El Santuario
El Santuario
El Santuario
Los israelitas eran esclavos del Faraón en Egipto. Ellos no eran felices.
Eran afligidos continuamente, y Dios escuchó el amargo “clamor” de ellos “a
causa de sus exactores” y conoció “sus angustias” (Éxodo 3:7).
El gran plan de Dios consistía en liberar a los esclavos hebreos. Así que
comisionó a Moisés para esa tarea. Y le dijo: “cuando hayas sacado de Egipto
al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte” (versículo 12).
Punto de Encuentro
Dentro de su magnífico plan, el Señor había diseñado un lugar que sería
un punto de encuentro entre Él y su pueblo: el Santuario. Una vez liberados los
israelitas, y manifestado el plan de salvación mediante el Tabernáculo que Dios
le mostraría a Moisés para hacerlo “conforme al modelo” (Éxodo 25: 40) que le
sería mostrado, Dios se propuso lo siguiente: “habitaré entre los hijos de Israel,
y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la
tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios” (Éxodo
29:45, 46). Dios estaba interesado en ese Santuario, porque Él se había
propuesto morar entre su pueblo. El Santuario era el lugar de encuentro entre
Dios y sus redimidos. Él dice: “Allí me reuniré con los hijos de Israel; y el lugar
será santificado con mi gloria” (versículo 43, todas las cursivas son añadidas
del autor). El verbo hebreo Ya‘ad equivale a “hacer una cita”. Dios quería
reunirse con su pueblo, porque Dios es un Dios inmanente. Cabe aclarar, sin
embargo, la inmanencia de Dios no afecta su trascendencia. En ese encuentro
Dios sigue siendo soberano. Sus Diez Mandamientos dados en el Sinaí lo
revelan.
Al Santuario terrenal, Moisés “lo llamó el Tabernáculo de Reunión”
(Éxodo 33:7). Ese Tabernáculo de Reunión era el centro de actividad del
pueblo de Dios. Era aquí en donde Dios se encontraba con su pueblo, y el
pueblo se reunía para recibir el misericordioso perdón de Dios mediante el
sacrificio de la ofrenda. Dios les estaba obsequiando su presencia. Él les
proveyó una identidad. El Santuario, proclama la inmanencia de Dios fundada
en su amor.
Más tarde, cuando Jehová liberó a los esclavos hebreos; “e Israel vio a
los egipcios muertos a la orilla del mar” (Éxodo 14:30), en su cántico de
liberación, Moisés dijo al Señor: “Condujiste en tu misericordia a este pueblo
que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada” (Éxodo 15:13).
¿Y cuál era ese lugar a donde el Señor los llevó e hizo pacto con ellos? ¿A qué
se refiere con “tu santa morada”? Por supuesto que fue el Monte de Dios, el
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Sinaí, donde les dio las tablas del pacto, los diez mandamientos. Fue allí, al pie
del Monte donde Dios les pidió a los israelitas: “Altar de tierra harás para mí, y
sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus
vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre,
vendré a ti y te bendeciré” (Éxodo 20:24). Evidentemente, el Sinaí se convirtió
en el primer Santuario israelita. El santuario es su “santa morada”.
El Evangelio en el Santuario
El evangelio fue predicado a los antiguos israelitas por medio del servicio
del Santuario terrenal, representación objetiva de todo el plan de salvación. ¡El
Santuario, en sombras, reveló la expiación por medio del sacrificio de la
ofrenda, la mediación a través del sumo sacerdote, la confesión por medio del
penitente, la purificación a través de la sangre; la ley, el juicio, la justificación,
santificación y la glorificación, y todo eso por la fe!
San Pablo afirma que el evangelio que hemos recibido ya se les había
dado a conocer a los antiguos israelitas, y esto fue mediante el Santuario
terrenal. “Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva
como a ellos…” (Hebreos 4:2).
Hay un templo en los cielos donde Dios mora. En su oración dijo el rey
Salomón: “Oye, pues, la oración de tu siervo, y de tu pueblo Israel; cuando
oren en este lugar, también tú los oirás en el lugar de tu morada, en los cielos;
escucha y perdona” (1 Reyes 8:30). Según estas palabras, Salomón reconoce
la existencia del Santuario Celestial, y desde allí Dios “escucha y perdona” a
los que “por la fe” entran al “Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo”,
nuestro sacrificio (Hebreos 10:19). Un ejemplo de esto lo encontramos en
David cuando dijo: “En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios. Él
oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos”
(Salmos 18:6).
Finalmente, Pablo nos exhorta: “acerquémonos con corazón sincero, en
plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y
lavados los cuerpos con agua pura” (Hebreos 10:22). Esta es la experiencia de
la salvación manifestada desde el Santuario de Dios.