en ella y en toda la provincia, como para hacer otro tanto
en razón de los ramos de ciencias, agricultura, industria, oficios…”.9 Además de las tareas
de fomento, a la futura Sociedad se le asignaban también funciones de inspección y control
sobre las escuelas oficiales y particulares.

También en la Constitución del Estado de Cartagena, expedida un año después, se planteó


la importancia de que los gobiernos promovieran y protegieran todos aquellos
establecimientos, como las escuelas y las asociaciones, que contribuían a la “difusión de las
luces y de los conocimientos útiles por todas las clases del Estado”: “Hallándose
establecida en esta capital, bajo la protección del Gobierno, una Sociedad patriótica de
amigos del país, le franqueará aquél todo el patrocinio y fomento que merece una
corporación auxiliar de sus primeras y más importantes atenciones, cuales son la educación,
agricultura, industria, fábricas, artes, ciencias y oficios, comercio, etc.”.10

Disposiciones como las anteriores fueron comunes a lo largo del siglo XIX. Hacia 1822,
por ejemplo, el gobierno de Antioquia dispuso por decreto la creación de Sociedades de
Amigos del País con el objeto de propagar la educación y “tener pueblos sabios e
ilustrados”. Casi cincuenta años después, y nuevamente por iniciativa del gobierno
provincial, en ese entonces a cargo del conservador Pedro Justo Berrío, se dispuso la
creación de Sociedades de Fomento destinadas a impulsar “las mejoras del Estado”. En
ambos casos encontramos a algunas de las figuras más destacadas de la vida política y
religiosa de la época formando parte de su personal. Las Sociedades de Fomento, por
ejemplo, contaron con la participación del expresidente Pedro Alcántara Herrán y del futuro
sucesor de Berrío en la presidencia, Recaredo de Villa. En términos comparativos fue
mucho mayor la acogida que recibió la convocatoria de Berrío en 1870: frente a cuatro
Sociedades de Amigos del País, fundadas en las ciudades de Medellín, Antioquia, Santa

                                                                                                               
9
Constitución de Cundinamarca, Bogotá, Imprenta Patriótica, 1811, p. 188.
10
Constitución del Estado de Cartagena de Indias, Cartagena, Imprenta del C. Diego Espinosa, 1812, p. 162.
En la Constitución también se recomendaba a la Sociedad patriótica, “como uno de los mayores servicios que
puede hacer a la república”, la fundación de escuelas primarias y la tarea de cuidar y vigilar las que se
establecieran.

 
57

Rosa y Rionegro, encontramos a las últimas establecidas en cerca de cincuenta poblaciones


del Estado.11

Esta clase de asociaciones se caracterizó por tener un carácter “semipúblico”. Fueron


cercanas al Estado al haber sido creadas por disposición oficial, haber ejercido funciones
públicas y haber recibido en ocasiones fondos del tesoro público; pero por otro lado se
alejaron, en la medida en que sus integrantes no fueron considerados funcionarios
públicos12 y su gestión no dependió –al menos no por completo– de las autoridades o
corporaciones oficiales. La promoción por parte de los gobiernos de esta clase de
organizaciones fue especialmente significativa en relación con el ramo de la instrucción
pública. Los distintos proyectos educativos, desde los primeras medidas sobre instrucción
de la década del veinte hasta el plan de educación de 1886 del gobierno de Rafael Núñez,
contemplaron entre sus reglamentos el establecimiento o la promoción de sociedades
educativas. Aunque no siempre se establecieron de hecho, como algunos investigadores a
veces lo han supuesto,13 podemos dar cuenta de algunos casos en que sí lo hicieron y
mostrar las actividades que desarrollaron y quienes fueron algunos de sus integrantes.

                                                                                                               
11
Respecto a las Sociedades de Amigos del País, su tarea consistía en: “Informar al Gobierno todas las
medidas que en su concepto deban tomarse para bien público en toda la Provincia, y particularmente en su
respectivo Cantón: formar planes, proyectos, y dar cuenta de todos los males que se experimenten, y remedio
su celo por el bien general, sugiriendo al Gobierno los auxilios medios y recursos de que puede usar par
ponerlos en planta […]. [Eco de Antioquia, Medellín, 1822]”, cita tomada de: Gilberto Loaiza Cano,
Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación (Colombia, 1820-1886), Bogotá, Universidad
Externado de Colombia, 2011, pp. 323, 57. En cuanto a las Sociedades de fomento, su tarea era similar a la de
las anteriores, si bien éstas adoptaron una organización más compleja de sus labores acorde con los ocho
ramos que debían atender: instrucción pública, agricultura, minería, artes y oficios, beneficencia, comercio,
salubridad y ornato, y vías de comunicación. El decreto “estableciendo sociedades de fomento”, del 2 de
diciembre de 1870, fue publicado en el periódico oficial del Estado: Boletín Oficial, Medellín, núm. 431, 12
de diciembre de 1870, p. 241. En el Boletín se encuentra también información detallada sobre los miembros
de las distintas sucursales, los lugares y actas de instalación y algunas de las actividades que desarrollaron.
12
Así, por ejemplo, lo precisaban los estatutos de las Sociedades de fomento; según su art. 9: “Los miembros
de las sociedades de Fomento no son empleados públicos, ni tienen derecho a remuneración pecuniaria”, pero
se agregaba: “Los servicios que presten y el buen ejemplo que den serán debidamente apreciados por el
Gobierno […]”, en: Ibíd. Lo anterior no impedía, sin embargo, que quienes las integraran ocuparan de hecho
cargos en la administración pública.
13
Es el caso de Miryam Báez, quien en su trabajo sobre la reforma educativa de 1870 dedica un apartado
completo a las “Sociedades de Institutores” (asociaciones que el DOIPP propuso crear), en el que asume que
éstas “en concordancia con el mandato normativo del gobierno central” se establecieron en “todos” los
estados federales; sin embargo, a pesar de afirmar esto, la autora no cita las fuentes que pudieran comprobar
que de hecho fueron creadas en “todos” ellos, aunque sí se cuida de señalar que “no todas funcionaron con el
mismo entusiasmo y dedicación”. M. Báez Osorio, Las Escuelas Normales y el cambio educativo en los
Estados Unidos de Colombia en el periodo Radical, 1870-1886, Tunja, Universidad Pedagógica Nacional,
2004, pp. 269-270.

 
58

Entre los años de 1820 y 1840, según Gilberto Loaiza Cano, se organizaron en total
veintiocho “asociaciones que apoyaron la instrucción pública”.14 Entre éstas se encontraban
las llamadas Sociedades de Educación Elemental Primaria o de Amigos de la Educación
que se fundaron en las ciudades de Mompox (1825), Popayán (1833), Bogotá (1834, 1837-
1839, 1843), Pasto (1835, 1838), Barranquilla (1834) y Neiva (1837). De las que se
conocen sus listas de miembros se puede ver que estuvieron integradas por destacadas
figuras de la vida social y política. La de Mompox, según señalaba uno de sus miembros,
estaba conformada por “amigos… en la ilustración de la juventud, individuos de la primera
respetabilidad de esta Ciudad, y forasteros, entre ellos el benemérito Sr. Ministro
plenipotenciario en el Gran Congreso de Panamá Sr. Pedro Gual”.15

La Sociedad de Educación de Popayán contaba entre su contingente a miembros de


influyentes familias caucanas como eran los Mosquera, los Obando y los Pombo.16 De los
Mosquera estaban Joaquín, quien había ocupado, en calidad de designado, la presidencia
del país en los años de 1830 y 1831, y su hermano Manuel José, quien se había
desempeñado como rector de la Universidad del Cauca y, hacia 1834, sería nombrado
Arzobispo de Bogotá. Este último, además, fue después el presidente de la Sociedad
homóloga establecida en Bogotá entre 1834-1838. De las otras dos familias figuraban José
María Obando, futuro presidente del país durante 1853 y parte de 1854, y Cenón Pombo,
hermano del estadista Lino de Pombo. De la Sociedad de educación primaria de Neiva, por
último, ya que no contamos con información sobre la composición de las otras dos, se sabe
que su creación fue iniciativa del gobernador de la Provincia, José María Galaviz, y que
ella tuvo como uno de sus miembros honorarios al ya mencionado Joaquín Mosquera.17

Posiblemente, como era común que ocurriera dentro de la práctica asociativa, las
Sociedades de educación primaria de las distintas ciudades se fundaron sobre la base de
unos mismos o por lo menos similares estatutos. Si nos atenemos a los que dispuso la de
                                                                                                               
14
Véase: “cuadro 3-1: asociaciones que apoyaron la instrucción pública, 1820-1840”, en: G. Loaiza Cano
Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit., p. 326. Sobre las asociaciones que se
crearon durante las décadas del veinte al cuarenta, ver también: Frank Safford, El ideal de lo práctico, el
desafío de formar una élite técnica y empresarial en Colombia, Bogotá, El Áncora editores, 1989.
15
Cita tomada de: Meri L. Clark, “Conflictos entre el Estado y las elites locales sobre la educación
colombiana durante las décadas de 1820 y 1830”, Historia Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, núm.
34, jul.-dic., 2007, p. 48. En este texto la autora se refiere a varias de las sociedades creadas durante los
decenios del veinte y treinta que aquí mencionamos.
16
Sociedad de Educación Elemental Primaria. Estatutos adoptados en la sesión general del 1º de septiembre
de 1833, seguidos del reglamento interno del consejo de la Sociedad, Popayán, Imprenta de la Universidad,
1833, en: Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Fondo Biblioteca digital.
17
José María Galaviz, Exposición que hace a la Sociedad auxiliar de la Educación Primaria de Neiva el
presidente de ella y de su Consejo Administrativo, sobre el curso que han tenido los negocios en el semestre
corrido de 15 de octubre de 1837 a 15 de abril de este año, Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1838, en:
BNC, Fondo Biblioteca digital.

 
59

Bogotá, los únicos que pudimos consultar, vemos que entre las muchas tareas que se
proponían para cumplir con su objetivo de “propagar la educación elemental primaria y
perfeccionar su método”, figuraban algunas como: establecer escuelas para niños y niñas;
promover contribuciones voluntarias; ejercer labores de inspección en las escuelas y
proponer a las autoridades las reformas que se consideren necesarias; publicar y repartir
entre los maestros y alumnos textos y manuales escolares que sean acordes con los nuevos
métodos pedagógicos; proponer premios para estimular entre el público ilustrado la
composición de obras destinadas a la enseñanza y para recompensar a los maestros y niños
que más destaquen en sus labores; y establecer comunicación con sociedades, tanto
nacionales como internacionales, que trabajen también por objetivos educativos.18

Para la primera mitad del siglo XIX, otras de las asociaciones que cumplieron funciones de
instrucción pública fueron las antes mencionadas Sociedades de Amigos del País, de las
cuales sabemos de la fundación de al menos trece.19 También, la Sociedad Didascálica
fundada en Bogotá en 1829 por iniciativa de Simón Bolívar con el objeto de procurar “el
avance de la educación y de la ciencia”. Ésta estuvo integrada por directores de escuelas y
casas de educación particulares, entre los que se encontraba José Manuel Groot, quien
ponía su colegio a disposición de la Sociedad para la organización de sus reuniones.20 Una
más fue la Sociedad Filantrópica de Bogotá, la cual se proponía, al igual que las de
“Amigos del país”, el fomento de ramos tan distintos como la agricultura, las artes, los
oficios, el comercio y la educación. Aunque en sus estatutos esta sociedad señalaba haberse
organizado por “la libre voluntad de varios ciudadanos”, es decir, no por disposición
oficial, al mismo tiempo precisaba su interés de ponerse al servicio del gobierno: “Por
ahora, y mientras que exista esta asociación por vía de ensayo para un establecimiento
sólido, que merezca la intervención del congreso, se pone bajo la protección de las leyes y
del gobierno…”.21

                                                                                                               
18
Sociedad de Educación primaria de Bogotá, Estatutos de la Sociedad de educación primaria de Bogotá.
Decreto de 4 de octubre de 1834, Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 4 de octubre de 1834, en: BNC,
Fondo Miscelánea, pieza núm. 358.
19
Aparte de las cuatro antes mencionadas de Antioquia, se fundaron Sociedades de Amigos del País en las
siguientes ciudades: Popayán (1833), Bogotá (1834), Santa Marta (1835), Valledupar (1835), Tenerife (1835),
Chiriguaná (1835), Mompox (1835), Panamá (1836). cf. G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en
la definición de la nación, Óp. cit., pp. 63-67, “Cuadro I-2 Asociaciones entre 1830-1840”.
20
Sergio Mejía Macía, El pasado como refugio y esperanza: la historia eclesiástica y civil de Nueva Granada
de José Manuel Groot, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, Universidad de los Andes, 2009.
21
Reglamento provisorio de la Sociedad filantrópica de Bogotá, Bogotá, impreso por F. M. Stokes, 1825, en:
BNC, Fondo Pineda, pieza núm. 978.

 
60

Durante la segunda mitad del siglo, la organización de esta clase de asociaciones se produjo
sobre todo bajo el impulso de la reforma educativa de 1870.22 El Decreto orgánico de la
Instrucción pública primaria (en adelante DOIPP) dispuso, en efecto, la creación de
asociaciones educativas con el nombre de Sociedades de Institutores. Estas sociedades
debían conformarse por los directores y los maestros de las escuelas públicas y por los
miembros de los Consejos de Instrucción pública y de las Comisiones de vigilancia.23
También podían participar y formar parte de ellas los “amigos de la educación” y los
estudiantes que, a juicio de la Sociedad, fueran acreedores a tal honor. Aunque el DOIPP
fue formulado como una propuesta de alcances nacionales y todos los Estados federales,
exceptuando el de Antioquia, lo aprobaron en un principio, las Sociedades de Institutores
no llegaron a instalarse realmente sino en Santander.24 En este Estado su organización fue
rápida y efectiva –tan sólo en los dos primeros años de su expedición se fundaron cerca de
veintiséis–, gracias a la celosa gestión de su Director de Instrucción pública, el liberal
radical Dámaso Zapata, quien era uno de los mayores abanderados de la reforma educativa.

En cuanto a los objetivos que persiguieron, éstos no fueron muy distintos respecto a los que
caracterizaron a las Sociedades de educación primaria de las décadas del treinta y cuarenta.
Si bien, para las Sociedades de Institutores, en correspondencia con su orientación y la
composición mayoritaria que tuvieron de maestros de escuela, una parte importante de sus
tareas estaba destinada a promover la integración e instrucción recíproca entre los
institutores, a través de “reuniones regulares, cursos, lecciones aisladas, consultas,
conversaciones […]”, y, a “sostener el honor de la profesión”.25 Estos objetivos respondían
al interés que tenían los reformistas de mejorar la formación y el estatuto profesional de los
maestros de escuela.

                                                                                                               
22
Frank Safford señala que durante la primera etapa de poder de los liberales, entre 1849 y 1870, las
asociaciones del tipo de las Filantrópicas y de las de Amigos del País cayeron en desuso debido a la
perturbación y desestabilización social que produjeron las reformas adelantadas por dicho partido, lo cual
tendió a “desviar tanto a los liberales como a los conservadores de la empresa de la educación y, de hecho, de
cualquier actividad social o económica apoyada por la comunidad”, cf. F. Safford, El ideal de lo práctico, Óp.
cit., pp. 111-112.
23
Los Consejos de instrucción pública y las Comisiones de vigilancia debían ser los organismos encargados
de la inspección escolar a nivel departamental y local, respectivamente. El DOIPP disponía que estuvieran
conformadas “de entre las personas mas instruidas y competentes del Distrito”, cf. Decreto Orgánico de la
Instrucción pública primaria, Bogotá, 1º de noviembre de 1870, Capítulos II y III.
24
Para los demás Estados sólo se encontraron dos, una en Boyacá y otra en Neiva (Tolima), ambas instaladas
bastante tardíamente, en 1881 y 1882. Respecto a las de Santander, se encuentra información relativamente
amplia sobre ellas en el periódico que sirvió de órgano oficial del ramo de la instrucción en este Estado: La
Escuela Primaria, Socorro, el primer número es del 1º de noviembre de 1871.
25
Decreto Orgánico de la Instrucción pública primaria, Bogotá, 1º de noviembre de 1870, capítulo VII, De la
Sociedad de Institutores.

 
61

Parece además evidente, por lo señalado antes, que las Sociedades de Institutores se
caracterizaron por tener una composición social más “humilde” respecto a la de sus
predecesoras, las cuales habían estado integradas por reconocidas figuras de la vida social y
política de la época. Así, entre sus listas de miembros encontramos a la par que algunos
individuos que pueden tomarse por representantes del notablato local (como alcaldes y
presbíteros), varios maestros no sólo de escuelas urbanas sino también de escuelas rurales.
Habría que añadir, por último, que las asociaciones de institutores no gozaron de un
carácter tan autónomo y voluntario como las otras. Primero, porque la Dirección de
Instrucción pública del Estado, organismo al que estuvieron adscritas, se encargó de dirigir
y coordinar varias de sus actividades y, segundo, porque la participación de los maestros en
ellas aparentemente no dependía tanto de su “libre voluntad”. Así lo sugieren las sanciones
económicas y morales, como las multas y los “llamados de atención”, que algunos maestros
llegaron a recibir por no formar parte de ellas o por no asistir regularmente a las
reuniones.26

Al lado de estas asociaciones que se organizaron por iniciativa oficial o particular con miras
a auxiliar a los gobiernos en el cumplimiento de sus funciones públicas, otra modalidad
asociativa que se desarrolló con cierta importancia, sobre todo desde mediados del siglo
XIX, fue la de las “sociedades de crítica y de lectura”, conocidas por sus contemporáneos
con el nombre de sociedades literarias. Éstas fueron una forma de “asociación de estudio”
que tenía por objeto promover la instrucción recíproca entre sus miembros a partir de la
organización de reuniones dedicadas a la lectura y los debates intelectuales. Según plantea
Renán Silva, refiriéndose a una de ellas –la Tertulia Eutropélica organizada en la ciudad de
Santafé hacia 1790 por Manuel del Socorro Rodríguez–, “no se trata aquí simplemente de
las “tertulias” como formas espontaneas de conversación y de discusión […], sino de
asociaciones literarias de una mínima estructura, producto de la introducción de algunas
reglas de debate, de la fijación de cierta periodicidad para sus reuniones […]”.27

Las sociedades literarias, en efecto, se caracterizaron por ser una forma de sociabilidad
cultural con cierto grado de formalización e institucionalización.28 De estos rasgos dan
cuenta, por ejemplo, el hecho de que a la sociabilidad se le diera un nombre específico –
algunos fueron “Liceo Antioqueño”, “Sociedad Jenuina”, “El Mosaico”–, se llevaran
                                                                                                               
26
Sobre estas asociaciones véase el trabajo de Rolando Humberto Malte Arévalo, “La profesionalización de
maestros en la reforma instruccionista de 1870 en el Estado Soberano de Santander”, trabajo de grado en
Historia, Bucaramanga, Universidad Industrial de Santander, 2010, pp. 103-112.
27
Renán Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de
interpretación, Medellín, Universidad EAFIT, Banco de la República de Colombia, 2009, p. 336.
28
Sobre las diferencias entre sociabilidades espontaneas y sociabilidades formales, véase el trabajo de
Maurice Agulhon, El círculo burgués; la sociabilidad en Francia, 1810-1848, Buenos Aires, Siglo Veintiuno
editores, 2009.

 
62

registros y actas de las reuniones, y se definieran estatutos en los que se reglamentaban


aspectos como los lugares y días de encuentro, las obligaciones de orden económico,
administrativo o intelectual que contraían los miembros, y las líneas temáticas que debían
orientar los debates.

No obstante estos rasgos de “estructura”, las asociaciones literarias estuvieron lejos de


alcanzar el carácter consolidado, especializado y profesional que fue propio de las
academias de erudición. Antes que esto, ellas se caracterizaron por tener una duración
relativamente corta, por su divagación en diferentes campos y temas de estudio, y por estar
conformadas más por un público de “aficionados” que de individuos realmente dedicados a
la profesión de las letras, las ciencias, o las artes.29 Sobre esto último, lo que pudimos
observar es que estas asociaciones fueron en buena medida creadas por grupos de jóvenes
que se encontraban todavía realizando sus estudios. Estos fueron los casos de las sociedades
que en diferentes momentos organizaron estudiantes de la Universidad Nacional –la
Sociedad Académico literaria (1880)–, de la Universidad de Antioquia –la Sociedad
Literaria (1875)–, del Colegio del Estado de Bolívar –Sociedad Literaria "Concejo
Municipal" (1876)–, y de varios otros establecimientos educativos públicos y privados del
país.

Varias de las otras asociaciones literarias que existieron en el país fueron creadas por
individuos que se desempeñaban en profesiones u ocupaciones distintas a las de las
“letras”, como comerciantes, abogados, funcionarios públicos…; pero que veían en estas
asociaciones una oportunidad para cultivar su afición por la literatura al tiempo que un
espacio para distraerse y entretener los ratos de ocio. Así, por ejemplo, lo manifestaron los
miembros del Liceo de Cartagena cuando se refirieron al carácter “aficionado” de su
sociedad, conformada según decían por “personas tan cargadas de ocupaciones laboriosas”:

Terminamos comunicando a nuestros lectores que el Liceo, aunque de carácter científico,


literario y artístico, no es hasta ahora, exceptuando a unos pocos sujetos profundos en sus
especialidades, sino una sociedad de aficionados al cultivo de las ciencias, letras y artes,
para instrucción y recreo en algunos ratos de ocio, y no un grave instituto de profesores
caracterizados […].30

                                                                                                               
29
La Academia [Colombiana] de la Lengua, creada en 1871, no fue la excepción. Varios de sus integrantes,
algunos como Miguel Antonio Caro o José Manuel Marroquín, estuvieron comprometidos en asuntos propios
de la vida política, en ocasiones desempeñando cargos tan elevados como el de la misma presidencia.
30
El Oasis, Cartagena, núm. 1, 31 de mayo de 1872. Este periódico fue el órgano literario de aquella
sociedad.

 
63

Una aclaración similar fue hecha por los miembros de El Liceo Antioqueño. Según
afirmaron, su sociedad literaria se componía “de algunas de las personas que en esta ciudad
[Medellín] dedican sus horas de ocio al cultivo de las letras, y que buscan en ellas un solaz
para su espíritu, después de las rudas faenas de la labor diaria”.31 Teniendo en cuenta la
rapidez con que solían desintegrarse las asociaciones literarias y el hecho de que quienes
componían el Liceo eran individuos con ocupaciones diferentes a los de las “letras”; es
interesante que éste hubiera logrado sostenerse durante “tanto tiempo”. Aunque no
podemos precisar exactamente cuanto, sí sabemos de la existencia del Liceo todavía para el
año de 1887, esto es, seis años después de haberse fundado (1881). En ese año, El Liceo
inició la publicación de su segundo periódico literario, La Miscelánea. El primero, que
recibió el mismo nombre de la sociedad, había salido a luz en 1884.

La actividad de las sociedades literarias en el campo periodístico fue especialmente


fecunda. Para muchas de ellas la publicación de una hoja literaria fue su mayor prioridad.
Sus miembros dirigieron y concentraron gran parte de sus labores, su tiempo y sus recursos
hacia el objetivo de dar a luz una hoja periódica. En algunos casos, incluso, el deseo de
publicar un periódico se convirtió en la excusa misma para conformar una asociación. Este
fue el caso de la sociedad panameña Juventud Unida, cuya iniciativa fue emprendida por
algunos jóvenes que deseaban crear un periódico pero no tenían los recursos suficientes
para cubrir sus gastos. En consecuencia, se propusieron conformar una sociedad para
conseguir la ayuda que les faltaba. Con este objetivo en mira dirigieron a “varios jóvenes”
la siguiente invitación el 23 de junio de 1876:

Los infrascritos, llenos del verdadero deseo de servir al adelanto intelectual de la juventud y
de dar toda la importancia a su nombre que, según algunos, simboliza la esperanza de la
patria; con el mayor respeto, se permiten invitar a U. para que, si le fuere posible, concurra
a la casa del señor Rufino de Urriola […] el día 25 del actual, a las siete de la noche con el
objeto de tratar sobre la fundación de una Sociedad Colectiva que pueda atender a los
gastos que demande la publicación de un periódico –órgano de ella o de la juventud del
Istmo.32

A aquella reunión asistieron catorce jóvenes. No fueron muchos pero ello basto para que el
periódico pudiera pagarse y estar saliendo a la luz menos de un mes después, el 20 de julio
de 1876, con el nombre y encabezado de “Eco Juvenil, órgano de la sociedad literaria
‘Juventud Unida’”.

                                                                                                               
31
El Liceo Antioqueño, Medellín, núm. 1, 15 de junio 15 de 1884.
32
Eco Juvenil, “órgano de la sociedad literaria ‘Juventud Unida’”, Panamá, núm. 1, 20 de julio de 1876.

 
64

Ha sido sobre todo a través de los periódicos que estas asociaciones crearon que hemos
podido obtener información sobre ellas (cf. Anexo 2). Su considerable número nos revela
que se trataba de una forma de sociabilidad bastante popular durante la época, sobre todo
entre la población juvenil y más aún entre los estudiantes. Muy seguramente fue una
práctica asociativa más extendida incluso de lo que hasta ahora hemos podido establecer,
pues es probable que desconozcamos la existencia de muchas de estas asociaciones que por
la razón que fuera no pudieron concretar la publicación de un periódico, o bien, lo hicieron
pero éstos no se conservan o no estuvieron a nuestro alcance en la investigación.

Los objetivos que persiguieron al fundar un periódico no fueron muy distintos entre unas y
otras. En las que participaron miembros más curtidos en las lides literarias –el caso de El
Mosaico, por ejemplo, que contó en su seno con algunos de los escritores más reconocidos
de la época–, la publicación de una hoja periódica estaba motivada por el deseo de prestar
un servicio “patriótico” a favor de la literatura nacional, esto es, como se lo propusieron los
de El Mosaico, de contribuir a la formación de una tradición literaria e intelectual a través
de la identificación, publicación y divulgación de las obras más importantes de los
escritores nacionales tanto del pasado como del presente.33

Las asociaciones de estudiantes, por su parte, también tuvieron aspiraciones “patrióticas”


semejantes. Sus jóvenes miembros, sin embargo, se reconocían menos preparados para
emprender tan “elevadas” tareas, por lo que reducían sus aspiraciones a buscar a través de
la práctica periodística una manera de continuar con su instrucción, como afirmaban los
jóvenes de la Sociedad Filomática: de “ensayarse en el campo de la discusión y del estudio
por medio de la prensa”.34 También algunos de los estudiantes que conformaban una
sociedad literaria en el Colegio Seminario de San Fernando, en Santafé de Antioquia,
atribuyeron a su periódico El Estudio un propósito pedagógico. Con bastante modestia
afirmaron: "No se espere pues, artículos magistrales de literatura ni notables composiciones
de poesía, sino pequeños ensayos de jóvenes que desean aprender practicando”.35

Consideraciones similares se encuentran en la mayoría de los “prospectos” de los


periódicos creados por jóvenes. Con algunas contadas excepciones, los títulos que aquellos

                                                                                                               
33
Sobre la sociedad El Mosaico y, particularmente, sobre las motivaciones “nacionalistas” detrás de su
publicación (El Mosaico), véase el estudio de Andrés Gordillo Restrepo: “El Mosaico (1858-1872):
nacionalismo, elites y cultura en la segunda mitad del siglo XIX”, Fronteras de la Historia, Bogotá, ICANH,
núm. 8, 2003, pp. 19-63.
34
El Estudiante, “órgano de la Sociedad Filomática”, Bogotá, núm. 4, 24 de junio de 1866.
35
El Estudio, Antioquia, núm. 1, 8 de marzo de 1887.

 
65

dieron a sus publicaciones fueron en sí mismos poco pretenciosos. Éstos, por lo general,
aludían a la condición juvenil o de estudiantes de sus redactores. 36

Solamente en el caso de una sociedad juvenil, la Sociedad Científico-Literaria del Colegio


del Rosario, conformada por estudiantes de esta institución, encontramos realmente la
intención de hacer del periódico un medio de instrucción dirigido a beneficiar a un público
diferente al de los propios integrantes o el de sus pares, “la juventud estudiosa”. Como lo
muestra la siguiente cita, los jóvenes estudiantes del Rosario se proponían ser ellos mismos
mediadores en la gran tarea de “ilustrar al pueblo”:

La juventud del Colegio del Rosario desea poner un humilde contingente al servicio de sus
conciudadanos. Muchos no pueden, por distintas causas, concurrir a las cátedras de un
Colegio ni adquirir libros para obtener alguna ilustración, siquiera sea elemental. A ellos
está destinada particularmente esta hoja, que, aunque carece de méritos de otra clase, tiene
el laudable objeto de llevar al corazón del pueblo los pequeños conocimientos que los
redactores hayan podido adquirir en sus estudios académicos.
[…] Creemos que las doctrinas que se nos han enseñado y que tratamos de popularizar, son
verdaderas; por eso deseamos hacerlas conocer de todos.37

Se trataba, sin embargo, de una labor pedagógica con un fuerte carácter militante y con
intenciones propagandistas explícitas (“Nuestra tarea de propaganda…”, dicen más
adelante); por tanto, más a favor de la causa liberal que de la causa de la educación
popular.

Es evidente que los objetivos educativos de las asociaciones juveniles tuvieron un carácter
más estrecho y alcances más limitados si se los compara con los que habían tenido, y
tenían, las asociaciones anteriormente consideradas: las sociedades de Amigos del País, de
Fomento, de Institutores. Lo anterior, sin embargo, no se debió a que sus miembros
carecieran de “patriotismo” o de aspiraciones a servir al país y, particularmente, a su causa
educativa y la de su “progreso intelectual”, pues como lo prueban sus discursos y
publicaciones, dichas aspiraciones estuvieron presentes en sus miembros; a nuestro modo

                                                                                                               
36
Encontramos para la segunda mitad del siglo XIX numerosos periódicos creados por jóvenes –aunque no
todos correspondientes a asociaciones literarias– que tuvieron títulos alusivos a la condición juvenil o de
estudiante. Algunos de ellos fueron: La Juventud (Bogotá, 1872), La Juventud (Barranquilla, 1888), El
Estudiante (Bogotá, 1866), El Estudio (Antioquia, 1887), El Estudio (Bogotá, 1882), El Cachifo (Panamá,
1875), Eco Juvenil (Panamá, 1876), La Voz Juvenil (Cali, 1878).
37
El Estudio, “órgano de la Sociedad Científico-Literaria del Colegio del Rosario”, Bogotá, núm. 1, 25 de
septiembre de 1882, pp. 2-3. Es por lo demás muy significativa la fecha de aparición del primer número de su
periódico, la cual corresponde con el día de la llamada conspiración septembrina (25 de septiembre de 1828),
en la que un grupo de liberales atentó contra la vida de Simón Bolívar. Esta fecha fue simbólica para los
liberales durante la época.

 
66

de ver, ello se debió principalmente a que los recursos y las posibilidades con que contaban
eran mucho más limitados. El hecho mismo de su “juventud” les alejaba de la posibilidad
de intervenir en los “negocios públicos”.

Parece haber sido entonces más bien reducido y limitado el papel y la contribución que
pudieron tener las sociedades literarias en los procesos educativos. No podría decirse lo
mismo, en cambio, del que tuvieron en el campo literario, como varios autores lo han
mostrado.38 Aun si la calidad literaria de algunas de las publicaciones que crearon dejaba
mucho que desear a la vista de los contemporáneos, su contribución sigue siendo
importante si se tiene en cuenta la numerosa cantidad de periódicos que dieron a luz, con
los cuales contribuyeron a impulsar y animar el movimiento periodístico que tenía lugar en
la época. En algunos casos, según pudimos constatar, estas asociaciones fueron
responsables del único periódico que se dio a luz en una población.

                                                                                                               
38
 Por ejemplo: Juan Camilo Escobar Villegas en su trabajo sobre las élites antioqueñas, Progresar y civilizar,
imaginarios de identidad y élites intelectuales de Antioquia en Euroamérica, 1830-1920, Medellín,
Universidad EAFIT, 2009; Carmen Elisa Acosta en su estudio sobre la prensa y las novelas por entregas,
Lectura y nación: novelas por entregas en Colombia, 1840-1880, Bogotá, Universidad Nacional de
Colombia, 2009; Andrés Gordillo en su trabajo citado sobre la tertulia El Mosaico; Patricia Londoño Vega en
su libro Religión, cultura y sociedad en Colombia: Medellín y Antioquia 1850-1930, Bogotá, Fondo de
Cultura Económica, 2004; y también, Angélica María Díaz Vásquez en su estudio sobre la prensa literaria
bogotana de la segunda mitad del XIX, “Pluma, Papel y tinta. Prensa literaria y escritores en Bogotá, 1846-
1898”, tesis de Maestría en Historia, Bogotá, Universidad de los Andes, 2009.  

 
67

2.2 LA POLÍTICA, LA RELIGIÓN Y LA ASISTENCIA SOCIAL: OTROS


FRENTES DE ACTUACIÓN

La búsqueda de objetivos educativos y culturales impulsó la acción social y su despliegue


en prácticas asociativas a lo largo del siglo XIX. El panorama societario es, si bien, mucho
más amplio y diverso de lo que hasta ahora se ha expuesto. A la educación y a los intereses
literarios deben sumarse otros frentes importantes de actuación que de forma similar
alimentaron la organización de asociaciones durante este periodo. Estos frentes fueron,
principalmente, los de la política, la religión y la asistencia social. Sobre las formas
asociativas a que dieron lugar haremos referencia a continuación tomando como base
algunos de los estudios más importantes que se han hecho al respecto.

En primer lugar, la política. Entre los trabajos que se han producido en el país relacionados
con el tema de las prácticas asociativas, una buena proporción de ellos parte de un enfoque
político y se ocupa de analizar el papel y el peso de los fenómenos asociativos en distintos
aspectos y momentos de la vida política del siglo XIX.39 Varios de los autores de estos
trabajos han dado una atención preferencial a la coyuntura histórica del “medio siglo”.
Durante este periodo el país conoció la primera multiplicación y extensión significativas de
asociaciones, motivada por los conflictos que tuvieron lugar entre las dos facciones
políticas que hacia estos años dieron origen a los partidos liberal y conservador. En medio
de su competencia por el poder, liberales y conservadores promovieron la formación de
asociaciones populares con miras a difundir sus principios ideológicos y concitar el
respaldo popular a sus proyectos políticos. Los liberales crearon asociaciones que fueron
conocidas con el nombre de Sociedades democráticas republicanas, mientras sus
opositores organizaron las que se llamaron Sociedades populares. De acuerdo con el
historiador Fabio Zambrano, durante este periodo, desde 1847 cuando se creó la primera
Sociedad democrática hasta 1854 cuando el gobierno dispuso disolverlas a causa de la
responsabilidad que les fue atribuida en el golpe de estado liderado por el General José

                                                                                                               
39
Algunos de estos son: G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp.
cit.; Francisco Gutiérrez Sanín, Curso y discurso del movimiento plebeyo (1849-1854), Bogotá, IEPRI, 1995;
Gustavo Vargas Martínez, Colombia 1854: Melo, los artesanos y el socialismo, Bogotá, La Oveja Negra,
1972; Jaime Jaramillo Uribe, “Las Sociedades Democráticas de artesanos y la coyuntura política y social
colombiana de 1848”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura, Bogotá, Universidad Nacional
de Colombia, núm. 8, pp. 5-18; Adrián Alzate García, “Asociaciones, prensa y elecciones. Sociabilidades
modernas y participación política en el régimen radical colombiano (1863-1876)”, tesis de Maestría en
Historia, Medellín, Universidad Nacional de Colombia, 2010; Fabio Zambrano, “Las sociabilidades modernas
en la Nueva Granada, 1820-1848”, Cahiers des Amériques latines, París, núm. 10, 1990, pp. 197-203; Alonso
Valencia Llano, Estado Soberano del Cauca: federalismo y Regeneración, Bogotá, Banco de la República,
1988.

 
68

María Melo, llegaron a constituirse alrededor de 120 Sociedades democráticas repartidas en


distintas partes del territorio.40

Un auge asociativo parecido al anterior no volvió a presentarse en el país sino hasta el


periodo del liberalismo radical; éste inicia con la Constitución de 1863 y termina con la
Carta de 1886 dando origen a un nuevo régimen de orientación conservadora. La agitada
vida política que caracterizó estos años, marcada como estuvo por continuas contiendas
electorales (con elecciones presidenciales cada dos años), por las divisiones y
polarizaciones al interior del partido liberal, y por la consolidación de la oposición
conservadora, gracias en buena medida al apoyo recibido de los sectores pro-católicos;
fueron, entre otros, aspectos que estimularon nuevamente la movilización asociativa con
fines políticos. Este nuevo auge, además, se vio favorecido por el amplio régimen de
libertades dispuesto en la Constitución, particularmente por los principios que garantizaban
el derecho a la libre asociación y a la libre expresión y comunicación de ideas. Según las
estimaciones de Gilberto Loaiza Cano, la movilización asociativa del lado liberal ascendió
a poco más de cien sociedades políticas.41

El despliegue asociativo que se presentó en el frente religioso se caracterizó también por


asumir un fuerte carácter militante; en su caso, a raíz de la reacción católica que motivaron
los proyectos de secularización emprendidos por gobiernos liberales. En efecto, para
proteger sus creencias, defender la Iglesia y combatir las reformas anticlericales, los
sectores procatólicos –entre legos y curas– optaron por organizarse en formas asociativas
modernas.42

                                                                                                               
40
Respecto a las asociaciones de corte conservador, cuyo nombre completo fue Sociedad Popular de
Instrucción Mutua y Fraternidad Cristiana, Loaiza Cano afirma que los conservadores no lograron constituir
una red tan extensa y tan eficaz como la del liberalismo, “no se detectaron sino una veintena de clubes
políticos de inspiración católica que respondían al nombre genérico de Sociedades populares”, cf.
Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit., pp. 226-227.
41
Ibíd., pp. 106, 125-126.
42
Es decir, en asociaciones que se establecen sobre la base de un nuevo modelo de organización diferente al
que caracteriza a las cofradías. Respecto a éstas, las formas asociativas modernas adoptan nuevos principios
organizativos y relacionales, y nuevas prácticas de “carácter moderno”, que las convierten en organizaciones
mucho más adecuadas a los propósitos de intervenir y participar en los procesos de la vida y la esfera
públicas. Sobre las diferencias entre las cofradías (vistas como una “forma de sociabilidad tradicional”) y las
asociaciones o “sociedades” (“formas de sociabilidad moderna”) existe una amplia bibliografía, si bien para el
caso hispanoamericano, el trabajo principal sobre este tema es el del historiador François-Xavier Guerra,
Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Óp. cit. Un trabajo importante
sobre las cofradías en el país es la tesis doctoral de Gary Wendell Graff, inédita todavía: “Cofradias in the
New Kingdom of Granada: lay fraternities in Spanish-American frontier society, 1600-1755”, Ph. D. thesis,
Wisconsin, University of Wisconsin, 1973.

 
69

La movilización católica se produjo especialmente en dos momentos. Durante la década del


treinta, a partir de las primeras Sociedades católicas –nombre que recibieron las
asociaciones religiosas organizadas con fines militantes– que fueron creadas para hacer
frente a las reformas de corte liberal y anticlerical adelantadas bajo las administraciones del
General Francisco de Paula Santander.43 La segunda, motivada por razones similares, tuvo
lugar durante la década del setenta y alcanzó de lejos mayores dimensiones respecto a la
anterior. En efecto, frente a unas cuantas Sociedades católicas que hacia 1838 se
organizaron en algunas de las principales ciudades del país, como Popayán, Bogotá, Cali y
Pasto,44 hallamos cerca de 95 de ellas para la década del setenta, la mayoría instaladas entre
los años de 1871 y 1876.45 La mayor dimensión que adquirieron estas últimas pudo deberse
tanto al carácter más “radical” que tuvieron las reformas adelantas contra la Iglesia por los
liberales de estos años, con medidas que perjudicaban en alta manera los intereses del clero
como fueron las de desamortización de bienes, tuición de cultos y laicización de la
enseñanza; como también debió influir la llamada política “ultramontana” puesta en marcha
por el Vaticano, y la cual, a través de la expedición del Syllabus errorum en 1864, condenó
al liberalismo incluyéndolo entre los “errores modernos” que atentaban contra el orden
religioso;46 hecho éste que llevó a que el movimiento católico cobrara mucha más fuerza a
nivel mundial.

El frente de la asistencia social o de la beneficencia también adquirió una presencia


significativa dentro del panorama asociativo que caracterizó el siglo XIX. Hablamos en este
caso de asociaciones de carácter filantrópico y de carácter caritativo; las primeras, según
diferenciaban los contemporáneos, inspiradas en principios laicos mientras las segundas en

                                                                                                               
43
Reformas como: la ley sobre supresión de conventos y sobre aplicación a la enseñanza pública de los bienes
de conventos menores (Cúcuta, 1821); la ley que dispuso límites de edad para recibir los votos en las órdenes
regulares (marzo, 1826); las disposiciones sobre textos de enseñanza de autores controversiales o de “dudosa
ortodoxia religiosa”; además de otras que estuvieron orientadas a limitar los privilegios del clero (el fuero
eclesiástico, p. e.) y sus ingresos y propiedades (los diezmos y censos). Véase al respecto el trabajo de David
Bushnell, The Santander regime in Gran Colombia, Connecticut, Greenwood press., 1970, sobre todo los
capítulos XII “Education in the Santander regime” y XIV “The religious question (II): Anti-clerical reforms
1821-1826”.
44
Guillermo Narvaez Dulce, “La fundación de sociedades como mecanismo de pensamiento politico-religioso
(1838-1904)”, en: Academia Nariñense de Historia. Manual de Historia de Pasto, Pasto, Academia Nariñense
de Historia, Alcaldía Municipal de Pasto, 1999, tomo III, pp. 257-287.
45
Incluimos en esta cifra las asociaciones de militancia católica que fueron creadas por jóvenes con el nombre
de Juventud Católica. De éstas hallamos nueve.
46
El catálogo Syllabus errorum, expedido por el Papa Pio IX en 1864, presenta un listado de ochenta
proposiciones que son juzgadas como contrarias a la doctrina católica; entre ellas se cuentan, además del ya
mencionado liberalismo, el naturalismo, el racionalismo, el comunismo, etc. Véase al respecto: Ricardo Arias,
El episcopado colombiano: intransigencia y laicidad (1850-2000), Bogotá, Universidad de los Andes,
ICANH, 2003, pp. 58-59.

 
70

valores religiosos. 47 Ambas fueron organizadas por particulares con el fin de ofrecer
asistencia a individuos que se hallaban en situaciones de pobreza, abandono, enfermedad,
enajenamiento u otros casos de “necesidad” o “marginación”. Su labor se destinó a la
creación, sostenimiento y administración de instituciones benéficas del tipo de los
hospitales, los hospicios y las casas de asilo, adonde debían asistir preferencialmente las
personas que por su edad o discapacidades –huérfanos, ancianos, desvalidos– no estaban en
condiciones de lograr por medios propios su subsistencia.48

Si bien conocemos de la existencia de algunas sociedades filantrópicas, como fue la


Sociedad protectora de niños desamparados (Bogotá, 1878) y otras que fueron organizadas
por logias masónicas;49 la asistencia social en el país durante el siglo XIX fue de manera
evidente un campo dominado por las asociaciones de caridad de orientación católica. Entre
éstas, la más importante dentro del periodo aquí considerado y teniendo en cuenta su
intensa actividad benéfica, fue la Sociedad de San Vicente de Paúl, la primera de ellas
establecida en Bogotá en el año de 1857.50 A partir de ésta, la “sociedad madre”, se
fundaron luego otras sucursales o “conferencias” vicentinas en varias ciudades del país.

                                                                                                               
47
En un artículo titulado “La caridad y la filantropía”, los redactores de La Caridad explicaban las diferencias
entre ambas formas de asistencia en los siguientes términos: “La caridad y la filantropía bien pueden tomarse
por dos mujeres que viven como amigas y que se quieren como dos hermanas; porque en el sentido de una y
otra palabra se encierra lo que por regla general lleva toda mujer en el seno de su alma: un amor. Pero este
amor no es en una y otra un mismo amor. La primera ama al hombre por el hombre. La segunda ama al
hombre por Dios […]”, en: La Caridad, Bogotá, año VIII, núm. 3, 30 de mayo de 1872, pp. 40-41.
48
En algunos casos esta clase de instituciones fueron creadas por sociedades benéficas; en otros, los gobiernos
las encargaban de su administración mientras su sostenimiento era compartido entre ambos: de fondos del
tesoro público y de los recursos que la misma sociedad podía obtener por cuenta de lo que recaudaba de entre
sus socios y las donaciones de particulares. Con la llegada de órdenes religiosas al país –lo que ocurrió sobre
todo a partir de la década del setenta– algunas de estas instituciones pasaron a estar bajo su control, como
sucedió con el Hospital de San Juan de Dios (Bogotá), encargado a las Hermanas de la Caridad en 1874, o
con los hospitales de Cartagena y Bucaramanga de los cuales ésta orden también se hizo cargo en 1884 y en
1888, respectivamente. Sobre el tema de la asistencia social ejercida tanto por el Estado como por el sector
privado véase el libro de la historiadora Beatriz Castro Carvajal, Caridad y beneficencia, el tratamiento de la
pobreza en Colombia 1870-1910, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007. Los datos anteriores
fueron tomados de este trabajo, pp. 119-124.
49
G. Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época, Óp. cit.
50
De esta “intensa actividad” dan cuenta los informes que cada tanto tiempo presentaban los encargados de la
Sociedad. En el que corresponde al año de 1867, por ejemplo, se señalaba que la Sociedad de San Vicente
tenía bajo su administración, “sostenidos por los contribuyentes”, los siguientes planteles de beneficencia: el
Hospital de San Vicente, la Sala de Asilo y Escuela de las Hijas de San Vicente y la Casa de Asilo de San
Vicente de Paúl. Informe publicado en La Caridad, Bogotá, año III, núm. 40, 28 de junio de 1867, pp. 628-
629. Para ampliar la información sobre las actividades desarrolladas por esta Sociedad en Bogotá y en algunas
otras ciudades donde se establecieron, véase B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia, el tratamiento de la
pobreza, Óp. cit.; también Fernando Botero Herrera, “La Sociedad de San Vicente de Paúl de Medellín y el
mal perfume de la política, 1882-1914”, Historia y Sociedad, Medellín, Universidad Nacional de Colombia,
núm. 2, 1995, pp. 39-74.

 
71

En el frente de la caridad, el peso y el papel que tuvieron las mujeres fue particularmente
importante. Las mujeres no sólo se desempeñaron como auxiliares en diferentes
instituciones benéficas que estuvieron bajo dirección masculina, sino que también por
iniciativa y cuenta propia organizaron sus propias asociaciones caritativas. La más popular
entre ellas, por su numeroso personal y su rápida y amplia expansión, fue la Asociación (o
Congregación) del Sagrado Corazón de Jesús.51

Dentro del campo de las sociedades benéficas también pueden incluirse las asociaciones
mutualistas llamadas de “ayuda o socorro mutuo”. Su objetivo consistió igualmente en
proporcionar ayuda y protección en situaciones desfavorables. En éstas últimas, sin
embargo, la asistencia se limitaba al círculo de los miembros asociados, incluyendo sus
familias. Los auxilios que se entregaban a los socios “necesitados” provenían de un fondo
común al que todos los miembros contribuían con la entrega cada tanto tiempo de cuotas de
dinero.

Según Beatriz Castro, las asociaciones de ayuda mutua pueden entenderse “como una
estrategia de supervivencia de los pobres más que como una estrategia de ayuda a los
pobres”.52 Sobre este aspecto de las sociedades mutualistas llamó la atención el líder
artesanal Lázaro María Pérez en su discurso de posesión como presidente de la Sociedad de
Socorros Mutuos (Bogotá, 1874). Refiriéndose a los objetivos de “protección recíproca”
que inspiraron la fundación de la Sociedad, Pérez señalaba: “Aquí la caridad no es la
limosna. Fabricantes de nuestro propio pan, lo guardamos con virtuoso ahínco para darlo a
aquel de nosotros que lo necesite más”.53

En Colombia, al igual que en otros países hispanoamericanos y europeos, la promoción de


esta última clase de asociaciones fue sobre todo significativa entre los grupos
pertenecientes a las denominadas “clases trabajadoras”; como los artesanos y obreros. En el
país las primeras sociedades mutualistas que fueron organizadas por grupos de artesanos de
manera autónoma –y sin la tutoría de las élites políticas como había sido ocurrido con las
que se crearon durante el medio siglo (las Sociedades democráticas y las Sociedades

                                                                                                               
51
Sobre estas asociaciones véanse los trabajos de Gloria Mercedes Arango de Restrepo, Sociabilidades
Católicas, entre la tradición y la modernidad. Antioquia, 1870-1930, Medellín, Universidad Nacional de
Colombia, DIME, 2004, y Patricia Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia, Óp. cit.
52
B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia, el tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 243. También de la
autora: “Las sociedades de ayuda mutua en Colombia”, Anuario Colombiano de Historia social y de la
Cultura, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, núm. 29, 2002, pp. 195-221.
53
El discurso tiene por fecha 6 de febrero de 1874, se publicó en el primer número del periódico de esta
Sociedad: La Fraternidad, Bogotá, núm. 1, 20 de julio de 1874, p. 2.

 
72

populares)–54, se remontan a la década del sesenta. En 1864 se fundó la primera de ellas en


Bogotá con el nombre de Sociedad de Caridad.55 Dos años más tarde en esta misma ciudad
se estableció la Sociedad La Unión de Artesanos. Esta última, en particular, llegó a alcanzar
una importante popularidad no sólo entre los artesanos de la capital, sino también entre los
de otras ciudades del país que a su vez quisieron crear sus propias sucursales: en Cartagena,
Sogamoso, Guaduas y Chiquinquirá.56

Aunque otros pocos casos de asociaciones mutualistas podrían mencionarse, el balance que
deja la movilización de los sectores artesanales en este frente parece ser bastante limitado,
mucho más si se lo compara con la amplia actividad asociativa que se desarrolló en los
campos religioso, cultural y político. Sobre esto último se dará cuenta en el siguiente
capítulo.

En la búsqueda de los objetivos que se proponían, políticos, religiosos y asistenciales, las


asociaciones terminaban embarcándose en una variedad de actividades y proyectos que si
bien podían apuntar hacia el mismo objetivo, resultaban entre sí de muy distinto orden. Un
caso ilustrativo de lo anterior es el de la Sociedad Católica que se estableció en Medellín
hacia 1872. Esta asociación religiosa, que definió su propósito principal como el de
“defender y propagar las sanas doctrinas religiosas y morales”, se involucró, de hecho, en
tareas y proyectos tan distintos como la creación de escuelas, las actividades caritativas, la
organización de sociedades de temperancia, y la promoción de proyectos económicos como
los bancos populares y el fomento de la industria regional. Aunque no todos llegaron a
buen término, el hecho mismo de que hubieran sido considerados y propuestos, da cuenta
de la visión integral que tenía la Sociedad Católica sobre el problema de “reforma y
progreso de la sociedad”. La siguiente cita, tomada de su periódico, es ilustrativa de dicha
visión:

                                                                                                               
54
Ambas clases de sociedades se propusieron objetivos tanto de ayuda mutua como políticos. En el caso de la
Sociedad popular, por ejemplo, las actividades de “ayuda” que de acuerdo con sus reglamentos debían
practicarse eran: asistir a los miembros de la sociedad cuando se enfermen u ocurran otras calamidades,
costear los gastos del entierro y asistir a él, procurar trabajo a los artesanos que se hallen sin ocupación,
auxiliar a los artesanos más pobres con las “herramientas más indispensables”. Entre las actividades políticas
a desarrollar estaban: concurrir a todas las elecciones parroquiales, votar por las listas de candidatos elegidas
por la Sociedad, reclamar ante las autoridades por los derechos de los miembros. La Sociedad también se
propuso objetivos de instrucción, a partir de las lecciones en “objetos morales” y en “elementos de las
ciencias y artes” que debían darse a sus integrantes de acuerdo con sus reglamentos. cf. Reglamento orgánico
de la Sociedad Popular de Instrucción Mutua y Fraternidad Cristiana, Bogotá, Imprenta de El Día, 1849, en:
BNC, Fondo Biblioteca digital. Sobre el tema de las asociaciones populares véase el trabajo de Carmen
Escobar Rodríguez, La revolución liberal y la protesta del artesanado, Bogotá, Fundación Universitaria
Autónoma de Colombia, 1990.
55
B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia, el tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 252.
56
Véase el periódico La Alianza de Bogotá que sirvió de órgano a la Sociedad La Unión de Artesanos, entre
1866 y 1868.

 
73

Por lo demás, no creemos que las Sociedades católicas se apartaran de su programa si


procuraran el ensanche y perfeccionamiento de las industrias principales de sus respectivas
localidades […] Tales Sociedades deben tener una especie de carácter de universalidad para
el bien, que no excluya ninguna medida a propósito para promover el progreso moral y
material de los pueblos.57

No obstante, entonces, los propósitos concretos que inicialmente hubieran motivado su


organización, o el carácter “especializado” con que se definían al clasificarse a sí mismas
como “religiosas”, “políticas”, “literarias”, etc., las asociaciones finalmente terminaban
cumpliendo, como hemos podido comprobar, múltiples funciones en distintos campos de la
vida social. En este trabajo nos interesa, particularmente, indagar por su función educativa.

Para una alta proporción de las asociaciones que se organizaron en el país entre las décadas
del sesenta y el ochenta del siglo XIX, la educación se constituyó en una preocupación, si
no central, al menos sí de considerable importancia dentro de sus objetivos. Que esto
hubiera ocurrido, está en buena medida relacionado con la relevancia que adquirió la
“cuestión educativa” durante este periodo de tan ambiciosas y problemáticas reformas en la
instrucción pública. Sin embargo, más allá del “factor coyuntural”, el extendido interés por
la educación –como se quiso mostrar en el primer capítulo– también estuvo relacionado con
la alta valoración que la sociedad del XIX atribuyó al saber y al conocimiento; a la
adquisición de “las luces” de acuerdo con la extendida metáfora ilustrada.

Para las asociaciones políticas, caritativas y religiosas, fue entonces importante destinar
alguna parte de sus tareas al desarrollo de labores pedagógicas. Las Sociedades
democráticas, por ejemplo, además de las funciones que cumplieron en la vida política,
como fueron las de auxiliar la organización de los procesos electorales, ofrecer respaldo a
los candidatos y programas de sus partidos, y tomar participación en los debates políticos;
algunas de ellas desempeñaron también una importante labor en el campo educativo al
contribuir a la formación cívica, profesional y, hasta elemental, de numerosos individuos
pertenecientes a las clases populares.58 Así, al tiempo que hicieron las veces de escuelas
políticas, “dándoles [a los socios] lecciones teóricas y prácticas de democracia”, según lo
estipulaba uno de los objetivos del reglamento de la Sociedad de Artesanos de Bogotá

                                                                                                               
57
La Sociedad, Medellín, núm. 21, 2 de noviembre de 1872, p. 163.
58
Sobre la función pedagógica desempeñada por las sociedades democráticas y otras asociaciones políticas,
sobre todo la que se orientó hacia la formación política y “la enseñanza de la política moderna”, véase el
estudio de Adrián Alzate García: “Pedagogía societaria en el régimen radical colombiano (1863-1878): la
enseñanza del ‘buen sufragio’ y el aprendizaje de la política moderna”, Historia Crítica, Bogotá, Universidad
de los Andes, núm. 42, sept.-dic., 2010, pp. 182-203.

 
74

(1849),59 también, como lo recuerda uno de sus integrantes, el artesano Jacobo Sánchez, en
el texto que se cita a continuación, fueron espacios para el aprendizaje de habilidades
básicas de lectura y escritura. Habilidades que el discurso republicano consideró
indispensables para el “ejercicio libre y racional” del voto y para obtener, en general, la
condición de “buen ciudadano”:

Los adultos no irían a las escuelas pero sí a las sociedades democráticas: los adultos no
podrían educarse bajo el sistema de Lancaster o Pestalozzi, pero sí en las sociedades
democráticas […] allí veréis que no solo se trata de negocios políticos; cada jefe de círculo
enseña a sus respectivos socios caracteres del alfabeto, y ejecuta sobre los cuadros varias
combinaciones de letras, que pronto son conocidas por aquellos que ignorantes y
estimulados por la sed de instrucción, ansían por salir de tan lamentable estado.60

La educación tampoco estuvo exenta de la esfera de preocupaciones de las sociedades


benéficas. Desde el inicio de su publicación en 1864, La Caridad, periódico que se
declaraba ser órgano publicitario de las acciones y obras caritativas, apeló de manera
reiterada a la necesidad de poner en práctica una forma de “caridad integral”, es decir, una
ayuda que se destinara no sólo a aliviar –como se decía– los males del cuerpo, sino también
a curar los del alma. Para La Caridad, la ignorancia debía ser combatida tanto como, e
incluso más, que la pobreza, en la medida en que ella era la mayor responsable de la
“corrupción moral” de la sociedad. En esto sus redactores coincidían con el obispo de
Medellín y Antioquia, quien a través de una circular dirigida a los vicarios y curas de su
diócesis, les hacía un llamado a prestar especial atención a la enseñanza de sus fieles,
recordándoles el deber que como ministros tenían de “enseñar al que no sabe”:

La mayor parte de la desmoralización que cunde en nuestra sociedad no tiene otro origen
que la ignorancia de las verdades eternas. Así, pues, bien poco haremos nosotros si nos
limitamos a socorrer únicamente las necesidades corporales de los fieles, si descuidamos el
alimento del alma que es la instrucción, porque escrito está, y es palabra divina, que no solo
de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.61

Según los redactores de La Caridad, El “Ilmo. y Reverendísimo Obispo” había dado en el


punto clave de la cuestión:

                                                                                                               
59
Los estatutos fueron reproducidos por Jaime Jaramillo Uribe en su artículo “Las Sociedades Democráticas
de artesanos…”, Óp. cit., pp. 10-11.
60
Jacobo Sánchez, Los rojos en América del Sud. Este fue un folleto publicado por entregas en la Gaceta
Oficial (Bogotá) desde diciembre de 1851. La cita fue tomada del libro de Robert Gilmore, El federalismo en
Colombia 1810-1858, Bogotá, Sociedad Santanderista de Colombia, 1995, p. 174.
61
La Caridad, Bogotá, año IX, núm. 9, 24 de julio de 1873, p. 130.

 
75

El ilustrado Obispo ha sondeado con ojos perspicaces el abismo del mal que amenaza tragar
las generaciones de Colombia, y como hábil pastor del pueblo sabe que el remedio único
está en la cristiana educación de la juventud. Dadme, decía Arquímedes un punto de apoyo,
y yo moveré el universo. Dadnos, diremos nosotros, una buena educación de la infancia, y
la República se salvará.62

Para José Joaquín Ortiz, fundador y redactor principal del periódico, la prioridad que debía
darse al ejercicio de una “caridad de la enseñanza” estaba justificada incluso sobre bases
religiosas, como llegó a afirmarlo en la memoria que presentó a los miembros de la
Sociedad de San Vicente de Paúl de Bogotá, hacia 1865 cuando era su presidente:

La Iglesia inspirada por el Espíritu Santo, sabia con la plenitud de la sabiduría, estableció en
las obras de misericordia la escala de su mayor importancia; y colocó en ella, antes que el
socorro de las necesidades del cuerpo, el de las flaquezas del alma, y entre estas puso en el
primer rango la de enseñar al que no sabe; como quiera que la ignorancia es una dolorosa
lepra del espíritu, como quiera que la ciencia es el pan espiritual […].63

La Sociedad de San Vicente de Paúl se organizaría de hecho en función de un modelo


integral de asistencia “material y espiritual”, dividiendo su campo de acción en tres
secciones: la limosnera, la hospitalaria y la docente. Las actividades que se desarrollaron en
esta última fueron múltiples. Sus miembros se encargaron del sostenimiento de las escuelas
creadas por la Sociedad, de dar enseñanza religiosa en distintos establecimientos, desde
hospitales e iglesias hasta casas particulares y cárceles, y de la realización de conferencias
públicas de carácter religioso y moral.

Durante sus primeros años de funcionamiento, la sección docente de la Sociedad de San


Vicente establecida en Bogotá, parece haber sido sin embargo una de las menos atendidas,
según lo sugieren los informes y los balances de cuentas presentados por sus directores. En
su primera década, entre 1857 y 1867, los gastos de la Sociedad se dirigieron de manera
preferente a la sección limosnera, la cual recibió $12.000, seguida de la hospitalaria con
$10.000 y la docente, por último, con tan sólo $2.000. Este desbalance, sin embargo,
mostró durante las siguientes dos décadas un cambio bastante significativo. Entre 1867 y
1877, los gastos tuvieron una repartición más equitativa; éstos fueron –siguiendo el orden
anterior– de $14.000, $13.000 y $12.000. La situación para la sección docente sería aún
más prometedora en el periodo siguiente (1877-1887); la limosnera continuó a la cabeza

                                                                                                               
62
La Caridad, Bogotá, año IX, núm. 9, 24 de julio de 1873, p. 129.
63
La memoria fue publicada en La Caridad, Bogotá, núm. 41, 7 de julio de 1865, p. 642.

 
76

con un total de $48.500, pero en este caso estuvo seguida de la docente con $45.716,
quedando la hospitalaria en último lugar con $14.000.64

El caso de la Sociedad de San Vicente, teniendo en cuenta su trayectoria a lo largo de tres


décadas (1857-1887), es de algún modo ilustrativo sobre la creciente importancia que desde
la sociedad –en cuanto hablamos de una asociación que estuvo bajo la dirección autónoma
de civiles y cuyos fondos provinieron mayoritariamente de aportes de particulares–
comenzará a darse a la educación para los objetivos de reforma social.65 Otras asociaciones
benéficas, igualmente, como fueron la Beneficencia bogotana y las Asociaciones del
Sagrado Corazón de Jesús, ambas conformadas por mujeres, también asignaron dentro de
su actividad caritativa un importante lugar a las labores pedagógicas y al ejercicio de una
“caridad de la enseñanza”.

En cuanto a las asociaciones religiosas, por último, su participación en el campo educativo


estuvo estrechamente relacionada con sus propósitos militantes. Las sociedades católicas,
en efecto, tanto las que se organizaron en la década del treinta como en la del setenta,
atribuyeron a la educación un papel clave dentro de su estrategia encaminada a defender la
religión y combatir las “doctrinas corruptoras e impías”. Para el autor de la temprana nota
de la década del treinta, que reproducimos a continuación, la educación era uno de los
tantos “medios legales”, al lado de la prensa, las asociaciones y las elecciones –eligiendo
magistrados “verdaderamente católicos”–, al que debían recurrir los católicos para defender
su religión:

Muchos son los medios legales que los Católicos tenemos a nuestro alcance, para cortar los
males que amenazan en este suelo, la pérdida de la Religión de nuestros padres, y entre
ellos deberán ser: el interés que los creyentes […] debemos tomar en la educación de la
juventud formándola según la misma Religión, e instruyéndola en ella, para que los impíos
no hagan proezas sobre el candor u la inocencia […].66

Durante la década del setenta las asociaciones católicas buscaron hacer frente al proyecto
de instrucción pública oficial, al que por su carácter laico o “ateo” consideraban una
amenaza para la sociedad, creando sus propios establecimientos educativos de orientación
                                                                                                               
64
Los anteriores datos tomados de: “Cuadro 10. Gastos de la Sociedad de San Vicente de Paúl de Bogotá.
1857-1907”, del libro de B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia, el tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p.
236.
65
En algunos casos hemos visto que los benefactores se “tomaban la libertad” de especificar en cuál sección o
en qué instituciones deseaban que se “invirtieran” sus donaciones. Cuando esto no sucedía –y no se sabe qué
tan común pudo ser–, era el consejo directivo de la Sociedad el que tomaba la decisión sobre el destino de las
contribuciones.
66
Autor anónimo, “Sociedad Católica”, Bogotá, Impreso por J. A. Cualla, 1838, en: BNC, Fondo Biblioteca
digital.

 
77

religiosa y promoviendo la creación de ellos entre otros particulares. Sobre esto último
ahondaremos en un capítulo posterior.

 
78

2.3 DIMENSIÓN Y DISTRIBUCIÓN DEL MOVIMIENTO ASOCIATIVO EN LOS


ESTADOS UNIDOS DE COLOMBIA

Durante el siglo XIX en Colombia y en buena parte de América Latina se desarrollaron


fenómenos asociativos de amplias dimensiones. La bibliografía sobre este tema que estuvo
a nuestro alcance en esta investigación, se concentra en los casos de México, Perú y
Argentina. En el primero, con los trabajos del historiador hispano-francés François-Xavier
Guerra, cuyos libros México: del Antiguo Régimen a la Revolución (1985) y Modernidad e
independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (1992), fueron pioneros en este
campo de estudio dentro de la historiografía hispanoamericana. También para México, con
el trabajo de Carlos Forment, Democracy in Latin America 1760-1900, civic selfhood and
public life in Mexico and Peru (2003), donde el autor realiza un estudio comparado del
asociacionismo en los países de México y Perú.67 Se consultaron, por último, los trabajos
para el caso argentino de las historiadoras Pilar González-Bernaldo e Hilda Sabato. De la
primera, Civilidad y política en los orígenes de la nación argentina. Las sociabilidades en
Buenos Aires, 1829-1862 (2000), y de la segunda, su artículo “Estado y sociedad civil,
1860-1920” (2002).68

En sus respectivos estudios estos autores dan cuenta de “oleadas de actividad asociativa”
(Forment) de considerables dimensiones entre finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX,
sobre todo en su segunda mitad cuando la expansión se presentó en mayores proporciones.
De acuerdo con el estudio de Forment, entre 1857 y 1881 se crearon en México alrededor
de mil cuatrocientas asociaciones de “carácter cívico”, mientras en el Perú en un periodo
casi similar, entre 1856 y 1885, se constituyeron cerca de trescientas cincuenta.69 Para el
caso argentino no se cuenta con una cifra exacta, sin embargo, según señala Sabato, “se
                                                                                                               
67
También de este autor el artículo “La sociabilidad civil en el Perú del siglo XIX: democrática o
disciplinaria”, en: Hilda Sabato, coord., Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas
históricas de América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 202-230.
68
El artículo de Sabato publicado en: AA.VV., De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil.
Historia de la iniciativa asociativa en Argentina, 1776-1990, Buenos Aires, GADIS, 2002. También se
consultó de esta autora, “Nuevos espacios de formación y actuación intelectual: prensa, asociaciones, esfera
pública (1850-1900), en: Carlos Altamirano, dir., Historia de los intelectuales en América Latina, Buenos
Aires, Katz, 2008, vol. 1, pp. 387-411. En este estudio, Sabato analiza desde una mirada comparativa el
asociacionismo y la prensa periódica en Hispanoamérica de la segunda mitad del siglo XIX, en relación con el
papel que cumplieron en la formación de esferas públicas y con énfasis particular en los casos mexicano,
argentino y peruano.
69
Forment diferencia en tres grandes campos la acción de las prácticas asociativas: el político, el económico y
el cívico. Este último comprende las asociaciones que no persiguen metas políticas (como es el caso de los
partidos o clubes políticos), ni intereses económicos (el caso de las compañías comerciales). El autor, a su
vez, divide la actuación de las asociaciones cívicas en cinco terrenos: social, cultural, servicio público
(beneficencia/caridad), religioso y recreacional. Véase Democracy in Latin America 1760-1900, civic
selfhood and public life in Mexico and Peru, Chicago, The University of Chicago Press, 2003, vol. 1, pp. 239-
269, 285-318.

 
79

habla de más de doscientas sociedades de ayuda mutua existentes en Buenos Aires a fines
de la década de 1880, y la información cualitativa sugiere una actividad asociativa intensa
para esos años, no sólo en la capital sino también en otras ciudades y pueblos del país”.70

Tampoco para el caso colombiano se conoce una cifra como la de Forment que permita
tener una idea más o menos precisa de la dimensión de su experiencia asociativa. Esto, en
parte, se debe a que los estudios que se han realizado sobre este tema en el país –
exceptuando el de Gilberto Loaiza Cano–, 71 tienden a centrarse, o bien en periodos
históricos bastante cortos, como la coyuntura del “medio siglo” o la del “radicalismo”, o
bien en formas específicas de asociaciones, como ocurre con los trabajos de Patricia
Londoño y Gloria Mercedes Arango, que, aunque abarcan temporalidades amplias (desde
1850 o 1870 hasta 1930), se ocupan exclusivamente de asociaciones benéficas, culturales y
religiosas, dejando así de lado las que se crearon con fines políticos y partidistas.72

Si se recogen y suman los datos y la información que han suministrado varios autores en
sus estudios sobre los fenómenos asociativos, el resultado que se obtiene es el de una cifra
aproximada de 915 asociaciones, “cívicas” y “políticas”, constituidas entre los años de
1822 y 1899.73 Aunque con ciertos altibajos, la actividad asociativa mantuvo un ritmo
sostenido durante este periodo. A esta situación, probablemente contribuyeron las
disposiciones sobre libertad de asociación y también sobre libertad de prensa que “por regla
general”, de acuerdo con Pombo y Guerra, fueron reconocidas como derechos por los
gobiernos de estos años.74 Algo diferente fue lo que sucedió en Argentina y México, países
que conocieron en ciertos momentos regímenes autoritarios (el de Juan Manuel Rosas y el

                                                                                                               
70
H. Sabato, “Nuevos espacios de formación y actuación intelectual…”, Óp. cit., p. 390.
71
El estudio de este autor sobre los fenómenos asociativos en el XIX, Sociabilidad, religión y política en la
definición de la nación (Colombia, 1820-1886), es quizás el más completo para el caso colombiano, tanto por
la variedad de formas asociativas que considera (políticas, religiosas, culturales, benéficas) como por la
perspectiva de largo alcance que adopta, desde el proceso independentista hasta el periodo regeneracionista.
72
P. Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia, Óp. cit.; G. M. Arango de Restrepo,
Sociabilidades Católicas, entre la tradición y la modernidad, Óp. cit.
73
Con los datos que se recogieron de diversas fuentes bibliográficas y la información hallada en la
investigación que se desarrolló para la realización de esta tesis, se construyó una base de datos de
asociaciones a la que dimos el nombre de: “Listado de asociaciones voluntarias en Colombia en el siglo
XIX”. Sobre este listado se soporta la información y los análisis que aquí presentamos.
74
Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, Constituciones de Colombia, Bogotá, Banco Popular, 1986,
p. 365. No obstante lo señalado por estos autores, es importante advertir que tanto la libertad de asociarse
como la de prensa sufrieron fuertes restricciones durante el régimen conservador de la Regeneración (1886-
1902). En éste, según se dispuso en la Carta de 1886, fueron prohibidas las asociaciones políticas (“Son
prohibidas las juntas políticas populares de carácter permanente”) y las asociaciones que fueran “contrarias a
la moralidad” y “al orden legal”. Esta clase de restricciones, sin embargo, no hicieron que el movimiento
asociativo se detuviera en estos años, ya que se fundaron numerosas sociedades de caracteres distintos al
político, como literarias, educativas, religiosas y benéficas.

 
80

de López de Santa Anna, respectivamente) que frenaron el movimiento asociativo a raíz de


las fuertes restricciones que impusieron en este campo.75

Durante estos años se presentaron en el país dos momentos de gran auge asociativo. El
primero de ellos ocurrió hacia mediados del siglo y estuvo directamente relacionado con la
álgida disputa política que sostuvieron liberales y conservadores. De parte de los primeros
se establecieron en tan sólo cinco años (entre 1849 y 1854) poco más de un centenar de
clubes políticos de los denominados Sociedades democráticas. Este fue un auge corto y
predominantemente político. El segundo auge de dimensiones sustanciales tuvo lugar
durante los Estados Unidos de Colombia. Desde 1864, un año después de terminada la
guerra y expedida la nueva constitución política del país, comienza a manifestarse un
crecimiento significativo en la actividad asociativa que habrá de cobrar un mayor impulso
en la década del setenta. En total fueron 632 asociaciones las que se alcanzaron a registrar
para los decenios de 1860, 1870 y 1880.

Varios elementos jugaron a favor de esta segunda “explosión societaria”. Uno de ellos de
gran peso fue la reforma a la instrucción pública de 1870. Como se planteó antes, esta
reforma suscitó una intensa movilización que se dio tanto a favor como en contra suyo. A
favor, encontramos principalmente las Sociedades de Institutores (cerca de 33) que se
organizaron con miras a secundar los propósitos educativos del gobierno. Las
manifestaciones en contra, sin embargo, alcanzaron una mayor proporción debido, sobre
todo, a la numerosa cantidad de Sociedades católicas y Asociaciones del Sagrado Corazón
de Jesús (entre ambas suman alrededor de 156), que se constituyeron desde la década del
setenta. Éstas asumieron funciones educativas con el propósito explícito de contrarrestar los
efectos “corruptores” que se derivaban de la puesta en marcha del proyecto educativo de
orientación laica.

Por otra parte, la reforma también favoreció el desarrollo de una práctica asociativa
diferente –“neutral”, o que al menos aspiró a serlo, en materia política y religiosa–, como
fue la de las asociaciones “literarias” o “de estudio” que se organizaron ligadas a algunas de

                                                                                                               
75
Respecto a la argentina, P. González-Bernaldo señala que el régimen autoritario impuesto por Juan Manuel
Rosas hizo que declinara el impulso asociativo que había estado cobrando fuerza desde finales del siglo
XVIII; particularmente entre 1839 y 1859, año en que reaparecen las asociaciones socioculturales: “Rosas
impone la autorización previa de cualquier reunión, con lo que frena de manera considerable el impulso
asociacionista”, cf. Civilidad y política en los orígenes de la nación argentina. Las sociabilidades en Buenos
Aires, 1829-1862, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 198-199. En cuanto a México,
Forment señala que entre 1830 y la mitad de 1850 los gobiernos autoritarios que gobernaron el país
prohibieron toda clase de clubes políticos. Adicionalmente, la Guerra de Reforma (1857-1860) y la ocupación
francesa (1862-1867) que siguieron al derrocamiento del gobierno de Santa Anna (en 1854), también
interrumpieron la expansión de prácticas asociativas. cf.: Democracy in Latin America, Óp. cit., pp. 155, 240.

 
81

las nuevas instituciones que se crearon en el marco de la reforma, como la Universidad


Nacional y las Escuelas normales.

En el ámbito social, los problemas que pudieron haberse originado por los que “parecen
haber sido” altos niveles de pobreza de la sociedad de aquella época, frente a la carencia de
instituciones oficiales benéficas destinadas a atender las “clases desvalidas”,76 son aspectos
que sumados a la fuerza que cobró un discurso y llamado reiterado desde la prensa a favor
de la práctica de la caridad privada, pudieron incidir en la amplia extensión que tuvieron las
asociaciones con fines benéficos: poco más de 200 sociedades se propusieron objetivos de
este estilo durante aquellos años.

Por último, también las disputas por el poder que caracterizaron la vida política de este
periodo, ocurridas no sólo entre liberales y conservadores sino también entre fracciones del
mismo liberalismo (radicales, mosqueristas, independentistas), alimentaron la movilización
de carácter asociativo. En esta ocasión, los conservadores no crearon clubes políticos del
tipo de las Sociedades populares de mediados del siglo, sino que canalizaron su oposición
sobre todo a través de las asociaciones católicas.77 En efecto, éstas fueron promovidas y
organizadas por algunos de los más importantes líderes de ese partido: Mariano Ospina
Rodríguez en Antioquia, Sergio Arboleda y Carlos Albán en el Cauca, y Miguel Antonio
Caro en la capital del país.

A los anteriores aspectos, podrían añadirse dos más que también debieron jugar a favor de
la expansión asociativa. Por un lado, el prestigio que acompañaba a los individuos que
participaban en asociaciones, sobre todo cuando se trataba de sociedades que gozaban de
alto reconocimiento en la opinión pública. La sociedad de La Alianza, por ejemplo, tuvo tan
amplia popularidad entre los sectores artesanales que rápidamente llegó a sumar en sus
listas a ochocientos miembros de distintas partes del país. Por otro lado, está el hecho de
que la práctica asociativa se hubiera constituido en un fenómeno de moda de alcances
internacionales, y altamente popular justamente en aquellos países que como Inglaterra,
Estados Unidos o Francia se representaban como modelos de progreso y civilización.

                                                                                                               
76
F. Martínez, El nacionalismo cosmopolita. La referencia europea, Óp. cit., pp. 180-183. Martínez señala
que los gobiernos liberales de la segunda mitad del siglo XIX, redujeron “todavía más” la ya escueta
participación financiera del Estado en el ramo de la beneficencia pública. Y según Beatriz Castro, no fue sino
a partir de 1870 cuando el Estado comenzará “tímidamente” a implementar algunas estrategias de ayuda
institucional. cf. Caridad y beneficencia, el tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 22.
77
Aunque cabe hacer mención de las asociaciones político-religiosas que entre 1874 y 1876 varios grupos de
jóvenes de las regiones antioqueña y caucana organizaron con el nombre de Sociedad Filopolita, con el
propósito de “cooperar con sus fuerzas, por exiguas que sean, a la defensa de las ideas y de los intereses del
partido católico conservador de la República”. Hallamos 22 de estas sociedades, 16 en Antioquia y 6 en
Cauca. El Deber, “órgano de la Sociedad Filopolita”, Medellín, núm. 1, 16 de marzo de 1876, p. 1.

 
82

Ahora bien, los aspectos anteriormente considerados no tuvieron siempre el mismo peso, ni
lo tuvieron tampoco en todos los casos; esto es lo que pretendemos mostrar a continuación
con el siguiente balance de lo que fue el movimiento asociativo según su distribución
geográfica. Debe hacerse la salvedad de que en la construcción del siguiente cuadro se
partió de los datos hallados en la consulta de fuentes primarias y secundarias y que es
posible, por tanto, que el peso mayor que manifiestan algunos Estados se deba a la mayor
bibliografía existente para esos casos. Estudios regionales sobre el tema de las asociaciones
sólo se conocieron para Antioquia y el Cauca;78 sea ello coincidencia o no, son estos los dos
Estados que presentan un mayor número de asociaciones. Dicho esto, el resultado es el
siguiente:

Cuadro 3. Asociaciones discriminadas por carácter79 y por Estados durante las


décadas de 1860, 1870 y 1880
Benef/relig/ Cult/liter/ Profesio
Estado Fomento Políticas Logias Total
mutual instru/club nales
Antioquia 90 24 52 46 0 2 214
Bolívar 6 4 9 28 6 1 54
Boyacá 14 1 2 3 0 0 20
Cauca 52 15 3 38 3 2 113
C/marca 37 27 12 17 3 4 100
Magdalena 0 0 2 3 3 0 8
Panamá 2 4 1 3 7 0 17

                                                                                                               
78
Para Antioquia, los trabajos antes citados de Patricia Londoño y Gloria M. Arango. Para el Cauca, un
estudio realizado por esta última autora: “Estado Soberano del Cauca: asociaciones católicas, sociabilidades,
conflictos y discursos político-religiosos, prolegómenos de la guerra de 1876”, en: Luis Javier Ortiz Mesa et
al., Ganarse el cielo defendiendo la religión: guerras civiles en Colombia 1840-1902, Bogotá, Universidad
Nacional de Colombia, 2005, pp. 329-355; y también el trabajo de Alonso Valencia Llano, Estado Soberano
del Cauca: federalismo y Regeneración, Óp. cit.
79
Para mayor claridad sobre las categorías, éstas son (de izq. a der.): 1) asociaciones de beneficencia,
religiosas y de ayuda mutua; 2) culturales, literarias, de instrucción y clubes sociales; 3) de fomento: categoría
en la que ubicamos las asociaciones que se propusieron trabajar –indistintamente del campo, social,
económico, cultural…– por “metas de progreso”, y también en este grupo, varias asociaciones de tipo
“económico”, como las sociedades de agricultura que encontramos para el Estado de Bolívar; 4) políticas: en
este grupo ubicamos tanto los clubes políticos de orientación liberal (Sociedades democráticas), como los de
corte conservador (Sociedades filopolitas); 5) logias masónicas; 6) profesionales o de tipo gremial. Debo
reconocer que una clasificación como la anterior presenta varios problemas. Por ejemplo, las asociaciones
católicas y las caritativas fueron ubicadas dentro de la primera categoría (Benef./Relig./mutual.), pero ellas,
como se ha mostrado, también tuvieron una actuación significativa en el campo de la instrucción, el cual
pertenece a otro grupo. Otro ejemplo tiene que que ver con las logias, las cuales ubicamos en una categoría
sola no obstante en la historiografía suelen reconocerse como asociaciones políticas. En últimas, como lo
había advertido Maurice Agulhon, las asociaciones de los siglos XVIII y XIX no se prestan bien a una
clasificación basada sobre las funciones que cumplieron, justamente porque la mayoría de ellas se
caracterizaron por tener una “pluralidad de funciones”. Este cuadro, pues, tiene simplemente un propósito
ilustrativo. De dicho autor véase El círculo burgués. La sociabilidad en Francia, 1810-1848, Óp. cit., p. 43.

 
83

Santander 19 39 1 18 3 0 80
Tolima 8 3 0 14 1 0 26
Total 228 117 82 170 26 9 632
Fuentes: Juliana Jaramillo Jaramillo, “Listado de asociaciones voluntarias en Colombia en el siglo
XIX”, documento de trabajo.

El Estado de Antioquia, como se ve, estuvo a la cabeza del movimiento asociativo con 214
asociaciones, equivalentes al 34% del total. Este alto número responde a la amplia difusión
que tuvieron en particular cuatro clases de asociaciones. Una de ellas, siguiendo un orden
cronológico, fueron las Sociedades de fomento, de las que se crearon 51 a lo largo del año
de 1871 en distintas poblaciones del Estado. La organización y dirección de varias de ellas
recayó en los presbíteros de las localidades, quienes fungieron como sus presidentes.
Además de las actas de instalación y una que otra noticia sobre las actividades que algunas
desarrollaron, no se encontró mayor información sobre estas sociedades. Algunos autores
sugieren que ellas pudieron haber tenido una duración muy corta al haber sido
reemplazadas por las Sociedades católicas que comenzaron a organizarse al año siguiente.80
De estas últimas, entonces, hallamos distribuidas a lo largo del territorio un total de 41, la
mayoría creadas en 1872. Le siguieron las Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús con
un total de 39. La primera de ellas se estableció en la región en el año de 1867, si bien su
expansión no inició realmente sino a partir de 1872.81

En último lugar, están los clubes políticos de orientación liberal que se establecieron
después de que los liberales ganaron la Guerra civil de 1876-1877 y produjeron la caída de
los conservadores del gobierno de Antioquia, quienes para entonces completaban trece años
de dominio ininterrumpido. Entre 1877 y 1883, los liberales organizaron cerca de 36
Sociedades democráticas con el propósito de fortalecer su presencia en una región
caracterizada por el fuerte peso de tradiciones conservadoras.82

En cuanto a los otros tipos de asociaciones, las “culturales” y las “profesionales”,


encontramos para las primeras varias sociedades literarias creadas por jóvenes, algunas de
ellas establecidas en instituciones escolares como fue la de El Liceo Pío IX del Colegio de
San Luis, en el distrito de El Carmen. De las otras tenemos la Academia de Medicina de

                                                                                                               
80
G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit., p. 296.
81
Sobre estas asociaciones en Antioquia se encuentra detallada información en el libro de Gloria M. Arango
de Restrepo, Sociabilidades católicas, entre la tradición y la modernidad. Óp. Cit. La autora da cuenta de las
poblaciones antioqueñas donde se establecieron, de las actividades que llevaron a cabo y de información
relativa a sus integrantes.
82
G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit., p. 129.

 
84

Medellín, fundada en 1887, y la Asociación de la Prensa de Medellín, organizada en 1884


por directores de varios periódicos de la ciudad: Abraham Moreno (La Voz de Antioquia),
Fidel Cano (La Consigna), Juan Molina (El Liceo Antioqueño), Alejandro Mejía H. (El
Progreso).

En el Cauca, el segundo Estado con mayor número de asociaciones, encontramos una fuerte
presencia de clubes políticos liberales (31), y al igual que Antioquia, de Sociedades
católicas (34) y de Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús (9). La expansión que estas
dos últimas tuvieron, sobre todo a partir de 1875, estuvo relacionada con la fuerza que tomó
la reacción católica a raíz de la puesta en marcha en el Estado del Decreto Orgánico de
Instrucción Pública Primaria (DOIPP). Estas dos asociaciones concibieron como una de
sus mayores prioridades el establecimiento de escuelas católicas para contrarrestar la
educación “atea” que daban las escuelas oficiales.83

También relacionadas con este propósito de hacer frente a la instrucción oficial, fueron las
llamadas Sociedades de padres de familia para la cristiana educación primaria. Éstas se
fundaron en 1873 en las ciudades de Popayán, Pasto y Buga, con el objetivo de “trabajar
decididamente por establecer en el país la enseñanza de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas”.84 Los redactores de La Sociedad, periódico que sirvió de órgano a la Sociedad
católica de Medellín, vieron con entusiasmo el movimiento católico que se desarrollaba en
el estado caucano, según afirmaron hacia 1873: “la reacción religiosa se manifiesta cada día
más y más fuerte. El Cauca parece que es, después de Antioquia, el más católico de los
Estados de la Unión”.85

En Cundinamarca, el tercero en la posición con una centena de sociedades, el panorama


asociativo presenta características diferentes respecto a los anteriores. Este Estado también
conoció una fuerte oposición a la reforma de instrucción pública, si bien en su caso ésta
parece haberse desarrollado más a través del campo periodístico –en publicaciones como El
Tradicionista y La Caridad– que del asociativo. En efecto, la expedición del DOIPP no
trajo consigo una movilización asociativa semejante a la que se produjo en el Cauca o en
Antioquia. Las Sociedades católicas que se crearon fueron muy pocas (3), y las
Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús aunque fueron más (9), todas ellas se
establecieron antes de la reforma. Por otra parte, la labor educativa que tanto estas últimas
como las Sociedades de San Vicente de Paúl (4) adelantaron, si bien se caracterizó por dar
prioridad a la enseñanza religiosa y catequística, ella no tuvo el carácter “militante” que fue
                                                                                                               
83
G. M. Arango de Restrepo, “Estado Soberano del Cauca: asociaciones católicas…”, Óp. cit., p. 340.
84
Véase los estatutos de estas asociaciones que fueron publicados en: La Sociedad, Medellín, núm. 67, 20 de
septiembre de 1873, pp. 146-147.
85
La Sociedad, Medellín, núm. 34, 1º de febrero de 1873, p. 267

 
85

propio de las otras. En sus funciones pedagógicas estas asociaciones no hicieron una
oposición abierta y directa contra el DOIPP.

Lo anterior sin duda tuvo mucho que ver con la política conciliadora que en lo concerniente
a la reforma educativa promovió el Arzobispo de Bogotá, Vicente Arbeláez. Muy diferente
fue la posición intransigente y beligerante que sobre este asunto adoptaron y fomentaron
entre la población los Obispos del Cauca, Manuel Canuto Restrepo y Carlos Bermúdez, y
los de Antioquia, José Ignacio Montoya y Joaquín Guillermo González. Mientras Arbeláez
realizó continuos llamados al clero para concurrir a las escuelas oficiales y asistir a sus
maestros en la enseñanza religiosa;86 los obispos caucanos, por el contrario, se opusieron a
cualquier tipo de colaboración y con amenazas de excomunión o expulsión de la Iglesia
prohibieron a los padres enviar a sus hijos a las escuelas y a los curas de sus diócesis ir a
catequizar en ellas.87

La presencia de “asociaciones culturales” en el Estado de Cundinamarca también fue


significativa. Después de las benéficas y religiosas (37) es la más alta con cerca de 27.
También fue, en comparación con los demás Estados, el que registró un número más
elevado de asociaciones voluntarias de este tipo. Esto sin duda está relacionado con la
superior actividad cultural e intelectual que se desarrollaba en la capital del país, lugar
donde se establecieron las 27 que se encontraron. La ventaja de Bogotá respecto a las otras
capitales en materia de actividad e institucionalidad cultural y educativa, se reflejó en
aspectos como la mayor cantidad de publicaciones que circularon y se imprimieron en
dicha ciudad, el número más elevado de librerías e imprentas que existieron y el mayor
desarrollo y extensión que tuvieron sus instituciones educativas y culturales; su
universidad, sus colegios, sus bibliotecas, sus museos y casas de educación particulares.88

Dentro del grupo de asociaciones culturales de Bogotá, sobresalen además de las juveniles
“de estudio” y las “literarias” –algunas tan importantes como la tertulia de El Mosaico o
                                                                                                               
86
Al respecto véase en La Caridad, la circular que el 5 de julio de 1876 dirigió el Arzobispo a los curas para
darles cuenta de los convenios realizados entre éste y el poder ejecutivo, con miras a organizar la instrucción
religiosa en las escuelas oficiales, y para indicarles las medidas que debían tomar para dar cumplimiento a los
arreglos convenidos. La Caridad, Bogotá, año XI, núm. 35, julio de 1876, pp. 545-550.
87
Sobre este tema véase el libro de Luis Javier Ortiz Mesa, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra.
Antioquia, 1870-1880, Medellín, Universidad Nacional de Colombia, Universidad de Antioquia, 2010.
88
Sobre esto véanse por ejemplo los cuadros comparativos elaborados por G. Loaiza Cano sobre “Número de
imprentas, 1845-1874” y “Librerías y otros distribuidores de impresos en Colombia, 1845-1880”, en: “La
expansión del mundo del libro durante la ofensiva reformista liberal…”, Óp. cit., pp. 60-61, Cuadros 1 y 2;
también los cuadros que elaboró Wilson Jiménez Hernández sobre “Publicaciones periódicas en Colombia”
entre 1877 y 1880, y entre 1881-1887, en: “El Papel Periódico Ilustrado y la configuración del proyecto de la
Regeneración (1881-1888)”, Historia Critica, Bogotá, Universidad de los Andes, núm. 47, mayo-ago. 2012,
Anexos 1 y 2, p. 134. Mucha otra información sobre este tema se encuentra dispersa en fuentes primarias,
bibliografía secundaria y catálogos de prensa.

 
86

como la misma Academia [Colombiana] de la Lengua en las que participaron varios de los
más reconocidos “hombres de letras” de la época–,89 varias asociaciones musicales, la
Filarmónica de Santa Cecilia (1868), la de Música Vocal (1871), Sexteto de la Armonía
(1871), y al menos una dedicada al teatro, la Academia Dramática y Teatro Nacional
(1879).

Al igual que Cundinamarca, Santander se caracterizó por tener una presencia importante de
asociaciones culturales, siendo el primero en la lista con 39. En su caso, sin embargo, ello
se debió al buen desarrollo y aceptación que tuvo la reforma educativa, ya que de esas 39
asociaciones, 31 fueron Sociedades de Institutores.90 Entre las restantes figuran cuatro
sociedades literarias creadas por jóvenes, una de carácter musical llamada Sociedad
Filarmónica (Cúcuta, 1881), y una educativa llamada Sociedad Didáctica (Socorro, 1875-
1876), que se conformó también por institutores pero que a diferencia de las anteriores no
estuvo ligada a la Dirección de Instrucción Pública. Santander fue también el estado con
mayor presencia de conferencias vicentinas, establecidas éstas en siete distritos.

Los estados de la Costa Atlántica, Panamá, Bolívar y Magdalena, comparten algunas


particularidades. Éstos tuvieron una presencia importante de la masonería: entre los tres
suman 16 logias correspondientes al 62% del total. También fueron los tres estados, junto
con el del Tolima, con menor presencia tanto de asociaciones benéficas como de
asociaciones católicas. De las primeras sólo se encontraron seis, todas ellas establecidas en
Bolívar: cuatro en Cartagena y dos en Barranquilla.91 De las otras, sólo se hallaron dos
Sociedades católicas en el Estado de Panamá: una fundada en 1873 en la capital y otra
establecida, de manera bastante tardía, en la ciudad de Penonomé hacia 1879.

Es posible que la poca actividad asociativa en el frente religioso que caracterizó tanto a la
región de la costa como a la santandereana haya respondido a la ausencia de un conflicto
significativo o de carácter frontal entre la Iglesia y los liberales de ambas regiones. Según
Gilberto Loaiza Cano, la colaboración que se dio en la costa entre las élites liberales y el
                                                                                                               
89
Entre los contertulios de El Mosaico estaban: José María Vergara y Vergara, José Joaquín Borda, José
Manuel Marroquín, Jorge Isaacs, Ricardo Carrasquilla, Manuel Pombo, Gregorio Gutiérrez González y
Ricardo Silva. En la fundación de la Academia, el 6 de agosto de 1872, participaron José María Vergara y
Vergara, José Caicedo Rojas, José Manuel Marroquín, Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, José
Joaquín Ortiz, Sergio Arboleda, Santiago Pérez, entre otros. cf. A. Gordillo Restrepo, “El Mosaico (1858-
1872): nacionalismo, elites y cultura…”, Óp. cit., pp. 28-29.
90
Habiendo estado dispuesta su creación en el DOIPP, las Sociedades de Institutores no fueron precisamente
muy “voluntarias”.
91
En Cartagena las siguientes: Sociedad La Unión de Artesanos (1869), Sociedad de Beneficencia de las
Hijas de Bolívar (1871), Asociación del Sagrado Corazón de Jesús (1875), Sociedad de Hijas de los
Corazones de Jesús y María (1879). En Barranquilla: Sociedad de la caridad (1867) y Sociedad de San
Vicente de Paúl (1870).

 
87

clero “hizo superflua la llegada de otras asociaciones católicas”. 92 Salvo algunas


excepciones aisladas, en esta región “predominó una moderación tanto liberal como
católica”, que, entre otras cosas, se plasmó en la escasa colaboración que prestaron sus
gobernantes al proyecto educativo planteado por el Gobierno de la Unión. En cuanto a
Santander, este autor también se refiere al “ánimo conciliador” que hubo entre ambos
sectores. Si bien en su caso, esto se tradujo en la disposición de buena parte de su clero para
colaborar con los liberales en la puesta en marcha del proyecto instruccionista.93

En cuanto a las asociaciones de carácter cultural, se identificaron cuatro sociedades


literarias localizadas en Bolívar, tres de ellas en la ciudad de Cartagena: El Liceo de
Cartagena (1870), la Sociedad Literaria “Concejo Municipal” fundada en 1876 por
estudiantes del Colegio del Estado, y la Sociedad Escuela Normal (1878) perteneciente a
los alumnos de la Escuela Normal de Institutores; y una en Barranquilla con el nombre de
Sociedad de la Juventud (1879). También se localizaron cuatro “literarias” en Panamá:
Sociedad Jenuina (1875), Sociedad Literaria Juventud Unida (1876), Sociedad de amigos
del estudio (1883) y Sociedad Liceo Colombiano (1887).

En el Estado de Boyacá, por último, la actividad asociativa predominante se dio en el


campo de la caridad; con cerca de diez asociaciones de este tipo. Adicionalmente,
existieron en este estado dos asociaciones católicas: una Juventud católica (1871) y una
Sociedad católica (1876); dos asociaciones “sucursales” de la Sociedad La Unión de
Artesanos de Bogotá, ambas establecidas en 1868; y una Sociedad de institutores, creada
tardíamente en el año de 1881.

Desde una perspectiva comparada, los fenómenos asociativos de las décadas de 1860, 1870
y 1880 aquí consideradas, presentan algunas particularidades respecto a los que
caracterizaron la primera mitad del siglo. Una primera es que se trata o parece tratarse, de
una práctica asociativa más diversa en cuanto a sus propósitos e intereses y, en algunos
casos, con un grado mayor de especialización. Encontramos, por ejemplo, un número
mayor de asociaciones con intereses en otros campos culturales distintos a los de las
“letras”, como fueron las de música y de teatro antes mencionadas. También es en este
periodo cuando comenzaron a surgir las primeras asociaciones de carácter profesional,
algunas como la Academia [Colombiana] de la Lengua (1871), la Sociedad de Ingenieros

                                                                                                               
92
G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit., p. 293.
93
Ídem. Véase también el mapa elaborado por este autor donde muestra la distribución geográfica que
tuvieron las sociedades católicas y “otras asociaciones conservadoras”, desde mediados de la década de 1850
y a lo largo del periodo de hegemonía radical: “Mapa 10. Sociedades católicas y otras asociaciones
conservadoras, 1855-1876”, p. 300.

 
88

de Colombia (1887), y la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales, ésta última


establecida en las ciudades de Bogotá (1873), Cali (1887) y Medellín (1887).

La diversidad también fue mayor en lo concerniente a la composición social de las


asociaciones. Éstas fueron cada vez menos una práctica de élite y menos sujeta también a la
tutoría de las élites, políticas, religiosas o culturales, como había ocurrido con las
sociedades de artesanos de mitad de siglo. También fue cada vez menos una práctica
preponderantemente masculina como lo prueba la masiva participación que tuvieron las
mujeres en asociaciones benéficas. Las Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús, por
ejemplo, llegaron a sumar hacia 1874 unas tres mil integrantes.94 Sabemos también que las
mujeres, en calidad de directoras de escuelas, formaron parte –aunque hasta ahora sólo
conocemos unos pocos casos– de las Sociedades de Institutores. Otra particularidad la
encontramos en su mayor distribución y extensión hacia áreas geográficas menos centrales.
En Antioquia, por ejemplo, mientras en la primera mitad del siglo las asociaciones se
localizaron en las principales ciudades de la región –Medellín, Santafé de Antioquia y
Rionegro–, en su segunda mitad las encontramos organizadas en poblaciones periféricas y
en las llamadas “zonas de exclusión”.95

Durante este periodo, por último, el asociacionismo de carácter político que había sido
predominante en la experiencia asociativa de los años cuarenta y cincuenta, es superado por
una práctica asociativa –para usar el término propuesto por Forment– de carácter “cívico”.
Tenemos, en efecto, frente a 170 “políticas”, unas 436 “cívicas”.96 En cierta medida, esta
diferencia se debió a “la nueva estrategia” que, según Loaiza Cano, puso en marcha la élite
política radical al llegar al poder en la década del sesenta. Para este autor, los liberales
radicales optaron por privilegiar la “fórmula educativa” para impulsar su proyecto
modernizador antes que la de las asociaciones populares que ya habían demostrado ser un
arma de doble filo, a causa de la experiencia de 1854 cuando las Sociedades democráticas
participaron en la movilización de Melo contra el gobierno liberal. Este temor a la
movilización popular se tradujo en la “pobre” participación que tuvieron en la creación de
clubes políticos. En efecto, del casi centenar de Sociedades democráticas que se crearon en

                                                                                                               
94
P. Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia, Óp. cit., pp. 124.
95
Patricia Londoño muestra que varios de los pueblos antioqueños –como es el caso de Anorí, Puerto Berrío,
Remedios, Turbo y Segovia– que han sido considerados dentro de las “zonas de exclusión de influencia del
ethos sociocultural antioqueño” (María Teresa Uribe), figuraron, sin embargo, como sedes de asociaciones
culturales, en: Ibíd., pp. 336-337.
96
Contamos entre las “cívicas” todas las asociaciones que aparecen en el Cuadro 3, exceptuando las que
corresponden a las categorías “Políticas” y “Logias”.

 
89

la década del setenta, “solamente cinco se declararon radicales”, habiendo sido los otros
cuota del liberalismo moderado: de las fracciones mosquerista y nuñista.97

                                                                                                               
97
G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit., p. 126. Al respecto,
el autor afirma: “La facción liberal radical prefirió refugiarse en un proyecto político-cultural con
remembranzas ilustradas; prefirió preparar, mediante la escuela laica, un porvenir de individuos modernos,
emancipados del peso de la religiosidad católica. Y en vez de una sociabilidad basada en alianzas con sectores
populares, se refugió en una sociabilidad excluyente como la masonería […]”, p. 42.

 
90

CAPÍTULO III
LOS ACTORES. IDEARIOS, MOTIVACIONES E INTERESES

3.1 ENTRE EL PATRIOTISMO Y LA CARIDAD: LA ACCIÓN


“DESINTERESADA” Y “VOLUNTARIOSA”

Como discurso, el patriotismo tuvo una presencia imponente en el siglo XIX. Lo


encontramos de manera reiterada en los pronunciamientos de las élites políticas, en las
leyes y constituciones, en la producción literaria e intelectual, en los actos y celebraciones
cívicas y, profusamente, en las publicaciones periódicas a lo largo del periodo. Varios
historiadores como Hans König, Carlos Villamizar y Frédéric Martínez se han interesado
por analizar el papel del discurso patriótico en la formación de una identidad nacional, en
los procesos independentistas y en el consiguiente proceso de construcción del estado
nacional colombiano. 1 De acuerdo con algunos de sus planteamientos, el patriotismo
adquiere importancia no sólo como lenguaje clave en la creación de una identidad y una
relación afectiva con el lugar de pertenencia, sino también, según señala Villamizar, como
un “campo conceptual políticamente activo”. Para este autor, “la apelación a la patria se
estructuró progresivamente en la segunda mitad del siglo XVIII como uno de los recursos
retóricos mas frecuentes para fortalecer las numerosas propuestas de transformación que
circularon en el mundo hispánico durante este periodo”.2

El historiador alemán Hans König ya había señalado antes algo similar al cuestionar el
planteamiento de su colega chileno Ricardo Krebs, según el cual, el patriotismo si bien
había sido un “poder fuerte, aglutinador de hombres y determinante” durante las
postrimerías de la época colonial, había carecido de significado nacional o político en los
procesos de formación de estados-naciones en el contexto latinoamericano. Respecto a esto,
König en cambio señala que: “por el contrario puede decirse que este patriotismo
representó una significativa fuerza política con respecto a la relación tanto entre los
territorios americanos y España como entre ellos mismos. Esto fue válido en todo caso

                                                                                                               
1
Véase de estos autores los trabajos siguientes: Hans König, En el camino hacia la nación. Nacionalismo en
el proceso de formación del Estado y de la Nación de la Nueva Granada, 1750 a 1856, Bogotá, Banco de la
República de Colombia, 1994; Carlos Vladimir Villamizar Duarte, La felicidad del Nuevo Reyno de Granada:
el lenguaje patriótico en Santafé (1791-1797), Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2012; Frédéric
Martínez, El nacionalismo cosmopolita. La referencia europea en la construcción nacional en Colombia
1845-1900, Bogotá, Banco de la República, Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA), 2001.
2
C. V. Villamizar Duarte, La felicidad del Nuevo Reyno de Granada, Óp. cit., p. 151. Según este autor, el
suplemento que se adicionó a la edición de 1803 del diccionario de la Real Academia de la Lengua, agregó a
la definición del término patriota, que en anteriores ediciones (1780 y 1791) aparecía normalmente definido
como “lo mismo que compatriota”, la siguiente entrada: “El que ama la patria, y procura todo su bien”, p.
151.

 
91

donde quiera que el mismo comprendiera no sólo el aprecio del propio país sino también la
voluntad e invitación a tomar parte en el desarrollo de la patria”.3

Ahora, importante también como “fuerza” o “campo conceptual activo” fue el discurso
religioso de la caridad; no obstante que éste no ha recibido mayor atención en los análisis
relacionados con la problemática de la formación del estado-nacional, o temáticas afines,
quizás debido a que se trata de un discurso desvinculado –o por lo menos mucho menos
vinculado en comparación con el patriótico– de connotaciones políticas. Pero lo que nos
interesa rescatar aquí, es que la caridad fue un recurso retórico tan empleado y explotado
como el del patriotismo para los fines de movilización social tendientes a promover la
acción voluntaria y desinteresada entre la sociedad. Las apelaciones a la caridad tal vez no
tuvieron como fin invitar a la población a tomar parte en las guerras o en los fenómenos
más directamente políticos, como fue el caso de la retórica patriótica, pero sí estuvieron
destinadas a convocar a la población a participar en procesos de la vida social, educativa,
cultural y, por supuesto, religiosa, a través de los cuales se creía contribuir también al
“desarrollo de la patria”.

Aunque es en realidad poco lo que en este trabajo podríamos adelantar sobre este punto,
siendo además la bibliografía existente sobre este tema bastante limitada para tener una
idea sobre el ascenso de la retórica caritativa en la vida nacional, sabemos que por lo menos
para el periodo aquí estudiado (los decenios del sesenta al ochenta), la caridad fue un
discurso amplia y fuertemente presente en la vida pública en general; y no de manera
exclusiva en la esfera religiosa. Las apelaciones a la caridad, en efecto, no sólo provinieron
de los sectores religiosos –de los curas hacia sus fieles–, ni tampoco fueron usadas sólo
para fines relacionados con la práctica del culto; sino que aquellas vinieron también de las
autoridades civiles, las cuales a través de llamados a la caridad buscaron convocar la
participación de la población en pro de actividades de distinta índole y, asimismo, fueron
comunes tanto en la prensa religiosa y conservadora como en las publicaciones liberales y
de orientación laica.

Aunque entre los discursos patriótico y caritativo existen sin duda diferencias
considerables, ambos discursos comparten el haber sido empleados por los contemporáneos
para hacer referencia a una idea de “acción desinteresada”, es decir, para caracterizar
aquellas obras y servicios que las personas realizaban de manera voluntaria, sin esperar
alguna retribución económica a cambio, y como demostraciones tan sólo de su “amor a la
patria” o de su “amor al prójimo”. Asimismo, tanto el uno como el otro fueron asociados

                                                                                                               
3
H. König, En el camino hacia la nación, Óp. cit., pp. 126-127. El trabajo de Krebs al que hace referencia el
autor es: “Nationale Staatenbildung und Wandlungen des nationalen Bewusstseins in Lateinamerika” (1974).

 
92

con valores de “virtud” y de “honorabilidad”. Habiendo sido estos dos valores altamente
estimados por la sociedad de la época, para un individuo, por ende, podía resultar muy
significativo el hecho de ser reconocido como una persona patriota o caritativa.

Ambos discursos, a su vez, tuvieron en la educación un campo común de acción. La


educación, en efecto, fue pensada como un frente ideal tanto para las demostraciones
patrióticas, por cuanto se la veía como un pilar clave para la “felicidad” y el “progreso” de
la patria; como para las caritativas, por la importancia que se le atribuía respecto a la
“regeneración” y “salvación espiritual” de la humanidad. Así, para los contemporáneos, la
importancia que tenía la educación en el porvenir de la patria hacía de ella un campo más
propicio para las acciones virtuosas, que para la búsqueda de intereses “egoístas”, como
tales eran considerados los intereses políticos y económicos. Estos últimos, por tal razón,
fueron en alta manera estigmatizados cuando se trataba de asuntos relativos al campo
educativo. Como en algún momento apuntó el venezolano Simón Rodríguez (1769-1854) –
en una frase que se ha vuelto incluso emblemática para quienes hoy en día critican la
intervención de intereses económicos en el campo de la educación pública–4: “Hacer
negocio con la educación es… diga cada lector todo lo malo que pueda, ¡todavía le quedará
mucho por decir!".5

Es importante advertir, además, que más allá de ser propuestos y exaltados bajo
consideraciones de virtud y de honor, el patriotismo y la caridad fueron asociados por los
contemporáneos con nociones de deber y obligación: de deber cívico, en el primer caso, y
de deber religioso, en el otro. “No olviden –señalaban los redactores de La Caridad– que la
caridad no es solo una virtud recomendable, sino un deber que el nombre de cristianos nos
impone”.6 Después de la práctica del culto, según afirmaban, era el ejercicio de la caridad el
segundo deber más importante para los católicos. En el periódico La Abeja, órgano de una
asociación benéfica llamada Sociedad protectora de niños desamparados, uno de los
artículos publicados llevaba el siguiente encabezado: “Solo el que tiene caridad merece que
se llame hombre”.7 El hecho de que la práctica de la caridad fuera planteada como una
                                                                                                               
4
En el actual contexto chileno, por ejemplo, el pensamiento educativo de Simón Rodríguez ha sido recogido
por distintos sectores para criticar y cuestionar las políticas neoliberales que el gobierno de este país ha puesto
en marcha tendientes hacia la mercantilización de la educación pública. De esto es ejemplo el libro
recientemente publicado en este país (2011) que se titula: Simón Rodríguez. Las razones de la educación
pública; reflexiones del educador americano que vence el paso de los siglos (Fernando Villagrán, comp.,
Santiago, Catalonia, 2011).
5
Tomado de: Bárbara Yadira García Sánchez, De la educación doméstica a la educación pública en
Colombia: transiciones de la Colonia a la República, Bogotá, Universidad Distrital Francisco José de Caldas,
2007, p. 393.
6
La Caridad, Bogotá, año I, núm. 15, 29 de diciembre de 1864, p. 238.
7
La Abeja, “órgano de la Junta Directiva de la Sociedad Protectora de Niños Desamparados”, Bogotá, núm. 5,
1º de julio de 1883, p. 38.

 
93

cuestión de deber para los católicos –más allá, por lo tanto, de la simple voluntad–, de
cierta manera nos permite comprender el porqué de las sanciones que, desde la prensa
religiosa, se emitían contra la población cada vez que se consideraba que ella faltaba a los
llamados que se le hacían a participar en obras caritativas.

Por otro lado, estaban los deberes para con la patria. Estos deberes, según se afirmaba, se
desprendían de la existencia de un régimen de gobierno republicano, donde a la par que se
garantizaban derechos a sus ciudadanos se les imponían también obligaciones. Para los
redactores del periódico La Sociedad, el “patriotismo” o el “espíritu público”, al que
definían parafraseando a Montaigne como la disposición “noble y generosa… que nos
arrastra a ocuparnos con celo de los intereses generales”, constituía la virtud cívica por
excelencia: “Cuando se trata del gobierno representativo, el espíritu público es una
condición sin la cual semejante gobierno es impracticable”.8

La prensa de la época fue insistente en plantear que era un deber de la población tomar
parte, por iniciativa propia o ante el llamado de las autoridades, en los asuntos de interés
público para hacer posible la buena marcha de la sociedad. “Nuestra sociedad… –afirmaba
un colaborador del periódico La Patria– [requiere del] conocimiento de que los gobiernos
no tienen el encargo de hacer por los individuos lo que éstos tienen el deber de hacer por sí
para su propio bienestar y engrandecimiento, y el de que las mejores combinaciones
constitucionales o los planes administrativos más bien intencionados son infructuosos sin la
honrada colaboración de los ciudadanos”.9

En su periódico El Estudiante, los jóvenes miembros de la Sociedad Filomática se


lamentaban del poco interés que mostraban los ciudadanos por la “cosa pública”, y
manifestaban su deseo de dar a conocer a la sociedad, que ellos por su parte, no se habían
posesionado de la misma indiferencia y apatía. En un artículo al que titulaban “Espíritu
público”, señalaban: “La participación en los negocios públicos es una necesidad que tiene
que satisfacerse como cualquiera otra […] ¿Cómo es posible que un gobierno cumpla su
misión de hacer feliz a un pueblo si éste no quiere su felicidad? Cómo vamos a esperarlo
todo de nuestro agente si no le damos instrucciones y le ayudamos en el desempeño de su
encargo?”.10

Declaraciones y consideraciones similares a las anteriores se encuentran a menudo en


muchos otros periódicos, indistintamente de si su orientación fue liberal o conservadora, si
fueron de corte oficial o privado, o de carácter político, religioso o literario. De cierta
                                                                                                               
8
“El espíritu público y la religión”, La Sociedad, Medellín, núm. 203, 8 de junio de 1876, pp. 467-469.
9
La Patria, Bogotá, entrega 3.ª, 1˚ de marzo de 1878, p. 74.
10
“Espíritu público”, El Estudiante, “órgano de la Sociedad Filomática”, Bogotá, núm. 3, 4 de junio de 1866.

 
94

manera, lo anterior nos lleva a pensar que las acciones y los servicios no eran siempre tan
“voluntarios” como se los presentaba y que, por lo tanto, además del alegado sentimiento
de “amor a la patria” con el cual las personas pretendían justificar sus contribuciones y
servicios gratuitos a favor del país, también debieron tener algún peso importante aspectos
como las presiones sociales y las sanciones públicas que resultaban demandantes de dichos
servicios.

Dentro de la práctica asociativa, los discursos cívicos y religiosos jugaron un papel


particularmente importante. Las primeras sociedades que se crearon en el continente
americano –como se mostró en el capítulo anterior– adoptaron nombres alusivos al
lenguaje patriótico (“Sociedades de Amigos del país”, “Sociedades patrióticas”), mientras
que muchas de las que se constituyeron en la segunda mitad del siglo XIX, lo hicieron con
nombres alusivos al vocabulario religioso (“Sociedad de San Vicente de Paúl”, del
“Sagrado Corazón de Jesús”, “Congregación de la caridad”).

Pero no solamente son sus nombres los que dan cuenta de la relevancia de estos dos
discursos; antes bien, puede afirmarse que en el ámbito de la práctica asociativa casi todo
parece haber estado atravesado por una atmósfera de patriotismo-civismo y de caridad-
religiosidad: desde los móviles invocados por los asociados para conformar una asociación
(“profundo amor a la patria”, “sentimientos cristianos y piadosos”); las designaciones que a
sí mismos aquellos se daban (“buenos ciudadanos”, “patriotas”, “buenos católicos”); los
objetivos que afirmaban perseguir (“servir a la patria”, “socorrer a los necesitados”); hasta
las actividades de orden conmemorativo que realizaban (por ejemplo, la celebración de
fechas cívicas y religiosas de gran significación, como eran el 20 de julio y las de los
patronos y santos –San Vicente, San José, la Virgen María…– a que se consagraban).11

Pero quizás más importante que todo lo anterior, sea el hecho de que mediante las retóricas
patriótica y caritativa los asociados podían definir lo que era un aspecto fundamental de su
organización, a saber, el que se trataba no de una asociación de carácter privado, creada
para defender o beneficiar –exclusivamente– intereses particulares; sino de una asociación
con “vocación pública”, orientada por la voluntad de prestar servicios a otros de manera
desinteresada. De las primeras fueron ejemplo las compañías comerciales, las asociaciones

                                                                                                               
11
La Sociedad católica de Medellín, por ejemplo, dispuso en sus estatutos la celebración anual de la fiesta de
su patrono San José, el día 19 de marzo, que era el mismo día en que la sociedad se había establecido
formalmente tras aprobar los estatutos de su organización. Véase “Estatutos de la Sociedad Católica de
Medellín”, Medellín, 19 de marzo de 1872, en: La Sociedad, Medellín, núms. 13 y 14, 7 y 14 de septiembre
de 1872, pp. 104 y 111. También los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl tenían la obligación de
solemnizar la fiesta de su patrono los días 19 de julio.

 
95

gremiales y los clubes sociales, mientras que de las últimas lo eran las sociedades de
beneficencia, las de instrucción y las literarias.

Muchas asociaciones literarias, por ejemplo, vieron en la publicación de una hoja periódica
la manera de “servir a la patria” y contribuir a su progreso. Así, entre muchos otros casos
que podrían mencionarse, lo manifestaron los jóvenes de Rionegro (Antioquia) que
conformaban una sociedad literaria, y que se propusieron publicar un periódico no sólo con
el fin de satisfacer su “ambición de conocimientos y la inclinación que sentimos hacia la
instrucción”, sino también para contribuir con ello al progreso “moral, industrial y
comercial de nuestra cara patria”: “Hoy sus hijos unidos con los vínculos del patriotismo, le
deponemos placenteros en aras de la prensa, nuestros más fervientes votos por su
engrandecimiento y prosperidad”. 12 Según aquellos afirmaron, su periódico El Estudio
había sido el primero en ver “la luz pública” en la ciudad, y ello gracias al acto de
“desprendimiento y miras patrióticas” que llevaron a uno de sus integrantes a proporcionar
una imprenta a la población.

Los miembros de la Sociedad de la Caridad de la ciudad de Barranquilla, se referían por su


parte al importante papel jugado por la “caridad” en la definición de los objetivos de su
asociación. Según comentaron en su periódico El Misionero –cuya publicación iniciaron
hacia 1870, dos años después de haber fundado la Sociedad–, el propósito inicial de sus
integrantes había sido el de constituir una sociedad de aquellas llamadas de “ayuda mutua”,
para protegerse y socorrerse mutuamente en caso de necesidad. A raíz, sin embargo, de la
propuesta presentada por una de las personas que posteriormente pasó a formar parte la
Sociedad, aquel objetivo inicial sufrió una modificación en sus alcances: el señor Eusebio
de la Hoz –comentaban– quiso “perfeccionar” los objetivos de la Sociedad y
“engrandeciéndola todo lo posible, propuso a sus compañeros y hermanos que, siendo la
Caridad un principio universal, emanación del mismo Dios, los esfuerzos de la sociedad
debían extenderse a todos los necesitados, fueran o no miembros de ella, y que debían
asumir el nombre de ‘Sociedad de la Caridad’”.13

Aunque los contenidos y referentes ideológicos de la caridad y el patriotismo podían ser


distintos entre sí, ello no impedía que uno y otro aparecieran juntos en los discursos de los
contemporáneos y, específicamente, en sus llamados a la acción voluntaria. A modo de
ejemplo, cuando hacia 1855 el gobernador de la provincia de Cundinamarca y el Arzobispo
de entonces, Antonio Herrán, unieron esfuerzos para establecer Sociedades de Beneficencia
y Caridad de carácter femenino, destinadas a auxiliar los establecimientos benéficos de la
                                                                                                               
12
El Estudio, Rionegro, núm. 1, 1.˚ de diciembre de 1869.
13
El Misionero, “órgano de los intereses de ‘La Sociedad de la Caridad’”, Barranquilla, núm. 1, 15 de octubre
de 1870, p. 4.

 
96

ciudad, el llamado que ambas autoridades hicieron fue a “estimular el patriotismo y la


caridad de todas las señoras a fin de contribuir cada una por su parte, a que tenga buen éxito
la Congregación de que se trata”.14 Los redactores del periódico La Sociedad (Medellín),
fueron más lejos al plantear la existencia de una estrecha relación entre el espíritu cívico y
el religioso. Según afirmaron:

La fuente más fecunda de patriotismo ha sido siempre la religión, y sobre todo la religión
católica, cuyo fundador divino enseñó: que el primer mandamiento de la ley eterna es amar
a Dios sobre todas las cosas; y el segundo amar al prójimo como a sí mismo; […] ¿Pero qué
es el patriotismo, si no el amor de nuestros compatriotas y que nos arrastra a procurar su
bien y a evitarles todo mal? Mas cuando ese amor es un deber de conciencia, que exige que
aquellos servicios sean sinceros y desinteresados, cuánto no se purifica y enaltece este
grande y noble sentimiento!15

En la retórica asociativa, las apelaciones patrióticas y caritativas aparecen usualmente


acompañadas de aclaraciones sobre la exclusión de intereses de orden partidista y
económico. Casi sin excepción, las asociaciones cívicas 16 presentan de manera
característica estos dos rasgos en sus discursos: el de manifestar una voluntad “patriótica” o
“caritativa” de servir a alguna causa progresista o benefactora, por un lado, y el de descartar
de sus objetivos cualquier propósito que pueda vincularse con la política de partido o con
un ánimo de lucro, por otro. Con esto último, evidentemente, buscaban reafirmar el carácter
desinteresado y altruista de su asociación. Así, por ejemplo, lo advertían –a propósito de los
intereses partidistas– los miembros de la sociedad literaria panameña Juventud Unida al
publicar en su periódico Eco Juvenil los objetivos de su asociación: “Y no os imaginéis que
en nuestro propósito venga enredada pasión política alguna; no, que lejos de ello, se dirige
a un solo punto, a unificar la juventud y con la unión ilustrar sus ideas que, cual la planta,
necesitan del rocío indisputable del estudio; para lograr alcanzar su felicidad, la de sus
dependientes, y también la de la Patria que habitan los poblados del risueño porvenir”.17

Detrás de esta clase de advertencias y llamados a la “caridad” y al “patriotismo” se percibe


claramente una búsqueda de legitimación. Para las asociaciones, en efecto, era
indispensable contar con el visto bueno de la población, ya que esperaban que ésta pudiera
también contribuir y apoyar los distintos proyectos que se proponían. Así, al presentarse
ante el público como asociaciones al servicio de la sociedad y no a favor de intereses
particulares o de partido, los asociados consideraban tener los “créditos” suficientes para
                                                                                                               
14
Estatutos de la Congregación de Caridad de Bogotá, Bogotá, Imprenta de “El Catolicismo”, 30 de junio de
1855, p. v, en: Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Fondo Biblioteca digital.
15
“El espíritu público y la religión”, La Sociedad, Medellín, núm. 203, 8 de junio de 1876, p. 469.
16
Sobre las “asociaciones cívicas”, véase del capítulo 2.3 la nota al pie núm. 69.
17
Eco Juvenil, “órgano de la sociedad literaria ‘Juventud Unida’”, Panamá, núm. 1, 20 de julio de 1876, p. 2.

 
97

merecer el apoyo de la población. En este sentido, la posición neutral que muchas de ellas
adoptaron en el terreno de la política, puede verse como una estrategia orientada a buscar la
aprobación del público, indistintamente de cuál fuera la militancia partidista de las
personas. Para la historiadora Meri Clark, era esta la intención que aguardaban los
miembros de la Sociedad de Educación Primaria, fundada en la ciudad de Mompox en
1825. Según la autora: “La Sociedad de Mompox evitaba tomar partido en la creciente
división política entre liberales y conservadores, con la esperanza de ampliar su base de
apoyo reclutando contribuyentes –amigos honorarios–, los que prestarían tiempo y
dinero”.18

Ahora bien, es de advertir que no sólo fueron las asociaciones las que hicieron uso de esta
estrategia. También los publicistas y escritores en general –quienes se veían a sí mismos, y
eran vistos por sus contemporáneos, como “servidores de la patria”– recurrieron a ella con
el fin de buscar el apoyo tanto de la población civil como de las autoridades oficiales. Así,
también en las publicaciones periódicas, particularmente las de carácter literario y cultural,
se pueden identificar con frecuencia motivos retóricos similares. En los llamados
“prospectos” –declaraciones que acompañaban el primer número del periódico y cuyo
objeto era dar cuenta de la índole de la publicación–, los redactores usualmente hacían
manifestación de su propósito de no abordar asuntos relacionados con la vida política. En
varios casos, inclusive, se llegaba a advertir que el periódico no era una empresa
especulativa o, cómo algunos dirían, con fines “mercenarios”. Los publicistas se fundaron
en aclaraciones de este estilo para justificar al público por qué sus publicaciones merecían
de la cooperación que solicitaban. Así lo hicieron los redactores de El Obrero, un periódico
que se publicó en Bogotá entre 1881 y 1882, y cuyo objeto era la instrucción y
“moralización de las clases populares”. Después de varios números publicados, sus
redactores creyeron necesario volver a advertir al público que su periódico no perseguía
fines políticos ni intereses pecuniarios:

No dudamos que usted nos hará la justicia de creer que El Obrero no es una empresa de
especulación, sino mas bien una empresa patriótica: en su desarrollo y prospera suerte
deben estar naturalmente interesados todos los hombres de bien […] siendo un periódico de
enseñanza moral y religiosa, justo es que solicite y cuente con el apoyo de las personas que,
como usted, están siempre dispuestas a alentar y estimular toda obra benéfica. Si usted da
una limosna mensual para proveer de pan y de vestido el cuerpo de los desheredados de la
fortuna ¿cómo ha de negarse a dar otra que les lleve al mismo tiempo el pan para el espíritu
y el consuelo y la esperanza para el corazón.19

                                                                                                               
18
Meri L. Clark, “Conflictos entre el Estado y las elites locales sobre la educación colombiana durante las
décadas de 1820 y 1830”, Historia Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, núm. 34, jul.-dic. 2007, pp. 52.
19
El Obrero, Bogotá, núm. 20, 9 de enero de 1882.

 
98

También con argumentos de este estilo, otros directores de periódicos buscaron de parte de
sus agentes, quienes eran las personas encargadas de su venta y distribución, la prestación
de sus servicios de manera gratuita.20 De esta clase fue la solicitud que los encargados de El
Catolicismo (Bogotá) hicieron a sus agentes. A éstos les señalaban que: "al acometer esta
empresa, que ya habíamos anunciado con seis meses de anticipación, no hemos tenido en
mira el lucrar, sino el sostener la sacrosanta religión que nos legaron nuestros
antecesores”. 21 Añadían, como una razón más para convencerles de prestar su
“desinteresada colaboración”, el hecho de que las utilidades que se obtuvieran de la
empresa, “deducidos los gastos de impresión”, serían destinadas a alguna obra de caridad:
“y no se nos ha ocurrido otra más loable que la de auxiliar a las RR. MM. Monjas que se
hallan en la última miseria”.22

De manera similar, los redactores de La Caridad (Bogotá) buscaron la colaboración del


público manifestando que el producto de las suscripciones sería dado con fines benéficos a
la Sociedad de San Vicente de Paúl. De este modo, presentaban el hecho de suscribirse al
periódico como un acto de caridad en sí mismo: “Esa suma –señalaban– es el dinero del
pobre y del enfermo”.23 Es posible creer que algunos de los que se suscribieron a La
Caridad, lo hicieron menos por el interés que les representaba el periódico y su lectura en
sí, que movidos por la voluntad de contribuir a la labor caritativa de la sociedad vicentina.
De tal cosa, por lo menos, parece dar testimonio la renuncia que en cierta ocasión algunos
suscriptores hicieron de los ejemplares que les correspondían, con la intención de reducir
los gastos del periódico e incrementar así las utilidades para aquella sociedad benéfica.24

Otros periódicos que también recurrieron a la misma “estrategia publicitaria” que los
anteriores, ofreciendo donar sus ganancias o parte de ellas a alguna obra benéfica, fueron El
Álbum de los niños (Tunja), cuyos redactores prometieron dar parte de sus ganancias al
Hospital de caridad que dirigía la Asociación del sagrado Corazón de Jesús, 25 y El

                                                                                                               
20
A los agentes se les destinaba una comisión sobre las ventas del periódico que era por lo regular del 10%.
Algunos periódicos ofrecían además de la comisión, o a cambio de la misma, el derecho a cierto número de
ejemplares según la cantidad de suscripciones que lograran colocar, generalmente 1 ejemplar por cada 10.
21
Tomado de la sección de avisos del periódico El Hogar, Bogotá, núm. 17, 23 de mayo de 1868, p. 137.
22
Ídem.
23
La Caridad, Bogotá, año III, núm. 48, 23 de agosto de 1867, p. 753.
24
Fue el caso de los suscriptores del Estado de Antioquia, quienes renunciaron a los números
correspondientes al primer trimestre de la publicación. La Caridad, Bogotá, año I, núm. 26, 17 de marzo de
1864, p. 414.
25
Esto señalaban sus redactores en el prospecto con el que iniciaban su segundo año de publicación: “No
habiendo sido nuestro ánimo fundar una empresa de especulación, deseamos que nuestro periódico continúe
siendo favorecido, para poder llevar a cabo el propósito de destinar la mitad de su producto al alivio de los
pobres del Hospital de esta ciudad”, en: El Álbum de los niños, Tunja, núm. 49, 26 de julio de 1872.

 
99

Cachaco (Bogotá), que las ofreció para el asilo de niños que estaba a cargo de la Sociedad
Protectora de niños desamparados.

Tanto la retórica patriótica como la caritativa mostraban sus frutos cuando se trataba de
convocar a empresas solidarias en campos como el de la asistencia social, el educativo y el
cultural. De ello, no sólo es prueba la popularidad alcanzada por la práctica asociativa
cívica, popularidad que se reflejó en el alto número de asociaciones que existieron de este
tipo, así como en el alto número de personas que participaron en ellas;26 sino también en el
hecho de que la población respondiera positivamente a aquellos llamados, siendo tal
respuesta visible en donaciones, suscripciones y en la disposición que tuvieron numerosos
individuos de prestar servicios de manera voluntaria y gratuita. El éxito y la popularidad
obtenidos por el periódico La Caridad, de cierta forma demuestran la efectividad que podía
alcanzar dicha retórica dentro de la población. En efecto, los primeros ochocientos
ejemplares del primer trimestre de publicación de La Caridad se agotaron rápidamente,
algo que resultaba ser inusual para la época. Sus redactores atribuyeron en parte esa buena
acogida a los sentimientos caritativos de la población y decidieron aumentar el tiraje a mil
quinientos ejemplares para el próximo periodo.27

También los encargados de El Cachaco, quienes se habían apropiado de la iniciativa de


promover la donación de libros para crear una biblioteca en el Lazareto Agua de Dios
(Santander) –bajo la consigna “Limosna para el espíritu ¡Un libro por amor de Dios!”–
podían mostrarse complacidos del carácter voluntarioso de los capitalinos:

Cuando la Redacción de EL CACHACO tomó a su cargo la agradable tarea de pedir a la


caridad pública un poco de alimento para el alma de aquellos infelices […] creímos que
nuestras palabras tendrían un eco en los corazones generosos de los habitantes de Bogotá, la
población más culta de toda la República. –Nuestras esperanzas se han realizado con exceso
[…] Y en efecto, de todas partes acuden con dádivas generosas. –La noble, la culta, la
espiritual, la cristiana Bogotá, no ha necesitado otra cosa que nuestra humilde excitación,
para corresponder espléndidamente […].28

                                                                                                               
26
Sobre la extensión de los fenómenos asociativos véase el capítulo 2.3, “Dimensión y distribución del
movimiento asociativo en los Estados Unidos de Colombia”.
27
“Cuenta del primer trimestre de ‘La Caridad’”, La Caridad, Bogotá, núm. 16, 5 de enero de 1865, pp. 241-
243. A propósito del “éxito editorial” del periódico, G. Loaiza Cano señala que con La Caridad, “estamos al
frente de un caso de popularidad y eficacia económica íntimamente ligadas a la expansión de la sociabilidad
caritativa. En 1865, este periódico, que circulaba dos veces por semana, podía publicar listados que superaban
el millar de abonados, una cifra inalcanzable para las demás publicaciones de la época”, en: G. Loaiza Cano,
“La expansión del mundo del libro…”, Óp. cit., p. 29.
28
El Cachaco, Bogotá, núm. 10, 6 de junio de 1879, p. 37.

 
100

La Biblioteca del Lazareto no fue la única en formarse a partir de donaciones particulares.


Podemos mencionar, entre varias otras, la Biblioteca de La Alianza (1868), la cual fue
promovida por los artesanos que integraban la Sociedad de La Alianza,29 y también, la
Biblioteca de Honda (1875), cuya iniciativa fue emprendida por la Sociedad de Instrucción
Mutua de aquella ciudad.30

Sin embargo, el panorama no siempre resultaba tan alentador. Si en algunos casos las
“excitaciones” fueron suficientes para llevar a buen término los proyectos, en otras
oportunidades se quedaron cortas y no lograron convocar y comprometer a la población
como se esperaba. El periódico La Caridad es al respecto un caso engañoso. Aunque sus
redactores llegaron a ufanarse de tener uno de los periódicos más populares de todo el país,
“ningún periódico, y lo decimos sin pretensión de ofender a los demás, ningún periódico ha
visto llena la lista de suscriptores tan prontamente, tan espontáneamente y con nombres
semejantes”;31 cuando se echa un vistazo al balance de sus cuentas se descubre que aquel
optimismo dejaba mucho que desear.

Veamos. En la “Cuenta general” de los primeros tres años de publicación de La Caridad,


desde 1864 hasta 1867, se muestra que el valor de las suscripciones ascendía a $8.415. De
esta suma, sin embargo, los suscriptores debían un total de $2.861. En algunas ciudades, lo
adeudado llegaba a ser incluso superior, como fue el caso de Medellín. En la muy católica y
caritativa capital antioqueña, como se preciaban de serlo sus habitantes, la deuda alcanzaba
los $1.155. Así, del valor total de las suscripciones correspondientes a esta ciudad, que era
de $2.023, los medellinenses no habían cubierto ni siquiera la mitad, habiendo pagado tan
sólo $867.32 Éstos eran, pues, en buena medida responsables del déficit padecido por el
periódico.

Sin embargo, el problema de los suscriptores morosos no fue exclusivo de La Caridad. Una
queja constante de los publicistas estaba de hecho relacionada con la falta de constancia y
compromiso de la población para sostener las empresas que en un principio se habían
                                                                                                               
29
“Biblioteca de la sociedad ‘Unión de Artesanos’”, La Alianza, Bogotá, núm. 33, 8 de febrero de 1868.
30
“Estatutos de la Biblioteca de Honda” y “Catálogo de las obras con que se funda la ‘Biblioteca de Honda’”,
Honda, Imprenta de E. N. Treffry, 23 de mayo de 1875, en: BNC, Fondo Miscelánea José Asunción Silva,
pieza núm. 358.
31
Esto afirmaban sus redactores a comienzos del año de 1865 cuando presentaban el balance del primer
trimestre de publicación. La cita anterior continúa de la siguiente manera: “Si alguna vez fuera lícita la
vanidad lo sería hoy, viendo que nos honran los hombres de todas las clases de la sociedad, sin distinción y, lo
que es un título de honor y una causa de cordial satisfacción, que LA CARIDAD es el periódico popular de
las señoras”. La Caridad, Bogotá, año I, núm. 16, 5 de enero de 1865, p. 241.
32
Véase el cuadro “Cuenta general del periódico ‘La Caridad’ en tres años de su publicación, contados desde
24 de septiembre de 1864 a 23 de agosto de 1867”, La Caridad, Bogotá, núm. 48, 23 de agosto de 1867, pp.
754-755.

 
101

prometido apoyar. Muchos periódicos que en sus primeros números se mostraron


optimistas publicando entusiastas mensajes de gratitud al público por la buena acogida que
habían dado al periódico, pasado un tiempo se veían en la necesidad de avisar su
suspensión alegando que la causa de ello era el incumplimiento en el pago de las
suscripciones. “La enfermedad que ha matado y matará tantos periódicos en Colombia”,
decía el director de La Patria Adriano Páez, era “la costumbre de no pagar las
suscripciones”.33

En los problemas de viabilidad financiera que afrontaron los periódicos, puede verse una de
las principales razones de la paradójica situación que caracterizó a la prensa colombiana de
la segunda mitad del siglo XIX: el contraste entre la alta proliferación de publicaciones
periódicas de toda clase, por un lado, y el carácter tan efímero e irregular de la mayoría de
ellas, por otro.34 Muchas publicaciones, en efecto, no pasaban de los doce números; lo que
equivalía por lo general a un trimestre cuando la edición era semanal o a un semestre
cuando era quincenal. Algunos de los periódicos que mayor duración alcanzaron durante la
época, debieron en buena medida su estabilidad a las subvenciones que recibieron de
gobiernos o de autoridades religiosas, como fue el caso del Diario de Cundinamarca, cuya
alta frecuencia y sus más de diez años de duración sólo parecen haber sido posibles gracias
a “los salarios y dádivas” con que era favorecido por los gobiernos liberales.35

Pero cuando no se contaba con esta clase de auxilios y los redactores no tenían los recursos
para cubrir por sí mismos los gastos de impresión, entonces el sostenimiento del periódico
pasaba a depender de los lectores y, sobre todo, de la voluntad que éstos tuvieran para pagar
oportunamente el valor de las suscripciones, como así lo daba a entender Adriano Páez
siendo director de La Juventud: “Hasta hoy el redactor, única persona que paga la
impresión del periódico, ha hecho pérdidas que no podrá soportar en el segundo trimestre.
Es preciso, pues, o que las suscripciones produzcan lo necesario para el sostenimiento de
La Juventud, o que ésta deje de publicarse”.36

                                                                                                               
33
La Patria, Bogotá, entrega 5ª, 1º de mayo de 1878, p. 168.
34
Algunos autores que abordan esta clase de problemáticas de la prensa del siglo XIX, son: Eduardo Posada
Carbó, “¿Libertad, libertinaje, tiranía? La prensa bajo el Olimpo Radical en Colombia, 1863-1885”, en:
Rubén Sierra Mejía, ed., El radicalismo colombiano del siglo XIX, Bogotá, Universidad Nacional de
Colombia, 2006, pp. 146-166; Carmen Elisa Acosta, Lectura y nación: novela por entregas en Colombia,
1840-1880, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2009; Jorge Orlando Melo, “Las revistas literarias en
Colombia e Hispanoamérica: una aproximación a su historia”, Bogotá, 31 de octubre de 2008, texto
disponible en la página web del autor:
<www.jorgeorlandomelo.com/bajar/revistas_suplementos_literarios.pdf>.
35
E. Posada Carbó, “¿Libertad, libertinaje, tiranía? La prensa bajo el Olimpo Radical…”, Óp. cit., p. 152.
36
La Juventud, Socorro, núm. 10, 5 de noviembre de 1864.

 
102

Muchos contemporáneos llegaron a lamentarse de la poca voluntad de la población para


colaborar con las empresas periodísticas, que, según afirmaban, daban mayor lustre a la
patria y contribuían a su progreso. Así lo hizo un lector del periódico El Estudio, de
Rionegro, en la carta que dirigió a los jóvenes que estaban a cargo de su redacción. Según
el pronóstico escéptico que aquel hiciera, era muy probable que la hoja de los jóvenes, no
obstante la calidad de sus contenidos y la “agradable impresión” que a él mismo le habían
producido, terminara corriendo la misma “desgraciada suerte” que tocaba en el país a las
publicaciones de su clase: “morir tan pronto como han acabado de nacer”:

A primera vista parece extraño que no pueda aclimatarse en Antioquia una hoja literaria, y
cualquiera tendría razón para preguntar cuál es la causa porque se hace tan precaria su
existencia. Pero nada podría contestarse con más facilidad. Casi siempre todos los que se
atreven a acometer una empresa semejante carecen de los recursos necesarios para sacarla
avante, y por consiguiente esperan confiados en que todos y cada uno de los amantes de las
letras y de la gloria de su país, contribuirán eficazmente a la coronación feliz de tan
grandiosa obra. Mas, sucede con esto lo que pasa con la mayor parte de las empresas […];
al principio todos acogen la idea con entusiasmo, pero poco después se apodera de ellos una
indiferencia tal, que se hace imposible seguir adelante en la vía emprendida.37

Para el “Sr. A. H.”, autor de la anterior carta, aquella había sido la “suerte” que en su
momento corrieron El Oasis y La Aurora, dos de los primeros periódicos literarios que se
publicaron en la región, entre 1868 y 1869.38 Tal era también, según decía, lo que habría de
suceder con todas las empresas similares “mientras tengamos que lamentar por una parte la
inconstancia de los suscriptores, y por la otra el culpable egoísmo de los que no lo son, para
contribuir a dar impulso a uno de los más poderosos elementos de la civilización”.39

También dentro del campo del asociacionismo, algunos contemporáneos vieron en la


“inconstancia”, el “egoísmo” y la “falta de compromiso” de los asociados, algunos de los
principales problemas que afectaban el buen desarrollo de las sociedades. Con cierta
frecuencia, se alegó el hecho de que los integrantes no cumplían con los compromisos que
habían adquirido, dejando de asistir de manera regular a las reuniones o dejando de
contribuir con las cuotas que estaban destinadas a sostener las actividades de la asociación
y los gastos del periódico que a algunas les servía de órgano. Según Ricardo López,

                                                                                                               
37
La carta aparece firmada por A. H. y fechada en Medellín en enero de 1870: El Estudio, Rionegro, núm. 6,
15 de febrero de 1870.
38
Ambos periódicos se publicaron en Medellín, el primero durante enero y diciembre de 1868, y el segundo
entre octubre de 1868 y el mismo mes del año siguiente. Este último manifestaba en su prospecto: “Nosotros
queremos coadyuvar la tarea de ‘El Oasis’, y con tal fin fundamos este periódico, que será puramente
literario”, en: La Aurora, Medellín núm. 1, 24 de octubre de 1868, p. 1.
39
El Estudio, Rionegro, núm. 6, 15 de febrero de 1870.

 
103

presidente de la Sociedad católica de Medellín para el año de 1876, la Sociedad que ya se


acercaba a sus cuatro años de existencia corría peligro de disolverse si sus miembros
continuaban sin asistir a las sesiones. López veía en este abandono una clara manifestación
del carácter materialista de los antioqueños, “dados siempre al cálculo y al trabajo
material”, y lo atribuía también “a nuestra indiferencia, también característica, que hace que
todas las asociaciones, por importantes que sean y por grande que sea el entusiasmo con
que empiezan, sean efímeras o mueran al nacer”. 40

El presidente de la sociedad panameña Liceo Colombiano, manifestó también su temor de


que el Liceo pudiera disolverse a causa de razones similares:

Yo, señores, elevo mis votos al Todopoderoso para que depare buena suerte a esta
Corporación, y para que sean vanos los presentimientos que en estos momentos me
inquietan y atemorizan, que han sido los que me han hecho convocaros a sesión esta noche;
pero, no se palpa claramente nuestro desinterés y nuestra poquísima voluntad?… ¿Acaso
nosotros ignoramos que la asociación es indispensable al hombre y que produce benéficos
resultados? Ni por un momento he de acercarme a creer tal cosa. Entonces ¿por qué tan
pequeñísima voluntad, tan pequeño interés? No hallo respuesta que satisfaga a esta
pregunta. Lo cierto es, que voluntad no existe, que interés tampoco hay, y que nuestra
sociedad se muere... ¿y por qué? porque estamos hundidos en la más completa inacción y en
la mas criminal indiferencia...41

La “pequeñísima voluntad” y la “criminal indiferencia”, según aquel explicaba, se


reflejaban en la poca disposición de sus miembros para concurrir de manera puntual y
regular a las sesiones de la asociación. Al final, los augurios sobre su extinción terminaron
cumpliéndose a pesar de los esfuerzos de su presidente por salvar el Liceo y a pesar de que
muchos de sus miembros, en la reunión a la que se alude en la anterior cita, habían
“manifestado nuevamente su deseo que la Sociedad continúe”, prometiendo de su parte una
más juiciosa asistencia. Así pues, tan sólo unas semanas después de que aquella reunión se
llevara a cabo, el Liceo se disolvió. No obstante, algunos “verdaderos entusiastas”, ex-
integrantes del Liceo, quisieron continuar publicando el periódico que había pertenecido a
la Sociedad, El Estudio:

Disuelta la Sociedad ha concluido la misión que éste tenía, y por tanto debería suspenderse
su impresión lógicamente; pero nosotros, que aún nos hallamos animados de buenos deseos
y que hemos sido, somos y seremos entusiastas; pero verdaderos entusiastas por la causa del
progreso […] hemos creído conveniente continuar la publicación de este periódico, en el

                                                                                                               
40
La Sociedad, Medellín, núm. 183, 8 de enero de 1876, p. 308.
41
El Estudio, “órgano de la sociedad ‘Liceo Colombiano’”, Panamá, núm. 2, 19 de junio de 1887, p. 2.

 
104

convencimiento de que algo ganaremos. Así, pues, seguirá EL ESTUDIO viendo la luz
pública por nuestra cuenta, y ya que hemos sido débiles para sostener la Sociedad que
fundamos, procuraremos tener la suficiente fuerza para no desmayar en la nueva tarea que
hoy nos imponemos.42

En esta misma óptica, es interesante señalar el hecho de que también en el campo de la


instrucción pública los desarrollos que se produjeron fueron evaluados, parcialmente, desde
el punto de vista del mayor o menor patriotismo de la sociedad. De la “voluntad” de la
población, los contemporáneos hicieron depender en buena medida el progreso de la
instrucción. ¿Por qué? En primer lugar, porque la población era al fin y al cabo la
“contribuyente”: de sus aportes dependía que las administraciones públicas, especialmente
a nivel local, tuvieran recursos para cubrir los sueldos de los maestros, los alquileres de los
salones, la adquisición de útiles y mobiliario escolar, etc. Y en segundo lugar, porque al
lado de los maestros y las autoridades propias del ramo, la población aparecía también
como responsable del funcionamiento del sistema educativo, específicamente en lo que
tenía que ver con el área de la inspección escolar en la medida en que se había establecido
que esta clase de labores recayeran en personas de la sociedad civil.43

Sin embargo, no fueron pocas las veces en que la población salía mal librada en los
informes de instrucción pública que presentaba los funcionarios de este ramo. Así ocurrió,
por ejemplo, con el que presentó Lorenzo Codazzi siendo inspector escolar del
Departamento de Ocaña, al Superintendente de la Instrucción pública del Estado de
Santander. Según aquel señalaba en su informe de febrero de 1874:

Los pueblos que lo forman […] parece que viven ajenos de ese entusiasmo que por la
instrucción se nota en el centro y sur de él [Estado]. Todo servicio público se esquiva, y
prefieren contribuir con dinero a dedicar una pequeña parte de su tiempo a darle impulso a
esa máquina que llamamos Gobierno y que necesita para marchar con regularidad el apoyo
de todos los ciudadanos. Y no se crea que exagero. Al hacerme cargo del destino me llamó
la atención una acta del Consejo que declara que la Comisión de vigilancia se compondrá
del Alcalde, Tesorero, Personero y Secretario de la Corporación municipal, porque siendo
demasiado escaso el personal en los distritos y poco el patriotismo de los ciudadanos para

                                                                                                               
42
El Estudio, “Ensayos literarios”, Panamá, núm. 6, 9 de octubre de 1887, p. 2.
43
El Decreto Orgánico de la Instrucción pública primaria (1870) dispuso la división del sistema educativo en
tres grandes ramos: el de la enseñanza, que dependía de la labor de los institutores; el de la administración, a
cargo de los funcionarios y las direcciones de instrucción pública que fueron creadas para este propósito; y, el
de la inspección, cuyas funciones se asignaban a la población. Para la inspección local, por ejemplo, el
Decreto disponía la creación de Comisiones de vigilancia, compuestas “de tres a nueve Inspectores,
nombrados por el Consejo departamental, de entre las personas más instruidas y competentes del Distrito”. cf.
Decreto Orgánico de la Instrucción pública primaria, Bogotá, 1˚ de noviembre de 1870, título IV, capítulo II,
Inspección local, art. 214.

 
105

aceptar cargos onerosos, era más conveniente y expeditivo aquello. Dudé que fuera exacta
la aserción, y me equivoqué, pues hasta la fecha de este informe, solo he tenido noticia de la
instalación de una Comisión de vigilancia, y tal vez al fin tendré que adoptar la resolución
del extinguido Consejo para que haya Comisiones de vigilancia.44

Posiblemente fueron reclamos como el anterior los que convencieron a las autoridades
encargadas de la instrucción pública en Santander de la necesidad de disponer de un
empleado especial, con asignación de sueldo, para hacerse cargo de las tareas de inspección
que el Decreto orgánico había hecho recaer en los “vecinos notables” de los distritos. Tal
proposición efectivamente se llevó a cabo con la expedición de la ley 34 de 11 de octubre
de 1873, que eliminaba las comisiones de vigilancia y asignaba sus funciones a un
empleado público especial.

Sobre el asunto de las implicaciones que tanto el discurso de la caridad como el del
patriotismo pudieron tener en la vida social, las impresiones y opiniones que emiten los
periódicos así como los ejemplos que podríamos mencionar son múltiples y, naturalmente,
contradictorios entre sí. Algunos de ellos, como se vio, hablan a favor del “alto
patriotismo” y de los “fuertes impulsos caritativos” de la población, mientras que otros, por
su parte, los desdicen y cuestionan sus alcances reales, como en algún momento lo hizo con
clara indignación el director de la revista La Patria, Adriano Páez: “Inútil, pues, será,
halagarnos con frases mentirosas a favor de nuestras virtudes y hacernos elogios que no
merecemos: esta ciudad, como la mayor parte de las poblaciones de la República, abrigará
muchas almas caritativas, no lo negamos, pero el efecto de esa caridad no se ve ni con
telescopio”.45

Así pues, más que llegar a una conclusión sobre este problema, lo que nos ha interesado es
mostrar la manera cómo los contemporáneos hicieron uso de los discursos de la “caridad” y
el “patriotismo” como criterios y factores para evaluar y explicar los desarrollos de la
sociedad; sus atrasos o bien sus avances en campos tan distintos como el económico, el
cultural, el educativo, el político y el social. Del “voluntarismo” de la población, como
dijimos antes, los contemporáneos hicieron depender en buena medida el “progreso” del
país. Es ilustrativo de aquel pensamiento voluntarista la altísima fe que afirmaban y
demostraban tener en la fórmula asociativa como motor de progreso. De ello, por ejemplo,
                                                                                                               
44
Lorenzo Codazzi, “Informe del Inspector departamental de Ocaña, correspondiente al mes de febrero”, en:
La Escuela Primaria, “periódico oficial de instrucción pública del Estado Soberano de Santander”, Socorro,
núm. 102, 12 de mayo de 1874, p. 112.
45
“Crónica de la caridad”, La Patria, Bogotá, entrega 3ª, 1º de marzo de 1878, pp. 101-102. El desconcierto
de Páez estaba motivado por el abandono que veía en las instituciones benéficas de la capital y, sobre todo, a
causa de que varias personas habían incumplido el compromiso que adquirieran de dar una cuota anual para
el sostenimiento del Asilo.

 
106

estaban convencidos los miembros de la Sociedad Didáctica de Santander para quienes el


“portentoso desarrollo de la civilización” en la República del Norte tenía mucho que ver
con su práctica fiel del principio de asociación: “los hijos del Norte se asocian para
establecer academias y escuelas de ciencias y artes; para establecer fábricas prodigiosas;
para arreglar vías de comunicación, terrestres, fluviales y marítimas que ensanchen el
comercio y hagan crecer todas las industrias…”.46

De aquel convencimiento también dio testimonio Adriano Páez al expresar: “Asociémonos


y haremos obras útiles, que un solo individuo es impotente para realizar. La asociación, y
sólo ella, nos dará ferrocarriles, bibliotecas, hospitales, escuelas y los demás beneficios de
la civilización moderna”.47 Estas palabras no fueron las de Páez exclusivamente sino las de
toda una generación que, como en algún momento afirmó Frédéric Le Play, vio en la
práctica asociativa la gran “panacea” de los últimos tiempos.48 Le Play, sin embargo, debió
ser uno de los pocos incrédulos de las “bondades” del asociacionismo que tuvo el siglo
XIX.

                                                                                                               
46
El Pestalozziano, Socorro, núm. 2, 15 de septiembre de 1875, p. 9.
47
La Patria, Bogotá, entrega 3ª, 1˚ de marzo de 1878, p. 75.
48
Frédéric Le Play (1806-1882), nacido en Francia, fue un representante del pensamiento conservador en el
siglo XIX. Cabe citar lo que planteó en su libro La reforma de la sociedad sobre la práctica del
asociacionismo: "La asociación es, de todas las panaceas alabadas en nuestro tiempo, aquella de las que más
se ha abusado. Ha llegado a ser un principio trivial, y una especie de lugar común, tanto para las escuelas que
sueñan con una organización nueva de la sociedad, como para aquellas otras que pretenden conciliar el
"progreso" con la tradición. Los errores propagados en estos últimos tiempos sobre la asociación han
perturbado singularmente a los espíritus. No solo han exagerado o falseado este principio útil sino que,
además, han atacado formalmente un principio de orden superior: el de la propiedad libre e individual…”, en:
La reforma de la sociedad, Buenos Aires, Reuniones de Estancieros Católicos, 1957.

 
107

3.2 RECONOCIMIENTOS, ESTÍMULOS Y RECOMPENSAS: LA ACCIÓN


“INTERESADA”

Aunque las iniciativas particulares en los campos educativo, cultural y social solían
presentarse como obras y servicios realizados de manera desinteresada y gracias a los
impulsos del llamado “patriotismo” o de la “caridad”, es importante llamar la atención
sobre la existencia, de hecho, de cierta clase de intereses que podían influir en los
individuos a la hora de concitar su acción. Lo que al respecto habría que observar es que
para los contemporáneos ciertos móviles fueron aceptados y considerados legítimos,
mientras que otros, como eran la búsqueda de lucro y de objetivos partidistas, fueron
censurados y estigmatizados. Legítimos por su parte fueron aquellos relacionados con la
búsqueda de “bienes simbólicos”: los reconocimientos públicos, los homenajes, la
estimación social e, inclusive, las recompensas que podían esperarse en la “otra vida” –tal
es el caso de las indulgencias–, no sólo fueron aceptados como móviles legítimos, sino que
incluso fueron ampliamente utilizados por los contemporáneos como un recurso para
incentivar las acciones en dichos campos. En efecto, tanto los particulares como las
autoridades civiles y religiosas, se propusieron la creación de estímulos y recompensas de
esta clase con el objetivo tanto de reconocer las acciones virtuosas como de incentivarlas
entre la población.

En aquella labor promotora fueron bastante activos los periodistas. A través de sus
periódicos prometían dar publicidad a las acciones virtuosas con el fin de que sus autores se
hicieran acreedores a la estimación y gratitud públicas. La prensa fue realmente pródiga
cuando se trataba de recompensar a los “bienhechores”. La Caridad, por ejemplo, tenía
destinada una sección especial a la que llamaba “Fastos de la caridad” para pasar lista sobre
los “hechos más notables de caridad”, realizados tanto por las asociaciones benéficas –
especialmente por la Sociedad de San Vicente de Paúl a la que pertenecían el director del
periódico y muchos de quienes eran sus más asiduos colaboradores–, como por particulares
de manera individual. También buscaron los redactores de La Caridad agradecer y
homenajear a sus numerosos suscriptores publicando sus nombres en el periódico.

Los de El Cachaco, asimismo, quisieron premiar a los “bienhechores al Lazareto”, aquellos


que contribuyeron a la formación de una biblioteca en el Lazareto de Agua de Dios,
publicando sus nombres y los títulos de las obras donadas “como recomendación a la
gratitud pública”.49 Los de La Abeja, periódico a cargo de la Sociedad protectora de niños
desamparados, fueron aún más lejos al proponerse hacia 1883 la creación de una galería de
“benefactores de la humanidad”, cuyos retratos serían ubicados en el asilo de niños bajo su
                                                                                                               
49
El Cachaco, Bogotá, núm. 10, 6 de junio de 1879, p. 37.

 
108

cargo. Entre los primeros homenajeados, figuró el antiguo director de El Cachaco, el


español José María Gutiérrez de Alba. Reconociéndole sus servicios a favor de la
instrucción popular y la asistencia benéfica a los pobres, la Sociedad envió a Gutiérrez de
Alba una nota el 6 de mayo de 1883 solicitándole su retrato. Éste contestó diciendo que
aunque no se juzgaba “merecedor de una honra tan señalada”, no la renunciaba por cuanto
ella, “aunque no me pertenezca de derecho, será siempre un timbre de gloria para mi
familia y de satisfacción para mi patria, y verán en este premio que, si yo he procurado
cumplir con mis deberes, la generosidad de este pueblo sensible, hospitalario y culto sabe
pagar con extraordinaria usura hasta el servicio menos importante que se le presta”.50

Las notas de reconocimiento publicadas en la prensa no sólo estaban destinadas a ofrecer


votos de gratitud y homenajes a los benefactores. De estas notas se esperaba al mismo
tiempo que tuvieran un carácter ejemplarizante y que a través de ellas se pudiera invitar y
animar al resto de la población a realizar acciones “altruistas” similares. Con una finalidad
ejemplarizante, periódicos como La Caridad y La Patria se dieron a la tarea de publicar
notas biográficas sobre personajes históricos o contemporáneos reconocidos por su labor
filantrópica. El primero, en correspondencia con su orientación religiosa, publicó extractos
biográficos de varias figuras de la historia bíblica y de santos como San Vicente de Paúl,
considerado uno de los mayores símbolos de caridad entre los católicos.51 Entre tanto La
Patria, que era redactada por el liberal y admirador de la sociedad norteamericana Adriano
Páez, tomó como modelos de virtud a dos legos extranjeros de origen estadounidense. Con
las reseñas de Jorge Peabody (Massachusetts, 1795-1865) y Peter Cooper (Nueva York,
1811),52 La Patria dio inicio a la publicación de una serie de biografías titulada “los
grandes filántropos”; encabezado que venía acompañado de una simpática dedicatoria:
“Dedicamos esta serie de biografías a los capitalistas de Colombia”. Así, Páez aprovechó
los ejemplos de aquellos dos norteamericanos para lamentarse de la poca vocación
filantrópica de los “ricos colombianos”:

¿Tendrá Peabody imitadores en Colombia? Nos halaga esta esperanza, aunque hasta hoy no
se ve cuál represente ese gran sacerdocio y aunque los hechos gritan que aquí no tenemos
inclinación a ejecutar grandes obras de caridad y civilización. Con dolor hemos visto que al
morir, no ha mucho, uno de los hombres más respetables y ricos del país, no se acordó de
los pobres ni de los ignorantes y no pensó en inmortalizar su nombre dejándolo grabado
sobre la piedra de una Escuela o de un Hospital […].53
                                                                                                               
50
“Carta de José M. Gutiérrez de Alba al Presidente de la Sociedad de niños desamparados”, La Concepción
(Santander), 21 de mayo de 1883, en: La Abeja, Bogotá, núm. 5, 21 de mayo de 1883, p. 40.
51
La Caridad, Bogotá, año I, núm. 18, 20 de enero de 1865, pp. 273-282, 289-297.
52
Las fechas y datos de origen son los suministrados por Adriano Páez.
53
Serie “Los grandes filántropos”, La Patria, Bogotá, entrega 2ª, 1˚ de febrero de 1878, pp. 51-52; entrega 3ª,
1˚ de marzo de 1878, p. 97.

 
109

Pero la prensa, que no escatimaba en halagos cuando se trataba de tributar homenajes y


palabras de gratitud, al mismo tiempo podía mostrarse pródiga en sanciones y en
manifestaciones de desaprobación –manifestaciones que en ocasiones podían asumir un
tono personal y rayar en el lenguaje ofensivo– toda vez que consideraba que la población
civil así como las autoridades no atendían a sus deberes cívicos y religiosos. Un tono
personal, por ejemplo, tuvo el comentario hecho por el periódico El Cachaco al referirse
con nombre propio a ciertas personas de la “alta sociedad” que no habían correspondido a
la solicitud que se les hiciera para contribuir a la creación de la biblioteca del Lazareto: “No
extrañen ustedes que personas tan respetables por su posición y sus caritativos
sentimientos, como el señor Presidente de la Unión, el señor Arzobispo y otras autoridades
superiores en el orden civil y eclesiástico, no hayan correspondido todavía al llamamiento
que en una Circular se les hizo…”.54

Mientras que cierto tono agresivo y amenazante, tuvo un mensaje publicado en la sección
de “colaboradores” del periódico La Alianza perteneciente a los artesanos de Bogotá.
Fechado el 25 de enero de 1868 y firmado por un tal “Sigma”, el mensaje estaba dirigido a
las autoridades locales de la capital y “de algunos otros distritos del Estado”.55 Su autor,
después de quejarse del descuido de los funcionarios respecto a las escuelas oficiales
(alegando que “no se pagan los sueldos de los maestros ni los arrendamientos de los
locales”, y que las escuelas aunque existen se encuentran “desmanteladas, sin útiles, sin
elementos y detenida su enseñanza a cada paso”), “invitaba” a sus destinatarios a procurar
mayores esfuerzos y a “trabajar incesantemente” por mejorar aquella deplorable situación,
“si no queréis que vuestras frentes reciban la coroza de infamia, con que la imprenta
filantrópica está dispuesta a coronaros sin tregua mes por mes y semana tras de semana.
Arbitrad medios, que las rentas se perciban con regularidad y se inviertan con pureza”.56

Los publicistas también acudieron a menudo a la sanción pública como una medida para
defenderse de los suscriptores y agentes morosos. A través de avisos que publicaban en sus
periódicos, hacían a éstos llamados a saldar sus cuentas bajo la advertencia de que de no
hacerlo sus nombres serían anunciados para su “deshonra pública”.57 Así lo decían los de

                                                                                                               
54
“El Lazareto de Agua de Dios”, El Cachaco, Bogotá, núm. 29, 11 de octubre de 1879 p. 115.
55
Sigma, “Escuelas”, Bogotá, 25 de enero de 1868, en: La Alianza, núm. 32, 1˚ de febrero de 1868, p. 128.
56
Ídem.
57
Como un ejemplo de esta clase de avisos podemos citar el que publicaron los redactores de La Sociedad:
“Advertencia. Los señores suscritores y agentes que se han atrasado en sus pagos a esta Agencia, que no son
pocos, se servirán saldar sus cuentas con ella; y de no hacerlo, no tendrán motivo para extrañar que se
publiquen sus nombres, lo que empezará a hacerse pronto. Es de advertir que hay algunos que no han pagado
ni un centavo desde la fundación del periódico: por éstos empezara el registro”, en: La Sociedad, Medellín,
núm. 116, 6 de septiembre de 1874, p. 153.

 
110

La Caridad, para quienes el incumplimiento de sus lectores resultaba aún más censurable
teniendo en cuenta que las utilidades del periódico estaban destinadas a las obras benéficas
de la Sociedad de San Vicente de Paúl: “Es sobre manera sensible que la poca exactitud en
el pago de las suscripciones haya privado al Hospital de San Vicente de más considerables
auxilios”.58

Parece ser, sin embargo, que esta clase de “amenazas” finalmente no se llevaban a cabo.
Hasta donde sabemos, por lo menos, La Caridad no llegó nunca a publicar algo semejante a
un “listado de morosos”, y lo mismo podríamos decir de los demás periódicos que se
consultaron y que recurrieron a la misma estrategia.59

Las autoridades civiles también tuvieron a su alcance ciertos recursos para estipular
retribuciones al mérito y la virtud públicas. A través de la expedición de leyes y decretos,
los gobernantes dispusieron reconocimientos de carácter simbólico, como eran las llamadas
“leyes de honores”, y de orden económico como era el caso de las pensiones. Uno de los
componentes del Decreto orgánico de la Instrucción pública primaria estaba precisamente
destinado a reglamentar los premios que debían otorgarse a los estudiantes y los maestros.
De acuerdo con éste, las instituciones escolares debían establecer un “sistema de
recompensas honoríficas” con el objeto de premiar tanto en alumnos como en maestros “el
verdadero mérito y el fiel y esmerado cumplimiento de los deberes”.60 Las encargadas de
adjudicar estos premios eran las Comisiones de vigilancia que operaban a nivel local. Éstas
además debían comprometerse a enviar a la Dirección general de instrucción pública la lista
de los recompensados, con el fin de que aquella fuera publicada en el periódico oficial del
ramo, La Escuela Normal, para mayor reconocimiento de los escolares y maestros.

Por otro lado, estaban los reconocimientos económicos que como las pensiones se
utilizaron para recompensar los servicios prestados a “favor de la patria”. Aunque sin lugar
a dudas fueron los servicios militares los que con mayor preponderancia fueron premiados
por los gobiernos; podemos dar cuenta de algunos casos en que fueron servicios “civiles”,
prestados en campos como el educativo, el literario o el científico, los que hicieron a sus

                                                                                                               
58
La Caridad, Bogotá, año III, núm. 21, 28 de diciembre de 1866, p. 321. Durante sus primeros tres años de
publicación, desde septiembre de 1864 hasta agosto de 1867, La Caridad quiso apoyar la labor asistencial de
la Sociedad de San Vicente de Paúl de Bogotá, cediéndole las ganancias del periódico. Según la cuenta
general publicada en diciembre de 1866 (núm. 21), La Caridad había otorgado hasta la fecha $400 de sus
utilidades a la Sociedad.
59
Aunque puede ser que sí se hayan publicado pero no como parte del contenido del periódico sino a manera
de “hojas sueltas”, como ocasionalmente se hacía también con otra clase de información.
60
Decreto orgánico de la Instrucción pública primaria, Bogotá, 1˚ de noviembre de 1870, Sección quinta,
Premios, art. 70. Los premios consistían generalmente en diplomas honoríficos o títulos de mención, en
algunos casos también se otorgaron libros y textos de estudio.

 
111

autores merecedores a una gratificación económica. Estos fueron los casos de Cerbeleón
Pinzón, el Coronel José Anselmo Pineda y el reconocido escritor Manuel María Madiedo.

Respecto al primero, fue el Congreso del año de 1864 el que le otorgó una pensión vitalicia
por una suma de $800 anuales, en razón de los servicios prestados “particularmente en el
ramo de la instrucción pública”. Pinzón había sido catedrático y el autor también de un
importante libro de carácter pedagógico, llamado Catecismo republicano, que llegó a
designarse como texto oficial para la enseñanza en algunas escuelas. En la ley que se
expidió con este propósito, se autorizaba además la publicación por cuenta del tesoro
nacional de una de sus obras: Memorias Históricas.61

El Coronel José Anselmo Pineda, por su parte, fue merecedor en dos oportunidades a
pensiones vitalicias. Aunque éstas le fueron otorgadas por sus servicios militares, la
posterior “ley de honores” que un año después de su muerte, ocurrida el 7 de octubre de
1880, el Congreso decretó a su favor, hacía también mención a los servicios prestados por
el Coronel “a favor de la difusión de las luces y de la conservación de los preciosos
documentos de la Historia patria”.62 Con esto se aludía a la importante contribución de
Pineda a la formación y organización de la Biblioteca Nacional, al haber ejercido como su
director durante un buen tiempo, pero sobre todo gracias a la valiosa donación que le
hiciera de gran parte de su enorme archivo bibliográfico, conformado por documentos y
publicaciones periódicas de carácter oficial y privado que él mismo se había dedicado a
recopilar a lo largo de varios años. Aquella ley destinada a honrar su memoria dispuso la
creación de su retrato y la designación de uno de los salones de la Biblioteca con su
nombre: “Biblioteca Pineda”.

En cuanto a Manuel María Madiedo, fueron también sus servicios a favor de las “luces”, en
los campos educativo y literario, los que le valieron una renta vitalicia hacia finales de la
década del setenta. En el periódico La Patria de Bogotá, se publicó una nota felicitando
aquella decisión del Congreso –“Gracias, mil gracias ciudadanos legisladores!”, señalaba su
redactor– por “proteger” a quien debía ser considerado como una “Gloria nacional”: “Esta
                                                                                                               
61
“Ley 3 de 26 de febrero de 1864. Decreto que concede una pensión vitalicia al doctor Cerbeleón Pinzón, y
manda imprimir una obra suya”. En su parte inicial dice: “Teniendo en consideración la honrosa pobreza del
Doctor Cerbeleón Pinzón, su estado de enfermedad física y desgracia económica, y los dilatados servicios
civiles que este digno ciudadano ha prestado a la Patria, particularmente en el ramo de la instrucción pública,
decreta…”. Tomado de: Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia desde el año de 1821, hecha
conforme a la Ley 13 de 1912, por la Sala de Negocios Generales del Consejo de Estado, Bogotá, Imprenta
Nacional, 1931, tomo XXI.
62
Ley del 23 de junio de 1881. Fue publicada en el periódico La Abeja, Bogotá, núm. 24, 1º de mayo de 1884,
p. 2020. En esta ley se señalaba que el Coronel Pineda había renunciado a la primera pensión que le fue
decretada por sus servicios militares, y había empleado “casi en su totalidad” el valor de la segunda en la
adquisición de libros y documentos que más tarde donó a la nación.

 
112

es una ley nobilísima, que aplaudimos con toda el alma y que tendrá la aprobación de la
República […] En todos los gobiernos, sean monárquicos o republicanos, conceden
auxilios a los escritores pobres, y consideran esto como un deber de la Nación. Madiedo no
ha pensado en acumular riquezas sino en hacer libros…”. 63 Además de ser un justo
reconocimiento hacia Madiedo, según afirmaba el autor de la nota, aquella ley cobraba aun
mayor importancia en la medida en que servía de “consuelo” y “estímulo” a quienes en
general se dedicaban al oficio de escritor.

A las estrategias de la publicidad y los estímulos oficiales, empleados por periodistas y


gobernantes para promover las acciones “virtuosas”, debe sumarse aquella otra a la que
acudieron las autoridades religiosas con propósitos similares: las indulgencias o las
llamadas “gracias espirituales”, cuyo fin era el de redimir las penas temporales de los fieles
arrepentidos.64 Este privilegiado recurso del que gozaban las autoridades eclesiásticas, fue
generosamente usado por éstas para promover y recompensar entre sus feligreses el
ejercicio de la caridad, la práctica devota del culto y la realización de toda clase de obras
piadosas. Respecto a la importancia que pudieron tener las “gracias espirituales” como
móviles de la acción, Beatriz Castro en su libro Caridad y beneficencia, el tratamiento de
la pobreza en Colombia 1870-1910, plantea que además de la búsqueda de estatus social
uno de los motivos más importantes para la práctica de la caridad era todavía la salvación
del alma: “La idea de caridad estaba todavía relacionada con las ideas cristianas más
tradicionales. La idea de donar tal vez estaba más unida a los propósitos de salvar el alma
que a ayudar a los pobres propiamente. El concepto cristiano de caridad siempre ha
contenido un elemento de interés propio, la caridad era una de las virtudes que contribuía a
la salvación del alma”.65

                                                                                                               
63
La Patria, Bogotá, entrega 4ª, 1º de abril de 1878, p. 136. Manuel María Madiedo (Cartagena 1815 -
Bogotá, 1888) fue autor de obras como “Nuestro Siglo XIX” y “Orígenes de los partidos políticos en
Colombia”, y redactor principal y colaborador de numerosos periódicos como El Catolicismo (Bogotá, 1868),
Museo Literario (Bogotá, 1871), La Caridad (Bogotá, 1864), La Patria (Bogotá, 1878), El Jardín (Zipaquirá,
1880), entre otros.
64
La doctrina católica define la indulgencia como la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados
que ya han sido perdonados. Esta remisión se consigue por mediación de la Iglesia cuando la persona cumple
con determinadas condiciones.
65
Beatriz Castro Carvajal, Caridad y beneficencia. El tratamiento de la pobreza en Colombia 1870-1910,
Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007, pp. 308-309. La autora contrasta esta idea tradicional de
caridad con una idea más moderna en la que tienen peso consideraciones de carácter social: “la nueva idea de
caridad en la que estaba explícita la importancia y la necesidad de ayudar a los pobres para lograr una
sociedad más armoniosa se encontraba para esta época [siglo XIX] en la mente de pocas personas. Esta idea
más moderna de caridad se difundió en la medida en que fueron fundados nuevos establecimientos de ayuda a
los pobres y nuevas instituciones y sociedades. Este cambio gradual en la manera de entender la caridad se
puede ubicar alrededor de 1910”, p. 309.

 
113

Diferentes periódicos de orientación religiosa como La Caridad, La Sociedad y El


Repertorio Eclesiástico, este último órgano oficial de la Diócesis de Antioquia, se dieron a
la tarea de hacer propaganda a las indulgencias prometidas por la Iglesia. La Caridad, por
ejemplo, publicó la circular que hacia 1873 el obispo de Medellín y Antioquia, José Joaquín
Isaza, dirigió a los curas de su diócesis con el fin de explicarles la manera cómo debían
distribuirse las indulgencias que fueron autorizadas por los Romanos Pontífices, “con el
objeto de excitar a los fieles a la enseñanza y estudio del catecismo de la doctrina
cristiana”.66 Se trataba en este caso de incentivos destinados a promover, además del
conocimiento de la doctrina, aquella práctica de la caridad cuya finalidad no era el remedio
de las necesidades corporales sino el “cultivo del espíritu”.

En su circular, el obispo Isaza se refiere a seis diferentes formas de merecer indulgencias.


De manera resumida éstas eran: 1) por explicar o asistir a la explicación de la doctrina
cristiana: siete años y siete cuarentenas; 2) por explicar o asistir regularmente a la
explicación del catecismo: indulgencia plenaria en ciertos días sagrados (Navidad,
Pascua…); 3) por reunirse en las escuelas o en la Iglesia “los fieles de cualquier edad” para
aprender el catecismo: siete años de indulgencia; 4) a los maestros de escuela que expliquen
a los niños el catecismo los días domingo y festivos: siete años por cada vez, y a los que lo
hagan durante las jornadas escolares: cien días cada vez; 5) a los padres de familia que den
instrucción religiosa a sus hijos o criados: cien días cada vez; 6) finalmente, cien días a
todos los que estudien cada día durante media hora la doctrina cristiana, ya sea con el fin de
enseñarla a otros o con el de instruirse a sí mismos.

La circular del obispo terminaba con una última generosa oferta de indulgencias destinadas
a promover la participación de los fieles en asociaciones religiosas: cuarenta días de gracia
por el acto de inscribirse en una confraternidad, cuarenta por cada una de las preguntas del
catecismo que se enseñen o se aprendan en sus reuniones, y cuarenta más por promover la
afiliación de otros tantos fieles. Según comenta Patricia Londoño, durante las ceremonias
de iniciación que organizaban las asociaciones religiosas para recibir a sus nuevos
miembros, se entregaban “patentes” o “billetes de admisión” en los que figuraban las
múltiples indulgencias a las que los cofrades se hacían acreedores. Los nuevos integrantes
recibían también las insignias (bandas, medallas) propias de la asociación, que debían
portar durante sus sesiones o en diferentes ceremonias públicas, y a las cuales se les atribuía
un valor de reconocimiento y distinción social.67

                                                                                                               
66
“Doctrina cristiana”, La Caridad, Bogotá, año IX, núm. 9, 24 de julio de 1873, p. 129-131.
67
Patricia Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia: Medellín y Antioquia 1850-1930,
Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 115.

 
114

Las asociaciones voluntarias tuvieron igualmente un papel importante tanto en el


otorgamiento de reconocimientos honoríficos a individuos que destacaban o habían
destacado por sus méritos, como en la creación de incentivos para estimular las acciones
virtuosas. Respecto a lo primero, podría decirse que el procedimiento mediante el cual una
asociación tomaba la decisión de homenajear a alguien no difería mucho entre unas y otras.
Por lo general, alguno de los miembros se encargaba de presentar la propuesta a los demás,
en alguna de las tantas sesiones que organizaban las sociedades, y de exponer a la par los
motivos que justificaban el tributo. Seguidamente se sometía a discusión y a una votación
final. Si aquella resultaba aprobada, la sociedad tomaba la decisión de comunicarlo por
escrito a la persona en cuestión o a su familia en caso de que ésta hubiera fallecido. Cuando
además existía la posibilidad, el reconocimiento se hacía publico a través de la prensa, ya
fuera en el periódico de la misma asociación u en otro diferente.

Las asociaciones ofrecieron reconocimientos de diverso orden. Muy comunes fueron los de
“pésame” a través de los cuales los socios manifestaban lamentar o “deplorar la muerte” de
algún individuo. De este estilo fueron los que varias Sociedades católicas del país, pero
especialmente de la región antioqueña, rindieron hacia 1875 al recién fallecido obispo de
Medellín, José Joaquín Isaza;68 y también el que en 1872 tributaron los estudiantes que
conformaban la Sociedad Científico-Literaria del Colegio del Rosario, al recientemente
fallecido Manuel Ancízar, quien no sólo había sido una figura importante, en su calidad de
rector, para el Colegio del Rosario, sino también para la misma asociación debido –según
señalaban los jóvenes– al “vivo deseo y acendrado entusiasmo” que en su momento había
manifestado por su fundación y progreso.69

De otro orden fueron los “votos de gratitud”. Estos reconocimientos fueron otorgados a
personas que prestaban algún servicio importante a la asociación, como fueron los que con
frecuencia otorgaba a sus benefactores la Sociedad de San Vicente de Paúl, o también,
como el que la Sociedad Juventud Unida ofreció en cierta oportunidad al presidente del
Estado de Panamá, Rafael Aizpuru, por haber “prestado servicios de grande importancia
para esta asociación” y por mostrar “un vivo interés por todo lo concerniente a su
estabilidad y progreso”.70

                                                                                                               
68
Así lo hicieron por ejemplo las Sociedades católicas de Medellín, Manizales, Yarumal y Sonsón, cuyos
distintos mensajes fueron publicados en el periódico La Sociedad, Medellín, núms. 132-135, 3 al 24 de enero
de 1875. También en este periódico se publicó el homenaje rendido por el gobierno de Antioquia al fallecido
obispo mediante la expedición del “Decreto de honores a la memoria del Illmo. Sr. Obispo de la Diócesis de
Medellín, Doctor José Joaquín Isaza”, Medellín, 29 de diciembre de 1874, en: núm. 132, 3 de enero de 1875.
69
La proposición fue aprobada por la Sociedad el día 22 de mayo de 1882 y se publicó en el primer número
del periódico que algunos meses más tarde crearon sus integrantes: El Estudio, “órgano de la Sociedad
Científico-Literaria del Colegio del Rosario”, Bogotá, núm. 1, 25 de septiembre de 1882, pp. 1-2.
70
Eco Juvenil, Panamá, núm. 4, 20 de octubre de 1876, pp. 25-26.

 
115

Fueron también de “agradecimiento” los votos que varias Sociedades católicas ofrecieron a
ciertas figuras de la vida política y del periodismo por representar y defender los intereses
del catolicismo y de la Iglesia. Esto fue lo que hizo la Sociedad católica docente de Buga al
presentar sus votos de gratitud a los senadores José María Samper y Sergio Arboleda por
defender ante el Congreso de 1876 “los fueros de la conciencia, la libertad de la Sociedades
Católicas y la dignidad de la República”; así como también, las sociedades homologas de
Medellín y de San Gil al ofrecer sus agradecimientos a los llamados escritores o
apologistas católicos, José Joaquín Ortiz, José Manuel Groot y Miguel Antonio Caro, “por
la vigorosa y acertada defensa que han hecho de los derechos de los católicos”.71

Aparte de los homenajes y honores destinados a reconocer las acciones meritorias, algunas
asociaciones propusieron también la creación de estímulos que sirvieran al propósito de
incentivarlas. Un ejemplo de ello nos lo ofrecen nuevamente las Sociedades católicas. La
creación de los llamados “premios para la virtud” fue una de las tantas propuestas que
surgieron de la primera Asamblea Católica (1872) en la que se reunieron, por iniciativa de
la Sociedad católica de Medellín, los representantes de las sociedades homologas de la
región. De acuerdo con lo que se propuso, el premio, el cual podía ser algún objeto de valor
o simplemente un diploma honorífico según fuera la condición del beneficiado, sería
entregado por un jurado competente a la persona que ejecutara en el Estado la más notable
“acción de virtud” durante el año respectivo. Con dicho premio, según afirmaban, se
presentaría “un estímulo más en la carrera del bien”. 72 Adicionalmente, la Asamblea
propuso la destinación de fondos para recompensar a los jóvenes estudiantes que
sobresalieran por su instrucción religiosa y para obsequiar al autor de la mejor obra
destinada a la moralización e instrucción del pueblo.

También es importante considerar el hecho de que la sola posibilidad de ser miembro de


una asociación podía constituir en sí mismo un incentivo, sobre todo cuando se trataba de
sociedades que gozaban de cierto grado de reconocimiento en el medio, como era el caso de
la de San Vicente de Paúl. En efecto, si tomamos como ejemplo a esta Sociedad, sus socios
a cambio de las actividades, deberes y obligaciones a que debían comprometerse al ingresar
a ella, se hacían acreedores a una serie de beneficios que iban desde el prestigio social que
recibían en calidad de “hermanos vicentinos”, hasta la posibilidad de participar de una red
de relaciones sociales altamente convenientes e influyentes si se tiene en cuenta que
muchos de sus integrantes formaban parte del grupo de las llamadas “gentes de sociedad”,

                                                                                                               
71
La Caridad, Bogotá, año IX, núm. 25, 13 de noviembre de 1873, p. 395; La Sociedad, Medellín, núm. 5, 13
de julio de 1872.
72
“Asamblea Católica”, La Sociedad, Medellín, núm. 22, 9 de noviembre de 1872, p. 172.

 
116

es decir, de aquellos que gozaban de cierta respetabilidad en la opinión pública, tenían una
importante figuración en la vida política y ocupaban altos cargos en el Estado.73

Diciente de la importancia que para los contemporáneos podía tener la pertenencia a una
asociación, puede ser la siguiente nota publicada en el periódico La Caridad y relacionada
con las aspiraciones de un joven estudiante a convertirse en hermano vicentino. Bajo el
encabezado de “conducta recomendable”, aquella nota decía:

El señor Director de la Academia Mutis iba a conceder un premio al joven alumno


Alejandro Vallejo, por su conducta y sus adelantos en la carrera literaria, y éste suplicó al
Director le cambiara el premio por el favor de proponerlo como aspirante de miembro de la
Sociedad de San Vicente, lo que se verificó con unánime aprobación de la Junta
dominical.74

Aparentemente no era tan fácil hacerse miembro de la Sociedad de San Vicente. Quienes
aspiraban a serlo, además de tener que contar con la previa recomendación de alguno de los
miembros de la Sociedad, según lo estipulaban sus reglamentos, debían pasar por un
periodo de prueba durante el cual estaban obligados a desempeñar cierto número de tareas y
comisiones. 75 Este carácter cerrado y exigente a la hora de reclutar sus integrantes,
ciertamente debió contribuir a aumentar el prestigio del que gozaban sus miembros y, al
mismo tiempo, a conservar la fama que se atribuía a la sociedad vicentina de estar
conformada por lo “más granado” de la sociedad capitalina.

También son ilustrativas del carácter prestigioso vinculado a las asociaciones, las notas
biográficas y necrológicas que realizaban los contemporáneos y en las cuales la “militancia
asociativa” aparecía como uno de los aspectos que resultaban dignos de rescatarse cuando
se trataba de reseñar la experiencia de vida de una persona.

Observamos, entonces, la presencia de una serie de intereses –interés de prestigio y


distinción social, interés por acceder a los círculos sociales de élite, interés por la “eterna
salvación”–, que indudablemente tuvieron su peso a la hora de concitar la acción voluntaria
                                                                                                               
73
B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia. El tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 183. Entre quienes
fueron miembros de la Sociedad durante el siglo XIX, figura un presidente de la República (José Manuel
Marroquín), varios congresistas y diputados (como José Caicedo Rojas y Juan N. Núñez Conto), y varios
reconocidos publicistas y educadores (José Joaquín Ortiz, Venancio Ortiz, Carlos Martínez Silva, Alejo Posse
Martínez). Véase en este libro el Cuadro 9 sobre “Presidentes de la Sociedad de San Vicente de Paúl de
Bogotá 1857-1907”, pp. 234-236.
74
“Conducta recomendable”, La Caridad, Bogotá, año I, núm., noviembre de 1865.
75
En algunas oportunidades las conferencias dominicales sobre temas religiosos ofrecidas usualmente al
público por la Sociedad de San Vicente de Paúl, fueron asignadas a los aspirantes que se encontraban en
periodo de prueba.

 
117

entre la población. 76 De alguna manera, ellos permiten matizar y relativizar aquellas


exacerbadas retóricas de la caridad y del patriotismo, tan fuertemente dominantes en el
plano discursivo, desde las cuales las iniciativas aparecían representadas como obras y
sacrificios desinteresados, que se realizaban sin esperar nada a cambio y motivadas tan sólo
por un “sincero y profundo amor al prójimo y a la patria”. Como señala Beatriz Castro
refiriéndose a la actividad caritativa de la sociedad vicentina: “Aparentemente el socio da
sin esperar retribución ninguna y la familia recibe sin esperar ofrecer nada a cambio. Sin
embargo el intercambio existe. El socio recibe un reconocimiento de toda la sociedad… lo
que reafirma su carácter de persona honorable, caritativa, bondadosa…”.77

                                                                                                               
76
Sobre el tema de las acciones filantrópicas y las motivaciones detrás de ellas, puede verse el trabajo de
Carmen del Río Diestro: “Las fundaciones benéfico-docentes en Cantabria. Siglos XIX-XX, tesis doctoral en
Historia, Cantabria, Universidad de Cantabria, 2010, especialmente el capítulo II.1. “Notables y filantropía.
Motivaciones fundacionales”.
77
B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia. El tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 182.

 
118

CAPÍTULO IV
LA ACTIVIDAD EDUCATIVA DE LAS ASOCIACIONES VOLUNTARIAS.
AUXILIAR, COMPLEMENTAR Y DISENTIR

4.1 GOBIERNOS Y ASOCIACIONES. COOPERACIÓN Y AUXILIOS MUTUOS

La importancia de la educación gozó de un consenso aprobatorio en la sociedad colombiana


del siglo XIX. La educación, en efecto, fue deseada tanto “desde arriba”, por el Estado,
como “desde abajo”, por la población. El amplio acuerdo que existió sobre este punto
favoreció el acercamiento entre los particulares y las autoridades oficiales en aras de
trabajar conjuntamente por objetivos educativos. El propósito de este capítulo es abordar
algunos aspectos de esa relación, particularmente la que se dio entre los gobiernos y las
asociaciones voluntarias. Como veremos, la colaboración fue de parte y parte y asumió
características distintas según el caso. Ella pudo ser de orden económico, de carácter
administrativo y organizativo o pudo también tomar la forma de la asesoría o “consultoría”.
En algunos casos, fueron los gobernantes los que acudieron a las asociaciones para solicitar
su ayuda en la gestión de proyectos de variado orden, en otros, la solicitud y la iniciativa de
la colaboración provino de estas últimas.

Distintas asociaciones tomaron la iniciativa de establecer comunicación con las autoridades


públicas, con el doble propósito de manifestarles su voluntad de apoyar y auxiliar las
labores oficiales, como de solicitar su ayuda para el desarrollo de sus propias metas. A
modo de ejemplo, así lo hicieron los jóvenes panameños integrantes de una sociedad
literaria, la Juventud Unida, al dirigirse al poder ejecutivo del Estado. En la circular que
remitieron al “Ciudadano Presidente”, los jóvenes comenzaban presentando sus
credenciales y despejando cualquier sospecha o recelo que pudiera recaer sobre los móviles
de su asociación. Según expresaban, la Juventud Unida estaba conformada por ciudadanos
“pacíficos” y “desarmados”, cuyo objeto exclusivo consistía en “fomentar el desarrollo
intelectual… por medio de una publicación periódica”.1 A su modo de ver la publicación de
una hoja de carácter literario –como tal era la que se proponían y llevaron a cabo con el
nombre de Eco Juvenil– representaba un gran servicio a favor de la patria. De ahí que por
los servicios patrióticos que se prometían prestar, los jóvenes consideraran tener los
“títulos” suficientes para merecer la colaboración del gobierno. Así se lo manifestaron al
presidente en la circular en cuestión:

Al proponernos acometer tarea tan ardua contamos con la decidida cooperación que en
todos los países cultos se presta por los Gobiernos instruidos a empresas de esta naturaleza,

                                                                                                               
1
Eco Juvenil, “órgano de la sociedad literaria ‘Juventud Unida’”, Panamá, núm. 1, 20 de julio de 1876, p. 4.

 
119

y creemos suficiente título para que se nos otorgue nuestra tendencia –como lo dejamos
expresado– a que también la juventud istmeña contribuya con su pequeño óbolo intelectual
para el gran banquete de la civilización.2

La nota que algunos meses después, en octubre de 1876, la Juventud Unida dirigió al
mismo “Ciudadano Presidente” agradeciéndole los “servicios de grande importancia”
prestados a la asociación, parecería indicar que los jóvenes se vieron favorecidos de alguna
manera en sus pretensiones.3

También con la intención de acceder al apoyo oficial, los jóvenes que conformaban una
sociedad literaria en la ciudad de Cali se dirigieron al jefe municipal de su localidad, el
General David Peña, para informarle sobre la instalación de su sociedad el día 30 de
diciembre de 1877. Con un tono menos pretencioso que los anteriores y considerando con
mayor modestia los servicios que pudieran prestar a la patria, los jóvenes caleños le
manifestaban al General que su objetivo no era otro por el momento que el de instruirse
poco a poco… “más tarde, con alguna versación y más adelantados, nos prometemos poder
llamarnos servidores de la Patria”. 4 Se proponían crear una publicación literaria y
solicitaban para ello la cooperación del General, al cual –según le manifestaron– le estarían
disponibles las columnas del futuro periódico, cuyo primer número salió a luz el 17 de
enero de 1878 con el nombre de La Voz Juvenil. La respuesta de este último fue favorable.
Además de apreciar lo provechosa que sería la empresa en el campo literario, el General
Peña consideraba que la sociedad literaria podía contribuir a “refrescar la atmósfera y a
serenar los ánimos, un tanto enardecidos todavía”, a causa de la recién finalizada guerra
civil de 1876-1877, razones por las cuales se comprometía a utilizar su influencia para
apoyar la naciente Sociedad.5

Es posible que aquello que las dos anteriores sociedades literarias esperaban conseguir de
sus respectivos gobiernos, consistiera en algunas cuantas suscripciones para sus
publicaciones periódicas. Aunque lo anterior no es más que una suposición, cabe tener en
cuenta lo común que resultaba ser que los directores de periódicos, así como los escritores
en general, se dirigieran a las distintas entidades y autoridades públicas, a escala local,
departamental y nacional, para solicitarles apoyar sus publicaciones mediante la
adquisición de alguna cantidad de ejemplares. Esto fue, por ejemplo, lo que hizo Adriano
Páez respecto a la corporación municipal de Medellín, al solicitar de ésta la toma de
                                                                                                               
2
Ídem.
3
Eco Juvenil, Panamá, núm. 4, 20 de octubre de 1876, pp. 25-26.
4
La circular dirigida al Jefe municipal está fechada el 3 de enero de 1878. Fue publicada en el primer número
del periódico creado por la Sociedad: La Voz Juvenil, Cali, núm. 1, 17 de enero de 1878, pp. 2-3.
5
La respuesta de David Peña a la Sociedad Literaria es del 5 de enero de 1878. Se publicó también en el
primer número del periódico.

 
120

algunas suscripciones para la revista de instrucción pública que se proponía publicar en la


ciudad de Bogotá.6 También, entre muchísimos otros casos que podrían mencionarse, los
directores de El Álbum de los niños al recomendar su periódico a varias corporaciones
municipales con la idea de que él por su carácter pedagógico podía ser utilizado como texto
de enseñanza en las escuelas.7

Otros casos de asociaciones ofrecen mayores detalles sobre la clase de colaboración que
podía darse entre ellas y los gobiernos. Una fuente valiosa para explorar esta relación son
los informes que de manera regular presentaban sus presidentes o directores para dar cuenta
de su marcha, de las actividades desarrolladas, de los nuevos nombramientos e integrantes,
del estado de sus cuentas, entre otros aspectos. En algunos informes se observó que además
de los ingresos que las asociaciones obtenían por concepto de donaciones, colectas,
suscripciones y cuotas de membresía, algunas de ellas recibían también rentas procedentes
de auxilios oficiales.

Posiblemente, como lo muestra el caso de la Asociación del Sagrado Corazón de Jesús de


la ciudad de Pasto, la asignación de estos auxilios en tanto se trataba de fondos públicos
estaba sujeta a ciertas condiciones y requisitos. Así, cuando dicha sociedad se dirigió a la
municipalidad pastusa para solicitar, “en nombre del Señor, se sirva destinar de sus rentas,
un auxilio pecuniario para la fundación de una Escuela-taller, donde pueda la sección
catequística de la Sociedad educar con provecho a todas las niñas pobres del lugar”; aquella
corporación debió nombrar a una comisión para evaluar la conveniencia o no de aceptar
aquella solicitud de “protección”.8 Para fortuna de la asociación la comisión se manifestó
favorable a una subvención. Los vocales, miembros de ella, argumentaron que “en el estado
actual de nuestra Sociedad, nada es más importante que fomentar los establecimientos de
                                                                                                               
6
La nota de Adriano Páez a la Corporación de Medellín es del 21 de octubre de 1877. El periódico al que se
hace referencia apareció por primera vez el 1.˚ de enero de 1878 con el nombre y encabezado de La Patria.
Revista política y de instrucción pública. Periódico para el pueblo. Aunque no estamos seguros sobre si la
Corporación aceptó o no su solicitud, sí sabemos que la persona que fue comisionada para evaluarla dio su
voto a favor de la petición de Páez. Tal fue lo que aquel señaló: “Creo mui conveniente como lo indica el
Señor Páez, el apoyo de las Corporaciones públicas que él desea para su obra. Esta reportara bien i honra al
país… i podemos creer que no es un espíritu de lucro lo que anima a este distinguido compatriota que… viene
desde años atrás prestando importantes servicios en la prensa a Colombia i a la América Española, con un
talento i patriotismo justamente apreciados”. cf. “nota a los señores vocales”, Medellín, 7 de enero de 1878,
en: Archivo Histórico de Medellín, Fondo Alcaldía de Medellín, tomo 218, año 1878, fol. 115. En esta cita se
conservó la ortografía original del documento.
7
Algunas corporaciones, en efecto, se suscribieron al periódico con este propósito: “Los señores Alcaldes del
distrito de La Ubita y Presidente de la Municipalidad de Suta-Tenza, nos participan que los respectivos
Cabildos han resuelto tomar dos suscripciones para el uso de las escuelas primarias”, en: El Álbum de los
niños, Tunja, núm. 49, 26 de julio de 1872.
8
El memorial que la Asociación dirigió a la municipalidad tiene por fecha 22 de enero de 1874. Los
documentos relativos a esta solicitud pueden consultarse en el periódico La Sociedad, Medellín, núm. 124, 8
de noviembre de 1874, p. 223.

 
121

educación basados sobre los saludables principios de la moral cristiana”, por lo que era
deber de las autoridades públicas dar pruebas de estar “penetrados de esta verdad”.9 Una
ordenanza final, expedida por la municipalidad, favoreció la Asociación del Sagrado
Corazón de Jesús con un auxilio de veinte pesos mensuales.

A un proceso de evaluación similar se vio sometido el auxilio solicitado por la Sociedad


protectora de niños desamparados para la creación de una escuela de artes y oficios dentro
del hospicio infantil que estaba bajo su cargo. Según se informaba hacia 1879 en el
periódico El Cachaco, el Congreso nacional ya había aprobado en su segundo debate el
proyecto de ley que estaba destinado a auxiliar los propósitos de la Sociedad protectora con
una suma tres mil pesos. Anticipando un resultado positivo El Cachaco se atrevía a dirigir
una felicitación al cuerpo legislativo “por esta concesión humanitaria y justa”.10 También en
este periódico se informó sobre el auxilio de cinco mil pesos concedido por el Gobierno de
la Unión a la Sociedad de Beneficencia de Bogotá para la creación de un hospicio de
niños.11

Acreedora también a un auxilio oficial fue la sociedad literaria Liceo de Cartagena. En su


periódico El Oasis, aquella mencionaba el “poderoso auxilio” que le había otorgado la
Asamblea Legislativa del Estado de Bolívar para sostener la Biblioteca pública fundada por
el Liceo.12 Pero además de ser pecuniarios, los auxilios oficiales también se tradujeron en la
concesión de bienes y propiedades. Sabemos, por ejemplo, que la Corporación municipal
de Ibagué concedió un “solar del común” a la Sociedad de San Vicente de Paúl para la
edificación de un hospital;13 y también, que el Congreso nacional, reunido en el año de
1872, expidió un decreto con el cual favorecía a la sociedad cartagenera de beneficencia,
Hijas de Bolívar, con un edificio de propiedad nacional, el antiguo monasterio de Santa
Teresa, “para que en él celebre sus sesiones y exhiba sus bazares, y sirva también de
hospital de caridad y de asilo de mujeres indigentes”.14 De igual forma, varios otros casos
consultados nos muestran que las sociedades pudieron hacer uso temporal de propiedades
públicas para celebrar sus reuniones y realizar diferentes tipos de actividades y eventos.
                                                                                                               
9
Ídem.
10
“Los niños desamparados”, El Cachaco, Bogotá, núm. 33, 24 de noviembre de 1879, p. 131.
11
El Cachaco, Bogotá, núm. 16, 10 de julio de 1879, p. 64.
12
El Oasis, Cartagena, núm. 1, 31 de mayo de 1872, p. 1.
13
“Acuerdo que cede un solar del común a la Sociedad de San Vicente de Paúl de Ibagué para la edificación
de un Hospital”, Ibagué, 22 de abril de 1869, en: Anales de la Sociedad de San Vicente de Paúl, Bogotá, núm.
1, 30 de junio de 1869, p. 11.
14
“Decreto por el cual se cede un edificio de propiedad nacional a la sociedad de beneficencia organizada en
Cartagena con el nombre de ‘Hijas de Bolívar’”, Bogotá, 3 de abril de 1872, en: Boletín Oficial, “órgano del
Gobierno [de Antioquia]”, Medellín, núm. 524, 13 de mayo de 1872. En dicho decreto se advertía que si la
Sociedad llegaba por algún motivo a disolverse, el edificio pasaría a formar parte del Estado de Bolívar,
debiendo su gobierno en ese caso, comprometerse igualmente a establecer y sostener en él un hospital.

 
122

En la misma dirección, podría rescatarse –aunque ya no se estaría hablando propiamente de


asociaciones voluntarias– el interés que mostraron algunos gobiernos por apoyar las
instituciones educativas y culturales de carácter privado. En los archivos históricos, donde
reposa la documentación correspondiente a las secretarias de instrucción pública para el
siglo XIX, puede encontrarse numerosa información relacionada con las solicitudes que los
directores de establecimientos educativos privados dirigían a las autoridades para hacer
petición de alguna clase de auxilio. Los particulares solicitaban de los gobiernos ayudas
pecuniarias para cubrir los gastos de sus establecimientos, pero también, y esto parece
haber sido lo más común, solicitaban materiales escolares, como textos y manuales
pedagógicos, pizarras, mapas, tintas, papel y demás elementos auxiliares de la enseñanza,
que podían ser bastante costosos y que para la época, según algunos testimonios, no
resultaban siempre de fácil consecución. Veamos un ejemplo:

El 15 de abril de 1872 las hermanas Julia y Zoraida Isaza E., directoras de un colegio
particular en Medellín llamado “La Unión”, dirigieron una representación al Director
general de instrucción pública del Estado de Antioquia –cargo que correspondía al
presidente, en ese entonces Pedro Justo Berrío– para solicitar un auxilio de materiales
escolares. Para ello, las directoras apelaban al artículo 5.˚ de la ley 198 según el cual el
gobierno podía “auxiliar con libros y útiles, las escuelas libres, siempre que se hallen bien
organizadas”.15 Con el ánimo de justificar su solicitud, aquellas hacían una corta exposición
de su establecimiento especificando las materias de enseñanza y los nombres de los
profesores que las regentaban. Adicionalmente, manifestaban que su plantel podía ser
sometido a la inspección y vigilancia oficial, para lo cual se comprometían a rendir los
informes del caso a las autoridades del ramo, como en efecto, por documentos hallados, se
pudo comprobar que lo hacían. Con todo ello declaraban: “En vista de lo expuesto que
esperamos sea lo suficiente para declarar ‘bien organizado’ nuestro establecimiento de
educación, os suplicamos muy encarecidamente hagáis, a favor de él, uso de la facultad que
dejamos citada”.16

Pero cuando no existía una “política de ayuda” como la mencionada antes por las directoras
(art. 5.˚, Ley 198), los auxilios oficiales otorgados a instituciones privadas posiblemente lo
fueron –en los casos que conocemos por lo menos– bajo la consideración por parte de las
autoridades de que ellos llenaban una necesidad que no había sido satisfecha por los
gobiernos. Ese era, de hecho, el argumento que varios directores de escuelas privadas
                                                                                                               
15
“Representación de las señoritas Julia y Zoraida Isaza E.”, Medellín, 15 de abril de 1872, en: El Monitor,
Medellín, núm. 18, 8 de mayo de 1872, p. 146. La ley a la que hacen referencia es la Ley 198 del 14 de
octubre de 1871 sobre instrucción pública.
16
Ídem.

 
123

esgrimían a la hora de solicitar ayuda oficial: justificaban el auxilio que demandaban del
gobierno declarando no haber otra escuela en la localidad aparte de aquella que les
pertenecía y para cuyo sostenimiento lo solicitaban. Tal fue el caso de la fracción de
Aguacatal, pequeño poblado perteneciente a la ciudad de Medellín, donde la única escuela
de niñas que existía era la de carácter particular que dirigía Juana Josefa Meza. Mediante un
acuerdo aprobado el 8 de noviembre de 1872, la corporación municipal convino auxiliar la
escuela de la señorita Meza a cambio de que ésta se comprometiera a cumplir con las
siguientes obligaciones: en primer lugar, a enseñar a mínimo ocho niñas “de las más pobres
de la fracción a que pertenece la escuela, sin exigirles remuneración ninguna”, y en
segundo, a no cobrar más de ochenta centavos mensuales a cada una de sus alumnas.17

Muchos otros casos similares al anterior, y a los anteriores, se encuentran documentados de


manera dispersa en los archivos oficiales y en las publicaciones periódicas de la época.
Sobre esta información, sin embargo, no se llevó a cabo una recopilación ni un estudio
sistemáticos que permitan arriesgar alguna conclusión sobre lo que fue la colaboración de
los gobiernos hacia las iniciativas educativas y culturales de carácter privado. Se sabe, sí,
que la ayuda fue ampliamente solicitada –las numerosas peticiones así lo revelan–; que lo
fue para diversos propósitos y fines –sociales, educativos, culturales–; que provino de
sectores con características y condiciones sociales y económicas distintas –grupos
populares, élites, mujeres, curas–; y que en algunos casos la respuesta de los gobiernos fue
positiva, sin que sin embargo podamos precisar en cuantos sí y en cuantos no, ni debido a
qué clase de razones.

En su estudio sobre las instituciones de caridad y beneficencia durante el periodo de 1870 a


1930, la historiadora Beatriz Castro Carvajal plantea al respecto de la cuestión de los
auxilios oficiales, que no hubo, por un lado, una distribución equitativa de las subvenciones
ni respecto a las instituciones ni a las regiones (la capital del país, según señala, siempre
aparece como la más favorecida); ni tampoco, por otro, se tuvo mayor claridad sobre los
criterios de su distribución. Algunos de los casos estudiados ampliamente por esta autora,
como es el de la Sociedad de San Vicente de Paul, le sugieren que aspectos como la
simpatía y la amistad que las personas encargadas de legislar al respecto (senadores,
miembros de las asambleas y concejos) tenían hacia ciertas instituciones benéficas, fueron
factores de peso importante para la obtención de un auxilio.18

                                                                                                               
17
“Acuerdo auxiliando una escuela libre de niñas de la fracción de Aguacatal”, Medellín, 4 de noviembre de
1872, en: El Monitor, núm. 45, 13 de noviembre de 1872, p. 368.
18
Beatriz Castro Carvajal, Caridad y beneficencia. El tratamiento de la pobreza en Colombia, 1870-1930,
Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007, pp. 284-293.

 
124

A propósito de lo que plantea Castro, es posible que detrás de las cuantiosas subvenciones
que recibieron dos de las asociaciones benéficas antes mencionadas (la Sociedad de niños
desamparados que recibió $3.000 y la Sociedad de Beneficencia con $5.000), haya habido
por parte de sus miembros algún uso de sus relaciones e influencias políticas.19 Pero
hubiese o no ocurrido así en estos dos casos, lo cierto es que las asociaciones contemplaron,
en efecto, la opción del lobby como parte importante de sus estrategias para obtener
recursos. Tal fue, por ejemplo, lo que hizo José María Gutiérrez de Alba durante la reunión
que organizó con el propósito de llevar a cabo la instalación de una Sociedad literaria y
artística, y de promover la creación de un teatro nacional. En el discurso inaugural que
Gutiérrez presentó para aquella ocasión expresó: “Entre vosotros hay personas que, por su
talento, posición social y otras circunstancias recomendables, pueden dirigirse al Poder
federal, al del Estado y al del Municipio, pidiendo para nuestra institución el apoyo que en
todos los países le conceden los Gobiernos”.20

Por otro lado, también podría atribuirse una intencionalidad similar, la de recaudar
recursos, a la práctica frecuente de las asociaciones de hacer recaer los nombramientos de
socios honorarios en individuos que gozaban de altas posiciones en la vida social,
económica y política, como tal fue lo que hicieron en su momento los jóvenes miembros de
la sociedad Juventud Unida (Panamá), al nombrar como su socio honorario al presidente
del Estado.

Es de anotar, que si bien la concesión de auxilios oficiales podía prestarse a usos políticos y
prácticas clientelares, observamos al mismo tiempo la existencia de ciertos controles y
mecanismos que buscaban regular su concesión y hacerla menos arbitraria y sujeta a la
voluntad exclusiva de un determinado funcionario. Ejemplos como el de la Asociación del
Sagrado Corazón de Jesús de Pasto o los de las “escuelas libres” mencionados antes,
comprueban cómo las solicitudes eran sometidas a un proceso de discusión y evaluación, y
cómo también al requerir o al acceder a un auxilio las personas en cuestión debían o bien
comprometerse con alguna “contraprestación”, o bien acreditar la “justicia” de su petición,
lo cual significaba demostrar que la ayuda oficial no redundaría –al menos no
exclusivamente– a favor de unos intereses particulares sino en beneficio de una
generalidad.

Pero si las asociaciones voluntarias, y los particulares en general, recurrieron a las


autoridades para solicitar ayudas para sus proyectos, es importante mostrar que también lo
                                                                                                               
19
La Sociedad protectora de niños desamparados, por ejemplo, contaba en su seno con personajes de gran
relevancia en la vida política de la época, como Manuel Ancízar y José María Samper.
20
El discurso fue reproducido íntegramente en el periódico que perteneció a Gutiérrez de Alba: El Cachaco,
Bogotá, núm. 35, 10 de diciembre de 1879, pp. 138-139.

 
125

hicieron para ofrecer sus servicios, sus recursos y su colaboración “desinteresada”.


Refiriéndose a la extensa obra educativa realizada por la extinguida Sociedad de Educación
primaria de Bogotá y al aporte que ésta había hecho para la creación de una Escuela
Normal en la capital del país, José Manuel Groot se permitía apreciar su enorme valor
señalando que se trataba de una asociación que “no pedía plata sino que daba plata para la
instrucción primaria”.21 Según comentaba Groot, hacia 1842 la Sociedad de Educación
primaria, presidida en ese momento por Rufino Cuervo y el Arzobispo de Bogotá Manuel
José Mosquera, se propuso comprar un solar para la construcción de un edificio destinado a
servir de escuela normal y de escuela parroquial. Entre sus miembros, “que eran más de
doscientos”, y la Gobernación, se lograron recoger los fondos para tal propósito, cuya
culminación finalmente tuvo lugar en el año de 1846 al llevarse a cabo la inauguración –
“con gran solemnidad” al decir de Groot– de ambas escuelas.22

Durante el periodo federal varias de las asociaciones que asumieron objetivos educativos,
además de trabajar en pro de ellos de manera independiente, quisieron también auxiliar al
gobierno en su propia labor instruccionista. En algunos casos esta colaboración fue prestada
por iniciativa de las mismas sociedades, en otros porque fueron los gobiernos los que
acudieron a ellas para solicitarla. Puede resultar obvio decir que una voluntad de
colaboración de esta clase sólo podía existir cuando los individuos que integraban aquellas
sociedades eran favorables al gobierno y, específicamente, a su política educativa. Pero
como se ha planteado, el proyecto de instrucción pública que los gobiernos liberales
propusieron y desarrollaron en la década del setenta, no gozó de buen recibo en los círculos
católicos, razón por la cual algunas de las asociaciones que éstos conformaron no sólo se
dieron a la tarea de criticar y censurar la propuesta educativa oficial, sino que incluso
buscaron la manera de entorpecerla en su desarrollo, como se mostrará más adelante.

La labor auxiliar que las asociaciones prestaron a los gobiernos fue en ciertos casos de
carácter económico. En una nota publicada en La Escuela Primaria, periódico oficial de la

                                                                                                               
21
José Manuel Groot, “Instrucción primaria”, La Caridad, Bogotá, año VII, núm. 33, 18 de enero de 1872, p.
517. La Sociedad de Educación primaria se estableció el 8 de diciembre de 1834 sobre la base del decreto y
los estatutos expedidos por la Cámara provincial de Bogotá el 4 de octubre de ese mismo año. Para su
consulta véase: “Estatutos de la Sociedad de educación primaria de Bogotá. Decreto de 4 de octubre de 1834”,
Bogotá, 4 de octubre de 1834, y “Reglamento acordado por el consejo administrativo de la Sociedad de
educación primaria para dirigir sus trabajos”, Bogotá, 11 de enero de 1835, en: Biblioteca Nacional de
Colombia (BNC), Fondo Biblioteca digital. Algunos detalles sobre su instalación figuran en el siguiente
documento: “A los amigos de la buena educación”, Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 11 de diciembre de
1834, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.
22
Sobre las actividades desarrolladas por esta Sociedad puede verse el siguiente documento que contiene las
actas de esta asociación entre los años de 1834 y 1846: Sociedad de Educación Primaria de Bogotá, Actas de
la sociedad de educación primaria de Bogotá y de su concejo administrativo desde el ocho de diciembre de
mil ochocientos treinta y cuatro, día de su instalación, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

 
126

instrucción pública del Estado de Santander, se mencionaba que la asociación Club de


Bucaramanga y la corporación municipal habían decidido auxiliar con cierta cantidad de
dinero anual la Escuela Normal de institutoras del distrito. Aquel auxilio debía destinarse
para la compra de útiles escolares y para la asignación de sobresueldos a sus catedráticos.23
También podría mencionarse, aunque no corresponda con el periodo aquí trabajado, la
“importante contribución” que de acuerdo con su presidente realizó la Sociedad auxiliar de
educación primaria de Neiva a las escuelas públicas de la provincia en el año de 1837. A
partir de las contribuciones de los socios, las donaciones otorgadas por algunos de sus
miembros honorarios y algunos otros ciudadanos particulares, la Sociedad había logrado
comprar cuatrocientos catecismos de ortografía castellana para ser usados en las escuelas.
Su presidente, quien era al mismo tiempo el gobernador de la provincia, el señor José María
Galaviz, señalaba además que las escuelas recibirían prontamente un segundo auxilio, esta
vez de catecismos de gramática castellana, gracias a los nuevos fondos que se habían
recaudado por cuenta de las suscripciones.24

En otros casos, la colaboración ofrecida por las asociaciones fue de orden consultivo.
“Ilustrar y aconsejar” la acción del gobierno, era, como lo afirmaba José María Gutiérrez de
Alba al referirse a las sociedades que se organizaban bajo el modelo de las llamadas
“Amigos del país”, una de las tantas tareas que estaban llamadas a cumplir las
asociaciones.25 Para el gobierno de Antioquia, las Sociedades de fomento que hacia 1870 se
propuso establecer, no sólo eran importantes por los servicios prácticos que desempeñarían
sus miembros, sino también porque ellas podrían aconsejar a las autoridades sobre las
reformas que convendrían implementarse en aras de impulsar “las mejoras del Estado”.
Entre las funciones que las Sociedades de fomento debían cumplir de acuerdo con sus
estatutos, figuraban las de: “Excogitar los medios de dar el mayor impulso posible a las
mejoras del Estado y proponer a las autoridades públicas las medidas que les parezcan
convenientes con este objeto”, y “Estudiar las necesidades del pueblo y los medios de
obtener recursos para remediarlas, con el fin de trasmitir a las autoridades públicas del
Estado o de las localidades, el resultado de dichos estudios”.26

                                                                                                               
23
La Escuela Primaria, “periódico oficial de instrucción pública del Estado Soberano de Santander”, Socorro,
núm. 177, 22 de febrero de 1876, p. 65.
24
José María Galaviz, “Exposición que hace a la Sociedad Auxiliar de la Educación Primaria de Neiva el
presidente de ella y de su Consejo Administrativo, sobre el curso que han tenido los negocios en el semestre
corrido de 15 de octubre de 1837 a 15 de abril de este año”, Neiva, Imprenta de Nicomedes Lora, 15 de abril
de 1838, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.
25
El Cachaco, Bogotá, núm. 35, 10 de diciembre de 1879, p. 138.
26
Véase el artículo 5.˚, parágrafos 1.˚ y 2.˚, del “Decreto de 2 de diciembre de 1870 estableciendo sociedades
de fomento”, Medellín, 2 de diciembre de 1870, en: Boletín Oficial, Medellín, núm. 431, 12 de diciembre de
1870, p. 241.

 
127

En el Boletín Oficial, órgano de información del gobierno de Antioquia, se publicaron


ocasionalmente algunas noticias sobre las labores desarrolladas por estas asociaciones en
sus respectivas localidades. En una de ellas, por ejemplo, se daba cuenta de la gestión
llevada a cabo por la Sociedad de fomento del distrito de Amalfi para promover una
industria de tejidos.27 Según se informaba, la Sociedad había comisionado a dos de sus
miembros para estudiar la conveniencia de crear la industria de tejer sombreros de nacuma.
Tras evaluar positivamente las ventajas de ello, la Sociedad había resuelto dirigirse a la
Corporación municipal para “excitarla” a disponer recursos, con los cuales pudiera
costearse la traslación de “personas inteligentes” encargadas de verificar el ensayo de la
nacuma y, al mismo tiempo, de establecer una escuela-taller para enseñar dicho oficio a las
gentes de la localidad. Si se daba el caso de que la Corporación “no quiera o no pueda
hacerlo con las rentas del Distrito”, los socios acordaban disponer entre ellos mismos de un
auxilio por quinientos pesos.28

El Boletín Oficial también dio cuenta de las gestiones realizadas por las Sociedades de
fomento de Manizales y de Medellín ante organismos oficiales, con el fin de promover
alguna reforma o adelanto en el campo de la instrucción pública. Respecto a la primera, se
informó sobre la representación que ésta dirigió a la “Honorable Legislatura” con el objeto
de solicitar el establecimiento, con recursos del tesoro del Estado, de escuelas secundarias
en cada uno de los Departamentos.29 En el caso de la segunda, se trató también de una
representación, dirigida a la Dirección general de instrucción pública, con el fin de solicitar
la apertura de una clase de rudimentos de arquitectura en la Escuela de Artes y Oficios de la
ciudad.30

Las asociaciones, como lo muestran los anteriores ejemplos, aprovecharon el recurso de las
“representaciones” no sólo para presentar a las autoridades sus demandas particulares, sino
también para proponer a éstas los proyectos y las reformas que creían convenientes para
beneficio común de la sociedad. Estas demandas y propuestas también eran presentadas a
través de los periódicos que las mismas asociaciones creaban. Sin embargo, respecto a la
                                                                                                               
27
Juan C. Llano, “Informe sobre el proyecto de promover en el distrito el establecimiento de la industria de
tejer sombreros de nacuma”, Amalfi, 26 de marzo de 1871, en: Boletín Oficial, Medellín, núm. 459, 1º de
mayo de 1871, pp. 354-355.
28
Ibíd., p. 355.
29
“Nota del Presidente de la Sociedad de Fomento, transcribiendo otra sobre instrucción”, Manizales, 21 de
mayo de 1871, en: Boletín Oficial, Medellín, núm. 473, 31 de julio de 1871, p. 411.
30
“Nota del Presidente de la Sociedad Central de Fomento de Medellín, transcribiendo una proposición
aprobada por aquella Corporación”, Medellín, 10 de agosto de 1871, en: Boletín Oficial, Medellín, núm. 479,
5 de septiembre de 1871, p. 434. De acuerdo con la respuesta dada por la Dirección a la anterior nota, el
gobierno ya había tomado medidas en ese sentido a partir del contrato celebrado el 5 de julio de 1871 con el
señor Eugenio Lutz, por medio del cual éste se comprometía a enseñar a los jóvenes “nociones y principios
del arte ya expresado”, en: Ibíd.

 
128

prensa, donde las propuestas, demandas y también reclamos podían llegar a tener un mayor
impacto gracias a su carácter público; las “representaciones” ofrecían la ventaja de una
comunicación más directa y en tal medida más recíproca. Sus autores, por tanto, podían
esperar obtener una respuesta de las autoridades.

Otra forma más de colaboración, de parte de las asociaciones hacia los gobiernos, se dio
cuando las primeras asumieron la prestación de cierta clase de servicios o funciones de
carácter público. Un ejemplo lo encontramos en la Sociedad católica de Medellín y en los
servicios que ésta prestó al gobierno antioqueño, sobre todo, en el ramo de la instrucción.
La colaboración que se dio entre ambos organismos se vio favorecida tanto por las
estrechas relaciones que existieron entre el gobierno y varios de los miembros de la
Sociedad, algunos de los cuales llegaron a ocupar importantes posiciones en la
administración pública; como por la comunidad ideológica que existió entre sus objetivos e
intereses. En efecto, en lo concerniente al tema educativo, la Sociedad católica y el
gobierno conservador de Antioquia, en manos primero de Pedro Justo Berrío y luego de
Recaredo de Villa, estaban de acuerdo sobre dos puntos: primero, en considerar que el
desarrollo de la instrucción debía ser una de las principales prioridades dentro de las
políticas públicas, para lo que cabe anotar que la administración de Berrío llegó a
identificarse con la consigna de “escuelas y caminos”. 31 Y segundo, en considerar que la
religión y la Iglesia católicas debían jugar un rol central en la vida social en general y,
particularmente, en los procesos educativos.

La Sociedad católica buscó auxiliar la labor instruccionista oficial en dos frentes


principalmente: en el de la enseñanza, en particular la de carácter religioso por ser ello lo
más acorde con su orientación, y en el frente de la inspección escolar. Una ayuda orientada
por estos propósitos se acordó entre la Sociedad católica y la Gobernación hacia 1873,
cuando esta última aceptó la propuesta que le hizo la otra de ofrecerle “los servicios de los
socios, para visitar los establecimientos de educación, dar en ellos lecciones de moral y
religión y proponer las medidas convenientes para su buena marcha”.32 La oferta fue bien
recibida por el Gobierno como era de esperarse. En su respuesta a la Sociedad, aquel
afirmaba acogerla con “interés patriótico”, e indicaba que se tomarían las medidas del caso
para facilitar a sus miembros el desarrollo de las tareas que se proponían.33

                                                                                                               
31
Véase sobre esto los trabajos de Luis Javier Villegas Botero, Las vías de legitimación de un poder. La
administración presidida por Pedro Justo Berrío en el Estado Soberano de Antioquia, 1864-1873, Bogotá,
Colcultura, Tercer Mundo, 1996, y Aspectos de la educación durante el gobierno de Pedro Justo Berrío,
1864-1873, Medellín, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, 1991.
32
La Sociedad, Medellín, núm. 72, 25 de octubre de 1873, p. 187.
33
Ídem.

 
129

Por un informe posterior, presentado por el presidente de la Sociedad católica en marzo de


1874, podemos confirmar que las labores de inspección y enseñanza ya habían iniciado y
marchaban al parecer exitosamente. Según aquel señaló, en las dos Escuelas normales, la
masculina y la femenina, las dos escuelas modelos y las tres elementales de niños y dos de
niñas, los socios daban lecciones en materia religiosa y realizaban las visitas pertinentes.34

La Sociedad católica llegó incluso a prestar este servicio gratuito de enseñanza e


inspección en algunas escuelas de particulares, cuyos directores lo solicitaron a la Sociedad
posiblemente porque consideraban que el prestigio del que gozaban sus miembros
contribuiría a aumentar el propio renombre de sus planteles. Una solicitud de éstas fue
hecha por las antes mencionadas directoras del Colegio de la Unión, las hermanas Julia y
Zoraida Isaza, y por la directora del Colegio de Nuestra Señora de los Dolores, quien pidió
a la Sociedad católica el nombramiento de un catedrático para la clase de urbanidad.35

Una colaboración de este estilo, dirigida a la “prestación de servicios”, fue también la que
hacia 1886 acordaron la Sociedad de San Vicente de Paúl de Bogotá y la Gobernación de
Cundinamarca. Pero en este caso fue el gobierno quien hizo la solicitud. Así lo indicaba en
una de sus memorias el entonces presidente de la Sociedad, José Manuel Marroquín:

[…] el Gobierno de Cundinamarca solicitó de la Sociedad que organizara y dirigiera el


establecimiento de talleres y la enseñanza de oficios en el Panóptico de esta capital, así
como una escuela de lectura y de doctrina cristiana. El Consejo Directivo estimó necesario
condescender con el Gobierno, así por corresponder a las muestras de deferencia que ha
estado dando a la Sociedad, como por considerar que aquella buena obra no era extraña a
los fines de nuestro Instituto.
A fines de Octubre de 1886 se nombró una Comisión permanente que había de trabajar en
aquella empresa […] La obra se llevó a cabo en poco tiempo, y los talleres y la escuela
llegaron a funcionar, de suerte que el Gobierno del Departamento quedó satisfecho.36

                                                                                                               
34
La Sociedad, Medellín, núm. 93, 21 de marzo de 1874, pp. 355-358.
35
Aunque la enseñanza de urbanidad no estaba precisamente contemplada en los propósitos de la Sociedad
católica, ésta aceptó la solicitud “teniendo en cuenta –según indicó su presidente– que esa enseñanza no es
extraña a las de Religión y de Moral, que la Sociedad debe fomentar la instrucción pública aun en los ramos
que no se rocen con estas materias, y que los productos de ese establecimiento se destinarán para la Casa de
Beneficencia”, en: La Sociedad, Medellín, núm. 93, 21 de marzo de 1874, p. 356. En cuanto al Colegio de la
Unión, la Sociedad nombró a uno de sus miembros para dar en éste instrucción religiosa.
36
Sin embargo, en el mismo párrafo se señala que la comisión debió disolverse debido a algunos cambios y
dificultades que “han hecho que la empresa no tenga el resultado que era de desearse”, véase: Sociedad
Central de San Vicente de Paúl, Memoria del Presidente y discurso del socio D. Luis Martínez Silva, leídos en
la sesión solemne celebrada el 24 de julio de 1887, Bogotá, Imprenta de Silvestre y Compañía, 1887, p. 4, en:
Biblioteca Luis Ángel Arango (BLAA), Colección misceláneas.

 
130

Es posible que las “muestras de deferencia” a las que alude Marroquín, estén relacionadas
con los auxilios del tesoro público que el gobierno destinaba regularmente a la Sociedad.37

Algunos de los ejemplos hasta ahora mencionados dan cuenta de la importante labor
auxiliar que pudieron prestar a los gobiernos las asociaciones voluntarias, especialmente
aquellas que contaban con un grado mayor de organización interna, con recursos propios y
con integrantes que se caracterizaban por tener un nivel cultural más o menos alto y gozar
de una posición social, económica y/o política privilegiada, como fueron los casos de
algunas de las Sociedades de fomento, las Sociedades católicas, las de San Vicente de Paúl
y las asociaciones de mujeres del Sagrado Corazón de Jesús. Sin lugar a dudas esta clase
de organizaciones sociales que asumieron y desempeñaron funciones y servicios públicos
de manera voluntaria, no sólo eran importantes sino incluso necesarias para aquella época
en la que tanto el personal de servidores públicos como los recursos del tesoro presentaban
un estado tan precario y, como frecuentemente alegaban las autoridades, resultaban
insuficientes para sacar adelante los muchos proyectos y reformas que estaban destinados a
traer el soñado “progreso” a la patria.

Por lo menos para el campo que aquí nos concierne de la instrucción pública, hemos
observado que una de las principales dificultades con las que tropezaban las autoridades
centrales para gestionar sus programas educativos, sobre todo al nivel local de las
municipalidades, tenía que ver con el número limitado de empleados públicos. Para algunas
de las funciones de administración e inspección del ramo educativo no se contaba con
empleados específicos, por lo que aquellas labores debían ser asignadas a los prefectos
(jefes departamentales) y a los alcaldes (jefes municipales).

A nivel local, los jefes de las corporaciones municipales podían disponer de los servicios de
los particulares –de ciudadanos que eran nombrados por los mismos alcaldes en algunos
casos, o por las autoridades centrales en otros–, para auxiliarse en las labores propias de
dicha entidad. Sin embargo, esta clase de cargos y servicios que por lo general eran
onerosos, es decir no remunerados, ofrecían varias dificultades; ya porque –según se
afirmaba– los individuos a quienes se les asignaban no los asistían con la regularidad
deseada, o ya porque se negaban desde un principio a aceptarlos. Para el autor de una nota
publicada en el periódico El Unitario de Neiva, aquella situación que afectaba en alta
medida el régimen municipal debía atribuirse a la falta de “espíritu público” de la
población, a “esa fatal indiferencia que nos domina…

                                                                                                               
37
Según se puede ver en el “resumen de la cuenta de caja”, correspondiente a julio de 1886 – julio de 1887,
publicado en aquella misma memoria, la Sociedad había recibido de la Gobernación un auxilio para sus
escuelas por una suma de $216.

 
131

[…] He aquí porque casi todos los individuos llamados por su posición social, sus
comodidades y su relativa ilustración al desempeño de los destinos municipales, se excusen
de servirlos, y el que éstos estén a cargo, frecuentemente, de individuos los menos idóneos
por sus condiciones, para administrar debidamente los intereses del común […] Apenas
sabe un individuo que le han hecho uno de estos nombramientos, lo menos que hace es
trasladarse a otro pueblo donde permanece ocho o quince días y regresa al de su domicilio
trayendo una acta de avecindamiento en aquel; otros se esconden como reos prófugos, y los
mas encuentran amigos complacientes que declaren que el nombrado está sumamente
enfermo, pobre, lleno de familia y que sus hijos se mueren de hambre si lo obligan a
desempeñar el destino. Estos se ven todos los días.38

El problema, como lo sugiere la anterior cita, no sólo estaba en el número de empleados


disponibles sino también en las competencias de las personas encargadas de servir los
empleos públicos. En Antioquia, por ejemplo, parece un indicador claro de la desconfianza
de su gobierno frente a los funcionarios locales, el hecho de que se hubiera privado a las
corporaciones municipales de ciertas facultades que antes tenían en el ramo de la
instrucción pública. Esto sucedió respecto a los nombramientos para directores de escuelas,
los cuales el Poder Ejecutivo declaró como una facultad de su exclusiva competencia. En
variadas oportunidades las autoridades centrales improbaron los nombramientos de las
corporaciones por considerar que sus funcionarios no eran los más idóneos para decidir
sobre un asunto de tan alta importancia. Tal era la opinión del Inspector general de
Instrucción pública del Estado, José D. López, al referirse a la decisión tomada por la
corporación de Heliconia de “declarar la clausura de las escuelas rurales de la fracción de
Armenia, por carecer los Directores que las sirven de las aptitudes y cualidades que para
ello se requieren”.39 López consideró que aquella disposición debía improbarse tanto por
razones legales como por cuestiones de idoneidad: “No todas las Corporaciones
municipales (muy pocas) están formadas de personas competentes para juzgar con acierto
sobre la competencia de los Directores de Escuela, y muchas de esas Corporaciones se
componen de personas refractarias a la actual enseñanza oficial”.40

Asuntos como los anteriores de cierta manera nos permiten comprender por qué el gobierno
de Antioquia, estando bajo la dirección de Pedro Justo Berrío, acudió al recurso de las
asociaciones para impulsar su política modernizadora. Mediante las Sociedades de fomento
Berrío buscaría el concurso de los particulares: de aquellos individuos que no formaban
parte de su administración pero que tanto por sus recursos como por su “ilustración” se
                                                                                                               
38
“Régimen municipal”, El Unitario, Neiva, núm. 11, 17 de noviembre de 1886, p. 42.
39
“Diligencias relativas a la clausura de las Escuelas de Armenia, dist. de Heliconia”, 15 de agosto - 4 de
septiembre de 1882, en: Archivo Histórico de Antioquia, Sección República, Fondo Instrucción pública, tomo
2788, fols. 140-142.
40
Ídem.

 
132

encontraban en la capacidad de prestar importantes –y gratuitos– servicios al Estado.


Asimismo, lo anterior también nos permite comprender por qué las autoridades en general,
al no disponer de mayores recursos (humanos y económicos) se vieron continuamente en la
necesidad de apelar a la “buena voluntad” de los particulares –con llamados, como se
mostró antes, a su “patriotismo” y “caridad”– para satisfacer variadas necesidades públicas
de la vida social.

Tal vez pueda verse en el mayor número de asociaciones voluntarias destinadas a la


asistencia social, en comparación con las que se ocuparon de objetivos educativos (cf.
Cuadro 3, cap. 2.3), un indicador de que la colaboración de los particulares fue mucho más
ofrecida –y solicitada– en el frente de la beneficencia que en el de la instrucción pública.
Aunque esto es sólo una hipótesis, vale tener en cuenta el hecho de que durante el periodo
federal la educación fue indudablemente un asunto de mayor prioridad para el gobierno que
el de la beneficencia. Así, entre otras cosas, lo demuestran los recursos del tesoro público
que se invirtieron en uno y otro campo. De acuerdo con Beatriz Castro Carvajal, “La
Instrucción Pública recibió siempre más del presupuesto nacional que la Asistencia
Pública”.41 En este sentido, es posible que haya sido este menor interés del sector oficial lo
que hizo que el campo de la beneficencia recibiera una mayor atención por parte de la
sociedad.

                                                                                                               
41
B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia. El tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 288.

 
133

4.2 LABORES COMPLEMENTARIAS: OTROS SUJETOS, PRÁCTICAS,


CONTENIDOS Y ESPACIOS DE INSTRUCCIÓN

Además de los servicios auxiliares que prestaron las asociaciones voluntarias a los
gobiernos en el campo educativo, la contribución de éstas fue también significativa en
cuanto a la labor complementaria que llevaron a cabo en este campo con el propósito de
atender los espacios vacíos dejados por el proyecto educativo oficial. Aquella labor estuvo
dirigida hacia distintos objetivos: a atender las necesidades educativas de los sujetos que
quedaban marginados de los procesos formales de instrucción que tenían lugar en las
instituciones escolares, como fue lo que se propusieron las asociaciones benéficas al
canalizar su acción educativa en los sectores más necesitados, las “clases pobres y
desvalidas”; a atender los contenidos de enseñanza que fueron excluidos de los programas
educativos, como lo hicieron las asociaciones católicas respecto a la instrucción religiosa
eliminada del plan de estudios oficial; y a atender también a otros espacios de instrucción y
a otros medios y prácticas pedagógicas, como fue lo que buscaron las asociaciones literarias
al promover la creación de bibliotecas, dar a luz publicaciones culturales y organizar
tertulias literarias.

No obstante lo anterior, es importante reconocer que el proyecto educativo liberal de las


décadas del sesenta y setenta se caracterizó, como en algún momento lo planteó Jaime
Jaramillo Uribe, por tener una concepción bastante integral del problema educativo: “El
decreto –afirmaría este autor refiriéndose al Decreto Orgánico de la Instrucción pública
primaria de 1870– tuvo el propósito de organizar en todos sus aspectos, hasta en los más
minuciosos, el sistema nacional educativo”.42 La reforma de instrucción pública, en efecto,
contemplaba todos los niveles de la escala educativa, desde los estudios elementales hasta
los profesionales. Atendía a variadas ramas del saber, desde las carreras más tradicionales,
como eran la medicina y el derecho, hasta las de corte más “moderno” como eran las
científicas, las ingenierías y las técnicas o llamadas de “artes y oficios”.43 En un plano

                                                                                                               
42
Cita tomada de la presentación introductoria realizada por el autor al Decreto Orgánico de la Instrucción
Pública Primaria (DOIPP), cuya transcripción se encuentra disponible en la página web de la Universidad
Pedagógica Nacional, en la siguiente dirección:
<www.pedagogica.edu.co/storage/rce/articulos/5_8docu.pdf>, consulta realizada el 3 de diciembre de 2012.>
43
Al crearse la Universidad Nacional en 1867, se dispuso su organización en seis Escuelas: Jurisprudencia,
Medicina, Ciencias naturales, Ingeniería, Artes y oficios, Literatura y Filosofía. No todas éstas, sin embargo,
pudieron establecerse con la misma prontitud y regularidad. Así lo señaló Manuel Ancízar, primer rector de la
Universidad, al informar en diciembre de 1870 que las Escuelas de Ciencias naturales y Artes y oficios
todavía no se habían organizado. Al respecto véase: Clara Helena Sánchez, “Los anales de la Universidad
Nacional, 1868-1880”, en: Rubén Sierra Mejía, ed., El radicalismo colombiano del siglo XIX, Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, 2006, pp. 351-372. Sobre las disposiciones oficiales relativas a la
fundación de la universidad, véanse: “Ley que crea la Universidad nacional de los Estados Unidos de
Colombia”, Bogotá, 22 de septiembre de 1867, y “Decreto Orgánico de la Universidad nacional”, Bogotá, 13

 
134

social, la reforma revelaba la preocupación de los gobernantes liberales por ofrecer una
mejor educación a las clases populares; visible tanto en los esfuerzos que hicieron para
mejorar la calidad de la enseñanza de las escuelas primarias –por ejemplo, al ampliar los
contenidos de los planes de estudio 44 y al disponer la preparación profesional de los
maestros en escuelas normales–, como en las medidas que adoptaron, entre ellas la
disposición de becas y auxilios económicos, para facilitar a estos sectores su ingreso en
instituciones de enseñanza superior: en los colegios de secundaria, las Escuelas normales y
la recién creada Universidad Nacional.45 A su vez, las becas estaban destinadas a fortalecer
la dimensión nacional de la reforma, en la medida en que ellas debían otorgarse a jóvenes
de cada uno de los Estados de la Unión, en proporciones iguales, para los fines de costear
su instrucción en la Universidad Nacional y su sostenimiento en la capital del país donde
aquella se hallaba instalada.46

Los reformistas igualmente idearon algunas otras estrategias para asegurar una mayor
cobertura al proyecto instruccionista. Una de ellas consistió en las publicaciones periódicas
de instrucción pública, que crearon y sostuvieron los gobiernos de los Estados con
propósitos tanto informativos como pedagógicos a partir de la divulgación de contenidos

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
de enero de 1868, en: Anales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, Bogotá, núm.
1, septiembre de 1868, pp. 7-9, 17-59.
44
Esta ampliación se comprueba cuando se comparan las materias de enseñanza que se dispusieron para las
escuelas primarias en el DOIPP, respecto a las que lo fueron bajo el anterior plan de instrucción primaria,
promulgado en 1844 por Mariano Ospina Rodríguez durante la administración de Pedro Alcántara Herrán
(1841-1845). En este último las materias correspondientes tanto a las escuelas primarias elementales como a
las primarias superiores, fueron: instrucción moral y religiosa, urbanidad, lectura, escritura, gramática y
ortografía, aritmética y teneduría de libros, principios de geometría y dibujo lineal, principios de geografía y
de historia, nociones de agricultura y economía rural, bases fundamentales del Gobierno, atribución y deberes
de los empleados y funcionarios. Bajo el DOIPP, las materias fueron: lectura, escritura, aritmética, sistema
legal de pesas y medidas, lengua castellana, ejercicios de composición y recitación, nociones generales de
higiene, de geografía y de historia patria, elementos de algebra y de geometría, dibujo lineal, teneduría de
libros, canto, nociones de física, de mecánica, de química, de historia natural y de fisiología, elementos de
cosmografía y geografía general. Es sobre todo en estas últimas materias (desde canto en adelante) donde se
percibe el aumento y la novedad entre uno y otro plan. Véanse: Decreto Orgánico de la Instrucción pública
primaria, Bogotá, Imprenta de la Nación, 1870, y Decreto organizando la instrucción primaria: dado en
ejecución de la Ley de 2 de mayo de 1843, Bogotá, Imprenta de José A. Cualla, 1845, en: BNC, Fondo
Biblioteca digital.
45
Aunque tanto la enseñanza en la Universidad como en las Escuelas normales eran de carácter gratuito, los
alumnos que no estaban becados debían costear por su cuenta los gastos de su sostenimiento y los relativos a
derechos de matrícula, de grados y otros similares.
46
Sobre las becas la Ley de 1867 dispuso lo siguiente en su artículo 3.º: “El Poder Ejecutivo podrá admitir en
la Universidad como alumnos internos, alimentados e instruidos gratuitamente, hasta setenta y dos jóvenes, a
razón de ocho por cada uno de los Estados de la Unión, los que designarán las respectivas Asambleas (…)”,
en: Anales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, Bogotá, núm. 1, septiembre de
1868, p. 8.

 
135

científicos, instructivos y didácticos.47 Por medio de estos periódicos, cuya distribución era
gratuita en las escuelas oficiales, las autoridades de instrucción pública no sólo buscaban
mantener a sus directores al corriente de las disposiciones tomadas por el gobierno en el
ramo de la instrucción, sino que también esperaban que ellos sirvieran para fortalecer y
complementar los conocimientos y la preparación de los maestros que no habían tenido la
oportunidad de formarse en las Escuelas normales. Como una estrategia más, cabe
mencionar la de las “escuelas ambulantes”, pensadas para llevar instrucción a la población
infantil de las áreas rurales más apartadas, en donde por cuestiones de aislamiento y
carencia de recursos se dificultaba el establecimiento de escuelas permanentes.48

El proyecto educativo liberal fue sin duda bastante optimista y “profundamente idealista” –
como afirma Jaramillo Uribe– tanto por “la fijación de altas y exigentes metas morales”,
como por “la desproporción entre sus propósitos y las condiciones que el país podía ofrecer
en ese entonces para realizarlas”. 49 Los mismos reformistas pudieron reconocer este
problema desde el principio de su formulación. Según afirmó Salvador Camacho Roldán, al
referirse a la ley sobre instrucción pública que había sido recientemente aprobada por el
Congreso de 1868, era muy posible que aquella ley fuera objetada por “abarcar una
inmensidad de trabajo superior a los recursos actuales del país”. Para Camacho Roldán, la
ejecución del extenso programa educativo “exigiría a lo menos un gasto de $ 500,000
anuales”.50 Durante todo el tiempo de su vigencia, sin embargo, el Congreso jamás llegó a
votar una suma ni de cerca semejante.51 El presupuesto que, por ejemplo, se asignó a la
Universidad para sus dos primeros años fiscales (1868-1869 y 1869-1870), fue tan sólo de
$30.092 y $41.316, respectivamente. Estas cantidades, como en su momento lo expresó
Manuel Ancízar, su rector, eran insuficientes para poner en marcha el extenso programa

                                                                                                               
47
El periódico de instrucción que estuvo a cargo del Gobierno central se publicó con el nombre de La Escuela
Normal. Algunos de los publicados por los Estados Soberanos, durante las décadas del setenta y ochenta,
fueron: La Revista (Bolívar), El Monitor (Antioquia), La Instrucción Primaria (Boyacá), El Escolar (Cauca),
El Maestro de Escuela (Cundinamarca), El Institutor (Magdalena), Gaceta de la Instrucción Pública
(Panamá), La Escuela Primaria (Santander), La Escuela (Tolima).
48
Sobre esta disposición véase Decreto Orgánico de la Instrucción pública primaria, Bogotá, 1.º de noviembre
de 1870, capitulo II, Establecimiento de escuelas, art. 257.
49
J. Jaramillo Uribe, “Presentación”, Decreto orgánico Instrucción pública, nov. 1, 1870, Óp. cit.
50
Salvador Camacho Roldán, “La educación popular”, en: Escritos varios, Bogotá, Incunables, 1983, tomo
III, p. 586. Este artículo fue publicado originalmente en el periódico La Paz, Bogotá, 23 de junio de 1868.
51
El proyecto de instrucción liberal en su parte relativa a la enseñanza primaria (DOIPP) estuvo en vigencia
hasta 1886 cuando el gobierno de Rafael Núñez promulgó un nuevo decreto sobre instrucción primaria:
Decreto número 595 por el cual se organiza la instrucción primaria, Bogotá, 9 de octubre de 1886, en: Anales
de la instrucción pública en la República de Colombia, Bogotá, núms. 52 y 53, noviembre-diciembre de
1886, pp. 612-632, 716-732.

 
136

universitario. La instrucción primaria tuvo por su parte más suerte, recibiendo una
asignación de $100.000 para su primer año.52

A menudo los reformistas y funcionarios encargados de poner en marcha el ambicioso


programa educativo, se vieron en la necesidad de reconocer la imposibilidad de llevar a
efecto muchas de las disposiciones contempladas en él: “Hay en ese decreto –señalaba en
1879 el Director general de Instrucción pública de la Unión– muchas prevenciones que, si
bien son la muestra de un buen anhelo, han sido hasta ahora letra muerta y lo serán tal vez
por mucho tiempo”.53 El anterior director, Antonio Ferro, se refería específicamente a los
artículos 278 y 282 del Decreto orgánico, en los cuales se disponía que las escuelas
estuvieran establecidas en edificios de su propiedad, construidos conforme a los planos
fijados en el reglamento, y que estuvieran bien provistas de mobiliarios, útiles, textos de
enseñanza y demás objetos necesarios para facilitar la instrucción. Para éstas y otras
disposiciones más, según aquel afirmaba, no se contaba con los recursos necesarios: “La
promesa latísima que se hace en el decreto orgánico de dar a las escuelas todo lo que
necesiten, me parece un grave elemento de dificultades. Es imposible cumplirla y sirve para
fomentar emulaciones e ilimitadas exigencias”.54

No habrían de ser, sin embargo, dificultades como las anteriores relacionadas con la falta de
recursos, las que alimentaran con mayor fuerza la oposición al proyecto de instrucción
liberal. Para quienes se convirtieron en sus más acervos críticos, el problema no estaba
tanto en el incumplimiento de las promesas contenidas en él, sino sobre todo en los vacíos
dejados por los reformistas en la formulación inicial del proyecto. A los reformistas
liberales se les criticaría, de una parte, el haber omitido la enseñanza religiosa del currículo
oficial (cf. nota al pie núm. 44), y de otra, haber ideado un plan de estudios poco adaptado a
las condiciones reales de las clases populares a las que estaban destinadas principalmente
las escuelas oficiales. Con esto último se hacía referencia sobre todo a la falta de
enseñanzas técnicas, en conocimientos “prácticos y útiles”, del plan de estudios, y a la
inclusión en él de materias que, tratándose de la educación para el “pueblo”, se
                                                                                                               
52
Para el caso de la universidad véase “Presupuesto de rentas i gastos para el año fiscal de 1.º de septiembre
de 1868 a 1.º de septiembre de 1869”, y “Presupuesto de rentas i gastos para el año fiscal de 1.º de septiembre
de 1869 a 31 de agosto de 1870”, en: Anales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia,
Bogotá, núms. 1 y 13, septiembre de 1868 y enero de 1870, respectivamente. Para el caso de la instrucción
primaria véase Jane Rausch La educación durante el federalismo: la reforma escolar de 1870, Bogotá,
Instituto Caro y Cuervo, Universidad Pedagógica Nacional, 1993, p. 166. Según Rausch, “entre 1871 y 1876
el Congreso efectuó apropiaciones anuales que corrían entre el tres y el cinco por ciento del presupuesto
nacional, con destino a las escuelas”. La autora no específica sin embargo las equivalencias de tales
porcentajes.
53
Antonio Ferro, “Informe del Director general de Instrucción primaria de la Unión al Poder Ejecutivo
nacional”, La Escuela Normal, Bogotá, núm. 304, 13 de marzo de 1879, p. 346.
54
Ibíd., p. 347.

 
137

consideraban superficiales. 55 Si respecto a la primera cuestión fueron sobre todo los


sectores procatólicos los voceros de aquella crítica, respecto a la última coincidieron tanto
las élites conservadoras y liberales, como los mismos sectores del “pueblo”, quienes en
cabeza de los artesanos habían estado demandando de los distintos gobiernos el
establecimiento de escuelas de enseñanza técnica e industrial.56

No debe dejarse de lado, sin embargo, el hecho de que los gobiernos liberales en la medida
en que los recursos, las condiciones y la voluntad política lo permitieron, fueron
incorporando reformas y medidas nuevas al proyecto de instrucción con el objeto tanto de
mejorar algunos de sus aspectos como de atender a las demandas educativas particulares
provenientes de la sociedad. El gobierno de Cundinamarca, por ejemplo, hacia 1876 adoptó
medidas para solucionar la problemática e impopular cuestión de la enseñanza religiosa.57
En algunas de las Escuelas normales, ante los continuos llamados a favor de una
instrucción más “práctica”, se dispuso la apertura de clases en enseñanzas técnicas. Esto fue
lo que se hizo en la Escuela Normal de Institutores de Boyacá, donde hacia 1878 se
estableció un curso sobre fabricación de sombreros de paja.58 Igualmente, hacia 1876 la
Superintendencia de Instrucción pública del Estado del Cauca, para entonces a cargo del
reconocido escritor Jorge Isaacs, inició la instalación de varias Escuelas Nocturnas para las
clases obreras. Con esta clase de escuelas el gobierno caucano buscó complacer las
demandas educativas de las Sociedades democráticas –asociaciones conformadas por
sectores de las clases trabajadoras (cf. Capítulo 2.2)–, que en aquel Estado eran

                                                                                                               
55
La idea de una educación organizada en conformidad con las diferencias de clases sociales fue
característica del pensamiento conservador. Se la encuentra enunciada, por ejemplo, en el “programa
conservador” que fue redactado en 1878 por el antes ideólogo del liberalismo colombiano, José María
Samper. En este documento, como señalaron los redactores de La Caridad al reproducirlo en su periódico,
quedaron consignadas en veintiún puntos “las ideas cardinales que son las que forman la esencia, el alma de él
[partido]”. El punto once relativo a la educación, dice: “La enseñanza debe ser universal, y obligatoria, con las
excepciones justas y convenientes, gratuita, acomodada a las necesidades sociales, completa en el grado
debido y moral, religiosa y católica”. A esto los de La Caridad agregaron el siguiente comentario:
“Acomodada a las necesidades sociales, pues es inútil enseñar rudimentos incompletos de zoología, botánica,
&c. al hijo de un labrador o menestral, materias que no le servirán luego de nada: completa en el grado
debido; quiere decir, no superficial ni de aparato, sino positiva para ser provechosa, a cuyo fin deben
circunscribirse los ramos de enseñanza; y moral, religiosa y católica porque la Sede Apostólica ha condenado
las escuelas laicas, y ninguno puede ser católico si no obedece aquella decisión”, en: “El programa
conservador”, La Caridad, Bogotá, año XI, núm. 37, 31 de diciembre de 1878, p. 679.
56
Fue el caso de los artesanos y obreros que hacia finales de la década del sesenta conformaron en la ciudad
de Bogotá la Sociedad la Unión de Artesanos.
57
Tal fue el propósito del acuerdo al que llegaron Manuel Ancízar, en representación del Poder Ejecutivo, y el
Arzobispo Vicente Arbeláez, en 1876, sobre la manera de organizar la enseñanza religiosa en las escuelas
oficiales. Al respecto véase J. Rausch, La educación durante el federalismo: la reforma escolar de 1870, Óp.
cit., pp. 110-111.
58
De esto daba cuenta el Director general de Instrucción primaria de la Unión, Antonio Ferro, en su informe
presentado al Poder Ejecutivo en 1879, en: La Escuela Normal, Bogotá, núm. 301, 20 de febrero de 1879, p.
321.

 
138

particularmente fuertes y numerosas. De hecho, según una nota publicada en el periódico


de instrucción pública del Cauca, El Escolar, en la población de Cerritos la fundación de
una de estas escuelas había sido “iniciada espontáneamente por la Sociedad Democrática de
ese Distrito”. En la misma nota se informaba que la inspección local había querido auxiliar
aquella iniciativa, al “prestar los útiles y el local de la Escuela [primaria] para tan laudable
fin”.59 Según afirmó el inspector, el señor Joaquín Polo, “La instalación de la Escuela ha
merecido el mayor aplauso en el Distrito de mi mando, y ella tomará día por día mayor
incremento a juzgar por el entusiasmo que ha despertado en la clase pobre e ignorante que
desea instruirse y educarse”.60

Al igual que la de Cerritos, las Escuelas Nocturnas que luego se establecieron en otras
poblaciones por iniciativa de las Sociedades democráticas o de la Superintendencia, se
vieron beneficiadas de las ayudas decretadas por el gobierno del Estado.61 Este último les
destinó recursos pecuniarios, les facilitó locales y puso a su disposición los maestros de las
escuelas oficiales, a quienes se les concedió el derecho a un sobresueldo de diez pesos
mensuales por hacerse cargo de su enseñanza.62 Al favorecer y secundar estas iniciativas las
autoridades oficiales posiblemente esperaban ganar para su gobierno el beneplácito de las
Sociedades democráticas. Teniendo en cuenta el caldeado ambiente que vivía el Cauca
hacia los primeros meses de 1876 a raíz de la agudización de la reacción católica, al
gobierno liberal debía parecerle urgente el poder contar con el apoyo de aquellas
sociedades llegado el caso de tener que afrontar un conflicto bélico, como en efecto fue lo
que sucedió al iniciarse en julio de ese año una nueva guerra civil.

Como lo muestra el anterior caso de las Sociedades democráticas caucanas, también las
asociaciones tenían a su alcance iniciar por su cuenta acciones para satisfacer las
necesidades de instrucción de sus propios integrantes, así como de otros individuos por
fuera de la agrupación. Por medio del establecimiento de Escuelas nocturnas, destinadas a
                                                                                                               
59
El Escolar, Popayán, núm. 77, 29 de junio de 1876, p. 616.
60
Ibíd. La nota del inspector es del 24 de mayo de 1876. Aquel también informaba que la Escuela nocturna se
había instalado el 20 de mayo “con 28 alumnos que no saben leer ni escribir; dichos individuos han sido
matriculados bajo la dirección del joven Cristóbal Casas y otros patriotas de este Distrito, quienes dan
lecciones gratuitas todas las noches”.
61
A partir de las actas de fundación y otras notas publicadas en El Escolar, se comprobó la instalación de
estas escuelas en las poblaciones siguientes: Santander, Buga, Popayán y Palmira. Véase El Escolar, Popayán,
núms. 75-78, 15 de junio – 6 de julio de 1876.
62
Véase Jorge Isaacs (Superintendente General de Instrucción Pública Primaria del Estado), “Resolución
número 27, sobre Escuelas nocturnas”, María, 27 de junio de 1876, en: El Escolar, Popayán, núm. 79, 13 de
julio de 1876. Por medio de esta resolución se dispuso: reconocer las Escuelas nocturnas como de carácter
oficial si cumplen con la condición de dar la enseñanza con el método Pestalozziano; establecer Escuelas
nocturnas en las capitales de Distrito; disponer que los Preceptores de las Escuelas nocturnas sean los
Directores de las Escuelas primarias oficiales y que éstos disfruten de un sobresueldo de $10 “pagadero de las
rentas de Instrucción primaria en el respectivo departamento”.

 
139

ofrecer de manera gratuita y accesible (“a horas en que no tienen tareas”) enseñanza
elemental a los artesanos y jornaleros, las Sociedades democráticas buscaron llenar un
vacío dejado por los reformistas liberales en la formulación del proyecto de instrucción
pública nacional. En el DOIPP, en efecto, ninguna de sus disposiciones hacía referencia a
la instrucción de la población adulta. A esta falta habría de referirse Juan Félix de León,
antiguo Director general de Instrucción pública de la Unión, al afirmar en 1878: “Hemos
hecho mucho por los niños, mucho por las generaciones que se forman, poco por los
adultos, poco por las generaciones formadas”. A su parecer, uno de los medios más eficaces
para “corregir ese defecto” era el establecimiento de bibliotecas “al alcance de la
generalidad de los individuos”.63

De manera similar, los casos de las asociaciones de beneficencia revelan una preocupación
por “corregir” algunos de esos “defectos” u omisiones del proyecto instruccionista liberal.
Estas asociaciones hubieron de dirigir su labor educativa, especialmente, hacia aquellos
individuos que por razones como su edad (muy menores o muy adultos para asistir a las
escuelas), sus condiciones de gran pobreza u otras circunstancias especiales (enfermedad,
invalidez, reclusión), quedaron excluidos de los procesos formales de instrucción. Pobres,
enfermos, expósitos y presidiarios merecieron la atención prioritaria de estas asociaciones,
en correspondencia con su vocación por socorrer a los sectores más necesitados. Así, por
ejemplo, en un informe de la Sociedad de San Vicente de Paúl del año de 1887, se indicaba
que las escuelas sostenidas por la Sección Docente estaban destinadas principalmente a los
niños más pobres: “Los más indigentes de ellos pueden concurrir a las escuelas de la
Sección, por muy humildes y raídos que sean sus vestidos”.64 Para el periódico La Caridad,
las asociaciones de beneficencia venían a “cubrir las brechas abiertas en la grande obra de
la instrucción y moralización del pueblo […] en auxilio de los pequeños y desheredados
para alargarles una mano benéfica y darles, no solamente la limosna material, el pan que
alimenta el cuerpo, sino, lo que es más importante, la limosna moral, la instrucción…”.65

Por otra parte, en lo referente a los contenidos de la educación que se propusieron ofrecer,
las asociaciones benéficas o caritativas privilegiaron una enseñanza de carácter religioso y
moral. En este punto coincidieron con las asociaciones católicas. Estas últimas, organizadas
para proteger la Iglesia y la religión católica de la “amenaza liberal”, asumieron como una
de sus principales tareas la enseñanza y la difusión de la doctrina religiosa. Las secciones

                                                                                                               
63
Carta de Juan Félix de León a Adriano Páez, redactor de la Revista de Instrucción pública, en: La Patria,
Bogotá, entrega 3ª, 1˚ de marzo de 1878, pp. 73-74.
64
“Noticias sobre el objeto de la Sociedad central de San Vicente de Paúl, su constitución y sus trabajos”,
Bogotá, septiembre de 1887, Imprenta de Silvestre y Compañía, p. 9, en: Biblioteca Luis Ángel Arango
(BLAA).
65
“Beneficencia y patriotismo”, La Caridad, Bogotá, año IV, núm. 26, 31 de diciembre de 1868, p. 412.

 
140

que crearon con el nombre de “docente” o “catequista” se encargaron de organizar y


distribuir comisiones por diversos espacios de las áreas urbanas y rurales, con el objeto de
dar lecciones de doctrina a la población. Sabemos por ejemplo, a partir de algunos de sus
informes, que la Juventud católica de Cali y la Asociación del Sagrado Corazón de Jesús
de Bogotá, hacia el mismo año de 1873, tenían comisiones asistiendo a las cárceles con
dicho propósito.66 También fueron los hospitales, las casas de refugio, los hospicios y
demás instituciones benéficas en las que desempeñaron labores asistenciales, otros de los
tantos espacios donde aquellas asociaciones cumplieron funciones pedagógicas.

Igualmente, en diversas oportunidades algunas de estas asociaciones pudieron contar con


los espacios que para tal propósito les dispusieron las autoridades civiles y religiosas. El
gobierno antioqueño, por ejemplo, prestó a la Sociedad católica de Medellín los salones de
las escuelas oficiales para que algunos de sus miembros dieran en ellas clases de doctrina
católica. Por su parte, las autoridades religiosas también les facilitaron a menudo sus
templos no sólo para que desempeñaran en ellos sus labores pedagógicas, a las que veían y
valoraban como un importante auxilio para su propia misión predicadora,67 sino también
para que efectuaran sus reuniones, como sabemos que hacía la Sociedad católica de
Medellín al tener como uno de sus lugares frecuentes de encuentro la Iglesia de San José
(Medellín). Cuando no pudieron disfrutar de esta ventaja, las asociaciones convirtieron los
espacios públicos, las calles y las casas particulares en otros tantos espacios de enseñanza y
adoctrinamiento.

Es importante anotar que para las asociaciones benéficas y católicas la educación religiosa
no sólo se constituyó en una prioridad dentro de sus labores pedagógicas en razón del
carácter y la vocación religiosa de su organización y de sus integrantes. La condición
prioritaria de esta enseñanza debe atribuirse también a la idea que éstas tuvieron de que la
corrupción moral de la sociedad, y los problemas sociales que de ella se derivaban
                                                                                                               
66
Información tomada para ambos casos de: La Sociedad, Medellín, núm. 49, 17 de mayo de 1873, p. 3; núm.
86, 31 de enero de 1874, p. 299.
67
Según Gloria Mercedes Arango, fue de hecho una política de las autoridades religiosas antioqueñas
promover en la población civil, y entre las mujeres especialmente, la conformación de “Confraternidades para
la enseñanza de la Doctrina Cristiana” destinadas a auxiliar la labor misional de los curas. Refiriéndose a la
invitación que con este objetivo realizó el obispo José Joaquín Isaza en 1873, la autora señala: “Ante la
imposibilidad de que los párrocos se multiplicaran para cumplir con su tarea, los invitaba a buscar auxiliares
‘[…] en las piadosas señoras, que por fortuna abundan en todas las parroquias[…]’, a solicitar la cooperación
de las mujeres cristianas y virtuosas porque la mujer, más tierna, más paciente y más sufrida que el hombre,
es la llamada a auxiliar al clero en la tarea de instruir a los niños en la doctrina cristiana”, en G. M. Arango de
Restrepo, Sociabilidades católicas, entre la tradición y la modernidad. Antioquia, 1870-1930, Medellín,
Universidad Nacional de Colombia, Dirección de Investigaciones de Medellín (DIME), 2004, pp. 43-44.
Véase también de su libro el “Anexo 6. Enseñanza de la Doctrina Cristiana. Niños-Jóvenes, 1873-1898”, pp.
129-131, donde la autora da cuenta de los lugares, los días y el número de niños que recibían enseñanza
doctrinal de parte de las mencionadas Confraternidades.

 
141

(crímenes, asaltos, robos), tenían en gran medida su razón de ser en el “relajamiento” de los
sentimientos religiosos y el “olvido” por parte de la población de sus deberes como
cristianos.

Ahora bien, si fue en el catecismo donde vieron la manera de combatir los problemas de
corrupción de las costumbres, sería a través de la enseñanza “práctica” cómo buscaron
afrontar otro de los grandes flagelos que azotaban la sociedad de la época: la pobreza. A su
parecer, la enseñanza de oficios artesanales a los sectores “más necesitados” era el
complemento necesario de una buena educación religiosa. Dicha instrucción, como pensaba
la Sociedad de San Vicente de Paúl, les proveería de medios para conseguir por cuenta
propia su subsistencia evitándoles tener que recurrir a los auxilios de la caridad. Tal era la
consideración de la sociedad vicentina al evaluar la importancia de establecer escuelas de
artes y oficios: “La Sección [docente] convencida de que de nada sirve instruir a los niños
si no se les proporciona ocupación lucrativa para cuando salgan de la escuela, ha
establecido también escuelas de artes y oficios”.68

Se trataba sin embargo de una enseñanza cuya ejecución ofrecía más dificultades a causa de
los mayores recursos que demandaba; por ejemplo, para comprar las herramientas y los
materiales de trabajo, para sostener los gastos del local donde estaría el taller artesanal, así
como también, para contratar su enseñanza con alguna persona capacitada en tales materias,
pues a diferencia de lo que pasaba con la enseñanza religiosa cuyas lecciones podían ser
comisionadas a los mismos socios, los conocimientos en oficios artesanales no debían ser
propiamente el “fuerte” de los individuos que las integraban, la mayoría de ellos –los que
por lo menos conformaban las juntas directivas de estas asociaciones– provenientes de las
clases altas y, en lo relativo a su educación, formados en carreras “clásicas” (derecho,
literatura, filosofía).69

Aspectos como los anteriores, relacionados con una cuestión económica, se convirtieron en
uno de los mayores obstáculos para el establecimiento temprano de esta clase de escuelas.
Según señala Beatriz Castro, la Sociedad de San Vicente de Paúl fue la asociación pionera
en la creación de escuelas de artes y oficios; aquella sin embargo tardó hasta el año de
1877, transcurridos veinte años de su fundación, para establecer la primera de ellas (en la

                                                                                                               
68
“Noticias sobre el objeto de la Sociedad central de San Vicente de Paúl, su constitución y sus trabajos”, Óp.
cit., p. 9.
69
Aunque no siempre sucedía lo mismo en los casos de las asociaciones conformadas por mujeres. Las
lecciones de costura, tejidos y otras similares, por tratarse de un conocimiento más difundido entre la
población femenina, podía ser confiado –como sabemos que ocurrió en algunos casos– a sus mismas
integrantes.

 
142

ciudad de Bogotá).70 Si bien, es de anotar que desde antes de que esto ocurriera, la Sociedad
de San Vicente buscó allanar la dificultad que le representaba el establecimiento de
escuelas-talleres, disponiendo de fondos para sostener el entrenamiento de jóvenes en
talleres privados. Sabemos también que igual estrategia llevó a cabo la Asociación del
Sagrado Corazón de Jesús de Medellín hacia 1872. Según señalaba su directora en un
informe correspondiente a ese año: “Merced a la decidida cooperación de varias personas
piadosas de esta ciudad, hemos colocado algunos jóvenes en talleres donde aprendan algún
oficio o en casas de particulares donde los mantengan y enseñen”.71

Las múltiples y variadas iniciativas educativas adelantadas por las asociaciones benéficas,
además de revelar su alto compromiso con la educación popular, dan cuenta del carácter
dinámico, eficiente e innovador, no sólo de éstas sino de las organizaciones asociativas en
general a la hora de gestionar sus metas. Por medio de la práctica de delegar funciones y
distribuir entre sus miembros el peso de las responsabilidades y tareas, las asociaciones
lograban incrementar sus posibilidades de éxito en el cumplimiento de sus objetivos, al
tiempo que los alcances y el impacto de sus acciones lograban ser mayores. De esto es
prueba la amplia cobertura que alcanzaron las asociaciones católicas respecto a sus labores
doctrinales, al distribuir comisiones conformadas por sus miembros por distintos espacios
de la ciudad y el campo.

En el caso particular de las asociaciones benéfico-religiosas, éstas además de recurrir a


otros espacios –a los hospitales, las iglesias, las calles, las cárceles...– distintos a las
instituciones escolares para desempeñar sus labores pedagógicas, pusieron en marcha otras
múltiples estrategias orientadas igualmente a ofrecer a los sectores más marginados de la
sociedad mayores posibilidades de instruirse. Entre aquellas iniciativas cabe mencionar las
conferencias dominicales de carácter público sobre temas religiosos y moralizantes, y las
clases nocturnas sobre distintas materias que organizaron algunas asociaciones como las
Sociedades católicas de Medellín y Envigado y las de San Vicente de Paúl de Bogotá e
Ibagué.72 Aunque dichas actividades se ofrecían al “público general”, se esperaba que ya

                                                                                                               
70
Más tarde la Sociedad de San Vicente estableció en la misma ciudad, en el año de 1890, los Talleres de San
Vicente y el Taller de Costura, así como otros tantos establecimientos similares en años posteriores, véase: B.
Castro Carvajal, Caridad y beneficencia, el tratamiento de la pobreza, Óp. cit., p. 147.
71
Joaquina Henao de M., “Informe que la Directora de la Asociación del Sagrado Corazón de Jesús presenta a
ésta en su reunión general, al terminar su periodo”, Medellín, 14 de julio de 1872, en: La Sociedad, Medellín,
núm. 6, 20 de julio de 1872, pp. 45-46.
72
Seguramente fueron más las asociaciones que llevaron a cabo actividades de este tipo, pero solo de estas
cuatro se pudo encontrar información que lo confirmara. Para el caso de las dos primeras, la información se
halló en el periódico La Sociedad, órgano de la Sociedad católica de Medellín, y para las dos últimas, en el
periódico La Caridad de Bogotá y en el que publicó la Sociedad de San Vicente de Paúl de Bogotá, Anales de
la Sociedad de San Vicente de Paúl (1869).

 
143

que estaban programadas en horarios y días flexibles (los días domingo y las horas de la
noche), fueran las clases trabajadoras las que de manera preferente asistieran a ellas.

Con iguales propósitos de complementar la instrucción y facilitar a la población los medios


de instruirse, concibieron la importancia de establecer bibliotecas públicas y gestionar la
publicación y divulgación de obras con contenidos religiosos, moralizantes y pedagógicos.
Según planteaban los redactores de La Caridad, refiriéndose a la necesidad de disponer de
distintos medios para garantizar una “instrucción suficiente”: “Una escuela no basta.
Algunos buenos libros o periódicos distribuidos a las familias complementarán para todos
la instrucción dominical, la del catecismo y de la escuela”.73 La Sociedad católica de
Medellín, por ejemplo, publicó pequeñas obras de carácter religioso para premiar a los
jóvenes estudiantes que más sobresalieran por su instrucción religiosa. De igual modo,
algunas otras asociaciones religiosas costearon la impresión de catecismos para repartirlos,
especialmente, entre los socios encargados de la enseñanza de la doctrina.

En cuanto a las bibliotecas, sabemos que un proyecto como éstos que naturalmente requería
una inversión mayor de recursos y esfuerzos, fue emprendido por la Sociedad católica de
Medellín hacia 1873 y por el Apostolado de la Oración de Bogotá hacia 1887. A través de
su establecimiento, aquellas no sólo buscaron poner al alcance de la población de una
manera gratuita las lecturas que por su propia cuenta no podían adquirir, sino que también
esperaban servirse de ellas con propósitos manifiestamente ideológicos y proselitistas.
Como lo muestra Gilberto Loaiza Cano, la creación de bibliotecas formó parte de la
estrategia adelantada por los sectores procatólicos para “disputarse con el liberalismo el
mercado de la opinión pública”.74 Este atributo militante aparece claramente expuesto por el
Apostolado de la Oración al dar cuenta de los objetivos que guiaban la creación de su
biblioteca:

Ante todo estamos persuadidos de que nada sólido ni fecundo puede edificarse sin destruir
antes los elementos de desorden y de corrupción existentes, y a este efecto cree nuestra
Asociación que el objeto principal de sus esfuerzos debe ser la extirpación de los malos
libros […]
Animados de estas consideraciones, y penetrados de la necesidad urgente de combatir este
mal que corroe la sociedad, el Consejo Directivo del Apostolado de la Oración ha acordado
lo siguiente: 1˚ Formar una biblioteca escogida de libros religiosos y morales […], 2˚

                                                                                                               
73
La Caridad, Bogotá, año I, núm. 3, 7 de octubre de 1864, p. 34.
74
Gilberto Loaiza Cano, “La expansión del mundo del libro durante la ofensiva reformista liberal. Colombia,
1845-1886”, en: Carmen E. Acosta Peñaloza, César A. Ayala Diago y Henry A. Cruz Villalobos, eds.,
Independencia, independencias y espacios culturales. Diálogos de historia y literatura, Bogotá, Universidad
Nacional de Colombia, Asociación de Colombianistas, 2009, p. 43.

 
144

Canjear por buenos libros, útiles, entretenidos y que contengan enseñanzas morales y
ortodoxas, cualesquiera otros que en algún aspecto puedan ser peligrosos […].75

También la biblioteca fundada por la Sociedad católica de Medellín en 1872, parecía


destinada a ser una biblioteca de literatura católica esencialmente, tal es lo que se
comprueba cuando se consulta el catálogo de sus obras, parte de él publicado en el
periódico de esta asociación. En dicho catálogo, en efecto, predominan las obras destinadas
a la enseñanza de la doctrina, como El catecismo cristiano y el Compendio de doctrinas
ortodoxas; las obras escritas por autores religiosos, como las del Abate Orse, Monseñor La
Luzerne y el Cardenal Wisseman; las obras históricas sobre la Iglesia, el cristianismo y las
vidas de santos, como la Vida de Santo Domingo y Nuestra Señora de Lourdes; además de
tratados doctrinales, epistolarios, anales religiosos, y demás títulos que pueden ponerse
como ejemplo del marcado carácter religioso de su bibliografía. 76 Puede resultar una
obviedad, anotar que los libros que habían sido condenados por la Iglesia estaban excluidos
de la Biblioteca de la Sociedad. Así lo advertían en sus reglamentos: “Si entre los libros que
se donen, hubiere alguno o algunos que estén prohibidos por la Iglesia, serán destruidos”.77

Otro proyecto ampliamente contemplado con propósitos pedagógicos por las asociaciones
benéficas y católicas fue el de las publicaciones periódicas. En la prensa, con su potencial
para circular ampliamente entre públicos extensos y diversos, los contemporáneos vieron
un medio ideal de “ilustración” y “civilización”. De este punto de vista dan cuenta los
redactores de El Álbum de los niños al afirmar en el prospecto de su hoja lo siguiente:

La prensa periódica es uno de los mas poderosos medios para ilustrar el pueblo, e ir
elevando su nivel intelectual, porque ella pone cada día al alcance de todos los
conocimientos que se adquieren, los progresos que se realizan; y esto al mismo tiempo que
despierta y pone en actividad la inteligencia, modifica las costumbres, crea la necesidad de
la instrucción que, como toda necesidad, da origen a otras nuevas, lo que hace que al fin se
consiga, hasta donde es posible, el perfeccionamiento individual.78

El precio relativamente barato de los periódicos hacía que éstos también pudieran ser
adquiridos por algunos individuos pertenecientes a los sectores populares. Adicionalmente,

                                                                                                               
75
“Circular del Apostolado de la Oración”, Bogotá, 15 de agosto de 1887, en: Correo de las Aldeas, Bogotá,
núm. 7, 1º de septiembre de 1887, p. 103. Con este nombre, Correo de las Aldeas, José Joaquín Ortiz dio
inicio en julio de 1887 a una nueva serie de su viejo periódico La Caridad después de que éste se hubiera
dejado de publicar en 1879.
76
Los ejemplos de los títulos y autores tomados del listado: “obras que existen en la Biblioteca”, en: La
Sociedad, Medellín, núm. 51, 31 de mayo de 1873, p. 24.
77
La Sociedad, Medellín, núm. 39, 8 de marzo de 1873, p. 307.
78
El Álbum de los niños, Tunja, núm. 1, 18 de agosto de 1871.

 
145

gracias al lenguaje sencillo que solía usarse en su redacción, la lectura de prensa no exigía
altos niveles intelectuales; ni tampoco, por el tamaño reducido de sus ejemplares, que casi
nunca superaba las ocho hojas, se trataba de impresos cuya lectura pudiera demandar
mucho tiempo.79 Ventajas de este estilo, que elevaban el potencial de la prensa como medio
de comunicación y divulgación, se veían sin embargo afectadas por el alto costo implicado
en el sostenimiento de un periódico. Como señala Eduardo Posada Carbó, la producción de
periódicos estaba muy lejos de ser una empresa rentable. Las materias primas no sólo eran
altamente costosas sino que además escaseaban, a menudo obligando a los publicistas a
suspender temporalmente la impresión de sus hojas. A su vez, la “pésima organización del
correo”, según este autor, ponía obstáculos a su amplia circulación en el territorio. 80 A lo
anterior habría que sumar las dificultades que afrontaban los publicistas no tanto para
encontrar un público lector, sino sobre todo un público dispuesto a comprar el periódico.
Para muchos de ellos, en efecto, el problema no estaba en la “escasez de lectores” sino en la
poca disposición de los mismos para pagar su precio.

Aspectos como los anteriores tal vez puedan explicar por qué a pesar del enorme valor
atribuido a la prensa como medio de “ilustración” y “civilización”, la participación directa
de las asociaciones de beneficencia en el campo periodístico fue tan reducida.81 Es posible
que aquellas considerando las pocas garantías que ofrecían las publicaciones periódicas, en
el sentido de no poder asegurarse su amplia circulación y recepción entre la población,
hubieran preferido destinar sus recursos a atender los gastos de las instituciones de
asistencia e instrucción que sostenían o auxiliaban (hospitales, casas de asilo, escuelas). De
acuerdo entonces con la información hallada, tan sólo doce de estas asociaciones crearon
publicaciones periódicas durante estos años. El siguiente cuadro muestra cuáles fueron esas
asociaciones y cuáles sus títulos y sus tiempos de publicación.

                                                                                                               
79
Consideraciones de este estilo fueron las que hicieron los redactores de La Sociedad al evaluar las ventajas
de los periódicos respecto a las publicaciones de mayor formato como los libros y folletos. Estos últimos, a su
modo de ver, no eran los medios más adecuados, por factores como su alto precio, el tiempo que demandan y
el esfuerzo intelectual que exigen, para “satisfacer la necesidad cotidiana que tiene el hombre civilizado del
pan del espíritu”, en: La Sociedad, Medellín, núm. 1, 15 de junio de 1872, p. 3.
80
E. Posada Carbó, “¿Libertad, libertinaje, tiranía? La prensa bajo el Olimpo Radical…”, Óp. cit., pp. 146-
166.
81
Es importante resaltar lo de “participación directa” pues aunque la gran mayoría de estas asociaciones no
crearon sus propias publicaciones, sí se sirvieron con bastante asiduidad de los periódicos de otros
particulares para publicar información relativa a su organización y sus trabajos. Ejemplo de ello son la
Sociedad de San Vicente de Paúl de Bogotá y las Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús en general. La
primera, antes de dar a luz los “Anales” recurrió a los periódicos La Caridad y El Catolicismo, ambos de
Bogotá, para publicar sus reportes, e igualmente, cuando “Anales” dejaron de publicarse se sirvió para tal fin
de otros dos periódicos bogotanos, El Orden y el Correo Nacional. En el caso de las segundas, hasta donde se
tiene noticia ninguna de estas asociaciones llegó a publicar una hoja periódica, sin embargo, sí acudieron con
regularidad a la abundante prensa religiosa de la época.

 
146

Cuadro 4. Publicaciones periódicas de las asociaciones de beneficencia


Fecha de
Asociación Ciudad Publicación periódica
fundación
Anales de la Sociedad de San
Sociedad de San Vicente de Paul Bogotá 1857
Vicente de Paúl, 1869-1871
Sociedad La Unión de Artesanos Bogotá 1866 La Alianza, 1866-1868
Sociedad de la Caridad Barranquilla 1867 El Misionero, 1870-?
Sociedad de Beneficencia de los Hijos de
Cartagena 1871 La Beneficencia, 1872-1878
Bolívar
Sociedad de Socorros Mutuos Bogotá 1872 Fraternidad, 1874-?

Sociedad Católica de Medellín Medellín 1872 La Sociedad, 1872-1877


Sociedad Filantrópica de las Hijas de
Cartagena ––– La Filantropía, 1872-1873
Bolívar
Sociedad de Hijas de los Sagrados
Cartagena ––– La Fe, 1878-1884
Corazones de Jesús y María
Sociedad Protectora de Niños
Bogotá 1878 La Abeja, 1883-1884
Desamparados
Anales de la Sociedad de
Sociedad de Beneficencia y Caridad Neiva 1882
Beneficencia y Caridad, 1882-?
Sociedad de San Vicente de Paúl Medellín 1882 La Esperanza, 1885-1886
Sociedad de Hijos de la Santísima Trinidad Bogotá 1888 La Revista Católica, 1888-?

Fuentes: información tomada de los periódicos de estas asociaciones

El caso de la Sociedad de San Vicente de Paúl es un ejemplo de lo señalado antes. La


tardanza con que dieron a luz su primer periódico, Anales de la Sociedad de San Vicente de
Paúl de Bogotá, y su duración relativamente corta (tres años), de cierta manera revelan que
para la Sociedad la publicación de una hoja periódica no era un asunto prioritario. Por otra
parte, si se atiende a los contenidos que caracterizaron “Los Anales”, se evidencia también
que la finalidad de esta publicación fue mucho más de orden informativo y propagandístico
que realmente pedagógico. En términos comparativos, la documentación orientada a dar
cuenta de los trabajos de la Sociedad central y las distintas Conferencias del país, fue
mayoritaria respecto a las lecturas de carácter educativo y moralizante que sus redactores se
habían prometido publicar con el fin de que “Los Anales”, según expresaron en su primer
número, llegaran también a ser una “limosna espiritual”.82

Muy diferente es el caso de la Sociedad católica de Medellín, cuya publicación, La


Sociedad, fue quizás una de sus mayores prioridades dentro de sus múltiples trabajos. Así
lo revelan aspectos como la prontitud con que le dieron inicio (tan sólo tres meses después
                                                                                                               
82
Anales de la Sociedad de San Vicente de Paúl, Bogotá, núm. 1, 30 de junio de 1869.

 
147

de organizada la Sociedad); la regularidad con que salió a la luz y la amplitud de su formato


(semanalmente, con ocho hojas por cada número); su numerosa edición y larga duración
alcanzada (se publicó sin interrupción durante cuatro años llegando hasta el número 211);
la variedad y calidad de sus contenidos, y el hecho de que hubiera sido justamente Mariano
Ospina Rodríguez, a cuya iniciativa se debió la fundación de la Sociedad católica, quien
estuviera a la cabeza de su redacción, secundado por otras reconocidas figuras de la vida
pública antioqueña y nacional.83 Para los miembros de la Sociedad católica, su publicación
estaba en efecto llamada a jugar un papel central tanto para los fines organizativos,
propagandísticos y militantes de la asociación, como para sus objetivos pedagógicos. De
ahí que además de la amplia información que publicaron relativa a las actividades
desarrolladas por las asociaciones católicas del país y relativa a la marcha del movimiento
católico a escala tanto nacional como internacional (en las secciones “Crónica religiosa
interior” y “Crónica religiosa exterior”), dieran igualmente cabida en una alta proporción a
artículos que apuntaban hacia los objetivos de instruir, moralizar y “corregir” las
costumbres y vicios sociales que afectaban el buen desarrollo de la sociedad, como eran, a
su parecer, los de la embriaguez y los de los juegos de azar.

Una de las preocupaciones más manifiestas de los redactores de La Sociedad estuvo


relacionada con la circulación del periódico. Por medio de distintas estrategias aquellos
buscaron que su publicación no sólo tuviera una amplia circulación en las poblaciones
antioqueñas y en las demás regiones del país, sino que la tuviera también dentro de las
distintas clases sociales, y que ella, tal como expresaron, pudiera llegar “hasta el modesto
hogar del artesano, hasta la humilde choza del jornalero, hasta el pobre tugurio del
mendigo”. 84 A su parecer, esta amplia recepción no estaba tan lejos de ser posible
considerando el bajo precio que habían dado al periódico para facilitar justamente su
adquisición: “hasta el infeliz jornalero puede ahorrar seis reales cada tres meses para
alimentar su espíritu con la sana lectura que ahora se le brinda”.85

De manera similar a los casos mencionados de las asociaciones benéfico-católicas, también


la gestión educativa desarrollada por la Sociedad La Unión de Artesanos de Bogotá entre
                                                                                                               
83
La redacción principal del periódico estaba a cargo de una junta editora integrada por cerca de cinco
personas. Adicionalmente, la Sociedad católica nombraba de entre sus miembros a un numeroso grupo de
colaboradores a quienes distribuía entre las ocho secciones en que se dividía La Sociedad: Editorial, Crónica
religiosa interior, Crónica religiosa exterior, Científica e industrial, Noticias extranjeras, Instrucción popular,
Literaria, Variedades. Para 1874, por ejemplo, formaban parte de la junta editora, Mariano Ospina R., Ramón
Martínez B., Luis María Restrepo, Vicente A. Restrepo y Abraham Moreno, a los que se suman los veintidós
colaboradores que fueron designados. Véase La Sociedad, Medellín, núm. 96, 18 de abril de 1874, p. 380.
84
La Sociedad, Medellín, núm. 1, 15 de junio de 1872, p. 3.
85
Y agregaban: “Es además la publicación periódica más barata que con estas dimensiones y con tanta
abundancia de materias ha circulado jamás en la República”, en: La Sociedad, Medellín, núm. 1, 15 de junio
de 1872, p. 1.

 
148

1866 y 1868, estuvo encaminada a encontrar soluciones al “problema educativo” de las


clases populares. El caso de la sociedad de La Unión, o de La Alianza como fue más
conocida, es bastante interesante porque se trata de las gestiones realizadas por los mismos
artesanos en pro de mejorar su instrucción. Los artesanos hicieron de la educación una
cuestión prioritaria dentro de los propósitos de su organización. De esta importancia hablan
tanto la numerosa cantidad de artículos que publicaron en su órgano de publicidad, La
Alianza, relacionados con temas educativos,86como los múltiples proyectos e iniciativas
pedagógicas que emprendieron con el fin de facilitar a sus miembros y sus familias
especialmente, aunque también a los que en general formaban parte de la “clase
trabajadora”, mayores medios y recursos para instruirse.

La sociedad de La Alianza se preocupó especialmente por remediar algunas de las


principales dificultades que, a su parecer, encontraban las clases trabajadoras para
proporcionarse una buena instrucción. Por un lado, estaba la falta de recursos para costear
su educación en los establecimientos donde se ofrecía una enseñanza de nivel superior
respecto a la de las escuelas primarias oficiales. Estas últimas si bien eran gratuitas, se
limitaban generalmente a los conocimientos más elementales, esto es, a la enseñanza de la
lectura, la escritura y algunas nociones de algebra. Por otro lado estaban las extensas
ocupaciones y jornadas laborales que restringían, según aquellos manifestaron, el tiempo
que podían disponer las clases trabajadoras para su instrucción.

Con miras a resolver esta clase de dificultades La Alianza propuso hacia el año de 1868 el
establecimiento de una biblioteca destinada especialmente para los artesanos: para
“satisfacer exclusivamente el deseo de instrucción de los miembros de nuestra
corporación”.87 Según indicaron, la Junta directiva de la Sociedad había estimado de gran
importancia la propuesta de su creación, al considerar que: “las horas en que está abierta la
biblioteca nacional, son las mismas en que los artesanos están ocupados; y que muchos de
ellos que tienen deseos de instruirse carecen de fondos para proveerse de libros; mientras
que por las noches pueden satisfacer estos deseos en el seno de la misma Corporación”.88
Los artesanos, en efecto, lograron establecer su biblioteca contando para ello con las
donaciones de libros realizadas tanto por algunos de sus miembros como por personas por
fuera de la Sociedad.89
                                                                                                               
86
Según Jane Rausch, los artesanos de La Alianza publicaron en su periódico, entre 1866 y 1868, “más
artículos en apoyo de la instrucción que todos los demás diarios impresos en Bogotá juntos”, en: J. Rausch, La
educación durante el federalismo: la reforma escolar de 1870, Óp. cit., p. 100.
87
Cita tomada de: G. Loaiza Cano, “La expansión del mundo del libro…”, Óp. cit., p. 40.
88
“Biblioteca de la sociedad ‘Unión de Artesanos’”, La Alianza, Bogotá, núm. 33, 8 de febrero de 1868.
89
Según señala Gilberto Loaiza, once de los dieciocho mecenas que tuvo la biblioteca en su comienzo fueron
artesanos, “especialmente encuadernadores y libreros, y algunos impresores reconocidos”. Entre estos últimos
cabe mencionar como ejemplo a Nicolás Pontón, quien además de hacerles una importante donación de libros

 
149

Con iguales propósitos los integrantes de La Alianza se encargaron de promover varias


otras iniciativas; algunas de su propia autoría y otras emprendidas por las autoridades
públicas o por particulares. Cabe mencionar, por ejemplo, las clases nocturnas y
dominicales que fueron abiertas en el Colegio de artes y oficios, establecido por el gobierno
a comienzos del año de 1868 en el antiguo convento del Carmen. En este colegio los
artesanos, a quienes estaban dirigidas especialmente aquellas clases, pudieron recibir
lecciones de gramática, aritmética e historia universal, así como clases de francés e inglés
en los días domingo.90 También, por iniciativa del rector del Colegio de San Bartolomé,
quien era para el año de 1868 Antonio Vargas Vega, los artesanos pudieron recibir en sus
instalaciones lecciones de mecánica práctica de manera gratuita.91 Como una iniciativa más,
aunque ésta no llegaría a tener éxito, cabe mencionar la gestión adelantada por La Alianza
ante la Asamblea legislativa de Cundinamarca, para solicitar “en favor de las hijas de los
artesanos” algunas becas en el Colegio de la Merced, único de carácter público de Bogotá
donde se ofrecía enseñanza de nivel secundario a las jóvenes. Aunque la representación
que aquellos enviaron a la Asamblea había sido al principio acogida con “vivo interés” por
algunos legisladores, su aprobación finalmente –según señalaron– “fue una vaga esperanza,
pues en los últimos días de las sesiones fue negada […]”.92

Si bien, las esperanzas de los artesanos por ver a algunas de sus hijas estudiar en el mismo
prestigioso colegio donde tradicionalmente se educaban las jóvenes de las clases altas
bogotanas, se vieron frustradas; el amplio apoyo que en cambio recibieron para muchas
otras de sus iniciativas educativas, visible en las donaciones que recibieron para su
biblioteca o en las ofertas que les hicieron diferentes individuos para dictarles lecciones de
manera gratuita, puede verse como un testimonio más del amplio interés que tuvieron
ciertos grupos de las élites por contribuir a la educación de las clases populares.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
ofreció darles “un ejemplar de todas las publicaciones que se hagan en su imprenta”. Por parte de los sectores
de las élites, según indica Loaiza, los principales mecenas fueron “los masones Manuel Ancízar y Wenceslao
Pizano”, en: G. Loaiza Cano, “La expansión del mundo del libro…”, Óp. cit., p. 46. El listado de las obras
donadas puede consultarse en: “Catalogo de los libros existentes en la biblioteca de la Sociedad ‘Unión de
Artesanos’ de Bogotá”, La Alianza, Bogotá, núm. 35, 22 de febrero de 1868.
90
La siguiente cita, tomada de un aviso publicado en La Alianza, muestra cómo a través de una labor
intermediaria, llevada a cabo entre las autoridades y el “pueblo”, la sociedad de artesanos quiso apoyar y
auxiliar la iniciativa del Colegio: “Se invita también a todos los hijos del pueblo que no sepan leer ni escribir
a que ocurran a la Junta [directiva de La Alianza] en cualquiera de sus sesiones, para insertarlos en la nómina
de los individuos que deben concurrir a recibir las lecciones dominicales que se abrirán muy pronto en el
colegio republicano de artes y oficios”, en: La Alianza, Bogotá, núm. 33, 14 de marzo de 1868.
91
La Alianza, Bogotá, núm. 55, s.f.
92
La Alianza, Bogotá, núm. 55, 25 de agosto de 1868.

 
150

Ahora bien, es importante señalar que no sólo bajo una finalidad de orden pedagógico
fueron promovidas algunas de las actividades mencionadas antes como las bibliotecas, las
conferencias públicas, las publicaciones culturales y las clases nocturnas y dominicales. A
actividades como éstas también se les atribuyó un papel importante en la transformación de
las costumbres sociales. En tal medida fueron promovidas y sus beneficios y ventajas
fueron estimadas también por los contemporáneos, por su potencial para fomentar nuevos
hábitos y nuevas formas de sociabilidad diferentes a aquellos que consideraban perniciosos,
como los juegos de azar o las visitas frecuentes a las tabernas o pulperías. Fueron de esta
clase las consideraciones hechas por los artesanos de La Alianza, al plantear la importancia
de fomentar en el país la creación de “sociedades literarias”, semejantes a las que existían
en Inglaterra para los obreros con los nombres de Mechanies institutes y Working men’s
clubs. Además de ofrecer a las clases trabajadores espacios y medios para instruirse, estos
establecimientos contribuirían a apartarlas de los “vicios y de los placeres groseros”:

Concluido el trabajo diario, el obrero, en vez de ir a la taberna a adquirir vicios, o al café a


perder el tiempo, o a alguna miserable cocina a perder el fruto de su trabajo en el fuego, o
cuando menos a murmurar, se dirige al instituto de obreros, donde encuentra una buena
salita caliente, buenos asientos, salón de lectura, mesas cubiertas de periódicos y revistas,
una biblioteca instructiva; clases de escritura, aritmética, geografía, historia y ciencias de
aplicación, y premios por su constancia y laboriosidad.93

En la limitada y en ocasiones nula “oferta cultural” –de actividades y eventos que como los
conciertos, la ópera, el teatro y otros más eran vistos con fines de esparcimiento y
distracción– que presentaban no sólo las pequeñas poblaciones sino incluso las ciudades de
mayor importancia como Bogotá, Medellín, Socorro y Popayán, algunos contemporáneos
como Juan Félix de León vieron la causa de la generalización de ciertas prácticas y
diversiones “ruinosas o de dudosa moralidad”, como eran los mencionados antes del
alcohol y los juegos de azar. Según aquel afirmaba, esta clase de diversiones eran en
muchos casos aceptadas “no por inclinación a ellas, sino porque se las juzga preferibles al
fastidio que, en la generalidad de nuestras poblaciones se produce en las horas y aun en los
días que dejan sin ocupación las tareas de nuestras incipientes industrias”.94 Para Félix de
León la creación de bibliotecas era una manera ideal de afrontar este problema, pues en
ellas se podía ofrecer “ocupación provechosa a las horas de ocio”. Con argumentos

                                                                                                               
93
“Instrucción popular en Inglaterra”, La Alianza, Bogotá, núm. 9, 30 de mayo de 1868. Según Patricia
Londoño, los clubes de trabajadores se fundaron en Inglaterra durante la década de 1860 como parte del
movimiento por la “civilización” de las masas: “los líderes de la cruzada pro temperancia y los clérigos veían
en ellos vehículos para la difusión de los buenos modales, la conducta correcta y la disciplina moral y
religiosa”, en: Religión, cultura y sociedad en Colombia, Óp. cit., p. 324.
94
Carta de Juan Félix de León a Adriano Páez, redactor de la Revista de Instrucción pública, en: La Patria,
Bogotá, entrega 3ª, 1˚ de marzo de 1878, pp. 73-74.

 
151

similares, los jóvenes que conformaron en la ciudad de Pasto la asociación Escuela


Literaria, plantearon la importancia de su establecimiento en los pueblos “surianos” (del
sur del Estado del Cauca). Según afirmaron en su periódico El Precursor, las bibliotecas
podrían suplir la carencia de distracciones públicas en estos pueblos: “En lugar de ver a
muchas gentes de nuestras comarcas sacrificar su inteligencia, sus virtudes, su vida al dios
Vaco (sic), sería más satisfactorio verles en una Biblioteca rindiendo culto a Minerva”.95

De manera similar, muchos vieron en la organización de asociaciones y reuniones literarias


como las tertulias, una alternativa al problema de la escasa actividad cultural que se
representaba en la falta de pasatiempos y lugares de recreo públicos para la práctica de una
sociabilidad “culta”.96 En su estudio sobre los clubes sociales, o “círculos”, en la Francia de
la primera mitad del siglo XIX, el historiador francés Maurice Agulhon muestra cómo fue
justamente en varias de las provincias del interior, en las pequeñas ciudades caracterizadas
por su menor oferta de espacios de recreo semejantes a los cafés y los salones que existían
en las principales ciudades, donde el círculo fue conocido y practicado –al menos hacia
comienzos del siglo– de manera más usual que en la capital. Mientras París con sus bellos
cafés, “limpios y confortables”, podía satisfacer las demandas de sociabilidad de los
sectores burgueses, la situación en las regiones del interior era muy diferente: “en una
ciudad de provincia de mediocre importancia, donde normalmente el café no es más un
albergue sólido y ruidoso, y donde los pocos hoteles particulares no reciben en sus salones
más que a amigos de un monarquismo inmaculado, los burgueses tienen dos razones
convergentes para intentar asociarse entre ellos a fin de disponer de un lugar íntimo,
confortable y, si les conviene, liberal”.97

En los Estados Unidos de Colombia los contemporáneos también buscaron a través de la


organización de asociaciones satisfacer sus necesidades de sociabilidad. En El Crepúsculo,
periódico publicado en Panamá en 1870, sus redactores proponían a los jóvenes seguir el
ejemplo de los “pueblos cultos” y crear asociaciones de recreo. A su modo de ver, la falta
de distracciones públicas de la que aquellos tanto se quejaban podía solucionarse con un
poco de iniciativa y acción conjunta de su parte:

Muy a menudo hemos oído lamentar entre la juventud la falta que se siente en nuestro país
de algún lugar en que podamos recrearnos durante las horas de solaz […] Pero de todos los
jóvenes que sienten este mal y tan frecuentemente se quejan de él, la generalidad por lo

                                                                                                               
95
“Una necesidad”, El Precursor, “órgano de la ‘Escuela Literaria’” de Pasto, Pasto, núm. 10, 15 de abril de
1887, p. 6.
96
Andrés Gordillo Restrepo: “El Mosaico (1858-1872): nacionalismo, elites y cultura en la segunda mitad del
siglo XIX”, Fronteras de la Historia, Bogotá, ICANH, núm. 8, 2003, p. 25.
97
Maurice Agulhon, El círculo burgués. La sociabilidad en Francia, 1810-1848, Óp. ci., pp. 70-71.

 
152

menos, sentimos decirlo, somos responsables de que se carezca de esos entretenimientos tan
necesarios para las horas de descanso, por no haber hecho algo que hubiera tendido a evitar
esa monotonía […] ¿Por qué razón no se podría hacer una reunión de gran parte de esa
juventud con el objeto de formar y sostener un casino, club, o algo por el estilo, de los que
tienen todos los pueblos cultos, en el cual, al tiempo que se tendría un entretenimiento
honesto y agradable en sociedad, podría discutirse y estudiarse con interés los
acontecimientos más notables de los otros países? Al efecto contaríamos con los periódicos
principales del mundo, y las obras de más mérito […]98

En el rico movimiento asociativo que caracterizó el periodo federal colombiano, también se


revela el afán de los contemporáneos por disponer de nuevos espacios y formas de
sociabilidad. Además de su papel en el “proyecto civilizador”, en la búsqueda de metas de
progreso y en la disputa ideológica en torno a la definición de la nación, aspectos estos que
han sido en mayor o menor medida abordados en este texto, la práctica asociativa también
representó para la sociedad de la época un recurso para satisfacer necesidades de carácter
lúdico y relativas al orden de la sociabilidad.

                                                                                                               
98
“Algo sobre nuestros pasatiempos”, El Crepúsculo, Panamá, núm. 3, 15 de mayo de 1870.

 
153

4.3 OPONER Y PROPONER. LAS ASOCIACIONES EN CONTRAVÍA DE LA


POLÍTICA EDUCATIVA OFICIAL

Las relaciones entre las asociaciones voluntarias y los gobiernos no siempre se


desarrollaron en los mejores términos. Si algunas sociedades se mostraron dispuestas a
auxiliar, respaldar y complementar la acción educativa oficial, al mismo tiempo otras, en
cambio, cuya opinión fue contraria al proyecto de instrucción pública liberal de la década
del setenta, se rehusaron a prestar su colaboración y llegaron a desatar fuertes polémicas
con el gobierno en lo relativo a este asunto.

En su estudio sobre la educación colombiana durante los años de 1820 a 1830, la


historiadora norteamericana Meri L. Clark da cuenta de algunos de los conflictos y
tensiones que surgieron entre las élites locales y el Estado respecto a la educación.99 Clark
muestra como algunos grupos de las élites que se organizaron en asociaciones voluntarias y
no estuvieron de acuerdo con los propósitos y los procedimientos educativos del gobierno
central, buscaron los medios de desarrollar modelos e iniciativas pedagógicas alternas.
Estas iniciativas, sin embargo, como muestra la autora, motivaron la reacción de las
autoridades centrales, las cuales cuestionaron las atribuciones de las sociedades para tomar
decisiones en un campo sobre el cual debía primar, a su modo de ver, la autoridad del
gobierno. Según señala Clark refiriéndose a la disputa ocurrida entre los miembros de la
Sociedad de amigos de la Instrucción primaria de Mompox y las autoridades oficiales, “Al
Intendente parecía preocuparle que los grupos filantrópicos pudieran sobrepasar los límites
de su autoridad y del gobierno central. El gobernador sostenía que solo el Estado podía
determinar quién usaba las estructuras legales y simbólicas de la nueva República
colombiana”.100

Para el Intendente, bien podían las organizaciones de la sociedad civil trabajar en pro de la
educación pública –en pro de “fomentarlos [los establecimientos educativos], y proponer lo
que crea conveniente a su progreso y perfección”–; pero según anotaba, no les era dado
olvidar que era finalmente el gobierno quien tenía la última palabra respecto a las
directrices que debían orientar el sistema educativo nacional. Las élites gobernantes de la
capital vieron con temor el desarrollo de planes educativos alternos a causa de las
divisiones políticas que ello podía generar con las élites locales. Aquellas consideraron que
las diferencias en este sentido podían significar una amenaza para los propósitos de
unificación nacional y centralización administrativa a que apostaban. De acuerdo con lo
                                                                                                               
99
Meri L. Clark, “Conflictos entre el Estado y las elites locales sobre la educación colombiana durante las
décadas de 1820 y 1830”, Historia Crítica, Universidad de los Andes, Bogotá, núm. 34, jul.-dic. 2007, pp. 32-
61.
100
Ibíd., p. 56.

 
154

que la autora concluye, esta preocupación condujo a las autoridades estatales a bloquear “el
crecimiento de un proceso de escolarización privado totalmente autónomo por parte de la
elite”.101 A una conclusión igual, si bien por otros caminos, llega Alberto Echeverry en su
libro Santander y la instrucción publica (1819-1840).102

Para el periodo histórico que nos ocupa, los Estados Unidos de Colombia (1863-1886), no
podríamos plantear una conclusión similar a la de los anteriores autores. El principio de
“libertad de instrucción” que garantizaba la Constitución de 1863, y que había sido
garantizado formalmente desde la Carta del 53, permitía a los particulares crear los
establecimientos educativos que “a bien tengan” –según rezaba el artículo– sin tener que
someterse a las directrices dictadas en materia educativa por el gobierno.103 A diferencia de
lo que parece haber sucedido en los decenios de 1820 y 1830, teniendo en cuenta lo que
afirman Clark y Echeverry, durante el periodo federal los sectores de la población que por
una u otra razón no fueron favorables a la propuesta educativa oficial, tuvieron la
posibilidad de crear sus propias escuelas y de desarrollar sus propuestas pedagógicas
particulares. En efecto, esto fue lo que por ejemplo hicieron las asociaciones católicas en la
década del setenta, las cuales no estuvieron de acuerdo con la orientación laica de las
escuelas oficiales y optaron por establecer sus propios establecimientos sobre bases
confesionales.

Podría, inclusive, afirmarse que, en lo relativo a este punto, las élites políticas liberales
tendieron a mostrarse y actuar de manera consecuente con su ideología liberal y “tolerante”.
No se opusieron, al menos no tajantemente, a la creación de escuelas por parte de sus
opositores, ni tampoco al parecer les impusieron condiciones, requisitos u otras trabas que
pudieran estorbarles en sus propósitos. Antes bien, en diferentes oportunidades las
autoridades liberales se manifestaron favorables a los establecimientos educativos
fundados, o que pudieran fundar, sus contrapartes, bajo la consideración de que ellos
contribuirían también al objetivo que se habían propuesto de extender la instrucción
elemental al mayor número posible de la población. Asimismo, a través de sus órganos de
expresión los liberales dirigieron, con una intención claramente provocadora, reiteradas
invitaciones a los conservadores y a los curas a fundar sus propias escuelas. Si tan grande

                                                                                                               
101
Ibíd., p. 59.
102
Jesús Alberto Echeverry Sánchez, Santander y la instrucción pública (1819-1840), Bogotá, Universidad de
Antioquia, Foro Nacional por Colombia, 1989.
103
En la Constitución de 1863, el art. 11 que forma parte de la sección segunda “garantía de los derechos
individuales”, dispone: “La libertad de dar o recibir la instrucción que a bien tengan, en los establecimientos
que no sean costeados con fondos públicos”. Igual disposición, aunque con una redacción diferente, se
encuentra en el art. 9 de la Constitución del año 1853. En las cartas políticas anteriores a ésta (1821, 1832,
1843), no se hace referencia a la educación como un derecho individual. Véase Manuel Antonio Pombo y
José Joaquín Guerra, Constituciones de Colombia, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1986, tomos III y IV.

 
155

era el interés que éstos declaraban tener por la educación popular y si, como afirmaban, era
la Iglesia la llamada a ejercer la potestad de la educación nacional,104 ¿Por qué entonces –
preguntaban los liberales– no se dedicaban aquellos a establecer escuelas y difundir
ampliamente los beneficios de la “ilustración” a las clases populares?.

El cuestionamiento de los liberales resultaba obviamente desafiante. Más que la Iglesia –


tomada como una unidad–, fueron los civiles los que en alianza con algunos clérigos
supieron hasta cierto punto responder a él. La Iglesia colombiana, ya hubiese pretendido o
no, realmente, sustituir al Estado en sus funciones educativas, se encontraba en aquel
momento en una situación desventajosa para lograr con éxito algo semejante. Por un lado,
porque sus recursos e ingresos que se habían estado reduciendo desde los primeros años de
vida republicana a causa de las políticas “anticlericales”, sufrieron una nueva y más grave
arremetida en las décadas del sesenta y setenta al decretarse la desamortización de los
llamados “bienes de manos muertas”, categoría que abarcaba muchos de los bienes de la
institución eclesiástica. 105 Por otra parte, porque también su personal se encontraba
aminorado, siendo esto a su vez un efecto –parcialmente al menos– de ciertas políticas
liberales de años anteriores que llevaron a la supresión y la clausura de la mayoría de los
conventos, las órdenes y los colegios y seminarios donde se reclutaban y formaban los
nuevos religiosos.106 A causa de esto último, podría pensarse que el cuerpo eclesiástico no
                                                                                                               
104
De acuerdo con el historiador norteamericano Robert Vincent Farrell, en su estudio sobre el papel de la
Iglesia católica en la educación colombiana durante 1886-1930, la prensa católica de la década del ochenta
atacó la idea de un Estado Docente y enfatizó en el derecho divino de la Iglesia para educar: “According to
Catholic thinking the Church ‘is the rightful teacher, not the State. The latter institution must protect
instruction, but it can never be the ‘doctor’ of society’”. El autor toma la anterior cita de: Anales Religiosos de
Colombia, Bogotá, 15 de junio de 1885. Véase su trabajo doctoral, no publicado aun, “The Catholic Church
and Colombian Education: 1886-1930, in Search of a Tradition”, Ph. D. thesis, Nueva York, Columbia
University, 1974, p. 22. Uno de los capítulos de esta tesis fue traducido al español y publicado en la revista de
educación de la Universidad Pedagógica Nacional, cf. Robert V. Farrell, “Una época de polémicas: críticos y
defensores de la educación católica durante la Regeneración”, Revista colombiana de educación, Bogotá,
núm. 35, 1997, pp. 5-39.
105
“Decreto de septiembre de 1861 sobre desamortización de bienes de manos muertas”, Bogotá, 9 de
septiembre de 1861. Fue expedido por Tomás Cipriano de Mosquera siendo presidente provisorio del país. En
éste se determinó que todas las propiedades rústicas y urbanas, los capitales de censos y otros bienes
pertenecientes a las corporaciones civiles y eclesiásticas fueran adjudicados a la nación “por el
correspondiente a la renta neta que en la actualidad producen o pagan, calculada como rédito al 6 por 100
anual; y reconociéndose en renta sobre el Tesoro, al 6 por ciento…”. Posteriormente, una nueva disposición
expedida por el Congreso Nacional, la Ley 60 del 10 de junio de 1872, determinó en su artículo 10.˚ que la
renta nominal de las entidades eclesiásticas sería reconocida al 3% y no al 6% como se había dispuesto antes.
Véase sobre este tema Fernando Díaz Díaz, “Estado, Iglesia y desamortización”, en: Manual de Historia de
Colombia, Bogotá, Procultura, 1984, tomo II, pp. 411-466, y Luis Javier Ortiz Mesa, Obispos, clérigos y
fieles en pie de guerra. Antioquia, 1870-1880, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, Universidad
Nacional de Colombia, 2010, p. 63.
106
Disposiciones sobre supresión de órdenes religiosas fueron tomadas en distintos momentos: durante las
administraciones de Francisco de Paula Santander, José Hilario López y Tomas Cipriano Mosquera en la
década del sesenta. Refiriéndose a los efectos de estas medidas, los redactores de La Sociedad (Medellín)

 
156

sólo resultaba insuficiente numéricamente, sino que también presentaba ciertas limitaciones
en lo relativo a su nivel de instrucción.

Aquel era entonces un desafío que superaba las fuerzas de la Iglesia colombiana de las
décadas del sesenta y setenta. Sin la cooperación del Estado, como lo aseguraba Salvador
Camacho Roldán, la Iglesia sería incapaz de satisfacer por sí misma las necesidades
educativas de la nación. Más allá de los esfuerzos dispersos y limitados que algunos curas
lograban realizar al abrir pequeñas escuelas y colegios en sus parroquias, era poco lo que
aquella podía realmente hacer de una manera amplia y sistemática. Tal decía Camacho
Roldán:
El clero católico no puede enseñar. No tiene rentas para dar gratuita la enseñanza a las
clases pobres, como puede hacerlo el Gobierno; no tiene organización alguna que le permita
formar maestros; no tiene la confianza pública en cuanto al objeto primordial a que se
dirigen sus instituciones docentes; […] Ahora bien: si la Iglesia no puede fundar escuelas
¿Qué se propone combatiendo sin descanso el respeto debido a las que sostiene el
Gobierno?.107

Cabe anotar, que la anterior opinión no era exclusivamente la de un representante de la élite


liberal, como en su momento lo fue Camacho Roldán. En buena medida, también los
conservadores, algunas de sus figuras más notables como Miguel Antonio Caro, Mariano
Ospina Rodríguez, José Manuel Groot y José Joaquín Ortiz, llegaron a pensar y a
expresarse en ese sentido. Bien que mal, éstos también hubieron de reconocer que la Iglesia
colombiana no estaba preparada para asumir la misión de gran educadora a la que la creían
destinada. Para estos líderes conservadores, por tanto, la solución a la cuestión educativa
nacional no estaba ni en manos de la Iglesia, incapaz para el momento de estar a la altura de
tan importante labor, ni mucho menos en las de un Estado cuyos gobernantes se guiaban
por principios ideológicos distintos a los suyos.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
afirmaron lo siguiente: “La supresión de los conventos menores, y las numerosas secularizaciones…
redujeron mucho el número de religiosos. Abandonados los estudios, la ociosidad fue mayor, y mayores
también sus malas consecuencias”, en: “Las órdenes monásticas y religiosas”, La Sociedad, Medellín, núm.
84, 17 de enero de 1874, p. 282.
107
La anterior cita fue tomada de un artículo escrito por Camacho Roldán en 1881, con el objeto de contestar
al artículo que había publicado el obispo de Popayán Carlos Bermúdez en La Semana Religiosa (Popayán), y
en el cual este último se negaba a aceptar las medidas tomadas por el Gobierno para conciliar la “cuestión
religiosa”, y declaraba que la Iglesia católica “es la única que tiene la misión divina de enseñar a todas las
gentes”. Camacho alegaba que ésta era una pretensión carente de fundamento: “¿Por qué pretende el clero
católico el privilegio de la enseñanza? ¿Quién le ha dado esa misión? ¿Qué títulos puede alegar para
sustentarla? …”, S. Camacho Roldán, “Punto negro en el horizonte”, en: Escritos varios, Bogotá, Incunables,
1983, tomo II, pp. 97-111. Artículo publicado originalmente en el periódico La Unión, Bogotá, 27 de
septiembre de 1881.

 
157

Los conservadores vieron la solución en otra parte. De acuerdo con lo que en su momento
propusieron, ella estaba en las comunidades religiosas de origen europeo. Algunas de estas
comunidades u órdenes, como las de los Jesuitas y los Hermanos Cristianos –del lado
masculino– y como las de las Hermanas de la Caridad y las de Nuestra Señora de los
Dolores –del lado femenino–, se habían hecho a una gran fama internacional por su
destacado papel en el campo educativo, hasta el punto de llegar a ser conocidas también
con el nombre de “comunidades docentes”. Los conservadores proponían, entonces,
importar estas comunidades al país con el fin de hacerles cargo de la educación.

A primera vista la “solución conservadora” no debe parecer novedosa. Algunas de las


órdenes religiosas que durante el periodo colonial se establecieron en el territorio habían
jugado desde entonces, y hasta mediados del siglo XIX por lo menos, un papel importante
en el campo educativo. Tales habían sido los casos sobre todo de las órdenes de los
Jesuitas, los Dominicos y los Franciscanos, en cuyas manos había estado el control de los
colegios de enseñanza superior.108 Así pues, la novedad no estaba tanto en las comunidades
religiosas en sí, ya conocidas por los nacionales y, particularmente, por su actividad
pedagógica a pesar de que para la década del sesenta la mayoría de ellas había
desaparecido;109 sino que la novedad estaba sobre todo en sus alcances, en la medida en que
–según proponían– las comunidades docentes llegarían para establecerse a lo largo y ancho
del territorio, y se encargarían de educar, ya no sólo a los sectores de las élites del país,
como había ocurrido antes, sino a los distintas clases sociales: los jóvenes y las jóvenes de
las clases altas y bajas.

Para los redactores de La Sociedad, periódico que dirigía en Medellín el conservador


Mariano Ospina Rodríguez, cada comunidad podría hacerse cargo según su “especialidad”

                                                                                                               
108
Sobre la labor educativa de las órdenes religiosas durante el periodo colonial y/o el republicano, véanse los
trabajos de: Renán Silva, Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada. Contribución a un análisis
histórico de la formación intelectual de la sociedad colombiana, Medellín, La Carreta editores, 2009, y de
este autor también, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de
interpretación, Medellín-Bogotá, EAFIT, Banco de la República, 2008; Clara Guillén de Iriarte, Nobleza e
Hidalguía en el Nuevo Reino de Granada. El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, 1651-1820,
Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1994, y también de la autora “Educación y poder, el
Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 1653-1853, Boletín de Historia y Antigüedades, Bogotá,
Academia Colombiana de Historia, vol. 86, 1999, pp. 659-699; Sergio Elías Ortiz, Del Colegio de la
Compañía de Jesús a la Universidad de Nariño (1712-1904), Pasto, Imprenta del Departamento, 1956.
109
A causa de las medidas tomadas por los gobiernos –a las que se hizo referencia en una nota anterior– y que
llevaron a su supresión o expulsión. Según Juan Felipe Córdoba, para la década del setenta sólo quedaban en
el país dos congregaciones masculinas: los Filipenses que se habían radicado en Pasto en 1830 y los padres
Lazaristas que se instalaron en Popayán en 1870, después de haber sido llamados por el obispo Carlos
Bermúdez para dirigir el Seminario que éste había recientemente instalado en aquella ciudad. Véase del autor,
“Las comunidades de religiosos en Antioquia, 1885-1950”, en: Memorias XI Congreso de Historia de
Colombia, Bogotá, 2000.

 
158

de alguno de los grados de la escala educativa. Para el caso de la enseñanza secundaria, la


cual debía ser “clásica” y “científica”, lo más acorde era que fueran los Jesuitas, “que son
los mejores y mas probados profesores conocidos en el mundo de la ciencia”. En los casos
de la enseñanza elemental y la enseñanza de carácter técnico (artes y oficios mecánicos),
que eran las que en conformidad con su pensamiento tradicionalista correspondían y
convenían más a los sectores populares, los encargados debían ser los Hermanos Cristianos.
De la educación de la mujer, por último, se encargarían las comunidades docentes
femeninas. Así, La Sociedad consideró que con los esfuerzos sumados de todas estas
comunidades se podría abarcar el amplio espectro de la educación nacional.110

Convencidos de que la educación no podía quedar en mejores manos, los conservadores y


los sectores procatólicos se propusieron luchar por sus propósitos emprendiendo una
estrategia que desarrollaron principalmente en dos frentes. Un primero fue el de la opinión
pública, frente en el cual la prensa se convirtió en una de sus principales armas para
orientar al público a favor de sus propósitos. Un segundo frente, fue el de la acción
colectiva, a través de la organización de asociaciones destinadas a convocar la ayuda y
recursos de la población.

Del lado del frente periodístico figuran los numerosos periódicos que los conservadores
crearon durante las décadas del sesenta y setenta, y que aprovecharon con fines
propagandísticos para defender su propuesta educativa. En algunas de sus más importantes
publicaciones, como fueron La Caridad (Bogotá), La Sociedad (Medellín), El Tradicionista
(Bogotá), El Catolicismo (Bogotá) y Los Principios Político-Religiosos
(Popayán),111aquellos dieron a luz numerosos artículos relacionados con las comunidades
docentes. En estas publicaciones perseguían básicamente tres objetivos:

                                                                                                               
110
“Educación e instrucción”, La Sociedad, Medellín, núm. 66, 4 de septiembre de 1875, pp. 170-171.
111
La Caridad inició su publicación en septiembre de 1864 en Bogotá, bajo la dirección de José Joaquín Ortiz
(Tunja, 1814-1892). Entre sus colaboradores estaban Venancio Ortiz, José Manuel Groot, José Caicedo Rojas,
Manuel María Madiedo y José Manuel Marroquín. La Sociedad se fundó en Medellín en junio de 1872 por
iniciativa de Mariano Ospina Rodríguez (Guasca, 1805-1885), quien fue uno de los principales líderes del
partido conservador durante el siglo XIX. El periódico sirvió de órgano a los intereses de la Sociedad católica
de Medellín y al movimiento asociativo católico en general. El Tradicionista fue fundado por Miguel Antonio
Caro (Bogotá, 1843-1909), en Bogotá en noviembre de 1871. De su publicación fue responsable una
“Compañía Anónima organizada por miembros del Partido Católico con el objeto de imprimir, importar y
difundir obras de carácter católico”. El Catolicismo fue creado por Manuel María Madiedo (Cartagena, 1815-
1888), en Bogotá en mayo de 1868. Madiedo adoptó para su publicación el mismo nombre que había tenido el
periódico creado por el Arzobispo Manuel José Mosquera en 1849, y que contó con la colaboración de los
principales escritores católicos de aquella época, entre ellos, J. M. Groot, Rufino Cuervo y José Ignacio
Márquez. Del periódico Los Principios Políticos-Religiosos, publicado en Popayán entre 1871 y 1874,
estuvieron a cargo los líderes conservadores Sergio Arboleda y Carlos Albán.

 
159

Como un primero, estaba el dar a conocer a la población las comunidades docentes. Para
ello ofrecieron abundante información sobre sus formas de organización, sus fundadores e
integrantes, sus principios rectores, sus orígenes y sus tradiciones históricas. Algunas de las
comunidades que recibieron mayor propaganda en la prensa católica-conservadora, fueron
la de los Hermanos Cristianos, orden de origen francés fundada hacia 1680 por Juan
Bautista de la Salle; la de las Hermanas de la Caridad, fundada también en Francia por San
Vicente de Paúl; y la de las Hermanas de Nuestra Señora, una orden relativamente nueva,
fundada en Bélgica hacia 1805 “por la reunión de algunas mujeres piadosas”.112

Su segundo objetivo consistía en mostrar los logros y la experiencia pedagógicas


alcanzadas por estas comunidades; principalmente en las naciones europeas donde habían
nacido y donde se encontraban mayoritariamente asentadas. En La Sociedad, por ejemplo,
se publicó hacia 1872 un artículo titulado “escuelas legas comparadas con las de las
ordenes católicas docentes”, que sus redactores habían copiado de una publicación francesa
llamada Patrie.113 Se trataba de un estudio de carácter estadístico que buscaba demostrar la
superioridad de la enseñanza dada por las órdenes religiosas respecto a la de las oficiales o
legas, tomando para ello como base el número de becas y premios recibidos por sus
respectivos estudiantes. En aquel artículo se indicaba que mientras los alumnos de las
órdenes docentes en Paris habían obtenido, en un periodo de veintitrés años (1848-1871),
802 becas, los de las escuelas legas por su parte tan sólo habían obtenido 173, “siendo la
proporción de 4,61 a 1”. Adicionalmente, el estudio mostraba el carácter más económico de
la enseñanza ofrecida por las órdenes y las ventajas que de ello se derivaban para la
economía nacional: las escuelas laicas parisinas tienen 18.123 alumnos y cuestan a la
nación 617.947 francos, mientras que las de las órdenes enseñan a 16.611 estudiantes y
cuestan 318.291, “la mitad menos que lo que cuestan las laicas”. Partiendo de estas cifras,
los redactores de La Sociedad concluían que tanto por la calidad de la enseñanza como por
la economía en los gastos, las órdenes aventajaban a los laicos y al Estado mismo en las
labores educativas.

Finalmente, no era otro el objetivo principal de los reiterados artículos publicados por
aquellos, que el demostrar por qué para el país resultaba más conveniente dejar la
educación pública en manos de las comunidades religiosas que en manos de la iniciativa
privada o de los gobiernos: “Cuanto mejor –señalaba La Sociedad– que lo que hay hoy
entre nosotros, no sería emplear lo que se gasta en instrucción publica, en traer de Europa
profesores hábiles y dados al oficio, así para la enseñanza primaria como para la
                                                                                                               
112
“Una reforma radical en la educación de las niñas [editorial]”, La Sociedad, Medellín, núm. 21, 2 de
noviembre de 1872, p. 162.
113
“Escuelas legas comparadas con las de las órdenes católicas docentes”, La Sociedad, núm. 25, 30 de
noviembre de 1872, p. 197.

 
160

secundaria, que dirigieran a ese fin la juventud […]”.114 En otra oportunidad, aludiendo al
caso particular de la comunidad lasallista, afirmaron: “Instrucción primaria completa,
metódica, netamente religiosa y barata es la que se obtiene con los Hermanos Cristianos”.115

Entre todos los argumentos a los que acudieron los autores de las publicaciones, el religioso
fue seguramente uno de sus más fuertes. Con las comunidades docentes la cuestión
religiosa que tanta controversia había generado desde los primeros años de vida republicana
dejaba de ser un problema: conformadas las órdenes por individuos dedicados a la vida
religiosa la enseñanza católica estaría más que garantizada. Pero si el argumento religioso
podía bastar para convencer a la población “común”, éste no parecía suficiente cuando se
trataba de la clase política. Esto es en cierta medida lo que puede pensarse cuando se tiene
en cuenta el importante espacio que concedieron en su argumentación a las consideraciones
de orden económico que estaban destinadas a demostrar, por medio de cifras comparativas
como las mencionadas antes, los “grandes ahorros” que pudiera hacer la nación si se
confiaba la educación a las comunidades docentes.

En materia de ahorros, estas comunidades ofrecían otro “plus”: permitirían reducir no sólo
los gastos del presupuesto público en educación sino también los concernientes al ramo de
la beneficencia. Estando la vocación de sus integrantes orientada tanto hacia el campo de la
enseñanza como hacia el de la asistencia social, las comunidades podrían al mismo tiempo
que fundar y dirigir escuelas, hacerse cargo de los establecimientos de beneficencia: los
hospitales, los hospicios, las casas de asilo. De ese modo se mataban dos pájaros de un sólo
tiro: "Nosotros necesitamos maestras para nuestros colegios y escuelas de niñas,
administradoras y enfermeras para los hospitales y hospicios, directoras y maestras para las
prisiones de mujeres, que lleven a ellas el arrepentimiento y la enmienda”.116 Todas estas
necesidades, afirmaban los redactores de La Sociedad, podían ser satisfechas al tiempo por
las Hermanas de la Caridad.

El campo de la opinión pública no fue el único donde batallaron los abanderados de las
comunidades religiosas. Como se señaló antes, aquellos también desplegaron importantes
esfuerzos en el campo asociativo. En efecto, cientos de individuos, sobre todo de las
regiones antioqueña y caucana, se organizaron en asociaciones atendiendo al llamado a
movilizarse que les fuera hecho por los curas y los legos líderes de la causa católica, con
miras a proteger su fe amenazada por las políticas liberales y, especialmente, por la reforma
de laicización de la enseñanza. Fue sobre todo en el Cauca donde estas asociaciones
asumieron un rol más protagónico en el campo de la instrucción pública. En el Estado de
                                                                                                               
114
“Educación e instrucción”, La Sociedad, Medellín, núm. 66, 4 de septiembre de 1875, p. 171.
115
La Sociedad, Medellín, núm. 68, 27 de septiembre de 1873, p. 157.
116
La Sociedad, Medellín, núm. 143, 21 de marzo de 1875, p. 369.

 
161

Antioquia, que al momento de la reforma educativa se encontraba bajo la dirección de un


gobierno conservador ampliamente favorable y cercano a las jerarquías eclesiásticas, la fe
no parecía correr mucho peligro, pues su gobierno había dispuesto que la enseñanza
religiosa fuera obligatoria en todos los niveles del sistema educativo; las escuelas
elementales, las escuelas de artes y oficios, los colegios de secundaria y la universidad. En
este Estado, por tanto, las asociaciones católicas poco o nada tuvieron que “sentir” en lo
referente al ramo educativo, cubierto a su parecer de manera satisfactoria por el gobierno.117

En el Cauca, sin embargo, la situación era muy diferente. Bajo el dominio de los liberales y
de la influencia de figuras tan “anticlericales” como era la del mismísimo Tomas Cipriano
de Mosquera, bajo cuyo mandato se habían expedido algunas de las medidas más agresivas
contra la Iglesia;118 el clero y los fieles civiles caucanos tenían razones de sobra para
sentirse alarmados respecto el destino de la fe católica en su Estado. Para comienzos de la
década del setenta la preocupación de éstos estuvo motivada sobre todo por la cuestión
educativa. Los caucanos procatólicos se mostraron altamente alarmados ante la posibilidad
de que el gobierno de su Estado aceptara los términos del proyecto instruccionista (Decreto
Orgánico de la Instrucción pública primaria), que había sido promulgado por el Gobierno
federal en noviembre de 1870. Aunque, en efecto, el gobierno caucano aprobaría el
Decreto, en abril de 1872, lo hizo, sin embargo, condicionando su aceptación a la
modificación de algunos puntos, entre ellos el relacionado con la controversial cuestión
laica, al disponer la enseñanza religiosa en el plan de estudios.119 Esta modificación, sin

                                                                                                               
117
En Antioquia, los conservadores, en cabeza de Pedro Justo Berrío, quien fue presidente del Estado durante
nueve años, y luego de Recaredo de Villa, gobernaron desde 1864 hasta la Guerra civil de 1876-1877.
Aunque en este Estado los liberales también ocuparon cargos en la administración pública, las directrices que
orientaron la política oficial fueron de corte conservador, tradicionalista y proclerical. Sobre la política
educativa desarrollada por los conservadores en Antioquia pueden verse los siguientes trabajos: Luis Javier
Villegas Botero, Aspectos de la educación durante el gobierno de Pedro Justo Berrío, 1864-1873, Medellín,
Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, 1991, y también de este autor Las vías de legitimación de un
poder. La administración presidida por Pedro Justo Berrío en el Estado Soberano de Antioquia, 1864-1873,
Bogotá, Colcultura, Tercer Mundo, 1996; y Margarita Arias Mejía, “La reforma educativa en 1870 y la
reacción del Estado de Antioquia”, tesis de Maestría en Historia, Medellín, Universidad Nacional de
Colombia, 2003.
118
Durante su segundo mandato presidencial (1860-1863), según José David Cortés Guerrero, Mosquera
dispuso medidas que pusieron en serios aprietos el poder de la Iglesia tanto en materia económica como
ideológica: “volvió a expulsar a los jesuitas, exclaustró comunidades religiosas, propuso la tuición y policía
de cultos y desamortizó los bienes de manos muertas, la mayoría de los cuales pertenecían a la Institución
eclesiástica”. Véase del autor, su artículo: “Regeneración, intransigencia y Régimen de Cristiandad”, Historia
Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, jun.-dic. 1997, pp. 3-12.
119
Sobre la aprobación del Decreto orgánico en el Estado del Cauca, véase: Fernanda Muñoz, “El ideal del
nuevo ciudadano: entre educación moral, religiosa y republicana. Adaptación del Decreto Orgánico de
Instrucción pública primaria de 1870 en el Estado Soberano del Cauca”, Historia y Espacio, Cali, Universidad
del Valle, núm. 37, 2012, pp. 154-170. De acuerdo con la autora, las dos principales reformas que el gobierno
caucano impuso como condición para aceptar el Decreto, versaron específicamente sobre dos cuestiones:
“mantener y defender la soberanía del Estado caucano”, al demandar que fuera su gobierno y no el de la

 
162

embargo, no fue suficiente para calmar los ánimos de los fieles. Estos encontraron más
motivos para seguir desconfiando de la “buena fe” de su gobierno, al comprobar que éste
había dado su aprobación al establecimiento de una Escuela Normal en la capital
(Popayán), la cual estaría bajo la dirección de uno de los maestros protestantes alemanes
que habían llegado al país, contratados por el Gobierno federal para hacerse cargo de la
dirección de estas escuelas.

La oposición católica no se hizo esperar. El 15 de mayo de 1872, tan solo un mes después
del convenio sobre instrucción pública firmado por el gobierno caucano, algunos vecinos
de la ciudad de Popayán se reunieron para redactar una manifestación, en la cual
declararían “pública y solemnemente” su rechazo a las recientes medidas del gobierno en
materia de instrucción. Ahora bien, los vecinos payaneses no sólo manifestaron su
descontento, sino también toda su intención de emprender acciones mayores en caso de que
el gobierno se permitiera ignorar sus reclamos. Así, mediante nueve puntos, dieron a
conocer las “reglas de conducta” que debían seguir los católicos para hacer frente a la
enseñanza “impía”. Algunas de esas reglas fueron:

No consentir jamás en que las personas de nuestra dependencia concurran a las escuelas
públicas o privadas, cuando no estén dirigidas por personas de buena conducta y
reconocidamente católicas y piadosas.
En el caso, no probable, de que se estableciera en el Estado la instrucción forzosa, fundar
inmediatamente escuelas y colegios privados, concurriendo con todos nuestros recursos a su
establecimiento y conservación.
No separarnos un ápice, en materia de educación e instrucción de la juventud, de las
enseñanzas de la Iglesia católica.
Fomentar las publicaciones por la imprenta consagradas a la difusión y defensa de la
instrucción estrictamente católica.
Procurar el establecimiento de asociaciones católicas que se ocupen en concentrar y
sistematizar los trabajos de los católicos, en el sentido de […] propagar la instrucción
fundada en la doctrina católica […].120

A la manifestación anterior rápidamente adhirieron los vecinos de otras poblaciones del


estado caucano: los de Buga el 6 de junio, los de Cartago el 15 de julio, los de Cali el 16 de
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
Unión, el que estuviera a cargo de la organización, dirección e inspección de la instrucción en sus territorios;
y la segunda, “apelar a la enseñanza moral y atenuar la supuesta religiosidad del decreto”. Esta misma
cuestión, si bien de forma mucho más somera, también es abordada por Alonso Valencia Llano en su libro
Empresarios y políticos en el Estado Soberano del Cauca, 1860-1895, Santiago de Cali, Facultad de
Humanidades (Universidad del Valle), 1993, pp. 33-35.
120
“Manifestación necesaria”, Popayán, 15 de mayo de 1872. La manifestación fue ampliamente difundida
por la prensa católica, véasela por ejemplo en: La Caridad, Bogotá, año VIII, núm. 12, 1˚ de agosto de 1872,
pp. 177-179.

 
163

julio y los vecinos de Pasto (sobre estos últimos no se halló información sobre la fecha).121
Para cuando éstos lo hicieron, la situación ya se encontraba aun más agravada a causa del
nuevo convenio sobre instrucción celebrado entre los gobiernos general y seccional en
mayo de 1874. Este último acuerdo, más conforme con el espíritu del Decreto orgánico de
1870, no incluía la enseñanza religiosa en el currículo escolar.122 Como lo han mostrado
Gloria Mercedes Arango y Luis Javier Ortiz, en sus respectivos trabajos, 123 la puesta en
marcha del proyecto instruccionista oficial en el Cauca dio origen a una de las reacciones
católicas más violentas e intransigentes que se desarrollaron en el país durante aquella
época, habiendo sido de hecho en la región caucana donde tuvieron lugar los primeros
estallidos violentos que marcaron el inicio de la Guerra civil de 1876-1877.

Protagonistas de aquella reacción fueron, junto a algunos líderes conservadores de la


región, como Carlos Albán y Sergio Arboleda, los obispos de las diócesis de Popayán y de
Pasto, Carlos Bermúdez y Manuel Canuto Restrepo, respectivamente, quienes activamente
promovieron entre la población la práctica de un asociacionismo religioso militante, cuya
organización se llevó a cabo bajo el modelo de las llamadas Sociedades católicas, para el
caso de los hombres, de las Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús para las mujeres, y
de las Juventudes católicas destinadas a la población masculina más joven. Contraviniendo
las recomendaciones y los llamados a la conciliación del jefe de la Iglesia colombiana, el
Arzobispo Vicente Arbeláez, los prelados caucanos buscaron por diferentes medios
entorpecer la acción educativa oficial.124 A través de “amonestaciones paternales” y las más
graves amenazas de excomunión trataron de evitar la concurrencia de la población juvenil a
las escuelas oficiales. 125 Adicionalmente, buscaron servirse de las asociaciones para
establecer escuelas católicas que hicieran competencia a las del Estado.
                                                                                                               
121
Sobre las adhesiones véase: La Sociedad, Medellín, núm. 10, Agosto 17 de 1872, pp. 74-75; La Caridad,
Bogotá, año VIII, núm. 12, 1˚ de agosto de 1872, pp. 177-179.
122
El convenio fue firmado en Bogotá el 30 de mayo de 1874, por los representantes nombrados por ambos
gobiernos, y posteriormente fue aprobado por el Presidente de la Unión, Santiago Pérez, el 3 de junio de ese
año, y por el del Cauca, Julián Trujillo el día 17 de junio. Para su consulta véase: “Convenio entre el Gobierno
de la Unión y el del Estado del Cauca sobre Instrucción primaria”, El Escolar, Popayán, núm. 1, 1˚ de octubre
de 1874, pp. 3-7. Sobre el convenio véase también el artículo citado de Fernanda Muñoz.
123
Gloria M. Arango de Restrepo, “Estado soberano del Cauca: asociaciones católicas, sociabilidades,
conflictos y discursos político-religiosos, prolegómenos de la guerra civil de 1876”, en: Luis Javier Ortiz
Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión. Guerras civiles en Colombia, 1840-1902, Bogotá,
Unibiblos, 2005, pp. 329-355, y Luis Javier Ortiz Mesa, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra.
Antioquia, 1870-1880, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, Universidad Nacional de Colombia,
2010.
124
Sobre las diferencias que hubo entre el arzobispo Arbeláez y los obispos del Cauca respecto a la cuestión
educativa, véase L. J. Ortiz Mesa, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra, Óp. cit., pp. 67-76.
125
Los obispos caucanos utilizaron su poder e influjo como autoridades religiosas para combatir las escuelas
oficiales. En repetidas ocasiones expidieron pastorales en las que prohibían a los padres de familia matricular
a sus hijos en las escuelas bajo amenazas de excomunión. Según declaraba el obispo Bermúdez en una de
ellas, la pastoral del 23 de agosto de 1875, “los padres de familia que envían sus hijos a esas escuelas cometen

 
164

El establecimiento de una red de escuelas alterna a la del gobierno fue, en efecto, una de las
mayores preocupaciones y objetivos de las asociaciones católicas caucanas. Así, por
ejemplo, lo daba a entender el presidente de la Sociedad católica de Pradera en la carta que
dirigió al obispo Bermúdez con el fin de comunicarle la reciente instalación de la Sociedad:

[…] varios vecinos de este lugar, en número de cuarenta y dos, conmovidos por los males
que amenazan a la sociedad con la difusión de perniciosas y disociadoras doctrinas […]
hemos establecido una Sociedad Católica para esforzarnos en la practica del bien,
especialmente con la creación de Escuelas católicas en las cuales pueda educarse
satisfactoriamente la juventud que se levanta, oponiéndonos de este modo a las miras
siniestras del Gobierno.126

Para 1874, de acuerdo con Jane Rausch, diez de las treinta y cinco Sociedades católicas
establecidas en el Cauca sostenían escuelas parroquiales.127 Aunque esta cifra puede parecer
exigua si se la compara con las 150 escuelas, aproximadamente, que para el mismo año
sostenía el gobierno,128 el efecto que ellas produjeron y, en general, los alcances de la
hostilidad que difundieron los sectores procatólicos contra la instrucción oficial, no han de
subestimarse.

Prueba de lo anterior es el hecho de que hacia 1876 varios directores de escuela y


funcionarios hubieran tenido que dirigirse a las autoridades del ramo para informarles sobre
la disminución de la asistencia a las escuelas y la necesidad en que algunos de ellos se
habían visto de clausurarlas: ya porque los padres habían preferido enviar a sus hijos a las
“escuelas católicas”, o ya porque, como lo señalaba el director de la escuela de Calibío,
Ignacio Muñoz, los padres los habían retirado temiendo las amenazas proferidas por los
curas. Según éste, en la nota que el 13 de marzo de 1876 dirigió al Superintendente de la
Instrucción pública comunicándole la clausura de su escuela, la asistencia había quedado
reducida a tres alumnos después de que el cura hubiera amenazado a los padres de familia

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
pecado, y que en tal estado debe suponérseles mientras subsista el hecho pecaminoso que voluntariamente
han ejecutado. Y si no hemos impuesto a los culpables la grave pena de excomunión, no ha sido porque no la
hayan merecido, sino porque hemos juzgado más conveniente que precedan a ella amonestaciones
paternales”. Extractos de esta pastoral fueron publicados en La Caridad, Bogotá, año X, núm. 45, 30 de
septiembre de 1875 pp. 707-710. Al respecto véase también: L. J. Ortiz Mesa, Obispos, clérigos y fieles en pie
de guerra, Óp. cit., pp. 83-88.
126
Citado por G. M. Arango de Restrepo, “Estado soberano del Cauca: asociaciones católicas…”, Óp. cit., p.
344.
127
Jane Rausch, La educación durante el federalismo, Óp. cit., p. 121.
128
De acuerdo con el Anuario Estadístico de Colombia realizado por Aníbal Galindo, hacia 1873 existían en
el Estado del Cauca 157 escuelas públicas: 153 de niños y 22 de niñas. cf. Anuario Estadístico de Colombia,
Bogotá, Imprenta de Medardo Rivas, 1875.

 
165

diciéndoles que “si mandáis vuestros hijos a esas Escuelas costeadas por el Gobierno, no
podréis recibir el perdón de vuestras culpas, absolutamente careceréis de todo beneficio
espiritual”.129 En esta misma nota Muñoz decía al Superintendente lo siguiente: “Me parece,
Señor, que para hombres como éstos, bastante es la amenaza, y, obedientes a dicha
autoridad, han retirado sus hijos de este Establecimiento, aunque convencidos por su propia
vista de su inocencia”.130

Ni los padres ni los mismos estudiantes tenían mayores alternativas ante la postura
intransigente ordenada por las dos máximas autoridades eclesiásticas del Cauca: los
prelados diocesanos de Pasto y Popayán. Era u obedecer o ser expulsado de la comunidad
católica arriesgando con ello el aparecer como un paria ante la sociedad, como fue esto lo
que sucedió a los alumnos de la Escuela Normal de Popayán cuando el obispo Bermúdez
les prohibió participar en las procesiones religiosas de la Semana Santa de 1874. Según
relata a propósito de este incidente el liberal payanés José María Quijano Wallis, quien era
en ese momento el Director de Instrucción Pública del Cauca: “Los niños, deseosos de
concurrir por la noche a la procesión del Jueves Santo (que era la más solemne), ocurrieron
llorando al director de la Escuela para que solicitara del Diocesano el permiso de alumbrar,
o sea llevar el cirio en la procesión”.131 Como autoridad del ramo, Quijano Wallis debió
hacerse cargo de este problema. Luego de obtener el permiso del presidente del Estado,
Julián Trujillo, solicitó una entrevista con el obispo “para tratar el asunto”. El encuentro se
produjo pero las gestiones resultaron fallidas. Bermúdez se mantuvo firme en su
prohibición, respondiéndole según cuenta Quijano W.: “–No consiento, me contestó el
Prelado, que en mi grey se mezcle la cizaña con el trigo y no permitiré que los alumnos de
la Escuela Normal, establecimiento anatematizado, se junten con los niños de familias
católicas”.132

Nacidas del caldeado ambiente de confrontación de la década del setenta, las escuelas
católicas parecían ser más bien una solución temporal. Como escuelas de batalla estaban
destinadas a durar el tiempo que persistiera el combate entre los militantes católicos y el
gobierno liberal caucano. Para las élites conservadoras, como antes se planteó, la solución
real al problema de la educación nacional debía estar era en manos de las comunidades

                                                                                                               
129
Ignacio Muñoz, “Nota del Director de la Escuela de niños de Calibío: participa la clausura de esa Escuela
por falta de alumnos”, Calibío, 13 de marzo de 1876, en: El Escolar, Popayán, núm. 62, marzo 16 de 1876, p.
495.
130
Ibíd.
131
José María Quijano Wallis, Memorias autobiográficas, histórico-políticas y de carácter social [1919]. Se
consultó la versión digital de este libro disponible en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del
Banco de la República: <http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/sociologia/quijano/indice.htm>. La
anterior cita tomada del capítulo XV “Regreso a la patria”.
132
Ibíd.

 
166

religiosas europeas. Si el clero colombiano no estaba preparado para asumir la “gran misión
educativa”, menos lo estaba la sociedad cuyos esfuerzos bien podían ser suficientes para
erigir una escuela (y entiéndase por “erigir una escuela”: pagar el alquiler de una
habitación, el sueldo de un maestro y quizás incluso algunos útiles y textos escolares), pero
no ser lo bastante consistentes para asegurar su sostenimiento y funcionamiento a largo
plazo. En términos de institucionalización y formalización, sin embargo, ni el mismo estado
colombiano, sujeto como estaba a los vaivenes de la política partidista, las guerras y las
hondas crisis del tesoro público, podía preciarse de grandes logros en este sentido.133

Hacia la consecución de aquel propósito mayor se orientaron las asociaciones que durante
el año de 1873 organizaron las élites pastusas, payanesas, bugueñas y bogotanas, con el
nombre de Sociedad de Padres de familia para la cristiana educación primaria. Con una
vocación menos populosa (no se proponían reclutar militantes sino recaudar dinero), menos
ruidosas y activas en la vida pública (no crearon periódicos y su presencia en la vida
pública parece haber sido muy reducida), el objetivo único de estas asociaciones consistía
en colectar dinero y realizar las gestiones necesarias con el fin de “promover, organizar y
llevar a cabo el establecimiento de escuelas primarias dirigidas por los Hermanos
Cristianos”. La idea de su fundación provino inicialmente de Pasto. Cerca de veintisiete
padres de familia de esta ciudad, reunidos el 19 de junio de 1873, constituyeron la primera
de estas sociedades y acordaron en seguida excitar a sus pares, los “compatriotas de
Popayán, Cali, Palmira y Buga, que aspiran también al establecimiento de escuelas
cristianas”, a unirse a sus esfuerzos con miras a llevar a cabo aquel objetivo bajo un
“sistema común y uniforme”134

                                                                                                               
133
Aspectos como los anteriores fueron a menudo alegados por los contemporáneos para explicar la
frecuencia por la que fracasaban o quedaban inconclusos “hasta los más patrióticos proyectos”. Cabe citar, a
propósito, la apreciación del artesano Ambrosio López al referirse a este problema y a los efectos que sobre
ello ejercía la política: “con dolor y vergüenza tenemos que decir que nuestros diferentes mandatarios han
introducido el antipatriótico cuanto detestable sistema de destruir caprichosamente la administración de hoy lo
que estableció la de ayer. Y si no, dígame usted ¿qué suerte ha corrido la apertura de varios caminos, la
escuela de arquitectura, el laboratorio químico y otras tantas cosas semejantes, útiles al pueblo?”. Los
establecimientos educativos estuvieron en efecto entre los “damnificados”. Un buen ejemplo de ello es la
Universidad, la cual a lo largo del siglo XIX estuvo sujeta a repetidas clausuras –a causa tanto de las guerras
como de disposiciones oficiales–, a cambios en su nombre (Universidad Central, Universidad de Bogotá,
Universidad nacional…), a la cancelación de algunos de sus programas por dificultades económicas, y a
modificaciones sustanciales de sus planes de estudio y de su organización y administración internas. Para la
anterior cita véase: Ambrosio López, “Colegio de Artes y Oficios”, La Alianza, Bogotá, núm. 35, 22 de
febrero de 1868.
134
Tomado del acta de instalación de esta sociedad, de la cual se publicaron algunos extractos en: La
Sociedad, núm. 60, 2 de agosto de 1873, pp. 90-91. También en este periódico se publicaron más tarde sus
estatutos, en: núm. 67, 20 de septiembre de 1873, p. 147.

 
167

Los vecinos de Popayán fueron los primeros en corresponder a la “excitación” de los


pastusos. En esa ciudad la Sociedad se instaló a partir de la reunión que tuvo lugar el 18 de
julio en la casa de Joaquín Mosquera, contando con la asistencia de varias de las personas
que el año anterior habían firmado la manifestación a la que antes hicimos referencia.135
Seguidamente, el llamado fue atendido por vecinos de Buga: cincuenta y seis de sus
vecinos se reunieron el 31 de agosto para proceder a su instalación.136 Ese mismo día, por
último, se estableció también la de Bogotá –si bien con un nombre un poco distinto,
Sociedad de Enseñanza Primaria– a partir de la reunión que tuvo lugar en la casa de
Rufino José Cuervo. A esta reunión, por iniciativa del doctor Severo García, asistieron
cerca de diez y seis “señores”, entre los que se encontraban los hermanos José Joaquín y
Juan Buenaventura Ortiz, José Caicedo Rojas, Miguel Antonio Caro, José Manuel Groot y
Diego Fallon. Otros tres más, Carlos Holguín, Victo Lago y Juan de Brigard, según se lee
del acta de su instalación, “enviaron excusas de no poder asistir a la Junta, manifestando su
deseo de pertenecer a ella”.137

Aunque en Antioquia las “distinguidas familias” de esta región no fundaron asociaciones


semejantes a las de sus pares de los Estados del Cauca y Cundinamarca, ellas, como se ha
mostrado, promovieron y apoyaron ampliamente a través del periódico de la Sociedad
católica –asociación de la cual formaban parte–, los esfuerzos realizados por estas
sociedades (publicando por ejemplo sus actas e informes sobre sus trabajos), así como
también la causa de las comunidades docentes. A su modo de ver, según afirmaron en La
Sociedad:
Aunque en Antioquia no es tan urgente como en el resto de la República la multiplicación
de las escuelas cristianas para oponerlas a las escuelas sin Dios, creadas por el Gobierno
general, porque aquí tanto la educación oficial como la particular son eminentemente
católicas, creemos que el establecimiento del instituto del Venerable de La Salle, seria de
altísima importancia, y nos permitimos llamar la atención sobre este punto a los padres de
familia de esta ciudad, que gastan sumas de consideración en el sostenimiento de escuelas
particulares que no pueden competir con las de los Hermanos Cristianos de que nos
ocupamos, ni por su precio ni por la calidad de la instrucción.138

Aunque la Sociedad católica de Medellín no contempló entre sus objetivos la traída de


comunidades docentes a la manera como lo hicieron las Sociedades de Padres de familia
                                                                                                               
135
De los dieciséis fundadores de la “Sociedad de padres de familia” de Popayán, identificamos que diez de
ellos participaron también en la “manifestación necesaria” (cf. p. 162). Las listas de integrantes y de firmantes
pueden consultarse en: La Sociedad, Medellín, núm. 63, agosto 23 de 1873, pp. 114, y La Caridad, Bogotá,
tomo VIII, núm. 12, 1˚ de agosto de 1872, pp. 178, respectivamente.
136
La Sociedad, Medellín, núm. 60, Agosto 2 de 1873, pp. 90-91.
137
Jerónimo Argáez (secretario), “Sociedad de enseñanza primaria. Acta de instalación”, Bogotá, 31 de agosto
de 1873, en: La Sociedad, Medellín, núm. 80, 20 de diciembre de 1873, p. 252.
138
La Sociedad, Medellín, núm. 82, 3 de enero de 1874, p. 266.

 
168

para la cristiana educación primaria; sus miembros sí llegarían en alguna ocasión a


apersonarse de una iniciativa semejante. Aquella consistió en la propuesta de traer a las
Hermanas de Nuestra Señora con el fin de que esta comunidad estableciera en la ciudad de
Medellín un colegio de enseñanza secundaria para jóvenes y un asilo para “las huérfanas
desvalidas”. Para tal propósito se contaba de entrada con la alta suma de dieciséis mil pesos
que habían donado dos reconocidas matronas de la ciudad, las señoras Antonia Jaramillo de
Vásquez y Teresa Martínez Barrientos.139 Ahora, el que la Sociedad católica se hubiera
hecho cargo de aquel proyecto seguramente tuvo mucho que ver con la decisión que habían
tomado las señoras Jaramillo y Martínez de nombrar como a uno de sus apoderados a
Mariano Ospina Rodríguez, líder principal de la Sociedad católica.

A lo largo de cuatro años la Sociedad católica se hizo cargo de la gestión de aquella


iniciativa. Para ello organizó reuniones públicas destinadas a recaudar donaciones de las
familias adineradas de la ciudad; publicó en su periódico numerosos artículos relacionados
con aquella comunidad religiosa; y utilizó la influencia de algunos de sus miembros para
conseguir el apoyo del gobierno antioqueño. Una nota publicada en el Boletín Oficial en el
año de 1876, nos sugiere que la Sociedad había logrado comprometer al gobierno del
Estado en la dirección de aquel proyecto. En la nota se indicaba que el Secretario de
Gobierno había puesto a disposición de tres comisionados colombianos residentes en Paris,
los señores José María Torres Caicedo, Vicente A. Restrepo y José Germán Ribón, la suma
de cuatro mil pesos para contratar con la comunidad el envío al país de “cuatro a seis
Hermanas de Nuestra Señora, de Namur, o si allí no las hubiere, de California”.140

Fue igualmente a través de las gestiones realizadas por compatriotas residentes en Europa –
por un tal “sr. Peña” y nuevamente por Torres Caicedo–, que la Sociedad de Padres de
familia de Pasto logró conseguir que para 1874 la comunidad de La Salle enviara dos
hermanos institutores bajo la misión de abrir una escuela primaria en aquella ciudad. Los
hermanos provenientes de Europa llegaron en efecto al país al finalizar ese año por la vía
del Ecuador; país donde la comunidad lasallista gozaba de la especial protección del
gobierno conservador y proclerical de Gabriel García Moreno, quien desde 1863 la
introdujo y le encargó la dirección de algunas escuelas y colegios públicos.141 Para cubrir
los gastos de su viaje e instalación en la ciudad de Pasto, la Sociedad contaba con los
recursos que había estado recogiendo de donaciones voluntarias entre la población civil y el
                                                                                                               
139
La Sociedad, Medellín, núm. 5, 13 de julio de 1872, p. 36. También en el periódico La Caridad se publicó
una nota felicitando la iniciativa de aquellas señoras, las que “tan generosamente destinan parte de su fortuna
a educar las niñas del Estado…”, en: “Las Hermanas de Ntra. Señora”, La Caridad, Bogotá, tomo VII, núm.
22, 26 de octubre de 1871, p. 346.
140
La nota del Boletín Oficial fue reproducida en el periódico de la asociación: La Sociedad, Medellín, núm.
191, 4 de marzo de 1876, p. 370.
141
“El Ecuador”, La Caridad, Bogotá, año VIII, núm. 12, 1º de agosto de 1872, pp. 183-185.

 
169

clero (el obispo Manuel Canuto Restrepo, por ejemplo, fue uno de sus grandes
benefactores). Por una nota publicada en La Sociedad, en septiembre de 1873, sabemos que
esta asociación había logrado recaudar tan sólo en su primer año de existencia una suma
nada despreciable de 10.346-3 pesos.142

Las otras Sociedades de Padres de familia no tuvieron tanta suerte en sus propósitos como
la de Pasto. Para estas asociaciones que buscaron traer comunidades docentes al país en la
década del setenta, la mayor dificultad que se les presentaba no estaba relacionada –al
menos no tanto aparentemente– con una cuestión de orden económico. Quienes las
integraban, muchos de ellos pertenecientes a las clases altas, o bien contaban con recursos
propios o bien, como se mostró que hicieron los de Pasto, podían intentar conseguirlos a
partir de campañas prodonativos u otras estrategias similares. El principal problema, en
cambio, como en diferentes oportunidades algunos de ellos señalaron, debía atribuirse a la
agitada situación política del momento. El ambiente de confrontación entre liberales y
grupos procatólicos; los conflictos, en variadas ocasiones violentos, entre el gobierno
central de la Unión y los gobiernos de los estados, así como los que tenían lugar entre estos
mismos; la política de laicización promovida por los liberales gobernantes; entre otros
hechos semejantes que caracterizaron las décadas del sesenta y setenta, fueron algunos de
los mayores obstáculos con que tropezaron los católicos abanderados de la causa de las
comunidades docentes.

A pesar de que, según afirma Patricia Londoño, las invitaciones realizadas a las órdenes
religiosas europeas en la segunda mitad del siglo XIX, “llegaron en buena hora, en vista del
acelerado crecimiento de algunas de ellas, sobre todo las femeninas”;143 ni Colombia ni en
general varios de los convulsionados países hispanoamericanos que hacia estos años
adelantaban reformas de corte liberal y anticlerical,144 debían ser los destinos predilectos de
estas comunidades. En México, por ejemplo, las Hermanas de la Caridad, según comentaba
La Sociedad en marzo de 1875, habían sido expulsadas del país por el gobierno liberal de
entonces: “Cuatrocientas diez Hermanas […] han tomado el camino del destierro… [por] la
impiedad, la codicia, el desenfreno y la intolerancia de los hombres de la libertad, igualdad
y fraternidad”.145 De manera similar, en Perú hacia 1886, su gobierno –el que según

                                                                                                               
142
“Crónica religiosa interior”, La Sociedad, Medellín, núm. 66, 13 de septiembre de 1873, p. 139.
143
P. Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia, Óp. cit., p. 221.
144
Según señala Luis Javier Ortiz, “Entre 1850 y 1880, en casi toda América Latina, el Estado liberal impuso
su soberanía, rompió con la Iglesia y en buena medida la controló expropiándole sus bienes y rentas, además
de limitar sus privilegios y su poder político”, véase su libro: Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra, Óp.
cit., p. xxx.
145
La Sociedad, Medellín, núm. 143, 21 de marzo 1875, p. 369. De acuerdo con Silvia Arrom, aunque en
México las comunidades religiosas fueron suprimidas desde los primeros años de la década del sesenta,
durante la primera etapa de la Reforma (en 1861 las masculinas y en 1863 las femeninas), esta medida “por

 
170

comentaba El Unitario de Neiva, se encontraba “treinta y cinco años atrás del colombiano;
es decir; está en el año de 1851 de la Nueva Granada”–, había tomado la decisión de
expulsar a los Jesuitas del territorio.146

También Colombia tenía su largo y negro expediente de expulsiones, y expropiaciones, a


comunidades religiosas. La última de ellas había ocurrido oficialmente durante la segunda
presidencia del General Tomás Cipriano de Mosquera (1860-1863).147 Posteriormente, la
guerra civil de 1876-1877 y la reacción que a ésta sobrevino del gobierno liberal contra los
curas “beligerantes”, llevó a su vez a muchos de ellos al exilio. Entre los que “huyeron” se
encontraban los Hermanos Cristianos que tan sólo unos años antes, como vimos, se habían
instalado en la ciudad de Pasto. Todos estos eran hechos de peso suficiente para que todavía
hacia 1888 –según explicaba Joaquín Fernando Vélez, encargado de la legación ante la
Santa Sede– 148 las comunidades religiosas continuaran mirando con desconfianza la
república colombiana; no obstante que ya para esa época el proyecto conservador de la
“Regeneración” se encontraba en plena marcha y los sectores procatólicos podían
felizmente ver sus intereses representados en el gobierno en cabeza de Rafael Núñez y sus
dos principales auxiliares, los conservadores Miguel Antonio Caro y Carlos Holguín.149
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
sus valiosos servicios de asistencia… no se extendió a las Hermanas de la Caridad, sino hasta 1874” en: S.
Marina Arrom, “Las Señoras de la Caridad: pioneras olvidadas de la asistencia social en México, 1863-1910”,
Historia Mexicana, México D. F., El Colegio de México, vol. 57, núm. 2 (226), oct.-dic. 2007, pp. 445-490,
p. 451.
146
Los redactores de El Unitario recomendaron al Gobierno tomar ventaja de aquella situación: “Saquemos el
bien del mal: aprovechémonos del salvajismo rojo del Perú; llamemos a nuestra Patria y traigamos a nuestros
Colegios sin maestros, a los primeros institutores que hay en las cinco partes del Universo-Mundo”, en:
“Instrucción pública”, El Unitario, Neiva, núm. 17, 29 de diciembre de 1886, p. 69.
147
El 26 de julio de 1861 el General Mosquera decretó una nueva expulsión de los jesuitas; éstos habían
regresado al país en 1858 por invitación del entonces presidente, Mariano Ospina Rodríguez, después de
haber sido desterrados en 1850 por el gobierno liberal de José Hilario López. Cuatro meses más tarde
Mosquera expidió el “Decreto de 5 de noviembre de 1861 sobre extinción de Comunidades”. De acuerdo con
Fernando Díaz, el gobierno dictó este último decreto en consideración de que las comunidades se oponían al
decreto sobre desamortización (de septiembre de 1861) bajo el argumento de no poder obedecerlo hasta tanto
no recibir instrucciones de sus autoridades superiores residentes en el extranjero, “constituyendo tal actitud a
juicio del gobierno, una especie de ‘rebelión’ contra la administración”. Véase del autor: “Estado, Iglesia y
desamortización”, en: Manual de Historia de Colombia, Óp. cit., p. 450. Sobre el tema de las expulsiones de
comunidades religiosas en Colombia, véase también: Jorge Villegas, Colombia: enfrentamiento Iglesia-
Estado, 1819-1887, Bogotá, La Carreta, 1981, Fernán González González, Poderes enfrentados. Iglesia y
Estado en Colombia, Bogotá, Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), 1997, José David Cortés
Guerrero, “Desafuero eclesiástico, desamortización y tolerancia de cultos…”, Óp. cit.; L. J. Ortiz Mesa,
Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra, Óp. cit.
148
En abril de 1885 el presidente Rafael Núñez nombró a Joaquín F. Vélez como representante oficial del
gobierno colombiano ante la Santa Sede. Vélez desempeñaría un papel clave en las maniobras diplomáticas
que llevaron a la firma de un Concordato entre Colombia y el Vaticano en diciembre de 1887, así como
también en la campaña destinada a reclutar comunidades religiosas en Europa. Al respecto véase R. V.
Farrell, “The Catholic Church and Colombian Education…”, Óp. cit., p. 23.
149
El proyecto de la “Regeneración”, cuyos principales ideólogos y gestores fueron Miguel Antonio Caro y
Rafael Núñez, dispuso los principios ideológicos y las directrices políticas que constituyeron la base de la

 
171

Así pues, según le explicaba J. F. Vélez al gobernador del Cauca, Juan de Dios Ulloa, en
una carta fechada en abril de 1888, aquella desconfianza hacia el país era la causa por la
cual poco éxito habían tenido sus diligentes gestiones en el asunto relativo a la contratación
de Hermanos institutores de la Comunidad de La Salle, “de tal manera que bien puede decir
es el asunto que más inconvenientes me presenta de cuantos he tratado en Europa”. Para la
fecha, abril de 1888, Vélez ya llevaba más de un año de difíciles negociaciones con la
Comunidad y, según comentaba al gobernador Ulloa:

Hasta las recomendaciones de la Santa Sede valen poco o nada a veces. Todo esto es
resultado de la gran desconfianza que se tiene de nosotros, a causa de la triste fama que
hemos alcanzado en el mundo civilizado de revoltosos, inconstantes y perseguidores. Los
hijos del beato La Salle tienen aún presente que apenas hace once años se les arrancó sin
razón de entre sus niños de Pasto, y que no se les permitió entrar en Popayán, de donde se
les había llamado, forzándolos a dirigirse a Chile, que ningún atractivo les ofrecía por
entonces.150

Aunque tardaron más de lo esperado, los Hermanos Cristianos finalmente llegaron al país
finalizando la década del ochenta. En 1890 inauguraron en Medellín el primer colegio
(Colegio de San José) de los muchos otros que establecerían con el beneplácito y patrocinio
de diferentes gobiernos departamentales. Los Hermanos de la Salle, sin embargo, no fueron
los únicos en llegar al país. Éstos habían estado precedidos por los Jesuitas, quienes
arribaron entre 1885 y 1886 a las ciudades de Medellín, donde fundaron el Colegio de San
Ignacio de Loyola, y de Bogotá, donde retomaron labores pedagógicas en el que había sido
durante el periodo colonial y parte del republicano su antiguo colegio: el Colegio de San
Bartolomé. También estuvieron precedidos por las Hermanas de la Caridad que desde la
década del setenta comenzaron a llegar y a establecerse en algunas ciudades. Finalmente, se
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
Carta de 1886, que puso fin al régimen federal y liberal de los Estados Unidos de Colombia (1863-1885). Con
la nueva Carta el país se constituyó como una república unitaria, con una administración centralista y con una
orientación ideológica de corte confesional y tradicionalista. Sobre la Regeneración existe una amplia
bibliografía, algunos de los trabajos que ofrecen una mirada general y sintética de este periodo, son: Jorge
Orlando Melo, “La constitución de 1886”, en: Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Editorial Planeta, 1989,
vol. III; Luis Javier Ortiz Mesa, “La Regeneración en Colombia (1878-1902)”, en: A.A. V.V., Colombia:
preguntas y respuestas sobre su pasado y futuro, Bogotá, Uniandes, 2010; Marco Palacios y Frank Safford,
Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida, Bogotá, Universidad de los Andes, 2012, cap. 11
“Ni libertad ni orden”, pp. 349-383; David Bushnell, Colombia. Una nación a pesar de sí misma. Nuestra
historia desde los tiempos precolombinos hasta hoy, Bogotá, Editorial Planeta, 2007, cap. 6 “La Regeneración
y su secuela: una reacción positivista y conservadora (1885-1904)”, pp. 205-225; Frédéric Martínez, El
nacionalismo cosmopolita. La referencia europea en la construcción nacional en Colombia, 1845-1900,
Bogotá, Banco de la República, Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA), 2001, cap. 9 “El sueño del
orden importado (1888-1900)”.
150
Carta de Joaquín F. Vélez al Doctor Juan de Dios Ulloa, Roma, 1˚ de Abril de 1888, en: La Regeneración,
Popayán, núm. 14, 19 de mayo de 1888, p. 1.

 
172

vieron acompañados por las comunidades de los Eudistas, los Salesianos, los Franciscanos,
las Hermanas de la Compañía de María, las Hermanas del Buen Pastor, entre otras de las
muchas comunidades religiosas que entre finales del siglo XIX y mediados del XX llegaron
a establecerse en el país para asumir labores tanto en el campo de la enseñanza como en el
de la beneficencia.151

Responsable de aquella llegada masiva de comunidades al país fue la nueva política oficial,
conocida con el nombre de la “Regeneración”, que comenzó a regir en forma desde la
nueva Carta constitucional de 1886. A diferencia de la que caracterizó al “periodo radical”,
en el que gobernaron mayoritariamente los liberales (1863-1882), la política
regeneracionista estuvo inspirada en una ideología conservadora y fue ampliamente
favorable a la Iglesia, institución a la que atribuía una importancia de primer orden en la
vida social y en el campo educativo especialmente. En el Concordato firmado en 1887 por
el gobierno y la Santa Sede en cabeza del papa León XIII, puede verse sin duda la mayor
prueba de la fuerte inclinación de los regeneracionistas por la institución religiosa. Por
medio de este acuerdo se restablecieron de manera oficial las relaciones entre el Estado
colombiano y el Vaticano, y se definieron los derechos, las prerrogativas y las funciones
que en lo sucesivo corresponderían a la Iglesia en la sociedad colombiana. Para varios
autores, el Concordato dio a la Iglesia poderes en la vida social sin precedentes incluso
durante el periodo colonial.152

En materia de instrucción, la Regeneración y el Concordato significaron un giro radical en


la política educativa del país. La educación primaria dejó de ser obligatoria para la
población infantil (art. 41 de la Constitución de 1886), y el derecho sobre libertad de
enseñanza quedó suprimido de hecho, al disponerse en el acuerdo con la Iglesia que los
establecimientos de enseñanza, sin importar su nivel (elemental, secundario, profesional) o
su carácter público o privado, debían organizarse y dirigirse “en conformidad con los

                                                                                                               
151
Sobre el establecimiento de estas comunidades en el país, véase: J. F. Córdoba, “Las comunidades de
religiosos en Antioquia, 1885-1950”, Óp. cit., especialmente la “Tabla I: Fecha de establecimiento de las
comunidades de religiosos en Antioquia y en Colombia, 1884-1950”; P. Londoño, Religión, cultura y
sociedad en Colombia, Óp. cit., pp. 76-107 y los cuadros 11 y 12, relativos a los años de establecimiento de
las comunidades religiosas femeninas y masculinas en Antioquia, en el periodo de 1850 y 1930, pp. 77-78; R.
V. Farrell, “The Catholic Church and Colombian Education…”, Óp. cit., especialmente el capítulo 2, “The
catholic educational offensive-religious theaching communities”, pp. 44-117; Aline Helg, La Educación en
Colombia: 1918-1957. Una historia social, económica y política, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional,
Plaza & Janés Editores, 2001, pp. 76-80.
152
R. V. Farrell, “The Catholic Church and Colombian Education…”, Óp. cit., pp. 28-29. Sobre este acuerdo
véase también: Fernán González González, “El Concordato de 1887. Los antecedentes, las negociaciones y el
contenido del Tratado con la Santa Sede”, Revista Credencial Historia, Bogotá, núm. 41, mayo de 1993.

 
173

dogmas y moral de la Religión Católica (art. 12)”. Asimismo, tanto la enseñanza de la


religión como la práctica del culto comenzaron a ser obligatorias en las escuelas. 153

La Regeneración no sólo le abrió las puertas a las comunidades religiosas; también les
ofreció privilegiadas condiciones e incentivos para establecerse y funcionar en el territorio.
La ley 89 de 1888, por ejemplo, autorizaba a los gobiernos la asignación de fondos públicos
a los colegios de secundaria que fueran dirigidos por comunidades religiosas.154 Según
afirma Patricia Londoño, “Casi todos los demás contratos que se hicieron con comunidades
religiosas en el período fueron suscritos entre funcionarios del Gobierno colombiano y las
congregaciones”.155 Estos contratos en algunos casos, como ocurrió con el que los Jesuitas
y el gobierno antioqueño firmaron en 1885, fueron “particularmente generosos”; según
señala Londoño: el gobierno pagaba los salarios, suministraba equipos y asignaba una suma
mensual al colegio, “en tanto que la comunidad disfrutaba de una total independencia
educativa”.156

Que tal haya sido el rumbo que tomó la educación colombiana –el del protagonismo de la
Iglesia católica–, después de haber caminado durante algunas décadas por la senda laica,
tiene sin duda mucho que ver con el trabajo desarrollado por las asociaciones voluntarias.
Desde los años setenta las asociaciones católicas habían estado abonando el terreno. A
través de sus órganos de expresión buscaron remplazar la imagen de una iglesia
“ignorantista” y opuesta a las “luces”, por la de una en la que, antes bien, se la mostraba
progresista y a la vanguardia del movimiento educativo. Si por un lado, como señalaban los
redactores de La Sociedad, era de lamentar que el anticlericalismo –las “preocupaciones
volterianas”– dominante desde la independencia entre las élites políticas, hubiera privado al
país de las ventajas que “habrían sacado para su civilización de las Órdenes docentes”; por
otro, era de reconocerse que por fortuna algo se había avanzado y que para el momento –
hacia 1872– el país contaba con hombres ilustrados “muy superiores a esas
preocupaciones”:

Si ahora 30 años se hubiera propuesto traer a este país Asociaciones católicas docentes para
educar las niñas, las preocupaciones dominantes habrían gritado furiosas: ¡Qué! Educación
                                                                                                               
153
Los acuerdos realizados en el Concordato en materia educativa se encuentran definidos en los artículos 11
al 14. En lo relativo al asunto de las comunidades religiosas el acuerdo disponía el compromiso de la Santa
Sede para prestar “su apoyo y cooperación al Gobierno para que se establezcan en Colombia institutos
religiosos que se dediquen con preferencia al ejercicio de la caridad, a las misiones, a la educación de la
juventud, a la enseñanza en general y a otras obras de pública utilidad y beneficencia (art. 11)”. Para ampliar
la información sobre este tema véase el trabajo de R. V. Farrell, “The Catholic Church and Colombian
Education…”, Óp. cit., pp. 29-32. 
154
P. Londoño, Religión, cultura y sociedad en Colombia, Óp. cit., p. 221.
155
Ibíd., p. 231.
156
Ibíd., p. 230.

 
174

monacal para las hijas de los republicanos! Y quizá no habría habido quien se atreviera a
decirles: las Órdenes docentes educan e instruyen las niñas de la parte mas culta y civilizada
de la sociedad de Europa y de los Estados Unidos, en donde hay recursos de todo género
para dar la mejor educación posible; y no les confiaremos nuestras hijas nosotros; nosotros
ignorantes, pobres, atrasados hasta más no poder? […] No se habrían atrevido a decirlo,
porque según la manía entonces dominante, nosotros estábamos a la vanguardia de la
civilización hispano-americana.157

Pero no fue la imagen más positiva de la Iglesia el único factor que jugó a favor del “nuevo
rumbo” tomado por la educación colombiana hacia la década del ochenta. Como lo han
planteado algunos autores, detrás de esta nueva política educativa también hubo algo de
“oportunismo económico”, esto es, de la evaluación que hicieron los contemporáneos sobre
las ventajas que en materia de gasto público podía obtener la nación al compartir con las
comunidades religiosas –ya que no era el propósito delegar de manera absoluta como lo
demuestran las subvenciones oficiales– las responsabilidades educativas.158 Según afirma
Robert V. Farrell, para el gobierno simplemente resultaba más barato tener personal de las
comunidades religiosas dirigiendo las escuelas públicas.159

Cabe recordar que este último aspecto de orden económico tampoco fue olvidado por las
asociaciones católicas y por los militantes, en general, de la causa religiosa. Como se
mostró antes, éstos supieron elaborar de manera bastante audaz una argumentación múltiple
y dirigida a distintos públicos, desde los más “fanáticos” hasta los más “positivistas”, con el
fin de promover su propuesta de modelo educativo de corte confesional y conservador. Al
final, como sabemos, fue su proyecto y no el de los liberales el que salió victorioso. En este
resultado la prensa y las asociaciones sin duda tuvieron mucho que ver. Tanto en uno como
en otro campo la participación y el activismo de los sectores conservadores superó con
creces a la de los liberales.160 En el caso particular de la prensa, como señala Jane Rausch,

                                                                                                               
157
“Una reforma radical en la educación de las niñas”, La Sociedad, Medellín, núm. 20, 26 de octubre de
1872, p. 155.
158
A propósito de esto, R. V. Farrell afirma: “The Colombian national government had an economic stake in
the Church since it was much easier to utilize the church to maintain and advance the educational statuos-quo
than it was to draw deeply on gobernment financial sources”. Sobre la colaboración que se dio entre el Estado
y la Iglesia, el autor señala: “The most telling indication that the state was willing to cooperate with the
Church in its educational endeavors was financial aid”, en: “The Catholic Church and Colombian
Education…”, Óp. cit., pp. 137 y 138, respectivamente.
159
Ibíd., p. 16.
160
G. Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación, Óp. cit. El autor plantea que
el mayor activismo de los conservadores en el campo asociativo y periodístico fue un factor decisivo para
definir a favor suyo la contienda ideológica que enfrentaron con los liberales en torno a la definición de la
nación.

 
175

los conservadores y católicos llegaron a publicar, entre 1873 y 1886, más artículos atacando
la reforma que los radicales podían publicar en su defensa.161

Tenemos así, para el final del siglo XIX, a un país que se ha desviado de la tendencia
educativa dominante en las republicas hispanoamericanas, dirigida hacia la instauración de
un sistema de educación público, de carácter laico y controlado por el Estado. Frente a
países como Argentina, México, Chile y Guatemala, Colombia tomará un camino diferente
al conceder a la institución católica un papel protagónico en el devenir educativo.162
Durante poco más de cuarenta años la autoridad de la Iglesia sobre la educación nacional se
mantuvo prácticamente incólume, a pesar de los cuestionamientos que recibiera
provenientes de diferentes sectores de la sociedad, y a pesar de los intentos mismos de
algunos gobiernos por poner en marcha reformas modernizadoras y adoptar una posición
más intervencionista en el ramo educativo.163

En Colombia, el dominio educativo de la Iglesia no llegó a ser realmente desafiado sino


hasta el regreso de los liberales al poder, cuando el gobierno de Alfonso López Pumarejo
(1934-1938) quiso dar vida nuevamente, a través de su reforma educativa de 1936, a un
modelo de Estado docente.164 En muchos aspectos, la reforma de López Pumarejo era
similar a la que habían puesto en marcha los liberales de la década del setenta. En ambos
casos se buscó la organización, bajo la tutela del gobierno central, de un sistema educativo
de carácter uniforme, laico y moderno en su orientación ideológica. A su vez, tanto la una
como la otra debieron afrontar la fuerte oposición de la Iglesia y sus fieles católicos,
quienes reaccionaron contra su carácter laico y se constituyeron en una de las mayores
dificultades que encontraron ambos gobiernos para llevar a cabo sus propósitos.

                                                                                                               
161
J. Rausch, La educación durante el federalismo, Óp. cit., p. 128.
162
Sobre la experiencia de la Iglesia católica y sus relaciones con los nuevos estados hispanoamericanos en
formación desde el siglo XIX, véase el trabajo de John Lynch: “La Iglesia católica en América Latina, 1830-
1930”, en: Leslie Bethell, ed., Historia de América Latina, Barcelona, Editorial Crítica, 1991, Tomo 8, pp.
65-122.
163
Al respecto véase A. Helg, La Educación en Colombia: 1918-1957, Óp. cit. La autora da cuenta de la
posición defensiva y hostil que adoptó la Iglesia siempre que los gobiernos intentaron ejercer una mayor
intervención sobre el sistema educativo y limitar las amplias prerrogativas que en el campo de la educación le
habían sido concedidas por medio del Concordato de 1887.
164
Ibíd., cap. III, “El gobierno de Alfonso López Pumarejo (1934-1938)”, pp. 145-194. También sobre la
reforma educativa de estos años véase Renán Silva, "Reforma cultural, Iglesia Católica y Estado durante la
república liberal", en: Centro de Investigaciones y Documentación Socioeconómica (CIDSE), Universidad del
Valle, junio de 2007, Documento de trabajo núm. 104, 37 pp.

 
176

CONSIDERACIONES FINALES

Las páginas anteriores constituyen un esfuerzo por comprender el papel desempeñado por
la sociedad en los procesos educativos que marcaron las décadas de 1860 a 1880, periodo
en el que los gobiernos liberales pusieron en marcha un ambicioso proyecto educativo
destinado a impulsar y organizar la instrucción pública bajo un sistema uniforme y
centralizado. En el trabajo más completo que hasta ahora se ha realizado sobre el proyecto
de instrucción pública de esta época, el libro La educación durante el federalismo. La
reforma escolar de 1870 de la historiadora norteamericana Jane Rausch, la autora concluye
afirmando que la reforma educativa, más allá del entusiasmo que despertó en el mundo
intelectual, “produjo escasas manifestaciones de interés entre el pueblo”.1 Después de esta
investigación, sin embargo, estamos lejos de coincidir con su afirmación.

A diferencia de lo que señala Rausch, este estudio ha demostrado que la sociedad antes que
asumir una posición pasiva, participó activamente en el campo de la instrucción y se
convirtió en un agente de importancia considerable en el desarrollo y la transformación
educativas. Individuos con orígenes y condiciones sociales, culturales y económicas muy
distintas, estudiantes, curas, artesanos, mujeres y hombres de las clases altas y bajas,
formaron parte de las organizaciones asociativas que se crearon durante aquel periodo con
miras a promover la educación, dar impulso a la vida cultural, llevar a cabo obras benéficas
y fomentar además, otros objetivos asociados con el ideal de progreso de la sociedad.

En el campo específico de la educación, las acciones desarrolladas por las asociaciones


voluntarias fueron múltiples. Aquellas se encargaron de reunir recursos para apoyar
económicamente las escuelas; gestionaron la publicación y divulgación de textos
pedagógicos y lecturas instructivas; acompañaron los procesos educativos a partir de visitas
a escuelas y de la participación que tomaron en los actos públicos escolares; ejercieron
presión sobre las autoridades civiles a fin de que prestaran mayor atención al ramo de la
instrucción pública; adelantaron campañas de alfabetización; y fundaron sus propios
establecimientos educativos y culturales como las bibliotecas.

El proyecto de instrucción liberal fue sin duda uno de los mayores alicientes que tuvo en
estos años la población para movilizarse en pro de objetivos educativos. Dicho proyecto
supuso la respuesta del gobierno de entonces a la manifiesta preocupación de la opinión
pública por los bajos niveles educativos de la población, y a la creciente demanda

                                                                                                               
1
Jane M. Rausch, La educación durante el federalismo: la reforma escolar de 1870, Bogotá, Instituto Caro y
Cuervo, Universidad Pedagógica Nacional, 1993.

 
177

expresada por diversos sectores a favor de una política más intervencionista del Estado en
el ramo de la instrucción pública. De acuerdo con lo que muchos opinaron, el desarrollo
educativo del país no podía dejarse en manos de la iniciativa privada y de los intereses del
mercado, como se había propuesto hacer hacia mediados del siglo cuando llegaron a su
mayor apogeo las ideas del liberalismo económico inglés –la doctrina del laissez faire o
“dejar hacer”– que proponían limitar en la mayor medida posible la acción del Estado en
los negocios públicos.

Sin embargo, la fuerte polémica que rodeó al proyecto educativo, principalmente a causa de
la orientación laica que dieron los liberales a la enseñanza, impidió que él mismo fuera
recibido con la aceptación y el entusiasmo unánimes que cabía esperarse de una población
que se manifestaba deseosa de instrucción. Como consecuencia de esto, la sociedad se
polarizó: mientras unos grupos se organizaron para apoyar y alentar la acción educativa
oficial, otros lo hicieron para protestar y buscar detener su avance.

El programa educativo encontró su mayor fuerza opositora en los sectores procatólicos;


esto es, en curas y legos fieles que vieron en la laicicidad de la enseñanza una amenaza para
sus creencias tradicionales, la identidad cultural de la nación y la supervivencia de la Iglesia
católica en la sociedad colombiana. De forma mancomunada, el clero y el laicado
batallaron en los terrenos de la prensa, el asociacionismo y la institucionalidad educativa-
cultural para hacer frente a la política instruccionista oficial. Así, crearon periódicos de
orientación católica para defender y promover sus intereses e ideas ante la opinión;
publicaron cientos de artículos para argumentar sobre la necesidad de una educación
fundada en principios religiosos; organizaron asociaciones religiosas de corte militante para
convocar los esfuerzos y recursos de la población a favor de la “causa católica”;
emprendieron campañas de alfabetización y de enseñanza del catecismo con miras a
fortalecer las creencias religiosas de la sociedad y, con el mismo propósito, establecieron
escuelas, bibliotecas y organizaron clases nocturnas y conferencias públicas sobre temas
morales y religiosos.

Al final, la balanza entre los que por un lado favorecieron el proyecto educativo liberal y
los que por el otro se opusieron a él –entre los llamados “instruccionistas” e “ignorantistas”
respectivamente–, se inclinó a favor de estos últimos. La fuerza procatólica demostró en
términos comparativos contar con una base social más amplia y con un potencial
movilizador más efectivo, que se reflejó tanto en el número más elevado de publicaciones
periódicas que dieron a luz, como en la mayor cantidad de asociaciones que organizaron
respecto a las que lo hicieron sus contrarios.

 
178

Esta ventaja a favor de los abanderados de la “causa católica” fue un factor decisivo en el
nuevo rumbo que tomó la educación hacia la década del ochenta. A través del intenso
activismo que desplegaron, los grupos procatólicos no sólo lograron poner en jaque el
proyecto instruccionista liberal, sino también avanzar en la formulación de un nuevo
modelo educativo fundado sobre bases religiosas. Con la caída de los liberales del poder y
la llegada del nuevo régimen de la Regeneración, de corte tradicionalista y conservador,
esta nueva propuesta pedagógica se impondría como política educativa oficial en el país por
cerca de medio siglo.

La intensa participación de la población en asociaciones voluntarias, con cerca de 632 de


ellas constituidas durante las décadas del sesenta al ochenta, refleja la importancia que los
contemporáneos atribuyeron a la práctica asociativa como mecanismo de actuación en la
vida pública. Entre las ventajas que ofrecían las asociaciones, estaba la de poder convocar
un mayor número de esfuerzos y recursos con miras a llevar a cabo acciones más efectivas,
con mayores posibilidades de éxito y resultados más óptimos. Otra de sus ventajas estaba
relacionada con la manera como los contemporáneos vieron en la práctica asociativa un
campo ideal para la acción desvinculada de intereses políticos y partidistas. Esta última
ventaja hizo que fuera factible, en el seno de las asociaciones “cívicas”, es decir, de las
sociedades que se conformaban sin propósitos políticos, como eran las de beneficencia, las
literarias y profesionales, la cooperación entre individuos que militaban en partidos
políticos opuestos y enfrentados por disputas ideológicas. Así, liberales y conservadores
encontraron en el terreno neutral del asociacionismo cívico, la posibilidad de dejar a un
lado sus recelos partidistas para trabajar en común por objetivos e ideales de progreso que
compartían a pesar de sus diferencias.

A pesar de las ventajas mencionadas, las prácticas asociativas no estuvieron exentas de


dificultades. Varias de ellas tendieron a desintegrarse y desaparecer con cierta rapidez. En
algunos casos, el interés de los miembros se debilitaba y dejaban de asumir los
compromisos de asistencia, de cuotas y de participación en comisiones que establecían sus
reglamentos. Muchas asociaciones enfrentaron grandes dificultades de recursos para
adelantar los proyectos y metas que se propusieron, y varias otras tuvieron tan escasa o nula
actividad en la vida pública que podríamos decir que su existencia fue meramente nominal.
Asimismo, las asociaciones también se vieron afectadas por los fenómenos de desorden
político que ocasionalmente se presentaban en el país, y que las llevaban a suspender de
manera temporal o definitiva sus actividades.

Esta clase de problemas limitaron en gran medida los alcances reales de estas
organizaciones en la vida pública. De ahí el cuidado que deba tenerse para no
sobredimensionar el asociacionismo del periodo federal partiendo de la base de su alto

 
179

número, pues la importancia cuantitativa de los fenómenos societarios no necesariamente se


correspondió con su importancia cualitativa ni se tradujo siempre en grandes logros y
contribuciones para la sociedad.

Tal vez pueda verse en la debilidad e inestabilidad de las prácticas asociativas un síntoma
de la misma debilidad de la población para organizarse y poner en marcha acciones en pro
de su beneficio de una manera sólida y consistente. El hecho de que la organización de un
número considerable de las asociaciones que existieron durante este periodo se hubiera
dado por disposición y bajo la tutela de gobiernos, como fueron los casos de las Sociedades
de fomento de Antioquia y de las Sociedades de Institutores, así como por la de miembros
de la jerarquía católica, como ocurrió con las Asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús y
algunas Sociedades católicas, puede llevarnos también a relativizar la capacidad de
iniciativa de la población y su poder de autonomía respecto tanto a la Iglesia como al
Estado. De hecho, las asociaciones antes que haberse configurado como las formas de
organización exclusivas de la “sociedad civil”, fueron espacios donde confluyeron los
esfuerzos tanto de miembros de la sociedad como de representantes de la Iglesia y el
Estado.

No obstante, más allá de lo que la práctica asociativa pueda revelarnos sobre la sociedad de
la época, lo que finalmente y en mayor medida nos interesa rescatar es que esta forma de
organización y sociabilidad que se caracterizó por su carácter abierto y relativamente
democrático, permitió que amplios y diversos sectores de la población se involucraran y
jugaran un rol activo en los procesos educativos de la época. A través de la gestión
pedagógica que desarrollaron, las asociaciones contribuyeron a satisfacer demandas y
necesidades educativas de la sociedad colombiana. De este modo, ayudaron a suplir la
capacidad limitada que tenía el Estado para cumplir la función docente que en esta época le
fuera asignada.

Así, indistintamente de cuáles hubieran sido las motivaciones, las intenciones o los
intereses de los individuos y grupos que formaron parte de dichas organizaciones, la amplia
participación que se desencadenó en torno a objetivos educativos, nos impide seguir
pensando la educación como un asunto concerniente de manera exclusiva a los gobiernos y
al restringido círculo de las élites intelectuales.

Un posible camino a seguir: el Estado, la Iglesia y la Sociedad

Con el presente trabajo se ha querido realizar un aporte al campo de la historia de la


educación colombiana del siglo XIX a partir de un esfuerzo por comprender el papel
desempeñado por la sociedad en los fenómenos educativos que marcaron el periodo federal

 
180

colombiano (1863-1886). Durante la investigación llevada a cabo pudimos reconocer que el


camino elegido para abordar dicha problemática, es decir, el del estudio de los fenómenos
asociativos, no estaba exento de amplias limitaciones. Ante todo, porque el hecho de
restringir el análisis al ámbito de las prácticas asociativas implicaba dejar a un lado las
múltiples iniciativas educacionistas que se gestaban de manera individual y al margen de
las asociaciones. Las fuentes, en efecto, nos mostraron numerosos casos de individuos que
sin formar parte de estas organizaciones hicieron contribuciones significativas al campo de
la instrucción.

A pesar de lo anterior, los fenómenos asociativos no dejan de parecernos un objeto de


estudio de gran riqueza para explorar la participación de la sociedad en la vida educativa.
En primer lugar, porque como espacios que fueron de encuentro e integración de personas
con ocupaciones, niveles culturales y estatus sociales muy distintos, su estudio nos permite
abarcar con cierta amplitud y de una manera inclusiva el amplio espectro de lo social, sin
caer en exclusivismos de uno u otro lado, ya sea el de una mirada restringida a las élites, o
bien, el de una limitada a los sectores populares o “subalternos”. En segundo lugar, porque
la comunicación que estas organizaciones establecieron con los gobiernos nos parecen una
vía adecuada para explorar las relaciones que se tejieron entre los particulares y el Estado
en torno a la educación, tanto las que tuvieron como objeto la cooperación entre ambos,
como aquellas menos afortunadas que se vieron marcadas por las disputas que surgieron a
raíz de los desacuerdos sobre el modelo pedagógico que debería primar.

Una última razón tiene que ver con la posibilidad que ofrece el estudio de las asociaciones
de explorar la diversidad de iniciativas y propuestas pedagógicas que gestaron los
integrantes de estas agrupaciones con miras a satisfacer demandas educativas de la
población, especialmente las de los sectores que por una u otra razón estuvieron
marginados de los procesos formales de instrucción que tenían lugar en las instituciones
escolares. Las clases nocturnas, las bibliotecas y las conferencias fueron, entre otras,
algunas de las estrategias adelantas por las asociaciones bajo el propósito de dar a la
población mayores posibilidades de instruirse.

Con todo, los pro y contra de dicho objeto de estudio, los fenómenos asociativos nos han
permitido llegar a una comprensión más equilibrada de los procesos educativos del siglo
XIX, al revelarnos la multiplicidad y diversidad de actores que participaron en dichos
procesos y cuya contribución a los mismos lleva a cuestionar el protagonismo que en la
historiografía nacional suele darse al Estado para explicar los avances en materia educativa
en el país. No se trata con esto de negar el papel del Estado como agente modernizador de
gran importancia durante la época, pero sí de ofrecer una visión más matizada de la historia

 
181

educativa del país al considerar las otras fuerzas que paralelamente impulsaron desarrollos
en este campo.

Ahora bien, la “estadolatría”, como enfoque que ha sido predominante en las historias de la
educación, no sólo explica por qué los investigadores han prestado tan poca atención a los
impulsos educativos que vienen “desde abajo”, sino también, el porqué del desinterés
mostrado respecto a la función educativa que desempeñó la Iglesia católica, no obstante el
importante papel que tradicionalmente ha jugado esta institución en el campo de la
enseñanza. Por lo general, en los trabajos sobre educación en el siglo XIX, la Iglesia tiende
a ser presentada como un actor negativo, que se opuso y frenó los esfuerzos
modernizadores emprendidos por los gobiernos liberales a través de sus proyectos de
instrucción pública. Sin embargo, esta interpretación negativa, e influida posiblemente por
prejuicios liberales, ha sido cuestionada por autores como Gloria M. Arango, Patricia
Londoño y Robert Farrell, quienes, en sus respectivos trabajos, muestran por el contrario a
una Iglesia que también se involucró y aportó de manera significativa a los procesos
educativos de la época, y cuya oposición a los planes instruccionistas de corte liberal y
laico no supuso, por tanto, un rechazo absoluto de la educación y las instituciones de
enseñanza.2

De lo anterior salta a la vista la necesidad y la importancia de repensar la historia de la


educación del país en el siglo XIX, de una manera en la que el Estado no aparezca como el
único protagonista del avance educativo, mientras la sociedad hace el papel de simple
espectador pasivo, y la Iglesia, que lleva la peor parte, funge como el “villano” de la
historia.

Para un propósito así puede resultar bastante rico y sugerente el libro de los historiadores
franceses François Furet y Jacques Ozouf, Lire et écrire: L’alphabétisation des français de
Calvin à Jules Ferry (1977).3 En este trabajo, que no ha sido traducido al español y que
lamentablemente es poco conocido y referenciado entre los historiadores nacionales, los
autores proponen comprender la alfabetización en Francia desde el Antiguo Régimen hasta
el final del siglo XIX, como el resultado de la interacción entre tres fuerzas que bajo modos
e intensidades distintas a lo largo de ese periodo impulsaron dicho proceso: la Iglesia, el
Estado y la sociedad. En este sentido, los autores logran mostrar cómo los avances que en
                                                                                                               
2
cf. Gloria M. Arango de Restrepo, Sociabilidades católicas, entre la tradición y la modernidad. Antioquia,
1870-1930, Medellín, Universidad Nacional de Colombia, DIME, 2004; Patricia Londoño Vega, Religión,
cultura y sociedad en Colombia: Medellín y Antioquia 1850-1930, Bogotá, Fondo de Cultura Económica,
2004; Robert Vincent Farrell, “The Catholic Church and Colombian Education: 1886-1930, in Search of a
Tradition”, Ph. D. thesis, Nueva York, Columbia University, 1974.
3
Se dispuso de la edición en ingles de este libro: Reading and writing: Literacy in France from Calvin to
Jules Ferry, Cambridge, Cambridge University Press, Maison des Sciences de l’Homme, 1982

 
182

términos de alfabetización y escolarización conoció la Francia moderna, se debieron a la


conjunción que hubo entre el interés creciente de la población por la instrucción –primero
en las élites y luego entre las clases populares–, y la voluntad que “desde arriba” las dos
principales instituciones de la época, la Iglesia y el Estado, manifestaron respecto a la
necesidad de generalizar la escuela como un instrumento clave para sus fines de control o
reforma social. Los intereses de estos tres agentes, si bien en ocasiones distintos y
contradictorios, convergieron para hacer posible la extensión masiva de las habilidades de
lectura y escritura entre los franceses y el desarrollo de una red escolar de amplia cobertura
al promediar el siglo XIX.

La importancia que los autores dan a los factores culturales y del orden de las mentalidades
es otro de los tantos aportes valiosos de este libro. Como Furet y Ozouf plantean, las
percepciones que se generaron en torno al conocimiento, la instrucción y la escuela, el
hecho de que hubieran sido vistos como “bienes” deseables y necesarios en la vida
cotidiana por distintos grupos sociales, constituyeron un factor clave en el desarrollo
educativo, en la medida en que dichas percepciones cristalizaron luego en demandas por
instrucción.

Para los investigadores interesados especialmente en el campo de la historia de la


educación, la lectura de este libro puede ser de gran provecho no sólo por los nuevos
caminos, enfoques, análisis y problemas que en él se sugieren y plantean para explorar los
fenómenos educativos, sino también por la invitación que este libro hace a poner a prueba
las concepciones y los modelos teóricos que han marcado las explicaciones sobre este tema.
Esto último, por ejemplo, es lo que hicieron los autores al cuestionar el modelo
economicista desde el cual se plantea una relación de causalidad entre los fenómenos de la
industrialización y los de la alfabetización-escolarización. Según Furet y Ozouf
demuestran, el desarrollo de la instrucción en Francia había antecedido el avance industrial:
“elementary school… was always one step behind industrial development”.4 Asimismo,
estos autores también cuestionaron el peso atribuido al fenómeno político de la Revolución
de 1789 en el crecimiento educativo, por considerar que ello suponía un desconocimiento
de las tendencias evolutivas que en este campo, como demostraron, venían dándose desde
tiempo atrás.

Un ejercicio de crítica similar vendría bien a nuestra historia educativa. Todavía hoy, por
ejemplo, la idea de ver el desarrollo de la instrucción en el país como un producto del
surgimiento de la República y las políticas educativas emprendidas por los nuevos
gobiernos, se basa más en supuestos teóricos, e ideológicos, que sobre hechos realmente
                                                                                                               
4
Ibíd., p. 123.

 
183

comprobados. El reciente estudio de Renán Silva sobre la alfabetización en el Nuevo Reino


de Granada, “Alfabetización, cultura y sociedad. La experiencia del siglo XVIII en el
Virreinato de Nueva Granada,” estudio donde el autor retoma justamente algunas de las
propuestas teóricas y analíticas del libro de Furet y Ozouf, es revelador al respecto al dar
cuenta de un fenómeno de expansión educativa en marcha para un periodo anterior al
republicano, de 1740 a 1810. Como muestra Silva, estas últimas décadas de régimen
monárquico conocieron el ascenso de impulsos e iniciativas educacionistas que tenían su
origen en la sociedad y que reflejaban como tal, “el ascenso de una corriente de soberanía
de la sociedad misma”.5

El estudio del profesor Renán Silva nos permite insistir de nuevo sobre la importancia de
explorar el papel de la sociedad en los procesos educativos. Sobre esta cuestión resta
todavía un largo camino por recorrer en la historiografía colombiana. Se trata sin embargo
de una apuesta que es necesaria y que vale la pena emprender si es que queremos superar la
visión extremadamente unilateral que ha caracterizado a nuestra historia de la educación, en
aras de una comprensión más rica, compleja y, especialmente, equilibrada sobre la misma.
Tal es el propósito al que este trabajo espera haber contribuido.

                                                                                                               
5
Renán Silva, “Alfabetización, cultura y sociedad, la experiencia del siglo XVIII en el Virreinato de Nueva
Granada”, Historia Crítica, Universidad de los Andes, Bogotá, nov., 2008, p. 46.

 
184

ANEXOS

Anexo 1. Establecimientos particulares de enseñanza de tipo femenino (F) y masculino


(M) en la ciudad de Bogotá (1856-1879)

Año* Establecimiento de enseñanza Director(es) Tipo


1856 Instituto de educación de niños Nicolás Escobar Cerda e hijo M
1857 Escuela de primeras letras Francisco A. Machado M
1857 Colegio de Pérez Felipe, Santiago y Remigio M. Pérez M
1858 Liceo de la Infancia Ricardo Carrasquilla M
1859 Colegio de la Santísima Trinidad Eustoquia, Carlota y Hortensia Carrasquilla F
1860 Colegio de San Luis Gonzaga Domingo Martínez M
1861 Colegio de Las Mercedes Segunda Beriña y “hermanas” F
1864 Colegio de las Hijas de María Dolores Amaya de Posse F
1864 Colegio del Sagrado Corazón de María Francisca Domínguez y Josefa Salazar F
1864 Colegio de Santa Ana Abigail B. de Jesús F
1864 Liceo de niñas Eloísa y Zoila Franco F
1864 Colegio de Nuestra Señora de la Paz Juana y Concepción Gómez F
1864 Colegio de niñas Manuela Recaman F
1864 Colegio de Hortensia Parga Hortensia Parga F
1864 Academia Mutis José Caicedo Rojas M
1864 Colegio de San Antonio de Padua Daniel María Michaels y José María Froes M
1864 Colegio del Sagrado Corazón de Jesús José María Trujillo Herrera M
1864 Colegio de Sandino Groot Isidoro Sandino y Wenceslao Sandino Groot M
1864 Colegio de Alejandro Caicedo Alejandro Caicedo M
1864 Colegio de Joaquín Gutiérrez de Celis Joaquín Gutiérrez de Celis M
1864 Academia de la Paz José Belver M
Ignacio Domínguez Manrique y Baldomero
1865 Escuela de San Cayetano M
Umaña
Luis María Silvestre y "sus dos hijos
1865 Colegio de Ricaurte M
mayores"
1866 La Sacra Familia Tomasa Pumar de Ortega F
1866 Colegio del Carmen Delfina González García F
1866 Colegio de niñas María Josefa Soto F
1866 Colegio de la Concepción Belén Carrasquilla de Ortega F
1866 Colegio de San José Jacobo Groot M
1866 Colegio del Espíritu Santo Lorenzo María Lleras y Hermanos M
1866 Colegio del Rosario Francisco E. Álvarez M

 
185

1867 Colegio de Santa Margarita Felisa Laverde F


Concepción Escallon Márquez y Mercedes
1867 Colegio de La Providencia F
Suarez
1867 Colegio de José Vicente Concha José Vicente Concha M
1867 Colegio de Luis Pinzón Luciano Díaz M
1867 Colegio de la Concordia Fernando González M
1868 Casa de Educación para niñas Juana y Jesús Sandino Groot F
1868 Casa de Educación José Ezequiel Garnica M
1869 Escuela de niñas Micaela Mazuera F
1869 Colegio de "San José" Luis María Cuervo M
1869 Colegio de Colón Ruiz Hermanos M
1869 Academia de la Concordia Mr. Wallace M
1870 Escuela Practica de niñas Amelia Roa de Guarín F
1870 Escuela de niñas Dolores y Natalia García Barbera F
1870 Establecimiento de enseñanza objetiva Ruperto S. Gómez M
1870 Escuela primaria Ramón Muñoz M
1871 Colegio de Hijas de María Josefina Ospina O'Leary F
1871 Colegio de Pérez Remigio M. Pérez M
1871 Colegio de Borda José Joaquín Borda M
1872 Colegio del Sagrado Corazón de Jesús María Ciria Díaz y Leticia Cifuentes F
1872 Colegio Americano [directoras de origen protestante] F
1873 Colegio de Santa Gertrudis Comunidad religiosa F
1873 Colegio del Sagrado Corazón de Jesús Carmen Corena de Barrera M
Colegio de enseñanza primaria,
1874 J. Antonio M Arrazola M
secundaria y profesional
1874 Colegio de Ospina Sebastián Ospina y Simón O'Leary M
1875 Colegio del Carmen Genara Meléndez F
1875 Colegio de San Joaquín José María Arrulla y Federico Patiño M
1875 Colegio para niños Venancio Ortiz M
1878 Colegio para niñas Eufemia Cabrera F
1878 Colegio Víctor Mallarino M
1878 Liceo de San José José María Froes M
1878 Colegio Posse Martínez Alejo Posse Martínez M
1879 Colegio Alemán para señoritas Catalina R. de Montenegro F
1879 Academia Literaria Nicolás Tanco Paris y Gabriel Rosas M
Fuentes: Información tomada de la sección de “Anuncios” de los siguientes periódicos de Bogotá: Diario
de Cundinamarca, Diario Oficial, La Caridad, El Hogar y Museo Literario.

                                                                                                               
*  La fecha corresponde al año en que se encontró publicado el aviso. Sólo en algunos casos se pudo saber el
año exacto en que se fundó el colegio, de ahí que aunque el periodo revisado haya iniciado en 1860 se
encuentren establecimientos anteriores a esta fecha.

 
186

Anexo 2. Publicaciones periódicas de las asociaciones literarias y de estudio en las


décadas de 1860, 1870 y 1880

Asociación Lugar Publicación Años


Tertulia Bogotá El Mosaico 1858-1872
Sociedad Filomática Bogotá El Estudiante 1866
"reunión literaria" Bogotá El Hogar 1868
Liceo de la Infancia Bogotá El Niño 1868
Sociedad literaria Bogotá La Juventud 1868
Sociedad Literaria del Batallón Urdaneta Cali Eco del Urdaneta 1868
no. 17
Sociedad literaria Bogotá La Juventud 1872
Liceo de Cartagena Cartagena El Oasis 1872
Sociedad literaria de la Universidad de Medellín La Lechuza 1875
Antioquia
Sociedad literaria Panamá El Cachifo 1875
Concejo Municipal del Colegio del Estado Cartagena El Colegio 1876
(Bolívar)
Sociedad literaria Juventud Unida Panamá Eco Juvenil 1876
Sociedad literaria Cali La Voz Juvenil 1878
El Liceo de la Juventud Suaita El Liceo 1878
(Santander)
Sociedad Escuela Normal Cartagena La Luz 1878
Sociedad de La Juventud Barranquilla La Juventud 1879
Sociedad científico-literaria del Colegio del Bogotá El Estudio 1882
Rosario
Sociedad literaria Santuario El Aldeano 1883
Club de amigos Yarumal Anales del Club 1883
Sociedad de San Luis Gonzaga Ocaña El Recreo 1884
Ateneo de Bogotá Bogotá El Ateneo 1885
Sociedad Liceo Colombiano Panamá El Estudio 1887
Escuela Literaria Pasto El Precursor 1887
El Liceo Cartagena EL Liceo 1870-1872
Juventud Istmeña Panamá La Idea 1876-1878
El Liceo Antioqueño Medellín Liceo antioqueño, La 1884, 1886-
Miscelánea 1887
Sociedad literaria del Colegio Seminario de Santafé de El Estudio 1887-1888
San Fernando Antioquia
Sociedad literaria del Colegio San José Pamplona El Institutor 1887-1889

Fuentes: información tomada de los periódicos arriba citados y de: Patricia Londoño Vega, Religión,
cultura y sociedad en Colombia: Medellín y Antioquia 1850-1930, Bogotá, Fondo de Cultura Económica,
2004; Juan Camilo Escobar Villegas, Progresar y civilizar. Imaginarios de identidad y élites intelectuales
de Antioquia en Euroamérica, 1830-1850, Medellín, EAFIT, 2009.

 
187

BIBLIOGRAFÍA

FUENTES PRIMARIAS

I. Legislación

Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia desde el año de 1821, hecha
conforme a la Ley 13 de 1912, por la Sala de Negocios Generales del Consejo de Estado,
Bogotá, Imprenta Nacional, 1931.

Constitución de Cundinamarca, Bogotá, Imprenta Patriótica, 1811.

Constitución del Estado de Cartagena de Indias, Cartagena, Imprenta de C. Diego


Espinosa, 1812.

Constitución de la República de Colombia, 1821.

Constitución de la República de la Nueva Granada, 1853.

Constitución de los Estados Unidos de Colombia, 1863.

Constitución de la República de Colombia, 1886.

Decreto Orgánico de la Instrucción pública primaria, Bogotá, Imprenta de la Nación,


1870.

Decreto organizando la instrucción primaria: dado en ejecución de la Lei de 2 de mayo de


1843, Bogotá, Imprenta de José A. Cualla, 1845, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

II. Informes, estatutos, comunicaciones oficiales, memorias y hojas sueltas

Autor anónimo, “Sociedad Católica”, Bogotá, Impreso por J. A. Cualla, 1838, en: BNC,
Fondo Biblioteca digital.

 
188

Autor anónimo, “A los amigos de la buena educación”, Bogotá, Imprenta de Nicomedes


Lora, 11 de diciembre de 1834, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

“Diligencias relativas a la clausura de las Escuelas de Armenia, dist. de Heliconia”, 15 de


agosto - 4 de septiembre de 1882, en: Archivo Histórico de Antioquia, Sección República,
Fondo Instrucción pública, tomo 2788, fols. 140-142.

Estatutos de la Biblioteca de Honda, Honda, Imprenta de E. N. Treffry, 1875, en: BNC,


Fondo Miscelánea José Asunción Silva, pieza núm. 358.

Estatutos de la Congregación de Caridad de Bogotá, Bogotá, Imprenta de “El


Catolicismo”, 1855, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

Estatutos de la Sociedad de Educación Primaria de Bogotá. Establecidos por la Cámara


provincial en 4 de octubre de 1834. Reglamento para el réjimen interior de su consejo
administrativo, adoptado por el mismo consejo en la sesión del 11 de enero de 1835 y
decretos reformatorios espedidos por la misma Cámara provincial en 13 de Octubre de
1835, i 24 de Setiembre de 1841, Bogotá, Imprenta de J. A. Cualla, 1843, en: BNC, Fondo
Biblioteca digital.

Galaviz, José María, Esposición que hace a la Sociedad Ausiliar de la Educación Primaria
de Neiva el presidente de ella i de su Consejo Administrativo, sobre el curso que han tenido
los negocios en el semestre corrido de 15 de octubre de 1837 a 15 de abril de este año,
Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

Galindo, Aníbal, Anuario Estadístico de Colombia, Bogotá, Imprenta de Medardo Rivas,


1875,

Noticias sobre el objeto de la Sociedad Central de San Vicente de Paúl, su constitución y


sus trabajos, Bogotá, Imprenta de Silvestre y Compañía, 1887, en: BLAA, Colección
misceláneas.

Reglamento de la Sociedad de S. Vicente de Paúl, Bogotá, Imprenta a cargo de F. Mantilla,


1866, en: BLAA, Colección misceláneas

Reglamento orgánico de la Sociedad Popular de Instrucción Mutua y Fraternidad


Cristiana, Bogotá, Imprenta de El Día, 1849, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

 
189

Sociedad Central de San Vicente de Paúl, Memoria del Presidente y discurso del socio D.
Luis Martínez Silva, leídos en la sesión solemne celebrada el 24 de julio de 1887, Bogotá,
Imprenta de Silvestre y Compañía, 1887, en: BLAA, Colección misceláneas.

Sociedad de Educación Elemental Primaria, Estatutos aprobados en la sesión general de


1º. de setiembre de 1833, seguidos del Reglamento interior del Consejo de la Sociedad,
Popayán, Imprenta de la Universidad, 1833, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

Sociedad de Educación Primaria de Bogotá, Actas de la sociedad de educación primaria de


Bogotá i de su concejo administrativo desde el ocho de diciembre de mil ochocientos
treinta y cuatro, día de su instalación, en: BNC, Fondo Biblioteca digital.

Sociedad de San Vicente de Paúl, Memoria del Presidente y discurso del socio sr. D. José
Joaquín Ortiz, leídos en la sesión solemne celebrada el día 24 de julio de 1881, Bogotá,
Imprenta de Medardo Rívas, 1881, en: BLAA, Colección misceláneas.

III. Publicaciones periódicas

I) Periódicos oficiales

Anales de la Instrucción pública en los Estados Unidos de Colombia, septiembre de 1880 a


enero de 1885.
Boletín Oficial, Medellín, 1870-1873.
Diario Oficial, Bogotá, 1864, 1866, 1870, 1871.
El Escolar, Popayán, octubre de 1874 a julio de 1876.
El Institutor, Santa Marta, agosto de 1872 a mayo de 1880.
El Maestro de Escuela, Bogotá, febrero a octubre de 1872.
El Monitor, Medellín, diciembre de 1871 a agosto de 1876.
El Preceptor, Medellín, septiembre de 1877 a julio de 1883.
Gaceta de la Instrucción Pública, Panamá, enero de 1874 a septiembre de 1876.
La Escuela, Neiva, septiembre de 1880 a diciembre de 1883.
La Escuela Normal, Bogotá. 1870-1876.
La Escuela Primaria, Socorro, noviembre de 1871 a agosto de 1876.
La Escuela y El Hogar, Tunja, agosto a septiembre de 1881.
La Instrucción Primaria, Tunja, enero de 1873 a mayo de 1878.
La Revista, Cartagena, marzo a noviembre de 1872.
Revista de los Establecimientos de Beneficencia, Bogotá, enero a diciembre de 1871.

 
190

II) Periódicos no oficiales

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Anales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, Bogotá, 1868-
1872.
Boletín de la Sociedad Democrática, Cali, junio de 1867.
Correo de las Aldeas, Bogotá, julio de 1887 a junio de 1888
Crónica del Colejio de Boyacá, Tunja, agosto a septiembre de 1867.
Diario de Cundinamarca, Bogotá, 1869, 1870, 1871, 1879
Eco del Colegio Ribón, “órgano del Colegio del mismo nombre", Barranquilla, marzo a
abril de 1883.
Eco Juvenil, “órgano de la Sociedad Literaria 'Juventud Unida'”, Panamá, julio-diciembre,
1876
El Alba, Cali, 1869.
El Álbum, Medellín, diciembre de 1872.
El Álbum de los niños, Tunja, 1871-1872.
El Aldeano, Santuario, junio de 1883.
El Amigo Antioqueño, Medellín, mayo de 1874.
El Amigo, Medellín, marzo a noviembre de 1872.
El Cachaco, Bogotá, abril a diciembre de 1879.
El Cachifo, Panamá, enero a mayo de 1875.
El Cauca, Popayán, mayo a junio de 1874.
El Centro, Bogotá, marzo de 1888.
El Chino de Bogotá, Bogotá, enero a diciembre de 1874.
El Colejio, Cartagena, julio de 1876 a septiembre de 1876.
El Correo de Antioquia, Medellín, julio a octubre de 1864.
El Crepúsculo, Panamá, abril a agosto de 1870.
El Deber, “órgano de la Sociedad Filopolita”, Medellín, marzo a julio de 1876
El Educacionista, “órgano del Colegio Académico”, Bogotá, abril de 1887 a marzo de
1888.
El Estudiante, “órgano de la Sociedad Filomática”, Bogotá, junio a agosto de 1866.
El Estudio, Barranquilla, abril de 1879 a abril de 1880.
El Estudio, "órgano del Colegio Seminario de San Fernando”, Santafé de Antioquia, marzo
de 1887 a febrero de 1888.
El Estudio, “órgano de la sociedad 'Liceo Colombiano'”, Panamá, junio a octubre de 1887
El Estudio, “órgano de la Sociedad científico-literaria del Colegio del Rosario”, Bogotá,
septiembre de 1882 a junio de 1883.
El Estudio, Panamá, febrero a septiembre de 1879.
El Estudio, Rionegro, diciembre de 1869 a diciembre de 1870.

 
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El Estudio, Sogamoso, agosto de 1879.


El Filopolita, Panamá, junio de 1867.
El Fisgón Impertinente, Panamá, octubre a diciembre de 1887.
El Gladiador, Bogotá, octubre de 1883.
El Hogar, Bogotá, enero de 1868 enero de 1870.
El Iris, Barranquilla, 1874.
El Jardín, Zipaquirá, agosto a octubre de 1880.
El Liceo Antioqueño, Medellín, junio a agosto de 1884.
El Liceo, "órgano de 'El Liceo de la Juventud'”, Suaita (Santander), mayo de 1876 a
septiembre de 1878.
El Liceo, Cartagena, abril de 1871.
El Manzanares, Santa Marta, diciembre de 1861 a enero 1862.
El Mensajero, Bogotá, noviembre de 1866 a enero de 1867.
El Misionero, “órgano de los intereses de 'la Sociedad de la Caridad'”, Barranquilla, octubre
a diciembre de 1870.
El Monitor, “órgano del Colegio de San Rafael”, Chiquinquirá, junio de 1878.
El Oasis, Cartagena, mayo de 1872.
El Oasis, Medellín, enero a febrero de 1868.
El Obrero, Bogotá, mayo de 1873.
El Obrero, Bogotá, septiembre de 1881 a abril de 1882.
El Obrero, “órgano de la ‘Sociedad Filomática’”, Ocaña, octubre de 1875 a enero de 1876
El Occidente, Chiquinquirá, julio de 1872.
El Pestalozziano, Socorro, septiembre de 1875 a agosto de 1876.
El Precursor, “órgano de la 'Escuela Literaria' de Pasto", Pasto, enero a diciembre de 1887.
El Racionalista, “órgano de la Sociedad de la Juventud Unida”, Bogotá, abril de 1873.
El Renacimiento, Ocaña, junio a noviembre de 1886.
El Repertorio colombiano, Bogotá, julio a diciembre de 1878.
El Tradicionista, Bogotá, noviembre de 1871.
El Unitario, Neiva, septiembre a diciembre de 1886.
El Valle, Cúcuta, diciembre de 1877.
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La Abeja, “órgano de la Junta Directiva de la Sociedad Protectora de Niños
Desamparados”, Bogotá, julio de 1883 a mayo de 1884.
La Alianza, Bogotá, octubre de 1866 a noviembre de 1868.
La Antorcha de Zaragoza, Zaragoza, Julio de 1862
La Aurora, Cartagena, 1869.
La Aurora, Medellín, octubre de 1868 a octubre de 1869.
La Aurora, Popayán, mayo de 1880.
La Caridad, Bogotá, septiembre de 1864 a julio de 1879

 
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La Cartilla popular, Panamá, diciembre de 1843.


La Ciencia, Bogotá, mayo de 1879.
La Crónica escolar, Panamá, diciembre de 1882 a julio de 1883.
La fe, Cartagena, febrero de 1879.
La Fraternidad, "órgano de la Sociedad de Socorros Mutuos", Bogotá, julio a septiembre
de 1874.
La Golondrina, Medellín, junio a julio de 1881.
La Idea, Manizales, noviembre de 1881 a enero de 1882.
La Inspiración, Barranquilla, diciembre de 1881 a marzo de 1882.
La Joven Riohacha, “Sociedad de Enseñanza mutua i recreación", Riohacha, diciembre de
1855
La Juventud Católica, “órgano de la Congregación de San Luis Gonzaga”, Bogotá, julio a
agosto de 1884.
La Juventud Católica, Cali, 1872
La Juventud, “órgano de la sociedad del mismo nombre”, Barranquilla, diciembre de 1879.
La Juventud, Barranquilla, junio a octubre de 1888.
La Juventud, Bogotá, julio a agosto de 1882 .
La Juventud, Bogotá, octubre de 1868 a junio de 1869.
La Juventud, Cartagena, enero a marzo de 1871.
La Lechuza, Medellín, junio a octubre de 1875.
La Literatura, Mompos, marzo de 1874.
La Miscelánea, “órgano del Liceo Antioqueño”, Medellín, febrero a septiembre 1887.
La Mujer, Bogotá, 1879-1880.
La Nueva Idea, Bogotá, 1873.
La Patria, Bogotá, enero a noviembre de 1878.
La Prensa Evangélica, Bucaramanga, febrero a marzo de 1876.
La Regeneración, Popayán, febrero a julio de 1888.
La Siesta, Bogotá, abril a julio de 1886.
La Sociedad, Medellín, junio de 1872 a julio de 1876.
La Tarde, Bogotá, noviembre de 1874.
La Tertulia, Cartagena, abril a junio de 1888.
La Voz Juvenil, Cali, enero a marzo de 1878.
Los Ecos de Cúcuta, Cúcuta, diciembre de 1880.
Los Ecos del Ruiz, Manizales, 1880.
Los Calaveras, Cartagena, abril de 1866.
Museo literario, Bogotá, enero a diciembre de 1871.
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