Nemirovsky Irene El Baile
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Irène Némirovsky
Título original: Le Bal
ISBN: 84-9838-023-5
Depósito legal: B-42.538-2006
clara, sin rasgos, con los párpados bajos, ojerosos, la pequeña boca
cerrada... Catorce años, senos que ya pujaban bajo el estrecho
vestido de colegiala, incomodando al cuerpo endeble, aún infantil;
pies grandes y dos largos caños rematados en manos rojas, de dedos
manchados de tinta, que un día tal vez se convertirían en los brazos
más bellos del mundo; nuca frágil y cabellos cortos, sin color, secos
y finos...
—Comprenderás, Antoinette, que hay para desesperarse con tus
modales, pobre hija mía... Siéntate. Voy a volver a entrar y me harás
el favor de levantarte inmediatamente, ¿entiendes?
La señora Kampf retrocedió unos pasos, salió y abrió la puerta
por segunda vez. Antoinette se levantó con una lentitud desganada
tan evidente que su madre apretó los labios con aire amenazador y
preguntó:
—¿Le molesta a la señorita?
—No, mamá —dijo Antoinette en voz baja.
—Entonces ¿por qué pones esa cara?
Antoinette sonrió con una especie de esfuerzo laxo y penoso que
deformó sus rasgos dolorosamente. A veces odiaba tanto a las
personas mayores que querría matarlas, desfigurarlas, o bien gritar:
«Sí, me molestas», golpeando el suelo con el pie; pero temía a sus
padres desde muy niña. En otro tiempo, cuando Antoinette era más
pequeña, su madre la sentaba a menudo sobre las rodillas, la
apretaba contra su pecho, la acariciaba y abrazaba. Pero eso
Antoinette lo había olvidado. En cambio, en lo más profundo de su
ser conservaba el sonido, los estallidos de una voz irritada pasando
por encima de su cabeza, «esta niña que está siempre encima de mí»,
«¡otra vez me has manchado el vestido con los zapatos sucios!, ¡al
rincón, así aprenderás, ¿me has oído?, pequeña imbécil!». Y un día...
por primera vez, un día había deseado morir. Ocurrió en una
esquina, en medio de una regañina; una frase encolerizada, gritada
con tal fuerza que los viandantes habían vuelto la cabeza: «¿Quieres
que te dé un guantazo? ¿Sí?», y la quemazón de una bofetada. En
plena calle. Tenía once años y era alta para su edad. Los viandantes,
las personas mayores, eso no significaba nada. Pero en aquel
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entre desconocidos.
Y después, un buen día se hicieron ricos de golpe, ella nunca
había llegado a comprender muy bien cómo. Se habían ido a vivir a
un gran piso blanco, y su madre había hecho que le tiñeran el
cabello de un bonito dorado completamente nuevo. Antoinette
lanzaba miradas asustadizas a aquella cabellera resplandeciente que
no reconocía.
—Antoinette —ordenaba la señora Kampf—, repite conmigo.
¿Qué has de responder cuando te pregunten dónde vivíamos el año
pasado?
—Eres una estúpida —decía Kampf desde el cuarto de aseo—,
¿con quién quieres que hable la niña? No conoce a nadie.
—Yo sé lo que me digo —respondía su mujer alzando la voz—.
¿Y los criados?
—Si la veo diciéndoles a los criados una sola palabra, tendrá que
vérselas conmigo, ¿has comprendido, Antoinette? Ella ya sabe que
tiene que callar y aprenderse sus lecciones, y ya está. No se le pide
nada más... —Y volviéndose hacia su mujer—: No es imbécil,
¿sabes?
Pero en cuanto él se iba, la señora Kampf volvía a empezar:
—Si te preguntan alguna cosa, Antoinette, dirás que vivíamos en
el Midi todo el año. No es necesario que especifiques si era Cannes o
Niza, di solamente el Midi... a menos que te lo pregunten; entonces,
es mejor que digas Cannes, es más distinguido... Pero naturalmente,
tu padre tiene razón, sobre todo debes callar. Una niña debe hablar
lo menos posible con los mayores.
Y la echaba con un gesto de su hermoso brazo desnudo, que
había engordado un poco, en el que brillaba el brazalete de
diamantes regalo reciente de su marido, que no se quitaba más que
para bañarse. Antoinette recordaba todo eso vagamente, mientras su
madre preguntaba a la inglesa:
—¿Tiene Antoinette la letra bonita, al menos?
—Yes, Mrs. Kampf.
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Kampf.
—Cometes un error, amigo mío, son ellos los que crean una
reputación yendo de una casa a otra y contándolo todo...
»Jamás me habría enterado de que la baronesa del tercer...
Bajó la voz y susurró unas palabras que Antoinette no llegó a oír,
pese a sus esfuerzos.
—... de no ser por Lucie, que estuvo en su casa tres años.
Kampf sacó de su bolsillo una hoja de papel cubierta de nombres
y tachaduras.
—Empezaremos por la gente a la que conozco, ¿no es eso,
Rosine? Escribe, Antoinette. El señor y la señora Banyuls. No sé la
dirección; tienes el anuario a mano, ya buscarás a medida que...
—Son muy ricos, ¿verdad? —murmuró Rosine con respeto.
—Mucho.
—¿Tú crees que querrán venir? No conozco a la señora Banyuls.
—Yo tampoco. Pero tengo trato con el marido por negocios, eso
basta... Al parecer su mujer es encantadora, y además no la reciben
mucho en su círculo, después de que se viera mezclada en aquel
asunto... ya sabes, las famosas orgías del Bois de Boulogne, hace dos
años.
—Alfred, por favor, la niña...
—Pero si ella no entiende nada. Escribe, Antoinette... A pesar de
todo, es una mujer muy distinguida para empezar...
—No te olvides de los Ostier —dijo Rosine con viveza—; parece
que organizan unas fiestas espléndidas...
—El señor y la señora Ostier d'Arrachon, con dos erres,
Antoinette... De éstos, querida, no respondo. Son muy estirados,
muy... Antaño la mujer fue... —Hizo un gesto.
—¿De veras?
—Sí. Conozco a alguien que en otro tiempo la vio a menudo en
una casa cercana a Marsella... Sí, sí, te lo aseguro... Pero hace mucho
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Kampf dijo:
—Pero ¿con qué me sales ahora? Ha sido rehabilitado, lo reciben
en todas partes, es un muchacho encantador y sobre todo un
hombre de negocios de primera categoría...
—Señor Julien Nassan, avenida Hoche, número veintitrés bis —
releyó Antoinette—. ¿Y después, papá?
—No hay más que veinticinco —gimió la señora Kampf—.
Jamás vamos a encontrar doscientas personas, Alfred...
—Claro que sí; no empieces a ponerte nerviosa. ¿Dónde está tu
lista? Todas las personas que el año pasado conociste en Niza, en
Deauville, en Chamonix...
Su mujer cogió un cuaderno de notas que había sobre la mesa.
—El conde Moïssi, el señor, la señora y la señorita Lévy de
Brunelleschi y el marqués de Itcharra: es el gigoló de la señora Lévy,
siempre los invitan juntos...
—¿Hay un marido al menos? —preguntó Kampf con aire
dubitativo.
—Por supuesto, son personas muy distinguidas. Hay otros
marqueses, ¿sabes?, hay cinco... El marqués de Liguès y Hermosa, el
marqués... Oye, Alfred, ¿se ha de usar el título cuando se habla con
ellos? Creo que es mejor, ¿no? Nada de señor marqués como los
criados, naturalmente, sino: querido marqués, mi querida condesa...
Sin eso, los demás no se darían cuenta siquiera de que recibimos a
gente con título.
—Si pudiéramos pegarles una etiqueta en la espalda... Eso te
gustaría, ¿eh?
—¡Oh!, tú y tus bromas idiotas... Vamos, Antoinette, date prisa
en copiarlo todo, niña.
Antoinette escribió un poco más y luego leyó en voz alta:
—El barón y la baronesa Levinstein-Lévy, el conde y la condesa
du Poirier...
—Son Abraham y Rébecca Birnbaum, que han comprado el
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—…
—¿Y tú? Asistirás, supongo. ¡Ya tienes edad!
—No lo sé —musitó Antoinette con un doloroso temblor.
—Más deprisa, más deprisa... Este movimiento se ha de tocar así.
Uno, dos, uno, dos, uno, dos... Vamos, ¿te duermes, Antoinette? La
suite, niña…
La suite... ese pasaje erizado de sostenidos con que uno tropieza
a cada momento. En el apartamento vecino llora un niño pequeño...
La señorita Isabelle ha encendido la lámpara... Fuera, el cielo se ha
oscurecido, desdibujado... El reloj toca cuatro veces... Otra hora
perdida, hundida, que se ha escurrido entre los dedos como el agua
y no volverá... «Me gustaría irme muy lejos o morir...»
—¿Estás cansada, Antoinette? ¿Ya? A tu edad yo tocaba seis
horas al día... Espera un poco, no corras tanto, qué prisa tienes... ¿A
qué hora debo ir el día quince?
—Está escrito en la tarjeta. A las diez.
—Muy bien. Pero a ti te veré antes.
—Sí, señorita...
Fuera, la calle estaba vacía. Antoinette se pegó a la pared y
esperó. Al cabo de un momento reconoció los pasos de miss Betty,
que se acercaba presurosa del brazo de un hombre. Antoinette se
lanzó hacia ellos y tropezó con las piernas de la pareja. Miss Betty
soltó un gritito.
—Oh, miss, hace un cuarto de hora que la estoy esperando...
El rostro de la miss apareció tan desencajado ante los ojos de
Antoinette que ésta vaciló en reconocerlo. Pero no vio la pequeña
boca lastimosa, abierta, herida como una flor forzada; miraba
ávidamente al hombre.
Era un hombre muy joven. Un estudiante. Un colegial quizá, con
el labio inflamado por los primeros cortes de navaja y unos bonitos
ojos descarados. Estaba fumando. Mientras la miss balbuceaba unas
excusas, él dijo tranquilamente en voz alta:
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—Preséntame, prima.
—Mi primo, Ann-toinette —resopló miss Betty.
Antoinette le tendió la mano. El muchacho rió un poco, calló;
luego pareció reflexionar y finalmente propuso:
—Os acompaño, ¿no?
Los tres bajaron en silencio por la pequeña calle oscura y vacía.
El viento soplaba sobre la figura de Antoinette con un aire frío,
húmedo de lluvia, como empañado de lágrimas. Aminoró el paso,
miró a los enamorados que caminaban delante de ella sin decir
nada, apretados el uno contra el otro. Qué presurosos iban...
Antoinette se detuvo. Ellos no volvieron siquiera la cabeza. «Si me
atropellara un coche, ¿lo oirían al menos?», pensó con repentina
amargura. Un hombre que pasaba se topó con ella. Antoinette dio
un respingo asustada, pero no era más que el farolero; observó cómo
iba tocando una a una las farolas con su larga pértiga y éstas se
encendían súbitamente en medio de la noche. Todas aquellas luces
que parpadeaban y vacilaban como velas al viento... De pronto tuvo
miedo y echó a correr a toda prisa.
Alcanzó a los enamorados delante del puente de Alejandro III.
Se hablaban muy deprisa, muy quedo, juntas las caras. Al divisar a
Antoinette, el muchacho hizo un gesto de impaciencia. Miss Betty se
turbó brevemente; después, impulsada por una repentina
inspiración, abrió su bolso y sacó el paquete de sobres.
—Tenga, querida, aquí están las invitaciones de su madre, que
aún no he echado al correo... Vaya corriendo a ese pequeño estanco,
allí, en aquella calle a la izquierda. ¿Ve la luz? Échelas en el buzón.
Nosotros la esperamos aquí.
Depositó el paquete en manos de Antoinette y a continuación se
alejó precipitadamente. En medio del puente, Antoinette la vio
detenerse una vez más, esperar al muchacho con la cabeza gacha. Se
apoyaron en el parapeto.
Antoinette no se había movido. A causa de la oscuridad sólo
veía dos sombras borrosas, y alrededor el Sena negro y lleno de
reflejos. Incluso cuando se besaron, adivinó más que vio la flexión,
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Antoinette volvía de pasear con la miss; eran cerca de las seis. Como
nadie respondió al timbre, miss Betty llamó con los nudillos. Al otro
lado de la puerta se oía ruido de muebles arrastrados.
—Deben de estar preparando el guardarropa —dijo la inglesa—.
El baile es esta noche; a mí se me olvida siempre, ¿y a usted,
querida?
Sonrió a Antoinette con un aire de complicidad tímido y
afectuoso, pese a que no había vuelto a verse con su joven amante en
presencia de la niña; pero desde aquel encuentro Antoinette se
mostraba tan taciturna que inquietaba a la miss con su silencio y sus
miradas.
El criado abrió la puerta.
Inmediatamente la señora Kampf, que supervisaba al electricista
en el comedor, se abalanzó sobre ellas:
—No podíais entrar por la escalera de servicio, ¿verdad? —les
recriminó con tono airado—. Ya veis que se están poniendo los
guardarropas en la antecámara. Ahora está todo por hacer, no
vamos a acabar jamás —añadió mientras cogía una mesa para
ayudar al portero y a Georges en el arreglo de la estancia.
En el comedor y la larga galería contigua, seis camareros de
chaqueta blanca disponían las mesas para la cena. En medio estaba
el aparador preparado y adornado con flores vistosas.
Antoinette quiso entrar en su habitación, pero su madre volvió a
la carga:
—Por ahí no, no entres ahí... En tu habitación está el bar, y la
suya también está ocupada, miss; dormirá en el cuarto de la ropa
blanca esta noche, y tú, Antoinette, en el trastero del fondo. Allí
podrás dormir sin siquiera oír la música... ¿Qué hace usted? —dijo al
electricista, que trabajaba sin prisas y canturreando—. Ya se ve que
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la bombilla no funciona.
—Eh, se necesita tiempo, señora mía...
Rosine se encogió de hombros con irritación:
—Tiempo, tiempo; ya hace una hora que está con eso —
refunfuñó a media voz, mientras se estrujaba las manos con un gesto
tan idéntico al de Antoinette encolerizada que la muchacha, inmóvil
en el umbral, se sobresaltó como cuando te encuentras
repentinamente ante un espejo.
La señora Kampf llevaba una bata y los pies desnudos
embutidos en babuchas; sus despeinados cabellos se retorcían como
serpientes en torno a su rostro encendido. Vio al florista que, con los
brazos llenos de rosas, se esforzaba en pasar por delante de
Antoinette, que a su vez se pegaba a la pared.
—Perdón, señorita.
—Vamos, muévete, vamos —la urgió la madre con tal aspereza
que, al retroceder, Antoinette chocó contra el brazo del hombre y
deshojó una rosa—. ¡Mira que eres insoportable! —exclamó la
anfitriona, haciendo tintinear la cristalería que había en la mesa—.
¿Qué haces aquí, tropezando con la gente y estorbando a todo el
mundo? Vete, ve a tu habitación, no, a tu habitación no, al cuarto de
la ropa blanca, donde quieras; ¡pero que no se te vea ni se te oiga!
Tras marcharse Antoinette, la señora Kampf cruzó deprisa el
comedor y la antecocina atestada de cubos para enfriar el champán
llenos de hielo, y llegó al despacho de su marido. Éste hablaba por
teléfono. Ella esperó a duras penas a que colgara y rápidamente
exclamó:
—Pero ¿qué haces, no te has afeitado?
—¿A las seis? ¡Estás loca!
—Para empezar, son las seis y media, y después puede que se
requiera hacer alguna compra en el último minuto; más vale ser
prevenido.
—Estás loca —repitió él con impaciencia—. Tenemos a los
criados para hacer las compras.
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—Yo qué sé... ¿Qué quieres que te diga? Sé tanto como tú.
Cruzaron la mirada un momento y Rosine suspiró y bajó la
cabeza.
—¡Oh! Dios mío, estamos como perdidos, ¿verdad?
—Ya se nos pasará —dijo Kampf.
—Lo sé, pero mientras... ¡Oh, si supieras el miedo que tengo!
Ojalá ya hubiera acabado todo...
—No te pongas nerviosa —repitió él blandamente, girando el
abrecartas entre las manos con aire ausente. Y recomendó—: Sobre
todo, habla lo menos posible... sólo frases hechas... «Encantada de
verles... Tomen alguna cosa... Hace calor, hace frío...»
—Lo más terrible serán las presentaciones —dijo Rosine con
preocupación—. Imagínate, toda esa gente a la que he visto una vez
en mi vida, a la que apenas reconozco por la cara... y que no se
conoce entre sí, que no tiene nada en común...
—Dios mío, pues farfulla alguna cosa. Al fin y al cabo, todo el
mundo está como nosotros, todo el mundo tuvo que empezar un
día.
—¿Te acuerdas de nuestro pequeño apartamento de la rue
Favart? —preguntó Rosine de repente—. ¿Y cómo vacilamos antes
de reemplazar aquel viejo diván del comedor que estaba
destrozado? Hace cuatro años de eso, y mira... —añadió, señalando
los pesados muebles de bronce que los rodeaban.
—¿Quieres decir que de aquí a cuatro años recibiremos a
embajadores, y entonces nos acordaremos de cómo temblábamos
esta noche porque venían un centenar de rufianes y viejas grullas?
¿Eh?
Ella le tapó la boca con la mano riéndose.
—¡Vamos, calla ya!
Al salir, Rosine tropezó con el jefe de comedor, que iba a avisarla
con respecto a los bodegueros: no habían llegado con el champán y
el barman creía que no habría bastante ginebra para los cócteles.
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amor cuando aún era una muchacha pobre, porque iban bien
vestidos y tenían hermosas manos cuidadas... Menudos patanes,
todos. Pero ella no había dejado de esperar. Y ahora tenía su última
oportunidad, los últimos años antes de la vejez, la auténtica, sin
remedio, la irreparable... Cerró los ojos e imaginó unos labios
jóvenes, una mirada ávida y tierna, cargada de deseo...
A toda prisa, como si acudiera a una cita amorosa, arrojó a un
lado la bata y empezó a vestirse: se puso las medias, los zapatos y el
vestido, con esa habilidad especial de aquellas que se las han
arreglado sin doncella toda su vida. Las joyas... Tenía un cofre lleno.
Kampf decía que eran la inversión más segura. Se puso el gran collar
de perlas de dos vueltas, todos sus anillos, brazaletes de diamantes
que le envolvían los brazos desde la muñeca hasta el codo; después
fijó al cuerpo del vestido un gran dije adornado con zafiros, rubíes y
esmeraldas. Brillaba, centelleaba como un relicario. Retrocedió unos
pasos, se miró con una sonrisa feliz... ¡La vida comenzaba al fin!...
¿Quién sabe si esa misma noche?
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Callaron.
La señorita Isabelle examinó una vez más las paredes de la
estancia.
—Encantadora, encantadora de verdad, con mucho gusto...
De nuevo se hizo el silencio. Las dos mujeres emitieron una
tosecilla. Rosine se alisó el cabello. La señorita Isabelle se ajustó la
falda minuciosamente.
—Qué buen tiempo hemos tenido estos días, ¿verdad?
Kampf intervino de pronto:
—Vamos, no podemos quedarnos así, con los brazos cruzados,
¿no? ¡Sí que tarda la gente, por eso! Porque en las tarjetas pusiste a
las diez, ¿verdad, Rosine?
—Veo que me he adelantado mucho.
—Qué va, querida, ¿qué dice? Es una costumbre horrible la de
llegar tan tarde, es deplorable...
—Propongo que bailemos —dijo Kampf dando una palmada
jovialmente.
—¡Por supuesto, qué buena idea! Pueden empezar a tocar —
exclamó la señora Kampf a la orquesta—: Un charlestón.
—¿Sabe bailar el charlestón, Isabelle?
—Claro que sí, un poco, como todo el mundo...
—Ah, pues no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra,
por ejemplo, el sobrino del embajador de España, siempre gana
todos los premios en Deauville, ¿verdad, Rosine? Mientras
esperamos, abramos el baile...
Se alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette
vio que su madre se levantaba, corría a la ventana y pegaba —
también ella, pensó la niña— el rostro a los cristales fríos. El reloj de
pared dio las diez y media.
—Dios mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? —susurró la señora
Kampf agitadamente—. Que el diablo se lleve a esta vieja loca —
añadió, casi en voz alta, y al punto aplaudió y exclamó entre risas—:
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anchas, mi pobre amiga, desahóguese —soltó una vez más con todas
sus fuerzas en medio del salón desierto.
Alfred y Rosine la oyeron decir a los criados, cuando cruzaba el
comedor:
—Sobre todo, no hagan ruido; la señora está muy nerviosa, muy
afectada.
Y, finalmente, el zumbido del ascensor y el golpe sordo de la
puerta cochera al abrirse y volver a cerrarse.
—Vieja pajarraca —murmuró Kampf—, si al menos...
No terminó. Rosine, puesta en pie de repente, con el rostro
brillante de lágrimas, le mostró el puño gritando:
—¡Tú tienes la culpa, imbécil, por tu sucia vanidad, tu orgullo de
pavo real, es cosa tuya!... ¡El señor quiere dar bailes! ¡Recibir! ¡Es
para desternillarse de risa! ¡Por Dios! ¿Crees que la gente no sabe
quién eres, de dónde sales? ¡Nuevo rico! ¡Te la han jugado bien, eh,
tus amigos, tus queridos amigos, ladrones, estafadores!
—¡Y los tuyos, tus condes, tus marqueses, tus gigolós!
Continuaron gritándose un tropel de palabras desbocadas,
violentas, que fluían como un torrente. Después Kampf, con los
dientes apretados, dijo bajando la voz:
—¡Cuando te recogí, Dios sabe por dónde te habías arrastrado
ya! ¡Crees que no sé nada, que no me daba cuenta de nada! Yo
pensaba que eras guapa, inteligente, que si me hacía rico me
honrarías... Buen negocio hice, desde luego, menuda con la que fui a
dar, modales de verdulera, una solterona con modales de cocinera...
—Otros quedaron satisfechos...
—Lo dudo. Pero no me des detalles. Mañana lo lamentarías.
—¿Mañana? ¿Y tú te has creído que me quedaré una hora
siquiera contigo después de todo lo que me has dicho? ¡Animal!
—¡Vete! ¡Vete al diablo!
El señor Kampf salió dando portazos.
Rosine lo llamó:
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—¡Alfred, vuelve!
Y esperó, la cabeza vuelta hacia el salón, anhelante, pero él ya
estaba lejos... Bajaba por la escalera. En la calle, su voz furiosa gritó
un rato: «¡Taxi, taxi!», luego se alejó, se apagó a la vuelta de una
esquina.
Los criados habían subido a su apartamento, dejando por todas
partes las luces encendidas, las puertas golpeando... Rosine
permaneció inmóvil, con su vestido brillante y sus perlas, hundida
en un sofá.
De pronto hizo un movimiento colérico tan enérgico y repentino
que Antoinette dio un respingo y, al retroceder, se golpeó la frente
contra la pared. Se agachó aún más, temblando; pero su madre no
había oído nada. Se arrancaba los brazaletes uno tras otro y los
arrojaba al suelo. Uno de ellos, pesado y hermoso, adornado
enteramente con diamantes, rodó bajo el canapé y llegó a los pies de
Antoinette. La niña lo miró como clavada en el sitio.
Vio el rostro de su madre, por el que resbalaban las lágrimas,
mezclándose con los afeites, un rostro arrugado, crispado,
enrojecido, infantil, cómico... conmovedor... Pero Antoinette no
estaba conmovida, sólo sentía una especie de desdén, de
indiferencia despreciativa. Más adelante, comentaría a un hombre:
«Oh, era una niña terrible, ¿sabe? Imagínese que una vez...» De
pronto se sintió poseída por todo su futuro, sus jóvenes fuerzas
intactas, su capacidad para pensar: «¿Cómo se puede llorar de esa
manera por algo así?... ¿Y el amor? ¿Y la muerte? Un día morirá...
¿lo ha olvidado?»
¿Así que también las personas mayores sufrían por cosas fútiles
y pasajeras? Y ella, Antoinette, les había tenido miedo, había
temblado delante de ellos, de sus gritos, sus cóleras, sus amenazas
vanas y absurdas... Lentamente, se deslizó fuera de su escondite. Un
instante más, disimulada entre las sombras, miró a su madre, que no
sollozaba, sino que simplemente estaba acurrucada y las lágrimas le
caían hasta la boca sin que ella las enjugara. Antoinette se levantó y
se acercó.
—Mamá.
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