Aguas de Sangre - Alexander Copperwhite

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AGUAS DE SANGRE
Por: Alexander Copperwhite
 
 
 
 
 
 
A los soñadores
 
Título: Aguas de sangre

Idea original: Alexander Copperwhite

Corrección de texto y estilo: Rojo Cero Revisiones

Portada: Alejandro A. Blanco

Supervisión general: María del Pilar Meseguer García

Agradecimientos a: Juan Pedro Barquero

 
 
© Todos los derechos reservados
 
 
 
 
 
 
 
 

POR MUCHA PRECAUCIÓN QUE


TENGAMOS, A LO LARGO DE
NUESTRA VIDA, SIEMPRE ES
MEJOR NO CRUZARSE CON LA
MALA SUERTE
 
 

Esta historia es ficticia.

Nada de lo que aparece en ella ha sucedido


jamás.

Mi intención es dirigir la atención hacia un trocito


de paraíso terrenal… Archena .
 

Cualquier parecido con los personajes es pura


casualidad.
 

La lectura de esta historia puede herir la


sensibilidad del lector.
 

No recomendable para menores de 18 años.


I. Un Pacto Con Hades
 
Pestes de lluvia acida y de malditas vidas putrefactas. Sabores de amargura
cosechados de las lágrimas bendecidas por los despiadados enemigos del alma y de la
cordura. Presente condenado a encabezar los momentos de nuestras interminables
pesadillas. Y cuando la lluvia cesa y la flora despierta, es nuestra sangre la que se
escalda en el torbellino de las tempestades.
*
254 a.C. Archena, Murcia…
La dama levantaba su arco y apuntaba a sus enemigos con destreza y precisión.
Las puntas de sus flechas habían sido bautizadas en la sangre de los hombres y en la
carne de los desgraciados, sus manos no temblaban ante la visión de los mutilados
cuerpos o al oír los llantos de los hombres bravos, su mente permanecía serena y su
vista se clavaba en el corazón de su objetivo, al igual que sus proyectiles. Ariadna la
llamaban, la dama guerrera, la esposa de la muerte. Roma no conseguía arrodillarla,
los senadores la maldecían, los legionarios la temían, las romanas la admiraban con
una mezcla de curiosidad y asco, y su pueblo la deificaba.
Bajo el hervir de las aguas volcánicas, en lo más profundo de las tierras sagradas,
Hades descansaba mientras degustaba la sangre que goteaba por los techos de las
interminables cuevas del inframundo. Estalagmitas teñidas de rojo, ríos de apestoso
azufre, cabezas cercenadas, lenguas cortadas, ojos arrancados y esclavos recogiendo
las vísceras que colgaban por los costales de los estacados muertos.
Un aroma a amor y devoción acarició sus fosas nasales. Hades sintió como la
segadora de vida le llamaba, le quería, le necesitaba, anhelaba su presencia. Ariadna,
con sus enormes ojos negros, sus firmes piernas de gacela, su cabellera morena y su
cuerpo de ninfa, sudaba llantos de inocencia perdida y sonreía con cada
derramamiento de sangre. Cegada por su orgullo, enamorada de su leyenda y
convencida de su inmortalidad, posaba orgullosa como la más fuerte de las diosas,
desafiando el venir de la muerte, ignorando el poder del señor del inframundo. Uno tras
otro, los valerosos legionarios caían en su trampa y perecían a su lado, igual que las
moscas cuando abrazan la bella telaraña para después ser atravesados por el aguijón
de su dueña. Los hombres gritaban como niños perdidos en la oscuridad, el viento
canturreaba las nanas de las madres que estaban a punto de sentir el crujido de sus
corazones al partirse, Roma se encorvaba a causa de las innumerables perdidas, y los
compañeros de armas de Ariadna se enorgullecían, clamaban su nombre e incuso la
amaban desesperadamente.
Pero todo en este mundo tiene un principio y tiene un final, excepto el paso del
tiempo.
Una noche muy lejana, apartada de los días de batallas y de los honores de las
carnicerías orquestadas, Ariadna se sintió muy sola en su alcoba, vacía de todo
sentimiento, apartada de todo lo común e ignorando la existencia de la felicidad. Ella no
quería nada de eso, sólo quería ser inmortal. Y lo serás —afirmaban los sabios y los
guerreros durante las largas noches de celebraciones—. Tu historia perdurará y vivirás
a través de los siglos, incluso cuando todo lo que conozcamos haya desaparecido. Ella
exasperaba y desesperaba, sus manos temblaban y su piel ya no era tan tersa y
apetecible, los hombres no hacían cola para amarla y las más jóvenes no la
envidiaban. Hades la esperaba ansioso en el otro mundo, y ella lo sabía. No quiero
vivir en canciones inútiles o en manchas de versos que quedarán inalterados sobre
piedras viejas. Yo quiero vivir de verdad, quiero saborear el amargor y la dulzura de la
vida para siempre —decía—.
Esa misma noche, cuando Ariadna se encontraba sola entre el sueño y la muerte,
Hades decidió visitar a la mujer que había conseguido despertar su interés en
tantísimas ocasiones. Ella no se asustó al verle, sencillamente le tendió la mano y le
dijo que aún no estaba preparada, que le había regalado tantas vidas durante las
guerras, masacrando sin piedad, y que por eso él debía regalarle la suya… para
siempre. Hades, asombrado por el deseo de Ariadna e intrigado por el trato que quería
proponerle, se pronunció.
Una voz que se perdía en los abismos de la nada, que irritaba a los moribundos y
acallaba a los animales, sonó en la rayada oscuridad. La mezcla del chirrido del hierro
al romperse y del eco profundo del rugir de un león, le puso los pelos de punta. Ariadna
no creyó que el señor del inframundo le contestaría aún en vida, la negrura de la noche
se difuminó entre tonos grises y azulados, los dientes de sable, afilados y hedientos,
aparecieron como cepos apunto de morder a su presa; sus ojos de fuego, apenas
visibles para no cegar a los mortales, titilaban como sombras de ceniza amarilla en el
aire; y al moverse, un vaho distorsionado apareció de repente.
¿Quieres vivir para siempre?—preguntó el señor del inframundo—. ¿Quieres tener
pesadillas eternamente? Ariadna seguía la distorsión con la mirada aunque no era
capaz de distinguir algo en concreto. Sí, quiero vivir para siempre, quiero sentir el frío y
el calor en un cuerpo inmortal —contestó ella—. La voz de Hades resonó desde las
mismísimas entrañas de la tierra, hasta lo más alto de la creación. Los demás dioses la
oyeron y aguardaron con interés el desenlace; otro trato de Hades significaba la
creación de otro monstruo que castigaría y perseguiría a los vivos. Otro juguete con el
que entretenerse. Cada gota de sangre que derrames en mi copa será un instante del
que podrás apoderarte —propuso—. Cada suspiro que le arrebates a un mortal será
un momento del que te adueñaras. Vivirás de la miseria humana que tú misma
provocarás. ¿Hay trato? Ella buscó en su interior una respuesta y encontró el
conocimiento que otorga la experiencia, aunque desoyó todo lo que se decía a sí
misma, ignoró la razón, y se limitó a contestar: Acepto —susurró Ariadna—.
II. Prisionero
 
En la actualidad…
En la habitación 109 de un hotel. Cerca de donde la antigüedad quedó sepultada
para dar lugar a una nueva era, Natalia discutía con su marido Alfredo, como de
costumbre.
—¿Por qué no puedes dejar el teléfono durante los días de vacaciones? Siempre
trabajando, siempre con tus negocios.
Alfredo hizo una mueca de disgusto y le mostró el móvil.
—Eso es exactamente lo que no me gusta. Te preocupas más por José Antonio que
por mí.
Él abrió las manos y levantó los hombros, tapó el auricular y la miró con cara de
pocos amigos.
—¿No ves que estoy hablando?
—Dile que estás de vacaciones y que ya hablaréis cuando regreses.
Alfredo calzó unas deportivas mientras hablaba, cogió su cartera y abrió la puerta de
la habitación.
—Voy a continuar fuera que aquí hay mucho ruido —le dijo a su interlocutor—.
Al cerrar la puerta tras de sí, la voz de su mujer, propinándole infinidad de adjetivos
poco decorativos, sonó con más furia que antes. A él ya no le importaba demasiado,
siempre hacía lo mismo pero después era ella quien quería joyas caras, ropa de firma,
cambiar de coche todos los años y comer en los mejores restaurantes; por desgracia
no comprendía que eso costaba mucho dinero y que tenía que ganarlo.
Caminaba y hablaba a la vez. Había pasado más de una hora y continuaba
hablando. Que si las etiquetas no estaban bien impresas, que si el producto debía ser
lavado, que si el cobro debía ser al contado. Alfredo andaba ensimismado sin poder
sentir la oscuridad que se cernía sobre él. El frescor de la noche, inusual durante el
mes de agosto, se posó sobre su cara induciéndole en un estado de profunda
satisfacción y tranquilidad; los murciélagos que observaban colgados de las ramas de
los árboles, se meneaban al ritmo de la hojas y de la inquietud; unas ranas actuaban
como coro de fondo, y los mosquitos se apartaban al cruzarse con él. Tenían prohibido
tocar a esa presa.
El fluí del río, cálido y constante, disimulaba el crujir de los arbustos que se partían.
Alfredo no se percataba de nada. Absorto por la conversación, seguía paseando sin ser
consciente de lo que sucedía a su alrededor.
—¿Qué…?
Una especie de vapor negro apareció delante de él causándole una extraña
sensación que le obligó a soltar el móvil. Su piel empezó a rizarse, a arrugarse y a
estirarse. Luchaba para no caerse de rodillas. Se miraba las manos y creía que se
deshacían, aunque cuando se las tocaba volvía a sentirlas completas. ¿Qué me pasa?
—se preguntó—. Agachó la cabeza en busca de un apoyo que le ayudase a levantarse
mientras con las manos intentaba dispersar el vapor que le impedía concentrarse.
—Levántate —le ordenó Ariadna—.
Con tan sólo fijarse en los pies de la guerrera, Alfredo se enamoró perdidamente. No
osó tocarla, únicamente se limitó a levantar la vista que recorría las hermosas curvas
de aquella diosa del inframundo, hasta que la negrura dejó de importarle porque
acababa de encontrarse con sus ojos. Unos ojos de color fuego que martirizan a los
desgraciados que se queman con su dulzura; unos ojos profundos, secretos, que
descarrían las almas del camino más puro, o del más necio.
—Tócame.
Ariadna descubrió su pecho, mostrando sus dulces pezones de caramelo. El sexo de
Alfredo se endureció hasta tal punto que llegó a dolerle. Su corazón regaba con sangre
sus venas a tal velocidad que parecía estar consciente de todo, aunque en realidad
estaba absorto por la lujuria mezclada con la desesperación.
La tocó.
La electricidad que recorrió su cuerpo le sacudió el cerebro y le hizo mojarse al
instante. El placer se manifestó en forma de gemido que se le escapó de los pulmones.
Babeaba como un perro, sus músculos se tensaban y se relajaban a un ritmo
incontrolable, sus ojos se cegaban por el deseo y el placer.
—¿Me amas? —le preguntó Ariadna—.
—Te amo —contestó Alfredo con voz temblorosa—.
—¿Me amas por encima de todas?
—Te amo más que a mi vida.
Ella se acercó a su oído derecho y suspiró manifestando excitación. No fingía. Su
cuerpo sentía el éxtasis del momento, pero no por el amor conseguido sino por el
esclavo que acababa de capturar. Para rematar su hechizo de mujer, le cogió la mano
y se lo deslizó por su túnica azul celeste hasta que su dedo corazón se acercó a los
acantilados de su entrepierna. Caliente, húmeda. El fluido amoroso le empapó la mano.
Ahora Ariadna le chupó los labios, le acarició su sexo y le acercó la cabeza a sus
pechos.
—¿Me deseas? —le preguntó jadeando—.
—Sí, sí, sí —repitió Alfredo extasiado—.
Él se puso de rodillas y le suplicó que le permitiese yacer con ella. Penetrarla.
Hacerla suya.
—Has de ganarme —dijo Ariadna con una voz suave y dulce que se perdía con las
aguas del lugar—.
—Haré todo lo que me pidas. ¡Todo!
Con gran dominio de la manipulación, ella le acercó la cabeza a su entrepierna para
enloquecerle aún más. Frotó su rostro en sus muslos mientras le acariciaba los labios
con un dedo que acababa de salivar. Nubló su mente.
—Tengo hambre… mucha hambre.
—Te traeré todo lo que desees —contestó él sollozando de alegría y excitación—.
—Tráeme almas.
—¿Cómo te las traigo? —preguntó sin poder negarse—.
—Sólo tienes que matar por mí. Con este cuchillo.
El curvado filo era perfecto para cercenar cabezas, despiezar extremidades o
destripar a los inocentes.
—¿Cuántas almas quieres?
—Diez.
—¿Diez? Yo te traeré más de nueve.
Ariadna le agarró del pelo y le miró fijamente.
—Sólo diez. Ni una más.
—Sí, sí —dijo él desesperado por regresar al calor de su sexo—, diez… sólo diez.
—Ahora ve, y no regreses sin lo que deseo.
 
III. Masacre
 
Las risas, provenientes de una piscina cercana, penetraron en la mente de Alfredo y
le despertaron de su letargo. El olor de la hembra aún le tenía preso y en sus manos
apretaba el cuchillo con una enfermiza pasión. Debía cosechar almas para su amada.
Debía matar para ganarse su amor.
Mareado y desconcertado, arrastraba los pies por las baldosas que se confundían
con la hierba, dirigiéndose hacia el lugar de donde provenían las voces. Respiraba con
dificultad, como si el aire se hubiese humedecido tornándose más espeso. Le pitaban
los oídos, una vaporosa nube se había arraigado en el interior de sus ojos,
distorsionando su percepción, la piel le dolía, como si se hubiera quemado, y apretaba
con tanta fuerza los dientes que casi se le partían.
Dos parejas se bañaban en las cálidas aguas provenientes de las profundidades de
la tierra. El contraste del frío y del calor era una sensación fantástica que mezclada con
el entorno natural convertía aquella experiencia en una de las atracciones turísticas
más llamativas de la región y de España. El champán tampoco faltaba. Ostras en
bandejas de plata, caviar con crema de queso y salmón. Manjares, sabores, aromas,
texturas y el suave viento del norte que era amainado por las aguas volcánicas. Pero el
viento no sólo soplaba el oxígeno de las montañas. Con él traía el azufre de las
profundidades que enloquecía a los desprevenidos, enfurecía a los débiles y
alimentaba a Ariadna que aguardaba impaciente en su templo.
Alfredo se situó a sus espaldas. Contemplaba como las dos parejas se reían
chapoteando y contando anécdotas que para él carecían de sentido. Aunque prestase
atención no sería capaz de comprender ni una sola palabra de lo que estaban diciendo.
Los galimatías se enredaban en su cabeza penetrando su cerebro y causándole un
gran dolor. Un inmenso dolor. Apretaba con fuerza el puñal del cuchillo envenenado por
los aromas sexuales de Ariadna, mientras cantaba una canción de descarte.
 
Pinto, pinto, gorgorito… que pescuezo tan bonito.
 
Los ojos se le torcían con cada sílaba que pronunciaba, se mordía la lengua hasta
que sangraba, se la volvía a morder y continuaba con la canción.
—¡Tú! —gritó poseído—.
Agarró a una de las mujeres por el cabello y le clavó el cuchillo en un ojo.
—Te amo, te amo, te amo —repetía constantemente—.
Sin saber cómo reaccionar, el marido de la sacrificada la sujetó en sus brazos con
impotencia. Su cuerpo, que temblaba mientras la vida se apagaba en su interior,
palidecía de manera gradual pero continua. La carne se endurecía a la vez que se
enfriaba. Y cuando dirigió la mirada hacia el asesino…
—Yo la amo —dijo Alfredo ladeando la cabeza—.
Sin dudarlo ni un segundo alargó el brazo y le cortó el cuello al hombre. La sangre
de ambos teñía las aguas como si un manto carmesí se extendiese con suavidad y
delicadeza. El olor a hierro oxidado, característico de la sangre, eclipsó los demás
olores propiciando un ambiente agrio y doloroso.
La otra pareja nadó desesperada hacia la otra orilla de la piscina. El hombre ayudó a
su esposa a salir mientras no paraba de decirle que se marchara y que no mirase atrás.
Alfredo corrió como un demonio. Tropezaba, se resbalaba y perdía el equilibrio, pero no
se caía. Su deseo de matar le mantenía de pie.
La mujer se negaba a dejar a su marido y se arrodilló para ayudarle salir. Craso
error. Con una cuchillada certera Alfredo cortó la mano del hombre separándola del
brazo, haciendo que él volviera a caer en la piscina y que ella se paralizase de miedo.
Quería gritar, deseaba escapar, se imaginaba a sí misma resistiendo. Todo era una
mentira que su mente orquestaba para transformar el terror en un sueño aceptable. Un
sueño que fue detenido a golpe de acero cuando Alfredo, con la lengua fuera, le clavó
el cuchillo en la espalda, en el hombro y, para rematar, en el cuello.
—La necesito —suspiraba enloquecido—.
El hombre nadaba soportando el dolor como podía. No sabía qué hacer. No le sería
fácil escapar.
 
Vente mi niiiiiiño, vente a mi laaaaado.
 
El cantico del asesino le puso los pelos de punta. Nadando de espaldas se topó con
los cuerpos de sus amigos. Abrió los ojos como no la había hecho nunca, percibió la
existencia de todo lo que le rodeaba de una forma casi divina; reconocía la temperatura
del aire, del agua… de su sangre; era capaz de escuchar a todo ser viviente que se
encontraba cerca, por muy pequeño que fuese; era consciente de que iba a morir.
Alfredo daba vueltas alrededor de la piscina como lo hacen los carroñeros antes de
lanzarse sobre el cuerpo inerte para alimentarse. Jadeaba. Olisqueaba la debilidad de
su cuarta víctima. Se relamía saboreando su temor.
 
No tardaráaaaaaas en caer en mi reeeeeed.
 
Ladeó la cabeza y se lanzó sobre él en mismísimo instante que el hombre cerró los
ojos mareado por la pérdida de sangre. Alfredo no sólo le hincó el cuchillo en las
entrañas, sino que también le mordió la oreja, se la arrancó y se la comió.
—Te deseo, mi amor —decía mientras golpeaba una y otra vez al muerto—.
IV. Cinco, Seis y Siete
Los cucharones, las cacerolas, los platos y los vasos hacían un ruido tremendo
cuando el joven pinche los sacaba del lavavajillas. Su novia, un año menor que él, le
miraba el culo mientras masticaba un chicle a la vez que le provocaba. Las risitas se
les escapaban a los dos. Alguna que otra caricia bajo la falda de la chica provocaba
que ella le empujase hacia los fogones con la intención de alejarlo, pero a los pocos
segundos le indicaba con el dedo índice que volviera a acercase. Él, haciéndose el
difícil, le daba la espalda y continuaba con su faena que ya había demorado
demasiado. La noche se les caía encima. Picarona a la vez que perseverante, ella se
frotaba sobre su espalda, le besaba la nuca y retomaba la postura de inocente en el
rincón de antes.
—Me estás buscando y me encontrarás —le decía él sonriendo de una forma dulce
y ridícula. De enamorado—.
Ella se metía el dedo en la boca, enredaba el chicle y lo estiraba con gran maestría,
hasta que volvía a metérselo en la boca. Entonces decía:
—Yo no busco nada. Eres tú quien no me hace caso.
—¿Qué yo no te hago caso? Ahora verás.
Soltó el plato que llevaba en la mano y empezó a correr detrás de su novia. Las risas
sonaban a las primaveras que se casan con los veranos y que describen el verdadero
significado de vivir alegremente.
Hasta que entró Alfredo.
Atraído por los ruidos, igual que un perro cuando oye a su presa, siguió su instinto y
se encontró delante de los jóvenes.
—¿Quién eres tú? —preguntó el joven—. ¿Qué te ha pasado? ¿Necesitas ayuda?
El asesino, mojado y lleno de sangre, levantó su cuchillo.
—Estás majara, tío —dijo el joven—, suelta eso o te daré con la sartén en la cabeza
—le amenazó agarrando la más grande por el mango—.
—La amo —susurró Alfredo—, la necesito. ¡Tengo que hacerlo!
Él se acercaba.
—Ya te he avisado, tío. Échate atrás o te rompo la cabeza.
Ni caso. La locura le susurraba palabras de amor y lujuria. Le recordaba el tacto de
los pechos de Ariadna.
—No puedo vivir sin ella —repetía el asesino—.
El joven levantó la sartén y le golpeó con fuerza en la cara. Seguidamente le agarró
de los pelos y le empujó la cabeza contra los fuegos de la cocina. El olor a carne
quemada provocó que su novia vomitara al instante. Incapaz de reaccionar, la chica se
limpió la boca, se acercó a su novio, le cogió de la mano y le gritó:
—¡Vámonos de aquí!
Con un movimiento rápido y preciso, Alfredo lanzó un cuchillazo rajando el muslo del
chico.
—¡Aggghhhh!
Como si no sintiera ningún dolor se apartó del fuego.
—La quiero —tartamudeó—.
Las cuchilladas que recibió el chico eran incontables. La furia que se apoderó del
envenenado no se podía medir con palabras, ni con advertencias, ni con susurros.
Golpe tras golpe, la carne de su víctima se trituraba, sus huesos se partían, su piel
teñía de rojo.
—¡Nooooooooo! —gritó la chica que apenas era capaz de reaccionar—.
Alfredo se irritó tanto que enseguida apretó la empuñadura y se lanzó a por ella. Los
reflejos de la chica le hicieron levantar la mano para cubrirse, aunque fue en vano. El
metal atravesó su carne, le cortó los tendones y se le clavó en la mejilla. Los nervios
del asesino estaban tan tensados, que no tardó en córtale los mofletes, recorrer la
parte trasera de la mandíbula y desgargantarla.
Satisfecho de su trabajo se tocó la cara por la parte que se había quemado y notó la
hinchada carne. No le dolía. El fuego llegó a destrozarle el sistema nervioso
insensibilizándole la herida, aunque no se trataba sólo de eso. Su cuerpo carecía de
estímulo o sensibilidad alguna, como si en realidad estuviera muerto. Respiraba,
sangraba, su piel despedía calor, pero estaba muerto en su mente; envenenado desde
el corazón; aniquilado por el deseo.
—¿Qué diablos está pasando aquí —dijo un guardia de seguridad cuando entró en
la cocina—.
Alfredo le miró con ojos tristes, ladeó la cabeza y se mostró desesperado.
—Yo la quiero —sollozó—, la deseo, no puedo vivir sin ella.
El guardia no se percató del cuchillo. Se conmovió al verle lleno de sangre y con una
quemadura en la cara.
—No te muevas, pediré ayuda —dijo él preocupado—.
—No puedo vivir sin ella, no puedo vivir sin ella —repetía Alfredo mientras se
acercaba—.
—Tú estate tranquilo que enseguida llegará una ambulancia.
Los servicios de emergencia respondieron de inmediato a su llamada de teléfono. El
guardia se mantuvo en calma para no fallar en la descripción de lo que veía,
preocupado por el bienestar del asesino, pero al que él creía que una víctima más.
—Enseguida llega una ambulancia —comenta nada más colgar el móvil—.
—Tengo que complacerla. La adoro, la amo —balbuceó Alfredo a menos de un
metro del guardia—.
—Aguanta hombre… aguanta —le animó él, y en aquel momento se percató de
cuchillo—.
Era demasiado tarde.
Con un movimiento circular y veloz, el loco le cortó la cara hacia arriba, en diagonal.
Luego le clavó el filo lentamente en el hueco de la clavícula, para después tirar con
fuerza y destrozarle parte del pecho.
Ahora el guardia yacía en el suelo. No tardaría en exhalar su último aliento.
—Ya falta menos mi amor —dijo el asesino sonriendo—. No tardaremos en volver a
abrazarnos, a besarnos y… a viciarnos.
V. Mala Suerte
 
Las estrellas brillaban con intensidad. La perfección del cielo vestía la noche con un
traje de gala, difícil de despreciar. Una ráfaga de cálido viento endulzaba los paseos de
los desprevenidos; de aquellos que disfrutaban de la naturaleza; de aquellos que
desconocían su destino.
Dos amigos contemplaban los edificios de principios del siglo pasado, y conversaban
sobre asuntos triviales. La última película que vieron antes de tomarse las vacaciones,
lo absurda que les sonaba la canción del verano, aunque resultaba pegadiza, y
describían a la chica nueva de la oficina comentando al final de cada frase: «si se
enteran nuestras mujeres de lo que estamos diciendo, seguro que nos echan a la
calle».
El barullo de las sirenas les llamó la atención. Miraron a su alrededor buscando la
causa de la movilización, pero no vieron nada extraño. El azul oscuro que proyectaban
los coches de policía iluminaba las paredes de la montaña estampándose sobre el
verde de los árboles y el marrón de la tierra; el rojo de las ambulancias resultaba más
violento porque lo teñía todo del color que recuerda a la muerte.
Resultó curioso. Un perro les observaba desde la acera de enfrente. No se movía, ni
les ladraba, ni siquiera meneaba la cola, se limitaba a mirarles con los ojos bien
abiertos, carentes de expresión o de sentimientos. Puede que lo que se cuenta sobre la
raza canina sea cierto, que perciben el peligro antes que nadie, que olfatean el miedo
desde largas distancias, que notan la presencia de la miseria, segadora de vidas
cuando se acerca; pero los dos amigos sencillamente miraron al animal y sonrieron.
—Seguro que está golfeando —bromeó uno de ellos—.
—¿Dónde se esconderá la perra de su amiga? —continuó el otro poniendo la
guinda al chiste verde—.
Aparte de ellos dos no circulaba otra alma. Las luces de los coches de emergencias,
acompañados por los característicos ruidos que los anuncian, cada vez se acercaban
más al lugar donde se encontraban.
—¿Habrán robado en el hotel? —preguntó uno—.
—¿Y por eso mandan una ambulancia? Yo creo que a algún anciano le habrá dado
un infarto y han venido a por él.
—O puede que algún jovenzuelo se haya atiborrado a alcohol —dijo con retintín—.
Claro, como ahora todo se soluciona con un lavado de estómago, es fácil abusar. Qué
lástima de juventud, no saben disfrutar de una buena borrachera.
—Nosotros sí que sabíamos —comentó el otro con añoranza—.
—Sabíamos y sabemos. Hombre. Si quieres nos acercamos al pueblo y nos
tomamos unas cuantas.
—Buena idea.
La respiración de Alfredo apestaba. Su visión, cada vez más distorsionada, ahora
veía dos sombras que se alejaban de su posición, pero que se confundían con unos
destellos de colores raros e insoportables pitidos. Las rodillas le fallaban. Puede que
fuese porque había perdido mucha sangre a causa de las heridas, o puede que su
obsesión le estuviese provocando un desequilibrio nervioso. ¿Quién sabe?
Las dos sombras se detuvieron. Bien. Ya no tendría que apresurarse.
—Pronto me verás a tu lado, mi amor —gargareó Alfredo, como si estuviera
ahogándose con su propia sangre—.
Se acercó con celeridad, apretó el puñal del cuchillo, lo alzó, y con dos certeros
golpes en la espalda mató a uno.
—¡Qué…!
Antes de que pudiera terminar la frase, el otro hombre caía muerto después de
recibir una cuchillada en el corazón.
—Ya falta poco —dijo emocionado—.
Los coches de policía se acercaban, las luces le cegaban, pronto se vería
acorralado.
—No puedo fallar ahora. Sólo me falta la décima —razonó a duras penas—. Ya lo
sé.
Sacó del bolsillo la llave de su habitación y musitó:
—Es perfecto. Matando a mi mujer nada se interpondrá entre nosotros.
VI. La Última Sangre
 
A veces la suerte también es malvada y despiadada. Alfredo desapareció en el
edificio del hotel unos instantes antes de que la policía se detuviera frente a los dos
cadáveres. Acababa de ganar un poco más de tiempo que le permitiría terminar con su
cometido, liberarse y finalmente reunirse con su amada. Con la mujer etérea que le
había envenenado el sentido común.
Se detuvo delante de las escaleras que conducían al primer piso y respiró
profundamente. Debía sortear aquél obstáculo si quería llegar a su objetivo.
—Lo hago por ti, mi amor.
Primero guardó el cuchillo en su cinturón para luego agarrarse con la poca fuerza
que le quedaba en el pasamanos. Después tiró de su cuerpo intentando mantener el
equilibrio para no caerse; era consciente de que si se caía puede que no fuese capaz
de levantarse.
—No te fallaré, mi amor —resoplaba con cada tirón—.
Cuando terminó de subir las escaleras se apoyó sobre sus rodillas, tomó aliento y
cerró los ojos. Estaba cansado. Se moría.
—No puedes detenerte ahora —le susurró Ariadna—.
La bella mujer apareció a su lado. Le abrazaba sin tocarle mientras le besaba la
nuca, pero sin llegar realmente a rozarle. Su rostro se deshacía como gelatina cuando
se unía con el cuerpo de Alfredo, para después recomponerse al apartarse de él. Una
ilusión.
—Dime que me amas —le susurró ella—.
—Te amo —contestó él levantando la mirada—.
—Dime que me deseas.
—Te deseo.
—Dime que quieres estar conmigo.
—Quiero estar contigo.
—Pues ahora termina lo que has venido a hacer —le ordenó Ariadna—.
Fundió su mano en su cuerpo y le acarició la entrepierna. Le transmitió la suficiente
motivación para no rendirse ahora que faltaba tan poco.
—Pronto gozaremos juntos —gimió él—.
Algunos huéspedes abrieron la puerta de su habitación para ver lo que sucedía fuera
y al encontrarse con el demacrado títere de Ariadna se asustaban y volvían a cerrar la
puerta echando el seguro.
El pasillo se acortaba, la puerta de la habitación 109 estaba cerca, el final llegaba.
—Siento el calor de tu cuerpo —le susurraba Ariadna a la vez que le acariciaba—.
La amante de la muerte ejercía su influencia danzando a su alrededor, envolviéndole
con sus preciosas aunque desgarradas telas. No dejaba de tejer una telaraña mental,
donde la principal causa de envenenamiento era la sexualización demente, que
recorría el torrente sanguíneo hasta que ennegrecía el corazón de su víctima.
Sólo unos poco metros le separaban de su mujer; del último cuerpo que debía
mutilar para complacer a su nueva razón de ser, Ariadna. Sacó la llave de la habitación,
la acercó a la cerradura y… se le cayó. El abismo que se abrió entre su cuerpo y la
llave le provocó palpitaciones.
—Si me agacho y me caigo, no s
eré capaz de volver a levantarme —dijo mirando a Ariadna—.
—Tú puedes. Hazlo por mí —insistió ella—.
Ayudándose con el pomo de la puerta, estiró las piernas para evitar doblarlas y se
inclinó para recoger la llave. Tuvo suerte. La anilla de latón se enganchó en su dedo.
—Te deseo, mi amor, muy pronto tendrás lo que me pediste —dijo Alfredo
ahogándose—.
Giró la llave y abrió la puerta.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó su mujer que miraba al exterior—. ¿Se
puede saber dónde andabas? Estaba preocupada.
—Necesito matarte —le dijo él—.
La mujer se dio la vuelta. No podía creer lo que sus ojos contemplaban.
 
¡¡¡Aaaaaaaaggggggghhhhhhhhh!!!
 
Su grito alertaría a toda la localidad si no fuese por el infernal ruido de las sirenas.
—No puedo vivir sin ella, compréndelo —dijo Alfredo mientras empuñaba de nuevo
el cuchillo—.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién te ha hecho esto? ¿Qué pretendes hacer con
ese cuchillo?
—¿Acaso no ves lo hermosa que es?
—¿Quién? —contestó ella—.
Alfredo se detuvo por un instante, se dio la vuelta y señaló a Ariadna que le
acompañaba.
—Ella.
—No veo a nadie, Alfredo. Deja el cuchillo. Tengo que llamar a un médico.
—Los celos te ciegan. Tengo que matarte para demostrar que soy digno de irme con
ella. La amo —aseguró acercándose cada vez más a su mujer—.
—¡Por el amor de Dios, no hay nadie, has enloquecido!
La debilidad se apoderaba de sus músculos, se mareaba, y un escozor empezó a
recorrer su cuerpo.
—La amo.
Apretó la empuñadura y levantó el cuchillo para que la gravedad le ayudase a
asestar un golpe mortal. Miró a su mujer a los ojos y una sonrisa se distinguió en la
comisura de sus labios. Ya sólo era cuestión de segundos conseguir su objetivo.
—Mátala —susurraba Ariadna a su lado, pero sólo él era capaz de verla—.
—Te amo —repetía Alfredo—.
—¡No lo hagas! —suplicaba su mujer—.
 
¡¡¡Bang, bang, bang!!!
 
Tres disparos le detuvieron en seco. El joven agente de policía no se podía creer lo
que estaba viendo y reaccionó de la única forma que supo. Debía salvar a la mujer y lo
hizo.  
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó con voz temblorosa—.
Ella no abrió la boca. Se limitó a cogerle de la mano y escapar del rincón al que su
marido la había acorralado.
—Salgamos de aquí —dijo el joven sin dejar de apuntar el cuerpo ensangrentado,
quemado y desgarrado del asesino—.
Se alejaron de la habitación sin mirar atrás, sin percatarse de la presencia de la
manipuladora de hombres, de la segadora de almas. A pesar de no haber conseguido
las diez víctimas se sentía satisfecha, porque nueve también era un buen número.
Ladeó la cabeza y decidió acercarse al cuerpo muerto de Alfredo. Entonces se agachó
y le dijo:
—Tú alma no me sirve, pobre desgraciado, pero no importa. Seguro que cuando lo
necesite encontraré a otro para que se convierta en mi cazador, en mi paladín, en un
asesino.
Y desapareció riéndose… para regresar el día que nadie se lo espere.

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