CLASE 4 Los Estados de Cristo

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Clase 4

ESTADOS DE CRISTO
Otra forma de resumir la obra de Cristo, que seguiremos el resto de nuestra clase,
es considerar a Jesús en su humillación y exaltación. Vemos esto en un pasaje
clásico como Filipenses 2:7-11. Jesús «se despojó a sí mismo, tomando forma de
siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Esa
es su humillación: su encarnación, su vida perfecta y su muerte sacrificial. Luego,
Pablo continúa: «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un
nombre que es sobre todo nombre». Esa es su exaltación: su resurrección,
ascensión, sesión (estar sentado en su trono celestial) y su regreso. Herman
Bavinck escribió: «Todo el Nuevo Testamento enseña a Cristo humillado y
exaltado como el centro del evangelio»

1. EL ESTADO DE HUMILLACIÓN

El resto de nuestra clase de hoy, veremos la primera mitad de este par: la obra
que Jesucristo realizó en su estado de humillación.

A. La encarnación de Cristo. ¿Por qué el Hijo de Dios tomó forma humana? Por
nosotros y nuestra salvación. Simplemente vale la pena degustar la belleza de
este misterio. El Hijo de Dios nació como un bebé para ser nuestro nuevo Adán.
El todopoderoso sintió nuestra debilidad, el omnipresente tomó un cuerpo humano.
Él compartió plenamente nuestra humanidad para servir como nuestro
representante y mediador sacerdotal ante Dios el Padre. Hebreos 2:14-17

Jesús se convierte así en parte de la historia de la humanidad; nació y murió. En


Juan 1:14 se aborda este acontecimiento: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó
entre nosotros”.
Las otras personas pudieron tratar al Hijo de Dios hecho carne, o sea a Jesucristo,
como a uno de sus pares. Es más, los Evangelios destacan que muchas personas
de aquel tiempo no hacían diferencia alguna entre Jesús y otros predicadores
peregrinos u obradores de milagros. Por otro lado, también se percibía que Jesús
se presentaba reivindicando una estrecha relación con Dios. Así, por ejemplo,
cuando se presentó con gran poder en su ciudad natal de Nazaret, fue rechazado
por sus habitantes, ya que ellos lo conocían: “¿No es éste el carpintero, hijo de
María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también
aquí con nosotros sus hermanas? Y se escandalizaban de él” (Mc. 6:3) El Hijo de
Dios, que se presenta ante los hombres en Jesucristo, muestra en primer lugar
todas aquellas características que también tienen las demás personas: tiene una
profesión, es hijo y hermano. Además, los Evangelios dejan ver que Jesús come
con otras personas, festeja con ellas y también comparte el duelo con ellas. Por lo
tanto, se puede descubrir en Él todo el espectro de lo humano. ¿No se podía
entonces fácilmente llegar a pensar que se trataba de una persona normal con
capacidades extraordinarias?

A tales ideas, expresadas una y otra vez, el Nuevo Testamento les hace frente con
total claridad. Entiende la condición de hombre adoptada por el Hijo de Dios como
una autohumillación. Por ende, todos los rasgos humanos que se evidencian en
Jesucristo son señales de que Dios descendió y se puso al nivel del hombre.

Volvemos al pensamiento de que la encarnación del Hijo de Dios es entendida en


el Nuevo Testamento como una autohumillación. Esta interpretación halla su más
clara expresión en el así llamado himno cristológico de la epístola a los Filipenses
(2:6-11) Este texto se trata de un himno, un canto de alabanza, que era cantado o
recitado por la comunidad.

Fil. 2:6-7 habla en primer lugar de la naturaleza celestial del Hijo de Dios, es decir
de su condición de exaltación y gloria: “El cual, siendo en forma de Dios, no estimó
el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”.
La afirmación de que tenía “forma de Dios” hace referencia a que está por encima
de todo. Él es “igual a Dios” sin ser idéntico a Él.

La “forma” –se puede entender como naturaleza o esencia– del Hijo, no obstante,
es la forma “de Dios”. Aquí se puede ver la unidad y similitud en la esencia del Hijo
y del Padre, en tanto se van preparando otras afirmaciones dogmáticas sobre la
igualdad en la naturaleza del Padre y del Hijo. Creemos que Jesús es verdadero
hombre y también verdadero Dios. Como verdadero hombre, Jesús compartió con
los seres humanos todo el espectro de las sensaciones físicas y espirituales. Se
presentó como verdadero Dios con la autoridad de perdonar pecados, en los
milagros que hacía y en el anuncio de la voluntad divina. La naturaleza divina de
Jesús se manifiesta en Juan 10:30: “Yo y el Padre uno somos”. A su autoridad
divina se refieren las palabras de Juan 14:6: “Nadie viene al Padre, sino por mí”

A pesar de la consustancialidad (misma naturaleza) del Padre y del Hijo, se


acentúa una diferencia, la cual se expresa en el acto voluntario del Hijo, que “no
estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (versículo 6). La formulación
y el sentido de esta afirmación son cuestionados, ya que ni en el Antiguo ni en el
Nuevo Testamento se encuentra una expresión así. Esta frase puede ser
entendida en el sentido de que no se trataba de alguien “ávido” por quedar en la
esfera divina.
El Hijo de Dios no se sujetaba egoístamente a la gloria, la omnipotencia divina, la
omnisciencia, etc., sino que desistía de ello y descendía a un nivel que en realidad
no era el apropiado para Él y por ende, a una situación que le era completamente
indigna. La encarnación de Dios en Jesucristo es el “despojarse” de la gloria divina
y el tomar la “forma de siervo”. El concepto “forma de siervo” está directamente
opuesto a la “forma de Dios” mencionada al comienzo, en la que el Hijo de Dios
se encontraba en la existencia celestial. Al mismo tiempo, este concepto hace
pensar en la forma propia del Antiguo Testamento, la de un siervo, descrita por
ejemplo en Isaías 53.
El tomar la forma de siervo repercute en otra cosa decisiva, que es que el Hijo de
Dios fue “hecho semejante a los hombres”. El Hijo de Dios deja la esfera celestial
y entra en el espacio de los hombres, siendo percibido como hombre entre los
seres humanos. Los Evangelios informan de múltiples maneras de esta condición
de hombre y de sus necesidades (comparar con Mt. 8:20). El Hijo de Dios hecho
hombre se encuentra sobre la tierra como un desconocido. Esto también está
expresado en Juan 1:11: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”.
Además los Evangelios informan sobre la exteriorización humana de sentimientos
por parte de Jesucristo, que documentan su condición real de hombre: tiene
hambre y sed, se cansa, siente temor y dolor (comparar con Jn. 4:6; 12:27).¹Ya
con su nacimiento como ser humano prescindió de su condición superior y pasó a
la bajeza humana. Por lo tanto, se solidarizó con el hombre y soportó los
sufrimientos y las opresiones. La obediencia como expresión de autohumillación

La autohumillación del Hijo de Dios, que en realidad concierne a toda su vida como
hombre y que ya en su nacimiento se expresa en el pesebre, tiene por objetivo
aceptar con obediencia el padecimiento y la muerte. El hecho de que el Hijo de
Dios era obediente a su Padre, queda en claro por ejemplo en la oración de Jesús
en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como
yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39). La epístola a los Romanos destaca la
importancia de la obediencia. Jesucristo es el nuevo Adán, a través del cual vino
justificación y vida; esto es posible porque Él fue obediente (comparar con Ro.
5:19). La dimensión de la obediencia de Jesús que produce salvación también es
destacada por Hebreos 5:8-9: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la
obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación
para todos los que le obedecen”

Con la mención de la “muerte de cruz” de Filipenses 2:8, el motivo de la humillación


se vuelve más trascendente. No sólo es una muerte como la que todos tenemos
que morir, la que el Hijo de Dios hecho hombre debe soportar, sino que es una
muerte especialmente ignominiosa la que debe sufrir. Puesto que: “Maldito todo el
que es colgado en un madero“ (Gá. 3:13). Cuán lejos llega la humillación, lo
muestra precisa-mente la muerte en la cruz.

B. Vivió una vida sin pecado. Esto también se llama la obediencia activa de
Cristo. El primer Adán desobedeció. Pero Jesús, el nuevo Adán, obedeció por
completo a su Padre. Israel quebrantó la ley de Dios, pero Jesús vino a cumplir la
ley (Mateo 5:17).

Este es un punto trascendental, porque nosotros también hemos seguido los


pasos desobedientes de Israel. Jesús es quien, para usar una frase sorprendente
de Mateo 3:15, vino a «cumplir toda justicia». A través de la fe, su historial de
justicia se nos imputa.

La obediencia activa de Cristo debe consolarnos. Él ha sentido la atracción de la


tentación y el encanto del pecado. Él no nos reprende cuando somos tentados,
como el entrenador que grita a su equipo: «¡Solo necesitas ser más fuerte!». Con
ternura, gentilmente nos consuela y nos invita a buscar ayuda en él. Nos recibe
con gusto cuando admitimos nuestra total dependencia de él. Hebreos 4:15-16:
«Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin
pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar
misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro».

C. La muerte de Cristo. En Marcos 8, tan pronto como Pedro confiesa que Jesús
es el Cristo, Jesús enseña que «le era necesario al Hijo del Hombre padecer
mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los
escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días». Jesús se hizo obediente
hasta el punto de morir, de morir incluso en una cruz. Esto a veces es llamado su
«obediencia pasiva», no en el sentido de que fue una víctima trágica del destino,
sino porque obedeció amorosamente el plan del Padre al someterse a la pena de
muerte que nuestros pecados merecían.

¿Qué logró la muerte de Cristo? Su muerte fue tan monumental, el Nuevo


Testamento habla de ella usando varios temas y metáforas relacionadas y
superpuestas.

Primero, (1) Cristo es nuestro sacrificio expiatorio substitutivo penal. Esta es


la forma predominante en que la Biblia describe la muerte de Cristo.

c.1. Expiación es una palabra que se refiere a la restauración de la correcta


relación entre el hombre y Dios; también lleva la connotación del sacrificio que se
realiza o el precio que se paga para que esa relación sea posible.
Comencemos con la necesidad de la expiación. Somos culpables ante Dios como
aquellos que son representados por Adán. Hemos confirmado nuestra sentencia
de culpabilidad por nuestros propios actos. Como dice Juan 3:36, la ira de Dios
está sobre todos los que están sin Cristo. Efesios 2:3 dice que por naturaleza
somos hijos de ira. Esto es porque Dios es bueno. Su ley es correcta, su santidad
es inimaginablemente pura, y su justicia es totalmente recta. Por tanto, él no
permitirá que el mal y la iniquidad queden impunes. Él no esconderá nuestro
pecado debajo de la alfombra.

Entonces, Dios ordenó los sacrificios y las ofrendas del Antiguo Testamento para
expresar gráficamente la absoluta necesidad de la expiación. Los animales eran
sacrificados diariamente según lo prescrito por Levítico. ¿Por qué? Como lo
explica Hebreos 9:22: «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión». La
paga del pecado es muerte según Romanos 6:23. Esta lección estaría arraigada
en las mentes de todos los israelitas, porque el piso del templo estaría cubierto de
sangre. Dios no necesitaba salvar a nadie. Pero en su misericordia, proporcionó
sacrificios regulares que apuntaban todos hacia el sacrificio final que expía el
pecado de manera definitiva.

Eso nos lleva a la naturaleza de la expiación.

La muerte expiatoria de Cristo fue «penal». Es decir, él sufrió la pena en la que


incurrieron nuestros pecados: el precio de la muerte. Isaías 53:5: «Mas él herido
fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados». 1 Pedro 2:24: «Llevó
él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros,
estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia».

c.2 Sustitución

Su muerte también fue sustitutiva. Él tomó la muerte que legítimamente


merecíamos, en nuestro lugar. La idea de la sustitución se incorporó a la historia
de Israel desde el principio. Solo piensa en el Éxodo, donde un cordero fue
asesinado, por así decirlo, en vez de —en lugar de— el hijo mayor de la familia.
No es de extrañar que Juan el Bautista llamara a Jesús el «Cordero de Dios» (Juan
1:29) y que Jesús muriera durante la Pascua. Isaías 53:12, él fue contado con los
transgresores. 2 Corintios 5:21: «Al que no conoció pecado [Cristo], por nosotros
lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él».

Luego, ¿cuál es el resultado de la expiación, o qué logró esta muerte penal y


sustitutiva para el pueblo de Dios? Por un lado, logró la propiciación de la ira de
Dios, lo que significa que la buena ira de Dios contra el pecado ha sido resuelta y
removida por el sacrificio de Cristo. Los libros proféticos del Antiguo Testamento
muestran la buena ira de Dios contra toda iniquidad mientras él derrama la copa
de su santa ira. Él bebió esa copa en la cruz por todos los que confían en Cristo.
Experimentó la justa oposición de Dios contra el pecado, la oposición que
merecíamos conocer eternamente. Esto es a lo que Pablo se refiere en Gálatas
3:13 cuando dice: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros
maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero». El
único obediente absorbió la maldición que merecían los pecadores desobedientes
como nosotros.

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