11 Pilar Zuleta, La Vida Cotidiana en Los Conventos

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L a vida cotidiana en

los conventos de mujeres


IMI.AR
DE ZU LET A
Directora del Museo de Santa ( Jara

Cuántos y cuáles
En la Nueva Granada, durante el período colonial, quince
conventos de mujeres se fundaron entre los años de 1574 y
17 9 1. De estos quince, seis corresponden a la segunda mi­
tad del siglo xvi, seis al siglo xvn y tres al período final del
virreinato. El cuadro siguiente suministra en orden crono­
lógico las fechas de fundación de las instituciones con el
objeto de facilitar una mayor comprensión de lo que fue el
f e n ó m e n o g lo b a l d e la el a u s u ra fe m e n in a

T IPO DF. C I C D A I ) Y F U N D A C I Ó N F U N D A . 1)1.1, P RIM F .R C O N V K N T O A Ñ O S D E S P l ’ÉS

1unj;i: Centro Admin. «539 Santa Clara «574 35 años


Pamplona: Centro Admin. 1549 Santa Clara 1584 35 años
Pasto. 1rentera. ■539 La Concepción 1588 49 años
Popayán. Centro Admin. 1 536 La Fncarnación 159 1 35 años
Santa Pe. Centro admin. « 538 La Concepción 1595 57 años
Tunja La Concepción •599
Cartagena. Puerto 1533 Fl Carmen 1606 73 años
Santa l'e 1,1 Carmen 1606
Cartagena Santa Clara 16 17
Santa Fe Santa Clara 1629
Santa Fe Santa Inés 1645
Villa de Leiva. Agrícola 1572 Ll Carmen lf>45 125 años
Popayán F.l Carmen 1729
Santa Fe La Fnseñan/.a «7S3
Medellin. Minera 1675 F 1Carmen 1791 11 6 años
42 2 | PILAR DE ZULETA

Confrontando los datos anteriores, parece sorprender


el lapso transcurrido entre el inicio de las ciudades y la
fundación de los primeros conventos. A diferencia de los
monasterios masculinos que se habían formado con la
evangelización, los conventos de mujeres aparecen tardía­
mente. Para la fundación de los conventos se requería que
las ciudades estuvieran establecidas y pobladas, además de
la recaudación de los fondos, de un permiso de la Audien­
cia, de una Cédula Real, y de acuerdo a los cánones triden-
tinos, de una Bula Papal, todo lo cual representaba un
largo período de varios años.
En el caso de las Carmelitas Descalzas de la villa de
Medellin, el padre Bernardo Restrepo O.C.D., refiere lo
acontecido con la primera Cédula Real solicitada a España
en 1724 para la fundación del convento:

A pesar de mandato tan perentorio, porque el papel pue­


de con todo, y de la solemne ceremonia de obedecimiento,
con golillas, escribanos y notarios presentes, se obedece pero no
se cumple. F.sta providencia (La Cédula) conseguida a costa de
tantos esfuerzos y largamente esperada, pudo descansar du­
rante sesenta y ocho años en los anaqueles gubernamentales
o conventuales, dando tiempo a que se perdiera su vigencia, a
que las espléndidas promesas de bienes se destinaran a otros
fines, o a que los protagonistas pasaran a mejor vida'.

L a función del monasteriofemenino


El monasterio femenino cumplió un papel social y econó­
mico de primerísima importancia dentro de la sociedad
colonial. Fundados por una exigencia de esa misma socie­
dad, la mayoría de las veces se consideraba el custodio por

1. Restrepo. Bernardo O.C. D., Monasterio de San José de Carmelitas


Descalzas de Medellin ijg i-iy g i. Medellin, 1989, pág. 16.
Lm vida cotidiana en los conventos de mujeres | 423
excelencia de la virtud femenina, y la solución ideal para
remediar determinadas necesidades sociales; su función
rebasó los límites de la vocación religiosa para llegar a
convertirse en hospedaje, centro de instrucción femenina,
y lugar forzado de deposito, como se decía entonces, de to­
das aquellas mujeres cuyas circunstancias de alguna mane­
ra contrariaban las leyes por las que se regía la mentalidad
colonial.
Efectivamente, el deposito o confinamiento temporal de
las mujeres en lugares material y moralmente seguros, se
llevaba a cabo, por lo general, ya en casas de matronas de
reconocida virtud y ejemplo, o en los llamados Recogi­
mientos; hubo uno en Cali, otro en Cartagena, otro en
Santa Fe, y al menos un proyecto para uno en la villa de
Medellin o en los conventos. Los Recogimientos, entre
cuyos objetivos estaba proteger a las mujeres contra la
prostitución y la mendicidad, parecen haber tenido un ca­
rácter más popular, cumpliendo las veces de reformatorio
y acogiendo entre sus pupilas tanto a mujeres divorciadas
o a casadas “mal avenidas”, así como a las “arrepentidas”,
algunas de las cuales habían delinquido, confundiéndose
así, de alguna manera, con la misma cárcel, tal el caso de
Santa Fe. No sorprende, por tanto, que ya en el siglo xix,
Don Rufino Cuervo, en sus Apuntaciones críticas a l lenguaje
bogotano, haya ampliado el uso de la palabra divorcio, o cár­
cel del divorcio, para secuestro de mujeres en lugar honesto. De
otra parte, el depósito facilitado por los conventos tenía
por objeto colocar en lugar seguro y moral a la muchacha,
con el ánimo de explorar su voluntad, generalmente por
medio de un juez eclesiástico, cuando ésta había dado pa­
labra de casamiento. Creemos que debió practicarse de
preferencia con mujeres de la elite blanca.
4 24 | PIl.AR DE ZIJLETA

El 6 de octubre de 1626, prosiguiendo la visita que había


abierto en su obispado fray Francisco de Sotom ayor, obispo
de Quito, se presentó al Convento de la Concepción de la ciu­
dad de Pasto, y antes de marcharse, dirigió a las monjas una
extensa carta de congratulación por el buen resultado de la
visita y para hacerles una prohibición absoluta tocante a recibir
en el convento personas con el título de religiosas donadas, reclusas o
recogidas, las cuales se introducen en la clausura por corto
tiempo y sin obligación de votos.2

El ideal de la castidad estaba para entonces fuertemen­


te arraigado, no solamente y como es lógico, entre los reli­
giosos, cuyo estado lo exigía con carácter de voto solemne
sustentado en los tratados de los Padres de la Iglesia, sino
también entre los laicos y de manera especial en la mujer.
El estado de dependencia respecto de la autoridad mascu­
lina representada en el padre o el esposo, el escaso recono­
cimiento legal de su capacidad civil, la desconfianza con la
que se miraba y juzgaba su “debilidad” y su propensión a
“caer”, a través de la óptica del pensamiento religioso que
consideraba la virginidad como afín a la naturaleza de los
ángeles, el rigor de los tratados de moral, y el peso enorme
de la responsabilidad con la que se le endilgaba la sal­
vaguardia casi exclusiva del honor familiar, hacían que la
custodia de su castidad fuese, para la mujer, asunto de pri­
mordial importancia en todas las decisiones de su vida. El
convento era entonces el espacio perfecto en el que se ga­
rantizaban las condiciones de sujeción requeridas por un
ser tan frágil y considerado para todo efecto, como una
menor de edad.

2. Ortiz, Sergio Elias, E l Monasterio de la Concepción de Pasto, Pasto,


Boletín de Estudios Históricos, vol. 3, Imprenta Departamental, 1930. pág.
403-
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 425
Al repasar las razones aducidas por los promotores de
los monasterios femeninos para justificar su fundación, nos
encontramos con argumentos como el de los vecinos de la
ciudad de Pasto, al solicitar permiso de la Audiencia en
1585 para fundar el monasterio de la Concepción, los cua­
les expresaban que: “la necesidad de la obra no da espera
sino antes bien urge darle principio, pues las doncellas
principales por su falta de dote no pueden casarse como su
calidad lo requiere y lo que la prudencia aconseja en tal emer­
gencia es meterlas a un convento'? O este otro a propósito de
la Concepción de Santa Fe consignado por el cronista
franciscano fray Pedro Simón en sus Noticias historiales'.
“E11 conformidad de una Real Cédula anterior en que el
Rey había mandado se hiciese en ella (Santa Fe) un con­
vento de monjas para hijas de conquistadores por no haberle
en esta ciudad'.4 Y la Cédula Real fechada en Madrid en
1638, autorizando la fundación del monasterio de Santa
Inés del Monte Policiano de Santa Fe, dejaba claro que:

Por quanto por parte de vos Doña Antonia de Chavez,


por hallaros con cantidad de hazienda que heredaste de Juan
Clemente de Chavez vuestro hermano, y deseáis emplearla en
servicio de Dios Nuestro Señor, y utilidad del dicho reino,
fundando un convento de monjas de la orden de Santo Do­
mingo, para entraros en él en religión, y que hagan lo mismo al­
gunas mujeres principales descendientes de conquistadores que por
hallarse con necesidad no tienen que tomar otro estado, para lo qual
teneis dispuesto hasta setenta mil pesos.5

3. Ibid., pág. 63.


4. Simón, Fray Pedro. Citado por Mantilla, Luis Carlos: Las concep-
cionistas en Colombia i^HS-iqgo, Lditorial Kelly, Bogotá, 1992. pág. \ j 7.
5. Florez de Ocariz, Juan, / .ibro primero de las genealogías del Nuevo
Reino de Granada, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1990. pág. 177.
426 | PILAR DE ZUI.ETA

Sorprende, salvo excepciones (el caso de Antioquia


parece ser una de ellas), la poca frecuencia con que se hace
mención al sentido profundo de la vida contemplativa o al
objetivo real de una vocación religiosa cual es el de la en­
trega a Dios. Esto no quiere decir que esa intención no
haya estado presente en muchas de las mujeres que habi­
taron nuestros conventos, pero no puede negarse que
razones ajenas al verdadero sentido de la vida religiosa pri­
maron, en la mayoría de los casos, en las fundaciones de
los monasterios femeninos. En el siglo xvi, y sobre todo en
el xvm, la importancia de una ciudad, ya fuese de naturale­
za administrativa, agrícola, minera o de frontera, traía ne­
cesariamente de la mano el establecimiento de un grupo
de pobladores notables, acaudalados e influyentes, urgidos
de dar estado a sus hijas. Es lícito pensar que ellos propi­
ciaran para sus herederas la fundación de los conventos.
Teniendo esto en cuenta, vale la pena analizar algunas
de las razones que pudieron haber llevado a nuestras muje­
res coloniales a tomar el hábito religioso.
La dote fue sin lugar a dudas uno de los alicientes más
significativos. En Santa Fe, desde la segunda mitad del si­
glo xvii hasta finalizado el xvm, se mantuvo por lo general
el monto de 1 000 a 2 000 pesos en todos los conventos
para la dote de religiosas de velo negro, es decir de coro, y
de 400 a 600 para las monjas conversas o de velo blanco,
además de la facilidad de lograr exenciones (generalmente
a la mitad) cuando se trataba de parientas de los patronos
de la institución, o cuando entraban por “ nombramiento", es
decir a ocupar el puesto de una religiosa difunta. También
era frecuente que de la dote de una muchacha pobre se
hiciera cargo una Obra Pía, como ocurrió en el caso de Pe­
tronila de Caycedo y Suárez, quien profesó en 8 de sep­
tiembre de 1760 en el convento de Santa Clara de Santa .
La vida cotidiana en ¡os conventos de mujeres | 427
Fe: “con la dote de 600 patacones, los 500 de la Obra Pía
de Doña Rosa La Mora, y los 100 que le dan sus padres”.6
El monto de la dote lo fijaban los conventos aseso­
rados por los visitadores eclesiásticos y variaba según el es­
trato social de la profesa y la categoría en la que era
recibida. Cuando María Arias de Ugarte y su esposo en­
tran por monjas en Santa Clara de Santa Fe a Thomasa de
San Juan, a Francisca de la Trinidad y a Josepha de Santa
María (esta última niña huérfana) declaran: “Hemos paga­
do el dote según su estado de cada una”.7
En cambio, el monto de las dotes matrimoniales exce­
día con creces esa cifra, desde dotes excepcionalmente
grandes de 34 000 pesos en el caso de los más poderosos
de la elite (el caso de María Arias de Ugarte, encomendera
de Santa Fé, en 1624, para su primer matrimonio con don
Francisco de Noba Maldonado), hasta otras más modes­
tas, de 6 000, representadas en estancias de ganado menor,
algunas joyas, muebles y vestuario, como el caso de María
Cabral de Meló, para su desposorio con Bernabé Casta­
ñeda en 1681, o más tarde la aportada por doña Catalina
Alvarez del Casal para su matrimonio con don Vicente
Nariño en septiembre de 1758 y que sumaba, entre joyas,
enseres y dinero, 7 553 pesos 7 reales y medio.8 En la villa
de Medellin, estudios actuales han revelado que entre 1675
y 1780, las dotes matrimoniales oscilaron en algo menos
de 3 000 pesos, mientras que el ingreso al monasterio de
las Carmelitas, único de la ciudad, requería de una dote de
1 000 pesos.
La viudez o la soledad empujaban también a las muje­
res a tomar el hábito religioso. Es el caso de doña María de

(1. Libro de Profesiones, Monasterio de Santa Clara de Santafé de


Bogotá.
7. a . c í . n .. Notaría rA. Protocolo 1664. tomo C>5, fol. 386 v.
8. A . G . N . Notaría 3A . Protocolo 174 2 -17 58 . fol. 14 8 -15 1.
428 | PILAR DE ZULETA

Noba en la ciudad de Tunja, viuda de don Pedro Jove,


quien tenía una hija, Juana de San Joseph, profesa en el
monasterio de la Concepción y que “a causa de que otros
hijos varones que tiene son frailes en el Convento de la
Candelaria, y de estar como está desocupada de hijos en el siglo,
ha muchos días que desea entrar por monja en ese conven­
to, a sípor acompañar a su hija como por v iv ir y acabar en este
hábito, empleándose en servicio de Dios”.9 La madre, viuda
y enferma, y la hermana de la monja tunjana Francisca Jo ­
sefa del Castillo, habían llegado en parecidas circunstan­
cias al convento de Santa Clara; la fundadora del Carmelo
de Medellin, doña Ana María Álvarez del Pino, “vivió en el
convento con hospedaje voluntario y guardando clausura,
por espacio de diez años, según licencia que le concedió el
Obispo, para morir luego allí mismo como monja profe­
sa”.10 Y Francisca Margarita de Másmela, natural de Santa
Fe y viuda del capitán Juan de Poveda, decidió profesar en
el convento de la Concepción en 1660, para acompañar a
Juana Margarita, su última hija.11.
Además, para las mujeres viudas con medios de fortu­
na, la fundación de un convento parece haber sido atracti­
va empresa. La reflexión actual hace pensar que, en esa
forma, daban a su vida una orientación noble, comprome­
tiéndose en proyectos vitales que las mantenían activas y
ocupadas, no perdían el control y manejo de sus bienes, y
terminaban sus días acompañadas. Sorprende el elevado
número de viudas que iniciaron conventos en el país, ofre­
ciendo para las fundaciones “las casas de su morada”. Para
citar sólo algunas: doña Elvira de Padilla en el Carmelo de

9. Mantilla, Luis Curios, op. at., pág. 98.


10. Benítez, Jo sé Antonio (El Cojo), Carmelo y miscelanfa de varías
noticias antiguas y modernas de esta villa de Medellin, Jaram illo Roberto,
Luis, pág. 183
1 1 . Flórez de Ocariz, Juan, op. at., pág. 228
La vida cotidiana en ¡os conventos de mujeres | 429
Santa Fe, 1606; doña Leonor de Orense en la Concepción
de Pasto, 1585; doña Catalina de Cabrera en Santa Clara
de Cartagena, 1607; doña María de Barros y Montalvo en
Santa Teresa de Cartagena, 1609; doña Antonia de Chá-
vez en Santa Inés de Santa Fe, 1645; doña Clemencia de
Caicedo en la Enseñanza de Santa Fe, 1783; y doña Ana
María Alvarez del Pino en el Carmelo de Medellin, 179 1.
De los quince conventos femeninos que funcionaron
en la Colonia, en todo el país, cerca de la mitad fueron fun­
dados por mujeres viudas.
La orfandad era con muchísima frecuencia otro factor
determinante;

tengo dados a este convento de Nuestra Madre Santa Clara


(decía doña María Arias de Ugarte en 1663) por scriptura
para la dote de Josepha de Santa María niña huérfana que críe
en mi casa y está aseptada por el dicho convento y mayordo­
mo y estas tiendas di de muy buena gana porque la propiedad
sea del dicho convento aunque a la dicha niña no le tengo obli­
gación ninguna de sangre que me toque sino solamente por
haberla puesto a mis puertas como huérfana sin padre ni ma­
dre y haverla recevido por el amor de Dios... Por lo cual se le
de un hávito...'2.

Las palabras de la rica encomendera en su testamento


no dejan duda sobre la suerte que parecía corresponder a
las muchachas huérfanas.
Fuertemente arraigada en la mentalidad de la época
estaba la idea de la protección y ayuda a las huérfanas, la
cual se cristalizaba a través de organizaciones denomina­
das obras pías, encargadas de dotar a las mujeres pobres

12. A.r;.N. Notaría i A de Bogotá. Protocolo de 1664, fol. 386V.


430 | PILAR DE Zl'I.ETA

para “tomar estado”. Carentes de dote, el convento era


para estas mujeres el destino ideal.
No deja de ser necesario recalcar el hecho incontrover­
tible de la sólida formación cristiana que recibían en sus
hogares estas muchachas, formación que de alguna mane­
ra fomentaba la vocación religiosa. Era frecuentísimo que
en una misma familia hubiese clérigos y monjas entre tíos,
hermanos o demás parientes; inducían y aconsejaban a las
jóvenes la idea de que el estado religioso, era el más perfec­
to. Muchas de estas niñas habían recibido su educación en
los conventos al lado de sus familiares. Estas y no otras
parecen ser las razones que explican la frecuencia con que
en un mismo monasterio profesaban a la vez varias herma­
nas, o madre e hija o tía y sobrinas, hasta el punto de ha­
berse visto los conventos en la necesidad de reglamentar
este fenómeno que debía tener “para la quietud de la vida
religiosa” algunos inconvenientes. “Ordeno (decían las
constituciones de la Concepción de Santa Fe), que para
quietud de esta comunidad, no puedan entrar, ni profesar,
ni recibir velo de monjas más que hasta tres hermanas, por
ninguna vía que sea”.1-1
Tampoco puede descartarse la posibilidad de que, a
semejanza de lo que sucedió en Europa, y dadas las muy
peculiares circunstancias en que profesaban nuestras muje­
res, diera el caso de muchachas que, carentes de vocación
religiosa, hubieran escogido voluntariamente el refugio del
claustro con el ánimo de escapar al tedio de la vida domés­
tica, o a un matrimonio impuesto por su familia, o buscan­
do en el silencio y recogimiento de la vida conventual un
espacio para desarrollar sus aptitudes intelectuales, ya fue­
se en la lectura, en el aprendizaje del latín, en la com­
posición de poemas y pequeñas obras teatrales para

13. Mantilla, Luis Carlos, np. ai., pág. 43.


La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 431
esparcimiento de las religiosas, así como en el cultivo de la
música.
Fuesen cuales Riesen las razones para profesar, una vez
en el monasterio, colocadas en una situación de alguna
manera elegida por ellas, el ideal de perfección*religiosa se
instalaba en la mayoría de estas mujeres (no abundan los
casos de rebeldía) y venían a morir allí en olor de santidad
veneradas por la comunidad y tenidas como santas por la
sociedad civil.

Los habitantes del convento


En los conventos vivía una población abundante y hetero­
génea compuesta por las religiosas, las huéspedes, las edu-
candas y las criadas. A las huéspedes que voluntariamente
vivían en los conventos, se las llamaba en España Señoras
de piso y aunque por lo general no vestían hábito religioso,
eran tenidas en toda consideración por parte de la comu­
nidad, viviendo en piezas “con suficiente capacidad para su
decencia" y asistidas con frecuencia de criadas. En cuanto
a las educandas, eran ellas la alegría del convento.
Con anterioridad a la Ilustración no se consideró nece­
saria la educación para la mujer. Recogida en el hogar o en
el claustro, una instrucción básica en la doctriana Cristina y
algunos rudimentos de las “labores propias de su sexo”,
vale decir los oficios domésticos, y algo de lectura, eran te­
nidos como equipaje suficiente en la formación femenina.
Estos principios los suministraba de preferencia la madre,
entre cuyas obligaciones figuraba la guarda y protección
de las hijas, deber inherente a su naturaleza y reforzado
con insistencia en los tratados de los moralistas y en los
manuales de confesores. Uno de estos tratados: La Fam ilia
Regulada cotí Doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Pa­
dres de la Iglesia, del franciscano fray Antonio Arbiol (Ma­
drid 1796) así lo especificaba.
432 | PILAR DE ZULF. TA

La otra opción la proporcionaba el espacio conven­


tual, en el cual era fenómeno corriente que las niñas, aun
desde muy pequeñas, se “criaran” con las religiosas, sus pa-
rientas, las cuales garantizaban la custodia de su virtud, les
enseñaban los oficios propios del hogar, la doctrina cristia­
na, y si mostraban algún talento especial, el bordado, la
poesía, la música, y aun algo de latín. De infantes al cuida­
do de las monjas, pasaban, con el tiempo, a la categoría de
educandas pagando una pequeña pensión y engrosando la
población seglar que vivía en los conventos. Muchas de
estas niñas profesaban, al cumplir la edad reglamentada
por el Concilio de Trento, para tomar el hábito... Cuando
se establece el primer colegio de mujeres del país en el año
de 1783, para cuyo propósito se funda la Compañía de
María de La Enseñanza, de Santa Fe, las educandas tienen
por primera vez una organización, lo que podríamos lla­
mar un penstim y un horario y distribución específicos, ade­
más de un traje especial que las distingue y unas reglas
claras de conducta. Antes de La Enseñanza, su formación
no estaba reglamentada y dependía casi exclusivamente
del cariño y el empeño particulares de la religiosa a cuyo
cuidado se habían encomendado.
A modo de ejemplo de lo que podía llegar a ser la rela­
ción de algunas monjas con las niñas, podemos traer a
cuento el caso de la madre Porras en el convento de Santa
Inés del Monte Policiano, de la ciudad de Santa Fe. Esta
mujer, cuyo nombre religioso fue Josepha del Espíritu San­
to, estuvo dotada de particular talento y habilidades para
la música, dueña de una finísima voz, según reza la inscrip­
ción al pie de su retrato conservado en el monasterio.
Dada a “criar” niñas en el convento, se destacó por una
personalidad independiente, ambiciosa y poco sufrida,
condiciones éstas, que le valieron no pocos problemas y
acusaciones por parte de las directivas del convento así
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 433
como de la gente del siglo. Unos y otros se refieren a ella
como “la Porras” en las relaciones de cargos en su contra.
Bastaría para retratarla, el tan conocido caso de la novicia
Francisca Camero, en el año de 1806, en el que se acusa
píiblicamente a la madre Josepha de violentar a la mucha­
cha (a la que había criado) para hacerla tomar el hábito.
La profusión de niñas que habitaba en los conventos
fue asunto que trataron de controlar en múltiples oportu­
nidades los visitadores eclesiásticos, según las disposicio­
nes que figuran consignadas en los archivos que reproducen
las Actas Canónicas, pero, a semejanza del fenómeno de
las criadas, el problema se mantuvo al parecer durante
todo el período colonial.
Dentro de un contexto semejante, es difícil evaluar qué
tan letradas o ignorantes fueron nuestras mujeres colonia­
les, ya que hasta el momento no disponemos de corres­
pondencia ni de diarios de mujeres, preciosa costumbre
que fue tan común a la mujer norteamericana. Las firmas
de las monjas en los documentos notariales aparecen con
frecuencia indecisas y torpes, indicio sospechoso de una
cultura deficiente y sabemos, por ejemplo, que las funda­
doras de la Concepción de Pasto no sabían leer, lo cual
dificultaba además su aprendizaje del latín, obligatorio
para todos los oficios del coro; pero, por otra parte, la
figura excepcional de la escritora mística Josefa del Casti­
llo, levantada entre los libros de su padre, y quien desde
muy joven leía “libros de comedias”, nos da la pauta para
creer que hubo un nivel aceptable de instrucción, al menos
en el grupo social más favorecido. Lo que sí parece seguro,
es que el convento proporcionó 1111 espacio de esparci­
miento intelectual femenino, ya que casi todas las creacio­
nes místicas, literarias, artísticas, de crónica histórica y aun
musicales, salieron del ámbito religioso.
434 I p ila r df. zulf.ta
Las criadas
La existencia de criadas particulares para el servicio de las
religiosas fue fenómeno común a la vida de los monaste­
rios coloniales. Dentro de una sociedad fuertemente es­
tratificada, las muchachas nobles que profesaban, así como
las que optaban por el matrimonio, llevaban a su nuevo
estado a su propia servidumbre, compuesta generalmente
por muchachas pobres de “color quebrado”, en calidad de
criadas o de esclavas. Los documentos que registran el in­
greso de las fundadoras del monasterio femenino del
Carmelo de la Villa de Leiva, dan cuenta de las criadas que
desde un comienzo llegaron en compañía de las religiosas.
La abundancia de criadas en los monasterios fue tam­
bién motivo de queja permanente en las visitas practicadas
cada cierto tiempo por los visitadores eclesiástico, pero no
parece haber variado la situación, pues a juzgar por las po­
cas estadísticas de que se dispone, el número de criadas
siempre sobrepasó con creces el de religiosas profesas. La
visita practicada al monasterio de la Concepción de Santa
Fe en el año de 1683, por el arzobispo don Antonio Sanz
Lozano, ordenaba, entre otras cosas, que: “Las criadas y
demás sirvientes tengan a las dichas religiosas mucha aten­
ción y respeto y las miren con la reverencia que se debe a
las tales religiosas”. Y así mismo: “que todas las religiosas
de dicho convento, declaren debajo de obediencia que se
les impone, qué número de criadas seculares tienen”.'4
Era pues costumbre arraigada e impuesta por las exi­
gencias mismas de una sociedad estamental. Contra esto
se reveló la voz dolida de la mística tunjana Josefa del Cas­
tillo en unas palabras que reflejan su hondo sentimiento
cristiano: “He padecido desde que entré monja un trabajo
penoso, por parecerme grande estorbo y tropiezo para la

14. Mantilla, Luis Carlos, op. c. , pág. 79.


I M vida cotidiana en los conventos de mujeres | 43 5
quietud: Este es el necesitar de criada, por no poderse otra
cosa en el convento donde estoy. Dichosos los conventos y di­
chosos los religiosos que sirviéndose unos a otros, ejerci­
tan la humildad, la paciencia y caridad”.’ 5
Las criadas y esclavas asistían a sus señoras en sus cel­
das y habitaciones, hacían mandados y desempeñaban
además con no poca frecuencia el curioso oficio de servir
de verdugos en las crueles penitencias con las que muchas
de estas mujeres, hijas dilectas de un espíritu barroco, cas­
tigaban sus débiles carnes. “Despedazaba mi carne con ca­
denas de hierro (decía la Madre Josefa) Hacíame azotar por.
manos de una criada, tenía por alivio las ortigas y cilicios,
hería mi rostro con bofetadas”.'6
En cuanto a las esclavas la costumbre imponía que pa­
saran al convento “después de sus días”, como rezaban las
disposiciones de las monjas, es decir, a la muerte de la reli­
giosa.
Las criadas podían entrar y salir del monasterio apa­
rentemente sin restricción alguna, lo que facilitaba un eter­
no correo de chismes, dimes y diretes entre el claustro y
las gentes del siglo. La misma visita practicada por el ar­
zobispo Sanz Lozano pretendía corregir: “Que las criadas
que asisten a las religiosas no salgan continuamente de la
clausura, y nunca a pernoctar fuera de ella”.'7 Para la sensi­
bilidad quebradiza y anhelante de paz interior de la tun-
jana Josefa del Castillo, las criadas, con sus chismes, su
barullo y maledicencia, constituyeron un verdadero supli­
cio; una y otra vez a lo largo de su atormentada existencia,
hace referencia en sus escritos a este desorden. Dos siglos
y medio después, no puede menos que inspirar honda pie­
dad la queja de esta alma contemplativa.

15. Del Castillo. Josefa. Vida. Biblioteca Popular, pág. 150.


16. Ibid., p:íg. 62.
17. Mantilla, I a i í s Carlos, (tp. at., pág. 79.
43^> I PII.A R DE Z l/L E T A

La economía de los conventos


Los conventos manejaban una economía importante y
compleja. A falta de bancos, fueron ellos, a semejanza de
los monasterios medievales, los grandes proveedores de
préstamos a interés. Son innumerables los datos de opera­
ciones crediticias celebradas entre los monasterios y la ciu­
dadanía. Los solicitantes, en algunas ocasiones, alegaban
en el registro notarial de las operaciones “haber tenido no­
ticia " de que el convento tal o cual tenía dinero para “im­
poner a censo”, razón por la cual solicitaba en préstamo
determinada cantidad. Las abadesas, asesoradas por sus
síndicos y mayordomos, facilitaban el dinero y pedían la
ejecución de los bienes del prestatario en caso de incum­
plimiento. En la segunda mitad del siglo xvm y de acuerdo
con la última pragmática de su majestad, el rédito anual
corriente era del 5% sobre el principal, pagadero general­
mente en dos contados, uno cada seis meses. Con igual
facilidad se vendían o alquilaban propiedades del monaste­
rio, casas, tiendas o solares, o se hacían transacciones ya
no a nombre de la institución sino a título personal de las
religiosas. El voto de pobreza no impidió que ellas maneja­
ran sus bienes y algunas veces aun los de sus familiares,
como el caso de María Josepha de la Concepción, religiosa
en el convento del mismo nombre en Santa Fe y quien en
1797, impuso a censo en don José Thomás Muelle, la suma
de mil ochocientos pesos. Dicha suma se impuso “en coti-
Jiafiza, por ser el dinero perteneciente a un menor”.'8
En ocasiones el erario público se beneficiaba también
del capital de los conventos. En julio 7 de 1750, se aproba­
ba por cédula real la obra del camellón de Santa Fe, y en
diciembre de 1754, el convento de Santa Clara de la misma
ciudad se obligaba a prestar la suma de dos mil cuatrocien­

18. a . g . n . Conventos, tomo 27. fol. 00407.


La vida cotidiana en ¡os conventos de mujeres | 437
tos patacones, para efectos de la misma obra al rédito
anual corriente del 5%. De esos dos mil cuatrocientos pa­
tacones, ochocientos pertenecían a la Madre Josepha de
San Ignacio, quien según reza la obligación, debía recibir
los réditos correspondientes a esta su parte.'9
Así mismo Dorotea del Sacramento, monja profesa de
velo negro en el convento del Carmen de Santa Fe, decla­
ró ante escribano público en el momento de testar, y en su
propia celda del monasterio, “aver enajenado muchas
porziones de los vienes de dichos sus padres, assi por
scriptura y donaziones que tiene fechas a favor de Frai José
Palomeque su sobrino, religioso del convento de Señor
San Agustín, como una fundazion de una capellanía de
cantidad de mil patacones que paran en la Real Caja de
esta corthe, lo qual no ha podido n i devtdo hacer por ser en
perjuicio de dicho convento".20 Todo esto lo declaraba la
monja: “para descargo de su conciencia y por halarse
como se halla con escrúpulo”; las donaciones a fray Palo-
meque ascendían a la suma de dos mil pesos.
En la concepción de Santa Fe, Isabel de San Francisco,
Ana de los Angeles, Lucía del Espíritu Santo, Gertrudis de
San José y Bernarda de Jesús, todas cinco monjas profesas
de velo negro y además hermanas, ceden ante notario pú­
blico el derecho sobre una esclava de nombre María, la
cual junto con otra llamada Pascuala, habían recibido de su
madre doña Beatriz de Cartagena, difunta. El derecho:
“para que como suia la pueda vender” recae sobre el pres­
bítero José Ortíz su hermano, el cual se hallaba: “con algu­
na necesidad”.21
| Los conventos se sostenían con los jugosos aportes de

19. a . g .n . Conventos, tomo 6 1. fol. 118 4 -118 7 .


20. a . g .n . Notaría Primera, 1663. fol. 184V.
2 1. a . g .n . Notaría Primera, 1683, fol. 16 iv iÓ2r.
4 38 | PILAR DF. ZIU.ETA

los patronos, con las dotes de las muchachas, con las con­
tinuas limosnas de la sociedad que aseguraba con dona­
ciones la salvación eterna y con las operaciones de crédito
a favor de particulares. En esta forma, iban haciéndose
dueños de tierras, trapiches, esclavos, y propiedades urba­
nas, representadas en casas de teja altas y bajas, tiendas,
locales y solares.
Los fundadores y benefactores de los conventos estaba
amparados por el derecho de patronato, arraigado en el de­
recho medieval de las Leyes de Partida y considerado por
la Iglesia como una “gracia” que se otorgaba a los laicos.
Mediante este privilegio, y a cambio del cuidado y de
cuantiosos beneficios a la institución, los patronos goza­
ban de no pocas bondades, de las que no era la menor el
derecho a ser enterrados en las iglesias de los monasterios,
el de ostentar escudos y blasones en las fachadas de los
mismos o el de reservar para sus familiares y herederos los
lugares de preeminencia dentro de los templos para todas
las ceremonias religiosas, además de asegurarse el rezo de
misas, salmos y oraciones a perpetuidad, para sí mismos y
sus herederos. Así, también, su poder era inmenso y, en al­
gunos aspectos, como en el nombramiento de capellanes
para sus iglesias, estaban por encima del obispo. El patro­
nato era hereditario, pasando en línea recta a manos de
hijos y de nietos; esto a la larga venía a convertirse en un
arma de doble filo, pues así como los primeros dedicaban
prácticamente su vida, como el caso de doña María Arias
de Ugarte en Santa Clara de Santa Fe, a la protección y
cuidado de su obra, no así los herederos, cuyas preocupa­
ciones se centraban con más frecuencia en la percepción y
demanda de los privilegios que en la salvaguardia de los
intereses del convento.
Entre las donaciones de los patronos existen algunas
muy notables por su tamaño y valía, como las consignadas
I m vida cotidiana en los conventos de mujeres | 439
en el testamento tie doña María Arias de Ugarte en 1663,
para el convento de Santa Clara de Santa Fe. Esta señora
amó realmente su convento; el extenso listado de sus in­
mensos bienes, además de la preocupación y esmero que
demostró en los detalles y cuidados para con la institución,
impresionan y conmueven. Dinero, hacienda, joyas, cua­
dros, retablos, platería y ornamentos ocupan varios folios
del documento de archivo.

hasfábricas
La casi totalidad de los conventos se iniciaron en casas
pertenecientes a los fundadores y promotores de las órde­
nes o cedidas por ellos. Con el tiempo, se fueron constru­
yendo las distintas fábricas, las cuales parecen haber sido
bastante sencillas, sin alcanzar jamás la complejidad ni la
monumentalidad de los conjuntos conventuales de Are­
quipa o de Antigua Guatemala. Los más pudientes debie­
ron constar por lo general de dos claustros, el alto y el
bajo, distribuidos alrededor de un patio central.
Lo corriente era que se iniciaran las fundaciones en ca­
sas particulares, en las que como primer requisito se acon­
dicionaba una iglesia para alojar a “su Divina Magestad”,
acudiendo a los legados y donaciones de la sociedad para
dotarla de vasos sagrados, custodias, imágenes y ornamen­
tos. No se han encontrado datos de monasterio alguno
cuya fábrica completa se haya terminado antes de la fun­
dación. Por lo general, estos edificios requerían instalacio­
nes para celdas de las religiosas, sala de labor, locutorios,
enfermería, refectorio y cocina, huerto y cementerio. A
estas dependencias se daba el nombre de oficinas. En los
monasterios importantes, un ala completa del edificio se
destinaba al noviciado. En los conventos con más de un
claustro, es de presumir que el segundo tuvo ese propósito.
Casi todas nuestras monjas llevaron un tipo de vida
440 | PILAR DE ZULF. TA

conocido como “vida particular”, es decir, que se alojaron


en celdas propias construidas especialmente para ellas y su
servidumbre, y costeadas y decoradas con dinero de sus
padres. Estas habitaciones llegaron a ser notablemente es­
paciosas, contando con cocinas individuales, recámaras,
balconcitos, bibliotecas y oratorios, al modo de pequeños
departamentos. Las monjas podían comprar, vender o do­
nar sus celdas. Parece que esto sucedió en toda Hispa­
noamérica, y que la complicada apariencia de algunos
conjuntos conventuales del Perú, que semejan pequeños
barrios, con pasillos, calles, patios, fuentes, jardincillos y
balcones, en los que al decir de fray Antonio Vásquez de
Espinosa: “si una criada se huye de su ama, pasan varios
días sin hallarla”, se debió a este fenómeno.”
Algunos de los conventos del siglo xvn se decoraron
con abundante pintura mural. Tal fue el caso de Santa Cla­
ra de Santa Fe, cuyo templo y arcos del antiguo claustro,
conservan rastros maravillosos de flora, fauna, ángeles,
querubines y santos o el demolido monasterio de Santa
Inés del Monte Policiano, también en la ciudad de Santa
Fe, cuya decoración mural figura detallada en la biografía
de la madre Gertrudis, su abadesa ejemplar. Era usual, ade­
más, que las galerías del monasterio tuviesen en sus muros
pintada la semblanza y vida de sus santos fundadores, co­
locada allí con el propósito de servir de meditación a la
comunidad. Investigaciones futuras con mayor acopio de
documentación, llegarán a mostrar en más detalle la apa­
riencia de estas ciudadelas del espíritu dispuestas para la
contemplación y el crecimiento interior.

22. Vásquez de Espinosa Antonio, Compendio y Description de las


Indias Occidentales, Washington, Smithsonian Institution, 1948.
La vida cotidiana en los conventos
de mujeres

M adre clarisa Francisca


Jo sefa del C astillo. T in ta.
16 7 1-17 4 2 .
Colección particular de
descendientes de la
religiosa.

L a venerable madre M aría Juana


de Lestorac.
1 5 5 6 -1 6 4 0

O leo anónim o
E l convento de L a Enseñanza.
B ogotá.
tela.
E l convento de L a
Enseñanza. B ogotá.

L a m rm
M aría de
Santa
T eresa.
1 8 4 3 .

O leo de José
M igu el
Figueroa.
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 441
La profesión religiosa
Una vez transcurrido el año de noviciado, la voluntad de la
candidata era consultada ante notario eclesiástico, si ésta
mantenía la decisión de hacerse religiosa. Allí a la novicia
se le preguntaba qué edad tenía, hacía cuánto tiempo esta­
ba en el monasterio, si había sido forzada a tomar el hábito
y profesar, si era consciente de las cargas y obligaciones
de la vida religiosa, a qué votos se comprometía, etc. Al
interrogatorio seguía el ingreso formal al claustro, el cual
estaba acompañado de una bella ceremonia plena de sim­
bolismo.
Vestida toda de blanco como una desposada, y ador­
nada de joyas, galones, sedas, lazos y arracadas, la mucha­
cha recorría entre cánticos y luces el espacio de la nave del
templo para recibir de manos del oficiante el humilde há­
bito de estameña que había sido previamente aspergado y
bendecido. Hincada de rodillas, se cortaba su cabellera y
recibía la corona de lirios y el anillo que la convertían en
esposa de Cristo. Luego, revestida con el sayal religioso,
recorría una vez más la nave del templo para ingresar por
la puerta del coro bajo, en donde era recibida por la aba­
desa en persona y por el concurso de religiosas portando
cirios encendidos. Los himnos que acompañan la ceremo­
nia, el Vetii Sponsa Christiy el Te Deum Laudatnus, resona­
ban en la tribuna del templo.
John Potter Hamilton, coronel inglés que visitó el país
en 1824, describe el refresco que enseguida de la profesión
ofrecían las religiosas en el refectorio del convento a las
dignidades, notables, sacerdotes y familiares de la nueva
monja. Chocolate, dulces, amasijos, horchata, limonada,
todo aquello que de más exquisito y cuidado podía brindar
la regocijada comunidad en ocasión tan solemne. Después
de la profesión, sólo la muerte se revestía de tanta pompa y
recogía en el convento tanto concurso de notables. El des-
442 | PILAR DE ZULETA

posorio místico y el tránsito final; dos momentos claves en


la vida de la monja.
Existe información de que todavía en 1806 se mantenía
viva la costumbre de celebrar los llamados Requerimientos.
El requerimiento consistía de una salida en vísperas de
profesar, con el objeto de que la candidata explorara su
voluntad, que la novicia hacía a casa de su familia. Dicha
salida tenía una duración aproximada de tres días, durante
los cuales y a manera de despedida del siglo, la futura
monja era agasajada por parientes y conocidos con festejos
múltiples. En ese lapso, su decisión se ponía a pmeba por
última vez, ya que los halagos de la vida civil se desplega­
ban ante sus ojos en todo su esplendor.
Requisito indispensable para la admisión de la monja,
era la información acerca de su lijnpieza de sangre, casi to­
dos los conventos lo exigieron. Descendientes de conquis­
tadores, las muchachas debían probar su ilustre calidad y
notorio nacimiento, con el objeto de impedir que las fu­
turas profesas tuviesen mancha de “color quebrado”, de
indias o mestizas y no fuesen herederas directas de espa­
ñoles, cristianos viejos. En el Nuevo Reino 110 se dio lo que
en la Nueva España: un convento exclusivamente para in­
dias ilustres descendientes de caciques, como lo fue el con­
vento franciscano de Corpus Christi, fundado en la ciudad
de México en 1724.
El requisito de la limpieza de sangre formaba parte de
las constituciones de la mayoría de las órdenes y había
sido incluido allí por los mismos fundadores.
Las monjas de la colonia profesaron cuatro votos: los
de pobreza, obediencia, castidad y clausura. Éste último se
impuso con la reglamentación del Concilio Tridentino ce­
lebrado entre 1545 y 1563, en su sesión 25. Aduciendo
control al relajamiento existente en las órdenes religiosas
masculinas y femeninas, la Bula Pericolosi del papa Pío v y
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 443
otras disposiciones más, establecieron para las mujeres el
rigor de las rejas, los muros que ocultan, las celosías, los
clavos, tornos y cratículas. Una arquitectura a la que se in­
corporaron todos estos elementos, será la que distingue de
allí en adelante el cenobio femenino.

E l trabajo de las religiosas


El trabajo hace parte medular de la organización de la vida
monástica y conlleva siempre un significado profundo.
Ora et labora rezaban las antiguas reglas de los austeros be­
nedictinos. La oración y el trabajo conformaron la espina
dorsal de las constituciones de las órdenes, razón por la
cual cualquier obra salida de las manos diligentes de las
monjas requiere de una doble consideración y lectura: por
una parte, la de su posible valor artístico o de oficio, y por
otra, la de respuesta a una exigencia de la vida religiosa.
La monja no estaba nunca ociosa. El ocio, padre de
todos los vicios, propicia la tentación, la dispersión de la
fantasía, la pereza. Desde la hora de maitines, para rezar,
cuando la religiosa abandonaba su lecho al amanecer, has­
ta la hora de completas, una cadena de pequeños trabajos
acordes con su jerarquía y alternados con el rezo del
Oficio Divino, ocupaban el tiempo de cada mujer. Es nece­
sario barrer, cocinar, atender la portería, tañer las campa­
nas que congregan a la comunidad y anuncian el paso de
las horas, confeccionar los hábitos, ocuparse de la lavande­
ría y despensa, aliviar a las enfermas, cuidar del huerto, y lo
más importante, vigilar del “aseo y decencia” de la iglesia,
sus manteles y ceras, sus vasos, su incienso, sus flores. A
pesar del elevado número de criadas, a quienes desde lue­
go se confiaban los oficios menores, de preferencia los que
requerían salir a la calle, mandados y compras, el convento
funcionó como una pequeña colmena en la que las religio­
sas atendían juiciosamente a sus obligaciones. Cada cargo
444 I PILAR DE ZUI.ETA

conllevaba las suyas, desde el más importante, el de abade­


sa, o el de vicaria de coro, o maestra de novicias, hasta los
más humildes de obrera, refitolera u hortelana.
Al lado de los oficios comunales, existieron otros tra­
bajos individuales, los que por su excelencia llegaron a dis­
tinguir a algunas comunidades: los bordados, la variada
repostería, las aguas de olor, las ceras artísticas. Aquellas
órdenes que llevaron suspenso al cuello y sobre el hábito
de estameña un escapulario o un medallón, carmelitas y
conceptas, nos hacen presumir que bordaron y pintaron
sus distintivos “en casa”, por manos de las mismas reli­
giosas.
Cabe mencionar, por último, la abundante producción
literaria, la mayoría de la cual permanece inédita. La im­
portante figura de la madre del Castillo, parece opacar a
sus demás congéneres, pero no debe olvidarse que las vi­
siones y vivencias de estas religiosas que no escribieron
para publicar sus obras y que actuaban recibiendo órdenes
de sus confesores, son una bella incursión en la sensibili­
dad femenina y en la mística barroca característica de la
época.

L a muerte
Después de toda una vida transcurrida en la clausura, 50 o
60 años para algunas, datos que sorprenden tratándose de
una época con expectativas de vida más cortas, llegaba
finalmente el momento de la muerte. El heroísmo acom­
pañaba la enfermedad y la agonía en casi todos los casos;
padecimientos indecibles soportados en silencio, con la
oración como única protesta. Luego del tránsito supremo,
la religiosa quedaba rígida, pero sonriente, y un sinnúmero
de fenómenos inexpicables tenían lugar para asombro de
las llorosas compañeras. Música como de ángeles, un per­
fume misterioso que emanando del cadáver impregnaba la
La vida cotidiana en los conventos de mujeres \ 445
celda, jaculatorias, rezos y el dolido arrepentimiento de to­
das aquellas que en vida de una u otra forma la habían
mortificado.
Acto seguido, se la arreglaba para colocarla en el fére­
tro ciñendo de nuevo sobre sus sienes la hermosa corona
de desposada, verdadera mitra de flores, símbolo de su
triunfo final sobre los rigores y sacrificios de la vida religio­
sa. Enseguida, se llamaba al pintor de renombre para que
plasmara en el lienzo la semblanza de la santa. De esta cos­
tumbre surgieron los espléndidos retratos que conservan
los monasterios y que se destinaban a la Sala Capitular
para servir de ejemplo a las demás religiosas, ya que siem­
pre iban acompañados de una leyenda en la que se desta­
caban las virtudes que habían hecho ejemplar a la difunta:
Caritativa, humilde, limosnera, mansa, paciente, estricta en
el cumplimiento del oficio, eran algunas de las virtudes se­
ñaladas.
Entre aroma de flores y luces de cirios, el féretro se ex­
ponía luego en el coro bajo de la iglesia del monasterio; allí
se volcaba la ciudadanía , desde los notables, el cabildo, las
dignidades y los religiosos, hasta el pueblo llano, con el fin
de rendir homenaje a la monja difunta.
Del “Libro de profesiones de religiosas y razón de las
difuntas, sus sufragios y exequias" existente en el monaste­
rio de Santa Clara de Santa Fe, extractamos lo siguiente:
“El dos de marzo de 1778, siendo abadesa la Madre Inés
de la Santísima Trinidad, murió la Hermana Francisca de
los Dolores; sacaron para su entierro y honras, 45 pataco­
nes y se le hicieron sus exequias que se acostumbran y son
de constitución”. Para ese momento, el precio de las hon­
ras corrientes, oscilaba entre los 40 patacones para las
monjas de velo blanco y 150 para las de velo negro.

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