Rexagenas
Rexagenas
Rexagenas
Rexagenäs
Res Gestae: Preludio de la Nueva Era
R exagenäs
S. G. Haro
IV
Contenido
Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII
Dedicatoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Capítulo I. Una noticia más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
Capítulo II. La leyenda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Capítulo III. Las decisiones del shogun. . . . . . . . . . . . . 23
Capítulo IV. Revelación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
Capítulo V. La ira de Aníbal. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Capítulo VI. El Imperio Perfecto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Capítulo VII. Sokun Romuzo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
Capítulo VIII. Destinos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Capítulo IX. Los aliados. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Capítulo X. La encomienda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Capítulo XI. Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ. . . . . . 139
Capítulo XII. Una madre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Capítulo XIII. El Gran Consejo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
Capítulo XIV. El reto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Capítulo XV. Asesinos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201
Capítulo XVI. Un nuevo Rubicón. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
Capítulo XVII. Sif . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
Capítulo XVIII. Fugazi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
VI Rexagenäs
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P
rimero que todo quiero agradecer a las personas de quie
nes más apoyo he recibido, no sólo para la elaboración de
este libro, sino en mi vida en general: mis padres y mi her
mana. Gracias por su comprensión y soportar por tanto tiempo la
locura que se ha materializado en estas hojas.
A Miguel —Tatic—, mi hermano, que como tal se ha conver
tido en el tío de Max y que ha hecho de este proyecto algo suyo y
a Cathy, quien no sólo hizo grandes aportaciones para esta nove
la, sino que nos aguantó a Miguel y a mí en su casa discutiendo
sobre este universo surrealista. A mi compadre Juan Pablo, quien
también hizo importantes y buenas críticas y a quien ahora le
gustan este tipo de novelas. Al buen Mau, por sus aportaciones,
críticas y correcciones. A mi primo Renato, quien además me ase
soró en algunos temas específicos.
A mi primo Roberto, por todo lo que ha hecho para que este
proyecto se vuelva realidad. A Alex por esas magníficas ilustra
ciones, a Héctor por esa estupenda portada, a Pablo por sus bellí
simas fotos y a José Juan por su exquisita música. A mi amigo y
abogado, Arturo, quien ha creído en este proyecto desde que se lo
presenté. A mi editor, don Raúl, quien ha tenido tanta fe en esto
que hoy bien puede llamarse el abuelo de Max y obviamente a
Silvia por todo su apoyo. A todos aquellos que de una forma u
VIII Rexagenäs
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A
mi abuelo, en espera de que pueda disfrutar de esta no
vela en el lugar al que haya ido, porque fue él quien me
enseñó a enamorarme de los libros y quien primero me ha
bló de los grandes personajes que aquí aparecen.
Capítulo I
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ax regresaba de su trabajo como cualquier otro día. Co
menzaba a obscurecer, era una fría y lluviosa noche de
mediados de año. Desde hacía algunos años las estacio
nes climáticas se habían vuelto extremadamente irregulares; a
veces, como ese día, hacía algo de frío, y en otros el calor era ex
tenuante. Las noticias anunciaban la muerte de centenares de
personas a lo largo del orbe por culpa de las altas temperaturas
durante los veranos, al igual que sucedía producto del frío de
unos inviernos cada vez más crudos. Eso sin contar las catástro
fes que otros desastres naturales, cada vez más frecuentes y des
tructivos, causaban.
Una noticia en el periódico llamó su atención. Se pregunta
ba cómo, aun cuando no fuese la nota principal, se atrevían a co
locarla en un lugar tan destacado: “Mueren los cuervos de la
Torre de Londres: crisis financiera”, decía el encabezado. “Todos
los cuervos han muerto, incluso aquellos reservados para suplir
a los que están en la torre y que son guarecidos en lugares distin
tos”, se señalaba con letras más pequeñas abajo del título. “La
torre sigue en pie”, continuaba la nota. Algunos sostenían que la
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La leyenda
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M
ax despertó mientras comenzaba a caer la tarde del día
siguiente. Estaba recostado en un sofá amplio y cómo
do, tapizado de felpilla color verde olivo. Se incorporó
reanimado por la música que había en el lugar: el preludio de la
ópera Götterdämmerung de Wagner. Notó que se encontraba en lo
que seguramente era la biblioteca de una gran mansión, a juzgar
por el tamaño de la pieza y la cantidad de libreros que había en
ella. Todos estos formaban parte de la estructura del cuarto y es
taban cubiertos por paneles de cerezo, al igual que las paredes y
el techo, contenían una gran cantidad de libros y los adornos que
más destacaban eran figurillas de hierro representativas de anti
guos dioses de la mitología romana.
Además de los libreros, del sofá que lo vio despertar de su
profundo sueño y de dos sillones de cuero frente a este último,
había un formidable escritorio de roble: en el lado izquierdo po
saban una pequeña lámpara y una estatua de bronce de unos
treinta centímetros de quien —después sabría— era el dios Mar
te. Asimismo, había dos pequeñas mesas: la primera con un jarrón
etrusco y la segunda con una figura de la diosa Venus fabricada
Rexagenäs
tenido nada que ver con aquel suceso, que se había tratado de
una decisión suya, un acto llevado a cabo por él y de su completa
responsabilidad. Los imperios se construían con sangre, le expli
có, y el suyo había sido el más grande de todos; tenía que serlo,
había sido cimentado sobre la sangre de Remo.
—¿Fue lo correcto? —indagó Max sin poder salir aún de su
asombro y mostrando cierta indignación.
—No juzgues la historia ni a sus personajes; trata de enten
derla. Así quizás, algún día, llegues a ser tan grande o más que
aquellos a quienes estudiaste sin cuestionar —aconsejó con sabi
duría el hijo de Marte.
—Pero si no cuestionamos la historia o a sus personajes,
¿cómo podremos entonces aprender realmente de los errores del
pasado? —preguntó Max con verdadera inquietud.
Lo que Rómulo intentaba que comprendiera Max, era que la
historia debía ser entendida y nunca juzgada. Por ello, le indicó
que tuviera siempre en mente que las inteligencias grandes son las
que discuten las ideas, las medianas debaten sobre los sucesos y las peque
ñas acerca de las personas. Le pidió que no cuestionara las decisio
nes de sus actores, que no tratara de clasificarlos en términos de
bueno o malo, quién era él para opinar si había obrado bien o mal
al matar a su hermano Remo, o a Genghis Khan, quien también
había cometido fratricidio. Para juzgar, Max habría de ser un ser
superior y, como tal, debería situarse en la posición de ellos, y
comprender la mentalidad de la época en que ejecutaron tales
acontecimientos, es decir, ponerse bajo las circunstancias vividas.
De ser aquel “ser superior”, seguramente Max no los censuraría,
sino analizaría los hechos de acuerdo con esos aspectos y apren
dería de ellos; así, si en un futuro se le presentara una situación
similar, podría reaccionar de manera más razonada bajo su pro
pio criterio. Le recalcó que de tal manera es como se aprende de
la historia, entendiendo las razones, no juzgándolas.
Max comentó que aquello le quedaba claro, no obstante, aun
así le parecía que había ciertos hechos que podían considerarse
buenos o malos, quizás por su magnitud. Frente a este último
comentario del joven, Rómulo sintió que éste no había compren
dido completamente lo dicho.
Cuidándose de no exasperar al hombre con el que se hallaba
—pues dudaba ampliamente que fuese Rómulo, el fundador de Ro
La leyenda 19
ma, y porque era probable que estuviese ante un hombre que den
tro de su locura hubiese disfrazado ciertos eventos verídicos de
su vida, como el asesinato de un hermano por ejemplo—, le repli
có con incredulidad ante lo anteriormente asentado, que había
valores éticos que podían definir si ciertos actos eran buenos o ma
los. A lo que su interlocutor respondió que los valores éticos eran
tan efímeros como la vida humana; lo aseguraba alguien que ha
bía vivido cerca de tres milenios. Max creía que tal vez algunos
de ellos lo eran, pero que otros valores eran universales, apro
bados en todas las regiones del mundo, en diferentes épocas y
por distintas culturas. Rómulo le pidió un ejemplo; Max le señaló
el homicidio, tema que iba muy al caso con aquella discusión.
Una vez más, el autodesignado fundador de Roma dejó esca
par una pequeña sonrisa en su rostro al escuchar la respuesta que
intuía le daría el muchacho, y nuevamente lo cuestionó sobre
qué era para él el homicidio. Sin titubear un solo segundo y bus
cando hacerle ver a su captor que matar a una persona era algo
incorrecto, le respondió que el homicidio era privar de la vida a
alguien. En su fuero interno, Max sentía que aquélla era una dis
cusión de la que debía salir victorioso, ya que quizás en ella se le
iría la vida.
—En mi Roma, cuando un ladrón era sorprendido in fraganti,
podía ser asesinado por su captor en el momento, sin necesidad
de un juicio previo. Por un tiempo, los aztecas también castigaron
a los culpables de hurto con la muerte. Más aún, hoy en día en
muchos países a la mujer adúltera se le condena a morir apedrea
da y, en otros tantos, el castigo por homicidio u otros delitos con
siderados de gran magnitud es la pena de muerte, que de acuerdo
con la definición proporcionada por ti, es una forma de homici
dio. Entonces, ¿dónde quedó aquel valor universal, aceptado en
todas las regiones del mundo, épocas y culturas? —Espetó Ró
mulo con firmeza.
—Te concedo eso —replicó Max, luego prosiguió con ansie
dad—. Aunque en todos los supuestos señalados existe un ele
mento común que no es para nada intrascendente. Esa ejecución
a la que llamas homicidio es el resultado de una sanción impues
ta por el Estado, podríamos discutir si es justa o no, pero no co
rresponde al asesinato de una persona cometido por otra sin más
razón que su propia voluntad —intentó justificar el muchacho.
20 Rexagenäs
Las decisiones
del shogun
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E
sa noche, mientras Max trataba de encontrar sentido a la
plática que había sostenido con Rómulo, cuatro hombres y
una mujer caminaban por una calle desierta a las afueras
de la ciudad de Florencia. Un café y una heladería eran los únicos
negocios de la misma; ambos estaban cerrados debido a la hora.
Había algunos coches y unas motonetas estacionadas, y nadie
más que esos sujetos transitaba por ahí. Dos de los hombres con
versaban entre ellos, mientras los demás se mantenían a unos
cuantos metros, vigilando. Era una noche lluviosa y poco ilumi
nada. La luna se encontraba en su fase de cuarto creciente y las
nubes negras la cubrían casi por completo.
—Puedes informar que la legión completa del cónsul Carlo
magno estará aquí para mañana —señaló uno de los hombres, de
raza oriental, cabello largo y vestido con una gabardina de piel
negra que disimulaba un cuerpo perfectamente moldeado—. Mi
manipulio ya está aquí. En el transcurso de la madrugada llegará
el del pretor Ricardo Corazón de León, y antes de volver a ver a
24 Rexagenäs
—Quizás sea una perra, peor para ti, pues será esta perra la
que te mande a los infiernos.
Dicho esto, ambas mujeres iniciaron el ataque, fallando los
primeros golpes debido a la habilidad de la respectiva adversa
ria. Las zarpas de una chocaban contra las de la otra, pero ningu
na alcanzaba a herir siquiera a su rival. En un posterior intento,
las garras de la vampiresa alcanzaron a herir a la mujer lobo en el
abdomen, pero ésta no cejó ante el dolor que seguramente le pro
vocó la herida, y antes de que cicatrizara, pasó su mano por enci
ma de la misma, lamió su propia sangre, esbozó una sonrisa y
reinició el embate.
La asiática lanzó una patada que la loba detuvo, y antes de
que la pierna de ataque regresara al suelo, la mujer lobo aprove
chó para patear, a su vez, la pierna de apoyo de la mujer vampiro
en la rodilla, la que se fracturó y la hizo caer. Aun estando en el
piso, la bella oriental volteó hacia su contrincante y trató de al
canzarla con una de sus zarpas; la rubia guerrera detuvo el ata
que. Sostuvo el brazo de la vampiresa por la muñeca y con la
mano libre la golpeó en el antebrazo, fracturándoselo también.
La mujer lobo pisó la otra mano de su rival para evitar así un
nuevo ataque. Se acercó a ella y le dijo:
—¡Dale mis saludos a Plutón y Proserpina!
—¡Ahí te esperaré! —respondió la mujer vampiro, mientras
escupía el rostro de su adversaria justo antes de que la garra de és
ta se introdujera en su pecho para despojarla del corazón.
Paralelamente a la pelea de las dos mujeres, el vampiro rubio
que recibió la patada de Yoritomo buscó unos segundos para desa
turdirse; luego, se dirigió una vez más a luchar contra el Pretor
oriental, esta vez sin portar su hacha, ya que sus manos no esta
ban totalmente regeneradas, por lo que debió recibir el apoyo
tanto de la mujer vampiro que portaba una espada como por el vam
piro derrotado momentos antes por Yoritomo. Este último no
perdió tiempo y se lanzó contra el líder vampiro, enfundó su kata
na y dio un salto espectacular. Los tres hombres vampiro también
brincaron para interceptarlo en el aire. Yoritomo iba de frente en
dirección a su presa y, al aproximarse lo suficiente, dio una vuelta
en el aire de manera que sus pies apuntaron al fiero rostro que
pateó con fuerza. En ese instante, y todavía en el aire, el japonés
giró un tanto hacia su izquierda por donde venía el ataque de la
Las decisiones del shogun 29
mil, los hombres vampiro que permanecían con vida salieron co
rriendo de esa calle.
—¿Quieres que vayamos tras ellos, Yoritomo? —preguntó
Deion, acercándose a su líder.
—No, sería inútil. Ellos son más rápidos, además podrían
guiarnos a una emboscada —replicó el fundador de la casta de
los samuráis.
—¡Pretor! Erdem murió y no veo a Gil por ninguna parte
—manifestó la mujer rubia—. Aunque matamos a cinco de ellos.
—¡No lo digas como algo reconfortante, Kayleigh! La vida
de cinco lamwadeni no valen la de un duploukden-aw, ni siquiera la de
cien. —Reprendió con dureza Yoritomo.
—¿Qué hay respecto a Gil, quieres que lo busquemos? —in
dagó Deion.
—Sería una pérdida de tiempo, seguro ellos lo tienen —sen
tenció el líder japonés.
—Es lo más seguro, Yoritomo —agregó Kayleigh—. Gil huyó
en cuanto asesinaron a Erdem y una vampiresa fue tras él.
Deion esperaba que Gil, al verse acorralado, se hubiera quita
do la vida, ya que de otra manera los hombres vampiro le darían
una muerte dolorosa, pero antes de que ello ocurriera era posible
que el humano les revelara información valiosa. Yoritomo afir
mó que, precisamente, eso era lo que buscaban, y ahora lo tenían.
Kayleigh y Deion inclinaron la cabeza, ella pidió perdón al
Pretor por haber fallado. El líder oriental respondió que de nin
guna manera tenían que excusarse, debido a que su labor co
mo guardas consistía en protegerlo a él y él seguía con vida, por
lo que una vez más, habían cumplido con su deber.
Con un dejo de angustia, Deion externó su preocupación,
pues los vampiros podrían enterarse de cuestiones importantes,
a lo que su líder respondió que lo que había ocurrido, simple
mente estaba destinado a pasar. Les pidió que no se culparan por
ello y les ordenó que levantaran el cuerpo de Erdem para llevarlo
a su morada y ahí rendirle los honores debidos. También se en
cargarían de enviar un mensaje informando lo ocurrido.
Deion fue quien tomó el cuerpo sin vida de Erdem y lo colocó
sobre su hombro derecho. Mientras Kayleigh rompía el cristal de
una camioneta y conectaba los cables debajo del volante para
provocar la ignición.
Capítulo IV
Revelación
uw
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ómulo y Max caminaban por los senderos del viñedo de la
villa, mientras el sol mediterráneo del verano los seguía
paso a paso como si fueran sus presas. Los temores del
muchacho habían disminuido considerablemente, bajo el razona
miento de que esos hombres no podían tenerlo cautivo para pe
dir un rescate, debido a que los adornos de cualquiera de las
habitaciones del lugar superaban, por mucho, todo su patrimo
nio. Aquellos hombres debían saber que el muchacho no era un
personaje influyente, menos un político a quien alguien quisiese
eliminar. Por otra parte, era cierto que el trato que había recibido
había sido por demás cordial. A pesar de todo esto, la incertidum
bre no decrecía.
El romano invitó al joven a que retomaran la plática que sos
tuvieron la tarde anterior, incluso a riesgo de parecerle insistente,
pero consideraba realmente importante que le quedara perfecta
mente claro todo aquello, por esa razón se propuso retomar el
tema cuantas veces fuera necesario. Rómulo le explicó que, a par
tir de su transformación, cada año nacían algunas personas con el
potencial de ser transformadas en hombres lobo por medio de un
32 Rexagenäs
Mona. —Para los celtas, Mona era una ciudad sagrada y el sacri
legio que cometieron mis legiones los hizo levantarse con mayor
sed de venganza contra los romanos y dentro de esos celtas que se
sublevaron se erigió una reina, una gran guerrera, de nombre
Boadicea, o como ellos la llamaban, Boudica, quien combatió fe
rozmente contra mis legiones y a pesar de que en sus venas corría
un poder mucho mayor al conocido por ella, no pudo vencer a
mis ejércitos, por lo que aun cuando tuvo algunas victorias, cayó
derrotada y fue entonces cuando ingirió veneno para quitarse la
vida, por haberle fallado a su pueblo. Así fue como la encontré.
Cualquier ser humano hubiese muerto, pero no ella, Boadicea es
taba destinada a convertirse en una mujer lobo, en una loba alfa,
mi loba alfa.
—¡Qué historia! En ciertos aspectos dramática, pero no por
ello menos fascinante —exclamó Max deleitado con la narrativa
usada por su interlocutor—. ¿Y ella sigue contigo?
—Sí, como te comenté los lobos estamos diseñados para vivir
en parejas que duran toda nuestra vida, formando así nuestra
manada y Boadicea ha estado a mi lado por dos mil años. —El
individuo que aseguraba ser padre de todos los hombres lobo
volteó a mirar al joven por primera vez desde que había iniciado
su relato, en su expresión se denotaba el profundo sentimiento que
sentía por su pareja y que lo cubría por completo con sólo hablar
de ella.
—Pero dime, ¿cuando la regresaste a la vida, ella no te guardó
algún tipo de resentimiento por haber conquistado y aniquilado
a su pueblo, en especial por la Matanza de Mona y por todas las
demás atrocidades que seguro sufrió a manos de tu gente?
—Quizás al principio, pero como te comenté, ella era una rei
na y una combatiente, sabía que librábamos una guerra entre su
pueblo y el mío y en una contienda, muchacho, ya sea entre nacio
nes o directamente entre personas, la mejor forma de vencer a tu
oponente es aniquilar su espíritu. —Rómulo posó su mano sobre
el hombro de Max, con lo que le indicó que continuaran su reco
rrido—. Por lo que destruir Mona y mermar su espíritu con esas
atrocidades, como mencionaste, era esencial en esa guerra. Ade
más, cuando supo la realidad sobre ella y sobre mí, entendió que
estaba llamada a ser algo mucho más grande de lo que había creí
do y desde entonces ha estado a mi lado, ha aprendido de mí y
36 Rexagenäs
lobo alfa; ya que como bien has sugerido, no tendría razón de ser
que hubiese otra loba alfa sin que existiese un nuevo lobo alfa.
—¿Y ya nació?
Rómulo bajó la mirada brevemente para recorrer con la vis
ta de pies a cabeza al ansioso muchacho, luego mostró una son
risa con cierta carga de ironía y espetó:
—Está parado justo frente a mí.
Max quedó atónito, haciéndose hacia atrás como si de esa for
ma pudiese alejarse de la noticia recibida.
—¡No… no puede ser! Desconozco cómo lo has logrado, me
has atrapado en esta red de tu narración, pero aun así no has po
dido convencerme y menos incluso en esto. Mi ADN no tiene
nada de extraordinario y en eso serás tú quien tendrá que creer
me. Inclusive como ser humano no tengo nada especial; más aún,
he sido alguien que se enferma con bastante regularidad. ¿Cómo
podría ser entonces un hombre lobo y en especial el que tú aludes
que soy?
—Lo peor que puede hacer una persona en su vida, es huir de sí
mismo; tarde o temprano se alcanzará y además cansado —comentó el
lobo alfa con esa frialdad que lo caracterizaba y de la cual tendría
que hacer uso a plenitud, ésta sería la mayor discusión que ten
dría que afrontar con Max—. Y te podría apostar que últimamen
te tus enfermedades han sido más recurrentes.
—Pues de hecho sí. ¿Pero y qué con eso? —La noticia lo había
golpeado como una pedrada en plena sien, se percató de una in
cipiente taquicardia, sudaba frío y sentía que el oxígeno que cap
turaban sus pulmones no era suficiente para irrigar su cerebro,
era presa de una gran angustia.
—Es precisamente por tu ADN, que no es el de un hombre
lobo normal. Tus propias células saben que el momento del le
targo está por finalizar y luchan contra tu organismo de ser
humano.
—Pero no puede ser. Soy el tipo más ordinario del planeta.
—Sin depositar la mirada en algún punto en específico, el deses
perado joven volteó hacia alrededor, quizás buscaba la ayuda de
alguien quien le indicase a ese hombre que había cometido un
error al capturarlo, probablemente escudriñaba en el entorno la
presencia de algo que le indicara que todo era un sueño del cual
podía despertar.
38 Rexagenäs
La ira de Aníbal
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n el mismo momento en que Max recorría en compañía de
Rómulo el viñedo de éste, al otro lado del Mediterráneo,
exactamente en la costa de Túnez, un hombre entraba
apresurado a una gran mansión, la cual a juzgar por su arquitec
tura bien podría haber sido un fuerte de antaño. Construido so
bre una colina, tenía una excelente vista tanto de la ciudad como
del puerto, el reflejo del sol en la piedra amarilla de la construc
ción la hacía ver aún más asombrosa. En las almenas de la misma
había varios hombres montando guardia.
El piso del corredor por el que ingresó el sujeto era de mármol
negro, las paredes de piedra amarilla al igual que el exterior y en
un costado había un altar con inscripciones que un filólogo hu
biese clasificado como cartaginés antiguo, sin embargo, a pesar
de que la iconografía era la misma, el idioma era totalmente
distinto. Bajo el altar se hallaban orando dos hombres y dos mu
jeres.
El individuo que había llegado unos instantes atrás, era un
hombre delgado, aunque algo fornido, de cabello largo, quebra
do y rubio, de rostro bello, bien podría haber servido de modelo
52 Rexagenäs
plicaban por qué no había dado ahí el golpe final a sus grandes
enemigos, creían que había sido únicamente porque no había re
cibido refuerzos ni de Cartago, ni de Hispania; inclusive llegaron
a pensar que había comprendido que su empresa, simplemente
había sido imposible de realizarse.
A pesar de que Cleopatra y Felipe IV conocían a la perfección
la historia que narraba Aníbal ni siquiera se les ocurrió el inte
rrumpirlo. Hubiera sido una gran tontería, pocas cosas desperta
ban en él tanta pasión y rabia como el relatar su invasión a Roma
y justificarse ante los demás por su ulterior derrota.
Aníbal explicó que la humanidad desconocía que una vez a las
afueras de Roma, mientras había aguardado el momento oportuno
para atacar y buscaba la mayor debilidad de la ciudad amuralla
da, sus valientes guerreros ya no habían luchado contra legiona
rios, sino contra hombres lobo. Sin ninguna oportunidad de éxito
y a pesar de la precisión de la caballería nubiense, del arrojo de
los celtas y del valor de los cartagineses; por más flechas que los
alcanzaran o estocadas que los atravesaran, aquellos seres que les
habían parecido emerger del inframundo, habían seguido en pie,
peleaban y le arrebataban la vida a cualquiera que se había atre
vido a permanecer en ese lugar maldito para los invasores. —Por
lo que nos vimos obligados a huir y así, ya con mi ejército merma
do, el muy infeliz se divirtió con que Escipión culminara con la
labor que sus infernales sabuesos habían iniciado, ya no tenía que
mandar a sus hordas de licántropos por nosotros, sabía bien
que los hombres de Escipión podrían con el trabajo; pero ahí co
metió el mayor error de su vida, ya que si yo hubiese sucumbido
ante las garras de uno de sus lobos, hubiese muerto por siempre
y posiblemente nunca hubiese existido nuestra especie.
Felipe y Cleopatra sabían que en eso se equivocaba, ya que
para ese entonces Ying Jien, mejor conocido como Chin Shi Huang
Di, ya había nacido e inclusive muerto y a pesar de que cada uno
se proclamaba como el primer hombre vampiro, era algo que
nunca determinarían; lo que era cierto era que ambos lo habían
logrado en el mismo año, quizás al mismo tiempo y más impor
tante, sin la necesidad del otro, al igual que los líderes de las otras
tres razas.
—Pero su ego y su deseo de humillarme y que el gran Aníbal
cayera ante el que en ese momento era un simple mortal lo con
56 Rexagenäs
ción, con nada más en su interior que unas escaleras que condu
cían hacia abajo, al final de las mismas había una puerta de
madera que culminaba en forma de ojiva y dejaba pasar un pe
netrante olor a humedad y a podredumbre.
Aníbal, que iba adelante del grupo, dio dos golpes secos a
la puerta e inmediatamente se abrió; era una de las mujeres de la
entrada de la mansión, la cual inclinó la cabeza a manera de reve
rencia al ver ingresar al iniciador de la Segunda Guerra Púnica y
cualquiera lo hubiese hecho, su sola presencia hacía que cada
hueso se inmovilizara y que la sangre dejara de correr.
Las mazmorras estaban casi en penumbras, iluminadas sólo
por un par de antorchas empotradas a la pared, carecían de ven
tilación alguna lo que hacía que el ambiente fuese casi sofocante,
en el piso el moho se confundía con manchas de sangre, sobre el
cual corrían algunas ratas de un agujero a otro.
—¿En qué calabozo está? —inquirió Aníbal, dirigiéndose a la
guarda.
—En el tercero del lado derecho, mi señor —contestó la mujer
vampiro sin levantar la mirada mientras indicaba la dirección
con su mano izquierda.
Los cuatro sujetos se dirigieron enseguida a la celda señalada,
donde se encontraba un hombre encadenado por las manos a uno
de los muros, joven, de cabello largo y negro. Estaba descalzo y
con el torso desnudo, mostraba algunas heridas en él, al parecer
provocadas por las garras de alguna bestia. Al verlo, Aníbal vol
teó a ver a Hermann y comentó:
—Dijiste que no lo habían torturado todavía.
—Así es Aníbal. No quisimos perder más tiempo.
—¿Y esas heridas? No me digas que así lo encontraron.
—Ah, eso, algunas las sufrió durante su captura y otras fue
ron un poco de diversión mientras lo trasladábamos; pero no lo
hemos interrogado —declaró el germano con gran cinismo.
—¡Quítale las esposas! —ordenó el patriarca a Hermann.
En ese instante ingresó la mujer de la puerta y preguntó:
—¿Desea mi señor que prepare el potro o que ponga a hervir
aceite quizás?
—Eso no será necesario, cuento con mejores instrumentos y
ahora retírate y que nadie más entre —ordenó Aníbal— a menos
que aparecieran por aquí Mitrídates o Yugurta.
La ira de Aníbal 59
El Imperio Perfecto
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a tarde del día siguiente había avanzado bastante y Max
no había tenido oportunidad de encontrarse de nuevo con
Rómulo. Dedicó parte de su tiempo a recorrer la mansión,
de la cual era difícil decidir qué resaltaba más, si sus arcos y co
lumnas de estilo jónico, los cuales había tanto en la planta baja
como en los balcones de la planta alta, las macetas, flores y jardi
nes que la rodeaban por todos lados como deseando apresarla,
los ventanales que la proveían constantemente de luz o los teja
dos color ladrillo quemado en los que culminaba la estructura.
Más temprano en el día había logrado toparse con Marketa,
quien con menor habilidad oratoria que Rómulo, pero con remar
cado esmero y amabilidad, respondió algunas interrogantes del
muchacho sobre la historia de su especie y en especial sobre sus
orígenes, haciendo hincapié en que ellos, al igual que los vampi
ros, eran el paso siguiente en la escala evolutiva de la humanidad
y como en muchos casos anteriores, sólo una de las dos especies
habría de subsistir. Las interrogantes no sólo salieron de parte del
recién llegado, ella también mostró curiosidad por su vida pre
via, en especial por sus relaciones amorosas. Max no le dio im
66 Rexagenäs
Rómulo explicó que como era bien sabido por todos, las per
sonas que usualmente les servían eran humanos, pero debido a la
trascendencia de los eventos que estaban por vivir, había consi
derado más sensato que durante esos días sólo habitasen la villa
duploukden-awi. Relató que cuando trató el tema con Alejandro,
Paolo estaba presente, quien se ofreció a que tanto él como Naïma
podrían brindar su ayuda. Rómulo no había aceptado la propues
ta de Paolo, ya que para él tenía pensadas otras encomiendas, no
así con Naïma, quien si bien ejercía una función relevante como
comisaria en los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, en esos
días había ido a pasar un tiempo al lado de su esposo. Posterior
mente Marketa también se comprometió a auxiliarlos y a pesar
de ser algo completamente extraño ver a una vhestaz-un servir la
comida, en nada interfería con sus labores. En cuanto a Kwon, al
ser uno de los guardas personales de Marketa, perfectamente po
día cumplir su labor mientras ayudaba a la mujer a quien debía
proteger.
—Perdonen que los interrumpa —manifestó Max, quien al
ver una oportunidad de hablar, dejó el bocado que estaba a punto
de llevarse a la boca—. Rómulo ha sido insistente en que controle
mi curiosidad y créanme, mi pregunta va más allá de ésta, ya que
creo he perdido algo de información que me impide ver con cla
ridad el panorama completo de lo que tratan. Básicamente tengo
dos preguntas que aun cuando imagino son algo complejas, re
quiero de esas respuestas para poder seguirles el paso en la con
versación.
—Si tus preguntas van más allá de simplemente saciar una
curiosidad superficial, creo es bastante válido las formules —se
ñaló Leonardo.
—La primera parecería no busca más allá que satisfacer mi
curiosidad, pero en verdad creo que es trascendente que conozca
la respuesta para poder entender cabalmente todo lo que hablan
y es simplemente que me expliquen cuál es ese Imperio Perfecto
del que hizo mención Rómulo.
El primer romano detalló que de alguna forma u otra, todos
ellos estuvieron involucrados durante sus vidas como humanos en
la creación, expansión o consolidación de un imperio. Boadicea
había buscado la subsistencia del suyo, pero sucumbió ante el
forjado por él. Alejandro buscó perpetuar el suyo a través de las
72 Rexagenäs
que sus individuos sean plenamente felices de vivir en él, que es
tén orgullosos de pertenecer a éste y de sus líderes, ya que de otra
forma el Estado sufriría revueltas, intentos de derrocamiento y
tarde o temprano se daría una revolución que acabaría con ese
Estado.
Depués de paladear la porción de pasta que tenía en la boca,
Alejandro complementó:
—Con lo que se demostraría que no era perfecto, sólo lo era
para unos cuantos.
—Entonces podríamos decir que con ese elemento sí cumplie
ron —atajó Max, quien consideraba que la gloria alcanzada por
esos imperios había sido deslumbrante y pensaba que si sus in
terlocutores lo negaban, podría encontrar un indicio de la false
dad de que fueran realmente los personajes históricos que
reclamaban ser—. ¿O que los griegos contemporáneos a ti Alejan
dro, no eran felices de vivir en el esplendor que alcanzó tu impe
rio o los romanos no estaban orgullosos de serlo?
—Posiblemente algunos griegos y romanos estaban felices y
orgullosos con sus imperios, aunque ni siquiera todos lo estaban
—declaró Boadicea—. Pero además créeme que los bretones, ga
los, persas, germanos y demás pueblos que fueron sometidos y
que en ese momento pasaron a formar parte de esos imperios, no
lo estaban.
El oriundo del pueblo de Vinci continuó con la plática, acla
ró que el día en que no fueran necesarias armas disuasivas pa
ra contener revueltas, que no existieran protestas en contra del
gobierno, que ni siquiera se requirieran leyes, policías, ni ejérci
tos; en suma, que el pueblo no necesitara un poder coercitivo so
bre él y que las autoridades sólo se preocuparan por gobernar y
no por permanecer al frente del Estado y así enriquecerse, entonces
se estaría frente algunos de los elementos del Imperio Perfecto.
—Bueno, pero entonces desaparecería la política como tal —co
mentó Max con seriedad, inclusive indicó que lo dicho no lo ha
cía a manera de broma.
—La política no es más que el arte de obtener el dinero de los ricos y
el voto de los pobres con el pretexto de proteger a unos de otros —sostu
vo Rómulo, mientras al igual que en la primera plática que había
sostenido con el muchacho, jugaba con el vino de su copa y diri
gía hacia éste su mirada.
76 Rexagenäs
Sokun Romuzo
uw
E
l sol se ocultaba y, en su lugar, comenzaba a salir una luna
que mostraba que en sólo en un par de días más llegaría a
la fase completa de luna llena. Mientras Max, Rómulo y
los demás hombres lobo se reunían en esa gran cena, al mismo
tiempo, pero separados por el Mediterráneo, aquel mar que más
de dos milenios atrás fuese testigo de las Guerras Púnicas, la se
gunda de las cuales tuvo como actores a más de un hombre lobo
y a uno de los padres de los vampiros.
Aníbal y Cleopatra se deleitaban con la sangre que extraían
de una joven de no más de quince años de edad. El primero la
tomaba por uno de los brazos, mientras que la segunda extraía el
líquido rojo por una pierna, el cual se le escurría por entre las
comisuras de los labios, en tanto que la niña se quedaba incons
ciente mientras la vida se le iba.
—¿Qué podrá estar demorando tanto a los demás? —inquirió
Aníbal al tiempo que se limpiaba la sangre de la boca con el dorso
de la mano—. Fueron convocados desde ayer y ya presentan un
retraso considerable.
86 Rexagenäs
Destinos
uw
M
ax despertó al otro día un poco tarde; la noche anterior
le había sido bastante difícil conciliar el sueño y no fue
sino hasta bastante avanzada la madrugada que por fin
el cansancio lo venció. Previendo que ello sucedería, nadie lo ha
bía despertado.
Movió las sabanas de seda azul cielo que cubrían su cama y se
levantó. La pared del lado izquierdo del cuarto, acorde con el
estilo decorativo de la mansión, era adornada por una pintura,
Orfeo y Eurídice de Jean Raoux. Al frente de la recámara estaba
una puerta de vidrio con marco de madera, muy similar a la de la
biblioteca y que daba a un balcón, a donde salió Max.
La habitación debía de estar arriba de la biblioteca, de acuer
do con la vista que había desde ahí, desde donde se podía apre
ciar a la perfección el viñedo por el que había caminado hacía un
par de días junto con Rómulo. También pudo ver a unos metros
de distancia a Paolo y Naïma. Max no podía escuchar lo que ha
blaban, todavía no poseía el agudo oído de los hombres lobo,
pero por las gesticulaciones de Paolo y su esposa, parecía que
trataban un tema de seriedad.
98 Rexagenäs
—En específico, los casos más difíciles habían sido los naci
mientos de Boadicea y de Sif, pero ninguno en los más de die
ciséis mil nacimientos de duploukden-awi ha sido tan complejo como
el tuyo —añadió Aristóteles—. Además en los años en que nacie
ron ellas y tú, no nació ningún otro duploukden-aw.
—Supongo que Sif es la otra duploukden-aw prifûno —comentó
Max.
—Así es. De hecho tu posible pareja, ¿no lo sabías? —cuestio
nó el senador—. Creí que Rómulo ya te había hablado de ella.
—Sí, lo hizo, sólo que desconocía su nombre. Y francamente
ese es otro tema sobre el cual tengo muchas dudas también, pero
hay algo más que me sorprende de lo que me acaban de decir: si
a los pocos meses o semanas de nacido un duploukden-aw es encon
trado, ¿cómo es posible que con ustedes no haya sucedido así?
Aristóteles señaló que la razón se debía a que dentro de lo
que las estrellas le revelaban a Rómulo, en ciertas ocasiones
vislumbraba en ellas que durante el tiempo que pasara ese
duploukden-aw con los humanos, habría una gran misión. Por ello
se mantenía a un lado, observaba hasta el momento preciso. Res
pecto al tema de Sif, creyó que por el momento debían atenerse a
las preguntas que Max planteó originalmente, ya que había al
guien más que podía abundar mejor en dicho tema.
En esos instantes Marketa llegó con una bandeja, la cual como
de costumbre era de plata, en ella había un platón de porcelana
con omelettes a los tres quesos y otro platón idéntico con espá
rragos asados. Al verla aparecer Max la saludó con sincero entu
siasmo y le agradeció todas sus atenciones, lo cual agradó de
sobremanera no sólo a ella, sino también a sus dos acompañan
tes. La vestal contestó el saludo pero le indicó que no tenía que
agradecerle, se sentía complacida de poder atenderlo. El mucha
cho manifestó que esperaba algún día poder atenderla tan bien
como ella lo hacía con él, la sacerdotisa agradeció el comentario
pero replicó que ese no era su papel.
Max sabía que incluso cuando Rómulo abrió el tema de su
incredulidad hacia los miembros del Gran Consejo, ello no signi
ficaba que él debía externar con alguien más sus dudas, aun cuan
do hubiese familiarizado con Marketa; por lo que sin tocar el
tema, su respuesta fue muy atinada al aclarar que por lo que él sa
bía, tampoco era el de ella atenderlo y sin embargo lo hacía.
Destinos 103
nos del mundo. Todo sería decidido en la Bêlez pre ean Nevu Aelozh,
en la cual, tanto él como su némesis desempeñarían papeles tras
cendentales.
—¿Y él ya nació? —indagó Max.
—Estamos seguros de que sí, aunque no tenemos forma de
comprobarlo —señaló Aristóteles—. Pero esa no es nuestra preo
cupación. Por el momento debemos concentrarnos en protegerte
y prepararte hasta que estés listo y entonces sí buscaremos con
cluir la batalla final antes de empezarla.
—Como seguramente lo harán ellos —pronosticó Alejandro
con sobriedad.
Capítulo IX
Los aliados
uw
E
sa misma mañana, antes inclusive de que se levantara
Max, Aníbal se reunía con Hermann, Fouché y Felipe el
Hermoso. Se encontraban en un salón contiguo a la habi
tación de Aníbal, el piso era de jaspe y las paredes de malaquita,
había un librero con volúmenes claramente antiguos y una figura
de oro de Osiris, varios cojines de seda distribuidos a lo largo de
la sala y un ventanal abierto que en otra ocasión hubiese permiti
do escuchar el tronar de las olas contra las rocas. Todos permane
cían de pie. Aníbal estaba en verdad furioso.
—¿Cómo es posible que se haya escapado ese infeliz? —pre
guntó Aníbal sin dirigirse a alguien en específico; sin embargo
Felipe se sentía el más aludido. A pesar de ello, él no fue quien
contestó sino Hermann, quien señaló que nadie estaba enterado
de que debían detenerlo. Cuando el sujeto salió del salón, se diri
gió con su oficial superior, tal y como le fue ordenado, obviamen
te omitió mencionar que la instrucción fue dada por el propio
Aníbal, el ahora fugitivo dijo que el más célebre de los Bárquidas
le había hecho un encargo de extrema urgencia y que debía salir
cuanto antes. Su oficial no lo cuestionó, sabía que él había estado
con sus líderes.
114 Rexagenäs
informes de sus espías para saberlo y, ahora sí, con la mirada fija
en su compañero ministro, comentó que si le hubiese externado
su problema le hubiese ahorrado la búsqueda. Regresó la vista
hacia Aníbal y dijo que sabía que el prófugo estaba en Italia por
que era ahí a donde él iría. Con palabras de desprecio hacia el
escurridizo soldado, añadió que éste sólo buscaba salvar el pelle
jo y seguramente contaba con que la información que poseía le
podía servir para ello y al único que podía pensar le podría servir
era a Rómulo.
—Mi querido Fouché no has cambiado un ápice en estos si
glos —comentó Aníbal, quien sonreía por primera vez en el día.
—Claro que he cambiado Aníbal —refutó Fouché, quien jun
to con una gran sonrisa añadió—: He mejorado.
Todos rieron con el comentario por unos instantes, salvo Feli
pe, después Aníbal aceptó estar de acuerdo con su ministro pre
dilecto e inclusive se congratuló de tenerlo de su lado. Para
finalizar el tema, al que ya le habían dedicado más tiempo del
que merecía, ordenó que iniciasen la búsqueda del desertor, de
bían concentrarse en Italia como lo había sugerido José. Acari
ciándose las barbas musitó que probablemente les pudiese ser de
mucha utilidad su huida y los guiase hacia el escondite de su
odiado enemigo.
Fouché se apropió del encargo, sacó un teléfono celular de
uno de los bolsillos de su saco e hizo una llamada, dio instruccio
nes de que siguiesen al prófugo, pero que no lo detuviesen, no al
menos en tanto les pudiese servir de algo.
En ese mismo instante un hombre de raza mulata ingresó a la
habitación. El militar cartaginés no dio tiempo a nada y le pre
guntó:
—¿Glauco, estás al tanto del soldado que huyó y del oficial
que permitió su salida?
El hombre vampiro afirmó y Aníbal preguntó cuál debía de
ser la pena del teniente por su estupidez, mientras se acercaba a
la ventana y contemplaba la playa que era bañada por los tem
pranos rayos del sol. Hermann sugirió encerrarlo un mes en las
mazmorras sin alimento y sin agua, durante ese tiempo, a pesar
de que no muriese de sed o hambre, el dolor sería intenso.
—Me gusta tu idea —concedió Aníbal al tiempo que aspiraba
profundamente la brisa que le llegaba del mar—. Dicen que los
116 Rexagenäs
La encomienda
uw
D
urante la mañana del 6 de julio, aproximadamente a la
misma hora en que se reunían los líderes de tres de las
razas de los hombres vampiro, un Mercedes-Benz 300 SL
Gullwing y dos vehículos todoterreno de la misma marca llega
ban a una pequeña cabaña que se encontraba en las cercanías de
Asis. Afuera de ella, estaban estacionados un Ferrari Testarrosa y
dos Escalades, así como ocho hombres perfectamente escondidos
entre el entorno del lugar. En cuanto los autos se detuvieron fren
te a la cabaña, descendieron de las SUVs diez hombres más, quie
nes, tras un rápido reconocimiento de los alrededores, se fueron
a ocultar también. Del Mercedes bajaron Rómulo y Leonardo,
quienes entraron en la cabaña.
El interior se encontraba desprovisto de cualquier tipo de de
coración suntuosa, sólo había un sofá, un sillón y una mesa de cen
tro que hacían las veces de sala, entre ésta y un comedor muy
simple, había una chimenea que carecía de adorno alguno, tam
bién había una diminuta cocina con el mobiliario más básico po
sible, un baño pequeño y unas escaleras que conducían a la
planta alta, tan rústica como el resto de la cabaña.
128 Rexagenäs
uw
C
omo ya se había hecho costumbre para Max, estaba com
pletamente extasiado con la plática que acababa de sos
tener con Aristóteles y Alejandro Magno. En nada le había
molestado la ausencia de Rómulo, aun cuando las palabras de és
te siempre estaban llenas de una sabiduría que asombraría a cual
quiera, los dos personajes con quienes había desayunado también
eran formidables. Cómo deseaba el muchacho seguir conversan
do con ellos, al igual que tener la oportunidad de hacerlo con los
demás miembros del Gran Consejo con quienes había cenado la
noche anterior, así como con los que faltaba de conocer.
El desayuno ya había concluido hacía algún tiempo, pero los
tres hombres seguían en sus lugares, inmersos en una plática por
demás importante e interesante, apenas se levantaban en aisladas
ocasiones para estirar un poco las piernas o por la mera costum
bre de caminar mientras discurrían un tema trascendente.
Mientras todo esto sucedía, Marketa apareció de nuevo, en
esta ocasión no llevaba vianda alguna pero sí un recado para
140 Rexagenäs
Los animales habían dejado aquel paraje, quizás su instinto les ha
bía indicado que ese lugar se convertiría en una zona de muerte y
desolación. Fue ahí donde nos topamos con la primera patrulla de
Proscritos. Los agarramos desprevenidos y no eran más de una
decena, por lo que pudimos someterlos fácilmente. Desafortunada
mente, no existen ataduras capaces de contener a un duploukden-aw,
al menos no unas que pudiésemos haber llevado con nosotros,
por lo que no podía dejarlos cautivos y tampoco podía arriesgar
me a que diesen la voz de alarma, el éxito de nuestra misión radi
caba en mantenernos en secreto; debido a ello, tomé la difícil
decisión de aniquilarlos antes de que sus aullidos alertasen a al
guna otra patrulla. Pelearon fieramente, como los duploukden-awi
que eran, pero desde antes de que soltaran la primera mordida,
sabían que no tenían posibilidad alguna de sobrevivir.
Junto con el invierno llegamos a los valles, a los cuales entra
mos con un sigilo inverosímil para una legión, porque como te he
dicho, cuando un duploukden-aw acecha es casi imposible escuchar
lo: somos el ser más perfecto para la caza. Ahora bien, como lo
habíamos imaginado, había ahí hombres de Julio César, era una
centuria completa, es decir, ochenta soldados más el oficial a car
go. Obviamente nosotros los superábamos en número, en pro
porción de casi quince a uno, por lo que no tendríamos mayor
dificultad en derrotarlos. El reto consistía en que no podíamos
permitir que uno solo escapase o diese la voz de alerta.
Analicé la situación y dividí mi legión en cuatro grupos. El
valle, que aunque lo bastante amplio para albergar al ejército de
Rómulo completo y más, era rodeado en su totalidad por un es
peso bosque y la superficie era sumamente irregular. César segu
ramente había escogido ese lugar como su ruta de escape por esas
características, ya que si lograba internarse en él sería difícil atra
parlo, aun para nosotros, pero en esos momentos tenía que apro
vechar a mi favor las ventajas del terreno; ordené a Octavio
quedarse con su cohorte completa en donde estábamos y atacar
desde ahí, es decir, desde el norte del valle. Artemisia debía esca
bullirse por entre los árboles junto con dos de sus manipulios y
atacar desde el este. Asarhadon haría lo mismo que la guerrera de
la Batalla de Salamina, pero se dirigiría hacia el flanco oeste y yo
tomaría uno de los manipulios del asirio y otro de los de Artemi
sia, con lo que cubriría el escape hacia las montañas y atacaría
154 Rexagenäs
tigo, por lo que nadie tomará hoy tu vida. Vine para ofrecerte la
oportunidad de regresar con nosotros, pero tu crimen ha ido más
allá de donde puede llegar mi perdón. Tus castigos serán el exilio
y la memoria. Puedes pretender olvidar el pasado, pero siempre
lo tendrás presente. Busca tu morada más allá de estas montañas,
entre los bárbaros, que como tal has elegido vivir”. Posteriormen
te, nuestro líder volteó y con voz profunda se dirigió hacia todos:
“Hoy se ha derramado la sangre de nuestros hermanos. Estas ba
tallas han sido un paso atrás en nuestro proceso evolutivo, pero
todos somos culpables de esta guerra fratricida. Aquellos que es
tén arrepentidos podrán regresar con nosotros y reincorporarse a
nuestra familia, no sin antes sufrir degradaciones en sus rangos.
Aquellos que consideren a César su guía, compartirán la misma
pena que éste; sin embargo, hoy son libres de marcharse”.
Al igual que cuando Bruto y otros senadores romanos acaba
ron con su vida y por consiguiente con sus aspiraciones políticas,
este mismo hombre se levantó en ese momento, tres siglos des
pués de aquel suceso y aunque en esta ocasión ya recuperado de
sus heridas, con el mismo resultado: derrotado y con el laurel
apartado de su sien. Antes de iniciar su exilio me dirigió una mi
rada en la que tristemente vi rabia y desprecio.
La conclusión de la narración fue seguida de un profundo si
lencio en la habitación, Max no había deseado interrumpir a Ale
jandro ante ese relato que lo había dejado total y absolutamente
perplejo; por ello no fue sino hasta que estuvo seguro de que ha
bía finalizado que afirmó:
—¡Es el relato más doloroso que haya escuchado en mi vida!
—Seguramente lo es por sus participantes, pero quizás igual
de dramáticas son las Bêlezi adkep eani Agâden aba Môrel —comentó
Alejandro agradecido ante la reacción de su oyente.
—¿Esas son las guerras contra los lamwadeni, cierto?
—Así es —respondió escuetamente Alejandro, con la inten
ción de que el muchacho echara a volar su imaginación.
—Por cierto ¿tiene algún nombre la última batalla o esa es
precisamente la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ?
—No, el conjunto de todos estos eventos son conocidos como
la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ, la última batalla fue nombrada
Pûlemann abi Dou Bêlenazi, precisamente por el enfrentamiento entre
César y yo.
162 Rexagenäs
Una madre
uw
P
osterior a la conversación con Alejandro, Max tuvo opor
tunidad de reencontrarse con Aristóteles y mantener con
él una larga plática, el muchacho se sentía orgulloso, aun
que sin presunción alguna por ello, de ser discípulo del gran filó
sofo griego y en su corazón crecía un afecto tan grande por su
maestro como la admiración que le profesaba. Inteligentemente,
Max no le preguntó sobre las Bêlezi adkep eani Agâden aba Môrel, ese
era un tema que podría ser tratado mejor por el Cónsul o inclusi
ve por otro guerrero. Enfocaron su plática en materias de Ética y
Metafísica hasta que Leonardo se unió a ellos y aprovechando la
posición que éste ocupaba como Jefe de los Servicios Diplomáti
cos y de Inteligencia, Max indagó sobre las relaciones que mante
nían los duploukden-awi con gobiernos y grupos de poder humanos,
así como la estrategia que seguían sus contrapartes en las cinco
razas de los hombres vampiro. La plática se prolongó hasta des
pués de la cena y a pesar del deseo expreso del joven de conti
nuar la conversación, atendió la sugerencia de los senadores de
retirarse a reposar.
164 Rexagenäs
ron que les diese una vida llena de lujos y cosas que a él realmen
te no le interesaban. Hizo la analogía de que sus relaciones eran
como el piso por el que andaban, un gran mosaico en el que el
único común denominador era que no fueron muy duraderas y
que al final eran ellas quienes lo dejaban. Meditó un poco y di
jo que quizás ellas fueron más inteligentes que él al soltarse de
algo que se incendiaba, mientras que él siguió aferrado a pesar
de que sólo quedaran cenizas.
Boadicea posó sus ojos misericordiosos en el muchacho. Sin
importar el papel que jugase en el futuro, sus aciertos y errores,
ella sabía que lo querría por siempre. Con una mezcla de dulzura
y amargura señaló que al parecer sus relaciones sentimentales no
habían salido del todo bien; le indicó que vivía en un mundo en
el que simplemente no encajaba.
—Sí, así pareciera… pero sé a dónde vas con todo esto —anun
ció Max mientras sacudía la cabeza como si deseara librarse de la
hipnosis que la mirada y voz de la druidesa celta causaban en
él—. Me vas a decir que no encajo en ese mundo debido a que
pertenezco a éste, así como Rómulo dijo que la razón de mis en
fermedades es el cambio que experimenta mi ADN y acabarás
por decirme que es porque soy un duploukden-aw prifûno.
—No, Max, no estoy aquí para meterte ideas en la cabeza
—refutó Boadicea, mientras se detenía y colocaba su mano sobre
la del joven, buscando transmitirle paciencia y tranquilidad—. A
mucha gente se le va una buena parte de la vida disimulando lo que es
y simulando lo que no es y no quiero que eso pase contigo; por eso
estoy aquí, para ayudarte a encontrar el camino a la verdad.
Con tono firme, pero con cuidado de ser respetuoso, el mu
chacho cuestionó si por ello se refería a su verdad. Preocupada
ante la cerrazón que mostraba el joven, Boadicea sentenció que
verdad sólo hay una. Las personas la podían interpretar de dis
tintas formas, la podían ver con diversos matices y formarse una
idea que asumían como la verdad, pero que sólo era un reflejo, a
veces distorsionado, de ella.
Los ojos de Max captaron la consternación que traspasaba el
cuerpo de la reina bretona, sintió una genuina preocupación de
parte de ella. No tenía razones para desconfiar de esa mujer, al
contrario. Si bien no era la única a quien admiraba y respetaba, con
nadie más se sentía tan seguro de abrirse por completo. Por ello,
170 Rexagenäs
El Gran Consejo
uw
S
ólo unos minutos después de haber dejado a Max en el co
razón del laberinto, Boadicea llegó a una construcción que
se encontraba cercana al viñedo. Al ingresar se descendía
por unas escaleras de madera a lo que notoriamente era un al
macén, en él había una gran cantidad de estantes con varios tipos
de comida. Había pocas frutas y verduras frescas, pero había
muchas más de las denominadas de conserva; también había pas
tas, panes y muchos otros tipos de alimentos. En una de las es
quinas había una cámara de refrigeración y a su lado, una puerta
en el suelo que la reina celta abrió para luego bajar por sus es
caleras.
Llegó a una cava de dimensiones mayores que el mismo alma
cén, lo primero con lo que se encontraba uno, era una mesa de
madera que tenía encima un gran queso, algunos pedazos de pan
y un cuchillo, a su alrededor había un par de sillas, cerca de la
mesa había algunos jamones colgados y más adelante una gran
cantidad de repisas con botellas de toda clase de vinos. Boadi
cea caminó por uno de los pasillos que se formaban por estas re
pisas hasta llegar a una sección menos iluminada, repleta de
182 Rexagenäs
—No podemos dar por cierta información alguna que sea co
nocida a través de un lamwaden —señaló un hombre alto de cabello
ondulado, castaño claro y barba del mismo color.
—Y no lo hago, Carlo —le respondió el fundador del imperio
al que había buscado imitar—. Pero tampoco podemos tomarla
necesariamente por falsa. Algo que he aprendido de los lamwadeni
es que muchos de ellos no están realmente a gusto con sus líde
res, debido a lo cual, en algún momento se podía dar una
traición.
Lo cierto era que esa situación también se vivía entre ellos,
Rómulo no lo dijo, no por cerrar los ojos ante una realidad, sino
porque no era relevante para el asunto que trataban, misma ra
zón por la cual ninguno se lo hizo ver. Sin embargo sí hubo algu
nos comentarios sobre el valor que debían dar a la información
adquirida, hasta que Marco Aurelio señaló que habían sido cui
dadosos de no proporcionarle datos importantes al hombre vam
piro, quien además había sido enviado con Ying Jien para que
probara su honestidad; si los traicionaba con él, no consideraban
que los pudiera perjudicar, porque crearía tal confusión en el pri
mer emperador chino que difícilmente lo llevaría a atacarlos y si
los traicionaba con Aníbal, no llevaba más información que con la
que había llegado y quizás, inclusive, ampliaría las dudas que ya
tenían.
Leonardo les informó que Aníbal había logrado reunir a Atila
y Ahuizotl y de acuerdo al informe del traidor, éstos creían que
podían estar protegiendo algo, pero también pensaban que pu
diese tratarse de una trampa. Hábilmente Alejandro sugirió apro
vechar la idea que tenían, incluso cuando eso no los desanimara
a atacarlos, al menos podrían guiarlos a un lugar distinto de don
de se llevaría a cabo el ritual de Max.
El emperador carolingio indagó si sus enemigos conocían la
ubicación de sus legiones y Genghis Khan le confirmó que así era,
en parte gracias a sus espías y en parte por la información que les
había sido dada por el señuelo que habían soltado. Tras un breve
análisis de la situación Pakal Votan comentó que de ser así y de
definirse sus adversarios por la opción de que protegían algo, era
probable que dedujeran qué era e inclusive cuándo realizarían la
ceremonia. Boadicea agregó que quizás llegarían hasta dilucidar
dónde la llevarían a cabo, por lo que se hacía más importante que
186 Rexagenäs
El reto
uw
A
pesar de haber creído que saldría del laberinto en compa
ñía de Boadicea, Max trató de fijarse en algunos detalles
con los cuales familiarizarse y así encontrar la senda de
regreso en caso necesario; los dibujos en los mosaicos no llevaban
un orden cronológico, por lo que no servían de guía alguna a me
nos de que uno recordara la posición en la que habían sido colo
cados, lo cual no era tarea sencilla debido a la cantidad que había
de éstos. Aun con los intentos del joven por tratar de recordar el ca
mino adecuado, en más de una ocasión tomó un sendero erróneo,
a causa de lo cual no salió del laberinto sino hasta pasadas algu
nas horas. Al lograrlo, estaba cansado, sediento y hambriento,
con nada más en su mente que sumergirse en la tina romana. Sin
embargo, sólo había dado unos pasos afuera del laberinto cuan
do se encontró con Paolo, quien le solicitó que lo acompañara. Lo
condujo por los jardines de la villa hasta llegar a una construc
ción que asemejaba un iglú, pero parecía ser de piedra y los esca
lones de la entrada estaban hacia abajo, ya que aproximadamente
la mitad de ésta estaba bajo tierra y sólo la parte restante era lo
que Max creía era piedra, aunque concretamente era adobe.
192 Rexagenäs
Asesinos
uw
U
n día más había transcurrido. Apenas pasaba del medio
día pero una lluvia torrencial mantenía alejados los rayos
solares de una carretera prácticamente desierta y cercana
al Lago Trasimeno, en donde un hombre conducía una Ducati 748R
a gran velocidad; lo seguían otro hombre y una mujer, lo increíble
es que éstos venían a pie y estaban a punto de darle alcance.
Al estar a pocos metros de distancia del motociclista, la mujer
tomó un látigo que portaba en su cadera, sin disminuir la veloci
dad lo alzó en el aire y golpeó la espalda del conductor. A pesar
de que el látigo tenía varias puntas, mismas que terminaban en
afilados ganchos que se enterraron en su espalda, aquél no perdió
el control de la moto. La mujer tiró del látigo, junto con varios
pedazos de la chaqueta de cuero negro y la camisa blanca que
portaba el hombre, salieron volando pedazos de carne y gotas de
sangre.
En ese momento el motociclista divisó un camino de tierra
que discurría por el lado izquierdo de la carretera y que subía
una pendiente, la cual conducía a un hotel en construcción y viró
para tomarlo. Al ingresar por éste, frenó por unos instantes para
202 Rexagenäs
tra el lobo, ahora sí furioso por sus insultos y sobre todo por el
golpe que había dado a su pareja, pero aquél lo recibió con una
patada de lado que regresó al hombre que había luchado al lado
de Juana de Arco al punto de partida.
Carlos aprovechó el pequeño momento de respiro para des
prenderse de los harapos en los que se había convertido su cami
sa y terminar de subir la colina que lo llevó hasta el hotel en
construcción, requería de terreno elevado para presentar una me
jor defensa.
El hotel se hallaba en la cima de la colina, el frente del mismo
era una torre de dieciocho pisos y atrás de ésta una segunda ala
del complejo, pero que sólo contaba con doce plantas. La cons
trucción se encontraba en obra gris, los pisos y los muros estaban
terminados, pero nada más. Encima de la construcción, una in
mensa nube negra bañaba de forma ininterrumpida tanto al edi
ficio como a sus tres pasajeros visitantes.
Tan pronto el hombre lobo llegó a la punta de la colina, los
dos vampiros le dieron alcance y en tono por demás burlón la
Brinvilliers le dijo:
—Un pretoriano huyendo de una mujer, hubiese esperado
una actitud más digna de ti.
El soldado no respondió a la provocación, esperó un nuevo
ataque de sus adversarios y consciente que si bien eran más rápi
dos que él, no necesariamente más ágiles.
Al percatarse de que el licántropo no perdería la concentra
ción tan fácilmente, ambos vampiros decidieron atacar de manera
conjunta y se lanzaron contra él. Carlos aguardó a que estuvieran
cerca y ejecutó un Futari Gake que impidió la embestida prospera
ra. De inmediato, el hábil duploukden-aw, dio un salto que lo colocó
en el techo de una grúa de construcción que se encontraba frente
al edificio, con algunos brincos más llegó a la punta de la grúa y
de ahí se aventó hacia la azotea del edificio, pero en pleno vue
lo el látigo de la Brinvilliers, quien ya estaba por darle alcance, lo
tomó por el tobillo e impidió lograra su objetivo, haciéndolo caer
al décimo tercer piso en lugar de la cima de la torre.
Al caer en el piso Carlos rodó un par de metros, pero de inme
diato se incorporó, esperaba la llegada de sus persecutores. La
primera en aparecer fue la famosa envenenadora. El pretoriano
quiso aprovechar la oportunidad de enfrentarse sólo a ella, lo
Asesinos 205
Un nuevo Rubicón
uw
A
lejandro detuvo el Lamborghini Miura 1971 que condu
cía enfrente de una villa, a un costado de la carretera que
conduce a Lido di Roma. El muro limítrofe de la propie
dad era de piedra y dos columnas con esculturas en sus cimas
formaban la entrada. En la fachada de la casa destacaban cuatro
medias pilastras jónicas y lo que podría ser el escudo de la fami
lia, elaborado en estuco, sobre la puerta principal. Dos autos más,
que conformaban su escolta, hicieron lo propio. Alejandro des
cendió del vehículo en compañía de Cicerón.
Entre el muro exterior y la casa había un pequeño patio y una
escalinata, en sus barandales había dos esculturas similares a las
del muro. La entrada era vigilada por cuatro guardas, quienes al
ver a los visitantes acercarse a ellos, abrieron la puerta para dar
les paso.
La decoración del interior de la casa, de estilo un poco más
moderno, contrastaba con el exterior, pero a la vez hacía una
mezcla exquisita: el piso del vestíbulo estaba revestido en tra
vertino y cubierto por una alfombra oriental, del lado izquierdo
una escalera con barandal de hierro forjado y peldaños flotantes
210 Rexagenäs
Sif
uw
M
ax daba vueltas en su cama, incapaz de conciliar el sue
ño, probablemente debido a que la noche anterior había
dormido en demasía producto de los efectos del veneno
de la mamba negra y de su antídoto, o, quizás, por la intensa plá
tica que tuvo con Rómulo y Boadicea sobre los posibles aconte
cimientos que se vivirían en el preludio de la nueva era; sin
embargo podríamos decir que había tenido el día más tranquilo
desde su llegada a la villa. Convencido de que no lograría dor
mir, decidió levantarse y dar una caminata que, tal vez, le ayuda
ría a ordenar sus ideas y pensamientos.
A pesar de la inmensa cantidad de obras de arte depuestas en
la mansión, no provocaba la sensación de ser un museo, cada ha
bitación contaba con el número indicado de ellas para hacerla
acogedora. En cada cuarto al que se entraba, se apreciaba una
obra de arte, hasta las escaleras de roble por las que descendía el
muchacho eran destacables, cuyos barandales de hierro forjado
formaban un semicírculo, en medio de ellas también había una
pintura maravillosa: Venus y Marte de Sandro Botticelli.
218 Rexagenäs
sease verse encadenado entre ellas. Sus ojos eran de un verde tan
cristalino que aparentaban emanar luz propia, reflejaban una
gran ternura y, a la vez, una voluntad inquebrantable. Portaba un
dije en forma de caldero de plata del que salían llamas de oro y
que se ocultaba, como un tesoro, en el estrecho paso entre la unión
de las dos colinas celestiales de su cuerpo. Sólo su rostro era sufi
ciente para inspirar a alguien a componer un millón de poemas
y canciones, algo que si no había sucedido hasta entonces, segu
ramente no tardaría en ocurrir. Sus movimientos poseían una
gracia tal que podrían formar parte de la más hermosa y coordi
nada danza.
Ante tal belleza las piernas de Max perdieron fuerzas, sin po
der sostenerlo más. Agradeció que aquello sucediera, ya que al
caer la mujer aprovechó la ocasión para acariciarle el rostro. Max
nunca había sentido algo tan maravilloso como esa caricia. Sus
miradas se cruzaron, fue entonces cuando ambos vislumbraron
en su destino un camino que podría guiarlos a amarse eterna
mente. Cualquiera diría que fue amor a primera vista, pero sería
un calificativo demasiado pobre para lo que en realidad ocu
rrió; fue una comunión de espíritus como pocas veces había
ocurrido en el mundo. Sus miradas hicieron contacto y sus almas
penetraron el cuerpo del otro, reconociéndose mutuamente como
aquella parte que los completaba, al punto de convertirse en un
solo ser.
Ella dijo entonces, con una voz dulce que dejaba entrever un
gracioso sentido del humor que ayudó al muchacho a recobrarse:
—¿Es que acaso permanecerás ahí, Max?
El atónito hombre sólo pudo balbucear unas cuantas pala
bras. Se disculpó con la hermosa joven, pues creía no poder decir
algo inteligente en ese instante. No obstante y sin temor a equivo
carse le aseguró:
—Eres la mujer más hermosa que haya habitado este planeta,
Sif.
La joven agradeció el cumplido aunque le pareció algo exage
rado el comentario. Por la curiosidad de saber cuál sería la res
puesta del muchacho le preguntó cómo era que la reconoció. Max
le comentó que no tenía una respuesta para ello, suponía que algo
inexplicable en su interior se lo había indicado. La hermosa loba
alfa sonrió nuevamente y tomó las palabras de Max como un ha
220 Rexagenäs
Con voz por demás armoniosa Sif comenzó a relatar que ha
bía nacido en una de las últimas primaveras del siglo xix, en un
pequeño poblado de la región de Siberia. Reconoció no recordar
mucho acerca de su infancia ni qué había ocurrido con sus padres,
salvo que eran una familia humilde y que aquellos la amaban y
viceversa. Sin embargo, recordaba perfectamente que, cuando te
nía ocho años, a su aldea había llegado un grupo de extranjeros.
Al día siguiente del arribo de los forasteros la pequeña Sif salía de
su casa por un encargo de sus padres, ocasión que, animada por
la curiosidad, aprovechó para acercarse al único hostal existente
en el pueblo y ver si podía encontrarse con ellos. Recordaba que
nunca había visto extranjeros y deseaba ver cómo vestían así como
escuchar la lengua que hablaban. Se encontraba husmeando en la
entrada del hotel cuando sintió que una mano se posaba en su
hombro, lo que la asustó, provocando que tirara las viandas que
cargaba en sus brazos. Al voltear, vio que una mujer se agachaba
para ayudarla a recoger las cosas. Se trataba de una mujer bellísi
ma y supuso debía ser una reina de algún país lejano. Aceptó que
desde ese preciso momento la admiró.
Sif continuó su relato, le señaló a su interesado interlocutor
que aquella señora le había pedido que no se asustara y le había
preguntado su nombre aunque, obviamente, ya lo sabía. Sif compren
día ahora que la mujer lo había hecho para no alarmarla si la lla
maba por él. También recordaba haberle preguntado si era una
reina, a lo que la bella mujer contestó que lo había sido mucho
tiempo atrás. Le dijo, además, que ella también lo sería, es más,
que sería la más grande de todas. Sif señaló que tontamente se
había echado a reír, ya que en ese momento no creyó que aquello
que escuchaba pudiera ser posible, porque ella era una niña po
bre y no tenía sangre real. La enigmática dama, sin enojarse por
la risa de la pequeña, le había contestado que su sangre era más
real que la de los zares. Sif reconoció que no había podido creerle
nada, pero también que se había sentido fascinada ante aquella
mujer. La pequeña niña contestó que debía regresar a casa, pero
que deseaba verla nuevamente. La mujer le había asegurado que
esa misma tarde iría a visitarla, por lo que la pequeña se había ido
muy contenta de regreso.
Max no sabía si acaso era la cadencia de la voz de la hermosa
Sif, o, bien, sus sentimientos hacia ella comenzaban a convertirse
222 Rexagenäs
en algo mágico o tal vez el aroma de las flores que formaban una
alfombra a sus pies, hacían que se sintiera envuelto por su relato.
En realidad no importaba la razón por la que logró transportarse,
en su mente, al hogar de Sif; lo cierto es que se imaginaba su casa,
el hostal, su pueblo entero y a ella misma de niña, quien segura
mente había sido un ángel al que toda la aldea quería.
La siberiana prosiguió su narración, al añadir que sus proge
nitores nunca creyeron que aquella extranjera fuera a verla, debi
do a lo humilde de su condición. Grande fue la sorpresa de sus
padres cuando esa misma tarde llegaron los extranjeros a su casa.
No sólo iba la mujer sino cuatro personas más, tres de los cuales
aguardaron afuera, a pesar de que habían sido invitados a pasar,
debido a que nevaba con fuerza y hacía muchísimo frío; sólo la
mujer y un hombre entraron. Se trataba de las personas más dis
tinguidas que la niña había visto en su vida. El hombre tendría
cerca de cincuenta y tantos años, era elegante y seguro de sí mis
mo. Sif no necesitó aclarar la impresión que el sujeto había pro
ducido en ella, seguramente causó una sensación similar en Max.
Este último señaló que comprendía perfectamente a lo que se re
fería Sif: el magnetismo de Rómulo y Boadicea era algo difícil de
explicar, al menos lo sería para alguien que no los hubiese cono
cido. Su compañera asintió y conjeturó que esa seducción tam
bién la habrían sentido sus padres.
Rómulo les había dicho a los aldeanos que él y su esposa eran
poseedores del linaje más noble y antiguo del mundo, además de
ser extremadamente ricos, pero a pesar de todo el poder que con
centraban, no habían podido concebir un hijo. El encuentro que
esa mañana había tenido Boadicea con la niña, los había motiva
do a adoptarla. Al principio los padres de Sif se negaron rotunda
mente. Argumentaron que la niña era su hija y de nadie más. La
niña había sido mandada a su habitación; sin embargo se había
quedado cerca y oculta para poder escuchar la conversación.
La joven sacerdotisa comentó a un Max cada vez más atento,
que al oír que los extranjeros querían adoptarla, había sentido
una mezcla de emociones; por un lado, como ya había dicho,
sentía una extraña fascinación por ellos, en particular por la
dama. Imaginó lo fabuloso que sería conocer otros países, a per
sonas importantes, quizás a reyes y a príncipes. Recordó que
había pensado en que tendría la posibilidad de asistir a una es
Sif 223
*
El epígrafe es paráfrasis de una canción de Fish.
Sif 227
Fugazi
uw
P
asaba del mediodía y Max y Sif no habían regresado al
chatteau. En una habitación que contaba con una pantalla
de gran dimensión, bajo la que había un mueble de roble
que guardaba la videoteca de la casa, se transmitían las noticias.
Enfrente, sobre un sofá recubierto de tela rayada, estaban senta
dos Boadicea y Rómulo.
El gran lobo tenía puestos los ojos en el televisor, pero en rea
lidad no ponía atención. Notando su ensimismamiento, su espo
sa acarició su pierna y le preguntó:
—¿Hay acaso alguna carga que debas llevar sobre la cual me
esté vedado ayudar a mi compañero?
Él volteó a verla, hizo una mueca que aparentaba una discreta
sonrisa y respondió:
—Si así fuera ya hubiese sucumbido ante su peso.
Rómulo tomó la mano que descansaba sobre su muslo y por
unos segundos aparentó que no iba a decir nada más, pero conocía
a la perfección a su mujer y la contestación dada no sería suficien
te para calmarla, por lo que, en un momento de extrema sinceri
dad que sólo podría haberse dado con ella, reconoció:
—Tengo miedo. No de los actos de los dioses, conocemos sus
designios y sabemos que no conllevan a un fin absoluto…
230 Rexagenäs
El muelle Beverello
uw
E
n la ciudad de Nápoles un comando especial, de las Fuer
zas de Respuesta de la Organización del Tratado del Atlán
tico Norte, patrullaba la vía Nuova Marina.
—Honestamente no sé qué hacemos aquí —comentó un sol
dado a uno de sus compañeros. Agregó que, incluso cuando uno
de sus cuarteles centrales se ubicaba en esa ciudad, Italia estaba
relativamente segura y podrían auxiliar a los damnificados de los
países que, en verdad, eran afectados por los desastres; al fin y al
cabo era una de las razones para las cuales fueron creadas las
fuerzas a las que pertenecían.
El otro respondió que una buena parte de las Fuerzas de Res
puesta ya habían sido desplegadas hacia las zonas más afectadas.
Y, a pesar de que su compañero tenía razón en el sentido de que
podrían apoyar las labores de rescate, le recordó que eran solda
dos y como tales debían obedecer las órdenes que recibían de sus
superiores, confiando en que por alguna razón les habían instrui
do permanecer ahí y vigilar la zona.
El oficial que viajaba con los dos soldados interrumpió la plá
tica, debido a que recibió un llamado por la radio —Anaconda
Verde, aquí Águila Roja. Responda.
242 Rexagenäs
en contra de él, pero fue como si las balas fueran gotas de agua,
su cuerpo parecía absorberlas, nada podía detenerlo. Al estar a
unos metros de uno de los vehículos, dio un salto y cayó en el
interior del mismo, la masacre comenzó: los primeros fueron
afortunados, al ser despachados con prontitud, las garras del
caudillo nubio cercenaban gargantas, desgarraban miembros y
penetraban vientres para después subir por el tronco de la vícti
ma hasta el pecho. Una vez terminado con los infelices que iban
en la parte trasera, ingresó a la cabina y dio cuenta de los que
viajaban ahí.
Para cuando aquel hombre, que más de dos milenios atrás se
había levantado contra el yugo de Roma, terminó con los tripu
lantes del primer vehículo, una veintena de hombres vampiro
había alcanzado al segundo y ya se encargaban de los tripulantes
de aquél.
En el momento en el que se divisaron en el cielo los helicóp
teros de las Fuerzas de Respuesta, otro de los navíos hizo su apa
rición. En la proa se distinguía a un coloso a quien la brisa marina
agitaba su rubia cabellera, en la espalda llevaba colgado un arco
dorado, el que tomó junto con una flecha de su carcaj y, justo an
tes de disparar, mencionó:
—¡Sea Apolo quien dirija mi mano!
La flecha surcó el firmamento antes de atravesar, primero, el
vidrio de la cabina de uno de los halcones negros, después el casco
del piloto, para finalizar su recorrido en el cráneo de éste. El copi
loto trató de tomar el control de la aeronave, pero sólo tuvo unos
segundos para hacerlo, una segunda flecha se incrustó en su gar
ganta, dando fin a su vida de manera casi instantánea. La aeronave
se desplomó y se estrelló contra un hotel ubicado en las inmedia
ciones del muelle. El patio del mismo, que un día antes albergaba
a turistas que usaban el puerto como punto de partida para visi
tar las islas aledañas, se cubrió de escombros.
La cónyuge del patriarca volteó hacia Yugurta, junto al cual se
encontraba nuevamente y manifestó complacida:
—Esta interrupción ha mostrado tener algo de positivo, Mi
trídates está practicando el tiro al blanco y tú has demostrado
estar en excelente forma.
Después de derribar el primer helicóptero, el antiguo rey del
Ponto fijó su blanco en el segundo, pero en esta ocasión no dispa
246 Rexagenäs
ró al piloto sino hasta que hubo terminado con cada uno de los
demás tripulantes. Del tercer halcón negro se encargaron otros ar
queros que, al igual que él, llegaban en el segundo barco.
Los refuerzos marinos de la OTAN llegaron: cinco navíos pe
queños, pero altamente equipados con material bélico. Tan pron
to escuchó el ruido de esos barcos, Mitrídates ordenó a un centenar
de sus soldados que se arrojaran al mar y que los interceptaran.
Al nadar los hombres vampiro eran mucho más lentos que en
tierra, pero de todas formas más rápidos que cualquier ser huma
no. Los marinos de la OTAN no los vieron aventarse al agua, no
obstante los identificaron en el radar y se prepararon a recibirlos.
Se dispusieron hombres armados con rifles de alto poder a lo lar
go de la cubierta de todos los navíos, aguardaban el momento
oportuno para abrir fuego. En cuanto creyeron tener al alcance de
sus armas, lo que los marinos creían buzos, comenzaron a dispa
rar. Las aguas empezaron a teñirse de rojo, no había duda, repe
lerían el ataque inclusive antes de que los enemigos intentaran
abordar sus buques. Varios de ellos rieron, pensaban que la ma
niobra contraria había sido por demás cándida. Hubo el que se que
jó con un compañero, alegaba que era más difícil deshacerse de
las ratas que encontraba en el sótano de su casa, pero poco les
duró el gusto. Repentinamente, los hombre enviados por el gene
ral griego surgieron por debajo del agua, se asieron del casco de
las naves, clavaron sus garras en ellos y así se impulsaron a la
cubierta de las mismas. Algunos vampiros fueron regresados al
mar por el impacto de las balas, justo antes de que dieran el brin
co que los llevaría a los marinos, otros dejaron sus brazos colgan
do de los barcos, ya que un tiro certero los había desposeído de
ellos, pero tan pronto se les regeneraba el miembro amputado
volvían a intentar el abordaje. Al darse cuenta de que no lucha
ban contra simples hombres, el terror inundó los barcos con la
misma rapidez que la sangre de sus tripulantes. Mitrídates sabía
que todo era cuestión de que sus hombres subieran a los navíos.
Una vez ahí, la situación estaría controlada.
El tercer y último barco llegó, Hermann descendió de su proa
seguido de centenares de hombres vampiro que veían complaci
dos el trabajo de sus camaradas. En la cubierta del buque apare
ció Aníbal, llevaba el torso cubierto por un peto con el rostro de
Tanit grabado en él y cubriéndole la cabeza un casco de bronce
El muelle Beverello 247
que a la luz del sol brillaba tanto como el ankh que portaba en el
pecho. Iba montado en un majestuoso elefante africano. Las patas
y los colmillos del paquidermo estaban adornadas con anillos de
oro; el lomo, donde viajaba el célebre cartaginés, estaba cubierto
por una inmensa manta de tela roja con el símbolo de Abraxas,
bordado en hilo de oro en uno de los lados y un ankh en el otro:
el primero representaba a todos los nebutsen-zetamlig ; el segundo
a la Yinshuss Oleitum . A los pies del animal sus tres ministros,
como él, contemplaban la escena.
Capítulo XX
Lupercal
uw
R
oma, al igual que la inmensa mayoría de las otras ciuda
des del mundo, era presa de la anarquía. Si bien la policía,
el ejército y en algunos lugares hasta las Fuerzas de Res
puesta de la OTAN buscaban poner orden, el caos se había ex
pandido con la misma fuerza que los tsunamis que habían
golpeado a una gran cantidad de países a lo largo del orbe. El
vandalismo y el saqueo gobernaban ahora, no las leyes ni las au
toridades. La gente robaba almacenes, edificios públicos, bancos
y mercados por igual, lo que encontrara a su paso, seguros de que
el fin de la humanidad estaba cerca.
En uno de los pocos lugares en calma, y muy a su pesar, se
encontraban una joven reportera y su camarógrafo. Ella no llega
ba a los treinta, se llamaba Gianna y había logrado colarse a las
altas esferas de la rama de noticias de la cadena RAI. Su piel tri
gueña y cabello castaño eran algunos de los atributos que enmar
caban su belleza, razón por la cual muchos envidiosos creían que
había conseguido sus logros y hasta la catalogaban como una
femme fatale. La verdad era que su astucia y su instinto para inda
gar noticias eran las causas que la habían llevado hasta ahí y, aun
250 Rexagenäs
una crista que era, al igual que la túnica y la capa, color azul rey;
sus armas: una jabalina de dos metros, una espada y un escudo
de hierro negro con la silueta de Marte grabada al centro.
Con una seña Gianna indicó a Francesco que la acompañara.
Había decidido seguir a esos hombres, su instinto le indicaba que
esa tenía que ser la noticia por la que estaban ahí. Algo importan
te iba a ocurrir, lo presentía. El grupo subió la colina, se mantuvo
en el sector suroeste de la misma.
A pesar de que mantuvieron una buena distancia fueron cap
tados por los guardas. Uno de ellos se acercó a Paolo y le dijo:
—Prefecto, dos humanos nos siguen. ¿Desea que los deten
gamos?
—No, ya los había olfateado y su aroma es exactamente el
que el senador Leonardo me había descrito. Déjenlos hacer su
trabajo, nosotros preocupémonos del nuestro.
A lo largo del Palatino se extienden una gran cantidad de rui
nas de templos, palacios y otras construcciones romanas; cata
cumbas, cavernas, explanadas y árboles terminan de conformar
el paraje. Max y su guardia llegaron al lugar en donde muchos
siglos atrás se había erigido el templo de Apolo. Ahí lo aguarda
ban Rómulo, Boadicea, Sif, las restantes vestales, los siete senado
res y la Guardia Pretoriana de sus padres putativos, quienes
habían llegado por otras cuevas.
Rómulo estaba frente a lo que semejaba un altar de piedra, lo
flanqueaban las dos lobas alfa. Frente al altar estaban los senado
res, quienes usaban una túnica color púrpura. La Guardia Pre
toriana de Rómulo estaba dividida en sus dos centurias, una
apostada hacia el Oeste, la otra hacia el Norte; la guardia que
arribaba se dividió de igual manera, cubriendo los otros dos pun
tos cardinales.
El fundador de Roma usaba una túnica blanca con adornos
dorados y rojos, bajo un peto de piel marrón con ornamentos de
oro, una capa roja sujetada por un broche de oro y su cabeza esta
ba adornada con una corona de laurel fabricada en oro puro.
Atrás de él había un toro blanco, sujeto por una cadena que le
rodeaba el cuerpo y que subía por una ancha rama de un árbol
cercano, sostenido en el otro extremo por uno de los pretorianos.
El altar era circular y tenía grabado un pentáculo en la super
ficie. En cada uno de los picos de la estrella había una vela amari
Lupercal 253
mática; Gianna no lo creía así, pero era probable que los hombres
que observaba sí lo hicieran.
Francesco comenzó a grabar, la reportera llamó a su oficina y
mantuvo la voz tan baja como pudo, relató a su jefe lo que pre
senciaba. Preguntó si iban a transmitir en vivo o si se guardaría el
video en archivo, en tanto recababa más información sobre lo que
acontecía. Su jefe le pidió que no colgara y que aguardara, debía
a su vez hablar con sus superiores. Minutos después le comunicó
que no sólo transmitirían en vivo. Por órdenes que venían de
masiado arriba se enlazarían con otras cadenas televisivas, las
imágenes y el reportaje de Gianna llegarían a prácticamente el
mundo entero, lo que la sorprendió en demasía. Si bien ella era
capaz de convertir ese evento en una noticia grande al ligarla con
lo que ocurría a lo largo del orbe, no era algo tan importante como
para hacer lo que su jefe le había anunciado, menos aún con los
eventos que se vivían en ese día; pero no manifestó nada de eso,
aprovecharía la oportunidad, era el momento para darse a cono
cer en el resto del planeta.
Mientras le externaban a Gianna sus instrucciones, Rómulo
pasaba la vasija que Sif había encendido por todo el cuerpo de
Max, dejaba que el humo se le impregnara; después de hacerlo
varias veces, se inclinó hacia el joven y con la mirada le indicó
que se tranquilizara. Rasgó la túnica de éste dejándolo descu
bierto hasta la cintura. Con un pugio que portaba al cinto, se
cortó la muñeca y antes de que la herida cicatrizara vertió la
sangre en una copa de plata, con ella dibujó un pentáculo en el
vientre de Max, Sif le aproximó la copa de vino, la alzó y pro
nunció:
—Trapa’megi haner vikrwin ek Mairezh mopel donnön ann quet teonedik’señ
ek medik fiom, eto dokadis’señ ek utra ean glamâj adkep suoi avêdsdeni ekha eo’h
dodiñ’señ ean fôrizh nereit ann cume abo suo famöilh— regresó el cáliz a
una vestal, en tanto Sif colocaba en la mano derecha de Max el
anillo con el rostro del dios Marte, idéntico al de Rómulo, Boadi
cea y al de ella.
La cámara que llevaba Francesco era de las mejores con las
que contaba la RAI, por lo que las imágenes, a pesar de la distan
cia a la que se encontraban, eran formidables y permitían al mun
do presenciar el ritual como si estuviesen parados entre los
senadores.
Lupercal 255
uw
L
a noche cayó sobre Roma de la misma manera que la po
blación mundial creía que caían sobre ella imparables cas
tigos: cubriéndolo todo, sofocándolo todo y dejando todo
en tinieblas, ya que a pesar de ser luna llena varias nubes la ocul
taban desde hacía unos minutos. La penumbra era casi total y
aquella rara niebla surgida del altar, y que ahora se extendía has
ta más allá de las faldas del monte, lo dotaba de un ambiente más
místico pero también escalofriante.
Al escuchar el sonido del cuerno, la Guardia Pretoriana for
mó un círculo entorno al altar. Sif no pudo ocultar su preocupa
ción y se la externó a Boadicea:
—Algo salió mal, no deberían estar aquí todavía, aun cuando
hayan visto la transmisión deberían estar lo suficientemente lejos
para que cuando llegaran nosotros ya hubiésemos partido.
—Tranquilízate —sugirió la reina celta—. Sabíamos que era
posible que no cayeran en la trampa. No creyeron la idea de que
estaríamos en el Lago Trasimeno y si llegaron a pensar que esto
260 Rexagenäs
—¡Vámonos de aquí!
En cuanto voltearon se toparon con un reducido grupo de sol
dados, enhiestos, todos vestidos con túnicas largas con bordados,
sus cabezas cubiertas por una tiara, dejando sólo ver rostros com
pletamente inexpresivos. Cada uno tenía apoyada una lanza en el
suelo, portaban además una espada corta al cinto y un arco con su
respectivo carcaj en la espalda. Su mirada estaba clavada en los
enemigos que avanzaban. Eran la guardia personal de Darío y de
los demás oficiales de su cohorte, entrenados personalmente por
el Pretor fallecido, eran los Inmortales.
Alejandro no les ordenó retirarse, no los despojaría del honor
de rendirle tributo al gran rey persa. Sabía que cada uno de ellos
sucumbiría, pero venderían cara sus vidas y les podían brindar
segundos o quizás hasta minutos preciosos para lograr el escape.
Así terminó la primera batalla de la Guerra por la Nueva Era,
bautizada posteriormente por Alejandro como Ean Genäs abo unis
Nevu Heracles, y conocida por los vampiros como la Milkaicht sheit
Kjoklei .
Capítulo XXII
Marte y Moloch
uw
L
os ejércitos de los tres padres seguían de cerca a sus enemi
gos en retirada, habían sido detenidos momentáneamente
por los Inmortales, quienes aprovecharon un paso estre
cho para parapetarse, complicando el avance de los hombres
vampiro. A pesar de la dilación que aquéllos les habían provoca
do, los ahora perseguidores no habían querido hacer uso de su
velocidad para alcanzar a los soldados evasivos, temían ser guia
dos hacia una emboscada, en especial Hermann, quien llegó in
clusive a proponer se marcharan. Aníbal lo meditó unos instantes,
pero Atila y Ahuizotl se rehusaron, incluso llamaron cobarde y
mediocre al guerrero germano. Si bien habían tenido cuantiosas e
importantes bajas, también los contrarios y a pesar de que no hu
biesen podido matar al Sokun Romuzo antes de que despertara,
todavía tenían oportunidad de hacerlo. Aníbal no deseaba irse
mientras las otras dos razas continuasen ahí, tampoco podía per
der más tiempo, por lo que decidió continuar.
Siguieron a los hombres de Rómulo hasta llegar al antiguo
estadio que se encuentra en la zona oriental del Palatino. En el
extremo opuesto, la Primera Legión comenzaba a formarse de
280 Rexagenäs
za tal que era imposible pensar que no había una firmeza inque
brantable en sus palabras.
Antes de que el Abato Yinshuss Shehinn pudiese decir algo más
Aníbal inquirió:
—¿Y quién sería ese prisionero de guerra? Espero que no pre
tendas a alguno de nosotros tres.
—No te preocupes, Aníbal. El día que partas conmigo des
pués de una batalla, tu única consternación será que Sibila te haya
proporcionado el ramo de oro para que se lo presentes a Caronte.
¡No, quiero a Fouché!
—¡Nunca un consejero ha sido prisionero de guerra! Sólo los
que combaten están expuestos a ello —replicó el cartaginés ano
nadado ante la petición de su enemigo.
—Es cierto, pero en esta ocasión lo dejaré en libertad en un
par de días. Después de que tenga una pequeña plática con él
estará en posibilidad de volver contigo si así lo desea.
—Has ido demasiado lejos romano, pero cederé sólo porque
no deseo entregarle en bandeja de plata a Ying Jien el poder sobre
todos los nebutsen-zetamlig . —Aníbal volteó hacia la jefa de su
guardia personal y le ordenó que trajera a Fouché, después se
dirigió en un murmullo a Atila y Ahuizotl—. Posiblemente di
sientan de mi decisión, pero debemos aceptar la derrota de esta
batalla si deseamos ser nosotros quienes ganemos la guerra.
Aníbal tenía razón, los otros dos Padres no compartían su de
cisión, pero aun así la aceptaron. El comandante cartaginés ya no
volteó a ver a su enemigo, mucho menos le dirigió alguna otra
palabra. Dio la vuelta y se marchó, en silencio, herido en su orgu
llo pero maquinando ya la próxima contienda. Tras él iban todas
sus huestes, las otras dos razas tomaron caminos distintos, pero
también se retiraron, sólo sus muertos se quedaron acompañan
do al Ministro entregado.
Capítulo XXIII
Duelo
uw
U
na vez libre el Monte Palatino de hombres vampiro, salvo
uno que fue encargado para su custodia a la Guardia Pre
toriana, Leonardo salió del lugar donde había buscado
refugio, protegido por sus propios guardas. No era necesario
arriesgarse más. Max ya podía defenderse por sí mismo y ya un
Senador había perdido la vida. Leonardo se dirigió hacia donde
Gianna se encontraba, al verlo aproximarse la muchacha no pudo
detener el temblor que se produjo en su cuerpo. Leonardo olfateó
su miedo y le dijo con voz calmada:
—No hay por qué temer, la batalla ha terminado y veo con
tristeza que incluso tú has sufrido bajas.
—¿Quién es usted? —preguntó Gianna sin poder librarse del
terror que le causaba esa persona, si así le podía llamar, ya que de
acuerdo con lo presenciado podía ser cualquier cosa y por ello su
apariencia de hombre mayor y apacible no era algo que la recon
fortara.
—Mi nombre es Leonardo di ser Piero y el mundo me conoce
por el pueblo en el que nací: Vinci. Ustedes me creían muerto, así
como a muchos de los que nos encontramos aquí, algunos de
safortunadamente ahora lo están.
298 Rexagenäs
no, sin lugar a dudas, debía ser ocupado por Artemisia, ella era la
única Procónsul, pero el cargo que ella dejaría libre podría ser
ocupado por cualquiera de los pretores. Paolo era quien debería
reemplazar a Darío, pero como era el Prefecto de la Guardia Pre
toriana de Max y Sif, su palabra sería decisiva, en caso de que
aceptasen, quedarían libres los dos cargos de Prefecto y así de
bían seguir hacia abajo con los puestos que desocuparan para cu
brir las posiciones de mayor jerarquía.
—Encuentro difícil pensar quién reemplazará a nuestros
compañeros muertos cuando todavía su sangre riega este suelo
—manifestó Max, no por contradecir a su padre, sino por hacer
evidente el dolor que lo embargaba.
—Lo sé, hijo, créeme que no es agradable para mí tampoco,
pero la tregua acordada será muy breve y no podemos darnos el
lujo de tener piezas sueltas. Y sin apartarnos del tema, hay un
cargo por demás importante y para el cual existen diez posibles
sucesores.
—¿El de Aristóteles?
—Así es. Tradicionalmente con la muerte de un Senador su
lugar es ocupado por uno de los embajadores.
—Creo que sería conveniente reconocer la presencia de nues
tras grandes mujeres, estoy convencido de que en el Gran Conse
jo se requiere de una mayor participación de ellas.
Rómulo vio con buenos ojos la sugerencia de su hijo e indagó
si tenía a alguien en mente.
Remembrando una plática que había tenido con Leonardo, el
joven alfa comentó:
—Hay una embajadora de la cual he escuchado, a quien me
gustaría proponer para consideración del Gran Consejo.
El hijo del dios Marte se detuvo y con la mirada interrogó a
Max, quien contestó:
—Catalina la Grande.
—Excelente propuesta —declaró Rómulo esbozando una bre
ve sonrisa.
Poco a poco llegaron al punto convenido todos los duploukden-awi,
varios de ellos llevaban en sus brazos a alguno de sus hermanos
caídos. Los cadáveres fueron dispuestos en una gran espiral, el
inicio de la misma estaba formado por los cuerpos de Aristóteles,
Carlomagno, Darío I y Doniov.
Duelo 305
los hombres lobo, por lo que fue raptado por estos. Al enterar
se de sus orígenes, se unió al grupo de los Proscritos, pero un
siglo después regresó a la familia de Rómulo; desde entonces
su fidelidad y coraje en la batalla han sido tales, que se le per
mitió ingresar a la Guardia Pretoriana, donde hoy es Tribuno.
Drácula – Ver Vlad Tepes.
Erik el Rojo – Caudillo vikingo que se vio obligado a dejar sus
tierras por un cargo de homicidio en su contra, lo cual lo llevó,
en un gran viaje, a descubrir y poblar Groenlandia. En el año
1007 d. C. su pueblo lloró su muerte, pero en realidad, a partir
de esa fecha, ha formado parte del ejército de Rómulo; su des
tacada participación en la Guerra contra los Dragones de San
gre le valió ser nombrado Pretor.
Escipión, Publio Cornelio (Escipión el Africano) – Militar roma
no nacido en 235 a. C. Derrotó a los ejércitos cartagineses en
Hispania, conquistando así Cartago Nova. Ya como Cónsul, se
dirigió a África, donde logró se le aliara el rey nubiense, Masi
nisa. Derrotó a Aníbal en la batalla de Zama, lo que conllevó al
final de la Segunda Guerra Púnica. A pesar de llevar más de
dos milenios en el ejército de Rómulo y de demostrar sobradas
capacidades para recibir una promoción, se ha rehusado a
abandonar la legión comandada por Alejandro Magno, al igual
que los otros dos pretores.
Felipe IV, el Hermoso – Monarca francés nacido en 1268 d. C. y
coronado en 1285. Durante su reinado mantuvo guerras contra
Inglaterra y Flandes, pero su pelea más importante fue con
tra el Papa, lo que lo llevó a apoyar el cambio de la Santa Sede
a Avignon y poner al frente de la misma a Clemente V. La nece
sidad de dinero para sostener sus guerras lo hizo codiciar el
tesoro de los Caballeros Templarios y, apoyado por el Papa, los
juzgó y condenó; sin embargo, el Gran Maestre de la Orden, lo
maldijo en la hoguera, hay quienes sostienen que fue debido a
ello que regreso convertido en hombre vampiro. Actualmente
funge como Ministro en la Raza de la Eternidad.
Fouché, José – Nació en Francia en 1759 d. C. y en 1792 se incor
poró como diputado de la Asamblea Nacional. Fue Mitrailleur
314 Rexagenäs
A
lgunas frases de Tlacaélel y Citlalmina han sido tomadas
de antiguos cantos mexicanos, parafraseando las traduc
ciones que de estos realizó Miguel León-Portilla. De la
misma manera, algunos personajes (especialmente los históricos)
se han parafraseado o citado a sí mismos o a veces usado prover
bios de sus lugares de origen. Dichas frases han sido marcadas en
cursivas para su mejor ubicación y pueden ser encontradas en el
libro 12,500 Frases Célebres de Sandy Gary, publicado por Grupo
Editorial Tomo. En cuanto a la “Relación de personajes”, para la
elaboración de la biografía, me apoyé en la página Wilkipedia;
mientras que para la cena descrita en el capítulo vi, me basé en el
libro Notas de cocina de Leonardo da Vinci, compilado y editado por
Shelagh y Jonathan Routh.
Por otro lado, el poema que Max le dedica a Sif es contribu
ción de un entrañable amigo, quien escribe bajo el seudónimo de
Letra Boreal.