Eduardo Torres en Busca de La Cubanidad

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PENSAR EL TIEMPO: EN BUSCA DE LA CUBANIDAD

Eduardo Torres-Cuevas

LAS TRAMPAS QUE HAY QUE EVITAR

Hace algunos años, después de una conferencia que impartí sobre el origen del
pueblo y la nación cubanos, alguien del público me preguntó por qué parecía una
obsesión entre los historiadores cubanos el tema de la nación; por que nos
preocupaba tanto el concepto de cubanidad, cuando él no había visto que los
franceses o los alemanes siquiera tuviesen un concepto parecido a este último.
Confieso que la pregunta me hizo meditar. Entonces le respondí lo que creo
sustancial para definir el problema que aquí quiero abordar: Cada país, cada
pueblo tiene prioridades que no necesariamente coinciden. En realidad he visto
orientaciones muy diversas entre la preocupación de los historiadores
norteamericanos, la de los franceses, la de los españoles o la de los alemanes.
Hay necesidades que se convierten en problemáticas priorizadas en cada
historiografía nacional; creo que en el caso de Cuba, siempre colocada al borde
del desarreglo, existe una necesidad vital de autodefinición y autocomprensión.

El hecho de confesar lo que constituye un problema de importancia crucial, no solo


para definir las orientaciones de nuestra historiografía, sino para el análisis de las
características propias de nuestra sociedad, no resulta suficiente. No es casual, ni
fue motivado por ninguna etapa específica de nuestra historia, este interés por
entender lo cubano. Existía un hecho cierto y a simple vista comprobable. Lo
cubano, la cubanidad y la cubanía se expresaban de forma claramente diferencia
a las manifestaciones propias de otros países. Si no se ha podido lograr una
definición precisa, ello es más bien una insuficiencia cognoscitiva que no puede
llevar a la negación de la existencia de lo cubano. Por tanto, deviene una
exigencia para la subsistencia la necesidad de trabajar esta ausencia para
comprendernos a nosotros mismos; de estudiar nuestro proceso de formación
para entender quiénes somos. Hay que comprender y reconocer que, pese a
todos los intentos, aún no se han logrado los niveles de profundización y precisión
que el tema requiere. Pienso que cuatro elementos han contribuido
peligrosamente a la creación de un laberinto, que poco ha ayudado a entender la
formación y caracterización de la cubanidad. El primero es cierto nominalismo
categorial que se atreve a partir de las palabras, cargadas y recargas
conceptualmente, a definir una realidad que no estudia factualmente. El segundo,
quizás con cierta carga de complejo de inferioridad, ha asumido la definición a
partir de esquemas teóricos que nada tienen que ver con la historia y con los
procesos reales ocurridos en la formación de nuestro pueblo. Y no puede culparse
a los autores de teorías universales de los desatinos de sus seguidores. No fue lo
mismo Santo Tomás de Aquino que los escolásticos tomistas; ni Augusto Comte
que los positivistas que nunca lo leyeron; ni los profundos análisis de Marx que los
marxistas vulgares: Tercero, existe una rara tendencia a solo considerar obras
“valiosas” para el conocimiento de la historia de Cuba, aquellas que están
avaladas por su antigüedad y el renombre de sus autores ya muertos. Pongo un

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ejemplo: el Manual de Historia de Cuba de Ramiro Guerra, editado y reeditado en
múltiples ocasiones en nuestro país, ya ha cumplido los 55 años de haberse
escrito. Su autor, uno de nuestros grandes historiadores, a quienes todos le
debemos el homenaje de respeto por haber sido uno de nuestros grandes
maestros, escribió su obra desde una perspectiva nacionalista y liberal; el
conocimiento de la escuela historiográfica anglosajona caracterizó su método.
Asombrosamente, muchos de quienes quieren debatir sobre nuestra historia
siguen retornando a él. Considero que ha llegado el momento de confesar con
honradez que la información contenida en la obra de Guerra apenas si llegaría a
un 5% de la que hoy puede poseer cualquier historiador. Por otra parte, nunca he
creído que la historia marxista de Cuba pueda ser resultado “de una inversión” de
la concepción liberal de Guerra. Autores como él seguirán siendo monumentos
para la comprensión de nuestra historia, pero no suficientes para hacer una lectura
profunda de ella. Si Ramiro Guerra hubiese leído la Historia de la isla de Cuba de
Jacobo de la Pezuela con ese criterio jamás hubiese intentado escribir la suya.
Cada época necesita releer la historia y, a partir de nuevas experiencias,
reescribirla. Mi cuarta observación es la no menos peligrosa tendencia a debatir la
historia, a trazar una visión generalizadora de ésta, sin la presencia de los
historiadores. Resulta verdaderamente contradictorio ver debatir a los literatos o
filósofos acerca de los problemas más importantes del devenir cubano sin la más
mínima mención de los elementos sustanciales que explican la historia. No es ya
sólo el debate de las ideas por las ideas mismas sino aún más grave, el debate de
la historia sin historia; es decir, discutir problemas históricos sin siquiera
molestarse en leer los resultados de las investigaciones publicados en numerosos
libros y revistas por los historiadores. Esa actitud crea cierta autoridad, a partir de
esquemas “ideales” surgidos a veces de lecturas apresuradas de fuentes literarias
o secundarias de la historia de Cuba y, a la vez, defendiendo un esquema teórico
que no ha salido del conocimiento del material factual que explica realmente lo
acontecido. No niego que casi como un absurdo se han presentado dos bandos
contrapuestos en estos intentos de reconocer nuestra historia. Lo interesante
consiste en que no eran nada originales. Le Roy Ladurie, al contemplar una
polémica semejante en Francia catalogó a uno de los bandos como el de los
“paracaidistas”, o sea, aquellos que lanzándose desde lo alto del cielo querían
definirlo todo sin poder precisar los contornos de nada; a los del otro bando, los
llamó “las avestruces”, porque miraban tanto al detalle que olvidaban todo el
contexto. De este modo, no resulta difícil entender que no hay comprensión de los
procesos históricos a partir de cualquiera de las dos posiciones: ni de la
generalización abstracta y totalizadora que desconoce los procesos particulares, ni
del estudio de casos tan particulares que no permiten una generalización. El
trabajo del historiador es paciente, detallado, recomponiendo una realidad pieza a
pieza, para luego poder definir el conjunto. La historia, así como cualquier análisis
de una obra, un hombre o una sociedad, es entendible si se tiene en cuenta no
sólo el texto sino el contexto; y éste no se comprende con simples manuales
secundarios.

Junto a la misión de alcanzar un mayor desarrollo de la ciencia histórica sobre la


base del conocimiento de los métodos, teorías y resultados de la historiografía

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universal, asumidos y decantados en función de nuestras necesidades reales y no
inventadas, se hace también imprescindible lograr nuestra definitiva emancipación
intelectual. No resulta posible hacer cultura sin una verdadera cultura histórica y
un verdadero conocimiento de los componentes nacionales; no es posible
entender un proceso tan singular como el nuestro con simples citas de Hegel o de
la escuela de Francfort – método que, por demás, no es otro que el de la vieja
Escolástica - , como antes se hizo con Marx. Ni se es hegeliano ni se es marxista
por llenar la plana de citas inconexas y extraídas de contexto. El investigador se
apropia del método para penetrar la realidad específica que necesita conocer. No
hay duda que es mucho más cómodo citar que comprender y aplicar el método.
Es triste ver el exceso de citas de múltiples autores desconocedores de la realidad
nacional para explicarla y encontrar, al mismo tiempo, la ausencia total de
nombres, como Arango y Parreño, Félix Varela, José Antonio Saco, José de la Luz
y Caballero, Vicente Antonio de Castro, José Martí, Enrique José Varona, Manuel
Sanguily, Medardo Vitier, Fernando Ortiz, Emilio Roig, entre otros muchos. Sigue
siendo lamentable el ver en numerosos trabajos la utilización “de las citas de
autoridad” o de tesis tomadas de libros procedentes de contextos muy diferentes.
Aunque cierta modalidad ni siquiera se molesta en atribuirles la paternidad del
esquema a sus progenitores, quizás para presentarse ante los desconocedores
como verdaderos creadores. Las ciencias no pueden avanzar en el conocimiento
de su objeto de estudio dando por sentado que estas “autoridades” intelectuales
tienen la respuesta a nuestros problemas particulares. Necesitamos cada vez más
conocer para aprender; conocer la producción universal para sentar las bases de
nuestra producción nacional. Valdría la pena aquí reproducir aquel famoso lema
del templo griego: “Conócete a ti mismo”. Hay que reconocer que los tiempos han
demostrado que resulta poco efectiva la sugerencia griega, porque lo más
generalizado es que todo el mundo considere que, como “la razón está tan bien
repartida”, siempre se está seguro de poseer el conocimiento suficiente sobre la
propia cultura. El conocimiento es en realidad la constatación del
desconocimiento. Por cada paso que se da se abren nuevas perspectivas y
nuevos problemas; por cada solución aparecen nuevas interrogantes. Aunque
pueda dársele el título de premoderna, la actitud de modestia en las ciencias y aún
más en las sociales, deviene la única verdaderamente sensata y honesta, no sólo
por una posición ética, sino también, como modo de ayudar al propio proceso
cognoscitivo.

Resulta curioso que entre nosotros hayan surgido corrientes que preconizan el
abandono de la historia y del tiempo, justamente, cuando en otras partes no solo
se solidifican estos estudios, sino que, además sobre ellos se sostienen las viejas
utopías. Los norteamericanos siguen implementando, en su política, la aspiración
al logro de lo que han llamado el “sueño americano”. Por ello, y porque el toro hay
que cogerlo por los cuernos, en este trabajo* sólo quiero llamar a una reflexión
acerca de las características del proceso de formación nacional cubano. Para ello
nos son necesarias algunas precisiones iniciales. Hacia 1959, las ciencias sociales
cubanas habían avanzado sustancialmente en la dirección de reunir el material

*
Este artículo tiene tres partes, las cuales continuarán publicándose en los siguientes números (N. de los E).

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factual y en su producción interpretativa que nos aproximaba a la comprensión de
este proceso. Las obras de Fernando Ortiz, Ramiro Guerra, Emilio Roig, entre
otros, desde métodos y concepciones del trabajo historiográfico diferentes, pero
en gran medida complementarios permitieron a las generaciones iniciadas en
estos estudios un buen punto de partida. Como en toda ciencia, la conquista de
ese territorio de conocimientos lo que nos legaban era más una incitación al
estudio, que fórmulas e ideas acabadas. Desgraciadamente, en no pocos casos
la vulgarización terminó por desfigurar algunos de los resultados y objetivos de
estos padres fundadores de los estudios históricos cubanos. Un fuerte empeño
intelectual tomó vida con la Revolución Cubana, multiplicándose las áreas de
trabajo, los estudios específicos y haciendo más activa la discusión teórica y
metodológica. Quizás nos han faltado los trabajos de síntesis más abarcadores,
pero ello es justificable por la necesidad de resolver antes innumerables
problemas para una nueva y profunda historia de Cuba.

El proceso de formación de la nación cubana no puede comenzarse a estudiar a


partir de una definición conceptual ni de los elementos de superficie que presenta
la historia. Se trata de todo lo contrario; es decir, de penetrar en las honduras del
proceso real que, a través de los siglos, ha dado como resultante esa realidad
cambiante e inacabada que constituye la cubanidad. Pero una nación adquiere
sus perfiles propios sólo a partir de las características del pueblo que la compone.
Es, por ende, a través de la comprensión de las distintas etapas por las que
atraviesa la formación del pueblo cubano podemos entender este proceso. Eludo,
por ende, intentar analizar este proceso a partir de una discusión puramente
conceptual. Mi punto de partida: los documentos, monumentos, libros antiguos y
testimonios que permiten encontrar categorías, ideas y explicaciones: dicho de
otro modo, no voy del significado al significante, sino a la inversa. Mi concepción;
antes de estudiar el proceso de formación de la nación es necesario el estudio del
proceso de formación del pueblo. Aclaro que estamos antes una dinámica que aún
hoy no puede contemplarse como concluida.

Primera etapa: el proceso de acriollamiento

Desde los primeros pasos en busca de los orígenes del pueblo cubano, se nos
presenta la imposibilidad de reducirlo a los esquemas y conceptos clásicos. Este
no se formó siguiendo la evolución lineal de una etnia y su cultura. Contra todo
modelo, no resultó el producto del tránsito de determinado gens, a la tribu, al
pueblo y a la nación. Por el contrario, es el resultado de la presencia en un mismo
territorio de etnias y culturas provenientes de diversos continentes que, cambiando
aquí sus rasgos primigenios e interactuando entre sí, se integran en un nuevo
complejo etno – cultural. Lo determinante en la configuración de este nuevo
complejo son las condicionantes que el medio social y natural les impone. Desde
el siglo XVI, los europeos vinculados al proceso americano intentaron definir tan
complicado fenómeno. Surgió así el término de criollo.

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Este concepto ya aparece en los documentos americanos hacia la segunda mitad
del siglo XVI. El inca Garcilaso escribió en 1609: “Es nombre que lo inventaron los
negros y así lo demuestra la obra. Quiere decir entre ellos negros nacidos en
indias; inventáronlo para diferenciar los que van de acá, nacidos en Guinea, de los
que nacen allá (...) Los españoles, por la semejanza, han introducido este nombre
en su lengua para nombrar a los nacidos allá. De manera que al español y al
guineo, nacidos allá, les llaman criollos y criollas.1

Esta definición resulta determinante. En realidad, el concepto de criollo fue creado


por los portugueses y significaban “el pollo criado en casa”, para diferenciarlo del
otro, del que viene desde fuera. Lo más notable es que constituye ya un concepto
diferenciador que tuvo desde sus orígenes americanos la característica de señalar
no solo una distinción entre los nacidos en América y los nacidos en otras partes
del mundo, sino que además implicó un planteamiento de fondo acerca de los
rasgos específicos de este nuevo arquetipo social. Un escritor del siglo XVI, Lope
de Velasco, ya introduce elementos valorativos del criollo que van más allá de la
simple expresión de la diferencia del lugar de nacimiento: “Los españoles que
pasan a aquellas partes y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y
el temperamento de las regiones aún no dejan de recibir alguna diferencia en el
color y calidad de sus personajes; pero los que nacen de ellos, que llaman criollos;
y en todo son tenidos y habidos por españoles conocidamente salen ya
diferenciados en la color y el tamaño (...) Y no solamente en las calidades
corporales se mudan, pero en las del ánimo suelen seguir las del cuerpo y
mudando él, se alteran también” (sic).2

Llamaré al proceso que define esta primera etapa con el término de


acriollamiento. El mismo es de una complejidad y riqueza de matices tales, que no
sólo tiene un sentido diferenciador con lo de afuera, sino que también es un
término integrador. Si pensamos en la España imperial de los siglos XVI y XVII,
habría que señalar como su característica más notable el constituir una unidad
dinástica, pero no una formación nacional. Con justo título los reyes hispanos no
pocas veces firmaban como Reyes de las Españas. Catalanes, castellanos,
vascos, aragoneses, navarros, andaluces, otros, conformaban una heterogeneidad
que mantenía culturas, idiomas, tradiciones, hábitos, aduanas y economías
diversas no integradas. No puede olvidarse que justamente en tiempos de los
Reyes Católicos – los tiempos del descubrimiento de América- Antonio de Nebrija
llevó a cabo la extraordinaria tarea, nunca antes efectuada, de escribir una
gramática castellana y quien, en sus primeras páginas, afirma que “las lenguas
son compañeras de los imperios”. Lo español adquirió su verdadero sentido y
dimensión en América. Aquí dejaron de ser gallegos o castellanos, catalanes o
andaluces, para ser definidos como españoles.

Un proceso semejante se opera con el negro. Por no poseer España factorías en


las cosas africanas, los esclavos traídos a Cuba procedían de las más variadas
zonas del África subsahariana. Culturas diversas con tradiciones, lenguas,
1
Nuestra común historia, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, p.1.
2
Ibídem. p.2.

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religiones y economías diferentes fueron volcadas en la isla. Una vez en nuestro
territorio, sus miembros dejabas de ser identificados como congos, yorubas, o
lucumíes para ser definidos sólo por el nombre genérico de negros. Surgía así
una nueva identificación entre estas etnias hasta entonces no pocas veces rivales.

Ya desde la segunda mitad del siglo XVI, aparece en los documentos cubanos,
como puede observarse en la colección de protocolos publicada por María Teresa
de Rojas, el concepto de criollo. Resulta importante destacar dos elementos en
este análisis. El primero es que este concepto no tiene ninguna connotación
racial. Lo mismo se usa para el negro esclavo o libre nacido en la isla, que para el
hijo de europeo oriundo de la colonia antillana. No es hasta el siglo XIX cuando se
ve brotar el criollismo blanco como expresión ideológica de la burguesía
esclavista. Pero ni aun entonces dejan de utilizar el concepto para los negros
libres o esclavos nacidos en el país. Durante todos los siglos coloniales se
estableció el término bozal para el nacido en África y de criollo para el nacido en
primera generación en Cuba. La diferencia era esencial. Para el bozal, su patria
estaba en África y mantenía la memoria histórica, la cultura y su lengua de origen;
el criollo, nacido aquí y asimilado desde el principio a su medio natural y social,
desdibujaba la memoria histórica de sus padres a partir de su experiencia insular.
El criollo comenzó a tejer sus mitos, sus hábitos y sus tradiciones sobre la base de
su patria y de la interacción de la cultura de sus padres con la de sus
dominadores. Pero aún más importante, aunque casi nunca destacado, su
realidad lo llevó a la creación de sus propias representaciones que ya no tenían
nada que ver ni con las de sus padres ni con la de sus dominadores. De este
modo, se necesitó crear un nuevo concepto para definir a los nacidos en la tercera
generación, quienes no tenían ya nada que ver con sus abuelos. Tal era su
comportamiento y sus representaciones ideológicas, surgidas en su totalidad de
su realidad insular, que fueron nombrados rellollos.

Ese proceso resultaba idéntico en los españoles. Se hizo necesario, en los


primeros siglos, buscar una definición que mantuviese la unidad y, al mismo
tiempo, expresara la diferencia. A principios del siglo XVII, ya es normal ver en los
documentos la utilización de los términos “español peninsular” y “español
americano”. Dejo señalado aquí que ya en el proceso de desarrollo de la
autoconciencia cubana, en sus orígenes ambiguos y escabrosos, en la segunda
mitad del siglo XVIII, se generalizó la costumbre de suprimir el término unificador –
español – para entonces hablar sólo de “peninsulares” y “americanos”. Acerca de
este proceso, volveré más adelante. A pesar de lo tardío de esta práctica, lo
cierto es que, desde los primeros siglos, se usó también la diferenciación al definir
a unos – los de afuera – como peninsulares, mientras que a los “naturales del
país” se les llamaban criollos.

El otro elemento que tiene a confundir en la utilización del concepto de criollo, es


que, en otras partes de nuestro continente, como el indio no fue extinguido, surgió
la contraposición indio- criollo, en tanto el indio es el natural de la región y los
criollos, los descendientes de los conquistadores. Ello lleva a que, aun hoy, en un
mismo país pueda hablarse de la existencia de dos naciones: la india y la criolla.

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Esta situación lleva a la necesidad de precisar que en el caso cubano, en que se
eliminó la población aborigen y sus escasos restos totalmente asimilados, se creó
de hecho la situación, por demás definitoria de nuestro proceso, de que su
población fuese siempre el resultado del proceso de acriollamiento. Cualquier
intento de definir los orígenes y evolución del pueblo cubano no puede menos que
reconocer que éste se formó mediante un permanente proceso de migraciones
provenientes de los más diversos lugares. Pongo un ejemplo muy antiguo. A
finales del siglo XVI, cerca del 60% de la población de La Habana era de origen
portugués. El hecho fue resultado de la unión de los reinos ibéricos. Puedo poner
otros muchos ejemplos, pero los dejo para su momento específico.

Sabido es que los conceptos resultan engañosos. Y cuando tienen una carga
histórica tan antigua como el de criollo, se necesita precisar cada detalle. Este
concepto puede utilizarse, y de hecho cotidianamente se usa, para indicar objetos,
frutas, música o personas propios del país. Pero estamos obligados a un uso más
restringido cuando estamos tratando de expresar los procesos históricos y
sociales que le dan determinada connotación a éste. Por ello, el proceso de
acriollamiento – que, por otra parte, se repite con cada oleada migratoria – debe
definirse, respetando rigurosamente el proceso histórico, como la primera etapa en
la formación del pueblo cubano. Esa etapa tiene sus características.

El sincretismo acriollado no genera una autoconciencia de sí mismo, ni tampoco


logra perfilar totalmente las diferencias con el tronco hispano en que se injertan
todos los elementos etno – culturales llegados a la colonia. No hay espacio aquí
para explicar la amplitud y variedad del proceso de acriollamiento; sólo destaco
que éste es mezcla de elementos disímiles y búsqueda de afirmaciones
inconscientes. Siempre resulta relativamente fácil descomponer los ingredientes
de la sociedad criolla. Por ello, se hace imprescindible distinguir esta fase de la
que adquiere su fisonomía a partir de las últimas décadas del siglo XVIII y durante
gran parte de las últimas décadas del siglo XIX. Lo que sí resulta ya una constante
es el mestizaje cultural que, si en los primeros siglos – en los siglos del criollo –
sólo es mezcla, derivará en una nueva síntesis criolla – hispana – africana – que
dará origen a una nueva calidad: lo cubano. Esa nueva calidad hace desaparecer
los límites peculiares de las culturas originarias para expresarse como una nueva
cultura. Ésta es ya, en sus bases, mulata. Por ello, desde sus más remotos
orígenes, lo cubano no se define por una etnia, sino que se presenta irradiando
una multi- etnia multi- color, universal por su composición y por estar siempre
abierta a integrar en ella cualquier nuevo componente. Esa universalidad no
constituye una corriente de ideas, sino un hecho real que le da su singularidad a la
cubanidad. Las corrientes de ideas no solo han hecho intentar explicar y
comprender – cuando no justificar o tergiversar de acuerdo con intereses, a veces
de clases o de sectores, a veces por ignorancia – el hecho real. Pero aún más
importante es su capacidad autocreadora autóctona, porque la realidad social y
física, cambiante y permutante a través de los siglos, determina, impulsa y
desarrolla la selección, decantación, creación y recreación de lo criollo en lo y a lo
cubano. Y de ese modo de seleccionar le sirve para dar forma a sus necesidades

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sociales y naturales, lo que permite desdibujar las culturas originarias del producto
y resultado final. Lo cubano no es folclor, es mucho más, y más profundo.

La patria del criollo

No basta con decir que Cuba fue una colonia. También lo fueron Burkina Fasso y
Estados Unidos. Se necesita precisar qué tipo de colonia y, en qué sistema
colonialista quedó integrada. Este aspecto resulta de suma importancia para
prefigurar las condiciones en que se forma el criollo de la isla. El descubrimiento
de América por Cristóbal Colón se ubica en un momento específico de la
evolución no sólo de la España conquistadora, sino, también, de Europa
occidental. Reajustada la economía europea a lo largo del siglo XV, configurado
un nuevo mundo económico y social que comenzaba a ser la antítesis del milenio
cristiano, el burgués, racionalmente temerario, se lanza a garantizar los mercados
de Asia y África. Portugal, primero, y España, después, avanzan en el
establecimiento de las nuevas rutas comerciales. Pero como no dominan los ejes
formadores de los mercados europeos, quedarán en la periferia del sistema en
formación - el capitalista – desempeñándose el mismo papel que hasta entonces
habían tenido los árabes: intermediarios adelantados entre esos mercados y las
fuentes deseadas de materias primas, productos exóticos y esclavos. En este
nuevo proceso, vinculado a la conformación del capitalismo usurero mercantil
– primer tipo histórico del capital moderno – los portugueses desarrollan en las
cosas africanas el sistema de factorías. Una vez descubierta América, las
intenciones de los reyes españoles es la de reproducir el modelo portugués, a lo
cual contribuye Cristóbal Colón, gracias a su experiencia al servicio de los
monarcas lusitanos. Pero en la medida en que fueron tomando conciencia de la
inmensidad del territorio descubierto, la propia realidad los obligó a diseñar otro
tipo de colonialismo. Si la realidad les imponía este cambio, las mentalidades y la
propia tradición hispana condicionaron la solución que le dieron al problema.
Como considero que las definiciones deben partir de elemento esencial que las
define, he llamado a este nuevo tipo de colonialismo hispano de principios del
siglo XVI con el nombre de “colonialismo por vecindad”.

El fenómeno de la conquista de un espacio geográfico y a la par la intención de


convertirlo en regiones económicas, llevó a idear un sistema que tuvo por base la
fundación de las villas. La creación de una villa se hacía por medio de un acto
jurídico en el cual se creaba el ayuntamiento o cabildo local. Era una exigencia,
para dar fundación a la villa, la existencia de por lo menos 20 “vecinos”. El
concepto de vecino significaba que la persona residía en el lugar y sólo bajo esta
condición tendría derecho a poseer tierras, indios, encomendados o negros
esclavos, y gozar de la condición primaria para ser miembro del cabildo.

Este tipo de colonialismo tenía una fundamentación urbana y no campesina.


Trataba de reproducir el mundo allende al océano, pero en realidad se convirtió en
un fenómeno notablemente diferente. La villa, ubicada en un espacio geográfico,
representó también el establecimiento de un punto de irradiación para su
transformación en región económica. Al mismo tiempo, al crearse la condición de

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“vecino”, se ataba al individuo al lugar. Podría destacarse que de este tipo de
organización surgieron las oligarquías regionales, pero sería una ausencia notable
no señalar que, paralelamente, significaba la creación de lo que con el tiempo
sería la comunidad humana de esa región.

A los factores antes señalados, habría que agregar la dualidad jurídica que
siempre tuvo esta legislación casuística hispana. Las villas y su gobierno local
conformado por el ayuntamiento, gozaron, en estos primeros siglos, de cierta
autonomía, la cual, en el caso específico de Cuba, muy alejada del centro director
del imperio, se manifestó no sólo a través de un intenso comercio ilegal sino
también de la adopción de muy libérrimas costumbres. Resulta sintomático que
muchas veces, a la hora de escribir historias de Cuba, se hagan teniendo sólo en
cuenta las opiniones de los gobernantes o capitanes generales. Ésta era la otra
estructura, la que dependía verticalmente de la Corona. De los informes que estos
gobernadores, a todo lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, puede constatarse la
incapacidad sistemáticamente manifestada de poder controlar la situación en la
isla. Y no son pocas las veces en que salen a la luz los enfrentamientos entre los
representantes de la Metrópoli y los cabildos locales. Era ya la expresión de
intereses diferentes entre los habitantes de la Colonia y los de la Metrópoli. No es
hasta la primera mitad del siglo XVIII, con la entrada de los Borbones en España,
cuando se intentan destruir legal y efectivamente estas autonomías.

Los elementos antes apuntados tienen por objetivo señalar estas características
de la etapa “oscura” de nuestra historia, pero no por desconocimiento y distancia
resultan menos trascendentales para entender los rasgos peculiares del pueblo y
la nación cubanos; a) el proceso de conversión del espacio geográfico en región
económica, parte de la creación de las primeras villas que sirven de puntos de
irradiación en el proceso no sólo de conquista, sino también de establecimiento de
una comunidad permanente en la región; b) las villas gozan de autonomía tanto
respecto a la Corona como entre ellas mismas, por lo cual sus dinámicas
económicas y sociales serán diferentes según sus posibilidades comerciales, ya
sean legales o ilegales; c) el relativo aislamiento entre las villas permitió generar
culturas y mentalidades que, si bien formaban parte de la heterogeneidad del
conjunto hispano, marcaban un fuerte regionalismo; d) la condición de “vecino”,
que originalmente fue la del español que se apropió por la fuerza del territorio y
que permaneció ya definitivamente en él, deriva en el “natural” de la isla, y de
manera más específica de la región, independientemente de su origen; e) desde
principios del siglo XVII, los naturales de cada territorio lo van a denominar con el
nombre de patria.

Diferenciados los criollos de los peninsulares, y denominados como tales los


descendientes de españoles, africanos o de cualquier otro origen, se necesitó
expresar un naciente y aún no muy claro sentimiento que vinculaba a determinada
comunidad humana con el territorio donde estaba asentada. El carácter
fragmentado de la sociedad insular, que de hecho estaba compuesta por los
espacios geográficos que abarcaban las jurisdicciones de las villas dotadas de
privilegios sobre éstos e independientes entre sí, generó en ellos la visión de la

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patria local o patria – región. Este aspecto constituye un elemento vital en la
comprensión del proceso de formación nacional cubano. El concepto de patria
estaba acuñado en la legislación y en la literatura hispana para diferenciar el lugar
donde se nacía del resto del conjunto imperial. Por tanto, era un concepto – nexo
entra la comunidad y su territorio. Pero, además, no sólo constituyó la expresión
de amor al terruño, sino, más bien, la definición de las características propias de la
comunidad. La patria la distinguía, la definía y la unía. Por otra parte, el concepto
de patria – del latín patrius- significaba “la tierra de los padres”. La nación tenía,
por tanto, su sentido etimológico sólo a partir de la tercera generación, para la cual
la patria era, en realidad, la tierra de sus padres. Ello configuraba, desde el punto
de vista emocional, el amor a las raíces, la distinción de su propia personalidad;
pero el concepto no es, como en el caso de la nación o del de Estado, la expresión
racional de esa comunidad, sino sólo la expresión emocional de un sentimiento
por lo propio. Y este sentimiento es también identificación de la comunidad a
través de compartir el mismo territorio, los mismos hábitos, las mismas tradiciones,
las mismas costumbres y los mismos enemigos. Esto último resulta determinante
para la reafirmación del criollo porque puede reconocerse tal y como es cuando
encuentra al otro, su diferente. En el Caribe, donde se enfrentaba el imperio
hispano al británico, surgió, desde el siglo XVII, esa reafirmación por afirmación y
por negación.

Se hace imprescindible otra observación. Para entender el verdadero sentido que


tiene este concepto de patria, hago una aclaración que puede extenderse a otros
conceptos. En el mundo hispano, su definición le es específica; quiero decir que
en otros países europeos tuvo otras connotaciones. Algo parecido ocurre con los
conceptos de nación, país, etcétera.

Si se toman los documentos de los siglos XVI, XVII y XVIII, puede hallarse
sistemáticamente la utilización del concepto de patria local o patria – región. Para
los bayameses, su patria era la región de Bayamo; para los santiagueros, la de
Santiago, y para los habaneros, el occidente de la isla. Lo mismo ocurría con
otras regiones de la Colonia. Pongo un ejemplo: el primer cubano que, a
comienzos del siglo XVIII, llegó a la dignidad del obispo Dionisio Rezino y
Ormachea, puso en su escudo de armas tres P que quieren decir “Primer Prelado
de la Patria”. Pero a poco que se leen sus papeles, a lo que se refiere es a su
lugar de nacimiento, La Habana.

La patria del criollo, regional, volcada hacia sí misma, más emocional que racional,
que apenas ha logrado la transformación del espacio geográfico, resulta sin duda
el necesario punto de partida para entender las posteriores evoluciones de la
sociedad cubana. Tanto en lo que fueron sus raíces como en aquellos aspectos
que tuvo que reformar. Ciertamente, por desconocimiento o por comodidad, se ha
preferido debatir sólo acerca de una etapa de este proceso; la que le es propia al
siglo XIX. Pero creo necesario destacar aquí, aunque lo trataremos en otra parte,
que lo que marca sustancialmente el tránsito entre la patria del criollo y la
sociedad esclavista decimonónica, son las premisas de un capitalismo con el cual
se asocia el desarrollo de la isla. Por ello, la Razón, convertida en paradigma por

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el Siglo de las Luces, introducirá el elemento racional en este proceso. Lo muchas
veces llamado los orígenes de la nacionalidad cubana no es más que el proceso
de racionalización, de autocomprensión y autodefinición del criollo... Sólo que
también fue de creación de estructuras diferenciadoras mucho más brutales y
despiadadas.

El espejo de paciencia y la paciencia del historiador

A nuestro primer historiador, el obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Lora,
le debemos el haber rescatado el único libro de poemas de esta época de
formación y de consolidación de las patrias de los criollos. Sin embargo, este
documento, que sin lugar a duda retrata perfectamente las contradicciones de un
momento histórico y las formas de pensar de aquellos hombres, pocas veces se
ha contextualizado. Recojo aquí sólo algunos de los elementos más significativos:
Bayamo, escenario de los acontecimientos narrados en el libro en verso Espejo de
paciencia, constituye el lugar donde el comercio de contrabando tiene más
intensidad; Silvestre de Balboa, su autor, es uno de los contrabandistas de la
región; todas las autoridades locales participan en estas actividades; con
anterioridad al envío del obispo Cabezas Altamirano, se había mandado una tropa
a las órdenes de Melchor Suárez de Poago, para detener a los contrabandistas y
reprimir violentamente esas actividades; la sublevación de los habitantes de la villa
y el cerco que les hicieron al jefe militar y su tropa lo obligó a regresar a la capital
sin conseguir sus propósitos; entonces se envía al obispo de la Isla, Juan de las
Cabezas Altamirano y Calzada, para, por medios persuasivos, convencer a los
bayameses de abandonar las actividades ilegales; el obispo, al conocer que la
Iglesia de Bayamo era una de las principales participantes en esas actividades y
que ellas obtenía sus fuentes más importantes de ingresos, se compromete
activamente en este tipo de comercio; el supuesto pirata Gilberto Girón –quien no
era tal sino un bucanero; es decir, un comerciante en pieles— lo rapta porque le
debía el pago de mercancías; por último, la acción de los bayameses contra su
“socio de negocios” se debió a que ya la Corona había iniciado el despoblamiento
de ciertas regiones costeras de Santo Domingo por estas actividades y quisieron
demostrar la fidelidad que les tenían a la Corona y a la Iglesia. Paralelamente, y
una vez terminados los hechos sangrientos que llevaron a la muerte del bucanero
y sus hombres, el obispo y el alcalde de Bayamo escribieron sendas cartas al rey
en que describían los acontecimientos de manera tal, que parecía un hecho
escapado de las novelas de caballería hispanas. Espejo de paciencia, escrito a
sugerencia del obispo, se convirtió en la recreación estética de una gran mentira.
Pero tenía otra intencionalidad: la creación de un mito que, una vez redescubierto,
quedaría en las bases mismas de nuestra cultura. Pero una cosa es el mito y otra
cosa, la intención con que se creó. Se trata de cubrir el verdadero hecho histórico
con una ficción que hiciese nacer y renacer la leyenda del heroísmo de los criollos
de Bayamo. Colocados ante el hecho, estamos ante la alternativa de creer en la
historia o creer en el mito. Yo confieso que prefiero la historia pese a que el poeta,
el obispo y el alcalde se me presenten como héroes cuando en realidad no eran
más que contrabandistas. Pero como historiador, no los censuro, porque sólo

46
yendo contra la estructura de poder del imperio podían salvar su patria local.
Entonces tengo otra razón para leer y releer Espejo de paciencia. Su autor me
transmite la fuerza que ya tiene la patria del criollo; me transmite el sentimiento de
uno de ellos – y que conste que no había nacido en Bayamo, pero sí se había
aclimatado allí y con posterioridad en Puerto Príncipe -; recoge los sonetos de
otros hombres de aquel momento y me permite hoy poder constatar el noble
orgullo de estos hombres por su patria: “mancebo galán de amor doliente, / criollo
del bayamo, que en la lista / se llama y escribe Miguel Batista, / (...) Recibe de mi
mano, Buen Balboa / este soneto criollo de la tierra en / señal de que soy tu
tributario”.3

Espejo de paciencia ha quedado como la mejor expresión estética, si se le


contextualiza, del sentimiento del criollo. Define muy bien su mentalidad. Pero
asombrosamente, pese a que algunas de las principales bibliotecas de La Habana
lo poseen, el documento histórico más importante del siglo XVII, el que expresa
con más claridad la sociedad criolla y sus libérrimas costumbres, el Sínodo
Diocesano, no se ha utilizado para debatir acerca de la patria del criollo. Por otra
parte, no resulta posible querer encontrar en el mundo del criollo el despliegue de
las condiciones, mentalidades, estructuras que adquieren sus definiciones
esenciales en el proceso de formación de la nación cubana. Se trata que sin
entender cómo se formó la patria del criollo y las características peculiares de
éste, no puede entenderse el punto de partida de la formación del pueblo y la
nación cubanos.

El engaño de los nombres

Un último aspecto es necesario referir en cuanto a las manifestaciones del


inconsciente colectivo de la sociedad criolla de los primeros siglos. Tres niveles
culturales conforman sus representaciones. Uno, el más general es el de la
hispanidad. En él encuentra todo el mundo hispano allende y aquende el Atlántico
su unidad; pero esta unidad es también de contraposición y es el Caribe una de
las zonas donde el conflicto entre lo hispano y lo anglosajón adquiere su mayor
intensidad. Lenguas, literaturas, religiones, mentalidades diferentes oponen, a
partir del conflicto político entre los dos imperios, al criollo contra los ataques de
piratas, corsarios y ejércitos británicos. En la medida en que se desarrolla la
sociedad criolla, se hace más fuerte ante estos ataques y también reafirma más su
propio carácter. España no defiende a Cuba; es el criollo quien defiende su tierra.
Para el siglo XVIII, las milicias de la isla, que contaban en 1734, con 112
compañías y sumaban 9 068 hombres, escribirían páginas gloriosas en la defensa
de su territorio: “los milicianos probaron (...) que no cedían en valor y disciplina a
las mejores tropas del ejército, cuando estaban mandadas por jefes inteligentes y
animosos.4

3
Silvestre de Balboa: “Espejo de paciencia”, en Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: Historia de la isla y Catedral de Cuba. Cuba
Intelectual, La Habana, 1929.
4
Pedro José Guiteras: Historia de la conquista de La Habana por los ingleses seguida de Cuba y su
gobierno. Cultural S.A., La Habana, 1932, p. 32

47
En 1741, los ingleses intentaron atacar Santiago de Cuba con un poderoso ejército
de 1,795 hombres, entre quienes estaba el hermano de Georges Washington. Su
derrota fue total. Después de 134 días de desembarcar en Guantánamo, tuvieron
que retirarse con más de 1,000 muertos, entre ellos 205 oficiales. El triunfo se
debió a la estrategia seguida de desarrollar una guerra de guerrilla por las milicias
contra el invasor. Si La Habana pudo tomarse en 1762, debe buscarse la causa,
entre otros muchos factores, en la incapacidad del gobernador Juan del Prado
Portocarrero y Malleza, quien sólo había combatido en Italia y desconocía las
condiciones de la guerra de guerrillas y subestimó la capacidad de las milicias.
Pero en un momento de gloria para las fuerzas criollas lo representó la guerra de
independencia de las trece colonias de Norteamérica, hoy Estados Unidos. No
tengo espacio aquí para describir toda la ayuda militar, económica, logística que
desde La Habana y por los criollos se le dio al movimiento de independencia de
Estados Unidos. Creo que ésta es una de las grandes ausencias de nuestra
historia y, por demás, de la de Estados Unidos. Sólo señalo que el representante
de España ante el movimiento de independencia fue el comerciante habanero
Juan Miralles, muerto en la propia casa de Washington y atendido por la esposa y
el médico de éste; que para la campaña definitiva de independencia, La Habana
aportó no sólo las fuerzas de los batallones de pardos y morenos, sino más de 1,
800,000 pesos, cifra que ni Francia ni España colocaron y que permitió conseguir
los abastecimientos para la campaña que culminó en la victoria de Yorktown; que
las fuerzas militares conjuntas de la milicia de la isla, de la Luisiana y de España
derrotaron a los ingleses en toda la amplia zona sur que va desde la Luisiana
hasta la Florida, ocupándoseles también las Bahamas; y que La Habana creó una
ruta de abastecimiento a las fuerzas independentistas a través del Mississippi.
Ésta es una deuda que Estados Unidos tiene con Cuba y que nunca han
reconocido.5

Los criollos conformaron un núcleo defensivo de la hispanidad en el Caribe. No


obstante, debe destacarse que, en un proceso multivectorial, lo que constituye una
afirmación en los primeros siglos será objeto de distanciamiento sistemático en el
siglo XIX. Este aspecto lo trato en la segunda parte de este trabajo.

El otro nivel de representaciones y afirmaciones es el sentimiento americano.


Estimo necesario desarrollar aquí un conflicto conceptual. Tal parece como si
desde el descubrimiento de América hubiésemos estado sometidos a las
equivocaciones permanentes y, francamente, en no pocos casos a la mala
intención de convertirnos en pueblos sin nombre o con nombres equivocados.

Recientemente, la Real Academia de la Lengua Española ha adoptado la decisión


de recomendar la supresión de las palabras Latinoamérica y latinoamericano, para
sustituirlas con las de Hispanoamérica e hispanoamericano. Lo triste del caso
radica en que todo fue generado por un autor norteamericano, quien en 1968
lanzó la infamia de asegurar que los conceptos de Latinoamérica y
latinoamericano habían sido elaborados por los franceses en 1861, para sostener
5
Eduardo Torres – Cuevas: “Cuba y la independencia de los Estados Unidos: una ayuda olvidada”
(inédito).

48
las aspiraciones de Napoleón III respecto a América. Una simple constatación de
las fechas coge en falta al autor. Supuestamente, el término se usó por primera
vez en 1861 por Michel Chevalier, pero, como ha demostrado el doctor Paul
Estrade, el término América Latina ya se usaba en 1856. Este acucioso
investigador comprueba que en esta última fecha, con motivo de la invasión de los
mercenarios norteamericanos de William Walker a Nicaragua, se empleó por
primera vez el término para distinguir Nuestra América de la otra, de la
anglosajona, de la que agredía, de la que ya había despojado a México de la
mitad de su territorio y amenazaba no sólo a Centroamérica sino también a Cuba.
Lo más importante es que, precisamente, latinoamericanos acuñaron el término y
no ningún extranjero. Entre estos definidores, está el chileno Francisco Bilbao y el
colombiano José María Torres Caicedo. De esa fecha es el poema de este último
que expresa “La raza de la América latina / Al frente tiene la sajona raza. /
Enemiga mortal que ya amenaza / Su libertad destruir y pendón”.6

Encontrado el término que contraponía la América anglosajona de la América


Latina, todos los forjadores de la conciencia latinoamericana lo utilizaron. Cita el
profesor Estrade a Carlos Calvo (argentino), Juan Montalvo (ecuatoriano), Cecilio
Acosta (venezolano), Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos
(puertorriqueños) y nuestro querido José Martí. Sólo es posible creer que la
Academia española, inmersa en el problema lingüístico y en el mundo peninsular,
haya podido desconocer el valor histórico, político y cultural de estos conceptos
que los más importantes pensadores de Nuestra América, desde el siglo XIX hasta
nuestros días, han utilizado como modo y medio de defensa de su propia
identidad. No negaría yo que el concepto “latino” es, a todas luces, insuficiente si
se le toma exclusivamente en su sentido etimológico. Pero aquí, en nuestras
tierras, perdió su sentido original para integrar en él a todos sus habitantes que no
sólo descienden de hispanos, sino también de africanos, indios y de otras tierras
europeas. Su valor, pues, está en este contenido suprarracial, que significa,
además, y si se quiere la definición de una cultura mulata y mestiza. Resultaría
triste que se repitiesen las definiciones de los diccionarios de la Real Academia de
la Lengua Española en las cuales son hispanoamericanos “los individuos de raza
blanca nacidos o naturalizados” en América.

Quise remontarme a esta última intentona, que pienso que no casualmente parte
de Estados Unidos y sólo ingenuamente pudo ser asumido por los españoles –
porque en última instancia sólo nosotros tenemos derecho a darnos el nombre que
mejor nos convenga –, porque es la última constatación de un viejo problema.
Por demás, vale la pena observar cómo la falta de cultura histórica permite
aceptar, aun entre nosotros, disparates de esta envergadura. Pero tampoco son
originales los problemas surgidos alrededor de nuestro nombre.

Lo primero que resultó una injusticia histórica fue darle a nuestro continente el
nombre de América. Desde la llegada de Cristóbal Colón y por distintas razones,
6
Paul Estrade: “Observaciones a Don Manuel Alvar y demás académicos sobre el uso legítimo del concepto de América Latina” (copia
mecanografiada).

49
el Nuevo Mundo recibió diversos nombres. Y los más significativos, motivados por
equivocaciones. El primero, indudablemente como consecuencia de las
afirmaciones erróneas de su descubridor, fue el de las Indias; pues éste no creía
haber descubierto un Nuevo Mundo, sino haber arribado a las costas asiáticas.
Después del viaje de Magallanes, y para distinguirlas de la verdadera India, se les
agregó el de Occidentales. Poco después, y por una nueva confusión, se le
comenzó a llamar América por toda Europa en honor a su supuesto descubridor,
quien no sería Cristóbal Colón sino Amérigo Vespucci. Fue tal la expansión que
adquirió el nuevo nombre que ya nunca más pudo rectificarse el error histórico.
Pero resulta muy importante entender que la América a que se referían era única y
exclusivamente la América hispana, porque España era la única que poseía los
extensos territorios continentales. De esta forma, en toda la documentación de los
tres primeros siglos, simplemente se hablaba de americanos para referirse a lo
que hoy llamaríamos latinoamericanos. En la primera mitad del siglo XIX, ninguno
de los literatos o políticos de la época sintió la necesidad de precisar el concepto.
Todos se sentían simplemente americanos y cuando se referían a la América al
norte del río Bravo utilizaban el concepto de anglosajona. Ya a mediados de ese
siglo, la pujanza de Estados Unidos obligó a emplear el término diferenciador de
América Latina. Pero lo más triste del caso es que, a finales de ese siglo y
comienzos del nuestro, se empezó a generalizar el llamar sólo americanos a los
estadounidenses, dejándonos sin nombre a quienes vivimos más al sur o
definiéndonos como latinoamericanos y obviando la necesaria precisión en el caso
de los primeros. No puede dejarse de mencionar que, a principios del siglo XIX, el
movimiento emancipador latinoamericano intentó rescatar el nombre de Colón
para los Estados nacientes que se agruparían en la Gran Colombia.

He traído a colación este problema porque se hace imprescindible entender que la


patria del criollo, en los tres primeros siglos coloniales, expresaba ese tríptico
cultural. El tronco medular seguía siendo hispano, que se iba desfigurando en la
medida en que el criollo iba asentando su propia afirmación. Este proceso tiene
síntomas lingüísticos – como el uso y pronunciación de la c, la s y la z –,
alimentarios – como la introducción de las frutas tropicales –, en el modo de vestir,
en el de comportarse y en el de pensar. El medio natural y social, la conquista del
espacio geográfico, la adopción cada vez mayor de hábitos y costumbres, la
creación de nuevas tradiciones y de nuevos comportamientos, están todos
asociados a la inmensidad americana. Por ello, se sienten, a la vez, hispanos y
americanos. Por último, el referente más directo, el más verificable materialmente,
es el de su patria local. Las especificidades de cada comunidad, de su villa, de su
entorno y contorno, le reafirman la singularidad de lo propio, le generan ese
orgullo y le hace pensar y trabajar en lograr su plena expresión. Entre la patria
local y el sentimiento americano, sin embargo, no había surgido aún el sentimiento
de la patria grande o patria nación; es decir, el sentimiento de lo cubano como
abarcador de todas las patrias regionales de la Isla. Sobre esa segunda etapa, el
surgimiento de lo cubano, trataremos en la segunda parte de este trabajo.

He eludido aquí toda referencia al proceso económico que sustenta lo que hemos
expuesto. Nos ha interesado describir el proceso que sirve de base a toda la

50
historia de Cuba posterior, no como historia de una oligarquía, sino como la
historia de la formación de un pueblo, y porque, sin el conocimiento de este punto
de partida, no se entenderá el siglo XIX. Por cierto, no es un siglo a odiar sino a
estudiar. En la segunda parte de este trabajo, nos adentraremos en la segunda
etapa del proceso de formación de nuestro pueblo; es decir, en ese siglo XIX y en
el carácter y contradicciones de la esclavitud que en él adquiere sus máximas
dimensiones.

EN BUSCA DE LA CUBANIDAD (II)

En la primera parte del presente artículo, publicado en el número anterior de esta


revista, me centré en lo que constituye el primer período – la sociedad criolla – del
proceso de formación y evolución del pueblo y la nación cubanos. En él expresé la
necesidad de estudiar los rasgos caracterológicos del criollo de los primeros siglos
– modos de vida, mentalidades, etc.-, los cuales sirven de base a la evolución
posterior de nuestra sociedad. Durante esos dos siglos y medio se produjo la
reafirmación del criollo a la tierra – la patria del criollo – y, en consecuencia, surgió
el sentimiento – expresado de las más diversas maneras – de una personalidad
propia que singularizaba a la sociedad criolla dentro del conjunto hispano. Las
características del proceso, sin embargo, han hecho que no pocos autores lo
ignoren prácticamente, entre otros factores, porque las estructuras típicas de esa
época era premodernas: fragmentación regional, economía precaria sin inserción
dinámica al naciente mercado capitalista, ideología expresada en una
simbolización mítico – religiosa, y la manifestación del sentimiento patriótico del
criollo dentro de los elementos típicos de lo protonacional. Otra dificultad para la
comprensión de la sociedad criolla está en la forma en la cual ella se representa a
sí misma, en su lenguaje y en sus simbolizaciones que impidieron, primero, al
positivismo decimonónico y, después, a la racionalidad del siglo XX, valorar la
verdadera dimensión del período y lo que inculca, definitivamente, al proceso de
formación de la cubanidad. Creo haber dejado definido que, dada la singular
expresión religiosa de esa cultura, fue a través de ese tipo de simbología como se
manifestó; de igual forma, que desde el principio resultó libérrima la utilización de
la simbología; por último, que su contenido no es comprensible si no se relaciona
el significado con el significante, el cual debe buscarse en la realidad epocal. Más
que las trampas de la fe, fueron las trampas de la Razón las que velaron las
pupilas osadas que quisieron definir, desde la mentalidad moderna – aplicándole
sus esquemas -, una época de por sí borrosa que la esclavitud del siglo XIX y la
racionalidad del XX habían desdibujado.

Segunda etapa: la sociedad esclavista y sus contradicciones

El siglo XVIII ha sido denominado como el Siglo de las Luces, el Siglo de la


Razón, el Siglo de la Ilustración. Para Cuba, sobre todo en sus décadas finales,
resultó un siglo de cambios estructurales profundos; consecuentemente, fue
también el de sus primeras manifestaciones científicas, culturales, filosóficas; es

51
decir, el de sus primeros movimientos intelectuales. Época de hallazgos y de
abandonos, de encuentros y desencuentros. Fue el Siglo de la Ilustración
esclavista y, también, el de la Racionalidad del sentimiento del criollo.

En la segunda mitad de la centuria dieciochesca se desarrolla en Cuba un proceso


económico – social e ideológico en extremo complejo por las vías que asume, por
el modo particular de proyectar y estructurar sus ideas y, sobre todo, por subvertir
la composición social y los paradigmas de la sociedad criolla. Desde el punto de
vista cronológico, el período que analizamos se extiende desde 1763 hasta la
década del 840. Lo inician los profundos cambios que, con la complicidad del
Despotismo Ilustrado español, van a desarrollarse entre 1763 y 1808. Este
proceso se caracteriza por las profundas remociones del aparato político –
administrativo; el surgimiento de nuevas instituciones; la libre y masiva
introducción de esclavos africanos; la reorganización agraria y el auge de la
plantación esclavista; la desarticulación demográfica de la sociedad criolla y, en
consecuencia, su remodelación sociocultural; la creciente inserción cubana en el
mercado mundial capitalista con sus producciones básicas – azúcar, café, tabaco,
etc. –, llegando la Isla, en 1825, a ser la primera productora mundial del “oro
dulce”, la diversificación de mercados y de producciones, y el desarrollo del
verdadero y profundo proceso de la conquista territorial del país, convirtiendo los
espacios geográficos en regiones económicas. Este proceso resulta determinante
para comprender las características de la sociedad esclavista de la época y, en
particular, para el tema que nos concierne, en la formación de las nuevas
mentalidades y de los sistemas de ideas, los cuales expresan un nuevo y, a la vez,
original contenido.

Unos pocos datos demográficos son lo suficientemente expresivos para la


comprensión del período. En 1757, el país tenía una población de 149 170
habitantes.1 En La Habana y su hinterland vive el 50,93% de esa población. Al
finalizar el período, en 1846, el censo de ese año contabilizaba 898 732
habitantes.2 En sólo 89 años, la población se sextuplicó por lo que su tasa de
crecimiento, a nivel mundial, sólo quedó superada por Estados Unidos. Resulta
constatable la lentitud de poblamiento en los dos siglos y medio anteriores – una
de las características de la sociedad criolla –; por el contrario, su desarrollo es
acelerado en estos años, lo que indica un cambio en la dinámica social.
Constituye el rasgo más sobresaliente de este crecimiento demográfico el no ser,
en esencia, un crecimiento natural sino, sobre todo, el resultado de la fuerte
inmigración desatada a partir del esplendor – y resplandor – azucarero. Esta
inmigración, como se conoce, es de dos tipos: la forzada africana y la libre
europea. De la forzada africana vale la pena destacar que, mientras en los dos
siglos y medio anteriores sólo se introdujeron unos 60 000 esclavos, entre 1763 y
1845 la cifra de africanos llevados a Cuba fue de 636 465. 3 Si se le compara con

1
Visita pastoral del obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Lora: en AGI: Audiencia de Santo Domingo, no. 534.
2
Comisión Estadística: Cuadro estadístico de la siempre fiel Isla de Cuba correspondiente al año 1846... Imprenta del Gobierno y
Capitanía General, La Habana, 1947.
3
Eduardo Torres – Cuevas: “La sociedad esclavista y sus contradicciones”, en Instituto de Historia de Cuba: Historia de Cuba. La
Colonia. Editora Política, La Habana, 1994, p. 274.

52
la población total de la Isla al inicio del período – 149 170 – puede comprenderse
el impacto social de esta migración sobre las estructuras de la sociedad criolla. En
cuanto a la inmigración libre europea no poseo cifras exactas, pero la española
debió exceder lo 100 000 y otras, como la francesa, los 60 000. En 1846, los
españoles constituyen el 16,8% de la población de la Isla.

En particular quisiéramos expresar cómo este proceso modificó, de manera


sustancial, la composición interna de la población de Cuba. Si en 1775, primer
censo que ofrece estos datos, el 56,2% de la población era conceptuado de
“blanca”, el 43,81% de “color” y el 25,9% de esclava; en 1846, las cifras resultan
invertidas: 47,4% de “blanca”, 52,6% de “color” y la esclava 36,02%. En números
absolutos, en 1775, los esclavos eran 44 528; en 1846 alcanzaban la cifra de 323
756.4 Por otra parte, la correlación entre españoles peninsulares y criollos, aunque
se mantuvo favorable a estos últimos, disminuyó la diferencia numérica.
Considero éste el primer aspecto importante en cualquier valoración teórica del
proceso de desarrollo de la cubanidad en este período. Tanto el sector de los
criollos blancos, como de los negros criollos, estuvo fuertemente reducido ante la
presencia de africanos y europeos sin raíces profundas en el país. El número de
esclavos no sólo aumentó en cifras relativas sino que, además, por su monto, llevó
la masiva presencia de éstos a toda la vida social del país. Debieron mediar años,
no menos de una generación, para que se extendiese, de nuevo, el proceso de
acriollamiento. No obstante, esta masiva introducción de nueva población
enriqueció el mosaico étnico cubano y amplió su horizonte cultural.

En otro sentido, éste fue el período en el cual se inició la verdadera conquista del
espacio geográfico cubano. Hacia 1763, ese espacio apenas si había sido
modificado por el hombre que sólo se movía en los escasos puntos de
poblamiento, concentrándose en La Habana, Bayamo, Santiago de Cuba y Puerto
Príncipe. A partir de lo que Juan Pérez de la Riva llamó “frentes pioneros”,
comienzan en ésta época a integrarse a la producción y a ser pobladas diversas
regiones del país. El proceso resultará, al inicio, más intenso en Occidente, ya a
mediados del XIX en el Centro, y sólo a finales de ese siglo y las primeras
décadas del XX en el amplio espacio camagüeyano – oriental.

En el período estudiado van conformándose los grandes Complejos económico –


sociales regionales que configuran economías, comportamientos sociales y
culturales regionales. Estos grandes Complejos (Occidente, Centro, Camagüey,
Oriente occidental – Granma, Las Tunas, Holguín – y Oriente – Santiago de Cuba,
Guantánamo -) están constituidas por las regiones económicas que, a su vez,
están compuestas por las zonas de especialización productiva. Estos Complejos
económico – sociales regionales van conformando redes interactuadas de zonas
productivas especializadas, pueblos, villas, ciudades y ciudades – puerto. Para
este estudio importa destacar que en un Complejo regional hay zonas productivas
especializadas en productos de exportación – azucareras, cafetaleras, tabacaleras
-, zonas especializadas en distintos tipos de ganadería y zonas especializadas
4
Ramón de la Sagra: Historia económico política y estadística de la Isla de Cuba. Imprenta de las Viudas de Arazoza y Soler, La
Habana, 1831, y loc. cit. no.2.

53
para cubrir el mercado interno - las grandes ciudades, villas, pueblos, etc.-. Pero
en todos esos Complejos, para su propia estructuración, están presentes las
distintas zonas de especialización productiva. En un momento histórico
encontramos algunas que presentan el proceso más avanzado y otras,
fundamentalmente por razones económicas, más atrasado. Dos aspectos son
esenciales en la comprensión de las características de este movimiento
económico – social: la desigualdad entre unas regiones y otras es el resultado de
su mayor o menor inserción en el comercio de exportación y en la capitalización
obtenida en el período anterior o en la época; segundo, la composición racial de
cada zona productiva está directamente relacionada con el tipo de producto que
desarrolla. La población negra es mayor en las zonas de plantaciones azucareras
– cafetaleras; la blanca, en las zonas ganaderas. Por tanto, desde el punto de
vista del espacio geográfico, es éste solo el momento del inicio de su conversión
en Complejos económicos – sociales regionales, con sus activas redes de
comunicación. En 1836, la inauguración del ferrocarril permitió acelerar la
conquista territorial. En este mismo sentido, el azúcar y las producciones
especializadas iniciaban un proceso de integración económica nacional,
rompiendo los estrechos círculos de las oligarquías regionales – no pocas veces
en pugna -, en la medida en que conforma una potente oligarquía nacional, cuyos
centros de irradiación son La Habana y Santiago de Cuba.

Otro de los ángulos centrales de este proceso lo constituye el reajuste de las


estructuras sociales. Lo primero que destaco es la existencia de una estructura
social doble, clasista y estamental. Nunca me he explicado la confusión de
algunos autores entre razas y clases. No hay duda de que en esto nos
diferenciamos de las sociedades clásicas europeas. El factor racial creó una
diferenciación estamental que en este lapso de hizo más recia. En tal sentido, la
sociedad estaba dividida en blancos, “libres de color” y esclavos. A su vez, los
“libres de color” y esclavos lo estaban en pardos y morenos o, lo que es igual,
mulatos y negros. Desde el punto de vista clasista, surge con fuerza en esta etapa
la burguesía esclavista, desprendimiento de los antiguos hateros, mientras se
mantienen los terratenientes fundamentalmente ganaderos. Los diferencia, como
veremos más adelante, el tipo de economía y la mentalidad asociada a ella. En
particular, adquieren perfiles definidos las clases medias urbanas y un amplio
campesinado. La base productiva de esta estructura son los esclavos, campesinos
y artesanos de las villas y ciudades.

Pero aquella sociedad tiene otras divisiones que la tipifican. Entre blancos y
criollos y blancos peninsulares; entre negros criollos y negros africanos. Un
elemento peculiar y que resalto con especial interés es respecto al destino de los
esclavos. También se ha generalizado la idea de que la sociedad cubana de la
época es una sociedad de plantaciones esclavistas y, en consecuencia, de
esclavos de barracones. Si bien constituye una sociedad esclavista no es una
sociedad de plantaciones; si bien la plantación esclavista resulta el rasgo más
destacado de la economía exportadora cubana, ella no concentra
mayoritariamente la fuerza productiva del país.

54
Unos simples datos aclaran la cuestión. En 1841, pleno auge de esclavitud en
Cuba, sólo el 22,9% de los esclavos estaba en plantaciones azucareras, mientras
que el 45% desarrollaba actividades doméstico – urbanas; en pequeñas
propiedades campesinas – vegas, sitios, estancias – se encontraba el 18,4% de
ellos. Esto plantea una cuestión vital para la comprensión del proceso de
formación de la cubanidad durante el período: no sólo los grandes propietarios
tenían esclavos, sino que toda la sociedad estaba implicada con la institución
esclavista. Por otra parte, las vías de comunicación e interacción de los esclavos
de las villas, ciudades y pequeñas productoras agrarias con el resto de la
población resultaban más cotidianas y efectivas. En muchos casos, al interior del
hogar. Es, pues, en las ciudades y villas donde se produce más fuertemente el
proceso de transculturación. El esclavo de barracón, casi aislado, apenas si pudo
romper el cerco azucarero y el celibato forzoso. Su triste suerte, que avergonzó
hasta a muchos de sus propios amos, es el ángulo más trágico y humillante de
esta historia y de esta época; pero no fue esta parte de los esclavos la que se
impuso en el interior de las mentalidades, cultura y espiritualidad de la cubanidad
sino los otros, quienes estaban multiculturalmente en activo contacto con el resto
de los componentes de la sociedad.5

Otro elemento trascendente en la comprensión de que no estamos frente a una


sociedad de plantaciones esclavistas al estilo de las Antillas inglesas y francesas,
es que el campesinado siempre devino mayoritario con respecto a los esclavos de
plantaciones. En 1862 había 365 000 trabajadores en el campo, mientras en los
ingenios sólo eran unos 220 000.6

He creído necesario precisar ciertos aspectos de los cambios operados en ésta


época para que puedan distinguirse sus rasgos esenciales. A saber: Cuba no es
una sociedad de plantaciones esclavista – al estilo de las Antillas inglesas y
francesas-, sino que su tronco medular es la sociedad criolla en la cual se injerta la
esclavitud; el proceso de la producción mercantil (azucarero – cafetalero)
contribuye a catalizar la conquista del espacio geográfico, convirtiéndolo en
Complejos económico – sociales regionales, proceso que, a lo largo de los siglos
XIX y XX permitirá su configuración al hábitat humano cubano; esa misma
economía azucarera dará inicio a la formación de una economía nacional en cuyo
desarrollo se integrarán las aisladas economías locales y destruirá la antigua
fragmentación de la sociedad criolla, acelerando el proceso de formación nacional;
el dinámico proceso comercial productivo también conforma una interactuación
social que contribuye al desarrollo de una conciencia patriótica, centro de la
maduración de un pensamiento interno y propio. En esta dirección, el proceso de
formación nacional se acelera y enriquece en este período. Por el contrario, el de
integración nacional se retarde y complica al surgir en su seno numerosas
paradojas. En tal sentido, la ampliación del contexto étnico – multietnia africana,
mutietnia europea – contribuye a la creación de compartimentos estancos
sociales; de manera significativa, las rivalidades étnicas – europeas o africanas –
desaparecen para dar un paso a una diferenciación de mayor rango: la racial. La
5
Estos aspectos los desarrollo en loc. cit., no.3.
6
Heinrich Friedlaender: Historia económica de Cuba. Jesús Montero editor, La Habana, 1944.

55
sociedad se divide no sólo en clases sino en razas en el que el factor étnico queda
disuelto en tres grandes conglomerados sociales: blancos, negros y mulatos. Por
otra parte, el fuerte racismo y el comprometimiento de toda la sociedad con la
institución esclavista no contribuyen al proceso de integración social. Vale la pena
recordar que, numéricamente, la esclavitud de plantaciones es menor que la
doméstico patriarcal, por lo que la sociedad está más interactuada con la
esclavitud. En esta época, las llamadas clases medias están profundamente
comprometidas con la institución esclavista. No obstante, pese a las fuertes
regulaciones sociales – aún más fuertes que las legales -, los “prejuicios” y
“discriminaciones” ceden con lentitud en las zonas límites de los estamentos
estancos. Fundamentalmente en las villas y ciudades, un fuerte artesanado negro
y la presencia de la esclavitud doméstica y de los negros y mulatos libres, hacen
que se interactúe en lo cultural y social.

Todo este proceso, y es lo esencial, toma como fondo sociocultural – en lo


cotidiano y en las mentalidades – las transferencias de la sociedad criolla. En su
base, nada estable, pero sólo permutable en aquellos elementos realmente
caducos ante la impronta de lo nuevo que resulta una nueva calidad, la cual
enriquece el mundo heredado del criollo.

Un necesario paréntesis teórico

Eludo en este trabajo las referencias al proceso del período por ser éste el más
estudiado.7 Sólo insistiré en el hecho de que, dentro de la compleja estructuración
económica – social referida, la plantación esclavista dinamiza la economía y
produce un cambio radical no sólo en la explotación agraria sino también en la
mentalidad y en las ideas de los dueños de plantaciones azucareras, antiguos
hateros ganaderos. La plantación no constituye un gran latifundio sino una unidad
productiva enmarcada entre las 30 y 40 caballerías de tierra; la explotación agraria
es intensiva, no como la posesión feudal que mantiene improductivas o con bajos
rendimientos una gran parte de sus tierras; su producción y productividad se
reputa en ganancia, no como el hato ganadero basado en la renta; es
monoproductora de materia prima y alimentos para la industria y las ciudades
emergentes de las metrópolis europeas; su producción es para la exportación, no
para el mercado interno, y, por último, su fuerza de trabajo es esclava. 8

El cambio en la concepción económica implicaba, también, el cambio de


mentalidad. Sin embargo, el proceso es profundamente contradictorio y, con ello,
las expresiones del pensamiento. Porque la primera paradoja estaba en producir
mercancías dentro de una concepción capitalista con fuerza de trabajo esclava; la
segunda, en el carácter de esa esclavitud.
7
El lector puede profundizar estos proceso económicos en la ya clásica obra de Manuel Moreno Fraginals: El ingenio, Complejo
económico – social cubano del azúcar, en la importante Historia económica de Cuba de Julio Le Riverend y en la más reciente
Historia de Cuba. La colonia del Instituto de Historia de Cuba.
8
Eduardo Torres – Cuevas y Eusebio Reyes: Esclavitud y sociedad. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986, p.13.

56
En la lógica de los nuevos dueños de plantaciones de la segunda mitad del siglo
XVIII estuvo el cambio de la esclavitud doméstico – patriarcal de la sociedad criolla
por la intensiva de las plantaciones. La explicación que Carlos Marx da de este
proceso resulta importante para su comprensión: “En los estados norteamericanos
del sur el trabajo de los negros conservó cierto carácter patriarcal, mientras la
producción se circunscribía sustancialmente a las propias necesidades. Pero, tan
pronto como la explotación de algodón [pasó a ser un resorte vital para aquellos
estados como ocurrió en Cuba con el azúcar en este período], la explotación
intensiva del negro se convirtió en factor de un sistema especulado y especulativo,
llegando a darse casos de agotarse en siete años de trabajo la vida del obrero.
Ahora, ya no se trata de arrancarle una cierta cantidad de productos útiles. Ahora
todo giraba en torno a la producción de plusvalía por la plusvalía misma”. 9
Ampliando el carácter capitalista de la plantación esclavista, continúa: “El precio
que se paga por el esclavo no es sino plusvalía o ganancia anticipada o
capitalizada que se piensa arrancar de él, del esclavo, la ganancia, el trabajo
sobrante. Por el contrario es un capital que se ha desprendido el poseedor del
esclavo, en deducción del capital de que se puede disponer para la producción
real y efectiva (...) El hecho de comprar el esclavo no le pone sin más en
condiciones de explotarlo. Para ello necesita nuevo capital que invertir en la
hacienda o en los negocios explotados por esclavos”.10 De todo ello, Marx
desprende una conclusión lógica: “Allí donde impera la concepción capitalista,
como ocurre en las plantaciones norteamericanas [y cubanas], toda la plusvalía se
reputa en ganancia; en cambio, donde no existe el régimen capitalista de
producción, ni la mentalidad correspondiente a él transferida desde los países
capitalistas, se le considera renta”.11

“Concepción capitalista”, “mentalidad correspondiente a él transferida desde los


países capitalistas”, he aquí los dos componentes de la burguesía esclavista
cubana, de sus bases ideológicas y de su concepción económica reputada en
ganancia, no en renta. En la definición del plantador, Marx es categórico: "“En la
segunda clase de colonias – las plantaciones que fueron desde el momento de su
nacimiento especulación comercial, centro de producción para el mercado
mundial- existe un modo de producción capitalista, aunque sólo sea de un modo
formal, puesto que la esclavitud de los negros excluye el libre trabajo asalariado –
que es la base sobre la cual descansa la producción capitalista -; son, sin
embargo, capitalistas los que manejan el negocio de los negros. El sistema de
producción introducido por ellos no proviene de la esclavitud sino que se injerta en
ella. En este caso el capitalista y el amo de esclavos son una misma persona”.12 Y
en otro texto escribe: “El que los dueños de plantaciones en América no sólo los
llamemos ahora capitalistas, sino que lo sean, se basa en el hecho de que ellos

9
Carlos Marx: El capital. Editorial Cartago, Buenos Aires, 1956, t. III, p. 680. (El subrayado es mío)
1 0
Ibídem, p. 684. (El subrayado es mío)
1 1
Ibídem, p. 680. (El subrayado es mío)
1 2
Carlos Marx: Historia crítica de la teoría de la plusvalía. Ediciones Venceremos, La Habana, 1965, vol. I, p. 469. (El subrayado es
mío)

57
existen como anomalía dentro de un mercado mundial basado en el trabajo
libre”.13

La amplitud de citas la he hecho para que pueda entenderse mejor la


transformación operada en la época: primero, a la esclavitud patriarcal de la
sociedad criolla se le une la esclavitud de plantaciones que reputa ganancia, no
renta, que es intensiva y que responde a un cálculo económico, a un capital que
se invierte – esta última marca el proceso más dinámico desde el punto de vista
económico, mientras que la primera incrementa su presencia social -; segundo, la
utilización de esclavos es una anomalía en el mercado de fuerza de trabajo, dado
que en América, a diferencia de Europa, escasea la fuerza de trabajo y sobra la
tierra virgen; tercero, el plantador es el único caso en que el capitalista y el amo de
esclavos constituyen una misma persona, por lo que, con justo título, podemos
llamar a esa clase “burguesía esclavista”; cuarto, su mentalidad y su pensamiento
se corresponden con la mentalidad y el pensamiento “transferido a él” desde los
centros generadores de la transformación capitalista.

Algunos autores le han negado el carácter de burguesía a esta clase. Se observa,


incluso, la tendencia contemporánea a sólo considerar como tal a la burguesía
industrial – bancaria o financiera – monopólica de las sociedades modernas. Esta
tendencia es suprahistórica y niega una evolución de los siglos. Resulta
rigurosamente necesario definir a que tipo de burguesía nos referimos y de qué
tiempo histórico hablamos. No creo ocioso recordar que este concepto surgió en
la Edad Media europea con el desarrollo de los burgos, en las nacientes ciudades;
que, según Marx, ese Medioevo dejó como herencia a la burguesía usurero –
mercantil; que a partir del siglo XVI se desarrolla la burguesía comercial, la cual
estableció el comercio mundial y supeditó a sus leyes a la aún débil burguesía
manufacturera; que en los inicios del XIX surge la burguesía industrial, mientras en
los finales del mismo siglo aparecen las burguesías financieras y monopólicas.
Tampoco creo innecesario recordar que la existencia de una burguesía – o del
burgués, no siempre gentilhombre – no significa la existencia de un sistema
capitalista. En muchos casos le costó siglos y fuertes revoluciones a su ascenso al
poder, la implantación de sus estructuras y la instauración del modo de producción
capitalista.

El surgimiento de la burguesía esclavista como clase hegemónica implicó el


desarrollo de un proyecto económico – social e ideológico el cual lleva implícito su
propia contradicción. Burgueses a medias; a medias definen las cosas. Porque no
son lo que quieren ser, plenamente capitalistas, y son lo que no quieren ser,
esclavistas. Y esa rémora que los ata es la propia esclavitud que los convierte, a
su vez, en esclavos de sus esclavos. Por ello, su concepción de la institución
esclavista deviene sólo temporal en la medida en que surja el ejército de
desocupados, base para el desarrollo del proletariado y ampliación de la fuerza de
trabajo campesina. El proceso se caracteriza por querer lograr una sociedad
1 3
Carlos Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador). 1857 – 1858, Siglo XXI, México, 1971,
vol. I, p. 476. (El subrayado es mío)

58
capitalista por vías totalmente anómalas; en consecuencia, su ideología será,
también, anómala. Por ello, lo importante es no ver esta etapa histórica encerrada
en sí misma sino, por el contrario, como parte de un proceso. En otro sentido,
debe tenerse claro que una cosa es el proyecto y otra, la realidad; una es la
intención y otra, los resultados.

Pero esta clase tiene en común con la burguesía europea el hecho de constituir
una élite económica, social, política y cultural. Asume el pensamiento universal
epocal como base y referente del suyo. Su carácter corporativo no resulta
diferente al de la burguesía inglesa o francesa de la época que plasma en sus
constituciones los límites de la “igualdad y de la “libertad”... y, sobre todo, deja
implícito cuál es el contenido de su concepto de pueblo. Desde el punto de vista
político, pueblo es sólo la burguesía; lo otro, la masa informe, inculta, sin rostro –
los sansculottes -, constituía un pesado lastre sin derechos. Desde el punto de
vista cultural, la Ilustración es sólo patrimonio de una minoría de hombres cultos.
El hecho de que sea la burguesía esclavista y sus acólitos los productores
intelectuales de la época y que en sus obras y escritos plasmen sólo sus intereses
y visiones, constituye, también, una etapa real e histórica de nuestra evolución. Y,
como las burguesías europeas, proyectan esas ideas y esas aspiraciones como
las ideas y aspiraciones “del pueblo”.

La otra cara de la medalla, la que ocultan, era la de las calles sucias y estrechas
de las ciudades y villas, y la de los campos incorporados a la producción. En todas
partes se producía un activo proceso de transculturación y sincretización de los
diversos componentes humanos del otro pueblo, del verdadero y mayoritario, del
que empezaba a conformar una cultura cotidiana, la cual interactuaba por medio
de una red de comunicaciones sociales. Si las características del período son
retardatarias del proceso de integración nacional, la época coadyuva al desarrollo
del proceso ideológico de formación de una conciencia del indefinido sentimiento
del criollo. Si miramos la sociedad de la época, sólo resalta su profunda división;
pero si vamos a su dinámica interna, en ella se están conformando los elementos
sociales y culturales que le servirán de enterradores. Sobre las cenizas de la
sociedad esclavista, el pueblo cubano surgirá con fuerzas; de las entrañas del
monstruo emergerá la radiante estrella solitaria.

La racionalidad del sentimiento; el sentimiento de la Razón

Dos momentos importantes, desde el punto de vista del desarrollo de una


conciencia propia, presenta el siglo XVIII. El primero cuando ya, ya pasada su
primera mitad, se producen en el país las primeras obras de autores criollos que
tienen como centro y objetivo la historia del país. Sin mencionar, las que se han
perdido – pero que consta que se escribieron – contamos con esos tres grandes
monumentos que son Historia de la Isla y Catedral de Cuba, aunque incompleta,
de Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Lora, Llave del Nuevo Mundo. Antemural
de las Indias Occidentales de José Martín Félix de Arrate y Descripción de la isla
de Cuba de Nicolás Joseph de Rivera. No haré aquí las observaciones que acerca

59
de ellos he hecho en otros escritos. Sólo indicaré que esas obras históricas
responden a la conciencia de la necesidad del criollo de reconocer sus raíces o,
dicho de otra forma, a la conciencia de una evolución que permitía definir el hecho
de la existencia de un pueblo “que era diferente”, porque había tenido un
escenario común a la colectividad que lo compone y que había creado su propia
sociedad. Sin embargo, existía una diferencia notable entre la obra de Morell y la
de Arrate. Este último veía esa historia como la de la oligarquía habanera; el
primero como la del pueblo humilde. Siempre me ha parecido “misteriosa” –
sospechosa – la forma en que se “perdió” la parte final de la obra de Morell. No
creo casual que sea justamente la del siglo XVIII, la etapa que Morell vivió. El
obispo había participado en los más importantes conflictos sociales y políticos del
período: la sublevación de los vegueros en La Habana, la de cobreros en Oriente,
la defensa de Santiago de Cuba contra los ingleses y la toma de La Habana por
los “casacas rojas”. Si se tienen en cuenta las opiniones de Morell en otros
escritos sobre estos acontecimientos, puede pensarse que pudo ser la parte
desaparecida la más crítica hacia la oligarquía, el poder colonial y, en general,
hacia la falta de adecentación de la sociedad. El libro de Arrate es todo lo
contrario. Exalta la brillantez de La Habana, la tercera ciudad del Nuevo Mundo, y
de la oligarquía habanera y sus grandes hombres. Desde entonces hubo dos
modos de ver la historia de Cuba, dos conceptos de pueblo y dos aspiraciones
diferentes sobre el destino del país: la de la oligarquía y la del resto del país.

El segundo momento importante se inicia en 1790 con la creación del Papel


Periódico de La Habana, en cuya redacción intervienen las figuras más ilustres y
cultas de la sociedad habanera. El proceso de creación de una comunidad
intelectual se reafirma con la fundación de la Sociedad Económica de Amigos del
País. He llamado a este quehacer intelectual y político la Ilustración Reformista
Cubana o la Generación del 92. Resulta, desde el punto de vista intelectual, el
primer movimiento de pensamiento que, coherentemente, se expresa en la historia
cubana. Sus bases esenciales son dos: la Historia y la Filosofía; la conciencia de
sus raíces y de su pasado, plasmada en las obras de la generación anterior
(Morell y Arrate), y la Razón que permite estructurar el nuevo pensamiento.

Lo que asienta esta etapa es que el instrumental teórico de la Ilustración posibilitó


hacer racional el sentimiento indefinido del criollo: el desarrollo de una
autoconciencia de sí. Y esta autoconciencia los llevó a la creación de un proyecto
propio de desarrollo expresado por Francisco de Arango y Parreño, en 1792, en su
Discurso sobre la Agricultura de La Habana y medios de fomentarla, que estuvo
acompañado de un proyecto de pensamiento propio expuesto por el padre José
Agustín Caballero en su obra Filosofía electiva. Como he insistido en otras partes,
la filosofía electiva no es una ontología sino una epistemología. Más exactamente,
una “actitud hacia el conocimiento” de sí mismo; es decir, una orientación teórica
para poder estudiar y comprender la realidad cubana. Se trataba de no adoptar
sistema teórico o filosófico alguno sino de tomar de todos sin – para usar las
palabras de Félix Varela – “adherirse con pertinancia a ninguno”. Lo importante de
la posición electiva era que las directrices del pensamiento estaban condicionadas
por la realidad, la que servía de orientación a la elección. Por estas razones, lo

60
electivo implicaba la creación consciente tanto de una ciencia como de una
conciencia cubanas. Lo metafísico no tenía espacio. Su terreno lo ocupaba
victoriosa y potente la teología: la fe para las cosas divinas y la filosofía o la Razón
para entender la naturaleza física y social cubana.
En el proceso de reajuste social, económico e ideológico, la Razón no sólo sirvió
para sentar las bases de la conciencia patriótica sino, también, para hacer más
racional la explotación de esclavos, campesinos y trabajadores, al introducir el
cálculo económico moderno.

En lo referente al problema de la formación de la conciencia la hemos apellidado


patriótica. Ello se debe a dos circunstancias. La primera es que el concepto
empleado por la sociedad criolla desde el XVII para designar la región en que se
nace y se forman hábitos, tradiciones, mentalidades, etc., es el de patria. La Patria
del Criollo le permite identificarse al interior del imperio español. La segunda, una
vez en crisis el Antiguo Régimen, los liberales que elaboran las constituciones
españolas del siglo XIX utilizaron el concepto de nación española. De ello surgió el
concepto colonialista de “integridad nacional”. El concepto de patria reafirmó la
unidad interna de los criollos y la diferenciación con la dirección política de los
integristas. Por ello, en todos los autores cubanos de orientación interna, con
independencia de sus intereses o colocación social, se usó el concepto de patria.
Por último, lo más significativo del período es el proceso de cambio de contenido
del concepto. De la idea de patria local o patria región se comenzó a pasar al
concepto de patria nación; es decir, de la patria grande. De este modo dejó, poco
a poco, de usarse el término regionalista - habanero, bayamés, cubano (por ser
natural de Santiago de Cuba, no de la Isla) – por el más genérico de cubanos. Al
final del período, la patria era la patria cubana por encima de todo tipo de
regionalismos.

En otro aspecto, la Ilustración Reformista Cubana produjo una ruptura con las
concepciones de la sociedad criolla anterior. El uso de la Razón le posibilitó
superar el lenguaje mítico – religioso de la Escolástica e introducir toda una
concepción laica – en lo que respecta a la sociedad y a la cultura – y, a la vez,
abrir el campo a los métodos experimentales y a las nuevas ciencias en el estudio
de la naturaleza física cubana. En realidad, es sólo el inicio. La concepción de la
sociedad laica irá ganando terreno a todo lo largo y ancho del XIX. En otro sentido,
la visión laica despojará del pesado ropaje medieval a la sociedad cubana en
evolución.

En general, en lo económico, en lo social, en la formación cultural, en las


reestructuraciones mentales y en las manifestaciones ideológicas, el proceso
aceleró la evolución del pueblo y la nación cubanos. Un largo camino quedaba por
recorrer; no exento de graves peligros para el destino común de “los cubanos”.

EN BUSCA DE LA CUBANIDAD (III)

61
Continuidad y ruptura marcan el camino de la cubanidad, y en la compleja
interacción de los procesos estructurales, las coyunturas y el acontecimiento
fugaz, se forjan sus rasgos más específicos. Si una idea ha estado en el fondo de
esta serie de artículos, ha sido dirigir la búsqueda hacia el fondo estructural que
determina, a través de los diversos períodos, el trayecto histórico de lo cubano y la
configuración de sus perfiles económicos, sociales y culturales. Los tres primeros
siglos, es un escabroso proceso de formación de la sociedad criolla, originaron
estructuras funcionales dentro y para la hispanidad, en que la diferenciación de los
criollo ocurre como singularidad que no rompe la coherencia del universo
ideológico del imperio. La irrupción de la plantación y, más allá de lo económico,
el surgimiento de una sociedad que gira socioculturalmente en torno a la
institución esclavista, desvirtúa y desfigura los valores esenciales del criollismo, en
muchos casos simplemente los liquida, pero no logra borrar por completo su
huella. Si hablamos de cubanidad, en ella está su sedimento más antiguo. La
sociedad esclavista se alimentó de él y luego, caprichosamente, nos propuso
olvidarlo. Por desgracia, muchas veces economistas, historiadores y políticos le
han prestado oídos. Pero, sin dudas, la sociedad esclavista con sus violentos
procesos de estructuración, también dejó una impronta impresionante en todo el
curso posterior de la historia de Cuba, cuya tercera etapa centrará la atención de
estas páginas.

La evolución de la sociedad cubana en las seis últimas décadas del siglo XIX
constituye uno de los procesos de mayor complejidad para entender la nueva
calidad que adquiere la formación de la cubanidad. Este tercer período, que llamo
el de transformación de la sociedad esclavista a la sociedad cubana capitalista y
dependiente, y que comprende de 1840 a 1929, no siempre se ha visto como un
proceso orgánico en el cual, los factores de transformaciones económicas,
sociales y culturales conforman un conjunto que no sólo tiene su expresión política
en la creación del estado nacional, sino también en la formación de la sociedad
nacional. Este último proceso deviene en extremo complicado y las resultantes
finales escaparon a la intencionalidad de sus actores. Pero, de un modo u otro, el
resultado será la sociedad real del siglo XX cubano. Por ello, en esta parte del
trabajo sólo trataré de señalar, en grandes rasgos, lo que me parece determinante
en ese proceso.

Las transformaciones estructurales

A partir de la década del 850, se observan grandes cambios en el mercado


internacional de productos tropicales y una mejor y más efectiva reorganización
del comercio. El desarrollo de políticas proteccionistas por los países europeos,
incidirá en el destino de las producciones cubanas. La producción del azúcar de
remolacha en países como Alemania, Polonia y Francia – que aunque más cara y
menos efectiva que la de caña, conforma producciones nacionales de estos
países recibiendo un apoyo considerable por parte de los Estados -, coloca a la
producción azucarera cubana en una situación de inferioridad dentro de estos

62
mercados consumidores. Otras producciones como el café y las maderas tienden
a decaer y a tener un peso menor en el volumen total de las exportaciones. El
tabaco, a pesar de mantener mercados importantes e incluso ampliarlos, no
alcanza a ocupar primeros planos en el conjunto de las exportaciones de la Isla.
El producto irá llevando al país a lo que constituirían los dos rasgos fundamentales
de su economía durante el siglo XX: la monoproducción azucarera destinada a un
solo mercado; en este caso, Estados Unidos.

Al interior del país, los efectos fueron relevantes. La actividad económica de los
pequeños y medianos productores azucareros, ante la pujanza de la nueva
competencia, sufre un proceso acelerado de deterioro, que termina con frecuencia
en la ruina. Sólo los grandes capitales pueden adquirir nuevas tecnologías
capaces de abaratar y hacer más eficientes las producciones. Esta es la época del
surgimiento de las grandes firmas azucareras, sociedades anónimas, casas de
crédito, bancos. Todo ello asociado a un gran movimiento especulativo que
permite, por una parte, la creación de nuevas y modernas unidades industriales
azucareras – el central – y, por otra, la unión de fuertes capitales que incrementan
la competitividad de este tipo de producción azucarera a partir de la caña; proceso
que se constata en el número total de ingenios de finales del siglo XIX, como
puede comprobarse en la siguiente tabla:

Año Unidades Productivas Diferencia


1861 1 365 -
1877 1 191 -174
1890 900 -291
1894 450 -450
1899 207 -243

Fuentes: Censos y Revistas.

Aquí hago una observación que estimo sumamente significativa acerca del
movimiento independentista en su primera fase: figuras como Carlos Manuel de
Céspedes o Francisco Vicente Aguilera forman parte de esa mayoría de
propietarios azucareros y terratenientes que, para la década del 60, habían
perdido toda posibilidad de incorporarse con éxito a la competencia en los
mercados azucareros, por lo cual estaban en franco proceso de ruina, mientras la
fuerte y naciente gran oligarquía azucarera había aprovechado la crisis económica
y de mercado para adquirir tierras, esclavos y tecnologías con las cuales mejorar
sus condiciones de producción. Un ejemplo humano: mientras Francisco Vicente
Aguilera, el reputado mayor propietario de tierras (la mayoría vírgenes), recorría
las calles de Nueva York en pleno invierno con los zapatos rotos, Miguel Aldama
vivía en una lujosa casa de las más importantes avenidas neoyorquinas. En este
sentido hay que leer las incontables quejas de un gran número de antiguos
propietarios, acerca de la pérdida de sus propiedades y el lamentable estado
económico en que se hallaban, a pesar de atribuírselas a otras causas, como el
embargo de bienes en la primera guerra de independencia, o como consecuencia

63
de la propia actividad militar. La propia lógica del capitalismo, que disolvía las
relaciones esclavistas para reestructurar el sistema, implicaba la concentración de
la propiedad y de la producción en un número reducido de individuos y familias
cada vez más ricas. Las quejas de los arruinados sólo constituye el opaco eco de
un sector fuertemente arraigado en el pasado pero arruinado en la carrera
capitalista. Sus arrebatos en el lenguaje, Rafael Montoro, por ejemplo, no puede
identificarse con el proceso de formación de la sociedad cubana, sino con la
expresión de lo que desaparece. La literatura nostálgica del mundo del pasado, los
vivos y bellos recuerdos de la época esclavista, conforman la literatura de “lo que
el viento se llevó”.

El otro proceso importante en la reestructuración económica fue el modo en que


se disolvió la esclavitud. Si en el período anterior toda la sociedad estaba
vinculada, de un modo u otro, a la producción esclavista, en éste se produjo una
concentración de los esclavos hacia las unidades azucareras de mayores
dimensiones. La esencia del cambio tuvo razones económicas. Se ha destacado,
por ejemplo, como a finales de la década del 40, tras la práctica desaparición de
los cafetales occidentales, sucede un traslado masivo de éstos a los ingenios. Sin
embargo, este hecho no resulta ni el único ni el más significativo del proceso. Lo
más relevante reside en el alto precio de los esclavos desde la década del 30, que
hace prohibitiva su adquisición por los sectores medios. Ahora la esclavitud será
patrimonio de los grandes propietarios, concentrándose, en lo fundamental, en los
ingenios, muelles y almacenes. De ello desprendo una segunda conclusión
importante: las clases medias se distancian de la esclavitud y, teniendo en cuenta
otros factores no económicos como los sociales y culturales, se aproximan o
asumen las concepciones abolicionistas. Así, mientras en el período anterior la
esclavitud tenía una base social entre propietarios azucareros, terratenientes y las
amplias capas medias del campo y la ciudad, en este período sólo encontrará su
soporte en una burguesía esclavista que, no obstante, sólo la sostiene en tanto en
cuanto requiere de un tiempo necesario para crear el ejército de desocupados y
trabajadores que supla el problema de la fuerza de trabajo. Significativamente, es
el plan de la burguesía esclavista el que se llevará a cabo de un modo u otro.

Para comprender la verdadera dimensión del problema de la esclavitud y de la


importancia que tenía hallar las vías supletorias de fuerza de trabajo, hay que
precisar que el problema no residía – como aparece en algunos textos de historia
– en la necesidad de una reposición de la fuerza de trabajo, habida cuenta de que
los esclavos no tenían una reproducción natural, en lo esencial los de los ingenios
que vivían en un celibato forzoso, como para mantener el número de trabajadores
necesarios para los niveles alcanzados. El problema resultaba especialmente
agudo, si se toma en cuenta que el problema azucarero, tanto como el problema
productivo general del país había estado asociado con la conquista del espacio
geográfico cubano y su conversión en regiones económicas. Insisto en una idea
fundamental para entender el proceso. Hasta mediados del siglo XVIII, el poder
colonial español sólo había conquistado políticamente la isla de Cuba. La
colonización territorial sólo había cubierto el pequeño espacio del hinterland de las
ocho primeras villas; y aun esos espacios habían sido desiguales según la

64
capacidad comercial de cada una de ellas. Entre mediados del siglo XVIII y
mediados del XIX, el alud azucarero había logrado conquistar las tierras
principalmente del occidente y centro de la isla – excluida gran parte de Pinar del
Río y la parte oriental de Las Villas - ; salvo algunos pequeños partidos de
Camagüey, como el de Caonao, o zonas de Santiago de Cuba y Guantánamo,
parte de la zona central y oriental de la Isla no habían sido aún colonizadas para la
producción exportadora y el gran consumo interno. El 90% de la producción
azucarera estaba en el centro – occidente; por ello, también concentraba el grueso
de la esclavitud. Pero la perspectiva económica no sólo era sostener esas
producciones, sino también incorporar las amplias regiones de Camagüey y
Oriente a este proceso. De esta forma, el problema de la fuerza de trabajo para
una colonización efectiva de estas regiones, se convertía en la alternativa de
aumentar las riquezas producidas por el país con la incorporación de una nueva y
creciente fuerza de trabajo o la involución necesaria producto del no desarrollo de
las perspectivas regionales y el agotamiento de las variantes utilizadas hasta ese
momento. Entonces, la gran pregunta era ¿cómo resolver el poblamiento de las
nuevas regiones?

Entre las décadas del 40 y del 60 se implementaron varias vías en busca de esta
solución. Yucatecos, chinos, fueron traídos a la Isla por vías fraudulentas. Sin
embargo, había otra que resultó la más sostenida y la que resolvió gran parte del
problema. Menos destacada en nuestra historiografía, las inmigraciones canaria,
asturiana, gallega, andaluza y catalana vinieron a dar respuesta a la interrogante.
Los canarios se introdujeron por medio de contratos, en familia y en condición de
colonos, para ubicarlos en zonas de Pinar del Río y Las Villas, en lo fundamental
con el objetivo de crear un campesinado que tuviese la característica de ser
blanco. Los gallegos corrieron una suerte más triste. Hombres que reunían los
mismos requisitos que los canarios, se introdujeron en la Isla a través de una
amplia, estable y creciente red creada entre España y Cuba para emplearlos en lo
esencial como braceros en el desmonte de amplias zonas, para el corte de caña y
para otras labores de dura realización.

La política seguida con respecto a la fuerza de trabajo permitió en 1886 el decreto


de abolición de la esclavitud. Por otra parte, este decreto era el punto final del
proceso de lenta disolución de la esclavitud. El remanente de la enorme masa de
esclavos introducidos en Cuba, quedó incorporado a esa fuerza de trabajo
necesaria en los campos y ciudades. En estos aspectos, el proceso no se
interrumpió por la independencia de Cuba. Estos cambios estructurales y
referentes a la composición de la población se mantendrán hasta 1929, cuando se
inicia una nueva crisis estructural de la sociedad cubana. En alguna medida, la
dominación norteamericana y la nueva república permitirán acelerar el proceso, a
pesar de la dirección diferente de la reestructuración de las élites económicas
cubanas, de la salida de ella de un importante capital español y de la entrada,
cada vez más abierta, del capital norteamericano.

¿Modernidad? ¿Sociedad civil? ¿Incompletitud?

65
En cierto modo, la sociedad esclavista había penetrado tanto en la sociedad
cubana, que la desaparición de las estructuras económicas esclavistas no
implicaba, con todo, la desaparición de factores sociales, psicológicos y, sobre
todo, en las mentalidades colectivas de sectores y grupos sociales. No siempre
los más fuertes antiesclavistas o antitratistas lo eran por razones humanitarias. En
realidad, su argumento más recurrente estaba en el rechazo del negro y en la idea
obsesiva, ya señalada por Arango y Parreño y José Antonio Saco de blanquear la
Isla “hasta borrar el recuerdo de la esclavitud”. Muchas veces, el antiesclavismo
también era profundamente racista. Para este sector y la oligarquía, la extinción de
la esclavitud también constituía el proceso de marginación social del negro y, de
ser posible su reducción al mínimo dentro del conjunto de la población. Por estas
razones, junto al proceso jurídico que declaraba al negro libre – es decir, la
eliminación legal de la frontera racial— se desarrolla un amplio proceso de
segregación de este sector, sometido ahora a la discriminación y a los prejuicios
sociales más que a una marginación de tipo jurídico. En otro orden de cosas,
sobre todo a partir de 1878, se le da un amplio espacio a la creación de la
sociedad civil: es la época del surgimiento de los partidos políticos, de una prensa
con definidas tendencias políticas y culturales, sociedades fraternales, de recreo o
profesionales, liceos, etc. Mas, la característica esencial de todo este proceso
resulta la conservación de las diferencias y la rígida separación de los diversos
componentes sociales.

Los grandes centros que se crean en la época no son más que las asociaciones
de españoles según su origen. Así surgen el Centro Gallego, el Asturiano, el
Vasco, el de Dependientes... Estos constituyen, a su vez, verdaderos núcleos
culturales que preservan el idioma, la cultura a través de escuelas, lugares de
recreación y actividades culturales de sus regiones. Estos centros poseen, a su
vez, quintas u hospitales para atender a los naturales de su región o a sus
descendientes. Se llega incluso a pagar sumas enormes en la construcción
competitiva de los panteones en los cementerios.

Los criollos blancos de las capas medias tienden a asociarse en los liceos y en las
organizaciones profesionales. Una amplia gama de sociedades de recreo y cultura
surge para agrupar los oficios, aunque en este sentido también se destaca mucho
la agrupación desde una óptica racial. Quizá sea esta la etapa, durante el siglo
XIX, en la cual se desarrolla con más fuerzas una organización social basada en la
existencia de los grupos artesanales y profesionales.

La reestructuración social también se ve incentivada por el desarrollo de una


amplia actividad en las ciudades. Surgen por entonces los grandes teatros como el
Payret, el Sauto en Matanzas, el Terry en Cienfuegos o el Marta Abreu en Santa
Clara. Se mejora la urbanización, se introduce la luz eléctrica, el teléfono, el
telégrafo, se mejoran los medios de transporte – incluida una considerable
ampliación de la red ferrocarrilera –, se desarrollan las redes de servicios públicos
y la vida toma una tónica más urbana, asumiendo con mayor definición los perfiles
característicos de la vida cotidiana del cubano. Ciudades como La Habana,

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Santiago, Cienfuegos, Matanzas, grandes puertos y a la vez grandes
reformadoras de la vida cotidiana, reciben influencias de los más variados lugares
del mundo. Su comercio se especializa por países: las grandes telas catalanas, la
joyería y dulcería francesas, la maquinaria norteamericana, la presencia de
alemanes o ingleses en otros renglones, les dan cierta universalidad a las
ciudades. En todas hay importantes librerías donde pueden adquirirse los libros
más cotizados de entonces: Alejandro Dumas, Lamartine, Chateaubriand, Víctor
Hugo, Sir Walter Scott o Gustavo Adolfo Becker, ocupan espacios junto a los
grandes clásicos españoles, Cervantes, Calderón, Lope de Vega. Pero lo más
significativo está en que junto a esa universalidad tienen una fuerte presencia,
como nunca antes en la historia de Cuba, los autores de la Isla. Un monumental
diccionario enciclopédico de la masonería, de Lorenzo Frau Abinés, se publica en
1881, como no pudo hacerse en España; el libro de los ingenios de Justo J.
Cantero es una preciosa joya ilustrada en colores que sigue siendo un referente
obligado para toda visión del mundo azucarero del siglo XIX; José F. Sierra
publica por primera vez un libro completo titulado Floricultura Cubana y José María
de la Torre esas bellas páginas que conformaran su libro Lo que fuimos y lo que
somos o La Habana antigua y moderna. Las revistas y folletos contribuyen a un
conocimiento y a un debate sobre el país, sus gentes y a sus problemas. Por lo
general no son ingenuos los escritores, que saben qué quieren y qué defienden.
Muchos presionan en una dirección intencionada en cuanto a la interpretación de
la sociedad cubana, y, digámoslo sin tapujos, pretenden fundamentar la sociedad
dividida en estamentos y la superioridad de algunos de ellos sobre otros. En
realidad, cultura, pensamiento, están asociados íntimamente con una evolución
que ha ocurrido en la segunda mitad del siglo XIX y que produce relevantes
modificaciones, por un lado, en la recepción del pensamiento y, por otro, en la
transformación del pensamiento interno. Quizás, el sello más notable y el que
aglutina los demás referentes teóricos, lo constituye el liberalismo que, después de
la larga experiencia del siglo XIX, adquiere una organicidad interna en esta época.

Con un fuerte referente en el liberalismo norteamericano, sus problemas y metas


tienden a distanciarse de los del peninsular. La antinomia entre liberales
metropolitanos y liberales cubanos, pasa por el reconocido contenido del
colonialismo. La ceguera hispana llega a tal punto, que, en 1873, Martí llama la
atención a los republicanos españoles para que “no se conviertan en liberticidas
de Cuba los libertadores de España”. El sostén de ese liberalismo insular lo es su
sociedad civil, que lenta pero sistemáticamente se comienza a constituir en sostén
de una modernidad a la que se aspira en términos de democracia selectiva, poco
representativa y mucho menos participativa. La deformada estructura económica,
además, coadyuva a que el funcionamiento de esa sociedad civil sea anómalo y
deformado. Racismo e incultura forman parte de la cultura, compartimentaciones y
aislamientos dividen en pequeñas parcelas, llamadas barrios, la naciente sociedad
cubana. Como todas las grandes ciudades, las cubanas resultan un hervidero de
inmigrantes de muy diversas procedencias. Una cultura atlántica recorre sus
calles, pero, tras las puertas, sigue sonando el tambor africano o la música
española. Entre esos islotes culturales, navega, con una vitalidad inusitada, la
nueva actividad cultural que le da forma a lo cubano. El danzón ya tiene una

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espiritualidad, un ritmo diferente, que, aunque les debe a África y España, y a la
contradanza francesa sus orígenes remotos, ya no es ninguno de ellos; constituye
la expresión espiritual de una nueva cultura. No nace de la intención de los
intelectuales que tratan de descubrir su verdad en el libro europeo; no nace
tampoco del barracón aislado, nace del bullicio de las calles y del secreto de los
patios y traspatios de los barrios. Es la ciudad la hacedora de la nueva cultura; la
música, su expresión más genuina y auténtica. No intenta explicar ni explicarse,
sólo intenta expresarse. Y, gracias al aprendizaje de siglos, sabe guardar sus
secretos para dejar al extraño la extraña sensación de lo exótico. Pero también es
burla, una seguridad interna en lo propio de la cultura naciente, con el sustento de
siglos. Deviene una cosmovisión cuyos signos y símbolos sólo son interpretables
para quien se entrega y es aceptado, porque ya forma parte de esa cultura.

Una reflexión; una incitación

En el estudio de las culturas europeas, desde el siglo pasado se impuso toda una
concepción de cómo se producen los procesos de formación nacional. De más
está decir que este esquema, en estricto rigor, ni siquiera resulta aplicable a toda
Europa. En realidad, responde a un proceso ideal que sólo fue real en el caso
francés y, en cierta medida, en el inglés. Ni Alemania, ni Italia, ni España, pasaron
por procesos de integración nacional como el que refiere el esquema tradicional.
Resulta, pues, que ese modelo sería extremadamente difícil de imponer a la
evolución de la sociedad cubana. Estamos ante la situación de que un momento
clave en la formación orgánica de la cubanidad y, con ella, sus elementos
expresivos – nación, cultura, patria – sucede dentro de un contexto histórico, tanto
universal como singular, muy diferente al que produjo los procesos de formación
de las culturas occidentales. La constitución jurídica del Estado nacional en Cuba
se da con el inicio del siglo XX, justamente en el momento de la lucha entre
imperios por el reparto, no sólo económico sino cultural del mundo. La Guerra
Hispano – Cubano – Americana fue la impronta imperial del norte que, junto a la
Guerra Ruso – Japonesa de 1905, desplazó a Europa del centro de la evolución
capitalista. Cuba accede a la independencia ficticia allí donde, junto a la
imposición económica, está la imposición cultural. Pero más al fondo, lo grave del
problema estriba en que ello acontece cuando el proceso de delimitación y
conformación de lo cubano empezaba a cristalizar.

No insistiré en los elementos cruciales ya apuntado en las dos partes anteriores de


este trabajo. Sólo hago la observación de que la sociedad esclavista –
entendiendo por tal aquella en que tomo forma y auge la esclavitud intensiva de la
plantación – se insertó en la tradicional sociedad criolla distorsionando sus
elementos característicos, que conllevarán al surgimiento de las repúblicas
latinoamericanas. Por otra parte, no puede dejar de tenerse presente que al no ser
una sociedad típica plantacionista al estilo de las Antillas inglesas y francesas, el
componente cultural criollo, aunque distorsionado, produce la permanencia de una
evolución cultural que sigue poseyendo una fuerte raíz en el conjunto de valores,
tradiciones y aspiraciones del criollismo. No obstante, la compleja resultante de la

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evolución cubana pone a la cubanidad en formación en una disyuntiva creadora
que resulta en sí un campo de tensión colocado fuera de las normas que, tanto
para Europa como para América, se habían planteado.

Además, la aspiración a la realización cultural propia, que implica la necesaria


acción política – entendiendo por política el campo del pensamiento y la acción en
el cual se realiza o no el proyecto nacional -, se mueve en otro campo límite de
posibilidades. Este se relaciona con que la realización de la cubanidad está
comprimida entre una España que ni económica, ni jurídica, ni políticamente,
había alcanzado el desarrollo de una metrópoli industrial moderna, y unos Estados
Unidos que, después de la Guerra de Secesión, de la reconstrucción interna, de la
conquista del oeste con la cual finalizó la actual composición de esta nación y con
la formación de los grandes monopolios que implicó la formación del gran capital
norteamericano, ofrecían, al par, que una abierta política expansionista de reto a la
europea, un modelo democrático burgués liberal que, para la aspiración de altos
sectores de la burguesía cubana, formados en este país, podía constituirse en el
modelo a seguir y en la asociación necesaria para el futuro de Cuba.

Por tanto, la cubanidad accede a la modernidad o, con más precisión, al intento de


lograr su modernidad – entendiendo por tal la sociedad capitalista con todas sus
estructuras; es decir, como sociedad orgánica económica, social, ideológica,
cultural y políticamente -, bajo tres campos de tensión: a) una tensión interna entre
los factores no integrados de la cubanidad, pero componentes de ella: b) un
proceso de cambio estructural caracterizado por la presencia anómala de la
rémoras de la esclavitud, la incompletitud de las estructuras económicas y
sociales, y el desarrollo de una ideología hegemonizada como resultado de ese
proceso anómalo: c) el carácter de nación pequeña comprimida en el proceso de
recambio mundial de hegemonías y de fases de desarrollo de un capitalismo que,
a diferencia de los momentos en que se formaron otras naciones, ha creado
mecanismos de dominación mucho más acabados y, por ende, más efectivos.
Esta situación límite, este caminar por el filo del cuchillo le dio al proceso de
formación de la cubanidad, en esta etapa, un nivel de profundidad y de
complejidad que explica el modo en que se expresaron las principales figuras del
movimiento independentista.

Pero el punto de partida de todo análisis que permita captar la esencia del
problema, no está en las expresiones políticas, sino en el fondo mucho más
profundo de la evolución en sí del pueblo cubano en esta etapa. No siempre, y
exceptúo la excepcional figura de José Martí, la expresión política pudo captar y
expresar toda la profundidad del conflicto y de las aspiraciones que estaban en las
bases populares. Si bien el proceso de disolución de la esclavitud significó la
eliminación de cierto obstáculo a la creación de una sociedad, aunque piramidal,
que considera jurídicamente a sus ciudadanos iguales, la característica de la
sociedad establecida, y en esto no se diferencia de otras del capitalismo de su
época, estableció una rígida compartimentación social. La sociedad civil no hizo
más que sustituir las estructuras jurídicas por las invisibles divisiones sociales.
Los mecanismos económicos contribuyeron, esencialmente en los campos, a

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crear una especie de semiesclavitud económica que puede estimarse en la línea
divisoria entre la esclavitud directa y la esclavitud indirecta del proletariado. Un
ejemplo típico de ella fue el pago en fichas de los ingenios y no en dinero a los
trabajadores supuestamente libres. Este campo de tensión se reflejará en la
cultura popular a través de expresiones que no siempre están recogidas por
consistir fórmulas rechazadas por la supuesta cultura élite.

La cubanidad: la pasión de lo posible

La manipulación política de ciertos conceptos sólo constituye la demostración de


la fuerza de lo que se oculta detrás de ellos. Durante la república neocolonial, la
demagogia política tuvo entre sus términos preferidos el de la cubanidad. Las
viejas generaciones recuerdan a aquel político, quizás uno de los más hábiles en
la demagogia republicana, Ramón Grau San Martín, que llegó incluso al uso
ridículo del concepto. Por ello, no pocos lo eluden. Grau sólo tuvo la habilidad de
robar un concepto base, uno de los instrumentos de trabajo más valiosos del
debate intelectual. Sin embargo, ello no valida el valor científico y cultural que
encierra el término.

El siglo XIX intentó encontrar su propio sentido de lo cubano. Martí le dio al


concepto de cubano el más profundo e integrador contenido social. Se lo dio a
través de dos definiciones que han devenido reglas en la búsqueda de esa
cubanidad perdida. El primero fue cuando definió que cubano era, más que
blanco, más que mulato, más que negro. Instauraba así un concepto de la
cubanidad multiétnico y multicolor; integrador y definidor como fenómeno cultural,
histórico y político. La segunda definición complementaria de la anterior se halla
en su concepto de patria. Definición excepcional en tanto su contenido humanista,
en las dos acepciones, por lo universal y por el pensamiento, que constituye una
pieza magistral de la definición de la patria cubana como receptáculo y expresión
de todos sus componentes.

“Patria es humanidad, es aquella porción de la humanidad que vemos más de


cerca, y en que nos tocó nacer; y ni se ha de permitir que con el engaño del santo
nombre se defienda a monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas
descaradas y hambronas, ni porque a estos pecados se dé a menudo el nombre
de patria, ha de negarse el hombre a cumplir su deber de humanidad en la porción
de ellas que tiene más cerca”.

Esta concepción está ampliada en el propio pensamiento martiano por las


siguientes líneas:

“Patria no es más que el conjunto de condiciones en que pueden vivir satisfechos


el decoro y el bienestar de los hijos de un país. No es patria el amor irracional a
un rincón de la tierra porque nacimos en él: ni el odio a otro país, acaso tanto
infortunado como culpable. Patria es algo más que opresión, algo más que
pedazos de terreno sin libertad y sin vida, algo más que derecho de posesión a la

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fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines,
fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas”.

En otro sentido, Don Fernando Ortiz dio quizás una de las más manejadas
definiciones de la cubanidad. La cubanidad es la calidad de lo cubano; lo cubano
es un ajiaco. En realidad, para cocer el ajiaco hace falta el fuego; la pasión de
Prometeo. Pero esa pasión no solo puede cocinar el ajiaco, sino algo más
esencial: en lugar de una simple mezcla de elementos, crear en una combinación
nueva una calidad nueva; es decir, una cultura nueva. Para mí, lo esencial de la
definición de cubanidad es el resultado de fases y etapas diversas en la formación
de un pueblo. Ese fondo profundo que condiciona actitudes, aspiraciones,
sentimientos, modos de ser y de vivir, y, sobre todo, esa compleja amalgama que
conforma lo más profundo de la mentalidad cubana. Profana, libérrima, alegre,
fuerte y siempre situada en el límite de todos los límites. En la necesidad de ser y
en la obligación de buscar su deber ser, porque de lo contrario sería su no ser.
José de la Luz y Caballero, de modo magistral en el uso del verbo ser, definió esa
sensación que perennemente han tenido todas las generaciones de cubanos:
“todo es en mí fue, en mi patria será”. Por ello he definido la cubanidad como la
pasión de lo posible, como la búsqueda constante del deber ser de una sociedad
que nunca logra estar conforme consigo misma y que siempre se mueve con los
latidos constantes del peligro.

La cubanidad ha sido hasta hoy la sensación de lo incompleto; lo incompleto


resulta la seguridad de que aún no hemos sido capaces de alcanzar nuestras
propias aspiraciones.

Fuente: Eduardo Torres Cuevas. “En busca de la cubanidad” (Tres partes) en


Debates Americanos, La Habana, Parte I. No. 1, enero/junio, 1995. Pág. 2-17;
Parte II. No.2, enero – junio, 1996. Pág. 9 –11; Parte III. No 3, enero – junio,
1997, Pág. 3 –10

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