Análisis Del Cuentod

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Análisis del cuento "La mujer" de Juan Bosch

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel
gris se la ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo
blanco, y sigue ahí, sobre el -lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas.
Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban Fue muy largo
todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía
rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una
hoguera pequeñita detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel
polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero
las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los
cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y
no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las
canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía,
primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la
momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol;
tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos
de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la
carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran
carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro, sin duda, estropeado por auto.

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina
sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la
tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado
acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío. Caliente como horno, la
persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó — quería ella explicar.

-¿Qué no? ¡Ahora verás! Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. El veía la
mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de
gritar mucho. De seguro mami moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las
lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la
verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera
hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara tanto tiempo.

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra ¡sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la
arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La
llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de
sangre.

Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera,
de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarla
ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su
mamá.

La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas
violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su
marido. Este comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava,
rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe.
Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con
amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en
ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por
saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran
carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la
planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.
Dos pesos de agua

Juan Bosch

(La Vega, Rep. Dominicana, 1909 - Santo Domingo, 2001)

Dos pesos de agua (1937)

Originalmente publicadon en la Revista Carteles

(28 de marzo de 1937), págs. 38-39 y 66-67;

Dos pesos de agua

(La Habana: Ed. Impresor A. Ríos, 1941, 168 págs.);

Cuentos escritos antes del exilio

(Santo Domingo: Editora Alfa y Omega, 1974, 284 págs.), págs. 15-30.

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:

—Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.

Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo
con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza
desesperante.

—Y no se ve nadita de nubes —comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la
loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando
como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los
hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las
escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas,
caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que
llueva... Y nada. Nada.

—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.

La vieja comenta:

—Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le
sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron
quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron
corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros
lodazales.

Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos


y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo
de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún
día...

***

Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja
Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higera
con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa,
sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles
servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a
venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las
capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el
bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo
seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.

Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.

—Pa ti trabajo, muchacho —le decía—. No quiero que pases calores, ni que te vayas a
malograr, como tu taita.

El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo,
madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.

La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el
gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían
a los palos. Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a
haber monedas de plata de todos tamaños.

Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al


muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras
un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba
a guardar su dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.

Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un
mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío
la saludaban diciendo:

—Tiempo bravo, Remigia.

Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:

—Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.

Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos.
Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a
endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban
manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...

—Esta noche sí llueve, Remigia —aseguraban los hombres que cruzaban.

—¡Por fin! Va a ser hoy —decía una mujer.

—Ya está casi cayendo —confiaba un negro.


La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le
parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada;
pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.

Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si


despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las
lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en
busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los
muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los
montes, en procura de insectos y semillas.

—Se acaba esto, Remigia. Se acaba —lamentaban las viejas.

Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el
perro y un mulo flaco cargado de trastos.

—Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.

Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.

—Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre —recomendó.

Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.

—Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es
suyo.

—Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.

Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía
incendiar las lomas remotas.

***

El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:

—Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.

Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los
cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de
un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma
en busca de agua para que sus animales resistieran.

Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable,
tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero
había que seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el
arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía
las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.

El éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba;
ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era
más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un
viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde
ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.

—¡Ánimas del Purgatorio! —clamaba de rodillas—. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a
morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!

Días más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el
nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo,
llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.

—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —decía.

—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —repetía.

Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del
muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o
veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos
tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían
velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y
acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano
descarnada, mirando a lo alto y clamando:

¡San Isidro Labrador!

¡San Isidro Labrador!

Trae el agua y quita el sol,

¡San Isidro Labrador!

Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.

***

Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe;
pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los últimos, una gente a
quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para las
velas.

Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje
con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.

Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar y
los jóvenes que tenía mal de ojo.

Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo,
porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real.
Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado
allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.

***
En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces,
repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta,
tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:

—¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo
agua!

Las compañeras saltaron vociferando:

—¡Dos pesos, dos pesos!

Alguna preguntó:

—¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?

—¡Hay que atenderla! —rugió una de ojos impetuosos.

—¡Hay que atenderla! —gritaron las otras.

Se corría la voz, se repetían el mandato:

—¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!

—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a
tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por
dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.

—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! —rugían.

Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había que
derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la
suprema gracia de Dios las llamara a su lado.

***

Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio
una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete.
Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando,
ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.

Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba.
El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los
ojos parecían salirle de cuevas.

Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un
frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó
las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!

Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en
el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia
corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la tierra
adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
—¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! —gritaba a voz en cuello.

—¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo lo sabía!

De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a
la lluvia.

—¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!

Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso
del agua.

***

Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.

—Ahora —se decía—, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino,
frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar semillas. El muchacho se va
a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría
de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora,
cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.

El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los ríos,
empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas
bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se
desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco
lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos de dorado
maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas. El sueño le tornaba pesada la cabeza.

Y afuera seguía bramando la lluvia incansable.

***

Pasó una semana; pasaron diez días, quince... Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua.
Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las
Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de
agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían
lentamente entre los conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.

—¡Ey, don! —llamó Remigia.

El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.

—Bájese pa que se caliente —invitó ella.

La montura se quedó a la intemperie.

—El cielo se ta cayendo en agua —explicó él al rato. —Yo como usté dejaba este sitio tan
bajito y me diba pa las lomas.

—¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.

—Vea —se extendió el visitante—, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua
llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado
atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.
—Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.

—La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso —y señaló lo que él había dejado a
la puerta— ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba
en la barriga al mulo.

El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante
caer de la lluvia.

Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.

—Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se botan...

Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.

***

Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían
retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.

El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en
la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano
alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos
escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba
un río torrentoso.

—¿Será una niega? —se preguntó Remigia, dudando por vez primera.

Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la
sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El
muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.

A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero


sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del
bohío.

¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo
cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.

Remigia sintió miedo.

—¡Virgen Santísima! —clamó—. ¡Virgen Santísima, ayúdame!

Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:

—¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!

***

Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al
nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó,
como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No
sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la
distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse.
Seguía sujetando al niño y gritando:
—¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!

Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.

—¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!

Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le
amarraban la cabeza. Pensó:

—En cuanto esto pase siembro batata.

Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.

—¡Virgen Santísima!

Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en
un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las
ánimas gritaban, enloquecidas:

—¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!

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