Antimanual de Sexo - Valerie Tasso
Antimanual de Sexo - Valerie Tasso
Antimanual de Sexo - Valerie Tasso
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Antimanual de sexo
Nota de la autora
De puntita, nada má s…
Tó picos que desmontar
Hacemos el amor para sentir placer, comunicar o reproducirnos
El deseo está para iniciar una relació n sexual
Creemos saber lo que deseamos
El sexo ya no es tabú
Sabemos de sexo má s que antes
Los prejuicios sobre el sexo siempre han sido los mismos
La primera vez es crucial
El impulso sexual empieza en la adolescencia
Los preliminares sirven para preparar el coito
El sexo sin penetració n es incompleto
El sexo con é xito acaba en el orgasmo
El sexo está para pasá rselo bien
No se puede vivir sin sexo
El sexo es un impulso bioló gico
Los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no
La mayorı́a de las mujeres pre ieren el sexo con amor
Hay que preocuparse siempre por el otro durante el sexo
Hay que practicar mucho para hacer bien el amor
El hombre, cuanto má s aguanta, mejor amante es
El tantra sirve para aprender a follar durante horas
Todos podemos ser multiorgá smicos
El orgasmo simultá neo es lo má s
Existe el punto G
Las bolas chinas sirven para dar placer
Si no siento placer, es que soy anorgá smica
La eyaculació n precoz es un problema del hombre
Mi pareja me toca menos… Seguro que ya no me quiere
Con la edad se pierden las ganas
La masturbació n es un sustituto del sexo
Es difı́cil perdonar una in idelidad
El que recurre a la prostitució n es porque le falta algo en casa
La prostitució n es indigna
Quien se prostituye vende su cuerpo
Hay que legalizar, prohibir o abolir la prostitució n
Las fantası́as sexuales se pueden realizar
Los afrodisı́acos existen
El kamasutra sirve para aprender posturas para el coito
El tamañ o importa o el tamañ o no importa
El clı́toris es pequeñ o
Los homosexuales son promiscuos
El sexo entrañ a muchos peligros
El sexo puede ser adictivo
La pornografı́a es basta y el erotismo es elegante
La religió n y el sexo no se llevan bien
La estimulació n anal es cosa de homosexuales
Existen enfermedades de transmisió n sexual
La sexologı́a es cosa de mé dicos o psicó logos
Agradecimientos
Bibliografı́a
Té rminos inventados por la autora o por lo menos que ella cree que ha
inventado
Autora
Hablamos y hablamos sin cesar del sexo. Sin embargo, vamos repitiendo
las mismas estupideces y necedades, utilizando tópicos que se pegan
más que el chicle a la suela del zapato. Harta de escuchar siempre la
misma canción, decidí escribir un «antimanual» utilizando mis propias
vivencias, para luego reflexionar y desmontar algunos tópicos que
nuestra mente colectiva ha digerido, porque nuestro sexo no tiene una
tecla «play», como un lavavajillas, no es un cuaderno de autoescuela ni
un piano que haya que afinar y aprender a tocar con una maestría
académica y uniforme. Antimanual de sexo es un libro que se enfrenta al
manual de uso y consumo y pretende desarmar con ironía la cadena de
palabras con la que han constreñido nuestra sexualidad. Para luego,
desde la libertad que da el conocimiento, cada uno actúe sin venir
aleccionado por ningún otro manual de combate.
Valérie Tasso
Antimanual de sexo
ePub r1.2
XcUiDi 08.03.18
Tı́tulo original: Antimanual de sexo
Valé rie Tasso, 2008
Editor digital: XcUiDi
Correcció n de erratas: hugocarterp
ePub base r1.2
Este libro se ha maquetado siguiendo los está ndares de calidad de www.epublibre.org.
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A Jorge, mi compañ ero de viaje.
Descolgué el auricular.
El que recurre a la prostitución es
porque le falta algo en casa
Un juez pregunta a una mujer que solicita el divorcio:
—¿Cuá l es la causa de su petició n?
—Que mi marido me trata como si fuese una perra.
—¿Recibe usted malos tratos?
—No, es que quiere que le sea iel.
Chiste popular que me contó un dı́a una abogada matrimonialista intentando profundizar en los
motivos por los que hacemos ciertas cosas.
En la zona de catering, el director del programa no paraba de darle
á nimos paternalistas. Ella abrı́a unos ojos radiantes, mientras sus
pequeñ as y regordetas manos rebuscaban por la bandeja un canapé
apetitoso. La habı́a visto, aquella misma noche, momentos antes de que
yo entrara en el camerino. Cuando sus pasos se cruzaron con los mı́os,
pude notar su vitalidad y su desconcierto. Parecı́a una niñ a pequeñ a a
la que hubieran dejado sola en una tienda de caramelos. Me saludó con
una sonrisa franca que parecı́a decir: «¡Voy a salir en la tele!».
A é l lo conocı́a de haber coincidido en otros programas. Su
trayectoria de cuchillero de alquiler en estos espacios sensacionalistas
no pasaba por alto dentro del medio. Para el gran pú blico era un tipo
gracioso, de insulto fá cil y pasado, presente y futuro oscuro.
«Ya la tienes a punto…», le susurró el director mientras apoyaba una
mano en su hombro.
Encendı́ sin prisas un cigarrillo. El evitó mi mirada.
Sancionar el consumo no es la estrategia preferida del orden
econó mico (que cada vez se distingue menos del orden moral),
precisamente porque es la ló gica del consumo la que lo sustenta;
producir bienes de consumo para poder consumir bienes de consumo.
Sin embargo, sucede que en ocasiones, para acabar con una prá ctica
que pueda dañ ar «el bien pú blico», resulta menos costoso condenar,
responsabilizar y aterrorizar al consumidor que acabar con la poderosa
estructura de producció n y distribució n que genera esa prá ctica.
El verdadero é xito de, por ejemplo, la larga y sostenida campañ a
anticonsumo de tabaco estriba primordialmente en hacer caer la
responsabilidad del consumo exclusivamente en el usuario inal (el
«libre albedrı́o» es un magnı́ ico invento para generar culpas). Una vez
ahı́, se pensó que bastarı́a con documentar exhaustivamente los efectos
fı́sicos de la droga para meter el miedo en el cuerpo. Pero eso quizá no
fuera su iciente; la adicció n al tabaco es poderosa y la voluntad de
poder decidir por uno mismo qué hacer con su cuerpo tambié n. El
verdadero é xito llegó cuando se hizo del fumador un «sujeto
contaminante»; alguien apestado que transmite y contagia su
pestilencia a su paso. El descubrimiento de la igura «fumador pasivo»
convirtió al fumador en un desalmado social que debı́a ser incriminado
por el ojo pú blico, vı́a mirada del vecino, como en el sistema piramidal
de control de los regı́menes totalitarios. Hasta que no só lo se convenció
al vecino del delito del pró jimo, sino al propio pró jimo de su delito.
El «bien comú n» queda protegido (el «bien comú n» que, má s allá de
la preocupació n humanı́stica, es una simple balanza de pagos entre lo
que genera y lo que cuesta, en el caso del tabaco, la riqueza que genera
cada cigarrillo consumido y el gasto sanitario que procura). Para
cuando consumir tabaco sea el anacronismo de una sociedad inmadura,
las empresas productoras de tabaco ya habrá n podido reorientar su
actividad hacia otras má s «saludables» (la industria armamentı́stica,
por ejemplo).
En la prostitució n el consumo se sanciona con esló ganes como
«porque Tú pagas existe la prostitució n» o «el que recurre a la
prostitució n es porque le falta algo en casa». Uno institucional, el otro
de uso comú n. Uno de partido, el otro popular.
Entramos en el plato cinco minutos antes de que empezara la
emisió n en directo. Me ajustaron el micro sobre el chaleco cuando ya
habı́a tomado asiento en la zona de invitados. Pude ver su cara
exultante entre el pú blico. El nerviosismo se le escapaba por los
pliegues de un vestido negro, de una talla demasiado optimista, que
debı́a de haber comprado para la ocasió n.
«Probando, uno, dos, probando…», susurré al micro, sin ijarme
demasiado en la respuesta del té cnico de sonido. Era ella quien captaba
mi atenció n.
Hemos convertido a la mujer en un elemento multifunció n, como las
navajas suizas. Ahora es un abrecartas, ahora una sierra, ahora una
lupa, ahora un palillo de dientes. Su identidad la de inimos por el rol
social que desempeñ a en cada momento. De elemento «amante» (la
novia) pasa a ser un elemento «administrativo» (la esposa) y de
elemento «tutorial» (la madre) pasa a elemento «contemplativo» (la
abuela). Cada atribució n de funciones parece ú nica y exclusiva de la
tarea que realiza la mujer en determinado momento y cada atribució n
parece de inir la identidad profunda de la misma mujer. Cuesta pensar
en una abuela amante, cuesta pensar en una amante que administre un
hogar. Como en el teatro griego el hypocrites, el actor, es, segú n la
má scara que lleve, el personaje que representa en ese momento, pero
nunca el propio actor.
Esa determinació n identitaria en funció n de las responsabilidades
nos la creemos todos; la masa ciudadana, los hombres y, especialmente,
las mujeres. Es por ello por lo que atribuimos una in idelidad de pago a
que la compañ era ha dejado de ser aquella que desarrollaba la funció n
de amante en la commedia dell’ arte, só lo porque le han impuesto la
má scara de Dottore Peste. Só lo porque confundimos la má scara con la
persona.
Todo ello es igualmente aplicable a la novia eterna; la meretriz. En su
funció n de amante complaciente no se la puede ver como esposa,
madre o abuela. Sorprendentemente, la puta, para el sistema de
marcaje y etiquetaje social, só lo es puta. Y de por vida.
El «debate» se desarrolló con relativa normalidad. Pero faltaba
«chispa». El presentador, posiblemente siguiendo indicaciones de las
voces del pinganillo, anunció la presencia en el estudio de alguien que
querı́a denunciar algo. Y le pasó la palabra.
Se levantó de un salto. Sujetó temblorosa el micró fono que le pasó la
azafata y llena de convicció n expuso, como en una lecció n bien
aprendida, como su marido frecuentaba las casas de lenocinio pese a
que ella estaba dispuesta sexualmente a hacer cualquier cosa. Sus kilos
de má s se agitaban cada vez que enfatizaba la protesta. Su cara redonda
habı́a empezado a sudar y el maquillaje se diluı́a como una mancha de
tinta fresca. Su euforia amenazaba con tirarla gradas abajo.
El presentador, o la voz del pinganillo, profundizó .
—Pero ¿qué cosas está s dispuesta a hacer?
Ella, entre las risas generales, explicó detalladamente cada una de
sus disposiciones, mientras sus sudorosas manos se agitaban por el
aire. Y con ellas, el micró fono.
—Lo que sea; dejarme dar por el culo, tragarme su semen, que
estemos con otras mujeres, que me ate a la cama… Todo. Y digo todo.
Se iba creciendo a medida que el pudor la abandonaba. Cerraba las
manos con fuerza mientras exponı́a su conversió n a «puta marital»
para condenar al putero in iel. Segura, reforzada por la aclamació n
popular en forma de risotadas, la elocuencia hizo que sus tacones
nuevos no soportaran tanto é nfasis y cedió el del zapato derecho,
sentá ndose en el traspié s, en un señ or calvo que ocupaba la plaza
contigua a ella, mientras su voz desaparecı́a por la caı́da del micró fono
y su imagen oculta por la risotada fá cil del pú blico.
Entonces intervino é l:
—Con una loca como tú , es un deber largarse de putas y como no te
des prisa en levantarte, el programa va a tener que pagarle a é ste la
visita al burdel. Anda ya, y pierde unos kilos…
Intentó responder, pero no pudo.
Su semblante cambió a medida que su seguridad se apagaba. Y su
imagen menguaba a medida que su denuncia desaparecı́a para
centrarse en otro testimonio.
Ya no era má s la mujer en vı́as de liberació n que reclamaba sus
derechos, ahora era una gorda que habı́a entretenido con su estupidez
al personal. Y en el trá nsito entre la gloria y la congoja debió tomar,
injustamente, conciencia de ello.
La gloria efı́mera de una burla que, a buen seguro, no debieron de
perderse su madre, sus amigos y el que le vendió un vestido negro de
dos tallas menos.
Só lo volvimos a verla en el monitor central cuando la cá mara enfocó ,
unos minutos despué s y para todos los espectadores en su casa, la
amargura y el rı́mel involuntariamente corrido en su rostro.
A buen seguro que alguien habı́a logrado continuidad como
tertuliano, y no era, precisamente, la chica que saludaba con una
sonrisa. La chica que creyó que ella era el motivo.
La prostitución es indigna
—¡¡¡Joder, es que parece que yo no pueda hacer con mis genitales lo que me salga de los mismos!!!
—dije indignada—. ¡Parece como si mi vulva fuera propiedad del Estado…! —Rematé .
—El coñ o de Valé rie como un bien de uso social… tı́a, eso sı́ que es una buena orgı́a… —dijo é l,
aspirando, adormecido, el humo de aquel exó tico cigarrillo.
Durante una conversació n, en casa, tras la publicació n de Diario de una ninfó mana.
Cuando la conocı́, trabajaba en una planta envasadora de pescado. Su
contrato de treinta dı́as concluı́a aquella semana. Cada dos horas tenı́a
cinco minutos para poder fumar un cigarrillo. El gorrito de papel se le
pegaba al cabello como una peluca rı́gida de los cincuenta. El resto del
uniforme, que debı́a preservar bajo su responsabilidad al menos treinta
dı́as, la convertı́a en un elemento má s, con una identidad difı́cil de
rescatar de la del resto de las envasadoras. Ello no impedı́a que el
encargado de planta la mirara bien, quizá con la promesa de treinta
dı́as má s. La jornada de ocho horas se extendı́a a doce (seis cigarrillos al
cambio). Nadie la obligaba a ello. Nadie salvo, quizá , un marido de baja
por depresió n cró nica, un alquiler má s alto que su salario, los lá pices de
colores prometidos a su hijo y el hacer mé ritos profesionales evitando
pasar por las manos del encargado. De todo, lo má s complicado era
eliminar el olor a pescado cuando regresaba a casa.
Me lo contó en la Feria del libro de Madrid de 2006 en El Retiro.
Habı́a comprado mi ú ltimo libro y querı́a que se lo dedicase: «A Desiré ,
con cariñ o». Me preguntó , entre tı́mida y esperanzada, lo que podı́a
hacer para recuperar el deseo que su pareja habı́a perdido, mucho
tiempo atrá s, por ella. Le respondı́ con una fó rmula está ndar, de esas
que no sirven para nada pero que quedan bastante bien.
La cola de gente esperando saludarme frente a la caseta era, en aquel
momento, considerable.
La dignidad empieza a asociarse al sexo cuando se sacralizan los
genitales. Cuando los genitales de uno pasan a ser propiedad de la
comunidad (religiosa, social o polı́tica) y su uso, regulado por las leyes
de é sta. Intuyo, y é sta es una propuesta que lanzo, que posiblemente en
los inicios de este proceso de identi icació n genital/dignidad vı́a
sacralizació n tiene mucho que ver la Virgen Marı́a. En el origen del mito
de la virginidad de Marı́a resulta instructivo leer a autores como
Arnheim que atribuyen el «fenó meno» de Marı́a a una mala e
intencionada traducció n del hebreo al griego (la lengua que hablaban
todos los exegetas de la igura mesiá nica). En la Edad Media, el «amor
corté s», con su casto sentido del amour de loin (del amor por la «mujer
concepto», por la que no se «encarna») y el nacimiento del culto
mariano (la Virgen Marı́a hasta entonces habı́a sido só lo una igura má s
o menos devocional del imaginario cristiano, pero es en la Baja Edad
Media donde se le empiezan a consagrar iglesias y catedrales y cuando
comienza a aparecerse su imagen) aposentan esta obligació n de la
virtud genital. Sea como fuera, en esos ó rganos que llamamos genitales
parece que habita en las mujeres, como un hué sped gorró n al que
nunca le llega la hora de irse, la dignidad.
Me alegró recibir un e-mail de ella unas semanas má s tarde. Una
direcció n de correo electró nico que iguraba en la solapa de mi libro le
facilitó el acceso. Me contaba que le habı́an rescindido el contrato en la
planta envasadora, pero que, en apenas diez dı́as, la ETT la habı́a
colocado en una nave empaquetando ositos de peluche. No habı́a un
solo reproche hacia el mundo en sus comentarios.
No es extrañ o que me contacten ignorantes que apestan con su
amargura y su rencor, só lo porque son capaces de imaginarse un
devenir mejor. Personas que culpan a los demá s de que los cuentos de
hadas no se cumplan y que con una enorme agresividad hacia la vida y
hacia los que la pueblan son incapaces de encontrar ninguna
responsabilidad propia al haber escrito en su fantası́a una historia que
no es la suya. Gentes que, en ocasiones, me ponen en el punto de mira
de sus deseos onı́ricos y que cuando la realidad les coloca en su
verdadera vida mediante un, por ejemplo, «perdona, pero no voy a ir
contigo a tomarme una copa», rea irman su naturaleza de odio e
ignorancia acusando a cualquiera, al lechero, al IPC, a Valé rie Tasso, de
no darles lo que só lo han imaginado. «¿Pero có mo es posible que me
desprecies, con lo que yo estarı́a dispuesto a darte?».
Pero é ste no era el caso de Desiré . Para ella yo era una icció n, casi
cinematográ ica, que le permitı́a evadirse, aunque fuera durante el
tiempo de una lı́nea, de una realidad que aprieta como un garrote vil.
Concluı́a la nota dá ndome las gracias por haberla atendido en Madrid. Y
por haber sido amable con ella.
La dignidad es una entereza individual que consiste en preservar su
propio có digo de valores, por extrañ a, difı́cil o absurda que la vida se
presente. La dignidad no tiene sitio, ni colectivo, ni plural.
No existen, por ejemplo, unos genitales que preserven la dignidad,
no existe una dignidad «femenina» y no existen «dignidades»
adaptables a las circunstancias, aunque sı́ exista, como en todo lo que
nos conforma como humanos, una evolució n en la escala de valores que
la soporta.
Leı́, de jovencita, que ocurrı́a, en ocasiones, que personas
inteligentes tenı́an dignidad, pero que a los idiotas no les faltaba nunca.
Y sucede muchas veces que los que ponti ican desde la palestra de la
moral son de este segundo tipo. Indigno es el polı́tico corrupto que bajo
la excusa del bien comú n só lo procura el propio, indigno es el moralista
que mientras morti ica la carne de los demá s se acerca a los niñ os para
tocarles la «regaderita», indigno es el que justi ica desde su chaise
longue, procurando que no se le enfrı́e el té , que digno es estar doce
horas al dı́a agachado de rodillas en una cadena de montaje apretando
un tornillo, delincuente es el que por un bene icio personal obliga a un
segundo a realizar una actividad que no encaja en su có digo de valores
e ignorante es el progresista que cree, como los buenos fascistas, que
para salvaguardar una «dignidad de gé nero» hay que inhabilitar la
capacidad individual para decidir qué es digno para uno y qué no.
Los ositos de peluche duraron veintitré s dı́as y la empresa de trabajo
temporal tardó dos meses en buscarle destino.
La prostitució n es una actividad profesional que consiste en ofrecer
un servicio de cará cter sexual a cambio de una retribució n econó mica.
Con frecuencia esta prestació n de servicios implica un contacto genital,
si bien esta particularidad no es de initoria del ejercicio de esta
actividad. Puede ser ejercida de manera libre y voluntaria (aunque los
mecanismos morales, judiciales y iscales de nuestra comunidad no lo
contemplen) y puede ser, precisamente por el marco moral en que se
ejerce, inducida o forzada, aunque esta posibilidad tampoco es
de initoria de la actividad.
Se establece, en la prostitució n, un contrato en el que una persona de
determinadas cualidades ofrece, durante el tiempo acordado, un
«talento» en asuntos amatorios a cambio de una contraprestació n
econó mica preestablecida. Con relació n a la inmensa mayorı́a de
actividades profesionales —agente de bolsa, albañ il, guı́a turı́stico,
futbolista…— lo ú nico que la puede diferenciar no son unas especı́ icas
relaciones de dominació n o sumisió n entre cliente y persona
contratada, unos horarios extrañ os o unas retribuciones variables, sino
exclusivamente el ocasional uso de una parte u otra de la anatomı́a del
prestador.
Recibı́, tres dı́as antes de escribir estas lı́neas, un ú ltimo correo de
Desiré . Su compañ ero habı́a encontrado un empleo temporal como
asistente de cocina en un restaurante de la zona. Con iaba en que con
ello quizá pudieran devolver el pré stamo personal al consumo que
habı́an solicitado para pagar el anterior y, lo que era tan importante,
quizá su compañ ero recuperarı́a la libido perdida. Ademá s llevaba dos
meses ya montando la escobilla derecha del parabrisas en una cadena
de montaje y le habı́an prometido que al tercero la harı́an ija. Rebosaba
optimismo, aunque temı́a por sus ı́ndices de productividad; en el
tiempo que ella montaba dos, algunos compañ eros podı́an montar tres.
La pró rroga de su contrato para el segundo mes concluı́a la semana
entrante y no le habı́an dicho nada. El pró ximo martes sabrı́a algo.
Drieu de la Rochelle era un intelectual francé s, fascista y colaborador
con los nazis durante la Ocupació n. Se suicidó en un segundo intento.
En su obra L’homme á cheval escribió : «Só lo he encontrado la dignidad
de los hombres en la sinceridad de sus pasiones».
Desiré es una luchadora que ejempli ica, como mucha otra gente,
mucho má s allá de discursos escritos sobre papel, lo que es y lo que
implica la dignidad. Que soporta con entereza y á nimo las di icultades
de su vida real, ademá s de soportar a tipos de Yale que en sus comidas
de exalumnos de niñ os riquitos, de padres má s riquitos, dicen que la
suerte no existe, que hay que saber generar las circunstancia y que
quien no las genera es porque es un incapaz o un holgazá n. Y la Virgen
Marı́a es… la Virgen Marı́a.
Quien se prostituye vende su cuerpo
Pó ngame un café y una pasta de manzana —dijo con seguridad.
—Disculpe, Sr. Muñ oz, pero esto es una ó ptica…
—Coñ o, entonces va a tener razó n mi mujer. Bueno, pues… pó ngame unas gafas —a irmó
manteniendo la seguridad.
Situació n real vivida en una pequeñ a ó ptica de una població n catalana y protagonizada por un
bromista con mucho talento.
Quien cree que alguien puede vender su cuerpo es porque estarı́a
dispuesto a comprarlo. No me cabe otra explicació n.
«Sobre la colina de Anfa existı́a una pequeñ a casa encalada», me dijo,
mientras acariciaba mi pecho suavemente con sus dedos. Rachid era un
empleado del hotel Le Royal Mansour, donde yo me alojaba con Hassan.
Estar con una hué sped occidental en aquella pequeñ a habitació n de su
casa le hubiera supuesto el despido inmediato; «levantarle» la
compañ ı́a a alguien como Hassan podı́a salirle bastante má s caro. Aun
ası́, Rachid optó por arriesgarse.
«Los marinos portugueses la llamaban la Casa Blanca. De ahı́ toma el
nombre mi ciudad». Interrumpió el trá nsito de nuestras manos la
llamada de una voz desde lo alto del minarete. Sin dudarlo un momento
se apartó de mi lado, arrodilló su cuerpo sobre una pequeñ a alfombra y,
dá ndome la espalda, recitó versı́culos del Corá n.
Al dı́a siguiente querı́a enseñ arme el mercado central.
Durante el tiempo en el que ejercı́ la prostitució n, topé con clientes
de todo tipo. Tontos hubo muchos, debo confesarlo, pero ni siquiera el
menos capacitado de todos ellos, creyó , ni por un instante, que en la
retribució n por los servicios que iba a prestarle llevaba implı́cito el
comprar mi cuerpo. Posiblemente entre algunos pocos, muy tontos
tambié n, de los que se emparejan vı́a sacramento del matrimonio la
cosa no queda tan clara. En el contrato matrimonial, perfectamente
regulado y aprobado por nuestro orden moral, quizá deberı́a incluirse
una clá usula o una fó rmula, civil o eclesial, en el que igurara
explı́citamente tal excepció n de compromiso.
Los á rabes lo llaman Suq. El de Casablanca no es, al menos cuando yo
lo visité , uno de los zocos má s espectaculares de Marruecos; sin
embargo, cualquier mercado á rabe merece un paseo y el de Casablanca
tambié n. La oferta es variopinta y multicolor, desde langostas del
Atlá ntico debatié ndose por volver al océ ano a lores de nombres
exó ticos que, por mucho que Rachid se esforzó por repetı́rmelos, nunca
me acabé de aprender. No compré nada. Pero si hubiera podido
llevarme algo a casa, serı́a el olor intenso, amplio y culto de aquel
mercado. Dejé que Rachid oyera mis divagaciones.
«Hay cosas en los mercados que son el mercado, pero no se
compran», me dijo en su peculiar francé s aquel mozo de hotel que
interrumpı́a nuestras caricias cada vez que el muecı́n llamaba a la
oració n.
En la prostitució n, el cuerpo no se vende, se emplea. Esta obviedad
nadie la pone en duda en cualquier otro tipo de profesional que tenga
como herramienta de trabajo su cuerpo (actor, futbolista, modelo…).
Pero, ademá s, hacer creer que en la prostitució n se venden cuerpos,
má s allá de ser absurdo, tiene un componente de indiscutible riesgo: el
que alguien se lo pueda creer.
En el colegio me enseñ aron que la metonimia era aquella igura
retó rica en la que, por ejemplo, una parte designaba al todo o una causa
al efecto. Si el cuerpo es la parte de un todo llamado prostituta, pasa a
entenderse que lo que se vende no es ya só lo el cuerpo de la prostituta,
sino la prostituta entera. Pero a la prostituta no se la compra, se la
contrata.
Si en el discurso social se entiende que los cuerpos (o las almas o las
madres) son material de comercio, ponemos en alto riesgo el elemento
de transacció n (los cuerpos, las almas o las madres), no porque se
pueda llevar a cabo la venta, sino porque alguien puede creer que ha
comprado algo que no se puede comprar. Damos tı́tulos de propiedad y
libre disposició n, para que el que se pueda creer comprador haga lo que
le plazca con el elemento «adquirido».
Rachid veı́a pasar desde la entrada a las bailarinas eró ticas que nos
amenizaban, a Hassan y a mı́, algunas veladas. Hassan era un hombre
poderoso que podı́a permitirse el lujo de contratar los servicios
sexuales de estas bailarinas, las actividades de las cuales despertaban,
indefectiblemente, su libido. Las chicas venı́an, contoneaban con
enorme maestrı́a sus caderas, descubrı́an sus encantos al son de una
mú sica que sonaba en el HIFI de la suite, cobraban y se marchaban.
Despué s, Hassan y yo, a solas, completá bamos el nú mero.
Es una vieja estrategia de dominació n el crear un problema para
presentarse como el ú nico capaz de resolver este problema. Se crea el
pecado al mismo tiempo que se inventa el profesional responsable de
expiarlo. O quizá só lo unos minutos antes…
El eslogan «quien se prostituye vende su cuerpo» no proviene
siempre de los pú lpitos, sino de los estrados. Es un argumentó , el que
encierra el enunciado, má s civil que eclesiá stico. Má s polı́tico que
religioso. Siguiendo la má xima «Al Cé sar lo que es del Cé sar y a Dios lo
que es de Dios», parece que en el reparto, el cuerpo de las prostitutas se
ha quedado del lado del Cé sar.
Lo que resulta curioso es que, ademá s de los de siempre, existan
usuarios de esta má xima, y de muchas otras, en el campo ese que está , o
al menos estaba, a la izquierda de la Asamblea Constituyente. O en el de
las feministas «progresistas» de má s rancio cuñ o que si antes abogaban
por añ adir derechos (fundamentalmente) ahora parecen hacerlo por
restarlos (derecho a la libertad individual, por ejemplo). Porque cuando
se utilizan expresiones como «quien se prostituye vende su cuerpo»
con vistas a prohibir o abolir la prostitució n, de lo que se está hablando
no es de prostitució n, sino de la libertad individual; libertad individual
para no ser obligada por nadie a ejercerla o para ejercerla por decisió n
propia.
No soy, quien me conoce lo sabe, una proselitista de esta actividad.
Nadie, ni de manera pú blica ni privada, me ha oı́do recomendar nunca
el ejercicio de la prostitució n en el actual marco moral y polı́tico. Soy
incluso capaz de soñ ar un mundo mejor, en el que la prostitució n no
exista, porque cada cual pueda desarrollarse como persona sexuada en
condiciones de bene icio comú n, sin oscurantismos, sin dañ os ni
condenas. Pero ese mundo, creo muy humildemente, pasarı́a por el
respeto profundo a la libertad individual de los otros, porque nos
devuelva el Cé sar lo nuestro que gestiona como propio y por desoı́r a
las gentes que piden un café en una ó ptica sin saber que está n haciendo
un chiste.
Hay que legalizar, prohibir o abolir la
prostitución
Los dioses no han hecho má s que dos cosas perfectas:
la mujer y la rosa.
Soló n
El ateniense Soló n nació en el 638 a. C. Es uno de los legendarios siete
sabios de Grecia. Una de sus aportaciones fue dotar a Atenas de una
Constitució n, ú nica en el mundo heleno, que permitió que no só lo la
aristocracia tuviera capacidad polı́tica. Otra fue la de fundar los
dicteriones, casas de lenocinio (conocidas ahora como prostı́bulos), que
se gestionaban desde el Estado. Soló n, ademá s de posiblemente el
primer demó crata, fue el primer administrador de un burdel pú blico.
Sabemos que, en la Grecia antigua, la mujer no era especialmente
bien considerada. Sus derechos civiles eran escasos y sus
responsabilidades pú blicas, nulas. Só lo una categorı́a de mujeres tenı́a
acceso a una importante riqueza, que podı́an administrar sin la
supervisió n de un varó n, y conseguı́an, a travé s de sus dotes
diplomá ticas, cierta in luencia social y polı́tica. Eran las hetairas, el
eslabó n má s alto de las distintas meretrices que laboraban en las
ciudades Estado griegas. Prostitutas libres, con un espacio propio
donde ejercer su labor, culminaban una «escala social» de meretrices
por encima de las mujeres libres, que debı́an ejercer en la calle, y las
mujeres esclavas o vendidas, las pornai. Con estas ú ltimas, Soló n fundó
los lupanares pú blicos.
Só lo una de las ciudades Estado griegas se jactaba de no tener
ninguna prostituta en sus dominios. Era la militarista Esparta. La ú nica
que no adoptó el sistema democrá tico (pese a que tuviera, en algú n
momento de su historia, una asamblea popular exclusivamente formal),
la ú nica de la que no se conservan restos artı́sticos, la misma que
arrojaba desde acantilados a los niñ os nacidos dé biles, la que hizo de la
mujer una madre sana que engendra hijos para el Estado, la ú nica que
hizo del amor un compromiso eugené sico. La que adoptó como divisa:
«Vuelve con el escudo o encima de é l».
La Historia, má s que historias, propone modelos que se le presentan
a nuestro futuro.
Legalizar es aceptar condicionalmente. Regularizar legalmente una
actividad.
Hacer de ella un acto comú n, darle cará cter de «lo que se puede
hacer», siempre que respete en su funcionamiento el marco jurı́dico
que establece su legalizació n. Cuando se legaliza una actividad hasta
entonces penada, el rango de legalizació n permite su despenalizació n.
Prohibir es impedir. Imposibilitar el uso y penalizar
reglamentariamente cualquier nivel de ejecució n de lo prohibido.
Abolir es eliminar, desterrar del marco legal y de uso lo abolido. Se
puede abolir el precepto, la actividad o la ley que ha caı́do en desuso, lo
que no ha cesado debe prohibirse en espera de que la represió n
punitiva haga que caiga en desuso.
Se puede abolir la ley que obligaba a las damas a empolvarse la cara
con polvos de ná car antes de salir a la calle, porque ya nadie se pone
polvos de ná car, pero no se puede abolir orinar en un sitio pú blico, en
tal caso hipoté tico, habrı́a que suprimir los urinarios pú blicos y
«prohibir» (no abolir) la meada en lugares pú blicos, sancionando al
infractor meó n que se arrimara a un á rbol.
El programa de televisió n se desarrollaba sin ningú n inconveniente.
Se me habı́a convocado para dar mi opinió n sobre el hecho de la
prostitució n. El presentador, un «guapito» muy popular en los medios,
me escuchaba con los ojos muy abiertos, el catering habı́a sido
generoso, me habı́an dado camerino propio, el maquillaje correcto
impedı́a que mi piel, como es habitual, brillase má s que yo, y las
preguntas eran lo su icientemente estú pidas como para no
inquietarme.
Las tres acciones, legalizació n, prohibició n o abolició n, son acciones
«sociales», determinadas por el conjunto de la ciudadanı́a para el
conjunto de la ciudadanı́a. Individualmente uno no legaliza, prohı́be o
abole un acto propio. Las tres acciones conllevan una valoració n moral
de lo sujeto a ser legalizado, prohibido o abolido. La legalizació n supone
tolerancia, la prohibició n, rechazo y la abolició n, exterminio. Frente a
las tres tomas de posició n, una imagina, diferenciados, a los que las
ejecutan: legalizar es asunto de juristas, prohibir remite a policı́as y
abolir, a moralistas.
Sin duda, abolir es el má s «moral» de los tres té rminos. Comporta,
má s allá de la prohibició n de uso, la condena moral de conciencia; por
encima de penalizar, la acció n persigue la «limpieza» de cualquier
vestigio que de la actividad abolida quede en la conciencia. La ló gica de
abolir es la estrategia de la tierra quemada, de la limpieza é tica, para
llegar a hacer de lo abolido algo inimaginable. Dice un proverbio judı́o
que, cuando a uno le dan dos opciones, debe elegir siempre la tercera.
Personalmente, creo que cuando te dan tres, siempre hay que buscar la
cuarta.
La verdadera revolució n en la aceptació n y el entendimiento de la
prostitució n pasa por la rehabilitació n é tica de la prostituta. De nada
sirve hacer pú blica a la mujer pú blica, mediante la regulació n legal, si
no se reconstituye su imagen moral. En lugar de decir en la tienda de
comestibles: «Esa es una puta», se dirá : «Esa es una puta que paga
impuestos». ¡Pobre recompensa para una puta que sigue siendo
considerada puta!
Hay presentadores de televisió n que son como psicoanalistas.
Cuando inalizas una a irmació n, ellos la repiten en forma de preguntas
o en forma de a irmació n.
—He soñ ado con un pantano seco en el que beben diez docenas de subo iciales calvos.
—¿Diez docenas de subo iciales calvos…? —repiten ellos.
—Sı́, pero prusianos.
—Claro, prusianos —concluyen.
Este era uno de ellos. Al concluir la entrevista, alabó , como
buenamente pudo, mi defensa de la libertad individual como valor
ú nico que debı́an perseguir las (normalmente son «las») que se
presentan como ejé rcito de salvació n de los derechos de la mujer.
Aplaudió el concepto de la dignidad que yo defendı́a como defensa de
los valores propios y no del uso de los genitales, asentı́a con la cabeza
cuando yo explicaba que la prostitució n era un ejercicio y no una
condició n de por vida y convino conmigo en que habı́a que rehabilitar
la imagen moral de la prostituta empezando por no diferenciarlas o
estigmatizarlas señ alá ndolas con el dedo. «Claro, hay que rehabilitar la
imagen moral de la prostituta…».
Fue entonces cuando, má s relajada, me vi por primera vez en el
monitor central. Bajo mi rostro sonriente y sin demasiados brillos, pude
leer el ró tulo que me habı́a acompañ ado durante toda la entrevista:
«Valé rie Tasso: ex prostituda».
Me pareció que sintetizaba perfectamente lo que yo habı́a dicho y
que contradecı́a totalmente todo lo que el entrevistador a irmaba como
que habı́a que evitar. Le hice un gesto:
—Perdona, «ex prostituta» se escribe con «t» en la ú ltima sı́laba y no
con «d»… Puedes empezar a rehabilitarme por ahı́.
Lo de «gilipollas» que vino a continuació n lo murmuré , no sé si é l o
el director del programa, gilipollas tambié n, lo oyeron, pero al té cnico
de sonido todavı́a le deben de silbar las orejas.
Mi apunte inal no se vio en la emisió n diferida, pero el ró tulo quedó
perfectamente escrito.
Las (siempre suelen ser «las») abolicionistas que pretenden abolir la
prostitució n y mandar a las meretrices a limpiar escaleras (o a servirles
p y p (
café ) en nombre de la libertad y la igualdad de gé nero tienen un
argumento recurrente: el de la esclavitud.
Es como un estribillo de la cancioncilla en el que el resto de la letra
que conforma su argumentació n lo forman estadı́sticas y má s
estadı́sticas (posiblemente extraı́das de L’Osservatore Romano) que
re lejan estrictamente y a la perfecció n, ú nica y exclusivamente, lo que
dicen sus estadı́sticas.
En la prostitució n, como actividad gené rica, existe una prostitució n
forzada, en la que mujeres, y en menor medida hombres, son obligadas
a ejercer esta actividad contra su voluntad. Ese delito de inhumanidad
só lo puede generarse al amparo de la prohibició n, de la condena a la
ilegalidad. En un entorno regularizado, los mañ osos desaparecen o
devienen empresarios, los trabajadores se acogen a convenios que
regularizan sus horarios, sus obligaciones y sus retribuciones, la
demanda se canaliza hacia los prestadores que ofrecen garantı́as de
profesionalidad y uno tiene derecho a dimitir cuando le place y a no
seguir siendo toda su vida exprestatario de ese servicio.
Só lo lo tapado se pudre, só lo se marginaliza lo que no se atiende y
só lo se duerme bajo un puente quien no recibe cobijo. El desamparo
que procuran los verdugos lo recogen los explotadores. Esto lo sabe
todo el mundo, salvo quizá aqué llos a los que no les preocupa la mujer,
sino la moral pú blica.
El trá ico de mujeres y la explotació n no de inen la actividad de la
prostitució n, son sus pozos muertos, nacidos, exclusivamente, de un
mal sistema de alcantarillado. Del mismo modo que el esclavismo y la
explotació n de trabajadores en plantas desterritorializadas no de ine
los sectores empresariales de las multinacionales que perpetran esa
ignominia. Nadie, las abolicionistas tampoco, propone abolir el sector
mobiliario, el del calzado o el de la confecció n.
La sarna no se cura eliminando al perro, cuando ası́ se pretende, es
porque lo que se detesta no es la sarna, sino a los perros. Abolir la
prostitució n no es acabar con la posibilidad de esclavitud, es querer
acabar con las prostitutas.
No se puede abolir la brujerı́a, só lo se puede quemar a las brujas. Eso
tambié n lo sabe todo el mundo, empezando por las abolicionistas, que a
lo mejor temen, entre brujas y putas, la competencia.
Licurgo, el espartano, murió aproximadamente cuando nació Soló n.
A é l se deben los principios fundamentales del ré gimen estatalista
espartano; la supresió n de los intereses y emociones privadas frente a
los intereses del Estado, la estructuració n social militarizada desde la
infancia hasta la muerte y la castidad como exigencia de Estado.
Mientras, cuando escribo estas lı́neas, en las pantallas se emite 300,
de Zack Snyder, la cinta é pica que cuenta como en un có mic —para que
los niñ os se queden bien con la copla— el quehacer lacedemó nico en la
batalla de las Termó pilas.
El renacer de Esparta, en nombre de la libertad y la democracia.
Se cuenta un chiste:
—¿Qué es la democracia?
—Hacer lo que te da la gana sin molestar a los otros.
—¿Y si no te da la gana hacer nada?
—Pues, joder, ¡ya te obligará n!
A veces, la historia cuenta chistes que só lo el canalla comprende… y
a las putas y a los libres les hacen muy poca gracia.
Las fantasías sexuales se pueden
realizar
(…) Tampoco le pareció a Alicia que tuviera nada de muy extrañ o que el conejo se dijera en voz
alta: «¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mı́o! ¡Qué tarde voy a llegar!» (…) pero cuando vio que el conejo se sacaba,
ademá s, un reloj del bolsillo del chaleco, miraba la hora y luego se echaba a correr muy
apresurado, Alicia se puso en pie de un brinco al darse cuenta repentinamente de que nunca habı́a
visto un conejo con chaleco y aú n menos con un reloj de bolsillo.
Lewis Carroll
Alicia en el país de las maravillas
Cuando nos preguntamos: «¿Qué me apetece hacer?», responde nuestro
deseo. Cuando nos preguntamos: «¿Qué soy capaz de imaginar?»,
responde nuestra fantası́a. La fantası́a es al deseo lo que la ropa es a
có mo me visto. Tomemos un ejemplo:
Son las dos de la mañ ana y debo madrugar para ir al trabajo. Intento
conciliar el sueñ o, pero la mú sica que tiene puesta mi vecino me lo
impide. Mi deseo representa a mi vecino parando la mú sica.
Mi fantası́a me representa a mı́ misma tirando al vecino por el balcó n
(despué s, naturalmente, de que le haya metido el aparato de mú sica y
los discos de Shakira por el culo).
Muy probablemente, lo que haré será llamar a su puerta y pedirle
que baje la mú sica que me impide dormir. Si, en el momento en el que
me dispongo a llamar a la puerta de mi vecino, algú n reportero obtuso
me pregunta: «¿Qué fantası́a le gustarı́a realizar?», le tendrı́a que decir
que ninguna, que lo que me gustarı́a realizar es mi deseo de que mi
vecino haga que la mú sica cese… e, inmediatamente, fantasearı́a con
meterle a é ste el micró fono por donde, al otro, le habrı́an cabido los
discos. Aunque, probablemente, lo que harı́a serı́a explicarle
corté smente que las fantası́as no son realizables, precisamente porque
son fantası́as y no deseos.
La fantası́a y el deseo sexuales son representaciones mentales de
cará cter narrativo que se generan apoyá ndose en nuestra capacidad
imaginativa. Ambos son sustanciales en nuestra condició n de seres
sexuados; son la escritura del sexo, su lenguaje, mientras que la
interacció n sexual, el encuentro («follar» para los prosaicos), no es má s
que la puesta en escena de esa escritura. Igual que Esperando a Godot es
la obra, y la funció n que empieza a las diez en el Teatro Nacional es
«só lo» una puesta en escena de la obra de Beckett.
El deseo sexual explora nuestro imaginario eró tico para nutrir esa
puesta en prá ctica del sexo. En su tarea de composició n de un deseo
concreto, examina nuestro có digo de valores y decide, a travé s de é l,
que lo deseado es apto para ponerse en prá ctica. Sin embargo, la
fantası́a sexual nos enseñ a hasta dó nde podemos llegar, a qué sabe el
lı́mite. La fantası́a es el mapa mundi de nuestro imaginario y en su labor
de redacció n, no se somete a có digo moral alguno, por lo que rebusca
sin miramientos en la caja de los miedos y saca al teatrillo, cuando le
apetece, a los fantasmas; a los actores de la fantası́a. La fantası́a sabe
que se lo puede permitir, porque su obra nunca va a ser representada.
El deseo eró tico excita, mientras que la fantası́a eró tica «propone» que
nos excitemos. Por tanto, el deseo sexual es realizable a poco que las
circunstancias de nuestra vida lo permitan. Tiene nuestra aprobació n
moral y nuestro á nimo. La fantası́a sexual nunca es realizable, si de
nosotros depende, y ni siquiera es muchas veces «confesable». Para
realizar una fantası́a, é sta deberı́a haberse convertido en un deseo y por
lo tanto ya no serı́a una fantası́a.
La fantası́a es la visió n del paisaje y el deseo es el encuadre de la foto
que queremos conservar.
El piloto rojo del estudio se encendió . Respiré y comencé la lectura:
Nada nos hace má s dó ciles que el miedo. Ni nada má s temerosos que el
desconocimiento. «Todo es ruido para quien tiene miedo», dejó dicho
Só focles.
Durante un tiempo vivı́ a costa de Esteban. Lo habı́a conocido al poco
de haber saldado, tras mi paso por la prostitució n, las importantes
deudas que tenı́a acumuladas, a causa de que me ijara en quien no
debı́a, pero querı́a.
En Esteban no se agrupaban demasiadas gracias. Salvo quizá la del
dinero… y esa gracia só lo suele hacerle gracia a quien la tiene. Esteban
era lo que se dice un pelmazo. Un activo pasivo, uno de estos tipos que,
presentá ndose como sumisos y comprensivos, pretenden que tu vida
gire, ininterrumpidamente, alrededor de ellos. Uno de esos que
dominan, o lo pretenden, desde el llanto, de los que comen no a una
dentellada como los tiburones, sino a mordisquitos continuos, como las
ratas. Uno de esos que lo que ú nicamente quieren es quererse a ellos
mismos a travé s del otro, de los que se ponen a tu entera disposició n
só lo para que tú hagas lo mismo con ellos. De los que ofrecen amor de
pago sin descuento por pronto pago. Y hablan de amor porque no saben
amar. Una de esas personas mucho má s fá ciles de encontrar que de
describir. Un pelmazo.
Educamos desde el miedo mucho má s que desde el entendimiento.
Desde la culpa neurotizadora mucho má s que desde la satisfacció n. Le
enseñ amos a un niñ o que meter los dedos en el enchufe le provocará
una descarga letal, pero olvidamos contarle que la luz elé ctrica es la que
le permite vernos la cara cuando le arropamos por la noche.
Educamos en la vida para abstenernos de vivir, no para vivir sin
abstenernos. Creamos miedo antes de enseñ ar lo que hay que temer. Y
eso suele producir lo contrario (porque el miedo genera miedosos);
aparecen maleducados que muerden por temor a que les puedan
morder, que se exceden por temor a quedarse cortos, que hablan a
gritos por temor a no ser oı́dos y que hacen sinsentidos por temor a
tener que encontrarles sentido. Sin que hayan aprendido a morder, sin
que sepan lo que es el exceso, sin que tengan nada que decir o sin que
conozcan el difı́cil há bito de encontrar el sentido.
En el sexo, todos hemos sido educados en un problema. Porque en el
«discurso normativo del sexo» que manejamos, el sexo es un peligro.
Hemos hecho del sexo una actividad de riesgo frente a la que hay que
manejarse con todas las salvedades del mundo, con todas las
aprensiones y con todos los diagnó sticos, para que no encendamos el
interruptor de la luz, no vaya a ser que nos quedemos pegados al
enchufe.
Es por ello por lo que, en la educació n sexual y en la comprensió n del
fenó meno sexual, el gran tema que se aborda es la prevenció n. Pero la
necesaria prevenció n, para una persona con una capacidad de
comprensió n normal y no importa de qué edad, se resuelve en dos
lecciones: uno, si practicas el coito, usa preservativo, y dos, si el otro, o
tú mismo, no queré is, no interaccioné is sexualmente.
Quedarse en la prevenció n o en la didá ctica de la prevenció n e
ilustrar hasta el in inito la condena que conlleva la falta es hacer, de lo
que no hay que hacer, lo que es. Es como si, para enseñ arnos a hablar,
empezaran pronunciá ndonos los tacos que no hay que decir nunca y
nos enseñ aran a rotularlos con letra redondilla en nuestras cartillas
pautadas. Sin enseñ arnos el hecho de que el lenguaje sirve, por
ejemplo, para hablar con los que amamos.
Nunca le soplé a Esteban má s de lo que yo consideraba justo como
retribució n por aguantarle la tonterı́a. El estı́mulo estaba má s en saber
que podı́a desplumarlo que en desplumarlo. Ademá s, siempre he sido
contenida en mis gastos. Esteban tenı́a otra particularidad; era un
miedoso. Eso le hacı́a especialmente maleable.
—Voy a dejar el piso; la zona es cé ntrica, pero he visto uno
magnı́ ico, en la zona sur.
El meditaba un momento. Valoraba la peligrosidad de la nueva
ubicació n. Se imaginaba a sı́ mismo transitando a altas horas de la
madrugada por sus callejuelas, sin sitio donde aparcar su Mercedes.
Y hacı́a cualquier cosa para que me mudara a uno de la zona alta. En
este caso, pactar con el API el precio del alquiler por lo mismo que yo
estaba pagando por el mı́o, a cambio de colocar al agente en no sé qué
consejo de administració n.
—… Sabes que harı́a cualquier cosa por ti. Ya podı́a verse aparcando
su Mercedes y andando por los barrios donde se sentı́a seguro. Y ası́
pude mudarme al piso que habı́a visto hacı́a dos meses y cuyo alquiler
hasta entonces no me podı́a permitir.
Pero si simular un orgasmo es sencillo, nada cansa má s que hablar
de amor con alguien que no sabe lo que eso signi ica.
—Vete a tomar por el culo.
—Pero, cariñ o, ¿có mo me puedes decir esto con lo que yo te quiero?
Ya.
Tardó diez semanas en ser el sugar daddy de Dragana, una conocida
mı́a, serbia de nacionalidad y arribista de profesió n, que, por lo que sé ,
no tuvo reparos en decirle que le querı́a… A cambio, eso sı́, de tener un
piso en propiedad y el Mercedes a su nombre. Del sentido desmedido
del miedo de un egó latra, Dragana, tambié n, se hizo un abrigo de visó n.
En el proceso de anatemizar el sexo, no só lo está el hablar de la
prevenció n del sexo como si se hablara del sexo para hacer de é l algo
contra lo que prevenirse. Está tambié n el hacerlo autor del delito, como
al pobre mayordomo en las novelas de misterio. Cuando hablamos de,
por ejemplo, «delitos sexuales», olvidamos que el sexo no comete
delitos; que el delito lo comete algú n delincuente empleando el sexo,
pero no el propio sexo. Delito que, a lo mejor, se cometió en un
apartamento o en un automó vil y no por ello hemos creado el «delito
apartamentı́stico» o el «delito automovilı́stico».
No hablamos, tampoco, de «delitos de lenguaje», porque serı́a
ridı́culo, cuando alguien hace mal uso de nuestra condició n de seres
dotados de lenguaje para lastimar a otro. Para ello, empleamos
té rminos como, por ejemplo, injuria, calumnia o difamació n, té rminos
en los que el lenguaje no aparece adjetivando el delito. Porque no
tendrı́a sentido. Ni el sexo ni el lenguaje cometen delitos, son los
delincuentes, esté n donde esté n o hagan lo que hagan.
Del mismo modo, es impensable hablar de «delitos amorosos»;
porque el amor no perpetra delitos y en nombre del amor no se puede
perpetrar un delito. No concebimos, no nos cabe en la cabeza, que se
pueda delinquir haciendo uso del amor. ¿Por qué no se nos hace igual
de inimaginable con el sexo y seguimos hablando de «delitos sexuales»?
Creernos que el sexo es algo, por encima de todo, peligroso,
olvidá ndonos o no adiestrá ndonos en una «educació n para los
placeres» (como pueda plantearse una «educació n para la ciudadanı́a»)
mientras seguimos educá ndonos en una «educació n para las
privaciones», es lo verdaderamente peligroso para la sexualidad
humana. Ası́, de una manera u otra, acabaremos matando nuestra
propia humanidad, un suicido colectivo. Como hicieron los de la secta.
Suicidá ndose por miedo a la muerte. Aun cuando no cayó el asteroide.
El sexo puede ser adictivo
En el castillo de Bitov, en Moravia, se encuentra la mayor colecció n de perros disecados del
mundo.
Hay cincuenta y un perros de razas distintas.
Visto como sin querer
Los humanos nos entregamos a cualquier cosa. Y cualquier cosa puede
canalizar, de manera irrefrenable, toda nuestra pasió n. Hasta el juntar
perros con ojos de cristal.
«Adicto» es un té rmino que proviene del latı́n adictus y signi icarı́a
«sin discurso» o «sin palabra». Se aplicaba a aquellas personas que
seguı́an ciegamente a un guı́a sin contradecirle nunca ni oponerle
ninguna palabra, posiblemente sin prestar, tampoco, demasiada
atenció n a lo que decı́a. Se considera hoy en dı́a una adicció n, para los
que pretenden tratarlas y no sancionarlas, a aquel consumo o a aquella
prá ctica que se impone a la propia voluntad de no consumir o no
practicar. Un indicativo del nivel de adicció n serı́a la imposibilidad de
realizar una vida normalizada, siempre que esa imposibilidad se
presente acompañ ada de un sufrimiento mani iesto por esa
incapacidad. De antiguo, se conocen estos estados adictivos por ciertas
sustancias o ciertos credos religiosos. Pero no por el sexo.
El psiquiatra Joan Romeu, una eminencia en su especialidad y gran
amigo mı́o, suele saludarme má s o menos con la siguiente fó rmula:
«Querida Valé rie, ¡mi ninfó mana favorita!…»; despué s, se detiene un
momento, agudiza su aire socarró n y concluye el saludo: «… Y la ú nica
que conozco».
Que el Dr. Romeu, que lleva má s de treinta y cinco añ os ejerciendo la
psiquiatrı́a, con especial dedicació n al tratamiento de las adicciones, no
conozca otra, y la que conozca sea yo (que fumo má s que beso y
reivindico mucho má s que follo), es algo signi icativo.
Cuando me propusieron, desde una cadena autonó mica andaluza, la
direcció n de una serie de reportajes en el que uno de ellos versarı́a
sobre la adicció n al sexo, contacté con Joan y con un buen nú mero de
profesionales en busca de un testimonio en primera persona que
relatara lo que signi icaba esta dependencia.
Escribı́a John Dos Passos que el ú nico elemento que puede
reemplazar nuestra dependencia a mirar al pasado es nuestra
dependencia por mirar al futuro.
Memoria y esperanza son dos causas de adicció n. Como las chapas
de los tapones, como las má quinas que cambian duros por duros,
cuando hay suerte, como los licores, como el amor, como los coches
cada vez má s grandes… causas. O como ninguna de ellas, porque si bien
hay sustancias adictivas, que persiguen que las amemos por encima de
a nosotros mismos, no existen «causas de adicció n»; só lo psicologı́as
adictivas. Nada, ni la heroı́na ni el alcohol, como sustancias, ni el
sentido del riesgo, la fe o la melancolı́a, como actividades, son en sı́
mismas una causa de adicció n. Só lo el uso que de ellas hacemos es lo
que puede convertirlas en el objeto de una adicció n.
Las adicciones, como las mariposas, se clasi ican. Pero, mientras en
el caso de las segundas, se suelen seguir criterios morfoló gicos y
cientı́ icos, las adicciones se rigen por pará metros morales. Y la moral,
mucho má s allá de incluir y excluir, exculpa o condena. En el caso de la
adicció n al sexo, se culpa menos la adicció n que el sexo. Hablar de
sexoadicto es cumplir una triple condena: la propia de la adicció n, la de
ser considerado un adicto y la del sexo.
Resulta curioso que, como hemos apuntado ya, el té rmino «sexo»
tenga una particular inclinació n a ser usado como adjetivo; unas veces
para demostrar que el sexo só lo se entiende desde otros sitios que no
son el propio sexo (hablamos de «antropologı́a sexual» o «psicologı́a
sexual», rara vez de eso que está por de inir y que se denomina
«sexologı́a»), y otras para hacer de un delito un delito especı́ icamente
cometido en su nombre («delito sexual» o «abuso sexual», cuando é stos
son, simplemente, un delito o un abuso). Cuando el sexo abandona su
condició n de adjetivo, no parece que normalmente la cosa le vaya
mucho mejor. Un adicto al juego es un ludó pata, uno al robo, un
cleptó mano, uno al ejercicio fı́sico es un vigoré xico, al alcohol puede ser
un dipsomanı́aco o un alcohó lico, pero un sexoadicto es un adicto al
sexo, no un «sexó lico» o un «sexomano», no, un sexoadicto. Mientras,
alguien que re leja unas poderosas dotes en el uso de su eró tica no es
un «sexo talento», sino un «buen amante». «Estar muy bien dotado», en
un marco sexual, no es actuar con inteligencia en el uso de la propia
sexualidad, es, só lo, tener unos genitales grandes. Elucubraciones mı́as.
Maite se mostró reservada y confusa.
Un reconocido psiquiatra de Barcelona me habló , con cierta reserva,
de ella y de su disposició n a dar su testimonio, siempre que
camu lá ramos, en la emisió n o durante la grabació n, su rostro.
Vivı́a casada desde hacı́a algunos añ os con un diletante que exigı́a en
su casa una escrupulosa disciplina religiosa. Tenı́a un hijo de unos seis
meses del que podı́a asegurar a quié n correspondı́a la paternidad.
Intenté que se relajara sin ningú n é xito.
Cuando le pedı́ que me aclarase un poco mejor en qué consistı́a su
adicció n, ella balbuceó que no podı́a resistirse a la tentació n de
sucumbir frente a las insinuaciones de algunos compañ eros de trabajo.
Cuando le pregunté que me cuanti icara el nú mero de encuentros
fortuitos o estables que habı́a tenido en, por ejemplo, el ú ltimo añ o, ella
me dijo que dos. Le pregunté por si mantenı́a actualmente alguna
relació n paralela a su matrimonio y ella respondió que no. Que se
estaba curando.
Despué s, igual de confusa, pero menos inhibida, me habló de
sentimientos mezclados y del sufrimiento que le producı́a desear a la
chica que venı́a los martes o al chico de la garita de entrada.
«No lo puedo evitar…».
Insistı́ en si, con alguno de los dos, habı́a mantenido relaciones
eró ticas. Respondió que no, que debı́a de ser gracias a la medicació n.
Sobre si, antes de tomar la medicació n, las hubiera mantenido, dudó y
concluyó que tampoco, pero que sin duda hubiera sufrido má s porque
le hubiera distraı́do de su trabajo, prueba irrefutable de su adicció n
manı́aca al sexo. No supe qué má s preguntar. Le di las gracias.
En un aparte, mientras a la invitada le quitaban el micró fono, le
inquirı́ al mé dico sobre por qué me habı́a propuesto ese testimonio. «A
ella le gusta pensar que es adicta al sexo. El diagnó stico se lo ha puesto
ella, no yo… a veces es mejor curarles de lo que no tienen…». Ante la
brillante respuesta que me dio el mé dico, lo convencı́ para entrevistarlo
a é l al dı́a siguiente.
Saludé a Maite con un gesto y abandoné rá pido la consulta… no fuera
a ser que me imaginara desnuda, a mı́, que aquel dı́a no me habı́a
arreglado el pubis. Con las ninfó manas, nunca se sabe…
La adicció n al sexo es cosa de determinados «tiempos» y de
determinadas costumbres. «¡Oh, té mpora, oh, mores!», como dijo
Ciceró n, cuando todavı́a no existı́a la adicció n al sexo. En EE UU pueden
encontrarse in inidad de asociaciones locales, estatales y federales de
unidad y apoyo a los afectados por esta auté ntica plaga que asola el
territorio norteamericano, mientras que en Europa, hay que buscar a
los afectados como Dió genes buscaba un hombre: con un farol y la
paciencia de un cı́nico. Parece que, mientras má s estricta sexualmente
es una sociedad, má s adictos al sexo hay. Cuando no se puede hacer
nada, algo es demasiado.
Quizá , a lo que falte un adicto al sexo no sea a un uso normalizado de
su propia sexualidad, sino a un orden moral siempre sensible a las
cosas del comer y el sufrimiento de la adicció n sea mucho má s por
vulnerar la castidad y las buenas formas que por ningú n otro motivo.
Un sufrimiento propio que no se origina en lo propio, sino en lo
impropio de los demá s. Quizá , el adicto al sexo sea «un enfermo» que
mani iesta no un nivel de exceso de sexo, sino un defecto de moral en
sangre, un uso demasiado bajo de puritanismo. Quizá , la adicció n al
sexo no sea una adicció n al «sexo», sino a la culpa.
Si disecaran a los culpabilizados…
La pornogra ía es basta y el erotismo
es elegante
CXIII. La fuente de la sangre.
(…)
En el amor busqué un sueñ o sin memoria;
Mas para mı́ el amor só lo es lecho de agujas
Para dar de beber a esas crueles rameras.
Las lores del mal
Charles Baudelaire
Las lores del mal fue un libro de poemas considerado pornográ ico. El
21 de agosto de 1857, Charles Baudelaire fue condenado a pagar
trescientos francos por haberlo publicado, acusado de «ultraje contra la
moral pú blica». Baudelaire fue rehabilitado por la Corte de Casació n
Francesa en 1949, ochenta y dos añ os despué s de su muerte.
El té rmino «pornografı́a» es un invento Victoriano. Antes del siglo
XIX, nunca se empleaba, no só lo porque no existiera, sino porque no
habı́a necesidad de diferenciar la catadura moral de los espectadores
de escenas o relatos sicalı́pticos. «Pornografı́a» es, por tanto, como
té rmino, una valoració n discriminatoria entre cultos que saborean y
ordinarios que engullen, nacida al amparo de una nueva concepció n
puritana de lo que debe ser, sigue siendo y nunca ha sido la sexualidad
humana.
Parrasio fue posiblemente el primer pintor de putas. Ciudadano
ateniense, aunque nacido en Efeso, su vida se desarrolló entre el siglo V
y IV antes de nuestra era. A las gra ías de Parrasio, que gustaba de
representar alguna porne («prostituta»), nadie las tildó nunca de
pornográ icas. Parrasio fue el primer pornó grafo sin que llegara nunca
a saberlo. La mirada que siempre incrimina tenı́a, por aquel entonces,
los ojos cerrados.
El descubrimiento de los gineceos (las «salas de mujeres») y los
burdeles en las ruinas de las sepultadas Pompeya y Herculano
proporcionó , a principios del XIX, un buen nú mero de escenas
concupiscentes. El peligro surgió de inmediato; ¿qué harı́an las mentes
embrutecidas e ignorantes con aquel material sensible? La mayorı́a de
los frescos fueron a parar a colecciones «eró ticas» privadas (só lo los
ricos «erotó manos» podı́an formar colecciones), mientras que las que
se consideraron que debı́an permanecer en la propiedad pú blica fueron
restringidas, por el duque de Calabria en 1819, al «Gabinete de los
objetos obscenos» o, como tambié n se llamó , a «La colecció n
pornográ ica», a la que só lo tenı́an acceso aquellos visitantes de «edad
madura y moralidad probada».
Los inicios de la fotografı́a, que permitieron que imá genes de
cualquier ı́ndole pudieran divulgarse con facilidad, consolidaron el
té rmino «pornográ ico», siempre mucho má s en funció n de quié n
observara la imagen que del contenido de la misma. Las primeras
pelı́culas eró ticas fueron eso, eró ticas y no pornográ icas; só lo tenı́an
acceso a ellas las clases adineradas, los nobles y la monarquı́a.
Decı́a André Bretó n (o Robbe-Grillet o Eric Losfeld o Woody Allen):
«La pornografı́a es el erotismo de los otros». Unos y otros distinguidos
no por lo que se aprecia, sino por la calidad con la que se aprecia, por
unos que aprecian mejor la diferencia entre lo que es un depravado y lo
que es un virtuoso que entre un hombro que asoma y una vulva que se
expone.
Por aquel entonces, yo vivı́a en un bajo. De mis vecinos, me separaba
apenas un angosto patio de luces al que solı́an ir a parar las bragas del
primero segunda o las colillas del estudiante del segundo tercera. La
ventana de mi habitació n, situada a los pies de mi cama, daba
directamente sobre el dormitorio de mis vecinos. Aquella noche de
verano, apagué la luz y me quedé de pie detrá s de las cortinas. Pude
verla pasar por delante de la ventana cuando sonó el timbre en su
puerta, con su pecho descubierto y lo que me pareció un tanga de
encaje. Pasó muy poco tiempo entre la llegada del visitante y la
reincorporació n de los dos a la habitació n. Nunca habı́a visto a aquel
individuo. En el diá logo que pude oı́r, é l se aseguraba de que su marido
no regresarı́a aquella noche. Ella se lo rati icó y, en el encuadre que
formaba mi ventana, lo besó .
Formalmente, la composició n de una situació n eró tica de otra de
cará cter pornográ ico puede diferir en có mo maneja cada una el
concepto de lo explı́cito. La construcció n eró tica no hace explı́cita una
situació n, sino que anticipa que en algú n momento esta situació n pueda
hacerse explı́cita. Es un devenir, una promesa. La construcció n
pornográ ica ofrece una explicitud en un escenario cerrado,
preconcebido, dado. Todo lo que se puede desvelar se desvela y todo lo
que no está desvelado deviene accesorio, indiferente, insustancial.
En el erotismo, la «simulació n» es primordial, la simulació n deviene
el paradigma de la representació n eró tica. En la pornografı́a, se busca
eliminar la simulació n para hacer la representació n «real». En el cine
eró tico, por ejemplo, los actores actú an, «simulan»; en el porno, los
participantes intervienen, «realizan».
Ambos, el erotismo y la pornografı́a, utilizan nuestra pulsió n esó pica,
esa que lleva siempre nuestra mirada a intentar desvelar lo tapado, a
descubrir lo obsceno (lo que está fuera de escena) para reconocernos.
Pero mientras el erotismo la estimula, la pornografı́a pretende
satisfacerla. La misma pulsió n esó pica que nos induce, por ejemplo, a
adherirnos a los espacios televisivos (pornográ icos) de injerencia en
las vidas ajenas, «realities» o espacios llamados de corazó n (en general
«telebasura», la que nos ofrece la revelació n de lo obsceno, té rmino que
tambié n puede tener como origen etimoló gico ob caenum, «de la
basura»).
Erotismo y pornografı́a son ú tiles activadores de la libido. Al ser
ambos, aunque la pornografı́a intente evitarlo, una «representació n»,
nuestros mecanismos deseantes completan y se proyectan en la funció n
que ambos nos exponen. A este respecto, no creo que, contrariamente a
lo que se suele considerar, un planteamiento eró tico sea má s excitante
que uno pornográ ico. Depende sencillamente del voyeur, del
testimonio que observa, porque los mecanismos de estimulació n
pertenecen ú nica y exclusivamente a é l.
Una salvedad: las maneras de representar nuestro estar sexual no
predeterminan un juicio moral ni esté tico. Un crimen es un crimen por
bien o mal plani icado que esté y una genialidad es una genialidad
independientemente del tiempo que se tarde en elaborar. Erotismo y
pornografı́a son dos mé todos de exhibició n, dos propuestas para hacer
visible, no dos juicios de valor sobre la moralidad del que los construye
o del que los aprecia.
El visitante la abrazó por detrá s, y mi vecina apoyó las manos sobre
el quicio de la ventana con un gesto de satisfacció n. Su cara se asomó al
exterior unos centı́metros. Me pegué contra la pared evitando ser
descubierta, mientras apartaba ligeramente la cortina de mi ventana
para que mi vista se iltrase por el hueco que dejaba. Vi como, desde
atrá s, le sujetaba un pecho con la mano izquierda mientras le bajaba
con la derecha el tanga. Los oı́ musitar y jadear cuando é l empezó a
acercarse desde atrá s. El empuje hizo que ella estirase los brazos
proyectá ndose hacia arriba, de forma que el encuadre cambió . Perdı́ su
cara, pero gané la lı́nea superior de su pubis oscuro.
El erotismo de los adú lteros fue, aquella noche, mi pornografı́a.
Si al erotismo le pone nombre el amoroso Eros y a la pornografı́a una
puta cualquiera, parece que los inventores de estos té rminos tenı́an
claro lo que querı́an designar con ambos, pero detrá s del erotismo o la
pornografı́a, no hay un virtuoso o un depravado, só lo alguien con o sin
talento y delante, no hay un esteta o un vicioso, só lo alguien que mira
por la cortina o deja de observar.
Las lores del mal, antes que mal, son lores…
La religión y el sexo no se llevan bien
Aquella pieza era sin duda el inicio de la banderola que culminaba el má stil. Sin embargo, Raisha se
empeñ aba en ponerla a los pies del pato, entre el re lejo del agua y el nenú far. «¿No ves que no
encaja? Esa pieza no coincide con las otras con las que la está s poniendo… tiene que ir en el palo».
Raisha hacı́a oı́dos sordos. Le daba la vuelta a la pieza y volvı́a a intentar colocarla en el mismo
sitio. Luego, la dejaba de lado y seguı́a con otras, hasta que sus dedos volvı́an a topar, como sin
querer, con ella. Cuando sonó el timbre y nos dispusimos a salir al saló n, Raisha, enfurecida, tiró la
pieza. «Pero ¿por qué , en lugar de tirarla, no la pones donde te indico?», le pregunté , mientras
acababa de abrocharme la blusa. «Porque esta jodida pieza no me gusta», respondió .
Resolviendo un puzle de quinientas piezas en uno de los tiempos muertos que pasá bamos en el
burdel.
A veces, preferimos ser ieles a nuestra estupidez que resolver un
con licto.
Raisha, una jovencita caprichosa que llevaba dos añ os trabajando en
la «casa» cuando yo entré , era una de ellas. De origen ruso, pero de
padre italiano y madre lituana, no se llevaba bien con Louise. Sin
embargo, Louise se habı́a ofrecido a mejorar su castellano, a permitirle
dormir en su piso y no en la pensió n de mala muerte donde vivı́a, y a
cuidar a la pequeñ a hija de Raisha cuando ella trabajaba, para que no
tuviera que dejarla en manos de un amigo bú lgaro de intenciones muy
poco claras. Pero Raisha no consentı́a en trabar amistad con Louise.
Bajo su animadversió n hacia Louise, se escondı́a el miedo de Raisha, su
inseguridad por considerarla má s guapa y má s há bil que ella y su
amargura por no comprender la amabilidad gratuita de Louise. Raisha,
sin embargo, no paraba de hablar de ella todo el dı́a (aunque fuera para
criticarla) y no se perdı́a un solo gesto de Louise para regularizar su
estado de á nimo en funció n de é l (si Louise sonreı́a, ella fruncı́a el ceñ o,
si Louise reı́a, ella se lamentaba).
Solemos hacer incompatible con nosotros lo que no queremos
entender, y nos conforta má s sentir miedo a lo que no entendemos que
satisfacció n por lo comprendido. A la religió n, con el sexo, le ocurre lo
mismo. Quizá sea por eso por lo que las religiones de la morti icació n y
la castidad son las que má s dependen de la sexualidad humana.
«Admirar» signi ica etimoló gicamente «mirar hacia»; las religiones
de la santa cruzada contra el sexo «admiran» el sexo. Y mucho. Tanto es
ası́ que se puede de inir una religió n por el tratamiento que hace de la
sexualidad. Cuando una religió n nos dice que la sexualidad es sucia,
pecaminosa, viciosa o inmoral, no nos está diciendo que el sexo sea eso,
sino que ella es una religió n idealista, antimaterialista, irracional y
penitente. No conviene olvidar eso.
Tanta es la dependencia que mani iestan hacia el «hecho sexual
humano» que, má s que religiones, se convierten en auté nticos tratados
en torno al «uso» de la sexualidad (aunque no igure en su decá logo una
sola re lexió n sobre la propia sexualidad y en el cristianismo, por
ejemplo, lo ú nico que pueda parecerse a un tratado amatorio sean los
relatos de pecados recogidos en los libros de confesores). Só lo evitan
esta conformació n de «tratados morales de la sexualidad» aquellas
religiones que son formas de entendimiento, aquellas que son esfuerzos
para entender al mundo y al hombre y no formas de usarlo para
someterlo.
Es tanta su ijació n sobre la sexualidad que estas auté nticas escuelas
de proselitismo moral revelado creen que sexo y moral son lo mismo,
que cualquier acció n realizada desde nuestra condició n de seres
sexuados conlleva implı́cita una regulació n moral sancionadora y una
valoració n moral inculpatoria. Y acaban confundiendo a los feligreses y
a los que no lo son, pero viven inmersos en su cultura de la culpa.
La religió n, con demasiada frecuencia, sirve mucho má s para
«regular» el trá ico que para «religar» al hombre con su sentido de lo
absoluto. Tampoco conviene olvidar eso. Cuando de un sentimiento
humano perenne y original como el de trascendencia se hace un o icio,
ocurren estas cosas; cuando no es el sentimiento al que dejamos hablar,
sino a un «o iciante» de é l, é ste hace, en su nombre, estas cosas. El
problema de la religió n son los o iciantes religiosos, y el problema de
los o iciantes religiosos es que hacen de la religió n su sustento.
Louise tenı́a de cliente a un sacerdote cató lico. Era un tipo particular
que vivı́a absolutamente obsesionado por dos cosas: el practicar sexo y
el evitar pagar los servicios de Louise (quizá por haber hecho voto de
pobreza…).
Personalmente, siento cierta inclinació n por las personas que son
capaces de cuestionarse y de cuestionar los dogmas para obrar en
consecuencia con sus creencias. Personalmente, siento repugnancia por
los corruptos. El «cura» de Louise era de los segundos. En el burdel,
baboseaba sobre todo lo que pasara por sus proximidades, mientras
fuera, seguı́a predicando y exigiendo de los demá s mortales contenció n
sexual y recato moral. Nunca vi en sus ojos la má s mı́nima señ al de
duda.
Cuando Louise, harta ya de su mezquindad y de su cicaterı́a, lo
mandó de vuelta a la parroquia, é l se echó a los brazos de Raisha.
Hicieron magnı́ icas migas. A ella le bastaba con saber que la preferı́a a
Louise y al otro le bastaba con meterla en caliente de franco. Entre los
dos hicieron correr el bulo de que Louise padecı́a de un herpes genital,
cosa que hizo que Louise tuviera que acabar abandonando aquella casa.
Interpretar el sexo como algo contaminante no ha sido siempre
consustancial al cristianismo. Han sido numerosas las «herejı́as» que,
incluso dentro de esta religió n del amor fraternal, han intentado
conciliar el uso de la sexualidad con la doctrina evangé lica. Pero ya
sabemos có mo se las gasta la ortodoxia con la heterodoxia, y si es en el
nombre del Padre, má s.
Los hermanos y hermanas del Libre Espı́ritu, una herejı́a que se
funda en el siglo XII, de raı́ces gnó sticas, niegan cualquier autoridad
eclesiá stica terrenal. En su cará cter panteı́sta, mani iestan la ausencia
de pecado (por ser Dios el Todo y estar el pecado ajeno a El) y hacen
efectiva la inmolació n del hijo para redimir a los hombres del pecado
(Cristo en verdad, con su sacri icio, libró de pecado al hombre).
Repudian, por tanto, los sacramentos (inú tiles cuando no se «puede»
pecar), hacen del in ierno y del cielo estados anı́micos (el segundo
derivado del conocimiento y el primero de la culpa ignorante) y
proclaman el gozo como santi icació n de Dios y el sexo como ofrenda a
su manifestació n. Libertinos y hedonistas fueron todos pasados por la
pica, algunos de ellos, segú n cuenta Michel Onfray, ajusticiados, otros,
como Amaury de Bé ne, inhumados, quemados sus restos y esparcidos
por los pastos. Cualquier cosa en nombre del amor y la caridad
cristiana.
Beguinos, bigardos, goliardos, sarabaı́tas, picardos, adamitas,
pietistas de Kó nigsberg, nicolaı́tas, los chlystes (que de ascetas pasaron
a condenar só lo las relaciones sexuales que se mantuvieran dentro del
matrimonio y a fomentar el resto), los carpocratianos… herejes, la
mayorı́a mı́sticos, que en mayor o menor medida y partiendo de
suposiciones muy diversas, intentaron hacer, dentro de los preceptos
del cristianismo, mediante la entrega voluntaria de sus cuerpos y de su
capacidad para recibir y provocar placer, una verdadera praxis del amor
al pró jimo.
Pero hacer del mundo un estado sensible donde la satisfacció n es
posible y de nuestra sexualidad un regalo para ofrecer cuando se pide y
no la condena que no se pide, es algo que los que pre ieren rebañ os a
personas no toleran con misericordia. La ló gica masoquista en la que
no hay má s recompensa que la que procura la exaltació n del
sufrimiento tiene muchı́simos má s seguidores de los que encontramos
a los pies de las «dominas». Estos, al menos, saben lo que hacen, no
imponen el proselitismo de su preferencia y revierten la morti icació n
en placer eró tico (no la morti icació n en morti icació n), quizá por eso, y
por ser el «retrato» iró nico de los que no se reconocen, tambié n son
marginados.
La orgı́a (la «celebració n de Dionisos») es el acto de
desprendimiento por excelencia, de despojamiento de los egos viciados
en la bú squeda de algo mayor, que los trasciende. Só lo existe un placer
que se persigue: el comú n, la unidad de intervenció n es la comunidad,
no los individuos. Es una manifestació n religiosa paradigmá tica. En ella,
se sintetizan y se ejecutan en acto todos los principios conceptuales que
conforman el fenó meno religioso: la manifestació n del amor a lo divino
en el pró jimo, el amor al otro que se conforma como yo mediante la
entrega gratuita y ejemplar, la trascendencia para alcanzar
mı́sticamente (sin confesores ni gestores) una comunió n directa con el
sentido de la divinidad, la generació n de un comportamiento que
persigue el gozo… Sin dependencias de los sistemas sociales de control,
demostrando que somos algo má s que aquello de có mo nos
caracterizan y contraviniendo los «có digos de circulació n», inú tiles en
los pá ramos abiertos. Siendo amoralmente é ticos.
Las expresiones de gozo suelen ser aclamaciones a la divinidad. Dios
aparece mucho má s en los orgasmos que en las charlas teoló gicas. Han
hecho falta siglos de represió n carnal, de morti icació n de los sentidos y
de neurosis culpabilizadora para olvidar eso. Y para convertir la orgı́a
en lo que hoy es una orgı́a.
Sexo y religió n son piezas de un mismo puzle, en el que el modelo es
el ser humano. Un puzle de millones de piezas, para el que los sabios
emplean una vida en completar, mientras los temerosos, los que
descartan las piezas que «no les gustan», no completará n nunca.
Aunque crean lo contrario y nos lo mani iesten desde tarimas. Porque
para ellos, no hay má s modelo que el que se inventaron ni má s montaje
que el que son capaces de completar.
Porque ellos confunden una pieza con el puzle.
La estimulación anal es cosa de
homosexuales
Oscuro y arrugado como un clavel violeta Entre el musgo respira humildemente oculto, Hú medo
aú n del amor que la pendiente sigue. De las nalgas blancas al borde de su abismo.
(…)
Soneto al ojo del culo. Paul Verlaine y Arthur Rimbaud (Los dos primeros cuartetos del soneto
fueron de Paul Verlaine, los dos tercetos de cierre los escribió Rimbaud).
Lo crearon como mofa del poemario que Albert Mé rat dedicó a la mujer y en el que loaba sus
distintas partes del cuerpo. Mé rat no dijo nada del, tambié n femenino, ojal de los glú teos. Verlaine y
Rimbaud taparon ese hueco. (Posiblemente despué s de, o durante, una noche de amor).
La virtud, como todas las catalogaciones morales, ha sido como dice la
celebé rrima aria del Rigoletto de Verdi de la mujer, mobile, qual piuma
al vento, muta d’accento, e di pensiero. Voluble, como una pluma al
viento, cambia de palabra y de pensamiento; ası́ ha sido, y es, el
«inmutable» có digo moral que ha regido nuestra sexualidad.
Entre las prá cticas «virtuosas», las propias del varó n (las del vir), las
varoniles, estaba, en la ı́ntegra Roma antigua, la sodomizació n. Pero las
reglas virtuosas, la moral de entonces, exigı́an que el virtuoso debı́a ser
un sujeto activo, el «penetrador» (quizá por eso, de manera despectiva,
mandamos má s a que den por ahı́ que a dar por é l) y siempre con
alguien de una clase inferior, un esclavo o un homo (un hombre
esclavizado, que se rige por el có digo humanitas del sometido, no por la
virtus del dominador). La virtuosidad de la é poca no contemplaba la
edad del sujeto receptor de la sodomizació n, y mucho menos el gé nero,
só lo la clase social y la «masculinidad» con la que se realizaba. El ano
era una puerta de entrada má s para los masculinos virtuosos, y el recto,
un conducto «respetable».
Las leyes que hacen de nuestra sexualidad un hecho «productivo»,
generador, en el que la vagina y el coito son la vı́a y la prá ctica, no
siempre han estado tan arraigadas, al menos en un tiempo en que la
homosexualidad no era mal vista, ni tampoco bien vista, porque ni
siquiera existı́a.
De esa virtus romana que permitı́a el acceso carnal por la
retaguardia sin hacer de ello una orientació n sexual, parece que só lo se
han quedado los virtuosos varones heterosexuales de hoy en dı́a con lo
de «dar» y no «recibir».
La invitada intentaba dar una explicació n sobre la diferencia entre
preferencia y orientació n sexual. La presentadora llevaba ya demasiado
tiempo callada, prá cticamente once segundos. «¿Cuá l serı́a entonces la
orientació n de Superman?», preguntó , sin que absolutamente nadie,
salvo quizá ella, supiera a qué cuento traı́a esta pregunta. La
entrevistada titubeó desconcertada, pero aun ası́ intentó dar una
respuesta. Demasiado tarde. La presentadora se contestó a ella misma:
«Bueno… Superman es antracita».
Anoté cuidadosamente la respuesta. Ahuequé un poco el cabello,
cerré los labios para quitar el exceso de pintura y me dispuse a entrar
en el plato. Tras esta charla, se iniciaba mi secció n en el programa.
Creo que fue el psicoaná lisis el primero que ijó aquello de
«orientació n sexual», el mismo que habla de «pulsiones» y de «estados
latentes». El mismo que ha hecho del descubrimiento de la culpa la
razó n de la culpa. En las sesiones psicoanalı́ticas, el paciente «crea», con
la mano há bil del narrador psicoanalista, su culpa. El psicoanalista se
convierte en una especie de tutor en este «curso literario» que guı́a y
orienta al psicoanalizado en la escritura de su culpa. La terapia dura lo
que tarda en escribirse esa culpa. En este sentido, hablar de orientació n
en lugar de preferencia es un buen argumento para de inir una culpa, y
hacer del ano el personaje central de la historia, un buen recurso. En el
sexo que nos dictan, hay que ser, no preferir. Y segú n lo que seas y no lo
que pre ieras, debes usar uno u otro. Ası́ es mucho má s sencillo.
Hacer de la antracita (o de la «kryptonita») una orientació n sexual ya
es otra historia.
Dos datos, no se me olviden:
1. El agujero má s sucio del cuerpo (en cuanto a la concentració n de
bacterias que alberga) no es el ano, sino la boca.
2. El recto contiene má s terminaciones nerviosas que la vagina.
El cine porno heterosexual no suele contemplar en ningú n momento
el que a alguno de los fornidos «dadores» se les introduzca ningú n
cuerpo extrañ o en el recto. En contraposició n, en el cine porno gay, la
sodomizació n es una pieza clave de la puesta en escena. El observador
heterosexual se rea irma en preservar su sacro agujero anal, mientras
el homosexual se ve recomendado a fomentar el libre trá nsito por la
parte ú ltima de sus intestinos. Nuevamente lo uno o lo otro.
Sabemos que el porno, mucho má s allá de cuestionar, tiene una
especial predilecció n por a ianzar el modelo. La escenografı́a de sus
acciones es una cuidadosa selecció n de lo que la normativa del discurso
moral del sexo establece, re lejado de la manera má s estandarizada
posible. Por má s especi icidades que el porno aborde (bestialismo,
fetichismo, copro ilia…), en cada una de ellas, recurre a lo que de
normalizado y estandarizado tiene cada una de esas eró ticas.
«¡En el culo!», gritó Jean-Marie cuando preguntó el speaker dó nde
debı́a colocarse la nueva reforma en la educació n que la Asamblea
Nacional estaba a punto de aprobar. Fue durante una de las mú ltiples
movilizaciones a las que acudı́amos en Francia los que, por aquellos
añ os, cursá bamos estudios universitarios.
Jean-Marie era un anarquista homosexual que, en una noche de
borrachera (casi tan frecuentes é stas como los dı́as de movilizaciones),
me declaró la angustia que le producı́a la prá ctica de la penetració n
anal. El mismo, que solı́a parafrasear la sentencia de uno de sus
ideó logos polı́ticos: «El culo es, en el hombre, la parte má s despreciable
de su anatomı́a; en la mujer, el sitio donde se asienta su dignidad».
Algo con lo que, quizá , no estuvieran muy de acuerdo los exquisitos
exegetas del tercer ojo, Verlaine y Rimbaud. La palpació n rectal, ademá s
de una ciencia, es un arte.
Existen enfermedades de transmisión
sexual
Mauro se acercó a mı́ y me susurró : «Allı́».
Al dı́a siguiente, desperté acatarrada.
De las enfermedades de transmisió n por charla, ademá s del catarro o la melancolı́a, tiendo a evitar
la estupidez y la gripe. Cuando se acerca a mı́ un estú pido, siempre le ruego que no hable.
Las palabras son un peligro.
El nombre de «enfermedades vené reas» cae en desuso. Demasiado
ambiguo y gené rico en tiempos en los que de Venus se sabe ya poco y se
le rinde menos culto. Su sustituto ha sido el de «enfermedades de
transmisió n sexual» (o ETS, como acró nimo para aqué llos a los que no
les gustan las parrafadas, no se han licenciado en una escuela té cnica
superior, o temen que, al decirlo, pasen un catarro) o má s
recientemente el de «infecciones de transmisió n sexual». Pero, mientras
se discute sobre si son enfermedades o infecciones, nadie parece dudar
de que la vı́a de transmisió n de estas dolencias sea el sexo.
Al «hombre del saco» le cabe todo en el saco. Mientras mayor sea el
saco, má s atrocidades se le pueden atribuir y má s miedo puede infundir
su igura. Son curiosas las escaladas terrorı́ icas que los adultos, con los
niñ os (y con los propios adultos), son capaces de construir. Si no te
tomas la leche, tus mú sculos se resentirá n, cuando tus mú sculos se
resientan, tu organismo dejará de crecer, ello provocará una «endeblez»
generalizada que te acabará convirtiendo en un adulto disminuido que
será la mofa de sus congé neres, incapaz de defenderse de sus burlas, de
fundar una familia y de devenir un ser humano «normal». Acabará s
como el Innombrable de Beckett o el Enano Saltarı́n de los hermanos
Grimm… todo por no tomarte un vaso de leche. Secuencias
espeluznantes que, en formas de nanas, cuentos infantiles, de anatemas
o de previsiones de la OMS, enseñ an mucho mejor lo que es el miedo
que lo que es evitar el riesgo.
Tuve la primera candidiasis genital a los quince añ os. En la
primavera. Mis diarios, en los que explicaba mis incipientes escarceos
sexuales, acababan de haber sido descubiertos por mi madre, junto a
las pastillas anticonceptivas y una carta de amor. Inmediatamente,
todos los ojos se volvieron contra mı́.
La relació n de enfermedades derivadas de algunas prá cticas
asociadas a la interacció n sexual es verdaderamente escalofriante. Y
cierta. Entre las que el agente pató geno es una bacteria, se pueden
relatar la gonorrea, la sı́ ilis y la clamidea. Entre las vı́ricas, el VIH, VPH,
el herpes genital o la hepatitis. Tambié n pueden venir ocasionadas por
la acció n de un hongo (como la cá ndida) o de un pará sito (el caso, por
ejemplo, de las ladillas). Muy pocas de estas enfermedades son
«exclusivamente» transmitidas por el contacto sexual, la mayorı́a tiene,
ademá s de é sa, otras vı́as de transmisió n, es el caso, por ejemplo, del
VIH (sida).
Frente a todas ellas, el mejor y ú nico mé todo de pro ilaxis es el
«impermeabilizar» en lo posible los tejidos de las mucosas con el uso
del preservativo. Naturalmente, ideologı́as de cará cter puritano
recomendará n la abstinencia má s estricta, pero no hay que olvidar que
las mayores fuentes de transmisió n de enfermedades, a poco que nos
relacionemos con el mundo, son el aire y el agua. Dejar de respirar o de
beber no resulta especialmente recomendable, mejor las mascarillas o
el agua embotellada cuando hay riesgo.
Decı́amos que esas enfermedades utilizan del «contacto sexual» para
su transmisió n. Los «conductores» son los genitales, pero no el sexo.
Como la gripe se transmite por el aire y no por la palabra. De ahı́ que,
del mismo modo que no hablamos de «enfermedades de transmisió n
discursiva», no deberı́amos hablar de enfermedades de transmisió n
sexual, sino de «enfermedades de transmisió n genital» (ETG para los
amantes de las pocas palabras). Salvo, naturalmente, que queramos
volver a incriminar al sexo y fomentar un cará cter problemá tico, que é l,
que posiblemente no quiere problemas, aceptará sin rechistar.
Cuando las primeras recriminaciones llegaron, de nada sirvió el que
yo insistiera en que no habı́a mantenido relaciones sexuales. Mi madre
lo tenı́a claro. Mientras, la cá ndida seguı́a haciendo de las suyas, y yo,
má s cá ndida que la cá ndida, decidı́ hacer rá pidamente partı́cipe a mis
amigas de lo sucedido. Fue entonces cuando, en lugar de comprensió n,
llegaron las segundas recriminaciones. Mis amigas tambié n lo tenı́an
claro. Entre todas, mi madre, mis amigas (o lo que a ellas les habı́an
dicho las madres de mis amigas), desencadenaron la avalancha.
«Seguro que ha sido Jean Baptiste… es un tı́o muy guarro». «¡Pero si yo
nunca he estado con Jean Baptiste…!». Era igual. De nada servı́a el que
yo siguiera insistiendo en que no podı́a ser por eso; ellas parecı́an
conocer mejor que yo el uso al que habı́an estado sometidos mis
genitales. Y la progresió n de culpas, amenazas y terrores crecı́a en la
misma proporció n en que aumentaba el picor en la vagina.
Las enfermedades hereditarias son aqué llas en las que el individuo
afectado no es «responsable» de padecerlas; no ha enfermado por
haber tomado una iniciativa, por actuar, só lo por estar vivo y haber
aceptado, involuntariamente, un có digo enfermo. En ellas, no hay un
«culpable», salvo los padres, pero ellos nunca pueden ser culpables
(posiblemente, por ello no se denominan «enfermedades
testamentarias»). Sin embargo, a estas enfermedades «inevitables» en
las que no se responsabiliza a nadie de que acontezcan, ni al paciente
heredero ni al donante contagioso, no se nos ocurre llamarlas
«enfermedades de transmisió n sexual», cuando, inevitablemente, se
han contraı́do por una interacció n sexual; la misma que nos concibe.
No, la «transmisió n sexual» existe cuando existe una culpa en la
pro ilaxis y puesta en prá ctica de determinado intercambio sexual.
El ginecó logo nos habı́a concedido hora para dos dı́as má s tarde.
Cuando llegué a su consulta, me temblaban hasta las orejas. Fue nada
má s sentarme y que mi madre empezara a relatar los sı́ntomas que
padecı́a, cuando ponié ndome en pie, solté entre lá grimas un «¡pero si
yo no me he acostado con nadie!». El ginecó logo intentó tranquilizarme,
mientras yo, compungida, apenas podı́a balbucear nada.
El diagnó stico fue una infecció n por una sobrepoblació n de cá ndidas.
El mé dico nos explicó , tanto a mı́ como a mi madre, lo que aquello
signi ica y las mú ltiples formas en las que, de manera natural y sin
mediar intercambio genital, se podı́a producir esta infestació n. «Pero
tambié n por mantener relaciones sexuales», dijo mi madre.
«Ocasionalmente, pero estoy seguro de que no ha sido é ste el caso»,
respondió el mé dico. Me pareció ver a mi madre mirando hacia otro
lado, como no queriendo escuchar, lamentando que, de alguna manera,
le hubieran quitado los cartuchos a aquella escopeta cargada de culpa
que tanto le habı́a costado cargar. Las madres siempre tienen buena
intenció n, pero, a veces, olvidan lo que escuecen los perdigones de
culpa en el culo.
Al concluir su charla, me recetó unos ó vulos traslú cidos de
antibió tico, que acabarı́an en un par de dı́as con la infecció n, e hizo salir
a mi madre de la consulta. A solas, sin ningú n atisbo de alarmismo, me
informó que debı́a ser muy responsable con las relaciones sexuales y
que debı́a llevar siempre preservativos y exigir, sin ningú n pudor, que
se utilizaran.
Mi madre quiso saber lo que me habı́a dicho el ginecó logo mientras
habı́a estado a solas con é l.
«Que tengo un pelo muy bonito», le dije.
A las enfermedades de transmisió n genital, hay que tenerles el
respeto debido, algunas de las que se pueden contraer de esa manera
permiten muy pocas bromas. Pero ser taxativos en los usos preventivos
que empleemos en las interacciones sexuales que podamos mantener
no pasa necesariamente por estar aterrorizados ante ellas, por culpar
de ellas a quien no tiene ninguna culpa, ni por hacer una condenació n al
in ierno del hecho de no haberse tomado un vaso de leche (yo suelo, en
cualquier caso, tomarme el vaso de leche; una buena felació n, a veces,
sienta bien antes de acostarse).
El miedo tambié n es una enfermedad contagiosa de difı́cil cura.
Hablemos, bebamos, amé monos y respiremos, sin que por ello
olvidemos nunca lo que estamos haciendo. Y pongá mosle, a lo que
nunca desearı́amos nombrar, el nombre que mejor lo explica. ETS,
ETG… ETC.
La sexología es cosa de médicos o
psicólogos
—¿Por qué ese señ or con bigote le pone la mano por detrá s a Piolé ?
Piolé era un muñ eco con cara de pollo y vestido de cowboy que el ventrı́locuo apoyaba sobre sus
rodillas.
—Porque é l es quien le pone voz al muñ eco —le respondı́.
Sylvie se quedó un momento pensativa.
—Y si es este señ or el que habla, ¿por qué no lo hace directamente?… ¿No se atreve a decir é l estas
tonterı́as?
Unos añ os atrá s, viendo la tele acompañ ada de Sylvie, la hija de una compañ era de trabajo.
Santa inocencia.
El sexo es el muñ eco de cartó n de muchos ventrı́locuos. En el nombre
del sexo hablan soció logos, antropó logos, etnó logos, bió logos,
psicó logos, psicoanalistas, psiquiatras, ginecó logos, andró logos, Papas y
una tı́a mı́a de la Champagne. Cada uno le da su discurso. Unos le hacen
hablar de su cultura, otros le hacen contar su naturaleza bioquı́mica,
otros le dan voz para abordar las afecciones anı́micas de los seres
sexuados, otros la organicidad de los genitales que sexú an y muchos
otros, simplemente, le ponen la tonterı́a en la boca.
Pero, no nos engañ emos, con la excusa del sexo, de lo que se habla no
es de sexo, sino de sociologı́a, de biologı́a, de psicologı́a, de anatomı́a o
de religió n. Lo que conforman todos esos discursos son las propias
disciplinas que los emiten, pero no el sexo. Si a travé s de una estadı́stica
la sociologı́a nos muestra la incidencia de determinado
comportamiento sexual, lo que es verdaderamente signi icativo es que
la sociologı́a emplea, para sus aná lisis y valoraciones socioló gicas, la
estadı́stica. Porque se está haciendo sociologı́a y no sexo. Si, por
ejemplo, una religió n de la abstinencia, la castidad y la morti icació n
nos habla de sexo, no debemos creernos que la naturaleza del sexo sea
eso, sino que é sa es la naturaleza de esa religió n.
Discursos sobre el dibujo en los que se dibujan bodegones, marinas
o retratos, nunca nuestra propia capacidad de dibujar. Y por encima de
todos los señ ores con bigote, el Gran Ventrı́locuo del sexo: la moral.
Mientras, el sexo calla y mueve los labios. Un pato no entiende nada de
ornitologı́a, pero es un pato.
En la tarea de hablar del sexo desde el propio sexo, lo primero será
devolverle su voz, «indisciplinarlo» y luego, si se quiere, apreciar las
explicaciones que de é l se dan desde ciertas disciplinas. Despué s, no
hablar en su nombre desde la moral, no hacer de é l aquello que nos dice
lo que está bien o lo que está mal, sino lo que somos; «desmoralizarlo»
y luego, actuar en é l é ticamente. Para todo ello, para indisciplinarlo y
para desmoralizarlo, sigue en «fase de construcció n» algo que se ha
dado en llamar «sexologı́a»: la voz que harı́a inteligible el sexo desde el
sexo.
La señ ora visita a un psiquiatra con su hija a la que le embarga la melancolı́a. El psiquiatra, despué s
de examinarla, le dice que a su hija lo que le harı́a falta es un buen coito. La señ ora, preocupada, le
dice al galeno que se lo procure. Al cabo de un rato sale la hija sonriente, y la madre, entusiasmada,
le dice al mé dico:
—Doctor, porque usted y yo sabemos lo que es un «coito», porque si no, se dirı́a que se ha pasado a
mi hija por la piedra…
Lo que es un «coito» es otra cosa que la sexologı́a, contrariamente a
las apariencias, tambié n tendrı́a que explicar. Cuando un problema
psiquiá trico se mani iesta en el sexo, se debe acudir al psiquiatra,
cuando existe un problema orgá nico en el aparato reproductivo, se
debe visitar a un ginecó logo o a un andró logo, cuando queremos saber
có mo se mani iesta el sexo en una cultura, se debe oı́r la opinió n de un
antropó logo y cuando un delincuente delinque en el uso de su
condició n de ser sexuado, debe ir a los juzgados. Sobre eso estamos
todos de acuerdo.
El tener como preferencia eró tica, por ejemplo, el voyeurismo no es
un problema psiquiá trico, el que esa elecció n comporte una neurosis no
es un problema psicoló gico, lo es de entendimiento del hecho sexual. El
tener, por ejemplo, una disfunció n eré ctil o eyaculatoria o vaginismo no
es, en el 99,9 por ciento de los casos, un trastorno orgá nico, es un
asunto de entendimiento de lo que es el sexo.
Sin embargo, cada vez que nos asalta una «alteració n» como las
precedentes, acudimos al mé dico (psiquiatra o del aparato
reproductor) o al psicó logo o al confesor; porque hemos hecho del sexo
una patologı́a. Hemos «medicalizado» nuestra condició n de seres
sexuados y hemos dejado que la moral, venga de donde venga, sea
quien la juzgue (cuando uno no tiene má s que no hacer dañ o al otro, y
el otro y el uno, que no dejarse engañ ar por la chá chara de los demá s).
Una vez, alguien me dijo al oı́do lo siguiente: «Busca quié n te
solventa el problema y tendrá s, muchas veces, el que lo ocasiona» (los
polı́ticos suelen ser un magnı́ ico ejemplo de esa má xima). Será porque,
muchas veces, los mismos que nos absuelven nos inculcaron la culpa.
Al sexo lo hemos «normalizado» (tantas veces, de tantas formas y en
tanto tiempo), lo hemos «normalizado» (tanto mide, tanto dura) y lo
hemos hecho « inalista» (el famoso «coitorgasmo»), consiguiendo que
se convierta en una actividad neurotizante. Que genera la neurosis de la
culpa, y sus vá stagos, la pena y la angustia.
Querer cortarse las uñ as con una llave inglesa es muy frustrante,
pero el origen de la neurosis es tan sencillo como saber para qué sirve
una llave inglesa. Conviene que algunos que saben lo que es una llave
inglesa lo expliquen, sin contarnos solamente los huesos que se pueden
romper golpeando con ella, sin hacer que nos olvidemos la llave inglesa
en casa porque estamos obsesionados con ponernos los guantes de
soldador antes de usarla y sin dedicarse a curar las posibles lesiones
que pueda ocasionar el uso de una llave inglesa, como si esas lesiones
partieran de otra cosa que no fuera el hecho de no saber usar una llave
inglesa.
La sexologı́a puede ser el gran enemigo de la moral, quizá por eso, su
existencia, pese a tener cien añ os de historia, sigue difuminada como
una palabra rotulada en tinta a la que le hubié ramos escupido encima.
Es una sabidurı́a sin formació n especı́ ica propia (al menos, en Españ a),
sin colegiados, con sus puertas abiertas de par en par para el
intrusismo y la charlatanerı́a y sigue siendo tan extrañ a y puede llegar a
ser tan demoledora que ni siquiera le hemos encontrado ni la necesidad
ni el merchandising.
He conocido a lo largo de mi trayectoria y de mi formació n a
extraordinarios sexó logos; algunos actú an como tal, otros lo hacen bajo
el amparo de las ciencias mé dicas y otros, desde la má s profunda
re lexió n en las catacumbas de algú n aula donde todavı́a se puede
fumar. A todos ellos, mi á nimo y mi respeto.
Era una mañ ana de inales de marzo de 2007 y los ciruelos
empezaban a mostrar las yemas de sus lores blancas. Allá en Japó n, los
tambores «taiko» debı́an tronar celebrando el in del invierno. En casa,
sonaba Mónteseos y Capuletos, de la suite de baile Romeo y Julieta, de
Proko iev. Tenı́a el sabor del eretismo todavı́a en el aliento y el olor de
su piel en mi retina. Me incorporé en la cama y cogı́ la libreta en la que
en la noche anterior habı́a anotado algunas cosas que me habı́an
interesado de la lectura de Elfriede Jelinek. Aparté de mi regazo a
Monsieur Alfred, el gato mitad siamé s mitad yo, que habı́amos recogido
hacı́a un añ o de un refugio, y con el mismo lá piz que habı́a utilizado,
empecé a escribir este libro.
Y anoté : Antimanual de sexo.
Para contar cosas como é stas.
Para hablar de Piolé , de los patos y de las llaves inglesas.
Agradecimientos
A Jorge de los Santos, el que me despierta por las mañ anas, el que me
acuna por las noches y pocas veces me duerme. Gracias, mi amor, por
ayudarme en la construcció n de este libro y por suministrarme fuentes
inestimables a las que, sin ti, no hubiese podido acceder.
A Ana Lamente y a Belé n Ló pez, dos seductoras que han hecho de
estos Temas, Hoy, mi Planeta.
A E igenio Amezú a, el sabio, que hizo del sexo el Sexo. Por
enseñ arnos a pensar en una sociedad que no nos quiere «pensantes»
(só lo «biempensantes»).
A los que lean mi gratitud y sepan a lo que me re iero.
Al Trankimazin y al Lormetazepam (de 2 mg cada uno). A ellos
tambié n.
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Términos inventados por la autora o
por lo menos que ella cree que ha
inventado
Nota: decı́a Elfriede Jelinek que la mujer tiene di icultad a la hora de
hablar de su sexualidad, sencillamente porque no tiene su propio
lenguaje. En la elaboració n de este lé xico que permita hablar de lo que
es, sin decir de quié n es, una muy modesta contribució n…
Actividad «adultista».
Cogitocentrismo.
Coitofugismo.
Coitorgasmo.
Desmoralizar el sexo.
Digiturbar.
«Discurso normativo del sexo».
Enfermedades testamentarias.
Eretismo precoz.
Eyaculador anticipativo.
«Indisciplinar» el sexo.
Kourocracia.
Moral «biologista».
Moral «culturista».
Orgasmia secuencial*.
Sexo «desmoralizado».
Simulateo.
* El «orgasmo secuencial» es un té rmino que introdujo Shere Hite
unos añ os atrá s. Pero, hasta ahora, no se habı́a hablado del gené rico
«orgasmia secuencial», que, creo, no es lo mismo.
Nació en Francia, donde pasó su infancia y adolescencia. Allı́ cursó sus
estudios universitarios. Es licenciada en direcció n de empresas y
lenguas extranjeras aplicadas y tiene un doctorado en interculturalidad.
En 2006 obtuvo el posgrado en sexologı́a por el IN.CI.SEX,
perteneciente a la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid). Participa
asiduamente en programas de televisió n y radio y colabora en varias
revistas.
Se dio a conocer como escritora con Diario de una ninfó mana (2003),
que tuvo un é xito inmediato en Españ a, Alemania, Reino Unido, Estados
Unidos, Rusia e Italia entre otros veinte paı́ses, hasta alcanzar el medio
milló n de lectores en todo el mundo. El libro fue llevado a la gran
pantalla en 2008 y la versió n cinematográ ica se distribuyó en má s de
cuarenta paı́ses. Tambié n ha publicado Paris, la Nuit (2004), El otro
lado del sexo (2006), Antimanual de sexo (2008), Diario de una mujer
pú blica (2011), ademá s de la novela Sabré cada uno de tus secretos
(2010). Durante los ú ltimos meses, Valé rie condujo el club «Cincuenta
sombras» a travé s de una gira celebrada en numerosas ciudades de
toda Españ a.