3 Globalización e Identidades
3 Globalización e Identidades
3 Globalización e Identidades
(Des)territorialización de la cultura
RESUMEN. Una paradoja central en el plano educativo de la globalización es que, al tiempo que
la cultura se mundializa, resurgen con más fuerza las reivindicaciones de las identidades culturales
primarias, la desterritorialización provoca nuevas territorializaciones culturales. Todo ello sitúa como
problema central educativo, en esta segunda modernidad, conjugar estas dimensiones en la configuración
identitaria de la ciudadanía, que ya no podrá ser de base nacional, como en el surgimiento de la escuela
pública. El artículo explora y analiza las consecuencias educativas de esta disyuntura entre diversos
órdenes, para su articulación en la configuración de una identidad ciudadana compleja. De acuerdo con el
debate actual, se señalan líneas para resituar el papel de la escuela en la formación de la ciudadanía, como
conjunción de múltiples identidades en este contexto complejo y pluricultural, sin renunciar (aunque sí
reformular) al pluralismo de la escuela común para todos.
ABSTRACT. A central paradox in the educational dimension of globalisation is that, while culture
becomes global, there arise with greater strength the claims of primary cultural identities-deterritorialisation
provokes new cultural territorialities. All of this establishes as a central educational problem, in the midst
of this second modernism, the conjugation of these dimensions in the identitarian configuration of citizens,
who are no longer of a national base, as was the case when state schools were first set up. The article
explores and analyses the educational consequences of the choice between several orders so as to articulate
it in the configuration of a complex civil identity. According to the current discussion, guidelines are
indicated for a repositioning of the role of schools in the training of citizens, as a conjunction of multiple
identities in this complex and multicultural context, without waiving the pluralism of common schooling
for all (although it is reformulated).
La paradoja que queremos tomar como núcleo de nuestra reflexión, aún cuando debamos
hacer sucesivos desplazamientos, es cómo en un contexto progresivamente desterritorializado,
con la globalización cultural creciente (bajo la Alógica de lo mismo@), se ha incrementado la
territorialización cultural (en una Alógica de lo diverso@). Desde una filosofía de la sospecha
cabría pensar si lo segundo no haya sido una creación manufacturada por el primero que, dejando
como inevitable la expansión del capitalismo en esta nueva fase, donde también los centros de
poder se deslocalizan en un espacio extraterritorial, desplaza los problemas a diferencias
culturales, tribalismo o etnocentrismo. Así, las discusiones intelectuales predominantes se centran
ahora en los derechos de las minorías étnicas, en la reivindicación de una identidad cultural
diferenciada, etc., mientras la globalización económica prosigue como un destino natural. La
reterritorialización de las diferencias puede -así- llegar a tener efectos marginadores, si no fuera
también la lógica defensa de lo propio frente al imperialismo cultural amenazante.
Desde otra perspectiva, en lugar de entender la sociedad actual como una fase posterior a
la modernidad (Aposmodernidad1@), Ulrich Beck prefiere interpretarla como una Asegunda edad de
la modernidad@, lo que supone también que la globalización no es simplemente un estadio
superior del capitalismo (poscapitalismo, posindustrial, postradicional, etc.). De este modo, Beck
(2000b) ha contrapuesto una simple interconexión globalizadora entre países, pensada -desde la
primera edad de la modernidad- como intensificación de las interacciones internacionales, con
una Acosmopolitanización reflexiva@, propia de esta segunda modernidad. En esta modernización
reflexiva, entre otros caracteres, se fractura la articulación de la sociedad sobre una ciudadanía de
base nacional.
1
En el plano cultural, lo que en otros momentos era teorizado bajo el término Aposmodernidad@,
conscientes de que estamos ante una nueva configuración social y no un final o desestructuración de la
modernidad, se identificaría con la Asegunda modernidad@ propia esta etapa globalizadora. Un buen
tratamiento del tema en Featherstone (1995), y en la recopilación de ponencias de Jameson y Miyoshi
(1999).
identidades@. Así, la sociedad de la información en principio es algo distinto de la globalización,
por lo que la mundialización cultural no sería más que la ilusión creada por el actual dominio de
los mercados financieros y, en especial, el entrecruzamiento producido entre el capitalismo
financiero y las nuevas tecnologías de la comunicación.
Como proceso no es una condición singular ni una secuencia lógica de desarrollo que
prefigure una integración global. Esta interconexión transnacional comprende redes entre
comunidades, estados, instituciones internacionales, quedando pocas áreas de la vida social y
cultural que escapen a este proceso de globalización. Más allá de la obvia creciente interconexión
mundial de fuerzas económicas y tecnológicas, la globalización -como Azeitgeist@ (espíritu de
tiempo)- también tiene sus repercusiones en las vidas de las gentes y comunidades. Por ello, la
globalización no puede ser vista sólo en términos económicos o políticos, sino culturales. Esta
otra dimensión es aún más penetrante, como muestra que los propios movimientos
antiglobalización económica se vean obligados a utilizar medios culturales globalizados.
Por tomar un buen ejemplo en educación de este cambio de paradigma, cabe analizar la
internaciolización desde un enfoque de la Aprimera modernidad@ o "simple globalización": los
efectos mundiales son pensados como incremento de factores que son indiferentes a los límites
nacionales. Así, el grupo de Stanford 2 han analizado la Acultura educativa mundial común@
mostrando comparativamente cómo el desarrollo de sistemas educativos nacionales y de las
correspondientes categorías curriculares puede ser explicado por modelos universales de
2
Cfe. F.O. Ramírez y M.J. Ventresca: "Institucionalización de la escolarización masiva:
Isomorfismo ideológico y organizativo en el mundo moderno", Revista de Educación, núm. 298 (1992); y
J.W. Meyer, J. Boli, G.M. Thomas y F.O. Ramírez; "World society and the nation-state", American
Journal of Sociology, 103 (1997), pp. 144-81.
educación, en lugar de factores nacionales específicos. Los sistemas e instituciones educativas
estarían progresivamente siendo gobernados por pautas mundiales, más que por factores
propiamente nacionales, compartiendo -por ello- normas, reglas y cultura universales. Estos
modelos o ideologías estandarizadas tienen unos efectos de homogeneización cultural que
sobredeterminan el posible impacto que pueden tener en la composición del currículum las
decisiones políticas nacionales. El supuesto de sus análisis (Dale, 2000) es que los sistemas
educativos nacionales son descritos en función de la penetración de categorías culturales externas
(particularmente occidentales y especialmente americanas). Así, toda su tarea es describir los
sistemas educativos en términos de homologías, isomorfismos, convergencia u homogeneidad.
Pero, desde una perspectiva cosmopolita o desterritorializada, la mirada cambia viendo cómo la
globalización resitúa el papel del Estado en otro escenario de fuerzas supranacionales, y qué
función de mediación ejercen los factores locales.
En el terreno a que queremos llegar esta relación entre global/local se sitúa sobre qué tipo
de identidad cabe en unas estructuras sociales globalizadas, que -a primera vista- parecen
disolverla. No se trata de hacer una narrativa de autoafirmación identitaria, sino de explorar la
tensión entre la sociedad red y el yo-nosotros identitario, entre el universalismo (valores cívicos)
y el particularismo (diferencias culturales), desde la perspectiva de la educación pública. Este es
un problema clave de nuestra actual coyuntura: cómo ligar ambos mundos, cuando ya la acción
política no lo hace. En efecto, fue una función esencial de la política moderna vincular ambos
ámbitos en función de lo universal (Derechos Humanos o soberanía popular); con la
reivindicación y reconocimiento en la segunda modernidad de los derechos culturales de cada
grupo, el modo de integración se desvanece.
Ala amplitud o estrechez de los imaginarios sobre lo global muestra las desigualdades de
acceso a lo que suele llamarse economía y cultura globales. En esa competencia
inequitativa entre imaginarios se percibe que la globalización es y no es lo que promete.
Muchos globalizadores andan por el mundo fingiendo la globalización@ (García Canclini,
1999, 12).
En este caso el imaginario cumple una función ideológica3: ver la globalización como una
fuerza natural, un fatalismo económico inevitable, regido por reglas mercantiles y flujos
financieros. De hecho la Aciudad global@ no existe, más bien tenemos un archipiélago donde hay
polos que dominan, e islas marginadas y convertidas en ghettos. En este caso, si bien la
Aglobalización@ es un hecho, también disimula u oculta la complejidad de nuestro mundo, y
especialmente la exclusión de amplias zonas del mundo, es decir que realmente no es global. No
hay culturas puras, sino híbridas, en gran medida producto de divisiones sociales más que de
conflictos interétnicos.
La cultura puede ser entendida como una construcción social de significados, articulados
y asumidos. El proceso de globalización sugiere simultáneamente dos imágenes de cultura
(Featherstone, 1995). Una supone la extensión de la cultura a escala planetaria, donde culturas
heterogéneas son integradas e incorporadas dentro de la cultura dominante o común. Esta imagen,
heredera de la modernidad, prioriza el tiempo en términos de desarrollo cultural. Una segunda
imagen nos lleva a comprender cómo interactúan las culturas, se juxtaponen o luchan por
defender su singularidad. En este caso, más posmodernamente, caída la idea de progreso y
desarrollo, se prioriza el espacio, viendo las culturas como distintivas espacialmente, en
temporalidades coexistentes. Esta doble imagen se presenta actualmente: por un lado, un proceso
de integración y homogenización cultural, que desestructura las culturas endógenas; por otro, una
fragmentación en una especie de nueva Babel politeísta, donde las distintas culturas luchan por
sobrevivir y reafirmarse. En este caso existe el grave peligro real de que la nostalgia por lo propio
o local reavive el nacionalismo y la exclusión de los otros.
De acuerdo con las tres posiciones referidas, mientras los hiperglobalizadores ven el
proceso como una homogeneización del mundo bajo la cultura anglosajona, los escépticos lo
observan como un proceso que implica serios conflictos en la defensa de las culturas nacionales.
3
Armand Mattelart (2000), de forma magistral, ha inscrito históricamente la utopía de la sociedad
de la información en la larga historia milenarista (quimera de una lengua universal) de lograr una unidad de
la humanidad (cual nueva ágora ateniense, ahora en versión de Atecnoutopía ecuménica@), a través de la
comunicación y el mercado mundial. Esto le permite poner de manifiesto los discutibles fundamentos de la
actual utopía mundialista liberal, donde el hombre queda excluido. Un resumen de sus tesis se puede ver en
castellano (Mattelart, 1998b; también 1998a).
Por su parte, los transformacionalistas, más críticamente, ven el proceso como una hibridación y
creación de redes culturales, cuyo impacto específico es difícil de descifrar, dependiendo de
factores locales y mundiales. David Held et al. (1999) creen que hay que delimitar y ver el
impacto de la globalización en la cultura en una perspectiva histórica, lo que no obsta para
observar que las nuevas tecnologías de comunicación hayan intensificado la difusión de un modo
que altera cualitativamente (espacio-tiempo) lo sucedido en épocas anteriores. En último
extremo, ha sido el desarrollo de una infraestructura e instituciones para la producción,
transmisión y recepción de productos culturales lo que ha provocado la globalización cultural
actual.
Frente a la tesis de que hay una mundialización en todos los ámbitos, Appadurai (1990)
argumentó cómo existía una falta de conexión (Adisyuntura@) entre las diversas esferas. No hay
una integración de orden global, de hecho se presenta como un orden Acomplejo, solapado,
disyuntivo@. Debe concebirse como un conjunto no isomórfico de tecnología, gentes, finanzas,
medios, imágenes e ideas. De ahí la lógica binaria de términos mutuamente exclusivos
(homogeneidad/heterogeneidad, integración/desintegración, unidad/diversidad, etc.) con que se
nos presenta el tema. La Aworldwide americanización de la cultura@, dice Jameson (1999),
paralelamente conlleva la destrucción de las diferencias locales; pero también -al tiempo que
supone dominación y uniformidad- es una fuente liberadora de las tradiciones y culturales
locales, normalmente restrictivas. El asunto sería calibrar si nos dirigimos a una
homogeneización o cabe un mestizaje cultural enriquecedor.
El proceso de globalización puede ser visto como productor de una cultura común
unificada que, de este modo, va aniquilando las identidades culturales. Las teorías del
imperialismo cultural y de los medios asumen, de hecho, que las culturas locales van siendo
absorbidas/asimiladas por una cultura global emergente que, expresada irónicamente como
símbolo, sería la AMcDonaldización del mundo@, en el sentido de que un modo de vida
(norteamericano) llega a extenderse y dominar el mundo. Después de la occidentalización
mundial en la época de la revolución industrial, estaríamos pasando a la americanización de la
sociedad, por el liderazgo que EE.UU. tiene en el control de la industria cultural. La
desregulación de la comunicación (Mattelart, 1998a), con la consiguiente puesta en cuestión de
su subordinación al servicio público, está provocando la penetración en todos los intersticios de
la sociedad, impidiendo la expresión de la ciudadanía, configuradora del espacio público. Con las
tesis conservadoras del fin de las ideologías o de la historia, y por la propiedad de ubicuidad que
tienen de los productos y signos en la cultura de masas, sólo quedarían las redes de un Aglobal
democratic marketplace@.
Algo similar, e incluso con mayor poder de impacto, sucede con los productos televisivos,
donde la propia globalización televisiva se ha convertido en uno de los recursos más eficaces para
la deconstrucción y reconstrucción de las identidades culturales (Baker, 1999). Además, dicha
McDonaldización -como ha visto bien Ritzer (1993)- no sólo implica una forma de comida
eficiente o estandarizada, representa un mensaje cultural y ejerce una forma sutil de imperialismo
cultural. Al consumirlo, los clientes se identifican con un modo particular de vida (americano).
Actualmente las interacciones entre mercado cultural/cultura local están mediadas por la
acción de la nación-estado que, a través del sistema educativo, pretende crear una identidad
nacional. Como resalta Featherstone (1995, 116), dependiendo de la prioridad dada al proyecto de
formar una nación y de los recursos que posea, puede reinventar memorias comunes, tradiciones
y prácticas, que puedan resistir, canalizar o controlar la penetración de la cultura globalizadora.
El Estado se convierte, así, en árbitro en la Arepatriación de la diferencia@, en una función que o
bien exacerba la homogeneización o bien provoca más frecuentemente la herencia nacional.
Uno de los efectos inducidos (en cualquier caso, paralelo a) por la globalización ha sido la
creciente reivindicación de reconocimiento de la diversidad cultural o la vuelta a la reivindicación
de lo local, como defensa lógica frente a la creciente homogeneización o uniformización que
amenaza con barrerla. Así, como reverso de la desestructuración de las culturas endógenas, rotas
por la lógica del mercado, y en un contexto de crisis del estado-nación y de la familia patriarcal,
resurge con fuerza la defensa de la identidad cultural, desafiando a la mundialización en nombre
de la singularidad cultural. Se ha generado una resistencia social a la lógica de la globalización,
provocando comunidades defensivas. Por nuestra parte queremos explorar la disociación que se
está produciendo entre la globalización de relaciones económicas y de la información, y el ámbito
cultural de los territorios existenciales personales, que condiciona la acción educativa en nuestro
presente y futuro inmediato.
Una de las más vigorosa descripción y explicación del reflorecimiento de las identidades
colectivas la ha formulado Manuel Castells en el volumen segundo (El poder de la identidad) de
su conocida trilogía. Ya en la Introducción (ANuestro mundo, nuestras vidas@) señala:
La tesis de Castells, como sintetiza Ramón Ramos (1999), es que la sociedad red, por su
específica conformación cultural y -especialmente- por la desestructuración a que somete el
espacio y el tiempo, es incapaz de producir por sí misma identidades plausibles, al desubicar a los
actores sociales, por lo que éstos Areaccionan en busca de un ser que el poder de los flujos es
incapaz de proporcionales. Y ese ser lo encuentran en las tradiciones que los vertebran en el
tiempo, en las culturas locales o regionales del nuevo nacionalismo o en las culturas emergentes
del cuerpo o la naturaleza@. En la medida en que la globalización supone una homogeneización
de las diferencias, los grupos defienden su diferencia e identidad. De este modo, frente a otros
momentos, en que la identidad es algo histórico y una herencia a preservar, hoy es algo que se
busca reafirmar voluntariamente. Se busca en el pasado las claves identitarias del presente y vías
de proyección en el futuro.
Estas dos tendencias opuestas (sociedad red que globaliza anulando las singularidades y
diferencias, y -como reacción- la defensa de la peculiaridad cultural, individualidad y control de
la vida propia) da lugar a un mundo doble o Adesbocado@, que dice Giddens. El asunto será, para
superar la actual esquizofrenia, si la salida es la reafirmación de cada identidad cultural o étnica,
si ese camino nos lleva a una convivencia incierta, o -finalmente, como piensan Giddens, Beck o
Touraine- sólo cabe que sujeto individualmente tenga que combinar ambos mundos mediante un
proyecto de identidad personal. Con todo, persiste o se agudiza el problema -clave en educación-
de cómo las identidades individuales puedan conjuntarse en una visión y proyecto social
conjunto.
Sin hacer un estudio analítico de la identidad 4, Manuel Castells describe -de modo
clarificador y productivo- tres formas históricas de construcción de identidad: (a) identidad
legitimadora, propia de los Estados modernos que, a través de un conjunto de instituciones (la
escuela ocupa un lugar central), crean una sociedad civil cohesionada en torno a unos valores y
tradiciones compartidas. (b) Identidad de resistencia: como oposición a la globalización, recurren
a la tradición cultural o a sus raíces locales (creencias, nacionalismos), que proporcione un
refugio y lugar de solidaridad. (c) Identidad proyecto: los actores sociales construyen una nueva
identidad que redefine su posición en la sociedad, proponiendo la transformación de la estructura
social (ecologismo, feminismo).
Dado que la sociedad red implica una disyunción sistemática de lo local por lo global,
desarticulando las sociedades civiles; por reacción, comunitariamente, se forman identidades a la
defensiva, que funcionan como refugio y lugar de solidaridad, protegiendo de un mundo exterior
hostil. Organizadas en torno a un conjunto de valores que les sirven de autoidentificación (étnica,
territorial, religiosa) y trincheras de resistencia. Es en nombre de la defensa de estas raíces
sociales o culturales identitarias, que consideran cuestionadas, desde donde desafían el
sometimiento al nuevo orden mundial. Si el estado-nación moderno se construyó sobre una
identidad legitimadora, señala Castells, con su crisis, de la familia patriarcal, y desintegración de
la sociedad civil, Ala gente se ancla en los lugares y recuerda su memoria histórica@. El reto
futuro es que estas identidades de resistencia se puedan transformar por los actores sociales en
identidades de proyecto, en una nueva identidad no excluyente, que redefine su posición en la
sociedad, al tiempo que buscan la transformación de la estructura social. De hecho, señala
Castells, dada la crisis estructural de la sociedad civil y el estado-nación, quizás la identidad
proyecto sea la principal fuente potencial de cambio social en la sociedad red.
4
Estoy de acuerdo con la crítica de Ramón Ramos (1999, 17) de que, pretendiendo huir de hacer un
estudio teórico, un concepto central como el de Aidentidad@ -excepto sus variantes- no recibe el tratamiento
adecuado, quedando Ademasiado tosco, limitado a significar una autoconciencia de base cultural, plana,
homogénea y holística que proporciona sentido@.
Jihad versus McWorld
En una feliz expresión, Benjamin Barber (1992, 1995) formuló de forma dilemática y
extrema (Jihad versus McWorld) dos tendencias visibles en algunos países al mismo tiempo, al
igual que lo podría representar Disney y el ayatolat Jomeini o los talibanes de Alganistán. Nos
encontraríamos, en dicha formulación radical, ante dos grandes fuerzas, operando en distintas
direcciones (centrífuga vs. centrípeta), ninguna deseable como salida democrática. La fuerza
proactiva de McWorld supone la uniformidad, homogeneización y negación de las culturas
propias, dominando una formas occidentales americanizadas, que transforman al ciudadano en
consumidor anónimo de productos estandarizados de este gran mercado. Tiene el poder de
presentarse como transnacional y transideológica: sus imperativos pueden ser aplicados por
católicos o hindúes, capitalistas o socialistas. Parecería que el sueño ("fin de la historia") de una
sociedad universal ha alcanzado un alto grado de realización. Pero, es evidente, se presenta en un
formato inaceptable: comercializado, homogeneizado, despolitizado, burocratizado. De ahí que
también, a nivel mundial, haya surgido una profunda oposición y defensa de lo propio. A estas
fuerzas reactivas se le pueden llamar el Jihad, que representarían el recurso al fundamentalismo,
libanización o balcanización, en una defensa de culturas étnicas o parroquiales propias, lo que
amenaza con una retribalización del mundo.
Si bien, señala, se podría pensar que el Mundo Mc pueda ser un rival contra el Jihad,
atenuando la fuerza de los tribalismos resurgentes (fundamentalistas o nacionalistas); más bien
está provocando dichas pasiones étnicas. La imagen del miliciano croata, como hemos visto en
reportajes televisivos, puede fumar cigarros rubios, tener calzado Adidas y unos jeans
americanos, y acabar de matar a civiles inocentes. Tribalismo y mercado se encuentran
conjuntados sin problemas. E incluso, si llega a integrar comercialmente el mundo, esto no
garantiza que lo torne democrático o respetuoso de los derechos humanos y sociales
Estas dos tendencias culturales y políticas, que pueden divisarse en el escenario mundial,
no son salidas democráticas ni deseables. Las gentes buscan sentidos e identidades que les
proporcionan las subculturas de origen y las comunidades. Una tribalización social, en
comunidades construidas en torno a las identidades primarias, nos conduce a un mundo
indeseable. Por tanto, su exposición quiere inducir a luchar contra sus formas y posible
configuración.
No hay, ni cabe esperar a corto plazo, un gobierno global efectivo que atempere los
excesos del mercado global, aún cuando las acciones de grupos no gubernamentales y
antiglobalización estén revitalizando la conciencia cívica en orden a globalizar las virtudes
cívicas, dejadas de lado por los gobiernos en la globalización económica. Si hay algo por lo que
merezca la pena luchar, es por globalizar la democracia (Barber, 2000), que otorga carta de
naturaleza a la identidad cívica. Por ahora, viene a concluir Benjamín Barber (1995), no
contamos con otro medio para integrar las diferencias culturales que una Aideología cívica en la
que la diferencia misma sea reconocida y respetada@. Diversos movimientos sociales en todo el
mundo están en permanente rebelión contra la uniformidad y la integración que representa la
globalización.
ANo pienso que la opción central sea hoy defender la identidad o globalizarnos. Los
estudios más esclarecedores del proceso globalizador no son los que conducen a revisar
cuestiones identitarias aisladas, sino a entender las oportunidades de saber qué podemos
hacer y ser con los otros, cómo encarar la heterogeneidad, la diferencia y la desigualdad@
(García Canclini, 1999, 30).
La explosión discursiva y ascenso del concepto de Aidentidad@ en los últimos años por el
discurso posmoderno se debe, en gran medida, a la nostalgia de parte de los científicos sociales
por un mundo ordenado de límites claros y asociado a categorías sociales (Beck, 2000b). De ahí
que crecientemente se califique de crisis de identidad (nacional, étnica, cultural, familiar o
sexual) al amplio proceso de redefinición de las identidades colectivas a que estamos asistiendo.
Sin embargo, en una reflexión actual, más bien debiéramos cuestionar tales límites y
problematizar el concepto cultural como dependiente de la identidad que da la nación-estado. El
simbolismo del crisol de culturas (Amelting pot@), propio de la primera modernidad, empieza a ser
reemplazado por la imagen de la Aensaladera@ (salad bowl), que supone un concepto
desterritorializado de la sociedad.
Esta preocupación teórica responde, sin duda también, a desasosiegos vivenciales de las
gentes: sin otras apoyaturas, las personas organizan su vida en torno a la búsqueda desesperada de
una identidad, que le pueda proporcionar, como en la novela de José María Guelbenzu5, Aun peso
en el mundo@. Para bien o mal, la identidad (personal y cultural) han quedado desestabilizadas.
5
En su novela Un peso en el mundo (Madrid, Alfaguara, 1999), una profesora de inglés declara:
AMi única convicción es que quiero ser alguien, quiero saber que tengo un peso en el mundo@.
Si bien la identidad personal se refiere al proceso de llegar a sentirse subjetivamente como
una persona, se configura dentro de los significados y prácticas compartidas en el seno de
comunidades culturales. Además, como argumentó con su dialéctica del amo y el esclavo Hegel y
ha repetido Taylor (1997), la identidad (personal o grupal) no es solo asunto de reafirmación,
paralelamente exige su reconocimiento por otros. En este enfoque culturalista, la pertenencia a un
grupo contribuye a la identidad individual y, al tiempo, el grupo puede adquirir una identidad
colectiva diferenciada. De ahí el esfuerzo de los individuos por ser reconocidos por sus iguales, y
de los grupos diferenciados a que les deba ser otorgada políticamente una identidad.
Correlativamente, las descripciones que hacemos de nosotros mismos y con las que nos
identificamos forman la identidad narrativa.
Giddens (1995, 48), de modo similar a Castells pero cifrado en el plano personal, ha
sostenido la tesis de que Alas transformaciones en la identidad del yo y la mundialización son los
dos polos de la dialéctica de lo local y lo universal en las condiciones de modernidad reciente.
En otras palabras, los cambios en aspectos íntimos de la vida personal están directamente
ligados al establecimiento de vínculos sociales de alcance muy amplio@.
La reflexividad de la modernidad alcanza, de este modo, también al corazón del yo, que
tiene que constituirse por el individuo como un proyecto reflejo, en función de su propia
biografía. Al contrario que en la modernidad clásica, la identidad personal ya no viene impuesta
por el lugar social, ni es una sustancia permanente o inmutable. En nuestro orden posmoderno, el
yo se convierte entonces en un proyecto reflexivo a construir sobre las trayectorias recorridas, su
identidad tendrá que ser asumida por el propio sujeto. Dado que la institución social no asegura el
curso estable de un ciclo de vida, será el resultado de identificaciones contingentes (atribuidas por
los otros o reivindicadas por el propio sujeto). En cualquier caso, variables según los contextos
sociales y trayectorias individuales, susceptibles -por tanto- de diversas configuraciones
identitarias. Así, el niño carece ahora de los apoyos y seguridad que le proporcionaban la
comunidad pequeña y la tradición, por lo que la identidad no podrá ser construida por la sola
acción desde afuera de las instituciones socializadoras, tendrá que formarla -con los oportunos
apoyos- por sí mismo.
En este nivel estamos también ante una Acrisis de identidad@, que se siente como
estigmatizado con una condición desvalorizada. Como señala Claude Dubar (2000, 170): Ala
crisis resulta de choques biográficos ligados a unos procesos sociales y supone un
cuestionamiento, más o menos radical, de un `modelo identitario´, de un sistema de creencias
(sobre sí, los otros, el mundo) socialmente construido@. Esto provoca, en nuestra configuración
social actual, una crisis de identidad sentida en diferentes ámbitos (familiar, sexual, profesional,
religiosa, política y simbólica, personal).
En un buen trabajo dirigido al gran público, Kennet Gergen (1992, 27) documenta cómo
nuestra condición actual ha puesto en tela de juicio el concepto mismo de esencia personal: "en
las condiciones vigentes en el postmodernismo, las personas existen en un estado de
construcción y reconstrucción permanente, ya no hay ningún eje que nos sostenga". Si no hay un
eje interno que sostenga y de estabilidad, el yo se encuentra fragmentado, descentrado, con una
identidad plural o múltiple. La identidad como entidad fija es un modo modernista en proceso de
desmoronamiento: Aa medida que se va erosionando la idea del yo personal, aumenta el
apercibimiento de las distintas maneras en que se crea y se recrea la identidad personal en las
relaciones@ (p. 191). La identidad ya no se define como una esencia en sí, sino como un producto
de las relaciones. Además, un rasgo esencial de esta nueva (fase) de la modernidad es la falta de
distinción entre lo privado y lo exterior. Las secuencias biográficas particulares se ven afectadas
indistintamente por las secuencias televisivas, comunicaciones, múltiples mensajes, etc.
AEn este sentido, individualización significa que la biografía personal queda al margen de
pautas previas y queda abierta a situaciones en que cada cual ha de elegir cómo actuar.
Disminuye el aspecto de opciones de vida realmente alternativas y aumenta el aspecto de
biografías autoproducidas, al margen de alternativas. Individualización de las condiciones
de vida significa, pues, que las biografías se hacen autoreflejas; lo que está dado
socialmente se transforma en biografía producida por uno mismo y que continuará
produciéndola@ (Beck, 1998, 171).
En esta época de flujos (circulación de personas, bienes, ideas, tecnologías), que -además-
no son convergentes en un espacio, sino que funcionan con orientaciones y velocidades
diferentes, la escuela tiene que ir resituando su papel para no quedar fuera de juego, cuando no
atrapada. La transformación radical que han supuesto las innovaciones tecnológicas, altera los
modos habituales de transmisión cultural. La cultura se desacopla de su territorio de base, en unas
formas culturales híbridas. A su vez, la propia cultura está descentrada, por lo que -habiendo
perdido la unidad y coherencia- ya no provee de una adecuada ordenación del mundo con la que
los sujetos puedan construir sus vidas (Featherstone, 1995).
Por lo que nos importa ahora, dos cuestiones se entrecruzan: el reconocimiento del
derecho a la identidad cultural y, por otro, la propia crisis de la soberanía de los estados-nación
que supone la globalización. La escuela pública -basada en una lógica cívica de cultura
compartida-, cuando los Estados están perdiendo la homogeneidad cultural, entra en grave crisis.
Con la segunda modernidad Alas sociedades actuales están experimentando, a nivel mundial, un
cambio fundamental que pone en tela de juicio la comprensión de la modernidad nacida en la
Ilustración europea y abre un abanico de opciones equívocas de las que surgen nuevas e
inesperadas variedades de lo social y lo político@ (Beck, 2000a, 29).
Pero las manifestaciones de las identidades culturales han tenido un carácter contextual e
histórico. Por eso, más productivamente, cabe oponer un enfoque historico-institucional: las
instituciones políticas no se limitan a reflejar y articular las identidades culturales, contribuyen
activamente -con las relaciones sociales predominantes en cada momento- a configurarlas
(Lecours, 2000). Se puede, entonces, explicar el proceso de formación, de transformación o
movilización política; viendo ahora dichas identidades como algo contingente y fluctuante,
dependientes de su construcción histórica, como un producto de determinadas relaciones de
poder. Este perspectiva, congruente con un multiculturalismo de corte liberal, apoya una función
de la escuela en la articulación de la propia identidad cultural con otras identidades culturales,
respetando la diversidad de culturas y modos de vida. Conciliar la dialéctica entre identidad
cultural y diversidad es, pues, nuestro problema, sin abocar a contextualismos extremos que, a la
larga, puedan resultar cercanos al etnocentrismo.
La escuela pública es hija de la primera modernidad y, con ello, de la creación del estado-
nación. En la mejor tradición liberal-republicana, el Estado es neutro culturalmente, para
favorecer el pluralismo. Cuando Dewey escribe ADemocracia y educación@ o Durkheim ALa
educación moral@, por tomar dos ejemplos dispares en la fundamentación de la escuela pública,
están dando por supuesto la homogenidad dentro del espacio comunitario del estado-nación, a
cuya creación la escuela debe servir. Si en la perspectiva de Durkheim las diferencias
individuales y culturales han de quedar fuera de la escuela, y la cohesión social se basa en la
socialización de un único modelo cultural; hoy es preciso reconocer las diferencias en el interior
de los centros, entrando en grave crisis el modelo republicano de entender la escuela (como lo
mostró el debate suscitado en Francia a partir de 1989 sobre el asunto del "chador"). Y es que, en
sus orígenes, la acción educativa en la escuela se basa en la igualdad estructural de la ciudadanía,
no en el reconocimiento de las diferencias culturales, por lo que debe permanecer "ciego" ante
ellas.
Las grandes narrativas y las respectivas bases ideológicas, en gran medida dependientes
de las Luces, que daban identidad y sustentaban el proyecto educativo de la modernidad, se
encuentran claramente debilitadas. En esta Asegunda edad de la modernidad@, para unos,
posmodernidad para otros, se quiere sustraer la educación de la esfera pública moderna para
situarla como un bien de consumo privado. Al igual que otras instituciones modernas (familia,
Estado, etc.), la escuela tiene problemas para cumplir adecuadamente su originario papel de
articular e integrar a la ciudadanía nacional. Pensar la función educativa, desde una perspectiva
cosmopolita postnacional, supone reformular lo que ha sido la escuela pública en la creación y
reproducción de la ciudadanía.
ALos viejos modernistas creen (positiva o negativamente) que sólo un proyecto nacional
de largo alcance (...) hace posible la integración de las modernas sociedades y la
garantiza. Por el contrario, la cosmopolitanización significa que las identidades étnicas
dentro de una nación llegan a ser plurales y relacionadas de un modo plural y leal a
diferentes naciones estados@ (Beck, 2000b, 91).
La mixtura resultante no es vista ahora como falta de integración, sino como el modo
específico en que se determina la identidad y la integración en una sociedad global. Las
identidades transnacionales superan y amplían las fronteras del estado-nación, como intersección
de las distintas lealtades transnacionales donde se neutralizan.
6
Un buen planteamiento histórico y actual, con el que coincido, es el de Dominique Schnapper: La
communauté des citoyens. Sur l=idée moderne de nation. Paris, Gallimard, 1994. Por su parte, su
formulación clásica en la escuela puede ser La educación moral de Emile Durkheim (Introd. y trad. de
Antonio Bolívar y J. Taberner). Madrid, Trotta (en prensa).
emergencia de una cultura global que transgrede las fronteras culturales tradicionales se opone
a la afirmación del Estado-nación y reduce visiblemente el control del Estado en la formación de
los ciudadanos@.
8
Una formulación similar se puede ver en Chantal Mouffe en El retorno de lo político.
Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical. Barcelona, Paidós, 1999. En su vertiente
jurídica (fundamental) ha efectuado un buen análisis Nicolás López Calera en )Hay derechos colectivos?.
Individualidad y sociabilidad en la teoría de los derechos. Barcelona, Ariel, 2000. Por último, esta
necesidad de reformular la ciudadanía, entre otros, la analiza Ricard Zapata en Ciudadanía, democracia y
pluralismo cultural : hacia un nuevo contrato social. Barcelona, Anthropos, 2001; así como en el
monográfico de la Revista Anthropos (núm. 191, 2001): Ciudadanía e interculturalidad.
Multiculturalismo y otros movimientos sociales la quieren convertir en una legitimidad de
resistencia. A este respecto, la importación teórica a Europa del Amulticulturalismo@
estadounidense 9 tiene unos efectos discutibles, como han denunciado, entre otros, Bourdieu y
Wacquant (2000). Mientras en la tradición europea se designaba como el necesario pluralismo
cultural en la esfera cívica; en EE.UU. enmascara las desigualdades económicas y sociales como
la exclusión sistemática de los negros. De hecho, es una salida para la crisis del sueño americano
de oportunidades para todos, bajo el reconocimiento fáctico de los grupos étnicos marginalizados.
En este sentido, llegan a afirmar tajantemente que el Amulticulturalismo americano no es ni un
concepto, ni una teoría, ni un movimiento social o político, aunque pretenda serlo
conjuntamente@. Es una especie de Aalodoxia@ (tomar una cosa por otra): fabricar diferencias, en
lugar de analizar los mecanismos de exclusión y luchar por su emancipación. Con un cierto
moralismo de nueva progresía viene a celebrar ahora la cultura de los dominados, regresando a
las identificaciones identitarias 10. Desde esta perspectiva, se inscribe en la lógica del capitalismo
multinacional (Zizeck, 1997). A este respecto, la defensa del multiculturalismo, como dice Paolo
Flores d=Arcais (1995, 96), Aconstituye de hecho el sucedáneo consolador de una revolución
aplazada: la de los derechos cívicos y de una ciudadanía para todos@.
9
Cfr. N. Glazer: "Multiculturalismo y excepcionalismo estadounidense", en S. García y S. Lukes
(eds.), Ciudadanía, justicia social, identidad y participación. Madrid, Siglo XXI, 1999, pp. 195-214.
Nathan Glazer se pregunta "qué podría significar multiculturalismo en los países europeos, sin una historia
de profunda división racial, ni la inmigración como un tema central de identidad". La excepción en la
constitución de Norteamérica impediría una traslación acrítica a Europa. No obstante, siendo en un primer
momento un debate importado, cabe pensar (tras la inmigración creciente y baja natalidad) que esté
dejando de serlo. Más ampliamente Glazer ha planteado la cuestión en We are all multiculturalists now.
Cambridge, MA, Harvard University Press, 1997.
10
No obstante, es preciso reconocer que cabe tomarlo como un dispositivo crítico (una vez
abandonados otros como clase social o sujeto revolucionario) para cuestionar las relaciones de poder-saber
entre las diferentes tradiciones culturales. De ahí también su conexión con postulados postmodernistas. En
esta dirección se inscriben los escritos de H. Giroux, P. McLaren o C. McCarthy; entre nosotros Javier de
Lucas o Jurjo Torres.
realización consecuente@. La universalización de los derechos civiles y sociales, desde una amplia
interpretación, incluye un Aestricto tratamiento igual -dirigido por los propios ciudadanos- de los
contextos de vida que aseguran su identidad@ (p. 197). Habermas ha defendido que de que la
noción de ciudadanía no se asocie a una identidad nacional o a un conjunto de rasgos culturales o
étnicos, sino -en la mejor tradición ilustrada- a una comunidad que comparte por igual un
conjunto de derechos democráticos de participación y comunicación.
En fin, por no poder proseguir en este territorio reñido de difusas fronteras, entre un
multiculturalismo Aseparacionista@ o iliberal, que atribuye identidad y derechos a los grupos más
que a los individuos; y un Aasimilacionismo@, que ve las diferencias culturales como una anatema
contra la identidad nacional; en una posición intermedia, abogamos con Amy Gutmann (2001,
373-74) por un multiculturalismo Aintegrador@, que conjugue el respeto a las diferencias
culturales con la conquista de libertad y justicia para todos:
ALa tarea de las nuevas generaciones es aprender a vivir no sólo en el amplio mundo de
una tecnología cambiante y de un flujo constante de información, sino ser capaces al
mismo tiempo de mantener y refrescar también nuestras identidades locales. El desafío es
poder desarrollar un concepto de nosotros mismos como ciudadanos del mundo y,
simultáneamente, conservar nuestra identidad local como mexicanos, zapotecos,
españoles o catalanes. Posiblemente tal desafío representa para las escuelas, y la
educación en general, una carga como nunca en la historia@ (Bruner, 1997, prólogo a la
ed. española).
ASi un niño o una niña empieza su vida como un ser que ama y confía en sus
padres, siente la tentación de reconstruir la ciudadanía siguiendo los mismos
patrones, encontrando en una imagen idealizada de una nación una especie de
sucedáneo familiar que hará por nosotros lo que esperamos de ella. El
cosmopolitismo no ofrece este tipo de refugio; únicamente ofrece la razón y el
amor a la humanidad que, en ocasiones, puede resultar menos cálido que otras
fuentes de pertenencia. [...] El patriotismo está lleno de colorido, intensidad y
pasión, mientras que el cosmopolitismo parece tener que enfrentarse a la ardua
tarea de excitar la imaginación@ (Nussbaum, 1999, 27).
La reacción general de diversos autores que aparecen en el libro a que ha dado lugar, es
que no se puede enseñar a ser ciudadanos de un modo abstracto. Precisamente la noción de
ciudadanía va unida a una realidad política determinada. Por eso el mejor modo de ser
cosmopolitas es dar una educación ciudadana democrática. Así Gutmann (1999, 85) señala que,
en principio, no podemos ser ciudadanos del mundo, pues para serlo se precisaría una única
política mundial, en primer lugar somos ciudadanos de un país, de alguna política:
Apara ser libres e iguales necesitamos ser ciudadanos de alguna política y, por
tanto, necesitamos también ser educados en aquellas destrezas, conocimientos y
valores (tanto particulares como universales) que aseguran la plena participación
y la igual consideración en nuestra política. El ser reconocido como ciudadanos
libres e iguales de alguna política democrática debería ser una oportunidad abierta
a todos los individuos@.
La educación se debe dirigir a enseñar los derechos y responsabilidades de la ciudadanía
democrática, y su reconocimiento a todos los humanos de cualquier comunidad. La educación
moral comienza con relaciones afectivas en los círculos inmediatos, que progresivamente se van
ampliando. El cosmopolitismo no es el primer paso, sino un resultado tardío o posterior. Por su
parte, Benjamin Barber en su contribución a dicho libro, resalta que, en lugar de huir a un
cosmopolitanismo abstracto y universal, necesitamos formas de comunidad local y patriotismo
cívico saludables y democráticas. Dado que nuestros compromisos y virtudes comienzan a
arraigar en nuestro entorno inmediato, y sólo entonces pueden crecer e ir más allá, "prescindir de
ellos a favor de un cosmopolitismo inmediato es arriesgarse a acabar en ningún lugar, a no
sentirnos ni en casa ni en el mundo". Sentirse e identificarse con un país o etnia, de forma cívica,
es el paso previo y necesario para llegar a ser ciudadano del mundo. Que pueda abocar a
nacionalismos o rechazos étnicos es dependiente de formas no democráticas en que ha tomado
cuerpo históricamente.
Como lecciones aprendidas de esta debate es que, si bien el cosmopolitismo podría ser un
bello ideal educativo en este contexto de globalización; en la práctica, sólo cabe valorar las
restantes culturas cuando se valora -en primer lugar- la propia. La identificación con lo local es la
primera base para llegar a lo cosmopolita. Los escolares construyen su identidad personal en
relación con la comunidad de origen y vida, lo que debe abocar -en un segundo momento- a una
apertura a los otros diferentes y sus culturas. A este respecto, como bien ha expresado Juan
Carlos Tedesco (2000, 86),
La respuesta educativa ante esta crisis social, señala, ha consistido en resucitar antiguas
certezas culturales o en imponer otras nuevas mediante el control centralizado del currículum y
las exigencias de la evaluación: AEstas mentalidades de asedio están haciendo que muchos
sistemas educativos se retiren tras los parapetos del localismo en defensa de sus identidades
culturales@ (p. 82).
Sin Acultura pública común@ no hay educación para la ciudadanía y se esfuma el sentido
mismo de la escuela pública. El asunto es qué haya de constituir dicha Acultura@, de forma que no
niegue las identidades culturales primarias ni queden relegadas al espacio privado, pero tampoco
que su reafirmación impida dicha cultura. Una estrategia actual (nuevo modo de "gobernación")
es que, dado que dicho Abien público común@ no puede ya ser definido a nivel de Estado,
transferir dicha responsabilidad a cada centro, para que -según la comunidad en que se inserta- lo
determine en el diseño institucional de su proyecto educativo. Pero, entonces, si bien puede
incrementar el compromiso educativo, subrepticiamente, nos situamos cerca de una lógica
mercantil, al servicio de los clientes más cercanos o mayoritarios.
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