Curso de Escritos Paulinos, Parte B

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PARTE II

LA ENSEÑANZA DE BENEDICTO XVI SOBRE SAN


PABLO

CATEQUESIS BÍBLICAS SOBRE TEXTOS PAULINOS

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de junio de 2005

Cristo, siervo de Dios

1. En toda celebración dominical de Vísperas, la liturgia nos propone el breve pero denso
himno cristológico de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Vamos a reflexionar
ahora sobre la primera parte de ese himno (cf. vv. 6-8), que acaba de resonar, donde se
describe el paradójico "despojarse" del Verbo divino, que renuncia a su gloria y asume la
condición humana. Cristo encarnado y humillado en la muerte más infame, la de la
crucifixión, se propone como modelo vital para el cristiano. En efecto, este, como se
afirma en el contexto, debe tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (v. 5),
sentimientos de humildad y donación, desprendimiento y generosidad.

2. Ciertamente, Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta
realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al
dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como
instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6).
Al contrario, él "se despojó", se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la
miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo
la "forma" (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento,
la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).

Así pues, no se trata de un simple revestimiento, de una apariencia mudable, como se


creía que sucedía a las divinidades de la cultura grecorromana: la realidad de Cristo es
divina en una experiencia auténticamente humana. Dios no sólo toma apariencia de
hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se
convierte realmente en "Dios con nosotros"; no se limita a mirarnos con benignidad desde
el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana,
haciéndose "carne", es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio (cf.
Jn 1, 14).
3. Esta participación radical y verdadera en la condición humana, excluido el pecado (cf.
Hb 4, 15), lleva a Jesús hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud y caducidad, la
muerte. Ahora bien, su muerte no es fruto de un mecanismo oscuro o de una ciega
fatalidad: nace de su libre opción de obediencia al designio de salvación del Padre (cf.
Flp 2, 8).

El Apóstol añade que la muerte a la que Jesús sale al encuentro es la muerte de cruz, es
decir, la más degradante, pues así quiere ser verdaderamente hermano de todo hombre y
de toda mujer, incluso de los que se ven arrastrados a un fin atroz e ignominioso.

Pero precisamente en su pasión y muerte Cristo testimonia su adhesión libre y consciente


a la voluntad del Padre, como se lee en la carta a los Hebreos: "A pesar de ser Hijo,
aprendió, sufriendo, a obedecer" (Hb 5, 8). Detengámonos aquí, en nuestra reflexión
sobre la primera parte del himno cristológico, centrado en la encarnación y en la pasión
redentora. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el itinerario sucesivo, el
pascual, que lleva de la cruz a la gloria. Creo que el elemento fundamental de esta
primera parte del himno es la invitación a tener los mismos sentimientos de Jesús. Tener
los mismos sentimientos de Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio
como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más
profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso
de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza,
sabiendo que precisamente obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos
sentimientos de Jesús ha de ser el ejercicio diario de los cristianos.

4. Concluyamos nuestra reflexión con un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto,


que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V: "La encarnación de nuestro Salvador
representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En
efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el
universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su
palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el
Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2, 6), reflejo de
su gloria, impronta de su ser (cf. Hb 1, 3), que existía en el principio, estaba en Dios y era
Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1, 1-3), después de tomar la
condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue
considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con
nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades" (Discursos sobre la divina
Providencia, 10:  Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).

Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho


vínculo, que se destaca en el himno de la carta a los Filipenses, entre la encarnación de
Jesús y la redención de los hombres. "El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por
nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de
la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género
humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un
camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto,
después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara
para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la
victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para
recobrar la libertad originaria" (ib., pp. 251-252).
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de julio de 2005

Dios salvador

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy no hemos escuchado un salmo, sino un himno tomado de la carta a los Efesios
(cf. Ef 1, 3-14), un himno que se repite en la liturgia de las Vísperas de cada una de las
cuatro semanas. Este himno es una oración de bendición dirigida a Dios Padre. Su
desarrollo delinea las diversas etapas del plan de salvación que se realiza a través de la
obra de Cristo.

En el centro de la bendición resuena el vocablo griego mysterion, un término asociado


habitualmente a los verbos de revelación ("revelar", "conocer", "manifestar"). En efecto,
este es el gran proyecto secreto que el Padre había conservado en sí mismo desde la
eternidad (cf. v. 9), y que decidió  actuar y revelar "en la plenitud de los tiempos" (cf. v.
10) en Jesucristo, su Hijo.

En el himno las etapas de ese plan se señalan mediante las acciones salvíficas de Dios por
Cristo en el Espíritu. Ante todo -este es el primer acto-, el Padre nos elige desde la
eternidad para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. v. 4); después
nos predestina a ser sus hijos (cf. vv. 5-6); además, nos redime y nos perdona los pecados
(cf. vv. 7-8); nos revela plenamente el misterio de la salvación en Cristo (cf. vv. 9-10); y,
por último, nos da la herencia eterna (cf. vv. 11-12), ofreciéndonos ya ahora como prenda
el don del Espíritu Santo con vistas a la resurrección final (cf. vv. 13-14).

2. Así pues, son muchos los acontecimientos salvíficos que se suceden en el desarrollo
del himno. Implican a las tres Personas de la santísima Trinidad:  se parte del Padre, que
es el iniciador y el artífice supremo del plan de salvación; se fija la mirada en el Hijo, que
realiza el designio dentro de la historia; y se llega al Espíritu Santo, que imprime su
"sello" a toda la obra de salvación. Nosotros, ahora, nos detenemos brevemente en las dos
primeras etapas, las de la santidad y la filiación (cf. vv. 4-6).

El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto
de una iniciativa libre y gratuita de Dios. Por tanto, al principio, "antes de crear el
mundo" (v. 4), en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción.
Me conmueve meditar esta verdad: desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y él
decidió salvarnos. El contenido de esta llamada es nuestra "santidad", una gran palabra.
Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Pero sabemos que Dios es caridad.
Por tanto, participar en la pureza divina significa participar en la "caridad" de Dios,
configurarnos con Dios, que es "caridad". "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16):  esta es la
consoladora verdad que nos ayuda a comprender que "santidad" no es una realidad
alejada de nuestra vida, sino que, en cuanto que podemos llegar a ser personas que aman,
con Dios entramos en el misterio de la "santidad". El ágape se transforma así en nuestra
realidad diaria. Por tanto, entramos en la esfera sagrada y vital de Dios mismo.

3. En esta línea, se pasa a la otra etapa, que también se contempla en el plan divino desde
la eternidad: nuestra "predestinación" a hijos de Dios. No sólo criaturas humanas, sino
realmente pertenecientes a Dios como hijos suyos.

San Pablo, en otro lugar (cf. Ga 4, 5; Rm 8, 15. 23), exalta esta sublime condición de
hijos  que  implica y resulta de la fraternidad con Cristo, el Hijo por excelencia,
"primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29), y la intimidad con el Padre celestial, al
que ahora podemos invocar Abbá, al que podemos decir "padre querido" con un sentido
de verdadera familiaridad con Dios, con una relación de espontaneidad y amor. Por
consiguiente, estamos en presencia de un don inmenso, hecho posible por el "beneplácito
de la voluntad" divina y por la "gracia", luminosa expresión del amor que salva.

4. Ahora, para concluir, citamos al gran obispo de Milán, san Ambrosio, que en una de
sus cartas comenta las palabras del apóstol san Pablo a los Efesios, reflexionando
precisamente sobre el rico contenido de nuestro himno cristológico. Subraya, ante todo,
la gracia sobreabundante con la que Dios nos ha hecho hijos adoptivos suyos en Cristo
Jesús. "Por eso, no se debe dudar de que los miembros están unidos a su cabeza, sobre
todo porque desde el principio hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios,
por Jesucristo" (Lettera XVI ad Ireneo, 4:  SAEMO, XIX, Milán-Roma 1988, p. 161).

El santo obispo de Milán prosigue su reflexión afirmando:  "¿Quién es rico, sino el único
Dios, creador de todas las cosas?". Y concluye:  "Pero es mucho más rico en
misericordia, puesto que ha redimido a todos y, como autor de la naturaleza, nos ha
transformado a nosotros, que según la naturaleza de la carne éramos hijos de la ira y
sujetos al castigo, para que fuéramos hijos de la paz y de la caridad" (n. 7:  ib., p. 163).
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de septiembre de 2005

Cristo, primogénito de toda criatura


y primer resucitado de entre los muertos

1. En catequesis anteriores hemos contemplado el grandioso cuadro de Cristo, Señor del
universo y de la historia, que domina el himno recogido al inicio de la carta de san Pablo
a los Colosenses. En efecto, este cántico marca las cuatro semanas en que se articula la
liturgia de las Vísperas. El núcleo del himno está constituido por los versículos 15-20,
donde entra en escena de modo directo y solemne Cristo, definido "imagen de Dios
invisible" (v. 15). San Pablo emplea con frecuencia el término griego ekån, icono. En sus
cartas lo usa nueve veces, aplicándolo tanto a Cristo, icono perfecto de Dios (cf. 2 Co 4,
4), como al hombre, imagen y gloria de Dios (cf. 1 Co 11, 7). Sin embargo, el hombre,
con el pecado, "cambió la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma
de hombre corruptible" (Rm 1, 23), prefiriendo adorar a los ídolos y haciéndose
semejante a ellos.

Por eso, debemos modelar continuamente nuestro ser y nuestra vida según la imagen del
Hijo de Dios (cf. 2 Co 3, 18), pues Dios "nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos
ha trasladado al reino de su Hijo querido" (Col 1, 13). Este es el primer imperativo de
nuestro himno: modelar nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios, entrando en sus
sentimientos y en su voluntad, en su pensamiento.

2. Luego, se proclama a Cristo "primogénito (engendrado antes) de toda criatura" (v. 15).
Cristo precede a toda la creación (cf. v. 17), al haber sido engendrado desde la eternidad:
por eso "por él y para él fueron creadas todas las cosas" (v. 16). También en la antigua
tradición judía se afirmaba que "todo el mundo ha sido creado con vistas al Mesías"
(Sanhedrin 98 b).

Para el apóstol san Pablo, Cristo es el principio de cohesión ("todo se mantiene en él"), el
mediador ("por él") y el destino final hacia el que converge toda la creación. Él es el
"primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29), es decir, el Hijo por excelencia en la
gran familia de los hijos de Dios, en la que nos inserta el bautismo.

3. En este punto, la mirada pasa del mundo de la creación al de la historia:  Cristo es "la
cabeza del cuerpo:  de la Iglesia" (Col 1, 18) y lo es ya por su Encarnación. En efecto,
entró en la comunidad humana para regirla y componerla en un "cuerpo", es decir, en una
unidad armoniosa y fecunda. La consistencia y el crecimiento de la humanidad tienen en
Cristo su raíz, su perno vital y su "principio". Precisamente con este primado Cristo
puede llegar a ser el principio de la resurrección de todos, el "primogénito de entre los
muertos", porque "todos revivirán en Cristo. (...) Cristo como primicia; luego, en su
venida, los de Cristo" (1 Co 15, 22-23).
4. El himno se encamina a su conclusión  celebrando  la  "plenitud", en griego pleroma,
que Cristo tiene en sí como don de amor del Padre. Es la plenitud  de  la divinidad, que se
irradia tanto sobre el universo como sobre la humanidad, trasformándose en fuente de
paz, de unidad y de armonía perfecta (cf. Col 1, 19-20).

Esta "reconciliación" y "pacificación" se realiza por "la sangre de la cruz", que nos ha
justificado y santificado. Al derramar su sangre y entregarse a sí mismo, Cristo trajo la
paz que, en el lenguaje bíblico, es síntesis de los bienes mesiánicos y plenitud salvífica
extendida a toda la realidad creada. Por eso, el himno concluye con un luminoso
horizonte de reconciliación, unidad, armonía y paz, sobre el que se yergue solemne la
figura de su artífice, Cristo, "Hijo amado" del Padre.

5. Sobre este denso texto han reflexionado los escritores de la antigua tradición cristiana.
San Cirilo de Jerusalén, en uno de sus diálogos, cita el cántico de la carta a los
Colosenses para responder a un interlocutor anónimo que le había preguntado: 
"¿Podemos decir que el Verbo engendrado por Dios Padre ha sufrido por nosotros en su
carne?". La respuesta, siguiendo la línea del cántico, es afirmativa. En efecto, afirma san
Cirilo, "la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, visible e invisible,
por el cual y en el cual todo existe, ha sido dado ―dice san Pablo― como cabeza a la
Iglesia; además, él es el primer resucitado de entre los muertos", es decir, el primero en la
serie de los muertos que resucitan. Él ―prosigue san Cirilo― "hizo suyo todo lo que es
propio de la carne del hombre y "soportó la cruz sin miedo a la ignominia" (Hb 12, 2).
Nosotros decimos que no fue un simple hombre, colmado de honores, no sé cómo, el que
uniéndose a él se sacrificó por nosotros, sino que fue crucificado el mismo Señor de la
gloria" (Perché Cristo è uno, Colección de textos patrísticos, XXXVII, Roma 1983, p.
101).

Ante este Señor de la gloria, signo del amor supremo del Padre, también nosotros
elevamos nuestro canto de alabanza y nos postramos para adorarlo y darle gracias.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 26 de octubre de 2005

Cristo, siervo de Dios

1. Una vez más, siguiendo el recorrido propuesto por la liturgia de las Vísperas con los
diversos salmos y cánticos, hemos escuchado el admirable y esencial himno insertado por
san Pablo en la carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11).

Ya subrayamos en otra ocasión que el texto tiene un movimiento descendente y otro


ascendente. En el primero, Cristo Jesús, desde el esplendor de su divinidad, que le
pertenece por naturaleza, elige descender hasta la humillación de la "muerte de cruz". Así
se hace realmente hombre y nuestro redentor, con una auténtica y plena participación en
nuestra realidad humana de dolor y muerte.

2. El segundo movimiento, ascendente, revela la gloria pascual de Cristo que, después de
la muerte, se manifiesta de nuevo en el esplendor de su majestad divina.

El Padre, que había aceptado el acto de obediencia del Hijo en la Encarnación y en la


Pasión, ahora lo "exalta" de modo supereminente, como dice el texto griego. Esta
exaltación no sólo se expresa con la entronización a la diestra de Dios, sino también con
la concesión a Cristo de un "nombre sobre todo nombre" (v. 9).

Ahora bien, en el lenguaje bíblico, el "nombre" indica la verdadera esencia y la función


específica de una persona; manifiesta su realidad íntima y profunda. Al Hijo, que por
amor se humilló en la muerte, el Padre le confiere una dignidad incomparable, el
"nombre" más excelso, el de "Señor", propio de Dios mismo.

3. En efecto, la  proclamación de fe, entonada en coro por el cielo, la tierra y el abismo
postrados en adoración, es clara y explícita: "Jesucristo es Señor" (v. 11). En griego se
afirma que Jesús es Kyrios, un título ciertamente regio, que en la traducción griega de la
Biblia se usaba en vez del nombre de Dios revelado a Moisés, nombre sagrado e
impronunciable. Con este nombre, "Kyrios", se reconoce a Jesucristo verdadero Dios.

Así pues, por una parte, se produce un reconocimiento del señorío universal de Jesucristo,
que recibe el homenaje de toda la creación, vista como un súbdito postrado a sus pies.
Pero, por otra, la aclamación de fe declara a Cristo subsistente en la forma o condición
divina, por consiguiente presentándolo como digno de adoración.

4. En este himno, la referencia al escándalo de la cruz (cf. 1 Co 1, 23) y, antes aún, a la
verdadera humanidad del Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14), se entrelaza y culmina con el
acontecimiento de la resurrección. A la obediencia sacrificial del Hijo sigue la respuesta
glorificadora del Padre, a la que se une la adoración por parte de la humanidad y de la
creación. La singularidad de Cristo deriva de su función de Señor del mundo redimido,
que le fue conferida por su obediencia perfecta "hasta la muerte". El proyecto de
salvación tiene en el Hijo su pleno cumplimiento y los fieles son invitados —sobre todo
en la liturgia— a proclamarlo y a vivir sus frutos.

Esta es la meta a la que lleva el himno cristológico que, desde hace siglos, la Iglesia
medita, canta y considera guía de su vida: "Tened los mismos sentimientos de Cristo
Jesús" (Flp 2, 5).

5. Veamos ahora la meditación que san Gregorio Nacianceno escribió sabiamente sobre
nuestro himno. En un canto en honor de Cristo, ese gran doctor de la Iglesia del siglo IV
declara que Jesucristo "no se despojó de ninguna parte constitutiva de su naturaleza
divina y a pesar de ello me salvó como un médico que se inclina hasta tocar las heridas
fétidas. (...) Era del linaje de David, pero fue el creador de Adán. Llevaba la carne, pero
también era ajeno al cuerpo. Fue engendrado por una madre, pero por una madre virgen;
era limitado, pero también inmenso. Y lo pusieron en un pesebre, pero una estrella hizo
de guía a los Magos, que llegaron llevándole dones y ante él se postraron. Como un
mortal se enfrentó al demonio, pero, siendo invencible, superó al tentador después de una
triple batalla. (...) Fue víctima, pero también sumo sacerdote; fue sacrificador, pero era
Dios. Ofreció a Dios su sangre y de este modo purificó a todo el mundo. Una  cruz  lo
mantuvo  elevado  de la tierra, pero el pecado quedó clavado. (...) Bajó al lugar de los
muertos, pero salió del abismo y resucitó a muchos que estaban muertos. El primer
acontecimiento es propio de la miseria humana, pero el segundo corresponde a la riqueza
del ser incorpóreo. (...) El Hijo inmortal asumió esa forma terrena porque te ama"
(Carmina arcana, 2:  Collana di Testi Patristici, LVIII, Roma 1986, pp. 236-238).

Al final de esta meditación, quisiera subrayar dos palabras para nuestra vida. Ante todo,
esta exhortación de san Pablo: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús".
Aprender a sentir como sentía Jesús; conformar nuestro modo de pensar, de decidir, de
actuar, a los sentimientos de Jesús. Si nos esforzamos por conformar nuestros
sentimientos a los de Jesús, vamos por el camino correcto. La otra palabra es de san
Gregorio Nacianceno: "Jesús te ama". Esta palabra, llena de ternura, es para nosotros un
gran consuelo, pero también una gran responsabilidad cada día.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 23 de noviembre de 2005

Dios salvador

1. Cada semana la liturgia de las Vísperas propone a la Iglesia orante el solemne himno
de apertura de la carta a los Efesios, el texto que acaba de proclamarse. Pertenece al
género de las berakot, o sea, las "bendiciones", que ya aparecen en el Antiguo
Testamento y tendrán una difusión ulterior en la tradición judía. Por tanto, se trata de un
constante hilo de alabanza que sube a Dios, a quien, en la fe cristiana, se celebra como
"Padre de nuestro Señor Jesucristo".

Por eso, en nuestro himno de alabanza es central la figura de Cristo, en la que se revela y
se realiza la obra de Dios. En efecto, los tres verbos principales de este largo y compacto
cántico nos conducen siempre al Hijo.

2. Dios "nos eligió en la persona de Cristo" (Ef 1, 4):  es nuestra vocación a la santidad y
a la filiación adoptiva y, por tanto, a la fraternidad con Cristo. Este don, que transforma
radicalmente nuestro estado de criaturas, se nos ofrece "por obra de Cristo" (v. 5), una
obra que entra en el gran proyecto salvífico divino, en el amoroso "beneplácito de la
voluntad" (v. 6) del Padre, a quien el Apóstol está contemplando con conmoción.

El segundo verbo, después del de la elección ("nos eligió"), designa el don de la gracia: 
"La gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo" (ib.). En griego
tenemos dos veces la misma raíz charis y echaritosen, para subrayar la gratuidad de la
iniciativa divina que precede a toda respuesta humana. Así pues, la gracia que el Padre
nos da en el Hijo unigénito es manifestación de su amor, que nos envuelve y nos
transforma.

3. He aquí el tercer verbo fundamental del cántico paulino:  tiene siempre por objeto la
gracia divina, que "ha prodigado sobre nosotros" (v. 8). Por consiguiente, estamos ante
un verbo de plenitud, podríamos decir —según su tenor originario— de exceso, de
entrega sin límites y sin reservas.

Así, llegamos a la profundidad infinita y gloriosa del misterio de Dios, abierto y revelado
por gracia a quien ha sido llamado por gracia y por amor, al ser esta revelación imposible
de alcanzar con la sola dotación de la inteligencia y de las capacidades humanas. "Lo que
ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los
que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu
todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1 Co 2, 9-10).

4. El "misterio de la voluntad" divina tiene un centro que está destinado a coordinar todo
el ser y toda la historia, conduciéndolos a la plenitud querida por Dios:  es "el designio de
recapitular en Cristo todas las cosas" (Ef 1, 10). En este "designio", en griego oikonomia,
o sea, en este proyecto armonioso de la arquitectura del ser y del existir, se eleva Cristo
como jefe del cuerpo de la Iglesia, pero también como eje que recapitula en sí "todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra". La dispersión y el límite se superan y se configura
la "plenitud", que es la verdadera meta del proyecto que la voluntad divina había
preestablecido desde los orígenes.

Por tanto, estamos ante un grandioso fresco de la historia de la creación y de la salvación,


sobre el que ahora querríamos meditar y profundizar a través de las palabras de san
Ireneo, un gran Doctor de la Iglesia del siglo II, el cual, en algunas páginas magistrales de
su tratado Contra las herejías, había desarrollado una reflexión articulada precisamente
acerca de la recapitulación realizada por Cristo.

5. La fe cristiana —afirma— reconoce que "no hay más que un solo Dios Padre y un solo
Cristo Jesús, Señor nuestro, que ha venido por medio de toda "economía" y que ha
recapitulado en sí todas las cosas. En esto de "todas las cosas" queda comprendido
también el hombre, esta obra modelada por Dios, y así ha recapitulado también en sí al
hombre; de invisible haciéndose visible, de inasible asible, de impasible pasible y de
Verbo hombre" (III, 16, 6: Già e non ancora, CCCXX, Milán 1979, p. 268).

Por eso, "el Verbo  de Dios se hizo carne" realmente, no en apariencia, porque entonces
"su obra no podía ser  verdadera". En cambio, "lo que aparentaba ser, era eso
precisamente, o sea Dios recapitulando en sí la antigua plasmación del hombre, a fin de
matar el pecado, destruyendo la muerte y vivificar al hombre; por eso eran verdaderas sus
obras" (III, 18, 7:  ib., pp. 277-278).
Se ha constituido Jefe de la Iglesia para atraer a todos a sí en el momento justo. Con el
espíritu de estas palabras de san Ireneo oremos: sí, Señor, atráenos a ti, atrae al mundo a
ti y danos la paz, tu paz.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de enero de 2006 

Cristo, primogénito de toda criatura,


primogénito de entre los muertos

Queridos hermanos y hermanas:

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno
cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses: es casi el solemne pórtico de
entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El
himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de
gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos
primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf.
vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a "Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo" (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como
"liberación del dominio de las tinieblas" (v. 13), es decir, como "redención y perdón de
los pecados" (v. 14), y luego de forma positiva como "participación en la herencia del
pueblo santo en la luz" (v. 12) y como ingreso en "el reino de su Hijo querido" (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del
cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la
redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se
presenta a Cristo como "primogénito de toda criatura" (v. 15). En efecto, él es la "imagen
de Dios invisible", y esta expresión encierra toda la carga que tiene el "icono" en la
cultura de Oriente:  más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto
representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al "Dios invisible" —en
él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta
altísima dignidad suya, Cristo  "es  anterior  a todo", no sólo por ser eterno, sino también
y sobre todo con su obra creadora y providente:  "Por medio de él fueron creadas todas
las cosas:  celestes y terrestres, visibles e invisibles (...). Todo se mantiene en él" (vv. 16-
17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también "por él y para él" (v. 16).

Así san Pablo nos indica una verdad muy importante:  la historia tiene una meta, una
dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto,
hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice:  sí, hay progreso en
la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos
acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas
indicaciones implican también un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, que
queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a
Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea
del verdadero progreso.

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de
Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser "la
cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (v. 18): este es el horizonte salvífico privilegiado en el
que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe
entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La
mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho,
converge la historia:  Cristo es el "primogénito de entre los muertos" (v. 18), es aquel que
abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el pleroma, la "plenitud" de vida y de gracia que reside en Cristo


mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que
nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados,
pacificados: esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será "todo en
todos" (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente
hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada


contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió
en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio
de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del
poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este
himno de la carta a los Colosenses. "El que nos ha redimido no es un simple hombre —
comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco
era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de
mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado.
Allí se produjo el admirable intercambio:  dio el espíritu y tomó la carne" (8:  Testi
mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención


precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es
también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente
el Dios con nosotros. Amén.
II

LA VIDA Y LA ENSEÑANZA DE SAN PABLO

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 25 de octubre de 2006 

Pablo perfil del hombre y del apóstol

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos concluido nuestras reflexiones sobre los doce apóstoles, llamados directamente
por Jesús durante su vida terrena. Hoy comenzamos a acercarnos a las figuras de otros
personajes importantes de la Iglesia primitiva. También ellos gastaron su vida por el
Señor, por el Evangelio y por la Iglesia. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe
Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «han entregado su vida a la causa de nuestro Señor
Jesucristo» (15, 26).

El primero de éstos, llamado por el mismo Señor, por el Resucitado, a ser también él
auténtico apóstol, es sin duda Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera
grandeza en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los orígenes. San Juan Crisóstomo
le exalta como personaje superior incluso a muchos ángeles y arcángeles (Cf.
«Panegírico» 7, 3). Dante Alighieri en la Divina Comedia, inspirándose en la narración
de Lucas en los Hechos de los Apóstoles (Cf 9, 15), le define simplemente como «vaso
de elección» (Infierno 2, 28), que significa: instrumento escogido por Dios. Otros le han
llamado el «decimotercer apóstol» --y realmente él insiste mucho en el hecho de ser un
auténtico apóstol, habiendo sido llamado por el Resucitado, o incluso «el primero
después del Único». Ciertamente, después de Jesús, él es el personaje de los orígenes del
que más estamos informados. De hecho, no sólo contamos con la narración que hace de
él Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino también de un grupo de cartas que
provienen directamente de su mano y que sin intermediarios nos revelan su personalidad
y pensamiento. Lucas nos informa que su nombre original era Saulo (Cf. Hechos 7,58;
8,1 etc.), en hebreo Saúl (Cf. Hechos 9, 14.17; 22,7.13; 26,14), como el rey Saúl (Cf.
Hechos 13,21), y era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso se sitúa entre
Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley mosaica a
los pies del gran rabino Gamaliel (Cf. Hechos 22,3). Había aprendido también un trabajo
manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hechos 18, 3), que más tarde le permitiría
sustentarse personalmente sin ser de peso para las Iglesias (Cf. Hechos 20,34; 1 Corintios
4,12; 2 Corintios 12, 13-14).

Para él fue decisivo conocer la comunidad de quienes se profesaban discípulos de Jesús.


Por ellos tuvo noticia de una nueva fe, un nuevo «camino», como se decía, que no ponía
en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús, crucificado y resucitado, a quien se
le atribuía la remisión de los pecados. Como judío celoso, consideraba este mensaje
inaceptable, es más escandaloso, y sintió el deber de perseguir a los seguidores de Cristo
incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, en el camino hacia Damasco, a inicios de los
años treinta, Saulo, según sus palabras, fue « alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3,
12). Mientras Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles --la manera en que la luz
del Resucitado le alcanzó, cambiando fundamentalmente toda su vida-- en sus cartas él va
directamente a lo esencial y habla no sólo de una visión (Cf. 1 Corintios 9,1), sino de una
iluminación (Cf. 2 Corintios 4, 6) y sobre todo de una revelación y una vocación en el
encuentro con el Resucitado (Cf. Gálatas 1, 15-16). De hecho, se definirá explícitamente
«apóstol por vocación» (Cf. Romanos 1, 1; 1 Corintios 1, 1) o «apóstol por voluntad de
Dios» (2 Corintios 1, 1; Efesios 1,1; Colosenses 1, 1), como queriendo subrayar que su
conversión no era el resultado de bonitos pensamientos, de reflexiones, sino el fruto de
una intervención divina, de una gracia divina imprevisible. A partir de entonces, todo lo
que antes constituía para él un valor se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en
pérdida y basura (Cf. Filipenses 3, 7-10). Y desde aquel momento puso todas sus energías
al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Su existencia se convertirá en la de
un apóstol que quiere «hacerse todo a todos» (1 Corintios 9,22) sin reservas.

De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el
centro de la propia vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice
esencialmente por el encuentro, la comunión con Cristo y su Palabra. Bajo su luz,
cualquier otro valor debe ser recuperado y purificado de posibles escorias. Otra lección
fundamental dejada por Pablo es el horizonte espiritual que caracteriza a su apostolado.
Sintiendo agudamente el problema de la posibilidad para los gentiles, es decir, los
paganos, de alcanzar a Dios, que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la
salvación a todos los hombres sin excepción, se dedicó a dar a conocer este Evangelio,
literalmente «buena noticia», es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al
hombre con Dios, consigo mismo y con los demás. Desde el primer momento había
comprendido que ésta es una realidad que no afectaba sólo a los judíos, a un cierto grupo
de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos.

La Iglesia de Antioquia de Siria fue el punto de partida de sus viajes, donde por primera
vez el Evangelio fue anunciado a los griegos y donde fue acuñado también el nombre de
«cristianos» (Cf. Hechos 11, 20.26), es decir, creyentes en Cristo. Desde allí tomó rumbo
en un primer momento hacia Chipre y después en diferentes ocasiones hacia regiones de
Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia), y después a las de Europa (Macedonia, Grecia).
Más reveladoras fueron las ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar
tampoco Berea, Atenas y Mileto.

En el apostolado de Pablo no faltaron dificultades, que él afrontó con valentía por amor a
Cristo. Él mismo recuerda que tuvo que soportar «trabajos…, cárceles…, azotes; peligros
de muerte, muchas veces…Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres
veces naufragué… Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de
los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado;
peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir,
muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras
cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias» (2 Corintios
11,23-28). En un pasaje de la Carta a los Romanos (Cf. 15, 24.28) se refleja su propósito
de llegar hasta España, hasta el confín de Occidente, para anunciar el Evangelio por
doquier hasta los confines de la tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre
así? ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un apóstol de esta talla? Está claro
que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, y a veces tan desesperadas, si no
hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que no podía haber límites. Para Pablo,
esta razón, lo sabemos, es Jesucristo, de quien escribe: «El amor de Cristo nos apremia…
murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y
resucitó por ellos» (2 Corintios 5,14-15), por nosotros, por todos.

De hecho, el apóstol ofrecerá su testimonio supremo con la sangre bajo el emperador


Nerón aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales. Clemente
Romano, mi predecesor en esta sede apostólica en los últimos años del siglo I, escribió:
«Por celos y discordia, Pablo se vio obligado a mostrarnos cómo se consigue el premio de
la paciencia… Después de haber predicado la justicia a todos en el mundo, y después de
haber llegado hasta los últimos confines de Occidente, soportó el martirio ante los
gobernantes; de este modo se fue de este mundo y alcanzó el lugar santo, convertido de
este modo en el más grande modelo de perseverancia» (A los Corintios 5). Que el Señor
nos ayude a vivir la exhortación que nos dejó el apóstol en sus cartas: «Sed mis
imitadores, como lo soy de Cristo» (1 Corintios 11, 1).
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de noviembre de 2006

Pablo: La centralidad de Cristo

Queridos hermanos:

En la catequesis precedente, hace quince días, traté de trazar las líneas esenciales de la
biografía del apóstol Pablo. Hemos visto cómo el encuentro con Cristo en la carretera de
Damasco revolucionó literalmente su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el
motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas, después del nombre de
Dios, que aparece más de quinientas veces, el nombre mencionado con más frecuencia es
el de Cristo (380 veces). Por tanto, es importante que nos demos cuenta de cómo
Jesucristo puede influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra misma
vida. En realidad, Jesucristo es el ápice de la historia de la salvación y por tanto el
verdadero punto discriminante en el diálogo con las demás religiones.

Al ver el ejemplo de Pablo, podremos formular así el interrogante de fondo: ¿cómo tiene
lugar el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿En qué consiste la relación que se
deriva del mismo? La respuesta que ofrece Pablo puede ser comprendida en dos
momentos.

En primer lugar, Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e insustituible de la


fe. En la Carta a los Romanos escribe: «Pensamos que el hombre es justificado por la fe,
sin las obras de la ley» (3, 28). Y en la Carta a los Gálatas: «el hombre no se justifica por
las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, por eso nosotros hemos creído en
Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la
ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado» (2,16). «Ser justificados» significa
ser hechos justos, es decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios, y entrar en
comunión con Él, y por tanto poder establecer una relación mucho más auténtica con
todos nuestros hermanos: y esto en virtud de un perdón total de nuestros pecados. Pues
bien, Pablo dice con toda claridad que esta condición de vida no depende de nuestras
posibles buenas obras, sino de la pura gracia de Dios: «Somos justificados por el don de
su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Romanos 3, 24).

Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, la


nueva dirección que tomó su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado.
Pablo, antes de la conversión, no era un hombre alejado de Dios ni de su Ley. Por el
contrario, era un observante, con una observancia que rayaba en el fanatismo. Sin
embargo, a la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo se había
buscado hacerse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa justicia sólo había
vivido para sí mismo. Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva
orientación. Y esta nueva orientación la expresa así: «la vida, que vivo al presente en la
carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí»
(Gálatas 2, 20).

Pablo, por tanto, ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con
Cristo: dándose a sí mismo; ya no se busca ni se hace a sí mismo. Esta es la nueva
justicia, la nueva orientación que nos ha dado el Señor, que nos da la fe. ¡Ante la cruz de
Cristo, expresión máxima se su entrega, ya no hay nadie que pueda gloriarse de sí, de su
propia justicia! En otra ocasión, Pablo, haciendo eco a Jeremías, aclara su pensamiento:
«El que se gloríe, gloríese en el Señor» (1 Corintios 1, 31; Jeremías 9,22s); o también:
«En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!»
(Gálatas 6,14).

Al reflexionar sobre lo que quiere decir no justificarse por las obras sino por la fe, hemos
llegado al segundo elemento que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en su
propia vida. Identidad cristiana que se compone precisamente de dos elementos: no
buscarse a sí mismo, sino revestirse de Cristo y entregarse con Cristo, y de este modo
participar personalmente en la vida del mismo Cristo hasta sumergirse en Él y compartir
tanto su muerte como su vida.

Pablo lo escribe en la Carta a los Romanos: «Fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte… Fuimos con él sepultados… somos una misma cosa con él…
Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo
Jesús» (Romanos 6, 3.4.5.11). Precisamente esta última expresión es sintomática: para
Pablo, de hecho, no es suficiente decir que los cristianos son bautizados, creyentes; para
él es igualmente importante decir que ellos «están en Cristo Jesús» (Cf. también
Romanos 8,1.2.39; 12,5; 16,3.7.10; 1 Corintios 1, 2.3, etcétera).

En otras ocasiones invierte los términos y escribe que «Cristo está en nosotros/vosotros»
(Romanos 8,10; 2 Corintios 13,5) o «en mí» (Gálatas 2,20). Esta compenetración mutua
entre Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de Pablo, completa su reflexión
sobre la fe. La fe, de hecho, si bien nos une íntimamente a Cristo, subraya la distinción
entre nosotros y Él. Pero, según Pablo, la vida del cristiano tiene también un elemento
que podríamos llamar «místico», pues comporta ensimismarnos en Cristo y Cristo en
nosotros. En este sentido, el apóstol llega a calificar nuestros sufrimientos como los
«sufrimientos de Cristo en nosotros» (2 Corintios 1, 5), de manera que «llevamos siempre
en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de
Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Corintios 4,10).

Todo esto tenemos que aplicarlo a nuestra vida cotidiana siguiendo el ejemplo de Pablo
que vivió siempre con este gran horizonte espiritual. Por una parte, la fe debe
mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios, es más, de adoración y de
alabanza en relación con Él. De hecho, lo que somos como cristianos sólo se lo debemos
a Él y a su gracia. Dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario por tanto
que a nada ni a nadie rindamos el homenaje que le rendimos a Él. Ningún ídolo tiene que
contaminar nuestro universo espiritual, de lo contrario en vez de gozar de la libertad
alcanzada volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante. Por otra parte,
nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que «estamos en Él» tiene que
infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría.

En definitiva, tenemos que exclamar con san Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién
contra nosotros?» (Romanos 8, 31). Y la respuesta es que nada ni nadie «podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8,39).
Nuestra vida cristiana, por tanto, se basa en la roca más estable y segura que puede
imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el apóstol:
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Fi1ipenses 4,13).

Afrontemos por tanto nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, apoyados por estos
grandes sentimientos que Pablo nos ofrece. Haciendo esta experiencia, podemos
comprender que es verdad lo que el mismo apóstol escribe: «yo sé bien en quién tengo
puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel
día», es decir, hasta el día definitivo (2 Timoteo 1,12) de nuestro encuentro con Cristo,
juez, salvador del mundo y nuestro.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de noviembre de 2006

Pablo: El Espíritu en nuestros corazones

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, al igual que en las dos catequesis precedentes, volvemos a hablar de san Pablo y de
su pensamiento. Nos encontramos ante un gigante no sólo a nivel del apostolado
concreto, sino también a nivel de la doctrina teológica, extraordinariamente profunda y
estimulante. Después de haber meditado en la última ocasión en lo que escribió Pablo
sobre el puesto central que ocupa Jesucristo en nuestra vida de fe, veamos hoy lo que nos
dice sobre el Espíritu Santo y sobre su presencia en nosotros, pues también en esto el
apóstol tiene algo muy importante que enseñarnos.

Sabemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de los
Apóstoles, al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu pentecostal imprime
un empuje vigoroso para asumir el compromiso de la misión para testimoniar el
Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los Hechos de los Apóstoles
narra toda una serie de misiones realizadas por los apóstoles, primero en Samaria,
después en la franja de la costa de Palestina, como ya recordé en un precedente encuentro
del miércoles. Ahora bien, san Pablo, en sus cartas, nos habla del Espíritu también desde
otro punto de vista. No se limita a ilustrar sólo la dimensión dinámica y operativa de la
tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida
del cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, Pablo reflexiona sobre el
Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del cristiano sino sobre su
mismo ser. De hecho, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros (Cf. Romanos 8, 9;
1 Corintios 3,16) y que «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo»
(Gálatas 4, 6). Para Pablo, por tanto, el Espíritu nos penetra hasta en nuestras
profundidades personales más íntimas. En este sentido, estas palabras tienen un
significado relevante: «La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley
del pecado y de la muerte… Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre!» (Rom 8, 2.15), dado que somos hijos, podemos llamar «Padre» a Dios.

Podemos ver, por tanto, que el cristiano, incluso antes de actuar, posee ya una
interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los sacramentos del Bautismo y
de la Confirmación, una interioridad que le introduce en una relación objetiva y original
de filiación en relación con Dios. En esto consiste nuestra gran dignidad: no somos sólo
imagen, sino hijos de Dios. Y esto constituye una invitación a vivir nuestra filiación, a ser
cada vez más conscientes de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es
una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, determinante
para nuestra manera de pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser. Dios nos considera
hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad semejante, aunque no igual, a la del
mismo Jesús, el único que es plenamente verdadero Hijo. En Él se nos da o se nos
restituye la condición filial y la libertad confiada en nuestra relación con el Padre.

De este modo descubrimos que para el cristino el Espíritu ya no es sólo el «Espíritu de


Dios», como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como repite el lenguaje
cristiano (Cf Génesis 41, 38; Éxodo 31, 3; 1 Corintios 2,11.12; Filipenses 3,3; etc.). Y no
es tan sólo un «Espíritu Santo», entendido genéricamente, según la manera de expresarse
del Antiguo Testamento (Cf. Isaías 63, 10.11; Salmo 51, 13), y del mismo judaísmo en
sus escritos (Qumrán, rabinismo). Es propia de la fe cristiana la confesión de una
participación de este Espíritu en el Señor resucitado, quien se ha convertido Él mismo en
«Espíritu que da vida» (1 Corintios 15, 45). Precisamente por este motivo san Pablo habla
directamente del «Espíritu de Cristo» (Romanos 8, 9), del «Espíritu del Hijo» (Gálatas 4,
6) o del «Espíritu de Jesucristo» (Filipenses 1, 19). Parece como si quisiera decir que no
sólo Dios Padre es visible en el Hijo (Cf. Juan 14, 9), sino que también el Espíritu de
Dios se expresa en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado.

Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber auténtica
oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu viene en
ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a
favor de los santos es según Dios» (Romanos 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu
Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo, se convierte como en el alma de nuestra
alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un
movimiento de oración, del que no podemos ni siquiera precisar los términos. El Espíritu,
de hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre
nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige
un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más
sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en
oración, a experimentar esta presencia y a aprender de este modo a rezar, a hablar con el
Padre como hijos en el Espíritu Santo.

Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos ha enseñado san Pablo: su relación
con el amor. El apóstol escribe así: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado»
(Romanos 5, 5). En mi carta encíclica «Deus caritas est» citaba una frase sumamente
elocuente de san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor» (número 19), y luego
explicaba: «el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón [de los creyentes]
con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado»
(ibídem). El Espíritu nos pone en el ritmo mismo de la vida divina, que es vida de amor,
haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el
Hijo. Es sumamente significativo que Pablo, cuando enumera los diferentes elementos de
los frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz, etc.» (Gálatas 5, 22). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es
ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio
de la misa con una expresión de san Pablo: «… la comunión del Espíritu Santo [es decir,
la que por Él actúa] sea con todos vosotros» (2 Corintios 13,13). Ahora bien, por otra
parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con
todos los hombres. De este modo, cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le
permitimos expresarse en plenitud. Se comprende de este modo el motivo por el que
Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos estas dos exhortaciones: «Sed
fervorosos en el Espíritu» y «No devolváis a nadie mal por mal» (Romanos 12, 11.17).

Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo generoso que el mismo Dios nos
ha dado como adelanto y al mismo tiempo garantía de nuestra herencia futura (Cf. 2
Corintios 1,22; 5,5; Efesios 1,13-14). Aprendamos, de este modo, de Pablo que la acción
del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, de la alegría, de la
comunión y de la esperanza. A nosotros nos corresponde hacer cada día esta experiencia,
secundando las sugerencias interiores del Espíritu, ayudados en el discernimiento por la
guía iluminante del apóstol.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 22 de noviembre de 2006 

Pablo: La vida en la Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Concluimos hoy nuestros encuentros con el apóstol Pablo, dedicándole una última
reflexión. No podemos despedirnos de él sin tomar en cuenta uno de los elementos
decisivos de su actividad y uno de los temas más importantes de su pensamiento: la
realidad de la Iglesia. Tenemos que constatar, ante todo, que su primer contacto con la
persona de Jesús tuvo lugar a través del testimonio de la comunidad cristiana de
Jerusalén. Fue un contacto borrascoso. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se
convirtió inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él mismo en tres
ocasiones en otras tantas cartas: «he perseguido a la Iglesia de Dios», escribe (1 Corintios
15,9; Gálatas 1,13; Filipenses 3,6), presentando este comportamiento como el peor
crimen.

¡La historia nos demuestra que se llega normalmente a Jesús pasando a través de la
Iglesia! En cierto sentido, es lo que también le sucedió --como decíamos-- a Pablo, quien
encontró a la Iglesia antes de encontrar a Jesús. Ahora bien, en su caso, este contacto fue
contraproducente: no provocó la adhesión, sino más bien una repulsión violenta.

Para Pablo, la adhesión a la Iglesia fue propiciada por una intervención directa de Cristo,
quien al revelarse en el camino de Damasco, se identificó con la Iglesia y le dio a
entender que perseguir a la Iglesia era perseguirle a Él, el Señor. De hecho, el Resucitado
le dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»
(Hechos 9, 4). Persiguiendo a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió,
al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende cómo la Iglesia estuvo tan
presente en los pensamientos, en el corazón y en la actividad de Pablo.

En primer lugar estuvo presente cuando fundó literalmente muchas Iglesias en varias
ciudades a las que llegó como evangelizador. Cuando habla de «la preocupación por
todas las Iglesias» (2 Corintios 11, 28), piensa en las diferentes comunidades cristianas
suscitadas en Galacia, Jonia, Macedonia, y en Acaya. Algunas de esas Iglesias también le
dieron preocupaciones y disgustos, como sucedió por ejemplo con las Iglesias de Galacia,
que se pasó «a otro evangelio» (Gálatas 1,6), a lo que se opuso con firme determinación.
No se sentía unido a las comunidades que fundó de manera fría o burocrática, sino
intensa y apasionadamente. Por ejemplo, define a los filipenses «hermanos míos queridos
y añorados, mi gozo y mi corona» (4,1). Otras veces compara las diferentes comunidades
con una carta de recomendación única: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros
corazones, conocida y leída por todos los hombres» (2 Corintios 3, 2). Otras veces les
demuestra no sólo un verdadero sentimiento de paternidad sino también de maternidad,
como cuando se dirige a sus destinatarios llamándoles «hijos míos, por quienes sufro de
nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gálatas 4,19; Cf. anche
l Corintios 4,14-15; 1 Tesalonicenses 2,7-8).

En sus cartas, Pablo nos ilustra también su doctrina sobre la Iglesia en cuanto tal. Es muy
conocida su original definición de la Iglesia como «cuerpo de Cristo», que no
encontramos en otros autores cristianos del siglo I (Cf. 1 Corintios 12,27; Efesios 4,12;
5,30; Colosenses 1,24). La raíz más profunda de esta sorprendente definición de la Iglesia
la encontramos en el Sacramento del cuerpo de Cristo. Dice san Pablo: « Porque aun
siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo
pan» (1 Corintios 10, 17). En la misma Eucaristía Cristo nos da su Cuerpo y nos hace su
Cuerpo. En este sentido, san Pablo dice a los Gálatas: «todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús» (Gálatas 3, 28).

Con todo esto, Pablo nos da a entender que no sólo se da una pertenencia de la Iglesia a
Cristo, sino también una cierta forma de equiparación e identificación de la Iglesia con el
mismo Cristo. De esto, por tanto, se deriva la grandeza y la nobleza de la Iglesia, es decir,
de todos nosotros que formamos parte de ella: del hecho de ser miembros de Cristo, una
especie de extensión de su presencia personal en el mundo.

Y de aquí se deriva, naturalmente, nuestro deber de vivir realmente en conformidad con


Cristo. De aquí se derivan también las exhortaciones de Pablo a propósito de los
diferentes carismas que alientan y estructuran la comunidad cristiana. Todos se remontan
a un manantial único, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia
no hay nadie que carezca de ellos, pues, como escribe el apóstol, «a cada cual se le otorga
la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Corintios 12, 7). Ahora bien, lo
importante es que todos los carismas cooperen juntos en la edificación de la comunidad y
no se conviertan, por el contrario, en motivo de laceración. En este sentido, Pablo se
pregunta retóricamente: «¿Esta dividido Cristo?» (1 Corintios 1, 13). Sabe bien y nos
enseña que es necesario «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un
solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados»
(Efesios 4, 3-4).

Obviamente, subrayar la exigencia de la unidad no significa decir que hay que uniformar
o achatar la vida eclesial según una manera única de actuar. En otro pasaje, Pablo invita a
«no extinguir el Espíritu» (1 Tesalonicenses 5,19), es decir, a dejar generosamente
espacio al dinamismo imprevisible de las manifestaciones carismáticas del Espíritu, que
es una fuente de energía y de vitalidad siempre nueva. Pero si hay un criterio
particularmente importante para Pablo éste es la mutua edificación: «que todo sea para
edificación» (1 Corintios 14, 26). Todo debe ayudar a construir ordenadamente el tejido
eclesial, no sólo sin estancamientos, sino también sin fugas ni desgarramientos. Una carta
de Pablo que llega a presentar a la Iglesia como esposa de Cristo (Cf. Efesios 5, 21-33).
Retoma así una antigua metáfora profética, que hacía del pueblo de Israel la esposa del
Dios de la alianza (Cf. Os 2,4.21; Isaías 54,5-8): expresa así hasta qué punto son íntimas
las relaciones entre Cristo y su Iglesia, ya sea porque es objeto del más tierno amor por
parte de su Señor, ya sea porque el amor tiene que ser mutuo y que nosotros, en cuanto
miembros de la Iglesia, tenemos que demostrarle una fidelidad apasionada.
En conclusión, por tanto, está en juego una relación de comunión: la relación por llamarla
de algún modo «vertical» entre Jesucristo y todos nosotros, pero también la «horizontal»
entre todos los que se distinguen en el mundo por el hecho de de «invocar el nombre de
Jesucristo, Señor nuestro» (1 Corintios 1, 2). Esta es nuestra definición: formamos parte
de los que invocan el nombre del Señor Jesucristo. Se entiende así hasta qué punto hay
que desear la realización de lo que el mismo Pablo anhela al escribir a los Corintios: «Por
el contrario, si todos profetizan y entra un infiel o un no iniciado, será convencido por
todos, juzgado por todos. Los secretos de su corazón quedarán al descubierto y, postrado
rostro en tierra, adorará a Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros»
(1 Corintios 14, 24-25). Así deberían ser nuestros encuentros litúrgicos. Un no cristiano
que entra en una asamblea nuestra al final debería poder decir: «Verdaderamente Dios
está con vosotros». Pidamos al Señor que vivamos así, en comunión con Cristo y en
comunión entre nosotros.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 2 de julio de 2008 

El ambiente religioso y cultural de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy comienzo un nuevo ciclo de catequesis, dedicado al gran apóstol san Pablo. Como
sabéis, a él está consagrado este año, que va desde la fiesta litúrgica de los apóstoles San
Pedro y San Pablo del 29 de junio de 2008 hasta la misma fiesta de 2009. El apóstol san
Pablo, figura excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante, se nos
presenta como un ejemplo de entrega total al Señor y a su Iglesia, así como de gran
apertura a la humanidad y a sus culturas.

Así pues, es justo no sólo que le dediquemos un lugar particular en nuestra veneración,
sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos puede decir también a
nosotros, cristianos de hoy. En este primer encuentro, consideraremos el ambiente en el
que vivió y actuó. Este tema parecería remontarnos a tiempos lejanos, dado que debemos
insertarnos en el mundo de hace dos mil años. Y, sin embargo, esto sólo es verdad en
apariencia y parcialmente, pues podremos constatar que, en varios aspectos, el actual
contexto sociocultural no es muy diferente al de entonces.

Un factor primario y fundamental que es preciso tener presente es la relación entre el


ambiente en el que san Pablo nace y se desarrolla y el contexto global en el que
sucesivamente se integra. Procede de una cultura muy precisa y circunscrita, ciertamente
minoritaria:  la del pueblo de Israel y de su tradición. Como nos enseñan los expertos, en
el mundo antiguo, y de modo especial dentro del Imperio romano, los judíos debían de
ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su número a mediados del
siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus
creencias y su estilo de vida, como sucede también hoy, los distinguían claramente del
ambiente circunstante. Esto podía llevar a dos resultados:  o a la burla, que podía
desembocar en la intolerancia, o a la admiración, que se manifestaba en varias formas de
simpatía, como en el caso de los "temerosos de Dios" o de los "prosélitos", paganos que
se asociaban  a  la  Sinagoga  y compartían la fe en el Dios de Israel.

Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro
juicio de un orador como Cicerón, que despreciaba su religión e incluso la ciudad de
Jerusalén (cf. Pro Flacco, 66-69); y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, a la
que Flavio Josefo recordaba como "simpatizante" de los judíos (cf. Antigüedades judías
20, 195.252; Vida 16); incluso Julio César les había reconocido oficialmente derechos
particulares, como atestigua el mencionado historiador judío Flavio Josefo (cf. ib., 14,
200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, como sigue sucediendo en
nuestro tiempo, era mucho mayor fuera de la tierra de Israel,  es decir, en la diáspora, que
en el territorio que los demás llamaban Palestina.
No sorprende, por tanto, que san Pablo mismo haya sido objeto de esta doble y opuesta
valoración de la que he hablado. Es indiscutible que el carácter tan particular de la cultura
y de la religión judía encontraba tranquilamente lugar dentro de una institución tan
invasora como el Imperio romano. Más difícil y sufrida será la posición del grupo de
judíos o gentiles que se adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida
en que se diferenciarán tanto del judaísmo como del paganismo dominante.

En todo caso, dos factores favorecieron la labor de san Pablo. El primero fue la cultura
griega, o mejor, helenista, que después de Alejandro Magno se había convertido en
patrimonio común, al menos en la región del Mediterráneo oriental y en Oriente Próximo,
aunque integrando en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente
considerados bárbaros. Un escritor de la época afirmaba que Alejandro "ordenó que todos
consideraran como patria toda la ecumene... y que ya no se hicieran diferencias entre
griegos y bárbaros" (Plutarco, De Alexandri Magni fortuna aut virtute, 6.8). El segundo
factor fue la estructura político-administrativa del Imperio romano, que garantizaba paz y
estabilidad desde Bretaña hasta el sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones
nunca vistas con anterioridad. En este espacio era posible moverse con suficiente libertad
y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un excelente sistema de carreteras, y
encontrando en cada punto de llegada características culturales básicas que, sin ir en
detrimento de los valores locales, representaban un tejido común de unificación super
partes, hasta el punto de que el filósofo judío Filón de Alejandría, contemporáneo de san
Pablo, alaba al emperador Augusto porque "ha unido en armonía a todos los pueblos
salvajes... convirtiéndose en guardián de la paz" (Legatio ad Caium, 146-147).

Ciertamente, la visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos  del


Pablo cristiano después de lo que sucedió en el camino de Damasco, debe  su  impulso
fundamental a la fe  en Jesucristo, puesto que la figura del Resucitado va más allá de todo
particularismo.  De hecho, para el Apóstol "ya  no  hay judío ni griego; ni esclavo ni
libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). Sin
embargo, la situación histórico-cultural de su tiempo y de su ambiente también influyó en
sus opciones y en su compromiso. Alguien definió a san Pablo como "hombre de tres
culturas", teniendo en cuenta su origen judío, su lengua griega y su prerrogativa de "civis
romanus", como lo testimonia también su nombre, de origen latino.

Conviene recordar de modo particular la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo
de san Pablo y que influyó, aunque de modo marginal, también en el cristianismo. A este
respecto, podemos mencionar algunos nombres de filósofos estoicos, como los
iniciadores Zenón y Cleantes, y luego los de los más cercanos cronológicamente a san
Pablo, como Séneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores elevadísimos de
humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente en el cristianismo.

Como escribe acertadamente un experto en la materia, "la Estoa... anunció un nuevo


ideal, que ciertamente imponía al hombre deberes con respecto a sus semejantes, pero al
mismo tiempo lo liberaba de todos los lazos físicos y nacionales y hacía de él un ser
puramente espiritual " (M. Pohlenz, La Stoa, I, Florencia 1978, p. 565). Basta pensar, por
ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo armonioso y, por
tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los hombres, sin distinciones sociales; en
la igualdad, al menos a nivel de principio, entre el hombre y la mujer; y en el ideal de la
sobriedad, de la justa medida y del dominio de sí para evitar todo exceso. Cuando san
Pablo escribe a los Filipenses:  "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de
puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso
tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8), no hace más que retomar una concepción muy humanista
propia de esa sabiduría filosófica.

En tiempos de san Pablo existía también una crisis de la religión tradicional, al menos en
sus aspectos mitológicos e incluso cívicos. Después de que Lucrecio, un siglo antes,
sentenciara polémicamente:  "La religión ha llevado a muchos delitos" (De rerum natura,
1, 101), un filósofo como Séneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que "Dios
está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti" (Cartas a Lucilio, 41, 1). Del mismo
modo, cuando san Pablo se dirige a un auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el
Areópago de Atenas, dice textualmente que "Dios... no habita en santuarios fabricados
por manos humanas..., pues en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 24.28).
Ciertamente, así se hace eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado de
una manera antropomórfica, pero también se pone en una longitud de onda religiosa que
sus oyentes conocían bien.

Además, debemos tener en cuenta que muchos cultos paganos prescindían de los templos
oficiales de la ciudad y se realizaban en lugares privados que favorecían la iniciación de
los adeptos. Por eso, no suscitaba sorpresa el hecho de que también las reuniones
cristianas (las ekklesíai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran
lugar en casas privadas. Entonces, por lo demás, no existía todavía ningún edificio
público. Por tanto, los contemporáneos debían considerar las reuniones de los cristianos
como una simple variante de esta práctica religiosa más íntima. De todos modos, las
diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son insignificantes y afectan
tanto a la conciencia de la identidad de los que asistían como a la participación en común
de hombres y mujeres, a la celebración de la "cena del Señor" y a la lectura de las
Escrituras.

En conclusión, a la luz de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era
cristiana, queda claro que no se puede comprender adecuadamente a san Pablo sin
situarlo en el trasfondo, tanto judío como pagano, de su tiempo. De este modo, su figura
adquiere gran alcance histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales
con respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo en general, del
que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de quien todos tenemos siempre
mucho que aprender. Este es el objetivo del Año paulino: aprender de san Pablo;
aprender la fe; aprender a Cristo; aprender, por último, el camino de una vida recta.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de agosto de 2008

La vida de san Pablo antes y después de Damasco

Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis antes de las vacaciones —hace dos meses, a inicios de julio—
comencé una nueva serie temática con ocasión del Año paulino, considerando el mundo
en el que vivió san Pablo. Hoy voy a retomar y continuar la reflexión sobre el Apóstol de
los gentiles, presentando una breve biografía. Dado que dedicaremos el próximo
miércoles al acontecimiento extraordinario que se verificó en el camino de Damasco, la
conversión de san Pablo, viraje fundamental en su existencia tras el encuentro con Cristo,
hoy repasaremos brevemente el conjunto de su vida.

Los datos biográficos de san Pablo se encuentran respectivamente en la carta a Filemón,


en la que se declara "anciano" —presbýtes— (Flm 9), y en los Hechos de los Apóstoles,
que en el momento de la lapidación de Esteban dice que era "joven" —neanías— (Hch 7,
58). Evidentemente, ambas designaciones son genéricas, pero, según los cálculos
antiguos, se llamaba "joven" al hombre que tenía unos treinta años, mientras que se le
llamaba "anciano" cuando llegaba a los sesenta. En términos absolutos, la fecha de
nacimiento de san Pablo depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a
Filemón. Tradicionalmente su redacción se sitúa durante su encarcelamiento en Roma, a
mediados de los años 60. San Pablo habría nacido el año 8; por tanto, tenía más o menos
sesenta años, mientras que en el momento de la lapidación de Esteban tenía treinta. Esta
debería de ser la cronología exacta. Y el Año paulino que estamos celebrando sigue
precisamente esta cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o
menos en el año 8.

En cualquier caso, nació en Tarso de Cilicia (cf. Hch 22, 3). Esa ciudad era capital
administrativa de la región y en el año 51 antes de Cristo había tenido como procónsul
nada menos que a Marco Tulio Cicerón, mientras que diez años después, en el año 41,
Tarso había sido el lugar del primer encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra. San
Pablo, judío de la diáspora, hablaba griego a pesar de que tenía un nombre de origen
latino, derivado por asonancia del original hebreo Saúl/Saulo, y gozaba de la ciudadanía
romana (cf. Hch 22, 25-28). Así, san Pablo está en la frontera de tres culturas diversas —
romana, griega y judía— y quizá también por este motivo estaba predispuesto a fecundas
aperturas universalistas, a una mediación entre las culturas, a una verdadera
universalidad. También aprendió un trabajo manual, quizá heredado de su padre, que
consistía en el oficio de "fabricar tiendas" —skenopoiòs— (Hch 18, 3), lo cual
probablemente equivalía a trabajar la lana ruda de cabra o la fibra de lino para hacer
esteras o tiendas (cf. Hch 20, 33-35).
Hacia los doce o trece años, la edad en la que un muchacho judío se convierte en bar
mitzvà ("hijo del precepto"), san Pablo dejó Tarso y se trasladó a Jerusalén para ser
educado a los pies del rabí Gamaliel el Viejo, nieto del gran rabí Hillel, según las normas
más rígidas del fariseísmo, adquiriendo un gran celo por la Torá mosaica (cf. Ga 1, 14;
Flp 3, 5-6; Hch 22, 3; 23, 6; 26, 5).

Por esta ortodoxia profunda, que aprendió en la escuela de Hillel, en Jerusalén, consideró
que el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús de Nazaret constituía un peligro, una
amenaza para la identidad judía, para la auténtica ortodoxia de los padres. Esto explica el
hecho de que haya "perseguido encarnizadamente a la Iglesia de Dios", como lo admitirá
en tres ocasiones en sus cartas (1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). Aunque no es fácil
imaginar concretamente en qué consistió esta persecución, desde luego tuvo una actitud
de intolerancia. Aquí se sitúa el acontecimiento de Damasco, sobre el que hablaremos en
la próxima catequesis. Lo cierto es que, a partir de entonces, su vida cambió y se
convirtió en un apóstol incansable del Evangelio. De hecho, san Pablo pasó a la historia
más por lo que hizo como cristiano, y como apóstol, que como fariseo. Tradicionalmente
se divide su actividad apostólica de acuerdo con los tres viajes misioneros, a los que se
añadió el cuarto a Roma como prisionero. Todos los narra san Lucas en los Hechos de los
Apóstoles. Sin embargo, al hablar de los tres viajes misioneros, hay que distinguir el
primero de los otros dos.

En efecto, en el primero (cf. Hch 13-14), san Pablo no tuvo la responsabilidad directa,
pues fue encomendada al chipriota Bernabé. Juntos partieron de Antioquía del Orontes,
enviados por esa Iglesia (cf. Hch 13, 1-3), y después de zarpar del puerto de Seleucia, en
la costa siria, atravesaron la isla de Chipre, desde Salamina a Pafos; desde allí llegaron a
las costas del sur de Anatolia, hoy Turquía, pasando por las ciudades de Atalía, Perge de
Panfilia, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe, desde donde regresaron al punto de
partida. Había nacido así la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los paganos.

Mientras tanto, sobre todo en Jerusalén, había surgido una fuerte discusión sobre si estos
cristianos procedentes del paganismo estaban obligados a entrar también en la vida y en
la ley de Israel (varias normas y prescripciones que separaban a Israel del resto del
mundo) para participar realmente en las promesas de los profetas y para entrar
efectivamente en la herencia de Israel. A fin de resolver este problema fundamental para
el nacimiento de la Iglesia futura se reunió en Jerusalén el así llamado Concilio de los
Apóstoles para tomar una decisión sobre este problema del que dependía el nacimiento
efectivo de una Iglesia universal. Se decidió que no había que imponer a los paganos
convertidos el cumplimiento de la ley de Moisés (cf. Hch 15, 6-30); es decir, que no
estaban obligados a respetar las normas del judaísmo. Lo único necesario era ser de
Cristo, vivir con Cristo y según sus palabras. De este modo, siendo de Cristo, eran
también de Abraham, de Dios, y participaban en todas las promesas.

Tras este acontecimiento decisivo, san Pablo se separó de Bernabé, escogió a Silas y
comenzó el segundo viaje misionero (cf. Hch 15,36-18,22). Después de recorrer Siria y
Cilicia, volvió a ver la ciudad de Listra, donde tomó consigo a Timoteo (personalidad
muy importante de la Iglesia naciente, hijo de una judía y de un pagano), e hizo que se
circuncidara. Atravesó la Anatolia central y llegó a la ciudad de Tróade, en la costa norte
del Mar Egeo. Allí tuvo lugar un nuevo acontecimiento importante: en sueños vio a un
macedonio en la otra parte del mar, es decir en Europa, que le decía: "¡Ven a
ayudarnos!". Era la Europa futura que le pedía ayuda, la luz del Evangelio. Movido por
esta visión, entró en Europa. Zarpó hacia Macedonia, entrando así en Europa. Tras
desembarcar en Neápoles, llegó a Filipos, donde fundó una hermosa comunidad; luego
pasó a Tesalónica y, dejando esta ciudad a causa de las dificultades que le provocaron los
judíos, pasó por Berea y llegó a Atenas.

En esta capital de la antigua cultura griega predicó, primero en el Ágora y después en el


Areópago, a los paganos y a los griegos. Y el discurso del Areópago, narrado en los
Hechos de los Apóstoles, es un modelo sobre cómo traducir el Evangelio en cultura
griega, cómo dar a entender a los griegos que este Dios de los cristianos, de los judíos, no
era un Dios extranjero a su cultura sino el Dios desconocido que esperaban, la verdadera
respuesta a las preguntas más profundas de su cultura.

Seguidamente, desde Atenas se dirigió a Corinto, donde permaneció un año y medio. Y


aquí tenemos un acontecimiento cronológicamente muy seguro, el más seguro de toda su
biografía, pues durante esa primera estancia en Corinto tuvo que comparecer ante el
gobernador de la provincia senatorial de Acaya, el procónsul Galión, acusado de un culto
ilegítimo. Sobre este Galión y el tiempo que pasó en Corinto existe una antigua
inscripción, encontrada en Delfos, donde se dice que era procónsul de Corinto entre los
años 51 y 53. Por tanto, aquí tenemos una fecha totalmente segura. La estancia de san
Pablo en Corinto tuvo lugar en esos años. Por consiguiente, podemos suponer que llegó
más o menos en el año 50 y que permaneció hasta el año 52. Desde Corinto, pasando por
Cencres, puerto oriental de la ciudad, se dirigió hacia Palestina, llegando a Cesarea
Marítima, desde donde subió a Jerusalén para regresar después a Antioquía del Orontes.

El tercer viaje misionero (cf. Hch 18, 23-21,16) comenzó como siempre en Antioquía,
que se había convertido en el punto de origen de la Iglesia de los paganos, de la misión a
los paganos, y era el lugar en el que nació el término "cristianos". Como nos dice san
Lucas, allí por primera vez los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos". Desde
allí san Pablo se fue directamente a Éfeso, capital de la provincia de Asia, donde
permaneció dos años, desempeñando un ministerio que tuvo fecundos resultados en la
región. Desde Éfeso escribió las cartas a los Tesalonicenses y a los Corintios. Sin
embargo, la población de la ciudad fue instigada contra él por los plateros locales, cuyos
ingresos disminuían a causa de la reducción del culto a Artemisia (el templo dedicado a
ella en Éfeso, el Artemision, era una de las siete maravillas del mundo antiguo); por eso,
san Pablo tuvo que huir hacia el norte. Volvió a atravesar Macedonia, descendió de nuevo
a Grecia, probablemente a Corinto, permaneciendo allí tres meses y escribiendo la
famosa Carta a los Romanos.

Desde allí volvió sobre sus pasos: regresó a Macedonia, llegó en barco a Tróade y,
después, tocando apenas las islas de Mitilene, Quíos y Samos, llegó a Mileto, donde
pronunció un importante discurso a los ancianos de la Iglesia de Éfeso, ofreciendo un
retrato del auténtico pastor de la Iglesia (cf. Hch 20). Desde allí volvió a zapar en un
barco de vela hacia Tiro; llegó a Cesarea Marítima y subió una vez más a Jerusalén. Allí
fue arrestado a causa de un malentendido: algunos judíos habían confundido con paganos
a otros judíos de origen griego, introducidos por san Pablo en el área del templo
reservada a los israelitas. La condena a muerte, prevista en estos casos, se le evitó gracias
a la intervención del tribuno romano de guardia en el área del templo (cf. Hch 21, 27-36);
esto tuvo lugar mientras en Judea era procurador imperial Antonio Félix. Tras un período
en la cárcel (sobre cuya duración no hay acuerdo), dado que, por ser ciudadano romano,
había apelado al César (que entonces era Nerón), el procurador sucesivo, Porcio Festo, lo
envió a Roma con una custodia militar.

El viaje a Roma tocó las islas mediterráneas de Creta y Malta, y después las ciudades de
Siracusa, Reggio Calabria y Pozzuoli. Los cristianos de Roma salieron a recibirle en la
vía Apia hasta el Foro de Apio (a unos 70 kilómetros al sur de la capital) y otros hasta las
Tres Tabernas (a unos 40 kilómetros). En Roma tuvo un encuentro con los delegados de
la comunidad judía, a quienes explicó que llevaba sus cadenas por "la esperanza de
Israel" (cf. Hch 28, 20). Pero la narración de san Lucas concluye mencionando los dos
años que pasó en Roma bajo una blanda custodia militar, sin mencionar ni una sentencia
de César (Nerón) ni mucho menos la muerte del acusado.

Tradiciones sucesivas hablan de que fue liberado, de que emprendió un viaje misionero a
España, así como de un sucesivo periplo por Oriente, en particular por Creta, Éfeso y
Nicópolis, en Epiro. Entre las hipótesis, se conjetura un nuevo arresto y un segundo
período de encarcelamiento en Roma (donde habría escrito las tres cartas llamadas
pastorales, es decir, las dos enviadas a Timoteo y la dirigida a Tito) con un segundo
proceso, que le resultó desfavorable. Sin embargo, una serie de motivos lleva a muchos
estudiosos de san Pablo a concluir la biografía del apóstol con la narración de san Lucas
en los Hechos de los Apóstoles.

Sobre su martirio volveremos a hablar más adelante en el ciclo de nuestras catequesis.


Por ahora, en este breve elenco de los viajes de san Pablo, es suficiente tener en cuenta
que se dedicó al anuncio del Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de
duras pruebas, que él mismo enumera en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 11,
21-28). Por lo demás, él mismo escribe: "Todo esto lo hago por el Evangelio" (1 Co 9,
23), ejerciendo con total generosidad lo que él llama "la preocupación por todas las
Iglesias" (2 Co 11, 28). Su compromiso sólo se explica con un alma verdaderamente
fascinada por la luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma sostenida por una
convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo, anunciar el Evangelio
a todos.

Me parece que la conclusión de esta breve reseña de los viajes de san Pablo puede ser:
ver su pasión por el Evangelio, intuir así la grandeza, la hermosura, es más, la necesidad
profunda del Evangelio para todos nosotros. Oremos para que el Señor, que hizo ver su
luz a san Pablo, que le hizo escuchar su palabra, que tocó su corazón íntimamente, nos
haga ver también a nosotros su luz, a fin de que también nuestro corazón quede tocado
por su Palabra y así también nosotros podamos dar al mundo de hoy, que tiene sed de
ellas, la luz del Evangelio y la verdad de Cristo.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de septiembre de 2008

La conversión de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de
Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino
de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en
el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san
Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo
cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir
de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar "pérdida" y "basura" todo aquello
que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp
3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió?

Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos
escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de
los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la
tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a
tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una
especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al
centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se
dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado
lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su
ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su "sí" definitivo a
Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.

En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también "iluminación", porque este


sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo
que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo,
por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la
presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia
de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió
radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una
conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un
relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido
local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del
propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hch 9, 11).

El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de
san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque
podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de
perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había
sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un
encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho
importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de
Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de
apóstol.

El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el
centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones
a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él
recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras
su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después
a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos
los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: "Y por último se me
apareció también a mí" (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su
apostolado y de su nueva vida.

Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: "Por medio de Jesucristo hemos
recibido la gracia del apostolado" (Rm 1, 5); y también: "¿Acaso no he visto a Jesús,
Señor nuestro?" (1 Co 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por
último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: "Mas, cuando Aquel que me
separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su
Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a
la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de
donde nuevamente volví a Damasco" (Ga 1, 15-17). En esta "auto-apología" subraya
decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión
recibida directamente del Resucitado.

Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san
Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al
apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo
específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo
tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía
entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los
demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como
escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: "Tanto ellos como yo esto es lo
que predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Co 15, 11). Sólo existe un anuncio del
Resucitado, porque Cristo es uno solo.

Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un
hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es
muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de
un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que
llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En
este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y
resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo
resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.

Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el


acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió:
muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había
hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión.
Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede
decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en
"basura"; ya no es "ganancia" sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.

Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En
realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de
Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento
no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que
comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los
profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la
sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de
entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así
realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.

En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para
nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o
una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se
nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo
en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo
en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia.
Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación
personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente
en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la
riqueza de la verdad.

Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo
el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una
gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 10 de septiembre de 2008

La concepción paulina del apostolado

Queridos hermanos y hermanas: 

El miércoles pasado hablé del gran viraje que se produjo en la vida de san Pablo tras su
encuentro con Cristo resucitado. Jesús entró en su vida y lo convirtió de perseguidor en
apóstol. Ese encuentro marcó el inicio de su misión: san Pablo no podía seguir viviendo
como antes; desde entonces era consciente de que el Señor le había dado el encargo de
anunciar su Evangelio en calidad de apóstol. Hoy quiero hablaros precisamente de esa
nueva condición de vida de san Pablo, es decir, de su ser apóstol de Cristo.

Normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el título de


Apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las
enseñanzas de Jesús. Pero también san Pablo se siente verdadero apóstol y, por tanto,
parece claro que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce.
Obviamente, san Pablo sabe distinguir su caso personal del de "los apóstoles anteriores" a
él (Gál 1, 17): a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia.
Sin embargo, como todos saben, también san Pablo se considera a sí mismo como apóstol
en sentido estricto. Es un hecho que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie
recorrió tantos kilómetros como él, por tierra y por mar, con la única finalidad de
anunciar el Evangelio.

Por tanto, san Pablo tenía un concepto de apostolado que rebasaba el vinculado sólo al
grupo de los Doce y transmitido sobre todo por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles
(cf. Hch 1, 2. 26; 6, 2). En efecto, en la primera carta a los Corintios hace una clara
distinción entre "los Doce" y "todos los apóstoles", mencionados como dos grupos
distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado (cf. 1 Co 15, 5. 7). En ese
mismo texto él se llama a sí mismo humildemente "el último de los apóstoles",
comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente: "Indigno del nombre de
apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que
soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos
ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1 Co 15, 9-10).

La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se la vuelve a encontrar también
en la carta a los Romanos de san Ignacio de Antioquía: "Soy el último de todos, soy un
aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios" (9, 2). Lo que el obispo de
Antioquía dirá en relación con su inminente martirio, previendo que cambiaría
completamente su condición de indignidad, san Pablo lo dice en relación con su propio
compromiso apostólico: en él se manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe
transformar un hombre cualquiera en un apóstol espléndido. De perseguidor a fundador
de Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habría podido
considerarse un desecho.

¿Qué es, por tanto, según la concepción de  san Pablo, lo que los convierte a él y  a  los
demás  en apóstoles? En sus cartas aparecen tres características principales que
constituyen al apóstol. La  primera es "haber visto al Señor" (cf. 1 Cor 9, 1), es decir,
haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta
a los Gálatas (cf. Gál 1, 15-16), dirá que fue llamado, casi seleccionado, por gracia de
Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En
definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El
apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse
constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es "apóstol por vocación" (Rom
1, 1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por
Jesucristo y Dios Padre" (Gál 1, 1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor,
haber sido llamado por él.

La  segunda característica es "haber sido enviado". El término griego apóstolos significa


precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje. Por
consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado. Por
eso san Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1), o sea, delegado
suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también "siervo de
Jesucristo" (Rom 1, 1). Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa
ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se
subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo
absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.

El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente


fundación de Iglesias. Por tanto, el título de "apóstol" no es y no puede ser honorífico;
compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva. En
la primera carta a los Corintios, san Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he
visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?" (1 Cor 9, 1).
Análogamente, en la segunda carta a los Corintios afirma: "Vosotros sois nuestra carta
(...), una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el
Espíritu de Dios vivo" (2 Co 3, 2-3).

No sorprende, por consiguiente, que san Juan Crisóstomo hable de san Pablo como de
"un alma de diamante" (Panegíricos, 1, 8), y siga diciendo:  "Del mismo modo que el
fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aún más..., así la palabra de san
Pablo ganaba para su causa a todos aquellos con los que entraba en relación; y aquellos
que le hacían la guerra, conquistados por sus discursos, se convertían en alimento para
este fuego espiritual" (ib., 7, 11). Esto explica por qué san Pablo define a los apóstoles
como "colaboradores de Dios" (1 Cor 3, 9; 2 Cor 6, 1), cuya gracia actúa con ellos.

Un elemento típico del verdadero apóstol, claramente destacado por san Pablo, es una
especie de identificación entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma
suerte. De hecho, nadie ha puesto de relieve mejor que san Pablo cómo el anuncio de la
cruz de Cristo se presenta como "escándalo y necedad" (1 Cor 1, 23), y muchos
reaccionan ante él con incomprensión y rechazo. Eso sucedía en aquel tiempo, y no debe
extrañar que suceda también hoy.

Así pues, en esta situación, de aparecer como "escándalo y necedad", participa también el
apóstol y san Pablo lo sabe: es la experiencia de su vida. A los Corintios les escribe, con
cierta ironía: "Pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar,
como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y
los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles
nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados.
Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos
errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si
nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a
ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos" (1 Co 4, 9-13). Es un
autorretrato de la vida apostólica de san Pablo: en todos estos sufrimientos prevalece la
alegría de ser portador de la bendición de Dios y de la gracia del Evangelio.

Por otro lado, san Pablo comparte con la filosofía estoica de su tiempo la idea de una
tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan, pero él supera la
perspectiva meramente humanística, basándose en el componente del amor a Dios y a
Cristo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como dice la
Escritura: "Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al
matadero". Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy
seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo
futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom 8, 35-39).
Esta es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol san Pablo en todas estas
vicisitudes: nada puede separarnos del amor de Dios. Y este amor es la verdadera
riqueza de la vida humana.

Como se ve, san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su existencia; podríamos
decir las veinticuatro horas del día. Y cumplía su ministerio con fidelidad y con alegría,
"para salvar a toda costa a alguno" (1 Cor 9, 22). Y con respecto a las Iglesias, aun
sabiendo que tenía con ellas una relación de paternidad (cf. 1 Cor 4, 15), e incluso de
maternidad (cf. Gál 4, 19), asumía una actitud de completo servicio, declarando
admirablemente: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que
contribuimos a vuestro gozo" (2 Co 1, 24). La misión de todos los apóstoles de Cristo, en
todos los tiempos, consiste en ser colaboradores de la verdadera alegría.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de febrero de 2009

El martirio de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

La serie de nuestras catequesis sobre la figura de san Pablo ha llegado a su conclusión:


hoy queremos hablar del final de su vida terrena. La antigua tradición cristiana testifica
unánimemente que la muerte de san Pablo tuvo lugar como consecuencia del martirio
sufrido aquí en Roma. Los escritos del Nuevo Testamento no recogen el hecho. Los
Hechos de los Apóstoles terminan su relato aludiendo a la condición de prisionero del
Apóstol, que sin embargo podía recibir a todos aquellos que lo visitaban (cf. Hch 28, 30-
31). Sólo en la segunda carta a Timoteo encontramos estas palabras suyas premonitorias:
"Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación, y ha llegado el momento de
desplegar las velas" (2 Tm 4, 6; cf. Flp 2, 17). Aquí se usan dos imágenes: la cultual del
sacrificio, que ya había utilizado en la carta a los Filipenses, interpretando el martirio
como parte del sacrificio de Cristo; y la marinera, de soltar las amarras: dos imágenes
que, juntas, aluden discretamente al acontecimiento de la muerte, y de una muerte
cruenta.

El primer testimonio explícito sobre el final de san Pablo nos viene de la mitad de los
años 90 del siglo I y, por tanto, poco más de treinta años después de su muerte efectiva.
Se trata precisamente de la carta que la Iglesia de Roma, con su obispo Clemente I,
escribió a la Iglesia de Corinto. En ese texto epistolar se invita a tener ante los ojos el
ejemplo de los Apóstoles e, inmediatamente después de mencionar el martirio de Pedro,
se lee así: "Por los celos y la discordia, san Pablo se vio obligado a mostrarnos cómo se
consigue el premio de la paciencia. Arrestado siete veces, exiliado, lapidado, fue el
heraldo de Cristo en Oriente y en Occidente; y, por su fe, consiguió una gloria pura. Tras
haber predicado la justicia en todo el mundo y tras haber llegado hasta el extremo de
Occidente, sufrió el martirio ante los gobernantes; así partió de este mundo y llegó al
lugar santo, convertido así en el mayor modelo de paciencia" (1 Clem 5, 2). La paciencia
de la que habla es expresión de su comunión con la pasión de Cristo, de la generosidad y
constancia con la que aceptó un largo camino de sufrimiento, hasta poder decir: "Llevo
en mi cuerpo las señales de Jesús" (Ga 6, 17). En el texto de san Clemente hemos
escuchado que san Pablo habría llegado "hasta el extremo de Occidente". Se discute si
esto alude a un viaje a España que san Pablo habría realizado. No existe certeza sobre
esto, pero es verdad que san Pablo en su carta a los Romanos expresa su intención de ir a
España (cf. Rm 15, 24).

En cambio, es muy interesante, en la carta de Clemente, la sucesión de los nombres de


Pedro y Pablo, aunque están invertidos en el testimonio de Eusebio de Cesarea, en el
sigloIV, el cual, hablando del emperador Nerón, escribe: "Durante su reinado Pablo fue
decapitado precisamente en Roma, y Pedro fue allí crucificado. El relato está confirmado
por el nombre de Pedro y de Pablo, que aún hoy se conserva en sus sepulcros en esa
ciudad" (Hist. eccl. 2, 25, 5). Eusebio después continúa refiriendo la declaración anterior
de un presbítero romano llamado Gayo, que se remonta a los inicios del siglo II: "Yo te
puedo mostrar los trofeos de los apóstoles: si vas al Vaticano o a la vía Ostiense, allí
encontrarás los trofeos de los fundadores de la Iglesia" (ib. 2, 25, 6-7). Los "trofeos" son
los monumentos sepulcrales, y se trata de las mismas sepulturas de san Pedro y de san
Pablo que aún hoy veneramos, tras dos milenios, en los mismos lugares: aquí, en el
Vaticano, por lo que respecta a san Pedro; y en la basílica de San Pablo extramuros, en la
vía Ostiense, por lo que atañe al Apóstol de los gentiles.

Es interesante notar que los dos grandes Apóstoles son mencionados juntos. Aunque
ninguna fuente antigua habla de un ministerio simultáneo suyo en Roma, la sucesiva
conciencia cristiana, sobre la base de su sepultura común en la capital del imperio, los
asociará también como fundadores de la Iglesia de Roma. En efecto, en san Ireneo de
Lyon, a finales del siglo II, a propósito de la sucesión apostólica en las distintas Iglesias,
se lee: "Dado que sería demasiado largo enumerar las sucesiones de todas las Iglesias,
tomaremos la Iglesia grandísima y antiquísima y de todos conocida, la Iglesia fundada y
establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo" (Adv. haer. 3, 3,
2).

Dejemos aparte la figura de san Pedro y concentrémonos en la de san Pablo. Su martirio


se narra por primera vez en los Hechos de Pablo, escritos hacia finales del siglo II, los
cuales refieren que Nerón lo condenó a muerte por decapitación, ejecutada
inmediatamente después (cf. 9, 5). La fecha de la muerte varía ya en las fuentes antiguas,
que la sitúan entre la persecución desencadenada por Nerón mismo tras el incendio de
Roma en julio del año 64 y el último año de su reinado, es decir, el 68 (cf. san Jerónimo,
De viris ill. 5, 8). El cálculo depende mucho de la cronología de la llegada de san Pablo a
Roma, un debate en el que no podemos entrar aquí. Tradiciones sucesivas precisarán
otros dos elementos. Uno, el más legendario, es que el martirio tuvo lugar en las Acquae
Salviae, en la vía Laurentina, con un triple rebote de la cabeza, cada uno de los cuales
causó la salida de un chorro de agua, por lo que el lugar desde entonces hasta ahora se ha
llamado "Tre Fontane" (Hechos de Pedro y Pablo del Pseudo Marcelo, del siglo V).

El otro, en consonancia con el antiguo testimonio, ya mencionado, del presbítero Gayo,


es que su sepultura tuvo lugar no sólo "fuera de la ciudad..., en la segunda milla de la vía
Ostiense", sino más precisamente "en la hacienda de Lucina", que era una matrona
cristiana (Pasión de Pablo del Pseudo Abdías, del siglo VI). Aquí, en el siglo IV, el
emperador Constantino erigió una primera iglesia, después muy ampliada entre los siglos
IV y V por los emperadores Valentiniano II, Teodosio y Arcadio. Después del incendio
de 1800, se erigió aquí la actual basílica de San Pablo extramuros.

En todo caso, la figura de san Pablo se destaca más allá de su vida terrena y de su muerte,
pues dejó una extraordinaria herencia espiritual. También él, como verdadero discípulo
de Jesús, se convirtió en signo de contradicción. Mientras que entre los llamados
"ebionitas" —una corriente judeocristiana— era considerado como apóstata de la ley de
Moisés, ya en el libro de los Hechos de los Apóstoles aparece una gran veneración hacia
el apóstol san Pablo. Ahora quiero prescindir de la literatura apócrifa, como los Hechos
de Pablo y Tecla y un epistolario apócrifo entre el apóstol san Pablo y el filósofo Séneca.
Es importante constatar sobre todo que muy pronto las cartas de san Pablo entraron en la
liturgia, donde la estructura profeta-apóstol-Evangelio es determinante para la forma de la
liturgia de la Palabra. Así, gracias a esta "presencia" en la liturgia de la Iglesia, el
pensamiento del Apóstol se convirtió en seguida en alimento espiritual para los fieles de
todos los tiempos.

Es obvio que los Padres de la Iglesia y después todos los teólogos se han alimentado de
las cartas de san Pablo y de su espiritualidad. Así, ha permanecido a lo largo de los siglos,
hasta hoy, como verdadero maestro y apóstol de los gentiles. El primer comentario
patrístico, que ha llegado hasta nosotros, sobre un escrito del Nuevo Testamento es el del
gran teólogo alejandrino Orígenes, que comenta la carta de san Pablo a los Romanos. Por
desgracia, este comentario sólo se conserva en parte. San Juan Crisóstomo, además de
comentar sus cartas, escribió de él sus siete panegíricos memorables. San Agustín le
deberá el paso decisivo de su propia conversión, y volverá a san Pablo durante toda su
vida. De este diálogo permanente con el Apóstol deriva su gran teología católica y
también la protestante de todos los tiempos. Santo Tomás de Aquino nos dejó un
hermoso comentario a las cartas paulinas, que constituye el fruto más maduro de la
exégesis medieval.

Un verdadero viraje se produjo en el siglo XVI con la Reforma protestante. El momento


decisivo en la vida de Lutero fue el llamado "Turmerlebnis" (1517), en el que en un
momento encontró una nueva interpretación de la doctrina paulina de la justificación.
Una interpretación que lo liberó de los escrúpulos y de las ansias de su vida precedente y
le dio una confianza nueva y radical en la bondad de Dios, que perdona todo sin
condición. Desde ese momento, Lutero identificó el legalismo judeo-cristiano, condenado
por el Apóstol, con el orden de vida de la Iglesia católica. Y, por eso, la Iglesia le pareció
como expresión de la esclavitud de la ley, a la que opuso la libertad del Evangelio. El
concilio de Trento, entre 1545 y 1563, interpretó profundamente la cuestión de la
justificación y encontró en la línea de toda la tradición católica la síntesis entre ley y
Evangelio, conforme al mensaje de la Sagrada Escritura leída en su totalidad y unidad.

En el siglo XIX, recogiendo la mejor herencia de la Ilustración, se produjo una


revitalización del paulinismo, ahora sobre todo en el plano del trabajo científico
desarrollado por la interpretación histórico-crítica de la Sagrada Escritura. Prescindimos
aquí del hecho de que también en ese siglo, como luego en el XX, emergió una verdadera
denigración de san Pablo. Pienso sobre todo en Nietzsche, que se burlaba de la teología
de la humildad en san Pablo, oponiendo a ella su teología del hombre fuerte y poderoso.

Pero, prescindiendo de esto, vemos la corriente esencial de la nueva interpretación


científica de la Sagrada Escritura y del nuevo paulinismo de ese siglo. En él se subrayó
sobre todo como central en el pensamiento paulino el concepto de libertad: en él se vio el
núcleo del pensamiento de san Pablo, como por otra parte ya había intuido Lutero. Ahora,
sin embargo, el concepto de libertad se volvía a interpretar en el contexto del liberalismo
moderno. Y además se subrayó fuertemente la diferencia entre el anuncio de san Pablo y
el anuncio de Jesús. Y san Pablo apareció casi como un nuevo fundador del cristianismo.

Es cierto que en san Pablo la centralidad del reino de Dios, determinante para el anuncio
de Jesús, se transforma en la centralidad de la cristología, cuyo punto determinante es el
misterio pascual. Y del misterio pascual resultan los sacramentos del Bautismo y de la
Eucaristía, como presencia permanente de este misterio, del que crece el Cuerpo de
Cristo, del que se construye la Iglesia. Pero, sin entrar ahora en detalles, yo diría que
precisamente en la nueva centralidad de la cristología y del misterio pascual se realiza el
reino de Dios, y se hace concreto, presente, operante el anuncio auténtico de Jesús. En las
catequesis anteriores hemos visto que precisamente esta novedad paulina es la fidelidad
más profunda al anuncio de Jesús. Con el progreso de la exégesis, sobre todo en los
últimos doscientos años, han aumentado también las convergencias entre la exégesis
católica y la protestante, realizando así un consenso notable precisamente en el punto que
estaba en el origen de la mayor disensión histórica. Por tanto, es una gran esperanza para
la causa del ecumenismo, tan central para el concilio Vaticano II.

Al final quiero aludir brevemente a los diversos movimientos religiosos, surgidos en la


edad moderna en el seno de la Iglesia católica, que hacen referencia al nombre de san
Pablo. Así sucedió en el siglo XVI con la "Congregación de San Pablo", llamada de los
Barnabitas, en el siglo XIX con los "Misioneros de San Pablo" o Paulistas, y en el siglo
XX con la poliédrica "Familia Paulina" fundada por el beato Santiago Alberione, por no
hablar del instituto secular de la "Compañía de San Pablo".

Fundamentalmente, permanece luminosa ante nosotros la figura de un apóstol y de un


pensador cristiano sumamente fecundo y profundo, de cuya cercanía cada uno de
nosotros puede sacar provecho. En uno de sus panegíricos, san Juan Crisóstomo hizo una
original comparación entre san Pablo y Noé, expresándose así: san Pablo "no colocó
juntos los ejes para fabricar un arca; más bien, en lugar de unir tablas de madera,
compuso cartas y así no extrajo de las aguas a dos, tres o cinco miembros de su familia,
sino a toda la ecumene que estaba a punto de perecer" (Paneg. 1, 5). Precisamente esto es
lo que puede hacer aún y siempre el apóstol san Pablo. Por tanto, acudir a él, tanto a su
ejemplo apostólico como a su doctrina, será un estímulo, si no una garantía, para la
consolidación de la identidad cristiana de cada uno de nosotros y para el
rejuvenecimiento de toda la Iglesia.
III
SAN PABLO Y LAS COLUMNAS DE LA IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 24 de septiembre de 2008

San Pablo y los Apóstoles

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar sobre la relación entre san Pablo y los Apóstoles que lo habían
precedido en el seguimiento de Jesús. Estas relaciones estuvieron siempre marcadas por
un profundo respeto y por la franqueza que en san Pablo derivaba de la defensa de la
verdad del Evangelio. Aunque era prácticamente contemporáneo de Jesús de Nazareth,
nunca tuvo la oportunidad de encontrarse con él durante su vida pública. Por eso, tras
quedar deslumbrado en el camino de Damasco, sintió la necesidad de consultar a los
primeros discípulos del Maestro, que él había elegido para que llevaran su Evangelio
hasta los confines del mundo.

En la carta a los Gálatas san Pablo elabora un importante informe sobre los contactos
mantenidos con algunos de los Doce: ante todo con Pedro, que había sido elegido como
Kephas, palabra aramea que significa roca, sobre la que se estaba edificando la Iglesia
(cf. Gál 1, 18); con Santiago, "el hermano del Señor" (cf. Gál 1, 19); y con Juan (cf. Gál
2, 9): san Pablo no duda en reconocerlos como "las columnas" de la Iglesia.
Particularmente significativo es el encuentro con Cefas (Pedro), que tuvo lugar en
Jerusalén: san Pablo se quedó con él 15 días para "consultarlo" (cf. Gál 1, 19), es decir,
para informarse sobre la vida terrena del Resucitado, que lo había "atrapado" en el
camino de Damasco y le estaba cambiando la vida de modo radical: de perseguidor de la
Iglesia de Dios se había transformado en evangelizador de la fe en el Mesías crucificado
e Hijo de Dios que en el pasado había intentado destruir (cf. Gál 1, 23).

¿Qué tipo de información sobre Jesucristo obtuvo san Pablo en los tres años sucesivos al
encuentro de Damasco? En la primera carta a los Corintios podemos encontrar dos
pasajes que san Pablo había conocido en Jerusalén y que ya habían sido formulados como
elementos centrales de la tradición cristiana, una tradición constitutiva. Él los transmite
verbalmente tal como los había recibido, con una fórmula muy solemne: "Os transmito lo
que a mi vez recibí". Insiste, por tanto, en la fidelidad a cuanto él mismo había recibido y
que transmite fielmente a los nuevos cristianos. Son elementos constitutivos y conciernen
a la Eucaristía y a la Resurrección; se trata de textos ya formulados en los años treinta.
Así llegamos a la muerte, sepultura en el seno de la tierra y a la resurrección de Jesús (cf.
1 Cor 15, 3-4).
Tomemos ambos textos: las palabras de Jesús en la última Cena (cf. 1 Cor 11, 23-25) son
realmente para san Pablo centro de la vida de la Iglesia: la Iglesia se edifica a partir de
este centro, llegando a ser así ella misma. Además de este centro eucarístico, del que
vuelve a nacer siempre la Iglesia —también para toda la teología de san Pablo, para todo
su pensamiento—, estas palabras tuvieron un notable impacto sobre la relación personal
de san Pablo con Jesús. Por una parte, atestiguan que la Eucaristía ilumina la maldición
de la cruz, convirtiéndola en bendición (cf. Gál 3, 13-14); y por otra, explican el alcance
de la misma muerte y resurrección de Jesús. En sus cartas el "por vosotros" de la
institución se convierte en "por mí" (Gál 2, 20) —personalizando, sabiendo que en ese
"vosotros" él mismo era conocido y amado por Jesús— y, por otra parte, en "por todos"
(2 Cor 5, 14); este "por vosotros" se convierte en "por mí" y "por la Iglesia" (Ef 5, 25), es
decir, también "por todos" del sacrificio expiatorio de la cruz (cf. Rom 3, 25). Por la
Eucaristía y en la Eucaristía la Iglesia se edifica y se reconoce como "Cuerpo de Cristo"
(1 Cor 12, 27), alimentado cada día por la fuerza del Espíritu del Resucitado.

El otro texto, sobre la Resurrección, nos transmite de nuevo la misma fórmula de


fidelidad. San Pablo escribe: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó
al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce" (1 Cor 15,
3-5). También en esta tradición transmitida a san Pablo vuelve a aparecer la expresión
"por nuestros pecados", que subraya la entrega de Jesús al Padre para liberarnos del
pecado y de la muerte. De esta entrega san Pablo saca las expresiones más conmovedoras
y fascinantes de nuestra relación con Cristo: "A quien no conoció pecado, Dios lo hizo
pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Cor 5, 21);
"Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se
hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8, 9). Vale la pena
recordar el comentario con el que Martín Lutero, entonces monje agustino, acompañaba
estas expresiones paradójicas de san Pablo: "Este es el grandioso misterio de la gracia
divina hacia los pecadores: por un admirable intercambio, nuestros pecados ya no son
nuestros, sino de Cristo; y la justicia de Cristo ya no es de Cristo, sino nuestra"
(Comentario a los Salmos, de 1513-1515). Y así somos salvados.

En el kerygma (anuncio) original, transmitido de boca a boca, merece señalarse el uso del
verbo "ha resucitado", en lugar de "fue resucitado", que habría sido más lógico utilizar,
en continuidad con el "murió" y "fue sepultado". La forma verbal "ha resucitado" se
eligió para subrayar que la resurrección de Cristo influye hasta el presente de la
existencia de los creyentes: podemos traducirlo por "ha resucitado y sigue vivo" en la
Eucaristía y en la Iglesia. Así todas las Escrituras dan testimonio de la muerte y la
resurrección de Cristo, porque —como escribió Hugo de San Víctor— "toda la divina
Escritura constituye un único libro, y este único libro es Cristo, porque toda la Escritura
habla de Cristo y tiene en Cristo su cumplimiento" (De arca Noe, 2, 8). Si san Ambrosio
de Milán pudo decir que "en la Escritura leemos a Cristo", es porque la Iglesia de los
orígenes leyó todas las Escrituras de Israel partiendo de Cristo y volviendo a él.

La enumeración de las apariciones del Resucitado a Cefas, a los Doce, a más de


quinientos hermanos, y a Santiago se cierra con la referencia a la aparición personal que
recibió san Pablo en el camino de Damasco: "Y en último término se me apareció
también a mí, como a un abortivo" (1 Cor 15, 8). Dado que él había perseguido a la
Iglesia de Dios, en esta confesión expresa su indignidad de ser considerado apóstol al
mismo nivel que los que le han precedido: pero la gracia de Dios no fue estéril en él (cf. 1
Cor 15, 10). Por tanto, la actuación prepotente de la gracia divina une a san Pablo con los
primeros testigos de la resurrección de Cristo: "Tanto ellos como yo esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Cor 15, 11). Es importante la identidad y la
unicidad del anuncio del Evangelio: tanto ellos como yo predicamos la misma fe, el
mismo Evangelio de Jesucristo muerto y resucitado, que se entrega en la santísima
Eucaristía.

La importancia que san Pablo confiere a la Tradición viva de la Iglesia, que transmite a
sus comunidades, demuestra cuán equivocada es la idea de quienes afirman que fue san
Pablo quien inventó el cristianismo: antes de proclamar el evangelio de Jesucristo, su
Señor, se encontró con él en el camino de Damasco y lo frecuentó en la Iglesia,
observando su vida en los Doce y en aquellos que lo habían seguido por los caminos de
Galilea. En las próximas catequesis tendremos la oportunidad de profundizar en las
contribuciones que san Pablo dio a la Iglesia de los orígenes; pero la misión que recibió
del Resucitado en orden a la evangelización de los gentiles necesita ser confirmada y
garantizada por aquellos que le dieron a él y a Bernabé la mano derecha como señal de
aprobación de su apostolado y de su evangelización, así como de acogida en la única
comunión de la Iglesia de Cristo (cf. Gál 2, 9).

Se comprende entonces que la expresión: "Si conocimos a Cristo según la carne" (2 Cor
5, 16) no significa que su existencia terrena tenga poca importancia para nuestra
maduración en la fe, sino que desde el momento de la Resurrección cambia nuestra forma
de relacionarnos con él. Él es, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, "nacido del linaje de
David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad,
por su resurrección de entre los muertos", como recuerda san Pablo al principio de la
carta a los Romanos (Rom 1, 3-4).

Cuanto más tratamos de seguir las huellas de Jesús de Nazareth por los caminos de
Galilea, tanto más podemos comprender que él asumió nuestra humanidad,
compartiéndola en todo, excepto en el pecado. Nuestra fe no nace de un mito ni de una
idea, sino del encuentro con el Resucitado, en la vida de la Iglesia.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de octubre de 2008

El concilio de Jerusalén
y la controversia de Antioquía

Queridos hermanos y hermanas:

El respeto y la veneración que san Pablo cultivó siempre hacia los Doce no disminuyeron
cuando él defendía con franqueza la verdad del Evangelio, que no es otro que Jesucristo,
el Señor. Hoy queremos detenernos en dos episodios que demuestran la veneración y, al
mismo tiempo, la libertad con la que el Apóstol se dirige a Cefas y a los demás
Apóstoles: el llamado "Concilio" de Jerusalén y la controversia de Antioquía de Siria,
relatados en la carta a los Gálatas (cf. Ga 2, 1-10; 2, 11-14).

Todo concilio y sínodo de la Iglesia es "acontecimiento del Espíritu" y reúne en su


realización las solicitudes de todo el pueblo de Dios: lo experimentaron personalmente
quienes tuvieron el don de participar en el concilio Vaticano II. Por eso san Lucas, al
informarnos sobre el primer Concilio de la Iglesia, que tuvo lugar en Jerusalén, introduce
así la carta que los Apóstoles enviaron en esta circunstancia a las comunidades cristianas
de la diáspora: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28). El Espíritu,
que obra en toda la Iglesia, conduce de la mano a los Apóstoles a la hora de tomar nuevos
caminos para realizar sus proyectos: Él es el artífice principal de la edificación de la
Iglesia.

Y sin embargo, la asamblea de Jerusalén tuvo lugar en un momento de no poca tensión


dentro de la comunidad de los orígenes. Se trataba de responder a la pregunta de si era
indispensable exigir a los paganos que se estaban convirtiendo a Jesucristo, el Señor, la
circuncisión, o si era lícito dejarlos libres de la Ley mosaica, es decir, de la observancia
de las normas necesarias para ser hombres justos, obedientes a la Ley, y sobre todo, libres
de las normas relativas a las purificaciones rituales, los alimentos puros e impuros y el
sábado. A la asamblea de Jerusalén se refiere también san Pablo en la carta a los Gálatas
(Ga 2, 1-10): tras catorce años de su encuentro con el Resucitado en Damasco —estamos
en la segunda mitad de la década del 40 d.C., Pablo parte con Bernabé desde Antioquía
de Siria y se hace acompañar de Tito, su fiel colaborador que, aun siendo de origen
griego, no había sido obligado a hacerse circuncidar cuando entró en la Iglesia. En esta
ocasión, san Pablo expuso a los Doce, definidos como las personas más relevantes, su
evangelio de libertad de la Ley (cf. Ga 2, 6). A la luz del encuentro con Cristo resucitado,
él había comprendido que en el momento del paso al evangelio de Jesucristo, a los
paganos ya no les eran necesarias la circuncisión, las leyes sobre el alimento y sobre el
sábado, como muestra de justicia: Cristo es nuestra justicia y "justo" es todo lo que es
conforme a él. No son necesarios otros signos para ser justos. En la carta a los Gálatas
refiere, con pocas palabras, el desarrollo de la Asamblea: recuerda con entusiasmo que el
evangelio de la libertad de la Ley fue aprobado por Santiago, Cefas y Juan, "las
columnas", que le ofrecieron a él y a Bernabé la mano derecha en signo de comunión
eclesial en Cristo (cf. Ga 2, 9). Si, como hemos notado, para san Lucas el concilio de
Jerusalén expresa la acción del Espíritu Santo, para san Pablo representa el
reconocimiento decisivo de la libertad compartida entre todos aquellos que participaron
en él: libertad de las obligaciones provenientes de la circuncisión y de la Ley; la libertad
por la que "Cristo nos ha liberado, para que seamos libres" y no nos dejemos imponer ya
el yugo de la esclavitud (cf. Ga 5, 1). Las dos modalidades con que san Pablo y san Lucas
describen la asamblea de Jerusalén se unen por la acción liberadora del Espíritu, porque
"donde está el Espíritu del Señor hay libertad", como dice en la segunda carta a los
Corintios (cf. 2 Co 3, 17).

Con todo, como aparece con gran claridad en las cartas de san Pablo, la libertad cristiana
no se identifica nunca con el libertinaje o con el arbitrio de hacer lo que se quiere; esta se
realiza en conformidad con Cristo y por eso, en el auténtico servicio a los hermanos,
sobre todo a los más necesitados. Por esta razón, el relato de san Pablo sobre la asamblea
se cierra con el recuerdo de la recomendación que le dirigieron los Apóstoles: "Sólo que
nosotros debíamos tener presentes a los pobres, cosa que he procurado cumplir con todo
esmero" (Ga 2, 10). Cada concilio nace de la Iglesia y vuelve a la Iglesia: en aquella
ocasión vuelve con la atención a los pobres que, de las diversas anotaciones de san Pablo
en sus cartas, se trata sobre todo de los de la Iglesia de Jerusalén. En la preocupación por
los pobres, atestiguada particularmente en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 8-9)
y en la conclusión de la carta a los Romanos (cf. Rm 15), san Pablo demuestra su
fidelidad a las decisiones maduradas durante la Asamblea.

Quizás ya no seamos capaces de comprender plenamente el significado que san Pablo y


sus comunidades atribuyeron a la colecta para los pobres de Jerusalén. Se trató de una
iniciativa totalmente nueva en el ámbito de las actividades religiosas: no fue obligatoria,
sino libre y espontánea; tomaron parte todas las Iglesias fundadas por san Pablo en
Occidente. La colecta expresaba la deuda de sus comunidades a la Iglesia madre de
Palestina, de la que habían recibido el don inefable del Evangelio. Tan grande es el valor
que Pablo atribuye a este gesto de participación que raramente la llama simplemente
"colecta": para él es más bien "servicio", "bendición", "amor", "gracia", más aún,
"liturgia" (2 Co 9). Sorprende, particularmente, este último término, que confiere a la
colecta en dinero un valor incluso de culto: por una parte es un gesto litúrgico o
"servicio", ofrecido por cada comunidad a Dios, y por otra es acción de amor cumplida a
favor del pueblo. Amor a los pobres y liturgia divina van juntas, el amor a los pobres es
liturgia. Los dos horizontes están presentes en toda liturgia celebrada y vivida en la
Iglesia, que por su naturaleza se opone a la separación entre el culto y la vida, entre la fe
y las obras, entre la oración y la caridad para con los hermanos. Así el concilio de
Jerusalén nace para dirimir la cuestión sobre cómo comportarse con los paganos que
llegaban a la fe, optando por la libertad de la circuncisión y de las observancias impuestas
por la Ley, y se resuelve en la solicitud eclesial y pastoral que pone en el centro la fe en
Cristo Jesús y el amor a los pobres de Jerusalén y de toda la Iglesia.
El segundo episodio es la conocida controversia de Antioquía, en Siria, que atestigua la
libertad interior de que gozaba san Pablo: ¿Cómo comportarse en ocasión de la comunión
de mesa entre creyentes de origen judío y los procedentes de los gentiles? Aquí se pone
de manifiesto el otro epicentro de la observancia mosaica: la distinción entre alimentos
puros e impuros, que dividía profundamente a los hebreos observantes de los paganos.
Inicialmente Cefas, Pedro, compartía la mesa con unos y con otros: pero con la llegada de
algunos cristianos vinculados a Santiago, "el hermano del Señor" (Ga 1, 19), Pedro había
empezado a evitar los contactos en la mesa con los paganos, para no escandalizar a los
que continuaban observando las leyes de pureza alimentaría; y la opción era compartida
por Bernabé. Tal opción dividía profundamente a los cristianos procedentes de la
circuncisión y los cristianos venidos del paganismo. Este comportamiento, que
amenazaba realmente la unidad y la libertad de la Iglesia, suscitó las encendidas
reacciones de Pablo, que llegó a acusar a Pedro y a los demás de hipocresía: "Si tú,
siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a
judaizar?" (Ga 2, 14). En realidad, las preocupaciones de Pablo, por una parte, y de Pedro
y Bernabé, por otro, eran distintas: para los últimos la separación de los paganos
representaba una modalidad para tutelar y para no escandalizar a los creyentes
provenientes del judaísmo; para Pablo constituía, en cambio, un peligro de malentendido
de la salvación universal en Cristo ofrecida tanto a los paganos como a los judíos. Si la
justificación se realiza sólo en virtud de la fe en Cristo, de la conformidad con él, sin obra
alguna de la Ley, ¿qué sentido tiene observar aún la pureza alimentaria con ocasión de la
participación en la mesa? Muy probablemente las perspectivas de Pedro y de Pablo eran
distintas: para el primero, no perder a los judíos que se habían adherido al Evangelio;
para el segundo, no disminuir el valor salvífico de la muerte de Cristo para todos los
creyentes.

Es extraño decirlo, pero al escribir a los cristianos de Roma, algunos años después (hacia
la mitad de la década del 50 d.C.), san Pablo mismo se encontrará ante una situación
análoga y pedirá a los fuertes que no coman comida impura para no perder o para no
escandalizar a los débiles: "Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer nada en que
tu hermano tropiece, o se escandalice, o flaquee" (Rm 14, 21). La controversia de
Antioquía se reveló así como una lección tanto para san Pedro como para san Pablo. Sólo
el diálogo sincero, abierto a la verdad del Evangelio, pudo orientar el camino de la
Iglesia: "El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu
Santo" (Rm14,17). Es una lección que debemos aprender también nosotros: con los
diversos carismas confiados a san Pedro y a san Pablo, dejémonos todos guiar por el
Espíritu, intentando vivir en la libertad que encuentra su orientación en la fe en Cristo y
se concreta en el servicio a los hermanos. Es esencial conformarnos cada vez más a
Cristo. De esta forma se es realmente libre. Así se expresa en nosotros el núcleo más
profundo de la Ley: el amor a Dios y al prójimo. Pidamos al Señor que nos enseñe a
compartir sus sentimientos, para aprender de él la verdadera libertad y el amor evangélico
que abraza a todo ser humano.
IV
PABLO, JESUCRISTO Y LA IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de octubre de 2008

San Pablo conoció a Jesús verdaderamente de corazón

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis sobre san Pablo hablé de su encuentro con Cristo resucitado,
que cambió profundamente su vida, y después, de su relación con los doce Apóstoles
llamados por Jesús —particularmente con Santiago, Cefas y Juan— y de su relación con
la Iglesia de Jerusalén. Queda ahora la cuestión de qué sabía san Pablo del Jesús terreno,
de su vida, de sus enseñanzas, de su pasión. Antes de entrar en esta cuestión, puede ser
útil tener presente que el mismo san Pablo distingue dos maneras de conocer a Jesús y,
más en general, dos maneras de conocer a una persona.

En la segunda carta a los Corintios escribe: "Así que en adelante ya no conocemos a


nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así" (2
Co 5, 16). Conocer "según la carne", de modo carnal, quiere decir conocer sólo
exteriormente, con criterios externos: se puede haber visto a una persona muchas veces,
conocer sus rasgos y los diversos detalles de su comportamiento: cómo habla, cómo se
mueve, etc. Y sin embargo, aun conociendo a alguien de esta forma, no se le conoce
realmente, no se conoce el núcleo de la persona. Sólo con el corazón se conoce
verdaderamente a una persona.

De hecho los fariseos y los saduceos conocieron a Jesús en lo exterior, escucharon su


enseñanza, muchos detalles de él, pero no lo conocieron en su verdad. Hay una distinción
análoga en unas palabras de Jesús. Después de la Transfiguración, pregunta a los
Apóstoles: "¿Quién dice la gente que soy yo?" y "¿quién decís vosotros que soy yo?". La
gente lo conoce, pero superficialmente; sabe algunas cosas de él, pero no lo ha conocido
realmente. En cambio los Doce, gracias a la amistad, que implica también el corazón, al
menos habían entendido en lo sustancial y comenzaban a saber quién era Jesús. También
hoy existe esta forma distinta de conocer: hay personas doctas que conocen a Jesús en
muchos de sus detalles y personas sencillas que no conocen estos detalles, pero que lo
conocen en su verdad: "El corazón habla al corazón". Y san Pablo quiere decir
esencialmente que conoce a Jesús así, con el corazón, y que de este modo conoce
esencialmente a la persona en su verdad; y después, en un segundo momento, que conoce
sus detalles.

Dicho esto, queda aún la cuestión: ¿Qué sabía san Pablo de la vida concreta, de las
palabras, de la pasión, de los milagros de Jesús? Parece seguro que nunca se encontró con
él durante su vida terrena. A través de los Apóstoles y de la Iglesia naciente, seguramente
conoció también detalles de la vida terrena de Jesús. En sus cartas encontramos tres
formas de referencia al Jesús prepascual. En primer lugar, hay referencias explícitas y
directas. San Pablo habla de la ascendencia davídica de Jesús (cf. Rm 1, 3), conoce la
existencia de sus "hermanos" o consanguíneos (1 Co 9, 5; Ga 1, 19), conoce el desarrollo
de la última Cena (cf. 1 Co 11, 23), conoce otras palabras de Jesús, por ejemplo sobre la
indisolubilidad del matrimonio (cf. 1 Co 7, 10 con Mc 10, 11-12), sobre la necesidad de
que quien anuncia el Evangelio sea mantenido por la comunidad, pues el obrero merece
su salario (cf. 1 Co 9, 14 con Lc 10, 7); san Pablo conoce las palabras pronunciadas por
Jesús en la última Cena (cf. 1 Co 11, 24-25 con Lc 22, 19-20) y conoce también la cruz
de Jesús. Estas son referencias directas a palabras y hechos de la vida de Jesús.

En segundo lugar, podemos entrever en algunas frases de las cartas paulinas varias
alusiones a la tradición atestiguada en los Evangelios sinópticos. Por ejemplo, las
palabras que leemos en la primera carta a los Tesalonicenses, según la cual "el día del
Señor vendrá como un ladrón en la noche" (1 Ts 5, 2), no se explicarían remitiéndonos a
las profecías veterotestamentarias, porque la comparación con el ladrón nocturno sólo se
encuentra en los evangelios de san Mateo y de san Lucas, por tanto está tomado de la
tradición sinóptica.

Así, cuando leemos que Dios "ha escogido más bien lo necio del mundo" (1 Co 1, 27-28),
se escucha el eco fiel de la enseñanza de Jesús sobre los sencillos y los pobres (cf. Mt 5,
3; 11, 25; 19, 30). Están también las palabras pronunciadas por Jesús en el júbilo
mesiánico: "Te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas
cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños" (Mt 11, 25). San
Pablo sabe —es su experiencia misionera— que estas palabras son verdaderas, es decir,
que son precisamente los sencillos quienes tienen el corazón abierto al conocimiento de
Jesús. También la alusión a la obediencia de Jesús "hasta la muerte", que se lee en la carta
a los Filipenses (cf. Flp 2, 8) hace referencia a la total disponibilidad del Jesús terreno a
cumplir la voluntad de su Padre (cf. Mc 3, 35; Jn 4, 34).

Por tanto, san Pablo conoce la pasión de Jesús, su cruz, el modo como vivió los últimos
momentos de su vida. La cruz de Jesús y la tradición sobre este hecho de la cruz está en
el centro del kerigma paulino. Otro pilar de la vida de Jesús conocido por san Pablo es el
Sermón de la Montaña, del que cita algunos elementos casi literalmente, cuando escribe a
los Romanos: "Amaos unos a otros. (...) Bendecid a los que os persiguen. (...) Vivid en
paz con todos. (...) Venced al mal con el bien". Así pues, en sus cartas hay un reflejo fiel
del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7).

Por último, en las cartas de san Pablo es posible hallar un tercer modo de presencia de las
palabras de Jesús: es cuando realiza una forma de transposición de la tradición prepascual
a la situación después de la Pascua. Un caso típico es el tema del reino de Dios, que está
seguramente en el centro de la predicación del Jesús histórico (cf. Mt 3, 2; Mc 1, 15; Lc 4,
43). En san Pablo se encuentra una trasposición de este tema, pues tras la resurrección es
evidente que Jesús en persona, el Resucitado, es el reino de Dios. Por tanto, el reino llega
donde está llegando Jesús. Y así, necesariamente, el tema del reino de Dios, con el que se
había anticipado el misterio de Jesús, se transforma en cristología. Sin embargo, las
mismas disposiciones exigidas por Jesús para entrar en el reino de Dios valen
exactamente para san Pablo a propósito de la justificación por la fe: tanto la entrada en el
Reino como la justificación requieren una actitud de gran humildad y disponibilidad,
libre de presunciones, para acoger la gracia de Dios.

Por ejemplo, la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14) imparte una
enseñanza que se encuentra tal cual en san Pablo, cuando insiste en que nadie debe
gloriarse en presencia de Dios. También las frases de Jesús sobre los publicanos y las
prostitutas, más dispuestos que los fariseos a acoger el Evangelio (cf. Mt 21, 31; Lc 7, 36-
50) y sus deseos de compartir la mesa con ellos (cf. Mt 9, 10-13; Lc 15, 1-2) encuentran
pleno eco en la doctrina de san Pablo sobre el amor misericordioso de Dios a los
pecadores (cf. Rm 5, 8-10; y también Ef 2, 3-5). Así, el tema del reino de Dios se propone
de una forma nueva, pero con plena fidelidad a la tradición del Jesús histórico.

Otro ejemplo de transformación fiel del núcleo doctrinal de Jesús se encuentra en los
"títulos" referidos a él. Antes de Pascua él mismo se califica como Hijo del hombre; tras
la Pascua se hace evidente que el Hijo del hombre es también el Hijo de Dios. Por tanto,
el título preferido por san Pablo para calificar a Jesús es Kýrios, "Señor" (cf. Flp 2, 9-11),
que indica la divinidad de Jesús. El Señor Jesús, con este título, aparece en la plena luz de
la resurrección.

En el Monte de los Olivos, en el momento de la extrema angustia de Jesús (cf. Mc 14,


36), los discípulos, antes de dormirse, habían oído cómo hablaba con el Padre y lo
llamaba "Abbá-Padre". Es una palabra muy familiar, equivalente a nuestro "papá", que
sólo usan los niños en comunión con su padre. Hasta ese momento era impensable que un
judío utilizara dicha palabra para dirigirse a Dios; pero Jesús, siendo verdadero hijo, en
esta hora de intimidad habla así y dice: "Abbá, Padre". En las cartas de san Pablo a los
Romanos y a los Gálatas, sorprendentemente, esta palabra "Abbá", que expresa la
exclusividad de la filiación de Jesús, aparece en labios de los bautizados (cf. Rm 8, 15;
Ga 4, 6), porque han recibido el "Espíritu del Hijo" y ahora llevan en sí mismos ese
Espíritu y pueden hablar como Jesús y con Jesús como verdaderos hijos a su Padre;
pueden decir "Abbá" porque han llegado a ser hijos en el Hijo.

Por último, quiero aludir a la dimensión salvífica de la muerte de Jesús, como la


encontramos en la frase evangélica: "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido
sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28). El
reflejo fiel de estas palabras de Jesús aparece en la doctrina paulina sobre la muerte de
Jesús como rescate (cf. 1 Co 6, 20), como redención (cf. Rm 3, 24), como liberación (cf.
Ga 5, 1) y como reconciliación (cf. Rm 5, 10; 2 Co 5, 18-20). Aquí está el centro de la
teología paulina, que se basa en estas palabras de Jesús.

En conclusión, san Pablo no pensaba en Jesús en calidad de historiador, como una


persona del pasado. Ciertamente, conoce la gran tradición sobre la vida, las palabras, la
muerte y la resurrección de Jesús, pero no trata todo ello como algo del pasado; lo
propone como realidad del Jesús vivo. Para san Pablo, las palabras y las acciones de
Jesús no pertenecen al tiempo histórico, al pasado. Jesús vive ahora y habla ahora con
nosotros y vive para nosotros. Esta es la verdadera forma de conocer a Jesús y de acoger
la tradición sobre él. También nosotros debemos aprender a conocer a Jesús, no según la
carne, como una persona del pasado, sino como nuestro Señor y Hermano, que está hoy
con nosotros y nos muestra cómo vivir y cómo morir.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de octubre de 2008

La dimensión eclesiológica del pensamiento de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado hablé de la relación de san Pablo con el Jesús
prepascual en su vida terrena. La cuestión era: "¿Qué supo san Pablo de la vida de Jesús,
de sus palabras, de su pasión?". Hoy quiero hablar de la enseñanza de san Pablo sobre la
Iglesia. Debemos comenzar por la constatación de que esta palabra "Iglesia" en español,
—como "Église" en francés o "Chiesa" en italiano— está tomada del griego Ekklēsía.
Proviene del Antiguo Testamento y significa la asamblea del pueblo de Israel, convocada
por Dios, y de modo particular la asamblea ejemplar al pie del Sinaí.

Con esta palabra se define ahora la nueva comunidad de los creyentes en Cristo que se
sienten asamblea de Dios, la nueva convocatoria de todos los pueblos por parte de Dios y
ante él. La palabra Ekklēsía aparece sólo en san Pablo, que es el primer autor de un
escrito cristiano. Esto sucede en el inicio de la primera carta a los Tesalonicenses, donde
san Pablo se dirige textualmente "a la Iglesia de los Tesalonicenses" (cf. después también
a la "Iglesia de los Laodicenses" en Col 4, 16). En otras cartas habla de la Iglesia de Dios
que está en Corinto (cf. 1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 1), que está en Galacia (cf. Ga 1, 2 etc.) —
por tanto, Iglesias particulares—, pero dice también que persiguió a "la Iglesia de Dios",
no a una comunidad local determinada, sino a "la Iglesia de Dios".

Así vemos que el significado de la palabra "Iglesia" tiene muchas dimensiones: por una
parte, indica las asambleas de Dios en determinados lugares (una ciudad, un país, una
casa), pero significa también toda la Iglesia en su conjunto. Así vemos que "la Iglesia de
Dios" no es sólo la suma de distintas Iglesias locales, sino que las diversas Iglesias
locales son a su vez realización de la única Iglesia de Dios. Todas juntas son la "Iglesia
de Dios", que precede a las distintas Iglesias locales, y que se expresa, se realiza en ellas.

Es importante observar que casi siempre la palabra "Iglesia" aparece con el añadido de la
calificación "de Dios": no es una asociación humana, nacida de ideas o intereses
comunes, sino de una convocación de Dios. Él la ha convocado y por eso es una en todas
sus realizaciones. La unidad de Dios crea la unidad de la Iglesia en todos los lugares
donde se encuentra. Más tarde, en la carta a los Efesios, san Pablo elaborará
abundantemente el concepto de unidad de la Iglesia, en continuidad con el concepto de
pueblo de Dios, Israel, considerado por los profetas como "esposa de Dios", llamada a
vivir una relación esponsal con él.
San Pablo presenta a la única Iglesia de Dios como "esposa de Cristo" en el amor, un solo
cuerpo y un solo espíritu con Cristo mismo. Es sabido que, de joven, san Pablo había sido
adversario encarnizado del nuevo movimiento constituido por la Iglesia de Cristo. Había
sido su adversario, porque consideraba que este nuevo movimiento amenazaba la
fidelidad a la tradición del pueblo de Dios, animado por la fe en el Dios único. Esta
fidelidad se expresaba sobre todo en la circuncisión, en la observancia de las reglas de la
pureza cultual, de la abstención de ciertos alimentos, y del respeto del sábado.

Los israelitas habían pagado esta fidelidad con la sangre de los mártires en el período de
los Macabeos, cuando el régimen helenista quería obligar a todos los pueblos a
conformarse a la única cultura helenística. Muchos israelitas habían defendido con su
sangre la vocación propia de Israel. Los mártires habían pagado con la vida la identidad
de su pueblo, que se expresaba mediante estos elementos.

Tras el encuentro con Cristo resucitado, san Pablo entendió que los cristianos no eran
traidores; al contrario, en la nueva situación, el Dios de Israel, mediante Cristo, había
extendido su llamada a todas las gentes, convirtiéndose en el Dios de todos los pueblos.
De esta forma se realizaba la fidelidad al único Dios; ya no eran necesarios los signos
distintivos constituidos por las normas y las observancias particulares, porque todos
estaban llamados, en su variedad, a formar parte del único pueblo de Dios en la "Iglesia
de Dios" en Cristo.

En la nueva situación san Pablo tuvo clara inmediatamente una cosa: el valor
fundamental y fundante de Cristo y de la "palabra" que lo anunciaba. San Pablo sabía que
no sólo no se llega a ser cristiano por coerción, sino que en la configuración interna de la
nueva comunidad el componente institucional estaba inevitablemente vinculado a la
"palabra" viva, al anuncio del Cristo vivo en el cual Dios se abre a todos los pueblos y los
une en un único pueblo de Dios. Es sintomático que san Lucas, en los Hechos de los
Apóstoles utilice muchas veces, incluso a propósito de san Pablo, el sintagma "anunciar la
palabra" (Hch 4, 29.31; 8, 25; 11, 19; 13, 46; 14, 25; 16, 6.32), con la evidente intención
de poner fuertemente de relieve el alcance decisivo de la "palabra" del anuncio.

En concreto, esta palabra está constituida por la cruz y la resurrección de Cristo, en la que
han encontrado realización las Escrituras. El misterio pascual, que provocó el viraje de su
vida en el camino de Damasco, está obviamente en el centro de la predicación del
Apóstol (cf. 1 Cor 2, 2; 15, 14). Este misterio, anunciado en la palabra, se realiza en los
sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, y se hace realidad en la caridad cristiana. La
obra evangelizadora de san Pablo no tiene otro fin que implantar la comunidad de los
creyentes en Cristo.

Esta idea está encerrada dentro de la etimología misma de la palabra Ekklēsía, que san
Pablo, y con él todo el cristianismo, prefirió al otro término, "sinagoga", no sólo porque
originariamente el primero es más "laico" (deriva de la praxis griega de la asamblea
política y no propiamente religiosa), sino también porque implica directamente la idea
más teológica de una llamada ab extra, y por tanto no una simple reunión; los creyentes
son llamados por Dios, quien los reúne en una comunidad, su Iglesia.
En esta línea podemos comprender también el original concepto, exclusivamente paulino,
de la Iglesia como "Cuerpo de Cristo". Al respecto, conviene tener presente las dos
dimensiones de este concepto. Una es de carácter sociológico, según la cual el cuerpo
está formado por sus componentes y no existiría sin ellos. Esta interpretación aparece en
la carta a los Romanos y en la primera carta a los Corintios, donde san Pablo asume una
imagen que ya existía en la sociología romana: dice que un pueblo es como un cuerpo
con distintos miembros, cada uno de los cuales tiene su función, pero todos, incluso los
más pequeños y aparentemente insignificantes, son necesarios para que el cuerpo pueda
vivir y realizar sus funciones.

Oportunamente el Apóstol observa que en la Iglesia hay muchas vocaciones: profetas,


apóstoles, maestros, personas sencillas, todos llamados a vivir cada día la caridad, todos
necesarios para construir la unidad viva de este organismo espiritual. La otra
interpretación hace referencia al Cuerpo mismo de Cristo. San Pablo sostiene que la
Iglesia no es sólo un organismo, sino que se convierte realmente en cuerpo de Cristo en el
sacramento de la Eucaristía, donde todos recibimos su Cuerpo y llegamos a ser realmente
su Cuerpo. Así se realiza el misterio esponsal: todos son un solo cuerpo y un solo espíritu
en Cristo. De este modo la realidad va mucho más allá de la imaginación sociológica,
expresando su verdadera esencia profunda, es decir, la unidad de todos los bautizados en
Cristo, a los que el Apóstol considera "uno" en Cristo, conformados al sacramento de su
Cuerpo.

Al decir esto, san Pablo muestra que sabe bien y nos da a entender a todos que la Iglesia
no es suya y no es nuestra: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es "Iglesia de Dios", "campo
de Dios, edificación de Dios, (...) templo de Dios" (1 Cor 3, 9.16). Esta última
designación es particularmente interesante, porque atribuye a un tejido de relaciones
interpersonales un término que comúnmente servía para indicar un lugar físico,
considerado sagrado. La relación entre Iglesia y templo asume, por tanto, dos
dimensiones complementarias: por una parte, se aplica a la comunidad eclesial la
característica de separación y pureza que tenía el edificio sagrado; pero, por otra, se
supera también el concepto de un espacio material, para transferir este valor a la realidad
de una comunidad viva de fe. Si antes los templos se consideraban lugares de la presencia
de Dios, ahora se sabe y se ve que Dios no habita en edificios hechos de piedra, sino que
el lugar de la presencia de Dios en el mundo es la comunidad viva de los creyentes.

Merecería un discurso aparte la calificación de "pueblo de Dios", que en san Pablo se


aplica sustancialmente al pueblo del Antiguo Testamento y después a los paganos, que
eran "el no pueblo" y se han convertido también ellos en pueblo de Dios gracias a su
inserción en Cristo mediante la palabra y el sacramento.

Un último detalle. En la carta a Timoteo san Pablo califica a la Iglesia como "casa de
Dios" (1Tm 3, 15); se trata de una definición realmente original, porque se refiere a la
Iglesia como estructura comunitaria en la que se viven cordiales relaciones
interpersonales de carácter familiar. El Apóstol nos ayuda a comprender cada vez más a
fondo el misterio de la Iglesia en sus distintas dimensiones de asamblea de Dios en el
mundo. Esta es la grandeza de la Iglesia y la grandeza de nuestra llamada: somos templo
de Dios en el mundo, lugar donde Dios habita realmente; y, al mismo tiempo, somos
comunidad, familia de Dios, que es caridad. Como familia y casa de Dios debemos
realizar en el mundo la caridad de Dios y ser así, con la fuerza que viene de la fe, lugar y
signo de su presencia.

Pidamos al Señor que nos conceda ser cada vez más su Iglesia, su Cuerpo, el lugar de la
presencia de su caridad en nuestro mundo y en nuestra historia.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 22 de octubre de 2008 

La divinidad de Cristo en la predicación de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis de las semanas anteriores meditamos sobre la "conversión" de san


Pablo, fruto del encuentro personal con Jesús crucificado y resucitado, y nos
interrogamos sobre cuál fue la relación del Apóstol de los gentiles con el Jesús terreno.
Hoy quiero hablar de la enseñanza que san Pablo nos ha dejado sobre la centralidad del
Cristo resucitado en el misterio de la salvación, sobre su cristología. En verdad,
Jesucristo resucitado, "exaltado sobre todo nombre", está en el centro de todas sus
reflexiones. Para el Apóstol, Cristo es el criterio de valoración de los acontecimientos y
de las cosas, el fin de todos los esfuerzos que él hace para anunciar el Evangelio, la gran
pasión que sostiene sus pasos por los caminos del mundo. Y se trata de un Cristo vivo,
concreto: el Cristo —dice san Pablo— "que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga
2, 20). Esta persona que me ama, con la que puedo hablar, que me escucha y me
responde, este es realmente el principio para entender el mundo y para encontrar el
camino en la historia.

Quien ha leído los escritos de san Pablo sabe bien que él no se preocupó de narrar los
hechos de la vida de Jesús, aunque podemos pensar que en sus catequesis contaba sobre
el Jesús prepascual mucho más de lo que escribió en sus cartas, que son amonestaciones
en situaciones concretas. Su intencionalidad pastoral y teológica se dirigía de tal modo a
la edificación de las nacientes comunidades, que espontáneamente concentraba todo en el
anuncio de Jesucristo como "Señor", vivo y presente ahora en medio de los suyos. De ahí
la esencialidad característica de la cristología paulina, que desarrolla las profundidades
del misterio con una preocupación constante y precisa: ciertamente, anunciar al Jesús
vivo y su enseñanza, pero anunciar sobre todo la realidad central de su muerte y
resurrección, como culmen de su existencia terrena y raíz del desarrollo sucesivo de toda
la fe cristiana, de toda la realidad de la Iglesia.

Para el Apóstol, la resurrección no es un acontecimiento en sí mismo, separado de la


muerte: el Resucitado es siempre el mismo que fue crucificado. También ya resucitado
lleva sus heridas: la pasión está presente en él y, con Pascal, se puede decir que sufre
hasta el fin del mundo, aun siendo el Resucitado y viviendo con nosotros y para nosotros.
San Pablo comprendió esta identidad del Resucitado con el Cristo crucificado en el
camino de Damasco: en ese momento se le reveló con claridad que el Crucificado es el
Resucitado y el Resucitado es el Crucificado, que dice a san Pablo: "¿Por qué me
persigues?" (Hch 9, 4). San Pablo, cuando persigue a Cristo en la Iglesia, comprende que
la cruz no es "una maldición de Dios" (Dt 21, 23), sino sacrificio para nuestra redención.
El Apóstol contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado y a
través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su humanidad (dimensión
terrena) se remonta a la existencia eterna en la que es uno con el Padre (dimensión pre-
temporal): "Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).

Estas dos dimensiones, la preexistencia eterna junto al Padre y el descenso del Señor en
la encarnación, se anuncian ya en el Antiguo Testamento, en la figura de la Sabiduría. En
los Libros sapienciales del Antiguo Testamento encontramos algunos textos que exaltan
el papel de la Sabiduría, que existe desde antes de la creación del mundo. En este sentido
deben leerse pasajes como este del Salmo 90: "Antes de que nacieran los montes, o fuera
engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios" (v. 2); o
pasajes como el que habla de la Sabiduría creadora: "El Señor me creó, primicia de su
camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde el
principio, antes que la tierra" (Pr 8, 22-23). También es sugestivo el elogio de la
Sabiduría, contenido en el libro homónimo: "La Sabiduría se despliega vigorosamente de
un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo" (Sb 8, 1).

Los mismos textos sapienciales que hablan de la preexistencia eterna de la Sabiduría,


hablan de su descenso, del abajamiento de esta Sabiduría, que se creó una tienda entre los
hombres. Así ya sentimos resonar las palabras del Evangelio de san Juan que habla de la
tienda de la carne del Señor. Se creó una tienda en el Antiguo Testamento: aquí se refiere
al templo, al culto según la "Torá"; pero, desde el punto de vista del Nuevo Testamento,
podemos entender que era sólo una prefiguración de la tienda mucho más real y
significativa: la tienda de la carne de Cristo. Y ya en los libros del Antiguo Testamento
vemos que este abajamiento de la Sabiduría, su descenso a la carne, implica también la
posibilidad de ser rechazada.

San Pablo, desarrollando su cristología, se refiere precisamente a esta perspectiva


sapiencial: reconoce en Jesús a la Sabiduría eterna que existe desde siempre, la Sabiduría
que desciende y se crea una tienda entre nosotros; así, puede describir a Cristo como
"fuerza y sabiduría de Dios"; puede decir que Cristo se ha convertido para nosotros en
"sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1 Co 1, 24.30). De la
misma forma, san Pablo aclara que Cristo, al igual que la Sabiduría, puede ser rechazado
sobre todo por los dominadores de este mundo (cf. 1 Co 2, 6-9), de modo que en los
planes de Dios puede crearse una situación paradójica: la cruz, que se transformará en
camino de salvación para todo el género humano.

Un desarrollo posterior de este ciclo sapiencial, según el cual la Sabiduría se abaja para
después ser exaltada a pesar del rechazo, se encuentra en el famoso himno contenido en
la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Se trata de uno de los textos más elevados de
todo el Nuevo Testamento. Los exegetas, en su gran mayoría, concuerdan en considerar
que este pasaje contiene una composición anterior al texto de la carta a los Filipenses.
Este es un dato de gran importancia, porque significa que el judeo-cristianismo, antes de
san Pablo, creía en la divinidad de Jesús. En otras palabras, la fe en la divinidad de Jesús
no es un invento helenístico, surgido mucho después de la vida terrena de Jesús, un
invento que, olvidando su humanidad, lo habría divinizado. En realidad, vemos que el
primer judeo-cristianismo creía en la divinidad de Jesús; más aún, podemos decir que los
Apóstoles mismos, en los grandes momentos de la vida de su Maestro, comprendieron
que era el Hijo de Dios, como dijo san Pedro en Cesarea de Filipo: "Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16).

Pero volvamos al himno de la carta a los Filipenses. Este texto puede estar estructurado
en tres estrofas, que ilustran los momentos principales del recorrido realizado por Cristo.
Su preexistencia está expresada en las palabras: "A pesar de su condición divina, no hizo
alarde de su categoría de Dios" (v. 6). Sigue después el abajamiento voluntario del Hijo
en la segunda estrofa: "Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo" (v. 7),
hasta humillarse "obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz" (v. 8). La tercera
estrofa del himno anuncia la respuesta del Padre a la humillación del Hijo: "Por eso Dios
lo exaltó y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre" (v. 9).

Lo que impresiona es el contraste entre el abajamiento radical y la siguiente glorificación


en la gloria de Dios. Es evidente que esta segunda estrofa está en contraste con la
pretensión de Adán, que quería hacerse Dios, y también está en contraste con el gesto de
los constructores de la torre de Babel, que querían edificar por sí solos el puente hasta el
cielo y convertirse ellos mismos en divinidad. Pero esta iniciativa de la soberbia acabó en
la autodestrucción: así no se llega al cielo, a la verdadera felicidad, a Dios. El gesto del
Hijo de Dios es exactamente lo contrario: no la soberbia, sino la humildad, que es la
realización del amor, y el amor es divino. La iniciativa de abajamiento, de humildad
radical de Cristo, con la cual contrasta la soberbia humana, es realmente expresión del
amor divino; a ella le sigue la elevación al cielo a la que Dios nos atrae con su amor.

Además de la carta a los Filipenses, hay otros lugares de la literatura paulina donde los
temas de la preexistencia y el descenso del Hijo de Dios a la tierra están unidos entre sí.
Una reafirmación de la identificación entre Sabiduría y Cristo, con todas sus
implicaciones cósmicas y antropológicas, se encuentra en la primera carta a Timoteo: "Él
ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles,
proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria" (1 Tm 3, 16). Sobre
todo con estas premisas se puede definir mejor la función de Cristo como Mediador
único, en la perspectiva del único Dios del Antiguo Testamento (cf. 1 Tm 2, 5 en relación
con Is 43, 10-11; 44, 6). Cristo es el verdadero puente que nos guía al cielo, a la
comunión con Dios.

Por último, sólo una alusión a los últimos desarrollos de la cristología de san Pablo en las
cartas a los Colosenses y a los Efesios. En la primera, a Cristo se le califica como
"primogénito de toda la creación" (cf. Col 1, 15-20). La palabra "primogénito" implica
que el primero entre muchos hijos, el primero entre muchos hermanos y hermanas, bajó
para atraernos y hacernos sus hermanos y hermanas. En la carta a los Efesios
encontramos la hermosa exposición del plan divino de la salvación, cuando san Pablo
dice que Dios quería recapitularlo todo en Cristo (cf. Ef 1, 3-23). Cristo es la
recapitulación de todo, lo asume todo y nos guía a Dios. Así nos implica en un
movimiento de descenso y de ascenso, invitándonos a participar en su humildad, es decir,
en su amor al prójimo, para ser así partícipes también de su glorificación,
convirtiéndonos con él en hijos en el Hijo. Pidamos al Señor que nos ayude a
conformarnos a su humildad, a su amor, para ser así partícipes de su divinización.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 29 de octubre de 2008

La teología de la cruz en la predicación de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

En la experiencia personal de san Pablo hay un dato incontrovertible: mientras que al


inicio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde
el momento de su conversión en el camino de Damasco, se había pasado a la parte de
Cristo crucificado, haciendo de él la razón de su vida y el motivo de su predicación.
Entregó toda su vida por las almas (cf. 2 Co 12, 15), una vida nada tranquila, llena de
insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús le quedó muy claro el significado
central de la cruz: comprendió que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él
mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús murió realmente por
todos; y la subjetividad: murió también por mí. En la cruz, por tanto, se había
manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios.

Este amor san Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (cf. Ga 2, 20) y de pecador se
convirtió en creyente, de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida,
experimentaba que la salvación era "gracia", que todo brotaba de la muerte de Cristo y no
de sus méritos, que por lo demás no existían. Así, el "evangelio de la gracia" se convirtió
para él en la única forma de entender la cruz, no sólo el criterio de su nueva existencia,
sino también la respuesta a sus interlocutores. Entre estos estaban, ante todo, los judíos
que ponían su esperanza en las obras y esperaban de ellas la salvación; y estaban también
los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; y, por último, estaban ciertos
grupos de herejes, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio
modelo de vida.

Para san Pablo la cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad;


representa el punto central de su teología, porque decir cruz quiere decir salvación como
gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento
esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad
de Corinto. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y
escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que
ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, san Pablo se presenta no con
sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo
crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y
la humildad de quien confía sólo en el "poder de Dios" (cf. 1 Co 2, 1-5).

La cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es
escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que conviene
escuchar de sus mismas palabras: "La predicación de la cruz es una necedad para los que
se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. (...) Quiso
Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los
judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo
crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Co 1, 18-23).

Las primeras comunidades cristianas, a las que san Pablo se dirige, saben muy bien que
Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los
Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue
crucificado. El "escándalo" y la "necedad" de la cruz radican precisamente en el hecho de
que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder
del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es expresión de amor y el amor es el
verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la
cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del
israelita piadoso, que no encuentra nada parecido en las Sagradas Escrituras.

San Pablo, con gran valentía, parece decir aquí que la apuesta es muy alta: para los
judíos, la cruz contradice la esencia misma de Dios, que se manifestó con signos
prodigiosos. Por tanto, aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda
conversión en el modo de relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo de rechazo
de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres,
para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la cruz es
la razón. En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez,
un alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido.

San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del
anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en
cuenta en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la
perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera
hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era
totalmente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz.

Y esta lógica griega es también la lógica común de nuestro tiempo. El concepto de


apátheia indiferencia, como ausencia de pasiones en Dios, ¿cómo habría podido
comprender a un Dios hecho hombre y derrotado, que incluso habría recuperado luego su
cuerpo para vivir como resucitado? "Te escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Hch
17, 32), le dijeron despectivamente los atenienses a san Pablo, cuando oyeron hablar de
resurrección de los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo,
concebido como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el
cuerpo? En la cultura antigua no parecía haber espacio para el mensaje del Dios
encarnado. Todo el acontecimiento "Jesús de Nazaret" parecía estar marcado por la más
total necedad y ciertamente la cruz era el aspecto más emblemático.

¿Pero por qué san Pablo, precisamente de esto, de la palabra de la cruz, hizo el punto
fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la cruz revela "el poder de
Dios" (cf. 1 Co 1, 24), que es diferente del poder humano, pues revela su amor: "La
necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más
fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Co 1, 25). Nosotros, a siglos de distancia de san
Pablo, vemos que en la historia ha vencido la cruz y no la sabiduría que se opone a la
cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta de verdad quién es Dios, es decir,
poder de amor que llega hasta la cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e
instrumentos que a nosotros, a primera vista, nos parecen sólo debilidad.

El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre; y, por otra, el verdadero
poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta gratuidad total del amor
es la verdadera sabiduría. San Pablo lo experimentó incluso en su carne, como lo
testimonia en varios pasajes de su itinerario espiritual, que se han convertido en puntos de
referencia precisos para todo discípulo de Jesús: "Él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi
fuerza se muestra perfecta en la flaqueza"" (2 Co 12, 9); y también: "Ha escogido Dios lo
débil del mundo para confundir lo fuerte" (1 Co 1, 28). El Apóstol se identifica hasta tal
punto con Cristo que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del
Hijo de Dios que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos (cf. Ga 1, 4; 2,
20). Este dato autobiográfico del Apóstol es paradigmático para todos nosotros.

San Pablo ofreció una admirable síntesis de la teología de la cruz en la segunda carta a
los Corintios (cf. 2 Co 5, 14-21), donde todo está contenido en dos afirmaciones
fundamentales: por una parte, Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado en nuestro
favor (v.21), murió por todos (v. 14); por otra, Dios nos ha reconciliado consigo, no
imputándonos nuestras culpas (vv.18-20). Por este "ministerio de la reconciliación" toda
esclavitud ha sido ya rescatada (cf. 1 Co 6, 20; 7, 23). Aquí se ve cómo todo esto es
relevante para nuestra vida. También nosotros debemos entrar en este "ministerio de la
reconciliación", que supone siempre la renuncia a la propia superioridad y la elección de
la necedad del amor.

San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la


reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros
debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad
del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de
Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para
nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: "Me amó y
se entregó a sí mismo por mí".
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 5 de noviembre de 2008

La resurrección de Cristo en la teología de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

"Si no resucitó Cristo, es vacía nuestra predicación, y es vacía también vuestra fe (...) y
vosotros estáis todavía en vuestros pecados" (1 Co 15, 14.17). Con estas fuertes palabras
de la primera carta a los Corintios, san Pablo da a entender la importancia decisiva que
atribuye a la resurrección de Jesús, pues en este acontecimiento está la solución del
problema planteado por el drama de la cruz. Por sí sola la cruz no podría explicar la fe
cristiana; más aún, sería una tragedia, señal de la absurdidad del ser. El misterio pascual
consiste en el hecho de que ese Crucificado "resucitó al tercer día, según las Escrituras"
(1 Co 15, 4); así lo atestigua la tradición protocristiana. Aquí está la clave de la
cristología paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. Toda la enseñanza
del apóstol san Pablo parte del misterio de Aquel que el Padre resucitó de la muerte y
llega siempre a él. La resurrección es un dato fundamental, casi un axioma previo (cf. 1
Co 15, 12), basándose en el cual san Pablo puede formular su anuncio (kerigma)
sintético: el que fue crucificado y que así manifestó el inmenso amor de Dios por el
hombre, resucitó y está vivo en medio de nosotros.

Es importante notar el vínculo entre el anuncio de la resurrección, tal como san Pablo lo
formula, y el que se realizaba en las primeras comunidades cristianas prepaulinas. Aquí
se puede ver realmente la importancia de la tradición que precede al Apóstol y que él, con
gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto sobre la resurrección, contenido
en el capítulo 15, versículos 1-11, de la primera carta a los Corintios, pone bien de
relieve el nexo entre "recibir" y "transmitir". San Pablo atribuye mucha importancia a la
formulación literal de la tradición; al término del pasaje que estamos examinando
subraya: "Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos" (1 Co 15, 11), poniendo así de
manifiesto la unidad del kerigma, del anuncio para todos los creyentes y para todos los
que anunciarán la resurrección de Cristo.

La tradición a la que se une es la fuente a la que se debe acudir. La originalidad de su


cristología no va nunca en detrimento de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los
Apóstoles preside siempre la re-elaboración personal de san Pablo; cada una de sus
argumentaciones parte de la tradición común, en la que se expresa la fe compartida por
todas las Iglesias, que son una sola Iglesia. Así san Pablo ofrece un modelo para todos los
tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar. El teólogo, el predicador, no crea
nuevas visiones del mundo y de la vida, sino que está al servicio de la verdad transmitida,
al servicio del hecho real de Cristo, de la cruz, de la Resurrección. Su deber es ayudarnos
a comprender hoy, tras las antiguas palabras, la realidad del "Dios con nosotros"; por
tanto, la realidad de la vida verdadera.

Aquí conviene precisar: san Pablo, al anunciar la Resurrección, no se preocupa de


presentar una exposición doctrinal orgánica —no quiere escribir una especie de manual
de teología—, sino que afronta el tema respondiendo a dudas y preguntas concretas que
le hacían los fieles. Así pues, era un discurso ocasional, pero lleno de fe y de teología
vivida. En él se encuentra una concentración de lo esencial: hemos sido "justificados", es
decir, hemos sido salvados por el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre
todo el hecho de la Resurrección, sin el cual la vida cristiana sería simplemente absurda.
En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, algo nuevo y, al mismo tiempo
algo muy concreto, marcado por señales muy precisas, registradas por numerosos
testigos.

Para san Pablo, como para los demás autores del Nuevo Testamento, la Resurrección está
unida al testimonio de quien hizo una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y
de percibir, no sólo con los ojos o con los sentidos, sino también con una luz interior que
impulsa a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan como dato objetivo. Por ello,
san Pablo, como los cuatro Evangelios, otorga una importancia fundamental al tema de
las apariciones, que son condición fundamental para la fe en el Resucitado que dejó la
tumba vacía. Estos dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús se apareció
realmente.

Así se constituye la cadena de la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles y
de los primeros discípulos, llegará a las generaciones sucesivas, hasta nosotros. La
primera consecuencia, o el primer modo de expresar este testimonio, es predicar la
resurrección de Cristo como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante de
un itinerario salvífico. Todo esto san Pablo lo hace en diversas ocasiones: se pueden
consultar las cartas y los Hechos de los Apóstoles, donde se ve siempre que para él el
punto esencial es ser testigo de la Resurrección. Cito sólo un texto: san Pablo, arrestado
en Jerusalén, está ante el Sanedrín como acusado. En esta circunstancia, en la que está en
juego su muerte o su vida, indica cuál es el sentido y el contenido de toda su predicación:
"Por esperar la resurrección de los muertos se me juzga" (Hch 23, 6). Este mismo
estribillo lo repite san Pablo continuamente en sus cartas (cf. 1 Ts 1, 9 s; 4, 13-18; 5, 10),
en las que apela a su experiencia personal, a su encuentro personal con Cristo resucitado
(cf. Ga 1, 15-16; 1 Co 9, 1).

Pero podemos preguntarnos: ¿Cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del
acontecimiento de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice a nosotros a dos mil años de
distancia? La afirmación "Cristo ha resucitado" ¿es actual también para nosotros? ¿Por
qué la Resurrección es un tema tan determinante para él y para nosotros hoy? San Pablo
da solemnemente respuesta a esta pregunta al principio de la carta a los Romanos, donde
comienza refiriéndose al "Evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de
David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,
por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 1.3-4).
San Pablo sabe bien, y lo dice muchas veces, que Jesús era Hijo de Dios siempre, desde
el momento de su encarnación. La novedad de la Resurrección consiste en el hecho de
que Jesús, elevado desde la humildad de su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de
Dios "con poder". El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora a los
Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Se ha realizado
lo que dice el Salmo 2, versículo 8: "Pídeme y te daré en herencia las naciones, en
propiedad los confines de la tierra". Por eso, con la Resurrección comienza el anuncio del
Evangelio de Cristo a todos los pueblos, comienza el reino de Cristo, este nuevo reino
que no conoce otro poder que el de la verdad y del amor.

Por tanto, la Resurrección revela definitivamente cuál es la auténtica identidad y la


extraordinaria estatura del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: Jesús es
Dios. Para san Pablo la identidad secreta de Jesús, más que en la encarnación, se revela
en el misterio de la Resurrección. Mientras el título de Cristo, es decir, "Mesías",
"Ungido", en san Pablo tiende a convertirse en el nombre propio de Jesús, y el de Señor
especifica su relación personal con los creyentes, ahora el título de Hijo de Dios ilustra la
relación íntima de Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente en el
acontecimiento pascual. Así pues, se puede decir que Jesús resucitó para ser el Señor de
los vivos y de los muertos (cf. Rm 14, 9; 2 Co 5, 15) o, con otras palabras, nuestro
Salvador (cf. Rm 4, 25).

Todo esto tiene importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a
participar hasta lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y
resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: hemos "muerto con Cristo" y creemos que
"viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más;
la muerte ya no tiene dominio sobre él" (Rm 6, 8-9). Esto se traduce en la práctica
compartiendo los sufrimientos de Cristo, como preludio a la configuración plena con él
mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza. Es lo que le sucedió también a
san Pablo, cuya experiencia personal está descrita en las cartas con tonos tan apremiantes
como realistas: "Y conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión de sus
padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la
resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 10-11; cf. 2 Tm 2, 8-12).

La teología de la cruz no es una teoría; es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la fe en


Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos los días, implica
sufrimientos. El cristianismo no es el camino de la comodidad; más bien, es una escalada
exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de él. San
Agustín dice: a los cristianos no se les ahorra el sufrimiento; al contrario, les toca un poco
más, porque vivir la fe expresa el valor de afrontar la vida y la historia más en
profundidad. Con todo, sólo así, experimentando el sufrimiento, conocemos la vida en su
profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada por Cristo crucificado y
resucitado. El creyente se encuentra situado entre dos polos: por un lado, la Resurrección,
que de algún modo está ya presente y operante en nosotros (cf. Col 3, 1-4; Ef 2, 6); por
otro, la urgencia de insertarse en el proceso que conduce a todos y todo a la plenitud,
descrita en la carta a los Romanos con una imagen audaz: como toda la creación gime y
sufre casi dolores del parto, así también nosotros gemimos en espera de la redención de
nuestro cuerpo, de nuestra redención y resurrección (cf. Rm 8, 18-23).

En síntesis, podemos decir con san Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación
profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo con el corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos (cf. Rm 10, 9). Es importante ante todo el corazón que cree
en Cristo y que por la fe "toca" al Resucitado; pero no basta llevar en el corazón la fe;
debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente
la verdad de la cruz y de la resurrección en nuestra historia.

De esta forma el cristiano se inserta en el proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre
y sujeto a la corrupción y a la muerte, se va transformando en el último Adán, celestial e
incorruptible (cf. 1 Co 15, 20-22.42-49). Este proceso se inició con la resurrección de
Cristo, en la que, por tanto, se funda la esperanza de que también nosotros podremos
entrar un día con Cristo en nuestra verdadera patria que está en el cielo. Sostenidos por
esta esperanza proseguimos con valor y con alegría.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 12 de noviembre de 2008

La parusía en la predicación de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

El tema de la Resurrección, sobre el que hablamos la semana pasada, abre una nueva
perspectiva, la de la espera de la vuelta del Señor y, por ello, nos lleva a reflexionar sobre
la relación entre el tiempo presente, tiempo de la Iglesia y del reino de Cristo, y el futuro
(éschaton) que nos espera, cuando Cristo entregará el Reino al Padre (cf.1 Co 15, 24).
Todo discurso cristiano sobre las realidades últimas, llamado escatología, parte siempre
del acontecimiento de la Resurrección: en este acontecimiento las realidades últimas ya
han comenzado y, en cierto sentido, ya están presentes.

Probablemente en el año 52 san Pablo escribió la primera de sus cartas, la primera carta a
los Tesalonicenses, donde habla de esta vuelta de Jesús, llamada parusía, adviento,
nueva, definitiva y manifiesta presencia (cf. 1 Ts 4, 13-18). A los Tesalonicenses, que
tienen sus dudas y problemas, el Apóstol escribe así: "Si creemos que Jesús murió y que
resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús" (1 Ts 4,
14). Y continúa: "Los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con
ellos, al encuentro del Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor" (1 Ts 4,
16-17). San Pablo describe la parusía de Cristo con acentos muy vivos y con imágenes
simbólicas, pero que transmiten un mensaje sencillo y profundo: al final estaremos
siempre con el Señor. Este es, más allá de las imágenes, el mensaje esencial: nuestro
futuro es "estar con el Señor"; en cuanto creyentes, en nuestra vida ya estamos con el
Señor; nuestro futuro, la vida eterna, ya ha comenzado.

En la segunda carta a los Tesalonicenses, san Pablo cambia la perspectiva; habla de


acontecimientos negativos, que deberán suceder antes del final y conclusivo. No hay que
dejarse engañar —dice— como si el día del Señor fuera verdaderamente inminente,
según un cálculo cronológico: "Por lo que respecta a la venida de nuestro Señor
Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan
fácilmente en vuestros ánimos, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por
algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que
está inminente el día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera" (2 Ts 2, 1-3).
La continuación de este texto anuncia que antes de la venida del Señor tiene que llegar la
apostasía y se revelará un no bien identificado "hombre impío", el "hijo de la perdición"
(2 Ts 2, 3), que la tradición llamará después el Anticristo.
Pero la intención de esta carta de san Pablo es ante todo práctica; escribe: "Cuando
estábamos entre vosotros os mandábamos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco
coma. Porque nos hemos enterado de que hay entre vosotros algunos que viven
desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A esos les mandamos y
les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio
pan" (2 Ts 3, 10-12). En otras palabras, la espera de la parusía de Jesús no dispensa del
trabajo en este mundo; al contrario, crea responsabilidad ante el Juez divino sobre nuestro
obrar en este mundo. Precisamente así crece nuestra responsabilidad de trabajar en y para
este mundo. Veremos lo mismo el domingo próximo en el pasaje evangélico de los
talentos, donde el Señor nos dice que ha confiado talentos a todos y el Juez nos pedirá
cuentas de ellos diciendo: ¿Habéis dado fruto? Por tanto la espera de su venida implica
responsabilidad con respecto a este mundo.

En la carta a los Filipenses, en otro contexto y con aspectos nuevos, aparece esa misma
verdad y el mismo nexo entre parusía —vuelta del Juez-Salvador— y nuestro
compromiso en la vida. San Pablo está en la cárcel esperando la sentencia, que puede ser
de condena a muerte. En esta situación piensa en su futuro "estar con el Señor", pero
piensa también en la comunidad de Filipos, que necesita a su padre, san Pablo, y escribe:
"Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa
para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos partes: por
una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor;
mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido
de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de
vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús,
cuando yo vuelva a estar entre vosotros" (Flp 1, 21-26).

San Pablo no tiene miedo a la muerte; al contrario: de hecho, la muerte indica el


completo estar con Cristo. Pero san Pablo participa también de los sentimientos de Cristo,
el cual no vivió para sí mismo, sino para nosotros. Vivir para los demás se convierte en el
programa de su vida y por ello muestra su perfecta disponibilidad a la voluntad de Dios, a
lo que Dios decida. Sobre todo, está disponible, también en el futuro, a vivir en esta tierra
para los demás, a vivir para Cristo, a vivir para su presencia viva y así para la renovación
del mundo. Vemos que este estar con Cristo crea a san Pablo una gran libertad interior:
libertad ante la amenaza de la muerte, pero también libertad ante todas las tareas y los
sufrimientos de la vida. Está sencillamente disponible para Dios y es realmente libre.

Y ahora, después de haber examinado los diversos aspectos de la espera de la parusía de


Cristo, pasamos a preguntarnos: ¿Cuáles son las actitudes fundamentales del cristiano
ante las realidades últimas: la muerte, el fin del mundo? La primera actitud es la certeza
de que Jesús ha resucitado, está con el Padre y, por eso, está con nosotros para siempre. Y
nadie es más fuerte que Cristo, porque está con el Padre, está con nosotros. Por eso
estamos seguros y no tenemos miedo. Este era un efecto esencial de la predicación
cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, era muy común en todo el mundo antiguo.
También hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones
naturales, se encuentran con el miedo a los espíritus, a los poderes nefastos que nos
amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha vencido a todos estos poderes. Con
esta certeza, con esta libertad, con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de
nuestro vivir con respecto al futuro.

En segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo, de que en Cristo el mundo
futuro ya ha comenzado, también da certeza de la esperanza. El futuro no es una
oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy el futuro es
oscuro para el mundo, hay mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo
es más fuerte y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da
certeza y valor para afrontar el futuro.

Por último, la tercera actitud. El Juez que vuelve —es Juez y Salvador a la vez— nos ha
confiado la tarea de vivir en este mundo según su modo de vivir. Nos ha entregado sus
talentos. Por eso nuestra tercera actitud es: responsabilidad con respecto al mundo, a los
hermanos, ante Cristo y, al mismo tiempo, también certeza de su misericordia. Ambas
cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran iguales, porque Dios
sólo puede ser misericordioso. Esto sería un engaño. En realidad, vivimos en una gran
responsabilidad. Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra
a Cristo, para que se renueve. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra
responsabilidad que Dios es verdadero juez, también estamos seguros de que este juez es
bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo resucitado, de Cristo crucificado por
nosotros. Por eso podemos estar seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.

Un dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología es el de la universalidad de


la llamada a la fe, que reúne a los judíos y a los gentiles, es decir, a los paganos, como
signo y anticipación de la realidad futura, por lo que podemos decir que ya estamos
sentados en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar en los siglos futuros la riqueza de la
gracia (cf. Ef 2, 6 s): el después se convierte en un antes para hacer evidente el estado de
realización incipiente en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento
presente, que no son comparables a la gloria futura (cf. Rm 8, 18). Se camina en la fe y no
en la visión, y aunque sería preferible salir del destierro del cuerpo y estar con el Señor,
lo que cuenta en definitiva, habitando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradables a
Dios (cf. 2 Co 5, 7-9).

Finalmente, un último punto que quizás parezca un poco difícil para nosotros. En la
conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone también en labios
de los Corintios una oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de
Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa "Señor nuestro, ¡ven!" (1 Co 16, 22).
Era la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del Nuevo
testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: "¡Ven, Señor!". ¿Podemos rezar
así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro
mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva
Jerusalén, para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos
motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma justa y
correcta podemos decir también con los primeros cristianos: "¡Ven, Señor Jesús!".
Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte,
queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo
cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de
justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero ¿cómo podría
suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un
mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en
profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las
circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes.
Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en
Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también
entre los ricos que te han olvidado, que viven sólo para sí mismos. Ven donde eres
desconocido. Ven a tu modo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestro corazón,
ven y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos
ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido oramos con san Pablo: Maranà, thà!
"¡Ven, Señor Jesús"!, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro
mundo y lo renueve.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 19 de noviembre de 2008

La justificación en la enseñanza de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

En el camino que estamos recorriendo guiados por san Pablo, queremos reflexionar ahora
sobre un tema que está en el centro de las controversias del siglo de la Reforma: la
cuestión de la justificación. ¿Cómo llega a ser justo el hombre a los ojos de Dios?
Cuando san Pablo se encontró con el Resucitado en el camino de Damasco era un hombre
realizado: irreprensible en cuanto a la justicia que deriva de la Ley (cf. Flp 3, 6), superaba
a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones mosaicas y era celoso
en sostener las tradiciones de sus padres (cf. Ga 1, 14). La iluminación de Damasco le
cambió radicalmente la existencia: comenzó a considerar todos sus méritos, logrados en
una carrera religiosa integérrima, como "basura" frente a la sublimidad del conocimiento
de Jesucristo (cf. Flp 3, 8). La carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio
conmovedor del paso de san Pablo de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la
observancia de las obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: comprendió
que todo lo que hasta entonces le había parecido una ganancia, en realidad frente a Dios
era una pérdida, y por ello decidió apostar toda su existencia por Jesucristo (cf. Flp 3, 7).
El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa, por cuya adquisición invierte todo lo
demás, ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo, su Señor.

La relación entre san Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda que lo impulsó a
afirmar que Cristo ya no era solamente su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para
poder alcanzarlo, incluso el morir era una ganancia (cf. Flp 1, 21). No es que despreciara
la vida, sino que había comprendido que para él el vivir ya no tenía otro objetivo, y por
tanto ya no albergaba otro deseo que alcanzar a Cristo, como en una competición de
atletismo, para estar siempre con él: el Resucitado se había convertido en el principio y el
fin de su existencia, el motivo y la meta de su carrera.

Sólo la preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que había evangelizado


y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cf. 2 Co 11, 28) lo impulsaban a
ralentizar la carrera hacia su único Señor, para esperar a los discípulos de modo que
pudieran correr con él hacia la meta. Aunque en la anterior observancia de la Ley no tenía
nada que reprocharse desde el punto de vista de la integridad moral, una vez alcanzado
por Cristo prefería no juzgarse a sí mismo (cf. 1 Co 4, 3-4), sino que se limitaba a correr
para conquistar a Aquel por el que había sido conquistado (cf. Flp 3, 12).

Precisamente por esta experiencia personal de la relación con Jesucristo, san Pablo pone
ya en el centro de su Evangelio una irreductible oposición entre dos itinerarios
alternativos hacia la justicia: uno construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado
sobre la gracia de la fe en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley y
la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas predominantes en sus
cartas: "Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo,
conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en
Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la
justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la Ley
nadie será justificado" (Ga 2, 15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que "todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia,
en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús" (Rm 3, 23-24). Y añade: "Pensamos
que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley" (Rm 3,
28). Lutero en este punto tradujo "justificado sólo por la fe". Volveré sobre esto al final
de la catequesis, pues antes debemos aclarar qué es esta "Ley" de la que hemos sido
liberados y qué son esas "obras de la Ley" que no justifican.

Ya en la comunidad de Corinto existía la opinión, que se repetirá muchas veces a lo largo


de la historia, según la cual se trataba de la ley moral y que, por tanto, la libertad cristiana
consistía en la liberación de la ética. Así, en Corinto circulaba la expresión “πάντα μοι
έξεστιν” (todo me es lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea: la libertad
cristiana no es libertinaje; la liberación de la que habla san Pablo no es liberación de
hacer el bien.

¿Pero qué significa, por consiguiente, la Ley de la que hemos sido liberados y que no
salva? Para san Pablo, como para todos sus contemporáneos, la palabra Ley significaba la
Torá en su totalidad, es decir, los cinco libros de Moisés. En la interpretación de los
fariseos, la que había estudiado y hecho suya san Pablo, la Torá implicaba un conjunto de
comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta las observancias rituales y
cultuales que determinaban sustancialmente la identidad del hombre justo. De modo
particular, la circuncisión, las observancias acerca del alimento puro y en general la
pureza ritual, las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Esos comportamientos
también aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos.

Todas estas observancias, que expresan una identidad social, cultural y religiosa, habían
llegado a ser singularmente importantes en el tiempo de la cultura helenística,
comenzando desde el siglo III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la cultura
universal de entonces y era una cultura aparentemente racional, una cultura politeísta
aparentemente tolerante, constituía una fuerte presión hacia la uniformidad cultural y así
amenazaba la identidad de Israel, que se veía políticamente obligado a entrar en esa
identidad común de la cultura helenística con la consiguiente pérdida de su propia
identidad, que implicaba también la pérdida de la preciosa herencia de la fe de sus padres,
de la fe en el único Dios y en las promesas de Dios.

Contra esa presión cultural, que no sólo amenazaba la identidad israelita, sino también la
fe en el único Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de contención, un
escudo de defensa que protegiera la preciosa herencia de la fe; ese muro consistía
precisamente en las observancias y prescripciones judías. San Pablo, que había aprendido
estas observancias precisamente en su función defensiva del don de Dios, de la herencia
de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad por la libertad de los cristianos:
por eso los perseguía.

En el momento de su encuentro con el Resucitado comprendió que con la resurrección de


Cristo la situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único
Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro entre Israel y los
paganos —así lo dice la carta a los Efesios— ya no era necesario: es Cristo quien nos
protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es Cristo quien nos une con Dios y
en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra verdadera identidad en la diversidad
de las culturas. El muro ya no es necesario. Cristo es nuestra identidad común en la
diversidad de las culturas, y es él el que nos hace justos. Ser justo quiere decir
sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y esto basta. Ya no son necesarias otras
observancias. Por eso la expresión "sola fide" de Lutero es verdadera si no se opone la fe
a la caridad, al amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo,
conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por tanto, creer
es conformarse a Cristo y entrar en su amor. Por eso, san Pablo en la carta a los Gálatas,
en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre la justificación, habla de la fe que
obra por medio de la caridad (cf. Ga 5, 6).

San Pablo sabe que en el doble amor a Dios y al prójimo está presente y se cumple toda
la Ley. Así, en la comunión con Cristo, en la fe que crea la caridad, se realiza toda la Ley.
Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es el amor. Veremos lo
mismo en el evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el evangelio
del juez cuyo único criterio es el amor. Sólo pide esto: ¿Me visitaste cuando estaba
enfermo?, ¿cuando estaba en la cárcel? ¿Me diste de comer cuando tenía hambre?, ¿me
vestiste cuando estaba desnudo? Así la justicia se decide en la caridad. Así, al final de
este evangelio, podemos decir casi: sólo amor, sólo caridad. Pero no hay contradicción
entre este evangelio y san Pablo. Es la misma visión según la cual la comunión con
Cristo, la fe en Cristo, crea la caridad. Y la caridad es realización de la comunión con
Cristo. Así, estando unidos a él, somos justos, y de ninguna otra forma.

Al final, sólo podemos orar al Señor para que nos ayude a creer. Creer realmente; así,
creer llega a ser vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así,
transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente
justos a los ojos de Dios.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 26 de noviembre de 2008

  

La doctrina de la justificación. De la fe a las obras

Queridos hermanos y hermanas: 

En la catequesis del miércoles pasado hablé de la cuestión de cómo el hombre llega a ser
justo ante Dios. Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de ser
"justo" con sus propias acciones, sino que realmente sólo puede llegar a ser "justo" ante
Dios porque Dios le confiere su "justicia" uniéndolo a Cristo, su Hijo. Y esta unión con
Cristo, el hombre la obtiene  mediante la fe. En este sentido, san  Pablo nos dice:  no son
nuestras obras, sino la fe la que nos hace "justos".

Sin embargo, esta fe no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión
con Cristo, que el Señor nos concede y por eso se convierte en vida, en conformidad con
él. O, con otras palabras, la fe, si es verdadera, si es real, se convierte en amor, se
convierte en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería
verdadera fe. Sería fe muerta.

Por tanto, en la última catequesis encontramos dos niveles:  el de la irrelevancia de


nuestras acciones, de nuestras obras para alcanzar la salvación, y el de la "justificación"
mediante la fe que produce el fruto del Espíritu. Confundir estos dos niveles ha causado,
en el transcurso de los siglos, no pocos malentendidos en la cristiandad. En este contexto
es importante que san Pablo, en la misma carta a los Gálatas, por una parte, ponga el
acento de forma radical en la gratuidad de la justificación no por nuestras obras, pero que,
al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las
obras:  "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino
solamente la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). En consecuencia, por una parte, están
las "obras de la carne" que son "fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (cf. Ga 5,
19-21):  todas obras contrarias a la fe; y, por otra, está la acción del Espíritu Santo, que
alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23):  estos son los  frutos  del Espíritu
que brotan de la fe.

Al inicio de esta lista de virtudes se cita al agapé, el amor; y, en la conclusión, el dominio


de sí. En realidad, el Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, derrama su primer
don, el agapé, en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5); y el agapé, el amor, para expresarse
en plenitud exige el dominio de sí. Sobre el amor del Padre y del Hijo, que nos alcanza y
transforma profundamente nuestra existencia, traté también en mi primera encíclica: 
Deus caritas est. Los creyentes saben que en el amor mutuo se encarna el amor de Dios y
de Cristo, por medio del Espíritu.
Volvamos a la carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que los creyentes, soportándose
mutuamente, cumplen el mandamiento del amor (cf. Ga 6, 2). Justificados por el don de
la fe en Cristo, estamos llamados a vivir amando a Cristo en el prójimo, porque según
este criterio seremos juzgados al final de nuestra existencia. En realidad, san Pablo no
hace sino repetir lo que había dicho Jesús mismo y que nos recordó el Evangelio del
domingo pasado, en la parábola del Juicio final.

En la primera carta a los Corintios, san Pablo hace un célebre elogio del amor. Es el
llamado "himno a la caridad":  "Aunque hablara las lenguas de los hombre y de los
ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. (...) La
caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se
engríe; es decorosa; no busca su interés..." (1 Co 13, 1. 4-5). El amor cristiano es muy
exigente porque brota del amor total de Cristo por nosotros:  el amor  que  nos  reclama,
nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir ya
para nosotros mismos, encerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y
resucitado por nosotros" (cf. 2 Co 5, 15). El amor de Cristo nos hace ser en él la criatura
nueva (cf. 2 Co 5, 17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de
la predicación de san Pablo, no está en contradicción con la fe que actúa en el amor; al
contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. A menudo
se ha visto una contraposición infundada entre la teología de san Pablo y la de Santiago,
que, en su carta escribe:  "Del mismo modo que el cuerpo sin espíritu está muerto, así
también la fe sin obras está muerta" (St 2, 26). En realidad, mientras que san Pablo se
preocupa ante todo en demostrar que la fe en Cristo es
necesaria y suficiente, Santiago pone el acento en las relaciones de consecuencia entre la
fe y las obras (cf. St 2, 2-4).

Así pues, tanto para san Pablo como para Santiago, la fe que actúa en el amor atestigua el
don gratuito de la justificación en Cristo. La salvación, recibida en Cristo, debe ser
conservada y testimoniada "con respeto y temor. De hecho, es Dios quien obra en
vosotros el querer y el obrar como bien le parece. Hacedlo todo sin murmuraciones ni
discusiones (...), presentando la palabra de vida", dirá también san Pablo a los cristianos
de Filipos (cf. Flp 2, 12-14. 16).

Con frecuencia tendemos a caer en los mismos malentendidos que caracterizaban a la


comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados
gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les era lícito". Y pensaban, y a menudo parece
que lo piensan también los cristianos de hoy, que es lícito crear divisiones en la Iglesia,
Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin interesarse por los hermanos más necesitados,
aspirar a los carismas mejores sin darse cuenta de que somos miembros unos de otros,
etc.

Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se


reduce al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos. Al
contrario, siguiendo a san Pablo, debemos tomar nueva conciencia de que, precisamente
porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos ya a nosotros mismos,
sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y por eso estamos llamados a
glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cf. 1 Co 6, 19). Sería un
desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro
precio de la sangre de Cristo, no lo glorificáramos con nuestro cuerpo.

En realidad, este es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo


"espiritual", por el que san Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio
vivo, santo y agradable a Dios" (cf. Rm 12, 1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se
dirigiera sólo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los
hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus
comunidades frente al Juicio final, con ocasión del cual todos "seremos puestos  al
descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo
en su vida mortal, el bien o el mal" (2 Co 5, 10; cf. también Rm 2, 16). Y este
pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.

Si la ética que san Pablo propone a los creyentes no degenera en formas de moralismo y
se muestra actual para nosotros, es porque cada vez vuelve a partir de la relación personal
y comunitaria con Cristo, para hacerse realidad en la vida según el Espíritu. Esto es
esencial:  la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es
consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad influye en la vida:  si es
verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.

Por eso, cualquier decaimiento ético no se limita a la esfera individual, sino que al mismo
tiempo es una devaluación de la fe personal y comunitaria:  de ella deriva y sobre ella
influye de forma determinante. Así pues, dejémonos alcanzar por la reconciliación, que
Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros:  nada ni nadie nos
podrá separar nunca de su amor (cf. Rm 8, 39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza
nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de diciembre de 2008

El pecado original en la enseñanza de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy trataremos sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas
por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), en la que
entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En
verdad, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san
Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: "Pues del mismo
modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (...) Fue hecho el
primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1 Co 15,
22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e
iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y
desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las
consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante
él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del "mucho
más" referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado
de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede
llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).
Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la
inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.

Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san
Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la
centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que "a causa de
un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte" (Rm 5, 12). Por eso, si en
la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque
este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en
Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la
humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el
horizonte de la justificación en Cristo.

Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué
enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina?
Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la
doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la
humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor
perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?
Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado
original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible —yo diría,
tangible— para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico
de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una
parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer.
Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del
egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra
el bien, contra Dios y contra el prójimo.

San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas
palabras: "Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago
el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rm 7, 18-19). Esta contradicción
interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los
días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda
voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria.
Lo vemos cada día: es un hecho.

Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la


historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador
francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra
naturaleza originaria, buena. Esta "segunda naturaleza" nos presenta el mal como algo
normal para el hombre. Así también la típica expresión "esto es humano" tiene un doble
significado. "Esto es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa
como debería actuar un hombre. Pero "esto es humano" puede también querer decir algo
falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda
naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y
provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo
cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está
presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de
cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del
deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros
mismos.

Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es
innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento,
prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas
variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien
como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos
principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo
sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre,
desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser
reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.

En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión.
Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal
desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno,
sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana
desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los
cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una
mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del
ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo
cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de
mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en
el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento
moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.

Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer
punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de
este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la
carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente.
Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos
considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos
misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios
de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno
bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es
bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de
mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el
gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un
bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de
oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente
originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.

¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico.
Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa
con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos
árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar,
pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar;
ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más
profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.

Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente


subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la
criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del
evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de
una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría
dice: "Las criaturas del mundo son saludables" (Sb 1, 14).

Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está
curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la
permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y
resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente
en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los
simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso.

Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra


Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo
es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos
abrir los ojos del corazón para verla, para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo,
debemos agradecer el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva
fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es
aún fuerte. Por ello rezamos en Adviento con el antiguo pueblo de Dios: "Rorate caeli
desuper". Y oramos con insistencia: Ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven a
donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor
Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz,

agentes de paz, testigos de la verdad. ¡Ven, Señor Jesús!


AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 10 de diciembre de 2008

El papel de los sacramentos

Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo a san Pablo, en la catequesis del miércoles pasado vimos dos datos. El primero
es que nuestra historia humana, desde sus inicios, está contaminada por el abuso de la
libertad creada, que quiere emanciparse de la Voluntad divina. Y así no encuentra la
verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y, en consecuencia, falsifica nuestras
realidades humanas. Y falsifica sobre todo las relaciones fundamentales: la relación con
Dios, la relación entre hombre y mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Dijimos
que esta contaminación de nuestra historia se difunde en todo su entramado y que este
defecto heredado fue aumentando y ahora es visible por doquier. Este era el primer dato.

El segundo es este: de san Pablo hemos aprendido que en Jesucristo, que es hombre y
Dios, existe un nuevo inicio en la historia y de la historia. Con Jesús, que viene de Dios,
comienza una nueva historia formada por su sí al Padre y, por eso, no fundada en la
soberbia de una falsa emancipación, sino en el amor y en la verdad.

Pero ahora se plantea la cuestión: ¿Cómo podemos entrar nosotros en este nuevo inicio,
en esta nueva historia? ¿Cómo me llega a mí esta nueva historia? A la primera historia
contaminada estamos vinculados inevitablemente por nuestra descendencia biológica,
pues todos pertenecemos al único cuerpo de la humanidad. Pero, ¿cómo se realiza la
comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva
humanidad? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san
Pablo, de todo el Nuevo Testamento, es esta: llega por obra del Espíritu Santo. Si la
primera historia se pone en marcha, por decirlo así, con la biología, la segunda la pone en
marcha el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu creó en
Pentecostés el inicio de la nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo
de Cristo.

Pero debemos ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo
puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es lo que acontece de tres modos,
íntimamente relacionados entre sí. El primero es: el Espíritu de Cristo llama a las puertas
de mi corazón, me toca en mi interior. Pero, dado que la nueva humanidad debe ser un
verdadero cuerpo; dado que el Espíritu debe reunirnos y crear realmente una comunidad;
dado que es característico del nuevo inicio superar las divisiones y crear la agregación de
los elementos dispersos, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación
visible: de la Palabra del anuncio y de los sacramentos, en particular el Bautismo y la
Eucaristía.
En la carta a los Romanos dice san Pablo: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y
crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10, 9), es
decir, entrarás en la nueva historia, historia de vida y no de muerte. Luego san Pablo
prosigue: "Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en
aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si
no son enviados?" (Rm 10, 14-15). Y dos versículos después añade: "La fe viene de la
escucha" (Rm 10, 17).

Así pues, la fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión; es algo


nuevo, que no podemos inventar, sino que recibimos como don, como una novedad
producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha. No es algo sólo
interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con el anuncio, supone la
existencia de otro que anuncia y crea comunión.

Y, por último, el anuncio: el que anuncia no habla en nombre propio, sino que es enviado.
Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús, enviado por el Padre;
pasa por los Apóstoles —la palabra apóstoles significa precisamente "enviados"—; y
prosigue en el ministerio, en las misiones transmitidas por los Apóstoles. El nuevo
entramado de la historia se manifiesta en esta estructura de las misiones, en la que en
definitiva escuchamos que nos habla Dios mismo, su Palabra personal; el Hijo habla con
nosotros, llega hasta nosotros. La Palabra se hizo carne, Jesús, para crear realmente una
nueva humanidad. Por eso, la palabra del anuncio se transforma en sacramento en el
Bautismo, que es volver a nacer del agua y del Espíritu, como dirá san Juan.

En el capítulo sexto de la carta a los Romanos, san Pablo habla del Bautismo de un modo
muy profundo. Hemos escuchado el texto. Pero tal vez conviene repetirlo: "¿Ignoráis que
cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos,
pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros
vivamos una vida nueva" (Rm 6, 3-4).

Naturalmente, en esta catequesis no puedo entrar en una interpretación detallada de este


texto no fácil. Sólo quiero notar brevemente tres datos. El primero: "Hemos sido
bautizados" es voz pasiva. Nadie puede bautizarse a sí mismo, necesita a otro. Nadie
puede hacerse cristiano por sí mismo. Llegar a ser cristianos es un proceso pasivo. Sólo
otro nos puede hacer cristianos. Y este "otro" que nos hace cristianos, que nos da el don
de la fe, es en primera instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. De la Iglesia
recibimos la fe, el Bautismo. Si no nos dejamos formar por esta comunidad, no llegamos
a ser cristianos. Un cristianismo autónomo, auto-producido, es una contradicción en sí
mismo.

Como acabo de decir, en primera instancia, este "otro" es la comunidad de los creyentes,
la Iglesia; pero en segunda instancia, esta comunidad tampoco actúa por sí misma, no
actúa según sus propias ideas y deseos. También la comunidad vive en el mismo proceso
pasivo: sólo Cristo puede constituir a la Iglesia. Cristo es el verdadero donante de los
sacramentos. Este es el primer punto: nadie se bautiza a sí mismo; nadie se hace a sí
mismo cristiano. Cristianos se llega a ser.

El segundo dato es este: el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y resurrección.
San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del viraje de su vida que se produjo
en el encuentro con Cristo resucitado, lo describe con la palabra: "estoy muerto". En ese
momento comienza realmente una nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una
operación cosmética, que añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos
completa. Es un nuevo inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la
resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior.

El tercer dato es: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es una
realidad puramente espiritual. Implica el cuerpo. Implica el cosmos. Se extiende hacia la
nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a las últimas palabras del texto de san Pablo:
así —dice— podemos "caminar en una vida nueva". Se trata de un punto de examen de
conciencia para todos nosotros: caminar en una vida nueva. Esto por el Bautismo.

Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía. En otras catequesis ya he puesto de relieve


el profundo respeto con el que san Pablo transmite verbalmente la tradición sobre la
Eucaristía, que recibió de los mismos testigos de la última noche. Transmite esas palabras
como un valioso tesoro encomendado a su fidelidad. Así, en esas palabras escuchamos
realmente a los testigos de la última noche. Escuchemos las palabras del Apóstol:
"Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que
fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo,
que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, después de cenar, tomó
el cáliz diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebáis,
hacedlo en memoria mía"" (1 Co 11, 23-25). Es un texto inagotable.

También aquí, en esta catequesis, hago sólo dos observaciones. San Pablo transmite las
palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es "la nueva alianza en mi sangre". En
estas palabras se esconde una alusión a dos textos fundamentales del Antiguo
Testamento. En primer lugar se alude a la promesa de una nueva alianza en el Libro del
profeta Jeremías. Jesús dice a los discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora,
conmigo y con mi muerte se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el
mundo esta nueva historia de la humanidad.

Pero en esas palabras también se encuentra una alusión al momento de la alianza del
Sinaí, donde Moisés dijo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con
vosotros, según todas estas palabras" (Ex 24, 8). Allí se trataba de sangre de animales. La
sangre de animales sólo podía ser expresión de un deseo, espera del verdadero sacrificio,
del verdadero culto. Con el don del cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único
sacrificio verdadero es el amor del Hijo. Con el don de este amor, un amor eterno, el
mundo entra en la nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí
mismo, nos da su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.
El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía se encuentra también en
la primera carta a los Corintios donde san Pablo dice: "El cáliz de bendición que
bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no
es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, dado que hay un solo pan, nosotros, aun
siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10,
16-17). En estas palabras se ponen de manifiesto a la vez el carácter personal y el carácter
social del sacramento de la Eucaristía.

Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo se une también
al hombre y a la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y también para los otros.
De este modo Cristo nos une a todos a sí, y nos une a todos nosotros, unos con otros. En
la Comunión recibimos a Cristo. Pero Cristo se une también a mi prójimo. Cristo y el
prójimo son inseparables en la Eucaristía. Así, todos somos un solo pan, un solo cuerpo.
Una Eucaristía sin solidaridad con los demás es un abuso. Y aquí estamos también en la
raíz y a la vez en el centro de la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo, de
Cristo resucitado.

Veamos también todo el realismo de esta doctrina. En la Eucaristía Cristo nos da su


cuerpo, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos transforma en su cuerpo, nos une a su
cuerpo resucitado. Cuando el hombre come pan normal, por el proceso de la digestión ese
pan se convierte en parte de su cuerpo, transformado en sustancia de vida humana. Pero
en la sagrada Comunión se realiza el proceso inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí,
nos introduce en su Cuerpo glorioso y así todos juntos llegamos a ser su Cuerpo.

Quien lee solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y el capítulo 12 de


la carta a los Romanos podría pensar que las palabras sobre el Cuerpo de Cristo como
organismo de los carismas constituyen sólo una especie de parábola sociológico-
teológica. En realidad, en el ámbito romano de la política, el Estado mismo usaba esta
parábola del cuerpo con miembros diversos que forman una unidad, para decir que el
Estado es un organismo en el que cada uno tiene una función, que la multiplicidad y la
diversidad de funciones forman un cuerpo y en él cada uno tiene su lugar.

Leyendo solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, se podría pensar


que san Pablo se limita a aplicar esto a la Iglesia, que también se trata sólo de una
concepción sociológica de la Iglesia. Pero, teniendo presente también el capítulo 10,
vemos que el realismo de la Iglesia es muy diferente, mucho más profundo y verdadero
que el de un Estado-organismo. Porque Cristo da realmente su cuerpo y nos hace su
cuerpo. Llegamos a estar realmente unidos al Cuerpo resucitado de Cristo, y así unidos
unos a otros. La Iglesia no es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es
simplemente una organización, sino un verdadero organismo.

Por último, añado unas pocas palabras sobre el sacramento del Matrimonio. En la carta a
los Corintios se encuentran sólo algunas alusiones, mientras que la carta a los Efesios
desarrolló realmente una profunda teología del Matrimonio. En ella san Pablo define el
Matrimonio: un "gran misterio". Lo dice "respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5, 32).
Conviene notar en este paso una reciprocidad que se configura en una dimensión vertical.
La sumisión mutua debe adoptar el lenguaje del amor, cuyo modelo es el amor de Cristo
a la Iglesia. Esta relación entre Cristo y la Iglesia hace que tenga prioridad el aspecto
teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los esposos.

Un auténtico matrimonio se vivirá bien si en el crecimiento humano y afectivo constante


los esposos se esfuerzan por mantenerse siempre unidos a la eficacia de la Palabra y al
significado del Bautismo. Cristo ha santificado a la Iglesia, purificándola por medio del
baño del agua, acompañado por la Palabra. La participación en el cuerpo y la sangre del
Señor no hace más que fortificar, además de visualizar, una unión hecha indisoluble por
la gracia.

Yal final escuchemos las palabras de san Pablo a los Filipenses: "El Señor está cerca"
(Flp 4, 5). Me parece que hemos entendido que, mediante la Palabra y los sacramentos,
en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle que esta cercanía siempre nos toque
en lo más íntimo de nuestro ser, a fin de que nazca la alegría, la alegría que nace cuando
Jesús está realmente cerca.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de enero de 2009

Ha llegado el tiempo del verdadero culto

Queridos hermanos y hermanas: 

En esta primera audiencia general del año 2009 deseo expresaros a todos mi más cordial
felicitación por el año nuevo recién comenzado. Reavivemos en nosotros el compromiso
de abrir a Cristo la mente y el corazón para ser y vivir como verdaderos amigos suyos. Su
compañía hará que este año, a pesar de sus inevitables dificultades, sea un camino lleno
de alegría y de paz. En efecto, sólo si permanecemos unidos a Jesús, el año nuevo será
bueno y feliz.

El compromiso de unión con Cristo es el ejemplo que nos da también san Pablo.
Prosiguiendo las catequesis dedicadas a él, reflexionaremos hoy sobre uno de los
aspectos importantes de su pensamiento, el relativo al culto que los cristianos están
llamados a tributar. En el pasado, se solía hablar de una tendencia más bien anti-cultual
del Apóstol, de una "espiritualización" de la idea del culto. Hoy comprendemos mejor
que san Pablo ve en la cruz de Cristo un viraje histórico, que transforma y renueva
radicalmente la realidad del culto. Hay sobre todo tres textos de la carta a los Romanos
en los que aparece  esta  nueva visión del culto.

1. En Rm 3, 25, después de hablar de la "redención realizada por Cristo Jesús", san Pablo
continúa con una fórmula misteriosa para nosotros. Dice así:  Dios lo "exhibió como
instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe". Con la expresión
"instrumento de propiciación", más bien extraña para nosotros, san Pablo alude al así
llamado "propiciatorio" del templo antiguo, es decir, a la cubierta del arca de la alianza,
que estaba pensada como punto de contacto entre Dios y el hombre, punto de la presencia
misteriosa de Dios en el mundo de los hombres. Este "propiciatorio", en el gran día de la
reconciliación —"yom kippur"— se asperjaba con la sangre de animales sacrificados,
sangre que simbólicamente ponía los pecados del año transcurrido en contacto con Dios
y, así, los pecados arrojados al abismo de la bondad divina quedaban como absorbidos
por la fuerza de Dios, superados, perdonados. La vida volvía a comenzar.

San Pablo alude a este rito y dice que era expresión del deseo de que realmente se
pudieran poner todas nuestras culpas en el abismo de la misericordia divina para hacerlas
así desaparecer. Pero con la sangre de animales no se realiza este proceso. Era necesario
un contacto más real entre la culpa humana y el amor divino. Este contacto tuvo lugar en
la cruz de Cristo. Cristo, verdadero Hijo de Dios, que se hizo verdadero hombre, asumió
en sí toda nuestra culpa. Él mismo es el lugar de contacto entre la miseria humana y la
misericordia divina; en su corazón se deshace la masa triste del mal realizado por la
humanidad y se renueva la vida.

Revelando este cambio, san Pablo nos dice: con la cruz de Cristo —el acto supremo del
amor divino convertido en amor humano— terminó el antiguo culto con sacrificios de
animales en el templo de Jerusalén. Este culto simbólico, culto de deseo, ha sido
sustituido ahora por el culto real:  el amor de Dios encarnado en Cristo y llevado a su
plenitud en la muerte de cruz. Por tanto, no es una espiritualización del culto real, sino, al
contrario:  el culto real, el verdadero amor divino-humano, sustituye al culto simbólico y
provisional. La cruz de Cristo, su amor con carne y sangre es el culto real,
correspondiendo a la realidad de Dios y del hombre. Para san Pablo, la era del templo y
de su culto había terminado ya antes de la destrucción exterior del templo:  san Pablo se
encuentra aquí en perfecta consonancia con las palabras de Jesús, que había anunciado el
fin del templo y había anunciado otro templo "no hecho por manos humanas", el templo
de su cuerpo resucitado (cf. Mc 14, 58; Jn 2, 19 ss). Este es el primer texto.

2. El segundo texto del que quiero hablar hoy se encuentra en el primer versículo del
capítulo 12 de la carta a los Romanos. Lo hemos escuchado y lo repito una vez más:  "Os
exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos
como una víctima viva, santa, agradable a Dios:  tal será vuestro culto espiritual". En
estas palabras se verifica una paradoja aparente:  mientras el sacrificio exige
normalmente la muerte de la víctima, san Pablo hace referencia a la vida del cristiano. La
expresión "presentar vuestros cuerpos", unida al concepto sucesivo de sacrificio, asume el
matiz cultual de "dar en oblación, ofrecer". La exhortación a "ofrecer los cuerpos" se
refiere a toda la persona; en efecto, en Rm 6, 13 invita a "presentaros a vosotros mismos".
Por lo demás, la referencia explícita a la dimensión física del cristiano coincide con la
invitación a "glorificar a Dios con vuestro cuerpo" (1 Co 6, 20); es decir, se trata de
honrar a Dios en la existencia cotidiana más concreta, hecha de visibilidad relacional y
perceptible.

San Pablo califica ese comportamiento como "sacrificio vivo, santo, agradable a Dios".
Es aquí donde encontramos precisamente la palabra "sacrificio". En el uso corriente este
término forma parte de un contexto sagrado y sirve para designar el degüello de un
animal, del que una parte puede quemarse en honor de los dioses y otra consumirse
por los oferentes en un banquete. San Pablo, en cambio, lo aplica a la vida del cristiano.
En efecto, califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero —"vivo"—
expresa una vitalidad. El segundo —"santo"— recuerda la idea paulina de una santidad
que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El
tercero —"agradable a Dios"— recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del
sacrificio "de suave olor" (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.).

Inmediatamente después, san Pablo define así esta nueva forma de vivir:  este es "vuestro
culto espiritual". Los comentaristas  del  texto saben bien que la expresión griega (tēn
logikēn latreían) no es fácil de traducir. La Biblia latina traduce: "rationabile
obsequium". La misma palabra "rationabile" aparece en la primera Plegaria eucarística,
el Canon romano:  en él se pide a Dios que acepte esta ofrenda como "rationabile". La
traducción italiana tradicional "culto espiritual" no refleja todos los detalles del texto
griego (y ni siquiera del latino). En todo caso, no se trata de un culto menos real, o
incluso sólo metafórico, sino de un culto más concreto y realista, un culto en el que el
hombre mismo en su totalidad de ser dotado de razón, se convierte en adoración,
glorificación del Dios vivo.

Esta fórmula paulina, que aparece de nuevo en la Plegaria eucarística romana, es fruto de
un largo desarrollo de la experiencia religiosa en los siglos anteriores a Cristo. En esa
experiencia se mezclan desarrollos teológicos del Antiguo Testamento y corrientes del
pensamiento griego. Quiero mostrar al menos algunos elementos de ese desarrollo. Los
profetas y muchos Salmos critican fuertemente los sacrificios cruentos del templo. Por
ejemplo, el Salmo 49, en el que es Dios quien habla, dice:  "Si tuviera hambre, no te lo
diría:  pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros?, ¿beberé sangre
de cabritos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza" (vv. 12-14) En el mismo sentido
dice el Salmo siguiente, 50:  "Los sacrificios no te satisfacen; si  te  ofreciera  un
holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón
quebrantado y humillado tú no lo desprecias" (v. 18 s). En el libro de Daniel, en el
tiempo de la nueva destrucción del templo por parte del régimen helenístico (siglo II a.C.)
encontramos un nuevo pasaje que va en la misma línea. En medio del fuego —es decir,
en la persecución, en el sufrimiento— Azarías reza así:  "Ya no hay, en esta hora, ni
príncipe ni profeta ni caudillo ni holocausto ni sacrificio ni oblación ni incienso ni lugar
donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos. Mas con corazón contrito y
espíritu humillado te seamos aceptos, como holocaustos de carneros y toros. (...) Tal sea
hoy nuestro sacrificio ante ti, y te agrade" (Dn 3, 38 ss). En la destrucción del santuario y
del culto, en esta situación de privación de todo signo de la presencia de Dios, el creyente
ofrece como verdadero holocausto su corazón contrito, su deseo de Dios.

Vemos un desarrollo importante, hermoso, pero con un peligro. Hay una


espiritualización, una moralización del culto:  el culto se convierte sólo en algo del
corazón, del espíritu. Pero falta el cuerpo, falta la comunidad. Así se entiende, por
ejemplo, que el Salmo 50 y también el libro de Daniel, a pesar de criticar el culto, deseen
la vuelta al tiempo de los sacrificios. Pero se trata de un tiempo renovado, de un sacrificio
renovado, en una síntesis que aún no se podía prever, que aún no se podía imaginar.

Volvamos a san Pablo. Él es heredero de estos desarrollos, del deseo del culto verdadero,
en el que el hombre mismo se convierta en gloria de Dios, en adoración viva con todo su
ser. En este sentido dice a los Romanos:  "Ofreced vuestros cuerpos como una víctima
viva. (...) Este será vuestro culto espiritual" (Rm 12, 1). San Pablo repite así lo que ya
había señalado en el capítulo 3:  El tiempo de los sacrificios de animales, sacrificios de
sustitución, ha terminado. Ha llegado el tiempo del culto verdadero.

Pero también aquí se da el peligro de un malentendido:  este nuevo culto se podría


interpretar fácilmente en un sentido moralista:  ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros
el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el
moralismo:  el hombre lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. Y ciertamente
esta no era la intención de san Pablo.
Pero persiste la cuestión de cómo debemos interpretar este "culto espiritual, razonable".
San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser "uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28), que
hemos muerto en el bautismo (cf. Rm 1) y ahora vivimos con Cristo, por Cristo y en
Cristo. En esta unión —y sólo así— podemos ser en él y con él "sacrificio vivo", ofrecer
el "culto verdadero". Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don
de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una
sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo;
nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada
en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en
sacrificio vivo:  se realiza el "culto verdadero".

Esta síntesis está en el fondo del Canon romano, en el que se reza para que esta ofrenda
sea "rationabile", para que se realice el culto espiritual. La Iglesia sabe que, en la
santísima Eucaristía, se hace presente la autodonación de Cristo, su sacrificio verdadero.
Pero la Iglesia reza para que la comunidad celebrante esté realmente unida con Cristo,
para que sea transformada; reza para que nosotros mismos lleguemos a ser lo que no
podemos ser con nuestras fuerzas:  ofrenda "rationabile" que agrada a Dios. Así la
Plegaria eucarística interpreta de modo adecuado las palabras de san Pablo. San Agustín
aclaró todo esto de forma admirable en el libro décimo de su Ciudad de Dios. Cito sólo
dos frases:  "Este es el sacrificio de los cristianos:  aun siendo muchos, somos un solo
cuerpo en Cristo". "Toda la comunidad (civitas) redimida, es decir, la congregación y la
sociedad de los santos, es ofrecida a Dios mediante el Sumo Sacerdote que se ha
entregado a sí mismo" (10, 6:  CCL 47, 27 ss).

3. Por último, quiero hacer una breve reflexión sobre el tercer texto de la carta a los
Romanos referido al nuevo culto. En el capítulo 15 san Pablo dice:  "La gracia que me ha
sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro (liturgo) de Cristo Jesús, de ser
sacerdote (hierourgein) del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea
agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 15 s).

Quiero subrayar sólo dos aspectos de este texto maravilloso y, por su terminología, único
en las cartas paulinas. Ante todo, san Pablo interpreta su acción misionera entre los
pueblos del mundo para construir la Iglesia universal como acción sacerdotal. Anunciar
el Evangelio para unir a los pueblos en la comunión con Cristo resucitado es una acción
"sacerdotal". El apóstol del Evangelio es un verdadero sacerdote, hace lo que es central
en el sacerdocio:  prepara el verdadero sacrificio.

Y, después, el segundo aspecto: podemos decir que la meta de la acción misionera es la


liturgia cósmica:  que los pueblos unidos en Cristo, el mundo, se convierta como tal en
gloria de Dios, "oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo". Aquí aparece el
aspecto dinámico, el aspecto de la esperanza en el concepto paulino del culto: la
autodonación de Cristo implica la tendencia de atraer a todos a la comunión de su
Cuerpo, de unir al mundo. Sólo en comunión con Cristo, el Hombre ejemplar, uno con
Dios, el mundo llega a ser tal como todos lo deseamos:  espejo del amor divino. Este
dinamismo siempre está presente en la Eucaristía; este dinamismo debe inspirar y formar
nuestra vida. Y con este dinamismo comenzamos el nuevo año. Gracias por vuestra
paciencia.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 14 de enero de 2009

La fuerza de la Iglesia viene de Cristo

Queridos hermanos y hermanas:

Entre las cartas del epistolario paulino, hay dos, las dirigidas a los Colosenses y a los
Efesios, que en cierto sentido pueden considerarse gemelas. De hecho, una y otra tienen
formas de expresión que sólo se encuentran en ellas, y se calcula que más de un tercio de
las palabras de la carta a los Colosenses se encuentra también en la carta a los Efesios.
Por ejemplo, mientras que en Colosenses se lee literalmente la invitación a "amonestaros
con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos
y cánticos inspirados" (Col 3, 16), en Efesios se recomienda igualmente "recitad entre
vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al
Señor" (Ef 5, 19). Podríamos meditar en estas palabras: el corazón debe cantar, y así
también la voz, con salmos e himnos para entrar en la tradición de la oración de toda la
Iglesia del Antiguo y del Nuevo testamento; aprendemos así a estar unidos con nosotros y
entre nosotros, y con Dios. Además, en ambas cartas se encuentra un así llamado "código
doméstico", ausente en las otras cartas paulinas, es decir, una serie de recomendaciones
dirigidas a maridos y mujeres, a padres e hijos, a amos y esclavos (cf. respectivamente
Col 3,18-4,1 y Ef 5, 22-6, 9).

Más importante aún es constatar que sólo en estas dos cartas se confirma el título de
"cabeza", kefalé, dado a Jesucristo. Y este título se emplea en un doble nivel. En un
primer sentido, Cristo es considerado como cabeza de la Iglesia (cf. Col 2, 18-19 y Ef 4,
15-16). Esto significa dos cosas: ante todo, que él es el gobernante, el dirigente, el
responsable que guía a la comunidad cristiana como su líder y su Señor (cf. Col 1, 18: "Él
es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia"); y el otro significado es que él es como
la cabeza que forma y vivifica todos los miembros del cuerpo al que gobierna (de hecho,
según Col 2, 19 es necesario "mantenerse unido a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo,
recibe nutrición y cohesión"): es decir, no es sólo uno que manda, sino uno que
orgánicamente está conectado con nosotros, del que también viene la fuerza para actuar
de modo recto.

En ambos casos, se considera a la Iglesia sometida a Cristo, tanto para seguir su


conducción superior —los mandamientos—, como para acoger todos los flujos vitales
que de él proceden. Sus mandamientos no son sólo palabras, mandatos, sino que son
fuerzas vitales que vienen de él y nos ayudan.

Esta idea se desarrolla particularmente en Efesios, donde incluso los ministerios de la


Iglesia, en lugar de ser reconducidos al Espíritu Santo (como 1Co 12), se confieren por
Cristo resucitado: es él quien "dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelizadores; a otros, pastores y maestros" (Ef 4, 11). Y es por él que "todo el Cuerpo
recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, (...) realizando así el
crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4, 16). Cristo, de hecho, tiende
a "presentársela (a la Iglesia) resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga
ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5, 27). Con esto nos dice que es
precisamente su amor la fuerza con la que construye la Iglesia, con la que guía a la
Iglesia, con la que también da la dirección correcta a la Iglesia.

Por tanto el primer significado es Cristo Cabeza de la Iglesia: sea en cuanto a la


conducción, sea sobre todo en cuanto a la inspiración y vitalización orgánica en virtud de
su amor. Después, en un segundo sentido, Cristo es considerado no sólo como cabeza de
la Iglesia, sino como cabeza de las potencias celestiales y de todo el cosmos. Así en
Colosenses leemos que Cristo "una vez despojados los principados y las potestades, los
exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal" (Col 2, 15). Análogamente
en Efesios encontramos que con su resurrección, Dios puso a Cristo "por encima de todo
principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este
mundo sino también en el venidero" (Ef 1, 21). Con estas palabras, las dos cartas nos
entregan un mensaje altamente positivo y fecundo: Cristo no tiene que temer a ningún
posible competidor, porque es superior a cualquier forma de poder que intente humillar al
hombre. Sólo él "nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros" (Ef 5, 2). Por
eso, si estamos unidos a Cristo, no debemos temer a ningún enemigo y ninguna
adversidad; pero esto significa también que debemos permanecer bien unidos a él, sin
soltar la presa.

El anuncio de que Cristo era el único vencedor y que quien estaba con Cristo no tenía que
temer a nadie, aparecía como una verdadera liberación para el mundo pagano, que creía
en un mundo lleno de espíritus, en gran parte peligrosos y contra los cuales había que
defenderse. Lo mismo vale también para el paganismo de hoy, porque también los
actuales seguidores de estas ideologías ven el mundo lleno de poderes peligrosos. A estos
es necesario anunciar que Cristo es el vencedor, de modo que quien está con Cristo, quien
permanece unido a él, no debe temer a nada ni a nadie. Me parece que esto es importante
también para nosotros, que debemos aprender a afrontar todos los miedos, porque él está
por encima de toda dominación, es el verdadero Señor del mundo.

Incluso todo el cosmos le está sometido, y en él converge como en su propia cabeza. Son
célebres las palabras de la carta a los Efesios que habla del proyecto de Dios de
"recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra" (1, 10).
Análogamente en la carta a los Colosenses se lee que "en él fueron creadas todas las
cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles" (1, 16) y que "mediante la
sangre de su cruz ha reconciliado por él y para él todas las cosas, lo que hay en la tierra y
en los cielos" (1, 20). Así pues, no existe, por una parte, el gran mundo material y por
otra esta pequeña realidad de la historia de nuestra tierra, el mundo de las personas: todo
es uno en Cristo. Él es la cabeza del cosmos; también el cosmos ha sido creado por él, ha
sido creado para nosotros en cuanto que estamos unidos a él. Es una visión racional y
personalista del universo. Y añadiría que una visión más universalista que esta no era
posible concebir, y esta confluye sólo en Cristo resucitado. Cristo es el Pantokrátor, al
que están sometidas todas las cosas: el pensamiento va hacia el Cristo Pantocrátor, que
llena el ábside de las iglesias bizantinas, a veces representado sentado en lo alto sobre el
mundo entero, o incluso encima de un arco iris para indicar su equiparación con Dios
mismo, a cuya diestra está sentado (cf. Ef 1, 20; Col 3, 1), y, por tanto, a su inigualable
función de conductor de los destinos humanos.

Una visión de este tipo es concebible sólo por parte de la Iglesia, no en el sentido de que
quiera apropiarse indebidamente de lo que no le pertenece, sino en otro doble sentido: por
una parte la Iglesia reconoce que Cristo es más grande que ella, dado que su señorío se
extiende también más allá de sus fronteras; por otra, sólo la Iglesia está calificada como
Cuerpo de Cristo, no el cosmos. Todo esto significa que debemos considerar
positivamente las realidades terrenas, porque Cristo las recapitula en sí, y, al mismo
tiempo, debemos vivir en plenitud nuestra identidad eclesial específica, que es la más
homogénea a la identidad de Cristo mismo.

Hay también un concepto especial, que es típico de estas dos cartas, y es el concepto de
"misterio". Una vez se habla del "misterio de la voluntad" de Dios (Ef 1, 9) y otras veces
del "misterio de Cristo" (Ef 3, 4; Col 4, 3) o incluso del "misterio de Dios, que es Cristo,
en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 2-3).
Hace referencia al inescrutable designio divino sobre la suerte del hombre, de los pueblos
y del mundo. Con este lenguaje las dos Cartas nos dicen que es en Cristo donde se
encuentra el cumplimiento de este misterio. Si estamos con Cristo, aunque no podamos
comprender intelectualmente todo, sabemos que estamos en el núcleo del "misterio" y en
el camino de la verdad. Él está en su totalidad, y no sólo un aspecto de su persona o un
momento de su existencia, el que reúne en sí la plenitud del insondable plan divino de la
salvación. En él toma forma la que se llama "multiforme sabiduría de Dios" (Ef 3, 10), ya
que en él "habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9). De ahora en
adelante, por tanto, no es posible pensar y adorar el beneplácito de Dios, su disposición
soberana, sin confrontarnos personalmente con Cristo en persona, en quien el "misterio"
se encarna y puede ser percibido tangiblemente. Se llega así a contemplar la "inescrutable
riqueza de Cristo" (Ef 3, 8), que está más allá de toda comprensión humana. No es que
Dios no haya dejado las huellas de su paso, puesto que el mismo Cristo es huella de Dios,
su impronta máxima; sino que uno se da cuenta de "cuál es la anchura y la longitud, la
altura y la profundidad" de este misterio "que sobrepasa todo conocimiento" (Ef 3, 19).
Las meras categorías intelectuales aquí resultan insuficientes, y reconociendo que muchas
cosas están más allá de nuestras capacidades racionales, debemos confiar en la
contemplación humilde y gozosa no sólo de la mente sino también del corazón. Los
Padres de la Iglesia, por otro lado, nos dicen que el amor comprende mucho más que la
sola razón.

Una última palabra hay que decir sobre el concepto, ya señalado antes, concerniente a la
Iglesia como esposa de Cristo. En la segunda carta a los Corintios el apóstol san Pablo
había comparado la comunidad cristiana a una novia, escribiendo así: "Celoso estoy de
vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para
presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Co 11, 2). La carta a los Efesios desarrolla esta
imagen, precisando que la Iglesia no es sólo una esposa prometida, sino esposa real de
Cristo. Él, por así decirlo, la ha conquistado para sí, y lo ha hecho al precio de su vida:
como dice el texto, "se ha entregado a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). ¿Qué demostración
de amor puede ser más grande que ésta? Pero, además, él está preocupado por su belleza;
no sólo por la ya adquirida por el bautismo, sino también por aquella que debe crecer
cada día gracias a una vida intachable, "sin arruga ni mancha", en su comportamiento
moral (cf. Ef 5, 26-27). De aquí a la común experiencia del matrimonio cristiano el paso
es breve; más aún, ni siquiera está claro cuál es para el autor de la carta el punto de
referencia inicial: si es la relación Cristo-Iglesia, desde cuya luz hay que concebir la
unión entre el hombre y la mujer, o si más bien es el dato de la experiencia de la unión
conyugal, desde cuya luz hay que concebir la relación entre Cristo y la Iglesia. Pero
ambos aspectos se iluminan recíprocamente: aprendemos qué es el matrimonio a la luz de
la comunión de Cristo y de la Iglesia, aprendemos cómo Cristo se une a nosotros
pensando en el misterio del matrimonio. En todo caso, nuestra carta se pone casi a medio
camino entre el profeta Oseas, que indicaba la relación entre Dios y su pueblo en
términos de bodas ya celebradas (cf. Os 2, 4.16.21), y el vidente del Apocalipsis, que
anunciará el encuentro escatológico entre la Iglesia y el Cordero como unas bodas
gozosas e indefectibles (cf. Ap 19, 7-9; 21, 9).

Habría aún mucho que decir, pero me parece que, de cuanto he expuesto, se puede
entender que estas dos cartas son una gran catequesis, de la que podemos aprender no
sólo cómo ser buenos cristianos, sino también cómo llegar a ser realmente hombres. Si
empezamos a entender que el cosmos es la huella de Cristo, aprendemos nuestra relación
recta con el cosmos, con todos los problemas de su conservación. Aprendemos a verlo
con la razón, pero con una razón movida por el amor, y con la humildad y el respeto que
permiten actuar de forma correcta. Y si pensamos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo,
que Cristo se ha dado a sí mismo por ella, aprendemos cómo vivir con Cristo el amor
recíproco, el amor que nos une a Dios y que nos hace ver al otro como imagen de Cristo,
como Cristo mismo. Oremos al Señor para que nos ayude a meditar bien la Sagrada
Escritura, su Palabra, y aprender así realmente a vivir bien.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de enero de 2009

Escritura y Tradición. La estructura de la Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Las últimas cartas del epistolario paulino, de las que quiero hablar hoy, se llaman cartas
pastorales, porque se enviaron a algunas figuras de pastores de la Iglesia: dos a Timoteo
y una a Tito, estrechos colaboradores de san Pablo. En Timoteo el Apóstol veía casi un
alter ego; de hecho, le encomendó misiones importantes (en Macedonia: cf. Hch 19, 22;
en Tesalónica: cf. 1 Ts 3, 6-7; en Corinto: cf. 1 Co 4, 17; 16, 10-11), y después escribió
de él un elogio halagador: "Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se
preocupe sinceramente de vuestros intereses" (Flp 2, 20).

Según la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, del siglo IV, Timoteo fue después
el primer obispo de Éfeso (cf. 3, 4). En cuanto a Tito, también él debió ser muy querido
por el Apóstol, que lo define explícitamente "lleno de celo..., mi compañero y
colaborador" (2 Co 8, 17.23); más aún, "mi verdadero hijo en la fe común" (Tt 1, 4). A
Tito le habían encargado un par de misiones muy delicadas en la Iglesia de Corinto, cuyo
resultado reconfortó a san Pablo (cf. 2 Co 7, 6-7.13; 8, 6). Seguidamente, por cuanto
sabemos, Tito alcanzó a san Pablo en Nicópolis, en el Epiro, en Grecia (cf. Tt 3, 12), y
después fue enviado por él a Dalmacia (cf. 2 Tm 4, 10). Según la carta dirigida a él,
después fue obispo de Creta (cf. Tt 1, 5).

Las cartas dirigidas a estos dos pastores ocupan un lugar muy particular dentro del Nuevo
Testamento. La mayoría de los exegetas es hoy del parecer que estas cartas no habrían
sido escritas por san Pablo mismo, sino que su origen estaría en la "escuela de san Pablo",
y reflejaría su herencia para una nueva generación, tal vez integrando algún breve escrito
o palabra del Apóstol mismo. Por ejemplo, algunas palabras de la segunda carta a
Timoteo parecen tan auténticas que sólo podrían venir del corazón y de los labios del
Apóstol.

Sin duda la situación eclesial que emerge de estas cartas es diversa de la de los años
centrales de la vida de san Pablo. Él ahora, retrospectivamente, se define a sí mismo
"heraldo, apóstol y maestro" de los paganos en la fe y en la verdad (cf. 1 Tm 2, 7; 2 Tm 1,
11); se presenta como uno que ha obtenido misericordia, porque Jesucristo -así escribe-
"quiso manifestar primeramente en mí toda su paciencia para que yo sirviera de ejemplo
a los que habían de creer en él para obtener vida eterna" (1 Tm 1, 16). Por tanto, lo
esencial es que realmente en san Pablo, perseguidor convertido por la presencia del
Resucitado, se manifiesta la magnanimidad del Señor para aliento nuestro, a fin de
inducirnos a esperar y a confiar en la misericordia del Señor que, a pesar de nuestra
pequeñez, puede hacer cosas grandes.
Los nuevos contextos culturales que aquí se presuponen van más allá de los años
centrales de la vida de san Pablo. En efecto, se hace alusión a la aparición de enseñanzas
que se pueden considerar totalmente equivocadas o falsas (cf. 1 Tm 4, 1-2; 2 Tm 3, 1-5),
como las de quienes pretendían que el matrimonio no era bueno (cf. 1 Tm 4, 3). Vemos
cuán moderna es esta preocupación, porque también hoy se lee a veces la Escritura como
objeto de curiosidad histórica y no como palabra del Espíritu Santo, en la que podemos
escuchar la voz misma del Señor y conocer su presencia en la historia. Podríamos decir
que, con este breve elenco de errores presentes en las tres cartas, aparecen anticipados
algunos esbozos de la orientación errónea sucesiva que conocemos con el nombre de
gnosticismo (cf. 1 Tm 2, 5-6; 2 Tm 3, 6-8).

A estas doctrinas se enfrenta el autor con dos llamadas de fondo. Una consiste en la
referencia a una lectura espiritual de la Sagrada Escritura (cf. 2Tm 3, 14-17), es decir, a
una lectura que la considera realmente como "inspirada" y procedente del Espíritu Santo,
de modo que ella nos puede "instruir para la salvación". Se lee la Escritura correctamente
poniéndose en diálogo con el Espíritu Santo, para sacar de ella luz "para enseñar,
convencer, corregir y educar en la justicia" (2Tm 3, 16). En este sentido añade la carta:
"Así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena" (2 Tm 3,
17). La otra llamada consiste en la referencia al buen "depósito" (parathéke): es una
palabra especial de las cartas pastorales con la que se indica la tradición de la fe
apostólica que hay que conservar con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.

Así pues, este "depósito" se ha de considerar como la suma de la Tradición apostólica y


como criterio de fidelidad al anuncio del Evangelio. Y aquí debemos tener presente que
en las cartas pastorales, como en todo el Nuevo Testamento, el término "Escrituras"
significa explícitamente el Antiguo Testamento, porque los escritos del Nuevo
Testamento o aún no existían o todavía no formaban parte de un canon de las Escrituras.
Por tanto, la Tradición del anuncio apostólico, este "depósito", es la clave de lectura para
entender la Escritura, el Nuevo testamento.

En este sentido, Escritura y Tradición, Escritura y anuncio apostólico como claves de


lectura, se unen y casi se funden, para formar juntas el "fundamento firme puesto por
Dios" (2 Tm 2, 19). El anuncio apostólico, es decir la Tradición, es necesario para
introducirse en la comprensión de la Escritura y captar en ella la voz de Cristo. En efecto,
hace falta estar "adherido a la palabra fiel, conforme a la enseñanza" (Tt 1, 9). En la base
de todo está precisamente la fe en la revelación histórica de la bondad de Dios, el cual en
Jesucristo ha manifestado concretamente su "amor a los hombres", un amor al que el
texto original griego califica significativamente como filantropía (Tt3, 4; cf. 2 Tm 1, 9-
10); Dios ama a la humanidad.

En conjunto, se ve bien que la comunidad cristiana va configurándose en términos muy


claros, según una identidad que no sólo se aleja de interpretaciones incongruentes, sino
que sobre todo afirma su propio arraigo en los puntos esenciales de la fe, que aquí es
sinónimo de "verdad"(1 Tm 2, 4.7; 4, 3; 6, 5; 2Tm 2,15.18.25;3, 7.8; 4, 4; Tt 1, 1.14). En
la fe aparece la verdad esencial de quiénes somos, quién es Dios, cómo debemos vivir. Y
de esta verdad (la verdad de la fe) la Iglesia se define "columna y apoyo"(1 Tm 3, 15).
En todo caso, es una comunidad abierta, de dimensión universal, que reza por todos los
hombres, de cualquier clase y condición, para que lleguen al conocimiento de la verdad:
"Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad",
porque "Jesús se ha dado a sí mismo en rescate por todos" (1 Tm 2, 4-6). Por tanto, el
sentido de la universalidad, aunque las comunidades sean aún pequeñas, es fuerte y
determinante para estas cartas. Además, esta comunidad cristiana "no injuria a nadie" y
"muestra una perfecta mansedumbre con todos los hombres" (Tt 3, 2). Este es un primer
componente importante de estas cartas: la universalidad y la fe como verdad, como clave
de lectura de la Sagrada Escritura, del Antiguo Testamento; así se delinea una unidad de
anuncio y de Escritura, y una fe viva abierta a todos y testigo del amor de Dios a todos.

Otro componente típico de estas cartas es su reflexión sobre la estructura ministerial de la


Iglesia. Ellas son las que por primera vez presentan la triple subdivisión de obispos,
presbíteros y diáconos (cf. 1 Tm 3, 1-13; 4, 13; 2 Tm 1, 6; Tt 1, 5-9). En las cartas
pastorales podemos constatar la confluencia de dos estructuras ministeriales distintas y
así la constitución de la forma definitiva del ministerio de la Iglesia. En las cartas
paulinas de los años centrales de su vida, san Pablo habla de "obispos" (Flp 1, 1), y de
"diáconos": esta es la estructura típica de la Iglesia que se formó en esa época en el
mundo pagano. Por tanto, prevalece la figura del apóstol mismo y por eso sólo poco a
poco se desarrollan los demás ministerios.

Si, como he dicho, en las Iglesias formadas en el mundo pagano tenemos obispos y
diáconos, y no presbíteros, en las Iglesias formadas en el mundo judeo-cristiano los
presbíteros son la estructura dominante. En las cartas pastorales, al final las dos
estructuras se unen: aparece ahora el "obispo" (cf. 1Tm 3, 2; Tt 1, 7), siempre en singular,
acompañado del artículo definido: "el obispo". Y junto al "obispo" encontramos a los
presbíteros y los diáconos. También aquí es determinante la figura del apóstol, pero las
tres cartas, como ya he dicho, no se dirigen a comunidades, sino a personas: Timoteo y
Tito, los cuales por una parte aparecen como obispos, y por otra comienzan a estar en el
lugar del Apóstol.

Así se evidencia en los orígenes la realidad que más tarde se llamará "sucesión
apostólica". San Pablo dice a Timoteo con un tono muy solemne: "No descuides el
carisma que hay en ti y que se te comunicó por intervención profética mediante la
imposición de las manos del colegio de presbíteros" (1Tm 4, 14). Podemos decir que en
estas palabras aparece inicialmente también el carácter sacramental del ministerio. Y así
tenemos lo esencial de la estructura católica: Escritura y Tradición, Escritura y anuncio,
forman un conjunto, pero a esta estructura, por así decir doctrinal, debe añadirse la
estructura personal, los sucesores de los Apóstoles, como testigos del anuncio apostólico.

Por último, es importante señalar que en estas cartas la Iglesia se comprende a sí misma
en términos muy humanos, en analogía con la casa y la familia. Particularmente en 1 Tm
3, 2-7 se leen instrucciones muy detalladas sobre el obispo, como estas: debe ser
"irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para
enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de pendencias, desprendido del
dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda
dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de
la Iglesia de Dios? Además, (...) es necesario que tenga buena fama entre los de fuera".
Conviene notar aquí sobre todo la importante aptitud para la enseñanza (cf. también 1 Tm
5, 17), de la que se encuentran ecos también en otros pasajes (cf. 1 Tm 6, 2; 2 Tm 3, 10;
Tt 2, 1), y además una característica personal especial, la de la "paternidad". En efecto, al
obispo se lo considera padre de la comunidad cristiana (cf. también 1 Tm 3, 15). Por lo
demás, la idea de la Iglesia como "casa de Dios" hunde sus raíces en el Antiguo
Testamento (cf. Nm 12, 7) y se encuentra formulada nuevamente en Hb 3, 2.6, mientras
en otro lugar se lee que todos los cristianos ya no son extranjeros ni huéspedes, sino
conciudadanos de los santos y familiares de la casa de Dios (cf. Ef 2, 19).

Oremos al Señor y a san Pablo para que también nosotros, como cristianos, nos
caractericemos cada vez más, en relación con la sociedad en la que vivimos, como
miembros de la "familia de Dios". Y oremos también para que los pastores de la Iglesia
tengan sentimientos cada vez más paternos, a la vez tiernos y firmes, en la formación de
la casa de Dios, de la comunidad, de la Iglesia.
V
OTROS MENSAJES SOBRE FIGURAS CERCANAS A SAN PABLO

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 13 de diciembre de 2006

Timoteo y Tito,
los más íntimos colaboradores de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

Después de haber hablado ampliamente del gran apóstol Pablo, hoy nos referiremos a dos
de sus colaboradores más íntimos: Timoteo y Tito. A ellos están dirigidas tres cartas
tradicionalmente atribuidas a san Pablo, dos de las cuales están destinadas a Timoteo y
una a Tito.

Timoteo es nombre griego y significa "que honra a Dios". San Lucas lo menciona seis
veces en los Hechos de los Apóstoles; san Pablo en sus cartas lo nombra en 17 ocasiones
(además, aparece una vez en la carta a los Hebreos). De ello se deduce que para san Pablo
gozaba de gran consideración, aunque san Lucas no nos ha contado todo lo que se refiere
a él. En efecto, el Apóstol le encargó misiones importantes y vio en él una especie de
alter ego, como lo demuestra el gran elogio que hace de él en la carta a los Filipenses.
"A nadie tengo de tan iguales sentimientos (isópsychon) que se preocupe sinceramente de
vuestros intereses" (Flp 2, 20).

Timoteo nació en Listra (a unos 200 kilómetros al noroeste de Tarso) de madre judía y de
padre pagano (cf. Hch 16, 1). El hecho de que su madre hubiera contraído un matrimonio
mixto y no hubiera circuncidado a su hijo hace pensar que Timoteo se crió en una familia
que no era estrictamente observante, aunque se dice que conocía las Escrituras desde su
infancia (cf. 2 Tm 3, 15). Se nos ha transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su
abuela, Loida (cf. 2 Tm 1, 5).

Cuando san Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje misionero, escogió a
Timoteo como compañero, pues "los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen
testimonio" (Hch 16, 2), pero "lo circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos
lugares" (Hch 16, 3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo atravesó Asia menor hasta Tróada,
desde donde pasó a Macedonia. Sabemos que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron
acusados de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que algunos
individuos sin escrúpulos explotaran a una joven como adivina (cf. Hch 16, 16-40),
Timoteo quedó libre. Después, cuando Pablo se vio obligado a proseguir hasta Atenas,
Timoteo se reunió con él en esa ciudad y desde allí fue enviado a la joven Iglesia de
Tesalónica para tener noticias y para confirmarla en la fe (cf. 1 Ts 3, 1-2). Volvió a unirse
después al Apóstol en Corinto, dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y
colaborando con él en la evangelización de esa ciudad (cf. 2 Cor 1, 19).

Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso durante el tercer viaje misionero de Pablo.


Probablemente desde allí, el Apóstol escribió a Filemón y a los Filipenses, y en ambas
cartas aparece también Timoteo como remitente (cf. Flm 1; Flp 1, 1). Desde Éfeso Pablo
lo envió a Macedonia junto con un cierto Erasto (cf. Hch 19, 22) y después también a
Corinto con el encargo de llevar una carta, en la que recomendaba a los corintios que le
dieran buena acogida (cf. 1 Cor 4, 17; 16, 10-11).

También aparece como remitente, junto con san Pablo, de la segunda carta a los
Corintios; y cuando desde Corinto san Pablo escribe la carta a los Romanos, transmite
saludos de Timoteo y de otros (cf. Rom 16, 21). Desde Corinto, el discípulo volvió a
viajar a Tróade, en la orilla asiática del mar Egeo, para esperar allí al Apóstol, que se
dirigía hacia Jerusalén al concluir su tercer viaje misionero (cf. Hch 20, 4).

Desde ese momento, respecto de la biografía de Timoteo las fuentes antiguas sólo nos
ofrecen una mención en la carta a los Hebreos, donde se lee: "Sabed que nuestro
hermano Timoteo ha sido liberado. Si viene pronto, iré con él a veros" (Heb 13, 23).

Para concluir, podemos decir que Timoteo destaca como un pastor de gran importancia.
Según la posterior Historia eclesiástica de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo de
Éfeso (cf. 3, 4). Algunas reliquias suyas se encuentran desde 1239 en Italia, en la catedral
de Térmoli, en Molise, procedentes de Constantinopla.

Por lo que se refiere a Tito, cuyo nombre es de origen latino, sabemos que era griego de
nacimiento, es decir, pagano (cf. Gál 2, 3). San Pablo lo llevó consigo a Jerusalén con
motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó solemnemente la
predicación del Evangelio a los paganos, sin los condicionamientos de la ley de Moisés.

En la carta que dirige a Tito, el Apóstol lo elogia definiéndolo "verdadero hijo según la fe
común" (Tt 1, 4). Cuando Timoteo se fue de Corinto, san Pablo envió a Tito para hacer
que esa comunidad rebelde volviera a la obediencia. Tito restableció la paz entre la
Iglesia de Corinto y el Apóstol, el cual escribió a esas Iglesia: "El Dios que consuela a los
humillados, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también
con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro
pesar, vuestro celo por mí (...). Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado
por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos vosotros" (2 Cor 7, 6-7. 13).

San Pablo volvió a enviar a Tito —a quien llama "compañero y colaborador" (2 Cor 8,
23)-para organizar la conclusión de las colectas en favor de los cristianos de Jerusalén
(cf. 2 Cor 8, 6). Ulteriores noticias que nos refieren las cartas pastorales lo presentan
como obispo de Creta (cf. Tt 1, 5), desde donde, por invitación de san Pablo, se unió al
Apóstol en Nicópolis, en Epiro, (cf. Tt 3, 12). Más tarde fue también a Dalmacia (cf. 2
Tm 4, 10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de Tito ni sobre su
muerte.
Para concluir, si consideramos juntamente las figuras de Timoteo y de Tito, nos damos
cuenta de algunos datos muy significativos. El más importante es que san Pablo se sirvió
de colaboradores para el cumplimiento de sus misiones. Él es, ciertamente, el Apóstol por
antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. Sin embargo, es evidente que no lo
hacía todo él solo, sino que se apoyaba en personas de confianza que compartían sus
esfuerzos y sus responsabilidades.

Conviene destacar, además, la disponibilidad de estos colaboradores. Las fuentes con que
contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su disponibilidad para asumir las diferentes
tareas, que con frecuencia consistían en representar a san Pablo incluso en circunstancias
difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al Evangelio con generosidad, sabiendo que esto
implica también un servicio a la misma Iglesia.

Acojamos, por último, la recomendación que el apóstol san Pablo hace a Tito en la carta
que le dirige: "Es cierta esta afirmación, y quiero que en esto te mantengas firme, para
que los que creen en Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras. Esto es
bueno y provechoso para los hombres" (Tt 3, 8). Con nuestro compromiso concreto,
debemos y podemos descubrir la verdad de estas palabras, y realizar en este tiempo de
Adviento obras buenas para abrir las puertas del mundo a Cristo, nuestro Salvador.
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de febrero de 2007

Los esposos Priscila y Áquila

Queridos hermanos y hermanas: 

Dando un nuevo paso en esta especie de galería de retratos de los primeros testigos de la
fe cristiana, que comenzamos hace unas semanas, hoy tomamos en consideración a una
pareja de esposos. Se trata de los cónyuges Priscila y Áquila, que se encuentran en la
órbita de los numerosos colaboradores que gravitaban en torno al apóstol san Pablo, a
quienes ya aludí brevemente el miércoles pasado. De acuerdo con las noticias que
tenemos, esta pareja de esposos desempeñó un papel muy activo en el tiempo postpascual
de los orígenes de la Iglesia.

Los nombres de Áquila y Priscila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de
origen judío. Sin embargo, al menos Áquila procedía geográficamente de la diáspora de
Anatolia del norte, que da al mar Negro, en la actual Turquía; mientras que Priscila, cuyo
nombre se utiliza a veces abreviado en Prisca, era probablemente una judía procedente de
Roma (cf. Hch 18, 2).

En cualquier caso, habían llegado desde Roma a Corinto, donde san Pablo se encontró
con ellos al inicio de los años cincuenta; allí se unió a ellos, dado que, como narra san
Lucas, ejercían el mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso doméstico; incluso fue
acogido en su casa (cf. Hch 18, 3). El motivo de su traslado a Corinto fue la decisión del
emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos que residían en la urbe. El
historiador romano Suetonio, refiriéndose a este acontecimiento, nos dice que expulsó a
los judíos porque "provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto" (cf. Vidas de los
doce Césares, Claudio, 25). Se ve que no conocía bien el nombre -en vez de Cristo
escribe "Cresto"- y sólo tenía una idea muy confusa de lo que había sucedido.

En cualquier caso, había discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de


si Jesús era el Cristo. Y para el emperador estos problemas eran motivo suficiente para
expulsar simplemente a todos los judíos de Roma. De ahí se deduce que estos dos
esposos ya habían abrazado la fe cristiana en Roma, en los años cuarenta, y que ahora
habían encontrado en san Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe -que
Jesús es el Cristo-, sino que además era apóstol, llamado personalmente por el Señor
resucitado. Por tanto, el primer encuentro tiene lugar en Corinto, donde lo acogen en su
casa y trabajan juntos en la fabricación de tiendas.

En un segundo momento, se trasladaron a Asia Menor, a Éfeso. Allí desempeñaron un


papel decisivo para completar la formación cristiana del judío alejandrino Apolo, de
quien hablamos el miércoles pasado. Dado que este sólo conocía someramente la fe
cristiana, "al oírle Áquila y Priscila, lo tomaron consigo y le expusieron más exactamente
el camino de Dios" (Hch 18, 26). Cuando en Éfeso el apóstol san Pablo escribe su
primera carta a los Corintios, además de sus saludos personales, envía explícitamente
también los de "Áquila y Prisca, junto con la iglesia que se reúne en su casa" (1 Cor 16,
19).

Así conocemos el papel importantísimo que desempeñó esta pareja de esposos en el


ámbito de la Iglesia primitiva: acogían en su propia casa al grupo de los cristianos del
lugar, cuando se reunían para escuchar la palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía.
Ese tipo de reunión es precisamente la que en griego se llama ekklesìa -en latín
"ecclesia", en italiano "chiesa", en español "iglesia"-, que quiere decir convocación,
asamblea, reunión.

Así pues, en la casa de Áquila y Priscila se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que
celebra allí los sagrados misterios. De este modo, podemos ver cómo nace la realidad de
la Iglesia en las casas de los creyentes. De hecho, hasta el siglo III los cristianos no tenían
lugares propios de culto:  estos fueron, en un primer momento, las sinagogas judías, hasta
que se deshizo la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento, y la Iglesia de
la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente
arraigada en el Antiguo Testamento. Luego, tras esa "ruptura", los cristianos se reúnen en
las casas, que así se convierten en "Iglesia". Y por último, en el siglo III, surgen los
auténticos edificios del culto cristiano. Pero aquí, en la primera mitad del siglo I, y en el
siglo II, las casas de los cristianos se transforman en auténtica "iglesia". Como he dicho,
juntos leen las sagradas Escrituras y se celebra la Eucaristía. Es lo que sucedía, por
ejemplo, en Corinto, donde san Pablo menciona a un cierto "Gayo, que me hospeda a mí
y a toda la comunidad" (Rom 16, 23), o en Laodicea, donde la comunidad se reunía en la
casa de una cierta Ninfas (cf. Col 4, 15), o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en la
casa de un tal Arquipo (cf. Flm 2).

Al regresar posteriormente a Roma, Áquila y Priscila siguieron desempeñando esta


función importantísima también en la capital del imperio. En efecto, san Pablo, en su
carta a los Romanos, les envía este saludo particular:  "Saludad a Prisca y Áquila,
colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos  expusieron  su cabeza para salvarme. Y no
sólo les estoy agradecido yo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad; saludad
también a la Iglesia que se reúne en su casa" (Rom 16, 3-5).

¡Qué extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran esas palabras! Lo hace nada
más y nada menos que el apóstol san Pablo, el cual define explícitamente a los dos como
verdaderos e importantes colaboradores de su apostolado. La alusión al hecho de que
habían arriesgado la vida por él se refiere probablemente a intervenciones en favor de él
durante alguno de sus encarcelamientos, quizá en la misma Éfeso (cf. Hch 19, 23; 1 Cor
15, 32; 2 Cor 1, 8-9). Y el hecho de que san Pablo, además de su gratitud personal
manifieste la gratitud de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión pueda
parecer una hipérbole, da a entender cuán amplio era su radio de acción o por lo menos su
influjo en beneficio del Evangelio.
La tradición hagiográfica posterior dio una importancia muy particular a Priscila, aunque
queda el problema de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo caso, en
Roma tenemos una iglesia dedicada a santa Prisca, en el Aventino, y también las
catacumbas de Priscila, en la vía Salaria. De este modo, se perpetúa el recuerdo de una
mujer que fue seguramente una persona activa y de gran valor en la historia del
cristianismo romano. Ciertamente, a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla
san Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso
apostólico de fieles laicos, de familias, de esposos como Priscila y Áquila, el cristianismo
ha llegado a nuestra generación. No sólo pudo crecer gracias a los Apóstoles que lo
anunciaban. Para arraigar en la tierra del pueblo, para desarrollarse ampliamente, era
necesario el compromiso de estas familias, de estos esposos, de estas comunidades
cristianas, de fieles laicos que ofrecieron el "humus" al crecimiento de la fe. Y sólo así
crece siempre la Iglesia.

Esta pareja demuestra, en particular, la importancia de la acción de los esposos cristianos.


Cuando están sostenidos por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso
valiente por la Iglesia y en la Iglesia resulta natural. La comunión diaria de su vida se
prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una responsabilidad común en favor del
Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de este. Así sucedió en la
primera generación y así seguirá sucediendo.

De su ejemplo podemos sacar otra lección importante: toda casa puede transformarse en


una pequeña iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor
cristiano, hecho de altruismo y atención recíproca, sino más aún en el sentido de que toda
la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a girar en torno al único señorío de
Jesucristo. Por eso, en la carta a los Efesios, san Pablo compara la relación matrimonial
con la comunión esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 25-33). Más aún,
podríamos decir que el Apóstol indirectamente configura la vida de la Iglesia con la de la
familia. Y la Iglesia, en realidad, es la familia de Dios. Por eso, honramos a Áquila y
Priscila como modelos de una vida conyugal responsablemente comprometida al servicio
de toda la comunidad cristiana. Y vemos en ellos el modelo de la Iglesia, familia de Dios
para todos los tiempos.
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