Eduardo Torres en Busca de La Cubanidad
Eduardo Torres en Busca de La Cubanidad
Eduardo Torres en Busca de La Cubanidad
Eduardo Torres-Cuevas
Hace algunos años, después de una conferencia que impartí sobre el origen del
pueblo y la nación cubanos, alguien del público me preguntó por qué parecía una
obsesión entre los historiadores cubanos el tema de la nación; por que nos
preocupaba tanto el concepto de cubanidad, cuando él no había visto que los
franceses o los alemanes siquiera tuviesen un concepto parecido a este último.
Confieso que la pregunta me hizo meditar. Entonces le respondí lo que creo
sustancial para definir el problema que aquí quiero abordar: Cada país, cada
pueblo tiene prioridades que no necesariamente coinciden. En realidad he visto
orientaciones muy diversas entre la preocupación de los historiadores
norteamericanos, la de los franceses, la de los españoles o la de los alemanes.
Hay necesidades que se convierten en problemáticas priorizadas en cada
historiografía nacional; creo que en el caso de Cuba, siempre colocada al borde
del desarreglo, existe una necesidad vital de autodefinición y autocomprensión.
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ejemplo: el Manual de Historia de Cuba de Ramiro Guerra, editado y reeditado en
múltiples ocasiones en nuestro país, ya ha cumplido los 55 años de haberse
escrito. Su autor, uno de nuestros grandes historiadores, a quienes todos le
debemos el homenaje de respeto por haber sido uno de nuestros grandes
maestros, escribió su obra desde una perspectiva nacionalista y liberal; el
conocimiento de la escuela historiográfica anglosajona caracterizó su método.
Asombrosamente, muchos de quienes quieren debatir sobre nuestra historia
siguen retornando a él. Considero que ha llegado el momento de confesar con
honradez que la información contenida en la obra de Guerra apenas si llegaría a
un 5% de la que hoy puede poseer cualquier historiador. Por otra parte, nunca he
creído que la historia marxista de Cuba pueda ser resultado “de una inversión” de
la concepción liberal de Guerra. Autores como él seguirán siendo monumentos
para la comprensión de nuestra historia, pero no suficientes para hacer una lectura
profunda de ella. Si Ramiro Guerra hubiese leído la Historia de la isla de Cuba de
Jacobo de la Pezuela con ese criterio jamás hubiese intentado escribir la suya.
Cada época necesita releer la historia y, a partir de nuevas experiencias,
reescribirla. Mi cuarta observación es la no menos peligrosa tendencia a debatir la
historia, a trazar una visión generalizadora de ésta, sin la presencia de los
historiadores. Resulta verdaderamente contradictorio ver debatir a los literatos o
filósofos acerca de los problemas más importantes del devenir cubano sin la más
mínima mención de los elementos sustanciales que explican la historia. No es ya
sólo el debate de las ideas por las ideas mismas sino aún más grave, el debate de
la historia sin historia; es decir, discutir problemas históricos sin siquiera
molestarse en leer los resultados de las investigaciones publicados en numerosos
libros y revistas por los historiadores. Esa actitud crea cierta autoridad, a partir de
esquemas “ideales” surgidos a veces de lecturas apresuradas de fuentes literarias
o secundarias de la historia de Cuba y, a la vez, defendiendo un esquema teórico
que no ha salido del conocimiento del material factual que explica realmente lo
acontecido. No niego que casi como un absurdo se han presentado dos bandos
contrapuestos en estos intentos de reconocer nuestra historia. Lo interesante
consiste en que no eran nada originales. Le Roy Ladurie, al contemplar una
polémica semejante en Francia catalogó a uno de los bandos como el de los
“paracaidistas”, o sea, aquellos que lanzándose desde lo alto del cielo querían
definirlo todo sin poder precisar los contornos de nada; a los del otro bando, los
llamó “las avestruces”, porque miraban tanto al detalle que olvidaban todo el
contexto. De este modo, no resulta difícil entender que no hay comprensión de los
procesos históricos a partir de cualquiera de las dos posiciones: ni de la
generalización abstracta y totalizadora que desconoce los procesos particulares, ni
del estudio de casos tan particulares que no permiten una generalización. El
trabajo del historiador es paciente, detallado, recomponiendo una realidad pieza a
pieza, para luego poder definir el conjunto. La historia, así como cualquier análisis
de una obra, un hombre o una sociedad, es entendible si se tiene en cuenta no
sólo el texto sino el contexto; y éste no se comprende con simples manuales
secundarios.
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universal, asumidos y decantados en función de nuestras necesidades reales y no
inventadas, se hace también imprescindible lograr nuestra definitiva emancipación
intelectual. No resulta posible hacer cultura sin una verdadera cultura histórica y
un verdadero conocimiento de los componentes nacionales; no es posible
entender un proceso tan singular como el nuestro con simples citas de Hegel o de
la escuela de Francfort – método que, por demás, no es otro que el de la vieja
Escolástica - , como antes se hizo con Marx. Ni se es hegeliano ni se es marxista
por llenar la plana de citas inconexas y extraídas de contexto. El investigador se
apropia del método para penetrar la realidad específica que necesita conocer. No
hay duda que es mucho más cómodo citar que comprender y aplicar el método.
Es triste ver el exceso de citas de múltiples autores desconocedores de la realidad
nacional para explicarla y encontrar, al mismo tiempo, la ausencia total de
nombres, como Arango y Parreño, Félix Varela, José Antonio Saco, José de la Luz
y Caballero, Vicente Antonio de Castro, José Martí, Enrique José Varona, Manuel
Sanguily, Medardo Vitier, Fernando Ortiz, Emilio Roig, entre otros muchos. Sigue
siendo lamentable el ver en numerosos trabajos la utilización “de las citas de
autoridad” o de tesis tomadas de libros procedentes de contextos muy diferentes.
Aunque cierta modalidad ni siquiera se molesta en atribuirles la paternidad del
esquema a sus progenitores, quizás para presentarse ante los desconocedores
como verdaderos creadores. Las ciencias no pueden avanzar en el conocimiento
de su objeto de estudio dando por sentado que estas “autoridades” intelectuales
tienen la respuesta a nuestros problemas particulares. Necesitamos cada vez más
conocer para aprender; conocer la producción universal para sentar las bases de
nuestra producción nacional. Valdría la pena aquí reproducir aquel famoso lema
del templo griego: “Conócete a ti mismo”. Hay que reconocer que los tiempos han
demostrado que resulta poco efectiva la sugerencia griega, porque lo más
generalizado es que todo el mundo considere que, como “la razón está tan bien
repartida”, siempre se está seguro de poseer el conocimiento suficiente sobre la
propia cultura. El conocimiento es en realidad la constatación del
desconocimiento. Por cada paso que se da se abren nuevas perspectivas y
nuevos problemas; por cada solución aparecen nuevas interrogantes. Aunque
pueda dársele el título de premoderna, la actitud de modestia en las ciencias y aún
más en las sociales, deviene la única verdaderamente sensata y honesta, no sólo
por una posición ética, sino también, como modo de ayudar al propio proceso
cognoscitivo.
Resulta curioso que entre nosotros hayan surgido corrientes que preconizan el
abandono de la historia y del tiempo, justamente, cuando en otras partes no solo
se solidifican estos estudios, sino que, además sobre ellos se sostienen las viejas
utopías. Los norteamericanos siguen implementando, en su política, la aspiración
al logro de lo que han llamado el “sueño americano”. Por ello, y porque el toro hay
que cogerlo por los cuernos, en este trabajo* sólo quiero llamar a una reflexión
acerca de las características del proceso de formación nacional cubano. Para ello
nos son necesarias algunas precisiones iniciales. Hacia 1959, las ciencias sociales
cubanas habían avanzado sustancialmente en la dirección de reunir el material
*
Este artículo tiene tres partes, las cuales continuarán publicándose en los siguientes números (N. de los E).
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factual y en su producción interpretativa que nos aproximaba a la comprensión de
este proceso. Las obras de Fernando Ortiz, Ramiro Guerra, Emilio Roig, entre
otros, desde métodos y concepciones del trabajo historiográfico diferentes, pero
en gran medida complementarios permitieron a las generaciones iniciadas en
estos estudios un buen punto de partida. Como en toda ciencia, la conquista de
ese territorio de conocimientos lo que nos legaban era más una incitación al
estudio, que fórmulas e ideas acabadas. Desgraciadamente, en no pocos casos
la vulgarización terminó por desfigurar algunos de los resultados y objetivos de
estos padres fundadores de los estudios históricos cubanos. Un fuerte empeño
intelectual tomó vida con la Revolución Cubana, multiplicándose las áreas de
trabajo, los estudios específicos y haciendo más activa la discusión teórica y
metodológica. Quizás nos han faltado los trabajos de síntesis más abarcadores,
pero ello es justificable por la necesidad de resolver antes innumerables
problemas para una nueva y profunda historia de Cuba.
Desde los primeros pasos en busca de los orígenes del pueblo cubano, se nos
presenta la imposibilidad de reducirlo a los esquemas y conceptos clásicos. Este
no se formó siguiendo la evolución lineal de una etnia y su cultura. Contra todo
modelo, no resultó el producto del tránsito de determinado gens, a la tribu, al
pueblo y a la nación. Por el contrario, es el resultado de la presencia en un mismo
territorio de etnias y culturas provenientes de diversos continentes que, cambiando
aquí sus rasgos primigenios e interactuando entre sí, se integran en un nuevo
complejo etno – cultural. Lo determinante en la configuración de este nuevo
complejo son las condicionantes que el medio social y natural les impone. Desde
el siglo XVI, los europeos vinculados al proceso americano intentaron definir tan
complicado fenómeno. Surgió así el término de criollo.
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Este concepto ya aparece en los documentos americanos hacia la segunda mitad
del siglo XVI. El inca Garcilaso escribió en 1609: “Es nombre que lo inventaron los
negros y así lo demuestra la obra. Quiere decir entre ellos negros nacidos en
indias; inventáronlo para diferenciar los que van de acá, nacidos en Guinea, de los
que nacen allá (...) Los españoles, por la semejanza, han introducido este nombre
en su lengua para nombrar a los nacidos allá. De manera que al español y al
guineo, nacidos allá, les llaman criollos y criollas.1
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religiones y economías diferentes fueron volcadas en la isla. Una vez en nuestro
territorio, sus miembros dejabas de ser identificados como congos, yorubas, o
lucumíes para ser definidos sólo por el nombre genérico de negros. Surgía así
una nueva identificación entre estas etnias hasta entonces no pocas veces rivales.
Ya desde la segunda mitad del siglo XVI, aparece en los documentos cubanos,
como puede observarse en la colección de protocolos publicada por María Teresa
de Rojas, el concepto de criollo. Resulta importante destacar dos elementos en
este análisis. El primero es que este concepto no tiene ninguna connotación
racial. Lo mismo se usa para el negro esclavo o libre nacido en la isla, que para el
hijo de europeo oriundo de la colonia antillana. No es hasta el siglo XIX cuando se
ve brotar el criollismo blanco como expresión ideológica de la burguesía
esclavista. Pero ni aun entonces dejan de utilizar el concepto para los negros
libres o esclavos nacidos en el país. Durante todos los siglos coloniales se
estableció el término bozal para el nacido en África y de criollo para el nacido en
primera generación en Cuba. La diferencia era esencial. Para el bozal, su patria
estaba en África y mantenía la memoria histórica, la cultura y su lengua de origen;
el criollo, nacido aquí y asimilado desde el principio a su medio natural y social,
desdibujaba la memoria histórica de sus padres a partir de su experiencia insular.
El criollo comenzó a tejer sus mitos, sus hábitos y sus tradiciones sobre la base de
su patria y de la interacción de la cultura de sus padres con la de sus
dominadores. Pero aún más importante, aunque casi nunca destacado, su
realidad lo llevó a la creación de sus propias representaciones que ya no tenían
nada que ver ni con las de sus padres ni con la de sus dominadores. De este
modo, se necesitó crear un nuevo concepto para definir a los nacidos en la tercera
generación, quienes no tenían ya nada que ver con sus abuelos. Tal era su
comportamiento y sus representaciones ideológicas, surgidas en su totalidad de
su realidad insular, que fueron nombrados rellollos.
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Esta situación lleva a la necesidad de precisar que en el caso cubano, en que se
eliminó la población aborigen y sus escasos restos totalmente asimilados, se creó
de hecho la situación, por demás definitoria de nuestro proceso, de que su
población fuese siempre el resultado del proceso de acriollamiento. Cualquier
intento de definir los orígenes y evolución del pueblo cubano no puede menos que
reconocer que éste se formó mediante un permanente proceso de migraciones
provenientes de los más diversos lugares. Pongo un ejemplo muy antiguo. A
finales del siglo XVI, cerca del 60% de la población de La Habana era de origen
portugués. El hecho fue resultado de la unión de los reinos ibéricos. Puedo poner
otros muchos ejemplos, pero los dejo para su momento específico.
Sabido es que los conceptos resultan engañosos. Y cuando tienen una carga
histórica tan antigua como el de criollo, se necesita precisar cada detalle. Este
concepto puede utilizarse, y de hecho cotidianamente se usa, para indicar objetos,
frutas, música o personas propios del país. Pero estamos obligados a un uso más
restringido cuando estamos tratando de expresar los procesos históricos y
sociales que le dan determinada connotación a éste. Por ello, el proceso de
acriollamiento – que, por otra parte, se repite con cada oleada migratoria – debe
definirse, respetando rigurosamente el proceso histórico, como la primera etapa en
la formación del pueblo cubano. Esa etapa tiene sus características.
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sociales y naturales, lo que permite desdibujar las culturas originarias del producto
y resultado final. Lo cubano no es folclor, es mucho más, y más profundo.
No basta con decir que Cuba fue una colonia. También lo fueron Burkina Fasso y
Estados Unidos. Se necesita precisar qué tipo de colonia y, en qué sistema
colonialista quedó integrada. Este aspecto resulta de suma importancia para
prefigurar las condiciones en que se forma el criollo de la isla. El descubrimiento
de América por Cristóbal Colón se ubica en un momento específico de la
evolución no sólo de la España conquistadora, sino, también, de Europa
occidental. Reajustada la economía europea a lo largo del siglo XV, configurado
un nuevo mundo económico y social que comenzaba a ser la antítesis del milenio
cristiano, el burgués, racionalmente temerario, se lanza a garantizar los mercados
de Asia y África. Portugal, primero, y España, después, avanzan en el
establecimiento de las nuevas rutas comerciales. Pero como no dominan los ejes
formadores de los mercados europeos, quedarán en la periferia del sistema en
formación - el capitalista – desempeñándose el mismo papel que hasta entonces
habían tenido los árabes: intermediarios adelantados entre esos mercados y las
fuentes deseadas de materias primas, productos exóticos y esclavos. En este
nuevo proceso, vinculado a la conformación del capitalismo usurero mercantil
– primer tipo histórico del capital moderno – los portugueses desarrollan en las
cosas africanas el sistema de factorías. Una vez descubierta América, las
intenciones de los reyes españoles es la de reproducir el modelo portugués, a lo
cual contribuye Cristóbal Colón, gracias a su experiencia al servicio de los
monarcas lusitanos. Pero en la medida en que fueron tomando conciencia de la
inmensidad del territorio descubierto, la propia realidad los obligó a diseñar otro
tipo de colonialismo. Si la realidad les imponía este cambio, las mentalidades y la
propia tradición hispana condicionaron la solución que le dieron al problema.
Como considero que las definiciones deben partir de elemento esencial que las
define, he llamado a este nuevo tipo de colonialismo hispano de principios del
siglo XVI con el nombre de “colonialismo por vecindad”.
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“vecino”, se ataba al individuo al lugar. Podría destacarse que de este tipo de
organización surgieron las oligarquías regionales, pero sería una ausencia notable
no señalar que, paralelamente, significaba la creación de lo que con el tiempo
sería la comunidad humana de esa región.
A los factores antes señalados, habría que agregar la dualidad jurídica que
siempre tuvo esta legislación casuística hispana. Las villas y su gobierno local
conformado por el ayuntamiento, gozaron, en estos primeros siglos, de cierta
autonomía, la cual, en el caso específico de Cuba, muy alejada del centro director
del imperio, se manifestó no sólo a través de un intenso comercio ilegal sino
también de la adopción de muy libérrimas costumbres. Resulta sintomático que
muchas veces, a la hora de escribir historias de Cuba, se hagan teniendo sólo en
cuenta las opiniones de los gobernantes o capitanes generales. Ésta era la otra
estructura, la que dependía verticalmente de la Corona. De los informes que estos
gobernadores, a todo lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, puede constatarse la
incapacidad sistemáticamente manifestada de poder controlar la situación en la
isla. Y no son pocas las veces en que salen a la luz los enfrentamientos entre los
representantes de la Metrópoli y los cabildos locales. Era ya la expresión de
intereses diferentes entre los habitantes de la Colonia y los de la Metrópoli. No es
hasta la primera mitad del siglo XVIII, con la entrada de los Borbones en España,
cuando se intentan destruir legal y efectivamente estas autonomías.
Los elementos antes apuntados tienen por objetivo señalar estas características
de la etapa “oscura” de nuestra historia, pero no por desconocimiento y distancia
resultan menos trascendentales para entender los rasgos peculiares del pueblo y
la nación cubanos; a) el proceso de conversión del espacio geográfico en región
económica, parte de la creación de las primeras villas que sirven de puntos de
irradiación en el proceso no sólo de conquista, sino también de establecimiento de
una comunidad permanente en la región; b) las villas gozan de autonomía tanto
respecto a la Corona como entre ellas mismas, por lo cual sus dinámicas
económicas y sociales serán diferentes según sus posibilidades comerciales, ya
sean legales o ilegales; c) el relativo aislamiento entre las villas permitió generar
culturas y mentalidades que, si bien formaban parte de la heterogeneidad del
conjunto hispano, marcaban un fuerte regionalismo; d) la condición de “vecino”,
que originalmente fue la del español que se apropió por la fuerza del territorio y
que permaneció ya definitivamente en él, deriva en el “natural” de la isla, y de
manera más específica de la región, independientemente de su origen; e) desde
principios del siglo XVII, los naturales de cada territorio lo van a denominar con el
nombre de patria.
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patria local o patria – región. Este aspecto constituye un elemento vital en la
comprensión del proceso de formación nacional cubano. El concepto de patria
estaba acuñado en la legislación y en la literatura hispana para diferenciar el lugar
donde se nacía del resto del conjunto imperial. Por tanto, era un concepto – nexo
entra la comunidad y su territorio. Pero, además, no sólo constituyó la expresión
de amor al terruño, sino, más bien, la definición de las características propias de la
comunidad. La patria la distinguía, la definía y la unía. Por otra parte, el concepto
de patria – del latín patrius- significaba “la tierra de los padres”. La nación tenía,
por tanto, su sentido etimológico sólo a partir de la tercera generación, para la cual
la patria era, en realidad, la tierra de sus padres. Ello configuraba, desde el punto
de vista emocional, el amor a las raíces, la distinción de su propia personalidad;
pero el concepto no es, como en el caso de la nación o del de Estado, la expresión
racional de esa comunidad, sino sólo la expresión emocional de un sentimiento
por lo propio. Y este sentimiento es también identificación de la comunidad a
través de compartir el mismo territorio, los mismos hábitos, las mismas tradiciones,
las mismas costumbres y los mismos enemigos. Esto último resulta determinante
para la reafirmación del criollo porque puede reconocerse tal y como es cuando
encuentra al otro, su diferente. En el Caribe, donde se enfrentaba el imperio
hispano al británico, surgió, desde el siglo XVII, esa reafirmación por afirmación y
por negación.
Si se toman los documentos de los siglos XVI, XVII y XVIII, puede hallarse
sistemáticamente la utilización del concepto de patria local o patria – región. Para
los bayameses, su patria era la región de Bayamo; para los santiagueros, la de
Santiago, y para los habaneros, el occidente de la isla. Lo mismo ocurría con
otras regiones de la Colonia. Pongo un ejemplo: el primer cubano que, a
comienzos del siglo XVIII, llegó a la dignidad del obispo Dionisio Rezino y
Ormachea, puso en su escudo de armas tres P que quieren decir “Primer Prelado
de la Patria”. Pero a poco que se leen sus papeles, a lo que se refiere es a su
lugar de nacimiento, La Habana.
La patria del criollo, regional, volcada hacia sí misma, más emocional que racional,
que apenas ha logrado la transformación del espacio geográfico, resulta sin duda
el necesario punto de partida para entender las posteriores evoluciones de la
sociedad cubana. Tanto en lo que fueron sus raíces como en aquellos aspectos
que tuvo que reformar. Ciertamente, por desconocimiento o por comodidad, se ha
preferido debatir sólo acerca de una etapa de este proceso; la que le es propia al
siglo XIX. Pero creo necesario destacar aquí, aunque lo trataremos en otra parte,
que lo que marca sustancialmente el tránsito entre la patria del criollo y la
sociedad esclavista decimonónica, son las premisas de un capitalismo con el cual
se asocia el desarrollo de la isla. Por ello, la Razón, convertida en paradigma por
45
el Siglo de las Luces, introducirá el elemento racional en este proceso. Lo muchas
veces llamado los orígenes de la nacionalidad cubana no es más que el proceso
de racionalización, de autocomprensión y autodefinición del criollo... Sólo que
también fue de creación de estructuras diferenciadoras mucho más brutales y
despiadadas.
A nuestro primer historiador, el obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Lora,
le debemos el haber rescatado el único libro de poemas de esta época de
formación y de consolidación de las patrias de los criollos. Sin embargo, este
documento, que sin lugar a duda retrata perfectamente las contradicciones de un
momento histórico y las formas de pensar de aquellos hombres, pocas veces se
ha contextualizado. Recojo aquí sólo algunos de los elementos más significativos:
Bayamo, escenario de los acontecimientos narrados en el libro en verso Espejo de
paciencia, constituye el lugar donde el comercio de contrabando tiene más
intensidad; Silvestre de Balboa, su autor, es uno de los contrabandistas de la
región; todas las autoridades locales participan en estas actividades; con
anterioridad al envío del obispo Cabezas Altamirano, se había mandado una tropa
a las órdenes de Melchor Suárez de Poago, para detener a los contrabandistas y
reprimir violentamente esas actividades; la sublevación de los habitantes de la villa
y el cerco que les hicieron al jefe militar y su tropa lo obligó a regresar a la capital
sin conseguir sus propósitos; entonces se envía al obispo de la Isla, Juan de las
Cabezas Altamirano y Calzada, para, por medios persuasivos, convencer a los
bayameses de abandonar las actividades ilegales; el obispo, al conocer que la
Iglesia de Bayamo era una de las principales participantes en esas actividades y
que ellas obtenía sus fuentes más importantes de ingresos, se compromete
activamente en este tipo de comercio; el supuesto pirata Gilberto Girón –quien no
era tal sino un bucanero; es decir, un comerciante en pieles— lo rapta porque le
debía el pago de mercancías; por último, la acción de los bayameses contra su
“socio de negocios” se debió a que ya la Corona había iniciado el despoblamiento
de ciertas regiones costeras de Santo Domingo por estas actividades y quisieron
demostrar la fidelidad que les tenían a la Corona y a la Iglesia. Paralelamente, y
una vez terminados los hechos sangrientos que llevaron a la muerte del bucanero
y sus hombres, el obispo y el alcalde de Bayamo escribieron sendas cartas al rey
en que describían los acontecimientos de manera tal, que parecía un hecho
escapado de las novelas de caballería hispanas. Espejo de paciencia, escrito a
sugerencia del obispo, se convirtió en la recreación estética de una gran mentira.
Pero tenía otra intencionalidad: la creación de un mito que, una vez redescubierto,
quedaría en las bases mismas de nuestra cultura. Pero una cosa es el mito y otra
cosa, la intención con que se creó. Se trata de cubrir el verdadero hecho histórico
con una ficción que hiciese nacer y renacer la leyenda del heroísmo de los criollos
de Bayamo. Colocados ante el hecho, estamos ante la alternativa de creer en la
historia o creer en el mito. Yo confieso que prefiero la historia pese a que el poeta,
el obispo y el alcalde se me presenten como héroes cuando en realidad no eran
más que contrabandistas. Pero como historiador, no los censuro, porque sólo
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yendo contra la estructura de poder del imperio podían salvar su patria local.
Entonces tengo otra razón para leer y releer Espejo de paciencia. Su autor me
transmite la fuerza que ya tiene la patria del criollo; me transmite el sentimiento de
uno de ellos – y que conste que no había nacido en Bayamo, pero sí se había
aclimatado allí y con posterioridad en Puerto Príncipe -; recoge los sonetos de
otros hombres de aquel momento y me permite hoy poder constatar el noble
orgullo de estos hombres por su patria: “mancebo galán de amor doliente, / criollo
del bayamo, que en la lista / se llama y escribe Miguel Batista, / (...) Recibe de mi
mano, Buen Balboa / este soneto criollo de la tierra en / señal de que soy tu
tributario”.3
3
Silvestre de Balboa: “Espejo de paciencia”, en Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: Historia de la isla y Catedral de Cuba. Cuba
Intelectual, La Habana, 1929.
4
Pedro José Guiteras: Historia de la conquista de La Habana por los ingleses seguida de Cuba y su
gobierno. Cultural S.A., La Habana, 1932, p. 32
47
En 1741, los ingleses intentaron atacar Santiago de Cuba con un poderoso ejército
de 1,795 hombres, entre quienes estaba el hermano de Georges Washington. Su
derrota fue total. Después de 134 días de desembarcar en Guantánamo, tuvieron
que retirarse con más de 1,000 muertos, entre ellos 205 oficiales. El triunfo se
debió a la estrategia seguida de desarrollar una guerra de guerrilla por las milicias
contra el invasor. Si La Habana pudo tomarse en 1762, debe buscarse la causa,
entre otros muchos factores, en la incapacidad del gobernador Juan del Prado
Portocarrero y Malleza, quien sólo había combatido en Italia y desconocía las
condiciones de la guerra de guerrillas y subestimó la capacidad de las milicias.
Pero en un momento de gloria para las fuerzas criollas lo representó la guerra de
independencia de las trece colonias de Norteamérica, hoy Estados Unidos. No
tengo espacio aquí para describir toda la ayuda militar, económica, logística que
desde La Habana y por los criollos se le dio al movimiento de independencia de
Estados Unidos. Creo que ésta es una de las grandes ausencias de nuestra
historia y, por demás, de la de Estados Unidos. Sólo señalo que el representante
de España ante el movimiento de independencia fue el comerciante habanero
Juan Miralles, muerto en la propia casa de Washington y atendido por la esposa y
el médico de éste; que para la campaña definitiva de independencia, La Habana
aportó no sólo las fuerzas de los batallones de pardos y morenos, sino más de 1,
800,000 pesos, cifra que ni Francia ni España colocaron y que permitió conseguir
los abastecimientos para la campaña que culminó en la victoria de Yorktown; que
las fuerzas militares conjuntas de la milicia de la isla, de la Luisiana y de España
derrotaron a los ingleses en toda la amplia zona sur que va desde la Luisiana
hasta la Florida, ocupándoseles también las Bahamas; y que La Habana creó una
ruta de abastecimiento a las fuerzas independentistas a través del Mississippi.
Ésta es una deuda que Estados Unidos tiene con Cuba y que nunca han
reconocido.5
48
las aspiraciones de Napoleón III respecto a América. Una simple constatación de
las fechas coge en falta al autor. Supuestamente, el término se usó por primera
vez en 1861 por Michel Chevalier, pero, como ha demostrado el doctor Paul
Estrade, el término América Latina ya se usaba en 1856. Este acucioso
investigador comprueba que en esta última fecha, con motivo de la invasión de los
mercenarios norteamericanos de William Walker a Nicaragua, se empleó por
primera vez el término para distinguir Nuestra América de la otra, de la
anglosajona, de la que agredía, de la que ya había despojado a México de la
mitad de su territorio y amenazaba no sólo a Centroamérica sino también a Cuba.
Lo más importante es que, precisamente, latinoamericanos acuñaron el término y
no ningún extranjero. Entre estos definidores, está el chileno Francisco Bilbao y el
colombiano José María Torres Caicedo. De esa fecha es el poema de este último
que expresa “La raza de la América latina / Al frente tiene la sajona raza. /
Enemiga mortal que ya amenaza / Su libertad destruir y pendón”.6
Quise remontarme a esta última intentona, que pienso que no casualmente parte
de Estados Unidos y sólo ingenuamente pudo ser asumido por los españoles –
porque en última instancia sólo nosotros tenemos derecho a darnos el nombre que
mejor nos convenga –, porque es la última constatación de un viejo problema.
Por demás, vale la pena observar cómo la falta de cultura histórica permite
aceptar, aun entre nosotros, disparates de esta envergadura. Pero tampoco son
originales los problemas surgidos alrededor de nuestro nombre.
Lo primero que resultó una injusticia histórica fue darle a nuestro continente el
nombre de América. Desde la llegada de Cristóbal Colón y por distintas razones,
6
Paul Estrade: “Observaciones a Don Manuel Alvar y demás académicos sobre el uso legítimo del concepto de América Latina” (copia
mecanografiada).
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el Nuevo Mundo recibió diversos nombres. Y los más significativos, motivados por
equivocaciones. El primero, indudablemente como consecuencia de las
afirmaciones erróneas de su descubridor, fue el de las Indias; pues éste no creía
haber descubierto un Nuevo Mundo, sino haber arribado a las costas asiáticas.
Después del viaje de Magallanes, y para distinguirlas de la verdadera India, se les
agregó el de Occidentales. Poco después, y por una nueva confusión, se le
comenzó a llamar América por toda Europa en honor a su supuesto descubridor,
quien no sería Cristóbal Colón sino Amérigo Vespucci. Fue tal la expansión que
adquirió el nuevo nombre que ya nunca más pudo rectificarse el error histórico.
Pero resulta muy importante entender que la América a que se referían era única y
exclusivamente la América hispana, porque España era la única que poseía los
extensos territorios continentales. De esta forma, en toda la documentación de los
tres primeros siglos, simplemente se hablaba de americanos para referirse a lo
que hoy llamaríamos latinoamericanos. En la primera mitad del siglo XIX, ninguno
de los literatos o políticos de la época sintió la necesidad de precisar el concepto.
Todos se sentían simplemente americanos y cuando se referían a la América al
norte del río Bravo utilizaban el concepto de anglosajona. Ya a mediados de ese
siglo, la pujanza de Estados Unidos obligó a emplear el término diferenciador de
América Latina. Pero lo más triste del caso es que, a finales de ese siglo y
comienzos del nuestro, se empezó a generalizar el llamar sólo americanos a los
estadounidenses, dejándonos sin nombre a quienes vivimos más al sur o
definiéndonos como latinoamericanos y obviando la necesaria precisión en el caso
de los primeros. No puede dejarse de mencionar que, a principios del siglo XIX, el
movimiento emancipador latinoamericano intentó rescatar el nombre de Colón
para los Estados nacientes que se agruparían en la Gran Colombia.
He eludido aquí toda referencia al proceso económico que sustenta lo que hemos
expuesto. Nos ha interesado describir el proceso que sirve de base a toda la
50
historia de Cuba posterior, no como historia de una oligarquía, sino como la
historia de la formación de un pueblo, y porque, sin el conocimiento de este punto
de partida, no se entenderá el siglo XIX. Por cierto, no es un siglo a odiar sino a
estudiar. En la segunda parte de este trabajo, nos adentraremos en la segunda
etapa del proceso de formación de nuestro pueblo; es decir, en ese siglo XIX y en
el carácter y contradicciones de la esclavitud que en él adquiere sus máximas
dimensiones.
51
decir, el de sus primeros movimientos intelectuales. Época de hallazgos y de
abandonos, de encuentros y desencuentros. Fue el Siglo de la Ilustración
esclavista y, también, el de la Racionalidad del sentimiento del criollo.
1
Visita pastoral del obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Lora: en AGI: Audiencia de Santo Domingo, no. 534.
2
Comisión Estadística: Cuadro estadístico de la siempre fiel Isla de Cuba correspondiente al año 1846... Imprenta del Gobierno y
Capitanía General, La Habana, 1947.
3
Eduardo Torres – Cuevas: “La sociedad esclavista y sus contradicciones”, en Instituto de Historia de Cuba: Historia de Cuba. La
Colonia. Editora Política, La Habana, 1994, p. 274.
52
la población total de la Isla al inicio del período – 149 170 – puede comprenderse
el impacto social de esta migración sobre las estructuras de la sociedad criolla. En
cuanto a la inmigración libre europea no poseo cifras exactas, pero la española
debió exceder lo 100 000 y otras, como la francesa, los 60 000. En 1846, los
españoles constituyen el 16,8% de la población de la Isla.
En otro sentido, éste fue el período en el cual se inició la verdadera conquista del
espacio geográfico cubano. Hacia 1763, ese espacio apenas si había sido
modificado por el hombre que sólo se movía en los escasos puntos de
poblamiento, concentrándose en La Habana, Bayamo, Santiago de Cuba y Puerto
Príncipe. A partir de lo que Juan Pérez de la Riva llamó “frentes pioneros”,
comienzan en ésta época a integrarse a la producción y a ser pobladas diversas
regiones del país. El proceso resultará, al inicio, más intenso en Occidente, ya a
mediados del XIX en el Centro, y sólo a finales de ese siglo y las primeras
décadas del XX en el amplio espacio camagüeyano – oriental.
53
para cubrir el mercado interno - las grandes ciudades, villas, pueblos, etc.-. Pero
en todos esos Complejos, para su propia estructuración, están presentes las
distintas zonas de especialización productiva. En un momento histórico
encontramos algunas que presentan el proceso más avanzado y otras,
fundamentalmente por razones económicas, más atrasado. Dos aspectos son
esenciales en la comprensión de las características de este movimiento
económico – social: la desigualdad entre unas regiones y otras es el resultado de
su mayor o menor inserción en el comercio de exportación y en la capitalización
obtenida en el período anterior o en la época; segundo, la composición racial de
cada zona productiva está directamente relacionada con el tipo de producto que
desarrolla. La población negra es mayor en las zonas de plantaciones azucareras
– cafetaleras; la blanca, en las zonas ganaderas. Por tanto, desde el punto de
vista del espacio geográfico, es éste solo el momento del inicio de su conversión
en Complejos económicos – sociales regionales, con sus activas redes de
comunicación. En 1836, la inauguración del ferrocarril permitió acelerar la
conquista territorial. En este mismo sentido, el azúcar y las producciones
especializadas iniciaban un proceso de integración económica nacional,
rompiendo los estrechos círculos de las oligarquías regionales – no pocas veces
en pugna -, en la medida en que conforma una potente oligarquía nacional, cuyos
centros de irradiación son La Habana y Santiago de Cuba.
Pero aquella sociedad tiene otras divisiones que la tipifican. Entre blancos y
criollos y blancos peninsulares; entre negros criollos y negros africanos. Un
elemento peculiar y que resalto con especial interés es respecto al destino de los
esclavos. También se ha generalizado la idea de que la sociedad cubana de la
época es una sociedad de plantaciones esclavistas y, en consecuencia, de
esclavos de barracones. Si bien constituye una sociedad esclavista no es una
sociedad de plantaciones; si bien la plantación esclavista resulta el rasgo más
destacado de la economía exportadora cubana, ella no concentra
mayoritariamente la fuerza productiva del país.
54
Unos simples datos aclaran la cuestión. En 1841, pleno auge de esclavitud en
Cuba, sólo el 22,9% de los esclavos estaba en plantaciones azucareras, mientras
que el 45% desarrollaba actividades doméstico – urbanas; en pequeñas
propiedades campesinas – vegas, sitios, estancias – se encontraba el 18,4% de
ellos. Esto plantea una cuestión vital para la comprensión del proceso de
formación de la cubanidad durante el período: no sólo los grandes propietarios
tenían esclavos, sino que toda la sociedad estaba implicada con la institución
esclavista. Por otra parte, las vías de comunicación e interacción de los esclavos
de las villas, ciudades y pequeñas productoras agrarias con el resto de la
población resultaban más cotidianas y efectivas. En muchos casos, al interior del
hogar. Es, pues, en las ciudades y villas donde se produce más fuertemente el
proceso de transculturación. El esclavo de barracón, casi aislado, apenas si pudo
romper el cerco azucarero y el celibato forzoso. Su triste suerte, que avergonzó
hasta a muchos de sus propios amos, es el ángulo más trágico y humillante de
esta historia y de esta época; pero no fue esta parte de los esclavos la que se
impuso en el interior de las mentalidades, cultura y espiritualidad de la cubanidad
sino los otros, quienes estaban multiculturalmente en activo contacto con el resto
de los componentes de la sociedad.5
55
sociedad se divide no sólo en clases sino en razas en el que el factor étnico queda
disuelto en tres grandes conglomerados sociales: blancos, negros y mulatos. Por
otra parte, el fuerte racismo y el comprometimiento de toda la sociedad con la
institución esclavista no contribuyen al proceso de integración social. Vale la pena
recordar que, numéricamente, la esclavitud de plantaciones es menor que la
doméstico patriarcal, por lo que la sociedad está más interactuada con la
esclavitud. En esta época, las llamadas clases medias están profundamente
comprometidas con la institución esclavista. No obstante, pese a las fuertes
regulaciones sociales – aún más fuertes que las legales -, los “prejuicios” y
“discriminaciones” ceden con lentitud en las zonas límites de los estamentos
estancos. Fundamentalmente en las villas y ciudades, un fuerte artesanado negro
y la presencia de la esclavitud doméstica y de los negros y mulatos libres, hacen
que se interactúe en lo cultural y social.
Eludo en este trabajo las referencias al proceso del período por ser éste el más
estudiado.7 Sólo insistiré en el hecho de que, dentro de la compleja estructuración
económica – social referida, la plantación esclavista dinamiza la economía y
produce un cambio radical no sólo en la explotación agraria sino también en la
mentalidad y en las ideas de los dueños de plantaciones azucareras, antiguos
hateros ganaderos. La plantación no constituye un gran latifundio sino una unidad
productiva enmarcada entre las 30 y 40 caballerías de tierra; la explotación agraria
es intensiva, no como la posesión feudal que mantiene improductivas o con bajos
rendimientos una gran parte de sus tierras; su producción y productividad se
reputa en ganancia, no como el hato ganadero basado en la renta; es
monoproductora de materia prima y alimentos para la industria y las ciudades
emergentes de las metrópolis europeas; su producción es para la exportación, no
para el mercado interno, y, por último, su fuerza de trabajo es esclava. 8
56
En la lógica de los nuevos dueños de plantaciones de la segunda mitad del siglo
XVIII estuvo el cambio de la esclavitud doméstico – patriarcal de la sociedad criolla
por la intensiva de las plantaciones. La explicación que Carlos Marx da de este
proceso resulta importante para su comprensión: “En los estados norteamericanos
del sur el trabajo de los negros conservó cierto carácter patriarcal, mientras la
producción se circunscribía sustancialmente a las propias necesidades. Pero, tan
pronto como la explotación de algodón [pasó a ser un resorte vital para aquellos
estados como ocurrió en Cuba con el azúcar en este período], la explotación
intensiva del negro se convirtió en factor de un sistema especulado y especulativo,
llegando a darse casos de agotarse en siete años de trabajo la vida del obrero.
Ahora, ya no se trata de arrancarle una cierta cantidad de productos útiles. Ahora
todo giraba en torno a la producción de plusvalía por la plusvalía misma”. 9
Ampliando el carácter capitalista de la plantación esclavista, continúa: “El precio
que se paga por el esclavo no es sino plusvalía o ganancia anticipada o
capitalizada que se piensa arrancar de él, del esclavo, la ganancia, el trabajo
sobrante. Por el contrario es un capital que se ha desprendido el poseedor del
esclavo, en deducción del capital de que se puede disponer para la producción
real y efectiva (...) El hecho de comprar el esclavo no le pone sin más en
condiciones de explotarlo. Para ello necesita nuevo capital que invertir en la
hacienda o en los negocios explotados por esclavos”.10 De todo ello, Marx
desprende una conclusión lógica: “Allí donde impera la concepción capitalista,
como ocurre en las plantaciones norteamericanas [y cubanas], toda la plusvalía se
reputa en ganancia; en cambio, donde no existe el régimen capitalista de
producción, ni la mentalidad correspondiente a él transferida desde los países
capitalistas, se le considera renta”.11
9
Carlos Marx: El capital. Editorial Cartago, Buenos Aires, 1956, t. III, p. 680. (El subrayado es mío)
1 0
Ibídem, p. 684. (El subrayado es mío)
1 1
Ibídem, p. 680. (El subrayado es mío)
1 2
Carlos Marx: Historia crítica de la teoría de la plusvalía. Ediciones Venceremos, La Habana, 1965, vol. I, p. 469. (El subrayado es
mío)
57
existen como anomalía dentro de un mercado mundial basado en el trabajo
libre”.13
58
capitalista por vías totalmente anómalas; en consecuencia, su ideología será,
también, anómala. Por ello, lo importante es no ver esta etapa histórica encerrada
en sí misma sino, por el contrario, como parte de un proceso. En otro sentido,
debe tenerse claro que una cosa es el proyecto y otra, la realidad; una es la
intención y otra, los resultados.
Pero esta clase tiene en común con la burguesía europea el hecho de constituir
una élite económica, social, política y cultural. Asume el pensamiento universal
epocal como base y referente del suyo. Su carácter corporativo no resulta
diferente al de la burguesía inglesa o francesa de la época que plasma en sus
constituciones los límites de la “igualdad y de la “libertad”... y, sobre todo, deja
implícito cuál es el contenido de su concepto de pueblo. Desde el punto de vista
político, pueblo es sólo la burguesía; lo otro, la masa informe, inculta, sin rostro –
los sansculottes -, constituía un pesado lastre sin derechos. Desde el punto de
vista cultural, la Ilustración es sólo patrimonio de una minoría de hombres cultos.
El hecho de que sea la burguesía esclavista y sus acólitos los productores
intelectuales de la época y que en sus obras y escritos plasmen sólo sus intereses
y visiones, constituye, también, una etapa real e histórica de nuestra evolución. Y,
como las burguesías europeas, proyectan esas ideas y esas aspiraciones como
las ideas y aspiraciones “del pueblo”.
La otra cara de la medalla, la que ocultan, era la de las calles sucias y estrechas
de las ciudades y villas, y la de los campos incorporados a la producción. En todas
partes se producía un activo proceso de transculturación y sincretización de los
diversos componentes humanos del otro pueblo, del verdadero y mayoritario, del
que empezaba a conformar una cultura cotidiana, la cual interactuaba por medio
de una red de comunicaciones sociales. Si las características del período son
retardatarias del proceso de integración nacional, la época coadyuva al desarrollo
del proceso ideológico de formación de una conciencia del indefinido sentimiento
del criollo. Si miramos la sociedad de la época, sólo resalta su profunda división;
pero si vamos a su dinámica interna, en ella se están conformando los elementos
sociales y culturales que le servirán de enterradores. Sobre las cenizas de la
sociedad esclavista, el pueblo cubano surgirá con fuerzas; de las entrañas del
monstruo emergerá la radiante estrella solitaria.
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de ellos he hecho en otros escritos. Sólo indicaré que esas obras históricas
responden a la conciencia de la necesidad del criollo de reconocer sus raíces o,
dicho de otra forma, a la conciencia de una evolución que permitía definir el hecho
de la existencia de un pueblo “que era diferente”, porque había tenido un
escenario común a la colectividad que lo compone y que había creado su propia
sociedad. Sin embargo, existía una diferencia notable entre la obra de Morell y la
de Arrate. Este último veía esa historia como la de la oligarquía habanera; el
primero como la del pueblo humilde. Siempre me ha parecido “misteriosa” –
sospechosa – la forma en que se “perdió” la parte final de la obra de Morell. No
creo casual que sea justamente la del siglo XVIII, la etapa que Morell vivió. El
obispo había participado en los más importantes conflictos sociales y políticos del
período: la sublevación de los vegueros en La Habana, la de cobreros en Oriente,
la defensa de Santiago de Cuba contra los ingleses y la toma de La Habana por
los “casacas rojas”. Si se tienen en cuenta las opiniones de Morell en otros
escritos sobre estos acontecimientos, puede pensarse que pudo ser la parte
desaparecida la más crítica hacia la oligarquía, el poder colonial y, en general,
hacia la falta de adecentación de la sociedad. El libro de Arrate es todo lo
contrario. Exalta la brillantez de La Habana, la tercera ciudad del Nuevo Mundo, y
de la oligarquía habanera y sus grandes hombres. Desde entonces hubo dos
modos de ver la historia de Cuba, dos conceptos de pueblo y dos aspiraciones
diferentes sobre el destino del país: la de la oligarquía y la del resto del país.
60
electivo implicaba la creación consciente tanto de una ciencia como de una
conciencia cubanas. Lo metafísico no tenía espacio. Su terreno lo ocupaba
victoriosa y potente la teología: la fe para las cosas divinas y la filosofía o la Razón
para entender la naturaleza física y social cubana.
En el proceso de reajuste social, económico e ideológico, la Razón no sólo sirvió
para sentar las bases de la conciencia patriótica sino, también, para hacer más
racional la explotación de esclavos, campesinos y trabajadores, al introducir el
cálculo económico moderno.
En otro aspecto, la Ilustración Reformista Cubana produjo una ruptura con las
concepciones de la sociedad criolla anterior. El uso de la Razón le posibilitó
superar el lenguaje mítico – religioso de la Escolástica e introducir toda una
concepción laica – en lo que respecta a la sociedad y a la cultura – y, a la vez,
abrir el campo a los métodos experimentales y a las nuevas ciencias en el estudio
de la naturaleza física cubana. En realidad, es sólo el inicio. La concepción de la
sociedad laica irá ganando terreno a todo lo largo y ancho del XIX. En otro sentido,
la visión laica despojará del pesado ropaje medieval a la sociedad cubana en
evolución.
61
Continuidad y ruptura marcan el camino de la cubanidad, y en la compleja
interacción de los procesos estructurales, las coyunturas y el acontecimiento
fugaz, se forjan sus rasgos más específicos. Si una idea ha estado en el fondo de
esta serie de artículos, ha sido dirigir la búsqueda hacia el fondo estructural que
determina, a través de los diversos períodos, el trayecto histórico de lo cubano y la
configuración de sus perfiles económicos, sociales y culturales. Los tres primeros
siglos, es un escabroso proceso de formación de la sociedad criolla, originaron
estructuras funcionales dentro y para la hispanidad, en que la diferenciación de los
criollo ocurre como singularidad que no rompe la coherencia del universo
ideológico del imperio. La irrupción de la plantación y, más allá de lo económico,
el surgimiento de una sociedad que gira socioculturalmente en torno a la
institución esclavista, desvirtúa y desfigura los valores esenciales del criollismo, en
muchos casos simplemente los liquida, pero no logra borrar por completo su
huella. Si hablamos de cubanidad, en ella está su sedimento más antiguo. La
sociedad esclavista se alimentó de él y luego, caprichosamente, nos propuso
olvidarlo. Por desgracia, muchas veces economistas, historiadores y políticos le
han prestado oídos. Pero, sin dudas, la sociedad esclavista con sus violentos
procesos de estructuración, también dejó una impronta impresionante en todo el
curso posterior de la historia de Cuba, cuya tercera etapa centrará la atención de
estas páginas.
La evolución de la sociedad cubana en las seis últimas décadas del siglo XIX
constituye uno de los procesos de mayor complejidad para entender la nueva
calidad que adquiere la formación de la cubanidad. Este tercer período, que llamo
el de transformación de la sociedad esclavista a la sociedad cubana capitalista y
dependiente, y que comprende de 1840 a 1929, no siempre se ha visto como un
proceso orgánico en el cual, los factores de transformaciones económicas,
sociales y culturales conforman un conjunto que no sólo tiene su expresión política
en la creación del estado nacional, sino también en la formación de la sociedad
nacional. Este último proceso deviene en extremo complicado y las resultantes
finales escaparon a la intencionalidad de sus actores. Pero, de un modo u otro, el
resultado será la sociedad real del siglo XX cubano. Por ello, en esta parte del
trabajo sólo trataré de señalar, en grandes rasgos, lo que me parece determinante
en ese proceso.
62
mercados consumidores. Otras producciones como el café y las maderas tienden
a decaer y a tener un peso menor en el volumen total de las exportaciones. El
tabaco, a pesar de mantener mercados importantes e incluso ampliarlos, no
alcanza a ocupar primeros planos en el conjunto de las exportaciones de la Isla.
El producto irá llevando al país a lo que constituirían los dos rasgos fundamentales
de su economía durante el siglo XX: la monoproducción azucarera destinada a un
solo mercado; en este caso, Estados Unidos.
Al interior del país, los efectos fueron relevantes. La actividad económica de los
pequeños y medianos productores azucareros, ante la pujanza de la nueva
competencia, sufre un proceso acelerado de deterioro, que termina con frecuencia
en la ruina. Sólo los grandes capitales pueden adquirir nuevas tecnologías
capaces de abaratar y hacer más eficientes las producciones. Esta es la época del
surgimiento de las grandes firmas azucareras, sociedades anónimas, casas de
crédito, bancos. Todo ello asociado a un gran movimiento especulativo que
permite, por una parte, la creación de nuevas y modernas unidades industriales
azucareras – el central – y, por otra, la unión de fuertes capitales que incrementan
la competitividad de este tipo de producción azucarera a partir de la caña; proceso
que se constata en el número total de ingenios de finales del siglo XIX, como
puede comprobarse en la siguiente tabla:
Aquí hago una observación que estimo sumamente significativa acerca del
movimiento independentista en su primera fase: figuras como Carlos Manuel de
Céspedes o Francisco Vicente Aguilera forman parte de esa mayoría de
propietarios azucareros y terratenientes que, para la década del 60, habían
perdido toda posibilidad de incorporarse con éxito a la competencia en los
mercados azucareros, por lo cual estaban en franco proceso de ruina, mientras la
fuerte y naciente gran oligarquía azucarera había aprovechado la crisis económica
y de mercado para adquirir tierras, esclavos y tecnologías con las cuales mejorar
sus condiciones de producción. Un ejemplo humano: mientras Francisco Vicente
Aguilera, el reputado mayor propietario de tierras (la mayoría vírgenes), recorría
las calles de Nueva York en pleno invierno con los zapatos rotos, Miguel Aldama
vivía en una lujosa casa de las más importantes avenidas neoyorquinas. En este
sentido hay que leer las incontables quejas de un gran número de antiguos
propietarios, acerca de la pérdida de sus propiedades y el lamentable estado
económico en que se hallaban, a pesar de atribuírselas a otras causas, como el
embargo de bienes en la primera guerra de independencia, o como consecuencia
63
de la propia actividad militar. La propia lógica del capitalismo, que disolvía las
relaciones esclavistas para reestructurar el sistema, implicaba la concentración de
la propiedad y de la producción en un número reducido de individuos y familias
cada vez más ricas. Las quejas de los arruinados sólo constituye el opaco eco de
un sector fuertemente arraigado en el pasado pero arruinado en la carrera
capitalista. Sus arrebatos en el lenguaje, Rafael Montoro, por ejemplo, no puede
identificarse con el proceso de formación de la sociedad cubana, sino con la
expresión de lo que desaparece. La literatura nostálgica del mundo del pasado, los
vivos y bellos recuerdos de la época esclavista, conforman la literatura de “lo que
el viento se llevó”.
64
capacidad comercial de cada una de ellas. Entre mediados del siglo XVIII y
mediados del XIX, el alud azucarero había logrado conquistar las tierras
principalmente del occidente y centro de la isla – excluida gran parte de Pinar del
Río y la parte oriental de Las Villas - ; salvo algunos pequeños partidos de
Camagüey, como el de Caonao, o zonas de Santiago de Cuba y Guantánamo,
parte de la zona central y oriental de la Isla no habían sido aún colonizadas para la
producción exportadora y el gran consumo interno. El 90% de la producción
azucarera estaba en el centro – occidente; por ello, también concentraba el grueso
de la esclavitud. Pero la perspectiva económica no sólo era sostener esas
producciones, sino también incorporar las amplias regiones de Camagüey y
Oriente a este proceso. De esta forma, el problema de la fuerza de trabajo para
una colonización efectiva de estas regiones, se convertía en la alternativa de
aumentar las riquezas producidas por el país con la incorporación de una nueva y
creciente fuerza de trabajo o la involución necesaria producto del no desarrollo de
las perspectivas regionales y el agotamiento de las variantes utilizadas hasta ese
momento. Entonces, la gran pregunta era ¿cómo resolver el poblamiento de las
nuevas regiones?
Entre las décadas del 40 y del 60 se implementaron varias vías en busca de esta
solución. Yucatecos, chinos, fueron traídos a la Isla por vías fraudulentas. Sin
embargo, había otra que resultó la más sostenida y la que resolvió gran parte del
problema. Menos destacada en nuestra historiografía, las inmigraciones canaria,
asturiana, gallega, andaluza y catalana vinieron a dar respuesta a la interrogante.
Los canarios se introdujeron por medio de contratos, en familia y en condición de
colonos, para ubicarlos en zonas de Pinar del Río y Las Villas, en lo fundamental
con el objetivo de crear un campesinado que tuviese la característica de ser
blanco. Los gallegos corrieron una suerte más triste. Hombres que reunían los
mismos requisitos que los canarios, se introdujeron en la Isla a través de una
amplia, estable y creciente red creada entre España y Cuba para emplearlos en lo
esencial como braceros en el desmonte de amplias zonas, para el corte de caña y
para otras labores de dura realización.
65
En cierto modo, la sociedad esclavista había penetrado tanto en la sociedad
cubana, que la desaparición de las estructuras económicas esclavistas no
implicaba, con todo, la desaparición de factores sociales, psicológicos y, sobre
todo, en las mentalidades colectivas de sectores y grupos sociales. No siempre
los más fuertes antiesclavistas o antitratistas lo eran por razones humanitarias. En
realidad, su argumento más recurrente estaba en el rechazo del negro y en la idea
obsesiva, ya señalada por Arango y Parreño y José Antonio Saco de blanquear la
Isla “hasta borrar el recuerdo de la esclavitud”. Muchas veces, el antiesclavismo
también era profundamente racista. Para este sector y la oligarquía, la extinción de
la esclavitud también constituía el proceso de marginación social del negro y, de
ser posible su reducción al mínimo dentro del conjunto de la población. Por estas
razones, junto al proceso jurídico que declaraba al negro libre – es decir, la
eliminación legal de la frontera racial— se desarrolla un amplio proceso de
segregación de este sector, sometido ahora a la discriminación y a los prejuicios
sociales más que a una marginación de tipo jurídico. En otro orden de cosas,
sobre todo a partir de 1878, se le da un amplio espacio a la creación de la
sociedad civil: es la época del surgimiento de los partidos políticos, de una prensa
con definidas tendencias políticas y culturales, sociedades fraternales, de recreo o
profesionales, liceos, etc. Mas, la característica esencial de todo este proceso
resulta la conservación de las diferencias y la rígida separación de los diversos
componentes sociales.
Los grandes centros que se crean en la época no son más que las asociaciones
de españoles según su origen. Así surgen el Centro Gallego, el Asturiano, el
Vasco, el de Dependientes... Estos constituyen, a su vez, verdaderos núcleos
culturales que preservan el idioma, la cultura a través de escuelas, lugares de
recreación y actividades culturales de sus regiones. Estos centros poseen, a su
vez, quintas u hospitales para atender a los naturales de su región o a sus
descendientes. Se llega incluso a pagar sumas enormes en la construcción
competitiva de los panteones en los cementerios.
Los criollos blancos de las capas medias tienden a asociarse en los liceos y en las
organizaciones profesionales. Una amplia gama de sociedades de recreo y cultura
surge para agrupar los oficios, aunque en este sentido también se destaca mucho
la agrupación desde una óptica racial. Quizá sea esta la etapa, durante el siglo
XIX, en la cual se desarrolla con más fuerzas una organización social basada en la
existencia de los grupos artesanales y profesionales.
66
Santiago, Cienfuegos, Matanzas, grandes puertos y a la vez grandes
reformadoras de la vida cotidiana, reciben influencias de los más variados lugares
del mundo. Su comercio se especializa por países: las grandes telas catalanas, la
joyería y dulcería francesas, la maquinaria norteamericana, la presencia de
alemanes o ingleses en otros renglones, les dan cierta universalidad a las
ciudades. En todas hay importantes librerías donde pueden adquirirse los libros
más cotizados de entonces: Alejandro Dumas, Lamartine, Chateaubriand, Víctor
Hugo, Sir Walter Scott o Gustavo Adolfo Becker, ocupan espacios junto a los
grandes clásicos españoles, Cervantes, Calderón, Lope de Vega. Pero lo más
significativo está en que junto a esa universalidad tienen una fuerte presencia,
como nunca antes en la historia de Cuba, los autores de la Isla. Un monumental
diccionario enciclopédico de la masonería, de Lorenzo Frau Abinés, se publica en
1881, como no pudo hacerse en España; el libro de los ingenios de Justo J.
Cantero es una preciosa joya ilustrada en colores que sigue siendo un referente
obligado para toda visión del mundo azucarero del siglo XIX; José F. Sierra
publica por primera vez un libro completo titulado Floricultura Cubana y José María
de la Torre esas bellas páginas que conformaran su libro Lo que fuimos y lo que
somos o La Habana antigua y moderna. Las revistas y folletos contribuyen a un
conocimiento y a un debate sobre el país, sus gentes y a sus problemas. Por lo
general no son ingenuos los escritores, que saben qué quieren y qué defienden.
Muchos presionan en una dirección intencionada en cuanto a la interpretación de
la sociedad cubana, y, digámoslo sin tapujos, pretenden fundamentar la sociedad
dividida en estamentos y la superioridad de algunos de ellos sobre otros. En
realidad, cultura, pensamiento, están asociados íntimamente con una evolución
que ha ocurrido en la segunda mitad del siglo XIX y que produce relevantes
modificaciones, por un lado, en la recepción del pensamiento y, por otro, en la
transformación del pensamiento interno. Quizás, el sello más notable y el que
aglutina los demás referentes teóricos, lo constituye el liberalismo que, después de
la larga experiencia del siglo XIX, adquiere una organicidad interna en esta época.
67
espiritualidad, un ritmo diferente, que, aunque les debe a África y España, y a la
contradanza francesa sus orígenes remotos, ya no es ninguno de ellos; constituye
la expresión espiritual de una nueva cultura. No nace de la intención de los
intelectuales que tratan de descubrir su verdad en el libro europeo; no nace
tampoco del barracón aislado, nace del bullicio de las calles y del secreto de los
patios y traspatios de los barrios. Es la ciudad la hacedora de la nueva cultura; la
música, su expresión más genuina y auténtica. No intenta explicar ni explicarse,
sólo intenta expresarse. Y, gracias al aprendizaje de siglos, sabe guardar sus
secretos para dejar al extraño la extraña sensación de lo exótico. Pero también es
burla, una seguridad interna en lo propio de la cultura naciente, con el sustento de
siglos. Deviene una cosmovisión cuyos signos y símbolos sólo son interpretables
para quien se entrega y es aceptado, porque ya forma parte de esa cultura.
En el estudio de las culturas europeas, desde el siglo pasado se impuso toda una
concepción de cómo se producen los procesos de formación nacional. De más
está decir que este esquema, en estricto rigor, ni siquiera resulta aplicable a toda
Europa. En realidad, responde a un proceso ideal que sólo fue real en el caso
francés y, en cierta medida, en el inglés. Ni Alemania, ni Italia, ni España, pasaron
por procesos de integración nacional como el que refiere el esquema tradicional.
Resulta, pues, que ese modelo sería extremadamente difícil de imponer a la
evolución de la sociedad cubana. Estamos ante la situación de que un momento
clave en la formación orgánica de la cubanidad y, con ella, sus elementos
expresivos – nación, cultura, patria – sucede dentro de un contexto histórico, tanto
universal como singular, muy diferente al que produjo los procesos de formación
de las culturas occidentales. La constitución jurídica del Estado nacional en Cuba
se da con el inicio del siglo XX, justamente en el momento de la lucha entre
imperios por el reparto, no sólo económico sino cultural del mundo. La Guerra
Hispano – Cubano – Americana fue la impronta imperial del norte que, junto a la
Guerra Ruso – Japonesa de 1905, desplazó a Europa del centro de la evolución
capitalista. Cuba accede a la independencia ficticia allí donde, junto a la
imposición económica, está la imposición cultural. Pero más al fondo, lo grave del
problema estriba en que ello acontece cuando el proceso de delimitación y
conformación de lo cubano empezaba a cristalizar.
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evolución cubana pone a la cubanidad en formación en una disyuntiva creadora
que resulta en sí un campo de tensión colocado fuera de las normas que, tanto
para Europa como para América, se habían planteado.
Pero el punto de partida de todo análisis que permita captar la esencia del
problema, no está en las expresiones políticas, sino en el fondo mucho más
profundo de la evolución en sí del pueblo cubano en esta etapa. No siempre, y
exceptúo la excepcional figura de José Martí, la expresión política pudo captar y
expresar toda la profundidad del conflicto y de las aspiraciones que estaban en las
bases populares. Si bien el proceso de disolución de la esclavitud significó la
eliminación de cierto obstáculo a la creación de una sociedad, aunque piramidal,
que considera jurídicamente a sus ciudadanos iguales, la característica de la
sociedad establecida, y en esto no se diferencia de otras del capitalismo de su
época, estableció una rígida compartimentación social. La sociedad civil no hizo
más que sustituir las estructuras jurídicas por las invisibles divisiones sociales.
Los mecanismos económicos contribuyeron, esencialmente en los campos, a
69
crear una especie de semiesclavitud económica que puede estimarse en la línea
divisoria entre la esclavitud directa y la esclavitud indirecta del proletariado. Un
ejemplo típico de ella fue el pago en fichas de los ingenios y no en dinero a los
trabajadores supuestamente libres. Este campo de tensión se reflejará en la
cultura popular a través de expresiones que no siempre están recogidas por
consistir fórmulas rechazadas por la supuesta cultura élite.
70
fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines,
fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas”.
En otro sentido, Don Fernando Ortiz dio quizás una de las más manejadas
definiciones de la cubanidad. La cubanidad es la calidad de lo cubano; lo cubano
es un ajiaco. En realidad, para cocer el ajiaco hace falta el fuego; la pasión de
Prometeo. Pero esa pasión no solo puede cocinar el ajiaco, sino algo más
esencial: en lugar de una simple mezcla de elementos, crear en una combinación
nueva una calidad nueva; es decir, una cultura nueva. Para mí, lo esencial de la
definición de cubanidad es el resultado de fases y etapas diversas en la formación
de un pueblo. Ese fondo profundo que condiciona actitudes, aspiraciones,
sentimientos, modos de ser y de vivir, y, sobre todo, esa compleja amalgama que
conforma lo más profundo de la mentalidad cubana. Profana, libérrima, alegre,
fuerte y siempre situada en el límite de todos los límites. En la necesidad de ser y
en la obligación de buscar su deber ser, porque de lo contrario sería su no ser.
José de la Luz y Caballero, de modo magistral en el uso del verbo ser, definió esa
sensación que perennemente han tenido todas las generaciones de cubanos:
“todo es en mí fue, en mi patria será”. Por ello he definido la cubanidad como la
pasión de lo posible, como la búsqueda constante del deber ser de una sociedad
que nunca logra estar conforme consigo misma y que siempre se mueve con los
latidos constantes del peligro.
71