Memorias Iriarte

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Las “Memorias” del general argentino

Tomás de Iriarte
sobre la Guerra de la Independencia Española

Miguel Ángel De Marco


Universidad Católica Argentina

Resumen
Las Memorias de Tomás de Iriarte, alumno del Real Colegio Militar de
Segovia en los prolegómenos de la Guerra de la Independencia Española y lue-
go oficial en distintos frentes de lucha contra los franceses, ofrecen una rica y
variada información sobre la organización de uno de los institutos más desta-
cados para la formación de profesionales de las armas, y acerca de la reacción
popular frente a la presencia enemiga, de las diferentes acciones militares en
el sur de la Península y en el frente de Cataluña, hasta el fin de la lucha; de la
capitulación de las huestes napoleónicas y del regreso de Fernando VII para
convertirse en monarca absoluto. Además proporcionan poco conocidos deta-
lles acerca de la vida cotidiana de civiles y soldados y muestran la adhesión de
no pocos militares al ideario plasmado en la Constitución de 1812.

Abstract
The Memories of Tomás de Iriarte, student of the Royal Military School
at Segovia during the beginning of the Spanish Independence War and then
commissioned officer at different war fronts against the French army, provide
an assortment of information about the organization of one of the most pres-
tigious military institutes in Spain; and is also a rich source about people’s
reaction towards the French invaders, and of the different military actions that
took place in the southern front until the end of the struggle, with the return of
Ferdinand VII as absolute monarch. Moreover, the Memories give us relatively
unknown details regarding the civilian’s and soldier’s daily life and show us
the military support to the ideals of the Constitution of 1812.

Estudios de Historia de España, X (2008), pp. 239-292


240 Miguel Ángel de marco

Palabras clave
Real Colegio de Artillería – Independencia Española – Cádiz – Chiclana
– Cataluña – Fernando VII.

Key Words
Real Colegio de Artillería– Spanish Independence – Cadiz – Chiclana
– Catalonia – Fernando VII.

Tomás Iriarte, que alcanzó luego de una azarosa carrera militar el


grado de general del Ejército Argentino, participó en su niñez y juventud
como cadete, oficial y jefe de las fuerzas de Fernando VII durante la
guerra de la independencia española y dejó constancia de sus vivencias
en unas Memorias que se refieren también a su prolongada participación
en la conflagración contra el Imperio del Brasil y a las luchas civiles
que ensangrentaron durante décadas a los países del Plata. El total de lo
escrito por parte de quien poseía una evidente inclinación por registrar
minuciosamente la mayor parte de los episodios de su existencia, abarca
diez mil folios. Éstos constituyen un vasto fresco, enriquecido a veces
por las descripciones marciales y las agudas observaciones políticas y
minimizado otras por los vitriólicos juicios a sus contemporáneos, que
refleja más de cuarenta años de la común historia hispano-rioplatense.
Dotado de una apreciable cultura, sus recuerdos constituyen para el
historiador una notable fuente de datos cuya contrastación responsable
ayuda a cubrir lagunas informativas y a ampliar el cuadro de variados
hechos acaecidos entre 1804 y 1847.
La edición de ocho de los diez volúmenes que componen las Me-
morias, se concretó hace más de seis décadas. A lo largo de ese lapso,
la obra no sólo salió de circulación sino que fue convirtiéndose en una


Memorias. La Independencia y la Anarquía, Buenos Aires, Ed. Argentinas SIA, 1944,
tomo I,CXVII + 398 pp; Memorias. Napoleón y la libertad hispanoamericana, Buenos Aires,
Ediciones S.I.A., 1944, CXX + 444 páginas. Este debió ser en realidad, el primer tomo, aunque
se publicó antes el que mencionamos más arriba. Ambos llevan estudio preliminar del doctor
Enrique de Gandía, al igual que los otros ocho que componen la totalidad de las Memorias.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 241

rareza susceptible de ser apenas hallada en determinadas bibliotecas pú-


blicas y privadas. Su utilización en España y en los países de Iberoamé-
rica ha sido bastante restringida, por lo que parece útil, al cumplirse dos
siglos del alzamiento del pueblo peninsular contra Napoleón, ocuparnos
del segundo tomo, que favorece, si no la percepción panorámica de las
operaciones militares ni de los entretelones políticos, la apreciación de
algunos hechos desde la óptica de quien se vio envuelto en aconteci-
mientos cruciales, vivió las alternativas de diversos combates, se halló
en peligrosos momentos de exaltación popular; asistió como espectador
a escenas que explican muchos sucesos posteriores del XIX español, y
conoció a figuras protagónicas, entre ellas a Fernando VII, con el que
mantuvo una breve conversación a su vuelta del destierro, en 1815.
Guardando las distancias en lo que respecta a la gravitación que
le cupo al segundo en razón de su cuna e influencia posterior, las Me-
morias se asemejan bastante a los Recuerdos de Pedro Agustín Girón,
marqués de las Amarillas y duque de Ahumada, tal vez con alguna
ventaja para Iriarte por el estilo atrayente y el caudal de informaciones
que ofrece.

El autor de las “Memorias”


Tomás de Iriarte nació en Buenos Aires el 6 de marzo de 1794, hijo
y nieto de militares. Su abuelo, natural de Tolosa, sirvió en el arma de
artillería, alcanzando el nombramiento de comisario, “que en aquellos
tiempos era equivalente al grado de teniente coronel, porque esta arma
no estaba entonces uniforme con el resto del Ejército en la nomenclatura
de sus empleos”. De su matrimonio con la rica propietaria catalana An-
tonia Aymerich, nacieron seis hijos, tres de los cuales lo acompañaron,
junto a su esposa, en las guerras de Italia, y murieron de corta edad. Al
regresar a España vieron la luz los otros tres, que a la edad de comenzar
la carrera de las armas se incorporaron a los reales ejércitos, y poco des-
pués participaron, en clase subalterna, en la expedición del general Pedro

Recuerdos (1778-1837), Pamplona, Ediciones de la Universidad de Navarra, tomo I,
1978, 340 pp.; tomo II, 1979, 313 pp.; tomo III, 1981, 249 pp.

Memorias…, tomo II, p. 3.
242 Miguel Ángel de marco

de Cevallos para recuperar la Colonia de Sacramento. Felipe y Ramón


volvieron a la Península, y Félix quedó en el Plata, donde contrajo enlace
con María del Rosario Somalo, también hija de militar. Peleó contra los
portugueses, fue uno de los defensores del Fuerte de la Santísima Tri-
nidad del Río Grande, recibió allí tres heridas –la de la cabeza requirió
trepanación y los espacios abiertos del cráneo le fueron cubiertos ¡con
pequeños cascos de calabaza! y llegó a ser coronel del Regimiento Fijo
de Infantería de Buenos Aires, al frente del cual murió el 26 de julio de
1806. Tuvo ocho hijos: los cuatro varones fueron militares; las mujeres
casaron con soldados y marinos. Como resultó frecuente en los años de
la emancipación americana, unos sirvieron bajo la bandera del Rey y
otros combatieron en los ejércitos de su tierra natal.
Iriarte ingresó en el Colegio de Artillería de Segovia el 17 de marzo
de 1807, iniciando una actuación de nueve años en el Ejército Español,
a la que nos referiremos, luego, glosando sus Memorias.
Destinado al cuerpo expedicionario del general Morillo, que se
suponía iba a dirigirse al Plata y finalmente puso proa hacia la costa
Firme, circunstancias fortuitas impidieron que llegase a tiempo para
embarcarse, cosa que hizo finalmente desde Cádiz, a bordo de la fraga-
ta Venganza, hacia el Perú, acompañando al general José de la Serna,
quien debía encabezar una nueva ofensiva contra las armas patriotas en
el Alto Perú. En el buque trabajaron activamente oficiales afiliados a las
logias masónicas, e Iriarte, consustanciado con ellos, se sintió partícipe
de los sectores más avanzados del liberalismo español, y acrecentó su
deseo de pasarse al campo insurgente. A su llegada al Perú se produjo la
sorpresa de Yaví, en la que fue hecho prisionero el marqués del mismo
título. Iriarte inició una suscripción en dinero y ropas y los repartió entre
los cautivos. Según expresa quien era entonces un joven artillero en sus
Memorias, La Serna lo nombró mayor general de la artillería en cam-
paña contra Jujuy. Al efectuar las tropas españolas del general Olañeta
un reconocimiento hacia Tilcara, Iriarte rebasó las avanzadas y logró


Cfr. Julio Mario Luque Lagleyze, El ejército realista en la guerra de la independencia,
Rosario, Instituto Nacional Sanmartiniano-Fundación Mater Dei, 1995, passim. Del mismo
autor, Historia y campañas del Ejército Realista (1810-1820), t. 1, Rosario, Instituto Nacional
Sanmartiniano-Fundación Mater Dei, 1997, passim.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 243

tomar contacto con el jefe de la vanguardia patriota, Martín Miguel de


Güemes.
Bajó a Tucumán, donde el general Belgrano –de quien Iriarte dejó
una bella página evocativa– lo colmó de atenciones y lo autorizó a viajar
a Buenos Aires a Buenos Aires (enero de 1818) para visitar a su familia,
que no veía desde hacía catorce años. Pasó a Montevideo y volvió a
Tucumán. Belgrano lo nombró jefe de la Escuela de Artillería. Escribió
un manual para instrucción de oficiales y sargentos. Poco después se lo
designó sargento mayor graduado de teniente coronel.
En 1820 entró en la vorágine de las luchas intestinas que devoraban
a los pueblos del Plata. Fue tomado prisionero por el gobernador de San-
ta Fe, Estanislao López, y desterrado junto con su conocido de la niñez,
el general Carlos de Alvear, a Montevideo. Fundó allí una sociedad
patriótica para liberar a la Banda Oriental de la dominación portuguesa.
En 1822 regresó a Buenos Aires y se lo confirmó en el grado de teniente
coronel. Dos años más tarde pasó a los Estados Unidos como secretario
de la misión que Alvear llevó ante el presidente Monroe. Según Iriarte,
recibió algunas confidencias del mandatario norteamericano a quien
evocó como un alma “elevada y el tipo más puro del verdadero republi-
cano”. Conoció, también al célebre general marqués de La Fayette.
Al regresar a la Argentina, en 1826, fue reincorporado al servicio
activo en calidad de teniente coronel, comandante de la artillería ligera
y el 25 de octubre de ese mismo año se lo promovió a coronel. En la
guerra contra el Imperio del Brasil, le cupo un desempeño brillante, que
quedó demostrado, sobre todo, en la batalla de Ituzaingó (20 de febrero
de 1827), donde la unidad militar que hoy lleva su nombre, mereció se-
gún el parte oficial, “los elogios, no sólo del general en jefe, sino de todo
el Ejército Republicano, por la serenidad de los artilleros y el acierto de
sus punterías ha sido el terror del enemigo”.
Finalizada la guerra, la Argentina entró de nuevo en un largo pe-
ríodo de crudas disensiones civiles. Iriarte, miembro del partido federal
constitucional, combatió contra su antiguo compañero de la guerra con
el Brasil, general José María Paz, uno de los más brillantes tácticos con
que contó el Ejército Argentino a lo largo de su historia, quien formaba
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en las filas del partido unitario. En 1832 ascendió a coronel mayor (ge-
neral de brigada). Pero las ideas políticas del general Iriarte no concor-
daban con las de quienes pretendían imponer al general Juan Manuel de
Rosas como gobernador de Buenos Aires con la suma del poder público,
de modo que, apenas asumió éste por segunda vez el mando (1835), se
dispuso su baja del Ejército. Marchó al destierro a Uruguay. Fue en ese
año cuando comenzó a escribir sus Memorias, asidua y cotidianamente,
hasta 1847, en que estampó, en el párrafo final en los 10.000 folios que
la conforman:

“Ya no puedo más, la pluma se me cae de la mano: pido que se me ex-


cuse […] es preciso sufrir como yo he sufrido y sufro desde hace once
años para comprender que merezco alguna indulgencia, si alguna vez
me he extraviado”.

No era para menos. Desde su emigración había vivido, junto a su


numerosa familia, tremendas privaciones, y soportado las alternativas
de los duros enfrentamientos civiles ocurridos a partir de entonces. En
1839, como jefe del estado mayor del Ejército Libertador del general
Juan Levalle, en lucha contra Rosas. Intervino en los combates de Don
Cristóbal y Sauce Grande. Atacó y rindió la ciudad de Santa Fe en poder
de los adversarios, vivió la completa derrota de las tropas que mandaba
en Quebracho Herrado (noviembre 1840), y se mantuvo en el ejército
hasta marzo de 1841, en que atravesó la cordillera de los Andes, llegó
a Chile y se embarcó finalmente en Valparaíso, rumbo a Montevideo.
Arribó en octubre del mismo año e intentó incorporarse al ejército que
el general Paz organizaba en Corrientes para lanzarlo contra Rosas. Pero
no logró hacerlo al producirse el total desmoronamiento de aquellas
fuerzas y e regresó a la capital uruguaya, junto a tiempo para participar
en la defensa de la ciudad, sitiada por las tropas del general Manuel
Oribe, quien mantendría sin pausa el asedio hasta 1851. El general Paz,
designado para organizar la defensa, nombró a Iriarte comandante ge-
neral de la artillería de la línea el 29 de enero de 1843, y en tal carácter


Memorias, La Nueva Troya: 1847, t. X, Buenos Aires, Goncoaurt, 1971, p. 384.
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participó activamente en la construcción de las obras necesarias para


frenar los ataques enemigos.
Renunció al mando en septiembre del mismo año, y permaneció en
Montevideo, viviendo en la más absoluta pobreza, hasta abril de 1846,
en que se marchó a Corrientes, donde Paz trataba de formar un nuevo
ejército. Las privaciones y las insinuaciones de su familia lo indujeron
a volver a Buenos Aires en 1849, a favor de un cierto aflojamiento de la
tenaz dictadura de Rosas.
Después de caído éste, ocupó algunos cargos públicos honorarios,
como los de miembro del Consejo Consultivo del Gobierno de Buenos
Aires e integrante de diferentes comisiones asesoras, entre ellas las de
redacción del Código Militar. Publicó trabajos en la Revista de Buenos
Aires, en la que vieron la luz sus recuerdos acerca del ataque a la escua-
dra española en una de cuyas fragatas viajaba hacia la Península –epi-
sodio al que haremos referencia en seguida–, y otros escritos elaborados
en la época de Rosas; editó Colonización y arreglo de fronteras, en que
se ocupó de los medios más apropiados para combatir a los indios y
avanzar en la población de las zonas desiertas; Ataque y defensa (1855),
refutando las Memorias del general Paz en lo atinente a las campañas
de Lavalle; Las glorias argentinas (1858), que comprende el período
de 1818 a 1825 y constituye fragmentos entresacados de sus Memorias,
y Biografía del brigadier general D. José Miguel Carrera (1863), que
entraña una defensa poco menos que inusitada para la época, de aquel
discutido personaje de la independencia chilena y de las luchas civiles
argentinas.
Como traductor, tarea a la que también dedicó como pasatiempo
sus últimos años, había entregado a las prensas una versión del libro en
francés Memorias de Artillería (1828) y las Cartas de Lord Chesterfield
a su hijo, en dos volúmenes (1832).
Falleció en Buenos Aires el 26 de mayo de 1876. Ante su tumba
pudo decir el coronel Tomas Guido, vástago del ilustre guerrero de la in-
dependencia del mismo nombre a quien poco antes Iriarte despidiera:
246 Miguel Ángel de marco

“Toca a sus hijos imitar sus virtudes, toca a sus compatriotas todos
rodear de veneración su nombre digno de ser grabado por la historia, y
al gobierno de la República Argentina dedicar un monumento glorioso
a un hombre que fue modelo y orgullo de sus contemporáneos”.

Efectuada la breve reseña de su trayectoria previa y posterior a su


actuación en la Península, pasamos a continuación a glosar aspectos de
sus Memorias referentes a los prolegómenos y desarrollo de la guerra de
la independencia española.

Combate naval con los ingleses y llegada a España


Partió Iriarte de Buenos Aires, rumbo a la Metrópoli, para educarse
en la Academia de Segovia, el 9 de agosto de 1804, a bordo de la fragata
Clara, que formaba escuadra con las de igual clase Medea, Mercedes
y Fama. La navegación no ofreció dificultades hasta después de tocar
las Canarias, en procura de noticias sobre una probable declaración de
guerra con Gran Bretaña. El general Bustamante, que comandaba los
buques españoles cargados de caudales, cayó, empero en la celada que
le tendieron los capitanes de dos bergantines ingleses, haciéndose apre-
sar para mostrar papeles que hacían pensar en una completa paz entre
ambas potencias. Siguieron confiadas las naves de Su Majestad Católi-
ca rumbo a Cádiz, cuando de improviso, el 5 de octubre, se divisaron
por la proa cuatro fragatas de guerra, que al acercarse enarbolaron el
pabellón británico. Si bien los bajeles españoles habían realizado el za-
farrancho de combate que prevenían los reglamentos, en caso de tener
al frente buques de guerra, lejos estaban sus comandantes de pensar en


Sobre la personalidad de Iriarte, cfr. Ignacio M Allende, “Una aventura histórica. La
vida del general Iriarte”, La Nación, Buenos Aires, 17 de octubre de 1976; Alberto G. Allende
(h), “El general Tomás de Iriarte”, La Nación, 7 de junio de 1981; Alberto Allende Iriarte, El
Gral. Tomás de Iriarte. Protagonista y testigo de su tiempo, Buenos Aires, Editorial Los Libres,
1994, passim. Miguel Ángel De Marco, “El general Tomás de Iriarte dedica 10.000 folios de sus
‘Memorias’ a evocar hechos históricos de los que fue actor y testigo”, diario La Capital, Rosario,
12 de junio de 1986; Luis Iriarte Udaondo, “Las crisis morales y políticas juzgadas por el
general Iriarte”, La Nación, 26 de octubre de 1975; Jacinto R Yaben, Biografías Argentinas y
Sudamericanas, t. III Buenos Aires; 1943, pp. 157 a 161.
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un ataque. Mas, de pronto, el comandante inglés intimó al español que


se entregase

“con sus fuerzas, no como prisionero sino como detenido, para dirigir-
se a un puerto de Inglaterra: el general español contestó que aunque
la partida era muy desigual, él no arrearía los colores nacionales sin
que precediese efusión de sangre, pues sólo a la fuerza superior podría
rendirse después de un combate cuando menos que hiciese honor al
pabellón”.

Comenzó la batalla, librando los buques españoles una pelea des-


igual, hasta que se produjo el estallido de la Mercedes, en el cual viaja-
ban, entre otras familias, la del mayor general de la escuadra, capitán de
navío Diego de Alvear, excepto su hijo mayor, Carlos, más tarde figura
notable de la emancipación argentina, quien lo acompañaba a bordo
de la Medea. Finalmente hubo que rendirse, y el comandante británico
Gove insistió ante el español en que no debían considerarse prisioneros
y sí detenidos,

“porque el gobierno inglés sólo había tomado aquella medida hostil para
evitar que los caudales que conducíamos, después de desembarcados
en España, pasasen a Francia para auxiliar las miras ambiciones de
Napoleón”.

Luego de una cuarentena en Plymout, los “detenidos” españoles fue-


ron desembarcados y alojados en residencias acordes con sus respectivas
jerarquías, permaneciendo hasta principios de 1805. Iriarte se embarcó
en un bergantín mercante sueco el 17 de mayo, y después de arribar al
puerto de Vivero y transitar por los anfractuosos caminos de España,
llegó a Madrid. Volvió a partir, recorrió en detalle las tierras catalanas,


Memorias…, tomo II, p. 7. Cfr. sobre este episodio: Sabina A lvear y Ward, Historia
de Diego de Alvear, Madrid, Luis de Aguado, 1891, p.; add. Miguel Ángel De Marco, “La
tragedia de los Alvear”, en Soldados y Poetas, Buenos Aires, Emecé, 2002, p. 13.

Memorias…, p. 29.
248 Miguel Ángel de marco

dejando puntual memoria de cuanto vio en ellas, para regresar a la Villa


y Corte con el fin de probar sus conocimientos y pasar después a Sego-
via. Aún no había cumplido los trece años cuando fue “presentado en
la Dirección General del Cuerpo de Artillería, cuyo jefe era el Príncipe
de la Paz”.

“Como requisito previo a mi entrada en el colegio, fui examinado de


lectura, escritura y las cuatro primeras operaciones de la aritmética por
dos capitanes de artillería, oficiales distinguidos que se ocupaban de
escribir la historia del Cuerpo de Artillería”.

Y añade: “Estos capitanes eran don Pedro Velarde y don Luis Daoíz.
Dos nombres históricos”.

La vida en el Colegio
Partió Iriarte de Madrid el 7 de marzo, día de su cumpleaños, y
cubrió las catorce leguas cruzando la sierra de Guadarrama, para llegar
al Alcázar, ante cuya presencia sintió una gran angustia: “en ese mo-
mento me acordé que iba a encerrarme en aquella fortaleza por cuatro
años”10. Pero el cuitado sintió alivio cuando se encontró con su hermano
Juan, alumno, también, del establecimiento, quien lo puso al tanto de
las formalidades que debía cumplir. En razón de que el apoderado de su


Se refiere, por cierto, a los héroes del 2 de mayo de 1808, que en vez de permanecer
acuartelados y pasivos como otros oficiales de la guarnición de Madrid, según lo ordenado
por el capitán general Francisco Javier Negrete, se pusieron al frente de las tropas del Parque
de Artillería, en el Palacio de Monteleón y se unieron a la insurrección popular. Tras repeler
una primera ofensiva francesa al mando del general Lefranc, murieron luchando tras deno-
dada lucha con los refuerzos enviados por el general Joaquín Murat.. Cfr. José Gómez de
A rteche y Moro, Guerra de la Independencia. Historia Militar de España de 1808 a 1814,
tomo I, Madrid, Imprenta y Litorgrafía del Depósito de la Guerra, 1891, passim. Add. R amón
de M esonero Romanos, Memorias de un Setentón natural y vecino de Madrid, t. 7, Madrid,
Renacimiento, 1926, pp. 32-52.
10
Memorias…, p. 75. Cfr. María Dolores Herrero Gil, “El Real Colegio de Artillería
de Segovia en la guerra de la Independencia.”, en Militaria: revista de cultura militar 7, 1995,
pp. 287-296. Se refiere al valor de las memorias de Iriarte para conocer el régimen interno del
instituto.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 249

padre no había oblado aún el derecho de ingreso, montante en más de


3.600 reales de vellón, debió aguardar unos días en la ciudad, aprove-
chando para borronear apuntes sobre su aspecto e historia. Finalmente,
el 17 de marzo, se le dio acceso, y debió superar dos rudas pruebas: las
novatadas, singularmente duras, y la equiparación con lo aprendido por
sus compañeros de curso, que habían comenzado el 1º de ese mes. Pudo
mucho el amor propio, que venció los temores, y logró ponerse al día.
Refiere Iriarte:

“El Colegio estaba muy bien servido, y reinaba un orden que partici-
paba, por la clausura y repartimiento de horas, del establecido en un
monasterio de una orden rígida, y del sistema militar, con que en estas
dos profesiones tan opuestas en sus medios y objetos, hay sin embargo
algunos puntos de contacto: la disciplina, la ciega obediencia”.

Mandaba por aquellos días la Compañía de Cadetes, con el título de


capitán, el mariscal de campo y subdirector del Departamento, don N.
Cevallos, y lo seguía como capitán segundo el coronel don Ignacio Váz-
quez y Somoza. Dos capitanes hacían las veces de ayudantes mayores,
y otros tres, las de tenientes primeros. Dos tenientes se desempeñaban
como subtenientes; tres cadetes de la clase superior actuaban como
brigadieres; seis, en calidad de subrigadieres; tres, como subrigadieres
habilitados y el resto, hasta completar cien plazas, en condición de “sim-
ples cadetes”.
El autor de las Memorias efectúa una relación minuciosa acerca
de la organización y planta de la academia y refiere que los profesores
pertenecían también al Cuerpo y estaban encolumnados según su grado
militar. El de mayor jerarquía era el coronel Antonio Datolí, a quien
correspondería una notable actuación posterior, y por lo tanto figuraba
como profesor primero, siguiéndole hasta el número 6, cinco capitanes.
Los ayudantes de profesor eran un teniente y dos subtenientes. Todos
tenían a su cargo las asignaturas que componían el plan de cuatro años
de exigentes estudios11.

11
Ibidem.
250 Miguel Ángel de marco

Completaban el plantel dos cirujanos, dos capellanes, un enfermero


con su ayudante, dos pífanos y tambores, un maestro de equitación, otro
de esgrima y otro de bailes facultativos.
En cuanto a la servidumbre, estaba compuesta, en tiempos de Iriar-
te, por un conserje o jefe principal; siete ayudas de cámara, siete criados,
un cocinero y cuatro marmitones o ayudantes de cocina.

“Un coronel retirado ejercía las funciones de alcalde del castillo, a cuyas
órdenes estaba el destacamento de Inválidos, enteramente independiente
de los jefes del establecimiento, y propiamente un empleo de mera fór-
mula para denotar que en otro tiempo había existido allí una fortaleza,
pues sus funciones estaban reducidas, a cuidar el puente levadizo y la
habitación contigua al edificio del colegio; sólo comunicaba por una
puerta, y en lo demás estaba enteramente separada, de modo que no
pudiese perturbar el régimen interior”12.

Para un adolescente acostumbrado a la regalada vida familiar, acos-


tumbrarse a un rígido sistema de estudio y disciplina no era fácil. Al
toque de diana, en invierno a las 6 y en verano a las 5,

“todos los cadetes se levantaban, y el que tardaba en hacerlo en el mo-


mento, o se vestía con calma, solía, cuanto menos, perder el almuerzo.
La primera hora después de levantarse estaba dedicada al aseo personal
y a la lectura del Kempis, que se hacía en rueda en cada sala por un
cadete y se alternaba en este ejercicio de modo que a todos les tocase
el turno. En seguida se tocaba a estudio, cada uno en su escritorio, y
esto duraba hora y media; se oía mis en la Capilla; enseguida se toma-
ba el chocolate, que era el almuerzo diario, y se pasaba a la clase de
matemáticas, que duraba dos horas. Al salir de esta clase se entraba
en las accesorias, y a las 12 y cuarto se tocaba fagina y entrábamos al
comedor. Este era un gran salón ocupado por ocho mesas, cada una
capaz de 15 cubiertos, y una de ellas estaba sin manteles, porque servía
para los arrestados, como por vía de corrección, aún de la disminución
de la ración, que era lo que más impresión hacía. Después de la comida
12
Ibidem, p. 81.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 251

pasábamos a las salas, y en el verano se dormía la siesta hasta las tres.


A esta hora se continuaban las clases accesorias, se rezaba después el
Rosario, después se merendaba y teníamos dos horas de recreo en la
plazuela del Colegio, que era muy espaciosa, y en donde nos ejercitába-
mos en los diferentes juegos de la edad: la pelota, la barra y el marro,
que era uno de los favoritos, etcétera”.

Luego, otra vez al estudio que duraba dos horas con el mayor reco-
gimiento, y sin que nadie pudiera comunicarse ni hablar con los compa-
ñeros: seguía una hora de conferencia a la que concurrían todos los co-
legiales de una misma clase, para explicarse y satisfacer recíprocamente
las dudas que ocurrían en la lección que se había estudiado para el día
siguiente, cenábamos y una hora después de la cena se tocaba silencio,
y era profundo el que se seguía y todos se recogían a sus camas hasta el
día siguiente, en que se repetía sin alteración la misma escena”13.
El oficial de guardia se ocupaba de

“presidir el orden, compostura y exactitud: no podíamos descuidarnos


ni un solo momento, porque a lo mejor se nos aparecía como un duende,
de modo que así aprendíamos a vivir en guardia, lo que es tan ventajoso
en la carrera Militar”. Los brigadieres y subrigadieres eran “unos cela-
dores domésticos en extremo tiránicos”, pues “estaban confundidos en
la masa y era más difícil burlar su vigilancia”.

Lo que no impedía que se realizasen agudas bromas, se intentasen


escapadas y se efectuasen verdaderas batallas campales entre los dis-
tintos cursos. Tales faltas eran severamente castigadas –Iriarte da una
prolija mención del modo–, y el frío calabozo resultaba pan corriente
“para jóvenes criados en el regalo, y de tan tierna edad”.
Sin embargo, la comida sencilla pero abundante, el vestuario lujoso
y las atrayentes prácticas con cañones, obuses y morteros, realizadas
algunas veces en presencia de la real familia, que veraneaba en San

13
Ibidem, p. 84.
252 Miguel Ángel de marco

Ildefonso, encantaba a aquellos muchachos que se sentían llamados a la


gloria y a los altos puestos militares.

Los franceses en Segovia


Acaecidos los sucesos del 2 de Mayo en Madrid, y pese a la cre-
ciente efervescencia popular, las actividades del Colegio continuaron sin
alteración hasta que el 2 de junio se supo que los franceses intentaban
ocupar Segovia.

“El pueblo rompe los diques del sufrimiento, se reúne en masa, y se


presenta en la plazuela del Colegio pidiendo a gritos que saliesen los
cadetes para instruirlos en el manejo del arma y regimentarse bajo sus
órdenes. Los oficiales trataron de contenernos, pero para nosotros era
aquella interpelación una verdadera fiesta que acabó de exaltar nuestro
entusiasmo y nos insurreccionamos también, desobedecimos a nues-
tros jefes, nos apoderamos de nuestros fusiles y volamos a la plazuela
a incorporarnos al pueblo, él mismo nombró sus oficiales de entre los
cadetes, y en aquel mismo momento comenzó la instrucción”.

El vecindario creía “que en cuatro días podía adquirir lo suficiente


para salir al encuentro de los veteranos más aguerridos de Europa”. No
había más soldados de línea que los del Regimiento de Artillería, con
sus oficiales y algunos otros del Departamento que se les había agre-
gado. Sólo se contaba con las baterías levantadas para la instrucción
y ubicadas en el camino de Madrid, las cuales quedaron al mando de
algunos cadetes.
Aún comprendiendo que toda resistencia era imposible,

“los jefes y oficiales, por librarse del pueblo, hacían como que se secun-
daban sus preparativos, pero interiormente se afligían de de ver tantos
dislates y los males que iban a sobrevivir; entre tanto seguía el desorden
y la confusión: los cadetes se habían arrogado el mando”.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 253

Se hacía indispensable una decisión que salvase al Colegio del de-


sastre, y en la noche del 5 al 6 de junio de 1808, al conocerse que los
franceses se hallaban a media jornada de Segovia, el mariscal de campo
Cevallos convocó secretamente a junta de guerra, decidiéndose que
aquella misma noche abandonarían la ciudad, sin los cadetes, pues al
divulgarse el propósito “la multitud frenética los había despedazado”.
Cuando se tuvo noticia en la mañana del 6, de la partida de la
mayoría de los jefes y oficiales, los segovianos, enfurecidos, tomaron
prisioneros a los pocos que habían quedado, se reunieron en cabildo y
nombraron capitán general al cadete Lorenzo Guillelmi, natural de Ca-
racas, que había prodigado en esos días agrios juicios a sus superiores

“porque en realidad el había sido muy perseguido por ellos, aunque con
razón: era sumamente rudo y pendenciero, había bajado de clase hasta
tres veces, de modo que entonces estaba en las alturas y ya tenia 18
años, fornido y muy cerrado de barba”.

El muchacho comprendió que la defensa que comandaba era impo-


sible y convenció a la multitud a marchar a Valladolid, para incorporarse
a las fuerzas del general Cuesta.
Los cadetes, sobre todo los de menor edad, concurrían diariamente
al Colegio, después de sus nuevas obligaciones, para hacer las comidas
diarias y dormir. El mismo 6, por la mañana, el capitán Fernán arengó
a los cincuenta que se hallaban presentes, diciéndoles que la única solu-
ción posible era salir de Segovia y rendirse a discreción a los franceses.
Según Iriarte, por hábito de obediencia pasiva, aquellos se pusieron en
marcha, recibiendo contraorden de volver, de parte de Guillelmi, antes
de que éste hubiese determinado partir a Valladolid, y cuando regre-
saban se les indicó que debían continuar. Pero en seguida se les señaló
lo contrario. Fernán, decidido a pasarse al enemigo, mandó hacer alto,
entretuvo a los cadetes en comer y puso pies en polvorosa.

“Quedamos acéfalos, sin guía, y regresamos a Segovia en desorden por-


que las órdenes del pueblo se repetían. Entramos otra vez en el Colegio,
254 Miguel Ángel de marco

donde supimos que los pocos cadetes que habían quedado habían tenido
que esconderse en los subterráneos casi ignorados que hay en la roca,
por librarse de los primeros furores del pueblo que acudió allí furioso
cuando supo nuestra evasión”14.

El improvisado capitán general de 18 años abandonó la ciudad con


un crecido número de “paisanos armados de palos, chuzos y macanas”,
en sentido contrario al que traían los franceses, seguidos por no pocos
cadetes. Los demás se encerraron en el Colegio, al mando del capitán de
artillería Joaquín Velarde, hermano del héroe del 2 de Mayo, quien “tuvo
la generosidad de sacrificarse por no abandonarlos”. Se alzó el puente
levadizo y la academia quedó aislada de la ciudad.
Las tropas napoleónicas se acercaban a Segovia, cuando el cadete
Juan Rial, de 14 años, perteneciente a la misma clase de Iriarte, que
había quedado al frente de una batería en la Puerta de Madrid, acom-
pañado sólo de un artillero, accionó sus cañones, dejando en el campo
a 15 o 20 enemigos. El hallazgo de la chaqueta del tenaz defensor, que
descubría su condición de alumno del establecimiento, enfureció a los
invasores, quienes entraron a la población tocando de degüello. Algunos
paisanos, que lograron refugiarse en el Alcázar, narraron las violencias
de los franceses: el saqueo de la iglesia de la Fuercilla, a orillas del Eres-
ma, y los sacrilegios cometidos por la soldadesca, que recorría las calles
paseando en son de befa los ornamentos y vasos sagrados, revestidos
con las casullas y sobrepellices del culto.
En tales momentos estaban, según Iriarte, cuando unos 1.000 solda-
dos se ubicaron en las cercanías del Colegio, del otro lado del Clamores.
Colocaron piezas de campaña en puntos dominantes y rompieron el
fuego sobre el Alcázar, creyendo que los cadetes contaban con medios
para resistir, y al no recibir respuesta, lanzaron una compañía a paso
de carga sobre la plazuela del Colegio. El capitán Velarde hizo bajar el
puente levadizo y sufrió el mal momento de tener que entregar su espada
al oficial que comandaba, el cual ordenó la ocupación del Alcázar, y se
presentó de inmediato al general Frese para interceder por los cadetes,

14
Ibidem, p. 101.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 255

considerados prisioneros de guerra. Pese a las prevenciones que la bi-


zarra actitud de los jóvenes había generado, “nuestra edad y hasta el
entusiasmo que habíamos desplegado nos salvó, porque indudablemente
los franceses gustaron de nuestra disposición marcial”.
No había ocurrido lo mismo con la población, saqueada y devastada
por la soldadesca, que, luego, formó en la plaza, cubriendo sus cuatro
frentes, “sin duda para atemorizar al pueblo”, y haciendo fuego a discre-
ción. Hubo algunas bajas.

Una prolongada odisea


Los cadetes comenzaron a planear su evasión, para incorporarse a
las fuerzas del general Gregorio García de la Cuesta. Algunos marcha-
ron y otros continuaron en el Colegio, bien que preparados para hacer lo
propio. Cada día transcurrido aumentaba el desconcierto y la desunión.
Se llegó a pensar que el rey José I enviaría a los cadetes a estudiar al
Colegio de Amiens, cosa que alarmó aún más a los jóvenes, quienes su-
pieron, luego del triunfo español en Bailén, que la iniciativa, que había
partido del afrancesado ministro de la Guerra O’Farril, pasó al olvido a
raíz de las preocupaciones más inminentes y serias que lo acometieron
tras aquella gran victoria.
Pero los franceses, luego de soportar la derrota infligida el 19 de
julio por el general Castaños, y de sufrir rotundos fracasos en Valencia
y Zaragoza, desmoralizado por el alzamiento general del pueblo de la
Península, se retiraron del otro lado del Ebro, en tanto el rey intruso se
alejaba de Madrid. En tales circunstancias, el general Cuesta

“entró efectivamente en Segovia, y se proclamó a Fernando VII con


toda solemnidad. Todos los jefes y oficiales empleados en el Colegio
estaban en el ejército de Castilla, y regresaron con él: la mayor parte
de los cadetes fueron obligados a volver a Segovia para continuar sus
estudios, y el Colegio se reorganizó bajo el pie antiguo.
“Era a la verdad insoportable volver al riguroso régimen de la antigua
disciplina, después de haber gustado los encantos que tiene la licencia
para la juventud, y los que habían servido en los ejércitos y que se con-
256 Miguel Ángel de marco

sideraban emancipados, y estaban envalentonados por haberse hallado


en algunas funciones de guerra, no podían soportar el encierro; pero
tuvieron que someterse”15.

Pero Napoleón, que según la conocida frase, no estaba dispuesto a


perdonar la mancha en su guerrera de una derrota de sus ejércitos por
la unión de un pueblo viril con sus hombres de armas, lanzó todo su
poder contra España, “inundándola” con sus tropas, al decir muy gráfico
de Iriarte. El general Cuesta se retiró de Segovia y el Colegio volvió a
quedar indefenso. En tales circunstancias, el profesor 1º, coronel Datolí,
convocó a un “acuerdo” y se resolvió que los integrantes del instituto en
pleno marchasen sobre Madrid, donde se suponía que los restos de los
ejércitos españoles podrían defender la capital. De todos modos, se hacía
necesario partir cuanto antes, pues los soldados dispersos y derrotados,
que cometían todo tipo de tropelías y violencias, iban acumulándose en
los caminos, tornando cada vez más escasos los medios para el viaje.
El 1º de diciembre de 1808, vestidos de gala, para conservar el mejor
uniforme, cargando con sus fusiles y algunas vituallas, los cadetes par-
tieron en lo que creían que iba a resultar un camino corto, mas llegaría
a ser penoso y largísimo.

“Éramos muy queridos en el pueblo, y particularmente las clases infe-


riores nos adoraban; nos salieron al encuentro un largo trecho y aquellas
pobres gentes lloraban al vernos partir de aquel modo. El cuadro era
triste, a la verdad; los franceses debían entrar en la ciudad el mismo día
o al siguiente, y el pueblo estaba en la mayor consternación y temía un
desastre. En fin, seguimos nuestro viaje, ¡y quien lo creerá!, íbamos tan
contentos como si fuésemos a un festín ¡Que edad tan feliz!”16.

Cinco leguas bastaron para que los cadetes, que marchaban a pie,
pues sólo los oficiales habían obtenido cabalgaduras, quedasen

15
Ibidem, p. 112.
16
Ibidem, p. 114.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 257

“estropeados, llenos de lodo, cansados, y la mayor parte descalzos; pare-


cíamos derrotados según nuestro estado, y era ridículo vernos en medio
de los campos con sombrero de galón y pluma blanco y en traje de gran
lujo marchando a pie: empezábamos el aprendizaje de los trabajos que
se pasaban en campaña y hacía tiempo que deseábamos llegase este día;
estábamos entusiasmados”.

La primera jornada de marcha los ubicó al pie de la Sierra de Gua-


darrama. Descansaron y al día siguiente entraron al pueblo homónimo,
donde se hallaba el cuartel general del general San Juan, comandante del
Ejército de Extremadura. Datolí tomó conocimiento de que Napoleón es-
taba a punto de entrar en Madrid, por lo que se hacía necesario variar el
rumbo en dirección a Talavera de la Reina. Hacia allí marcharon el 3 de
diciembre, a cuyo atardecer fueron baleados por los habitantes del pueblo
de Chopinería, que los tomaron por franceses y que, aun desengañados
de su error, los encerraron en una casa derruida para evitar que fugasen
quienes debían enseñarles a manejar viejos fusiles, chuzos y sables, con
los cuales se disponían a batir en Madrid al Emperador.

“Unos nos llamaban tenientes, otros comandantes: no es posible que


existan pueblos tan incultos y selváticos en Castilla la Vieja; parecen
animales con el privilegio de andar en dos pies. Peligra la verdad al
referir pasajes que comprueban esta aserción, y me limitaré a uno solo
para que pueda formarse juicio. A media legua de Segovia hay una aldea
llamada Zamarramala– la que por su inmediación está continuamente
en contacto con la ciudad, donde hay muchas piezas artillería, como
que está allí establecido uno de los departamentos de esta arma; pues
bien, yo he visto en la plazuela del Colegio a 6 u 8 paisanos de aquel
pueblo retroceder asustados a la vista de un cañón desmontado, costar
mucho el que se aproximasen temblando como azogados y preguntar
por donde salía la bala, por donde se cargaba, etcétera. Los cadetes que
allí estábamos les decíamos que por el oído: lo creían, pero nos manifes-
taban su estúpida admiración de que una bala tan grande pudiese pasar
por un agujerito tan pequeño, y se manifestaban convencidos cuando le
contestábamos que por eso estudiábamos”17.

17
Ibidem, p. 166.
258 Miguel Ángel de marco

Lo que valoriza aún más el fervoroso empeño de aquellas gentes


simples, y además cerriles, por expulsar a quienes habían hollado el
suelo patrio.
En el autor de las Memorias campea, no obstante el párrafo delibe-
radamente trascripto, una honda admiración subyacente por la epopeya
del pueblo en armas, a quien evoca, una y otra vez, como protagonista
empeñoso de la recuperación de España.
Pues bien, los intentos de fuga de los jefes, oficiales y cadetes fra-
casaron ante la decisión de los vecinos de emplearlos, como se ha dicho,
en calidad de instructores. Al amanecer, un clarín tocando a deguello
quebró el silencio, y los prisioneros forzaron las puertas, acercándose al
cabo de caballería que había hecho oír con tanta insistencia su instru-
mento y que estaba solo en el pueblo. Dijo que sus desesperados toques
tendían a poner sobre aviso a la población, incitándola a huir y salvarse
de los franceses, que estaban a media legua del caserío. De inmediato
partieron los artilleros en demanda de San Martín de Valdeiglesias, en
cuyo convento fueron hospitalariamente atendidos, y como supiesen
que Napoleón había entrado ya en Madrid, optaron por modificar una
vez más el rumbo. En vez de dirigirse a Talavera lo hicieron hacia El
Escorial. A mediados de diciembre llegaron a Salamanca “hechos unos
adanes”, lo que no impidió que de inmediato se los pusiese en regla,
mediante el pleno funcionamiento de la academia en el Colegio de San-
tiago. Fue por pocos días, pues la noticia de la proximidad del enemigo
los impulsó a proseguir su ya prolongado peregrinar. El 22 de diciem-
bre, ateridos por el frío, partieron rumbo a Zamora, hicieron alto en el
convento de Valparaíso, donde se enteraron de que la presunta patria de
Viriato estaba, como en sus heroicos tiempos, encerrada tras las mura-
llas, esperando morir antes que ceder al invasor.
Datolí, responsable de la flor y nata de la juventud de los ejércitos
españoles, resolvió entonces enfilar hacia la Coruña, pero las marchas
y contramarchas para no tropezar con el ejército francés, los mantenía
siempre a unas pocas leguas de Zamora. Finalmente lograron ponerse
en dirección a Galicia por un camino que ya habían andado los aliados
ingleses. A lo largo de él pudieron comprobar que los horrores cometidos
por los británicos no iban en zaga a los perpetrados por los franceses:
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 259

“Los pobres gallegos, espantados de la conducta odiosa de sus aliados, y


esperando excesos aún mayores por parte de sus enemigos, habían huido
a las montañas. Pueblos incendiados, mujeres expirantes a causa de la
violencia de los soldados, fusiles, mochilas, cañones, caballos muertos
o mutilados por sus caballeros o conductores cubrían los caminos; los
cadáveres vestidos con uniforme inglés daban testimonio de la venganza
de los paisanos españoles. A algunas leguas de Villafranca, los france-
ses se apoderaron de un convoy de plata valuado en cerca de un millón
de pesos, abandonando los carros cuyos conductores habían huido con
los caballos. Tal era el cuadro que ofrecían los pueblos de una gran parte
de nuestro tránsito, y ya se dejan comprender las miserias y privaciones
que sufríamos en un país en que hasta sus habitantes carecían del ali-
mento más preciso para subsistir: no hacía sino cuatro o cinco días que
los dos ejércitos habían pasado por allí”18.

Para llegar a Galicia, cuyo camino principal estaba interceptado


por los franceses, los cadetes con sus jefes, que en medio de una gran
nevada supieron la cruel suerte de los vecinos de Zamora, tomada por
asalto y sometida a graves excesos, debieron cruzar a Portugal por
Salamanca, sufrir “las fanfarronadas” de los vecinos de Braganza, que
los mortificaron diciéndoles que si los portugueses habían conseguido
desalojar al general Junot y dar por concluída la guerra, los españoles no
eran capaces de conseguir otro tanto. Repasaron la frontera y llegaron
por fin a Orense, aunque, dice Iriarte, parecía destino de los cadetes ser
precursores de los enemigos. El marqués de la Romana, general en jefe
del Ejército de Galicia, procuraba contener al enemigo, “pero éste no
le dejaba tomar aliento”. Así, pues, el coronel Datolí determinó pasar a
Lisboa, para, desde allí, trasladarse a Sevilla, donde a la sazón funcio-
naba la Junta Central. Antes de abandonar Orense, los cadetes rindieron
homenajes fúnebres a un compañero muerto a raíz de las penalidades
del viaje: era el hijo del subinspector del Departamento de Artillería de
la Coruña, mariscal de campo Montes. También dejaron en la ciudad al
cadete Mariano Termal, marqués de Villamena, que había perdido la
razón y quedó bajo la protección del diocesano, su tío carnal don Pedro

18
Ibidem, p. 129.
260 Miguel Ángel de marco

de Quevedo y Quintano, luego presidente del Consejo de Regencia de


España e Indias. Cuatro cadetes, entre ellos el hermano de Iriarte, Juan,
permanecieron para incorporarse al ejército de Romana como subte-
nientes marchando también con rumbo contrario a los franceses, que
entraron al día siguiente, cuando los integrantes del Colegio de Artillería
penetraban de nuevo en Portugal.
En general bien atendidos por la población, “Más hospitalaria y
atenta”, según nuestro memoralista, que la española, “a pesar de sus
preocupaciones y ridiculeces nacionales” pasaron por Amarante y
Oporto y otras localidades. A mediados de febrero llegaron a la ciudad
universitaria de Coimbra, donde los estudiantes, regimentados en dos
batallones, los colmaron de agasajos. De Thomar pasaron a la Burquiña,
y allí se embarcaron para arribar a Lisboa por el Tajo. Finalmente, el
4 de marzo de 1809 luego de reparar completamente las fuerzas en la
capital portuguesa, zarparon rumbo a Huelva, donde arribaron tres días
después.

En Sevilla
Finalmente, el 14 de marzo, los forzosos peregrinos llegaron a
Sevilla y fueron alojados a extramuros, en el Convento de San Laurea-
no, de la Orden de la Merced, “donde encontramos todo preparado y
arreglado para continuar nuestra clausura y estudio”. Luego de algunos
días de descanso que los reparase de las trescientas leguas recorridas a
puro riesgo, comenzaron las clases “bajo el mismo pie que estaban en
Segovia”19. Pese a que “la clausura de San Laureano” era para los cade-
tes “más insoportable que la que habíamos experimentado en Segovia”,
continuaron prácticamente con los mismos profesores, el hilo de las
clases allí suspendidas. Como se trataba de contar cuanto antes oficiales
de artillería de campaña que empezaban a escasear por las bajas que
había sufrido el cuerpo a raíz de los muertos, prisioneros y pasados a
las banderas del rey José, se suprimió la enseñanza de cuanto no fuese
exclusivamente necesario.

19
Ibidem, p. 135.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 261

Así, en el momento de los exámenes, Iriarte y otros cuatro com-


pañeros, que aprobaron el curso de Artillería y Dibujo Militar con
altas calificaciones, quedaron en condiciones de lucir la charretera a la
izquierda, que era el distintivo de subteniente. Pero fueron excluidos,
dándose por “motivo de nuestra detención nuestra escasa estatura” y que
“carecíamos de representación personal para mandar soldados, que era
por entonces lo que más urgía”. Los afectados, que contaban 15 años de
edad, en conocimiento de que tal cosa había ocurrido por primera vez
desde la fundación del Colegio, se presentaron al director general del
Cuerpo, mariscal de campo José María Maturana, quien muchos años
atrás, siendo teniente en Buenos Aires,

“había inventado la artillería a caballo para contener las incursiones de


los indios pampas en la inmensa línea de frontera, y que había disputado
este honor al célebre Federico II rey de Prusia, el cual le valió la victoria
contra el ejército austriaco en la batalla de Rostock”,

y recibieron la promesa de que cuando se les nombrase oficiales se les


concedería la misma antigüedad que a sus compañeros recientemente
promovidos, sin mengua de los méritos que acababan de contraer en las
últimas pruebas, y con mayor ventaja, pues se les dijo, aprenderían más
todavía.
En Sevilla centro de la actividad política y militar de la España
no ocupada, los cadetes lograban frecuentes permisos para visitar las
casas de la ciudad, especialmente los americanos, a quienes retiraban
sus compatriotas afincados en ella. Tocaría a Iriarte conocer, en la casa
de don Manuel Rodríguez, a hombres que ocuparon más tarde cargos
relevantes durante la emancipación del Río de la Plata, entre otros don
Manuel de Sarratea, después diplomático y gobernador de Buenos Ai-
res; Matías Irigoyen, oficial de la Real Armada, que alcanzó la máxima
graduación en la marina de su patria; Hilarión de la Quintana, futuro
general en el Ejército de los Andes y tío político del libertador José de
San Martín, etcétera.
262 Miguel Ángel de marco

Iriarte pone especial énfasis en destacar la influencia formativa


especial que sus estudios tuvieron en la capital andaluza:

“Yo estudié la artillería en Sevilla con más ventaja que cuando estudia-
ba en Segovia; nuestras lecciones no eran sólo teóricas, sino prácticas
también, porque íbamos a veces a la fundición de cañones, a la maes-
tranza, que entonces era la primera de España, a la fábrica de Salitre,
a la línea, donde practicábamos al construcción de baterías, etcétera,
etcétera, pero todo lo teníamos a nuestra disposición, el coche de la
maestranza y nuestro profesor el coronel don Mariano Gil, consumado
matemático y artillero, que nos acompañaba”20.

Finalmente, Iriarte obtuvo sus despachos de subteniente de artillería


el 14 de noviembre de 1809. Con marcial acento expresa la sensación que
experimentó al ceñir la preciada charretera:

“No hay placer que sea comparable al que se disfruta el día en que
uno es promovido a subteniente de artillería, porque además de ser
un cuerpo facultativo, que siempre ha disfrutado de un gran crédito,
y que cuando uno es promovido es después de haber pasado por todos
los crisoles de un artillero especulativo, la circunstancia de salir de un
riguroso encierro de cuatro años, para ser hombre libre, y con carrera
formada, pues los ascensos después son por rigurosa antigüedad, es
capaz de trastornar de júbilo a un joven que ya empieza a sentir todos
los encantos y estímulos de la libertad personal”21.

Por aquellos días, estando de guardia, le cupo defender, con biza-


rra energía, al brigadier Sardeh, quien había sido puesto bajo arresto
riguroso en el Cuartel de Artillería por su conducta en la jornada de
Sepúlveda, donde mandó el regimiento de Montesa. El joven artillero
obtuvo, por el temple demostrado, “cierta reputación de firmeza y ca-
rácter sostenido”.

20
Ibidem, p. 135.
21
Ibidem, p. 155.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 263

Tras la batalla de Ocaña, perdida por

“el imbécil de [Juan Carlos de] Aréizaga, oficial subalterno retirado e


improvisado general por una de las juntas provinciales: los generales
de división españoles no podían tampoco compararse con los acredi-
tados de los enemigos, pero sin embargo cualquiera de ellos era más a
propósito que Areizaga para mandar aquel ejército, el mayor que hasta
entonces y aún después se había conocido en España”22.

Se precipitó la pérdida de Andalucía. La defensa de Sevilla, dirigi-


da por el mariscal de campo Herrera, ofrecía, según Iriarte, no pocas
dificultades, porque al conocerse el avance de las águilas imperiales, la
mayor parte de los jefes se pronunció por la retirada, circunstancia que
enervó los dispositivos previstos. La artillería, al mando de los coroneles
Datolí y del Río, ocupó sus puestos en la línea, aprestándose a cumplir
con su deber, cuando el 28 de enero de 1809, al pisar los franceses Car-
mona, el gobernador Herrera ordenó la salida de las tropas “dejando a
la ciudad librada a su destino”.

“El populacho se enfureció cuando supo esta determinación, y apoderó


del arrabal de Triana, que está separado de la ciudad por el Guadalqui-
vir, y comunica con ésta por medio de un largo puente de barcas, este
puente era el único pasaje que la guarnición tenía libre para retirarse, y
como los paisanos se apoderaron de él colocando en la cabeza del lado
de Triana algunas piezas de artillería, el ejército quedó encerrado en
Sevilla y tenía que forzar el puente para evitar los enemigos”.

22
Ibídem, p. 164. Si no con la virulencia de Iriarte, el mismo general José Gómez de
Arteche y Moro, en Guerra de la Independencia. Historia militar de España de 1808 a 1814,
Madrid, Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra, 1891, tomo VII, expresa que “no
gozaba de fama excepcional por sus conocimientos militares”, aunque había acreditado en
distintas ocasiones su valor.Toreno, a quien cita Gómez de Arreche, le acredita temple pero no
preparación para el puesto que poseía. Por otra parte, el primero, narra como Aréizaga, tras
recorrer las líneas, se puso a contemplar la batalla desde lo alto de una de las torres de Ocaña,
lo cual le impedía todo contacto con sus subalternos. Finalizada la batalla bajó de su atalaya
para redactar el parte de lo que su impericia había contribuido a lograr p. 317.
264 Miguel Ángel de marco

El pueblo fue intimado a abandonar sus posiciones, pero los más


decididos contestaron alzando las mechas de sus piezas. Por su parte,
los 8.000 hombres, listos para partir, se arremolinaban del otro lado
del puente, y aunque hubiese resultado fácil forzarlo, procuróse que los
paisanos depusieran su actitud para evitar víctimas. Una inesperada
carga de caballería de una sección de 50 hombres, libró el camino sin
resistencia alguna. Pero tras avanzar media legua, se recibieron indica-
ciones del gobernador Herrera disponiendo el retorno y defensa de la
plaza. El desorden cundió y la mayor parte del ejército, según Iriarte,
desobedeció el requerimiento. Sin embargo el joven artillero, junto con
una pequeña parte de las tropas, volvió a la ciudad, conduciendo un
piquete de su arma.
Nuestro memoralista apunta con indignado acento:

“El gobernador de Sevilla había traicionado la causa de la Nación,


ofreciendo de antemano al rey José, que venía en persona acompañado
del material Víctor, que le entregaría intacta la guarnición de Sevilla:
cuando ésta evacuó la plaza, el gobernador recibió una reconvención
amenazante, que produjo la orden de contramarcha”.

Pero hubo otra razón, la ciudad estaba en manos del vecindario


enardecido. Herrera, aconsejado “en sus pérfidas miras por los dema-
gogos”, impartió la orden con gusto,

“pues al mismo tiempo que llenaba su compromiso con el rey José, se


libraba de la multitud frenética. Esta se calmó algún tanto, bien que no
nos vio llegar a todos los que habíamos salido; continuaron los prepa-
rativos de resistencia, aunque visiblemente se notaba la frialdad del go-
bernador Herrera y sus cómplices. Yo era muy joven; no tenía reflexión
bastante para comprender bien las cosas, y estaba entusiasmado: del
Cuerpo de Artillería sólo volvimos los más modernos y algún jefe que
otro, pero éstos con la intención de tomar partido por los franceses, pues
lo consideraban todo perdido y estaban cansados del desorden”23.

23
Memorias…, p. 169.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 265

La defensa
El 30 de enero de 1810, el coronel Datolí dispuso otorgar a Iriarte el
mando de una batería. Se hizo cargo en el momento en que comenzaban
a asomar las columnas francesas:

“yo era de los subtenientes más modernos del departamento, y sin em-
bargo me encontraba ser el más antiguo en aquella parte de la línea: es
verdad que las baterías estaban mandadas por subtenientes y sargentos,
de modo que tenía un mando superior a mi graduación y a mi capaci-
dad también, pues además de mi falta de representación, era la primera
vez que me veía próximo a un combate con un puesto en la línea, que
por aquel lado tenía 14 baterías montadas con más de cien piezas de
grueso calibre. Estaba entusiasmado, no veía los peligros, creía, como
la multitud, que íbamos a hacer una heroica resistencia. Una turba de
paisanos estaba sobre la línea y aun nos embarazaba y se había agru-
pado particularmente sobre mi batería, que era la principal y ocupaba
el centro: estaban muy contentos con mi porte, actividad y buena dis-
posición y me obsequiaban con cuanto tenían: esto quiere decir que yo
era un imprudente”.

La mañana pasó en demostraciones y escaramuzas que ocasionaron


algunos muertos y heridos. Los dragones franceses “pasaban a escape
por detalles de la línea a menos de un tiro de pistola, como por vía de
burla, y solían pagarlo muy caro”. Por otra parte corrió la voz de que el
gobernador estaba en connivencia con los enemigos. Cuando se advirtió
la presencia de un oficial francés con bandera de parlamento, los paisa-
nos reclamaron que se abriese fuego, y dice Iriarte:

“como por mi parte había la mejor disposición y hasta curiosidad por


probar la puntería que tenía, pues hasta entonces no conocía sino las
que había hecho en las escuelas prácticas; viéndome, además, casi solo,
sin autoridad que me impusiese, y el desorden que empezaba a reinar,
rompí el fuego con dos obuses de 9 pulgadas, y di la orden a las baterías
inmediatas para que hiciesen otro tanto.
266 Miguel Ángel de marco

“Algunas granadas cayeron en el campamento enemigo, y una, parti-


cularmente, muy cerca de un general francés que a la sazón arreglaba
los términos de la capitulación con el jefe mandado al efecto por el
gobernador Herrera, que fue reconvenido por el mariscal Víctor por la
violación que acababa de hacerse rompiendo el fuego durante las esti-
pulaciones. El gobernador vino a mi batería y me increpó agriamente,
preguntándome por qué había hecho fuego sin orden alguna que me
autorizase, y me amenazó con que me privaría de mi empleo si volvía
a incurrir en la misma falta, diciéndome que lo había comprometido y
a toda la guarnición, violando las leyes de la guerra”.

Iriarte le respondió que el pueblo que lo rodeaba lo había compelido


a disparar, cosa que, por otra parte, se había creído autorizado a hacer,
pues, al no haber recibido orden alguna en contrario, estimó su deber
efectuarlo, sin que por ello hubiese pensado en infringir las leyes de la
guerra. Herrera lo conminó a no disparar sin su orden o la del jefe supe-
rior de la artillería, y previno igual cosa a las demás baterías.
Las presiones de los vecinos para que volviese a hacer fuego eran
cada vez mayores: “cedí con gusto a las exigencias del populacho”. Pero
al caer la tarde, viendo que la mayor parte de los cañones estaban en
manos de éste, que procuraba utilizar las piezas sin saber como hacerlo;
conociendo que tres batallones que guarnecían el sector comenzaban a
retirarse, fue a solicitar órdenes a Datolí, quien terminó diciéndole que
hiciera lo que le pareciese. El coronel estaba ya dispuesto a pasarse al
enemigo, como lo harían el director general del Cuerpo de Artillería,
brigadier Juan Arriada, y otros jefes y oficiales. No le quedaba a Iriarte
otro camino que abandonarlo todo y dirigirse a Cádiz, cosa que logró no
sin riesgos, pues el pueblo se había ubicado sobre el puente del Guadal-
quivir, dispuesto a hacer fuego a los batallones de infantería que hacían
punta en la retirada. La oscuridad de la noche los favoreció en parte,
al desviar la puntería de los improvisados artilleros, que alcanzaron a
lanzar algunos tarros de metralla mientras los soldados cruzaban el
puente a paso de carga. Hubo tres muertos y siete heridos, entre ellos
un oficial.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 267

Un recuerdo para el coronel Datolí


En Agamonte, el 3 de febrero de 1810, Iriarte se enteró de la defec-
ción de sus jefes, encabezados por el coronel Datolí. A pesar de ella, no
deja nuestro memorialista de consagrarle un afectuoso recuerdo, que nos
parece interesante transcribir, pues aporta a la historia de la artillería
española:

“Este jefe era un consumado matemático con todo el exterior candoroso


y distraído que se suele dominar en los que se contraen con pasión a esta
ciencia: había empezado a escribir un curso completo de estudios para
los cadetes de artillería, y la clase a la que yo pertenecía era la primera
que empezó a estudiar por la obra de Datolí, pues hasta entonces no se
había conocido otra obra que la de Giannini, que también fue profesor
1º del Colegio. A medida que se imprimían los cuadernos de Datolí se
nos repartían en la clase, y lo publicado hasta que empezó la revolución
era incomparablemente mejor que el Giannini. Datolí no pensaba si no
en la conclusión de su obra. Obligado a suspenderla por los trastornos
políticos de España y por el viaje que se vio obligado a hacer con los
cadetes, acompañándonos desde Segovia a Sevilla, no aspiraba sino a
fijarse en un punto para poder continuar su tarea pendiente, y hasta se
le había notado una especie de abstracción mental y una tristeza suma
que todos atribuían a la postergación de sus trabajos; así es que todos
opinamos que el motivo de tomar partido con el rey José fue menos su
adhesión a la causa de la nueva dinastía, que el deseo de realizar su em-
presa paralizada; y también a que, como la mayor parte de los hombres
pensadores, consideraban perdida la causa que defendía España. La
pérdida de este jefe fue sentida de todos, y el cuerpo tuvo que borrar de
su lista a uno de los individuos de más mérito.

Iriarte concluye su evocación calificando a Datolí como un verdade-


ro sabio. Tuvo un final trágico. Llamado poco tiempo después a Madrid
por el gobierno cuyas banderas se habían alistado con el objeto de res-
tablecer el Colegio de Cadetes de Segovia, fue asaltado en su coche por
una partida de guerrilleros. No quiso rendirse, mató de un pistoletazo
268 Miguel Ángel de marco

al que se lo intimaba a entregarse y murió hecho pedazos con sus com-


pañeros de viaje, igualmente afrancesados24.

En Cádiz
La retirada culminó en Cádiz. Los fugitivos franceses habían com-
pletado su esfuerzo bélico apoderándose de la mayor parte de Andalucía
y se aprestaban a tomar el último bastión importante del sur de España.
Tras cinco días de permanencia en la pintoresca urbe, Iriarte pasó a la
isla de León, donde estaban levantándose defensas. Las tropas napoleó-
nicas estuvieron frente a la bella ciudad marinera el 5 de febrero. Iriarte
considera que los franceses hubiesen podido tomarla sin dificultad, pues
aún no estaban consolidadas las fortificaciones.

“No pudieron penetrar, y en los días subsiguientes se vieron precisados


a replegarse, y empezaron a construir su línea de circunvalación: los
españoles, por su parte, trabajaban con empeño en regularizar la defen-
sa, y con tanta actividad que ésta se perfeccionó muy pronto: la mayor
distancia entre las baterías de los sitiados y las de los sitiadores era poco
más de la de punto en blando de a 24, y así nuestras baterías hacían por
dos, tres y hasta cuatro grados de elevación con los cañones, de modo
que los morteros y obuses estaban dentro de su tiro de alcance”.

Las líneas eran visitadas por los gaditanos los días de fiesta, y en
alguna ocasión los oficiales jóvenes jugaron bromas peligrosas a “unos
caballeritos de Cádiz”, a quienes acercaron tanto al enemigo, que hubo
que retroceder en medio de una lluvia de granadas, salvando éstos pero
no un oficial de infantería, que fue herido. Las peculiaridades de la si-
tuación de sitiadores y sitiados, los puso a ambos en familiar contacto,
al decir de Iriarte:

“En los primeros días del sitio, como nuestros puestos avanzados casi
se tocaban con los de los enemigos, solíamos hablarnos con los oficiales

24
Ibidem, p. 175.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 269

franceses de un parapeto a otro, y poco a poco nos familiarizamos tanto


que nos desprendíamos de nuestras espadas, dividíamos la distancia y
nos incorporábamos para hablar mano a mano: nos hacíamos pequeños
obsequios: ellos nos traían cestos de frutas de que carecíamos por estar
demasiado caras para nuestros bolsillos las que se vendían en la plaza,
y nosotros les regalábamos cigarros habanos y otros objetos. Cuando
nos separábamos conveníamos en avisarnos por medio de alguna señal
antes de romper el fuego”.

Dichos encuentros tenían lugar con frecuencia entre dos parapetos


sobre el camino real, tan próximos el uno del otro que se hallaban a tiro
de piedra, a no más de diez pasos. De ese modo, “se veían obligados a
capitular y no hacerse fuego sin avisarse”. Pero muchas veces comen-
zaban a disputar acaloradamente, defendiendo los unos a Napoleón y
los otros a Fernando VII, con el resultado de dispararse mutuamente a
boca de jarro:

“muchos escuchas se encontraban muertos al tiempo de relevarlos, a


pesar de que tenían unas covachas para precaverse de los fuegos y de
la intemperie…El general en jefe, por medio de una orden muy severa,
prohibió la comunicación con los franceses bajo pena de privación de
empleo, y nadie se atrevió a infringirla”25.

Chiclana
Refiere Iriarte el ataque a Matagorda (23 de marzo de 1810), y la
retirada de los aliados ingleses, tras doce días de resistencia, “la que
no fue proporcionada a los medios que se podrán haber empleado”, a la
evasión de 1500 hombres – entre ellos 600 oficiales franceses prisione-
ros desde Bailén, quienes se avalan alojados en el Pontón Canarias, y al
intento de ataque contra el centro de la línea francesa, realizado en la
noche del 28 al 29 de septiembre, por 4000 hombres al mando del jefe de
estado mayor, general Luis Lacy, a cuya meteórica carrera que lo llevó a
25
Ibidem, p. 191. Para una visión amplia y circunstanciada de la ciudad en aquellos días,
cfr. R amón Solís, El Cádiz de las Cortes, Madrid, Alianza Editorial, 1969, passim.
270 Miguel Ángel de marco

ascender en cuatro años de teniente retirado a teniente general no hace


referencia Iriarte, pero si a su valor:

“Después de haber dirigido personalmente las columnas de ataque bajo


los fuegos de las baterías enemigas, cuando entró en el parapeto se subió
a la cresta en el momento en que el fuego era más vivo y muy certero
por la inmediación de los enemigos, y estuvo más de dos minutos con
todas sus insignias, fajas, etcétera, que lo hacían muy conocido. Siendo
el blanco de los franceses, repetía con frecuencia: “ven ustedes como
las balas no me matan” [...] Quería hacer creer a los soldados que las
balas lo respetaban...”26.

El valor de los españoles chocó con la inmejorable posición del


enemigo, pues mientras quedaron “al descubierto, flanqueados por la
artillería, en un terreno casi impracticable”, los franceses fueron reforza-
dos por nuevos efectivos que obligaron a aquellos a retroceder “bajo sus
fuegos, y los dos partidos ocuparon sus respectivas posiciones, después
de haber sufrido una gran pérdida”.
Por aquellos días habían entrado en funcionamiento los conocidos
morteros franceses debidos al ingenio del oficial de artillería Villan-
troys,

“que disparaban a una distancia de más de 1200 toesas27, pero las que
entraban en Cádiz eran las menos, y generalmente no reventaban,
porque para aumentar su alcance, tenían interiormente cierta cantidad
de plomo que al paso que disminuía la carga de pólvora aumentaba la
resistencia”28.

26
Ibidem, p. 197.
27
Medida antigua muy usada en fortificaciones y en las ciencias, que tenía seis pies fran-
ceses. Cfr. José Almirante, Diccionario Militar, tomo II, Madrid, Ministerio de Defensa, 1989,
p. 1025. Edición símil tipográfica de la obra publicada por primera vez en Madrid, en 1869.
28
Ibidem, p. 195. El pueblo se reía de los imponentes pero poco efectivos proyectiles,
y cantaba aquellos conocidos versos que expresaban: “Con las bombas que tiran,/los fan-
farrones,/hacen las gaditanas,/tirabuzones”. La primera bomba cayó el 1º de diciembre de
1810: “Pronto reaccionan los gaditanos al comprobar que las granadas no hacen explosión.
El nerviosismo se transforma en júbilo. Una de las granadas de estos primeros días se abre
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 271

El hastío de la vida en la línea, las rivalidades entre las distintas


armas y las privaciones sufridas por los oficiales, cuyo alimento era
muchas veces peor que el de los soldados, lo que obligaba a enajenar
pertenencias, y en el caso de Iriarte a vender su sable por 30 reales de
vellón, caracterizaron los meses subsiguientes. El relato de estas circuns-
tancias ocupa buena cantidad de páginas de las Memorias, que retoman
vigor cuando se refieren a la expedición para forzar la línea francesa de
Santi Petri, de la que participó nuestro artillero, quien no puede ocultar
su admiración por el modo como el mariscal Víctor logró salir de las
emboscadas por el general Zayas, hasta que el ejército combinado hispa-
no-inglés pudo avanzar sobre Chiclana, donde se hallaban los depósitos,
almacenes y cuartel general de los franceses. Así narra Iriarte el desa-
rrollo de la batalla de la que fue protagonista desde el puesto modesto
pero efectivo de su batería:

”Parecía que la intención del mariscal era esperar a los aliados (en las
orillas de Chiclana, donde había colocado su reserva); pero cuando
las primeras columnas anglo-españolas llegaron cerca de Santi Petri,
tomó instantáneamente la ofensiva y marchó bruscamente sobre el
ejército combinado con una fuerza de tres escuadras de caballería y el
resto de infantería. Los enemigos tenían la ventaja de desfilar por un
espeso pinar que al mismo tiempo que cubría su movimiento impedía
calcular la inferioridad de la fuerza con que la practicaban. Esta hábil
maniobra tuvo un buen resultado: la línea que había formado el ejército
español fue forzada a la bayoneta. El mariscal Víctor siguió en persona
el movimiento de sus tropas y llegó con ellas hasta la orilla del mar,
desde allí percibió la importante posición de Barrosa, ocupada por los
anglo-españoles, y en el momento se precipitó al paso de carga y des-
alojó a sus adversarios, causando una gran pérdida, particularmente a
los ingleses. Después de este suceso marchó sobre el flanco izquierdo
de nuestro ejército, que se apoyaba en el mar, al mismo tiempo que una
brigada francesa se apoderaba de la cabeza del puente de Santi Petri,
cortando así la comunicación del ejército español con su campamento.
La situación del ejército aliado fue muy crítica en estos momentos. El

impotente, y una maja toma un pedazo de plomo de su carga y lo utiliza a modo de bigudí”.
Cfr. Solís, op. cit., p. 205.
272 Miguel Ángel de marco

general inglés Graham, que estaba a la sazón en marcha con dirección


a Bermejo, habiendo sabido por sus flanqueadores que los enemigos se
dirigían a Barrosa, y conociendo lo difícil de su posición si los enemi-
gos se apoderaban de esta altura, contramarchó en el momento, a fin de
auxiliar a las tropas que defendían a Barrosa.
“Pero a pesar de la celeridad que empleó en este movimiento, los es-
pañoles habían sido ya desalojados. Desde entonces el general Peña se
decidió a tomar la defensiva y presentó cuatro líneas de 3.000 hombres
cada una, la mayor parte ingleses. El mariscal Víctor, sin duda, consi-
derando la superioridad numérica de nuestras fuerzas debió desesperar
de poder envolvernos, y por medio de un cambio de dirección formó
en una línea, paralela a la mar, dejándonos libre de comunicación con
Santi Petri”.

El relato va tomando dinamismo y entonación marcial:

“Una de las divisiones del ejército combinado quedó cortada por con-
secuencia de este movimiento, pero el mariscal Víctor no pudo comple-
tarlo porque la brigada francesa del general Ruffin, destinada a cubrir
el flanco izquierdo de su línea, se empeñó en un sangriento combate
con las tropas inglesas.
“Estos soldados de dos naciones rivales, después del fuego más terrible
de artillería y fusilería, se cargaron enfurecidos a la bayoneta, y desple-
garon un coraje admirable: el general Ruffin rechazó al principio, con
el mayor vigor, dos ataques sucesivos y fue gravemente herido en el
segundo. Por último esta brigada se vio obligada a ceder al número de
sus adversarios y se retiró en gran desorden, pero pudo rehacerse sobre
el flanco izquierdo del mariscal Víctor; el general Ruffin fue hecho
prisionero. La línea anglo-española cayó entonces rápidamente sobre el
centro de los franceses por medio de ataques sucesivos, mas no consi-
guieron romperlo. Entonces, el mariscal Víctor emprendió su retirada
sobre Chiclana, abandonando el ejército aliado sus atrincheramientos de
sitio, y quedó establecida la comunicación con el puente de Santi Petri.
La inacción del general Zayas comprometió al ejército combinado, que
al principio de la acción se vio obligado a ceder el terreno al enemigo
que en estos primeros momentos creyó segura su victoria: el campo de
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 273

batalla quedó cubierto de cadáveres y los españoles tuvieron una gran


pérdida, pero la de los ingleses fue mucho mayor al final de la jornada,
y puede decirse que su buen porte en aquel día decidió la victoria”.

Agrega Iriarte:

“El general Graham, que según todas las apariencias, se había propuesto
obrar como auxiliar, es decir mantenerse en reserva, calculando que la
superioridad numérica de los españoles sería suficiente para obtener
la victoria, se vio frustrado en sus esperanzas, y obligado a tener la
parte más activa de la batalla. Se disgustó con el general Peña y pasó el
puente de Santi Petri el mismo día, comprometiendo de este modo a las
fuerzas españolas que se conservaron en el campo enemigo. La división
española de vanguardia que había quedado cortada y perseguida por dos
mil hombres que el general Víctor mandó en su seguimiento, no pudo
incorporarse hasta el día siguiente, causando entre tanto las mayores
inquietudes a todo el ejército que creía se había visto obligado a rendir
las armas. La división del Coto de la Grama atravesó el río en el mo-
mento del cambio de dirección que hicieron los enemigos, cuyo costado
derecho incomodamos fuertemente con nuestra artillería de batalla,
causándoles una gran pérdida. Entonces presencié por primera vez, bajo
los fuegos de mi batería, una brillante carga que dio un escuadrón de
hannoverianos, al servicio inglés, sobre dos escuadrones franceses, que
no pudieron sostener el choque de aquella brillante caballería y fueron
completamente envueltos y acuchillados…El fuego cesó, de una y otra
parte, a las tres de la tarde. La batalla de Chiclana fue muy sangrienta,
porque ambos ejércitos se batieron con el más vivo encarnizamiento,
haciendo prodigios de valor. Pero a pesar de que los franceses se vieron
obligados a abandonar el campo, es forzoso hacerles justicia”29.

Le tocó enseguida una misión que le permitió apreciar la diferencia


de medios de franceses y españoles:

29
Ibidem, pp. 223-244.
274 Miguel Ángel de marco

“El campamento francés fue incendiado con camisas embreadas, para


cuya operación fui comisionado con otros oficiales. Entonces conocimos
las comodidades que los enemigos disfrutaban, y el contraste con nues-
tra miseria y malos alojamientos. Las calles eran espaciosas y tiradas a
cordel; las habitaciones construidas la mayor parte con tablazón de pino,
de que hay allí gran abundancia, pues todo aquel campo es un numeroso
pinar, eran cómodas y espaciosas, y estaban muy bien amuebladas. Era
costumbre entre los franceses llevar a sus campamentos los muebles
del pueblo más inmediato, y en Chiclana los encontramos muy buenos,
porque los comerciantes de Cádiz tenían mucho gusto en sus casas de
campo para pasar el verano, que son esencialmente las que componen
el pueblo de Chiclana. Todos aquellos objetos que no se pudieron trans-
portar a Santi Petri fueron consumidos por las llamas”30.

La monotonía volvió a tomar cuerpo después de la batalla, y la vida


de guarnición trajo nuevamente a los oficiales frecuentes lances, aven-
turas, bailes en que se apagaban las luces “y andaba el palo por alto”, de
los que participó Iriarte quien, sin embargo, adquirió por entonces su
afición por los clásicos, desterrando de sus lecturas las a las novelas a las
que había sido tan afecto. Pero no saciaba sus ansias de gloria la demo-
rosa frecuentación del relato de las conquistadas en otros tiempos. Tanto
empeño puso en obtener una ubicación activa, que logró ser incorporado
a la expedición que preparaba el mariscal de campo Francisco Copons
y Navia. Las fuerzas se embarcaron rumbo a Tarifa, pero el buque en
el que iba Iriarte se separó del convoy y fondeó en Algeciras. Allí, el
oficial se sumó a las fuerzas del general Francisco Ballesteros, “uno de
los más activos y emprendedores del ejército español”. Sus subalternos le
daban el sobrenombre de “tormentón” “por sus violentas genialidades”.
Por sus marchas infatigables, sobrecogía al mismo mariscal Soult, que
había tratado, sin éxito, de derrotarlo en la línea de San Roque, debien-
do finalmente abandonarla. El general invitó a Iriarte a ocupar un lugar
en su mesa y queriendo ejercitar en la persona del joven oficial su buen
humor momentáneo, le espetó que se le estaba formando causa por haber
desertado de la división Copons. Respondió vivazmente Iriarte que de

30
Ibidem, p. 226.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 275

ningún modo podía atribuírsele tamaño delito, pues lo primero que había
hecho al desembarcar en Algeciras había sido presentarse “al general
cuyas órdenes esperaba”.
Aprovechó el buen efecto causado pos sus palabras y la conocida
amistad entre Ballesteros y Copons para pedirle que le permitiese per-
manecer bajo su mando, pues esperaba encontrar con él mayores ocasio-
nes de aventuras y de glorias. Ballesteros no se hizo rogar demasiado y
dispuso que Iriarte pasase a guarnecer Castellar, llave de los depósitos
de la división, pues su ubicación tornaba casi impracticable un ataque.
Con gran esfuerzo, y hasta ayudado por las mujeres del pueblo, logró
trasladar por un anfractuoso camino las cuatro piezas de montaña y el
obús de 6 pulgadas con que contaba. Desde aquel atalaya se divisaba lo
más elevado del Peñón de Gibraltar y la Sierra de Rocha, y no pasaba
desapercibido ningún movimiento francés en el sector.
Un día llegó de visita Ballesteros, con el fin de inspeccionar los tra-
bajos de construcción de hornos para fabricar pan y galletas destinadas
al ejército, y denostó sin cesar contra la Regencia y los “hombres intri-
gantes que había en Cádiz”. Luego la emprendió con los oficiales que se
encontraban en el punto, sometiéndolos a “groserías e insultos”.

“Por último, vino a la batería, y yo temía que aquel hombre me insul-


tase, pero la tempestad había calmado algún tanto. ‘–¿Está todo listo,
señor artillero?’ ‘–Sí, mi general’. ‘–Pues bien: dirija usted la granada a
aquel árbol. ¿Le parece a usted que alcanzará?’. ‘Si mi general’. Puedo
decir que apunté y gradué el obús lleno de sobresalto. Cualquier artillero
sabe que los primeros tiros, llamados de prueba, son muy inciertos, y
que los que se disparan después se enmiendan por aquel. Esto se en-
tiende con respecto a los fuegos directos: los cubos son de más difícil
dirección, la que combinada con la graduación los hace mucho más
erróneos que aquellos, y esto es fácil de concebir, mas como no era
oportuno anticipar mis disculpas dando esta lección de artillería al ge-
neral, que tal vez la necesitaba, sin permitir la más ligera observación,
dí la voz de fuego con su venia, y tuve la felicidad de que la granada
reventara sobre el árbol y lo despojase: el general se transportó de jú-
bilo: ‘Buen artillero, éstos son los que yo quiero’, y entre tanto el buen
éxito de mi tiro de prueba dependió más de una feliz casualidad que
276 Miguel Ángel de marco

de mi habilidad: por fortuna el general quedó satisfecho, porque lo que


importaba saber era el alcance del proyectil, y no quiso que se hicieran
más disparos por economizarlos”31.

Pero el comandante de artillería de las fuerzas de Copons comu-


nicó a Iriarte que por orden de aquel debía presentarse, sin pérdida de
instante, con sus soldados y conduciendo sus piezas. El teniente se dis-
puso a cumplir el mandato, atravesando con su pesado bagaje la sierra
de Ronda, justo para apoyar con sus fuegos a la división de Ballesteros
que picaba la retaguardia francesa. Accionaron sus “cañoncitos”, pero
con poco efecto, pues se hallaban muy mal montados. En Tarifa haría
construir soportes apropiados.
Pero antes de llegar a la pequeña ciudad situada sobre el mar en el
estrecho gibraltarino, participó “en Minuta, de una acción de vanguardia
que salvó la división, dando lugar a que continuase la retirada: los fran-
ceses tuvieron una gran pérdida y dejaron de acosarnos con empeño”32.
Recibido por el general Ballesteros, que había dirigido el combate, éste le
manifestó la satisfacción que le había producido su desempeño, aunque
lo impuso de una segunda orden de Copons para que se le incorporase.
Tras hacer noche en Algeciras, llegó Iriarte a Tarifa el 20 de no-
viembre de 1811. De inmediato tomó el mando de la artillería, pues hasta
entonces lo había ejercido “un viejo teniente de escalas de campañas
fijas, y en igualdad de clases tomaba el mando el oficial del cuerpo de
la escala facultativa”. Sus piezas poco valían, pues eran de montaña, y
las de la plaza resultaban vetustas e inservibles. Pidiéronse entonces dos
cañones de a 12 a Cádiz, y con ellos se montó una aceptable batería.

Sitio de Tarifa
Mientras tanto, el general Soult había decidido poner sitio a Tarifa,
confiando la operación al general Leval, quien la rodeó el 19 de diciem-
bre. Los defensores montaban 2.600 hombres, de los cuales la mitad eran

31
Ibidem, p. 253.
32
Ibidem, p. 255.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 277

ingleses. El 25 del mismo mes, por la noche, los franceses “construyeron


su primera paralela a 120 toesas, y ramales de trinchera, de modo que
cuando aclaró el día estaban ya a cubierto de nuestros fuegos”.
En tanto se ejecutaban tales obras, recibieron los disparos de los
cañones de Iriarte y de las piezas de campaña con que contaban los in-
gleses, a las que se habían agregado algunas carronadas desembarcadas
de la escuadra británica, sufriendo pérdidas.
El 29 de diciembre, Iriarte entregó el mando al teniente coronel de
artillería Pablo Sánchez, recién llegado de Cádiz, no sin antes soportar
en su batería numerosas bajas provocadas por el fuego de 16 piezas de
grueso calibre al que se agregó el de una de las baterías de brecha. Se
sumaron a esa lluvia de plomo las balas de un batallón de tiradores po-
lacos. A pesar de que los disparos eran fijantes, en dos horas fueron apa-
gados los fuegos de Iriarte, tras sufrir grave riesgo el general Copons,
quien contemplaba desde aquella posición los movimientos, quedando
derribados los merlones y desmontadas las piezas.
Al ponerse el sol del referido día, los franceses habían abierto una
gran brecha en las murallas, y seguían arrojando bombas a los edificios,
pese a lo cual la resistencia aliada no cesó. La batería de Iriarte fue
montada nuevamente con parapetos precarios, levantados con los col-
chones que había provisto el vecindario, y disparó durante todo el 30 sus
cañones de a 12, hasta que el lugar volvió a ser arrasado y los artilleros
resultaron casi todos muertos.
Al anochecer se presentó un parlamentario de Leval, con la intima-
ción de que si en doce horas Copons no rendía la plaza pasaría a cuchillo
a soldados y civiles.
El comandante inglés Skerret se aprestó a huir, abriendo una brecha
en las murallas, y aunque no lo verificó, el general español supo que iba
a tener que combatir con sólo con sus medios contra tan poderosos ene-
migos, a quienes, no obstante, respondió rechazando el ultimátum.
El primer ataque, realizado el 31 de diciembre, a las 9 de la mañana,
por 2.000 hombres, fue rechazado por los españoles, quienes provocaron
fuertes bajas a las tropas napoleónicas y tomaron preso a un coronel.
Leval envió entonces a otro emisario para proponer una suspensión de
278 Miguel Ángel de marco

armas de cuatro horas, con el fin de recoger los heridos y enterrar los
muertos, cosa que aceptó Copons, aunque sus fuerzas habían experi-
mentado pocas bajas y todas dentro de las murallas. El general español
ofreció, en previsión de que, so pretexto de un acto humanitario, los
franceses intentaran reconocer las defensas,

“dividir el campo intermedio entre ambos contendientes, para que re-


cíprocamente recogiesen los heridos y enterrasen los muertos; de este
modo resultó que entraron en la plaza un crecido número de heridos
enemigos, pero nos incomodaban poco pues teníamos el mar para em-
barcarlos después de la primera cura a los que no lo estuviesen grave-
mente, y todos venían, de este modo, a ser nuestros prisioneros”33.

Leval se vio obligado a aceptar, pues los heridos que estaban del
lado de los españoles, según la línea proyectada, se hallaban tan cerca
de las murallas que no podían ser socorridos ni retirados a su campo.

“Y mientras se recogían los heridos, que pasaban de 250, y se enterra-


ban los muertos, cuyo número era de más de 400, nos interpelábamos
sitiados y sitiadores del modo más amigable, y nos referíamos los suce-
sos más notables de aquel día, los estragos de su artillería, los que les
había ocasionado la muestra, etcétera”34.

Copons invitó, durante el cese del fuego, a varios de sus jefes y


oficiales a “una buena mesa de refrescos, licores, etcétera”, asistiendo
el coronel francés,

“que usaba de tanta franqueza como si estuviera entre los suyos, tanto
que se atrevió a pedir su espada al general, porque, él decía, siempre la
había devuelto a los oficiales españoles que había hecho prisioneros en
varias ocasiones de armas, cuando se portaban con bizarría; pero si esto
fuera falso porque los enemigos no tuvieron jamás semejante conducta

33
Ibidem, p. 266.
34
Ibidem, p. 267.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 279

durante la guerra de España, salvo algún caso que otro particular: el


general le negó lo que pedía”.

Expiró el plazo y se reanudaron las hostilidades, “aunque con poco


vigor y por mera fórmula”. Así rememora Iriarte el dramático momento
de recoger las víctimas:

“Entre los muertos se contaba con mayor número por la metralla de


nuestra artillería; entre los heridos del contrario eran más los que lo
habían sido por la fusilería. Como he dicho anteriormente, la columna
de dos mil hombres era lo más escogido del ejército enemigo: los gra-
naderos, sobre todo, eran hombres hermosos vestidos con su elegante
uniforme de parada, como acostumbraban los franceses (y los imitamos
después) el día de una función de armas, yacían en el campo, cubiertos
de nobles y profundas heridas. Durante el calor de los combates del
ejército, aun los menos guapos se abstraen y olvidan los peligros, y se
ven caer las víctimas sin que exiten una reflexión y detenida compasión;
pero cuando se recorre el campo de batalla el corazón mas cruel y des-
piadado recibe una dolorosa impresión”35.

Tarifa humeaba en sus escombros:

“El pueblo sufría todos los horrores de un sitio, menos el hambre. Mu-
chos edificios habían sido demolidos, y era crecido el número de vecinos
muertos y heridos. Estos infelices no tenían el recurso de guarecerse en
la única iglesia que había en Tarifa capaz de contener algún tanto los
efectos de las bombas, porque en esta iglesia se estableció el hospital, y
estaba atestado de heridos franceses, españoles e ingleses”.

Iriarte sintetiza, tomando como ejemplo su propia persona, los ries-


gos que soportaron los sitiados:

35
Ibidem.
280 Miguel Ángel de marco

“Jamás, puedo asegurar, en todo el curso de mi carrera militar, he co-


rrido tantos riesgos como en Tarifa: esta ciudad tiene muy poco circuito
y los proyectiles enemigos la abrazaban en toda su extensión. Un día,
atravesando a la carrera, envuelto en el polvo que levantaban las muchas
balas que caían por un callejón que estaba enfilado por una batería de
los sitiadores, cayó una bomba tan inmediata a mi, como pude juzgar
por el estrépito que sentí, que corrí a guarecerme en una casa, la más
inmediata que encontré, pero la bomba había caído en el mismo edifi-
cio, y no bien pisaba yo el umbral de la puerta principal cuando hizo su
explosión, y en un momento me ví envuelto en ruinas, pero sin recibir
la menor lesión, porque el cerco de la puerta donde me había detenido
quedó intacto”36.

Leval recibió orden de Soult de abandonar la empresa cuando se


aprestaba a un asalto definitivo. Obedeció de inmediato, y en la noche
del 4 de enero de 1812 se retiró, tras inutilizar y enterrar la artillería y
las municiones que no pudo transportar por el mal estado de los cami-
nos y el desborde de los ríos. El sigilo fue tal, que al amanecer del 25,
los defensores de Tarifa comprobaron, asombrados, que ya no había
enemigos a su frente:

“Nos sorprendimos al ver aquella formidable artillería cuyos fuegos no


habían intimidado a los sitiados, pero sobre todo eran admirables los
trabajos de zapa que perfeccionaron en tan poco tiempo: éstos termina-
ban por ambos lados del mar, de modo que estuvimos completamente
circunvalados, por el lado de la tierra. Era extremo el júbilo que reinaba
entre los sitiados: no nos cansábamos de felicitarnos, porque a la verdad
no sólo habíamos triunfado de un enemigo tan superior en número y
medios de ataque, sino que Tarifa, puede asegurarse, ofrecía el único
ejemplo, no diré de una plaza, porque no lo era, sino de una bicoca si-
tiada por los enemigos sin ser tomada: las plazas más bien defendidas
habían hasta entonces sucumbido bajo las aguerridas tropas francesas
y a su habilidad en el arte de sitiar, y aunque Cádiz podía ofrecer otro
ejemplo, no había punto de comparación, en primer lugar porque el sitio

36
Ibidem, pp. 268-269.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 281

de Cádiz aún continuaba, y en segundo, porque esta plaza era en reali-


dad inconquistable, como la experiencia lo acreditó después”37.

Sin menoscabar el esfuerzo cumplido por las tropas anglo-españolas,

“cuya defensa fue obstinada y tanto como se podía exigir de una mala
plaza y de un puñado de hombres con dos cabezas, pues el coronel
Skerret dependía nominalmente del general Copons y de hecho obró
siempre según su capricho”,

estima Iriarte que los franceses hubieran tomado irremediablemente


Tarifa si no se les hubiese ordenado participar del gran movimiento
ofensivo que se planeaba sobre Extremadura. El oficial puntualiza los
excesos de los ingleses, “desenfrenados y bárbaros”, “a pesar de su ri-
gurosa disciplina y severos castigos que sufren por la más ligera falta”.
También refiere las gracias que el gobierno otorgó a los defensores de la
ciudad: una cruz de honor y un ascenso. A los 18 años fue, pues, Iriarte,
capitán graduado de artillería, y recibió dos cartas honrosas: una del
general Copons, en la que le señalaba, entre otras cosas, que le era sen-
sible que el orden inalterable de ascensos según la escala de antigüedad
del cuerpo a que pertenecía, no le hubiese permitido proponerlo, como
lo merecía, para el empleo de capitán efectivo, y otra del director ge-
neral de la Artillería, enviándole, con fecha 10 de febrero de 1812, los
despachos de ayudante mayor del primer regimiento del arma, lo que
implicaba marchar al Primer Ejército, en Cataluña.
Después de permanecer unos días en Gibraltar y en Cádiz, donde
asistió con interés a las sesiones de las Cortes, en cuyo recinto “se arrai-
garon en mi corazón las nuevas doctrinas y el amor a la libertad”38; de
concurrir a la gran comida que se ofreció al ejército en abril, tras la jura
de la Constitución del 19 de marzo de 1812, y de participar del homenaje

37
Ibidem, pp. 270-271.
38
Ibídem, p. 284. Iriarte ofrece, también, algunos detalles acerca del desarrollo de las
sesiones de las Cortes, del interés con que en Cádiz se seguían sus deliberaciones, y del modo
como España recibió la Constitución, “cuyos bienes no supieron apreciar”.
282 Miguel Ángel de marco

al capitán Daoiz, el 2 de Mayo, donde vio al anciano padre del héroe


conmovido hasta el desfallecimiento por los tributos que se ofrendaban
a su ilustre hijo, partió hacia su nuevo destino.

El ejército de Cataluña
El 30 de mayo de 1812, Iriarte, junto con oficiales destinados a los
tres ejércitos, se hizo a la vela a bordo de la fragata Esmeralda, y luego
de fondear en Algeciras, que estaba a punto de ser tomada por los fran-
ceses, tras la gran derrota sufrida por el general Ballesteros, quien no
supo oponer con ventaja a los aguerridos cuerpos napoleónicos las me-
jores tropas de España que constituían el Cuarto Ejército a sus órdenes,
zarparon hacia Cartagena. La ciudad ofrecía un aspecto desolador y sus
habitantes mostraban en sus rostros y en sus cuerpos las privaciones su-
fridas: “parecían espectros”. De allí pasaron a Alicante, donde Iriarte se
encontró con algunos compañeros del Colegio de Segovia y se enfrentó
con el general Copons,

“y cuando yo esperaba que me trataría con la distinción que siempre le


había merecido, me sorprendió al notar que se hacía el desconocido y
me preguntaba mi nombre: no hacía dos meses que, encontrándome en
un camino, me había conocido a la distancia y apeándose de su carruaje
para abrazarme y colmarme de elogios”39.

Finalmente arribó a Villanueva, desde donde marchó con sus com-


pañeros a Esparraguera, Mansera y Cardona, ciudad en la que inició el
servicio como ayudante mayor del regimiento al que había sido desti-
nado.
Esta parte de las Memorias reflejan, con demorosa detención, al-
ternativas de la vida cotidiana y personal del autor, bien sazonada, por
39
Ibídem, p. 289. Se refería Iriarte a un encuentro con Copons, luego del sitio de Tarifa, en
que el general le habría manifestado vivamente su amistad para halagarlo con motivo de haber
sido llamado a declarar su subordinado en el expediente que se seguía para otorgar a Copons
la entonces denominada Orden Nacional de San Fernando –creada recientemente por las Cor-
tes– es el más alto grado, en virtud de su participación en la expresada función de guerra.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 283

cierto, de incidentes, lances y hasta una excomunión –que le fue de


inmediato levantada, tras las disculpas del caso– por haber golpeado a
un eclesiástico, actitudes todas que aquel adjudica a una poco reflexiva
conducta juvenil. Dedica, sin embargo, algunas páginas a rememorar la
actuación del general Lacy, su admirado paladín –no sólo por su proba-
do valor sino por sus ideas liberales– al frente del Ejército de Cataluña,
y a evocar la explosión del castillo de Lérida, ocurridas ambas antes de
su incorporación a aquellas fuerzas.
El 13 de diciembre de 1812, marchó Iriarte, como segundo de una
expedición compuesta de 50 infantes, 50 zapadores y 30 artilleros, con
la misión de llegar desde Cardona a la Seo de Urgel, punto de reunión
de las tropas con que Lacy se disponía a asediar a Puigcerdá, arribando
a aquella ciudad exactamente un mes después, tras prolongadas marchas
de los Pirineos. Fueron vanas las penurias pues Copons, que había sus-
tituido a Lacy, desestimó proseguir los planes de su predecesor.
Nombrado ayudante mayor del 1º Escuadrón de Artillería Ligera,
después de un mes de entrenamiento de sus soldados en la Seo de Urgel
pasó a Lérida para reforzar el sitio que comandaba el mariscal de campo
barón de Eroles, correspondiéndole efectuar el inventario de artillería
de la plaza, una vez que la estratagema del capitán Juan Van Halen, a
la que Iriarte califica abiertamente de felonía, puso en manos españolas
dicha plaza y las de Monzón y Mezquinanza.
Aquel oficial, de origen belga pero español de nacimiento40, que
causó una fuerte impresión, como no podía ser de otro modo, en el es-
píritu de Iriarte, había servido en la Real Armada en calidad de alférez
de fragata, y abandonado las banderas de su patria para pasarse a las del
rey José. Gozaba de la confianza ilimitada del mariscal Suchet, poseía
sus sellos y claves. Al producirse la paulatina derrota francesa no vaciló
40
Su nombre completo era Juan Manuel Julián Antonio Van Halen y Sarti Morphy y
Castañeda. Tuvo una vida azarosa y aventurera. Combatió en España, formó parte del ejército
del zar como comandante de uno de sus regimientos, a la vez que fue uno de los fundadores de
la Academia Rusa de Ingeniería, luchó por la independencia de Bélgica, peleó en las guerras
carlistas, recibió honores extraordinarios pero también dos condenas de muerte. Pío Baroja,
Juan Van-Halen, el oficial aventurero, Madrid, Editorial Edad, 1962, lo comparó con el Don
Juan de Lord Byron, pues como el personaje del poeta inglés era andaluz, esbelto y atrevido
y su existencia fue pródiga en duelos a espada y lances de amor.
284 Miguel Ángel de marco

en acercarse al general Copons y ofrecerle la entrega de las referidas


ciudades, más Tortosa, cosa ésta que no logró, empleando papeles en
blanco firmados por el mariscal, sus sellos y otros elementos. Aquel lo
creyó “un aventurero charlatán y no acogió el proyecto”, que en cambio
aceptó Eroles:

“Se forjaron órdenes del mariscal Suchet a los gobernadores de las


cuatro plazas indicadas, para que las evacuasen inmediatamente, ha-
ciendo formal entrega de ellas a los respectivos jefes españoles que las
bloqueaban. Por supuesto, estas órdenes estaban firmadas por el mismo
mariscal: en esto no había duda, como ni tampoco de la autenticidad de
sus sellos y clave de inteligencia. Y esta orden tan intempestiva estaba
apoyada por otra a que el mariscal se refería, procedente del Emperador,
y como consecuencia de un tratado ratificado por todos los soberanos,
en virtud del cual las tropas de todas las naciones que estuviesen fuera
de sus respectivos territorios debían en un plazo dado regresar a sus
hogares”.

Éste ya había vencido para España, y todas las tropas francesas que
pisaban la Península debían marchar a Francia. Frente a la situación,
Iriarte aclara que “para explicar de qué modo esta superchería, al pare-
cer tan frívola, y fácil de desmentir, podía se creída”, era suficiente con-
signar que las guarniciones de las cuatro plazas estaban “perfectamente
incomunicadas”. De tal modo, para dirigir un pliego, los comandantes,
si no disponían el envío de uno o dos batallones como custodios del
portador, según sucedía algunas veces, debían confiarlo a un espía, “que
no pudiendo ser sino español, sucedía la mayor parte de las veces que
hacía un juego doble”.

“Así, pues, las autoridades francesas que sabían únicamente la invasión


de la Francia por las potencias coaligadas, pero que estaban ignorantes
del resultado de los combates que se habían librado, y del verdadero
estado de la Francia, era más razonable que se inclinasen a creer que
sus camaradas habían sido vencidos, pues nadie ignoraba la despropor-
ción de las fuerzas de ambos contenientes, estando la inferioridad del
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 285

número del lado de Napoleón. A mayor abundamiento se forjaron en el


cuartel general algunos periódicos franceses, por medio de una impren-
ta del ejército. Todo estuvo bien calculado, y téngase presente que esta
trampa se urdía en enero y febrero de 1814”41.

El 14 de febrero, por la mañana, Iriarte fue convocado al cuartel del


mariscal de campo Eroles. Debía presentarse con uniforme de parada y
a caballo, y la extrañeza por la índole de la orden subió de punto cuando
se encontró, en el alojamiento del general, con el capitán de ingenieros
y el comisario ministro de hacienda de la división. Eroles les indicó que
hiciesen el inventario de la plaza en el respectivo ramo de un término no
mayor a cinco horas, al cabo del cual penetrarían las tropas españolas.
Al llegar a Lérida se encontraron con Van Halen que salía de la ciudad
y que “con un acento andaluz que no nos dejó duda de que era español”,
les dijo: “de buena he escapado; ahora es preciso que ustedes se manejen
con gran circunspección porque si este enredo se descubre los cuelgan a
ustedes como racimos en la plaza”.
En ese momento advirtieron los tres oficiales la celada que se había
preparado a los franceses, quienes, según Iriarte, manifestaban en for-
ma ostensible sus dudas acerca de que la orden de entrega de la ciudad
fuese cierta. El general Eroles, que no veía el momento de ser dueño de
Lérida, propuso al gobernador que para no perder tiempo, y a fin de que
pudiese ponerse en marcha cuanto antes, desfilase con la guarnición
sobre el glacis, larga y suave pendiente que precedía a la cara externa
de los fosos en las fortificaciones, mientras se concluía el inventario, y

41
Ibídem, p. 355. El general Gómez de A rteche y Moro, en su ya expresada Guerra de
la Independencia…, tomo XIII, pág. 433 y siguientes se ocupa de estos hechos y prefiere citar
textualmente al Conde de Toreno, expresando: “Una estratagema de mil maneras calificada.
Nos impiden esa calificación un interés exclusivamente patriótico, puesto que la empresa
resultó beneficiosa para nuestra causa y circunstancias personales, por otro lado, y los escrú-
pulos de una conciencia militar, hecha a considerar la guerra más como acción esencialmente
caballeresca, que de ardides emprendidos fiando su éxito en la buena fe de los enemigos”. Sin
emplear la expresión “felonía”, que utiliza Iriarte, resulta evidente que el ilustre historiador
se inclina por los que consideran la treta indigna del honor español. En cuando a los detalles,
sustancialmente parecidos, Iriarte lleva la delantera, lo cual es comprensible, en virtud de
haber participado directamente en la ocupación de Lérida.
286 Miguel Ángel de marco

que para la formalidad de la entrega bastaría que dejase en cada punto


30 o 40 hombres con un oficial.
De inmediato entraron los españoles, e Iriarte debió tomar, por
orden de Eroles, las medidas conducentes a accionar las piezas de ar-
tillería de la plaza si los franceses intentaban volver al apercibirse del
engaño42.
Las tropas del general Lamarque, aumentadas por las de la guarni-
ción de Mezquinanza –la de Monzón había rendida y tomados prisio-
neros sus jefes, oficiales y soldados al pasar por Lérida, donde, según
Iriarte, les fueron arrebatadas todas sus pertenencias– montaban 4.000
hombres entre infantes y jinetes y llevaban ocho piezas de artillería de
montaña. Eran convoyados por fuerzas españolas en número de 6.000
hombres, bajo pretexto de impedir la acción de los somatenes, que po-
drían buscar venganza, y de auxiliarlos con sus bagajes y raciones, y
marchaban hacia una inexorable rendición.
En una hondonada ubicada en las inmediaciones de Mortosell, ro-
deada de alturas dominantes, se consumó el dramático momento. Inopi-
nadamente aparecieron de seis a ocho mil soldados ingleses al mando de
lord Benfik, cerrando el camino del frente, y a las protestas del general
Lamarque, que en un primer momento pensó en resistir, se le respondió
que economizarse la sangre de sus hombres pues eran prisioneros.

“La municipalidad de Lérida dio un magnífico baile a la división li-


bertadora: cual de su grado concurrieron la mayor parte de las bellezas
de Lérida, porque con muy pocas excepciones eran todas agabachadas
[afrancesadas]. Estaba entonces muy reciente la ausencia de sus amados,
pero ellas no tardaron mucho en olvidarlos, reemplazándolos con los
vencedores. Esto era muy natural, así es el mundo, y así será siempre.
La sala estaba adornada con el mayor gusto, y colgaban de sus paredes
lindos cuadros, con versos alusivos a la festividad de aquel día. Recuer-
do que recorrí estos cuadros. Van Halen me seguía leyendo también
los versos que contenían, y como yo encontrase uno que le cuadraba
perfectamente no pude contenerme y lancé su atención para que lo le-

42
Memorias..., pp. 357-359.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 287

yese. Este verso, después de encomiar a la división española que había


entrado en Lérida, concluía así: “…Dando la libertad, la vida dando, /
a aquellos verdaderos españoles/ que nunca renegaron de Fernando”.
Van Halen lo leyó, y le hizo la misma impresión como si acabase de
ver reflejar su rostro en un espejo; me miró, y con una expresión entre
risueña y serena me dijo: ‘–Gracias, señor artillero’. Yo, sin darme por
entendido, continué la revista de los cuadros inmediatos43.

Con el mayor desparpajo, Van Halen leyó al gobernador López Ba-


ños y a otros oficiales, una carta del general Lamarque, escrita después
de caer prisionero, en la que le prometía levantarle la tapa de los sesos
donde lo hallase, y exclamó: “Y efectivamente tiene razón para estar tan
enojado conmigo, porque le he jugado una partida serrana…”

Fernando VII
Le tocó en suerte a Iriarte conocer a Fernando VII apenas llegó a
territorio español:

“El júbilo que produjo la inesperada aparición de Fernando en el terri-


torio español fue verdaderamente extraordinario: con dificultad puede
haber existido un monarca más querido de sus pueblos: él correspondió
con la más negra ingratitud”.

Quizá el tiempo transcurrido y la animadversión hacia el rey que


experimentaban no pocos de los americanos que formaban parte su
ejército, haya cargado las tintas de tan infatigable pluma. Preferimos
transcribir textualmente, en vez de glosar, algunos partes significativas
del relato:

“Fernando viajó en triunfo, los pueblos los recibían con extraordina-


rias demostraciones de alegría: jamás monarca alguno tuvo pruebas
más prácticas y positivas del amor de sus súbditos: cuán sinceros eran

43
Ibidem, p. 360.
288 Miguel Ángel de marco

los obsequios que le tributaban: él respondía aparentemente con la


mayor afabilidad y confianza: hablaba cariñosamente con cuantos se
le acercaban, de cualquier clase que fuesen: hizo muy bien el papel de
hipócrita. Cuando llegó a Lérida, yo fui comisionado para hacer la sal-
va en el castillo: se hospedó en el palacio episcopal, e inmediatamente
subió a la fortaleza; luego que concluí la triple salva, me incorporé a
la comitiva. El rey iba adelante con su hermano y los generales. Yo
estaba a retaguardia, muy inmediato del lado del mayor de plaza. Toda
la población de Lérida había subido al castillo para ver al monarca. La
estacada del camino cubierto estaba coronada de gente. El júbilo se veía
pintado en todos los rostros de aquellos buenos españoles. Los “vivas”
eran incesantes. Un soldado se aproximó tanto al rey, que casi tocando
con su oído gritó: ‘–¡Viva Fernando siete! Yo le dije al mayor de plaza:
‘–Este majadero ha dejado sordo al rey’. Éste lo oyó y volviéndose a mí
me dijo con semblante risueño: ‘–Hace bien, tal vez ha derramado su
sangre por mí’.

Cuando bajó del castillo hubo besamanos. Sarandía, el comandante


de artillería, no pudo asistir por hallarse enfermo; tuve que hacer sus
veces y me presenté en el salón con los oficiales del cuerpo: todos eran
de la revolución y yo el único que había estudiado en Segovia. Fernando
debió sin duda sorprenderse de ver un capitán de artillería tan joven,
pues me preguntó: ‘–¿Eres del Colegio de Segovia?’. ‘–Si, señor’. ‘–Han
salido buenos oficiales de ese colegio’. A los otros oficiales les hizo la
misma pregunta y todos le contestaron negativamente. Fernando no
amaba a los artilleros porque sabía que con muy pocas excepciones to-
dos eran liberales y partidarios de la Constitución. Más tarde suprimió
el Colegio de Artillería de Segovia, que sin duda alguna era el mejor
establecimiento militar que tenía España y podía competir con los más
acreditados de Europa.
El obispo de Lérida ofreció un gran banquete en homenaje al De-
seado y a los principales personajes que le acompañaban. Todos los
jefes y oficiales de la guarnición fueron invitados por medio de una
orden general a presenciar, si querían, el banquete. Iriarte asistió para
no perder detalle.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 289

“En la sala inmediata había una buena orquesta y regulares cantores,


que no dejaban de entonar los himnos patrióticos de la revolución. Fer-
nando estaba embelezado. En casi todas las estrofas se le nombraba. El
repetía de vez en cuando: ‘–Cómo me quieren los españoles’. ¡Que bien
les pagó después!

Durante la comida, que según el artillero fue muy bien servida, se


vitoreaba indistintamente al rey o a la Constitución. “Esto último no
debía gustarle a Fernando, pero disimulaba”. Tampoco debió agradarle
el incidente, que Iriarte narra en detalle, provocado por el general Zayas
cuando le espetó al comandante en jefe, general Copons, quien explicaba
al monarca las operaciones militares del Ejército de Cataluña, que no le
correspondía ningún mérito pues había recibido a sus tropas organiza-
das gracias al infatigable e inteligente general Lacy, “tal vez es el jefe
más esclarecido e inteligente de cuantos han mandado en la guerra de
la Independencia”.

“El rey no contestó. El infante Don Carlos preguntó a Zayas si Lacy era
joven, y como le contestase que si, ‘poco más o menos de mi edad’, don
Carlos se sonrió sardónicamente. Entonces Zayas, algún tanto alterado,
pero sin traspasar los límites del respeto, repuso: ‘–¡Sí, señor! ¡Joven
como yo! Yo me tengo por joven con respecto al alto rango que ocupo
en la escala militar, y Lacy es de mi graduación. “Zayas tendría enton-
ces 42 años, más o menos […] El rey preguntó dónde estaba el general
Lacy y se le contestó que de capitán general en Galicia. Fernando lo
sabía demasiado. Lacy había hecho jurar por segunda vez, luego que
supo la llegada de Fernando, la Constitución en el reino de Galicia, y
este acto extraordinario, pues que el primero era suficiente, hizo conocer
bien cuál era la profesión política de aquel general. Fernando lo miraba
desde entonces con la más fuerte prevención” […]En seguida [Zayas]
hizo una burla a Copons que acabó de desconcertarlo. Esto era ya obrar
a lo cadete. El rey observaba y callaba, y sólo dijo varias veces: ‘–Qué
bien se trata el señor obispo’, haciendo alusión a los buenos platos que
había en la mesa, y de los que fue servido abundantemente; porque este
borbón era tan glotón como su padre. Era, sin embargo, inoportuno
aquel dicho, porque a cualquiera se le debía ocurrir que aquel no era el
diario del obispo.
290 Miguel Ángel de marco

“La burla que hizo Zayas a Copons fue la siguiente: estaban situados
uno enfrente del otro, entre ambos lados de la mesa, y en el centro de
ésta, en la misma dirección, había entre otras fuentes, una que contenía
una gran pieza de piñonete, que es un caramelo mezclado con piñones.
Tenía la forma de un queso común y era de mucha altura y muy con-
sistente: un plato que verdaderamente era un mero adorno, porque se
necesitaba un hacha para partirlo. Zayas nos dijo: ‘–Verán que chasco
le pego a este pedante’, y dirigiéndose a Copons en voz alta: ‘–General:
me parece que su majestad ha de gustar de ese plato. Usted que está más
a mano podría servirlo’ Fernando estaba en la cabecera, pero lo oyó y
quiso probarlo. Copons tomó tenedor y cuchillo, pero éste no entraba.
El hombre sudaba. Zayas le decía: ‘Parece que está muy duro, general’,
y como ya aquella escena empezaba a llamar la atención, porque el rey
esperaba ser servido pronto, Copons estaba cortado. Al fin fue preciso
sacar la fuente de la mesa, para hacer plato, porque los instrumentos que
en ella había no eran a propósito para romper aquel duro caramelo.
“He referido esta insignificante anécdota sólo con el objeto de hacer
ver las llanezas que entonces se permitían delante de Fernando, y el
carácter juguetón de Zayas […]. Después siguieron los dichos de Zayas:
todo es eminentemente español… Al día siguiente salió Fernando para
Madrid y presencié otra escena entre Zayas y Copons. El rey iba a subir
al coche cuando pasó este general, con un rollo de papeles bajo el brazo.
Zayas, con tono zumbón, le dijo: ‘–Hola, general, está usted abrumado
de negocios. ¿Qué papeles son esos?’ El otro, dándose importancia,
contestó: ‘–Estos papeles son privados’. Y Zayas, haciéndole lo que en
buen castellano se llama un corte de manga, le dijo: ‘Pues tome usted
y sus papeles’.
“Yo pude observar que a Fernando no se le ocultó esta acción indecen-
te”44.

Abunda Iriarte en consideraciones acerca del absolutismo fernandi-


no y de la mala disposición del rey hacia la Constitución de 1812 que él
glorificaba, y concluye expresando:

44
Ibidem, p. 390.
Las “Memorias” del general argentino Tomás de Iriarte... 291

“Como el Ejército Español había sido el instrumento de que Fernando se


valió para derrocarla, y este servilismo fue tan mal recompensado, pues
además de la reforma que dejó a muchos en la calle, la paga escaseaba,
circularon varios epigramas, y recuerdo el siguiente: ‘Los militares cre-
yeron/ Que el rey dinero traería:/ A su lado se pusieron,/ Y con notable
alegría/ La libertad destruyeron./ A todos oscureció/ Con extinción de
las luces,/ Y el oro no apareció,/ Que el rey solo trajo cruces/ En que
los crucificó’”.

Hacia América
Apenas decidida la expedición de Morillo “general entonces y cua-
tro años antes sargento de marina”45, Iriarte solicitó participar en ella,
con el fin de volver al Río de la Plata, donde al principio se creía que se
dirigirían las fuerzas, pero su pedido fue denegado.
Sin embargo, uno de los oficiales de artillería designados, que no
deseaba alejarse de la Península, pidió al gobierno que dispusiese una
permuta. Accedió éste e Iriarte, sin explicarse las razones que habían
modificado la decisión anterior, recibió, junto con los despachos de te-
niente coronel graduado, la orden de trasladarse a Cádiz. Una demora
imprevista en la navegación por el Mediterráneo, hizo que llegase a
destino cuando Morillo había partido. Tras un tiempo en aquella ciudad,
donde procuraba no usar uniforme para evitar que luego de ostentar los
galones de teniente coronel se lo viese con los de capitán, ya que el as-
censo le había sido concedido para el caso de marchar a América, zarpó
con otros oficiales hacia Arica, el 19 de mayo de 1816, a las órdenes del
mariscal de campo José de la Serna, designado general en jefe del ejér-
cito español del Alto Perú:

“Por mi parte [concluye] me despedí con el último adiós de España:


doce años viví en ella, sin haber conocido las inquietudes del corazón,
que después…después los infortunios lo han despedazado, bien que a
pesar de los reveses y persecuciones que he sufrido, él no deja de palpi-

45
Ibidem, p. 392.
292 Miguel Ángel de marco

tar y conmoverse al dulce sonido de ¡Viva la patria! Pero en España he


sido mejor tratado que en mi país: allí fui verdaderamente feliz”46.

46
Ibidem, p. 443.

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