La Revuelta Del Futuro Mito e Historia e
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¡Hispana)americanos) 535
Invenciones
y ensayos 5JUAN
Respuesta clara y concisa
RAMÓN JIMÉNEZ
39 Sub-rosa:unalamuerte
verdad fingida de Crónica de
anunciada
GONZALO DÍAZ-MIGO YO
53distintas
El otoño del patriarca: tres muertes
para un patriarca gay
MARÍA EULALIA MONTANER FERRER
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Respuesta clara y concisa
1. Centro
3. ¿Crítica anónima?
Sí, crítico anónimo, digo: crítico irresponsable. Yo escribí hace 20 años
y sigo escribiendo que Garcilaso y Góngora en nuestra poesía antigua y
Jorge Guillen y Feo. García Lorca en la moderna (y éstos no son ejemplos
únicos sino elejidos) no representan en su escritura el espíritu humano,
no se mueven en la esfera en que se mueven los más verdaderos poetas,
el mejor Dante, el mejor Juan de la Cruz, el mejor Goethe y el mejor Una-
muno, también por ejemplos elejidos; no tienden a la esfera alta y honda
en que yo querría vivir siempre con ellos.
Esto no quiere decir que yo no admire y evalúe hoy como hace 30 años
la encantadora fluencia, la floral y frutal dicción de Garcilaso, la rica sinta-
xis poética, la majia verbal de Góngora, los premiosos y acendrados logros
literarios de Guillen ni la pintura plástica y musical de Lorca.
Y en mí han influido mucho Garcilaso y Góngora durante mi juventud.
Pero ¿por qué no puedo yo lamentar hoy, en plena vejez, esas influencias,
como la del mismo R. Darío, aun respetando a conciencia el valor cualitati-
vo de los tres?
(Inédito) (1954)
4. Carbón y hombre
De un hombre tiznado de carbón se dice que está sucio; y se dice tam-
bién que se limpia lavándose con agua y jabón. Pero un filón de carbón
en una mina, un montón de carbón en una casa no son ni están sucios;
y se ensucian echándoles jabón y agua.
¡Qué complicado este asunto de lo sucio y lo limpio, este mancharse ti-
zándose y este no ensuciarse lavándose!
(Inédito) (1954)
5. Fijar y lucir
Una cosa es decir o escribir el canto incontenible para fijarlo y perdurar-
lo y otra cosa es sentir afán de escribir por lujo de escribir. En el primer
7
6. Modernismo
Parece imposible que, después de tres cuartos de siglo (el último del die-
cinueve y los dos primeros del corriente), se siga considerando en España
y en Americohispania el modernismo con la incomprensión ciega y obstina-
da con que se le considera. Como si la mayoría de los críticos se encontra-
ran muy cómodos en lo falsamente establecido y no quisieran cambiar todo
su sistema de relaciones para que no se les venga abajo su tinglado ocasio-
nal. Todo parte, a mi juicio, de que se ha construido durante 50 años por
mala fe o por ignorancia, sobre un cimiento falso: la llamada crítica de
los periódicos satíricos de una época. Y el resultado fue y sigue siendo
que se tome el modernismo como su vicio, tales princesas, tales nelumbos,
tales muebles o tales esdrújulos; una equivalencia de lo que fue y sigue
siendo que se tome el romanticismo por tales tisis provocadas, tales suici-
dios aparatosos, es decir como su vicio también. En cada siglo ocurre lo
mismo con los movimientos nuevos de cada época sólo que ya los vicios
del Renacimiento, por ejemplo, están bien separados ya de las calidades
normales por el tiempo.
El nombre modernismo apareció en Alemania a mediados del siglo dieci-
nueve, como es sabido, para señalar (y no despetivamente) un movimiento
teolójico de judíos, protestantes y católicos que pretendían conciliar, en
lo posible, los dogmas de la iglesia con los descubrimientos científicos. El
movimiento pasó a Francia donde el abad Loisy fue su principal propagan-
dista; a los Estados Unidos en donde se le opone otra escuela teolójica,
la de los fundamentalistas de Tennesee; a Italia, a Rusia, etc. Pero en Fran-
cia no tomaron ese nombre los escritores ni los artistas representativos
8
7. En la armonía eterna
Cuando Jesús, hijo de María, dijo sintiéndose morir en su cruz: «Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu», quiso decir, sin duda: «Conciencia
10
8. Bowra dijo
Bowra, el probado crítico inglés del simbolismo, escribió en su ensayo
«La poesía en los primeros cincuenta años de nuestro siglo» y refiriéndose
a España que no era ocasión de hablar de Antonio Machado en dicho ensa-
yo [espacio en blanco] Hardy, etc. [amplio espacio en blanco de tres líneas.]
Y añade luego que Unamuno y algún otro... [espacio en blanco de dos lí-
neas.] Y ¿por qué no he de añadir yo que creo que Bowra tiene razón si
creo firmemente que la tiene [?] ¿Quiere esto decir, crítico anónimo arbi-
trario, que yo no considere a Antonio Machado un verdadero poeta como'
he dicho y seguiré diciendo mientras viva, un extraordinario trasnochado?
¿No puedo decir que su romance «La tierra de Alvargonzález» como dijo
Ramón Menéndez Pidal no es una equivalencia de los romances del «Ro-
mancero» y que no abre ninguna posibilidad hacia el futuro? ¿y que el
poema «Divagaciones» es sencillamente romanticismo estravagario que pu-
do haber escrito Espronceda?
¿Por qué no puedo yo decir lo que pienso por el hecho de que soy un
escrior en verso y prosa y no un crítico anónimo? ¿Decir que Antonio Ma-
chado corresponde a la época a que pertenece quiere decir que yo lo arrumbe
con Núñez de Arce y Campoamor? ¿Pues dónde he dicho yo que Campoa-
mor y Núñez de Arce sean verdaderos poetas? Pero sí puedo añadir que
en Antonio Machado hay mucho de Campoamor como hay mucho de Bar-
trina, de Gabriel y Galán y de otros poetas del siglo diecinueve.
Un río profundo puede llevar un arrastre superficial desde su fuente.
9. Nunca y siempre
En amor, nunca pedir y siempre dar. Aceptar siempre y siempre devolver.
(Inédito) (1954)
11
10. 72 años
Tengo 72 años. Desde los 11 estoy leyendo, escribiendo y viajando. Sí,
he leído y tratado a poetas de muchos países, a casi todos los del mío.
Creo, por todo esto, que tengo derecho a opinar sobre la escritura española.
Yo podría sintetizar hoy mi gusto poético en cuanto a poesía española
diciendo por ejemplo que el «romance del Conde Arnaldos», las estrofas
tal, tal y tal de la «Canción del alma» de San Juan de la Cruz, la «Rima»
«con mi dolor a solas» de Bécquer, el poema «él flotando en las aguas»
de Unamuno, «La muerte de Abel Martín» de Antonio Machado significan
los logros mayores líricos de nuestro idioma.
Si otros críticos no piensan como yo, no me preocupo por ello, ya que
así será más estenso el vivero jeneral de la poesía española. Y tampoco
ataco al crítico que me contradiga, pero defenderé mi derecho a mi gusto
y diré lo que piense de los ejemplos de los otros escritores. Y también
de ellos como hombres. Pero de frente y con mi firma.
Y si todavía viviera más y cambiara de gusto lo diría también, como
en años anteriores unos exaltaron más a Góngora o Garcilaso por ej. más
que hoy.
(Inédito) (1954)
J. lv. J .
Puntualizaciones a
una respuesta de
Juan Ramón Jiménez
Queridos amigos:
mucho he tardado en enviar a ustedes, en respuesta a sus cariñosas
invitaciones de hace tiempo, alguna colaboración mía; pero nunca he olvidado su jene-
rosa atención para conmigo.
Hoy van, con esta carta y para iniciar una colaboración más o menos regular, si
ustedes, después de ésta, la siguen deseando, estos aforismos de mi libro Ideolojía.
Además, va una oferta. ¿Les interesaría a ustedes dar series breves de cartas de mi
archivo (1896-1954) de muertos y vivos, y que no ofenden a vivos, ni a muertos que
no correspondan ya a la historia? [...}2.
Temas y personajes
Por lo que respecta al contenido, pueden agruparse en cuatro temas prin-
cipales: la poesía, abordada en los números 1, 3, 5, 6, 8, 10 y 13; la religión,
comentada en los números 6, 7 y 32; cuestiones sociales, tratadas en los
números 4, 9 y 11, y los autorretratos o autocríticas de los números 2 y 14.
Menciona a 47 escritores: Aleixandre, Azorín, Baroja, Bartrina, Baudelai-
re, Bécquer, Benavente, Bowra, Campoamor, Rosalía de Castro, Dante, Da-
río, Espronceda, Ferrari, Gabriel y Galán, Ganivet, García Lorca, Garcilaso,
Goethe, Góngora, Gracián, Guillen, Hardy, Heredia, Juan de la Cruz, Lafor-
gue, Larra, Loisy, Antonio y Manuel Machado, Maeztu, Mallarmé, Martí,
Gabriel Maura, Menéndez Pidal, Neruda, Núñez de Arce, Ortega, Reina, Rimbaud,
Rueda, Teresa de Jesús, Unamuno, Valle-Inclán, Vallejo, Verlaine y Villaes-
pesa. Además se refiere al Poema de mío Cid, el romancero y diversas es-
cuelas. Como se ve, una nómina vastísima y variadísima, en la que domi-
nan los poetas, pero no faltan novelistas, dramaturgos y ensayistas.
Las preferencias juanramonianas quedan también claras: Unamuno, a quien
consideraba el primer poeta español contemporáneo, al lado del nicara-
güense Rubén Darío como reformador de la lírica nacional, está citado en
cuatro aforismos, y Juan de la Cruz y Antonio Machado, otros poetas predi-
lectos, en tres. Insistimos en que la cantidad de alusiones se ciñe a los
aforismos, sin contar las veces que sean nombrados en ellos.
El que hemos calificado de microensayo, «Modernismo», como es lógico,
congrega a la mayor parte de esos escritores. Es un resumen, claro y conci-
so, del movimiento estético al que pertenecía el propio Juan Ramón, y en
el que participó decisivamente desde aquel mes de abril de 1900 en que
se instaló en Madrid por primera vez.
Algunos errores
Decimos la fecha para corregir un error declarado en ese aforismo: «Cuando
yo llegué a Madrid en 1898», dice el poeta en el sexto aforismo. Sin embar-
go, siempre había asegurado que el primer viaje a Madrid lo realizó en
abril de 1900, a sus 18 años, llamado por Villaespesa mediante una tarjeta
postal firmada también por Rubén Darío. Es lo lógico, dada la edad del
21
La respuesta diferida
Puede ser que el tiempo forme un círculo o que la eternidad esté presen-
tincada, según quería Juan Ramón en concordancia con algunos filósofos
contemporáneos. En sus últimos años volvió a retomar las creencias del
principio, refiriéndonos a su vida intelectual activa. Han pasado cuarenta
años desde que escribió y corrigió la serie de aforismos «Respuesta clara
y concisa» para publicarla en Cuadernos Hispanoamericanos, Pero no ha
pasado nada.
En esa «hora ensanchada» en la que permanecemos, según él mismo des-
cubrió, es posible realizar su deseo, en una especie de recuperación del
tiempo perdido. No, no ha pasado nada, aunque el autor haya muerto, aun-
que hayan cambiado los responsables de la revista, aunque sea inconve-
niente añadir estas notas explicativas al texto original que permaneció ig-
norado durante cuarenta años.
Fieles a ese original, que hemos interpretado por cuenta y riesgo en al-
gún pasaje dificultoso por sus muchos añadidos manuscritos, queremos re-
producirlo tal como Juan Ramón lo dispuso. En consecuencia, no nos atre-
vemos a excluir los dos aforismos publicados en Ideolojía en versión exac-
ta, el séptimo y el noveno de esta serie, sino que los dejamos en su lugar.
Asimismo, copiamos las reiteradas menciones de ineditez (que en esos dos
casos ya no son ciertas) y de datación. Con todo el respeto que merece
cualquier autor, y con la devoción que nos inspira Juan Ramón por su pureza.
Inmadurez de la crítica
Ambas vías interpretativas han intentado bajar a los estratos más pro-
fundos de la abrumadora simbología de García Márquez y sólo se distan-
cian en los métodos seguidos para ello. Mientras que la hermenéutica tra-
dicional opera con la tradición filológica y aguza el ingenio sobre las pistas
que el autor mismo da en las entrevistas que ha ido concediendo —se lleva
la palma la entrevista realizada por Luis Harss en 1966— la orientación
posmoderna actúa con criterios psicoanalíticos e interpretaciones míticas,
apoyándose en la relevancia para la trama del tema del incesto, resaltando
su papel en el desenlace y sobrevalorando la circularidad de la novela. Las
dos orientaciones presentan ventajas y problemas. Los filólogos proponen
lecturas muy cercanas al texto; por ello, no suelen incurrir en arbitrarieda-
24
Espacio-tiempo y realismo
La concepción de los géneros literarios y, sobre todo, la teoría de la nove-
la de Bajtín (1975 y 1979) permiten desarrollar un pensamiento, más que
un método en el sentido elemental a que nos tiene acostumbrados la crítica
literaria, que nos posibilite penetrar la superficie del texto literario y si-
tuarnos directamente en la arquitectura del objeto estético.
El propósito central en la investigación bajtiniana es la concepción del
espacio-tiempo y la imagen del hombre en la novela, La novela en su forma-
ción como género se prepara para la asimilación del tiempo histórico real
y del hombre histórico. Esta tarea implica «saber ver el tiempo, saber leer
el tiempo-» en la totalidad espacial del mundo y, por otra parte, percibir
de qué manera el espacio se llena no como un fondo inmóvil, como algo
dado de una vez y para siempre, sino como una totalidad en el proceso
de generación, como un acontecimiento: se trata de saber leer los indicios
del transcurso del tiempo en todo, comenzando por la naturaleza y termi-
nando por las costumbres e ideas de los hombres (hasta llegar a los con-
ceptos abstractos) (Bajtín 1979, 216-7).
Pero ahora no me interesan todos los tipos de tiempo que puede captar
la novela. Me interesa principalmente el tiempo histórico y, especialmente,
la relación del tiempo histórico con el tiempo cíclico, por el papel vital
que ambas versiones temporales han jugado en la arquitectura de Cien años
de soledad (la línea y el círculo, según Palencia-Roth). La elaboración del
tiempo histórico comienza en la Ilustración a partir de los indicios y cate-
gorías de los tiempos cíclicos: el de la naturaleza, el de la vida cotidiana
y el tiempo idílico del trabajo campesino (Bajtín 1979, 217). Y en este terre-
no, abonado y preparado por las concepciones cíclicas del tiempo, empie-
zan a manifestarse los indicios de la temporalidad histórica, los indicios
del crecimiento esencial del hombre. Las contradicciones de la vida moder-
na, con la pérdida del carácter absoluto, natural, eterno, dado por Dios,
ponen de manifiesto la heterogeneidad espacio-temporal de la vida contem-
poránea, que combina vestigios del pasado y tendencias del futuro. La irrupción
de los problemas de la actualidad viva en el marco de los tiempos cíclicos
convierte el tema de las «edades del hombre» en el tema de las generacio-
nes; el tema de los ciclos agrícolas, en el tema de la destrucción y defensa
de la tierra (Huasipungo); el tema de las «estaciones del año» (Vivaldi) en
el de las etapas de una vida (las Sonatas de Valle-Inclán). Así en el seno
de la temporalidad cíclica se van introduciendo, por corrupción, las pers-
pectivas históricas.
26
Parodia y antipatetismo
La actitud paródica hacia casi todas las formas de la palabra ideológica
—filosófica, moral, retórica, poética— y, en especial, hacía las formas paté-
ticas, la ha llevado García Márquez hasta la parodia del lenguaje y del pen-
samiento en general (Bajtín 1979, 126-127).
Esta actitud paródica y antipatética es la causa de la pureza extrema
de la prosa —de la palabra— de García Márquez. La ridiculización del len-
guaje de la seriedad arrogante y fingida, del discurso ideológico convencio-
nal y falso, premeditadamente inadecuado a la realidad, está en el origen
de la profunda depuración del lenguaje de García Márquez. Esa operación
de limpieza ideológica es inevitablemente una operación de limpieza estilís-
tica. La verdad se restablece llevando la mentira al absurdo; pero ella mis-
ma no busca palabras, tiene miedo a enredarse en la palabra, a quedarse
atascada en el patetismo verbal (Bajtín 1979, 127).
Una muestra de parodia de la palabra seria nos la da la llegada a la
casa de los Buendía del hijo de Meme y Mauricio Babilonia, traído por
una monja anciana que llevaba una canastilla colgada del brazo:
Fernanda (la abuela del niño) se sublevó íntimamente contra aquella burla del desti-
no, pero tuvo fuerzas para disimularlo delante de la monja.
—Diremos que lo encontramos flotando en la canastilla —sonrió.
—No se lo creerá nadie —dijo la monja.
—Si se lo creyeron a las Sagradas Escrituras —replicó Fernanda—, no veo por qué
no han de creérmelo a mí (371).
No necesita la verdad palabras para expresarse, le basta con leer un po-
co más adelante que:
a pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Úrsula
se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Sofía de la Piedad había dado un nuevo
impulso a su industria de repostería, y no sólo recuperó en pocos años la fortuna
que su hijo se gastó en la guerra, sino que volvió a atiborrar de oro puro los calaba-
zos enterrados en el dormitorio (224).
Aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas,
conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad de carácter y el equilibrio men-
tal (266-7).
salió de casa por primera vez a los doce años, en un coche de caballos que sólo tuvo
que recorrer dos cuadras para llevarla al convento (283).
31
Con su terrible sentido práctico, ella (Úrsula) no podía entender el negocio del coro-
nel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas
de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez
más a medida que vendía más, para satisfacer un circulo vicioso exasperante. En
verdad, lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo (276),
Igualmente José Arcadio Segundo se lanza al dragado del río sin ninguna
finalidad comercial. Naturalmente, la crítica del monetarismo no tiene por
qué ser improductiva. Úrsula, «con su terrible sentido práctico», no des-
cansa en sus quehaceres industriales, primero con los caramelos, después
con el horno de repostería. Y, todavía más, la laboriosidad de los Buendía
compensa la ausencia de principios monetaristas con Ja proliferación sin
cuento de los animales de Petra Cotes y Aureliano Segundo. La naturaleza
se presta a colaborar de forma desbordada en cuanto negocio buendiano
es convocada. Por la misma razón antimonetarista, Aureliano Segundo dila-
pida su fortuna en cientos de parrandas interminables y la propia Fernan-
da del Carpió no encuentra extraña la invasión de forasteros que van a
alimentarse o a descansar a la casa con la llegada del tren y del posterior
establecimiento de la Compañía Bananera e incluso se escandaliza de que
uno de los visitantes pretenda pagar por la comida.
Esa proporcionalidad directa entre valores y dimensiones se funda en
la confianza excepcional en el espacio y el tiempo terrestes, en la misma
naturaleza, y en la percepción de la profunda unidad orgánica existente
entre el género humano y la naturaleza. Sólo la ausencia total de descon-
fianza hacia los demás seres humanos puede restituir la comunión íntima
del hombre con la naturaleza, en otras palabras, la comunión del cuerpo
orgánico del hombre genérico con su cuerpo inorgánico —la tierra y el
tiempo—. Por esta razón, Cien años de soledad pertenece a ese tipo de no-
velas de vastas extensiones espaciotemporales y lejanías. José Arcadio «le
había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo» y Macondo fue funda-
do «para no tener que emprender el camino de regreso», tras una travesía
de sierra que duraba «veintiséis meses».
Pero la proporcionalidad directa carece por completo en García Márquez
del carácter ingenuo que le otorgan la épica y el folclore —tampoco existe
32
Fue entonces cuando decidió que ningún ser humano, ni siquiera Úrsula, se le apro-
ximara a menos de tres metros. En el centro del círculo de tiza que sus edecanes
trazaban dondequiera que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con
órdenes breves e inapelables el destino del mundo (241).
Las series
El método de novelar que comparten Rabelais y García Márquez tiene
en común la construcción de series, cadenas temáticas que expresan las
nuevas vecindades que se instauran gracias a este método entre ideas y
cosas. Cada serie tiene su lógica específica, sus dominantes. Todas se cru-
zan entre sí y todos los temas de la novela se desarrollan conforme a esas,
series. Las series fundamentales en Cien años de soledad son: el cuerpo,
el olor, la imagen, la muerte, el sexo-amor, la comida, la soledad (y las
correspondencias), el trabajo y los excrementos. Hay otras menos impor-
tantes.
35
El olor
El olor adquiere en Cien años de soledad una variada significación debi-
do a la pluralidad de vecindades que le permite establecer ese espacio-
tiempo folclórico e histórico que presenta la novela.
En ese espacio-tiempo, la comunicación (frente a la soledad) adquiere una
relevancia extraordinaria —Aureíiano «todo lo sabe»— y para conseguir
el saber y la comunicación se ponen en marcha una variada gama de meca-
nismos: los presagios, los augurios, las muertes anunciadas —todo lo que
sirve al destino—, en último término un sistema de correspondencias sub-
terráneo que permite que todo suceda por casualidad y que los héroes auténticos
todo lo sepan. El olor entra a formar parte de ese sistema de corresponden-
cias y por ello puede "ser utilizado como elemento principal de la imagen
de un personaje o como elemento principal de la memoria.
Olor y muerte
El olor como imagen del personaje suele ser elemento central y único
de caracterización: a las putas las suele acompañar «un olor a flores muer-
tas»; a Melquíades lo singulariza el olor a mercurio. Úrsula dice de ese
olor que es el olor del demonio y Melquíades le corrige, el demonio huele
a azufre y no a solimán.
Aquel olor mordiente quedará para siempre en la memoria de Úrsula,
vinculado al recuerdo de Melquíades. La última voluntad de Melquíades
es que vaporicen mercurio durante tres días en su cuarto (149) (más ade-
lante se nos dice que es para conservar el cuerpo, el olor de la eternidad),
y su respiración agonizante «exhala un tufo de animal dormido». Esta ve-
cindad entre el olor y la muerte la podemos ver también en la muerte de
José Arcadio, el primogénito de los fundadores, cuyo cadáver desprende
un insoportable olor a pólvora. Aquí el olor constituye un problema grotes-
co, pues da lugar a unos lavados inoperantes con «jabón y estropajo» pri-
mero, friegas con «sal y vinagre», «ceniza y limón», reposos en lejía, sazo-
nes de pimienta, comino y hojas de laurel, hervidos «de un día entero a
fuego lento», para terminar en un ataúd gigante con una enorme losa enci-
ma que no consigue acabar con la pestilencia, pues «el cementerio siguió
oliendo a pólvora muchos años después, cuando los ingenieros de la com-
pañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón». Es
la venganza de! cadáver ante un crimen sin castigo. También la agonía de
José Arcadio Buendía, el fundador, va acompañada de «un tufo de hongos
tiernos, de flor de palo, de antigua y reconcentrada intemperie» (215-6).
36
Otro muerto con olor propio es don Fernando, el padre de Fernanda del
Carpió, cuyo ataúd llega un día como si se tratara de un regalo a la casa
de los Buendía. Éste es un olor pútrido —«la piel reventada en eructos
pestilentes (290)»— como corresponde a un personaje que vive en la false-
dad y de las apariencias. Páginas después, Aureliano Segundo se ríe de
Fernanda, ante los encendidos elogios de ésta a su difunto padre, recordan-
do que «cuando lo trajeron ya apestaba» (398).
El papel de augurio de una muerte lo cumple el olor en la casa de Rebe-
ca, coronada por la «hedentina de la putrefacción» (294) y en la muerte
de Úrsula, anunciada por el aturdimiento de la naturaleza que hace que
las rosas huelan a quenopodio.
Olor y amor
Frente al entrecruzamiento de la serie del olor con el de la muerte tene-
mos también el cruce con la serie del amor-sexo. Este cruce va desde nive-
les elementales —las cartas de Pietro Crespi a Rebeca van perfumadas, la
primera madre de uno de los diecisiete Aurelianos aparece como «una mu-
jer exuberante, perfumada de jazmines»— a otros más complejos. El mis-
mo Pietro Crespi es recordado por Amaranta con olor a espliego, y de Ama-
ranta se dice «que iba arrastrando hacia la muerte el fragante y agusanado
guayabal de amor», en alusión a su virginidad atormentada (351). Pero el
olor más poderoso es el que exhala Remedios la Bella, un olor natural (no
la artificiosidad del perfume) que ocasiona un trastorno amoroso tal que
los muertos no pueden librarse de ese tormento. La leyenda dice de ella
que no es el suyo un olor sexual, sino un «flujo mortal». Y efectivamente
a alguno de sus numerosos admiradores le cuesta la vida. En Remedios
la Bella el olor unifica amor y muerte.
En otros casos el olor es motivo de recuerdo, recuerdo idealizado de Amaranta
Úrsula que añora la casa familiar «perfumada de orégano»; o Fernanda
del Carpió, que añora su juventud poniéndose aquel disfraz de reina con
el que conoció Macondo y recuperando el olor de las botas del militar que
fue a buscarla a su casa para aquel carnaval sangriento. Y el cuarto de
Melquíades tiene el «olor de recuerdos podridos» (318).
Olores comunes
Otros olores pertenecen a actividades cotidianas y no parece haber en
ellos nada extraordinario. El coronel Aureliano Buendía preso huele a «re-
Invenciones)
37
Un cuento al cuadrado
diferencias y cuáles los elementos nuevos con que el autor ha estructurado tan riguro-
samente su historia3.
decirme más para que yo comprendiera que había llegado al final de una larga bús-
queda... La revelación de Alvaro Cepeda Samudio en aquel domingo de Sabanilla me
puso el mundo en orden. La vuelta de Bayardo San Román con Angela Vicario era,
sin duda, el final que faltaba. Todo estaba entonces muy claro: por mi afecto hacia
la víctima, yo había pensado siempre que ésta era la historia de un crimen atroz,
cuando en realidad debía ser la historia secreta de un amor terrible5.
Sin esa información, a la historia, esto es, a la realidad en su versión
narrativa, «le faltaba una pata» que, dice García Márquez, «yo seguía bus-
cando en la imaginación tratando de inventarla a la fuerza, sin pensar si-
quiera que también la vida lo estaba haciendo por su cuenta y con mejor
ingenio»6. Salvo que la vida, claro está, no inventó precisamente eso que
tan bien redondeaba el imaginario idilio novelesco. Como se desprende de
la entrevista hecha al marido real por uno de los mismos periodistas a
las pocas semanas del reportaje inicial7, Margarita Chica Salas, la esposa
devuelta, seguía viviendo sola en Sincelejo y aquél, después de haber inten-
tado sin éxito anular su matrimonio en Colombia, se volvió a casar en la
más permisiva Costa Rica con una tal Enriqueta Obregón, de la que tuvo
doce hijos y en cuya compañía vive, hasta el día de hoy, en Barranquilla,
trabajando como agente de seguros.
A quien tenga ocasión de leer esta segunda minicrónica no dejará de sor-
prenderle, además, el hecho de que su autor describa la visita hecha a Án-
gela Vicario para cerciorarse de la supuesta noticia que le dio su amigo
con las mismas palabras usadas en la novela por el narrador en semejante
circunstancia.
La crónica del crimen resulta, así, estar enmarcada, circunscrita, bien
que desde su interior, por un relato fantástico que, a modo de fronteriza
tierra de nadie, lo separa y distingue de la realidad misma. Y, a su vez,
este relato aislante se encuentra inscrito en esa minicrónica adicional titu-
lada «Cuento del cuento», que, por muy histórica que se diga, no es más
que prolongación de un mismo tejido de circunstancias ficticias.
5
Lo que a García Márquez parece interesarle en su Crónica de una muerte Gabriel García Márquez,
anunciada, está visto, no es tanto autentificar la verdad o la mentira de «El cuento del cuento», El
País (Madrid), miércoles 26
unos hechos como asegurar el carácter simulado de su relato testimonial; de agosto y miércoles 2 de
esto es, la impertinencia de un contraste probatorio, judicial, con la reali- septiembre de 1981, págs. 7-8
dad. No de otro modo cabe entender el tenor de la última observación del y 9-10, respectivamente. La
cita es de la página 7 de
escritor en su «Cuento del cuento»: la primera entrega.
6
A propósito: George Plimpton, en su entrevista histórica para The Paris Review,1 Ibídem.
le preguntó a Ernest Hemingway si podría decir algo acerca del proceso de convertir Entrevista exclusiva con
un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway contestó: «Si Julio Roca, «Sí. La devolví
yo explicara cómo se hace eso, algunas veces sería un manual para los abogados espe- la noche de bodas», Al Día
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cialistas en casos de difamación» . (Bogotá), n.° 3 (12 de mayo
de 1981): 23-27.
La observación no fue óbice, sin embargo, para que en otra ocasión expli- 8 Obra citada, pág. 10 de
cara a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza: la segunda entrega.
Invenciones
y Ensayos1 42
La solución [que me permitió escribir Crónica de una muerte anunciada] fue intro-
ducir un narrador —que por primera vez soy yo mismo— que estuviera en condicio-
nes de pasearse a su gusto al derecho y al revés en el tiempo estructural de la novela.
Es decir, al cabo de treinta años descubría algo que muchas veces se nos olvida a
los novelistas: que la mejor fórmula literaria es siempre la verdad".
¿Qué otra verdad puede ser ésa que constituye «la mejor fórmula litera-
ria» y se sirve de mentiras tales como las señaladas, sino la clásica verdad
del mentiroso, la del tipo «nosotros los cretenses mentimos siempre»? En-
gañar con la verdad al revés, sincerarse al mentir, parecen ser, en efecto,
los propósitos de García Márquez en Crónica de una muerte anunciada.
Veamos cómo se las ingenia para llevarlo a cabo.
«Matarás a tu ofensor...»
En vista de lo antedicho conviene precisar que el repetido anuncio que
de la muerte de Santiago Nasar hacen los hermanos no es el verdadero
origen de la profecía de muerte, no es la predicción misma. Este anuncio
es, por un lado, un repetido intento (ficticio) de evitar el cumplimiento de
un anuncio profetice ya existente, y, por otro, una verdadera convocatoria
o llamamiento al pueblo para que copartícipe en su cumplimiento. No en
vano, en efecto, los hermanos se llaman Pedro y Pablo, como los dos princi-
pales apóstoles y primeros sacerdotes de la Iglesia; esto es, de una congre-
gación de fieles para la repetición unánime del sacrificio de la misa. Por
ello es, sin duda, por lo que se apellidan, además, Vicario: representantes
o sustitutos del pueblo entero. Y por ello, también, son de profesión sacrifi-
cadora, o sea, matarifes.
El carácter simbólico de la nomenclatura usada en la novela es demasia-
do evidente para insistir en él más largamente, pero se impone una última
precisión: el verdadero anuncio profético está a cargo de quien pro-nuncia
el nombre de la víctima, Ángela, que es a quien, por su nombre, le compete
etimológicamente esta función. De quién sea, sin embargo, la voluntad que
este «ángel del Señor» anuncia, esto es, quién sea su verdadero autor o
señor, constituye el intrigante misterio que el novelista sugiere que llame-
mos Fatalidad, a falta de más precisa identificación. En cualquier caso,
la fallida visita del nuncio religioso, el obispo español, parece indicar que
no se trata del Dios de los cristianos. Este, en la persona de su represen-
tante en la Tierra, se limita a bendecir, desde lejos y distraídamente, un
sacrificio laico —si es que esto es posible— ya en marcha o a punto de producirse.
La pronunciación del nombre de la víctima por Ángela Vicario tiene ca-
rácter de veredicto. En efecto, el código del honor que así se pone en mar-
cha da a sus palabras valor de sentencia —predícente, como todas las sentencias—
según un código penal que preceptúa o predice la muerte del ofensor a
manos del ofendido: la reparación de la vertida sangre virginal mediante
el derramamiento de la sangre criminal.
Se trata de un código abundantemente escrito y reescrito en la literatura
clásica castellana y, particularmente, en el Calderón de los conocidos dra-
mas de honor: El médico de su honra y El pintor de su deshonra, por ejem-
plo. En ellos Calderón, como todos saben, trata del doloroso dilema que
esta obligación codificada plantea al individuo: venganza o deshonor, es
decir, muerte moral o muerte social. Crónica de una muerte anunciada aborda
el tema, sin embargo, desde otro punto de vista y con otros propósitos,
pues en ella no se trata de elección entre tales males alternativos. Los her-
manos Vicario no sufren de indecisión causada por obligaciones antagóni-
Invenciones)
45 yEnsa)os$
cas, como no sufrirán tampoco las consecuencias, igualmente detestables,
de elegir entre una u otra desgracia. Para ellos la obligación vengadora
no ofrece duda. Bien es verdad que hasta el último momento dicen querer
evitarla, pero no porque la cuestionen alternativamente: sus ambiguos in-
tentos frustrados, ya se ha dicho, resaltan la imposibilidad de substraerse
a la venganza; así como la clásica paradoja profética de que sus acciones
obstaculizadoras sean en realidad el modo idóneo de llevar a cabo la profecía.
Todo ello apunta, para seguir con Calderón, más a su La vida es sueño
que a los dramas de honor. O, mejor dicho, a un híbrido de ambos, en
el que la profecía dimanara del código del honor en vez de hacerlo de un
código astrológico. Dos tragedias especialmente admiradas por García Már-
quez señalan una diferencia análoga a la existente entre las comedias de
Calderón: Antígona, la tragedia del deber, y Edipo, rey, la tragedia del Des-
tino. Es esta última, naturalmente, la que más concomitancias tiene con
Crónica de una muerte anunciada, mas tampoco en este caso estamos ante
una imitación sumisa del modelo. Este es, más bien, la formulación para-
digmática cuyas limitaciones inherentes García Márquez se propone reme-
diar: «La novela policíaca genial», había dicho en una ocasión el escritor,
«es el Edipo, rey de Sófocles, porque es el investigador quien descubre que
es él mismo el asesino». A ello añadía, a renglón seguido: «Lo único fasti-
dioso de la novela policíaca es que no te deja ningún misterio. Es una lite-
ratura hecha para revelar y destruir el misterio»".
Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casua-
lidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo y era evidente que no lo
hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros
podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y !a misión que le
había asignado la fatalidad12.
peor que mis constantes dolores de dientes y de muelas, que no sé por qué no me
resigno a sacar de una vez, como me he sacado ahora a Santiago Nasar de un prolon-
gado, agonizante, pero efectivo plumazo13.
Nadie podía creer tampoco, sin duda, que el narrador tuviera sin com-
partir un secreto tan importante como el de estar reemplazando a su ami-
go Santiago Nasar en los brazos de su antigua amante. Este carácter recí-
procamente sustitutivo salta tanto a la vista que parece indicar que mien-
tras el inexistente secreto de Santiago Nasar es «revelado» con consecuen-
cias fatales, el hasta ahora no revelado, pero verdadero, secreto del narrador,
logró justamente lo contrario: cuando menos, convertirle en el único perso-
naje totalmente irresponsable del crimen; cuando más, librarle de la muerte.
Se objetará que es posible que el narrador no hubiera podido salvar a
su amigo porque tampoco él conociera la identidad del verdadero responsa-
ble; o que, aun cuando la conociera, su ignorancia del peligro y, por tanto,
de la necesidad del remedio, se debió a una casualidad más, similar a las
muchas que inhabilitan a los demás participantes; incluso que, de haber
oído el anuncio y haber querido hacer algo, su ayuda podría haber sido
igualmente ineficaz. Todo ello es posible. Sin embargo, que no sepamos
a ciencia cierta lo que él habría podido hacer convierte a su conducta en
distinta de la de todos los demás: que en un acontecimiento en el que las
de todos estos son, paladinamente, eficaces o ineficaces, haya una, la suya,
tan evidentemente ambigua, tan casualmente desconocida, invita a toda clase
de especulaciones y, muy especialmente, a preguntarse si, en su inacción
misma, no habrá sido ésa, la suya, la más decisiva de todas.
Porque, una de dos: o el primo de Ángela Vicario no es responsable de
la deshonra de ésta, en cuyo caso su pasividad y su ignorancia durante
50
Espejeos, espejismos
Si este sujeto fuera un personaje cualquiera de la novela, no podrían
pasar de aquí las especulaciones acerca de la consciencia o inconsciencia
de su propio desdoblamiento, es decir, acerca de su responsabilidad. Pero
se trata del narrador mismo. La relación especular que la primera persona
del relato establece entre actor y narrador permite las siguientes deduccio-
nes adicionales.
Cuando el narrador no despeja la incógnita acerca de la voluntariedad
o involuntariedad de su silencio como actor, lo que está haciendo, en reali-
dad, es permitirla o, más bien, crearla con plena voluntariedad: está min-
tiendo, por omisión, al silenciar actualmente ese (des)conocimiento en el
pasado. Mas este mentiroso silencio narrativo, al repetir y prolongar el
silencio actor, no hace sino reproducir —en todas sus acepciones: repetir,
imitar, representar, etc.—, en otro ámbito, la anterior situación de equívo-
ca duplicación fantasmal de sí mismo: ahora reproducida a modo de reflejo
especular en la relación del narrador en primera persona con el autor titu-
lar del libro. En esta nueva pareja se da, en efecto, la misma duplicidad
irresoluble de antes: si el mentiroso narrador coincide con el autor, es que
éste miente también al crear un cronista mentiroso; si, en cambio, no coin-
cide con él, es decir, si el narrador es una ficción distinta del autor, éste
vuelve a mentir, pues no sólo le hace hablar en primera persona sino que,
implícitamente, le presta su propio nombre. En ambos casos estamos ante
un desdoblamiento tan engañoso como el desdoblamiento fatal: en el pri-
mero, ante un narrador que duplica al autor engañosamente como si fuera
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Gonzalo Díaz-Migoyo
7 Ñ l
Revista de Occidente
Revista mensual fundada en 1923 por
J o s é Ortega y Gasset
del patriarca sin haber estado presente en ella. (El patriarca duerme solo
en su habitación bien protegido por aldabas y cerrojos, y la persona más
cercana a él es «un oficial de servicio... frente al dormitorio» —p. 207—.
Nadie más que el propio tirano puede saber la hora exacta de la muerte
—las «dos y diez»— y sólo él puede describir con todo detalle el aspecto
de la muerte —p. 269—.) Puesto que el patriarca no puede hacerse cargo
de la narración de su propia muerte, quien lo haga utiliza su propia voz
con la cual puede añadir de su cosecha todo cuanto quiera.
La razón que se da para mentir sobre el lugar en que la muerte sorpren-
de al tirano —«para no contrariar los augurios de las pitonisas»— es una
argumentación que tampoco puede conocer nadie a excepción del propio
patriarca. En primer lugar hay un error en el plural —«pitonisas»— por-
que es una sola pitonisa —la de los lebrillos— la única capaz de leer un
destino que se muestra esquivo a las echadoras de cartas y demás métodos
tradicionales (p. 96). Es únicamente ella quien le promete que morirá «acostado
bocabajo en el suelo, con el uniforme de lienzo sin insignias... [en] la ofici-
na contigua a la sala de audiencias... durante el sueño y sin dolor» (p. 97).
Pasemos a otro gazapo de mayor consideración: el del conocimiento de la
profecía por alguna otra persona distinta a la del patriarca. Cuando el tira-
no ha oído la profecía de las gracias así: «asesinó a la anciana... para que
nadie más conociera las circunstancias de su muerte»; ¿el procedimiento?;
«la estranguló con la correa de la espuela de oro». Si nadie, excepto el
patriarca, conoce la profecía que designa la oficina contigua a la sala de
audiencias como el lugar en que sobrevendrá al patriarca la muerte natu-
ral, pero el narrador la conoce y da cuenta de ella al lector, es preciso
que concurra alguna circunstancia que facilite este despropósito que está
instalado en el punto de vista del narrador. Son dos las posibilidades. La
primera, que la profecía tenga una lectura en clave metafórica, orientada
más hacia una maldición que hacia una promesa de dilatada vida natural.
Este enfoque daría razón del proceder del patriarca, que asesina a la pito-
nisa, pero mantiene la imposibilidad de que el narrador haya podido ente-
rarse de lo sucedido con la anciana de los lebrillos porque el tirano va
en su busca «en secreto». Claro que el asesinato no necesita justificación
alguna ya que es un acto de imposible ejecución. «La correa de la espuela»
—de cualquier espuela— no da para mucho más que para estrangular a
un gorrión, con lo que el episodio de la pitonisa de los lebrillos se muestra
al lector en su flagrante papel de perro hinchado destinado a despistar
al lector —que no piensa en una lectura en clave histórica, única parcela
donde la anécdota tiene cabida—.
El balance de este análisis arroja ios siguientes resultados: primero, que
no habiendo asesinato de la vidente tampoco hay profecía que prometa una
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muerte natural después de una dilatada vida —de modo que el patriarca
podrá perecer de la más común de todas las «enfermedades de rey» (p.
221) que se conoce: el asesinato—; segundo, la vida —como la muerte—
del patriarca se halla sometida a lo que de él quieran narrar unos persona-
jes —«nosotros»— que entregan al lector la verdad envuelta en ropajes me-
tafóricos del más dificultoso análisis,
Ahora hay que detenerse en el nombre que la muerte da al patriarca:
«Nicanor» —hombre victorioso—, ¿puede el patriarca ser llamado en ver-
dad «hombre» si es homosexual de tomo y lomo? (Y lo de menos son los
escarceos con la chiquilla de la página 222. Jugar a «médicos» es un apren-
dizaje con carta de legalidad en cualquier tratado de psicología adolescen-
te.) Me estoy refiriendo a los vergonzantes «masajes» nocturnos que el pa-
triarca se autoadministra con una constancia digna de mejor fin: «no con-
seguía dormir sin antes aplacar en el cuenco de la mano con un arrullo
de ternura de duérmete mi cielo al niño... del testículo» (p. 119). (Que el
pene no sea sino una «hernia» del testículo —«al niño del testículo hernia-
do» [p. 119]— además de ser una inteligente y peyorativa metáfora para
un vocablo casi saturado de eufemismos, advierte el uso secundario —y
apartado de sus clásicas funciones— que el patriarca hace de su aparato genital.)
Tampoco hay que dejar de considerar la postura femenil que el patriarca
adopta para desalojar su vejiga —«sentado» (p. 70}— (Marañón hubiera te-
nido más que suficiente para una biografía psicológica); ni olvidar el entre-
tenimiento preferido del patriarca para matar el tiempo —siempre monóto-
no para un dictador que gobierna mediante validos—; «les ponía el termó-
metro a las vacas» (p. 125), donde el aséptico término médico que designa
el sexo se conjuga con la metáfora de designar como «vacas» a sus compa-
ñeros de francachelas. Esas «vacas» no son de la clase de las que dan man-
tequilla porque «dan» otro producto mucho más necesario al patriarca: las
«bostas» que el dictador enciende antes de irse a dormir (p. 68) como preámbulo
apropiado para los «masajes» autogratificantes. Esas bostas señalan direc-
tamente a la droga más común con nombre feminoide, (También habrá «va-
cas» que le proporcionen «leche» —dinero— con que financiar las numero-
sas fuerzas armadas. Estas otras vacas se dejan esquilmar como corderos
antes que dejarse insertar el termómetro «herniado» porque todavía hay
clases entre quienes soportan las veleidades de un tirano.)
Es cierto que la etiqueta de homosexual que le he colgado al patriarca
aparece como un sambenito fuera de lugar si se piensa que el tirano tuvo
más de mil concubinas y más de cinco mil hijos. Bueno, eso es lo que
Gabriel García Márquez quiere que se trague el lector ingenuo. Pero si se
observa cuidadosamente la cita de la página 50, lo que allí se dice no hace
sino confirmar la incapacidad sexual del patriarca: «Se estimaba que en
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el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sieteme-
sinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serra-
llo HASTA QUE ÉL ESTUVO EN CONDICIONES DE COMPLACERSE CON
ELLAS». (Dejando de lado la imposibilidad —históricamente comprobada-
de concebir únicamente varones hasta una cifra de cinco mil, la «sietemesi-
nez» de los cinco millares de retoños advierte que hay una metáfora. Su
presencia desvía la paternidad de esos hijos presidenciales hacia otros pro-
genitores.) Debe observarse que los cinco mil hijos los paren sus concubi-
nas ANTES de que él pueda complacerse con ellas —se paren «HASTA»
que él está en «CONDICIONES»—. Respecto al uso que hace de sus concu-
binas hay párrafos realmente instructivos en las páginas 16, 114 y 163 —donde
forzar a la dama recurriendo al vigor físico de terceros es una constante
que se entremezcla con la incoherente peculiaridad de poseerla completa-
mente vestido—, eso sin olvidar las «mercancías» que le envían por valija
diplomática (p. 265} —«hembras de carne sin hueso... de las vitrinas de Ams-
terdam»—.
Volviendo al apelativo de «victorioso» que le adjudica sarcásticamente
la muerte a la hora de la verdad, ¿es victorioso un presidente que cree
«en cada instante de todas las horas de su larguísima vida de déspota»
que lo pueden «tumbafr] antes de quince días» (p. 256), que es «más temible
muerto que vivo» {p. 219), que protesta porque «éste no es el poder que
yo quería» (p. 214) mientras «los asuntos del gobierno cotidiano seguían
andando solos» (p. 130), y que quisiera largarse del patriarcado «para no
sé dónde, madre, lejos de tanto entuerto» (p. 25)?
Pasemos a la muerte pública del tirano. Esta muerte, relatada en las ca-
beceras de los seis capítulos, tiene múltiples preguntas que no hallan res-
puesta lógica a menos que se aporten nuevos datos para solucionar las
incoherencias de la escena fragmentaria. Las incógnitas son las siguientes:
en primer lugar está el inexplicable deterioro del presidente en quien se
han cebado los gallinazos; en segundo lugar extraña al lector que, después
de haber buscado por toda la casa, no encuentren más que una espuela
(p. 219); en tercero, está el asunto de los uniformes: que si todos le vienen
pequeños, que si hay uno agujereado por seis balas disparadas por la espal-
da..., que si la tercera dentición del patriarca está formada por «unos dien-
tes sanos, pequeños y romos» (p. 49). Es evidente que todas las terceras
denticiones debidas —siempre— a la pericia de los dentistas son siempre
sanas porque no estando constituidas por elementos vivos son inmunes a
cualquier enfermedad y están formadas por dientes pequeños —como los
de leche— porque nada más tienen la parte de la corona y, por lo tanto,
son romos sin las puntiagudas raíces que los sujetan a las encías. Total,
que el dictador es un viejete rijoso más desdentado que el cisne de Lohengrin,
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Respecto a los gallinazos que han carcomido su cadáver (p. 8) hay que
recordar que nunca los ha habido en la Casa del Poder porque si hubieran
llegado a entrar en ella, ni las gallinas estarían tan tranquilas en el dormi-
torio de Leticia Nazareno (p. 48) ni habría cascarones de vacas agusanadas
que exhalan su peste en todas direcciones desde la sala de audiencias, por-
que los negros carroñeros hubieran actuado de eficaces inspectores de sa-
nidad. Haber gallinazos, nada más los hay en el jardín de los sauces donde
el cuerpo presidencial tiene que haber sido colocado boca arriba —con to-
da intención ya que la muerte lo sorprende boca abajo (p. 268)— para que
los gallinazos lo puedan desfigurar.
Puesto que han salido a la palestra, bueno será averiguar qué son esos
versátiles gallinazos. La descripción que sobre ellos tiene el lector respon-
de a los siguientes datos: color negro, posibilidad de volar y atacar —intentan
entrar en la casa civil pero no consiguen permanecer dentro para continuar
allí su función de carcomedores oficiales de cadáveres de vacas—. Si bien
se piensa, lo único negro con capacidad de destrucción —y alineado orde-
nadamente como los gallinazos en las cornisas del hospital— son las negras
balas ordenadas en los cargadores y que pueden «volar» contra las celosías
de la casa civil para matar a las vacas refugiadas en su interior —cuyos
cadáveres se agusanarán a falta de auténticos gallinazos que les monden
los huesos—. Siendo los gallinazos balas —y revólveres y ametralladoras-
queda explicado que el cuerpo del patriarca esté carcomido por las balas
justicieras de quienes aún viven para vengar los ultrajes cometidos mien-
tras el «maricón yacente» (p. 32) contaba con vida. También es justo que
todos los uniformes le vengan pequeños (p. 49) porque el cuerpo presiden-
cial carcomido de balas —relleno de ellas— no ha perdido ni un solo gramo
de carne y en cambio ha ganado en peso y volumen porque contiene más
balas que agua una esponja.
Esas balas no han esperado a entrar en el cuerpo del patriarca a que
éste estuviera muerto. Es evidente que el tirano muere en contra de su
voluntad «que todavía no era su hora» (p. 269) y por el único procedimiento
que nunca se espera un dictador: el atentado de un oficial que le descerra-
ja «seis proyectiles de grueso calibre que hafcen] estragos de incendio al
entrar por la espalda y salir por el pecho» (p. 49).
Este atentado, del que sólo hay pruebas en el uniforme que se conserva
en el dormitorio presidencial (p. 49), se describe con todo detalle en la esce-
na de la página 122. Este atentado, en una primera lectura, aparenta no
ser efectivo porque se oyen las órdenes del patriarca que manda descuarti-
zar el cadáver del falso leproso. Pero no hay que olvidar que la narración
la facilita un narrador que controla la mente del tirano hasta en sus deseos
más íntimos —según se ha visto con ocasión del diálogo de la muerte—.
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más, en cuanto se había visto y oído allí dentro cincuenta o sesenta años
atrás, cuando el cuarto grande, embaldosado y sombrío, era un patio cu-
bierto por la parra y con macetas que se retiraban si la reunión era muy
numerosa. Un lugar donde, nada más que en una sola noche, se habían
sentado juntos cinco de los seis mitos del cante de Sevilla, Cádiz y Jerez.
Hernando no esperaba ya una contestación a su pregunta pero, sin mi-
rarlo ni moverse, el gitano movió los labios.
—Mi madre, que está muy malamente —dijo—. Ese que vino no sabe
qué pasó, sino que se ha puesto tan malamente que se está yendo. Ya esta-
ba ella con el corazón pumpún pumpún.
Dejó su copa en el cansado mostrador y se encaminó a la calle por el
tabernón casi vacío.
—No —dijo Hernando—. Te llevamos, y a ver qué ha pasado. Ahora mis-
mo un taxi, que siempre hay alguno ahí delante del teatro.
Juan asintió con la cabeza, agradeciendo.
Se sentó junto al taxista y nadie habló nada por todo el camino.
eso en baile. Saliéndose el baile de ¡a carta rota (que la carta soy yo tam-
bién) y arruinándose según sale hasta que llego, que la manera de que no
se arruine es bailándolo, ¡eje! Tiene que ser triste al principio. Seguiriya
o soleá, y así como aplomao el baile. Luego no, luego por alegrías. Sin rema-
tar con balería, que eso está ya muy visto. Sino rematando con lo mismo,
tiene que ser con una alegría porque al final, bailando, yo le he sacao del
cuerpo la ruina al baile. Ssss, no. Vino no quiero más, Hernando. Aquí en
La Parra'la Bomba ni hace falta beber; miras allí pal tronco gordo con el
talento de la inteligencia y te das cuenta de lo que era esto en tiempos,
cuando se sentaron ahí una noche El Mellizo y Chacón y las dos Pastoras
y Manuel Torre. Te ¡o figuras, vuelves la cara y ves los cinco o seis coches
de caballo quietos en la puerta uno atrás de otro a las sei'la mañana.
un turis ni lo eres, no tienes más que hacer lo que se haga y hablar poco,
por lo del acento. Creo que ese hombre es bastante especial, que es muy suyo.
Hernando tampoco había visto todavía al ya legendario Aurelio, que no
-cantaba en teatros ni en espectáculos, y se lo figuraba atendido siempre,
día o noche, por un pequeño séquito de sus devotos. Pero cuando, hacia
las seis de la tarde, apareció Aurelio solo, su aspecto sorprendió a Hernan-
do y lo impresionó justo en el sentido de no causarle la menor impresión.
Hernando esperaba ver un personaje emblemático, en el tipo gitano de su
amigo Juan Faraco el bailaor, delgado como una caña y con ojos de negro
pedernal acuoso, un flamenco a la antigua, como diseñado por Doré o por
Lorca. Pero el recién llegado, payo sin asomo de gitano, regordete, bien
maduro y de atuendo enteramente burgués, más bien parecía un tranquilo,
un próspero almacenero o mercero que, sin dejar de hablar con el anfitrión
ni quitarse unas gafas de sol, se sentó junto a un hombre atezado. Lejos
de ellos, salida no se sabía de dónde ni en qué momento, una guitarra
era remirada y sobada por dos muchachos tan jóvenes como Hernando,
y el hombre moreno alzó la voz un tanto malhumorado para decirles que
la guardasen.
Pero algo había cambiado en la reunión al sentarse Aurelio. Se venía
comentando ya que lo más probable era que no cantase y, aun sin nada
parecido a una expectación tendente a presionarlo para que lo hiciera, de-
jaron de verse y oírse los cuatro o cinco niños en alboroto y carreras por
el piso, cambió el tono de las chacharas que hacían de él una pajarera,
y una especie de discreto y reposado aguardo pareció sustituir al jolgorio
familiar reinante. Al rato, nadie estaba en pie y la guitarra andaba en bra-
zos del hombre atezado que se sentaba junto a Aurelio y que, mientras
le hablaba a otros más que a él, le puso la cejilla muy morosamente y
le ajustó los trastes con una indiferencia incluso rozada de fastidio. Desde
el corredor, el anfitrión pasó ante los sentados con una botella de vino
fino y, después de hacerlo Hernando, Salvador el mexicano le adelantó en
silencio su copa, que le fue llenada. Lo agradeció con la cabeza, pero a
seguido, sin saber qué era aquella maldita cosa que se le tendía de improvi-
so, miró para otro lado tratando de esquivar el ofrecimiento de una mujer
gallarda y de cierta edad que, tras el de la botella, venía abriéndole a los
varones una caja grande de nácar con tabaco negro de picadura. Delante
ya de Salvador, la mujer no vio o no entendió, sin embargo, el rechazo
de aquel hombre menudo, callado, y volvió a ponerle el tabaco bajo IQS
ojos para que se sirviese. En un rincón de la caja nacarada, el librillo de
papel de fumar, cerrado y pendiente de estreno, nada le dijo al mexicano,
que ni fumaba ni había visto nunca la picadura de liar, sino puros y pitillos
ya hechos, de modo que, tomándola en su azoramiento por alguna rara
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golosina española, sin que Hernando tuviera tiempo de hacer algo y justo
para no llamar la atención, alargó una mano, pilló con cuatro dedos un
buen pellizco de tabaco picado y se lo metió en la boca con tal naturalidad
que la mujer de la caja, al seguir, sólo amagó mordisquearse el labio, como
quien ha visto algo raro pero no demasiado raro.
Yendo y viniendo ahora junto a él por el compás lunecido de Santa Ma-
ría, Hernando rememoraba para sí, con admiración afectuosa, el aguante
y la habilidad del mexicano, quien no llegó en ese trago tabaquero a toser
ni a alterarse, y supo trasladar a su pañuelo el pésimo bocado en dos disi-
muladas y tranquilas mudanzas mientras, cuatro sillas más allá, empezaba
la guitarra a desperezarse con no menos demoras y requilorios que su toca-
dor empleara en prepararla, hasta que sus falsetas y rasgueos crecientes,
entre la gradual atención de la concurrencia, fueron instando y dando paso
al cante de Aurelio. En una voz oscura y sumamente atractiva, sabia, el
maestro dio un recital como para cumplir sin mayor esfuerzo con la tarde
y con la ocasión: cuarto de hora o veinte minutos en dos tandas de bule-
rías, precedidas por un solo largo y mediocre del guitarrista, y el cierre
de unos tangos muy flamencos. Todo, brevedades sueltas, redondas sin em-
bargo y puras, como monedas antiguas bien cuidadas y sacadas a muestra
unos momentos, a lo justo para no defraudar.
Ahora, más allá del resplandor lunar volcado en la plazuela, alguien ve-
nía por la oscuridad de la calle del Duque. De momento, un rumor, que
enseguida fueron pasos. Pasos del espaciado, cojo taconear de Juan Fara-
co... ¿ni diez minutos y de vuelta ya, o acaso a contar lo peor, a desahogarlo?
Era Juan, sí. Lo entreveían volver hacia ellos calle arriba, flaco, sonrien-
te y serio a la vez y, lo mismo que siempre, como brotado del hondón
del tiempo, desde vientos y soles y llanuras perdidas, con humachos de
hoguera y caravana en la cara. Venía diciendo que no con una mano en
alto y también con la cabeza, desesperada o vehemente.
Cerca ya, cuando Hernando y el mexicano se adelantaban desconcertados
a recibirlo, reforzaron su negación un castañetazo de los dedos y la voz
ronca, en desparramo:
-¡No!
na, tuve que hacer la mili y me mandaron a Marruecos, fíjate que te estoy
hablando de hace un puñao de tiempo. Qué bonito Marruecos, qué brujerío,
y a casi ninguno de los que mandaron conmigo le gustaba, la gente qué
sabe. En los cuarteles me conocieron y el capitán Ristori mandaba por mí
pa irnos de juerga a Tetuán y a Ceuta, yo lo quería mucho y él a mí tam-
bién, eso pasó como contigo, en cuanto nos conocimos, que dijo él asín fuer-
te a lo primero estando yo firme en la fila en el patio: ¿y este tizón quién
es, este gitano negro del carajo, no es el que baila? Un arte de hombre,
aunque él fuera de los militares, y mucha afición a lo puro. Y dos o tres
moros de dinero y amigos suyos, que se asomaron a las fiestas nuestras,
se meaban con el flamenco, alguno con las lágrimas por la cara, oye. Estaba
ya por allí por Ceuta Juan el Africano, muy jovencillo y tocando la guitarra
ya. Y allí en una boda de los moros, en Chauen, vi cantes y bailes de ellos
y metí en mi baile alguna cosita y algún momento de los suyos, poco porque
es que los vi esos bailes más de mujer que de hombre, por lo menos los
que yo vi; en cambio en una película vi otro baile de los moros enteramente
de hombre, pero con muchos saltos, demasíaos. Una madruga, con el vino,
volcó la camioneta el chofe al salir de Tetuán, me caí p'afuera y me cayó
en lo alto la camioneta y me se partió la cadera, el capitán no iba. Abrí
los ojos en el hospitá y ya tenía la falta, pero no lo supe bien hasta que
no me levanto y echo a andar y digo: «¿Esto qué es, cojo yo? ¿Yo? ¿No
podía ser otra cosa aunque fuera más mala?», que cuando vino el capitán
Ristori me dio un abrazo y nos echamos a llorar como dos chiquillos. Al
ser más joven no te das cuenta bien de la vida, y yo me quería quitar de
la cabeza lo que me pasaba acordándome de lo que estaba viendo cuando
la camioneta volcó, que eso a mí no me se va a olvidar porque eso fue
lo último que vi con la cadera buena y no rota, que la operación no me
la puso bien: estaba viendo una cuesta con tunas, y las casitas de los moros
atrás, y unos cuantos moros que volvían del campo por nuestro mismo ca-
rril y cuando vieron que se iban a cruzar con una camioneta del ejército
no sabían adonde esconder o echar muchos conejos y liebres y pájaros per-
dí, venían de cazarlos, que no los dejaban, y se creerían que se la íbamos
a quitar la cacería y a hacerles algo; algunos, juuún, hasta revoleando los
montones de conejos muertos por las cuestas y por atrás de las tunas. En-
tonces dice el chofe ay ay ay, y ya me tiró el vuelco p'afuera y antes de
darme cuenta ya estaba yo con la camioneta encima, las ruedas dando vuel-
tas en el aire, y, aun doliéndome, entonces casi no me dolió, sino después,
la que me entró a mí cuando me movieron y luego en el hospitá. Y después
de operarme me dicen que no teníp. arreglo, me callé por no quedar de mal
educao, pero diciendo yo pa mí: «No, no: irse a la mierda, yo soy bailaor
y un bailaor cómo va a ser un cojo, no, el baile cómo voy yo a perderlo
67
ni a perderme él, que no», y al capitán Ristori se lo dije luego eso mismo,
lo de la mierda no, y le dije: «JVo: yo voy a bailar como sea y, además,
bien». Porque el baile, ésa es mi respiración, Hernando, como cuando me
acuesto con una que me gusta fuerte, que ella se corra mucho, ésa es mi
respiración. Y el baile lo mismo. 0 más. Así que poquito a poco lo fui ajus-
tando a los huesos rotos y a la cojera, y lo ajusté, y a más no puedo hacer
más que lo puro. Hasta lo que me viste en Madrí en Las Cuevas de Nemesio,
cuando salía por bulerías vendiendo el Diario de Cadi o haciendo el baile
del picador, todo eso es puro aunque sea gracioso, es el baile de los cabales:
el baile. Y en cuanto me emperró o me encapricho en hacer otra cosa, nada;
antes tampoco, pero ahora con la falta, menos: trastabillo, o no me sale,
o me se nota la cojera, o me caigo, y me ve el baile, que siempre está atrás
mía, y me dice ¿qué haces, Juan? Con todo y con eso y sin perder lo puro,
un dinero podía estarlo yo ganando por los teatros, pero ya las compañías
no; me ven la falta y ni se fijan en que ando cojo y bailo sano, como tú
dices. Ya las compañías de los teatros, pues eso, ¡Faraco el cojo!
-¡No!
Los abrazaba a los dos, uno con cada brazo, y les apretaba la cara contra
la suya.
—Un entripao y ya pasó. Ya pasó, Hernando, estaba ya casi bien cuando
llegué. Se le atrancaron. Trompitos de esos, garbanzos, pero de los duros,
que se comió dos platos. Durmiendo la acabo de dejar, pero es verdá que
estuvo malísima. Me cago en to, qué mal rato. El Jesú de Nazareno que
está ahí adentro fue, ése la ha puesto buena. El Cristo de los Siglos como
le digo yo. Qué mal rato.
—Te vimos —dijo el mexicano—. Tantita lástima me daba.
El gitano siguió, sin oírlo.
—Y ahora no veas el alivio grande. Con lo bien que estaba yo con ustedes
allí en «La Parra»... Pero ahora el doble, qué alegría.
—Si hubiera algo abierto, a estas horas siempre viene bien. Una copa
—dijo Hernando.
—Pos aquí no —habló Salvador—. Para estar bien por aquí no hace falta
tomar, se ve meramente lo que hubo y lo que hay, puros años presiosos.
Aunque no hubiera esta luna.
Echándole sus brazos por los hombros, el gitano los conducía ahora co-
mo hacia la puerta de la iglesia, y Hernando recordó una vez más la noche
del verano anterior en que lo conoció y se hicieron amigos con cariz de
para largo. Había escrito su crítica de cine en «La Voz del Sur», tiró para
la Plaza del Mentidero, que andaba en fiestas, y entró en casa de Juan
68
Silva, donde por sorpresa, sin que él ni nadie lo supiesen, Manolo Vargas,
«Pericón» y el joven Chano Lobato habían estado y cantado sendas noches antes.
Aquella otra noche, y sin cantaor, solo con la guitarra de Eugenio el de
los Rizos, Juan Faraco bailaba en camisa blanca, tirantes, botines y ajusta-
do pantalón negro, sobre una mesa grande de cocina puesta en mitad del
patio. Ya al primer vistazo, hipnotizaron a Hernando el mudo y lento sila-
beo de los labios del hombre, como si hablara con lo que estaba haciendo,
la firmeza ritual, la técnica entre el rigor y el instinto, y la imposible pero
lograda aleación de drama y gracia, tragedia y juego mágicos, inseparables
en el arte racial de Juan, el baile aquel creado, como el de Carmen Amaya,
desde un ámbito diferente, un mundo distante y cerrado por naturaleza
y no por artificio, capaz de hacerse ver, pero en el que no podía entrar
nadie de fuera. Tanto impresionaron a Hernando, sobre todo esa primera
vez de descubrirlos, el baile y el aura de Juan Faraco, que hasta llegó,
asombrado, a preguntarse por un momento si, ya que a alguno de su edad
venía ocurriéndole aquello, no le estaría también a él gustando un hombre.
Pero tardó poco en discernir que no se trataba de eso, y ayudó a liquidarle
la duda, del todo y en segundos, la memoria de su reciente festival en el
burdel de «La Barquillera», previo difícil ahorro de los veinte duros, con
cierta tristona pero linda Concha Galán, de pechos embriagadores.
De lo que en todo momento estuvo Hernando seguro fue de que tenía
que conocer enseguida a aquel gitano subido en una mesa. La amistad llegó
volando, a la luz del vino y al calor del arte, en una comunicación instantá-
nea y larga, tal si se trataran y quisieran de años. Ya de entrada, y sin
otra respuesta que un caluroso estrechón de entendimiento, Hernando le
preguntó a Juan cómo podía juntar bailando tragedia y gracejo, y ensegui-
da, según hacía a cada rato sin reparar apenas en sus destinatarios, le reci-
tó versos de los alejados Alberti y Juan Ramón, de José Luis Tejada y Ne-
ruda. Aquello, por ejemplo, del prohibido «Canto General», su último libro
de cabecera:
—Vienes ispirao —dijo Juan—. Y yo, sin terremoto, lo mismo. Cojo. ¡Pero
mira! —y levantó codos y manos a la altura de los hombros tensando el
cuerpo y queriendo seguir la fluyente aspereza del poema, meterla en baile.
Acabaron la noche con sardinas, atún y vino frente a la lonja de frutas
y verduras, en «El Escorial», un lóbrego almacén del Campo del Sur, junto
al arco y la posada de Garaicoechea. El día apuntaba ya, pero volvieron
a meterse en la noche, en lo oscuro, bajando allá abajo, al sotanillo del
69
—Está bonita pero no hacía falta foto —dijo al verla luego—. Me ispiré
con la mar porque el baile está ahí también, el bueno. No en el meneo
del agua que se ve, sino más abajo. Abajo está el baile.
Y ahora, a la izquierda de las puertas de Santa María, Juan Faraco deja-
ba sentados en el rincón del primer escalón a Hernando y a Salvador el
mexicano, como asegurándose de que ocupaban el sitio justo. Luego se qui-
tó la chaqueta negra y la echó, plegada, en las rodillas de Hernando.
—A verla muerta llegué y lo que está es durmiendo —dijo—. Ahora fijar-
se en esto.
Bajó al escalón siguiente, se distanció ocho o diez pasos y levantó los brazos.
Cuesta de la Jabonería abajo, el reloj del Ayuntamiento acababa de dar
las seis.
ría, como nosotros los gitanos. Pero yo a ellos no los escucho nunca, lo
que escucho algunas veces es a mi gente, a los antiguos de mi raza, y a
los del baile más, a Lamparilla, a Manuel Segura, a Curriqui, tú no sabes
lo que fue el baile de ellos, cómo vas tú a saber. Curriqui murió muy viejo
en mi misma casa, él vivió siempre ahí, y mi abuela Josefa vivía arriba.
Cuando el rey, fíjate si hará años; no estaba yo ni en la barriga de mi ma-
dre. Que además, y esto lo sabe mi madre por mi abuela Josefa, Curriqui
fue el que sacó el dicho ese «aquí en Andalucía se levanta el hambre antes
que el día». Y en mi patinillo no está enterrao Curriqui, cómo va a estar,
ni en el cuarto del fondo, estará en el cementerio, pero como él vivió tanto
tiempo en esa casa y era el que era, tantas reuniones ahí mismo, tantas
fiestas, cómo no va a sentirse algo por abajo o por donde sea, y cómo no
va a haber ahí un eco de su baile, con lo que fue ese gitano bailando. Ahora:
si es que escucho algo, donde lo escucho es en mi patinillo o en el cuarto
del fondo, y una bajita de enea es la silla que cojo porque está más cerca
del suelo, que algunas veces hasta pongo una oreja en el suelo. Por el patio,
nada, en el patio ha habido mucho pisoteo. Pero, si oigo algo de los anti-
guos, es que lo oigo, no es otra cosa ni es un engreimiento mío. Y el baile
y las fiestas y las voces y las peleas de los antiguos, tampoco los escucho
siempre: la tranquilidá, también. Algunas veces. Y eso no es que tú no oigas
cosas, ¡no, no es un silencio!: es cuando estaban bien-bien y tú estás bien-
bien, que entonces ningún sinvivir te come. Ni el del baile. La tranquilidá
en la calma. Pero entera. Que eso pasa poco, poquísimo, y encima se va
corriendo y también llegué a verla en otro sueño la tranquilidá, la vi, una
cara de mujer bonita así rubia con una trenza. Tirando a una muchacha
soltera pero que tiene una niña, y vive ahí en la otra casa y se llama Nardi.
Juan Faraco se distanció ocho o diez pasos, permaneció inmóvil con los
brazos muy levantados, y el mexicano y Hernando se hicieron cargo un
poco de lo que iba a venir. Sólo un poco.
Como si también le correspondiesen, o nada pudiera con aquella luna
llena, aún parecían surtir de su luz las claridades del alba, ópalos lentos,
rosicleres, en arribo desde el extremo de la bahía. Un olor a algas, duro
y fresco, subía al bajar la marea.
Daba el primer cuarto de las seis el reloj del Ayuntamiento cuando un
auto madrugador, del centenar con que la ciudad de Cádiz contaría por
los últimos años cuarenta, frenó en el Grupo escolar pegado a la muralla
del mar junto a la Cárcel Vieja, y la luz del alba fue dejando entrever a
sus ocupantes, una dama y tres marinos de uniforme, embebidos con la
contemplación del hombre flaco y negrucio en mangas d.e camisa que, en-
tre espaciados y cortos repiques de tacón, bailaba y bailaba por los escalo-
72
Fernando Quiñones
Ungaretti: la memoria del
remordimiento
r
\ J i u s e p p e Ungaretti nació en la ciudad de Alejandría en el año 1888.
Sus padres eran emigrantes italianos de la ciudad toscana de Lucca. Dos
años después de nacer Ungaretti muere su padre. Se hace cargo del nego-
cio familiar, una panadería, su madre, una mujer analfabeta, muy religiosa
y tolerante. Los clientes de este negocio, de cierta prosperidad, eran gran
parte de los europeos residentes en la ciudad norteafricana. En el año 1912,
a los veinticuatro años de edad, parte con la intención de ir a estudiar
Derecho a París. De los ocho a los quince años había estudiado en el Insti-
tuto Don Bosco y allí, a instancias de un profesor, lleva un diario titulado
«Analisi dei miei sentimenti». Otros profesores y amigos le hacen leer el
Mercure de France, órgano de la literatura simbolista y decadente, así co-
mo le hablan de Nietzsche. Su compañero de estudios y amigo es Moham-
med Sceab que se suicidará en París, en el año 1913, en el mismo hotel
de rué des Carmes donde estuvo hospedado Ungaretti desde su llegada a
la capital gala. Este hecho lo conmocionaría. Ahora, en el número 5 de
la rué des Carmes, hay una placa en el L'Hótel d'Orléans que conmemora
el paso del poeta italiano.
Las primeras lecturas de Ungaretti, además de la ya citada de Nietzsche,
fueron las de los poetas franceses Mallarmé y Baudelaire, así como la deci-
siva y fundamental de Leopardi. «No es que entonces entendiera a Mallar-
mé, pero su poesía está tan llena del secreto humano del ser, que cualquie-
ra puede sentirse atraído musicalmente por ella, aun cuando todavía no
sabe sino muy mal descifrar su sentido literal», escribirá. Estas lecturas
las compartía con amistades anarquistas, socialistas, librepensadores, ateos,
etc. Alejandría era una ciudad cosmopolita a la que acudían no sólo emi-
grantes, sino también muchos exiliados políticos. En ese ambiente conoce-
rá a Enrico Pea, un empresario autodidacta, mayor que él, que en torno
74
LA INMENSIDAD, EL MAR
Y me es dulce no naufragar
En este mar de inmenso espacio
Perpetuamente juvenil.
M'illumino
d'immenso
La poesía para Giuseppe Ungaretti era algo indefinible, tanto como la
libertad. Ambas ideas o estados eran comparables a la especulación que,
sobre el infinito, tenía Leopardi (quizás el autor que más le influyó). Para
el autor del Zibaldone, la poesía no podía ser conocida por el hombre por-
que éste era un ser finito, mientras que ella era algo infinito. Poesía y
libertad eran dos metas a las que se encaminaba el hombre superando sus
bajezas. La poesía para Ungaretti era una «dádiva», «el fruto de un momen-
to de gracia, al cual no le ha sido ajeno, sobre todo en las lenguas de anti-
guas culturas, un paciente y desesperado apremio». No podía jamás ser
«conquista» de la tradición ni del estudio, aún cuando estuviera destinada
a «alimentarse sustancialmente tanto de una como de otra».
De entre sus varios escritos hemos podido rescatar dos posibles defini-
ciones de la poesía que, en ningún momento, deben ser entendidas como
algo definitivo, cerrado y todavía menos científico. La primera afirmaba
que era «la ciencia del alma amenazada de muerte, todos los días, por la
78
he perdido todo» (1937), «Día a día» (1940-1946), «El tiempo es mudo» (1940-
1945), «Roma ocupada» (1943-1944) y «Los recuerdos» (1942-1946). En «Ro-
ma ocupada», Ungaretti mostraba su incertidumbre por el rumbo destruc-
tivo de la humanidad. Uno de los poemas más bellos y significativos es
«Río mío tú también»: «Río mío tú también, Tíber fatal,/ Mientras la noche
ya turbada pasa;/ Ahora que persistente/ Y que esforzadamente arrojada
por la piedra/ Un quejido de corderos se propaga/ Perdido por las calles
aterrorizadas;/ Que la espera del daño sin sosiego/ Es el peor de los males/
Que la espera de un daño imprevisible/ Entorpece el alma y los pasos;/
cuando sollozos infinitos, y largos estertores/ hielan las casas guaridas in-
ciertas; Ahora que pasa una noche ya desgarrada...». En «Los recuerdos»
son los muertos el asunto central. En el poema «No gritéis más» escribe:
«Dejad de matar a los muertos,/ No gritéis más, no gritéis/ Si aún los que-
réis oír,/ Si esperáis no perecer.// Tienen el imperceptible susurro./ No ha-
cen más ruido/ Que el crecer de la hierba./ Feliz donde no pasa el hombre».
La-tierra prometida apareció en el año 1950 en Mondadori, después de
que un año antes saliera a la luz su primer libro en prosa, El pobre de
la ciudad, reeditado en 1961 con el añadido de «El desierto y después».
El mismo Ungaretti cuenta que la primera idea de este libro la tuvo en
el año 1935 después de la composición de «Auguri per il mió compleanno»,
que está en Sentimiento del tiempo. En ese poema escribía: «Velez juven-
tud de los sentidos/ Que me tienes en lo oscuro de mí mismo/ Y consientes
las imágenes al eterno,/ ¡No me dejes, quédate, sufrimiento!». Este libro
se abre con una «Canción», describe el ánimo del poeta y no está recogida
en esta antología.
En este poema, como en casi todo este libro, «cantaba el otoño, un otoño
maduro, del que se aleja para siempre el último signo de juventud, de ju-
ventud terrenal, el último apetito carnal». De la misma manera que la vida
se va disolviendo en sí misma, el poema lo hace «en este desprendimiento
y da, como primer movimiento estrófico, un disolverse lentísimo, casi inad-
vertible, un lentísimo olvido en una ebriedad lúcida». «Desnudos los brazos
saciados de secretos./ A nado han revuelto el fondo del Letes./ Han desata-
do despacio las gracias impetuosas/ Y los cansancios donde el mundo fue
luz». Agotada la experiencia carnal, una manera de conocimiento, se aden-
tra en otra, la de conocerse, «ser desde el no ser, ser desde la nada, es
el conocerse, pascalianamente, que se es desde la nada». «Horrible conoci-
miento», como subraya el autor. Se quiere huir del pasado, pero siempre
se vuelve a él. El poeta italiano concluye el comentario de este poema ha-
ciendo referencia a la transferencia de los motivos de inspiración desde
la esfera de la realidad de los sentidos hasta la esfera de la realidad inte-
lectiva. «En cierta época de su existir, uno puede haber tenido la sensación
88
Antología (Fabril Editores, Buenos Aires, 1962). Vida de un hombre, G. Ungaretíi (Monte
Ávila, Caracas, 1977). Sentimiento del tiempo, G. Ungaretti, traducción y prólogo de
Tomás Segovia (La nave de los locos, Madrid, 1981). Vida de un hombre, G. Ungaretti,
antología, traducción de Gianna Prodan y Miguel Galanes, referencia que se toma en
este texto.
Leopoldo Panero.
Una reconstrucción*
La vida es una sombra que se ejerce
L. P.
nes formales más graves estaba la de creerle del Socorro Rojo, a quien
habría servido en Inglaterra, así como la de ser amigo de Elias Ehrenburg,
el periodista soviético, todo lo cual, dicho sea de paso y sin que ello sea
una condena, era verdad.
A los pocos días Asunción y su hermana María Luisa bajaron de Astorga
para verlos. Los encontraron con el pelo rapado, insomnes, sucios y demacrados.
La noche del 1 al 2 de noviembre, diez días después de la detención,
sacaron a Ángel y le dieron el paseo en unos desmontes cercanos. Cuando
Panero se enteró, llamó a un oficial amigo de su familia y le entregó el
reloj y la cartera para que se los hiciese llegar a los suyos, porque sabía
que después de matar a los presos los saqueaban.
Pese a que Juan Panero paraba por entonces durante los permisos en
León, en casa de los Torbado, no le fue posible ver a su hermano, y tampo-
co lo intentó.
La detención de su hijo hizo que el padre, que había dado muestras de
entereza y hombría en los primeros días de la guerra, se viniese abajo.
Los testimonios que existen nos hablan de un hombre ya viejo, aniquilado.
Esa fue la razón por la cual la madre, una mujer de carácter más fuerte
y expeditivo, decidiera, ante la muerte de su futuro yerno, hacer lo posible
para salvar al menos la vida del hijo. Viajó hasta Salamanca y se entrevistó
con Unamuno, que conocía a Leopoldo, pero aquél le desaconsejó que se
sirviera de su influencia porque él mismo había ya caído en desgracia y
temía que su recomendación hiciera el efecto contrarío del que se preten-
día. Entonces pidió doña Máxima audiencia a su prima Carmen Polo, mujer
de Franco, a quien mostró las cartas de su hijo desde Inglaterra lamentan-
do su indigencia y pidiendo dinero, y los recibos de los giros que la familia
le había remitido, coartada que desmentía la acusación de estar a sueldo
de la organización comunista, al tiempo que probaba su inocencia, en la
cual su madre creía, ignorante de las actividades de su hijo antes de la guerra.
El 18 de noviembre le pusieron en libertad y Panero regresó a Astorga,
donde no obstante siguió viviendo sobresaltado, medio huido y escondido
en casas de amigos y parientes. Cuando comprendió que tampoco así esta-
ba a salvo, se decidió en consejo familiar mandarle al ejército, donde un
pariente, comandante de infantería, lo metió en la unidad que mandaba.
A este episodio siguieron algunos meses de relativa tranquilidad, hasta
agosto del 37, en el que Juan perdió su vida en un accidente de automóvil,
cuando viajaba entre León y Astorga.
Según Gullón esta muerte, unida a la de Ángel Jiménez, así como la per-
secución que padecieron Leopoldo y el padre de éste, desmedraron tanto
la alegría de aquella casa, que jamás volvió a conocer ésta los alegres días
de la preguerra.
99
Era un libro largo, con una emoción sostenida desde el primero de sus
versos. La variedad de metros y rimas, de temas, de extensión o de trata-
miento de cada poema en particular hacían de él un todo compacto, versá-
til y atractivo. Además se contaba con algo enteramente nuevo en aquellas
páginas: Panero se despegaba del preciosismo un tanto huero de los poetas
de la revista Garcilaso, del expresionismo de Dámaso o del vallejismo de
corte social que caracterizaba la línea de la revista Espadaña, y se volvía
a los fueros de una poesía enteramente lírica, monologuista e íntima.
Como primera provisión Panero restauró la trilogía clásica de la poesía
contemporánea española: Antonio Machado, Unamuno y, en menor medida,
Juan Ramón Jiménez.
Eran poemas de corte tradicional. La mano de los maestros, y desde lue-
go su hálito, estaba tras de muchas de aquellas composiciones. A través
de Unamuno se adivinaba a Wordsworth y a los románticos ingleses, la
sombra de Keats, tan misteriosa, o la osamenta lírico-narrativa de Shelley.
Con Machado volvían también las palabras esenciales del Cántico espiritual
y desde luego, la visión del poeta sevillano, una visión grande de todo lo
pequeño, familiar, cotidiano.
La acogida del libro le dio impulso y audacia para acometer una de sus
más controvertidas empresas poéticas, la redacción del Canto personal, que
apareció, en la misma editorial, el año 1953, cuando llevaba ya tres como
funcionario de esa misma casa de Cultura Hispánica.
El Canto personal fue, como se sabe, la respuesta de Panero al libro de
Neruda Canto general, en el cual el poeta chileno vertía sobre poetas espa-
ñoles como Diego o Dámaso una ristra de insultos y acusaciones, muchas
de naturaleza infamante, como la de culpar a Cossío de la desventura de
Miguel Hernández, cuando, al contrario, había tratado aquél de aliviar en
lo posible su prisión y, tras su muerte, la penuria de los deudos del poeta
levantino.
El libro de Panero, a diferencia del de Neruda, fue mal acogido, aquí
y fuera, incluso por los mismos amigos a los que Panero defendía en sus versos.
Es verdad que el Canto personal adolecía en muchas de sus partes de
deplorables ripios; los versos «Porque España es así (y el ruso, ruso),/ hoy
preferimos el retraso en Cristo/ a progresar en un espejo iluso» resultan
tan candorosos que casi se absuelven a sí mismos. El fracaso de un libro
no está en sus ripios [recordemos algunos de San Juan («y luego me da-
rías,/ allí tú, vida mía/ aquello que me diste el otro día»), de Unamuno,
del propio Machado]. Los ripios tienen también su alma, si están vivos.
No. El principal error de Panero fue dar carta de naturaleza a un libro
como el de Neruda, de intención y tiro más político que poético.
103
detentar y expender siempre en relación con los viejos. Una de esas pala-
bras era alma. Otra, sin duda, España, como no fuera para ponerle en el
lomo un par de banderillas de fuego. Otra espíritu, inspiración, sentimien-
to... es decir todo lo que proviniese del corazón o lo alentara. Fe, por ejem-
plo. O sea, en realidad las únicas palabras que encierran dentro alguno
de esos conceptos por los que vale la pena vivir.
La definición de Panero recuerda de inmediato la de Antonio Machado
y sin embargo apunta hacia un lugar muy diferente. La palabra en el tiem-
po machadiana es, digamos, restrictiva: todo lo que ocurre en un poema
tiende a sus propios límites temporales, de ahí el carácter elegiaco de la
poesía: se canta lo que se pierde. En Antonio Machado hasta las pequeñas
canciones alegres están larvadas con una insuperable tristeza: cada una
de ellas lleva en su corazón la conciencia de la fugacidad de todo; el poeta
no es sino un ser que sabe que todo está llamado a acabar, que nada de
lo que haga podrá hacer más duradero el mundo. Es decir, el poeta es
siempre una conciencia de pérdida, algo de más complejo entramado que
la noción de fracaso. Tras la pérdida de la poesía hay siempre un logro
muy alto: el conocimiento hondísimo de la verdad, de lo más sustantivo
del hombre, de esa realidad que le hace al hombre si no más feliz, al menos
sí mejor.
Panero, que como se ha visto, era un machadiano hasta lo más profundo
de sí mismo, quiso llevar la definición del viejo maestro un poco más allá.
Lo único que puede hacer que una palabra rompa sus límites temporales,
vendría a decirnos Panero, es el alma, la única realidad que no tiene tiem-
po, porque es eterna. Palabra en el tiempo y palabra en el alma son dos
caños de la misma fuente, pero que desembocan en mares diferentes, aun-
que, como todos los mares, se comunican por un extremo.
Cuando nos refiramos a la poesía de Panero, lo hemos dicho más arriba,
deberá entenderse que nos referimos sobre todo a Escrito a cada instante
y al pequeño grupo de poemas que quedaron dispersos a su muerte.
Panero habla siempre de tres cosas. Habla del paisaje que conoce. Habla
de su familia, su mujer, sus hijos, su hermana, el abuelo Quirino... Y habla
de Dios. En realidad sólo habla de la tierra que pisa y de los hombres
que la habitan. En sus poemas Dios está un poco en todas partes. Pero
como la misma soledad, Dios no puede ser argumento de un poema, sino
la condición previa para que éste exista, es Él el creador de ese silencio
necesario para que la palabra poética se deje oír.
Incluso podría decirse que Panero había en realidad de una sola cosa:
del amor. El amor a su tierra, el amor a la familia, el amor a Dios.
•
106
¿Por qué Panero escribe tantos poemas del campo? ¿Sólo porque su sen-
sibilidad los hace compatibles con su pericia como versificador?
Dice Vivanco, en un nada desdeñable estudio sobre su amigo, que no
debemos buscar derivaciones simbolistas en las descripciones paisajísticas
de Panero. Dámaso Alonso, por su parte, nos habla de la necesidad de Pa-
nero en enraizar la poesía en una tierra.
Desde luego son ellos dos, Alonso y Vivanco, los que más y mejor han
comprendido entre los poetas la poesía de Panero (el estudio de Rosales,
con ser muy sagaz, se limita prácticamente a uno solo de sus poemas, el
extraordinario soneto que dedicó «A mis hermanas»), pero uno no siempre
puede estar de acuerdo con la visión que de esa obra dan ellos.
Dámaso Alonso metió a Panero dentro de una teoría más vasta y ambi-
ciosa suya en la medida en que era un buen puntal en ella. Aquella teoría,
la del enraizamiento, por oposición a la poesía desarraigada, no es, vista
desde hoy, sino la veleidad del crítico que quiere echar su cuarto a espaldas.
El poeta canta el paisaje no sólo, como cree Dámaso Alonso, por necesi-
dad de raíz, por vocación de fundamentarse, de cimentarse. Al contrario,
al cantar esa tierra suya, el poeta la está haciendo de todos, se la está
restituyendo, como si la repartiera entre todos los lectores.
No sólo quiere quedarse temporalmente entre esas encinas que celebra,
que le exaltan o le apesadumbran, es decir, que le iluminan o le llenan
de penumbras, sino que sabe, por la poesía, que tales encinas jamás volve-
rán a ser lo que eran. Sabe que tras su poema se convertirán, como la
rosa de Rilke, en sueño de muchos bajo tantos párpados.
De la misma manera que la Soria de Machado, la Salamanca de Unamu-
no, el Lugo de Pimentel y tantos otros lugares liberados por los poetas
de su condición primera, Panero restituye su vieja Astorga, el erial de Cas-
trillo y el viejo y cansado monte Teleno, al patrimonio del hombre.
Es decir, que si el primer impulso del poeta es hundir sus pies en la
tierra (sólo se canta aquello que se conoce, que es propio, nos había dicho
Panero), el segundo es emprender el vuelo; o sea, que si podemos hablar
de una poesía arraigada en el primer momento, tendremos que hablar de
una poesía sin ancla en el segundo, una poesía de absoluto desprendimien-
to y pobreza, como el actuar del santo, del hombre virtuoso.
Panero es, desde luego, un poeta de la tierra, pero sólo por apoyar en
ella los pies para impulsarse y tomar vuelo.
¿Y por qué tantos paisajes, a veces siempre el mismo, retratados con
obsesiva insistencia?
Panero no es un poeta de corte realista como cree Vivanco. Es verdad
que tampoco lo es de corte romántico, aunque sienta el hálito de los ro-
108
una mujer ideal hecha de muchas otras; Valle Inclán es verdad que tuvo
una familia, pero se la quitó de encima con una y otra excusa. Sólo Antonio
Machado, recordando a su padre y, sobre todo Unamuno, acudieron a la
realidad de la familia para iluminar zonas oscuras de sus afectos.
En cuanto a los poetas del 27 su relación con la familia era aún más
problemática. A buena parte de ellos la homosexualidad les condenó, desde
un punto de vista familiar, a una fatal soledad y, algunos como Cernuda
escribieron de la familia versos atroces, llenos de resentimiento y amargu-
ra, lo cual, dicho sea de paso, fue motivo de una violenta discusión, en
los años de Londres, entre Cernuda y el propio Panero, que no comprendía
que alguien no pudiese amar a su familia. Muchos otros de esa generación
es verdad que constituyeron sus propias familias, pero a pesar de que po-
dían escribir sus poemas, como Salinas, con un niño sentado en las rodi-
llas, le dejaban a éste al margen del asunto que en tales versos se tratara.
De manera que la decisión de tratar la familia en sus poemas, o lo que
es lo mismo, de elegir ese «tema,» se constituía en algo atípico en la poesía
española de ese momento. Panero, siguiendo a Unamuno, digamos que lo
«liberaba» de la tiranía burguesa, dulzona y un tanto ñoña del siglo XIX.
Para empezar, la familia de la que él iba a hablar nada tenía que ver con
aquellas otras familias que se'reunían en torno a la pianola para cantar
zarzuelas o en la mesa camilla para celebrar la última dolora.
No. Estamos ante algo mucho más hondo. El vínculo de Panero con la
familia es el respeto al linaje, a los antepasados y, por tanto, a los muertos.
De nuevo la sombra de Francis Jammes planea sobre estos poemas, cuando
Jammes adornaba su presente, pueblerino y discreto, con el prestigioso pa-
sado de sus ancestros, los cuales, si bien se mira, tuvieron a su vez un
presente pueblerino y discreto. Al contrario que para tantos, la memoria
era mucho más activa que el propio presente, casi siempre teñido de regu-
lar monotonía.
Es cierto que en la voz amorosa de Panero encontramos diversas inflexio-
nes de voz según se refiera a su mujer, a sus hermanas, a sus hijos, pero
algo hay en común en todos estos poemas amorosos; solicita de las perso-
nas amadas compañía para su soledad, reclama de ellas una presencia ami-
ga, no contraria a su labor de búsqueda, a su largo camino, a través de
los muertos, que le llevará a la muerte, ese lugar donde el tiempo deja
de tener importancia y sólo reina el alma. Es un amor, pues, constituido
sobre la soledad.
Según su mujer, los poemas a ella dedicados eran verdad sólo sobre el
papel, porque ese amor, allí declarado, no encontraba su correspondencia
en la realidad. No hay más que ver el comportamiento de los hijos hacia
110
el padre para darse cuenta de que también en ese caso se trató de un amor
no correspondido.
Sin embargo, Panero, de la estirpe de Machado, afirmaba en su poesía
lo que en aquel primerizo y viejo poema éste dejó dicho: «Todo amor es
fantasía; / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el aman-
te y más, / la amada. No prueba nada / contra el amor, que la amada / no
haya existido jamás».
Panero escribió a lo largo de su vida muchos poemas de amor. Puede
decirse incluso que de amor feliz, de amor logrado y correspondido, lo cual
entraría un poco en contradicción con aquello que también el propio Ma-
chado sostuvo: se canta lo que se pierde.
¿Cómo es posible, pues, que los poemas de amor de Panero trasciendan
la posesión y vuelvan de nuevo a ser una pérdida, a instalarse en esa pérdi-
da, territorio de la poesía?
Sin duda porque están escritos sin salir de su soledad, la más vasta tie-
rra de todas. A un tiempo ama, sí, pero el amor no altera la naturaleza
de su soledad. En el soneto que dedicó a su hijo mayor estaría resumida
la relación amorosa de Panero con los suyos: «Voy, me llevas, se torna
crédula mi mirada, / me empujas levemente (ya casi siento el frío) / me invi-
tas a la sombra que se hunde a mi pisada,/ me arrastras de la mano...
Y en tu ignorancia fío, / y a tu amor me abandono sin que me quede nada, /
terriblemente solo, no sé dónde, hijo mío».
Y sabemos, por otro soneto, a dónde le conduce ese amor que le torna
crédulo, es decir capaz de inventarse la amada. Nos lo dirá en el que dedi-
có a sus hermanas, soneto en el que, como quien juega a la gallina ciega,
rememora a los muertos de la familia: «Ángel, Ricardo, Juan, abuelo, abue-
la, / nos tocan levemente, y sin palabras / nos hablan, nos tropiezan, nos
tocamos. // ¡Estamos siempre solos, siempre en vela, / esperando, Señor, a
que nos abras/ los ojos, mientras jugamos».
Ése es el lugar a donde conduce el amor de los suyos: primero ]a muerte,
y luego, abiertos ya los ojos, ese lugar feliz donde volveremos a reunimos
con los nuestros.
Una poesía de tal naturaleza no podría haberse escrito, desde luego, sin
una fe profunda en Dios y en todo lo que esa fe proporciona de trascenden-
cia a la vida.
Dios no es, como hemos dicho, un tema de la poesía de Panero. No lo
es de ninguna. Dios es la conciencia previa, aquello que nos ayuda a ser
esenciales, y a llegar hasta lo más hondo de nuestro sentir. De ahí que
Dios exista siempre en la poesía, incluso en los poetas que manifiestamente
no creen en él. Como los mares, decíamos, se tocan siempre por un extre-
mo, así lo esepeial participa de la divinidad.
111
¿Por qué razón se dice que tales o cuales versos son esenciales y que
de otros no podemos decir lo mismo? ¿Por qué creemos esenciales a Manri-
que, a San Juan, a Machado y no, en cambio, a Góngora, a Lope, incluso
a un Darío, no menos grande?
Se ha dicho que Panero es un poeta esencial. En el fondo todos lo son:
todos cantan al amor, la muerte, el tiempo. Sin embargo lo que hace que
un poeta sea esencial es sólo la palabra, y palabras esenciales son aquellas
que nos dicen algo con lo mínimo. Es decir: palabras esenciales son aque-
llas que visten un concepto, una idea, una imagen con su misma desnudez,
con su pobreza. La opulencia, por el contrario, es barroca y deformante.
Se ha dicho también que la poesía de Panero es religiosa, y se ha inter-
pretado esto como que era católica. Pero la religiosidad de Panero es tan
elemental que nos incluye a todos. La religio de Panero, sus estrechos la-
zos, están establecidos con la tierra, con su mujer, con sus hijos, con sus
antepasados, mediante palabras esenciales, elementales y desnudas.
Estamos ante uno de los grandes poetas españoles. Habló de lo que los
grandes poetas han hablado, pero estos últimos años se produjo con su
obra un gran malentendido. Ha llegado el momento de deshacerlo, de resti-
tuir sus palabras a la lengua de las gentes.
La palabra patria escalofría, la palabra Dios hace huir a los snobs y a
los progres (que procuran escribirla con minúscula o en plural: les parece
más pagano y clásico), y la palabra familia mueve a risa. Es el Gotha de
nuestro tiempo. Sin embargo la patria de la que habló Panero, su amado
Castrillo de las Piedras, no es muy diferente de aquel lá-bas del que habla-
ba Baudelaire: una huida y un sueño; su familia, al final, no fue muy dife-
rente de la que todos tenemos: soledad y una eterna ausencia; en cuanto
a Dios («quien habla solo, espera hablar a Dios un día»), el de Panero es
el mismo que todos llevamos dentro: aquél a quien se habla cuando todo
es silencio.
Estamos siempre solos, siempre en vela,
esperando, Señor, a que nos abras
los ojos para ver, mientras jugamos.
Andrés Trapiello
Luis Landero (Foto de
Alex Zisman. 1992)
La ficción y el afán
(Ensayo sobre Luis Landero)
P
JL robablemente, la irrupción de Luis Landero (Alburquerque, 1948) en
la literatura española, a finales de 1989, con Juegos de la edad tardía, sien-
do el caso más sonoro, sorpresivo y urgente de la fortuna literaria de los
últimos tiempos, no sólo ha deparado la circunstancia de que vayan de
la mano los ingredientes específica y cualitativamente estéticos y el eco
extraliterario del reconocimiento público, sino que ha venido a operar una
curiosa y singular paradoja que invierte el orden causal de factores del
«madame Bovary c'est moi» para convertir al escritor en casi el venturoso
personaje de ficción de una de sus propias creaciones. Como consecuencia
de ello, la aparición, en 1994, de su segunda novela, Caballeros de fortuna,
ha desencadenado el completo ritual de los elegidos: el elogio y la descalifi-
cación, la aclamación y el linchamiento, la apología y el insulto. Ante todo
ello, naturalmente, en el momento de adentrarme en el mundo literario
de ambas obras, el primer ejercicio de reflexión que se me impone viene
marcado por una de las tres citas con que se abre Juegos de la edad tardía,
la siguiente proposición de Spinoza: «Cada cual se esfuerza, cuanto está
a su alcance, por perseverar en su ser». Sin dejar de lado la posibilidad
de volver sobre ella más adelante, he de decir que, en el momento en que
apareció la novela, tras su lectura, y a medida que iban saliendo a la luz
noticias biográficas de Luis Landero, y se emitían opiniones críticas, y se
multiplicaban las entrevistas y los entusiasmos, entendí la aseveración spi-
noziana en una sola dirección: la del escritor desconocido, sin nombre y
sin notoriedad, empeñado durante años en la tarea solitaria y en la recom-
pensa íntima de la literatura silenciosa. Como siempre he desconfiado de
la erótica y de la mística de la creación, no podía dejar de sentir predilec-
Invenciones)
y Ensavos) 114
' Llamo «patentes de esti- ción por quien, como Landero, con ejemplar discernimiento, frente a los
lo» a la apropiación, por par-escritores que padecen su trabajo y su afición como una condena, que sien-
te de algunos escritores, de
determinados giros sintác- ten la tortura de las palabras y el terror de la blancura, que sufren la
ticos de carácter ilativo, cier-
penitencia divina de quebrantarse y atribularse con el tesón esquivo de
tos comienzos de párrafo o las palabras, se limita a «ser» y a «perseverar en el ser», se complace en
de frase (fórmulas como el
popular «érase una vez» o el comportamiento que le señalan los atributos de la propia ontología, don-
el cervantino «olvidábase- de «ser» es «escribir» y «perseverar en el ser» es «perseverar en la escritu-
me de decir» serían un par
ra». Todas las demás cosas, pensé entonces, la irrupción, el reconocimien-
de casos simples y notorios),
ciertas derivaciones de los to, el éxito o el rechazo, el devaneo de la fortuna, no eran sino las adheren-
acontecimientos en la me- cias secundarias que la providencia otorga a los lirios del campo.
moria, etc., en grado tal de
uso o abuso que obran en
la competencia literaria de
los lectores como propieda-II
des privadas y sintagmas ex-
clusivos, de tal manera que,
si, por lo que viene al ca- La buena aceptación general, tanto popular como crítica, salvas las ex-
so, nos limitamos, por ejem-
cepciones, de las novelas de Landero radica, a mi juicio, en la compleja
plo, al modo de expresar la
prolongación del recuerdo ejemplar sencillez de su elaboración, esto es, en la naturaleza de un pro-
y
en el personaje, tanto en la ducto lingüístico que alcanza a un tiempo a tirios y troyanos, al lector
siguiente frase de Juegos de
activo y al pasivo, una trama literaria en la que se encuentran y se recono-
la edad tardía: «Encontró
intacta la tarde en que su cen las más variadas y hasta dispares competencias literarias. Así como
abuelo lo llevó con él a el erudito y el profano disfrutan con Don Quijote, con Romancero gitano
arrancar hierbas», de 1989,
como en la siguiente, de Pe- o con Cien años de soledad, verdaderos paradigmas bifrontes de la unani-
dro Páramo, de Juan Rui- midad estética, donde se encierran por igual grandes interpretaciones del
jo: «El padre Rentería se mundo y del hombre junto a ineludibles impactos de goce literario, no por
acordaría muchos años des-
pués de la noche en que la oscuros menos perceptibles, así en Juegos de la edad tardía se acumulan
dureza de su cama lo tuvo bastantes y diferentes estratos formales y de contenido como para agradar
despierto y después lo obligóa uno y otro y aun divergente público. Landero ha sabido inventar, por
a salir», de 1955, como, por
último, si se me apura , en una parte, cierto sincretismo formal narrativo en el que conjuga lo cervan-
la siguiente, de Guerra y paz,tino y lo kafkiano, lo faulkneriano y su descendencia hispanoamericana (ex-
de Tolstoi: «La princesa Ma-tremo este último que, al abrigo fácil y al asidero injusto de las patentes
ría había de recordar aún 1
mucho tiempo el vacilante de estilo , le ha acarreado algunas descalificaciones y condenas de la crí-
chirriar de las ruedas», de tica, tan persistentes como erróneas), la novela de enredo y la novela góti-
1865, reclamaremos compro- ca, los asuntos de capa y espada y el monólogo interior, el malabarismo
bantes autorizados del peaje
literario, porque, desde 1967,del tiempo y la audacia verbal, combinando tan variados ingredientes en
todas las patentes del recuer-un todo unitario y perfecto, sin derivaciones hacia el pastiche constructivo,
do que lleven determinado ni hacia los homenajes y guiños culturalistas, ni hacia los trampantojos
dirección se acumulan, se-
gún los hábitos actuales de de la semiótica o las denominaciones de la rosa, atendiendo sólo, con sabi-
la lectura hispánica, cual co-duría y honradez, al aprendizaje de la tradición. Por otra parte, como en
to verbal, en el haber pri- Don Quijote o como en Cien años de soledad, es evidente la multivocidad
vado, prohibido e intrans-
ferible de Gabriel García de Juegos de la edad tardía y numerosas son las posibilidades de interpre-
Márquez- tación que acoge, como prueba que los estudiosos se hayan precipitado
115
III
Si nos detenemos en el protagonista de Juegos de la edad tardía, veremos
la configuración de un prototipo, un hombre asombrado frente al mundo
116
IV
Toda esta peripecia puede reducirse a una palabra que aparece a menu-
do en la infancia y en los recuerdos de Gregorio Olías y que es llave nece-
saria para adentrarse en los dominios narrativos de Landero. Me refiero,
naturalmente, al «afán». De hecho, ya en el mismo procedimiento suspensi-
vo de su presentación y en el grito enfático de tío Félix en el segundo capí-
tulo («¡¡El afánnnü», dice), el lector sospecha que se encuentra ante un
ingrediente sustancial de la configuración de la trama. Enseguida, además,
viene un personaje de la novela a definir con exactitud la noción de «afán».
Se trata del abuelo, hombre hábil en los discursos, pero sin ocasión para
ejercitar sus capacidades, que aprovecha la presencia de los obreros que
tienden la línea férrea para exponer su filosofía de la existencia. «El afán
—les explica— es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas,
y la gloria y la pena que todo eso produce». Y, tras el enunciado de la
proposición, en una amplia exégesis oratoria, aclara: «¿Puede haber algo
más grande que lo que no hay? ¿Puede haber algo que exceda al afán?
[...] Sólo el afán nos mantiene vivos y voraces. [...] Los pobres se desesperan
porque son pobres y los ricos por no ser más ricos. Entonces, ¿no vale
más desesperarse por el imposible? ¿No ahorraremos camino? [...] Nadie
podrá decir de mí: "Ése pasó sin pena ni gloria". No, pasé con ambas.
118
Con una entretuve a la otra, las engañé a las dos, las enganché juntas al
carro del afán. [...] No permitáis nunca que se cumpla el afán, no pongáis
los suelos al alcance de los niños para que nunca sean tan miserables como
vosotros, ferroviarios». Tales enseñanzas acompañarán toda su vida a Gre-
gorio Olías y a veces las palabras del abuelo le rondarán la cabeza en pági-
nas siguientes: «Y no te quedes corto en el pedir. Cuanto más difícil sea
el plan, más orgulloso estarás de él, y si es imposible, mejor aún, porque
en el fracaso tendrás también la gloria». Cabe decir, sin embargo, que, por
encima de esta definición, el afán no es sólo un ejercicio de filosofía rural
ni una ética doméstica de la felicidad, sino el razonamiento de un propósi-
to literario, una apología de la literatura, un método de composición y una
propuesta de lectura. A esta extensa idea del afán, tan noblemente cervanti-
na, responden las dos novelas de tandero y responderán, probablemente,
las que siga escribiendo.
V
Empeñarse en su afán y considerar que la vida es el cumplimiento del
afán es, sin duda, la característica más destacada y distintiva de los perso-
najes principales de Landero, tanto de Olías y Gil en ía primera novela,
como de los Tejedores, Belmiro Ventura, Amalia Guzmán, Luciano y don
Julio Martín Aguado en la segunda, lo que nos lleva de nuevo a la proposi-
ción de Spinoza: «Cada cual se esfuerza, cuando está a su alcance, por
perseverar en su ser». Ahora bien, puesto que ser consiste en ser mejor
y querer ser no es otra cosa que querer ser mejor («el mero seguir siendo
idéntico a sí mismo es ser peor que uno mismo», ha escrito Ferlosio), per-
severar en el ser no será, pues, sino anteponer a los hechos la voluntad
de ese ser mejor ideal que uno imagina, ese ser mejor de lo que se es,
objetivo que a veces sólo se conseguirá siendo otro o siendo de otra mane-
ra (como en Juegos de la edad tardía, donde el deseo se manifiesta en la
relación del individuo consigo mismo frente a los demás), o estando mejor,
hallándose en situación más favorable (como en Caballeros de fortuna, don-
de prevalecen los estímulos externos de la jerarquía social). Y en este com-
bate entre el ser y el parecer es donde hace acto de presencia el afán como
impulso de lo imposible, esto es, como ficción, porque, en definitiva, si
lo que se desea ser es inalcanzable, si en la inaccesibilidad radica el méri-
to, entonces, verdaderamente, el afán es vivir fuera de la realidad, en otra
realidad, en la realidad de la ficción. Pueden aportarse ejemplos diversos.
Uno: cuando a Gregorio Olías le preguntan qué quiere ser e interviene la
119
VI
Tras el afán y la ficción, el tercer paso es la palabra, considerada en
una doble dimensión: como vehículo del relato y como experiencia estética.
También podría enunciarse de otro modo: la narración y el estilo. Lo cier-
to, en cualquier caso, es que la ficción personal sólo alcanza plenitud me-
diante su conversión en producto lingüístico, esto es, hecha relato, contada.
Cuando don Quijote pierde el juicio (si es que lo pierde) en los «libros de
caballerías», tan importante es para el diagnóstico de su locura el término
«libros» como el término «caballerías», porque, así como el caballero Ama-
dís no es otra cosa que el libro que contiene la relación de sus aventuras,
120
así la aspiración de don Quijote, aun siendo una sola, cuenta con dos ver-
tientes: ser caballero andante, figurar en un libro por sus andanzas. De
hecho, su primer pensamiento de caballero no es otro que brindarle el co-
mienzo del primer capítulo al sabio que escribiere «la verdadera historia
de mis famosos hechos». Del mismo modo, los personajes de Landero, em-
peñados en su propio afán y militantes de la ficción, necesitan del relato
en tal medida que bien puede afirmarse que la narración es la culminación
del afán, que sólo en la narración se cumple el afán (de hecho, incluso,
para Landero, el hombre es un animal narrativo: vivir es contar). Y en ese
ajuste de la realidad y la ficción, del vivir y el contar, se sitúa, por ejemplo,
Caballeros de fortuna, cuya primera parte termina con una profecía de afán:
«Algún día tú serás un caballero», palabras de Manuel a su hijo Esteban
(«Hijo, tú serás un gran hombre», le había dicho Félix Olías a Gregorio
en el cierre del primer capítulo de Juegos de la edad tardía), y cuyas últi-
mas palabras recogen la esencia del relatar y el destino de Esteban, que
«no pierde ocasión de contar de qué manera, hace ya muchos años, estuvo
a punto de convertirse en caballero», porque, según la lógica propuesta,
el afán nunca se cumple («No permitáis nunca que se cumpla el afán»,
había dicho el abuelo) y, si se cumple, peor, como acredita la aparición
tardía de Elicio Renón, que trabajaba «en una sala de fiestas con nombre
tropical, apaciguaba broncas y seducía mujeres», esto es: que se había con-
vertido, como pretendía, en un tipo duro, lo que viene a ser, ciertamente,
la desolación del afán cumplido. Consciente, sin duda, de este aspecto, Lan-
dero, que dedicó la primera novela fundamentalmente al afán, se ha volca-
do en la segunda sobre algunos aspectos de la narración, como, por ejem-
plo, el mecanismo y la figura del narrador, en este caso «un grupo de ob-
servadores imparciales. En otro tiempo llegaron a ser más de treinta, pero
ahora apenas somos media docena, y aquí nos pasamos las jornadas, ali-
neados en un banco de piedra y con los pies mecidos en el aire. El foraste-
ro o el curioso no necesita observar siquiera las novedades que se produ-
cen a su alrededor; con vigilar los pies es suficiente. Si se mueven, es que
algo está ocurriendo, y según el vaivén así el tamaño del suceso; si ensegui-
da vuelven a pararse, es que se trata de una falsa alarma. La historia de
este pueblo, como la de tantos, la han ido escribiendo las generaciones
al ritmo de los pies. De tanto golpear, el banco tiene abajo una franja ero-
sionada y sucia, y allí a su modo está esculpida, como en un bajorrelieve,
la crónica ilegible y exacta de nuestro pasado cotidiano». El narrador, aquí,
como la «media docena de hombres vestidos con monos, sentados, acucli-
llados aquí y allá», de El villorrio, no es otra cosa que la memoria colectiva
del pueblo de Gévora, una especie de «intranarración», pese a que Landero,
121
VII
Pero además de la función narrativa, cerrando hasta el extremo el círcu-
lo, Landero ha querido que el afán de Gregorio Olías consista en ser el
gran Faroni, alguien vinculado a la palabra como portadora inefable de
belleza, lo que establece la siguiente ecuación: un novelista, Landero, cuyo
material es la palabra, frente a un personaje, Olías, un pobre hombre sin
presente, frente a su afán, Faroni, un mago verbal inasequible. Como con-
secuencia de ello, asistimos a excelentes reflexiones sobre la tarea del es-
critor, en las que, sin duda, mediante concordancia y yuxtaposiciones, se
entremezclan los tres sujetos, Landero, Olías, Faroni, como si el escritor,
rigurosamente esforzado en la laboriosidad del lenguaje, encontrara en su
criatura el vehículo idóneo para contar la propia experiencia verbal la fas-
cinación por las palabras, el descubrimiento de su poder, la evidencia de
que en las palabras reside el hombre, de que las palabras contienen al hombre.
Hablando de Faulkner y de Conrad, ha dicho Landero en alguna ocasión:
«Los dos son elocuentes al modo de Shakespeare (no de Cicerón): esa elo-
cuencia que, más que una razón discursiva, parece un fenómeno de la natu-
raleza: como la lluvia o como un vendaval. Esa furia del lenguaje es uno
de mis objetivos estéticos». Y hablando del valor de la escritura ha dicho:
«Una de las cosas magníficas de escribir, según Adorno, es que la escritura
supera tu propia valía real, porque no estaba previsto que uno pudiera
hacer una frase tan bien hecha, porque ha ido más allá de lo que hacían
prever las propias cualidades intelectuales. La escritura es soberana y autónoma,
aunque esto también tiene sus riesgos. Todos los que hemos querido escri-
bir la página perfecta hemos sentido fascinación por las palabras en sí
mismas. A mis dieciocho o veinte años, incluso veintidós, yo escribía pági-
nas y páginas dejándome llevar sólo por la furia del lenguaje, por la fasci-
nación de las palabras, palabras que a lo mejor acababa de descubrir, que
sonaban bien». Es evidente, creo, no sólo por estas manifestaciones, sino
sobre todo por las novelas, que en Landero late poderosamente la pasión
verbal, lo que se resuelve en calidad estilística, minuciosidad de la compo-
sición (ejemplo: la configuración del imperio económico de Celestino Sán-
chez, un cine, un hotel, un bar, sobre el supuesto lexema «Cel» de su nom-
bre y los sufijos empresariales de la multinacionalidad: Cele's, Celton, Ce-
leste, Celux), luminosa combinación de sintagmas afortunados, asombro de
adjetivos, felicidad verbal en suma. Pues bien, esta relación del escritor
con sus instrumentos se traslada a los personajes y a la trama de las nóve-
las, y así vemos cómo Gregorio Olías mantiene con las palabras a lo largo
de sus cuarenta y seis años de vida una relación intermitente y agonística,
intensa o furiosa, emocionada o acechante, hasta el punto de que su evolu-
123
VIII
Tenemos, pues, a Gregorio Olías, a Gil, a los Tejedores, persiguiendo su
afán, predispuestos a la ficción. ¿Dónde llevan a cabo sus invenciones, en
qué escenarios? Si me viera en la obligación de escoger un fragmento que,
a modo de levadura, contuviera la verdad narrativa de Landero, tal vez
me decidiera por el siguiente, de Juegos de la edad tardía: «Observé por
ejemplo a un hombre que todas las tardes al volver a casa se paraba en
una esquina y miraba alrededor como buscando algo. Aquel hombre había
perdido allí, o él creía que allí, un mechero de oro con sus iniciales. Eso
había ocurrido hacía ya tres años. Pues bien, veinte años después, siendo
ya el hombre medio viejo, todavía algún día se paraba un momento en la
esquina, o miraba sobre eJ hombro, con la esperanza quizá de encontrar
el mechero». Como se ve, se trata de encontrar el punto en que las perso-
nas se tornan solidarias con las cosas, con las que establecen, mediante
afectos del espíritu, vínculos perdurables, la relación permanente con una
esquina determinada en este caso. Según don Isaías, personificación del
diablo y teórico del azar, «los hechos menudos no dejan huella, ni sirven
luego para nada. Al contrario, caen al olvido, descarnan el pasado y final-
mente convierten en ceniza la vida. Ocurre que esos hechos carecen incluso
de la grandeza de un acto de fe». Pues bien, poniendo remedio literario
a esa evidencia, las novelas de Landero atienden a ios hechos menudos,
a la medianía cotidiana y popular, a «la letra pequeña de la vida», según
una frase de Cabaileros de fortuna, a «¡a mortadela del tedio». De ahí, por
ejemplo, que los personajes se aferren a sus cosas mínimas, que se dedi-
quen a engañar la vida con «humildes riesgos urbanos», que se pregunten
«¿cómo se explica que en los periódicos siempre haya atropellos y en las
calles no?», como hace el padre de Gil, que sale todos los días de casa,
en vano, para ver accidentes. Establece así Landero una primordial solida-
ridad con las cosas, con la gente y con el mundo (y si los personajes son
solidarios con las cosas, Landero es solidario con los personajes, sobre los
que arroja una mirada y una comprensión de estirpe cervantina), en una
especie de sintaxis universal, una ausencia ideal de maldad, una bondad
moral literaria, en la que se producen breves y bellísimas historias, como
la de doña Cipriana, en Caballeros de fortuna, que «había concertado con
los vecinos que todas las mañanas abriría el postigo a eso de las ocho,
y que lo cerraría hacia la medianoche, de modo que el día que no lo abrie-
se o lo cerrase a sus horas quería decir que estaba enferma o que había
muerto». Por lo demás, el tránsito por la letra menuda, ai recoger la per-
cepción del momento en que surgen los porqués, consiste en una transfor-
mación que eleva lo cotidiano a literario y convierte en poético lo insignifi-
125
IX
Y en esa trama menuda es donde se mueven los personajes de Juegos
de la edad tardía y de Caballeros de fortuna, entre los cuales, como vamos
a ver, hay similitudes menores y mayores. Así, entre las menores, no pasan
inadvertidos ciertos paralelismos, como la voz que le dice a Gregorio Olías,
en Juegos de la edad tardía: «Levántate, pingüino, que ya se oyen cerca
los tambores», frente a la del misterioso y épico Contreras persiguiendo
a don Belmiro Ventura y Vega, en Caballeros de fortuna: «¡Ay, pobre ma-
món! El tiempo está cumplido y tú no encuentras las respuestas»; o como
la ocasión en que Gregorio, echando cuentas, multiplicando y dividiendo
días por versos y por años y buscando en una enciclopedia el consuelo
de los nombres y edades de defunción de famosos, al llegar a Garciíaso
de la Vega, exclama: «Murió a los treinta y cinco, el cabrón», frente a lo
que a veces piensa don Julio de su admirado Ortega: «Cómo se le podrían
ocurrir tantísimas ideas, y tan bien dichas, a este cabroncete»; o, en fin,
el «todavía es tarde para huir» de Gregorio frente al «nada del futuro es
posible» de Esteban Tejedor Estévez. Aunque, por supuesto, más significa-
tivas son las similitudes mayores, entre las que destaca sobremanera la
inocencia, en toda su amplitud. Todos los personajes de Landero, con afán
o sin él, sea cual fuere su función, son inocentes, habitantes de un mundo
gobernado por la inocencia, de la estirpe de Alfanhuí o de Ike Snopes o
de Karl Rossmann, emparentados con los protagonistas de muchos cuentos
populares, esto es, ontológicamente inocentes. Más aún: de su inocencia
surge su aventura. Desde la peripecia de Gil, la mayor combinación imagi-
nable de candidez y debilidad, decisión y lealtad, hasta el espíritu literal
de Esteban Tejedor, que a las palabras de su padre: «Ay, todavía te queda
mucho por andar»; responde con el ejercicio de una contabilidad andante
que más tarde le permitirá saber: «Llevas andados 12.250.397 pasos», sin
dejar de lado a Luciano Obispo, un «pobre niño inocente de Dios y de na-
127
X
El hombre de nuestro tiempo se siente desbordado por la pesadilla de
la existencia y se percibe impotente, salvo con un resquicio de lucidez para
advertir las sinrazones y la desdicha. La vida es amarga y melancólica y
no caben promesas de paraíso. Esto lo ha entendido muy bien Luis Lande-
ro y, con su bondad moral literaria, con su pulcritud formal, con sus ha-
llazgos verbales, con sentido del buen humor (no se me olvida el irrepro-
chable endecasílabo de Manuel Tejedor: «Nunca debí comer tantos garban-
zos»), invita al lector a instalarse en la paradoja del ser y el afán, a aden-
trarse con una sonrisa perceptiva en «la mortadela del tedio». Para ello
129
ha elaborado una concepción literaria del mundo, cuyos pasos quedan se-
ñalados: la realidad, el afán, la ficción, la narración. Escritor y lectores
forman parte del proceso*, uno y otros perseveran en su ser, viven a través
de Faroni o de don Quijote, encuentran en la ficción la supervivencia. Cabe,
pues, concluir con el enunciado de una certidumbre: que el afán literario
termina siempre por cumplirse, porque, a la postre, la palabra es casi la
única forma de redención sólida y tangible que cabe en la conciencia.
Pensemos que una buena parte del ballet clásico, cuyo lenguaje se va
forjando a lo largo del siglo pasado, bebe de las fuentes de la llamada
Escuela Bolera.
Escribe al respecto Roger Salas (en el libro resultante del «Encuentro
Internacional sobre Escuela Bolera», celebrado en Madrid en 1992):
La Escuela Bolera es el verdadero ballet español. Comenzó a gestarse en el siglo
XVII, se clarificó en objetivos en. el siglo XVIII y finalmente tuvo su cristalización
a mediados del siglo XIX. Es un camino histórico bastante parecido cronológicamente
al del ballet académico y paralelo a él. Esta escuela surge por la codificación y deriva-
ción a danzas teatrales de ritmos y bailes populares, mayormente andaluces. Las Se-
guidillas Boleras, las Boleras de la Cachucha, tienen un claro origen popular que devi-
no en las coreografías gestoras del propio vocabulario de la Escuela Bolera, que rápi-
damente tuvieron una fuerte intemacionalización. Desde 1830, e incluso un poco an-
tes, grandes artistas españoles de estos bailes de escuela mostraron en las grandes
capitales europeas un tipo de baile teatral que no era solamente algo exótico ligado
al sur, sino un conjunto de evoluciones coreográficas con estilo propio, plenas de
dificultades y de una gran belleza escénica. Tanto fue así que sin excepción todas
las grandes estrellas del romanticismo balletístico desde María Taglioni a Fanny Els-
sler pasando por Fanny Cerrito y Lucile Grahn, todas en algún momento de sus largas
carreras escénicas abandonaron el etéreo tutu y las alas de sílfide por los volantes
de encaje carmesí y las castañuelas.
Delfín Colomé
Velázquez: Francisco
Lezcano, el Niño de
Vallecas (Museo del
Prado. Madrid)
Velázquez, pájaro solitario
Hace algún tiempo, el poeta y crítico de pintura J. X., entre burlas y veras,
había ido componiendo una serie de poemillas dedicados a los viejos pinto-
res en donde se adjudicaba a cada uno el color que, más o menos, le podía
caracterizar o cuadrar. La colección, sin grandes tropiezos, avanzaba buena-
mente —el «carmín» para Tiziano, el «ocre de oro» para Rembrandt, el «gris»
para Goya...—, cuando, de pronto, al llegar a la figura de Velázquez, mi
buen amigo se atascó. No lograba encontrar el color correspondiente; pasaba
revista una y otra vez al iris extenso de la pintura y ninguno de los colores
o matices le parecía bastante significativo. Dada mi antigua y decidida incli-
nación por la obra singular del gran sevillano (mi primer escrito sobre Ve-
lázquez se publicaría hacia 1931, pero el pasmo mío inicial es muy anterior,
es decir, de cuando entrara en el Prado por vez primera; hasta entonces,
casi un niño aún, y guiándome tan sólo por las láminas de los libros, no
era en Velázquez en quien tenía puesta la atención, sino en el Greco y en
Goya, infantilmente deslumhrado y embaucado por sus gesticulantes genios),
J. X. decidió consultarme; a sus ojos, por lo visto, yo empezaba a tener una [Las obras literarias del
gran pintor —y gran
cierta autoridad de especialista. Le dije que no me sorprendían nada sus
escritor— Ramón Gaya es-
apuros, ya que Velázquez no tiene, propiamente, color, colores en su pintu- tán siendo publicadas en la
ra, y que lo más justo sería dedicarle un soneto (creo que era el soneto editorial Pre-Textos, de Va-
lencia, con la colaboración
la forma escogida por él), no descolorido, sino incoloro, vivamente incoloro, del Excelentísimo Ayunta-
como el aire de la tierra madrileña. No sé si mis palabras le resultaron úti- miento de Murcia, y con el
les, pues no volví a verle más, pero sirvieron al menos para despertarme título general de Obras com-
pletas. El presente ensayo,
en la memoria un escrito mío inédito que perdiera definitivamente en la «Velázquez, pájaro solita-
guerra de España contra ella misma, y que siempre me ha faltado. Se trata- rio», apareció en el tomo
ba allí, sobre todo, de esta extraña particularidad velazqueña que consiste I de dicha Obra, en el año
1990. A los responsables de
(sin dejar por ello de pintar y de pintar como nuncaj en prescindir de todas la editorial y a Ramón Ga-
esas propiedades que desde Leonardo hasta nuestros días (o más exactamen- ya agradecemos su autori-
te, hasta los días del Cubismo, que es en donde, históricamente, ha quedado zación para reproducir es-
ta asombrosa mirada a la
interrumpida la Pintura) vienen siendo consideradas como ineludibles y bá- genialidad de Velázquez.
sicas de lo pictórico: el color, el dibujo, la composición, la luz, el claroscu- -R-]
140
ro... Las páginas que siguen no son una reconstrucción de aquel escrito, pues
en él sólo se advertía, se registraba ese extraño fenómeno, y nada más; aho-
ra, provocado por el versificante fuego de mi buen amigo, y ayudado sin
duda por la insistencia, creo haber ido mucho más lejos en esa misteñosa cuestión.
F
J L ^ s sabido que en la pintura de Velázquez no hay color, colores. Veláz-
quez no es un «colorista», se dice, y con ello se le quiere culpar y justificar
a la vez, se le quiere perdonar de no ser un pintor, digamos, como el Greco,
que sí sabe teñir, entintar, embadurnar genialmente la superficie de sus
cuadros. Otras veces, por parte de gustadores más concienzudos, esa ausencia
de color, de colores, puede ser atribuida a una austeridad personal, cejijun-
ta, triste, y también de raza, muy severa, muy digna, muy española, con
cierto dejo portugués. Pero es un error suponerle, en uno y otro caso, como
caído en una inclinación natural de su temperamento, en un gusto innato,
en una característica de su ser.
Es cierto que en la pintura de Velázquez no hay, propiamente, colores,
pero no se trata de una carencia, sino de una... elevación, de una purifica-
ción. El color, en efecto, no está, o no está ya en el lienzo, pero no ha
sido suprimido, evitado, sino transfigurado —no trocado ni confundido con
otra cosa—; ha sido llevado a esa diáfana totalidad en que Velázquez de-
semboca siempre.
El color hasta entonces había sido utilizado como un excitante, como
un excitante de lo real, del mundo real que la pintura pretendía darnos,
expresarnos, aunque también, y al mismo tiempo, había sido puesto sobre
la superficie del cuadro como un manjar pictórico puro. Siempre se había
visto en el color, en ía fuerte fascinación del color, una especie de virtud
doble o de dos cabezas: su valor expresivo de un lado, y su valor en sí
de otro, o sea, su paiabra activa y su decorativa mudez. Al color se le había
141
asignado, desde mucho, ese papel intenso, rico, decisivo, que con tanta pe-
tulancia luciría a lo largo de la historia del arte, y que, al llegar a Van
Gogh, parece alcanzar como un exasperado toque último, heroico. Nunca
se había dudado de su importancia, de su poder; es más, en esos momentos
de miseria, de vacío, de puritanismo elemental en que suele, de tanto en
tanto, caer la pintura, el color consigue casi siempre adueñarse de la tan
famosa superficie plana del cuadro y reinar allí de una manera absoluta,
aunque también un tanto vacua, estéril, decorativa. No será, naturalmente,
el caso de Van Gogh, sino el caso del Veronés, por ejemplo; porque visto
a la ligera, Van Gogh puede parecer el prototipo del colorista, pero la ver-
dad es que no le gusta el color, no se goza en el color, sino que lo sufre
dramáticamente, se arroja en él, se quema en él; dentro de su pintura el
color no es lo que a simple vista parece —un placer desencadenado, una
libertad enloquecida, un gran festín—, sino que encierra una terrible agita-
ción trágica, una provisionalidad dolorosa, y esos bermellones, esos amari-
llos, esos azules suyos extremosos que, en un primer momento y desde
fuera, podrían muy bien tomarse por un capricho delirante, por una her-
mosa intemperancia, por una alegre cantata, no son otra cosa que lamen-
tos, quejas, algo así como los ayes de un mendigo, de un herido. El Vero-
nés, en cambio, sí se complace, como colorista de nacimiento que es, en
el color, y cuida muy bien de rellenar su obra, las inmensas e inanimadas
extensiones de su obra, con esplendorosas tintas vacías. El Veronés supo-
ne, con mucha cordura, que el color es simplemente color, es decir, que
es una delgada y superficial capa de luz —un tanto ilusoria— con que han
sido embellecidas las cosas reales; Van Gogh, en cambio, como caído en
un desatino genial, en una confusión creadora y fértil, supone que los colo-
res no son simples colores, sino seres completos y expresivos, incluso con
un alma en acción; no podemos, pues, considerarlo un colorista —pese a
la violencia y terquedad de sus bermellones, amarillos y azules—, ya que,
precisamente, del color equivoca su misma índole, confundiéndolo, tomán-
dolo por lo que no es, por una energía, cuando es tan sólo como una mate-
ria oscilante, con su vagar, aparecer y desaparecer de fantasma, de espec-
tro, de espectro solar. Por eso, mientras el Veronés cultiva muy tranquilo
su coloreado jardín, Van Gogh parece como si se moviera temerariamente
en una zona infernal, y de ahí que su color no sea color, sino... desesperación.
Velázquez, claro, está tan lejos del Veronés como de Van Gogh, o sea,
del vacuo colorista efectivo como del patético colorista supuesto. Ni siquie-
ra es colorista en un cierto grado o en una cierta forma; en sus lienzos,
el color, o mejor dicho, lo que ha quedado de él, las cenizas, las limpias
cenizas de él, no quieren decir nada ni ser nada. Pero este hombre que
se mantiene siempre, diríamos, tan apartado del color y, sobre todo, tan-
142
pintores suelen plantarse delante del lienzo como delante de una pizarra
—y es allí, una vez reunidos todos aquellos elementos que según parece
constituyen las premisas de un cuadro, donde empiezan a trajinar, a plan-
tear, a operar—, Velázquez pasa dulcemente de largo y se desentiende de
todo. Se diría que lo suyo es libertarlo, disolverlo todo en la inmensa caja
del aire, es decir, hacer desaparecer, como por encanto y de un soplo invi-
sible, las reglas del juego, pero sin el subversivo propósito de cambiar unas
reglas por otras, sin condenar nada, sin imponer nada. Lo suyo sería, pues,
como una vigorosa conducta que no fuera propiamente hacer, sino estar,
estarse en una quietud fecunda, una quietud que se apodera de todo, sí,
pero sin sombra de aprovechamiento, de avaricia, sino que se apodera de
todo para... irradiarlo.
La actitud de Velázquez es siempre una y la misma, ya sea que se en-
cuentre ante el misterioso espectáculo de lo real o ante el intrincado pro-
blema de lo pictórico, y tiene para con todo una especie de amorosa desde-
ñosidad, casi de olvido.
Lo que decididamente hace de la pintura de Velázquez algo tan difícil
—pese a su sencilla apariencia—, es esa rara inclinación suya a no ser
obra, a no ser corpórea. Todos hemos sentido que Velázquez no quiere tra-
bajar, pintar, hacer cuadros; que se resiste al ejercicio de la pintura, que
se mueve en algo que recuerda mucho a la pereza. Pero no estamos, como
supone la teoría orteguiana, ante un artista vergonzante, renegante de su
plebeya condición de pintor por ansia de señoría. Aquí Ortega se equivoca,
no porque no entienda de pintura —como críticos y demás especialistas
se apresurarían a pensar—, sino más bien porque entendiendo bastante y
siendo muy sensible a ella, se abandona con gusto a magníficas observacio-
nes y a juicios casi siempre muy certeros, es decir, se abandona a eso que
llamamos crítica, a esa debilidad que es la crítica, olvidando en cambio
preguntarse por la índole central, medular, inicial, original, del misterio
creador. Y sin esa pregunta, más aún, sin estar constantemente, incansable-
mente, haciéndonos esa pregunta, nada de cuanto podamos encontrar en
una obra viene a tener sentido. De aquí que la crítica de arte, incluso la
mejor —esa que en su transcurso puede muy bien haber encontrado verdades—,
sea siempre como un... hablar por hablar; un hablar de verdades sin senti-
do, separadas de su sentido. Y cuando no es un simple hablar, resulta que
tampoco es ya crítica, sino filosofía, o acaso creación. Ortega, que no suele
criticar, sino filosofar, que no suele tener una actitud respondona, sino
preguntadora, veremos que cuando, de pronto, tropieza con el arte, cambia
inesperadamente de manera de ser, y se arroja entonces en el ahogado pa-
tio de vecindad de la crítica como cualquier otro hijo de vecino. Sobre
pintura, música y novela nos dejará señalaciones y adivinaciones muy va-
144
liosas, muy agudas, de muy buen amador y entendedor, pero todo ello co-
mo cortado, separado de su génesis natural, de su raíz, de su porqué pri-
mero. Al toparse, de tanto en tanto, con el arte, Ortega caerá una y otra
vez en la desdichada tentación de la crítica artística, sin advertir el error
y la viciosidad que hay en ella, que habita sin remedio en ella: confundir
lo que sucede en arte con el ser del arte; confundir lo que es simple historia
con lo que ha de ser naturaleza, lo que es simple acción con lo que ha
de ser vida. No se tratará, claro, de una confusión de Ortega, sino de una
confusión que forma parte, que es parte congénita de la crítica, y que él,
al ceder a sus gracias, se echará encima de sí sin querer, sin deber. Pero
en su caso no es tanto que confunda lo uno con lo otro, como que se salta
lo uno para caer enamoriscado de lo otro. Algo le sucede, pues, de muy
especial, con el tema del arte; algo, me atreveré a decir, entre oscuro y...
frivolo, que lo enamorisca y lo distrae, lo aparta distraídamente de su ins-
tintivo centro filosófico, amoroso; algo que lo enamorisca perdidamente,
es decir, que lo aleja del amor; cuando tropieza con el tema del arte Ortega
lo acoge en seguida con una especie de inocentona voluptuosidad, tomán-
dolo de allí donde lo encuentra y en el estado en que lo encuentra, intere-
sándose, sobre todo, por su «circunstancia» y por su azaroso vaivén mun-
danal y social; lo veremos, por lo tanto, muy embebecido en las peripecias
y vicisitudes del arte, pero completamente desentendido de su ser, de su
animal, de su fondo animal, de su alma antigua de animal presente, vivien-
te, viejo como el hombre. Y desentendido, distraído de ese punto, es ya
muy fácil caer en ia idea impensada de que el arte es cosa, «cosa mentale»,
algo que se proyecta y se construye; algo que aparece, de cuando en cuan-
do, como una bonita ocurrencia del hombre, en medio de la atareada socie-
dad; algo que puede ser un mérito, que puede ser justo motivo de orgullo.
Claro que eso que se supone ser el arte, existe, ¡y de qué manera! —por
ejemplo, absolutamente todo el arte francés, gran parte del esplendoroso
Renacimiento italiano, una buena porción del forzado siglo de Oro español—;
todo eso que se da por sentado ser el arte, existe y existe con toda legitimi-
dad, con toda validez: viene a darnos testimonio, prueba constante de la
fuerza activa del espíritu, del poderoso y hacendoso espíritu humano. Pero
¿qué estoy diciendo?, es muy posible, incluso, que eso que tan alegre y
descuidadamente pasa por ser el arte, sea, en efecto, el arte, pero entonces
habría que añadir que es... el Arte nada más. Porque, claro, tenemos cono-
cimiento de una fuerza mucho mayor y de otra especie, de otro reino, .crea-
dora, paridora de unas criaturas completas, naturales, reales, de carne y
sangre, libres; es esa, precisamente, la energía vital, animal, que ha ido
dándonos tal figura del Partenón, o tal viejo paisaje chino, o la Divina Co-
media, o el Crepúsculo de Miguel Ángel, o Las Meninas, o la Betsabé de
145
facultad que tienen los suyos de no ser cuadros, de esquivar, de evitar ser
cuadros, de salvarse de ser cuadros; es aquí, en esta anomalía, donde senti-
mos, no su indolencia y parsimonia famosas, sino más bien como una espe-
cie de deserción, su valiente deserción del arte, ¡del Arte! Pero esta actitud
desertora, por extraña que pueda parecer —sobre todo tratándose de un
«voluntario», de uno que está en las filas del arte por su propio gusto—,
la encontraremos, no ya en el insólito y desdeñoso autor del Niño de Valle-
cas, sino, de una manera más o menos consciente y decidida, en todos los
verdaderos creadores. Es una instintiva inclinación fatal, puntual, del crea-
dor genuino, aunque resulte, muchas veces, difícil de reconocer, pues suele
presentarse confusamente disfrazada de otra cosa: de violenta crisis mora-
lista, como en el extremoso caso de Tolstoy, o de miseria suicida, como
en el candido y trágico caso de Van Gogh. Incluso el famoso «inacabado»
en la obra de madurez de Miguel Ángel —que siempre dio ocasión a tan
razonables conjeturas falsas— no es, en el fondo, otra cosa que el desvío
instintivo, el asco irreprimible que siente el creador adulto, real y verdade-
ro, por la infantil obra de arte lograda, cristalizada, inocentemente menti-
rosa, ilusoria; Miguel Ángel, de pronto, se detiene, interrumpe su trabajo,
deja abocetado un rostro, un pie, no cuando tropieza con una imperfección
en el mármol o cuando cambia de idea, sino cuando comprende que, de
un momento a otro, ese bloque que ya había conseguido transfigurar, des-
truir, va a convertirse, de nuevo, en materia, es decir, en escultura-
Vemos, pues, que el arte no es más que un hermoso lugar de paso, un
estado —un estado de apasionada y débil adolescencia—, que el artista creador,
el creador, siente muy bien que debe dejar atrás. Y esa extraña ley de la
naturaleza, Ortega estaba obligado, como «espectador», a descubrirla, y sin
duda la habría descubierto si, en vez de partir confiada y descuidadamente
de una imagen artificial, ideal, del artista-artista, que le llegaba, sobre to-
do, del engañado siglo XIX, se hubiese aventurado, como ha hecho con
otros enigmas, por los vericuetos de esa figura misteriosa que es el crea-
dor, hasta dar con su oscura substancia original. Porque cuando, por ejem-
plo, Ortega tropieza, en un aristocrático prólogo famoso, con el cazador,
con la recia y elegante figura del cazador, no se atiene a su bonita estampa
establecida y como impregnada de una crueldad melancólica, otoñal, sino
que hurga en lo más hondo, rastrea en lo más lejano y termina por toparse
con el hombre mismo; le parecerá entrever que la caza no es algo que hace
el hombre, que se le ha ocurrido hacer al hombre, más o menos empujado
por la necesidad, sino algo que el hombre es en su centro, en su dentro,
y casi, diríamos, sin necesidad alguna, aparte de la necesidad. Así, la crea-
ción; ésta tampoco es una tarea del hombre, sino una substancia suya, un
ser suyo; un ser suyo inexplicable, indescifrable. El creador genuino, al
149
Pero esta luz igualatoria, que parecía en efecto lucir igual para todos
y aclararlo todo, tropezará un buen día con una extraña criatura, El niño
de Vallecas, y quedará prendada de su rostro, de la divina bobería de su
rostro, de su divino rostro; la luz entonces alterará, por esta vez, su natural
y modosa condición, convirtiéndose en otra luz, en una luz más alta, más
elevada. Es como si la luz, la simple luz del día al tropezarse con ese rostro
lo encontrara ya iluminado, ocupado por una luz anterior, interior, y no
tuviera más remedio, de no pasar de largo, que fundirse con ella, que aña-
dirse a ella. Es una faz, diríase, naciente, como una luna naciente, doloro-
samente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia alzada y re-
dentora. El niño de Vallecas es todo él como una elevación, como una as-
censión. Todos los retratos velazqueños vienen a ser como altares, pero
El niño de Vallecas es el altar mayor de su obra, el escalón supremo de
su obra desde donde poder saltar, pasar al otro lado de todo, más allá
de todo. En ese rostro tierno, manso, santo, animado por una sutil mueca
agridulce, es donde con más limpieza parece producirse el sacrificio de
la realidad, y también el sacrificio del arte. En los demás retratos de bufo-
nes Velázquez aún conserva una actitud de hombre particular y bueno, am-
parador de unas figuras humanas lamentables, pero en El niño de Vallecas
todo eso ha desaparecido; aquí, pintura y realidad —sin ser alteradas,ni
evitadas— parecen trocarse, de pronto, en otra cosa, en algo como un cán-
tico,.no un cántico artístico, sino un cántico sagrado, es decir, en una espe-
cie de misa cantada, en ¡Gloria! A Don Antonio el Inglés y al Calabacillas
—por lo demás, como también hace con Felipe IV o con el Príncipe Baltasar
Carlos— Velázquez los había observado compasivamente, sin complacencia
ni crueldad caracterizadora, pero sí fijándolos en su mísera condición; ha-
bía sentido por ellos misericordia, pero eso no podía salvarlos, sino dejar-
los más perdidamente en la tierra, hundidos en la tierra. Ante El niño de
Vallecas Velázquez no actúa en absoluto, no se compadece, no se lamenta,
no sufre ni se complace, no se burla o ensaña, ya que ha logrado, por fin,
su más perfecta pasividad creadora; a El niño de Vallecas Velázquez lo
deja, intacto, vivir, venir a vivir, a estarse entero y verdadero en su gloria
de ser vivo, dueño en redondo de su ser central. ¿Qué importa, pues, que
por fuera, accidentalmente, resulte ser un enano, o un bufón, o un bobo,
o un loco? Y por otra parte, ¿qué puede importar que esto sea un lienzo,
unos trazos, unas pinceladas, unos colores, unas formas, si todo eso que
constituye la pintura, la hermosa tarea de la pintura, ha sido sobrepasado,
vencido por completo? Lo uno y lo otro, es decir, todas esas «circunstan-
cias» juntas, pertenecen a la realidad, a la simple realidad, y ya vimos que
Velázquez se había desinteresado, distanciado de ella. Ahora, ante esa ex-
traña criatura de Dios, Velázquez permanecerá completamente inmóvil, tenso,
157
sin decir nada, y dejará que hable la criatura misma, o mejor, su ser desnu-
do, su ser solo, libre, liberado, salvado de sí. Pero El niño de Vallecas no
articula palabras: nos mira, nos mira entre arrobado y desdeñoso, melodio-
samente lastimero, dolido, sonreído; al mismo tiempo que inclina, dulce,
la cabeza hacia un lado, parece levantarla en un gesto altanero de autori-
dad redentora; parece que intentase dar a entender algo muy difícil, excesi-
vo para nosotros; que nos llamara y arrastrara hacia su extraña orilla, aca-
so lleno de pena y vergüenza de saberse en la verdad, mientras nosotros
seguimos aquí, en la realidad únicamenteN^
Pero todo esto no tiene ya nada que ver con el arte, con el gran juego
del arte, con las grandes artesanías del espíritu. Si logramos seguir a este
despectivo señor de la pintura en su milagrosa y simple ascensión, nos
encontraremos, de repente, en un lugar..., silencioso, casi vacío, limpio, sin
rastro apenas del turbio y ajetreado quehacer estético. No es un lugar de
jolgorio, de fiesta, de acalorado carnaval, como viene a ser aquel otro don-
de se producen las artes, pero es un sitio claro, despejado, placentero, in-
cluso alegre, de una especial alegría tranquila y vigorosa; es un sitio sin
apenas nadie ni nada —pues muy pocos y muy pocas cosas resisten este
vivido y austero aire sano—, pero, sobre todo, no encontraremos en ese
lugar a los artistas, a los afanosos cultivadores del arte, ni pueden estar,
en consecuencia, todos aquellos que pululan siempre en torno: estetas, «amateurs»,
gustadores, historiadores, juzgadores, teóricos, críticos. Si no hay produc-
to, obra que trajinar, estudiar, manosear, ¿qué podrían hacer aquí todas
esas pintorescas personas? Este no es un lugar de trabajo, sino de vida.
El arte, la industriosidad del arte, ha quedado allá lejos, como una pasión
pueril, juvenil, petulante, vanidosa, tonta.
Ramón Gaya
UNA ESCRITURA PLURAL
DEL TIEMPO
S U P L E M E N T O S
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REVISTA DE DOCUMENTACIÓN CIENTÍFICA DE LA CULTURA
SUPLEMENTOS Anthropos es una
publicación periódica que sigue una secuencia
temática ligada a la revista ANTHROPOS
Investigar los agentes culturales más y a DOCUMENTOS A, aunque temporalmente
destacados, creadores e investigadores. Reunir independiente.
y revivir fragmentos del Tiempo inscritos y Aporta valiosos materiales de trabajo
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ANTHROPOS, Revista de Los SUPLEMENTOS constituyen
Documentación Científica de la Cultura; una y configuran otro contexto, otro espacio
publicación que es ya referencia para la expresivo más flexible, dinámico y adaptable.
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cuádruple manera:
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