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Res Gestae: Preludio de la Nueva Era

Rexagenäs
Res Gestae: Preludio de la Nueva Era

R exagenäs

S. G. Haro

Grupo Editorial Tomo, S.A. de C.V.,


Nicolás San Juan 1043,
03100, México, D.F.
Página Legal

IV
Contenido

Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII
Dedicatoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Capítulo I. Una noticia más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
Capítulo II. La leyenda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Capítulo III. Las decisiones del shogun. . . . . . . . . . . . . 23
Capítulo IV. Revelación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
Capítulo V. La ira de Aníbal. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Capítulo VI. El Imperio Perfecto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Capítulo VII. Sokun Romuzo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
Capítulo VIII. Destinos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Capítulo IX. Los aliados. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Capítulo X. La encomienda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Capítulo XI. Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ. . . . . . 139
Capítulo XII. Una madre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Capítulo XIII. El Gran Consejo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
Capítulo XIV. El reto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Capítulo XV. Asesinos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201
Capítulo XVI. Un nuevo Rubicón. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
Capítulo XVII. Sif . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
Capítulo XVIII. Fugazi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
VI  Rexagenäs

Capítulo XIX. El muelle Beverello. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241


Capítulo XX. Lupercal. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
Capítulo XXI. Ean Genäs abo unis Nevu Heracles. . . . . 259
Capítulo XXII. Marte y Moloch. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
Capítulo XXIII. Duelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
Relación de personajes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307
Notas del autor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325
Agradecimientos

uw

P
rimero que todo quiero agradecer a las personas de quie­
nes más apoyo he recibido, no sólo para la elaboración de
este libro, sino en mi vida en general: mis padres y mi her­
mana. Gracias por su comprensión y soportar por tanto tiempo la
locura que se ha materializado en estas hojas.
A Miguel —Tatic—, mi hermano, que como tal se ha conver­
tido en el tío de Max y que ha hecho de este proyecto algo suyo y
a Cathy, quien no sólo hizo grandes aportaciones para esta nove­
la, sino que nos aguantó a Miguel y a mí en su casa discutiendo
sobre este universo surrealista. A mi compadre Juan Pablo, quien
también hizo importantes y buenas críticas y a quien ahora le
gustan este tipo de novelas. Al buen Mau, por sus aportaciones,
críticas y correcciones. A mi primo Renato, quien además me ase­
soró en algunos temas específicos.
A mi primo Roberto, por todo lo que ha hecho para que este
proyecto se vuelva realidad. A Alex por esas magníficas ilustra­
ciones, a Héctor por esa estupenda portada, a Pablo por sus bellí­
simas fotos y a José Juan por su exquisita música. A mi amigo y
abogado, Arturo, quien ha creído en este proyecto desde que se lo
presenté. A mi editor, don Raúl, quien ha tenido tanta fe en esto
que hoy bien puede llamarse el abuelo de Max y obviamente a
Silvia por todo su apoyo. A todos aquellos que de una forma u
VIII  Rexagenäs

otra me dieron ánimos o hicieron alguna aportación, por peque­


ña que pareciese: Carlos, Karen, Emilio, Dalila, Juan, Elsa, Jorge,
Chucho, y espero no olvidar a nadie.
A Ipalnemohuani por permitirme estar aquí y ahora, por dejar­
me conocer a todas estas personas y por haberme dado la imagi­
nación e inspiración para crear esta historia.
Dedicatoria

uw

A
mi abuelo, en espera de que pueda disfrutar de esta no­
vela en el lugar al que haya ido, porque fue él quien me
enseñó a enamorarme de los libros y quien primero me ha­
bló de los grandes personajes que aquí aparecen.
Capítulo I

Una noticia más

uw

M
ax regresaba de su trabajo como cualquier otro día. Co­
menzaba a obscurecer, era una fría y lluviosa noche de
mediados de año. Desde hacía algunos años las estacio­
nes climáticas se habían vuelto extremadamente irregulares; a
veces, como ese día, hacía algo de frío, y en otros el calor era ex­
tenuante. Las noticias anunciaban la muerte de centenares de
personas a lo largo del orbe por culpa de las altas temperaturas
durante los veranos, al igual que sucedía producto del frío de
unos inviernos cada vez más crudos. Eso sin contar las catástro­
fes que otros desastres naturales, cada vez más frecuentes y des­
tructivos, causaban.
Una noticia en el periódico llamó su atención. Se pregunta­
ba cómo, aun cuando no fuese la nota principal, se atrevían a co­
locarla en un lugar tan destacado: “Mueren los cuervos de la
Torre de Londres: crisis financiera”, decía el encabezado. “Todos
los cuervos han muerto, incluso aquellos reservados para suplir
a los que están en la torre y que son guarecidos en lugares distin­
tos”, se señalaba con letras más pequeñas abajo del título. “La
torre sigue en pie”, continuaba la nota. Algunos sostenían que la
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maldición era falsa, otros decían que no tenía que derrumbarse


de inmediato. Inclusive, miles de ingleses abandonaron la isla,
otros tantos no se presentaron a trabajar al temer que se desplo­
mara la torre, y junto con ella la monarquía, tal y como anunciaba
la maldición. Ese fue el peor día en décadas para la bolsa lon­
dinense; la libra esterlina sufrió una caída respecto a las demás
monedas. El rey y el primer ministro dieron una conferencia de
prensa conjunta para disipar las especulaciones respecto al fin
de la monarquía y para anunciar que en breve se repondrían los
cuervos muertos.
Max no le dio trascendencia a la noticia, inclusive le causaba
hilaridad que hubiese gente que se dejase llevar por ese tipo de
supersticiones. Se preguntaba cómo podía estar esa nota al lado
del reportaje que narraba la firma del Tratado de Paz en Sudamé­
rica, en el que Brasil, nación que había sido fuertemente apoyada
por tropas norteamericanas, aceptaba la rendición incondicional
de la coalición formada por Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú
y Bolivia y con la que se hacía dueño absoluto de la región del
Amazonas y por ende de sus recursos. Ese sí era un evento rele­
vante, al igual que el reportaje sobre grupos xenófobos franceses
que desde hacía unos meses se dedicaban a la cacería y la matan­
za de indocumentados, especialmente africanos. También lo era
aquel sobre el golpe de Estado que acababa de estallar en Kenia;
noticia que por cuestiones personales le interesaba y a la cual de­
dicó su lectura. Max clavó la mirada a través de una ventana del
camión, la lluvia la golpeaba con persistencia, pero él no lo nota­
ba, su mente lo había transportado a la nación africana.
No le preocupaba el frío viento o la lluvia que comenzó a fil­
trarse entre su ropa al bajar del autobús, mucho menos se perca­
taba de lo que sucedía a su alrededor. Un error que difícilmente
volvería a cometer en su vida. Ni en ésta ni en la que estaba cerca
de iniciar, sin que lo supiera.
Se encontraba ensimismado en el nuevo problema que abru­
maba su vida, uno más que se añadía a la ya larga lista: su jefe le
acababa de solicitar que renunciara a su puesto; se trataba de un
empleo que no le ofrecía un sueldo exorbitante, pero lo suficiente
para llevar una vida acomodada.
Ahora se incorporaría a la extensa lista de desempleados que
tenía el país y eso le inquietaba. Sería difícil encontrar un buen
Una noticia más 

trabajo en esas circunstancias; aun cuando era un hombre de in­


teligencia excepcional, dueño de un liderazgo nato y entregado
incondicionalmente hacia los proyectos que le encomendaban,
ello no era suficiente. En muchas ocasiones era preferible contar
con alguien de menores capacidades intelectuales pero que no
cuestionara las decisiones de sus superiores o los opacara. En
otros casos era más útil contar con colaboradores deseosos de
complacer a sus jefes en todos los caprichos, inclusive en aquellos
que atentaran contra la honestidad, toda ética e inclusive la ley.
Hombre joven y con principios bien cimentados, no estaba
dispuesto a lograr sus objetivos a costa de sus ideales ni de piso­
tear a otros para alcanzar sus metas. La preparación que había
recibido necesariamente lo ponía por encima de tales banali­dades,
lo que aunado a su preocupación por el triste y fatídico camino
que seguía la humanidad, lo apartaba de los grupos so­ciales con
los que interactuaba. Si además se agrega que en los últimos me­
ses había enfermado con recurrencia, había visitado a varios doc­
tores y seguido las recomendaciones sin poder sanar por
completo, era claro que no resultaría sencillo encontrar un nuevo
empleo, aunque en breve ese problema iba a ser tan intrascen­
dente en su vida como le parecía que era la lluvia que lo cubría en
ese momento.
Max estaba a sólo unas cuadras de llegar a su departamento,
aunque eso tampoco lo animaba mucho, el reducto de libertad
que antes significaba dicho espacio había sido contaminado por
la ausencia de aquella que lo había dejado. Ella alegó miles de
razones por las cuales lo abandonaba, pero ninguna era cierta.
Había algo más detrás de todo, pero al igual que con otras muje­
res, una pieza no embonaba. A pesar de dar todo de sí, sus rela­
ciones tarde o temprano fracasaban. En ocasiones más temprano
que tarde.
Después de bajar del autobús que tomaba enfrente de su ofi­
cina tenía que recorrer dos cuadras más para llegar a su hogar. Al
cruzar la calle, de súbito, tres Hummers color rojo metálico, con
carrocería y vidrios blindados dieron vuelta en la esquina a gran
velocidad y se dirigieron hacia donde él estaba. Max volteó a ver­
las al igual que mucha gente. Al llegar frente a él se detuvieron
bruscamente, haciendo un ruido estrepitoso producto del frena­
do de las llantas. Cinco hombres de distintas razas, vestidos con
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trajes obscuros, descendieron de los vehículos. Dos de ellos se


apostaron al lado de las camionetas, vigilando a su alrededor,
otros dos sujetaron a Max, mientras que el último, de tez blanca y
grandes ojos azules, lo encañonó con una HK USP Compact 9
mm que no tenía que tocarlo para helar cada miembro de su cuer­
po, sin embargo, no sintió miedo alguno.
El sujeto que sostenía el arma le indicó a Max que subiera al
Hummer del medio. Él se subió también pero en la parte delante­
ra. Los demás ingresaron a los otros automóviles. Obligado a en­
trar, notó a otros dos individuos a bordo: uno al volante y otro a
su lado izquierdo, este último tenía el cabello rubio y la piel blan­
ca. Además, pudo ver que todos utilizaban un anillo en el dedo
anular de su mano derecha, el cual, al parecer, estaba hecho de
hierro y formaba un perfil semejante a un soldado romano. Resal­
taba en él un rubí a manera del ojo del guerrero. En el dedo anu­
lar de la mano izquierda usaban otro anillo, de plata, con un
círculo que en su interior mostraba una estrella de cinco picos,
cada uno formado por lo que parecían ser distintas piedras
precio­sas; todos tenían el mismo anillo a decir por la figura, pero
las piedras eran diferentes. Max también pudo notar, a pesar
de los tra­jes, que eran sujetos muy corpulentos, por lo que, aun
sin las armas, hubiera sido inútil cualquier intento de escape.
No importó que varias personas presenciaran el secuestro,
nadie hizo nada. Ni siquiera intentaron pedir ayuda o llamar a la
policía. No era necesario, ellos no eran las víctimas, por lo cual
debían estar agradecidos. Se lamentarían de lo sucedido en pláti­
cas de café con sus amigos, se quejarían de la inseguridad y de lo
mal que manejaba ese tema el gobierno, pero no harían nada más.
¿Para qué arriesgarse por un desconocido? Irónicamente, esa
apatía mostrada ante las desgracias ajenas alentaba más a la de­
lincuencia. Convertidos en presas de bestias sin escrúpulos eran
incapaces de ayudarse entre sí, mucho menos de organizarse. Los
delincuentes se encontraban en una situación en extremo favora­
ble y no pararían hasta que sus propias víctimas los detuvieran,
no por una acción del gobierno, sino por su propia voluntad.
A Max le extrañó que sus captores no lo hubieran golpeado,
insultado o siquiera tapado los ojos. Los secuestradores siempre
buscaban intimidar a sus víctimas mediante violencia física o
verbal. Pero ellos no, esto lo animó a hablarles.
Una noticia más 

—Señores, creo han cometido un terrible error. Es obvio que


ustedes son profesionales y yo no poseo grandes cantidades de
dinero. ¡Yo no soy nadie!
—Nada más alejado de la realidad, mi señor —afirmó con voz
calmada y respetuosa el individuo de tez blanca a su lado.
Los demás hombres quedaron asombrados por la forma en la
que se dirigía a Max el que parecía ser el líder. Se miraron entre
sí, pero ninguno se atrevió a decir palabra.
—¿Cuál señor?... Yo no soy ningún señor. ¡Soy un simple em­
pleado! Es más, en pocos días ni eso seré. Están equivocados, no
tengo grandes posesiones, pero allá ustedes si quieren perder su
tiempo conmigo.
—Está usted en lo cierto, en breve dejará de ser un empleado,
de hecho, ya ha dejado de serlo. Créame, no estamos interesados
en sus posesiones, mi señor —confesó el mismo hombre mientras
sacaba un estuche metálico de una de las bolsas interiores de su
saco—. Y como seguramente usted querrá hacernos muchas pre­
guntas que no estamos autorizados a contestar, tengo que pedirle
que descubra su brazo para que pueda inyectarlo.
Los demás sujetos no podían salir de su asombro: ¿Qué tema
podría haber en el mundo que él no estuviese facultado para tra­
tar? Ellos sabían que el poder del individuo que hablaba con Max
iba más allá del que cualquier hombre pudiese siquiera soñar. Su
nombre iba acompañado de la majestuosidad que merecía, pro­
vocaba un terror fundado en sus enemigos y cualquiera que apre­
ciase en algo su vida evitaría un enfrentamiento con él. Con sólo
una palabra suya, el gobierno de cualquier nación caería derroca­
do. Nunca le habían escuchado hablar de esa manera, pero la dis­
ciplina con la que habían sido instruidos los obligó a permanecer
en un mutismo total.
—¿Qué es esto? ¿Intentan drogarme acaso? —preguntó Max
azorado, al mismo tiempo que aventaba su cuerpo hacia el extre­
mo contrario del asiento con lo que intentaba alejarse de su se­
cuestrador.
—Es sólo para que duerma durante el viaje —respondió nue­
vamente con sosiego el hombre de cabellos dorados.
—¿Qué viaje? ¿Dónde me llevan?
—A un lugar seguro, donde serán contestadas todas sus pre­
guntas y más aún. Ahora, le insisto en que me permita inyectarlo.
  Rexagenäs

Max se quitó el saco que llevaba, aceptando la inutilidad de


oponer resistencia. Desabotonó una manga de su camisa, desnu­
dó su brazo y accedió a las indicaciones de su captor. Al mismo
tiempo que sentía cómo el líquido producía una sensación de ar­
dor en su recorrido por el torrente sanguíneo, indagó insistente:
—Pero, ¿dónde me llevan?
—Lo llevamos con el único que puede guiarlo... con nuestro
génesis —contestó de nuevo el sujeto a su costado.
Para cuando acabó de escuchar esas palabras ya había caído
en un profundo sueño.
Capítulo II

La leyenda

uw

M
ax despertó mientras comenzaba a caer la tarde del día
siguiente. Estaba recostado en un sofá amplio y cómo­
do, tapizado de felpilla color verde olivo. Se incorporó
reanimado por la música que había en el lugar: el preludio de la
ópera Götterdämmerung de Wagner. Notó que se encontraba en lo
que seguramente era la biblioteca de una gran mansión, a juzgar
por el tamaño de la pieza y la cantidad de libreros que había en
ella. Todos estos formaban parte de la estructura del cuarto y es­
taban cubiertos por paneles de cerezo, al igual que las paredes y
el techo, contenían una gran cantidad de libros y los adornos que
más destacaban eran figurillas de hierro representativas de anti­
guos dioses de la mitología romana.
Además de los libreros, del sofá que lo vio despertar de su
profundo sueño y de dos sillones de cuero frente a este último,
había un formidable escritorio de roble: en el lado izquierdo po­
saban una pequeña lámpara y una estatua de bronce de unos
treinta centímetros de quien —después sabría— era el dios Mar­
te. Asimismo, había dos pequeñas mesas: la primera con un ­jarrón
etrusco y la segunda con una figura de la diosa Venus fabricada
  Rexagenäs

en plata. También había dos cuadros: el primero era Venus se apa­


rece a Eneas de Pietro da Cortona y el otro titulado La infancia de
Rómulo y Remo de Sebastiano Ricci. Un ventanal y una puerta de
vidrio con marco de madera dejaban ver un ­jardín rodeado por
las más exquisitas flores, en el centro del ­mismo se ubicaba una
fuente de piedra. Al asomarse por el ventanal notó que se encon­
traba en una habitación en la planta baja de una mansión, cuya
vista daba a la parte posterior de la misma y desde donde comen­
zaba un viñedo del que no podía ver su final.
Max fue interrumpido por el ruido de la puerta de la bibliote­
ca al abrirse, por ella entró un hombre de unos cincuenta y tantos
años de edad. Mostraba una gran jovialidad, no obstante su sem­
blante reflejaba una experiencia aún muchísimo mayor. Su cabe­
llo, negro y lacio, mostraba algunas canas. Usaba en la mano
derecha un anillo similar al de los secuestradores, con la diferen­
cia de que el soldado no estaba de perfil, sino de frente, y por lo
tanto presentaba dos rubíes, uno en cada ojo. En la mano izquier­
da llevaba otro anillo también muy parecido al de sus captores,
pero difería en el tipo de piedras que contenía. Asimismo, debajo
de un impecable traje de seda color gris perla, una camisa color
blanco con mancuernillas de plata semejantes a un colmillo y una
corbata azul claro, dejaba ver un cuerpo tan fuerte como el de la
estatua de bronce del escritorio. Sus ojos eran negros y profundos
y aunque se diga que no existen ojos netamente negros, los de
este hombre sí lo eran. Eso fue, precisamente, lo que más impre­
sionó al joven, al verlos parecía que uno se adentraba en la pro­
fundidad de la noche y reflejaban un gran poder.
El individuo extendió su mano hacia Max a manera de salu­
do, lo vio directamente a los ojos con una fuerza tal, que el mu­
chacho no pudo sostenerle la mirada. El sujeto se dirigió al joven
con voz fuerte y a la vez armoniosa:
—¡Hola, Maximilian! Antes que todo quiero disculparme
contigo por la forma en la que te tuvimos que traer, fuera de eso
dime, ¿cómo has estado? —preguntó con amable voz. Max acep­
tó el saludo del individuo, apretó su mano y éste la estrechó con
gran firmeza.
—Sin contar el secuestro y que no tengo ni idea dónde me
encuentro ni qué hago aquí... puedo decir que estoy bien. Gracias
por preguntar señor…
La leyenda 

—Rómulo, mi nombre es Rómulo, y en cuanto a tus pre­


guntas, he venido a contestarlas. —El muchacho agradeció el
gesto, a pesar de su desconcierto ante la aparente amabilidad
del sujeto.
El hombre invitó a Max a tratarse de tú, para romper el hielo,
y lo conminó a tomar asiento ya que les esperaba una plática bas­
tante larga. En ese momento los dos hombres se sentaron. Max en
el mismo sofá donde había despertado momentos atrás y Rómulo
en uno de los sillones de enfrente. Fue el propio Rómulo quien
sugirió comenzar por lo que parecía más intrascendente: su para­
dero actual. Le señaló que se encontraban en una villa de su pro­
piedad en las cercanías de Roma, concretamente en la campaña
de la Sabina. Consideró que por el momento esa información era
suficiente para el muchacho, pues había otros temas mucho más
importantes que debían abordar con suma urgencia. Max se sor­
prendió al confirmar que había sido secuestrado y al saber el lu­
gar de su cautiverio. Rómulo le reiteró sus disculpas por la forma
en que había sido conducido ante su presencia. Le insistió en que
era el método más seguro, aunque de cualquier manera sabía
que Max había recibido el trato más cordial posible, a lo que el
joven respondió:
—No puedo quejarme del trato. Ciertamente no fui agredido
físicamente, pero aunque pudiéramos catalogarlo de amable, no
dejó de ser un secuestro —recalcó un apesadumbrado Max.
De pronto, dos bellísimas mujeres entraron en la habitación.
La primera de raza africana, de músculos marcados, pero en ex­
tremo femenina, a quien sus ojos pardos dotaban de una belleza
exótica, resaltados por una blusa del mismo color, portaba panta­
lones de lino blanco que, aunque holgados, permitían ver un
cuerpo escultural. La segunda era igual de encantadora que la
primera, de tez blanca, claramente de raza eslava, cabello rubio y
quebrado, ojos color verde y un cuerpo bellamente enmarcado
por un vestido de algodón color hueso, con lirios bordados en el
borde, que dibujaba su silueta a la perfección. Ambas utilizaban,
como único adorno, anillos muy similares a los de los captores
de Max, pero también eran distintas las piedras que lo compo­
nían, inclusive el de cada uno de ellas. La primera llevaba en sus
manos una cubeta con hielos y una botella de Pinot Grigio den­
tro. La segunda cargaba una bandeja con un platón lleno de una
10  Rexagenäs

vasta selección de mariscos, además de un plato más pequeño con


aceitunas verdes. Todos los utensilios eran de la más fina plata.
La primera mujer, llamada Naïma, les ofreció vino. Rómulo
asintió y preguntó a Max si gustaba un poco, este último aprobó
también, aunque con cierta timidez. El aparente propietario de la
mansión se dirigió a la mujer de cabello rubio, de nombre Marke­
ta, y le comentó que, seguramente su invitado disfrutaría comer
algo. Luego agradeció las atenciones de las dos mujeres.
Max notó que su anfitrión se refería a él como “su invitado”,
por lo que espetó con firmeza:
—¡Vaya, eso es nuevo! Ahora ya pasé de secuestrado a in­
vitado.
Rómulo le explicó que pronto entendería por qué su condi­
ción allí era por completo distinta a la de un cautivo. El mucha­
cho reconoció que todo había sido muy agitado y raro, y concedió
a su interlocutor que había recibido un gran trato, por lo que po­
co a poco fue suavizando su tono de voz. Además, recapacitó que
no sería lo más conveniente alterar el ánimo de aquel individuo,
desconocía si afuera de la biblioteca aguardaban los hombres que
lo habían capturado, prestos a entrar con un solo llamado. Ró­
mulo se mostró comprensivo ante la abrupta reacción de Max y
pidió a las mujeres que los dejaran a solas.
Marketa y Naïma afirmaron con un movimiento de cabeza.
Con el puño de su mano derecha golpearon su pecho a la altura
del corazón y, posteriormente, estiraron la misma mano, a mane­
ra de saludo para su señor y dejaron la habitación. Tal marciali­
dad llamó la atención de Max pero, más que nada, lo inquietó.
Sin oportunidad de decir algo, su interlocutor retomó la plá­
tica de inmediato, pensó que la forma más fácil de explicarle todo
era hacerlo sin rodeos. Decirle las cosas tal y como eran, por difí­
ciles que parecieran de comprender, y conforme surgieran nue­
vas interrogantes las resolverían. Max escuchaba con atención,
mientras tomaba un trago de su copa de vino, buscaba ocultar
su mirada en ella para no delatar su curiosidad y, en especial, su
intranquilidad.
—Mi nombre no debe parecerte del todo extraño… —indagó
Rómulo. Max le indicó que nunca había conocido a alguien con
ese apelativo. Sin embargo, lo había escuchado antes, ya que era
el mismo del fundador de Roma.
La leyenda 11

Mientras se paraba de su asiento, el misterioso sujeto aclaró al


muchacho que no sólo su nombre era igual al del fundador de
Roma:
—¡Soy el fundador de Roma! ¡Soy Rómulo! Nací en el siglo
viii antes de Cristo. Soy descendiente de Eneas, defensor de Tro­
ya. Hijo de Rea Silvia, sacerdotisa del templo de Vesta y del dios
Marte —afirmó con severidad. Al mencionar aquello mostró el
dorso de su mano izquierda; ahora estaba claro, el rostro del ani­
llo no era el de un simple guerrero romano. Luego continuó—: Fui
criado por una loba junto a mi hermano Remo. En el Monte Pala­
tino fundé la que se convertiría en la magnífica ciudad de Roma,
convirtiéndome en su primer rey. Ciudad que juré defender con­
tra cualquier intruso, fuese quien fuese. Por ello, cuando mi her­
mano franqueó sus murallas, lo maté. Esta ciudad a la postre se
convertiría en un imperio, el más grande y glorioso que muchos
hombres han soñado igualar sin lograr siquiera aproximarse. Po­
drás decirme que las conquistas de Alejandro Magno fueron glo­
riosas o que el Imperio Mongol, iniciado por Genghis Khan ha
sido el más extenso en la Tierra. Sin embargo, ninguno se ha acer­
cado a la gloria alcanzada durante los más de mil doscientos años
del imperio que fundé; y no sólo eso, la sucesión de mi imperio,
el Imperio Romano de Oriente, sobrevivió otros mil años al de
Occidente —señaló pleno de orgullo, extasiado ante el recuerdo
de la gloria alcanzada.
Max aceptó que aquella había sido, aunque breve, una en­
tretenida clase de historia, pero que no significaba que daba por
hecho que su anfitrión fuera Rómulo, pues le parecía muy impro­
bable que todo ello fuera cierto, ya que eso significaría que aquel
hombre tendría... ¡Cerca de tres mil años!
Rómulo creyó adivinar los pensamientos que cruzaban por la
mente del muchacho, por lo que interrumpiéndolo le señaló que
entendía perfectamente si pensaba que se encontraba frente a un
loco con sueños de grandeza; que sería comprensible, ya que
un ser humano sólo podía vivir unos ochenta años, con dificultad
alcanzaban los cien, aunque no era del todo imposible.
—Ahora me vas a decir que perteneces a una clase de extrate­
rrestres olvidada en la Tierra para conquistarla o quizás para ins­
truir a los humanos —interrumpió Max sin poder ocultar una
gran sonrisa.
12  Rexagenäs

A Rómulo le agradaba el negro sentido del humor de Max,


pero creyó necesario precisarle que no era un extraterrestre, co­
mo sugirió el joven, sino que era de la Tierra como él o como
cualquier ser humano, tanto como el ciervo o el lobo que corren
por los bosques o como la vid del vino que bebían en aquel ins­
tante.
Max iba a enunciar un nuevo comentario cargado de ironía,
pero prefirió guardar silencio y escuchar a su interlocutor. Lo
afirmado hasta ahora parecía suficiente para encerrarlo en un
manicomio, aunque no podía negar la extraña fascinación que
generaba en él ese hombre. Su anfitrión continuó con su relato y
le explicó que por milenios otras especies habían coexistido con
los seres humanos, con los cuales compartían rasgos similares así
como grandes diferencias. En algunos aspectos eran tan pareci­
dos, que se volvía difícil diferenciarlos a simple vista, indicó
mientras volvía a ocupar su asiento. Señaló que no se podía afir­
mar que se trataba de un nuevo género por completo, debido a
que seguían íntimamente vinculados a sus predecesores huma­
nos, como tampoco se podía saber si en un futuro se habría de
lograr una separación total: la evolución de las especies se había
dado en el transcurso de millones de años; además, una nueva
especie no se separaba de su antecesora de la noche a la mañana.
O es que acaso Max pensaría que “Lucy parió de repente al Homo
erectus”, concluyó con un dejo de ironía. Max seguía con atención
cada palabra, aunque su anfitrión notó la abstracción de lo ex­
puesto. Resultaba mordaz para Rómulo haberlo dicho miles de
veces y todavía encontrarlo difícil de explicar; no era sencillo, no
con simples palabras. Por ello prefirió decirlo claramente, aun
cuando sus palabras pareciesen confundir cada vez más a Max.
El autoproclamado fundador de Roma creyó que la forma más
sencilla de hacer entender al muchacho la complejidad de lo refe­
rido era recurrir a la explicación acerca de la esencia de su propio
origen, por lo que añadió con severidad y con certeza:
—¡Si he podido permanecer con vida tantos siglos es porque
soy lo que los humanos denominarían... un hombre lobo!
Max no pudo contenerse, soltó una gran carcajada y apuntó:
—¡Perdón, es demasiado! La historia de un Rómulo de alre­
dedor de tres mil años es inverosímil, aunque muy entretenida, lo
confieso..., pero un hombre lobo, es excesivo. Ahora resulta que
La leyenda 13

los hombres lobo secuestran a sus víctimas en lugar de cazarlas...


como ya estamos en el siglo xxi... —ironizó.
Rómulo permaneció sereno, mientras el muchacho se burlaba
de sus palabras no mostró una sola señal de molestia. Jugó con la
copa de vino sostenida en la mano derecha y le dio un gran trago
antes de contestar:
—¿Por qué es tan difícil de creer? ¿Te cuestionas acaso que
sea posible que muchos insectos vivan sólo unos días mientras
que el ser humano puede llegar a vivir hasta poco más de cien
años? Si pudieses preguntarle a una araña, ¿no crees que ese he­
cho le resultaría tan increíble como ahora te parece a ti que otra
especie pudiera vivir alrededor de tres mil años? ¿No consideras
que para ella los seres humanos son criaturas inmortales..., inclu­
so, sobrenaturales? —cuestionó a Max.
—Buen punto, pero ya no estamos discutiendo únicamente
sobre tu excesiva longevidad sino sobre... ¡ser un hombre lobo!
—declaró el joven.
El supuesto licántropo insistió en que el problema con los hu­
manos radicaba en que creían ser los seres más grandes sobre la
faz de la Tierra. Y que era posible que si aquella araña tuviese un
mayor desarrollo de conciencia, también creería que su propia
especie lo era; claro que al momento de conocer a un ser humano,
sus sueños de grandeza se vendrían abajo. Lo mejor sería cerrar
los ojos y pretender su inexistencia, pero eso no sería la realidad,
sería “su” realidad. Le preguntó si acaso se había cuestionado,
alguna vez, por qué entre los animales existía una gran variedad
de especies provenientes de la misma familia, mientras que entre
los humanos sólo había razas distintas. Sería algo así como si
de los caninos sólo existieran los perros, con sus distintas razas,
pero no hubiese lobos, chacales, coyotes, zorros, etcétera.
Max se consideraba un seguidor de la ciencia e inclusive una
persona con capacidad para debatir, pero la elocuencia de su in­
terlocutor era remarcable. Sin importar lo ilógico de su tema me­
dular, tuvo que reconocer la excelente exposición que aquel hacía.
Su voz irradiaba magnetismo y cada palabra dicha portaba una
gran carga de convencimiento. Esto fue percibido por Rómulo,
quien decidido a aprovechar la más mínima oportunidad brinda­
da por su oyente, prosiguió. Pensó que la manera ideal para ex­
plicarle a Max la naturaleza de los hombres lobo sería rebatiendo
14  Rexagenäs

la visión que tenía de ellos, creada en su mayor parte por el cine


y por ciertas leyendas.
Mientras rellenaba su copa y la de Max, pacientemente, le re­
veló a éste que le habían hecho creer que si un humano sobrevi­
vía al ataque de un hombre lobo, a partir de la siguiente luna
llena se convertirá en uno, lo cual era completamente falso, ya
que esa idea había sido creada para hacerlos ver como una mal­
dición o como una enfermedad que se contraía al momento de
sufrir el embate del licántropo, pero aquello no era cierto. Le co­
mentó que si un hombre lograba sobrevivir a uno de esos ata­
ques, situación de por sí poco factible, ya que los hombres lobo
eran excelentes cazadores, aquél continuaría siendo humano...
con algunas nuevas cicatrices, pero nada más. En realidad, el
mito contenía sólo una pequeña parte de verdad, pues cuando
una persona dejaba de ser humana y se metamorfoseaba en hom­
bre lobo era porque había nacido con la facultad de poder reali­
zarlo. Rómulo le explicó que cada año, a partir de su propia
transformación, habían nacido cierto número de personas con
esa facultad, y que solamente “aquellas personas” podían ser
convertidas mediante un ritual que culminaba con una mordida
directa al corazón del iniciado por parte de algún hombre lobo.
La fecha exacta de la concepción: el día, la hora, el minuto, inclu­
sive el segundo de ésta, así como el momento del nacimiento
marcaban ese potencial; pero como toda habilidad requería desa­
rrollarse para poder convertirse en capacidad.
Rómulo no quería abusar de sus habilidades como orador.
Tarde o temprano Max terminaría convenciéndose de lo expresa­
do, aunque no podía confiarse. El muchacho era culto y no sería
sencillo rebatir sus creencias. No acostumbraba hacerlo y mucho
menos lo intentaría con el joven. Era bien sabido por el roma­
no que no podía correr riesgo alguno, no era un lujo que se pudie­
se dar, el tiempo apremiaba. Señaló que durante siglos había
convertido a miles de humanos en lobos. A algunos los había
transmutado él mismo, mientras que otros habían sido transfor­
mados por hombres lobo iniciados, a su vez, por el propio Rómu­
lo. Muchos de ellos, durante su trayecto como humanos, fueron
en verdad grandiosos y, posteriormente como lobos, habían sido
igualmente o más majestuosos. En ese punto de la plática, Max lo
interrumpió, pues dedujo que, en el supuesto de que realmente
La leyenda 15

fuera un hombre lobo, el romano no había sido convertido por


otro.
Rómulo se percató que el muchacho no aceptaba fácilmente el
contenido de la narración escuchada. No obstante, había preferi­
do dejar sus ironías, y en la medida de lo posible tener una pláti­
ca sensata con su carcelero. Y, aunque aún no creía estar en
presencia del fundador de Roma, mucho menos de un hombre
lobo, ciertamente aceptaba que Rómulo tenía el poder para ha­
berlo capturado, mantenerlo preso por un tiempo indeterminado
y quizás matarlo.
El fundador de Roma respondió a la pregunta del joven, con­
firmó que no había sido transformado por lobo alguno, y que a
pesar de toda la sabiduría acumulada a lo largo de su vida, igno­
raba las razones concretas del porqué; sin embargo, sabía que la
naturaleza se abría camino de las formas más inusitadas para lo­
grar sus cometidos. Tampoco podía asegurar haber sido concebi­
do por Marte; si lo había dicho fue por hacer referencia a la
leyenda. Sin embargo, quien quiera que hubiera sido su padre de
seguro había sido alguien especial y grandioso, por ello lo vene­
raba a través de la figura del dios de la guerra.
Max volteó a ver el otro anillo de Rómulo, que al igual que la
cubeta donde se enfriaba el resto de la botella de vino, así como
otros objetos de la habitación, había sido fabricado con el mis­
mo material: plata. Esto llamó de sobremanera su atención, por lo
que interrogó a su anfitrión con sagacidad, aunque denotando la
máxima seriedad posible, acerca de cómo era factible que hubiera
plata en la casa de un hombre lobo, más aún, que utilizara algún
ornato de plata. A lo que Rómulo respondió que, si aquello lo
decía por las balas de plata y la idea de poder matar hombres
lobo con ese metal, se trataba de otro mito creado por los hom­
bres, posiblemente inducidos al error por algún hombre vampiro.
—¡Mierda! —exclamó el joven estupefacto, sin dar crédito a
las razones que escuchaba—. Entonces, ¿también existen los vam­
piros? —Interrogó sin poder digerir la información que le era re­
velada.
Rómulo dejó entrever una breve sonrisa y le indicó que los
hombres vampiro eran sus enemigos naturales. Le pidió que por
el momento no entraran en ese tema, no sin antes concluir el de
los hombres lobo.
16  Rexagenäs

—Sólo una pregunta —solicitó con ansiedad un curioso e in­


crédulo Max.
—Adelante —concedió Rómulo, sin ocultar la hilaridad que
le causaba la curiosidad de su interlocutor.
—Sé que puede parecer una nimiedad, pero no podemos ne­
gar el anhelo permanente de los humanos de poder volar. Y me
pregunto, ¿si acaso los vampiros han alcanzado esa capacidad?
—El romano le respondió que eso era físicamente imposible, ya
que los cuerpos de aquellos, al igual que los suyos, carecían de
alas, y por lo tanto de la capacidad para hacerlo. Max sabía que
todo lo dicho por ese hombre era físicamente imposible, pero no
quiso perder el tiempo en una discusión que llevaría horas, antes
prefirió consultar si quizás al convertirse en pequeños murciéla­
gos sus alas les permitirían volar.
Con palabras plenas de sabiduría y lógica, cuestionó a su vez
al joven sobre cómo podría ser posible que una persona de ochen­
ta kilos, se convirtiera en un animal de menos de uno, además de
preguntarle qué creería que sucedería con el resto de la materia.
Max replicó que con magia sería posible. Frente a aquella res­
puesta, Rómulo indicó al joven que aun cuando entre ambas
­especies había brujos extraordinarios, en especial brujas, no eran
criaturas mágicas, así como un tigre o un oso tampoco lo son; no
obstante, también estos poseen colmillos, garras y una fuerza ma­
yor que la de los seres humanos.
Max pensó que Rómulo tenía razón en eso, además, había
prometido que únicamente haría una pregunta. Por ello pidió a
su anfitrión que prosiguiera con los otros temas y le pidió que
entendiera su curiosidad, la que era inevitable, ya que mientras
más avanzaba la plática su asombro crecía. Prometió guardar si­
lencio y escuchar, pero antes solicitó, verdaderamente interesado,
una última pregunta, ya que no dejaba de venir a su mente la idea
de que si la capacidad de Rómulo para transformarse en hombre
lobo provenía de la herencia de su padre, quien quiera que hubie­
ra sido, era posible que su hermano Remo la hubiese poseído
también.
—¡Gran pregunta! —concedió el romano, alegre por el cues­
tionamiento del muchacho, quien sabía estaba lejos de creer en
todo lo dicho; sin embargo, el propio espíritu inquisitivo de éste
lo estaba llevando hacia donde aquél deseaba. En efecto, era po­
La leyenda 17

sible aquello que señalaba Max, no obstante, la facultad de ser


hombre lobo estaba marcada por el momento de la concepción y
por el momento exacto del nacimiento de una persona. Ni siquie­
ra los gemelos nacen al mismo tiempo. El minuto y el segundo
del alumbramiento influyen para obtener o no aquel potencial;
por ello, era probable que, aun compartiendo la misma prosapia,
su hermano hubiera carecido de esa capacidad. Pero esa sería una
más de las incógnitas de la historia, pues Remo nunca tuvo la
oportunidad de descubrirlo.
Max estaba por completo absorto ante lo que era casi un mo­
nólogo del hijo de Rea Silvia con pequeñas intervenciones de su
parte. Los sarcasmos quedaron atrás y aunque permanecía re­
nuente, no sabía si había caído presa de su propio juego y co­
menzaba a abrir una pequeña ventana de credulidad, apoyada
quizás por la remarcable capacidad oratoria de su contraparte, o
porque dentro de lo absurdo existía cierta lógica que discurría
hasta una posible credibilidad. En cualquier caso, su mente se ha­
llaba abierta a ser cultivada por esas palabras que, era obvio, iban
mucho más allá de una simple historia de hombres lobo y vam­
piros.
—Sé que mencioné que no te interrumpiría más, pero a pesar
de los argumentos que has utilizado, tú mismo has recalcado no
ser como los demás hombres lobo; por lo que es probable que a ti
y a tu hermano no les aplicara esa constante. Debido a ello, si
creíste haberlo matado con una estocada o algo similar, probable­
mente no lo hayas logrado y él se encuentre todavía deambulan­
do por este mundo.
—No existe tal posibilidad. Nunca dije cómo lo maté. Aquel
día en que Remo violentó mi territorio, también logré mi primera
conversión: Él fue la primera presa del lobo —añadió con severi­
dad el fundador de Roma.
—¿Mataste a tu hermano con tus propias manos? —preguntó
un azorado Max.
—No, muchacho; lo maté con mis garras y colmillos. Lo des­
pedacé y lo devoré —contestó Rómulo con frialdad.
—¡Por Dios! —exclamó Max, con la voz turbada por com­
pleto.
Con una tranquilidad tal en su semblante, como si hablase de
algo intrascendente, Rómulo le aclaró al joven que Dios no había
18  Rexagenäs

tenido nada que ver con aquel suceso, que se había tratado de
una decisión suya, un acto llevado a cabo por él y de su completa
responsabilidad. Los imperios se construían con sangre, le expli­
có, y el suyo había sido el más grande de todos; tenía que serlo,
había sido cimentado sobre la sangre de Remo.
—¿Fue lo correcto? —indagó Max sin poder salir aún de su
asombro y mostrando cierta indignación.
—No juzgues la historia ni a sus personajes; trata de enten­
derla. Así quizás, algún día, llegues a ser tan grande o más que
aquellos a quienes estudiaste sin cuestionar —aconsejó con sabi­
duría el hijo de Marte.
—Pero si no cuestionamos la historia o a sus personajes,
¿cómo podremos entonces aprender realmente de los errores del
pasado? —preguntó Max con verdadera inquietud.
Lo que Rómulo intentaba que comprendiera Max, era que la
historia debía ser entendida y nunca juzgada. Por ello, le indicó
que tuviera siempre en mente que las inteligencias grandes son las
que discuten las ideas, las medianas debaten sobre los sucesos y las peque­
ñas acerca de las personas. Le pidió que no cuestionara las decisio­
nes de sus actores, que no tratara de clasificarlos en términos de
bueno o malo, quién era él para opinar si había obrado bien o mal
al matar a su hermano Remo, o a Genghis Khan, quien también
había cometido fratricidio. Para juzgar, Max habría de ser un ser
superior y, como tal, debería situarse en la posición de ellos, y
comprender la mentalidad de la época en que ejecutaron tales
acontecimientos, es decir, ponerse bajo las circunstancias vividas.
De ser aquel “ser superior”, seguramente Max no los censuraría,
sino analizaría los hechos de acuerdo con esos aspectos y apren­
dería de ellos; así, si en un futuro se le presentara una situación
similar, podría reaccionar de manera más razonada bajo su pro­
pio criterio. Le recalcó que de tal manera es como se aprende de
la historia, entendiendo las razones, no juzgándolas.
Max comentó que aquello le quedaba claro, no obstante, aun
así le parecía que había ciertos hechos que podían considerarse
buenos o malos, quizás por su magnitud. Frente a este último
comentario del joven, Rómulo sintió que éste no había compren­
dido completamente lo dicho.
Cuidándose de no exasperar al hombre con el que se hallaba
—pues dudaba ampliamente que fuese Rómulo, el fundador de Ro­
La leyenda 19

ma, y porque era probable que estuviese ante un hombre que den­
­tro de su locura hubiese disfrazado ciertos eventos verídi­cos de
su vida, como el asesinato de un hermano por ejemplo—, le repli­
có con incredulidad ante lo anteriormente asentado, que había
valores éticos que podían definir si ciertos actos eran buenos o ma­
los. A lo que su interlocutor respondió que los valores éticos eran
tan efímeros como la vida humana; lo aseguraba alguien que ha­
bía vivido cerca de tres milenios. Max creía que tal vez ­algunos
de ellos lo eran, pero que otros valores eran universales, apro­
bados en todas las regiones del mundo, en diferentes épocas y
por distintas culturas. Rómulo le pidió un ejemplo; Max le señaló
el homicidio, tema que iba muy al caso con aquella dis­cusión.
Una vez más, el autodesignado fundador de Roma dejó esca­
par una pequeña sonrisa en su rostro al escuchar la respuesta que
intuía le daría el muchacho, y nuevamente lo cuestionó sobre
qué era para él el homicidio. Sin titubear un solo segundo y bus­
cando hacerle ver a su captor que matar a una persona era algo
incorrecto, le respondió que el homicidio era privar de la vida a
alguien. En su fuero interno, Max sentía que aquélla era una dis­
cusión de la que debía salir victorioso, ya que quizás en ella se le
iría la vida.
—En mi Roma, cuando un ladrón era sorprendido in fraganti,
podía ser asesinado por su captor en el momento, sin necesidad
de un juicio previo. Por un tiempo, los aztecas también castigaron
a los culpables de hurto con la muerte. Más aún, hoy en día en
muchos países a la mujer adúltera se le condena a morir apedrea­
da y, en otros tantos, el castigo por homicidio u otros delitos con­
siderados de gran magnitud es la pena de muerte, que de acuerdo
con la definición proporcionada por ti, es una forma de homici­
dio. Entonces, ¿dónde quedó aquel valor universal, aceptado en
todas las regiones del mundo, épocas y culturas? —Espetó Ró­
mulo con firmeza.
—Te concedo eso —replicó Max, luego prosiguió con ansie­
dad—. Aunque en todos los supuestos señalados existe un ele­
mento común que no es para nada intrascendente. Esa ejecución
a la que llamas homicidio es el resultado de una sanción impues­
ta por el Estado, podríamos discutir si es justa o no, pero no co­
rresponde al asesinato de una persona cometido por otra sin más
razón que su propia voluntad —intentó justificar el muchacho.
20  Rexagenäs

A Rómulo le parecieron interesantes, aunque igualmente du­


dosas, las razones del joven, para quien siempre y cuando fuera
el Estado quien llevara a cabo la muerte del individuo se conside­
raba una acción correcta, aunque quizás no fuera ni justa ni bue­
na; sin embargo, se le consideraba adecuada, ya que era la
autoridad quien la aplicaba. Max pensó que de la forma en que lo
ponía su celador, el hecho no parecía ni correcto ni bueno. Rómu­
lo le replicó que no era él quien lo ponía de esa manera, sino el
propio Max, y que obviamente bajo el supuesto dado no era co­
rrecto. Le explicó que, bajo ese punto de vista, cuando asesinó a
su hermano no cometió ningún crimen; por el contrario, había
hecho algo bueno, ya que él era el rey, la autoridad. Remo había vio­
lado sus leyes y por ello debía morir.
Max intentó interrumpir a Rómulo, pero éste no se lo permi­
tió. El imponente romano continuó la plática, señaló que bajo la
premisa que acababa de sostener tan ingenuamente el joven,
­muchos gobiernos habían justificado sus genocidios, ya que, se­
gún sus leyes, grupos enteros de personas merecían morir por
profesar creencias religiosas diferentes, por pertenecer a otras ra­
zas o por no coincidir en determinado asunto. El muchacho sintió
que Rómulo lo derrotaba con sus argumentos, no obstante, su
punto también hacía hincapié en que por la magnitud del hecho
igualmente podía ser catalogado como bueno o malo. La terque­
dad de Max para defender sus opiniones era algo que agradaba a
Rómulo, pues consideraba que bien encaminada podía ser una
virtud.
Nuevamente, el hijo de Rea Silvia mostró al joven la relativi­
dad de ciertos principios humanos al preguntarle qué sería peor
que matar a un hijo o a la propia esposa. Antes de permitirle con­
testar, le refrescó la memoria y le recordó que los romanos arroja­
ban desde la Roca Tarpeya a sus propios niños nacidos con algún
defecto, al igual que los espartanos lo hacían en el monte Taigeto.
No fue necesario dar un ejemplo para el caso del asesinato de una
esposa, ya que recién le había dado uno de la época actual. Un
tanto decepcionado y con un dejo de frustración en la voz, Max
aceptó que no podía ganarle a su sabio contrincante.
Rómulo comprendió el gesto de Max y le señaló:
—Así como te he precisado que no trates de juzgar la historia,
tampoco busques vencerme. Tu único objetivo debe ser mantener
La leyenda 21

la mente abierta para aprender —declaró Rómulo con tono conci­


liador, buscando reanimar al muchacho—. Tienes el concepto ci­
mentado, pero no has sabido darle cauce, en parte debido a la
influencia recibida de la humanidad: a lo largo de su historia no
ha podido definirse en este tema como en muchos otros —añadió
el ilustre romano.
Rómulo prosiguió pacientemente con su explicación, a través
de la cual intentaba llegar al corazón y a la conciencia del mucha­
cho. Le indicó que el homicidio, como el propio Max había pun­
tualizado, era quitarle la vida a otro, y visto desde la concepción
de éste se consideraba algo malo. Le señaló que si verdaderamen­
te lo consideraba de esa manera, no debía permitirse alterar esa
regla, ya que en cuanto accediera a cambiarla la habría violenta­
do, sería como abrir el jarrón de Pandora. De seguro acarrearía
otras cosas, muchas que no le gustarían, y eso era precisamente lo
que la humanidad no había entendido. Agregó que, si bien era
cierto, todas las culturas del mundo siempre habían condenado
el homicidio, también lo habían permitido y hasta alentado. Al
menos ese que se adecuaba a las necesidades de la clase gober­
nante o, como el propio Max había señalado, del Estado. Para
cerrar la plática, invitó al joven a comer algo si le apetecía o a que
se retirara a sus aposentos, pues él tenía otros asuntos de los cua­
les ocuparse.
Max asintió con un gesto de satisfacción, tras escuchar que
Rómulo le daba la razón en ciertos puntos, pero aún estaba preo­
cupado por la incertidumbre sobre su estadía en ese lugar. Se le­
vantó del sofá y se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ésta
se detuvo, volvió la vista hacia Rómulo y le preguntó: —¿Te veré
después o qué pasará conmigo? —Inquirió con voz dudosa.
Rómulo permaneció sentado y sin apartar la mirada de su
copa, le contestó:
—En primer lugar, me gustaría que te despo­jaras de tus mie­
dos. Aquí estás seguro —hizo una pausa para fortalecer el enun­
ciado recién dicho y después continuó—: Por otro lado, creo que
has recibido información suficiente para reflexionar por el resto
del día. Búscame mañana en el viñedo cuando el sol alcance su
punto más alto, ahí continuaremos nuestra plática.
—¿Hay algo ahí que quieras revelarme? —indagó Max no sin
cierto temor.
22  Rexagenäs

—Nada en específico, no todo en esta vida tiene que ser una


lección. También hay cosas placenteras. A mí me encanta el vino
y disfruto caminar por donde se origina.
—En verdad eres un apasionado del vino —comentó el joven
algo más sereno.
—Hace ya varios siglos un amigo y filósofo persa me dijo que
el vino es el amigo del sabio y el enemigo del borracho. Es amargo y útil
como el consejo del filósofo. Está permitido a la gente y prohibido a los
imbéciles. Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al sabio hacia
Dios.
Capítulo III

Las decisiones
del shogun

uw

E
sa noche, mientras Max trataba de encontrar sentido a la
plática que había sostenido con Rómulo, cuatro hombres y
una mujer caminaban por una calle desierta a las afueras
de la ciudad de Florencia. Un café y una heladería eran los únicos
negocios de la misma; ambos estaban cerrados debido a la hora.
Había algunos coches y unas motonetas estacionadas, y nadie
más que esos sujetos transitaba por ahí. Dos de los hombres con­
versaban entre ellos, mientras los demás se mantenían a unos
cuantos metros, vigilando. Era una noche lluviosa y poco ilumi­
nada. La luna se encontraba en su fase de cuarto creciente y las
nubes negras la cubrían casi por completo.
—Puedes informar que la legión completa del cónsul Carlo­
magno estará aquí para mañana —señaló uno de los hombres, de
raza oriental, cabello largo y vestido con una gabardina de piel
negra que disimulaba un cuerpo perfectamente moldeado—. Mi
manipulio ya está aquí. En el transcurso de la madrugada llegará
el del pretor Ricardo Corazón de León, y antes de volver a ver a
24  Rexagenäs

Selene, el cónsul Carlomagno arribará junto con el pretor Erik el


Rojo y su manipulio —concluyó el asiático.
—Perfecto, pretor Yoritomo —expresó su interlocutor—.
¿Puedo saber a qué se debe este despliegue de nuestro ejército?
—interrogó el sujeto a su superior.
—¿Es esta la disciplina que les enseña Artemisia, soldado Gil?
—cuestionó Yoritomo en un tono claramente molesto—. A cada
quien se le informa lo que debe saber en el momento preciso.
—Señaló con firmeza.
—¡Perdone mi imprudencia, Pretor! —se disculpó Gil.
En ese momento, un grupo de seis hombres y cuatro mujeres
aparecieron a un par de cuadras de donde se encontraban Yorito­
mo y los demás. Uno de los hombres que montaba guardia, un
afroamericano de cabello corto, delgado pero fornido, alertó a su
líder:
—¡Pretor, ya están aquí!
—Sí, ya los olfateé, Deion. Dile a los demás que se preparen
para pelear —indicó el oriundo de Kyoto.
—Sólo aguardamos tus órdenes —señaló el otro con respeto.
—¿Has participado en luchas contra hombres vampiro? —le
preguntó el japonés a Gil.
—No, señor, ni una sola vez. Sin embargo, he sido bien en­
trenado y soy muy hábil con mi espada —respondió el ­humano.
Yoritomo sonrió, aun cuando Gil fuera el mejor esgrimista
del mundo de poco le serviría si no era auxiliado por ellos. Un
humano nunca podría hacerle frente por sí solo a un hombre
vampiro. Deion y los otros dos hombres lobo tiraron sus gabardi­
nas al piso, mientras que el Pretor conservó la suya puesta. Uno
de ellos sacó una cimitarra, Gil lo imitó y desenvainó su espada,
mientras que el Pretor desenfundó su katana de su saya, era la
mítica “Noukvenoreg abo Bseroeni”. Nombre que llevaba grabado en
la tsuba y que junto con los menukis dispuestos en la tsuka, distin­
guían fácilmente el sable forjado por el propio Yoritomo.
El japonés ordenó a sus hombres que formaran una línea y
que procuraran tomar a dos contrincantes cada uno, el entrena­
miento que él mismo les había dado les permitía enfrentar dicho
desafío. Con voz seca ordenó a Gil que ayudara en lo que pudie­
ra, y que no huyera si alguno de los enemigos intentaba atacarlo,
ya que entonces no podrían protegerlo. Les indicó que él mismo
Las decisiones del shogun 25

se encargaría de los demás. Para cuando el Pretor terminó de dar


las instrucciones, los hombres vampiro ya se encontraban en la
misma cuadra que ellos. Uno era una mole musculosa de unos
dos metros de altura, rubio, barbado y llevaba en las manos un
hacha de doble hoja; otros dos cargaban una espada larga y un úl­
timo, un sable. Los demás hombres vampiro parecían no portar
arma alguna.
—¡Uman ean dûngid abo deou Mairezh ekha ean teönedik aba deaz
Veciner vikehu’nosis! —arengó Yoritomo.
—¡An Romulou ekha Boadica-aw nomhan, morêl ek eani bârbadeni! —con­
testaron al unísono los demás, salvo Gil.
Ser shogun en el antiguo imperio japonés, hacía unos nove­
cientos años, no era la única razón por la que Rómulo le concedió
a Yoritomo el cargo de Pretor; era un gran estratega militar, pru­
dente en sus decisiones y experto en una infinidad de artes mar­
ciales. El creador de la casta de los samurais sabía que debía
causar suficientes bajas en el enemigo para desalentarlos a conti­
nuar su ataque, o en su defecto, acabar con su líder, o al menos
mantenerlo lo suficientemente ocupado. Era claro que, incluso
cuando aquellos hombres ya no actuaran como en las culturas
antiguas, cuando al perder a la cabeza de mando salían desboca­
dos; hoy, al menos, perderían organización en su ataque.
Ninguno de los hombres lobo se transformó por completo,
sólo sacaron garras y colmillos, aguardando inmóviles la acome­
tida de sus adversarios.
—¡Bikin Anikal dachut, iyodas alien maket ekin zenolk kjakiben !
—gritó a su vez el hombre vampiro líder, mientras blandía en el
aire su hacha y la dirigía hacia el Pretor, quien con un ágil mo­
vimiento evadía el ataque, y con otro cortaba de tajo las manos
del vampiro, dejándolo desarmado. Inmediatamente después, el
oriental, con una patada de giro voladora, golpeaba el rostro de
su contrincante y lo hacía caer.
Dos hombres vampiro acudieron al instante en ayuda de su
jefe. Yoritomo repelió el ataque de inmediato. Al primero le pro­
pinó una ashi guruma que lo arrojó a varios metros de distancia y
lo estrelló contra el parabrisas de un coche estacionado. El segun­
do se abalanzó directo al cuello del Pretor e intentó morderlo; fue
cuando éste lo tomó por la cabeza y con una llave de judo lo le­
vantó por encima de sí mismo y lo aventó al suelo. Antes de caer,
26  Rexagenäs

el antiguo shogun le rompió el cuello y con su katana penetró el


pecho del hombre vampiro, destrozando su corazón.
Deion se enfrentaba al hombre vampiro del sable y a una de
las vampiresas desarmadas, quienes con gran coordinación bus­
caban dar fin a la vida del hombre lobo. El primero de los atacan­
tes lanzó una estocada al pecho del escolta afroamericano, pero él
con una zarpa desvió el golpe y con la otra cercenó el antebrazo
de su adversario. La mujer vampiro aprovechó su gran velocidad
y se colocó a espaldas del licántropo para aventarse sobre él. Mor­
dió el cuello de Deion y clavó sus garras en los costados de éste.
Se escuchó un agudo grito que cubrió la calle entera, pero el guar­
da no perdió la serenidad, no podía permitir que esos garfios con­
tinuaran su camino a través de su tórax y alcanzaran su punto
vulnerable: con su mano derecha sostuvo la nuca de su asaltante
y con la izquierda clavó las zarpas en sus ojos hasta llegar al cere­
bro. La vampiresa cayó inerte al instante, Deion prefirió cercio­
rarse de la muerte de su atacante, por lo que dio media vuelta y
con su garra le atravesó el corazón.
Para cuando terminó con la vida de la mujer, el hombre que
había perdido el sable, ya recuperado y con su brazo regenerado,
recogió su arma y se proyectó de nuevo al embate. Lanzó una
estocada y luego otra, pero ambas fueron detenidas por las zar­
pas del centinela. Con un nuevo intento logró clavar el frío acero
en el estómago de su oponente, pero antes de que pudiera hacer
algo más, el afroamericano logró zafarse del arma que lo había
insertado, para después ejecutar una meia lua, con la que golpeó
al hombre vampiro en la cara y lo hizo perder su arma de nuevo.
Mientras aquello acontecía, otro de los lobos se enfrentaba a
uno de los vampiros de espada y a una vampiresa desprovista de
armas. El segundo custodio, con una patada descendente, golpeó
a la mujer vampiro en el cráneo dejándola de momento fuera de
combate. El hombre vampiro aprovechó para cortar con su espa­
da el brazo con el que el hombre lobo sostenía su cimitarra. Gil
trató de ayudarlo e intentó clavar la suya en el costado del adver­
sario. Este último, con suma rapidez, evitó el golpe; esa distrac­
ción bastó para que el lobo le golpeara el hombro izquierdo,
fracturándole la clavícula. Gil arremetió de nuevo, y aunque su
adversario desvió la estocada, alcanzó a herirlo en una pierna. El
hombre lobo se lanzó sobre él, desgarrándole el cuello con sus
Las decisiones del shogun 27

colmillos y arrancándole el corazón con la garra sana. En ese


­momento, la mujer vampiro llegó por detrás del lobo y clavó su
garra en la espalda del guardia, llegando hasta su corazón, extir­
pándoselo y matándolo en el acto.
Al ver morir al hombre lobo con quien luchó y, más que nada,
debido a que una mujer vampiro quedó en pie, Gil sintió cómo la
obscuridad del lugar lo envolvía tal como si cobrase vida e inten­
tase devorarlo. Se vio invadido por un profundo terror que lo
llevó a optar por la peor decisión. En lugar de acercarse a donde
peleaban sus demás compañeros, o en lugar de pedir ayuda, Gil
echó a correr en dirección opuesta, quizás porque como eran su­
perados en número creía que los demás lobos correrían la misma
suerte de su compañero. La vampiresa se percató de la huida del
humano y decidió salir tras él, no sin antes terminar su festín.
Podía darse ese lujo, pues en cuanto iniciase su persecución no
requeriría de mucho esfuerzo para darle alcance a aquel que de­
jaba tan cobardemente a sus camaradas.
La mujer lobo agitó su rubia cabellera para entrever a su com­
pañero caído y a Gil que emprendía la huida, mas no pudo hacer
nada porque se encontraba en su propia pelea: se enfrentaba a un
hombre y a una mujer vampiro, todos sin más armas que sus col­
millos y garras.
La vampiresa, hermosa mujer de raza oriental, se arrojó en
contra de la última de los guardaespaldas; ésta la recibió con una
patada en el abdomen. De inmediato volteó hacia el hombre vam­
piro que ya se dirigía hacia ella. Cuando el atacante estuvo en­
frente, la mujer lobo dio un giro dejándolo pasar de largo,
momento en el que le propinó una tuit dolio chagui en la espalda,
que lo estrelló contra el cristal de la puerta de un coche; luego,
con presteza, lo sujetó por la camisa y lo arrojó lejos varios me­
tros, incrustándolo en un poste de luz que se dobló a causa del
impacto.
La mujer lobo pensaba acabar con aquel vampiro, pero se vio
interrumpida por una patada en el costado derecho que la tum­
bó. Al levantarse, distinguió a la mujer vampiro quien con una
irónica sonrisa, le dijo:
—¿Eso es todo lo que tienes, perra?
La hermosa rubia se incorporó, sacudió el polvo de su ropa y
le contestó:
28  Rexagenäs

—Quizás sea una perra, peor para ti, pues será esta perra la
que te mande a los infiernos.
Dicho esto, ambas mujeres iniciaron el ataque, fallando los
primeros golpes debido a la habilidad de la respectiva adversa­
ria. Las zarpas de una chocaban contra las de la otra, pero ningu­
na alcanzaba a herir siquiera a su rival. En un posterior intento,
las garras de la vampiresa alcanzaron a herir a la mujer lobo en el
abdomen, pero ésta no cejó ante el dolor que seguramente le pro­
vocó la herida, y antes de que cicatrizara, pasó su mano por enci­
ma de la misma, lamió su propia sangre, esbozó una sonrisa y
reinició el embate.
La asiática lanzó una patada que la loba detuvo, y antes de
que la pierna de ataque regresara al suelo, la mujer lobo aprove­
chó para patear, a su vez, la pierna de apoyo de la mujer vampiro
en la rodilla, la que se fracturó y la hizo caer. Aun estando en el
piso, la bella oriental volteó hacia su contrincante y trató de al­
canzarla con una de sus zarpas; la rubia guerrera detuvo el ata­
que. Sostuvo el brazo de la vampiresa por la muñeca y con la
mano libre la golpeó en el antebrazo, fracturándoselo también.
La mujer lobo pisó la otra mano de su rival para evitar así un
nuevo ataque. Se acercó a ella y le dijo:
—¡Dale mis saludos a Plutón y Proserpina!
—¡Ahí te esperaré! —respondió la mujer vampiro, mientras
escupía el rostro de su adversaria justo antes de que la garra de és­
ta se introdujera en su pecho para despojarla del corazón.
Paralelamente a la pelea de las dos mujeres, el vampiro rubio
que recibió la patada de Yoritomo buscó unos segundos para desa­
turdirse; luego, se dirigió una vez más a luchar contra el Pretor
oriental, esta vez sin portar su hacha, ya que sus manos no es­ta­
ban totalmente regeneradas, por lo que debió recibir el apoyo
tanto de la mujer vampiro que portaba una espada como por el vam­
piro derrotado momentos antes por Yoritomo. Este último no
perdió tiempo y se lanzó contra el líder vampiro, enfundó su kata­
na y dio un salto espectacular. Los tres hombres vampiro ­también
brincaron para interceptarlo en el aire. Yoritomo iba de frente en
di­rección a su presa y, al aproximarse lo suficiente, dio una vuelta
en el aire de manera que sus pies apuntaron al fiero rostro que
pateó con fuerza. En ese instante, y todavía en el aire, el japonés
giró un tanto hacia su izquierda por donde venía el ataque de la
Las decisiones del shogun 29

vampiresa. Con sus manos la tomó del brazo armado y la hizo


pasar por encima de sí, provocando que la espada atravesara el
pecho del otro vampiro que venía por el lado contrario.
Al caer al suelo, Yoritomo buscó continuar su ataque contra el
musculoso rubio, ignoró a los otros dos. Sabía que al menos ella
seguía con vida, pero él caminó con tranquilidad hacia su vícti­
ma, los primeros momentos de la lucha le habían servido para
cerciorarse de su superioridad sobre sus enemigos y aun cuando
no se confiaría, sabía que podía manejar la situación sin mayores
contratiempos. El hombre vampiro, al verlo venir, se levantó del
piso y corrió en sesgo. Él también había comprobado la suprema­
cía de su adversario. Tomó una motocicleta, con facilidad la le­
vantó y dirigió rumbo a su agresor; el asiático brincó sobre ésta y
continuó su ataque. El vampiro intentó dar una patada pero Yo­
ritomo, con otra, la desvió para después ejecutar el Fu Chao a la
perfección y así golpear el abdomen de su adversario e impactar­
lo en contra de otro coche. Tambaleándose, se levantó y cuando
creyó tener cerca al asiático, trató de dar un puñetazo en su ros­
tro. El Pretor paró en seco el golpe con su mano izquierda y usó
el momento para decirle a su contrincante:
—No eres un digno rival para el descendiente del clan Mina­
moto. Eres tan insignificante como todos los de tu especie. —El
hombre vampiro buscó aprovechar la ocasión para clavar su ga­
rra libre en el abdomen de Yoritomo; éste, sin distraerse, detuvo
el intento con su otra mano y le fracturó la muñeca.
La vampiresa con la espada llegó corriendo por detrás del otro­
ra shogun, buscó asestarle un golpe certero, pero cuando el acero
de la espada se dirigía a su cuerpo, el pretendido objetivo se mo­
vió, con lo cual provocó que el golpe diera en las muñecas que
sujetaba del vampiro líder. Antes de que pudiese reaccionar, Yo­
ritomo le dio a la mujer una patada en la cabeza, mandándola de
nueva cuenta al suelo.
Al instante, se escuchó un grito agudo a lo lejos. Llamó la
atención de todos. El jefe de los hombres vampiro, percatándose
de que la ventaja inicial del ataque había disminuido de forma
notable, ordenó a los demás:
—¡Akuwaba hukor, sasch shabsu iyodas masugan ! ¡Por esta oca­
sión han corrido con suerte los cerberos de Roma! Ya tendremos
oportunidad de saldar cuentas. —Y, con una velocidad inverosí­
30  Rexagenäs

mil, los hombres vampiro que permanecían con vida salieron co­
rriendo de esa calle.
—¿Quieres que vayamos tras ellos, Yoritomo? —preguntó
Deion, acercándose a su líder.
—No, sería inútil. Ellos son más rápidos, además podrían
guiarnos a una emboscada —replicó el fundador de la casta de
los samuráis.
—¡Pretor! Erdem murió y no veo a Gil por ninguna parte
­—manifestó la mujer rubia—. Aunque matamos a cinco de ellos.
—¡No lo digas como algo reconfortante, Kayleigh! La vida
de cinco lamwadeni no valen la de un duploukden-aw, ni siquiera la de
cien. —Reprendió con dureza Yoritomo.
—¿Qué hay respecto a Gil, quieres que lo busquemos? —in­
dagó Deion.
—Sería una pérdida de tiempo, seguro ellos lo tienen —sen­
tenció el líder japonés.
—Es lo más seguro, Yoritomo —agregó Kayleigh—. Gil huyó
en cuanto asesinaron a Erdem y una vampiresa fue tras él.
Deion esperaba que Gil, al verse acorralado, se hubiera qui­ta­
do la vida, ya que de otra manera los hombres vampiro le darían
una muerte dolorosa, pero antes de que ello ocurriera era posible
que el humano les revelara información valiosa. Yoritomo afir­
mó que, precisamente, eso era lo que buscaban, y ahora lo tenían.
Kayleigh y Deion inclinaron la cabeza, ella pidió perdón al
Pretor por haber fallado. El líder oriental respondió que de nin­
guna manera tenían que excusarse, debido a que su labor co­
mo guardas consistía en protegerlo a él y él seguía con vida, por
lo que una vez más, habían cumplido con su deber.
Con un dejo de angustia, Deion externó su preocupación,
pues los vampiros podrían enterarse de cuestiones importantes,
a lo que su líder respondió que lo que había ocurrido, simple­
mente estaba destinado a pasar. Les pidió que no se culparan por
ello y les ordenó que levantaran el cuerpo de Erdem para llevarlo
a su morada y ahí rendirle los honores debidos. También se en­
cargarían de enviar un mensaje informando lo ocurrido.
Deion fue quien tomó el cuerpo sin vida de Erdem y lo colocó
sobre su hombro derecho. Mientras Kayleigh rompía el cristal de
una camioneta y conectaba los cables debajo del volante para
provocar la ignición.
Capítulo IV

Revelación

uw

R
ómulo y Max caminaban por los senderos del viñedo de la
villa, mientras el sol mediterráneo del verano los seguía
paso a paso como si fueran sus presas. Los temores del
muchacho habían disminuido considerablemente, bajo el razona­
miento de que esos hombres no podían tenerlo cautivo para pe­
dir un rescate, debido a que los adornos de cualquiera de las
habitaciones del lugar superaban, por mucho, todo su patrimo­
nio. Aquellos hombres debían saber que el muchacho no era un
personaje influyente, menos un político a quien alguien quisiese
eliminar. Por otra parte, era cierto que el trato que había recibido
había sido por demás cordial. A pesar de todo esto, la incertidum­
bre no decrecía.
El romano invitó al joven a que retomaran la plática que sos­
tuvieron la tarde anterior, incluso a riesgo de parecerle insistente,
pero consideraba realmente importante que le quedara perfecta­
mente claro todo aquello, por esa razón se propuso retomar el
tema cuantas veces fuera necesario. Rómulo le explicó que, a par­
tir de su transformación, cada año nacían algunas personas con el
potencial de ser transformadas en hombres lobo por medio de un
32  Rexagenäs

ritual de iniciación, lo que era posible gracias a que el ADN de


aquéllas, poseía ciertas características propicias para ello. Estas
cualidades se encontraban en estado de letargo, la mordida sim­
plemente las activaba. Por ello, si un hombre lobo mordía a una
persona común, ésta no podría ser transformada.
Rómulo continuó su explicación, señalándole al muchacho
que cualquier hombre lobo podía llevar a cabo el ritual de inicia­
ción, es decir, infringir una mordida al corazón a través de la cual
el individuo quedaba transformado. Claro que, mientras más cer­
cano a su persona, o más relacionado con él estuviera el hombre
lobo que llevaba a cabo el ritual, más poderoso sería el iniciado;
por ello, los hombres lobo que él mismo había transformado eran
los más fuertes, aunque ninguno de ellos se podía equiparar con
él… hasta ahora. Estas últimas palabras llamaron sobremanera la
atención de Max, por ello preguntó a su interlocutor la razón por
la que las había dicho. Rómulo le indicó que tuviera paciencia, ya
llegarían a ese punto y se aclararían muchas de sus dudas; antes
debían abordar otros temas. El impetuoso joven se excusó e indi­
có que su inquietud obedecía a lo intrigante del tema.
El fundador de Roma se detuvo para palpar una uva que de­
notaba no estar lista para la vendimia, al tiempo que señalaba
que comprendía la natural ansiedad del joven por lo novedoso
del tema. Sin interrumpir su exposición, explicó que, como lobo
alfa, él era el único que tenía la posibilidad de distinguir quién
había nacido con la capacidad de ser hombre lobo, mediante la
lectura de las estrellas; habilidad que únicamente él poseía y que
no podía ser enseñada. Después de detectada esta predisposición
en alguna persona, Rómulo confirmaba el descubrimiento a tra­
vés de su olfato, capacidad compartida con las lobas alfa. El ro­
mano reanudó la marcha y el muchacho, cada vez más confuso,
lo siguió.
Ante la última revelación, Max, nuevamente sorprendido,
preguntó acerca de las lobas alfa. Rómulo le explicó que había
dos de ellas, y aunque habían tenido un origen como el de los
demás hombres lobo, desde el momento en que identificó su con­
cepción en las estrellas, sabía que eran diferentes al resto; las lo­
bas alfa eran más poderosas que cualquier hombre lobo. Max
quiso saber si aquellas lobas alfas eran las parejas del primer ro­
mano, este último le indicó que sólo una de ellas lo era.
Revelación 33

Respecto de este punto, Rómulo agregó que los lobos se com­


portaban de manera diferente a la de otros animales, debido a
que no buscaban únicamente aparearse para luego separarse. Por
el contrario, conservaban una pareja para toda la vida. Explicó
que los lobos acostumbraban mantenerse unidos, y que entre el
lobo y la loba alfa formaban una manada. Así se volvían más
efectivos al momento de cazar, por eso lograban ser uno de los
mejores depredadores sobre la faz de la Tierra. Añadió que los hom­
bres lobo seguían el mismo patrón, pues gracias a la conjugación
de ambas naturalezas y al desarrollo espiritual que habían alcan­
zado a través de los siglos, habían logrado fundir el ideal del hu­
mano monogámico con la naturaleza del lobo.
El padre de Roma enfatizó que el tema de las lobas alfa reves­
tía suma importancia, debido a que, antes de su propia unión con
su compañera alfa únicamente podía identificar tres nacimientos
de hombres lobo al año; pero, a partir de que ella y él se habían
unido, había podido identificar siete nacimientos por año. Estaba
claro que aún había mucho que decir sobre ellas, pero sabía que
antes debía profundizar la explicación acerca de su propia natu­
raleza. Max asintió, con lo que permitió que su interlocutor con­
tinuara la plática; encontraba exquisita la manera en que aquel
hombre relataba las cosas y, definitivamente, salían del común
denominador de las leyendas que había escuchado sobre aque­
llos seres, lo que las hacía todavía más atrayentes.
La tarde caía lentamente, mientras los dos hombres continua­
ban su grato paseo por el viñedo, casi sin percatarse del tiempo
transcurrido. El hijo de Marte explicaba a su joven discípulo que
como hombres lobo eran incapaces de procrear: eran infértiles, al
igual que lo eran los hombres vampiro. Algunos de ellos habían
alcanzado a procrear antes de ser transformados, pero el ritual
los volvía estériles. Resaltó que la prole de aquellos no había he­
redado la facultad de ser hombres lobo, ya que ésta no se trans­
mitía de forma genética. No obstante, seguramente el día en que
nacieran una pareja de lobos alfa con capacidad reproductiva, ya
no necesitarían estar ligados a los seres humanos, como lo esta­
ban en ese momento; de dicha manera, la transición hacia una
nueva especie estaría completa. Comprendía que los demás seres
podían reproducirse, ya que a través de su descendencia podían
permanecer en este mundo, aun cuando ya hubiesen partido:
34  Rexagenäs

aquella era su forma de trascender. Pero, le cuestionó al joven,


¿qué necesidad de subsistir a través de su prole podía tener un
ser que vivía milenios?
El joven, que inexplicablemente se había convertido en invi­
tado, sólo hizo una mueca para asentir lo dicho por Rómulo, pero
no comentó nada, prefirió escuchar, incluso cuando ello lo pudie­
ra conducir a un terreno inexplorado, al cual no sabía si deseaba
arribar, pero que un hilo de misticismo lo atraía hacia sí.
—Retomando el tema de las lobas alfa. Poco a poco distinguí
a los hombres y mujeres que habían nacido con la capacidad de
ser hombres lobo. Con el paso del tiempo comprendí y perfeccio­
né la habilidad de la que ya te hablé; pero yo sabía que ninguna
de las mujeres lobo que había convertido estaba destinada a ser
mi pareja, no había nacido ninguna loba alfa y así fue por siglos.
Hasta que a principios de la era cristiana vislumbré una concep­
ción inusual y posteriormente me fue ratificado en la lectura del
nacimiento.
Rómulo interrumpió la caminata, levantó la vista hacia el cie­
lo, como si en las nubes estuviesen los datos que se disponía a
narrar, sin apartar la mirada del firmamento expuso que desde
siglos antes a los hechos que relataba había desaparecido de la
luz pública, como todo hombre lobo debía hacerlo, pero mante­
niéndose siempre como el poder tras el trono en Roma. Aconsejó
a los reyes que lo sucedieron y posteriormente a senadores y em­
peradores, debido a lo cual el Imperio Romano logró tal grande­
za, porque Roma no sólo fue fundada por descendientes de héroes
de grandes batallas, sino gobernada y guiada por seres extraordi­
narios. Aclaró que en esos días las conquistas romanas habían
llegado a Bretaña y recordó lo difíciles de subyugar que fueron
los celtas, ya que en no pocas ocasiones preferían morir antes que
rendirse y caer bajo el cautiverio de las legiones romanas. A me­
diados del siglo i de la Era Cristiana habían logrado penetrar el
territorio bretón, pero había un lugar que se había convertido en
un refugio para los celtas bretones y que se interponía en su cami­
no hacia el triunfo: la isla de Anglesey. Explicó que a pesar de la
sabiduría que los druidas pudieran poseer, no podía ser superior
a la de un hombre de más de ochocientos años de edad y le expu­
so al joven cómo ideó la estrategia para acabar con el sitio del
poblado celta y aniquilarlos, lo que se convirtió en la Matanza de
Revelación 35

Mona. —Para los celtas, Mona era una ciudad sagrada y el sacri­
legio que cometieron mis legiones los hizo levantarse con mayor
sed de venganza contra los romanos y dentro de esos celtas que se
sublevaron se erigió una reina, una gran guerrera, de nombre
Boadicea, o como ellos la llamaban, Boudica, quien combatió fe­
rozmente contra mis legiones y a pesar de que en sus venas corría
un poder mucho mayor al conocido por ella, no pudo vencer a
mis ejércitos, por lo que aun cuando tuvo algunas victorias, cayó
derrotada y fue entonces cuando ingirió veneno para quitarse la
vida, por haberle fallado a su pueblo. Así fue como la encontré.
Cualquier ser humano hubiese muerto, pero no ella, Boadicea es­
taba destinada a convertirse en una mujer lobo, en una loba alfa,
mi loba alfa.
—¡Qué historia! En ciertos aspectos dramática, pero no por
ello menos fascinante —exclamó Max deleitado con la narrativa
usada por su interlocutor—. ¿Y ella sigue contigo?
—Sí, como te comenté los lobos estamos diseñados para vivir
en parejas que duran toda nuestra vida, formando así nuestra
manada y Boadicea ha estado a mi lado por dos mil años. —El
individuo que aseguraba ser padre de todos los hombres lobo
volteó a mirar al joven por primera vez desde que había iniciado
su relato, en su expresión se denotaba el profundo sentimiento que
sentía por su pareja y que lo cubría por completo con sólo hablar
de ella.
—Pero dime, ¿cuando la regresaste a la vida, ella no te guardó
algún tipo de resentimiento por haber conquistado y aniquilado
a su pueblo, en especial por la Matanza de Mona y por todas las
demás atrocidades que seguro sufrió a manos de tu gente?
—Quizás al principio, pero como te comenté, ella era una rei­
na y una combatiente, sabía que librábamos una guerra entre su
pueblo y el mío y en una contienda, muchacho, ya sea entre nacio­
nes o directamente entre personas, la mejor forma de vencer a tu
oponente es aniquilar su espíritu. —Rómulo posó su mano sobre
el hombro de Max, con lo que le indicó que continuaran su reco­
rrido—. Por lo que destruir Mona y mermar su espíritu con esas
atrocidades, como mencionaste, era esencial en esa guerra. Ade­
más, cuando supo la realidad sobre ella y sobre mí, entendió que
estaba llamada a ser algo mucho más grande de lo que había creí­
do y desde entonces ha estado a mi lado, ha aprendido de mí y
36  Rexagenäs

me ha aconsejado, ha luchado junto a mí y ha gobernado con­


migo y más que nada, me ha amado profundamente por dos mi­
lenios.
—La suya debe de ser la historia de amor más grande que
haya conocido la Tierra.
—La es, al menos para Boadicea y para mí, pero deja te cuen­
to sobre la otra loba alfa.
—Es cierto, mencionaste que hay dos lobas alfas, lo cual se
contrapone a lo que me comentaste de que los lobos viven en
pareja.
—Nunca dije que las dos fueran mi pareja. Fui claro al decirte
que Boadicea es mi única pareja y así será por siempre.
—Pero entonces, ¿cuál es el sentido de que exista otra loba
alfa? A menos, claro, que hubiese otro lobo alfa.
—O que lo vaya a haber.
—Claro también, pero… —Max titubeó— perdón, ya no en­
tendí.
—A finales del siglo xviii descubrí algo extraordinario en los
astros. Algo que ni siquiera creía se pudiese dar: las estrellas me
dijeron que nacería un nuevo lobo alfa, uno que podría equipa­
rarse a mí, aunque por lo que pude descubrir con el paso de los
años ese nuevo lobo alfa no tendría un origen como el mío, sino
como los demás hombres lobo, es decir, requeriría ser trans­
formado.
Max estaba completamente sumergido en cada palabra que
aquel sujeto decía, ya no creía que fuese un loco que había esca­
pado de un hospital psiquiátrico, de alguna manera el romano
había logrado que a pesar de las dudas que se mantenían en él,
cada frase fuese escuchada con seriedad.
—Tiempo después, a finales del siglo xix observé en los astros
algo que ya había visto muchos siglos antes, cuando Boadicea fue
concebida. —Rómulo prosiguió a sabiendas de que la edad y pre­
paración del muchacho lo hacían necesariamente menos fácil de
convencer que a muchos otros, pero a la vez lo habían ayudado
a hacer las preguntas adecuadas, seguramente su inteligencia
lo haría consciente de no haber alcanzado la verdad y por ende le
permitiría abrir su mente a nuevas realidades—. Así su­pe que
nacería una nueva loba alfa y su nacimiento me confirmó lo que las
estrellas me habían mostrado casi un siglo antes, que nacería otro
Revelación 37

lobo alfa; ya que como bien has sugerido, no tendría razón de ser
que hubiese otra loba alfa sin que existiese un nuevo lobo alfa.
—¿Y ya nació?
Rómulo bajó la mirada brevemente para recorrer con la vis­
ta de pies a cabeza al ansioso muchacho, luego mostró una son­
risa con cierta carga de ironía y espetó:
—Está parado justo frente a mí.
Max quedó atónito, haciéndose hacia atrás como si de esa for­
ma pudiese alejarse de la noticia recibida.
—¡No… no puede ser! Desconozco cómo lo has logrado, me
has atrapado en esta red de tu narración, pero aun así no has po­
dido convencerme y menos incluso en esto. Mi ADN no tiene
nada de extraordinario y en eso serás tú quien tendrá que creer­
me. Inclusive como ser humano no tengo nada especial; más aún,
he sido alguien que se enferma con bastante regularidad. ¿Cómo
podría ser entonces un hombre lobo y en especial el que tú aludes
que soy?
—Lo peor que puede hacer una persona en su vida, es huir de sí
mismo; tarde o temprano se alcanzará y además cansado —comentó el
lobo alfa con esa frialdad que lo caracterizaba y de la cual tendría
que hacer uso a plenitud, ésta sería la mayor discusión que ten­
dría que afrontar con Max—. Y te podría apostar que últimamen­
te tus enfermedades han sido más recurrentes.
—Pues de hecho sí. ¿Pero y qué con eso? —La noticia lo había
golpeado como una pedrada en plena sien, se percató de una in­
cipiente taquicardia, sudaba frío y sentía que el oxígeno que cap­
turaban sus pulmones no era suficiente para irrigar su cerebro,
era presa de una gran angustia.
—Es precisamente por tu ADN, que no es el de un hombre
lobo normal. Tus propias células saben que el momento del le­
targo está por finalizar y luchan contra tu organismo de ser
­humano.
—Pero no puede ser. Soy el tipo más ordinario del planeta.
—Sin depositar la mirada en algún punto en específico, el deses­
perado joven volteó hacia alrededor, quizás buscaba la ayuda de
alguien quien le indicase a ese hombre que había cometido un
error al capturarlo, probablemente escudriñaba en el entorno la
presencia de algo que le indicara que todo era un sueño del cual
podía despertar.
38  Rexagenäs

Rómulo le sugirió que respirara hondo y se tranquilizara,


después lo confrontó.
—Ahora el loco eres tú. Busca en tu interior, sabes bien que lo
que te digo es cierto. No es ajeno a tu conocimiento el saber que
cuentas con una inteligencia extraordinaria; eres una persona
que no ha podido adaptarse completamente a su entorno social y
no por falta de carisma, sino porque simple y sencillamente no per­
teneces a esa sociedad. Además, cada horóscopo, sin importar de
qué cultura sea, te señala como un hombre extraordinario. Nacis­
te bendecido por los astros y estás llamado a ser un individuo de
asombroso poder, por lo menos equiparable al mío y quizás hasta
mayor. —El fundador del Imperio Romano hizo una pausa para
permitir que sus palabras penetraran el escudo que la mente de
Max sobreponía, con la misma paciencia que el viento y la lluvia
perforan las rocas—. Posiblemente seas tú el hombre lobo que sea
capaz de engendrar y así concluir con esta etapa evolutiva de
nuestra especie; pero aunque no fuese así, a lo menos serás capaz
de sucederme y créeme muchacho, eso no lo podría hacer ningún
ser humano ordinario, ni siquiera un hombre lobo ordinario.
—Pero es que no puede ser posible. ¿Qué importa si los ho­
róscopos chino, maya o el que me quieras mencionar indican
que soy alguien especial? Más aún, nunca he creído en ellos, son
para gente… que lee revistas… tú sabes. —Max recobró el alien­
to y junto con él su sentido del humor. Desde niño había apren­
dido a controlarse, a meditar y sobreponerse, era el momento
de hacer uso de esas herramientas y solía comenzar con una
­sonrisa.
—No necesitas creer en algo para que sea cierto. Hace mil
años muy pocos creían que la Tierra fuese redonda y eso no afec­
tó en nada el hecho de que en realidad lo fuera. La verdad que
muchos esgrimen es sólo producto de la parcialidad de ésta que les
ha sido revelada. Las estrellas nos enseñan muchísimas cosas. No
pienses en los horóscopos como el medio para saber si el próximo
mes conocerás a una linda chica o si te ganarás un viaje a una isla
exótica. No lo pensaban así los chinos, ni los mayas, ni los creado­
res de ningún otro horóscopo; ése es sólo el enfoque que le han
dado esas revistas que mencionaste, que sólo han degradado el
verdadero sentido de la Astrología, al igual que ha pasado con las
leyendas sobre nosotros.
Revelación 39

—Perfecto, te creo todo eso de los horóscopos y hasta podría


aceptar lo que dices sobre mi organismo y que podría explicar
mis enfermedades, pero no me siento alguien especial, al menos
no tanto —agregó el muchacho con una sonrisa que hacía cómica
la última frase que de otra forma hubiese parecido carente de hu­
mildad—. Y menos alguien que pueda albergar tanto poder como
el que aludes que poseo.
—Si no tienes fe en ti, ¿quién la tendrá? El universo te ha dotado
de un poder inmenso pero tú te niegas a abrazarlo. A lo largo de
tu vida has demostrado liderazgo, así como un gran carisma, in­
teligencia y un corazón que aprecia caro la amistad. No tienes
nada de ordinario y lo sabes bien, así es que deja atrás esa modes­
tia y acepta lo que te digo. Porque es tan cierto que eres quien te
digo que eres, como lo es la Ley de Gravedad que nos mantiene
atraídos a la Tierra.
—Supongamos que te creo, pero a pesar de tu gran elocuen­
cia no has podido convencerme. —Nuevamente Max no deseaba
enfrascarse en una discusión prolongada e incluso cuando ya no
lo hacía para seguirle la corriente al romano, sino porque se halla­
ba intrigado por el tema, solicitó continuar con la plática y pre­
guntó—: ¿Por eso me has traído, para mi ritual de iniciación?
—Sí y también para tomarte como mi discípulo y entrenarte
para sucederme en su momento, pero más que nada, para prote­
gerte.
—¿Protegerme? ¿De quién? No dijiste que sería tan poderoso
como tú ¿Entonces quién podría enfrentárseme?
—Aun el ser más poderoso es vulnerable si no es precavido.
—Rómulo explicó a su interlocutor que debido a la naturaleza sui
generis de éste, desconocía cómo sería su transformación, es decir,
qué habilidades le serían dadas en ese momento y cuáles ten­
dría que desarrollar; ya que a pesar de que él o cualquiera pudie­
se pensar que la mayor fortaleza de su especie radicaba en que
podían vivir milenios y que era casi imposible matarlos o en
que podían correr a una velocidad superior a los ciento cincuenta
kilómetros por hora o que eran capaces de levantar media tonela­
da con mayor sencillez de la que un hombre levanta cincuenta
kilogramos o en lo letales que eran sus garras y colmillos. Y aun
cuando todas esas capacidades las adquirían al momento de ser
transformados, ningún hombre lobo había recibido por su me­
40  Rexagenäs

ra transformación la que era su mayor fortaleza, ni siquiera las


lobas alfa.
Azorado, Max preguntó a cuál robustez se refería, contestán­
dole el mítico hombre:
—La sabiduría, mi amigo. Perdona mi falta de modestia, pero
imagina cuánto saber puede acumular un hombre de digamos
trescientos años; ahora reflexiona un poco y piensa cuánta sa­
piencia puede albergar un hombre de mi edad.
Max ni siquiera intentó responder, sabía que era una nimie­
dad. Si ese hombre era quien clamaba ser, tendría que ser el indivi­
duo más sabio que jamás hubiese habitado el planeta; seguramente
había alcanzado niveles de conocimiento insospechados para la
humanidad, quizás, inclusive, él y su raza habían alcanzado la ver­
dad sobre cuestiones a las que grandes pensadores se habían li­
mitado a declarar como misterios. Por ello, no pudo sino estar de
acuerdo cuando le argumentó que si el hombre había podido posi­
cionarse por encima de otros animales, era obvio que no había
sido por sus habilidades físicas sino por las intelectuales y encon­
tró cierta lógica cuando le dijo que los hombres lobo poseían las
mejores características de las dos especies que les daban origen y
todas mucho más desarrolladas que las de sus predecesores.
El joven protegido tenía que conocer más sobre ese extraño
sujeto, hurgar en esa gran mina de conocimientos. Sin importar si
la tesis medular era cierta o falsa Rómulo era un personaje fasci­
nante y en ese corto periodo de tiempo había encontrado delicio­
sa su compañía y plática; pero había algo que le intrigaba y por
ello indagó.
—¿Pero no me has indicado todavía de quién debes prote­
germe?
—Es cierto, no te lo he dicho y como muchas de las cosas que
te he comentado hoy, ésta tampoco tiene una sola respuesta y
antes de dártela te diré la solución. —Rómulo percibió que el mu­
chacho había bajado las defensas, si bien no podía cantar victoria,
había allanado lo suficiente el camino para instruirlo y seguir con
el desarrollo de su tema—. Debes aprender a confiar en tus ami­
gos, en tu manada, y para ello te pido analices a los lobos; si
ellos no se reunieran en grupo y cazaran juntos no serían uno de
los animales más perfectos para matar, se tendrían que limitar a
comer conejos y otros animales pequeños, pero juntos pueden
Revelación 41

dar cuenta de un animal que pese más de ocho veces su propio


peso. El día que te encuentres en una batalla, aun cuando en tu
caso serás capaz de acabar por ti mismo con una docena de hom­
bres vampiro o más, si eres atacado por una de las hordas de
Aníbal o de Ying Jien, entonces descubrirás que las garras y los
colmillos de tu hermano de sangre, aquel que lucha a tu lado, son
el bien más preciado que puedas llegar a poseer; porque los ami­
gos son como la sangre, cuando se está herido acuden sin que se les lla­
me. Pero no sólo en el campo de batalla encuentras el valor de la
amistad, aunque sea el lugar en donde más fácilmente la puedes
palpar. También cuando tienes que tomar una decisión difícil el
consejo de un amigo es algo inapreciable.
—¿Acaso un hombre con toda tu sabiduría requiere consejos?
—Me considero lo suficientemente sabio para reconocer que
requiero los consejos de mis amigos. —El fundador de Roma de­
talló que, inclusive, contaba con un grupo de consejeros, aunque
el título preciso era el de senadores, ellos eran de gran valía para el
lobo alfa y junto con sus cónsules y su mujer, formaban el grupo
más cercano a él, aunque, expresó, también escuchaba las ­palabras
de sus pretores, a quienes consideraba grandes personas, y las de
cualquiera que desease acercarse a él. Reconoció haber aprendido
grandes lecciones incluso del que se podría catalogar como el ser
más insignificante. Consideraba que toda criatura tiene algo que
enseñar.
El muchacho sabía que debía callar y escuchar, pero su curio­
sidad ya era enorme, por lo que le pidió a Rómulo le compartie­
ra quiénes eran esos individuos que albergan un conocimiento tal
que estaban tan cerca de él.
El protector de Roma sonrió, durante el proceso para deter­
minar que Max era el indicado lo había estudiado bien, conocía
su pasión por la historia y esa pregunta le presentaba una opor­
tunidad inmejorable para atraerlo aún más.
—Son personas que como simples humanos hubieran sido
extraordinarios y durante su trayecto como tales dejaron un gran
legado para el mundo, pero que afortunadamente se han queda­
do conmigo más allá de su aparente vida humana y sin quienes
hoy no estaría aquí.
Rómulo declaró que tenía siete senadores, no siempre habían
sido ellos, ya que otros habían ocupado ese lugar, pero por una u
42  Rexagenäs

otra causa algunos ya no estaban a su lado; por lo que anunció


que mencionaría los nombres de quienes en ese momento esta­
ban con él en esa calidad, a quienes nombraría en orden cronoló­
gico, ya que todos eran caros a su corazón: El primero fue uno de
los más grandes filósofos que hayan existido y además de todo lo
que le había enseñado, le debía el haber instruido a uno de sus
cónsules, su nombre, Aristóteles. El segundo, dijo, fue uno de los
personajes más importantes en la historia de su imperio, sólo por
él los abogados no deberían tener la fama que se les imputa, Mar­
co Tulio Cicerón. El tercero también fue un gran romano, llegó a
ser emperador pero más que eso, desde su paso como humano
fue un hombre que no permitió que el poder lo cegara, Marco
Aurelio Antonino. El cuarto fue un gran gobernante que habitó
del otro lado del mundo, fue un gran rey maya y desde su vida
humana supo alimentar su espíritu como pocos, Pakal Votan. El
quinto era mucho menos viejo que los primeros, pero a pesar de
ello su sabiduría era equiparable a la de cualquiera de ellos, ya
que pocas mentes tan brillantes como la suya habían habitado
este planeta, popularmente conocido como Leonardo da Vinci.
La sexta fue una gran protectora de las artes y una de las pocas
personas que ha renunciado al poder con el único fin de conti­
nuar con el desarrollo de su conciencia, Cristina de Suecia, y el
séptimo fue un gran hombre de Estado, que al igual que Marco
Aurelio nunca permitió que las adulaciones o los cargos merma­
ran la calidad de su espíritu, Tomás Jefferson.
—¿Todos esos grandes personajes de la historia siguen con
vida? —preguntó Max probablemente más maravillado que
cuando escuchó las primeras explicaciones de Rómulo sobre su
origen. De cada uno de esos personajes había leído al menos una
biografía, algún escrito de ellos mismos o en su defecto al menos
una buena cantidad de datos sobre sus vidas en algún libro de
Historia. El hijo del dios de la guerra había acertado, su inquie­
tud crecía a cada momento y debido a ella de inmediato preguntó
por los cónsules.
Rómulo rió al momento de expresar:
—Veo que no es fácil de saciar tu curiosidad muchacho. Ten­
go tres cónsules y por lo que te comenté hace unos momentos ya
habrás adivinado el nombre del primero.
—Alejandro Magno —contestó sin pensarlo demasiado.
Revelación 43

—Así es. Quien de hecho fue el encargado de traerte a mí o


como tú dirías, de secuestrarte.
—¿El hombre rubio que me trajo aquí y me inyectó la sustan­
cia para dormir es Alejandro Magno? Vaya que la vida puede
depararte sorpresas —expresó Max al tiempo que se pasaba una
mano por el cabello.
—Es increíble que después de todo lo que has escuchado, to­
davía algo te pueda desconcertar y más aún sea algo así lo que te
asombre.
—Bueno, no a cualquiera lo secuestra Alejandro Magno.
—Cierto, pero tampoco a cualquiera le dicen que es un
­hombre lobo y menos de la envergadura de la que te he comen­
tado. —Max le dio la razón, pero no permitió que el primer roma­
no se olvidara de su cuestionamiento y preguntó sobre los otros
cónsules.
Rómulo continuó con su estrategia de hacerle creer que pre­
fería hablar de otras cosas, pero al final, supuestamente cedió
ante el ávido muchacho, aseguró tener dos cónsules más, quienes
al igual que con sus senadores, otros habían ocupado esos luga­
res, pero de la misma manera que con los anteriores, sólo diría
­quienes estaban en esos días en dichos puestos. Manifestó que
el segundo de ellos trató de construir su reinado pretendiendo
dominar lo que otrora fuese el Imperio Romano y aunque no lo
logró, se acercó a su objetivo, su nombre, Carlomagno, y del ter­
cero ya se había hecho mención, fue también un gran general,
que azotó prácticamente sin tregua al gran Imperio Chino y al
conformar el suyo, logró el más grande en extensión que la
­Historia haya vivido, Temujin, a quien su pueblo llamó Genghis
Khan.
—¡Es increíble! Cualquiera de ellos, con los poderes que tie­
ne y con un ejército de hombres lobo podría conquistar toda la
Tierra.
—Tienes toda la razón mi amigo, pero los tiempos de con­
quistas, en especial de la forma en que antes lo hacíamos, han que­
dado atrás. También nosotros hemos evolucionado.
—Pues la humanidad no tanto. —Max estaba convencido de
que el desarrollo de los pueblos sólo los había llevado a diseñar
nuevas formas de esclavitud y conquista. Hipócritamente se pro­
hibía y hasta condenaba la esclavitud, pero las condiciones de
44  Rexagenäs

vida de millones y millones de obreros y campesinos alrededor


del mundo eran tan precarias como las de los esclavos de cien­
tos de años atrás. Unas naciones invadían a otras bajo las mismas
razones que siglos antes, sólo disfrazándolas con argumentos que
se ajustaran a justificantes actualizadas. Hoy en día había espec­
táculos tan sanguinarios o más de los que se habían presenciado
dos milenios atrás en el circo romano.
—Tristemente tienes razón.
—¿Por qué lo dices en ese tono, acaso los compadeces; no son
sólo presas, parte de tu cadena alimenticia?
Rómulo contradijo al joven, explicándole que, en primer lu­
gar, la idea de que fueran asesinos voraces que salen por las no­
ches a devorar insaciablemente seres humanos, era uno más de
los mitos del cine y las historias medievales. Los hombres lobo, al
igual que los lobos comunes y los hombres comunes, no se ali­
mentaban de una sola especie. Sí, eran principalmente carní­voros,
pero también comían otro tipo de alimentos, sobre todo producto
de su herencia humana, inclusive le preguntó si no recordaba ha­
berlo visto el día anterior comer mariscos y aceitunas, pero no
permitió que contestara algo tan obvio e intrascendente. Confesó
que podían comerse a un ser humano, como lo haría un lobo,
pero eso no quería decir que sólo se alimentasen de ellos, ni si­
quiera que fuesen la base de su dieta; ejemplificó ésta con reses,
corderos y varios animales más y aceptó que si cazaban a un
hombre se lo comerían, ya que no eran tan desperdiciadores como
los humanos.
—Como todo lo que me has dicho, dentro de todo lo ilógico
que todavía me resulta el tema, suena bastante lógico.
—Porque es lógico y pronto verás que todo lo es, inclusive
que tú eres quien afirmo eres. —De regreso al tema, el romano
manifestó que, ellos, como el resto de los animales y a diferencia
de los humanos, sabían vivir en equilibrio con las demás criatu­
ras con las que cohabitan y no eran tan estúpidos como para ani­
quilar a una especie que además podía servirles de sustento;
aunque aceptó que más de una vez había estado tentado a regre­
sar a su pasado conquistador y exterminar a los seres humanos,
pues seguramente al resto del planeta le iría mejor sin ellos.
—Pero también acabarías con los hombres lobo, por el víncu­
lo que todavía existe —sentenció el muchacho, sin deseo de co­
Revelación 45

rregir a Rómulo, ya que compartía su pensar, al menos en ese


punto.
Rómulo le dio la razón y dijo que en esos momentos era lo
primero que pensaba y que lo había detenido, así como saber que
si lo hiciera sería tan imbécil como los humanos, quienes aun
cuando no dependían de una determinada especie para que con­
tinuasen sus nacimientos, no se daban cuenta de que también te­
nían un vínculo muy estrecho con el resto de su entorno y con
cada criatura que habitaba en él. Concluyó al comentar que ha­
bían decidido que mientras aquéllos no se inmiscuyeran en sus
asuntos, ellos no se entrometerían en los suyos; al menos, como
ya lo había dicho, por el momento, o de que detectasen la intro­
misión de hombres vampiro en los asuntos de los humanos.
—¿Y eso ha sucedido?
—Sí, pero ahora no es momento para hablar de ese tema.
Además, no he acabado de contestar tu pregunta, referente a de
qué debo protegerte y conociendo tu curiosidad dudo mucho que
estés satisfecho.
Max sonrió y observó:
—Usas mi debilidad para distraerme de otras interrogantes;
pero tienes razón, no hemos acabado ese tema y creo que para
ambos es de gran importancia.
—Me da gusto que sepas distinguir cuando alguien se quiere
aprovechar de tus flaquezas, de esa manera puedes convertir tu
debilidad en una fortaleza. Pero vayamos al tema que nos preocu­
pa y para ello, como en ocasiones anteriores, empezaré por reba­
tir lo que te han enseñado el cine y ciertas historias sobre nosotros.
—Rómulo señaló que, como a la mayoría del mundo, le habían
hecho creer que un hombre lobo se transformaba en contra de su
voluntad con cada luna llena, lo que como en otros aspectos rela­
tivos a ellos, de los cuales ya habían hablado, tenía una parte de
verdad y otra de mito. La parte cierta era que así sucedía, pero
sólo con los inexpertos, ya que como también se había hecho
mención, los hombres lobo tenían características de las dos espe­
cies de las cuales eran resultado, por lo que debido a su herencia
humana, eran capaces de dominar sus instintos; así como un
hombre podía dominar su deseo de comer en determinado mo­
mento o su impulso de reproducción, así un hombre lobo podía
aprender a controlar su necesidad de transformarse y no hacerlo
46  Rexagenäs

cuando no lo deseara y convertirse en el momento en el que así


lo requiriera; podía controlar esos arrebatos y no permitir la trans­
formación durante una luna llena e inclusive dejar de hacerlo por
un gran periodo de tiempo y de la misma manera convertirse en
el momento que les placiera, así fuese en plena luz del día y, más
aún, podían lograr transformaciones parciales.
—¿Cómo es eso? —En el remoto caso de que lo dicho por su
anfitrión respecto a su potencial fuese verdad, Max agradecía que
no fuese como en la mayoría de las películas, en las que los trans­
formados eran dejados a su suerte y tenían que descubrir por sí
mismos sus nuevas cualidades.
—Puedes recurrir únicamente a tus garras o tus colmillos,
sin necesidad de realizar una transformación completa de tu
cuerpo. —Hábilmente el joven indago si se lo podría mostrar,
aparen­taba una genuina desconfianza, pero que Rómulo identifi­
có co­mo gran suspicacia por parte de Max. Así le respondió si no
creía que hubiese sido mucho más fácil haberlo convencido de
sus ­orígenes, si desde un principio se hubiese transformado fren­
te a él. Max asintió y el romano prosiguió—. Sin embargo debe­
mos continuar por este camino, ya que para que tu transformación
sea perfecta debes llegar a tu ritual sin haber visto nada para po­
der creer. Tu corazón debe estar completamente convencido, sin
ninguna prueba física de lo que sucederá y así el ritual será
puro.
El joven aceptó la explicación de su interlocutor y así, éste
pudo continuar con el desarrollo del tema. Señaló que debido a
su calidad de lobo alfa, él no tuvo que pasar por dicho periodo de
aprendizaje como el resto de los hombres lobo y aunque Max
también sería un lobo alfa, era evidente que no eran idénticos,
por lo que reiteró desconocer qué facultades serían inherentes a
su transformación y cuáles debería adquirir. De lo que no le cabía
duda alguna, era que sería un hombre lobo extraor­dinario, por lo
que si al momento de su transformación no sa­bía dominar todo
ese poder y permitía que la bestia sometiese a la razón, sería su­
mamente complejo el poder controlarlo y si por alguna razón se
fugara, podría caer en manos poco ami­gables.
Max preguntó si acaso podía un hombre lobo dominarse
cuando estaba convertido. El romano contestó que por supuesto
era posible. No sólo eran hombres lobo porque pudieran transitar
Revelación 47

de la apariencia de un hombre a la de una figura con aspectos


­similares a un lobo. Eran hombres lobo porque tenían caracterís­
ticas de ambas especies y podían preservar ambas en todo momen­
to. Ejemplificó lo dicho al explicarle que, en ese mismo instante,
en que lo veía como a un simple hombre, su fuerza era muy supe­
rior a la de un ser humano, aunque no estuviesen presentes sus
garras y colmillos. De la misma manera, una vez transformado,
su inteligencia y voluntad permanecían, y de esa manera podía
razonar y discernir entre a quién atacar y a quién no.
El sol concluía su recorrido por esa región de la Tierra, bañaba
los viñedos con luces doradas y rojizas, que hacían parecer que
las uvas ardiesen por dentro y que la tierra que formaba los cami­
nos fuera en realidad oro en polvo. Por uno de esos senderos lle­
gó uno de los hombres que había sido encargado de llevar a Max
a aquel lugar, el de ojos azules que lo encañonó. Poseedor de una
altura y músculos considerables, sus muslos eran prácticamente
del grosor de la cadera de un hombre promedio. Cuando estuvo
lo suficientemente cerca saludó a su líder de la misma manera
que Marketa y Naïma se habían despedido de él, es decir, gol­
peando su pecho y levantando la mano, posteriormente anunció:
—Rómulo, hay asuntos que reclaman tu presencia.
—Gracias Paolo y aunque ya se conocieron, las circunstancias
fueron poco agradables, por lo que permítanme hacer las presen­
taciones de forma correcta. Max, él es Paolo, un hombre lobo
magnífico, no sólo por la gran fuerza que posee, sino por la belle­
za de su alma. Paolo ha sido el Prefecto de mi Guardia Pretoriana
ya por varios siglos y a partir de ahora estará a tu lado para pro­
tegerte como lo ha hecho conmigo.
El custodio no podía creer lo que escuchaba y sin poder con­
trolarse cayó de rodillas ante Rómulo y le dijo:
—Romulou, didura’tei bör quet faperu’megi qupa trej quet peonna’tei-megi
uman ean autem ferzö ekha deüves uman ean quet unis fiom cumprosa’señ eani
lakopi commdoma’señ pre suo pad. Sé que hago mal al siquiera formular
este cuestionamiento y aun cuando no pretendo cuestionar tus
deseos, me pregunto si te he fallado en algo mi maestro.
—Levántate por favor, Paolo, no soy un dios para que me ado­
res. Siempre te estaré agradecido por las no pocas veces que has
puesto en peligro tu vida para salvaguardar la mía y sé que tu
lealtad sólo es equiparable con la que Penélope tuvo para con
48  Rexagenäs

Ulises mientras lo aguardaba en Ítaca y es por eso que hoy te doy


esta nueva encomienda: te pido que dividas a la Guardia Preto­
riana, tomes uno de los manipulios que la conforma y constituyas
con él la Guardia Pretoriana de Max. El otro manipulio se man­
tendrá conmigo. He pensado que Doniov sería el adecuado para
estar al frente de esta última, ¿estás de acuerdo conmigo?
Paolo asintió con la cabeza, pero no alcanzaba a comprender
todavía el porqué de la decisión de su líder y percatándose de
ello este último continuó.
—Fuera del Gran Consejo eres el primero en saber que Max,
quien en breve será iniciado, se convertirá en un duploukden-aw
prifûno al igual que yo y que será él quien en un futuro me suceda.
—¿Pero cómo alguien puede sucederte a ti mi señor? Más
aún, ¿qué necesidad puede haber en ello? Perdona mi insolencia
pero lo que dices escapa a mi entendimiento.
—Porque Max ha nacido con ese poder. Ha sido agraciado
por los astros y será ratificado por mí dentro de algunos días en
su cere­monia de iniciación. Por el momento es todo lo que requie­
res saber.
—Siendo así y porque es la voluntad de mi maestro, a quien
le debo todo lo que soy y seré —comunicó el líder de la Guardia
Pretoriana al muchacho—, es un honor para mí poder estar a tu
lado y con gusto daré cada gota de mi sangre para protegerte.
—Espero eso no sea necesario. Además, aunque Rómulo ha
dedicado bastante tiempo en compartirme su pensamiento, ho­
nestamente tengo mis dudas sobre…
—Paolo adelántate —interrumpió el descendiente de Eneas
con voz enérgica—. Tengo que hablar algo con Max, en un mo­
mento te alcanzamos. —En cuanto el prefecto estuvo a buena dis­
tancia de ellos, Rómulo volteó hacia el imprudente muchacho y
con severidad le dijo—: Una cosa es que acepte que no estés con­
vencido de algo que te he expuesto y otra muy distinta, que con­
sienta manifiestes dicha divergencia con otros.
—Te pido me disculpes, Rómulo, creí que Paolo…
—Paolo es de mi entera confianza —interceptó el primer ro­
mano, su rostro estaba acorde con su molestia, la cual segura­
mente no era originada por el desafortunado comentario de Max,
sino por tener que reprenderlo—. Y espero en breve lo sea de la
tuya también; sin embargo, no por eso tiene que enterarse de to­
Revelación 49

dos mis asuntos y más importante, cuando difieras conmigo en


algún tema, debe quedarse entre nosotros dos, a nadie más debes
externárselo. Más aún, cuida bien a quién le compartes tus pensa­
mientos, Paolo tiene toda mi confianza, pero ¿tan pronto se ha
ganado la tuya?
—La verdad, no sé que decir —reconoció Max apesumbrado.
—Entonces no digas nada —sentenció el primer hombre lobo
con firmeza—. La sabiduría deviene de escuchar; de hablar, el arrepen­
timiento.
—Sí, te pido perdón nuevamente.
—No es necesario que te disculpes, mucho menos dos veces.
Max eres un hombre inteligente, pero necesitas aprender muchas
cosas. Vas a rodearte y enfrentarte a seres que tienen siglos, algu­
nos inclusive milenios de vida y de experiencia acumulada. Éste
es el momento para errar, más adelante tu yerros pueden ser fata­
les, tanto para ti como para el resto de nosotros.
El joven simplemente asintió con la cabeza. Ésta era quizás la
primera vez en su vida que recibía un regaño y no se enojaba por
ello; muy probablemente porque, también por primera vez, reco­
nocía que quien se lo daba era en verdad superior a él. El sem­
blante de Rómulo recobró su modo afable e invitó a su posible
sucesor a iniciar el camino de regreso. Max, asegurándose de
cambiar la conversación, indagó:
—¿En qué idioma te habló ­Paolo?
—En vestal. Es nuestro idioma y por cierto, nosotros no lla­
mamos a los de nuestra especie hombres lobo, sino duploukden-aw,
aunque thropken sería una traducción más cercana, pero ese térmi­
no sólo lo empleamos para referirnos a unos disidentes y proscri­
tos que existen. Creo que no necesito traducirte nada, ¿verdad?
—No, aunque definitivamente nunca lo había escuchado. Sin
embargo es extraño porque entiendo cada palabra.
Rómulo no dijo nada, se limitó a dibujar una pequeña sonrisa
en su rostro y continuar el camino hasta llegar a donde los espe­
raba el pretoriano.
Capítulo V

La ira de Aníbal

uw

E
n el mismo momento en que Max recorría en compañía de
Rómulo el viñedo de éste, al otro lado del Mediterráneo,
exactamente en la costa de Túnez, un hombre entraba
apresurado a una gran mansión, la cual a juzgar por su arquitec­
tura bien podría haber sido un fuerte de antaño. Construido so­
bre una colina, tenía una excelente vista tanto de la ciudad como
del puerto, el reflejo del sol en la piedra amarilla de la construc­
ción la hacía ver aún más asombrosa. En las almenas de la misma
había varios hombres montando guardia.
El piso del corredor por el que ingresó el sujeto era de mármol
negro, las paredes de piedra amarilla al igual que el exterior y en
un costado había un altar con inscripciones que un filólogo hu­
biese clasificado como cartaginés antiguo, sin embargo, a pesar
de que la iconografía era la misma, el idioma era totalmente
­distinto. Bajo el altar se hallaban orando dos hombres y dos mu­
jeres.
El individuo que había llegado unos instantes atrás, era un
hombre delgado, aunque algo fornido, de cabello largo, quebra­
do y rubio, de rostro bello, bien podría haber servido de modelo
52  Rexagenäs

para una escultura de Adonis o Narciso y de su cuello colgaba un


ankh de oro, quien se dirigió a los sujetos que estaban ahí sin im­
portarle sus rezos.
—¿Dónde está? Es urgente que hable con él cuanto antes.
—Está en su habitación, pero ordenó no ser molestado —con­
testó un hombre de cabello negro y barba cerrada, molesto por la
interrupción y deteniéndolo bruscamente, interponiéndose en su
camino, mientras ponía su mano en el pecho del otro.
—¿Acaso has olvidado tu posición jerárquica y más impor­
tante, la mía? Créeme que si se entera que no me permitiste pre­
sentarle estas noticias, su ira será tan grande que arrancará tu
cabeza con sus propias manos y yo estaré presente para escupir
sobre lo que deje de tu cuerpo —pronosticó en tono amenazador
el hombre rubio, al tiempo que se quitaba la mano del guardia
con un movimiento brusco.
—Pasa entonces. Quiero ver qué cabeza es la que deja de ocu­
par su lugar habitual.
—Si mi padre decide recompensarme por la información que
debo presentarle —agregó el hombre que seguía agitado por la
premura de las nuevas que debía dar— le pediré tus colmillos
para suplir mi viejo abrecartas.
Ya no dio tiempo a su interlocutor de responder, debido a que
subió corriendo unas escaleras que conservaban el mismo estilo
arquitectónico de la construcción y que eran adornadas por algu­
nos batiks que colgaban de la pared; había perdido tiempo valio­
so en una discusión estéril y debía cumplir con el propósito que
lo había llevado hasta ese lugar. Una vez arriba, se dirigió con la
misma rapidez hacia la habitación que estaba al fondo de ese piso
y golpeó dos veces la puerta con su puño.
—¿Mirew tazuwa’da qanteru ? —gritó una voz ronca desde
adentro del cuarto.
—Soy Felipe, mi señor —respondió el hombre—. Sé que no
deseas ser molestado, pero traigo noticias de suma importancia.
—Por tu bien espero que así sea —subrayó la voz, que ya no
gritaba, pero conservaba su tono duro.
Unos instantes después, abría la puerta un hombre moreno
que aparentaba estar adentrado en los cuarenta y que, igual que
el otro, portaba un ankh de oro; de rostro duro, barba y al igual
que su cabello de color negro, el cual le llegaba abajo de los hom­
La ira de Aníbal 53

bros, vestía una especie de camisón de algodón color blanco, bajo


el cual relucían grandes pectorales y unos brazos capaces de par­
tir a un toro por la mitad.
Detrás de él se apreciaba una gran habitación diseñada en su
totalidad con mármol blanco, a cada lado de la recámara había
arcos con flores estucadas y el techo tenía un trompe l’oeil arabes­
co. Una de las paredes era adornada por el cuadro de Aníbal jura
odio eterno a los romanos de Giambattista Pittoni.
—Felipe, el Hermoso —dijo el hombre que abrió la puerta—.
Espero que en esta ocasión hayas sido más sensato para escoger
el momento de hablarme que cuando decidiste mandar a la ho­
guera al Gran Maestre de los Templarios, en ese entonces eras rey
de Francia y podías cubrir tus errores con mayor facilidad.
—Ha pasado un milenio desde ese evento y me lo sigues res­
tregando en la cara a la primera oportunidad, Aníbal —apuntó
Felipe IV sin ocultar su molestia por lo dicho.
—Sabes que me divierte recordarle a los demás sus estupide­
ces —observó Aníbal en tono por demás sarcástico.
—Y ésta puede traerte peores consecuencias —añadió una
hermosa mujer de cabellos negros que yacía en una cama cubier­
ta por una colcha de seda roja con elefantes y palmeras bordados
en hilo de oro quien, como Aníbal y Felipe, llevaba un ankh de
oro como pendiente.
—Las tendría si reservo para mí lo que me han informado,
Cleopatra.
—¡Pues habla ya! —ordenó Aníbal—. Antes de que saque mis
propias conclusiones y olvide tus años de servicio.
—Han llegado reportes de nuestros informantes.
—¿Y qué es lo que dicen? —indagó el orgullo de Cartago.
—En los últimos días han arribado una gran cantidad de
hombres lobo a Europa, especialmente a Italia.
—¿Del bando de Rómulo, del de Julio César o de los Disi­
dentes?
—Al parecer del de Rómulo, pero todavía no podría asegu­
rarte eso.
Aníbal se pasó la mano derecha por la cabellera, mostraba
cierta preocupación por lo dicho por quien fuese rey de Francia;
mientras tanto, Cleopatra se había levantado de la cama y se ha­
bía colocado una bata de seda dorada para cubrir su cuerpo des­
54  Rexagenäs

nudo, del cual sin embargo se podía vislumbrar la perfección de


sus líneas, unos pechos firmes de los cuales resaltaban sus pezo­
nes todavía erectos, unas piernas exquisitas y un abdomen plano;
sus ojos eran resaltados por el delineador, al igual que sus labios
por un color carmesí, lo cual los hacía delirantemente apetecibles.
Así fue a unirse a los dos hombres.
—¿Esta operación de espionaje la has coordinado con alguien
más o has trabajado completamente por tu cuenta? —interrogó
Aníbal.
—No mi señor. La he llevado a cabo en conjunto con Her­
mann, pero en el momento en el que recibimos esta información,
también nos avisaron que una de nuestras patrullas capturó a un
soldado de los ejércitos de Rómulo, por lo que decidimos que él
fuera a atender ese asunto y yo te trajera esta noticia, ya que creí­
mos pertinente la conocieras a la mayor brevedad.
—Al parecer el pasar de los años ha iluminado tu juicio —re­
conoció el cartaginés.
—Si ese licántropo reúne a sus soldados debe ser por una
buena razón —manifestó Cleopatra—. Dudo mucho que el mal­
dito romano realice una maniobra como la que aparentemente
lleva a cabo, sólo para celebrar una reunión familiar.
—Pero antes de poder actuar, debemos conocer bien cuáles
son sus planes —aseveró Aníbal—, ya que ésta podría ser una
mera estratagema. Durante toda mi existencia ese infeliz ha sido
mi mayor dolor de cabeza; aun cuando en varias ocasiones he
tenido la victoria en mis manos, de alguna forma se las arregla
para componer las cosas y salvar el pellejo o inclusive derrotar­
me. Lo ha hecho siempre y siempre lo he odiado por eso.
Aníbal comenzó a caminar a lo largo del cuarto, discurría
como si se encontrara ante un gran auditorio, recordó que desde
su juventud había jurado sobre la tumba de su padre, el gran
Amílcar, que no descansaría hasta no acabar con los romanos.
Así, había logrado adentrarse en territorio italiano y conquistar
tanta ciudad como había encontrado y acabar con cuanto ejército
había osado enfrentársele, había llegado inclusive a las afueras
de Roma, tras cruzar los Pirineos y los Alpes con un ejército trans­
portado por elefantes, y hubiese destruido por completo la ciu­
dad, si se hubiese enfrentado únicamente a las legiones romanas,
varias de las cuales ya había vencido. Los historiadores no se ex­
La ira de Aníbal 55

plicaban por qué no había dado ahí el golpe final a sus grandes
enemigos, creían que había sido únicamente porque no había re­
cibido refuerzos ni de Cartago, ni de Hispania; inclusive llegaron
a pensar que había comprendido que su empresa, simplemente
había sido imposible de realizarse.
A pesar de que Cleopatra y Felipe IV conocían a la perfección
la historia que narraba Aníbal ni siquiera se les ocurrió el inte­
rrumpirlo. Hubiera sido una gran tontería, pocas cosas desperta­
ban en él tanta pasión y rabia como el relatar su invasión a Roma
y justificarse ante los demás por su ulterior derrota.
Aníbal explicó que la humanidad desconocía que una vez a las
afueras de Roma, mientras había aguardado el momento oportuno
para atacar y buscaba la mayor debilidad de la ciudad amuralla­
da, sus valientes guerreros ya no habían luchado contra legiona­
rios, sino contra hombres lobo. Sin ninguna oportunidad de éxito
y a pesar de la precisión de la caballería nubiense, del arrojo de
los celtas y del valor de los cartagineses; por más flechas que los
alcanzaran o estocadas que los atravesaran, aquellos seres que les
habían parecido emerger del inframundo, habían seguido en pie,
peleaban y le arrebataban la vida a cualquiera que se había atre­
vido a permanecer en ese lugar maldito para los invasores. —Por
lo que nos vimos obligados a huir y así, ya con mi ejército merma­
do, el muy infeliz se divirtió con que Escipión culminara con la
labor que sus infernales sabuesos habían iniciado, ya no tenía que
mandar a sus hordas de licántropos por nosotros, sabía bien
que los hombres de Escipión podrían con el trabajo; pero ahí co­
metió el mayor error de su vida, ya que si yo hubiese sucumbido
ante las garras de uno de sus lobos, hubiese muerto por siempre
y posiblemente nunca hubiese existido nuestra especie.
Felipe y Cleopatra sabían que en eso se equivocaba, ya que
para ese entonces Ying Jien, mejor conocido como Chin Shi Huang
Di, ya había nacido e inclusive muerto y a pesar de que cada uno
se proclamaba como el primer hombre vampiro, era algo que
nunca determinarían; lo que era cierto era que ambos lo habían
logrado en el mismo año, quizás al mismo tiempo y más impor­
tante, sin la necesidad del otro, al igual que los líderes de las otras
tres razas.
—Pero su ego y su deseo de humillarme y que el gran Aníbal
cayera ante el que en ese momento era un simple mortal lo con­
56  Rexagenäs

dujeron a crear a su némesis —continuó el más célebre de los


Bárquidas, quien rememoró cómo Escipión lo había derrotado en
Zama y algunos años después, al igual que su ahora mujer, pre­
firió la muerte antes que caer en las manos del tirano e ingirió
veneno para acabar con su vida. Con lo que logró lo que conside­
raba su mayor victoria, ya que antes de haberse suicidado, había
jurado a sus ancestros y a los Baals: a Tanit, a Eschmún y al mismo
Moloch, el devorador de niños, que si se le permitía una oportu­
nidad más, dedicaría cada segundo de su existencia para acabar
con los romanos y con los seres, considerados malditos por él,
que los protegían—. Así, regresé de la muerte con un poder nun­
ca antes visto, con la fuerza suficiente para enfrentarme a los can­
cerberos de Roma y hacerlos pagar por sus invasiones, por cada
hombre al que despojaron de sus tierras, por cada mujer que vio­
laron, por cada niño que convirtieron en esclavo, por cada rey o
general al que humillaron, como a mi padre y por la muerte de
mis hermanos. Así, después de mí nacieron otros con característi­
cas similares a las mías, dentro de los cuales estuvieron ustedes.
Así nació la Yinshuss Oleitum .
—Ese desgraciado tiene que pagar por todo lo que ha hecho
—profirió Cleopatra, quien tomó la palabra e hizo ver que los ro­
manos no sólo habían acabado con el imperio de su cónyuge, sino
también con el suyo; el que sus ancestros habían erigido milenios
antes de que el mismo Rómulo naciera. Reconoció que gracias a
que Aníbal había estado con ella, inclusive desde antes de con­
vertirla, y a sus consejos, habían iniciado su estrategia para de­
rrotar a su rival desde sus adentros, a través de sus conquistas
con Julio César y Marco Antonio. Pero reprochándose por la lle­
gada de Octavio, quien derrumbó sus planes—. Cómo hubiese
disfrutado ser yo quien pusiera fin a los días de ese infeliz con
mis propios colmillos, pero elegimos mal, optamos por Julio Cé­
sar y luego por Marco Antonio y nunca le dimos la importancia
debida a Octavio y fue él quien acabó con la gloria de Egipto,
quien inclusive pretendió llevarme como un trofeo más en su re­
greso a Roma.
—Precisamente por eso no podemos permitirnos errar —su­
brayó Aníbal—. Debemos conocer perfectamente su plan antes
de actuar. Estar seguros de que esta vez no tendrá un as bajo la
manga, con el cual pueda volcar la situación a su favor, cuando
La ira de Aníbal 57

creamos que lo tenemos dominado. En ese caso preferiría no ac­


tuar antes que darle la satisfacción de vencerme.
—Pero no podemos permanecer estáticos, Aníbal —opinó Fe­
lipe—. Este despliegue de fuerzas no puede ser algo intrascen­
dente, ni casual. Cuando ese viejo lobo reúne a su manada es con
un propósito y más aún en las proporciones que al parecer lo está
haciendo.
—Y nadie dice que vayamos a quedarnos quietos. Simple­
mente que debemos analizar la situación a la perfección antes de
mostrarnos a nuestro enemigo —sentenció Aníbal.
En ese momento, un hombre de gran estatura ingresó a la ha­
bitación, sus manos eran lo suficiente grandes para tomar entre
ellas un cráneo y hacerlo pedazos, lo cual a juzgar por su corpu­
lencia no le costaría trabajo alguno, caucásico, con una barba que
empezaba a asomarse a pesar de ser notorio que se había rasura­
do ese mismo día y ataviado con una camisa de seda negra y
pantalones de mezclilla.
—Hermann, te estábamos esperando —expresó Aníbal.
—Perdón si los he hecho aguardar demasiado —declaró aquel
a quien los romanos llamaron Arminio—. Pero créanme que la
razón que me ha detenido bien valió la pena.
—Felipe nos ha comentado que capturaron a un soldado que
posiblemente sirve a Rómulo ¿es correcto?
—Así es, Aníbal. Es sólo un humano, pero tan pronto me lo
entregaron, lo he traído conmigo para hacerlo confesar en tu pre­
sencia y no hacerte esperar más.
—Perfecto, ¿dónde está ese gusano?
—He ordenado que lo encerraran en las mazmorras.
Sin decir más, los cuatro sujetos salieron de la habitación, ba­
jaron las escaleras principales de la mansión y llegaron al corre­
dor por el que había entrado Felipe, donde permanecían tres de
los guardas que estaban a su llegada, incluso aquel con el que ha­
bía tenido el altercado. Al pasar junto a él, el responsable de lle­
var el papado a Avignon no pudo contener una sarcástica sonrisa
de satisfacción, con la que dejó entrever sus colmillos. El custodio
sabía que su destino estaba sellado.
Los cuatro individuos cruzaron el corredor que los condujo a
un patio interior, el cual se situaba al centro de la mansión. Al
llegar al final de éste, entraron en una pequeña y obscura habita­
58  Rexagenäs

ción, con nada más en su interior que unas escaleras que condu­
cían hacia abajo, al final de las mismas había una puerta de
madera que culminaba en forma de ojiva y dejaba pasar un pe­
netrante olor a humedad y a podredumbre.
Aníbal, que iba adelante del grupo, dio dos golpes secos a
la puerta e inmediatamente se abrió; era una de las mujeres de la
entrada de la mansión, la cual inclinó la cabeza a manera de reve­
rencia al ver ingresar al iniciador de la Segunda Guerra Púnica y
cualquiera lo hubiese hecho, su sola presencia hacía que cada
hueso se inmovilizara y que la sangre dejara de correr.
Las mazmorras estaban casi en penumbras, iluminadas sólo
por un par de antorchas empotradas a la pared, carecían de ven­
tilación alguna lo que hacía que el ambiente fuese casi sofocante,
en el piso el moho se confundía con manchas de sangre, sobre el
cual corrían algunas ratas de un agujero a otro.
—¿En qué calabozo está? —inquirió Aníbal, dirigiéndose a la
guarda.
—En el tercero del lado derecho, mi señor —contestó la mujer
vampiro sin levantar la mirada mientras indicaba la dirección
con su mano izquierda.
Los cuatro sujetos se dirigieron enseguida a la celda señalada,
donde se encontraba un hombre encadenado por las manos a uno
de los muros, joven, de cabello largo y negro. Estaba descalzo y
con el torso desnudo, mostraba algunas heridas en él, al parecer
provocadas por las garras de alguna bestia. Al verlo, Aníbal vol­
teó a ver a Hermann y comentó:
—Dijiste que no lo habían torturado todavía.
—Así es Aníbal. No quisimos perder más tiempo.
—¿Y esas heridas? No me digas que así lo encontraron.
—Ah, eso, algunas las sufrió durante su captura y otras fue­
ron un poco de diversión mientras lo trasladábamos; pero no lo
hemos interrogado —declaró el germano con gran cinismo.
—¡Quítale las esposas! —ordenó el patriarca a Hermann.
En ese instante ingresó la mujer de la puerta y preguntó:
—¿De­sea mi señor que prepare el potro o que ponga a hervir
aceite quizás?
—Eso no será necesario, cuento con mejores instrumentos y
ahora retírate y que nadie más entre —ordenó Aníbal— a menos
que aparecieran por aquí Mitrídates o Yugurta.
La ira de Aníbal 59

—Lo que usted ordene mi señor. —Respondió la vampiresa;


acto seguido salió y cerró las puertas de las mazmorras.
Al escuchar el cerrar de la puerta, Aníbal se dirigió al sujeto
preso y le cuestionó:
—¿Sabes quién soy?
—No, señor —contestó el hombre con la voz entrecortada—.
Honestamente lo desconozco y quizás sería mejor para mí per­
manecer en este estado.
Aníbal río burlonamente y le dijo:
—Eso no te ayudaría en nada, tonto iluso; pero dependiendo
de la información que me des puedo ser tu guía al cielo o al infier­
no, a mí francamente me da igual, sólo pido que no me hagas
perder el tiempo.
—Por supuesto señor, le diré lo que usted desee —articuló el
individuo, sin preocuparse por ocultar el terror que lo cubría.
—Muy bien. ¿Cuál es tu nombre?
—Gil, señor.
—¿Y para quién trabajas?
—Para un jefe de la mafia siciliana.
Aníbal, que se encontraba en cuclillas para estar práctica­
mente a la altura a la que se encontraba Gil, aunque un poco
más elevado, volteó a mirar su mano derecha y la uña de su de­do
índice comenzó a crecer, formando una especie de daga de unos
siete centímetros, la cual enterró por debajo de la uña del dedo
gordo del pie derecho de Gil, lo que le produjo un profundo do­
lor que se reflejó con un ahogado grito de éste. Segundos más
tarde, con un movimiento brusco, el padre de la Raza de la
­Eternidad desprendió por completo la uña, así reavivó el sufri­
miento del cautivo y en ese momento, con gran tranquilidad le
recordó:
—Lo único que te pedí fue que no me hicieras perder el tiempo.
Con lágrimas en los ojos Gil volteó a su alrededor, detuvo su
mirada en cada uno de sus demás captores, como suplicándoles
ayuda. Ninguno dio muestra de la más mínima misericordia.
Aníbal lo notó y comentó con una gran dosis de sarcasmo:
—¿Crees que alguien aquí podría ayudarte? Ruega a tus dio­
ses que no acabes con mi paciencia y le encargue el interrogatorio
a alguno de ellos, ya que sus métodos son, digamos, menos pia­
dosos que los míos. Y ahora ¡contesta a mi pregunta!
60  Rexagenäs

—Muy bien, soy un soldado de la Segunda Centuria, del Ter­


cer Manipulio, de la Primera Cohorte, de la Legión de Reserva,
comandada por la procónsul Artemisia —confesó Gil con la voz
entrecortada por el dolor, pero sin omitir dato alguno.
—Pues me habías dicho parte de verdad, ya que esa desgra­
ciada en verdad es una mafiosa, pero no es de Sicilia, sino de
Halicarnaso, además es mujer, a pesar de que Jerjes haya insinua­
do lo contrario. Así es que fue justo lo que te hice.
—Miente nuevamente Aníbal —apuntó Hermann—. Fue cap­
turado en compañía de Yoritomo.
Aníbal volteó hacia Felipe y le ordenó que trajera unos hie­
rros incandescentes.
Gil con gran angustia confirmó:
—Pero señor, le he dicho la verdad. Sirvo en las reservas, sólo
ahí tenemos cabida los humanos, ¿qué ganaría yo con decirle que
mi jefe es uno u otro?
—Desinformarme —expresó el cartaginés—. Pero es cierto lo
que dices, sólo tienen humanos en las reservas que comanda Ar­
temisia.
Felipe se había detenido al escuchar la aclaración de Gil, al
notarlo Aníbal le replicó que atendiera su mandato, el francés
asintió y se apresuró en ir por el encargo de su líder.
—Pero señor, le juro que no miento —recalcó Gil con pavor.
—La primera vez que me engañes, será culpa tuya. La segunda
será culpa mía; aunque como ya lo he dicho, creo que en esta
­ocasión hablas con la verdad. Pero no debes preocuparte por
esos hierros, no son para torturarte, sino para cauterizar tus he­
ridas.
—Le juro que no le volveré a mentir, señor.
—Eso lo decidiré yo. Ahora dime, si no trabajas para Yorito­
mo ¿qué hacías con él?
—Recibía un informe de su parte.
—Te dije que no me hicieras perder el tiempo —apuntó Aní­
bal y en ese momento las uñas de su mano derecha crecieron, to­
das salvo la del pulgar, Gil pudo notarlo con gran terror.
—Pero mi señor, le juro que es cierto —declaró despavorido
el preso.
—Así lo creo, pero no me has dicho qué te informaron, ni qué
tenías que hacer posteriormente con ese informe y el tener que pre­
La ira de Aníbal 61

guntarte todo poco a poco nos conduce a que me hagas perder el


tiempo y ya te he dicho que eso no me gusta.
—Está bien, le diré todo, ya no contestaré por partes.
—Así lo espero —expresó Aníbal al momento en el que clava­
ba sus garras en las uñas restantes del pie de Gil y al igual que
con la primera, poco después de haberlas penetrado, las arrancó
de tajo.
El dolor era ya insoportable para el cautivo y mientras sus
dedos sangraban se preguntaba cómo era posible que hubiese
acabado ahí, él que trabajaba para una mujer ante la cual reyes y
presidentes se inclinaban por igual.
—Muy bien Gil, espero que podamos proseguir con nuestra
plática y que no me hagas distraerme más, mira que mi imagina­
ción es grande y hay muchísimas partes de tu cuerpo que puedo
cercenar.
—No, señor, en verdad quiero cooperar con usted —dijo Gil
entre lágrimas— y ser de toda la utilidad posible.
—Así lo espero y ahora dime: ¿qué te informó Yoritomo y en
general cuál era tu misión?
—Que su manipulio completo estaba ya en Florencia y que el
resto de la legión del cónsul Carlomagno llegaría a esa ciudad en
el transcurso del día de hoy, señor. Mi misión era llevar esa infor­
mación al pretor Escipión.
—Al maldito de Escipión. No importa qué empresa realice,
siempre tiene que aparecer él. ¿Y en dónde tenías que reunirte
con él?
—En Roma, señor. Es ahí donde se encuentra el pretor Es­
cipión.
—¿Y cuál es el propósito de este despliegue del ejército de
Rómulo?
—¿De quién? —preguntó Gil confundido.
—¡No juegues conmigo insecto! —gritó Aníbal al mismo
tiempo que con uno de sus puños golpeaba la rodilla izquierda
de su víctima, fracturándosela—. De Rómulo, su líder máximo.
Entre quejidos y lloriqueos Gil dijo:
—Rómulo no existe. Es sólo una leyenda que usan para aren­
garnos. Dicen que fue el padre de todos los hombres lobo, pero
hace muchos siglos que pereció. En lo personal yo ni siquiera creo
que haya existido.
62  Rexagenäs

—Este imbécil que capturaron no nos servirá de nada, ni si­


quiera sabe que su jefe está con vida. Escúchame bien gusano,
para mi falta de fortuna Rómulo es tan real como mis colmillos y
si hubiese muerto ya, lo sabría. Su maldito poder se siente en el
aire mismo.
—Quizás no sepa mucho, pero al menos puede decirnos so­
bre las posiciones de algunos destacamentos de su ejército, inclu­
yendo algunos líderes, como Escipión —manifestó Felipe, quien
tenía rato de haber regresado con los hierros.
—Posiblemente tengas razón. —Señaló Aníbal— ¿Entonces
dime, cuáles son las intenciones de tus superiores al hacer estos
movimientos?
—Le juro que lo desconozco. La procónsul Artemisia me dio
la orden de reunirme con el pretor Yoritomo, recibir su informe y
entregárselo al pretor Escipión. Inclusive poco antes de ser captu­
rado le pregunté al pretor Yoritomo por qué nos movilizábamos
y él me dijo que esa información no era para mí.
—Eres más inservible que las ratas que habitan en estas maz­
morras, por lo menos ellas limpiarán lo que quede de tu cuerpo
—declaró Aníbal mientras golpeaba la otra rodilla de Gil, rom­
piéndosela también.
Una vez tan recuperado del dolor como podía estarlo, Gil se
dirigió a su verdugo:
—Desconozco la respuesta a su anterior pregunta, pero le
puedo decir que uno de los guardas del pretor Yoritomo me co­
mentó que así como la legión del cónsul Carlomagno se reúne en
Florencia, la del cónsul Temujin hace lo propio en Ancona.
—Vaya, pues tenías razón Felipe, quizás este insecto puede
darnos algo de información.
—Lo ve señor, no soy tan inútil. Sólo le ruego que ya no me
torture más.
Con sus garras, Aníbal cercenó una oreja de Gil y le dijo:
—¿Quién te crees para decirme qué puedo y qué no puedo
hacer? —Después se incorporó y se dirigió a los demás—: ¿Y si
Yoritomo estaba junto con este humano, qué ha pasado con él?
Imagino que no lo capturaron.
—No, Aníbal —respondió Hermann—. Me informaron que
nuestra patrulla era superada en número; sin embargo, valiente­
mente se lanzaron al ataque. Mataron a todos los zenolk que
La ira de Aníbal 63

acompañaban a Yoritomo, salvo a tres, incluyéndolo. Capturaron


al humano mientras Yoritomo y sus cerberos huían.
—¿Cuántos de tu patrulla sobrevivieron? —indagó Cleo­
patra.
—Cinco.
—Pues entonces han sido unos estúpidos —señaló la otrora
reina egipcia—. Al final ellos eran más y dejaron escapar una ex­
celente oportunidad para capturar o al menos matar a Yoritomo.
Deberías de castigarlos severamente por ello.
—Tienes toda la razón, Cleopatra, así lo haré.
—Lo que no entiendo es qué caso tiene mandar un mensaje
de esa forma —cuestionó Felipe—. Sería mucho más rápido y
sencillo hacer una simple llamada por teléfono o mandarle un
correo electrónico.
—Porque el viejo lobo no confía en esos medios —aclaró Cleo­
patra—. Sabe que sus mensajes pueden ser interceptados.
—Bueno, pues sus métodos ortodoxos no son tan efectivos
como él cree —subrayó Felipe—, ya que de cualquier manera su
mensaje fue interceptado.
—Es correcto, pero también es cierto que ahora él lo sabe
—aseveró Cleopatra— mientras que una llamada telefónica o un
correo electrónico pueden ser interceptados y uno nunca enterar­
se de ello. Ese viejo le tiene demasiado respeto a los hackers y sabe
que por más dispositivos de seguridad con los que cuente, siem­
pre existe la posibilidad de que los violen.
—No importa si Rómulo se entera o no de que interceptamos
su mensaje, aunque por supuesto que lo hará —aseguró Aníbal—.
Lo que es realmente trascendente es conocer su cometido. Prime­
ro que nada, necesitamos saber si ésta es una maniobra ofensiva
o defensiva. Si es ofensiva, su objetivo podemos ser nosotros,
pero también podrían ser Julio César o cualquiera de las otras
razas y si fuera el último de los casos la razón, sería conveniente
identificar el origen de la afrenta, para discernir si interferimos o
no, ya que en lo personal, disfrutaría mucho que se exterminaran
ese hijo de perra y mi colega chino.
Gil sabía que el que discutieran temas tan trascendentes en
frente de él no era un buen indicio de que fuera a salir con vida
de esa situación, de hecho nunca tuvo muchas esperanzas, pero
eso eliminaba las pocas que pudieron haber existido.
64  Rexagenäs

Ahora bien —continuó el cartaginés—, la estrategia de Rómu­


lo puede ser defensiva y debido a que no sabemos de un desplie­
gue de fuerzas similar a éste en alguno de los otros ejércitos, me
inclinaría a pensar que protege algo ¿pero qué podría ser tan im­
portante?
—Perdón —interrumpió Gil con cierta vacilación—, pero es­
taría dispuesto a servirle mi señor, a cambio de mi vida.
Con el dorso de su mano derecha, Aníbal le profirió una bofe­
tada tal a Gil, que lo hizo caer de bruces, tumbándole varios dien­
tes en el proceso. Casi insconciente escuchó a su torturador
decirle:
—Insolente. ¿Quién eres tú para hacerme una propuesta?
Sólo eres un insecto. Sería demasiado llamarte un peón en la mi­
lenaria partida de ajedrez en la que nos enfrentamos tu líder y yo.
Si yo quisiera que trabajaras para mí así sería; no necesitaría que
me lo ofrecieras y mucho menos darte algo a cambio. Pero no lo
necesito, eres inservible ya; Rómulo lo descubriría desde el pri­
mer momento.
Aníbal tomó los hierros incandescentes con sus propias ma­
nos y los arrojó al cuerpo de Gil; obviamente los alaridos de do­
lor no se hicieron esperar. Después volteó hacia sus súbditos y les
indicó:
—Convoquen al resto de mis generales y ministros, debemos
descifrar las intenciones del gran perro.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Felipe quien señalaba al
moribundo.
—Ya saben las reglas: la presa es del cazador, así es que buen
provecho.
Aníbal salió de la mazmorra seguido por Cleopatra. No ha­
bían dado ni tres pasos afuera de ésta cuando se escuchó un grito
profundo, el cual, en cuestión de instantes se ahogó en el silencio
del calabozo.
Capítulo VI

El Imperio Perfecto

uw

L
a tarde del día siguiente había avanzado bastante y Max
no había tenido oportunidad de encontrarse de nuevo con
Rómulo. Dedicó parte de su tiempo a recorrer la mansión,
de la cual era difícil decidir qué resaltaba más, si sus arcos y co­
lumnas de estilo jónico, los cuales había tanto en la planta baja
como en los balcones de la planta alta, las macetas, flores y jardi­
nes que la rodeaban por todos lados como deseando apresarla,
los ventanales que la proveían constantemente de luz o los teja­
dos color ladrillo quemado en los que culminaba la estructura.
Más temprano en el día había logrado toparse con Marketa,
quien con menor habilidad oratoria que Rómulo, pero con remar­
cado esmero y amabilidad, respondió algunas interrogantes del
muchacho sobre la historia de su especie y en especial sobre sus
orígenes, haciendo hincapié en que ellos, al igual que los vampi­
ros, eran el paso siguiente en la escala evolutiva de la humanidad
y como en muchos casos anteriores, sólo una de las dos especies
habría de subsistir. Las interrogantes no sólo salieron de parte del
recién llegado, ella también mostró curiosidad por su vida pre­
via, en especial por sus relaciones amorosas. Max no le dio im­
66  Rexagenäs

portancia a ello, pero encontró por demás interesante cuando ella


le confesó ser una sacerdotisa del templo de Meg Vhestaz, lo cual él
aprovechó para sostener una charla al principio de tintes teológi­
cos y que terminó más bien sobre cuestiones de Metafísica. Mar­
keta poseía una voz tan dulce como su carácter, lo que la ayudó a
que el joven se abriese con ella, cuidándose sin embargo de no
confiarle su incredulidad sobre ser un duploukden-aw prifûno. Al con­
cluir la plática la vhestaz-un le indicó el lugar y la hora a la que se
serviría la cena.
A la hora señalada Max llegó al comedor. En el centro de éste
había una magnífica mesa de roble, rodeada por doce sillas del
mismo material. En algún momento Max le tenía que preguntar a
su anfitrión por qué predominaban los muebles fabricados de esa
madera, pero ésa era una pregunta tan poco trascendente compa­
rada con todo lo que le había sido revelado que esperaría un me­
jor momento para hacerla y ciertamente no era ese. La habitación
era alumbrada por un espléndido candelabro que colgaba justo
encima de la mesa. Al costado derecho del comedor se encontra­
ba una pintura que estaba tenuemente iluminada, pero se veía
majestuosa, era El concilio de los dioses de Rafael.
Max sólo pudo dedicar unos instantes para observar el come­
dor, ya que en él aguardaban cinco personas además del propio
Rómulo, una de las cuales ya había conocido. Había cuatro hom­
bres más y una mujer. Los tres hombres a quienes no había cono­
cido eran de tez blanca, aparentaban una edad mayor a la de
Rómulo, también usaban el anillo con la efigie del dios Marte,
pero el anillo con el pentáculo era un poco diferente en cuanto a
las piedras que lo componían. Pero nadie llamó tanto la atención
a Max como la mujer, quien era alta, aunque en realidad no lo
necesitaba, podría estar en un salón con un millar de asistentes y
ser sólo ella quien recibiera las miradas de todos, cabellos que
como brasas ardientes cubrían su espalda, ojos negros bordeados
por un anillo azul grisáceo y antes que poder, reflejaban compa­
sión, su rostro era como el de una escultura romana, era obvio
que pertenecía a una mujer madura, sin embargo a la vez mostra­
ba la tersura del de una adolescente y con sólo una sonrisa podía
provocar el delirio total de cualquier hombre, pero más allá de
todos esos atributos, la serenidad que reflejaba su semblante col­
mó de paz el corazón del muchacho.
El Imperio Perfecto 67

El hijo de Marte se acercó a Max, lo tomó por la espalda y lo


condujo enfrente de cada uno para hacer las presentaciones. Pri­
mero con un hombre cuyos cabellos rubios y ondulados caían
sobre sus anchos hombros. De brazos poderosos y un rostro que
no disimulaba la experiencia de las más de mil batallas que segu­
ramente había liderado y que a la vez reflejaba una gran tranqui­
lidad, a quien el joven reconoció desde el momento en que
ingresó a la habitación. Rómulo puntualizó que al igual que con
Paolo, ya se habían conocido, pero lo correcto era que hiciera la
presentación con la formalidad requerida.
—Max, te presento a Alejandro Magno, cónsul de la Primera
Legión de mi ejército y entrañable amigo mío.
Ambos estiraron la mano para saludarse, Alejandro se ade­
lantó a Max disculpándose por la forma en la que habían tenido
que llevarlo, pero como se lo había dicho en ese momento y como
seguramente él ya lo sabría, había sido el método más prudente.
El muchacho le dijo que no tenía que disculparse de nada y le
pidió que evitara las formalidades con él, ya que eran ellos quie­
nes merecían los honores.
Alejandro contestó con una sonrisa, pero no tuvo oportuni­
dad de mencionar algo más, ya que el hombre que estaba a su
derecha se le anticipó al observar que le alegraba escuchar a Max
hablar de esa forma, ya que cuanto más alto estuviesen situados, más
humildes debían ser.
Rómulo aprovechó el comentario para introducir a un hom­
bre de mirada sagaz y rostro duro, enmarcado por una barba me­
ticulosamente recortada, su cabello se había tornado gris y aunque
mucho menos fornido y de menor estatura que Alejandro nadie
podría catalogarlo como meramente delgado.
—Te presento a Marco Tulio Cicerón, un amigo que nunca
dejará de hacerte saber cuando a su juicio hagas algo incorrecto.
—Es un honor para mí poder estrechar la mano de uno de los
pilares de Roma —expresó Max, quien sin olvidar lo dicho por
Rómulo en el viñedo, se guardó para sí su incredulidad respec­to a
ser su sucesor y aunque escéptico de que cada una de esas perso­
nas fuesen quien le indicaban, prefirió simular que lo aceptaba,
tanto por prudencia, como por respeto—. Un hombre que fue in­
corruptible y que dedicó su vida con pasión a su pueblo, al me­
nos respecto a lo que sé de su vida entre los hu­manos.
68  Rexagenäs

—Entre amigos no debe tener lugar la adulación —aseveró


Cicerón con tono seco, pero agregó que se sentiría afortunado si
en breve lo tomaba por uno, ya que no dudaba, si, con excepción de
la sabiduría, los dioses inmortales habían otorgado al hombre algo mejor
que el regalo de la amistad.
El descendiente de Eneas tomó a Max del brazo y le hizo un
gesto para continuar con las presentaciones, ahora tocaba el tur­
no a un individuo de semblante sereno y amable, que al igual que
el antiguo tribuno romano tenía barba, aunque ligeramente más
crecida y completamente blanca al igual que su cabello.
—Te presento a Aristóteles, un amigo que siempre encontrará
la manera adecuada de darte un consejo que te mantenga en el
camino de la rectitud.
A pesar del consejo de Cicerón, debido a que quizás concedía
una remota posibilidad de que realmente fueran dichos persona­
jes históricos o por una impecable representación bajo un papel
de credulidad, prefirió no dejar de expresar su admiración por
ellos, por lo que el joven declaró que poder ser su discípulo esca­
paba a todas sus expectativas.
Aristóteles sentenció que no sólo le honraría que fuese su alum­
no, además le permitiría retribuirle a Rómulo parte de todo lo que
había hecho por él, pero si ese era el deseo del muchacho, debía te­
ner presente que el verdadero discípulo es aquel que supera al maestro.
Rómulo repitió el procedimiento de tomar a Max por el brazo
para continuar. El último de los hombres también usaba barba,
aunque bastante más crecida que la de los otros dos, los vellos de
ésta, al igual que su cabello, eran castaños entremezclados con
hebras de color plateado. Cada arruga de su rostro reflejaba si­
glos de sabiduría.
—Él es Leonardo di ser Piero, un ser inusualmente brillante sin
importar la especie en la que lo quieras catalogar y mejor amigo aún.
Max expresó la alegría por conocerlos pero también lo invero­
símil que le resultaba el hecho de estar con ellos.
Con una sonrisa producto del comentario, Leonardo contestó:
—Más importante que conocernos y admirarnos es que nos
permitas permanecer a tu lado en todo momento, nos abras las
puertas de tu corazón y tu mente.
Max sólo faltaba de ser introducido con la mujer, quien al
igual que con Alejandro, no necesitaba le dijeran quién era y si
El Imperio Perfecto 69

acaso hubiese alguna duda, el anillo con el pentáculo que utiliza­


ba la desvanecía por completo, ya que era el único idéntico al del
creador de los hombres lobo. Rómulo imaginó que el joven ya
habría adivinado quién era la última persona que le faltaba por
presentarle y le externó:
—Si mis amigos con los que acabo de introducirte son caros
a mi corazón, esta bellísima mujer le ha dado tanta o más razón a
mi existencia de lo que mis conquistas lo pudieron hacer. Max, te
presento a mi esposa, Boadicea.
—Sin importar lo que pueda ocurrir siempre estaré a sus pies
señora —anunció Max inclinándose para hacer una reverencia
ante la dama.
—En breve será a ti a quien sirvan —pronosticó Boadicea con
voz angelical— y me llena de esperanza confirmar tal y como lo
ha hecho Cicerón, que en tu corazón hay una gran humildad,
exactamente como me lo habían indicado los astros.
Max le preguntó si ella también podía leer en las estrellas, ya
que creía que esa era una facultad exclusiva de Rómulo. La anti­
gua reina celta afirmó que los astros podían mostrar muchas más
cosas que las concepciones y nacimientos de duploukden-awi y, con
esa excepción, nadie podía interpretar sus enseñanzas como ella.
Consciente de la falta de modestia que podía interpretarse de tal
aseveración, explicó que había adquirido esa cualidad a través de
las enseñanzas de druidas y druidesas, la cual había perfecciona­
do durante dos milenios.
Max volteó a ver a los asistentes a la cena y, sobrecogido por
el poder que emanaba de las miradas de todos y cada uno de ellos,
les expuso que el poder estar ahí, era un privilegio que sobrepa­
saba sus más grandes fantasías. Cuidadoso de sus palabras, pero
manteniéndose bajo el umbral de la sinceridad que siempre lo
había caracterizado, aceptó no tener la menor idea de cuáles po­
drían ser sus logros, pero seguramente con ellos a su lado, las
posibilidades serían infinitas. Les compartió cómo había ido cam­
biando su percepción respecto a Rómulo, a quien consideraba un
ser extraordinario y no necesariamente por sus poderes sobrehu­
manos, sino por toda la sabiduría que poseía, sapiencia de la cual
seguramente ellos habían sido partícipes por siglos. Por todo ello,
les aseguró que su admiración por ellos iba más allá de lo que el
discurso de la historia o las leyendas pudiesen contar y precisa­
70  Rexagenäs

mente, con base en esa gran admiración y astutamente haciendo


uso de una alocución conciliadora, les pidió que no lo tratasen
como el líder en el que decían se convertiría, sino como el ansioso
y a la vez ignorante alumno que en esos momentos era y que les
rogaba iluminaran su camino.
Mientras señalaba esto, Max se postró en una de sus rodillas
e inclinó la cabeza, de la misma manera que lo hacían aquellos
soldados frente a sus reyes en espera de ser nombrados caballe­
ros, pero no fue una espada la que lo tocó, sino la dulce mano de
Boadicea que recorrió con ternura su cabello y que lo hizo levan­
tar la mirada para encontrarse con la mano extendida de Rómulo,
ofrecida a manera de ayuda para que se incorporase.
—Preferiría verte como a un hijo en lugar de como a un alum­
no —declaró el líder de los hombres lobo—, y estoy seguro de
hablar por todos los presentes al aseverar que dedicaremos nues­
tras vidas a tu formación. Porque al igual que un padre ve en su
hijo la esperanza de redimir sus errores, tú eres la esperanza, no
sólo de nosotros y nuestra raza, sino del mundo entero de llevar
a cabo lo que tanto hemos anhelado pero ninguno conquistado.
Aquello por lo que muchos de los nuestros perdieron sus vidas
humanas y otros tantos sus vidas sobrehumanas. Aquello por lo
que hemos trabajado y luchado durante milenios y a pesar de que
nos hemos acercado en conseguir, cuando creemos tenerlo, como
arena se nos ha escapado de las manos.
—¿Qué puede haber en el mundo que no hayan logrado, aca­
so puede existir algo que no hayan conquistado?
—El Imperio Perfecto —respondió Rómulo.
Naïma, Marketa y un joven de raza oriental entraron al come­
dor, llevaban una cubeta de plata en la que se enfriaba una botella
de champaña y unas bandejas con un plato para cada comensal,
el cual contenía el corazón de una alcachofa, una zanahoria tallada,
un pepinillo, dos anchoas que adornaban el plato y una hoja de
lechuga como base. Al verlos aparecer por la puerta Boadicea in­
vitó a todos los asistentes a que tomaran un lugar en la mesa. Las
dos mujeres y su acompañante dejaron las viandas que llevaban
y después de hacer el saludo acostumbrado dejaron la habitación.
—¿Por qué están sirviéndonos Marketa, Naïma y Kwon, qué
pasó con las personas que regularmente atienden, Rómulo? —in­
quirió Cicerón.
El Imperio Perfecto 71

Rómulo explicó que como era bien sabido por todos, las per­
sonas que usualmente les servían eran humanos, pero debido a la
trascendencia de los eventos que estaban por vivir, había consi­
derado más sensato que durante esos días sólo habitasen la villa
duploukden-awi. Relató que cuando trató el tema con Alejandro,
Paolo estaba presente, quien se ofreció a que tanto él como Naïma
podrían brindar su ayuda. Rómulo no había aceptado la propues­
ta de Paolo, ya que para él tenía pensadas otras encomiendas, no
así con Naïma, quien si bien ejercía una función relevante como
comisaria en los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, en esos
días había ido a pasar un tiempo al lado de su esposo. Posterior­
mente Marketa también se comprometió a auxiliarlos y a pesar
de ser algo completamente extraño ver a una vhestaz-un servir la
comida, en nada interfería con sus labores. En cuanto a Kwon, al
ser uno de los guardas personales de Marketa, perfectamente po­
día cumplir su labor mientras ayudaba a la mujer a quien debía
proteger.
—Perdonen que los interrumpa —manifestó Max, quien al
ver una oportunidad de hablar, dejó el bocado que estaba a punto
de llevarse a la boca—. Rómulo ha sido insistente en que controle
mi curiosidad y créanme, mi pregunta va más allá de ésta, ya que
creo he perdido algo de información que me impide ver con cla­
ridad el panorama completo de lo que tratan. Básicamente tengo
dos preguntas que aun cuando imagino son algo complejas, re­
quiero de esas respuestas para poder seguirles el paso en la con­
versación.
—Si tus preguntas van más allá de simplemente saciar una
curiosidad superficial, creo es bastante válido las formules —se­
ñaló Leonardo.
—La primera parecería no busca más allá que satisfacer mi
curiosidad, pero en verdad creo que es trascendente que conozca
la respuesta para poder entender cabalmente todo lo que hablan
y es simplemente que me expliquen cuál es ese Imperio Perfecto
del que hizo mención Rómulo.
El primer romano detalló que de alguna forma u otra, todos
ellos estuvieron involucrados durante sus vidas como humanos en
la creación, expansión o consolidación de un imperio. Boadicea
había buscado la subsistencia del suyo, pero sucumbió ante el
forjado por él. Alejandro buscó perpetuar el suyo a través de las
72  Rexagenäs

conquistas, pero tras su aparente muerte, al poco tiempo sus su­


cesores demostraron ser incapaces de proseguir lo que él había
iniciado. Ellos dos, junto con Rómulo fueron actores directos en
sus imperios. Omitió hablar de su propia participación, ya que se
había hablado suficiente de ella en pláticas anteriores.
—Estoy de acuerdo y también puedo vislumbrar la participa­
ción de Aristóteles, como mentor y consejero de Alejandro, la de
Cicerón no sólo por los cargos que ocupó, sino como el gran tribu­
no que defendió su cosmovisión de la República en más de una
ocasión y la participación de Leonardo como consejero e inventor
de diferentes armas de asedio, usadas para defender, consolidar
o expandir los estados de aquellos para quienes colaboraba. En
todos estos casos hay una clara participación en los asuntos del
imperio, como la hay en los que relataste —manifestó Max.
—Lo has expresado perfectamente —concedió Boadicea—.
Todos hemos probado las mieles de la creación o consolidación
de un imperio, al igual que la hiel del derrocamiento de nuestros
reinos y con ello de nuestros sueños y esfuerzos.
—Me disculpo de antemano por atreverme siquiera a decir
esto —anunció Max con suma cortesía—. ¿Pero creí que no le
guardaba ningún tipo de resentimiento a Rómulo?
—No lo hago y te pido me hables de tú.
—Te lo agradezco mucho Boadicea, pero me cuesta creer que no
tengas recelos hacia él después de lo que acabas de men­cionar.
—El hecho de que no le guarde resentimiento alguno, no sig­
nifica que no haya sucedido lo que aconteció históricamente y
que esos hechos me hayan herido en su momento; pero por el
inmenso amor que le tengo a Rómulo, decidí no juzgarlo, porque
podemos juzgar a otros o podemos amarlos, pero no podemos hacer am­
bas cosas ¿no lo crees Max?
Max quedó perplejo ante tal declaración. Coincidió completa­
mente con la concepción de amor y perdón manifestada por
Boadicea, pero argumentó que le parecía bastante complicado al­
canzar ese nivel de armonía de conciencia.
—Y lo es. Porque sólo una persona que ha desarrollado su
conciencia hasta los máximos niveles es capaz de perdonar y
amar verdaderamente —interfirió Cicerón, quien con el propósi­
to de hacer una pausa, dio un trago que puso fin a su bebida, pero
sin apartar su vista del muchacho—. Porque a pesar de que se
El Imperio Perfecto 73

crea que cualquiera puede hacerlo, no todos están llamados a al­


canzar la gloria y menos aún a través de todos los medios, así
como por mucho que se esfuercen, pocos podrán igualar el don
de Leonardo para pintar, pocos serán también los que puedan
albergar un amor como el de Boadicea.
—Porque el verdadero amor sólo se da entre personas virtuosas,
pero el hecho de que no lo hayas alcanzado no quiere decir que te
esté negado —añadió Aristóteles con excelente tino.
Nuevamente la conversación fue interrumpida por la entrada
de Marketa, Kwon y Naïma. La primera llevaba tres botellas de
Libalis y después de dejarlas en la mesa retiró los platos que ha­
bían ocupado para las entradas, para que el asiático colocara otros
limpios en su lugar y la última, que llevaba en las manos un pla­
tón con espagueti al pomodoro, lo pasó a cada uno de los invita­
dos con el propósito de que se sirviesen. Una vez que pasó al lado
del último de los comensales, los tres sujetos se retiraron, lleván­
dose las cubetas con las botellas de champaña.
Rómulo confesó su complacencia por abordar ese tema, debi­
do a la gran importancia del mismo para cubrir a cabalidad la
pregunta formulada por el muchacho, ya que el primer elemen­
to para lograr el Imperio Perfecto era que sus dirigentes lo fue­
sen, porque sólo un hombre virtuoso sería capaz de conducirlo.
Boadicea lo secundó y apuntó que debido a la admiración que
Max había declarado tenerles, basada en los conocimientos histó­
ricos que tenía de sus vidas y que se verían acrecentados al cono­
cerlos en persona, seguramente pensaría que ellos cumplían con
esas características, pero no era así.
—De hecho es justo lo que pienso —concedió Max.
Acompañado de una sonrisa debido al cumplido que aca­
baban de recibir, Alejandro intervino.
—A pesar de que logra­mos hazañas tan gloriosas que al día
de hoy todavía son admiradas y por muchos envidiadas, nues­
tros imperios y sus conquistas estuvieron llenos de defectos. De
inicio nuestras motivaciones, las cuales tenían un fundamento
completamente egocéntrico.
Max se aseguró de dejar en claro que no buscaba insultar a
nadie, sin embargo difería de lo asentado por Alejandro. Expresó
que eso podría ser aplicable a algunos de ellos y no porque él lo
hubiese pensado con antelación, sino por lo que acababa de co­
74  Rexagenäs

mentar el macedonio, pero no creía que fuese el caso de todos e,


incluso, sin conocer a fondo las razones y sentimientos de cada
uno, sugirió que al menos en los casos de Cicerón y Aristóteles no
podría haber sido así. Los aludidos agradecieron con un gesto lo
dicho por Max y fue el segundo quien contestó:
—En verdad apreciamos tu comentario; sin embargo no es del
todo atinado, ya que a pesar de que pudiésemos haber actuado
sin ser movidos por sueños de gloria personales, nuestras moti­
vaciones también tuvieron sus vicios, incluidos algunos de origen.
—Podrías ser más específico —solicitó el muchacho.
—Es cierto que lejos de buscar la gloria personal luchamos
por el bien de nuestros pueblos, guiándonos siempre por nues­
tros ideales. El problema es cuando éstos no son tan perfectos
como uno cree.
—Pero ése no es error suyo.
—Sí, si tú eres uno de los dirigentes, de los artífices del Estado
—declaró Cicerón—. Y más aún cuando estás en busca del Impe­
rio Perfecto. Un pensamiento así sólo puede ser tomado como
una justificante para tus errores futuros. ¿Ésa sería la excusa que
le darías a tu pueblo si lo conduces por un camino equivocado, les
dirías que la culpa no ha sido tuya sino del modelo que a tu vez
seguiste?
—¿Pero qué modelo es perfecto? Todos son creados por los
hombres y como tales, son perfectibles al igual que sus creadores.
—respondió Max con cierta incomodidad ante el inquisitivo abo­
gado.
Con un tono amigable, Rómulo indicó que esa premisa no era
aplicable a ellos, debido a que no sólo eran superiores a los hom­
bres por sus cualidades físicas. Más que nada habían dedicado su
existencia a enriquecer sus conciencias, procurando convertirse
en seres virtuosos. Aristóteles agregó que con el paso de los años,
habían entendido que no era necesariamente la forma de gobierno lo
que constituía la felicidad de una nación, sino las virtudes de sus diri­
gentes, porque el modelo de nación más excelso puede ser torcido
por un gobernante vil, mientras que un gobierno con fallas en su
sistema puede ser enderezado por un dirigente virtuoso que ga­
rantice el bienestar de todos sus conciudadanos.
—Con lo que podemos dar paso a otro de los elementos con
los que debe contar el Imperio Perfecto —señaló Leonardo—. Y es
El Imperio Perfecto 75

que sus individuos sean plenamente felices de vivir en él, que es­
tén orgullosos de pertenecer a éste y de sus líderes, ya que de otra
forma el Estado sufriría revueltas, intentos de derrocamiento y
tarde o temprano se daría una revolución que acabaría con ese
Estado.
Depués de paladear la porción de pasta que tenía en la boca,
Alejandro complementó:
—Con lo que se demostraría que no era perfecto, sólo lo era
para unos cuantos.
—Entonces podríamos decir que con ese elemento sí cumplie­
ron —atajó Max, quien consideraba que la gloria alcanzada por
esos imperios había sido deslumbrante y pensaba que si sus in­
terlocutores lo negaban, podría encontrar un indicio de la false­
dad de que fueran realmente los personajes históricos que
reclamaban ser—. ¿O que los griegos contemporáneos a ti Alejan­
dro, no eran felices de vivir en el esplendor que alcanzó tu impe­
rio o los romanos no estaban orgullosos de serlo?
—Posiblemente algunos griegos y romanos estaban felices y
orgullosos con sus imperios, aunque ni siquiera todos lo estaban
—declaró Boadicea—. Pero además créeme que los bretones, ga­
los, persas, germanos y demás pueblos que fueron sometidos y
que en ese momento pasaron a formar parte de esos imperios, no
lo estaban.
El oriundo del pueblo de Vinci continuó con la plática, acla­
ró que el día en que no fueran necesarias armas disuasivas pa­
ra contener revueltas, que no existieran protestas en contra del
gobierno, que ni siquiera se requirieran leyes, policías, ni ejérci­
tos; en suma, que el pueblo no necesitara un poder coercitivo so­
bre él y que las autoridades sólo se preocuparan por gobernar y
no por permanecer al frente del Estado y así enriquecerse, entonces
se estaría frente algunos de los elementos del Imperio Perfecto.
—Bueno, pero entonces desaparecería la política como tal —co­
mentó Max con seriedad, inclusive indicó que lo dicho no lo ha­
cía a manera de broma.
—La política no es más que el arte de obtener el dinero de los ricos y
el voto de los pobres con el pretexto de proteger a unos de otros —sostu­
vo Rómulo, mientras al igual que en la primera plática que había
sostenido con el muchacho, jugaba con el vino de su copa y diri­
gía hacia éste su mirada.
76  Rexagenäs

—Bueno, pero para lograr eso se necesitaría inclusive que los


ciudadanos fuesen perfectos —comentó Max.
—El Imperio Perfecto no sólo requiere que sus líderes sean per­
fectos, también sus ciudadanos deben serlo o al menos acercarse
a ello —especificó Cicerón—. Sus metas deberán ser la ­excelencia
y el desarrollo espiritual; así como buscar una ma­yor compren­
sión, respeto y armonía con los demás seres del planeta.
—Honestamente suena un poco utópico todo esto y volvien­
do a las revueltas, éstas también pueden ser incitadas por gobier­
nos extranjeros, motivadas quizás por envidia.
—No, Max, debido a que el Imperio Perfecto será global, no
existirán fronteras ni nacionalidades, todos serán ciudadanos del
mundo —expresó Alejandro.
Leonardo afirmó que habían aprendido de todos y cada uno
de los imperios que habían existido en la Tierra. De alguna forma
u otra habían sido partícipes de ellos o, por lo menos, varios de
ellos los habían vivido, habían estudiado sus aciertos y fallos, tan­
to durante la vida de dichos gobiernos como una vez que habían
fenecido. Cicerón apuntó que los gobiernos de los hombres caían
una y otra vez en los mismos vicios y errores que cometieron los
anteriores, concedió que quizás era debido a que estos no podían
darse el tiempo que ellos para estudiar y planificar, aunque más
probablemente fuera, porque eran más motivados por sus ambi­
ciones personales que por lograr un gobierno infalible y perenne.
Al final asentó que sus sistemas de gobierno sí que eran utopías.
—Pero nuevamente, nosotros no debemos y no podemos caer
en esos errores —manifestó Rómulo—. Por ello, en los últimos
siglos nos hemos limitado a únicamente aconsejar a algunos go­
bernantes humanos, pero decidimos no buscar la construcción de
un nuevo imperio formado por nosotros, en tanto no estuviéra­
mos seguros de que lograríamos el Imperio Perfecto y para ello
también debíamos buscar el momento adecuado.
—Por la forma en la que lo dices, imagino que ese momento
ha llegado.
En ese instante entraron Naïma, Marketa y Kwon, quien car­
gaba una bandeja espléndida con un pavo real asado, el cual de­
positó en el centro de la mesa, mientras las dos mujeres recogían
los platos usados para el espagueti y colocaban otros. Una vez
finalizada su labor, salieron del comedor.
El Imperio Perfecto 77

—El momento de formar un nuevo imperio está muy cerca


—aclaró el lobo alfa—. Y dicho esto, creo podemos dar cauce a
nuestra conversación sobre los tiempos trascendentales que vivi­
mos y que no son más que el inicio de esta nueva empresa.
—Esa era precisamente mi otra pregunta —interrumpió Max,
tentado por probar el suculento platillo que tenía enfrente, pero
no dispuesto a que se olvidasen de sus cuestionamientos—. ¿A
qué se referían con los tiempos o eventos trascendentales?
Rómulo aceptó con cierta hilaridad, pero con respeto, haber
olvidado que el muchacho tenía una segunda pregunta, pero era
imposible que Max la dejara pasar de largo. Afortunadamente
era justo de lo que iban a hablar.
—Ésta no es sólo una época importante, éste puede ser el pe­
riodo más trascendente en la historia de la Tierra. Una nueva era
surgirá, guiada por la luz o por la obscuridad; una era de evolu­
ción y armonía para todas las especies, al menos para las sobrevi­
vientes, o una era de tiranía y muerte. No está en nuestro poder
decidir cuál de éstas prevalecerá; sin embargo somos actores
principales de este drama de la historia y si movemos las piezas
de forma precisa, en breve presenciaremos el surgimiento de una
nueva era, la cual será la más gloriosa que este planeta haya
­visto.
—¿El surgimiento de una nueva era? —inquirió Max.
Rómulo reveló que el mundo como se conocía estaba por aca­
bar y una nueva era surgiría; pero para poder tratar ese tema
había algo que los demás debían saber, a pesar de lo que había
dicho el día anterior cuando estaban en el viñedo con Paolo, ya
que todos ahí serían responsables de la educación, entrenamiento
y salvaguarda del joven. Era necesario hacer del conocimiento de
los presentes que Max todavía no estaba convencido ser quien
era, concretamente de ser un duploukden-aw prifûno.
—Es muy natural, ha sido poco el tiempo y mucha la informa­
ción —concedió Boadicea, cubriendo a Max con sus palabras, como
una madre que busca proteger a sus crías de posibles pe­ligros.
—La duda es el principio de la sabiduría. —declaró Aristóteles.
—¿Pero si crees que eres un duploukden-aw? —cuestionó Cice­
rón con una mirada suspicaz.
Max abrió su pensamiento ante los comensales, aceptó que
sin importar la especie a la que pertenecieran los consideraba
78  Rexagenäs

personas por demás fascinantes, pero reconoció que todavía le


era difícil creer que fueran quienes decían ser. Sin embargo, con­
forme pasaba el tiempo se abría a la idea y por descabellado
que pareciera, el hecho de que fuesen hombres lobo, palabra que
­corrigió de inmediato, era la explicación más lógica que podía
encontrar. No obstante, que le dijeran que iba a ser el sucesor de
Rómulo y todo lo que ello implicaba, como ser el líder de to­­
dos ellos, era demasiado. Reforzó lo dicho al detallar que si los
duploukden-awi seguían el mismo patrón que los lobos, y por lo que
le había dicho Rómulo en varios aspectos así era, un lobo alfa
nacía siendo lobo alfa, no es una jerarquía que le dieran los de­
más co­mo sucedía en el caso de los omegas; pero sobre todo,
aquél se sabía lobo alfa y los demás también lo sabían, a dife­
rencia de su caso, en el que aun cuando ellos lo podían saber y
reconocer, él no.
—La solución de una duda, es descubrir la verdad —apuntó Aris­
tóteles.
—¿Pero no es acaso cierto que a los hombres nos está vedada
la verdad, debido a las limitaciones de nuestra propia materiali­
dad? —cuestionó Max.
—Sólo si te concibes como mera materia y por ende entiendes
a tu cuerpo como un todo y no como una herramienta, parte de
tu todo y de todo, que te ha sido proporcionada para auxiliarte en
la búsqueda del conocimiento —contestó el filósofo griego.
—Perfecto ¿entonces cómo sé qué es la verdad? —indagó el
muchacho.
—La verdad es la conexión que cada quien establece con toda
la realidad, formando así la mismidad de su vida —respondió
Aristóteles.
Por un momento Max se quedó sin habla, después agradeció
a Aristóteles, aunque reconoció que le tomaría un tiempo digerir
y comprender a cabalidad una lección como esa.
—Ya llegará el momento en el que comprendas que eres un
duploukden-aw prifûno —expresó Boadicea, de manera tal que refor­
zaba su postura de figura materna—. Y sin que me respondas,
sólo déjame hacerte esta pregunta: ¿cómo ibas a saber que eres un
duploukden-aw prifûno, si ni siquiera sabías que eres un duploukden-aw?
Max agradeció que la reina bretona no le pidiera una respues­
ta, porque obviamente no la tenía. Por su parte, Rómulo aprove­
El Imperio Perfecto 79

chó el momento para indicarle que en tanto buscaba en su interior


la respuesta a la pregunta de Boadicea continuarían con la con­
versación. Indicó que si conseguían su objetivo, el surgimiento de
una nueva era tendría como consecuencia la construcción del Im­
perio Perfecto, pero para lograrlo necesitaban, entre otras cosas,
que un gran número de naciones, las cuales eran gobernadas por
humanos, se les unieran y aceptaran su liderazgo. Además, era
indispensable que terminasen con sus enemigos mortales, ya que
ellos serían una amenaza permanente para el imperio.
—¿Y porqué tenemos que ser nosotros quienes estén al frente
del imperio? —indagó Max intranquilo por lo recién asentado.
—Porque los hombres no están capacitados para ello, y por­
que es muy común entre ellos hacer bueno lo que es malo y malo lo
que es bueno —señaló Cicerón.
—Pero también debe haber hombres justos, aunque ya no es­
toy tan seguro, así como al parecer todos los grandes hombres de
la historia no eran simplemente hombres, quizás tampoco los
haya virtuosos —expresó Max.
—También ha habido seres humanos extraordinarios —corri­
gió Leonardo—. Yo creo que Miguel Ángel fue tan buen artista
como yo o inclusive mejor, dentro del campo de la Filosofía te
puedo mencionar a Hermes Trismegisto y un excelente estratega
militar fue Napoleón, sólo por darte algunos ejemplos.
—¿Pero entonces por qué debemos ser nosotros quienes irre­
mediablemente los conduzcan? —cuestionó Max.
—Porque los hombres han preferido que sea la fortuna y no la sabi­
duría quien gobierne sus vidas —sentenció Cicerón—. Porque aun
cuando el hombre ha evolucionado más que la mayoría de las
especies, una gran parte de ellos ha desaprovechado sus capaci­
dades, las utiliza de manera egocéntrica e inclusive en contra del
resto del planeta.
—Además, al frente del imperio más grande y glorioso que
haya existido en toda la historia del mundo, deberán estar los
seres más grandes que lo habiten —observó Alejandro al tiempo
que rellenaba su copa y la de Max.
—Y sobre todo, porque creemos que la razón cosmogónica de
nuestra existencia es que debido a la naturaleza frágil y fugaz
de los hombres, a éstos les es sumamente complejo alcanzar esta­
dios superiores de conciencia; mientras que gracias a nuestras
80  Rexagenäs

largas vidas nos es más fácil desarrollar nuestras mentes y espíri­


tus, con lo cual nos es más factible alcanzar dichos estadios. El
Imperio Perfecto deberá ser dinámico, adaptable a las libertades
de sus ciudadanos y entre ellos mismos. Será el medio por el cual
seremos capaces de guiar a los demás duploukden-awi a esos niveles
de conciencia y a los hombres también —señaló Rómulo.
A pesar de ser un hombre estudioso a Max le costaba trabajo
comprender a la perfección todas las cosas de las que se hablaban
en esa mesa, pero además había un tema que a él le aquejaba:
Todas las dictaduras se habían levantado como defensoras de los
oprimidos, esgrimieron razonamientos de equidad y justicia so­
cial, siempre habían alegado que a través de sus regímenes, sus ciu­
dadanos primero y luego el resto de la humanidad, alcanzarían la
felicidad, pero una vez tomado el control retiraban la máscara que
los había ayudado a apoderarse de él, dejaban a los hombres en
circunstancias tan precarias como aquellas contra las que habían
luchado y sólo otorgaban los beneficios al nuevo grupo gobernan­
te. Este pensamiento lo llevó a preguntarle a Rómulo:
—¿Y supongo que ese ser grandioso que guiará al Imperio
Perfecto eres tú?
—No Max, serán tú y tu loba alfa —refutó el fundador de
Roma.
La respuesta dejó desarmado al muchacho, cerró los ojos por
unos instantes y suspiró profundamente, trató de exhalar el peso
que ponían sobre sus hombros. Después argumentó:
—Pero no soy el ser más grande del planeta, no soy un hom­
bre virtuoso, ni mucho menos perfecto. Así es que no cuento con
las características que ustedes mismos mencionaron debía tener
el líder de ese imperio. Además, cualquiera de ustedes es mucho
mejor que yo.
—Precisamente para eso estamos todos nosotros aquí, para
formarte y para servirte de apoyo en esta gran encomienda, que
de cualquier manera no habrás de emprender solo —manifestó
Boadicea, buscando que la suavidad del tono empleado ayudara
a Max a tomar las cosas con mayor serenidad.
El muchacho solicitó que a pesar de lo declarado por Boadicea,
sopesaran su postura, bajo la cual no podía decirse convencido de
ser un duploukden-aw prifûno; ergo, no creía, al menos por el momen­
to, ser el sucesor de Rómulo y si eso no lo había podido aceptar, se­
El Imperio Perfecto 81

guramente debido a que no lograba asimilarlo todavía, mucho me­nos


podía pensarse como el futuro líder y guía de ese imperio. Bajo un
ánimo más esperanzador, pero también sincero, aceptó que no era
algo que nunca fuese a creer. Concluyó al pedir que en lo referen­
te a ese punto, por el momento, no se abundara y lo dejaran así.
—Muy bien, me parece justo —concedió Rómulo mientras to­
maba el último pedazo de carne que había en su plato, con lo que
permitió que alguien más continuase con la plática.
Con la intención darle un pequeño giro a la conversación,
Alejandro indagó:
—¿Y qué pasará con César y con todos aquellos que lo siguen?
—César al igual que todos deberá reconocer el liderazgo de
quien determinemos como nuestro guía —señaló Rómulo, obvia­
mente sin aclarar quién sería, no quería perturbar más a Max y
quedaba muy claro a quién se refería—. Sólo puede haber un lí­
der y César no puede serlo. Ya es momento de que César acepte
las cualidades que posee y aquéllas de las que carece. ¡Nounn
genase’señ ann seiz unis duploukden-aw prifûno! —Y al momento en que
decía esto el primer hombre lobo alzó la voz y dio un golpe seco
en la mesa, era obvio que el tema era algo que lo alteraba—. Y ese
es un asunto que debemos resolver a la brevedad.
—Quien de verdad sabe de qué habla, no encuentra razones para
levantar la voz —expresó el pintor florentino con severidad y con
la mirada fija en Rómulo.
—Es cierto, Leonardo, sin embargo, es preferible en un hombre
recto y honesto el odio abierto y declarado, que ocultar sus sentimientos
bajo un semblante tranquilo y traicionero, tal y como lo hizo César
—rebatió Cicerón.
Un profundo silencio se había hecho en el comedor. Esos co­
mentarios y los que los siguieron ayudaron mucho a que Max tu­
viera una reflexión posterior sobre si los personajes con quienes
cenaba eran realmente quienes sostenían ser. Rómulo era un ser
fantástico, pero sólo alguien en verdad virtuoso aceptaría ser con­
travenido de esa forma sin molestarse y sólo esos personajes se
atreverían a hacerlo así. Inclusive Aristóteles añadió:
—Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfa­
darse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento opor­
tuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente no
resulta tan sencillo.
82  Rexagenäs

Rómulo aspiró profundamente y entonces dijo:


—Saben bien que mi enojo se limita a César y que éste no es
mayor a lo que le correspondería por ser el culpable de la Bêlez
aba Caktêhñ abo Fradeunazi. Inclusive hay algunos que están con él,
a los que todavía guardo estima y admiración.
La plática se detuvo unos instantes al momento en que entra­
ron Naïma, Kwon y Marketa, no por desconfianza a ellos, sino
porque deseaban que Max prestase el cien por ciento de su aten­
ción. La primera llevaba dos botellas de Oporto y los otros unas
charolas, que al igual que todo los demás eran de plata, la prime­
ra contenía mazapanes con la figura de distintos edificios de Ro­
ma, como el Coliseo y el Foro Romano y la segunda, varios tipos
de quesos, entre ellos Roquefort y Stilton. Dejaron lo que llevaban
y retiraron los demás platos, así como las botellas de vino blanco,
que para ese momento ya se encontraban prácticamente vacías.
—¿Pero entonces qué haremos con ellos? — indagó Alejan­
dro, deseoso que se definiese una postura sobre el tema.
—Eso dependerá de ellos —aclaró Boadicea, siempre conci­
liadora pero también visionaria y, más que nada, reconocedora
que cada quien debía ser responsable de sus propios actos—. Al
final del día no estará en nuestras manos hacerlos recapacitar,
sino en ellos mismos.
—Como dijo Rómulo, es un tema que debemos resolver a la
brevedad y lo asentado por Boadicea es muy certero —manifestó
Leonardo, dio un trago a su copa y añadió—. Sin embargo, de
quienes más debemos preocuparnos es de los lamwadeni, en espe­
cial de Aníbal y de Ying Jien.
—Pues a mí me preocupa cualquiera de las razas —comentó
Cicerón—. Lo sanguinario que caracteriza a algunos de ellos, los
conduce a una temeridad que no debe ser menospreciada.
—Es cierto que no debemos desestimarlos —apuntó Alejan­
dro mientras tomaba uno de los mazapanes dispuestos en la
mesa—. Sin embargo, coincido con Leonardo en que nuestra ma­
yor atención debe enfocarse en Aníbal y Ying Jien, ya que ningu­
no de los otros clanes se ha atrevido a atacarnos alguna vez sin la
conducción de alguno de esos dos.
—Así es, pero la última de las Bêlezi adkep eani Agäkaden aba
Morêl sucedió hace más de dos siglos y hoy Drácula y Ahui­
zotl, que son los más jóvenes, superan el medio milenio de expe­
El Imperio Perfecto 83

riencia acumulada y aunque sus ejércitos todavía son pequeños,


las circunstancias no son las mismas. —observó el abogado
­romano.
—Tienes razón mi viejo amigo; sin embargo coincido con Ale­
jandro, un ataque masivo, que sería el único que nos preocuparía,
sólo puede ser orquestado por Aníbal o Ying Jien, sólo ellos se­
rían capaces de vislumbrar que la Bêlez pre ean Nevu Aelozh está por
iniciar —explicó Rómulo.
—Pero nuestro plan para confundirlos ya ha iniciado, ¿no es
así? —cuestionó Boadicea, quien con una sonrisa agradecía a su
esposo le proporcionase algunos mazapanes.
—Así es, el señuelo ya fue soltado y mordido por el clan de
Aníbal —contestó el militar macedonio—. Artemisia y Yoritomo
se encargaron de ello. Por cierto, en la empresa perdimos a Er­
dem, uno de los guardas personales de Yoritomo.
—Es una gran pérdida, pero mínima comparada con las que
tendremos en esta guerra —señaló Leonardo—. ¿Pero sí sobrevi­
vieron hombres vampiro, verdad?
—Sí, Yoritomo se encargó de que hubiese sobrevivientes que
tomaran la carnada —respondió Alejandro.
—Es muy probable que requiramos de otro señuelo para ase­
gurarnos que se lo traguen, Aníbal no estará satisfecho con la in­
formación que ha obtenido —manifestó Rómulo mientras
aspiraba el aroma que su copa producía—. Y para ello, tendremos
que hacer un sacrificio mayor.
—¿Y por qué enviárselo nuevamente a Aníbal, no sería más
conveniente ahora dárselo a Ying Jien? —indagó Aristóteles.
—No, debemos buscar que uno de ellos no participe —res­
pondió el hijo de Marte—. De esa manera, quizás otra de las razas
también se mantenga a raya. Para ello nos basaremos en el pro­
fundo odio que nos tiene Aníbal, en especial a mí y en la milena­
ria discrepancia que existe entre ellos dos, recuerden que después
de la Bêlez adkep ean Sêrpant-un Duplou Cafalenn nunca más se han
vuelto a aliar.
—Pero seguramente en algún momento de la Bêlez pre ean Nevu
Aelozh lo harán —pronosticó Cicerón, acariciando su barba con el
dorso de la mano izquierda.
—Así lo creo, pero será nuestra labor que esa alianza se retra­
se lo más posible o inclusive evitar que se dé —declaró Rómulo.
84  Rexagenäs

—Ocurrirá, aun cuando las posibilidades sean mínimas así


será —profetizó Aristóteles—. Que no quepa duda en nuestras
mentes que tendremos que enfrentarnos a todos ellos.
El rostro de Rómulo produjo un gesto, mezcla de mueca y
sonrisa y añadió:
—Desafortunadamente tienes razón mi amigo y en ese senti­
do lo que hoy me preocupa es el plan que hemos iniciado, ya que
es muy probable que conlleve un ataque del clan de Aníbal y se­
guramente de otros más. Pero ya hablaremos de ello mañana, es
tarde y requerimos descanso, en especial Max quien en verdad ha
tenido días muy agitados y llenos de grandes novedades.
Al escuchar su nombre Max sacudió la cabeza, como si tratara
de librarse de la hipnosis en la que lo había atrapado la última
parte de la plática. Intentaba comprender por qué habían recibi­
do ese nombre las guerras mencionadas, cuándo habían sucedido
y quiénes habían participado en ellas, pero como muchas otras
preguntas, debían aguardar para ser contestadas, por lo que sim­
plemente respondió:
—Ni que lo digas, pero algo me dice que los días agitados
apenas comienzan y presiento que por difícil que parezca, tam­
poco han terminado las sorpresas.
Alejandro, que estaba sentado a su diestra, puso su mano so­
bre el antebrazo de Max y le dijo:
—Disfruta estos días porque los vas a extrañar en los años
venideros.
Al ver la reacción que causó en Max el comentario de su cón­
sul, Rómulo sugirió:
—No te preocupes por el futuro, éste irremediablemente lle­
gará y no está en tus manos evitarlo, tu labor consiste en decidir
cómo enfrentarlo.
De dicha manera dieron por terminada la cena y todos se le­
vantaron de sus lugares. Al cruzar la puerta del comedor, Aristó­
teles se acercó a Max, puso su mano en el hombro de éste y le
susurró:
—Estoy seguro de que en el momento indicado harás lo que
deba hacerse.
Capítulo VII

Sokun Romuzo

uw

E
l sol se ocultaba y, en su lugar, comenzaba a salir una luna
que mostraba que en sólo en un par de días más llegaría a
la fase completa de luna llena. Mientras Max, Rómulo y
los demás hombres lobo se reunían en esa gran cena, al mismo
tiempo, pero separados por el Mediterráneo, aquel mar que más
de dos milenios atrás fuese testigo de las Guerras Púnicas, la se­
gunda de las cuales tuvo como actores a más de un hombre lobo
y a uno de los padres de los vampiros.
Aníbal y Cleopatra se deleitaban con la sangre que extraían
de una joven de no más de quince años de edad. El primero la
tomaba por uno de los brazos, mientras que la segunda extraía el
líquido rojo por una pierna, el cual se le escurría por entre las
comisuras de los labios, en tanto que la niña se quedaba incons­
ciente mientras la vida se le iba.
—¿Qué podrá estar demorando tanto a los demás? —inquirió
Aníbal al tiempo que se limpiaba la sangre de la boca con el dorso
de la mano—. Fueron convocados desde ayer y ya presentan un
retraso considerable.
86  Rexagenäs

—¿Por qué no en lugar de desesperarte tomas un poco más


de sangre de esta niña? Era joven, su sangre es muy buena y to­
davía queda suficiente para ambos —lo invitó Cleopatra.
—Sabes bien que sólo a los zenolk les extraigo toda la sangre.
De los humanos únicamente tomo los primeros litros, lo demás
no me gusta. Siento que en ellos se encuentran almacenados sus
temores y le dan un sabor amargo a la sangre. En cambio, en lo
que bebo al inicio puedo percibir perfectamente el latir acelerado
de su corazón y su desesperación al sentir cómo consumo sus
vidas, eso la hace más cálida.
—Pues aunque haya perdido el conocimiento continúa con
vida y todavía percibo tibia esta sangre, siento cómo tomo no sólo
su vida sino también su juventud y eso me ayuda a mantener mi
mítica belleza.
—¿No me digas que ya tienes las mismas creencias que la
mujer de Vlad?
—Por supuesto que no. Yo no me baño en su sangre, yo la
bebo —refutó la antigua reina egipcia con un dejo de disgusto en
su tono—. Además mi belleza es muy superior a la suya.
—En eso estoy de acuerdo contigo querida. Digamos que en
cuestión de mujeres he superado a todos los demás, incluso al
mismo Rómulo.
—Agradezco el cumplido; sin embargo te solicito que no me
compares con la bruja bretona, ni con nadie más.
Aníbal tomó entre sus brazos a su mujer, la besó apasiona­
damente, pero dos golpes en la puerta del salón en el que se en­
contraban los interrumpieron. La habitación era amplia y muy
iluminada, ya que contaba con un gran ventanal que iba de extre­
mo a extremo de la pared y del piso al techo; uno de los muros
estaba cubierto por marcos de metal con relieves de grandes ba­
tallas y en el lado opuesto, una escultura de piedra empotrada en
el muro, el símbolo de Abraxas.
—¡Jaheni ! —gritó el cartaginés.
No acababan de entrar Hermann y Felipe, cuando Aníbal ya
les reclamaba su retraso. Pocos seres en la Tierra se atreverían a
reprocharle algo a un hombre como Hermann, ya que su dura
mirada mostraba no tener compasión ni temor hacia nada. Her­
mann explicó que el problema no eran ellos, ya que estaban en la
fortaleza desde el día anterior, el retraso se debía a los demás
Sokun Romuzo 87

­ inistros y generales. El orquestador de la masacre de Teutobur­


m
go detalló que José y Mitrídates habían aterrizado hacía unos
­mi­nutos en su aeropuerto, por lo que en cualquier momento de­
bían aparecer. En cuanto a Oliver y Yugurta, esclareció que tarda­
rían más, debido a que se encontraban al otro lado del mundo y
se justificaron aduciendo un asunto de extrema importancia que
el mismo Aníbal les había encomendado.
—Bien, pues aguardemos unos minutos más. Me interesa
mucho el punto de vista de ellos dos —asentó el orgullo de
­Cartago.
Todos tomaron asiento alrededor de la mesa. Pero al notar
Aníbal que su esposa dejó el cuerpo inerte de la joven tumbado
en el suelo y que éste manchaba el impecable piso de granito
blanco, hizo una mueca y tocó un timbre que se hallaba debajo de
la mesa. Unos instantes más tarde aparecería uno de los guardas,
precisamente aquel con el que Felipe tuvo el altercado a su llega­
da a la mansión.
—Deshazte de ese cuerpo y limpia el lugar —ordenó A­níbal.
Felipe tomó un pedazo de papel y una pluma que había sobre
la mesa para escribir unas cuantas palabras, acto seguido se lo
pasó a Aníbal, quien después de leerlo simplemente volteó a ver
a Felipe e hizo un gesto como afirmando algo. Unos segundos
después, recostaba su cabeza contra el respaldo de su silla y mien­
tras entrelazaba los dedos de las manos y los acercaba a su boca,
dijo con aire pensativo, ya sin importarle esperar a los dos indi­
viduos restantes:
—Entonces lo que tenemos es que Carlo y su legión están en
Florencia, Temujin en Ancona ¿y dónde está Alejandro?
—De Alejandro no sabemos mucho —reconoció Felipe, una
gota de sudor que resbaló desde su frente, evidenciaba la preocu­
pación que le causaba no tener una respuesta adecuada—. Tanto
Rómulo como el macedonio han estado en constante movimien­
to en los últimos meses, ninguno de ellos permanecía por más de
un par de días en el mismo sitio, hasta que los perdimos.
—¡Maldita sea! —gritó Aníbal levantándose de su asiento—.
Esos dos son la clave. Si desconocemos sus ubicaciones, nada
­sabemos. Es completamente intrascendente todo lo demás. Co­
nocer las posiciones e inclusive las órdenes dadas a Carlo y a Te­
mujin, al igual que saber que se reúne una gran cantidad de
88  Rexagenäs

zenolk en Europa. Si ni el perro mayor y su principal lacayo par­


ticipan en esto, antes de pensar que preparan una gran ofensiva
me inclinaría por creer que organizan un enorme aquelarre.
—Apostaría a que ambos están en Roma —comentó Cleopa­
tra con una tranquilidad tal, que parecía no haberla perturbado
en lo más mínimo la alteración de su cónyuge.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión Cleopatra? —inquirió
Hermann, nunca cuestionándola, ya que le guardaba un profun­
do respeto y admiración, simplemente deseoso de conocer el dis­
cernimiento de la reina egipcia.
—Muy simple general. Según lo que nos informó el humano,
dos de los cónsules de Rómulo se están agrupando en un lugar en
específico con su legión completa. Si así es con dos, no veo por
qué no deba ser así con el tercero. El humano dijo que debía en­
tregar su informe a Escipión en Roma y si el falso africano está en
la ciudad corrupta, ahí debe estar Alejandro, y como bien dijo mi
esposo, el cancerbero mayor no llevaría a cabo una empresa im­
portante sin su cónsul más cercano y experimentado.
—Tengo que aceptar que has llegado a una conclusión bas­
tante interesante —reconoció Hermann, quien se complacía una
vez más ante la sagacidad de la hermosa mujer—. ¿Pero no creen
que hemos revelado información importante enfrente de quien no
debería escucharla?
—No hay de que preocuparse. Todos aquí somos de confian­
za, ¿no es así mi amigo? —preguntó Aníbal al custodio que lim­
piaba el piso—. Por cierto, ¿qué te ha hecho demorarte tanto?
—Perdone mi señor, había varias manchas de sangre regadas
por el piso, pero ya estoy por terminar —se apuró en contestar el
hombre que arreglaba el desorden dejado por sus propios líde­
res—. Y por supuesto que pueden confiar en mí, de hecho, no he
escuchado nada.
Aníbal no repuso nada más, debido a que en ese instante dos
hombres ingresaron a la habitación. El primero era tan alto y cor­
pulento que hacía ver a los demás pequeños, en especial al sujeto
que lo acompañaba. La flacura, ojeras y, en especial, la palidez de
la piel del segundo, lo hacían cumplir a la perfección con el este­
reotipo del vampiro, creado a partir de la caracterización hecha
por Max Schreck en Nosferatu o, en tiempos más recientes, por
Willem Dafoe, a pesar de no ser calvo, ni tener orejas tan puntia­
Sokun Romuzo 89

gudas, ni vestir de negro. Probablemente este hombre, en una de


esas malévolas e ingeniosas bromas de las que tanto gustaba, hu­
biese asesorado de alguna forma a sus creadores, quizás primero
hasta al mismo Stoker, con lo que le hizo creer al mundo que el
primer vampiro había sido Drácula, honor que no hubiese queri­
do adjudicarse para sí mismo, para que su nombre no se viese
inmiscuido; pero que la imagen del vampiro fuese inspirada en
él, era otra cosa. Así se expandiría el mito de estos seres en torno
a sí y no a su creador.
—José, Mitrídates, me alegra que llegasen. —declaró Aníbal.
—Hemos venido tan pronto como nos informaron que nos
requerías aquí —contestó el hombre fornido, que no era otro que
Mitrídates Eupátor.
—Me da gusto que hayan llegado —señaló Aníbal—. El moti­
vo por el que los convoqué…
—Es para analizar la situación sobre la conglomeración de li­
cántropos en Italia —comentó el otro hombre con notoria sobrie­
dad—. Precisamente le externaba mis puntos de vista a Mitrídates
en el avión.
—¿Cómo lo sabes? —indagó el célebre cartaginés.
—Buen jefe de tus Servicios Secretos sería si no lo supiera
—manifestó José con seguridad, pero sin caer en presunción—.
También sé que te trajeron al humano que capturó la patrulla de
Hermann. Supongo que ya lo interrogaron.
—Tienes razón en todo lo que has dicho —concedió Aníbal—.
¿Y a qué conclusión has llegado?
—Las conclusiones las hacen quienes se han cansado de pensar, no
es mi caso —indicó José—. Mejor díganme que información les
dio el humano.
—Vaya, algo que no sabe el gran José Fouché —expresó Feli­
pe con sarcasmo.
—Lo sabría si me hubieses mandado el correo electrónico que
te solicité —reclamó Fouché.
—No quise arriesgarme a que fuese interceptado, de cual­
quier manera ya venías en camino y sólo hubiese servido para que
te vanagloriaras más —espetó el otrora rey de Francia.
—Los mejores hackers del mundo requerirían años para des­ci­
frar uno solo de los dispositivos de seguridad que ha diseñado
mi gente —observó Fouché—, pero no perderé más el tiempo en
90  Rexagenäs

esta discusión, siempre he dicho que no se debe tratar de enseñar a un


puerco a filosofar. Desperdiciarás tu tiempo y sólo enfadarás al puerco.
—¿A quién llamas puerco? ¡Si existes es gracias a la nación
que yo edifiqué! —reclamó Felipe, quien se había levantado de su
lugar, inclinado sobre la mesa y sacado los colmillos, presto para
atacar.
Aun cuando Fouché no había cambiado su postura fría y tran­
quila, Aníbal tronó los dedos, lo que hizo voltear a todos y en­
tonces sentenció:
—Al único al que le deben su existencia es a mí, recuérdenlo
bien y que nadie más reclame honores que no merece. Y ahora
dejen sus riñas estúpidas que tenemos asuntos verdaderamente
importantes que atender.
Terminado de de­cir eso, volteó hacia donde se encontraba el
guarda y le gritó:
—¿Y tú, estás limpiando o lamiendo las sobras de lo que de­
jamos?
—No, señor, ya terminé y ya estaba por retirarme —contestó
el custodio, quien respondía al nombre de Amin.
—En cuanto te deshagas del cuerpo, regresa aquí con un par
de botellas de vino tinto —ordenó Aníbal.
—De inmediato, mi señor —respondió Amin.
Tan pronto salió el custodio, Hermann indagó con su líder.
—Nunca he dudado de tu sabiduría, ¿pero en verdad no crees
que ese sujeto escuchó demasiado?
Aníbal explicó que Amin había osado enfrentarse a Felipe y
por ello sería castigado; por ende, los únicos con los que podría
compartir lo que había escuchado, serían los demonios que cono­
cería esa noche en su bienvenida al infierno.
Cleopatra aprovechó el momento para resumirle a los recién
llegados lo que Gil les había confesado, así como su hipótesis res­
pecto al paradero de Rómulo y Alejandro Magno.
—¿Pero cuál puede ser el motivo de reunir semejante fuerza?
—cuestionó Felipe, paseándose los dedos por sus dorados cabe­
llos, atento a las reacciones de Fouché.
—La única razón posible es iniciar una guerra —sentenció
Hermann con determinación.
—O preparar una defensa contra un ataque como lo había
comentado Aníbal —añadió Cleopatra.
Sokun Romuzo 91

—¿La pregunta es contra quién? —inquirió el patriarca, su


semblante reflejaba que más allá de lanzar el cuestionamiento ha­
cia sus subordinados, se lo hacía a sí mismo—. Dudo mucho que
sea contra Julio César.
Fouché señaló que debían suponer que la información obteni­
da del soldado de Rómulo podía ser precisamente lo que él que­
ría que pensaran, ya que el prisionero había sido un simple
humano y probablemente lo habían soltado como carnada. Si de­
seaban estar seguros de conocer cuáles eran sus planes, debían
obtenerlos de fuentes más fidedignas. Felipe, quien no perdía
oportunidad para contradecir al antiguo diputado francés, alegó
que los espías les habían corroborado lo que el sujeto confesó,
remarcó que eran espías dirigidos por el soberbio Fouché y ejem­
plificó que las tropas de Carlomagno se estaban desplazando ha­
cia Florencia y las de Genghis Khan a Ancona.
El antiguo ministro de Policía de Napoleón reviró al señalar
que era evidente que el hombre preso traería información verídi­
ca y que pudiesen corroborar, debido a que sus enemigos no los
tratarían como estúpidos y estuvo de acuerdo con la idea de Cleo­
patra, ya que sus informantes habían avistado a muchos hombres
lobo en Roma, algunos de los cuales habían sido identificados
como legionarios de Alejandro.
—¿Entonces por qué no habríamos de creer en lo que nos in­
formó el humano? —cuestionó Felipe exasperado y al mismo
tiempo que dejaba salir toda su abominación por el revoluciona­
rio francés clamó—: Maldito Fouché, ¿no será que como es tu
costumbre apuestas a ambos bandos y quieres confundirnos?
—Prefiero ser recordado por mi habilidad para mantenerme
en el poder, que por las tonterías que llevaron a que una dinastía
fue­se suplida por otra —manifestó Fouché sin perder la ecuani­
midad y sin siquiera dirigirle la mirada al colérico juez de los Tem­
plarios.
—Felipe, es mejor que escuchemos lo que dice José —sugirió
Cleopatra con delicadeza—. Sus análisis siempre han sido de
gran valía para nuestra casa.
—No cabe duda que las personas más insoportables son los
­hombres que se creen geniales y las mujeres que se creen irresistibles.
—murmuró Felipe en un tono casi inaudible, pero no para los
asistentes.
92  Rexagenäs

—¡Shauir kidun leta Pezipe ! —ordenó Aníbal, golpeó la mesa


con ambos puños y esclareció—: No toleraré insultos a mi mujer,
ni esa indisciplina.
Afortunadamente para Felipe, Amin tocó la puerta de la habi­
tación y entró con una bandeja de oro, en la cual había dos bote­
llas de Gavanza y seis copas de cristal, las cuales colocó frente a
cada uno de los presentes y les sirvió. Que ironía, el guarda del
que había pedido la cabeza probablemente acababa de salvar la
suya. De hecho, Amin esperaba que cuando terminase de servir,
junto con la última gota de vino cayese el golpe que acabaría con
su existencia.
Al mismo tiempo que Amin ingresaba en el cuarto, Cleopatra
aprovechó la distracción y se apresuró a continuar con la conver­
sación, ya que aunque el otrora rey francés no era su preferido
dentro de los ministros, lo consideraba un hombre valioso den­
tro de la organización y, a pesar de lo que pudiese pensar Felipe,
las virtudes de la reina egipcia no se limitaban a su belleza.
—Si no son las posiciones de su ejército, ¿dónde está el enga­
ño de los sabuesos del infierno, José?
Pero no fue Fouché quien contestó, sino Mitrídates, quien
precisó que era justamente lo que comentaban en el camino hacia
Túnez. Aseguró que Rómulo sabía que no podía hacer un desplie­
gue de fuerzas así sin hacerlo evidente para todos. Con lo cual las
Kjamtun Yinshuss y quizás hasta Julio César y los Disidentes, esta­
rían preocupados en saber si sus enemigos romanos preparaban
un ataque y más que nada, quién sería su objetivo.
—Todos aquí estarán de acuerdo en que no podemos perma­
necer como meros espectadores, el temor infundado puede ser uno de
nuestros peores enemigos —expresó Hermann.
—Tú lo has dicho mi amigo, el infundado y además de que no
es temor, sino precaución, la base de ésta radica en los más de cua­
tro mil quinientos licántropos que componen las legiones de
­Ró­mulo, sin contar a los que tiene dispersos en otras tareas —de­
talló el antiguo rey del Ponto—. Y aunque su ejército no sea mu­
cho ma­yor que el nuestro, el suyo se reúne mientras nosotros
divagamos.
—He pensado que una posibilidad es que si no es una manio­
bra ofensiva, proteja algo —señaló Aníbal mientras se llevaba la
copa a la boca y daba un buen trago a su vino.
Sokun Romuzo 93

—Es una posibilidad, pero otra es que quieran conducirnos a


una trampa —observó Fouché.
—¡Putísima madre! —exclamó Aníbal quien enfadado se
­levantaba de su asiento—. No necesito que me den más opcio­
nes de lo que probablemente no es, sino que me aseguren lo que
es. —Dentro de su enojo, los ojos de Aníbal dieron con Amin,
quien seguía en la habitación e instintivamente le gritó—: ¡Si ya
acabaste, repórtate con tu oficial superior y aguarda instruc­
ciones!
Sin decir nada, Amin bajó la cabeza y se apresuró en salir de
la habitación que él creía sería su cadalso. La fortuna le había
sonreído y le había otorgado una prórroga en su vida; ahora, de
él y de las decisiones que tomara dependería que dicha extensión
fuese más allá de un par de horas.
Tampoco los demás se preocuparon por Amin, cada uno tenía
bastante con el enfado de Aníbal y buscaban en sus mentes algún
dato importante que darle, para así menguar su enojo.
—Hay una debilidad en tu hipótesis José —indicó Hermann
tan pronto como pudo expresar algo que mitigara la molestia de
su jefe—. Si el propósito de Rómulo fuera conducirnos a una
trampa, no creo que lo hiciera en una ciudad tan poblada como
Roma. Más aún, no creo que quisiera llevar a cabo una guerra en
el corazón de su amada ciudad.
Mitrídates se adelantó a Fouché y comentó que no creía que
buscasen conducirlos a Roma, si ése fuese el caso. La posición de
las legiones formaba una especie de triángulo, por lo que él se
inclinaba a pensar que si protegían algo o preparaban una tram­
pa sería en un punto en el centro de ese, en donde en el momento
adecuado convergieran las legiones.
El guerrero germano replicó que incluso así sería imposible
realizar una batalla de esas proporciones sin mostrarse a la hu­
manidad entera. A lo cual Cleopatra añadió que en esos tiempos
ni aun en la Antártica podrían tener una guerra de las dimensio­
nes de antaño sin que se enterasen los humanos.
—La mayoría de las grandes potencias humanas se en­cuentran
aliadas o hasta subyugadas por ellos o por alguna de nuestras
razas, otras están conscientes de nuestro poder y las demás son
tan prescindibles como los humanos mismos —comentó Felipe
con desdén—. De la misma manera, la mayoría de los medios
94  Rexagenäs

de comunicación son controlados por nosotros o por ellos; por lo


que podríamos ocultar con relativa facilidad un evento así.
Fouché señaló que cada gobierno aliado a los licántropos o a
ellos tenía una agencia secreta especialmente dedicada a atender
todos los asuntos relativos al tema. Observó que eran pocos los
humanos que sabían de su existencia y que se habían podido
mantener así porque desde hacía siglos no habían hecho algo que
fuese imposible de ocultar; sin embargo, un evento de esa magni­
tud trascendería a demasiadas personas, por lo que sería suma­
mente complejo evitar la fuga de información.
—Con lo que me estás dando la razón —interpeló Hermann—.
Rómulo no se expondría al conocimiento del mundo entero.
A partir de que Amin dejó la habitación, Aníbal no sólo no
había dicho palabra alguna, sino que se encontraba meditabun­
do, como en una especie de transe, en el cual, sin embargo, escu­
chaba con atención cada una de las palabras que sus allegados
decían. En ese momento comenzó a acariciar con los dedos de su
mano derecha el ankh que colgaba de su cuello y entonces dijo:
—No hasta la Mikrun Akyon Yokit .
—Es correcto Aníbal, pero no hay nada que nos indique que
está por comenzar —refutó Hermann.
—Todo lo contrario mi amigo. El momento para que se cum­
pla la profecía está muy cerca, quizás más cerca de lo que cree­
mos —manifestó Aníbal con seriedad mientras reposaba la
mirada en cada una de sus criaturas—. Estoy convencido de que
aquel del que habla la profecía ya ha nacido y su llegada es un
signo inequívoco de que esa guerra está por iniciar.
—Pero aun cuando ya haya nacido, si no se ha hecho presente
y sobre todo, si no ha logrado su primera transformación, la
Mikrun Akyon Yokit no puede ser iniciada —replicó el hombre
que libertó Germania.
—Te equivocas Hermann —señaló Cleopatra cerciorándose
de no perder su tono conciliador—. La profecía dice que surgirá
alguien que se interpondrá en el camino del Sokun Abraxas y su
imperio. A través de siglos de estudios se descubrió que no son ni
Rómulo, ni Julio César; sin embargo, hemos interpretado que se
trata de un zenolk .
—Al que los Cinco Padres han denominado el Sokun Romuzo
—interrumpió Hermann—. Conozco la profecía, Cleopatra.
Sokun Romuzo 95

—Si el Sokun Abraxas ya nació, seguramente también el Sokun


Romuzo —aseveró Aníbal convencido—. Probablemente el perro
mayor ya lo ha encontrado y es lo que protegen.
—Si el Sokun Romuzo ya nació, no creo que requiera protec­
ción —comentó Felipe en un intento desesperado por demostrar
que él también era conocedor de dicho presagio—. De acuerdo
con la profecía será un ser extraordinariamente poderoso. De ser
así, cobraría más fuerza la hipótesis de que ésta es una maniobra
ofensiva y se preparan para atacar.
—Estoy convencido de que no es así, la posición de su ejército
no es ofensiva —señaló Mitrídates mientras negaba con la cabeza.
Cleopatra arguyó que era posible que no hubiese logrado su
transformación todavía, quizás necesitaría ser mordido como los
demás, era algo que no podían saber, pero de ser así, seguramen­
te Rómulo o Boadicea indicarían que debía ser en algún día ade­
cuado; les recordó que aquéllos realizaban todo un ritual para
transformar a cualquiera de los suyos, más aún tendría que serlo
para la transformación del Sokun Romuzo .
—Desconozco el criterio con el que la bruja celta pueda esco­
ger ese día —manifestó Fouché—. Pero debe ser algún día con
cierta relevancia astrológica, ¿no lo creen?
—Por fin coincido contigo José —expresó Felipe con sarcas­
mo—. Aunque también podría ser un día especial para ellos,
como el aniversario de la transformación de Rómulo.
—No tenemos ni idea de cuándo fue eso, ni la forma de des­
cubrirlo —replicó Cleopatra—. Pero en cuatro días más será nue­
ve de julio y es cuando los romanos celebraban la conclusión de
las fiestas vestalias, además coincide con que esa noche será la
primera luna llena. A mí me parecería un día muy propicio para
que realicen su ritual.
Fouché concedió la razón a Cleopatra, además comentó que
podrían encontrar otras fechas importantes, pero dudaba que se
demorasen demasiado en transformar al Sokun Romuzo . El único
inconveniente era que esa fecha no les daba mucho tiempo para
actuar. Por otro lado, aún quedaba la posibilidad de que no lo
hubiesen encontrado todavía y buscasen allanarle el camino.
—¡Maldita sea, otra vez! —exclamó bastante molesto Aní­
bal—. Siguen discurriendo entre las tres opciones y no han llega­
do a nada.
96  Rexagenäs

—Perdona, Aníbal, pero estamos ante una situación por de­


más compleja y por ende no es fácil descifrarla con la celeridad
que quisiéramos —reconoció humildemente quien fuese ministro
de Napoleón—. Sin embargo, tras recoger las opiniones vertidas
en esta mesa, podríamos eliminar la posibilidad de un ataque, al
menos uno convencional; con lo que las opciones se reducen a
que protejan algo, que, por cierto, creemos saber qué es y la se­
gunda opción es que nos quieran conducir a una trampa.
—En eso tienes razón José —concedió Aníbal más tranquili­
zado—. Ambas posibilidades nos conducen a que estamos por
comenzar la Mikrun Akyon Yokit y esa es una guerra que no po­
demos, ni debemos pelear solos. Convoquen a los demás Abato
Yinshuss , denle preferencia a nuestros aliados tradicionales. José,
tú encárgate de ello.
Todos se levantaron de la mesa dispuestos a dejar el Gran
Salón, salvo Cleopatra y Aníbal. Este último dijo antes de que sa­
lieran:
—Ah, Felipe, creo que querrás encargarte de nuestro amigo,
el guarda que nos atendió.
Con una sonrisa Felipe agradecía la instrucción de su líder.
Capítulo VIII

Destinos

uw

M
ax despertó al otro día un poco tarde; la noche anterior
le había sido bastante difícil conciliar el sueño y no fue
sino hasta bastante avanzada la madrugada que por fin
el cansancio lo venció. Previendo que ello sucedería, nadie lo ha­
bía despertado.
Movió las sabanas de seda azul cielo que cubrían su cama y se
levantó. La pared del lado izquierdo del cuarto, acorde con el
estilo decorativo de la mansión, era adornada por una pintura,
Orfeo y Eurídice de Jean Raoux. Al frente de la recámara estaba
una puerta de vidrio con marco de madera, muy similar a la de la
biblioteca y que daba a un balcón, a donde salió Max.
La habitación debía de estar arriba de la biblioteca, de acuer­
do con la vista que había desde ahí, desde donde se podía apre­
ciar a la perfección el viñedo por el que había caminado hacía un
par de días junto con Rómulo. También pudo ver a unos metros
de distancia a Paolo y Naïma. Max no podía escuchar lo que ha­
blaban, todavía no poseía el agudo oído de los hombres lobo,
pero por las gesticulaciones de Paolo y su esposa, parecía que
trataban un tema de seriedad.
98  Rexagenäs

A Max no le pareció pertinente interrumpir al ahora jefe de su


Guardia Pretoriana, por lo que dio media vuelta y se dispuso a
entrar de nuevo en su aposento, pero éste sí lo había notado y lo
saludó. El muchacho volteó inmediatamente, contestó el saludo y
explicó que no había deseado interrumpirlos.
Ambos dedicaron una leve sonrisa al muchacho y el guarda
comunicó que Rómulo había salido para atender ciertos asuntos,
pero Alejandro y Aristóteles lo aguardaban para desayunar. Max
solicitó les avisara que se daría un baño y en breve se reuniría con
ellos. Paolo añadió que el desayuno se servía en el patio que esta­
ba frente al comedor, ahí lo esperarían.
Con un movimiento de su mano, Max dio a entender a Paolo
que había escuchado sus indicaciones y se apresuró a regresar a
la habitación para darse un baño, tal y como había anunciado.
Una vez desaparecido el joven, Paolo y Naïma continuaron
su plática, con cuidado de no alzar el tono de voz, la primera le
comentó a su cónyuge:
—A pesar de haber sido la que condujo la operación de in­
vestigación sobre el muchacho, ya que como sabes se encontraba
en el país en el que funjo como comisaria, y que por lo tanto pu­
de conocer bastante de su historia, hay algo en él que no acaba de
convencerme.
—Sé a lo que te refieres —indicó el pretoriano mientras hacía
uso de su desarrollado sentido del olfato para constatar que no
hubiese nadie en los alrededores—. No puedo negar que el chico
posee cierta estrella, pero honestamente me cuesta trabajo creer
que albergue tanto poder; sin embargo Rómulo nunca se ha equi­
vocado al identificar a uno de los nuestros.
—Es cierto, pero no estamos hablando de un duploukden-aw co­
mún —sentenció Naïma, sin ocultar cierta preocupación en la
voz.
—Sea cual sea el papel que el muchacho haya de jugar, no de­
bemos olvidar el que nosotros habremos de desempeñar —decla­
ró Paolo, para después con un gesto indicarle a su esposa que
callara, ya que alguien se acercaba a ellos.
Minutos más tarde Max llegó al patio, dentro de la parte cu­
bierta del mismo había una chimenea y en la repisa, una figura
del dios Ogmios, a sus costados dos velas encendidas y dos vasi­
jas con flores silvestres dentro de ellas. Frente a la chimenea había
Destinos 99

un antecomedor fabricado en vidrio y hierro forjado y a sus extre­


mos, sillas del mismo material pero con cojines color verde olivo
y tal como Paolo dijo, Alejandro y Aristóteles lo esperaban. En la
mesa ya estaban dispuestos tres platos con varias frutas y dos ja­
rras de jugo de naranja.
Max saludó cortésmente a Alejandro y Aristóteles, para des­
pués disculparse por hacerlos esperar, pero el filósofo griego le
aclaró que no tenía porque excusarse, ya que desconocía que lo
aguardaban, por lo que no los había ofendido en nada. Alejandro
señaló que como seguramente ya sabría, Rómulo no estaba en
esos momentos en la villa, pero sería un placer para ellos desayu­
nar y conversar con él. El muchacho agradeció su comprensión y
disposición, añadió que a pesar de que todavía le costaba trabajo
creer muchas de las cosas que le habían expuesto, no podía dejar
de maravillarse ante esas pláticas.
—Ya ayer te lo dijo Cicerón y hoy te lo repito yo, deja a un
lado las lisonjas —sentenció Aristóteles con severidad—. Todos los
aduladores son mercenarios y todos los hombres de bajo espíritu son adu­
ladores.
—No lo hago por halagarlos. Simplemente creo honesto ex­
presarles la admiración que tengo por ustedes. —Aclarado el
punto, Max comentó que si no tenían algún tema en específico
que tratar con él, todavía tenía muchísimas preguntas que le da­
ban vueltas en la cabeza.
—Precisamente para eso estamos aquí —declaró Aristóteles
quien denotaba en su semblante que había aceptado la explica­
ción del joven—. Y no tenemos más tema que aquellos que desees
tratar.
Max externó su deseo por saber más sobre la naturaleza de
los duploukden-awi, ya que aun cuando le habían hablado de sus
cualidades, quería conocerlas más a fondo, al igual que sus de­
bilidades, pues aquellas que él creía tenían, resultaron ser sólo
mitos.
Aristóteles y Alejandro sonrieron complacidos ante la soli­
citud de su alumno. El segundo manifestó que Rómulo había
­hecho bien en advertirles sobre la curiosidad del muchacho y
aceptó que le gustaban sus preguntas, en especial que quisiera
conocer sus debilidades, porque un hombre que desconoce sus
debilidades, carece de fortalezas. Concluyó pidiendo que cuando
100  Rexagenäs

se refiriese a los duploukden-awi, no lo hiciera como si fuesen una


especie ajena a él.
Para profundizar en el tópico, Alejandro indagó si ya le ha­
bían hablado sobre la mayor debilidad de un duploukden-aw, la cual
se ciñe en que el hombre no pueda dominar a la bestia, a lo que
Max asintió con un movimiento de la cabeza. El antiguo coman­
dante supremo de la Liga Helénica aseguró que esa sería su ma­
yor perdición, ya que haría cosas en contra de su voluntad, iría a
sitios extraños y que posiblemente representasen algún peligro
para él.
—Por ello en lo que más debemos de trabajar desde este
­momento es en enriquecer tu espíritu —apuntó Aristóteles—. Un
espíritu poderoso trascenderá aun a la transformación, no podrá
ser sometido por nada, ni siquiera por la bestia que será de­
satada.
—¿Y ustedes creen que mi espíritu sea lo suficientemente fuer­
te para controlar esa bestia? —Sería injusto aseverar que en esos
momentos Max ya creía ser un duploukden-aw; sin embargo, en su
mente crecía la posibilidad de que así fuera, ya que prácticamen­
te había aceptado que los personajes con quienes había interac­
tuado eran en realidad quienes reclamaban ser y el hecho de que
fueran hombres lobo, constituía una explicación lógica a su inve­
rosímil longevidad. De la misma manera, su estadía en la villa y
toda la dedicación empleada en convencerlo debería ser porque
él contase con las características para convertirse en uno—. Si lo
que dice Rómulo es cierto, me convertiré en un duploukden-aw con
un poder extraordinario.
—Esa es una pregunta que sólo tú puedes contestar —señaló
Aristóteles— La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volve­
mos justos al realizar actos de justicia; templados, por medio de actos de
templanza y valientes, a través de actos de valentía.
Nuevamente, y a pesar del discernimiento anterior, Max pen­
só para sus adentros, no estar seguro de contar con esas caracte­
rísticas, aun cuando durante su vida había buscado la virtud, de­bía
reconocer que en más de una ocasión había fallado. Sabía que
tenían poco tiempo de conocerlo y así se los dijo, pero les solicitó
que lo ayudaran a encontrar sus fallas. Aristóteles le pidió que se
despreocupara, estaban en presencia de un buen principio, ya
que sólo a los hombres de carácter les gusta oír hablar de sus faltas.
Destinos 101

—Sé que te hemos exigido mucho —manifestó Alejandro—.


Pero ten presente que esta tarea no tienes, ni debes realizarla solo.
Y lo más importante, ten confianza en ti mismo. Compórtate como
si el éxito fuera inevitable y entonces así será.
Aristóteles tomó la palabra. Empezó por decir que lo que a
continuación comentaría quizás ayudaría a Max a disminuir, al
menos un poco, las dudas sobre lo especial que era. Manifestó
que Rómulo había atisbado su llegada al mundo más de dos si­
glos antes de que aquélla se diera. Él había sabido el momento
preciso en el que el muchacho era concebido y desde ese instante
habían iniciado su búsqueda. Explicó que cuando un duploukden-aw
es concebido, la lectura que hace Rómulo en los astros le da una
idea casi exacta de la región del mundo en donde ésta sucede,
información que transmite a los Servicios Diplomáticos y de Inte­
ligencia, pero son los datos que interpreta con el nacimiento del
mismo los que utilizan para basar el inicio de la búsqueda de la
persona, los otros sólo los usan como soporte.
Max cuestionó si acaso esos eran menos certeros, pero Aristó­
teles refutó, señaló que ambos eran igualmente confiables. Deta­
lló que en los primeros tiempos se basaban en los dos, aunque
siempre le habían dado mayor importancia a los del nacimiento,
en lo que se refiere a la búsqueda, pero más aún en esos días, en
que un niño podía ser concebido en Australia, por ejemplo, y na­
cer en Suiza, por lo que si centraran la búsqueda en Australia
nunca lo hallarían. Por eso, ya que daban con el lugar preciso del
nacimiento, dentro de su investigación focalizaban qué mujer de
ese lugar había estado meses atrás en el lugar de la concepción.
Declaró que les ayudaba mucho el que Rómulo conocía el día
exacto de la misma y así eliminaban posibilidades hasta dar con
el sujeto adecuado.
Alejandro, dedujo hacia dónde se dirigía su maestro con su
comentario, y agregó que usualmente con los datos que les pro­
porcionaba su guía y con la tecnología con la que contaban en
esos días, era suficiente para ubicar al niño a sólo unas semanas
de su nacimiento; sin embargo, había habido algunas ocasiones
en que lo que le revelaban las estrellas a Rómulo, a pesar de que
le indicaban el momento exacto de la concepción y nacimiento,
no le mostraban tan claramente el lugar de estos, por lo que la
búsqueda se les complicaba.
102  Rexagenäs

—En específico, los casos más difíciles habían sido los naci­
mientos de Boadicea y de Sif, pero ninguno en los más de die­
ciséis mil nacimientos de duploukden-awi ha sido tan complejo como
el tuyo —añadió Aristóteles—. Además en los años en que nacie­
ron ellas y tú, no nació ningún otro duploukden-aw.
—Supongo que Sif es la otra duploukden-aw prifûno —comentó
Max.
—Así es. De hecho tu posible pareja, ¿no lo sabías? —cuestio­
nó el senador—. Creí que Rómulo ya te había hablado de ella.
—Sí, lo hizo, sólo que desconocía su nombre. Y francamente
ese es otro tema sobre el cual tengo muchas dudas también, pero
hay algo más que me sorprende de lo que me acaban de decir: si
a los pocos meses o semanas de nacido un duploukden-aw es encon­
trado, ¿cómo es posible que con ustedes no haya sucedido así?
Aristóteles señaló que la razón se debía a que dentro de lo
que las estrellas le revelaban a Rómulo, en ciertas ocasiones
­vislumbraba en ellas que durante el tiempo que pasara ese
­duploukden-aw con los humanos, habría una gran misión. Por ello
se mantenía a un lado, observaba hasta el momento preciso. Res­
pecto al tema de Sif, creyó que por el momento debían atenerse a
las preguntas que Max planteó originalmente, ya que había al­
guien más que podía abundar mejor en dicho tema.
En esos instantes Marketa llegó con una bandeja, la cual como
de costumbre era de plata, en ella había un platón de porcelana
con omelettes a los tres quesos y otro platón idéntico con espá­
rragos asados. Al verla aparecer Max la saludó con sincero entu­
siasmo y le agradeció todas sus atenciones, lo cual agradó de
sobremanera no sólo a ella, sino también a sus dos acompañan­
tes. La vestal contestó el saludo pero le indicó que no tenía que
agradecerle, se sentía complacida de poder atenderlo. El mucha­
cho manifestó que esperaba algún día poder atenderla tan bien
como ella lo hacía con él, la sacerdotisa agradeció el comentario
pero replicó que ese no era su papel.
Max sabía que incluso cuando Rómulo abrió el tema de su
incredulidad hacia los miembros del Gran Consejo, ello no signi­
ficaba que él debía externar con alguien más sus dudas, aun cuan­
do hubiese familiarizado con Marketa; por lo que sin tocar el
tema, su respuesta fue muy atinada al aclarar que por lo que él sa­
bía, tampoco era el de ella atenderlo y sin embargo lo hacía.
Destinos 103

La vhestaz-un agradeció el comentario del joven a través de una


bella sonrisa que le regaló pero ya no dijo nada más. Recogió los
platos de la fruta y se retiró. Las palabras de Max alegraron a
Marketa y también fueron bien recibidas por sus comensales,
quienes se percataron tanto de la humildad del muchacho, como
de su prudencia.
Fue Alejandro quien retomó la plática, señaló que en lo res­
pectivo a las debilidades, y para atender otra de las preguntas del
joven, posiblemente ya sabría que la única forma de matar a un
duploukden-awi o a un lamwadeni era destrozar su cerebro o corazón.
Max asintió y el antiguo rey macedonio entró en detalles: La
única forma en que se les podía matar, era acabar con su corazón
o su cerebro, ya fuese arrancarlo o atravesarlo, pero despedazar­
lo. No había otra forma, aunque se les atravesara algún otro órga­
no considerado vital con una espada o les vaciaran el cartucho
completo de una pistola, el ser suprahumano no moriría. Debido
a las cualidades físicas de ambas especies era sumamente com­
plejo que un humano lograra tal cometido, ya que un hombre
lobo o un vampiro bien entrenado, podía esquivar sin mayor di­
ficultad aun el disparo de un arma de fuego, la habilidad del
blanco sólo podía ser contrarrestada por otro de características
similares o por la suerte excesiva de un atacante humano.
Posteriormente, Alejandro detalló que cada uno tenía su pro­
pio estilo de lucha. Había quienes preferían ir al campo de batalla
con las manos desnudas y quienes gustaban de ir acompañados
de algún tipo de espada, mazo o lanza por ejemplo. Agregó que
en las guerras utilizaban animales de ataque. Max inquirió si se
refería a perros o algún otro tipo de animales, a lo que el hijo de
la princesa Olimpia negó, especificó que se refería a animales
mucho más fuertes y feroces pero entrenados: lobos, tigres, ja­
guares, osos, en fin, bestias que en verdad pudiesen causar daño
en las filas enemigas, que si bien difícilmente lograrían matar a
uno de ellos, harían lo suficiente para sacarlo de combate mo­
mentáneamente o al menos distraerlo lo necesario para que otro
asestase el golpe letal. Extasiado ante tal explicación, el mucha­
cho preguntó si era posible desviar el golpe de una espada con
sus propias manos.
—Sí, si no golpeas la sección con el filo de la misma, ya que si
esa parte diera en tu mano, brazo o cualquier otro punto de tu
104  Rexagenäs

cuerpo, te lo cortaría. Somos hombres lobo, no hombres de acero.


—bromeó Alejandro, para después detallar que sus garras eran
tan fuertes y en algunos hasta más que el acero, así es que con
ellas no tendría problema alguno. Pero le sugirió en confiar más
en su agilidad, experiencia e inteligencia, para que fuese él quien
asestase el primer golpe, en su defecto que lo detuviese cuando
apenas había iniciado el ataque y como último recurso, desviara
el golpe como le había comentado, es decir, con sus garras.
Abundó en que algo importante que debía tomar en cuenta,
era que los lamwadeni eran más rápidos y a veces más ágiles, pero
no lo serían más que él. Los duploukden-awi generalmente eran más
fuertes que aquéllos, salvo algunas excepciones de vampiros
que eran tan fuertes o más que la mayoría de ellos, en especial
los cinco padres. El oído de los vampiros era mejor al de los hom­
bres lobo, el olfato de los segundos era superior al de los pri­
meros, pero la mayor fortaleza de sus enemigos estaba en que
cada vez que había surgido el padre de una raza, sus nacimien­
tos se incrementaban en tres al año, por lo que desde la aparición
de Ahui­zotl, sus nacimientos superaban en más del doble a los de
ellos.
Al escuchar mencionar a los padres de los vampiros, Max se
sintió compelido a preguntar sobre estos. Alejandro respondió
que ellos habían logrado su transformación sin necesidad de otro;
por lo que sabían cada uno transformaba a tres vampiros por año
y cada uno sólo podía reconocer tres nacimientos por año, las
razones las desconocían. Eran cinco padres: los dos primeros fue­
ron Ying Jien y Aníbal, más de seis siglos después había apareci­
do Atila y casi un milenio más tarde, Drácula y Ahuizotl.
Max supuso que aquéllos también debían contar con ciertas
características para poder ser transformados, a lo que Alejandro
le dio la razón y le indicó que a pesar de no tener la información
exacta, sabían que era con base en su nacimiento y su muerte
como humanos. El muchacho añadió que según sabía, varias cul­
turas ligaban el vampirismo por ciertos acontecimientos que se
daban en el nacimiento, otras lo basaban en la muerte, por lo vis­
to eran ambos.
Max volvió al tema del combate y preguntó si había quienes
utilizaran armas de fuego, a lo que el general macedonio respon­
dió que nadie, ni siquiera los lamwadeni, ya que eran consideradas
Destinos 105

armas sin honor. El combate debía ser cuerpo a cuerpo, de otra


forma la victoria carecía de gloria.
—Por lo que dices, una batalla entre duploukden-awi y lamwadeni
debe ser un espectáculo sublime —comentó Max quien había
proyectado tal evento en su mente.
—Cuidado muchacho. No veas a la muerte como algo espec­
tacular, el siguiente paso es disfrutarla y después adorarla —re­
comendó Aristóteles, con cuidado de hacer eso, recomendar y no
reprender—. El carácter es aquello que revela la finalidad moral y que
pone de manifiesto la clase de cosas que un hombre prefiere o evita.
Con una simple mirada Max expresó que comprendía la lec­
ción; sin embargo su excusa fue poco afortunada, debido a que
argumentó haberse dejado llevar por la emoción, al pensar en
los poderes con los que podría contar en el supuesto de ser un
duploukden-aw. Con dureza, pero a la vez con paciencia, el filósofo
le recomendó que no se maravillase de sí mismo. Narciso lo había
he­cho y fue su perdición y había millones de ejemplos más co­
mo ese.
Nuevamente el joven discípulo mostró su entendimiento con
un gesto, el cual no expresó de ninguna manera fastidio ante los
consejos de su maestro; él pidió que lo ayudasen a vislumbrar sus
fallas, por lo que no había cabida para quejas; sin embargo, al
conocer las vidas que habían llevado algunos de los personajes con
los que ahí se había encontrado o de los que había escuchado
mencionar, no creía que todos ellos siguiesen los consejos asenta­
dos por el senador y buscó fortalecer su punto, además de poner
a prueba la veracidad de esos seres, por lo que le preguntó a Ale­
jandro si acaso él no disfrutaba cuando mataba a un enemigo.
El antiguo rey de Macedonia refutó al muchacho y aseveró
tener un gran respeto a la vida, por lo que no apreciaba arrebatár­
sela a nadie. A pesar de que a lo largo de su vida, hubiese matado
a muchos humanos, lamwadeni e inclusive a duploukden-awi. Recono­
ció que algunas vidas con las que había acabado lo habían lleva­
do a un profundo arrepentimiento, las cuales había llorado
durante siglos y esa carga la llevaría por siempre. Había otras que
no le había costado trabajo exterminar y que no le causaban pena
alguna, pero tampoco se alegraba de ello.
—Lo que hice lo hice por alcanzar un fin más grande y lo se­
guiré haciendo hasta lograrlo —concluyó enfáticamente.
106  Rexagenäs

Aristóteles declaró que era radicalmente diferente el matar a


alguien por alguna causa que sin ésta y no lo decía por justificar
a Alejandro, ni a ninguno de los suyos, pero cuando se mata sin
mayor razón que el propio regocijo, ello carece de cualquier sen­
tido de grandeza y honorabilidad, siendo subyugado el espíritu
por los más bajos instintos, lo que hace de dicha persona un ser
despreciable, ya que hacer el mal por voluntad es aun peor que hacer­
lo por fuerza.
Max expresó comprender lo que buscaban enseñarle, así co­
mo su deseo por abundar en lo referente a las debilidades de los
duploukden-awi, en específico, inquirió si podían morir por causas
naturales. Los helénicos accedieron a dejar atrás el otro tópico, no
era necesario abundar más en el tema, además la nueva pregun­
ta era en verdad interesante. Alejandro contestó que no era posible,
al me­nos no por enfermedad alguna, aseveró ser inmunes a to­
das ellas, ya que de la misma manera que su piel cicatrizaba a
una velocidad inverosímil ante una herida, al igual sanaba su
organis­mo ante el ataque de cualquier enfermedad. Tampoco era
posi­ble que muriesen ahogados, asfixiados o de otra forma seme­
jante a esas.
—Lo que no sabemos es si nuestras vidas tienen un final na­
tural, es decir, la posibilidad de que muramos de viejos —señaló
Aristóteles con voz reflexiva y fría—. Hasta ahora ninguno de los
nuestros ha muerto de ese modo, pero habemos quienes pensa­
mos que tiene que ser así.
Max preguntó en qué basaba su dicho, si nunca había sucedido.
El milenario filósofo contestó que basado, en primer lugar, en que
ningún ser de la naturaleza era eterno, ni la Tierra, ni el universo
mismo lo eran. Por lo que, a pesar de que ninguno de ellos hubiese
muerto por el simple hecho de que su existencia hubiese concluido,
podía recoger las experiencias de los demás seres de la naturaleza
y así llegar a la hipótesis de que ellos no podían ser inmortales.
Aristóteles continuó con el desarrollo del tema, observó que
había entre ellos quienes pensaban que la llegada de Max era una
señal clara de ello. Afirmó que respetaría su pensamiento respec­
to a no verse como el sucesor de Rómulo, pero si deseaba que
expusiera completamente su pensamiento, era indispensable
que se explayara al respecto. Su nuevo discípulo asintió y el
maestro prosiguió, aseguró que sólo debía y podía haber una pa­
Destinos 107

reja de duploukden-awi prifûno. Por lo que el nacimiento previo de Sif


y la aparición de Max sólo podía tener como razón que la vida de
Rómulo, quien era el más antiguo de todos, y posiblemente la
de Boadicea, estuviesen por llegar a su ocaso.
—¡Pero yo no quiero que Rómulo y Boadicea mueran! —cla­
mó Max, más llevado por el afecto que ya tenía por dichas perso­
nas, que por un razonamiento—. Tengo mucho que aprender de
ellos. Además, no estoy preparado para sucederlos, en caso de que
así fuese.
—Esa no es decisión tuya muchacho, ni de ninguno de noso­
tros; puedes tener mil planes para ti mismo, pero te aseguro que el des­
tino sólo te tiene uno —sentenció Aristóteles, quien notó que,
posiblemente debido a la amistad que hacia ellos comenzaba a
germinar en el corazón de Max o incluso a un amor filial, su in­
credulidad comenzaba a decrecer—. Rómulo morirá cuando ten­
ga que hacerlo y si tiene que caer para que tú surjas así será y
estoy convencido de que así deberá ser. Respecto a que no es­tés
listo para sucederlo, concuerdo contigo, obviamente no lo estás,
pero es labor nuestra el que estés lo mejor preparado para hacerlo
en el momento que sea necesario.
Max preguntó qué les hacía estar tan seguros de que así sería,
y Aristóteles manifestó que se debía a que la naturaleza nunca
hacía nada sin motivo y el que hubiese nuevos lobos alfa, forzo­
samente debía tener su razón. Grandes pláticas habían tenido en
el Gran Consejo respecto a ese tema. Algunos pensaban como el
padre de la Ética, otros no estaban tan seguros, pero ninguno des­
cartaba la posibilidad. Por siglos ese había sido el tema principal
en las reuniones del Gran Consejo.
—Créeme muchacho, cuando te digo que a pesar de mis
más de dos mil años, tú has sido la causa de varias canas en mi
cabeza.
—¿Te molestó mi llegada al mundo, quizás porque crees a
causa de ésta Rómulo debe de morir? —indagó Max con un tono
que dejaba ver cierta melancolía.
Aristóteles negó y le aseguró que en lo absoluto le había mo­
lestado su nacimiento, muy al contrario, al igual que todos lo ha­
bía celebrado con gran júbilo y nadie podría culparlo por algo
que no había buscado. Las canas que le había sacado, al igual que
seguramente a más de otro, eran porque habían pasado grandes
108  Rexagenäs

noches en vela tratando de encontrar todas las respuestas al por­


qué de su llegada y cómo debía cumplirse su destino de la mejor
manera posible.
El joven insinuó que eso ya lo habían resuelto, la noche ante­
rior le habían dicho que su destino era lograr el Imperio Perfecto,
pero Aristóteles lo corrigió, le hizo ver que el entendimiento es una
tabla lisa en la cual nada hay escrito. Había muchísimas señales que
así lo indicaban, pero, como lo había dicho Rómulo, debían mo­
ver las piezas del ajedrez de manera precisa, de otra forma, po­
drían tener resultados diversos al buscado o, en el mejor de los
casos, pagar un precio demasiado alto por ellos.
Max inquirió qué otros signos, además de su nacimiento, in­
dicaban que el momento del Imperio Perfecto había llegado. Su
maestro le contestó que además de lecturas en los astros, que no
sólo Rómulo había hecho sino también Boadicea, los cambios tan
drásticos en la naturaleza y en especial los que vendrían, eran otra
prueba de que una era terminaba y por consiguiente una nueva
surgiría. Consternado, Max indagó si entonces debía entender
que debido a su nacimiento se habían dado los desastres natura­
les que se vivían recientemente, agregó que él pensaba que eran
causados por el calentamiento global. Aristóteles comentó que
algunos tenían su origen en aquél, pero el hecho de que existiese
un agente que había acelerado las cosas, no quería decir que no
debieran darse; ni siquiera que ese agente no hubiese sido previs­
to e inclusive tolerado.
Alejandro leyó en el rostro de Max la pregunta y antes de que
la hiciese sentenció que ellos lo habían permitido. Narró que des­
de muchos siglos atrás, pero especialmente a raíz de la Revolu­
ción Industrial, se dieron cuenta del daño que los hombres le
causaban a la Tierra, pero al poco tiempo de que había iniciado,
Rómulo vislumbró el nacimiento del muchacho y, aunque al prin­
cipio, los demás desconocían el porqué, su líder les había impedi­
do intervenir. Aseguró que esa había sido una instrucción que les
había dolido seguir, pero nunca habían dudado de la sabiduría
de su guía.
Max cuestionó cómo Rómulo podía haber sabido siglos hace,
en qué desembocaría todo eso, aun a sabiendas de su nacimiento.
Aristóteles simplemente dijo que no le pedía que entendiese la
sabiduría de un hombre que llevaba casi tres mil años dedicado
Destinos 109

al desarrollo de su conciencia e inteligencia; añadió que Rómulo


había sido el primero en pensar en la idea de que la llegada del
joven podría significar el surgimiento de una nueva era. Y con­
cluyó que en no pocas ocasiones en la historia del mundo, para
que una nueva era surgiese, otra había tenido que sucumbir.
Acongojado, Max expresó si ello significaba, que lo que el día
anterior había dicho Rómulo, referente a que el mundo como lo
conocían desaparecería, no había sido figurativo, que las catás­
trofes naturales seguirían y acabarían con la Tierra y todo eso
para que él pudiera crear el Imperio Perfecto. Definitivamente ya
no era nada más cuestión de que creyera eso, no era algo que
quisiera. Primero pensó y después externó, ¿qué podía tener de
bueno ese imperio si se requería de tanto sufrimiento y tantas
muertes para lograrlo?
—Definitivamente este muchacho tiene potencial —indicó
Aristóteles mientras se acariciaba las barbas y volteaba a ver al
cónsul—. Los hombres sabios no buscan el placer, sino la ausencia de
dolor.
—Max, de seguir por este camino, esta guerra la acabaremos
perdiendo y no me refiero únicamente a enfrentamientos direc­
tos contra los lamwadeni; ojala que se limitara sólo a eso —expresó
Alejandro—. Esta guerra es mucho más compleja; sí, implica lu­
chas corporales, pero va más allá de eso: ha sido y será una gue­
rra de ideologías y alianzas.
—¿Alianzas, con quién? —preguntó Max desconcertado.
—Con los hombres —respondió Aristóteles con sequedad.
¿En verdad crees que hay mucho que rescatar de este mundo?
—prosiguió Alejandro como si no hubiese sido interrumpido—.
Tú mismo lo dijiste, el calentamiento global acabará con la Tierra
y los mayores culpables de ello son los seres humanos y no sólo
eso, ¿dime cuántas guerras se libran en este preciso momento,
cuántos atentados terroristas ha habido en la última semana,
cuántos homicidios, violaciones y demás actos brutales se reali­
zan precisamente mientras nosotros conversamos?
Max no pudo, ni quiso, rebatir los argumentos de Alejandro y
no por falta de capacidad, sino porque sabía que tenía razón. De
ésta manera, el vencedor de la batalla de Gaugamela continuó,
dijo que parecía que ciudades y países enteros hubiesen adopta­
do las enseñanzas de Atila y Drácula como una religión y posible­
110  Rexagenäs

mente así era. Señaló que, hombres en lo individual, grupos de


estos y gobiernos mismos, torturaban y asesinaban como si tuvie­
sen la misma necesidad de alimentarse de sangre que Elizabeth
Báthory, Torquemada, la Quintrala o cualquier otro de esos seres
hematófagos. Observó que una gran parte del mundo, por decir
lo menos, se regía por antivalores. Ambos grupos habían buscado
alianzas con los hombres, pero ninguno lo había logrado del to­
do. Concedió que habría inocentes que muriesen, personas de
buen corazón que no llegarían a ver un solo día de la Nueva Era,
pero fuera de esa opción, preguntó, qué esperanzas le daba al
mundo de seguir por ese camino.
Max no contestó, sabía que era estéril hacerlo, pero en su in­
terior se resistía, una vez más, a aceptar lo que le decían. ¿Y quién
podría haberlo hecho, quién podría haber coincidido con tal afir­
mación? Sólo un hombre vacío por dentro, no era el caso.
Al darse cuenta del conflicto interno por el que pasaba el jo­
ven, Aristóteles intervino, si bien lo que le diría no necesariamen­
te lo calmaría, podría impulsarlo a, de una vez por todas, aceptar
su destino y afirmó que, sin duda alguna, esa era concluiría, con
ello se marcaría el momento adecuado para fundar el Imperio
Perfecto y de eso tampoco había duda. Lo que era incierto era si
tendrían éxito en ello, si serían él y Sif quienes gobernarían o su
némesis.
Alejandro volteó abruptamente a ver a su preceptor, con una
mirada de incredulidad le dejó ver el asombro que había causado
en él que revelase esa información. Aristóteles le dijo con voz cal­
mada que era lo adecuado, la conversación los había guiado has­
ta ese punto y era justo que el muchacho lo supiera. Agregó que
si Rómulo no hubiese confiado en su buen juicio, no les hubiese
encargado que tuviesen esa plática.
Max no podía creer todo lo que escuchaba, la noche anterior
sólo logró dormirse después de convencerse a sí mismo de que
incluso cuando hubiese más noticias asombrosas ninguna podría
superar todo lo que le había sido revelado. Una vez más se ha­
bía equivocado.
—Max, como ya se te ha mencionado en varias ocasiones, Ró­
mulo vio que sucedería tu nacimiento siglos atrás —agregó Aris­
tóteles antes de que el muchacho lo bombardease con un cúmulo
de preguntas—. Durante ese tiempo él y Boadicea han dedicado
Destinos 111

gran parte de sus vidas a la lectura de las estrellas y ellas han


pronosticado la llegada de estos días.
El más viejo de los senadores se levantó de su silla y empezó
a caminar a un costado de la mesa, mientras prosiguió con el de­
sarrollo de su tema: años antes del nacimiento de Aníbal y Ying
Jien, Rómulo descubrió algo en los astros que lo había perturba­
do, supo que nacerían dos grandes rivales para él, quienes serían
capaces de enfrentársele y crear una raza que compitiera con la
suya. Pero por más tiempo que dedicó a estudiar las estrellas,
nunca le revelaron la fecha exacta de esos nacimientos, mucho
menos donde se llevarían a cabo. Siglos después se repitió eso
con el nacimiento de Atila y luego con la aparición de Drácula y
Ahuizotl. No importó cuánto estudiasen Rómulo y Boadicea las
estrellas, no habían podido descifrar quiénes se convertirán en
lamwadeni y a pesar de que se topasen con ellos antes de lograr su
primera transformación, no había nada que los identificase, in­
clusive su olor era el de un simple humano.
Aristóteles dejó de caminar y se inclinó justo a un lado de
Max, puso su mano derecha en el hombro de éste, lo vio directa­
mente a los ojos y le confesó:
—Si te decimos esto es porque durante los estudios de los as­
tros que han hecho Rómulo y Boadicea en los últimos siglos, han
descubierto que nacerá un nuevo hombre vampiro, inclusive más
temible que cualquiera de los anteriores.
—¿Con lo que me quieres decir que así como nacimos Sif y yo
para suceder a Rómulo y Boadicea, de igual manera nacerá un
vam­piro que heredará el lugar de alguno de los que mencionaron?
—No exactamente hijo —replicó el filósofo—. Desde sus ini­
cios ellos han estado divididos, debido a la independencia que
tiene el líder de cada casa respecto a los demás.
Alejandro se reincorporó a la plática, relató que hacía poco
más de un siglo, un gran espía había descubierto que existía una
profecía entre los lamwadeni, según la cual nacería uno capaz de
unificar a las cinco razas, ya por la razón, ya por la fuerza.
Aristóteles prosiguió, dijo que debido a eso ellos también ten­
drían la posibilidad de conducir el imperio que prevalecería tras
el fin de esa era, razón por la cual, le habían dicho a Max que era
incierto si lograrían el Imperio Perfecto. Reconoció que nadie los
había bendecido dándoles la exclusividad para regir los desti­
112  Rexagenäs

nos del mundo. Todo sería decidido en la Bêlez pre ean Nevu Aelozh,
en la cual, tanto él como su némesis desempeñarían papeles tras­
cendentales.
—¿Y él ya nació? —indagó Max.
—Estamos seguros de que sí, aunque no tenemos forma de
comprobarlo —señaló Aristóteles—. Pero esa no es nuestra preo­
cupación. Por el momento debemos concentrarnos en protegerte
y prepararte hasta que estés listo y entonces sí buscaremos con­
cluir la batalla final antes de empezarla.
—Como seguramente lo harán ellos —pronosticó Alejandro
con sobriedad.
Capítulo IX

Los aliados

uw

E
sa misma mañana, antes inclusive de que se levantara
Max, Aníbal se reunía con Hermann, Fouché y Felipe el
Hermoso. Se encontraban en un salón contiguo a la habi­
tación de Aníbal, el piso era de jaspe y las paredes de malaquita,
había un librero con volúmenes claramente antiguos y una figura
de oro de Osiris, varios cojines de seda distribuidos a lo largo de
la sala y un ventanal abierto que en otra ocasión hubiese permiti­
do escuchar el tronar de las olas contra las rocas. Todos permane­
cían de pie. Aníbal estaba en verdad furioso.
—¿Cómo es posible que se haya escapado ese infeliz? —pre­
guntó Aníbal sin dirigirse a alguien en específico; sin embargo
Felipe se sentía el más aludido. A pesar de ello, él no fue quien
contestó sino Hermann, quien señaló que nadie estaba enterado
de que debían detenerlo. Cuando el sujeto salió del salón, se diri­
gió con su oficial superior, tal y como le fue ordenado, obviamen­
te omitió mencionar que la instrucción fue dada por el propio
Aníbal, el ahora fugitivo dijo que el más célebre de los Bárquidas
le había hecho un encargo de extrema urgencia y que debía salir
cuanto antes. Su oficial no lo cuestionó, sabía que él había estado
con sus líderes.
114  Rexagenäs

Aníbal, quien no bajaba el tono de voz, interrogó qué rango


tenía ese oficial, a lo que Hermann respondió escuetamente que
era un teniente. Aníbal lanzó una nueva pregunta para cerciorar­
se si ese oficial era indispensable en el campo de batalla; el gue­
rrero germano bajó la mirada en señal de humildad ante su
jerarca y contestó que sólo su señor era imprescindible.
—Lo sé Hermann, pero en mi caso preferiría contar contigo
en una lucha, al igual que con Mitrídates y Yugurta —asentó Aní­
bal carente de humildad, especialmente cuando la ira lo abru­
maba, pero recobrándose un poco, instruyó que debido a que
aquel oficial había cometido una gran falta por pensar algo que no
debía, cuando no debía ni siquiera de pensar, ya que no estaba den­
tro de sus facultades, debía recibir un castigo severo.
—Será como tú ordenes Aníbal —musitó Hermann, a quien
no le agradaba perder elementos de sus tropas en castigos; no por
misericordia, sino por practicidad.
—¡Pero debe ser ahora mismo! ¡No se nos vaya a escapar este
imbécil también! —gritó Aníbal encolerizado de nuevo, ordenó a
Hermann que hiciese ir de inmediato a uno de sus coroneles para
que se encargase personalmente del asunto. Antes de que Aníbal
hubiese siquiera terminado de dar la instrucción, Hermann ya
llamaba por su teléfono celular.
—Mi señor, no quisiera distraer la cólera que sientes contra
este oficial, concuerdo contigo en que merece un castigo que sea
ejemplar para los demás —manifestó Fouché con cautela— ¿pero
no deberíamos estar más enfocados en el que se fugó, en lugar de
en el que permitió ese escape?
Sorprendentemente, lejos de irritarse más por el comentario, Aní­
bal se tranquilizó un poco, le dio la razón a José e indagó si por lo
menos alguien tenía idea de dónde pudiese estar el fugitivo. Por
fin Felipe se atrevió a hablar, informó que lo habían buscado por to­
do Cartago y en definitiva no estaba ahí. Fouché comentó, acom­
pañando sus palabras con un ademán que denotaba lo ingenuo
que consideraba al otro ministro, que era porque estaba en Italia.
—¿Cómo puedes saber eso José? —preguntó el rey franco
molesto por el eterno protagonismo de su compatriota—. ¿Has
utilizado a tus espías y no lo has compartido conmigo?
Con una frialdad que irritó aún más a Felipe y sin siquiera
dirigirse a él sino a su patriarca, Fouché explicó que no necesitaba
Los aliados 115

informes de sus espías para saberlo y, ahora sí, con la mirada fija
en su compañero ministro, comentó que si le hubiese externado
su problema le hubiese ahorrado la búsqueda. Regresó la vista
hacia Aníbal y dijo que sabía que el prófugo estaba en Italia por­
que era ahí a donde él iría. Con palabras de desprecio hacia el
escurridizo soldado, añadió que éste sólo buscaba salvar el pelle­
jo y seguramente contaba con que la información que poseía le
podía servir para ello y al único que podía pensar le podría servir
era a Rómulo.
—Mi querido Fouché no has cambiado un ápice en estos si­
glos —comentó Aníbal, quien sonreía por primera vez en el día.
—Claro que he cambiado Aníbal —refutó Fouché, quien jun­
to con una gran sonrisa añadió—: He mejorado.
Todos rieron con el comentario por unos instantes, salvo Feli­
pe, después Aníbal aceptó estar de acuerdo con su ministro pre­
dilecto e inclusive se congratuló de tenerlo de su lado. Para
finalizar el tema, al que ya le habían dedicado más tiempo del
que merecía, ordenó que iniciasen la búsqueda del desertor, de­
bían concentrarse en Italia como lo había sugerido José. Acari­
ciándose las barbas musitó que probablemente les pudiese ser de
mucha utilidad su huida y los guiase hacia el escondite de su
odiado enemigo.
Fouché se apropió del encargo, sacó un teléfono celular de
uno de los bolsillos de su saco e hizo una llamada, dio instruccio­
nes de que siguiesen al prófugo, pero que no lo detuviesen, no al
menos en tanto les pudiese servir de algo.
En ese mismo instante un hombre de raza mulata ingresó a la
habitación. El militar cartaginés no dio tiempo a nada y le pre­
guntó:
—¿Glauco, estás al tanto del soldado que huyó y del oficial
que permitió su salida?
El hombre vampiro afirmó y Aníbal preguntó cuál debía de
ser la pena del teniente por su estupidez, mientras se acercaba a
la ventana y contemplaba la playa que era bañada por los tem­
pranos rayos del sol. Hermann sugirió encerrarlo un mes en las
mazmorras sin alimento y sin agua, durante ese tiempo, a pesar
de que no muriese de sed o hambre, el dolor sería intenso.
—Me gusta tu idea —concedió Aníbal al tiempo que aspiraba
profundamente la brisa que le llegaba del mar—. Dicen que los
116  Rexagenäs

dolores por inanición son una buena tortura. El defecto que le


veo a tu propuesta es que nadie lo vería en los calabozos y quere­
mos que sea un ejemplo para todos. Que lo empalen en el patio
central y lo dejen ahí por el tiempo propuesto. Emulemos al Abato
Yinshuss Marato .
Glauco expresó que se cumplirían las indicaciones de su líder
y éste le indicó que quería que él mismo se encargase de ello y
que lo hiciera antes que cualquier otra cosa. Deseaba escuchar los
gritos a la mayor brevedad. Nuevamente el coronel asintió mien­
tras daba la vuelta para salir de la habitación.
Aníbal se apartó de la ventana y comentó que si nadie más
tenía algo que añadir lo mejor sería que pasaran al gran salón,
donde ya los esperaban sus invitados. Enfatizó que aquellos no
necesitaban saber nada de lo ocurrido. Todos afirmaron y les co­
municó que acordaron entrar a esa reunión con un ministro o
consejero y un general cada quien, José y Hermann serían los que
entrarían con él, pero para Felipe tenía una misión por demás
importante, lo instruyó para que fuera a ver en persona a Vlad y
tratara de persuadirlo de que se les uniera en esa empresa. Antes
de llegar con ellos le había dado una instrucción similar a Crom­
well, él iba a reunirse con Ying Jien.
Una vez que Felipe se hubo retirado y en su camino hacia el
Gran Salón, en un susurro que hubiese sido imperceptible para
el hombre que lo regresó de la muerte si no fuese vampiro, Fouché
le preguntó por qué no lo había mandado a él que era mejor ne­
gociador. Aníbal contestó, en el mismo tono prácticamente inau­
dible, que era precisamente por eso, nunca habían contado con el
apoyo de esos dos y no lo esperaba en esos momentos, en cambio
era imprescindible que sus invitados se les uniesen.
Los tres sujetos entraron al Gran Salón, el mismo en el que se
reunieron el día anterior. En el centro de la mesa se habían dis­
puesto un par de botellas de Tokaji y dos jarras de neutle —bebida
hecha a base de pulque mezclado con alguna fruta, en este caso:
uno de mamey y otro de mango—, así como una vasta selección
de quesos maduros y azules, tartas de frutas y ates, todo con el
propósito de complacer a los líderes de los convocados.
Sentados en torno a la mesa había seis hombres, quienes se
pusieron de pie en cuanto los vieron entrar. Nadie dijo nada, ese fue
el saludo que se dieron. Aníbal ocupó su lugar habitual bajo el
Los aliados 117

símbolo de Abraxas, Hermann y Fouché se sentaron a sus costa­


dos. De esta manera tres hombres quedaron al lado derecho del
general y tres al lado izquierdo del ministro, pero dejaron un lu­
gar desocupado entre cada grupo.
Uno de los hombres del lado de Hermann, el más alejado a
éste, era de tez blanca, cabello gris y parecía el presidente de una
gran empresa trasnacional o el socio de un respetable despacho
de abogados; los otros dos no parecían tan refinados, eran de as­
pecto duro, algo morenos y con barbas mal crecidas, en especial
el de en medio, quien llevaba puesta una camisa negra, holgada,
desfajada y mostraba su grandeza bajo unos ojos semirrasgados.
Dentro del grupo cercano a Fouché destacaba el sujeto que
había quedado en el medio, usaba un traje de lino y pendientes
de oro en ambas orejas, moreno, corpulento y sus ojos lo delata­
ban, poseedor de un gran espíritu; los otros dos eran caucásicos,
ambos lampiños y elegantes, en especial el más próximo al políti­
co francés, de frente amplia y labios delgados, quien en cuanto se
sentaron se dirigió a éste sin ocultar su falta de simpatía.
—Largo tiempo sin vernos ministro Fouché.
—Así es, desde aquellos días en que muchos perdían la cabe­
za por ti y no precisamente por tus encantos, consejero Robespie­
rre —respondió Fouché sin dedicarle una sola mirada al abogado
francés y en lugar de ello, acomodándose solemnemente en su
asiento.
—Se equivoca el otrora duque de Otranto, debido a que siem­
pre he considerado la oratoria como el mayor de mis encantos y
veo que el cinismo todavía te caracteriza, ya que si bien fueron
muchos los hombres a quienes ordené ejecutar, no fueron pocos
los de el Mitrailleur de Lyon, incluyendo al de la voz —replicó Ro­
bespierre con frialdad, pero sin ocultar el desprecio que sentía
para su contraparte.
El hombre de ojos semirrasgados interrumpió, con denotado
har­tazgo señaló que ya tendrían oportunidad para recordar vie­
jos tiempos, después añadió que esperaba que Aníbal les hubie­
se solicitado reunirse para algo más importante que una reunión
social.
—Por supuesto Atila —señaló el aludido—. No les hubiese
pedido que vinieran con tal urgencia si no tuviese un asunto que
tratar en extremo delicado.
118  Rexagenäs

El sujeto moreno al lado de Robespierre indicó, mientras se


servía un vaso de curado, que creían saber cuál era el motivo de
la reunión. Lo comentaban antes de que llegaran los anfitriones:
tendría que ser relativo a las posiciones que había tomado el ejér­
cito de Rómulo.
—Tienes toda la razón Ahuizotl —concedió Aníbal, con lo
que buscaba fijar una postura conciliadora y mostrar un trato afa­
ble hacia sus invitados— y he de decir que me alegra estén bien
informados, eso hará más ágil esta reunión.
—Fouché no es el único al frente de un servicio secreto en las
Kjamtun Yinshuss —reclamó el hombre caucásico con apariencia
de gran empresario.
Pero definitivamente ninguno tan eficiente como el mío ni si­
quiera el de Rómulo que dirige Leonardo, pensó Fouché sin ex­
presarlo de forma alguna.
—Estamos conscientes de ello Cardenal —reconoció Aníbal
un poco harto de la sed de protagonismo de las otras razas, pero
consciente de la necesidad de hacerse del apoyo de éstas— entre
otras cosas es por ello que les hemos solicitado su presencia, re­
queriremos de todas nuestras capacidades para hacer frente a
esta situación, lo cual incluye tu perspicacia y habilidad para fas­
tidiar los planes de otros, Richelieu.
—Todos saben que he hecho mucho bien y mucho mal, pero todo el
bien lo he hecho muy mal y todo el mal lo he hecho muy bien, así es que
si de estropear planes se trata, pueden contar conmigo —señaló
el villano de la novela de Alejandro Dumas.
El otro individuo al lado de Ahuizotl, quien aunque ajeno de
origen a la bebida que tomaba su señor, después de siglos de con­
vivir con él le había encontrado un gran gusto, por lo que se servía
por segunda ocasión un vaso de curado, inquirió por qué si se
requerían de las capacidades de todos, sólo estaban presentes tres
Yinshuss .
—Porque las demás simplemente no aceptaron nuestra con­
vocatoria, general Borgia —respondió Aníbal, con lo que denota­
ba el disgusto por el título del hijo del papa Alejandro VI, para
Aníbal, César Borgia no era digno de tal rango, pero el protocolo
de los hombres vampiro exigía que la primera vez que alguien
fuese nombrado en una reunión donde estuviesen dos o más ra­
zas, al referirse a esa persona se debía incluir el cargo más alto
Los aliados 119

que hubiese ostentado como humano o el que tuviese en ese mo­


mento, ambos eran aplicables en el caso de César; esta regla tenía
como excepción a los líderes de las cinco casas, ellos no tenían un
título como tal, eran conocidos como los padres de sus razas o
Abato Yinshuss —. Sin embargo, Oliver y Felipe han ido a reunirse
directamente con Ying Jien y Vlad, respectivamente, para inten­
tar persuadirlos.
La conversación fue brevemente interrumpida por unos gri­
tos que venían del patio interior. Aníbal sólo volteó unos instan­
tes hacia la ventana para después regresar la mirada hacia los
integrantes de la mesa. Nadie dijo nada al respecto.
Unos segundos después el hombre sentado entre Hermann y
Atila, a quien caracterizaba un rostro afilado y ojos oblicuos co­
mentó que quizás no habían ido porque no se sentían amenaza­
dos, posiblemente creerían que, por sus posiciones, el ejército de
Rómulo no buscaría atacarlos.
—Yo no me sentía amenazado general Tamerlán; sin embar­
go, la Yinshuss Shehinn está presente —observó Ahuizotl.
—Los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego, la egolatría de los
otros dos nubla su juicio, en especial en Ying Jien —expresó Aní­
bal de manera melodramática—. Pero independientemente de
que ustedes sí tengan la capacidad de vislumbrar la amenaza que
se levanta en Italia, les agradezco hayan acudido a mi llamado.
Ahuizotl recordó que al poco tiempo de volver de la muerte,
el militar cartaginés había estado ahí para guiarlo y reconoció
que de no haber sido por él, seguramente hubiese perdido años
valiosos al tratar de descubrir qué le había pasado.
Molesto, Atila reclamó que se evitaran expresiones sentimen­
talistas, ya que no había ido a escuchar historias que ya conocía.
Les comunicó que antes de partir había dejado instrucciones a
Ragnar Lodbrok y Pachacuti para que reunieran a su ejército, la
Yinshuss Rakiten Kjuya estaba lista para la guerra.
Aníbal se alegró de la decisión del caudillo huno, señaló que
inevitablemente tendrían una, pero antes de iniciarla debían
­conocer el plan de su enemigo. Les compartió lo acontecido
­respecto a la captura del humano, sirviente de Rómulo, y de la
po­ca información que pudieron obtener de él, hizo énfasis en
la ubicación de las legiones y las deducciones a las que habían
llegado.
120  Rexagenäs

—Pues con esa información es suficiente —declaró Tamerlán,


quien con un gesto indicaba que ya no necesitaba escuchar más—.
Yo digo que iniciemos el ataque. Que cada Yinshuss se encargue
de una legión.
Hermann lo contradijo, manifestó que no era tan sencillo, ya
que para empezar aun cuando su ejército fuese muy superior a
una legión, el de Ahuizotl era más reducido, por lo que esa no
sería una buena estrategia. Además, no debían subestimar al ene­
migo y menos a ese. Inclusive rememoró todos aquellos mensajes
ciertos y falsos, espionaje y contraespionaje, y en general toda la
estratagema que habían elaborado los licántropos y los Aliados,
con la cual habían planeado la Operación Overlord y que había
llevado a las razas de Atila y Vlad a mal informar al Reich. A par­
tir de ahí se había perdido la guerra, o mejor dicho, la habían
perdido los alemanes.
—No nos detendremos por derrotas del pasado, si lo hiciéra­
mos estaríamos vencidos antes de iniciada la batalla —observó
Atila acompañado por un gesto de repudio ante lo que consideró
una cobardía.
—No es que Hermann piense en la derrota, simplemente que
tu General parece haber olvidado las lecciones del pasado y no
podemos permitir que nos vuelva a suceder —corrigió Aníbal y
remarcó que incluso cuando en aquella ocasión, a pesar de que
había sido una excelente jugada y tenían grandes intereses en el
triunfo de las naciones del Eje, no había dejado de ser una con­
frontación entre humanos. En cambio, la presente era su guerra y
no podían fallar. Declaró que esperaba hubiesen aprendido de
ese y otros errores para que en esta ocasión fueran ellos los que
triunfasen. Debían descifrar a la mayor brevedad qué tramaba su
acérrimo rival y con base en ello determinar su táctica.
Ahuizotl puntualizó que no podían ignorar los errores come­
tidos en el pasado ni deslumbrarse por sus victorias, denotaría
una gran ignorancia de quien así lo hiciese.
—Cuidado con tus palabras Ahuizotl —advirtió el hombre
conocido como el Azote de Dios, irritado por la insinuación hacia
su General, mientras regresaba al plato el pedazo de queso que se
disponía a comer—. Temür podrá no ser un Abato , pero cierta­
mente tiene más años de vida que tú y el reino que formó fue
mayor que el tuyo.
Los aliados 121

Sin mostrar enojo o sentimiento alguno, Ahuizotl, bajo un


cierto halo de orgullo que le devenía de saberse heredero de
un pasado más añejo que él mismo y que de alguna manera ­sentía
lo podía posicionar al lado de los otros padres, contestó:
—Quizás en extensión, pero los mexicas dominamos a todos
los pueblos del Anáhuac y si la memoria no me falla, el gran se­
ñor de Samarcanda ni siquiera llegó a las fronteras de China.
Además, podrá ser más viejo que yo, pero la edad no conlleva
por sí misma sabiduría.
Hábilmente Robespierre cambió el tema, con lo que impidió
que la discusión se tornase más álgida; indagó a qué se referían
con que fuese necesario descifrar la estrategia de Rómulo y pre­
guntó qué mensajes habían recibido o interceptado, en adición a
lo sustraído al humano.
Los hombres de las estepas decidieron no continuar el debate,
pero no estaban complacidos con los comentarios del engreído
azteca.
Fouché explicó que era probable que Rómulo hubiese planea­
do la captura del humano y por ende, los estuviese guiando a una
trampa.
En un intento por acabar de destensar las cosas entre las
dos casas, César Borgia expresó su coincidencia de pensamien­
to con Tamerlán, arguyó que necesitarían que los apoyaran pa­
ra reforzar su ejército, pero fue enfático al indicar que también
prefería atacar antes que ser atacado. Preguntó por qué tenían
que aguardar a saber qué pretendía su enemigo y no ser ellos
quienes tomaran la iniciativa. Finalizó su intervención al ma­
nifestar que no sería la primera vez que ellos empezaran el
­ataque.
—Es correcto mi estimado César —comentó amablemente
Hermann a modo de sarcasmo—. Aun cuando tú sólo hayas par­
ticipado en una de las Mikrun nedais Shauf Yolle , pero en todos los
casos se ha determinado una estrategia y tú como hombre de
guerra deberías saberlo.
El comentario final obviamente no fue del agrado del hijo del
papa Alejandro VI, lo cual notó y complació a quien se lo había
dirigido.
Aníbal intervino, no deseaba una respuesta de César Bor­
gia y una nueva discusión, apuntó que creían que estaban por
122  Rexagenäs

iniciar la Mikrun Akyon Yokit , por lo que debían ser en extremo


cuidadosos.
—¿Qué esperamos entonces? Reunamos a nuestros ejércitos y
vayamos a acabar con ellos —expresó el general Borgia mientras
ponía las manos en la mesa y se levantaba del asiento.
—¡Siéntate, César! —ordenó con autoritarismo el cartaginés—.
No vamos a lanzar a nuestros ejércitos ante algo desconocido.
Sólo un idiota prueba la profundidad del río con ambos pies.
—¿Qué pasa Aníbal, no quieres acabar de una vez por todas
con el infeliz de Rómulo y su jauría, es que acaso temes enfrentár­
tele? —preguntó César Borgia todavía de pie, sin medir las con­
secuencias de su afrenta.
Con una velocidad extraordinaria Aníbal se levantó de su lu­
gar y con la mano izquierda tomó por el cuello a César Borgia,
levantándolo varios centímetros del piso. Sus colmillos se hicie­
ron evidentes, por ellos corría un hilo de saliva que más bien pa­
recía el veneno de una serpiente, de cualquier manera éste era
menos letal que aquellos. Confiado que su vida había llegado al
final, el español le escuchó decir:
—¡No le temo a Rómulo ni a nadie! Sabes bien que el miedo
es un sentimiento que desconozco y que podría enfrentarme solo
al ejército entero del perro romano sin que una sola partícula de
mi cuerpo se amedrentara. ¡Nadie aborrece más a ese cancerbero
que yo! Porque más grande que el amor a la libertad es el odio a quien
te la quita. Pero si no estás de acuerdo con mis decisiones y quieres
ser tú quien comande, podemos resolver este asunto ahora mismo.
Atila dio un sorbo a su copa, volteó ligeramente hacia Tamer­
lán y le dijo en voz baja que en definitiva, eso era más entretenido
que escuchar sus votos de lealtad y amistad, a lo que Temür con­
testó con una disimulada sonrisa de aprobación.
Sentado en su lugar, sin voltear a ver a Aníbal y con suma
frialdad, Ahuizotl le sugirió a Aníbal que se tranquilizara, le re­
cordó que, a pesar de lo dicho momentos antes, eran sus aliados
no sus súbditos. También le advirtió que sus actos podrían obli­
garlo a ir a esa guerra sin la participación de una Yinshuss más.
Sofocado por la presión que ejercía la mano de Aníbal en su
garganta, el otrora capitán general de los ejércitos pontificios es­
taba apunto de desmayarse, cuando aquél lo soltó. El padre de la
Raza de la Eternidad bajó a César Borgia y con la misma mano
Los aliados 123

con la que instantes antes lo ahorcaba, le dio un par de palmadas


en la mejilla y con una sonrisa sarcástica le sugirió que agradecie­
ra que su Abato lo tuviese en tan alta estima.
Aníbal regresó a su asiento y comentó, con una tranquilidad
tal como si nada hubiese pasado, que Atila y Ahuizotl debían sa­
ber que aquel del que hablaba la profecía ya había nacido. Pro­
fundizó en que todos sabían que la profecía les advertía que junto
con el Sokun Abraxas nacería su adversario. Con base en la infor­
mación que poseían, creían que la maniobra de Rómulo sólo po­
día tener dos razones. Aníbal hizo una pausa, esperaba que
alguien preguntara algo o quizás buscaba que alguien más conti­
nuara su exposición. Al ver que nadie más intervenía, Fouché su­
girió que probablemente Rómulo había encontrado a su Sokun y
lo tendría oculto hasta el momento de su transformación.
El bárbaro que más de un milenio y medio atrás aseguró ha­
ber encontrado la espada del dios Marte, hallazgo que en parte le
ayudó a fundamentar su autoridad y poder, aseveró que de ser
así las propuestas de Temür y César eran las adecuadas y por lo
tanto debían atacar cuanto antes. Era imperativo aprovechar el
momento, según dijo, ya que el Sokun Romuzo no volvería a ser
tan vulnerable.
—Tienes razón Atila, pero lo que te lleva a tomar esa decisión,
puede ser que lo haya previsto Rómulo y que nos haya preparado
una trampa —sentenció Hermann con la visión y cautela que lo
caracterizaban.
—Pero si aquel para el que está preparada la emboscada está
consciente de ella, la trampa deja de serlo. No habrías podido
destruir el ejército de Publio Quintilio Varo si él hubiese estado pre­
parado para la trampa que le tendías —observó Tamerlán, cons­
ciente de que si bien se encontraba ante grandes estrategas
militares, su genio no tenía nada que envidiarles.
Ahuizotl, quien fiel a su costumbre se encontraba ansioso
de marchar al campo de batalla y hacer brotar nuevos manan­
tiales que convirtiesen caminos en ríos de sangre, sentenció
que de nada les serviría conservar sus vidas si optaban por es­
conderse en cavernas y dejar actuar a su beneplácito a sus ene­
migos.
Entusiasmado al ver que el Padre de la Raza del Sol deseaba
la guerra tanto como él, Atila hizo patente su coincidencia de sen­
124  Rexagenäs

tir con aquel y añadió que no podían permitirle a Rómulo llevar


a cabo sus planes. Su conclusión fue que no importaba si éste te­
nía a su ejército entero esperándolos, mejor aún, eso lo haría sen­
tirse seguro y quizás cometería algún error.
El abogado que presidió el Club de los Jacobinos, quien aun
cuando nunca había formado parte de milicia alguna, tampoco
había mostrado ninguna vez empacho alguno en mandar a otros
a la guerra, añadió que incluso cuando cada raza en lo individual
poseía menos efectivos, contaban con tres ejércitos, lo que los po­
nía en una situación de ventaja sobre su enemigo.
Un poco frustrado por la terquedad de querer lanzarse a la
guerra por parte de los otras dos casas, Fouché se pasaba la mano
por el cabello y manifestó de manera diplomática estar conscien­
te del arrojo y bravura de los hombres de ambos, pero también
señaló que esperaba más prudencia por parte de quienes los co­
mandaban, con lo que además, de forma muy sutil, segregaba a
su antiguo rival y compatriota. Reconoció no ser hombre de gue­
rra pero entendía que la victoria sería más fácil de alcanzar si
conocían mejor los planes del enemigo.
Inmune ante los halagos y discursos del político francés, Atila
lo refutó, aclaró que no eran imprudentes ni estúpidos; simple­
mente conocían sus capacidades y las de sus ejércitos y no se de­
tendrían ante la posibilidad de enfrentar la muerte. Aseguró que
al final vencerían.
Tamerlán apoyó a su patriarca y agregó que en no pocas
­ocasiones la estrategia terminaba de fraguarse en el campo de
batalla.
Seguro de sí mismo y de sus palabras, Hermann le dio la ra­
zón a Temür, señaló que tenían presente que no era imposible
derrotar a Rómulo, ya lo habían hecho y lo volverían a hacer,
puntualizó que al igual que ellos, los Sokun Yinshuss Oleitum sa­
bían que la muerte era el comienzo de la verdadera inmortalidad, pero
replicó que no deseaban inmolarse sin sentido y como había di­
cho José, entre más supieran las intenciones de su adversario me­
jor sería para ellos.
Con sumo cuidado de mantenerse en un tono diplomático,
Richelieu solicitó que terminaran con las discusiones estériles,
debido a que sólo perdían tiempo y con ello le daban ventaja a su
verdadero enemigo. Declaró que de poco les serviría tener muchas
Los aliados 125

ideas si no sabían sacar provecho de ellas. Indagó si en el caso de


que Rómulo hubiese encontrado a su Sokun , ¿tenían alguna idea
de cuándo llevaría a cabo el ritual de su transformación y dónde?
Fouché agradeció en su interior la intervención del Cardenal,
respondió que pensaban que el momento idóneo para ello sería
dentro de tres noches; ya que ese día, además de ser la celebra­
ción de las fiestas vestalias, sería la primera noche de luna llena
del mes. En cuanto al lugar, no tenían idea. A lo que Hermann
añadió que por la posición de las legiones, una posibilidad po­
dría ser un lugar en el centro de esas.
Tras un breve análisis de la información proporcionada por
los hijos de sangre del Padre de la Raza de la Eternidad, Ahuizotl
observó que entonces también se fortalecía la idea de la embosca­
da y que probablemente serían las dos cosas.
—¿Exactamente qué datos requerimos para iniciar nuestro
ataque? —indagó Atila sin preocuparse de ocultar el ansia que le
corría por el cuerpo.
—Claridad —respondió escuetamente Aníbal.
Al notar que la respuesta de su jefe no había satisfecho al Ge­
neral huno, Fouché añadió que disponían de poco más de cua­
renta y ocho horas para obtener la mayor información posible.
Descubrir si era una trampa o si sus enemigos buscaban proteger
al Sokun Romuzo o ambos y en los últimos dos supuestos, el lugar
donde llevarían a cabo el ritual.
—No será algo fácil de resolver, menos en tan poco tiempo
—anticipó Robespierre acomodándose la corbata en su infinito
afán por lucir impecable—. Aunque me conste que Fouché es ca­
paz de cambiar la situación más adversa a su favor en ese tiempo,
este rival es mucho menos favorable que el Directorio o Napo­
león juntos.
Richelieu coincidió en que lo que realmente importaba en
esos momentos era obtener esa información y analizarla; sugirió
que si utilizaban a sus servicios de inteligencia de manera con­
junta, tendrían mayores posibilidades de descifrarlo a tiempo.
Al ver que se llegaba a un consenso, pero no necesariamente
al acuerdo que él buscaba, Aníbal atajó que no podían darse el lu­jo
de la especulación, necesitaban capturar a un soldado de Rómulo
que pudiese darles la información requerida y para que ésta fuese
de utilidad necesitaban que fuese un zenolk y, obviamente, vivo.
126  Rexagenäs

Inmediatamente Hermann indicó que mandaría patrullas a


Italia en ese preciso instante para que buscasen a la presa. Pero
Ahuizotl lo refutó, indicó que no sería la mejor idea, debían co­
menzar a congregar a sus ejércitos y tenerlos listos para el ataque,
además de que la medida propuesta por el guerrero germano
­carecería de la discreción necesaria para llevar la misión a buen
término. Confundido, César Borgia inquirió cómo lo lograrían
entonces.
—¡Yo me encargaré de eso! —sentenció Atila mientras mojaba
sus labios en el brillante líquido color marrón obscuro de su co­
pa—. No necesito distraer a una sola patrulla de mis ejércitos
para lograrlo. Mandaré a mi célebre Grupo de Asesinos para que
se encarguen, por un lado Barba Azul y la Brinvilliers y por el
otro Torquemada y la Quintrala.
—Nadie mejor que tus Asesinos para llevar a cabo esta tarea
—manifestó Aníbal en un tono de total aprobación, gustoso de
que el caudillo huno hubiese hecho la propuesta sin necesidad
de que le fuese sugerida.
—Me parece una decisión por demás acertada —añadió Ahui­
zotl. La fama de ese grupo era legendaria, eran los indicados para
la tarea y además les permitiría reunir a sus ejércitos sin mayor
dilación, tal y como ordenó en ese momento el antiguo tlatoani a
César Borgia. Aníbal y Atila dijeron que darían las últimas indi­
caciones al respecto y aseguraron tenerlos listos a los suyos para
la fecha acordada.
Una vez terminada la reunión, todos abandonaron el Gran
Salón, cada uno tenía más de una tarea que llevar a cabo. Fouché
se quedó a solas con Aníbal y le dijo que no se preocupara, no se
atendrían a lo que los Asesinos de Atila pudiesen obtener; él tenía
sobrados recursos de los cuales echar mano y un as bajo la manga
que estaba seguro era el momento preciso de utilizar.
Capítulo X

La encomienda

uw

D
urante la mañana del 6 de julio, aproximadamente a la
misma hora en que se reunían los líderes de tres de las
razas de los hombres vampiro, un Mercedes-Benz 300 SL
Gullwing y dos vehículos todoterreno de la misma marca llega­
ban a una pequeña cabaña que se encontraba en las cercanías de
Asis. Afuera de ella, estaban estacionados un Ferrari Testarrosa y
dos Escalades, así como ocho hombres perfectamente escondidos
entre el entorno del lugar. En cuanto los autos se detuvieron fren­
te a la cabaña, descendieron de las SUVs diez hombres más, quie­
nes, tras un rápido reconocimiento de los alrededores, se fueron
a ocultar también. Del Mercedes bajaron Rómulo y Leonardo,
quienes entraron en la cabaña.
El interior se encontraba desprovisto de cualquier tipo de de­
coración suntuosa, sólo había un sofá, un sillón y una mesa de cen­
tro que hacían las veces de sala, entre ésta y un comedor muy
simple, había una chimenea que carecía de adorno alguno, tam­
bién había una diminuta cocina con el mobiliario más básico po­
sible, un baño pequeño y unas escaleras que conducían a la
planta alta, tan rústica como el resto de la cabaña.
128  Rexagenäs

Un hombre de edad madura y cabellos canos estaba sentado


en el sillón y otros dos más en el sofá: el primero un oriental de
unos treinta y tantos años y corpulento, el segundo, poseía cier­
tos rasgos árabes, pero también occidentales y su aspecto era to­
talmente desaliñado. En cuanto vieron entrar a Rómulo y a
Leonardo todos se levantaron y los dos primeros saludaron al
lobo alfa golpeando su pecho.
Rómulo abrazó al hombre canoso y le dijo:
—Marco Aurelio, qué gusto verte mi viejo amigo.
—El placer es mío. —contestó el antiguo emperador romano,
quien también abrazó con efusividad a su maestro.
Inmediatamente, el hombre que llevaba la línea de sangre
de todos los hombres lobo volteó hacia el sujeto a quien Leo­
nardo ya había saludado e igualmente, después de un abrazo le
indicó:
—Mi querido Temujin, sólo tu amistad es superior a la opor­
tunidad de tus actos.
—Te agradezco, Rómulo, pero no he sido yo quien consiguió
las cosas. Simplemente estaba en el lugar adecuado en el momen­
to indicado —reconoció con humildad el hombre que llevase a la
grandeza al Imperio Mongol.
Ante el estupor del otro individuo, el líder de los presentes le
extendió la mano para saludarlo, mientras le decía:
—Supongo que tú eres el fugitivo.
—Sí, señor —contestó el sujeto mientras tomaba la mano de
Rómulo y en su cabeza comenzaban a derrumbarse cien mil pre­
juicios para dar paso a nuevas ideas—. Mi nombre es Amin.
Rómulo preguntó a Leonardo qué era lo adecuado para co­
mer en esos momentos. Sin ocultar en su tono de voz que bromea­
ba, Genghis Khan insinuó si deseaba envenenar a Amin; ya que a
pesar de ser un lamwaden, seguramente una de las recetas de Leo­
nardo sería capaz de aniquilarlo, de acuerdo al comentario del
mongol. Todos salvo el hombre vampiro rieron y poco después
Rómulo repuso que se habían perdido de una cena excelsa que
Leonardo les había preparado la noche anterior.
—El que seas incapaz de apreciar mis platillos sólo demues­
tra lo inútiles que han sido mis intentos por sacarte de tu barba­
rismo —replicó el pintor florentino, con lo que continuaba la
broma del mongol.
La encomienda 129

Marco Aurelio señaló que lamentablemente carecían de los


insumos necesarios para que Leonardo los deleitase con sus do­
tes culinarias, de lo único que disponían era de café. Por lo que
Leonardo replicó que era evidente que Rómulo no le había encar­
gado el abastecimiento de ese lugar, pero como maestro de Ban­
quetes que era, gustoso les serviría unas tazas.
Mientras Leonardo iba a la cocina Rómulo se dirigió a Amin,
le indicó que había sido informado que era un hombre vampiro
de la raza de Aníbal, quien al temer por su vida escapó y los bus­
có pretendiendo protección.
Amin relató que cometió el error de sostener un altercado con
el ministro Felipe, cuando sólo obedecía las órdenes de su Abato ,
pero al parecer aquél cumplió con un buen servicio y su recompen­
sa sería su cabeza. Sin embargo, añadió, poseía cierta información
que podría serles de utilidad, aunque no pretendía intercambiar­
la por su vida; estaba consciente de que si fuese voluntad de Ró­
mulo, podría torturarlo hasta obtenerla y después matarlo.
—Es de reconocerse la abnegación con la que aceptas tu reali­
dad —manifestó Marco Aurelio mientras se despojaba de su saco
y se volvía a acomodar en el sillón.
Con la mirada clavada directamente en los ojos del lamwaden,
Rómulo inquirió qué era entonces lo que pretendía.
—En el momento en el que partí de la fortaleza de mi Abato el
único sentimiento que había en mí, era de venganza —clamó
Amin al tiempo que apretaba los puños con fuerza tal que los
nudillos se le pusieron blancos. Después, recobrándose, comentó
que durante el trayecto que lo llevó a buscarlos, se percató de la
sensación de vacío que la vindicta dejaba en él y a pesar de que
no podía dar una respuesta en concreto, confesó que se despo­
jó del velo que habían puesto sobre sus ojos y estaba convenci­
do de que la visión que Aníbal les había inculcado —en la cual
les de­cía que buscaba un mundo regido por su raza, en el que los
hombres aceptaran su supremacía por su propio beneficio y a tra­
vés de la cual los conducirían a vivir de manera pacífica y orde­
nada— no era más que una falacia, únicamente sustentada en su
deseo del poder por el poder mismo.
—La venganza puede ser un móvil poderoso pero también
peligroso —señaló Temujin, remarcando específicamente ese pun­
to aludido por el detractor, a sabiendas de que si bien lo podía
130  Rexagenäs

dotar de una fuerza extra para cumplir su propósito, también lo


podía conducir a hacer alguna estupidez; de cualquiera de las
dos ellos podían sacar provecho.
—Pero no has venido sólo por eso —agregó Rómulo, quien se
había dedicado a analizar cada palabra dicha por el hombre vam­
piro, la forma en la que las pronunciaba, sus gestos y hasta su
postura y vio en ese sujeto la posibilidad de encontrar tierra fér­
til sobre la cual arrojar una semilla—. Esperas que esa informa­
ción sea lo suficientemente valiosa como para que te perdone la
vida. Sólo a mí y a Ying Jien podías haber acudido, pero el padre
de la Raza del Dragón no es netamente un enemigo de Aníbal,
sólo un contrincante, ergo, lo que sabes no necesariamente lo
aquilataría.
Amin reconoció que era muy cierto lo que Rómulo acababa
de manifestar, aunque su razonamiento había sido un poco me­
nos complejo. Para finalizar aceptó que mentiría si dijera que no
valoraba su vida.
Entretenido por la honestidad y sencillez mostrada en la últi­
ma intervención de su interlocutor, el primer romano requirió
evaluar la información que aquél traía.
Amin relató que una de las patrullas de sus líderes había
­capturado a un soldado, a un humano, explicó que por lo que
pudo escuchar después, éste les dijo dónde se encontraban ubi­
cadas las legiones de los cónsules Genghis Khan y Carlomagno
y tras atar ciertos cabos concluyeron que la legión del Cónsul
­Alejandro Magno se debía encontrar, junto con Rómulo, en
Roma.
Todos escuchaban atentamente al vampiro prófugo, obvia­
mente nadie dijo que ellos mismos habían permitido la captura
de Gil y le habían dado la información que, a su vez, deseaban le
transmitiera a Aníbal.
Amin prosiguió, informó que sus antiguos líderes creían que
la información obtenida podía ser un engaño elaborado por sus
escuchas, ya que la ubicación de sus tropas, en algún momento,
la habrían sabido sin necesidad del hombre capturado. En un
principio aquéllos pensaron que se podría tratar de una manio­
bra ofensiva o que protegiesen algo, pero después había surgido
una nueva hipótesis basada en que la estratagema consistía en
guiarlos a una emboscada.
La encomienda 131

Estos sí eran datos nuevos e interesantes, pero todos se man­


tuvieron serenos ante ellos. A pesar de que sus mentes comenza­
ron a discernir sobre esa noticia, nadie dio muestras de ello.
—Honestamente fuera de esto sólo puedo añadir que la riva­
lidad entre los ministros Fouché y Felipe se ha convertido en
aversión —concluyó el fugitivo.
—Entenderás que en principio dudo de cada cosa que has
dicho, así como Aníbal, Fouché y los demás piensan que envia­
mos a ese muchacho como un señuelo, nosotros debemos pensar
lo mismo de ti —señaló Rómulo al tiempo que volteaba a ver a
sus amigos y de dicha forma le indicaba a Amin que hiciera lo
propio para que corroborara en sus rostros la incredulidad que
había en ellos.
—Lo comprendo, señor —expresó Amin con tono desalenta­
do—. Si hubiese alguna manera con la cual pudiese probar mi
sinceridad y mi deseo de unirme a sus filas.
Genghis Khan fue incapaz de ocultar el asombro que le causó
la última confesión del hombre vampiro, a pesar de que en esa
guerra milenaria hubo traidores, siempre habían sido huma­nos,
nunca un hombre vampiro se había unido a ellos ni viceversa.
Producto de los comentarios emitidos por el mongol, Amin se
sintió obligado a defender su honor, aclaró que si hubiese come­
tido una falta o si simplemente fuese el deseo de su Abato termi­
nar con su vida, lo aceptaría, pero no consentía que quisieran
matarlo por un simple capricho del ministro Felipe. Además,
como relató, durante su huida comenzó a contemplar la posibili­
dad de encontrarse en el bando equivocado, en uno cuyos valores
se encontraban carentes de cimientos sólidos y el escenario con el
que se encontró en esa cabaña, reforzaba esas ideas.
Rómulo aprovechó el diálogo entre Temujin y el hombre vam­
piro para dirigirse a la puerta, aunque sin perder detalle de la
conversación, una vez ahí, llamó a uno de los guardas que vigila­
ban el lugar, le susurró algo por lo que el custodio le entregó un
objeto que el fundador de Roma introdujo en una de las bolsas de
su saco, después regresó a su lugar.
—Parece ser que a Felipe le falta aprender a no cantar victoria
antes de tiempo —reflexionó Marco Aurelio volteando a ver a
Leonardo—. Y en beneficio nuestro tampoco ha aprendido a ca­
llar su odio ante un enemigo al que no ha silenciado todavía.
132  Rexagenäs

—Quien poco piensa, mucho yerra —declaró Leonardo, con lo


que le contestó al padre de Cómodo—. Y a Felipe le sucede se­
guido.
—Si los valores que rigen a mi Yinshuss carecen de honor, no
deseo ser partícipe de ellos y si de alguna forma puedo enmendar
lo que hoy considero como errores provocados por mi raza, y así
encontrar el honor, estoy dispuesto a hacerlo —declaró humilde­
mente Amin, con lo que buscó mostrar que no era un simple trai­
dor ni una persona que sólo buscaba salvar el pellejo, sino un
hombre que había vivido con base en un ideal, el cual sentía ha­
ber perdido.
—Habla bien de un hombre el que busque remediar el daño
hecho, aun cuando no haya sido producido directamente por él
—manifestó Marco Aurelio, con lo que evidentemente aceptaba
la explicación del fugitivo.
Al ver que sus palabras encontraban eco, Amin se explayó y
detalló que buscaba una vida que fuese digna de vivirse, para así,
presentarse ante la muerte con honor. Insistió en que no deseaba
morir por un capricho, pero tampoco quería hacerlo como un me­
ro traidor. Era su deseo morir como el guerrero que era; sin em­
bargo no encontraría honor alguno si peleaba a favor de quien
consideraba carecía de él.
—Coincido contigo, uno mismo tiene que hacer la vida dig­
na de vivirse y no dejarse llevar como una barca por los caprichos
del destino. Por eso y porque es tu deseo, te permitiré pelear con­
tra nuestro enemigo —concedió Rómulo.
A pesar de haber convivido por siglos o hasta milenios con el
padre de todos los hombres lobo y a pesar también de la enorme
sabiduría que cada uno de ellos poseía, los demás se sorprendie­
ron enormemente ante la declaración de su líder, sin embargo
fueron capaces de no manifestarlo.
—Gracias, señor, no se arrepentirá —anunció Amin con el
rostro iluminado ante la alegría de ser aceptado entre aquellos a
quienes sólo un día antes había considerado sus enemigos morta­
les—. Soy experto en varias artes marciales y muy hábil en el
manejo del Kiliç.
Después de dar un sorbo a su taza de café, Rómulo obser­
vó que esperaba que tuviesen la oportunidad de probarlo, pero
el inusual solicitante debía comprender que no podía ganarse
La encomienda 133

su confianza con meras palabras. Si deseaba pelear para él, an­


tes debía hacer algo que le pidiese y así, demostrar su since­
ridad.
La desilusión desdibujó la sonrisa que se había apropiado del
rostro de Amin, pero aceptó entender las razones de Rómulo.
Sólo pidió que no lo mandase de regreso con su Abato .
El hombre que encarnó una de las peores pesadillas del impe­
rio chino, sentenció con firmeza que, independientemente de lo
que se le pidiese, si en realidad deseaba unírseles, debía dejar de
llamar así a Aníbal, ya que denotaba devoción hacia él.
Rómulo asintió con la cabeza, cruzó la pierna y explicó a
Amin su misión: debía ir en busca de Ying Jien, a quien le solici­
taría una audiencia bajo los mismos motivos con los que llegó
ante ellos, obviamente no debía mencionar la reunión que se lle­
vaba a cabo. Le diría que ya no deseaba servir a Aníbal y que
buscaba un nuevo padre, aun a pesar de que el primer empera­
dor chino no lo hubiese transformado lo consideraría como tal si
le permitía ingresar a su ejército. Le aconsejó le dijera que había
sido la fortuna la que lo había hecho formar parte de la Raza de
la Eternidad, pero que deseaba pelear por el más poderoso y ver­
dadero primer hombre vampiro. Comentó que el ego de aquél
había sido tan grande como su crueldad a lo largo de toda su
existencia, por lo que siempre era buena idea alimentarlo, incluso
de datos que por todos era sabido fuesen inexactos.
Lo instó a que le compartiera lo que había escuchado acerca
de las posiciones de su ejército, además de la teoría sobre la em­
boscada. Después, desarrolló brevemente el informe que Leonar­
do le había dado en el camino a esa reunión: gracias a sus servicios
de inteligencia, sabían que en esos momentos Aníbal se reunía
con Atila y Ahuizotl y aunque no habían logrado decodificar los
mensajes interceptados y que iban dirigidos a los otros dos jefes,
lo cierto es que ellos no habían acudido. Por lo que conminó a
Amin para que elogiara a Chin Shi Huang Di por su decisión de
no asistir a ese cónclave, debido a que la teoría de la emboscada
era cada vez más fuerte entre los cercanos a Aníbal y que éste
quería aprovecharla para que las demás razas pelearan contra
Rómulo y así, cuando todos estuviesen debilitados, el cartaginés
buscaría tomar el control de los cinco clanes, para después en­
frentarse a su milenario enemigo.
134  Rexagenäs

Pronosticó que Ying Jien dudaría de lo que le informaría y en


ese momento le ofrecería un anillo de hierro con el perfil del dios
Marte que Rómulo tomó del bolsillo de su saco y lo arrojó a Amin.
Le sugirió que comentara que durante su escape se topó con una
pequeña patrulla de duploukden-awi en Arcadia y que al poco tiempo
de avistarla se le presentó una oportunidad que decidió aprove­
char para presentarle un informe más detallado al gran empera­
dor: uno de los legionarios se habría separado de los demás y él
lo atacó por sorpresa, gracias a su velocidad, habría logrado po­
nerse en ventaja rápidamente y al ponerlo fuera de combate logró
torturarlo. Recomendó que le dijera que ese soldado corroboró la
hipótesis de la trampa, además de confesarle que alguien con el
genio de Ying Jien podía descifrar con facilidad la emboscada por
el simple hecho de analizar las posiciones de las legiones y que
por ello el anzuelo fue tendido hacia Aníbal.
Amin sonrió al escuchar el plan elucubrado por el genio del
hombre al que siempre le habían enseñado era tan tramposo
como despiadado, mientras éste prosiguió:
—Todo esto no será suficiente para que ese hombre que teme
hasta de su sombra te crea, pero su duda aumentará. Acorde con
nuestros servicios de información, Ying Jien está en Taiwan en
estos momentos. Utilizaremos ciertas organizaciones de huma­
nos para que llegues ahí lo antes posible y sin contrariedades.
Ninguno de los nues­tros podrá acompañarte, porque si fuesen
descubiertos contigo todo el plan se vendría abajo. Deberás reu­
nirte con él en menos de tres días, ya que con la conclusión de
este plazo habrá un ­acontecimiento que creará una gran confu­
sión, aun entre las criaturas de la Raza del Dragón, el cual debe­
rás aprovechar para escapar de ahí si así lo quieres, porque muy
probablemente no volverás a tener otra oportunidad. Cuando ha­
yas huido, regresa a este lugar.
—¿Cómo sabré a qué acontecimiento se refiere? —indagó el
joven guerrero, quien deseaba contar con toda la información po­
sible para realizar su misión.
—Créeme que lo reconocerás cuando se presente —anun­
ció Rómulo de manera tal que hacía comprender al individuo
que los datos proporcionados eran los suficientes para llevar
a cabo la encomienda que le daba y que asimismo no se le da­
rían más.
La encomienda 135

—Tengo la impresión de que en esta misión que me ordena


encontraré la muerte —expresó con sobriedad el guarda conver­
tido en espía.
Con tono severo Genghis Khan lo provocó, le preguntó si aca­
so no había dicho que deseaba morir con honor. Marco Aurelio, en
cambio, buscó darle un poco de aliento y le señaló que la posibi­
lidad de encarar a la muerte no debía distraerlo de su labor, sino
por el contrario, debía infundirle el valor necesario para cumplirla.
—Es un hecho innegable que morirás, al igual que todos no­
sotros —indicó el primer romano, no con ánimo fatalista, sino
realista—. La muerte está tan segura de atraparnos que nos da toda una
vida de ventaja antes de alcanzarnos; sin embargo, si sigues mis ins­
trucciones, podrás burlarla en esta ocasión.
Amin simplemente asintió con la cabeza. Rómulo se incorpo­
ró de su asiento y le indicó que era el momento para que partiese.
Ordenó a Temujin que dos pretorianos lo llevasen al puerto de
Brindisi, a partir de ese punto ningún duploukden-aw debía acom­
pañarlo, de ahí debía dirigirse en barco hacia Patras, para que
lue­go lo llevasen por distintos medios, para eludir a quienquiera
que los pudiese seguir, pero debía ser rápido, seguro y sólo con
humanos.
El unificador de las tribus mongolas asintió y Rómulo añadió
como despedida:
—Que Hermes te guíe en esta empresa.
—Gracias, señor. No lo defraudaré.
Ya no se dijo nada más. Amin salió de la cabaña en compañía
de Temujin.
No fue sino hasta que escucharon arrancar uno de los vehícu­
los que reanudaron la plática con un comentario de Marco Au­
relio, quien concedió que había sido una jugada por demás
arriesgada y a pesar de que en un principio les preocupó, creía
que la había usado a la perfección.
—No era una carta que esperase, pero definitivamente puede
sernos de mucha utilidad —reconoció Rómulo antes de indagar
si alguien deseaba más café y dirigirse por él a la cocina, sólo
Leonardo aceptó. El corazón del lobo alfa albergaba un honesto
deseo de que el hombre vampiro lograse su cometido, su aporta­
ción podría ser mucho más trascendente que esa primera misión,
pero para ello, debía sobrevivirla.
136  Rexagenäs

Debido a la fugaz ausencia de su líder, los senadores comen­


taron entre sí que nunca dejarían de aprender de ese formidable
ser. Se cuidaron de hacerlo en voz muy baja, Rómulo no gustaba
de los halagos.
En ese momento entró Genghis Khan e inmediatamente ma­
nifestó que no pretendía contradecir a su guía, pero atendiendo a
su deber, como su Cónsul y como su amigo, debía decirle que no
podía confiarse de un lamwaden, fueran cuales fueran sus razones,
y mucho menos podía considerarlo un aliado o un amigo.
—Lo sé Temujin y sabes que no brindo mi amistad tan fácil­
mente —observó su líder mientras le entregaba su taza a Leo­
nardo y volvía a su asiento—. Y agradezco tus consejos, pero
recuerda que la espina de hoy puede convertirse en la flor de mañana.
El antecesor de Kublai Khan se sentó y apoyó las palmas de
las manos en los muslos, aceptó que el hombre vampiro práctica­
mente no llevaba más información de aquella con la que había
llegado, inclusive era altamente probable que se fuese más con­
vencido de que su plan era una trampa. Lo que lo llevó a razonar
que incluso cuando los traicionase, no podría ser de mucha utili­
dad ni para Ying Jien ni para Aníbal.
Leonardo coincidió e incluso aseguró que si los llegaba a trai­
cionar con el primero y le confesaba que había estado con ellos,
en ese momento la única duda de Ying Jien sería sobre la lealtad
de ese lamwaden e inmediatamente lo aniquilará. Si era enviado por
Aníbal no le despejaría ninguna de sus inquietudes y con suerte
hasta le reforzaría la idea de la emboscada, con lo cual ganarían o
en el peor de los casos los confundirá más.
—No hay mejor engaño que hacerle creer a tu enemigo lo que
éste ya creía, pero algo me dice que Amin fue honesto y Rómulo
lo supo conducir —sostuvo Marco Aurelio mientras miraba hacia
una de las ventanas como si siguiese con la vista a la camioneta
que acababa de partir.
Rómulo había movido las piezas de manera magistral ni si­
quiera Fouché lo hubiese podido haber hecho mejor, pero ¿sería
capaz de lograr su objetivo final sin que el monstruo de mil ojos
dirigido por ese hombre vampiro o cualquier otro de los servi­
cios de espionaje de sus enemigos alcanzara a vislumbrar su es­
trategia? Eso era algo que inclusive a él y a su esposa, les estaba
vedado.
La encomienda 137

—Cada vez me convenzo más de que la estrategia de hacer


que Ying Jien no intervenga es la correcta y creo que tenemos una
buena oportunidad en lograrlo. —Mientras aseveraba eso, Leo­
nardo hacía correr en su mente todas las indicaciones dadas a sus
embajadores y comisarios y repasaba en un mapa mental que
cada uno de sus espías estuviese en el lugar adecuado. El comple­
jo aparato que había diseñado y que comandaba debía funcionar
a la perfección, más ahora que nunca—. A lo largo de nuestra
historia hemos tenido más enfrentamientos contra Aníbal. Ying
Jien no se lo pensará dos sino diez veces antes de atacarnos, por­
que como todo hombre con grandes posesiones, es quien más
miedo tiene de perderlas.
—Sí, pero su posesión más grande no es su ejército, ése sólo
es el medio para salvaguardar su verdadero y más preciado teso­
ro: su vida —expresó Marco Aurelio, quien al igual que muchos
de los duploukden-awi más viejos, había dedicado buena parte de su
existencia a estudiar la psicología de sus adversarios.
Rómulo indicó a Leonardo que se encargase de que la poli­
cía griega filtrara información a las noticias de la muerte de un
hombre en Arcadia y que resaltaran que le habían despojado el
corazón.
—De ser cierto todo esto me sorprende el error que cometie­
ron Aníbal y sus lamwadeni, en especial Felipe —reflexionó Marco
Aurelio con la mirada fija en su guía—. No cabe duda de que los
dioses dejan vivir en su error, hechos unos estúpidos, a aquellos a quie­
nes desean desviar.
—Espero que tengas razón mi amigo —manifestó Rómulo en
un modo que concordaba con el tono pensativo de su senador—.
De cualquier manera, en unos cuantos días sabremos a quién han
guiado y a quién desviado.
Capítulo XI

Bêlez aba Fradeunazi


abo Câktehñ

uw

C
omo ya se había hecho costumbre para Max, estaba com­
pletamente extasiado con la plática que acababa de sos­
tener con Aristóteles y Alejandro Magno. En nada le había
molestado la ausencia de Rómulo, aun cuando las palabras de és­
te siempre estaban llenas de una sabiduría que asombraría a cual­
quiera, los dos personajes con quienes había desayunado también
eran formidables. Cómo deseaba el muchacho seguir conversan­
do con ellos, al igual que tener la oportunidad de hacerlo con los
demás miembros del Gran Consejo con quienes ­había cenado la
noche anterior, así como con los que faltaba de conocer.
El desayuno ya había concluido hacía algún tiempo, pero los
tres hombres seguían en sus lugares, inmersos en una plática por
demás importante e interesante, apenas se levantaban en aisladas
ocasiones para estirar un poco las piernas o por la mera costum­
bre de caminar mientras discurrían un tema trascendente.
Mientras todo esto sucedía, Marketa apareció de nuevo, en
esta ocasión no llevaba vianda alguna pero sí un recado para
140  Rexagenäs

Aristóteles, en el cual le transmitía que Boadicea le solicitaba se


reuniera con ella. Después indagó si los otros dos deseaban algo
más de comer.
Alejandro le sugirió a Max que continuaran su conversación
en una verdadera tina romana mientras ponía las manos sobre la
mesa y se levantaba. Supuso que ya se había bañado el joven,
pero apostó sus garras a que había utilizado la regadera; además,
indicó que una tina romana era un lugar excelente para sostener
una buena plática. Max aceptó gustoso la invitación y el Cónsul
le pidió a Marketa que les enviase jugos y frutas a la tina, a lo que
la vhestaz-un contestó con un movimiento de la cabeza.
Mientras Aristóteles se dirigía hacia la biblioteca, Alejandro y
Max dejaron sus lugares y caminaron hacia lo que parecía un
anexo del edificio principal, pero que en realidad formaba parte
integral de la mansión. Pasaron por un arco que hacía las veces
de entrada y que carecía de puerta, el acceso era amplio y alto,
por lo que penetraba una buena cantidad de luz. El cuarto al que
habían ingresado era rectangular y en uno de los costados había
un pasillo que conectaba esa habitación con el resto de la man­
sión. Todo el lugar era de mármol blanco, salvo la tina que estaba
hecha de onyx, medía unos siete metros de largo por tres de an­
cho y formaba un rectángulo que era interrumpido en ambos la­
dos en el centro por unas macetas rectangulares, las cuales
parecían formar parte de la misma tina y que se adentraban en
ésta medio metro.
En cada una de las esquinas estaba el busto de alguna diosa o
dios romano y el techo estaba decorado con un fresco. El mucha­
cho no supo distinguir a los personajes en él, aunque de algunos
parecía tener una idea, de cualquier forma decidió salir de la
duda preguntándole a Alejandro quiénes eran.
—Los miembros del primer Gran Consejo de Rómulo —res­
pondió Alejandro mientras empezaba a señalarlos con la mano—.
Ese de ahí es Rómulo y la que está tomada de su brazo es Boadi­
cea; esos son Aristóteles y Cicerón. El hombre de barbas negras es
Nabucodonosor, la mujer junto a él es Safo, ellos dos fueron sus
primeros consejeros, el siguiente fue Confucio, quien está postra­
do al otro lado de la poetisa. El del casco es Pericles y ese de ahí
es Marco Aurelio, a quien pronto conocerás. El hombre que sos­
tiene el hoplón es Leónidas y el del otro extremo soy yo.
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 141

Max estaba extasiado ante la belleza de la pintura. También se


preguntaba qué habría pasado con aquellos personajes del Gran
Consejo que no habían sido nombrados por Rómulo, recordó que
le había dicho que por alguna u otra razón, no todos seguían a su
lado. Por el momento no tuvo oportunidad de preguntar acerca
de ellos, ya que sus pensamientos fueron interrumpidos por el
macedonio. Este último indagó sobre qué temas le interesaría ha­
blar, mientras abría las llaves para que la tina se llenara. Después
comenzó a desvestirse. La reacción del muchacho fue inmediata.
—¡Espera! ¿Qué haces? ¿Ya has olvidado que vendrá Marketa
a traernos las viandas que le pediste? —interrogó Max sin ocultar
una pequeña perturbación.
Alejandro negó y añadió que posiblemente iría con alguien
más quien prepararía la tina, pero no encontraba la razón de la
preocupación en el muchacho. Max contestó que carecían de toa­
llas para poderse cubrir y la tina no tenía agua todavía para que
por lo menos ahí pudieran ocultarse, mientras hurgaba con la mi­
rada, tanto para verificar que en verdad no hubiese algo con qué
cubrirse, como para prevenir a Alejandro en caso de que llegasen
las mujeres.
Alejandro movió la cabeza en señal de desapruebo a lo dicho
por el joven aprendiz y con una sonrisa lo conminó a que se despo­
jara de ese tipo de pensamientos:
—No puedes ser así de pudoroso. Tu cuerpo, y el de los de­
más, es algo maravilloso, es el instrumento mediante el cual pue­
des entrar en contacto con la naturaleza y to­dos los seres que
habitan en ella. Debes cuidarlo y perfeccionarlo, ya que es en par­
te gracias a él que te mantienes con vida. No lo mires como algo
lascivo que debes ocultar a los otros ni observes con morbo el de
los demás, porque es tan sagrado como el tuyo. Además, acos­
tumbrate a ello, ya que cuando te transformes desgarrarás las ro­
pas que lleves y cuando recuperes tu forma humana te encontrarás
completamente desnudo, al igual que los otros. Así es que no seas
puritano y deja tus ropas a un lado.
Max comenzó a desnudarse, no sin cierta molestia causada
por el pudor, que obviamente Alejandro notó y que le causó gran
hilaridad, en especial cuando reconoció el aroma de Naïma y
Marketa que se aproximaban. Ambas llevaban una charola en las
manos. En la que cargaba la segunda había una jarra con jugo y
142  Rexagenäs

un platón lleno de frutas, mientras que en la de la Comisaria se


veían dos pequeños tarros con alguna especie de aceites y un pla­
tón con diferentes hierbas.
Las dos ingresaron al baño por la misma entrada que lo ha­
bían hecho Alejandro y Max, a la cual este último le daba la espal­
da, por lo que no notó su presencia hasta que Naïma lo saludó.
El muchacho instintivamente utilizó sus manos para cubrirse,
olvidándose de lo dicho por Alejandro, con lo cual éste estalló en
una gran carcajada, pero para fortuna de Max las dos mujeres se
contuvieron y sólo mostraron una pequeña sonrisa.
El joven se sonrojó y se disculpó, argumentó que a pesar de
que Alejandro le había dicho que no debía ser tan pudoroso, creía
que le tomaría un poco más de tiempo acostumbrarse.
—No te preocupes Max, sólo hemos venido a traerles algo
para que se refresquen y a preparar la tina —repuso Naïma mien­
tras vertía los aceites y las hierbas en la misma—, en unos mo­
mentos nos iremos.
Unos instantes después las dos mujeres se retiraron de la ha­
bitación, lo que permitió que Max se sintiese un poco más ali­
viado.
Alejandro se metió a la tina e invitó al muchacho a hacer lo
propio, ya sin hacer ningún comentario sobre lo ocurrido y le
reiteró que propusiese un tema sobre el cual hablar.
Max lo siguió invitado por los vapores aromáticos que comen­
zaban a esparcirse por la habitación, una vez que verificó que la
temperatura del agua era agradable se acomodó en la tina y seña­
ló que cuando Rómulo le había mencionado por primera vez a
los hombres vampiro, inevitablemente le había preguntado sobre
ellos, pero como era costumbre en el primer romano, había tenido
razón al decirle que antes de profundizar en ese tema debía cono­
cer más sobre la naturaleza de los duploukden-awi. Puntualizó que
evidentemente quería saber lo más posible sobre sus enemigos,
pero antes, necesitaba le hablara más sobre ellos mismos.
Alejandro se zambulló para mojarse el cabello, se retiró el ex­
ceso de agua del rostro y entonces declaró que le parecía muy
acertado el comentario y le daba gusto que en tan poco tiempo ya
aprendiese de la sabiduría de su líder.
Max imitó el movimiento del macedonio, quizás por casua­
lidad, quizás influenciado al comenzar a ver en ese hombre no
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 143

sólo a un amigo, sino también un modelo a seguir. Después ex­


presó:
—Seguramente quedan todavía varios detalles que me falta
saber sobre nuestras habilidades y debilidades; sin embargo, no
es sobre ellas que quiero discurrir en este momento. En más de
una ocasión han hecho referencia a un cierto grupo de disidentes
y por lo que he escuchado me parece ser que un tal César es quien
los dirige, creo suponer quién es, pero preferiría me lo confirma­
ras y, sobre todo, quisiera saber qué originó esa escisión.
Con un gesto, Alejandro aprobó la pregunta del muchacho y
entonces respondió:
—En primer lugar no es sólo un grupo el que no está con no­
sotros, sino dos: aquellos que conocemos como “Los Disiden­
tes” y que no son comandados por César, de hecho, propiamente
hablando, carecen de una dirigencia, sin embargo tres de ellos
­tienen una gran influencia sobre los demás, son ermitaños que
poco a poco se han separado de nosotros por no creer en nuestros
ideales, aunque la disidencia cobró mayor fuerza a partir del
­conflicto que tuvimos con “Los Proscritos”, esos sí son coman­
dados por ese tal César como lo llamaste, que no es otro que Cayo
Julio César, General conquistador de las Galias, quien recibie­
se, entre otros, los títulos de dictador perpetuus y pater patriae y
en honor de quien los emperadores romanos eran conocidos
como césares. Quien durante algunos siglos, junto conmigo, fue
uno de los pretores de la legión de Leónidas, en el ejército de
­Rómulo.
Max estaba atónito ante lo escuchado, cada vez salían a relu­
cir más personajes históricos a quienes él admiraba, por un mo­
mento se inclinó por preguntar sobre los tres sujetos que ejercían
cierta autoridad sobre la disidencia, pero prefirió hacerlo sobre
Leónidas y Julio César. Se lamentó porque este último no estuvie­
se con ellos e indagó sobre el paradero del primero.
Alejandro vio un nicho de oportunidad en la curiosidad del
muchacho, tal y como Rómulo se lo había comentado con ante­
rioridad. Sabía que necesariamente entraría en temas que como
una espina se hallaban clavados en su corazón y al hablar de ellos
al menos unas gotas sangrarían de la herida, pero el asunto debía
abordarse y sacar todo el provecho que se pudiese de él. Debido
a ello, explicó con vehemencia que Leónidas había fallecido a ma­
144  Rexagenäs

nos de Aníbal en la Sëdeil Bêlez adkep eani Leoni Nox-aw. Pericles,


Confucio y Nabucodonosor también habían muerto ya. Añadió
que a César probablemente lo conocería dentro de poco tiempo e
inclusive pudiese ser que aprendiese de él, aunque no debía es­
perar tener una plática como las que había tenido con ellos. Con
cierta melancolía declaró que a pesar de tener más de dos mile­
nios de vida, César no había aprendido a dominar todas sus pa­
siones, en especial su ego.
Nuevamente Max lamentó para sus adentros que la respuesta
a su pregunta se bifurcara. Había tanto que conocer de esa histo­
ria no escrita, ni siquiera sospechada o al menos insinuada. Eviden­
temente deseaba saber a detalle las circunstancias de la muerte de
Leónidas, pero las razones de ésta eran fácilmente descifrables,
no así las de la escisión de Julio César, las cuales constituían un
verdadero misterio en su mente, por lo que le solicitó a Alejandro
desarrollara ese tema.
Alejandro dio un gran suspiro para después apuntar que no
era una historia breve y menos fácil de contar, ya que incluía epi­
sodios amargos como la traición, y tristes como la muerte de al­
guien muy cercano.
Al ver contrito a ese hombre que parecía esculpido en bronce,
Max manifestó que si era un relato que prefiriese evitar, podían
cambiar de tema.
—No, está bien mi amigo. Es algo que como bien señalaste
debes conocer y ya que fui un actor de esas páginas de la historia,
puedo darte un fiel retrato de ella —declaró el antiguo coman­
dante supremo de la Liga Helénica con una voz un tanto lúgubre,
la cual evidenciaba que si bien hablaría del tópico, lo haría por
considerarlo trascendente y no por gusto.
Ambos hombres se encontraban sentados frente a frente en el
interior de la tina, sólo ocasionalmente volteaban a sus costa­
dos para tomar un trago del jugo de naranja que les habían lle­
vado o para tomar un higo, granada o alguna otra fruta.
Alejandro explicó que el origen de la afrenta entre Rómulo y
César se remontaba inclusive al trayecto como humano del últi­
mo, pero para poder precisar en ello, necesitaba abundar, aunque
fuese brevemente, en otros aspectos, a lo cual Max simplemente
asintió con la cabeza. El macedonio desarrolló que algunos de
ellos eran convertidos en duploukden-awi antes de su aparente muer­
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 145

te humana, como seguramente sucedería con Max. Otros habían


sido transformados hasta después de supuestamente haber muer­
to, debido a las razones que habían platicado durante el desayu­
no. Con la supuesta muerte del hombre con el potencial de ser
duploukden-aw, el cuerpo deja de emitir signos vitales y cualquiera
juraría que está muerto, la diferencia es que el cuerpo no se des­
compone, lo cual es raro que alguien note, ya que no es normal
que la gente deje los cadáveres a la intemperie, además de que el
supuesto cadáver es robado de inmediato. —Algunos deciden su­
plantarlo por otro de características muy similares a ellos y otros,
como Temujin y yo, preferimos que nuestros sepulcros se convir­
tiesen en un misterio; por ello, no ha habido ni habrá arqueólogo
o historiador capaz de dar con nuestras tumbas, simplemente
no existen. En fin, sea cual sea el caso, una vez que eres converti­
do tienes que desparecer de la luz pública. Esa es la ley que Ró­
mulo nos enseñó y que hemos seguido.
Max comentó que ya el fundador de Roma le había hablado
algo de eso, aunque sin tantos detalles; después, aun sabiendo que
se saldría un poco del tema, pero intrigado por lo recién mencio­
nado por Alejandro, cuestionó por qué había algunos de ellos que
tenían una apariencia menos vieja de lo que se pudiese esperar. A
lo que el heredero del rey Filipo respondió que era porque en al­
gunos casos el ritual no sólo culminaba la transformación, sino
también remozaba el cuerpo, no había una constante de cuántos
años rejuvenecería, pero siempre sucedía y nunca más allá de la
apariencia que la persona tenía en sus veintes.
Después retomó el tema medular de la conversación, relató
que cuando César fue resucitado, producto de su transformación
en duploukden-aw, había deseado regresar a Roma, retomar el poder
que le había sido arrebatado, vengarse de sus asesinos y de todos
sus enemigos y concluir lo que había iniciado, el camino para
convertirse en emperador.
El muchacho encontró bastante lógica la reacción de Julio Cé­
sar, apuntó que lo era todavía más después de descubrir los po­
deres que recién había adquirido.
—Lo deseable no siempre es lo adecuado mi amigo —señaló
Alejandro, un poco reprimiéndolo, un poco aconsejándolo—.
¿Tú crees que no lo quise yo también? Si carente de mis poderes
de duploukden-aw en poco más de diez años había logrado para
146  Rexagenäs

­ acedonia el liderazgo de la Liga Helénica, someter al Imperio


M
Persa, a Egipto y hasta una buena parte de la India; imagínate lo
que hubiese logrado si se me hubiese permitido regresar.
Max respondió que en menos de otros diez años hubiese con­
quistado todo el mundo conocido y poco tiempo después el resto
del planeta, seguro de que con el genio militar que poseía el ma­
cedonio, aunado a un poder que lo hacía entre otras cosas casi
inmortal, así hubiese sido. Lo que lo llevó a preguntarle ¿por qué
no lo había hecho, por qué Rómulo no lo permitía?
—Porque esa es la ley que él estableció siglos antes de que yo
naciera y lo admiro y amo demasiado como para contravenir sus
disposiciones —repuso Alejandro con una seriedad tal que hizo
ver al muchacho que todo aquel que tuviese los mismos senti­
mientos para con su líder, debía actuar de la misma ma­nera—. Él
siempre nos dijo que llegaría el día en que los duplouk­den-awi nos
podríamos mostrar a los hombres libremente, pero mientras ese
día no llegase, sería algo prohibido, sin excepción alguna.
El joven declaró entenderlo, ya que a pesar del breve tiempo
que tenía de conocerlo, había aprendido que debía seguir sus ins­
trucciones, incluso cuando no las comprendiera; debido a que la
única razón de ello, era su propia falta de sabiduría.
Alejandro notó en la última declaración de su joven aprendiz
que sus prejuicios comenzaban a derrumbarse y aun cuando co­
mo una muralla, no lo hiciesen en un primer momento por com­
pleto, sólo requería que se abriese una brecha por la cual penetrar,
para después derribar por completo la barrera. Así, expresó su
coincidencia con el pensar del muchacho, algo en lo que diferían
de César. Explicó que éste era orgulloso y como tal siempre había
querido que las cosas se hicieran a su parecer, lo que le dificultaba
el obedecer. Por lo que su rencor hacia su guía creció y todavía
más cuando Octavio Augusto, bajo la tutela del mismo Rómulo,
logró lo que él creía merecer por destino. Explicó que poco le ha­
bía importado entonces a Julio César haber designado a Octavio
su heredero, ya que él había deseado que su sobrino fuese el se­
gundo príncipe de Roma, no el primero. Rómulo le había explica­
do que precisamente eso era lo que él había planeado, pero la
falta de paciencia que tantas veces le reprochó a César, lo condujo
a ser víctima de la conjura que terminó en su asesinato; mientras
que Octavio había sido más prudente y tuvo la serenidad para
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 147

aguardar el momento adecuado, lo que le rindió como fruto el


imperio con el que César había soñado.
—Entonces el rencor de Julio César hacia Rómulo no es sólo
debido a que le haya impedido regresar y convertirse en empera­
dor de Roma, sino que otro haya tomado su lugar en la historia
—pensó Max en voz alta, trataba de conocer al hombre que se
oponía al liderazgo de su protector y a quien, por lo tanto, proba­
blemente en un futuro cercano podría enfrentarse.
Alejandro asintió y explicó que ese rencor creció al pasar de
los años hasta convertirse en odio, un odio que se había ali­
mentado día con día al saber que, en esa segunda vida, a lo más
que podía aspirar, era al segundo puesto, pero nunca podría
­ocupar el lugar del gran lobo alfa y a pesar de tener grandes
­defectos, prosiguió el macedonio, César también poseía muchos
atribu­tos, entre otros la inteligencia y estrategia política. Duran­
te muchas décadas, quizás siglos, Julio César ideó su estratage­
ma, buscó el momento y la forma adecuada de revelarse a
Rómulo y vengarse de él y de Octavio, quien también había sido
un duploukden-aw excepcional, discípulo y gran amigo del expositor.
Max preguntó cómo fue posible que con toda su sabiduría,
Ró­mulo no se hubiese dado cuenta de lo que planeaba el otrora
dicta­dor perpetuus, a lo que Alejandro respondió que hasta el más
glorioso de ellos tenía debilidades y la suya había sido creer que
César era incapaz de traicionarlo, aun a pesar de los consejos y
testimonios que se le presentaron y que desenmascaraban al
conspirador.
El joven indagó si su ahora amigo había sido de los que ha­
bían prevenido a Rómulo de la conjura de César. Alejandro negó,
relató que el antiguo triunviro y él habían sido pretores de la le­
gión de Leónidas y no sólo era su amigo, sino su hermano. Él
creía que en el caso de haber descubierto la traición de su cama­
rada, él mismo debía haber terminado con su vida. En el rostro
del vencedor de la batalla de Gaugamela se leía que por un lado
se arrepentía de no haberlo logrado, por otro, agradecía que no
hubiese sucedido, en especial después de declarar que su amis­
tad hacia Julio César lo cegaba y no quería matar a su amigo; no
deseaba alimentar las pesadillas que lo perseguían y le recorda­
ban uno de los momentos más amargos de su vida: cuando había
asesinado a Clito.
148  Rexagenäs

—Perdón, Alejandro, no deseaba revivir en ti momentos de


amargura —manifestó el posible sucesor de Rómulo con profun­
da sinceridad.
—No te preocupes, es sólo que la traición de un amigo duele,
más aún cuando uno mismo fue quien traicionó esa amistad. —Los
ojos del cónsul se pusieron en blanco y por un momento pareció
completamente perdido, después, recobrándose, continuó con la
plática acerca de César, comentó que éste había empezado a buscar
adeptos a su causa dentro del ejército de Rómulo, sin descubrirse
con quienes hablaba hasta no estar seguro de que lo seguirían.
—Cuándo dijiste que la traición duele más cuando tú eres
quien la propinó ¿quieres decir que fuiste tú quien traicionó a
César? —indagó el confundido joven.
—No, Max, me refería al caso de Clito, pero esa es otra histo­
ria y es de mi trayecto como humano, por lo que podemos dejarla
para otra ocasión. César nos traicionó a todos: a Rómulo, a Leóni­
das y a mí. Obviamente buscó que me revelase también y que a
su lado iniciásemos una nueva manada, un nuevo imperio. —El
macedonio escupió hacia el suelo de mármol, ya repuesto del
todo y en clara repulsión a la simple remembranza de la indigna
propuesta—. Claro que al principio sólo me lanzaba preguntas
para saber si sería propenso a desertar del ejército de Rómulo; no
fue sino hasta que se descaró del todo que me pidió abiertamente
me uniera a él.
—¿Y a cuántos convenció César de dejar a Rómulo y adherir­
se a él? —inquirió un Max cada vez más envuelto en el relato que
escuchaba.
—A unos setecientos —respondió Alejandro escuetamente,
para dirigirse hacia la relación de los eventos trascendentes de
esa historia—. Celebrábamos el milenario de nuestra era, y cuan­
do digo nuestra era me refiero literalmente a “Nuestra Era”,
cuando Julio César vio el momento idóneo de iniciar su rebelión.
El Imperio Romano comenzaba su caída, se pudría desde sus
propias entrañas, invadidos por la codicia y sufrían derrotas con­
tra bárbaros que otrora hubiesen vencido con gran facilidad y él
aprovechó las distracciones de Rómulo para desencadenar su es­
tratagema. Fue en ese entonces, cuando César por fin se desen­
mascaró y, como primer movimiento, junto con todos sus
seguidores se autoexilió.
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 149

—¿Y por qué no trató de asesinar a Rómulo a la manera que


lo hacían los conspiradores en Roma? —inquirió Max en su deseo
de hurgar más en la forma de actuar de aquel personaje.
—Porque de los césares no dependía la descendencia de los
hijos de Roma y Julio César no es estúpido. Sabía que tenía que
derrotar a Rómulo sin matarlo, para así garantizar la prole de los
duploukden-awi.
—¿Entonces qué fue lo que hizo Rómulo?
El militar macedonio sabía que el ambiente y el relato mismo
habían generado la expectativa deseada en Max, era el momento
preciso de entrar de lleno en su narración:
—Rómulo no deseaba que esa sublevación se expandiera y
estaba consciente de que entre más pronto la detuviese, más fácil
sería hacerlo; además, quería darle a los Proscritos una segunda
oportunidad, inclusive a César, por lo que se enviaron algunas
patrullas para dar con su paradero. Mi antiguo compañero había
sido muy hábil en ocultar su rastro y nuestro líder seguía preocu­
pado por la situación de Roma, que seguía su camino a la deca­
dencia; sin embargo, a unos meses de la huida de los Proscritos
dimos con ellos. Boadicea, los senadores, así como Leónidas y yo
mismo, le recomendamos a Rómulo dejara Roma a su suerte y se
preocupara por su verdadero imperio. Creo que nuestro maestro
esperaba resolver el asunto de los rebeldes con la celeridad sufi­
ciente para regresar a la Ciudad Eterna y salvar el imperio que
había fundado un milenio antes, pero las sorpresas del destino no
habían concluido. En fin, un par de semanas más tarde, con todo
el ejército de Rómulo reunido, partimos rumbo a los Montes
­Cárpatos, que era donde se localizaba Julio César. Sólo se queda­
ron los senadores y un reducido grupo duploukden-awi como sus
guardas.
Antes de salir, Rómulo dividió su ejército en dos legiones, me
nombró Cónsul de la Segunda Legión y mis pretores eran Asar­
hadon, Artemisia y Octavio. En ese entonces todavía no utilizá­
bamos animales de ataque. Muchos hombres han estado al frente
de grandes ejércitos, yo mismo había sido uno de ellos, pero el
honor que se me había conferido muy pocos lo han tenido. Boadi­
cea reemplazó el anillo que yo usaba como Pretor, por el propio
de los cónsules —al escuchar esto, Max no pudo evitar voltear a
ver el anillo milenario con el pentáculo que llevaba el fundador
150  Rexagenäs

de Alejandría y que desde la primera vez que lo vio, había lla­


mado su atención—y que desde esa fecha porto en mi mano iz­
quierda, la más cercana al corazón.
Créeme cuando te digo, que a pesar de los cientos de ­duplouk­den-awi
que habían desertado junto a César, la marcha de ese ejér­cito era
algo majestuoso —comentó Alejandro de una manera tan elo­
cuente, que hizo que Max se transportara más de un mi­lenio y
medio atrás y visualizara en su mente cada una de las cosas que
el antiguo comandante supremo de la Liga Helénica menciona­
ba—. Sé que ha habido muchos ejércitos de mayor ­número que
ese, pero en el nuestro marchaban Rómulo, la mis­ma Boadicea,
Leónidas, Darío I, Asarhadon, Octavio Augusto y Artemisia, en­
tre otros. Al frente del contingente iban los estandartes que du­
rante milenios nos han distinguido, los escudos de Mairezh y
Veciner. Todos, hombres y mujeres, adornados con joyas bendeci­
das por Boadicea y que habían sido especialmente esco­gidas para
incrementar nuestro valor en la batalla. Aldeanos y bandidos
huían despavoridos al vernos. La tierra se cimbraba con cada uno
de nuestros pasos y el sol y la luna alababan por igual nuestra
marcha. Estaba por dar inicio la Bêlez aba Caktêhñ abo Fradeunazi.
El muchacho estaba totalmente extasiado ante el relato del
hijo de Filipo, ninguna película que hubiese visto o libro que hu­
biese leído se podía acercar a la expectación que generaba en él la
narración del macedonio. Era capaz inclusive de escuchar los gri­
tos de guerra de aquellos combatientes, ver el ondear de los estan­
dartes y sentir el estruendo de las pisadas. El genio macedonio
tenía razón, Max no podía imaginarse un ejército que pudiese
compararse con aquél.
Fue un trayecto penoso, pero no para nosotros, sino para el
resto de las especies, ya que aunque como los lobos, podemos
consumir grandes cantidades de comida e irlas utilizando poco a
poco, Rómulo no podía darse el lujo de que su ejército llegase
hambriento a la batalla. Así es que nos alimentábamos con lo
que encontrásemos a nuestro paso, incluidos seres humanos. Po­
dría apostar que fue en esa época que comenzaron a gestarse
las leyendas sobre hombres lobo, ya que aunque anteriormente
se habían dado ataques aislados, nada siquiera cercano se com­
paraba a lo que se vivió en esos días. Acabamos con poblados
enteros. Llegábamos durante el día con nuestro disfraz de huma­
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 151

nos y aunque sin agrado, los habitantes nos daban hospedaje,


pero en la noche el terror y la muerte envolvían al pueblo. Salía­
mos de las moradas en las que descansábamos y cazábamos a
todos los habitantes. No se perdonaba ni una sola vida. —El jo­
ven sentía se le helaba la sangre con las palabras de Alejandro,
pero también podía notar la consternación en la voz de su inter­
locutor.
Éramos casi tres mil duploukden-awi que atacábamos al unísono
a un pueblo de humanos prácticamente indefensos ante nuestros
poderes. Los hombres que tenían alguna oportunidad corrían por
sus armas, pero sólo para descubrir que eran tan inútiles como
ellos mismos. Muchas mujeres imitaban a sus hombres y las que
huían a buscar refugio, encontraban el mismo destino que las an­
teriores. Nadie era perdonado ni siquiera los niños que creían des­
pertar dentro de su peor pesadilla. Eran nuestro alimento, eran una
baja en una guerra que no podían comprender, que ni si­quie­ra
sabían que existía. Era el preludio de la sangre que correría.
Si esa plática la hubiese tenido unos días antes, Max hubiese
condenado a su amigo, por lo menos lo hubiese cuestionado y
esgrimido todos los argumentos posibles para restregarle su
crueldad; pero ya le habían enseñado a en lugar de juzgar, apren­
der; a lejos de condenar, comprender.
El invierno estaba a punto de caer cuando llegamos a los Cár­
patos Occidentales. Sabíamos que los Proscritos utilizaban como
guarida los Montes Rodnei. El paisaje era fabuloso, la nieve ya
vestía las montañas con su traje de gala color blanco. Fue precisa­
mente a los pies de dicha cordillera, que Rómulo reunió a Boadi­
cea, a Leónidas y a mí y ahí se terminó de gestar la estrategia a
seguir en la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ. A partir de ese
momen­to separaríamos las dos legiones con las que contábamos.
Nuestro líder iría con la Primera Legión, quienes subirían al Mon­
te Petrosul, donde se hallaban César y la mayoría de su contin­
gente, según lo que nos había informado nuestra avanzada. Mi
legión aguardaría en los valles que se encuentran al norte de la
montaña. Julio César utilizaba sólo como guarida esos montes,
pero no querría dar la batalla principal ahí, ya que incluso con
una sola legión, Rómulo lo superaría en número, por lo que ne­
cesitaría de un escenario más propicio para enfrentársele y los
inexpugnables valles al norte de los Cárpatos ofrecían un terreno
152  Rexagenäs

ideal para ello, inclusive le brindarían una ruta de retirada en


caso de ser necesaria.
La Primera Legión ascendería cubriendo los flancos sur, este
y oeste del Monte Petrosul, le harían creer a César que se le ofre­
cía una ruta de escape para no exterminarlos. Era posible que
aquél pensara que ese era todo el ejército que habíamos llevado a
la contienda y que habíamos dejado al resto para protección de
Roma, ya que como lo he mencionado, una sola legión era su­
perior en número a su contingente, además de que esa llevaba a
los dos lobos alfa. En el mejor escenario, sorprenderían a los sol­
dados del pater familias de los Julios y los someterían en la misma
cima y si éste descubría el avance de Rómulo, esperábamos no lo
hiciera con la suficiente celeridad para preparar una emboscada
adecuada. Por otro lado, te reitero, sabíamos que César no busca­
ría llevar a cabo ahí el enfrentamiento principal; por lo que sin
importar que tan bien pertrechados estuviesen, los Proscritos tra­
tarían llevar la batalla a los valles del norte, simularían una reti­
rada, pero conducirían a nuestros legionarios hacia donde ellos
creerían que podrían tener un terreno más favorable. Pero ahí los
esperaría la Segunda Legión.
La nieve y el frío no merman las habilidades de los lobos y
tampoco las nuestras; los lobos, a diferencia de otros animales,
pueden recorrer grandes distancias a su máxima velocidad y no­
sotros también. No tenía caso esperar a que cayera la noche, la
visión nocturna de los lobos nos permite ver con la misma faci­
lidad de día o en la noche más obscura, por lo que no teníamos
que limitar nuestro avance para cuando cesara la luz del día, ya que
podríamos ser avistados por alguna patrulla de César a cualquier
hora. Acordamos que el día del solsticio de invierno la Primera
Legión comenzaría el ascenso de la montaña, en esos momentos
nosotros debíamos alcanzar los valles, aprisionar y, en su caso,
acabar con algún contingente de rebeldes que pudiese aguardar
ahí como avanzada y asegurar los valles para el momento en el
que nuestra presa principal llegase.
En nuestro trayecto hacia los valles cruzamos enfrente de la
cascada Cailor y ésta parecía presumirnos su caída de agua, la cual,
a pesar de la época del año, era majestuosa y salvo su sonido y los
cantos del viento no se escuchaba nada más, habíamos callado el
ruido de nuestras pisadas como cuando el lobo acecha a su presa.
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 153

Los animales habían dejado aquel paraje, quizás su instinto les ha­
bía indicado que ese lugar se convertiría en una zona de muerte y
desolación. Fue ahí donde nos topamos con la primera patrulla de
Proscritos. Los agarramos desprevenidos y no eran más de una
decena, por lo que pudimos someterlos fácilmente. Desafortunada­
mente, no existen ataduras capaces de contener a un duploukden-aw,
al menos no unas que pudiésemos haber llevado con nosotros,
por lo que no podía dejarlos cautivos y tampoco podía arriesgar­
me a que diesen la voz de alarma, el éxito de nuestra misión radi­
caba en mantenernos en secreto; debido a ello, tomé la difícil
decisión de aniquilarlos antes de que sus aullidos alertasen a al­
guna otra patrulla. Pelearon fieramente, como los duploukden-awi
que eran, pero desde antes de que soltaran la primera mordida,
sabían que no tenían posibilidad alguna de sobrevivir.
Junto con el invierno llegamos a los valles, a los cuales entra­
mos con un sigilo inverosímil para una legión, porque como te he
dicho, cuando un duploukden-aw acecha es casi imposible escuchar­
lo: somos el ser más perfecto para la caza. Ahora bien, como lo
habíamos imaginado, había ahí hombres de Julio César, era una
centuria completa, es decir, ochenta soldados más el oficial a car­
go. Obviamente nosotros los superábamos en número, en pro­
porción de casi quince a uno, por lo que no tendríamos mayor
dificultad en derrotarlos. El reto consistía en que no podíamos
permitir que uno solo escapase o diese la voz de alerta.
Analicé la situación y dividí mi legión en cuatro grupos. El
valle, que aunque lo bastante amplio para albergar al ejército de
Rómulo completo y más, era rodeado en su totalidad por un es­
peso bosque y la superficie era sumamente irregular. César segu­
ramente había escogido ese lugar como su ruta de escape por esas
características, ya que si lograba internarse en él sería difícil atra­
parlo, aun para nosotros, pero en esos momentos tenía que apro­
vechar a mi favor las ventajas del terreno; ordené a Octavio
quedarse con su cohorte completa en donde estábamos y atacar
desde ahí, es decir, desde el norte del valle. Artemisia debía esca­
bullirse por entre los árboles junto con dos de sus manipulios y
atacar desde el este. Asarhadon haría lo mismo que la guerrera de
la Batalla de Salamina, pero se dirigiría hacia el flanco oeste y yo
tomaría uno de los manipulios del asirio y otro de los de Artemi­
sia, con lo que cubriría el escape hacia las montañas y atacaría
154  Rexagenäs

desde el sur del valle. Ordené a aquellos que portaban espadas


las guardaran, el choque de metales incrementaría el ruido que
causaría el enfrentamiento; por el contrario, los arxodeni y hasjêdeni
serían los primeros en atacar, sus flechas y jabalinas, respectiva­
mente, serían lo suficientemente silenciosas y mantendrían a los
rebeldes ocupados en tanto el resto de mis legionarios llegasen a
ellos para concluir la tarea.
Posiblemente suene más sencillo de lo que era, pero movili­
zar a esa cantidad de soldados con un sigilo tal que sea impercep­
tible para otros duploukden-awi no es tarea fácil, si bien la espesura
del bosque evitaba el que nos vieran, no así el que nos pudiesen
­escuchar. Una vez situados en un punto que consideré ideal para
cubrir el escape de los rebeldes, con una señal de mi mano indi­
qué a mis hombres que con sus puños golpearan el piso, lo cual
provocó un pequeño temblor en la zona, era la indicación para
comenzar el ataque. Tan sólo unos segundos después de iniciado
el temblor, cientos de flechas y lanzas surcaron el cielo, como si
los mismos árboles las escupiesen, la centuria de Julio César se
encontraba totalmente desprevenida y los proyectiles dieron en
sus dianas.
En ese instante, toda mi legión se lanzó a la batalla. Yo iba al
frente de ellos, por lo que pude notar cómo en los siguientes se­
gundos comenzaron a salir mis demás hombres de los puntos
convenidos. Todos nos abalanzamos sobre los rebeldes, como lo­
bos sobre ciervos. Al momento de ir corriendo algunos se trans­
formaban, otros lo habían hecho mientras aguardaban y los
restantes, como yo, sólo sacamos nuestras garras y colmillos. Una
buena parte de los duploukden-awi de César había sucumbido ante
el primer ataque, debido a la precisión de los disparos y a que
pocos los habían visto o escuchado con la anticipación necesaria
para esquivarlos. Otros no habían conseguido deshacerse del
arma que había perforado sus cuerpos cuando ya eran atacados por
mis legionarios, los que lo habían logrado e incluso algunos que
todavía tenían la jabalina insertada en los músculos, trataron de
escapar brincando sobre nuestras filas, pero eran interceptados
en el aire y muchas veces muertos antes de siquiera regresar al
suelo. La mayoría se encontró en Elíseos antes de darse cuenta de
lo que ocurría. Nuestro ataque fue tan certero y rápido que pos­
teriormente fue bautizado como la Pûlemann Fûlpe. La primer mor­
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 155

dida siempre iba dirigida a la garganta de nuestro adversario,


para imposibilitarlo de gritar o aullar, inmediatamente nuestras
garras buscaban su corazón o cerebro, el cual algunos no encon­
traban, ya que mientras unos mordían el cuello de sus víctimas
un compañero se había encargado de los mismos. La Pûlemann
Fûlpe duró tan sólo un par de minutos a partir de que di la señal
de ataque hasta que el último de la centuria de Proscritos cayó.
Sólo tuve una baja y algunos heridos, los cuales, debido a nues­
tras cualidades, sanarían en menos tiempo del que había durado
la batalla. El primer paso estaba dado.
Ahora teníamos que preparar la bienvenida para el hombre
que recibiese el título de pater patriae. Una centuria de nuestros
hombres se haría pasar por los que acabábamos de matar; para ello
se vistieron con sus ropas y se cubrieron con su sudor para disfra­
zar su propio olor. Ordené que devoraran los cuerpos de los
muertos para acabar con la evidencia de la lucha. Octavio y una
de sus centurias tomaría el lugar de los caídos, Asarhadon regre­
saría al mismo lugar que había ocupado para atacar en la Pûlemann
Fûlpe con su cohorte, más un manipulio y una centuria de Octa­
vio; mientras que yo me uniría a la cohorte de Artemisia junto
con el resto de la cohorte del primer príncipe romano y nos escon­
deríamos en los árboles que se encontraban al oeste de los valles.
En esta ocasión dejaríamos libre una ruta de escape y aunque no
era nuestra intención que eso sucediese, tampoco queríamos dar
la impresión de que fuera una batalla a muerte, de hecho mis ór­
denes fueron que procurasen tomar prisioneros y sólo mataran
en caso extremo.
Al tiempo que nosotros librábamos la Pûlemann Fûlpe, tal y
como había sido planeado, la Primera Legión inició el ascenso del
Monte Petrosul. Rómulo iba al frente de una cohorte por el sur de
la montaña, Leónidas junto con otra cohorte por el oeste y Boadi­
cea y la cohorte restante tomaron el este del monte. En la primera
mitad de su camino a la cima encontraron poca resistencia, se
presentaron pocos enfrentamientos de los cuales no hubo bajas
en ninguno de los bandos, nuestro jefe máximo había ordenado
tomar prisioneros, a pesar de que eso significara dejar soldados
que vigilaran a los vencidos. Sólo hubo una batalla de importan­
cia y que es recordada como la Pûlemann adkep eani Bseroeni aba
Mounez Glâkteñ.
156  Rexagenäs

Cuando Rómulo se encontraba a poco menos de kilómetro y


medio de la cima, aprovechando el terreno irregular y una ligera
nevada que caía, un grupo de duploukden-awi trató de emboscarlos;
pero la astucia y el olfato de Rómulo impidió que fueran sorpren­
didos, al menos la sorpresa no fue ese ataque. Él me ha contado
que precisamente debido a las condiciones del terreno y del cli­
ma, sabía que era el lugar adecuado para ser emboscado, por lo
que esperaba un ataque sorpresivo. Además, segundos antes
de que éste se produjera, alcanzó a olfatear a sus agresores, alertó
a sus hombres e impidió así que la emboscada fuese del todo exi­
tosa. Una centuria de duploukden-awi salió literalmente por debajo
de la tierra, estaban cubiertos por la nieve, una decena de ellos se
lanzaron en contra de nuestro líder, buscaban capturarlo; sin em­
bargo, Rómulo no requirió de asistencia alguna para sobrepo­
nerse a sus atacantes. En verdad te digo Max, no hay ser más
poderoso y formidable en la batalla que nuestro guía. Según los
distintos relatos que escuché después, sin necesidad de quitarles
la vida, Rómulo dejó fuera de combate a los diez duploukden-awi
que se habían abalanzado sobre él. Unos cuentan que sólo vieron
las garras de Rómulo moverse a una velocidad impresionante y
al mismo tiempo veían caer extremidades de sus atacantes, otros
que con un sólo golpe, Rómulo había logrado arrojar a varios me­
tros a una buena parte de sus agresores, hay quienes aseguran
que con sólo escuchar su rugido varios recularon. Quizás fue una
mezcla de todo.
En esta parte del relato, Alejandro parecía absorto en su pro­
pia narración, quizás al igual que Max se lo imaginaba, ya que él
no había participado en esa batalla y así continuó.
Pero fue en ese momento que se dio la mayor sorpresa de
toda la guerra, al parecer de las entrañas de la montaña, se escuchó
un rugido con mezcla de aullido, profundamente agudo, el cual
hasta nosotros pudimos oír en los valles. Muchos duploukden-awi
cayeron al suelo aturdidos por el sonido; segundos después sur­
gió una gran llamarada, la cual quemó casi hasta los huesos a
varios de nuestros soldados y justo atrás de ésta aparecieron Julio
César y dos de sus hombres más cercanos montando dragones
alados. Rómulo no permitió que lo distrajera de su objetivo el
asombro de encontrarse a seres que aun cuando había visto, nun­
ca había enfrentado y ninguno de nosotros había domado con
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 157

anterioridad. Ordenó a sus soldados tomaran las posiciones más


elevadas posibles y atacaran con proyectiles, ya fueran flechas, ja­
balinas o simples piedras, tanto a dragones como a jinetes. El fun­
dador de Roma escaló una pendiente que lo colocaba en una
situación favorable para iniciar su ataque y aguardó a que César
y su montura se aproximaran a una distancia que le permitiera
alcanzarlo, pero el conquistador de las Galias ya era atacado por
los arxodeni y jabalineros de nuestro ejército y a pesar de que Ró­
mulo buscaba atacar a aquél, otro de los jinetes pasó a una distan­
cia adecuada para ser embestido por el lobo alfa; por lo que, como
el gran estratega militar que es, decidió no desperdiciar la opor­
tunidad de acabar con uno de ellos y con un salto por demás es­
pectacular, se lanzó sobre aquél. Su vuelo lo colocó justo en la
parte inferior del cuello de la bestia, asiéndose de ésta con sus
brazos y aprovechando el lugar donde estaba para comenzar a
asfixiarla. El dragón empezó a volar erráticamente, trataba de li­
brarse de su agresor, su jinete lanzó a Rómulo un par de jabalinas
que llevaba consigo, pero debido al vuelo irregular de la serpien­
te alada, que a su vez mantenía a nuestro guía en constante mo­
vimiento, ambos proyectiles fallaron. La falta de oxígeno en el
cerebro del animal, producto de la asfixia, provocó que perdiera
el conocimiento, hasta que se desmayó y cayó en picada. Una vez
inconsciente el dragón, durante el descenso, Rómulo se impulsó
para atacar al jinete, que aún seguía en el lomo de su montura; en
su vuelo hacia éste, el primer romano lo tomó con sus garras por
uno de los hombros, obligándolo a soltarse del animal. Segundos
después los tres caerían en la nieve de la montaña. Sin importar
lo grande que hubiese sido la caída, Rómulo se incorporó casi de
inmediato y se dirigió hacia el jinete, quien después de levan­
tarse, sólo tuvo oportunidad de ver el puño del duploukden-aw más
poderoso dirigirse a su quijada, para caer completamente incons­
ciente.
Mientras Rómulo luchaba contra el dragón, Leónidas y su co­
horte se incorporaron a la batalla. Leónidas ordenó a sus solda­
dos no tomar las posiciones elevadas que ya eran ocupadas por la
cohorte de nuestro líder, salvo para suplir a algún caído, siendo
él quien primero lo hizo. Al igual que Rómulo, esperaba que el
dragón de Julio César se aproximara para atacarlo, pero tampoco
fue éste, sino el tercer jinete quien voló cercano a él. En pleno
158  Rexagenäs

salto, el héroe de la batalla del paso de las Termópilas se transfor­


mó por completo, dio a un costado del dragón, justo donde ter­
minaba una de sus alas, donde clavó sus garras para sostenerse.
Debido al dolor producido en la bestia, ésta giró el cuello y lanzó
una gran llamarada contra Leónidas. El fuego del dragón dio tam­
bién en el jinete, lo calcinó casi por completo y lo hizo caer. El an­
tiguo rey de Esparta hubiese corrido la misma suerte que el
soldado de no ser porque el ala del reptil protegió gran parte de
su cuerpo, produciendo en él solo algunas quemaduras, las cua­
les fueron suficientes para obligarlo a soltarse. Leónidas no tuvo
que encargarse del jinete, el fuego de la bestia había calcinado su
corazón y cerebro. El dragón tuvo que descender, con el ala heri­
da le fue imposible continuar el vuelo.
El dragón de César se encontraba gravemente herido y al per­
catarse de que su intento por apresar a su antiguo preceptor ha­
bía fracasado, optó por la decisión que Rómulo había previsto,
descender por el único camino que le quedaba libre, cerciorándo­
se de hacer creer a sus persecutores de que huía y en parte era
cierto, pero además los guiaba hacia lo que él creía era una nueva
emboscada y así era, pero estaba preparada para alguien más.
César y su ejército descendieron el Monte Petrosul con una
relativa ventaja sobre la Primera Legión que ya se había reagru­
pado. La centuria que habíamos disfrazado y que comandaba
Octavio se había dispuesto a una distancia considerable de la
montaña, con el objeto de que no los pudiesen reconocer inme­
diatamente. La trampa funcionaba muy bien, demasiado bien
para haber sido cierto, quizás con otra persona hubiese podido
ser factible, pero no con Julio César.
Al llegar a la pequeña planicie que se formaba en el valle, el
hombre que recibió el título de dictador perpetuus se dirigió hacia
la centuria. Octavio, oculto en su disfraz, le hizo una señal para
indicarle que todo estaba en orden y no fue sino hasta que estuvo
demasiado cerca de mis soldados que reaccioné. César había des­
cubierto la trampa, había reconocido a su hijo adoptivo, pero no
dio ni la más mínima muestra de ello, continuó su paso con la
misma naturalidad con la que se hubiese acercado a su oficial. En
ese momento, me olvidé de dar la señal de ataque, dejé mi escon­
dite y corrí para detener al traidor. Al verme salir, mi legión supo
que la batalla debía iniciar, también dejaron sus escondites y
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 159

como en la Pûlemann Fûlpe, se lanzaron contra el ejército de los


Proscritos. Yo corrí con todas mis fuerzas y a pesar de mi gran
velocidad, no pude impedir lo que temí sucedería y que como un
arco me había lanzado cual flecha fuera de la protección de los
árboles. César le arrebató la lanza a uno de sus soldados, que
marchaba junto a él, dio la orden de que se agruparan en forma­
ción defensiva, formando un círculo, y al mismo tiempo lanzó la
jabalina hacia Octavio, dio justo en su garganta. Después de arro­
jar la lanza corrió y con un golpe fatal su garra penetró el pecho
de su víctima, quien sólo tuvo tiempo para escuchar las pala­
bras de su tío antes de que le arrancara el corazón, palabras que
yo también escuché, “Hakea’Veciner somon unis fiom färis-kun, ean unomos
ekha alëriz-un Kaesar”. Tras escuchar su sentencia de muerte, Octa­
vio cayó inerte en los campos cubiertos de nieve. Todo fue tan
repentino que ninguno de sus soldados tuvo oportunidad de re­
accionar, ellos deberían ser los atacantes y no al revés. La mano
derecha de Julio César sostenía el corazón del primer príncipe
romano, el cual estaba a punto de ser devorado, pero antes de
que eso sucediera caí encima de él, lleno de rabia y coraje inicié
mi lucha contra mi antiguo compañero de armas.
Con un ágil movimiento, César se zafó de mí. La batalla había
iniciado, pero para mí en ese campo sólo existíamos ese hombre,
el asesino de mi amigo, y yo y entonces, con lágrimas en los ojos,
más de rabia que de dolor, le grité: “¿Por qué, César, por qué ma­
taste a Octavio? Él era sangre de tu sangre, era nuestro hermano
menor”. A lo que éste respondió tranquilamente: “No me lo pre­
guntes a mí, pregúntaselo a Boadicea; seguramente ella te dirá
que ese era su destino. Octavio tomó mi trono y a cambio tomé su
vida”. No quería escuchar más palabras del que otrora fuera mi
hermano, acababa de cometer fratricidio, había matado a quien
consideraba mi hermano menor y nuevamente me lancé contra
él. Desenfundé mi espada, “Testurêto abi Doudek Laköupi”, y él hizo
lo propio, revelando en ese momento que había recuperado la
“Crocea Mors” y que sólo los hombres que lo habían enfrentado
en la cima del Monte Petrosul habían alcanzado a reconocer. No
sólo utilizamos nuestros aceros, los cuales chocaron en repetidas
­ocasiones, también hicimos uso de nuestros colmillos, los míos
alcanzaron a herirlo al igual que los suyos a mí, pero ambos se­
guíamos de pie, ninguno estaba dispuesto a ceder ante el otro.
160  Rexagenäs

La Primera Legión llegó a los valles. Arqueros y hasjêdeni per­


manecieron en las faldas de la montaña, para sacar provecho de
la posición elevada que ésta les ofrecía. La Primera Legión se
agrupó en tres columnas y mientras marchaban contra el ejército
de los Proscritos, las dos de los flancos se abrieron. Al darse cuen­
ta de la formación que usaba la Primera Legión, Asarhadon y Ar­
temisia hicieron lo mismo con la Segunda, pero en el extremo
opuesto del valle. En esta ocasión no los superábamos por tantos
como en la Pûlemann Fûlpe, pero definitivamente se encontraban en
desventaja, no sólo por el número, sino porque su líder no los
conducía, mientras que el nuestro, guiaba con precisión quirúrgi­
ca nuestro ataque. El choque de ambos ejércitos fue colosal, hubo
varios de ambos bandos que fallecieron durante la batalla, sobre
todo del suyo, otros de los rebeldes se rindieron, quizás al darse
cuenta de que su lucha era estéril pero prefiero pensar que lo hi­
cieron antes de derramar la sangre de más hermanos. Los restan­
tes fueron sometidos, pero es de reconocerse, ninguno intentó la
fuga. De esta manera, hubo un momento en el que toda la aten­
ción se centró en la pelea entre César y yo.
Nuestros rugidos cubrían por completo los valles y segura­
mente podían ser escuchados hasta en la punta de los Montes
Cárpatos. Uno solo de nuestros golpes hubiese matado a un ele­
fante y posiblemente a algún duploukden-aw, pero nosotros los reci­
bíamos y regresábamos otro con más fuerza. Era una lucha de
dos titanes. En uno de esos golpes, la Crocea Mors penetró por mi
costado derecho y me causó una herida grave, pero ni así me de­
tendría. César me lanzó otro golpe, esta vez con su garra, pero en
esta ocasión lo detuve y no sólo eso, le fracturé el brazo y aprove­
ché el momento para, con una maniobra, hacerlo girar y obligarlo
a quedar de espaldas a mí. Con mi pierna izquierda fracturé la
suya y lo hice caer de rodillas. Acto seguido rodee su cuello con
mi brazo y mientras lo sofocaba con una mano, introduje mi es­
pada por su clavícula, le atravesé todo el tronco, pero me cuidé
de no dar el golpe final, lo solté y lo dejé caer al piso. Segundos des­
pués, ya recuperado mi adversario, le dije: “A pesar de haber ma­
tado a mi hermano no te mataré, porque a ti también te consideré
un hermano y no cometeré el mismo crimen que tú”.
En ese momento Rómulo se acercó y se dirigió a Julio César:
“Alejandro te ha derrotado y se ha mostrado misericordioso con­
Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ 161

tigo, por lo que nadie tomará hoy tu vida. Vine para ofrecerte la
oportunidad de regresar con nosotros, pero tu crimen ha ido más
allá de donde puede llegar mi perdón. Tus castigos serán el exilio
y la memoria. Puedes pretender olvidar el pasado, pero siempre
lo tendrás presente. Busca tu morada más allá de estas montañas,
entre los bárbaros, que como tal has elegido vivir”. Posteriormen­
te, nuestro líder volteó y con voz profunda se dirigió hacia todos:
“Hoy se ha derramado la sangre de nuestros hermanos. Estas ba­
tallas han sido un paso atrás en nuestro proceso evolutivo, pero
todos somos culpables de esta guerra fratricida. Aquellos que es­
tén arrepentidos podrán regresar con nosotros y reincorporarse a
nuestra familia, no sin antes sufrir degradaciones en sus rangos.
Aquellos que consideren a César su guía, compartirán la misma
pena que éste; sin embargo, hoy son libres de marcharse”.
Al igual que cuando Bruto y otros senadores romanos acaba­
ron con su vida y por consiguiente con sus aspiraciones políticas,
este mismo hombre se levantó en ese momento, tres siglos des­
pués de aquel suceso y aunque en esta ocasión ya recuperado de
sus heridas, con el mismo resultado: derrotado y con el laurel
apartado de su sien. Antes de iniciar su exilio me dirigió una mi­
rada en la que tristemente vi rabia y desprecio.
La conclusión de la narración fue seguida de un profundo si­
lencio en la habitación, Max no había deseado interrumpir a Ale­
jandro ante ese relato que lo había dejado total y absolutamente
perplejo; por ello no fue sino hasta que estuvo seguro de que ha­
bía finalizado que afirmó:
—¡Es el relato más doloroso que haya escuchado en mi vida!
—Seguramente lo es por sus participantes, pero quizás igual
de dramáticas son las Bêlezi adkep eani Agâden aba Môrel —comentó
Alejandro agradecido ante la reacción de su oyente.
—¿Esas son las guerras contra los lamwadeni, cierto?
—Así es —respondió escuetamente Alejandro, con la inten­
ción de que el muchacho echara a volar su imaginación.
—Por cierto ¿tiene algún nombre la última batalla o esa es
precisamente la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ?
—No, el conjunto de todos estos eventos son conocidos como
la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ, la última batalla fue nombrada
Pûlemann abi Dou Bêlenazi, precisamente por el enfrentamiento entre
César y yo.
162  Rexagenäs

Fue debido a la narración pronunciada por el macedonio que


los pensamientos de Max se despejaron a un grado tal, que a par­
tir de ese momento no existió duda en su mente de que Alejandro
y los demás personajes que había conocido y de los que había
escuchado, eran realmente quienes decían ser. Después le agra­
deció haber compartido con él esa mañana y en especial la histo­
ria que le había transmitido.
Capítulo XII

Una madre

uw

P
osterior a la conversación con Alejandro, Max tuvo opor­
tunidad de reencontrarse con Aristóteles y mantener con
él una larga plática, el muchacho se sentía orgulloso, aun­
que sin presunción alguna por ello, de ser discípulo del gran filó­
sofo griego y en su corazón crecía un afecto tan grande por su
maestro como la admiración que le profesaba. Inteligentemente,
Max no le preguntó sobre las Bêlezi adkep eani Agâden aba Môrel, ese
era un tema que podría ser tratado mejor por el Cónsul o inclusi­
ve por otro guerrero. Enfocaron su plática en materias de Ética y
Metafísica hasta que Leonardo se unió a ellos y aprovechando la
posición que éste ocupaba como Jefe de los Servicios Diplomáti­
cos y de Inteligencia, Max indagó sobre las relaciones que mante­
nían los duploukden-awi con gobiernos y grupos de poder humanos,
así como la estrategia que seguían sus contrapartes en las cinco
razas de los hombres vampiro. La plática se prolongó hasta des­
pués de la cena y a pesar del deseo expreso del joven de conti­
nuar la conversación, atendió la sugerencia de los senadores de
retirarse a reposar.
164  Rexagenäs

A la mañana siguiente, después de un ligero desayuno, Max


se encontró con una niña de no más de trece años de edad, posee­
dora de unos hermosos y grandes ojos pardos, quien respondía al
nombre de Victoria. Ella le indicó que lo conduciría a donde
Boadicea lo esperaba. Mientras caminaban por los jardines de la
mansión, el futuro iniciado sintió un gran impulso en hablarle a
la niña o mejor dicho, adolescente, tenía una gran curiosidad de
que alguien tan joven estuviese en esos lugares y más si también
sería un duploukden-aw, por lo que le preguntó:
—Dime, Victoria, tú también eres… Dios, no quiero ser indis­
creto…
—Si tu pregunta es si soy una duploukden-aw, la respuesta es sí,
aunque no he sido transformada; sin embargo cuento con todo lo
necesario para serlo y lo he asumido plenamente, sólo falta mi
ritual de iniciación, el cual no se llevará a cabo sino hasta que
cumpla veintitrés años, tal y como sucede con todos nosotros
—manifestó la muchachita con una voz angelical y con tanta se­
guridad en sus palabras que Max sintió una bofetada en la meji­
lla, a pesar de que no hubiese sido ni remotamente esa la intención
de su interlocutora.
—Pero si estás convencida de todo, ¿por qué no te han trans­
formado? —preguntó el muchacho haciendo caso omiso de la po­
sible agresión o insinuación que se le había hecho, sabedor de
que había sido sin intención alguna.
—Es muy simple, soy muy joven todavía —contestó Victoria,
para después explicarle que nadie podía ser transformado tan jo­
ven, ya que a partir de ese momento su envejecimiento sería ex­
tremadamente lento y le tomaría siglos a su cuerpo llegar a la
plenitud de su desarrollo; con lo cual, aun cuando sería mucho
más vigorosa que el hombre más fuerte del mundo, no sería lo
suficiente para derrotar a un solo lamwaden, dejándola en un esta­
do completo de indefensión.
Intrigado el muchacho, aunque cabría decir que ya no le asom­
braba el estarlo, investigó qué hacía la niña mientras llegaba el
momento para su ritual, a lo que ella respondió que se preparaba
tanto física como espiritualmente para estar en plenitud para ese
día y también para convertirse en una vhestaz-un.
—¡Que interesante! Veo que eres una niña muy inteli­
gente.
Una madre 165

—Gracias —señaló Victoria cortésmente y hasta hizo una li­


gera reverencia, pero un poco molesta por el trato infantil que le
daba aquel sujeto—. Dicen que tú también eres muy inteligente,
además de guapo y eso se lo escuché decir a la dama Sif.
—¿Conoces a Sif? —inquirió Max un poco exaltado y dete­
niéndose.
—Claro que la conozco —mencionó Victoria mientras mos­
traba una pícara sonrisa producto de la impresión que había
­causado—. Hace un par de años entré a su servicio para mi pre­
paración como vhestaz-un. Ella es la suma sacerdotisa del templo
de Meg Vhestaz. ¿Sabías que es la primera suma sacerdotisa en
nuestra historia que logra tal honor con menos de dos siglos y
medio de edad?
—No, no lo sabía —contestó Max sin tratar de ocultar lo poco
que le importaba eso y apresurándose a preguntar lo que real­
mente le interesaba antes de que Victoria cambiara el tema o si­
guiera hablando, impidiéndole conocer lo que deseaba—. Dime,
¿cómo es ella?
—Es la mujer más hermosa que hayas visto —comentó la pe­
queña aprendiz mientras reanudaba la marcha—. Si quisieras
imaginarla, seguramente no te acercarías ni a la milésima parte
de su belleza. El día que la conozcas creerás haber muerto y que
Dios mandó al más hermoso de sus ángeles a recogerte.
—¿Tan hermosa es? —preguntó Max en tanto, pese a la ad­
vertencia, trataba de hacerse una reproducción mental de ella.
—El maestro Leonardo ha dicho que si Miguel Ángel la hu­
biese tenido como modelo para una de sus esculturas, se hubiese
dedicado a otro oficio, ya que se habría frustrado al no poder
igualar su perfecta belleza —indicó Victoria, quien aparentemen­
te se encontraba tan orgullosa de ser aprendiz de Sif, como Max
lo estaba de serlo de Aristóteles.
El muchacho dejó salir un gran suspiro y entonces inquirió:
—¿Pero interiormente cómo es? Es decir…
—Lo siento, Max, ya hemos llegado y no debes hacer esperar
a Boadicea. ¿Por qué no le preguntas a ella sobre Sif? Nadie la
conoce mejor. —La niña se puso en puntillas para alcanzar al cu­
rioso joven y darle un beso en la mejilla para despedirse de él.
A unos metros de ellos se levantaba un hermoso y complejo
laberinto hecho de arbustos que superaban los cuatro metros de
166  Rexagenäs

altura. En la entrada del mismo lo aguardaba Boadicea. Usaba un


vestido de manta con bordados dorados, el cabello suelto e irra­
diaba una frescura tal, que sólo fue opacada por su propia sonrisa
al ver al probable sucesor de su cónyuge.
Max se apresuró en llegar a su lado y la saludó con un beso en
la mejilla, para después decirle:
—Te ves hermosa. Con sólo admirarte unos segundos se en­
tiende por qué cada vez que Rómulo habla de ti, se le desborda el
corazón.
—Gracias, Max, una mujer siempre agradece halagos como
ese; pero la belleza que me aludes no está en mí, sino en lo que
perciben tu alma y la de mi esposo, la belleza de la vida está en los
ojos de quien la contempla. Acompáñame a caminar por este labe­
rinto que diseñó Leonardo. —Una vez iniciado el trayecto, Boadi­
cea solicitó al muchacho que le hablase de su vida: cómo había
sido su niñez, cómo había sido su relación con sus seres más alle­
gados, incluyendo a sus amigos y hasta aquellas a quienes había
amado.
Max intuía que gran parte de los datos que le daría a la anti­
gua reina celta los debería de conocer, producto de la investiga­
ción que escuchó habían hecho sobre él; sin embargo, no quiso
omitir información alguna y para comenzar su relato explicó que
nunca conoció a sus padres. Un sacerdote jesuita lo había encon­
trado abandonado cuando sólo contaba con horas de haber naci­
do y lo había llevado con él. De alguna manera se las había
arreglado para mantenerlo a su lado sin importar a dónde lo en­
viaran. Él y los demás miembros de la congregación de las casas
en las que había vivido se encargaron de su educación, lo instru­
yeron en diversas ciencias y en los ejercicios espirituales que di­
señó el creador de la Orden.
—Tu educación es notable, se nota la mano de los jesuitas
en ella y esos ejercicios te serán de gran valía en el futuro —con­
cedió Boadicea al tiempo que se tomaba del antebrazo del mu­
chacho.
—Gracias y sin demeritar lo que ellos me enseñaron, también
es cierto que aprendí, entre otras cosas, diferentes técnicas de me­
ditación, gracias a maestros con los que me permitieron convivir
en los diversos lugares en los que habité, India entre ellos. —Lo
que no dijo en ese momento Max, fue que en esos lugares en los que
Una madre 167

vivió, no sólo aprendió distintas y complejas formas de medita­


ción, también palpó de primera mano, las grandes diferencias so­
ciales que el mundo vivía, la miseria que deambulaba por las
calles de algunas de las ciudades en las que creció y que marca­
rían su forma de pensar por mucho tiempo.
Boadicea declaró que el hecho de que no hubiese registros del
nacimiento del joven y que cambiaran de residencia continua­
mente, dificultó su ya de por sí compleja búsqueda; sin embargo,
estaba convencida de que todo obedecía a un propósito y, que así
como a muchos se les permitía vivir como humanos para lograr
ciertas metas, Max sería convertido en el momento adecuado, en
posesión de los conocimientos que debía tener. Después lo invitó
a que continuara con su historia.
El nuevo discípulo del padre de la Ética reiteró que su infan­
cia y temprana juventud habían sido un constante errar por el
mundo al lado de ese sacerdote, quien, como uno de los amigos y
primeros en unirse al fundador de la Compañía, se llamaba Fran­
cisco Javier. Manifestó con cierta añoranza que era un hombre
que desbordaba bondad y gran inteligencia. Recordó que cuando
él era niño, el padre Francisco había sido designado rector en una
universidad de la Compañía y llamaba por su nombre a todos los
maestros, empleados y a muchos de los alumnos, a todos les daba
un trato igualitario, humanitario. Nunca había sido Padre Gene­
ral, pero como a muy pocos jesuitas a lo largo de la historia se le
había permitido escalar en la jerarquía de la Iglesia y coincidió
que cuando lo trasladaron a Kenia, donde fue nombrado Obispo
de Embu, Max ingresó a la universidad. Muy a su pesar y por la
nueva posición del padre Francisco Javier tuvo que separarse del
prelado y regresar a su ciudad de origen, donde gracias a las re­
comendaciones del recién nombrado Obispo, se le consideró para
una beca.
—Creo que debes saber que recién se reunió el cónclave y tu
amigo no fue electo Papa, aunque fue el principal opositor del
Arzobispo Emérito de Split-Makarska, a quien el Colegio Carde­
nalicio ha puesto en la silla de San Pedro. —Con cada frase que
parecía ir al margen de la conversación, Boadicea buscaba que el
joven se desenvolviera más frente a ella.
—Gracias por la noticia, no lo sabía y he de reconocer que la­
mentablemente no me sorprende. El Obispo de Croacia es un
168  Rexagenäs

hombre en extremo conservador, cualquiera diría que fue educa­


do en tiempos de la Inquisición. —Si bien Max no había tenido
oportunidad de conocer el resultado de la elección, ya que ésta se
había dado con posterioridad a su llegada a la villa, sí había teni­
do oportunidad de hacer un estudio minucioso de los contrincan­
tes de su mentor, estudio que le había enviado a éste en espera de
que le fuera de utilidad.
—Digamos que para ciertos sectores fue lo adecuado. —La
guerrera bretona no amplió más su comentario, lo dejó abierto
para que el muchacho lo hiciera.
—En verdad es una noticia importante, aunque no puedo de­
cir que me alegre por ella, mi candidato hubiese sido la mejor
opción. Si la Iglesia no quiere fenecer, debe regresar en el tiempo
más allá de la Edad Media y retomar sus orígenes, acercarse a sus
fieles, dejar de apoyar a ricos y poderosos y abogar por los po­
bres, pero más que nada, debe dejar ese papel de organización
controladora del mundo terrenal y abocarse a su verdadera mi­
sión en el ámbito espiritual. El padre Francisco Javier lo haría;
pero bueno, eso es algo que no nos concierne.
Boadicea sonrió pero calló; por lo que el muchacho regresó a
la pregunta original. Explicó que debido al tipo de vida que llevó,
su infancia y adolescencia transcurrieron al lado de hombres mu­
cho mayores que él, además fueron pocos los amigos que pudo
hacer durante esos años, producto de su constante migrar. Agre­
gó que sólo cuando practicaba algún deporte tenía la oportuni­
dad de convivir con personas de su edad, lo cual cambió con su
ingreso a la universidad, pero para cuando esto se dio, pese a su ca­
risma, su peculiar formación y antecedentes estaban tan arraiga­
dos en él que de alguna forma le habían dificultado integrarse a
la comunidad.
Boadicea y su acompañante continuaron su camino a través
del laberinto, el piso de tierra era interrumpido por mosaicos que
albergaban representaciones de distintos eventos históricos, en
ese momento pasaban encima de uno que mostraba la toma de
Jerusalén por parte de los cruzados. Max dedicó unos instantes a
contemplar el mosaico, la loba alfa permitió esa breve pausa y
después le pidió que hablara sobre sus relaciones amorosas. Él
reconoció que había tenido de todo: momentos buenos, otros no
tanto; con algunas conservaba una buena amistad; otras espera­
Una madre 169

ron que les diese una vida llena de lujos y cosas que a él realmen­
te no le interesaban. Hizo la analogía de que sus relaciones eran
como el piso por el que andaban, un gran mosaico en el que el
único común denominador era que no fueron muy duraderas y
que al final eran ellas quienes lo dejaban. Meditó un poco y di­
jo que quizás ellas fueron más inteligentes que él al soltarse de
algo que se incendiaba, mientras que él siguió aferrado a pesar
de que sólo quedaran cenizas.
Boadicea posó sus ojos misericordiosos en el muchacho. Sin
importar el papel que jugase en el futuro, sus aciertos y errores,
ella sabía que lo querría por siempre. Con una mezcla de dulzura
y amargura señaló que al parecer sus relaciones sentimentales no
habían salido del todo bien; le indicó que vivía en un mundo en
el que simplemente no encajaba.
—Sí, así pareciera… pero sé a dónde vas con todo esto —anun­
ció Max mientras sacudía la cabeza como si deseara librarse de la
hipnosis que la mirada y voz de la druidesa celta causaban en
él—. Me vas a decir que no encajo en ese mundo debido a que
pertenezco a éste, así como Rómulo dijo que la razón de mis en­
fermedades es el cambio que experimenta mi ADN y acabarás
por decirme que es porque soy un duploukden-aw prifûno.
—No, Max, no estoy aquí para meterte ideas en la cabeza
—re­futó Boadicea, mientras se detenía y colocaba su mano sobre
la del joven, buscando transmitirle paciencia y tranquili­dad—. A
mucha gente se le va una buena parte de la vida disimulando lo que es
y simulando lo que no es y no quiero que eso pase conti­go; por eso
estoy aquí, para ayudarte a encontrar el camino a la verdad.
Con tono firme, pero con cuidado de ser respetuoso, el mu­
chacho cuestionó si por ello se refería a su verdad. Preocupada
ante la cerrazón que mostraba el joven, Boadicea sentenció que
verdad sólo hay una. Las personas la podían interpretar de dis­
tintas formas, la podían ver con diversos matices y formarse una
idea que asumían como la verdad, pero que sólo era un reflejo, a
veces distorsionado, de ella.
Los ojos de Max captaron la consternación que traspasaba el
cuerpo de la reina bretona, sintió una genuina preocupación de
parte de ella. No tenía razones para desconfiar de esa mujer, al
contrario. Si bien no era la única a quien admiraba y respetaba, con
nadie más se sentía tan seguro de abrirse por completo. Por ello,
170  Rexagenäs

se rindió ante ella, bajó la cabeza y reconoció que debido a las


pláticas que había sostenido desde su llegada a la villa y a las re­
flexiones que había tenido entorno a éstas, creía sinceramente
que ellos fueran quienes afirmaban ser y lo que eso conllevaba, es
decir, que fueran duploukden-awi. Pero no sólo eso, incluso aceptó
creer que él también lo fuese, ya que una vez reconocido lo ante­
rior, no podía haber otra razón para que lo tuviesen entre ellos y
se dedicasen con tanto tiempo y esmero a convencerlo. Sin em­
bargo, la parte que más le costaba creer y a la cual no había llega­
do, era que fuese a ser el sucesor de Rómulo. Le pidió a Boadicea
que lo entendiera, eso era demasiado peso sobre sus hombros y él
estaba seguro de no haber nacido para comandar ejércitos o go­
bernar pueblos.
Boadicea lo arropó con un cálido abrazo y recargando la ca­
beza del muchacho en su seno, murmuró:
—Ay, hijo mío, si en mis manos estuviese el evitarte todas las
tribulaciones por las que has de pasar, quizás incluso sabiendo
que sería un error, lo haría; pero a pesar de nuestros poderes, Ró­
mulo y yo no podemos hacer más allá de lo que nos ha correspon­
dido y ahora comienza tu tiempo y el de Sif y nosotros sólo
habremos de guiarlos de la mejor manera que lo creamos y tanto
como ustedes nos lo permitan.
Después, tomó el rostro de Max entre sus manos y lo invitó a
que pensara en los héroes mitológicos y hasta en aquellos de la
actualidad, quienes por diversas circunstancias habían adquirido
grandes poderes, muchas veces sin haberlos buscado y que en
ocasiones hasta intentaban deshacerse de ellos.
Él sonrió ante tal analogía, aceptó que había sido muy ade­
cuada; sin embargo explicó que, aun cuando le encantaría ser un
caballero que rescatase a una bella princesa, la realidad era que se
acercaba más a ser un gitano o un hippie que todavía creía en la
bondad del hombre y que lejos de desear conquistar el mundo,
quería salvarlo.
La heroína bretona sonrió ante las palabras del joven a
quien ya veía como su hijo y reanudó su camino por el enmara­
ñado de arbustos, reiteró que no buscaba convencerlo de ser el
sucesor de Rómulo, que de hecho nadie quería que lo aceptase
sólo por sentirse presionado, no podía ni debía ser así. Después,
en un aparente cambio de conversación, dijo que Aristóteles le
Una madre 171

había comentado que había un tema en particular del cual desea­


ba hablar y de hecho, por eso le había pedido que la acompañara
esa mañana.
—Sif —dijo Max al tiempo que levantaba la mirada y abría
grandes los ojos.
Boadicea asintió y le preguntó qué deseaba saber sobre ella.
—Honestamente no sé ni por dónde empezar a preguntarte
—aceptó el muchacho pasándose las manos por el cabello y en­
trelazándolas al llegar a la nuca—. Todo sobre ella me intriga.
¿Quién es, de dónde viene? Pero más que nada, ¿qué la hace ser
la persona adecuada para mí?
—¿Qué te parece si las dos primeras preguntas se las haces a
ella directamente? —Al escuchar esto, Max no pudo ocultar la
expectativa que le producía, creía que por fin trataría con esa mis­
teriosa mujer—. En cuanto la conozcas, claro está. —De la misma
manera que mostró una gran desilusión al oír estas últimas pala­
bras—. Pronto, muy pronto llegará el momento y estoy segura de
que Sif misma querrá contarte su historia. Sin embargo, déjame
busco despejar tus inquietudes respecto al porqué ella y lo en­
tiendo bien. ¿Cómo alguien que ni siquiera conoces puede ser esa
persona que tantas veces has creído encontrar, pero que por al­
gún motivo, tarde o temprano demuestra que no era la mujer que
tú buscabas?
Max señaló que era algo similar a sus dudas respecto a ser el
sucesor de Rómulo. Comprendía que por determinados conoci­
mientos y cualidades que los dos lobos alfa poseían, pudiesen
saber que contaba con las características necesarias para ser un
duploukden-aw, pero cómo podían saber su futuro, saber que iba a
ser su sucesor y por consiguiente el líder de tan grandes hombres
y mujeres como los que había conocido ahí, el gobernante del
mundo entero y por si eso fuese poco, que Sif iba a ser su esposa
y que se iban a amar por siglos, literalmente.
Definitivamente esa pregunta había llegado en el momento
preciso. Boadicea sabía que si exponía bien sus argumentos y el
inquisitivo joven los comprendía, podrían resolver no sólo sus
dudas sobre Sif, sino también aquellas que acababa de mencio­
nar. Explicó que volvería a tomar el punto referente a su papel
como sucesor de Rómulo, ya que venía mucho al caso con la pre­
gunta. Puntualizó que nadie puede ver el futuro con la misma
172  Rexagenäs

claridad con la que se ve el pasado: algunas personas pueden


vislumbrar parte de él, generalmente una y a veces varias opcio­
nes de ese futuro, pero nada con certeza. Aclaró que él no iba a
ser el sucesor de Rómulo sólo porque había nacido con la facul­
tad de ser un duploukden-aw prifûno, eso sólo le daba la posibilidad
de llegar a serlo, pero tendría que trabajar para lograrlo; habría
algunos que no lo aceptarían y tendría que convencerlos. Tampo­
co gobernaría al mundo únicamente porque las estrellas así lo
habían indicado, tendría que pelear por esa posición, ser más in­
teligente que sus enemigos y vencerlos y tampoco lo amaría Sif
sólo porque los dos eran duploukden-aw prifûno; tendría que conquis­
tarla y ella a él y día a día deberían de hacer crecer ese amor.
—Max, lo que no has entendido es que lo que se te ha dicho no
necesariamente va a suceder, sólo se te ha revelado lo que puedes
llegar a conquistar. Ojalá fuese de esa manera, ya que de ser así,
en lugar de preocuparnos por tu protección, haríamos preparati­
vos para una gran celebración, conocedores de que nada podría
interferir entre tú y ese destino. Son pocas las cosas que tenemos
por seguras y ésta, no es una de ellas; ni siquiera estamos segu­
ros de que llevaremos a cabo tu ritual con éxito.
El muchacho indagó si la incertidumbre obedecía a su in­cre­
dulidad de ser el sucesor de Rómulo, y Boadicea negó con la cabeza,
señaló que esperaban que para ese momento hubiese comprendi­
do quién era, pero en el transcurso de las horas que faltaban para
su ritual podían ocurrir muchas cosas, incluso durante la celebra­
ción del mismo, para el cual tendrían que salir de la villa.
—¿Horas dices, cuánto falta para mi ritual y dónde será si no
es aquí? —preguntó alarmado Max, bajo un deseo irreal de poder
alargar el tiempo y con temor de no llegar preparado a la cere­
monia.
Boadicea lo calmó, le indicó que su ritual sería en dos días, du­
rante el ocaso, en la culminación de lo que para los romanos era
la celebración de las fiestas vestalias y que para ellos era una de las
celebraciones de Meg Vhestaz. Se llevaría a cabo en el Monte Palatino.
Max se tranquilizó al escuchar que todavía faltaban un par de
días para el ritual y comentó que se imaginaba que el lugar era
debido a que ahí había sido donde Rómulo se había transforma­
do en duploukden-aw por primera vez, pero preguntó a qué se debía
la designación del día.
Una madre 173

La druidesa explicó que cada duploukden-aw tenía una fecha


propicia para su ritual, basada en las características de la perso­
na. En la inmensa mayoría de los casos el individuo que iba a ser
iniciado, se encontraba entre ellos varios años antes de que se
realizara la ceremonia, por lo que podían planearlo a la perfec­
ción, como era la situación de Victoria. Sin embargo, en el caso de
Max no podían darse el lujo de esperar demasiado, cada minuto
que pasara sin que contara con sus poderes era un minuto más en
el que le daban al enemigo la oportunidad de atacarlo mientras
era completamente vulnerable. Por lo que tuvieron que buscar la
fecha adecuada más cercana; pero ella estaba convencida de que
no podría haber mejor día para el ritual del joven.
Max comentó que, según sabía, las fiestas vestalias eran im­
portantes para los romanos y por lo que había visto, ahí se le daba
una importancia significativa a las ceremonias del pasado; a pe­
sar de ello, no encontraba la relación que esas festividades pudie­
sen tener con él.
Boadicea le reveló que sería el fundador de Roma quien lle­
varía a cabo el ritual, él sería quien realizaría la mordida, pero
también participarían Sif, los senadores, las demás sacerdotisas
del templo de Meg Vhestaz y ella. En su caso cobraba mayor im­
portancia, porque la suma sacerdotisa era Sif, por lo que sería
muy adecuado que fuese ungido bajo la protección de aquella a
quien su duploukden-aw prifûno había dedicado su vida hasta ese
momento. Concluyó al decirle que Meg Vhestaz era su mayor dei­
dad, la suma de todas las grandes deidades y en particular esa
fecha que estaba dedicada a la antigua Vesta, era trascendente
para él, ya que el fuego de Vesta era el símbolo del alma del uni­
verso mismo.
Aun a expensas de desviar la plática sobre Sif, había un tema
que llamaba mucho la atención de Max, aunque lo honesto sería
decir que eran muchos los tópicos que lo intrigaban, pero vio ese
como el momento perfecto para saciar su curiosidad y, especial­
mente, intuyó que la reina celta era una de las personas idóneas
para abordarlo. Después regresaría a sus preguntas acerca de Sif,
pero en ese momento, prefirió indagar cómo era posible que seres
tan avanzados adoraran a las deidades del pasado.
—No las vemos como parte de una religión, de hecho no te­
nemos una religión oficial ni nada parecido —explicó Boadicea
174  Rexagenäs

gustosa de la inquietud que el joven le había externado—. Cada


quien cree lo que quiere creer, pero todos atendemos con gran
devoción los rituales y fiestas que se celebran y que son mezcla de
una infinidad de pensamientos. Celebramos por igual a dioses
griegos, egipcios o mayas, así como festividades persas, nórdicas,
japonesas, etc. Hemos conjugado lo que algunas culturas vieron
como deidades y otras como ángeles y demonios. En algunas
ocasiones hemos fundido en torno a una sola deidad la creencia
de dos o más culturas, Meg Vhestaz es uno de esos casos, ya que no
sólo representa a la deidad romana, sino también a la Gran Diosa
celta, al Gran Espíritu indoamericano, entre otros. Pero insisto,
no necesariamente como algo religioso, sino como algo que for­
ma parte de nuestra historia.
La antigua lideresa de los celtas-bretones leyó en los ojos de
Max que, incluso cuando su respuesta había quedado cubierta,
deseaba saber más sobre el tema, por lo que desarrolló, al menos
parcialmente, su cosmovisión: ella creía que un ser inconocible y
eterno era el origen de todo, otros pensaban que la suma de todas
las criaturas formaban al Todo. Ambos pensamientos colindaban
en creer que todo se unía a todo a través del Todo y que todo era
capaz de alcanzar niveles superiores de conciencia por medio de
la percepción y entendimiento de sí mismo y de todo, con lo cual,
los segundos creían que se podía conocer al Todo, no así Boadi­
cea, quien sostenía que de dicha manera sólo se lograría conocer
el espectro completo de la creación del Todo, pero no por ello al
Todo en su mismidad.
Ninguno veía a los dioses de antaño bajo la perspectiva que
se les había dado en ese entonces, para algunos eran sólo parte de
la preservación de sus costumbres, al igual que sus vestidos y sus
danzas, para otros, como ella, eran seres que al igual que todo
habían sido creados por el Todo y que habían logrado niveles
superiores de conciencia, aunque las creencias antiguas habían
distorsionado parte de la realidad de esos seres, así como las le­
yendas, que contienen parte de mito y parte de verdad. Ahora
bien, al formar esos seres parte de todo y por ende del Todo, para
lograr niveles superiores de conciencia, uno debía buscar conec­
tarse con ellos y comprender su mismidad, de la misma manera
que se buscaba entender la esencia de un animal, un bosque, un
planeta o todo un sistema solar. Sólo acallando la mente y aten­
Una madre 175

diendo a la presencia del Todo en uno mismo, es como se puede


acercarse a todo.
Max escuchaba con atención, de vez en cuando asentía, aun­
que no necesariamente para demostrarle a Boadicea que coinci­
día con ella en algún punto, sino como cuando uno, después de
plantearse por mucho tiempo un problema, escucha la solución.
Una vez que ella terminó su exposición, aprovechó para, sin des­
viarse por completo del tópico, encaminar la plática de regreso al
punto que más le inquietaba.
—Comentaste que Sif es la suma sacerdotisa del templo de
Meg Vhestaz y Victoria también me lo había dicho, ¿podrías ha­
blarme sobre ello?
—Sólo las muguregi pueden entrar al servicio de Meg Vhestaz y
únicamente lo pueden hacer después de cien años de haber teni­
do su ritual. —Boadicea explicó que a pesar del requisito anterior,
no existía una edad mínima para aquellas que deseaban dedicar
sus servicios a la diosa. Sólo podía haber cinco aprendices por
cada sacerdotisa y sólo había seis sacerdotisas, una de ellas era la
suma sacerdotisa, cargo al cual podían aspirar tras ciento cincuen­
ta años como sacerdotisas y que ejercían por un siglo. Después de
trescientos años como sacerdotisas debían retirarse o al concluir
su periodo como suma sacerdotisa. Cuando esto sucedía, la suma
sacerdotisa elegía a una mugureg dentro de aquellas que estaban al
servicio de Meg Vhestaz para que ocupase el lugar de la saliente y
la suma sacerdotisa era nombrada por Rómulo y por ella.
Max indagó por qué Sif no había tenido que cumplir con nin­
guna de esas reglas. A lo que la aristocrática bretona respondió
que debido a su condición de duploukden-aw prifûno no podía haber
alguien por encima de ella. Sif había decidido dedicar su vida al
servicio de Meg Vhestaz hasta que él llegase, por lo que el mismo
día de su ritual, había sido nombrada sacerdotisa e inclusive
suma sacerdotisa.
Todavía contaminado por la conducta humana, el mucha­cho
llegó a pensar que esa designación habría acarreado pro­testas en­
tre las vhestaz-uni, pero Boadicea lo sacó de su error, le indicó que
las sacerdotisas de Meg Vhestaz debían ser duploukden-awi por de­
más virtuosas y no conocían la envidia; muy por el con­trario, se
habían sentido honradas de que su suma sacerdotisa fuese una
duploukden-aw prifûno, algo que difícilmente se repetirá en la historia.
176  Rexagenäs

Producto de su deseo por conocer más sobre su posible pare­


ja, Max indagó por qué había escogido ser una vhestaz-un. Se que­
dó helado al escuchar que lo había hecho para ser lo más virtuosa
posible el día que se uniera a él. Y aun cuando se preguntó a sí
mismo si sería merecedor de Sif e inclusive si sería capaz de ena­
morarla, lo hizo en voz alta, por lo que, a manera de consuelo, la
reina celta le dijo que dentro de toda su lista de preocupaciones
podía eliminar esa, lo único que requería era ser él mismo y se­
guir los dictámenes de su corazón.
Un leve suspiro acompañado de una tímida sonrisa en el jo­
ven, indicaron a Boadicea que el corazón del muchacho ansia­ba
ese encuentro y que ya no era necesario proseguir con ese tema;
debido a ello lo invitó a que formulara una nueva interrogante.
Max deseaba saber más sobre Sif, pero como bien se lo había
dicho esa formidable mujer con la que paseaba, lo restante se­
ría mejor conocerlo en persona y atendió el requerimiento.
—Quizás parezca una pregunta tonta, pero cuando Rómulo
me habló por primera vez de ti dijo que en tu pueblo te llamaban
Boudica, ¿por qué entonces te llaman y tú misma te haces lla­
mar Boadicea?
Por fin habían llegado al centro del laberinto, era un espacio
circular con una sola entrada, alrededor estaban postradas las es­
tatuas de cinco guerreros fabricadas en mármol y en medio un
altar de piedra con diferentes runas grabadas en él. La conquista­
dora de Londinium se sentó en el piso, recargó la espalda contra el
objeto de piedra e invitó al joven a que hiciera lo propio. Una vez
acomodados manifestó:
—Durante mi trayecto como humana fui conocida entre el que
fue mi pueblo como Boudica, pero los romanos se referían a mí co­
mo Boadicea; ergo, cuando Rómulo me despertó me llamó así. Esa
es la forma en la que se dirigió por primera vez hacia mí el hom­
bre al que amo y por ello he decidido conservar ese ape­lativo.
—No pretendo cuestionarte ni mucho menos ofenderte, ¿pero
no es algo sumiso eso?
En las palabras de Boadicea no hubo molestia ni ofensa, sólo
paciencia y dulzura.
—Aquel que cree que hay sumisión en conservar los deseos o
seguir las formas de su pareja, no ama en realidad; porque un
amante nunca se somete, se entrega.
Una madre 177

—Perdón por mi insolencia —apuntó Max tomando entre sus


manos las de esa encantadora mujer.
Boadicea acarició el rostro del muchacho y con una sonrisa le
hizo saber que no la había ofendido, después reforzó su gesto al
decir:
—No busco que me veas sólo como tu preceptora sino tam­
bién como a una madre, puedes preguntarme lo que gustes y ten
por seguro que no me insultarás.
Antes de continuar con sus cuestionamientos Max agradeció
sinceramente a su interlocutora. Después dijo que dentro del
­cúmulo de cosas que desconocía, algunas de las cuales todavía lo
inquietaban, existía una que había llamado su atención des­de el
primer momento en que tuvo contacto con ellos: los anillos que
usaban en la mano izquierda. Miró el que portaba Boadicea y lo
tocó, debido a que todavía la sujetaba de esa mano, señaló que
había podido notar que incluso cuando el de todos tenía la misma
figura, las piedras que lo conformaban eran distintas en­tre algu­
nos y entre otros idénticas, como el de ella y el de Rómulo.
La milenaria druidesa detalló que la figura formada por sus
anillos era un pentáculo, el cual para su pueblo natal era el
­símbolo de la gran diosa. Max alegó creer que era un símbolo
satánico o algo parecido y ella lo corrigió, aclaró que muchas
­costumbres y símbolos utilizados por culturas antiguas poste­
riormente fueron considerados como paganos y por desinforma­
ción de la gente y tergiversación que le habían dado a esas
costumbres y símbolos, había quienes los consideraban algo ma­
léfico o satánico. Pero ese sentido más bien se lo daban al pen­
táculo invertido, al que se le conoce como pentagrama, y al que se
le relaciona con la maldad; aunque también esa apreciación es
incorrecta.
Un gesto del muchacho le indicó una ligera extrañeza y ella
añadió que al contrario de lo que indicaban las creencias popula­
res, les servían para protegerlos del mal.
—¿Incluyendo a los lamwadeni?
—No, ojalá funcionara como en las películas y pudiéramos
ahuyentarlos con algún símbolo u objeto —contestó Boadicea
riendo ante el inocente comentario, pero natural ante tanta desin­
formación que había sobre el tema—. Pero sí nos sirven para pro­
tegernos de maleficios que nos pudiesen dirigir. Algunos de ellos
178  Rexagenäs

son grandes magos, incluyendo dentro de los más destacados a


los Grupos de Asesinos de Atila y Drácula y sobre todo a la mujer
del segundo; pero la de ellos créeme, sí es magia negra.
—¿Y son más poderosos que tú? —Max no deseaba salirse del
tema nuevamente, con otras personas podría indagar más sobre
ese cuerpo, al parecer elite, de hombres vampiro; sin embargo esa
interrogante era adecuada para la más poderosa druidesa.
—Si les preguntaras a ellos te dirían que sí, pero la verdad es
que están muy lejos de acercarse siquiera a mis conocimientos,
les llevo varios siglos de ventaja. Pero no nos distraigamos en
pláticas desagradables, la pregunta que me hiciste es muy impor­
tante, así es que, ¿qué te parece si te explicó el significado de
nuestros anillos?
El muchacho accedió de inmediato y ella usó su anillo para
ejemplificarle cómo el pentáculo era formado por una estrella de
cinco picos, la cual era rodeada por un círculo, el pico superior
representaba a la gran diosa, o sea, a Meg Vhestaz, y los demás eran
los cuatro elementos esenciales: tierra, agua, viento y fuego. Max
preguntó si las piedras representan a cada uno de estos elemen­
tos y Boadicea apuntó que no exactamente, ya que como él había
observado, el anillo de todos tenía la misma figura, pero las pie­
dras que los conformaban eran diferentes. Los duploukden-aw prifûno
tenían un anillo, el de los senadores era diferente, el de los cónsu­
les era distinto, pretores, embajadores y vestales tenían uno pro­
pio, los elementos de la Guardia Pretoriana tenían el suyo y había
un anillo común para el resto de los duploukden-awi.
La precursora de muchos magos medievales manifestó que en
ese momento sólo le explicaría los poderes de las piedras que
conformaban el anillo de los duploukden-awi prifûno, ya que en su ri­
tual a Max le sería dado uno. El pentágono formado en el centro
de la estrella era ocupado por un ágata, el tercer ojo, el que les
permitía ver más allá del presente, le explicó que su poder le sería
de gran ayuda cuando estudiase los astros, en busca de los dife­
rentes futuros que se les pudiesen presentar. La piedra que ocu­
paba el lugar representativo de Meg Vhestaz era un zafiro, su poder
daría claridad a sus sentimientos, en especial aquellos relativos a
Sif. La unión de los lobos alfa es trascendental para la supervi­
vencia de una manada y en su caso no era diferente. Otra piedra
era una esmeralda, sus poderes lo auxiliarían en su búsqueda de
Una madre 179

conseguir una paz perenne; mientras que los de la amatista ali­


mentarían su mente y espíritu. El rubí incrementaría su intuición
y generosidad y, por último, como era evidente, todos los espa­
cios entre la estrella y el círculo eran ocupados por diamantes,
piedra de asombroso poder que brindaría seguridad y prosperi­
dad a su portador y a quienes lo rodeasen. Para finalizar aclaró
que el anillo era hecho de plata, porque ese metal es el represen­
tativo de Venus, así como el hierro es el representativo de Marte.
—¿Y todos esos poderes los tendré por el simple hecho de
portar el anillo?
—Bueno, no exactamente, esos poderes no te vienen con sólo
usar el anillo —dijo Boadicea dibujando una bella sonrisa—. Pero
te enseñaré a obtener el máximo provecho de ellos, cómo invo­
carlos de manera correcta y en el momento preciso.
—Hay algo que mencionaste durante tu explicación de las
piedras de los anillos que me llamó la atención en demasía: ¿qué
pasaría si Sif y yo no nos enamoramos y por ende, no nos conver­
timos en pareja?
Boadicea le recordó que Rómulo había sido capaz de descu­
brir más nacimientos de duploukden-awi a partir de la unión entre
ellos. Desconocían si al unirse él y Sif, podrían descubrir más,
pero también existía la opción de que si no lo hacían, vislumbrara
menos. Por otro lado, si algún día una pareja de duploukden-awi fue­
se capaz de concebir, tendrían que ser duploukden-awi prifûno y si
ellos no se unían tendrían que aguardar a que apareciesen otros,
para lo cual tendrían que esperar posiblemente milenios y aun así,
quizás nunca darse. A todo eso añadió que si no se uniesen, pro­
vocarían un gran desaliento entre todos los duploukden-awi, que po­
siblemente causara más deserciones y hasta escisiones.
—Hace unas horas te hubiese dicho que esto sólo viene a in­
crementar mis dudas, por considerarlo una carga más, pero tú me
has ayudado a no ver necesariamente todo como un lastre.
Boadicea se sintió complacida al comprobar que su plática
había rendido los frutos esperados y expresó:
—Está en nosotros el ver la vida como una serie de dificultades y
tribulaciones o como una acumulación de tesoros, y ahora discúlpame
pero debo dejarte para atender otros asuntos. A la salida del labe­
rinto te estarán aguardando, espero que recuerdes el camino de
regreso, ya que no lo emprenderemos juntos.
180  Rexagenäs

—Honestamente hubiese agradecido que me lo indicaras des­


de un principio, pero imagino que así debía ser —declaró Max
con un tono suave, con el cual evitaba ser descortés.
—Así es, de otra forma la prueba no lo hubiese sido del todo.
Debes estar atento a todo y en todo momento, incluso sin haber
sido advertido. En cuanto dé la vuelta en el primer recodo pue­
des iniciar tu búsqueda, pero recuerda, cada bifurcación que en­
cuentres en el laberinto es como una que se te presentará en la
vida y como en la vida podrás corregir el camino, pero el tiempo
perdido no podrás recuperarlo y sobre todo, el tiempo invertido
en tu corrección conllevará consecuencias.
Boadicea se levantó, se despidió de Max con un tierno beso en
la frente y en cuanto dejó de verla se apresuró a seguirla, pero ella
ya no estaba ahí.
Capítulo XIII

El Gran Consejo

uw

S
ólo unos minutos después de haber dejado a Max en el co­
razón del laberinto, Boadicea llegó a una construcción que
se encontraba cercana al viñedo. Al ingresar se descendía
por unas escaleras de madera a lo que notoriamente era un al­
macén, en él había una gran cantidad de estantes con varios tipos
de comida. Había pocas frutas y verduras frescas, pero había
­muchas más de las denominadas de conserva; también había pas­
tas, panes y muchos otros tipos de alimentos. En una de las es­
quinas había una cámara de refrigeración y a su lado, una puerta
en el suelo que la reina celta abrió para luego bajar por sus es­
caleras.
Llegó a una cava de dimensiones mayores que el mismo alma­
cén, lo primero con lo que se encontraba uno, era una mesa de
madera que tenía encima un gran queso, algunos pedazos de pan
y un cuchillo, a su alrededor había un par de sillas, cerca de la
mesa había algunos jamones colgados y más adelante una gran
cantidad de repisas con botellas de toda clase de vinos. Boadi­
cea caminó por uno de los pasillos que se formaban por estas re­
pisas hasta llegar a una sección menos iluminada, repleta de
182  Rexagenäs

barricas. Se detuvo en una que estaba pegada a la pared y a pesar


de estar prácticamente llena, la movió y debajo de ésta apareció
una nueva puerta, la abrió y descendió nuevamente por sus esca­
leras, al terminar de traspasar la puerta presionó un botón que
había en la pared, el cual activó un mecanismo que hizo cerrar la
puerta y volvió a colocar la barrica en su lugar.
En ese nuevo cuarto encontró a Doniov, así como a otros cua­
tro miembros de la Guardia Pretoriana y dos guardas más, quie­
nes al verla aparecer la saludaron. La habitación, a diferencia de
las demás, era pequeña y todo de acero reforzado. Detrás de los
guardas había una puerta también de acero y a su costado un
orificio en la pared de forma rectangular. En cuanto Boadicea es­
tuvo junto a ellos, el recién nombrado Prefecto introdujo su mano
derecha en el hueco del muro y al cabo de un par de segundos, se
recorrió una pequeña parte de la misma pared, arriba del orifi­
cio, con lo que apareció una pantalla que señaló: “Huellas Digita­
les Correctas”, unos segundos después el mensaje cambio por
otro, “Circulación de la Sangre Adecuada”, para que tras otros
segundos se desplegara una nueva frase, “ADN Aprobado”.
En ese momento, la pantalla volvió a cerrarse y la puerta se
abrió. Doniov retiró su mano del orificio, su dedo índice mostra­
ba una pequeña cortada, pero para cuando cruzó la puerta prác­
ticamente había cicatrizado. Los dos guardas que no formaban
parte de los pretorianos se quedaron en la estancia anterior y los
demás ingresaron a un diminuto cuarto que no mostraba más
puerta que por la que habían ingresado, entonces el Prefecto re­
corrió una lámina sobrepuesta en la pared, que dejó ver un tecla­
do, digitó una clave y comenzaron a descender.
Después de unos segundos el ascensor se detuvo, la puerta se
abrió y frente a ellos había un gran pasillo, justo afuera estaban
apostados otros dos guardas, los cuales al ver a Boadicea la salu­
daron. El pasillo era inmenso, por lo que lo cruzaron corriendo a
una velocidad sorprendente y después de éste, cruzaron varias
puertas más, en la mayoría de ellas había dos guardas y para
abrirlas había diferentes dispositivos de seguridad —claves digi­
tadas o pronunciadas, reconocedores de voz, scanners para la re­
tina o identificadores de masa corporal, entre otros—. Algunos
pasillos tenían bifurcaciones y al inicio de otros había tres cami­
nos posibles que recorrer. Todos estos pasajes subterráneos ha­
El Gran Consejo 183

bían comenzado a ser construidos desde los primeros tiempos de


Roma y habían sido modernizados y ampliados constantemente.
Por fin llegaron a otro elevador y después de pasar por un
cuarto similar a aquel en el que Boadicea se había encontrado con
los pretorianos, ingresaron a la pieza de una casa. Doniov siem­
pre iba adelante, para indicar que el pasaje era seguro y fue él
quien abrió una puerta y activó un mecanismo que hizo que una
alacena en la habitación contigua se moviera. Nuevamente pasó
él primero y le indicó a su lideresa que podía seguirlo. De esta
manera entraron a una cocina, la cual estaba dividida del desayu­
nador por una barra con tres sillas al frente, en éstas, como en las
que rodeaban una pequeña mesa de vidrio, se encontraban senta­
dos varios guardas más, algunos comían pan con aceite de olivo
y tomaban vino, otros simplemente conversaban, pero en cuanto
la vieron ingresar, todos se pusieron de pie y la saludaron. Boadi­
cea contestó su saludo con un ligero pero cortés movimiento de
cabeza y salió de la estancia.
Después de cruzar un pequeño pasillo, ingresó a la biblioteca
de la casa, en la cual estaban once personas, los miembros restan­
tes del Gran Consejo, quienes al igual que los guardas se levanta­
ron para saludarla de la manera tradicional, todos salvo Rómulo,
quien la recibió con un dulce beso.
—Bien, querida, ahora que nos encontramos todos podemos
dar inicio a nuestra conversación —asentó el primer rey romano
mientras regresaba a su lugar, esperó a que se sentara su esposa,
al igual que otros y algunos permanecieron de pie.
—Perdón, Rómulo, pero creo que a todos nos intriga y preo­
cupa saber si Max ya cree ser un duploukden-aw prifûno —indagó Ci­
cerón, pero se reservó para sí que él mismo tenía algunas dudas
de que así fuera.
—Su incredulidad disminuye, les puedo asegurar que el tiem­
po que hemos empleado en nuestras pláticas con él ha comenza­
do a fructificar, cree en nosotros y coincidirán conmigo en que eso
es fundamental, también cree ser un duploukden-aw, pero no ha lle­
gado a aceptar su destino —contestó Boadicea transmitiendo con
su mirada la fe que tenía en el muchacho.
Leonardo señaló que lo decepcionaría fuese de otro modo. Un
hombre de tez blanca, que aparentaba unos cuarenta y tantos
años, de cabello quebrado y cejas poco pobladas, indagó el por­
184  Rexagenäs

qué. El artista florentino, volteó hacia Tomás Jefferson y decla­


ró que aun cuando la naturaleza comenzara por la razón y terminara en
la experiencia, ellos debían hacer lo contrario: empezar por la experien­
cia y a través de ella llegar a la razón.
—En breve hará a un lado sus razonamientos —pronosticó
una mujer de estatura baja y vestimenta sobria—. Con el primer
suspiro de amor, se da el último de la razón.
—Yo lo veo como una gran bendición, Cristina —expresó un
sujeto moreno con la apariencia de estar en los cincuenta, nariz
aguileña y pómulos prominentes—. Lo que retiene a este chico es
el miedo. Miedo a enfrentar un futuro desconocido y que escapa
a los parámetros bajo los cuales había sustentado su vida. Y el
único remedio contra el miedo es el amor.
—Nunca pensaría que el amor no es una bendición y más en
este caso, Pakal. Puede ser la diferencia entre que el muchacho
llegue preparado a su ritual o no —respondió la antigua monarca
de Suecia con un tono de voz que daba mayor énfasis a la segun­
da parte de su enunciado.
Pakal Votan se encontraba sentado en un sillón, que al igual
que la parte superior de las paredes estaba recubierto de casimir
de lana color azul rey, al lado de éste había una chimenea con tra­
bajo de bronce en su interior y sobre ella un gran espejo y dos ur­
nas del mismo metal; al otro costado, en un sillón idéntico al
primero, se hallaba Leonardo. Frente a ellos, en un sofá del si­
glo xix, estaban sentados Boadicea, Rómulo y Marco Aurelio, el
tape­te que los separaba de los sillones era un kilim. La parte infe­
rior de los muros estaba adornada de trompe l’oeil de madera, arri­
ba del sofá la pintura de Thor contra Jormundgandr de Johann
Heinrich Füssli. Cristina y Jefferson estaban sentados en sillas de
roble también del siglo xix y los demás se encontraban de pie.
Rómulo sugirió dejar el tema, ya que era algo para lo que ha­
bía una estrategia, la cual se estaba implementando; por otro lado
y aunque encaminado hacia el mismo fin, había un tópico sobre
el cual debían ocuparse: asegurarse de que el evento que se reali­
zaría en dos días, se llevara a cabo sin contratiempos. Relató que
el día anterior habían tenido una visita que podía serles de gran
ayuda: un hombre vampiro, que al parecer deseaba desertar del
clan de Aníbal, les había proporcionado información que podría
ser de utilidad, la cual desarrolló sin omitir detalles.
El Gran Consejo 185

—No podemos dar por cierta información alguna que sea co­
nocida a través de un lamwaden —señaló un hombre alto de cabello
ondulado, castaño claro y barba del mismo color.
—Y no lo hago, Carlo —le respondió el fundador del im­perio
al que había buscado imitar—. Pero tampoco podemos tomarla
necesariamente por falsa. Algo que he aprendido de los lamwadeni
es que muchos de ellos no están realmente a gusto con sus líde­
res, debido a lo cual, en algún momento se podía dar una
traición.
Lo cierto era que esa situación también se vivía entre ellos,
Rómulo no lo dijo, no por cerrar los ojos ante una realidad, sino
porque no era relevante para el asunto que trataban, misma ra­
zón por la cual ninguno se lo hizo ver. Sin embargo sí hubo algu­
nos comentarios sobre el valor que debían dar a la información
adquirida, hasta que Marco Aurelio señaló que habían sido cui­
dadosos de no proporcionarle datos importantes al hombre vam­
piro, quien además había sido enviado con Ying Jien para que
probara su honestidad; si los traicionaba con él, no consideraban
que los pudiera perjudicar, porque crearía tal confusión en el pri­
mer emperador chino que difícilmente lo llevaría a atacarlos y si
los traicionaba con Aníbal, no llevaba más información que con la
que había llegado y quizás, inclusive, ampliaría las dudas que ya
tenían.
Leonardo les informó que Aníbal había logrado reunir a Atila
y Ahuizotl y de acuerdo al informe del traidor, éstos creían que
podían estar protegiendo algo, pero también pensaban que pu­
diese tratarse de una trampa. Hábilmente Alejandro sugirió apro­
vechar la idea que tenían, incluso cuando eso no los desanimara
a atacarlos, al menos podrían guiarlos a un lugar distinto de don­
de se llevaría a cabo el ritual de Max.
El emperador carolingio indagó si sus enemigos conocían la
ubicación de sus legiones y Genghis Khan le confirmó que así era,
en parte gracias a sus espías y en parte por la información que les
había sido dada por el señuelo que habían soltado. Tras un breve
análisis de la situación Pakal Votan comentó que de ser así y de
definirse sus adversarios por la opción de que protegían algo, era
probable que dedujeran qué era e inclusive cuándo realizarían la
ceremonia. Boadicea agregó que quizás llegarían hasta dilucidar
dónde la llevarían a cabo, por lo que se hacía más importante que
186  Rexagenäs

los convencieran de su idea de la emboscada, hipótesis que sus


mismos enemigos contemplaban.
El caudillo mongol llevaba tiempo elucubrando un plan ba­
sado en esa idea y compartió con sus camaradas que por su geo­
grafía y la ubicación de sus legiones, el paso entre Cortona y el
lago Trasimeno sería el lugar ideal para ello. Además, Aníbal po­
dría creer que por la historia del lugar, Rómulo quisiera vengar
afrentas del pasado. Cristina observó que podrían encontrar un
lugar con una mejor razón histórica, pero ciertamente no encon­
trarían otro con las tres cualidades que Temujin había menciona­
do. Todos concordaron en ello y el creador de la especie de los
duploukden-awi ordenó a Leonardo que tan pronto como terminara
esa reunión, se encargara de que los Servicios Diplomáticos y de
Inteligencia junto con la ayuda del gobierno italiano, en los casos
que se requiriera, prohibieran a los medios de comunicación acer­
carse a dicha zona, así como a las ciudades en las que se encontra­
ban sus legiones.
El tercer presidente de los Estados Unidos de América pun­
tualizó que muchos medios eran aliados de los hombres vampi­
ro, algunos inclusive les pertenecían, por lo que esa noticia les
llegaría en breve, les reforzaría la idea de la emboscada y les haría
creer que sería en ese lugar.
Rómulo añadió que a pesar de ello, se asegurara de que al
menos una agencia de noticias, una que dependiera de ellos y
que por lo tanto pudieran controlar, mantuviese algún reportero
en Roma. El rey maya asintió con la cabeza, en señal de aproba­
ción a la decisión de su líder e indicó que era en extremo impor­
tante el que se atendiera la última indicación, ya que el momento
en el que se develarían a los hombres había llegado. Boadicea lo
secundó y anunció que ese día los hombres recibirían el prime­
ro de los llamados y guiados por sus corazones deberían unirse a
uno u otro bando.
Con cuidado de sonar lo menos pesimista posible, Aristóteles
recomendó que no guardaran esperanza de que la mayoría se
uniese a ellos. Era más recomendable y quizás realista aguardar
lo contrario.
Cicerón señaló que de cualquier manera, la mayoría de los
medios de comunicación estarían ocupados con los acontecimien­
tos que se darían al inicio de ese día y Carlomagno comentó que
El Gran Consejo 187

precisamente por ello debían asegurarse de que hubiese quien


difundiera la noticia de lo que sucedería en el Monte Palatino.
Con gran astucia, la otrora reina sueca inquirió si a los que
estaban con Julio César les llegaría también ese llamado del cora­
zón al que Boadicea había hecho alusión.
A la mente de Rómulo vino la plática que al respecto habían
sostenido unos días antes y seguramente también a los demás
que estuvieron presentes en ella, ya que todos ellos voltearon a
verlo preguntándose cuál sería su respuesta; segundos más tarde
llegaría. El primer romano cerró los ojos antes de contestar y en­
tonces dijo:
—Hasta César merece redimirse. Él y todos aquellos que lo
acompañan tendrán una última oportunidad de decidir por quien
pelear. Aunque no podemos saber qué esperar de ellos.
Su esposa colocó una mano sobre la de él y con su caracterís­
tica dulzura observó:
—Yo cuento con que haya cambiado. Sólo los hombres absur­
dos no lo hacen y César no lo es.
Cicerón aprovechó el momento para intervenir e indicar que
necesariamente César había sufrido por sus acciones, ya que los
sufrimientos espirituales son más intensos que los del cuerpo y la con­
ciencia de aquél no podía haber permanecido inmune ante los
actos cometidos. Por ello solicitó se le permitiera ir a visitarlo e in­
vitarlo a que regresara a la familia. Finalizó su argumento recor­
dando que él y Julio César compartían una historia más añeja que
sus vidas como duploukden-awi, por lo que creía poder convencerlo.
—Y yo pediría acompañar a Cicerón —interrumpió Alejan­
dro, aproximándose a los dos lobos alfa, con lo que daba la im­
presión de que se enlistase para una misión letal—. Aun cuando
César nos haya herido profundamente, nunca me perdonaría si él
no regresase y no hubiese hecho un esfuerzo más para hacerlo
cambiar de opinión.
—Es peor cometer una injusticia que sufrirla —sentenció Aristó­
teles, en tanto se colocaba al lado de su discípulo y posaba su
mano en el hombro de éste—. Estoy orgulloso de ti Alejandro.
El gran militar macedonio volteó a ver a su maestro y sonrió
agradecido por su cumplido.
Rómulo y Boadicea dieron su consentimiento y entonces el
resto del Gran Consejo aprobó la moción. Al día siguiente los dos
188  Rexagenäs

voluntarios irían en busca de César, los Servicios Diplomáticos y


de Inteligencia los auxiliarían en dar con su ubicación. Acordaron
que la invitación a reintegrarse sería para él y todos los que lo
rodeaban, aunque los demás no estaban supeditados a la deci­
sión final del antiguo dictador. Inclusive podían mencionar la si­
tuación de Max y hablar sobre la Bêlez pre ean Nevu Aelozh dentro
de sus argumentos para convencerlos.
—Una vez solventado ese punto, sólo queda un asunto que
tratar —señaló el hijo de Rea Silvia con tal pesadumbre que no
fue difícil interpretar a qué se refería.
—Mandarle una nueva carnada a Aníbal —anticipó Genghis
Khan, quien si no mostraba la sobriedad de su líder, distaba mu­
cho de regocijarse de la decisión.
—Pero en esta ocasión deberá ser un duploukden-aw para que el
plan funcione —sentenció Carlomagno con la mirada puesta en
el suelo y sin atreverse a levantarla.
—El día de ayer hablé con Paolo sobre el asunto y ya hay
quienes están dispuestos a llevar a cabo esta misión —comunicó
Alejandro al momento en que se dirigía a la cocina y daba una
indicación a algunos de los guardas que se encontraban ahí.
Un minuto después dos mujeres y tres hombres, todos ellos
pertenecientes a la Guardia Pretoriana, ingresaron a la bibliote­
ca. Rómulo unió su mano derecha al puño izquierdo mientras
los acercaba a su rostro y acompañado de un suspiro cerró los
ojos sin poder ocultar en su semblante el dolor que le causaba la
decisión.
Jefferson notó la consternación que había caído sobre su guía
y le dijo:
—Si la felicidad de nuestra especie e inclusive la de los hombres
puede asegurarse a costa de una pequeña tempestad o incluso del derra­
mamiento de un poco de sangre, sería una adquisición preciosa.
Rómulo no dijo nada en ese momento, simplemente asintió
con la cabeza, para después preguntarle a sus custodios:
—¿Están conscientes del alcance de su decisión? —A lo que
todos contestaron afirmativamente.
Uno de los guardas que se distinguía por su altura y rasgos
finos, añadió:
—Nos has enseñado que la muerte no es el fin de todo, sólo el
paso a lo que sigue.
El Gran Consejo 189

—Lo sé, Carlos —contestó Rómulo levantándose del sofá y


los demás que se encontraban sentados lo imitaron—. Pero la
muerte de cualquiera de ustedes significará una gran pérdida
para la construcción del Imperio Perfecto y definitivamente crea­
rá un inmenso hueco en nuestros corazones.
—Sabemos que aun si morimos seguiremos con vida en la
mente de los seres que nos aman —agregó una guarda de hermo­
sos ojos verdes y rizos negros.
—Sin importar si mueren o no en esta misión, ustedes siem­
pre estarán presentes en nuestras mentes y corazones, Chelsea
—respondió Boadicea haciéndole ver que no necesitaba verla
morir para que ocupara un lugar en su corazón.
Marco Aurelio apuntó que lo reconfortaba constatar que es­
tuviesen conscientes de que la muerte era sólo uno más de los actos
de la vida, porque esa visión los ayudaría a sobrellevar la misión
que estaban por emprender. Cicerón se unió a las recomendacio­
nes al manifestar que nadie puede ignorar que tiene que morir, ni debe
estar seguro de que ello no pudiese ocurrir en ese mismo día. Reconoció
que la concepción que tenían de su mortalidad los hacía inmen­
samente sabios, a la vez que los ayudaba a despojarse de las cosas
mundanas del mundo.
—No sólo estamos preparados para morir, sino orgullosos de
que se nos permita brindar nuestras vidas como un sacrificio pre­
vio para el gran ritual que ha de celebrarse pasado mañana —de­
claró Carlos, a quien el estoicismo de sus palabras lo hacían ver
todavía más noble.
Pakal Votan anunció que cada día a lo largo del mes levanta­
ría un altar por ellos y Rómulo sentenció que en dos días más se
viviría la fecha más importante en la historia del planeta, pero las
acciones previas serían definitivas en el resultado de los eventos
de ese día. Al concluir, pasó al lado de cada uno de los pretoria­
nos voluntarios, colocó su mano sobre el hombro del primero de
ellos y no dijo nada, simplemente se quedó mirándolo fijamente
a los ojos y después lo abrazó, posteriormente repitió el procedi­
miento con cada uno de los restantes.
Boadicea iba detrás de Rómulo y tras ella pasaron cada uno
de los presentes, para despedirse y animar a los soldados dis­
puestos a entregar sus vidas en la que seguramente sería una
muerte por demás dolorosa y cruel.
Capítulo XIV

El reto

uw

A
pesar de haber creído que saldría del laberinto en compa­
ñía de Boadicea, Max trató de fijarse en algunos detalles
con los cuales familiarizarse y así encontrar la senda de
regreso en caso necesario; los dibujos en los mosaicos no llevaban
un orden cronológico, por lo que no servían de guía alguna a me­
nos de que uno recordara la posición en la que habían sido colo­
cados, lo cual no era tarea sencilla debido a la cantidad que había
de éstos. Aun con los intentos del joven por tratar de recordar el ca­
mino adecuado, en más de una ocasión tomó un sendero erróneo,
a causa de lo cual no salió del laberinto sino hasta pasadas algu­
nas horas. Al lograrlo, estaba cansado, sediento y hambriento,
con nada más en su mente que sumergirse en la tina romana. Sin
embargo, sólo había dado unos pasos afuera del laberinto cuan­
do se encontró con Paolo, quien le solicitó que lo acompañara. Lo
condujo por los jardines de la villa hasta llegar a una construc­
ción que asemejaba un iglú, pero parecía ser de piedra y los esca­
lones de la entrada estaban hacia abajo, ya que aproximadamente
la mitad de ésta estaba bajo tierra y sólo la parte restante era lo
que Max creía era piedra, aunque concretamente era adobe.
192  Rexagenäs

—Éste es un temascal —señaló Paolo palpando la parte más


alta del mismo como si de una montura se tratara—. Algunos
dirían que es algo similar a un sauna, pero con aromaterapia; sin
embargo es algo mucho más místico. Varias culturas mesoameri­
canas lo utilizaban como un lugar para celebrar consejos impor­
tantes o como un medio para entrar en contacto con la Madre
Tierra y aprender a fundir su ser con el resto de la naturaleza. El
mismo Pakal Votan construyó éste.
—Que interesante. ¿Vamos a entrar? —indagó el muchacho,
olvidándose de su idea del baño romano, ya que esa era una al­
ternativa que parecía agradable y en definitiva, totalmente nueva.
—Por supuesto. Deja tus ropas aquí y entra. Sólo tengo que
traer unas piedras calientes que son las que se usan en el te­
mascal.
Max buscó romper el hielo frente al rostro severo del soldado
y en un tono un poco bromista preguntó si era un requisito en la
villa desnudarse para escuchar un nuevo relato.
Sin seguir la broma y al contrario, con un semblante total­
mente serio, Paolo lo corrigió.
—No, pero tus ropas te impedirían estar en contacto directo
con la tierra y el propósito de esto es que sientas que eres parte de
la naturaleza y ella parte de ti. Que entiendas que formas parte
de la energía de todo el planeta y del universo mismo.
El muchacho entró al temascal mientras Paolo recogió unas
piedras que se calentaban afuera del mismo y las introdujo. Una
vez que los dos se sentaron en una especie de banca, también de
adobe, que rodeaba todo el interior de la construcción, Max dijo:
—Imagino que hablaremos de algo trascendente, quizás so­
bre las Bêlezi adkep eani Agâden aba Môrel o cualquier cosa que ayude
a convencerme de que soy un duploukden-aw prifûno.
El jefe de su guardia le dio la razón en que no estaban ahí sólo
para tomar un baño, pero lo corrigió en cuanto a los temas, ya que
no abordarían ninguno de ellos. Estiró las piernas, repantigándo­
se, entrelazó los dedos de sus manos y los colocó en la parte pos­
terior de su cabeza antes de espetar:
—No busco convencerte de que eres un duploukden-aw prifûno,
sino todo lo contrario.
El joven que aguardaba ser iniciado apoyó los antebrazos en
las rodillas, se inclinó hacia su interlocutor, mostró con su rostro
El reto 193

y gestos que no estaba seguro de entender a qué se refería. El


­segundo bajó un poco la voz y reconoció que esa plática hubiese
sido mucho más sencilla si la hubiesen tenido al poco tiempo
de la llegada del muchacho, pero no había tenido oportunidad de
hacerlo sino hasta ese momento. Max mostró un claro nerviosis­
mo ante tales palabras y, bajo esa actitud de indiferencia que el
pretoriano había tomado, le pidió que se calmara señalándole,
inclusive, que con él en verdad estaba a salvo, más que con cual­
quier otra persona en ese lugar. Max, un poco exasperado, le pi­
dió claridad.
—Todo es una farsa —declaró Paolo con una sonrisa que ra­
yaba en lo cínico—. No existen los hombres lobo ni los vampiros
y francamente no sé cómo es posible que te hayas tragado todas
esas historias.
—Pero tú mismo eres un duploukden-aw. Rómulo dijo que llevas
siglos a su lado —manifestó Max tras recobrar la calma, pensó
que todo se trataba de otra prueba, seguramente el guarda insis­
tiría un tiempo más en esa supuesta mentira y al cabo de un par
de cuestionamientos le confirmaría que sólo lo evaluaba.
Paolo miró con diversión al joven y le preguntó si acaso había
visto a alguno de ellos convertirse, a lo que éste respondió que
no, debido a que la indicación de Rómulo era que necesitaba lle­
gar a su ritual sin haber visto para creer, ya que sólo así el ritual
sería puro.
Sin siquiera tratar de ocultar la burla, el hombre al que creía
jefe de la Guardia Pretoriana, manifestó que esa era la excusa que
aquél daba a todos para no demostrarles una transformación
que obviamente no podía realizar.
Max, bastante molesto ante la actitud del sujeto, lo interpeló
y le cuestionó cómo era posible entonces que estuviesen vivos
después de tantos siglos si no eran hombres lobo y más que nada,
entonces qué eran y por qué tendrían que haber mentido en ese
sentido; resultaba ilógico pensar que fueran seres milenarios y
hubieran inventado ser hombres lobo.
—Ninguno es quien dice ser —aclaró el hombre de bellos ojos
azules, quien cambió su semblante, adquiriendo un aspecto en
extremo serio—. Sólo lo hacen para generar más atracción ha­
cia ellos por parte de sus víctimas, a quienes estudian bien an­
tes de…
194  Rexagenäs

—¡Víctimas, has dicho! —interrumpió abruptamente el mu­


chacho.
Paolo le explicó que esos hombres formaban una secta satáni­
ca y lo que le habían dicho que sería su ritual de iniciación, en
realidad sería un sacrificio, en el cual el joven sería la ofrenda.
Max se levantó de la banca de adobe, sus gestos y palabras
expresaron la incredulidad que tenía hacia las palabras del solda­
do, asumió una actitud muy similar a aquella tomada cuando
Rómulo le dijo que sería su sucesor, pero la reina celta tenía ra­
zón: el muchacho creía y, a pesar de que no lo hubiese hecho de
inmediato y de que se resistiera a hacerlo, ahora creía con fervor
en que las personas con quienes convivía eran quienes asegura­
ban ser.
El individuo que debía cuidar con su vida la del futuro inicia­
do le pidió que se calmara y se volviera a sentar y, recobrando su
postura sarcástica, señaló:
—¡Qué ironía! Hace unos días me confiaste que tenías dudas
respecto a lo que ese lunático que se cree el fundador de Roma te
decía y ahora has cambiado completamente de parecer.
Max especificó que una cosa era que tuviese algunas dudas al
inicio de sus pláticas con cada uno de los personajes con los que
había convivido y otra muy distinta que se mantuviese en ese
estado de incredulidad y que ésta fuese completa. Ese hombre,
del que ya no sabía qué pensar, lo reviró al preguntarle cómo si
dudaba en algo era posible que creyera lo demás y Max respon­
dió que era porque simplemente se resistía a creerlo, pero eso no
era culpa de Rómulo, ni de ninguno de los otros, sino suya.
Mofándose de su interlocutor, Paolo cuestionó cómo podía
creer que esas personas fuesen quienes decían ser, cómo podía pen­
sar que Aristóteles, Cicerón y los demás siguiesen con vida y
más aún, que fuesen hombres lobo. Si en verdad era un admira­
dor de esos personajes ¿el catalogarlos como tales no era demeri­
tarlos?
Max decidió hacer caso omiso de las burlas e insultos perpe­
trados por el Prefecto, debatiría con él con seriedad, aunque el
otro no lo hiciera y con una voz que denotaba pleno convenci­
miento apuntó:
—Porque no son simples hombres lobo, son duploukden-awi y a
pesar de que no se hayan transformado en mi presencia sus mira­
El reto 195

das denotan todo su poder, el cual no se limita a su fuerza física,


es en su espíritu donde radica su verdadera energía y por eso, en
es­tos días he aprendido más de ellos de lo que quizás había hecho
en toda mi vida.
Paolo hizo un gesto de decepción, apoyó las palmas de las
manos en sus muslos y comentó:
—Pues allá tú si quieres creer todas esas patrañas, sólo he in­
tentado quitarte la venda que han puesto sobre tus ojos, pero al
parecer no me creerás sino hasta que te maten.
Max miró con lástima al hombre que días antes había creído
se podría convertir en un amigo cercano y sentenció:
—Aunque hubiese verdad en tus palabras, no me pueden
matar, porque incluso cuando no fuese un duploukden-aw, la sabi­
duría de la que he sido depositario me hace en verdad inmortal.
El pretoriano sonrió, hizo un ademán con el que indicaba que
se rendía ante tal necedad, para después señalar que si era ver­
dad lo que el muchacho decía, por ser quien era y a pesar de no
haber tenido su ritual de iniciación, sus genes de duploukden-aw
habrían comenzado a despertar. Inclusive indagó si Rómulo le ha­
bía comentado eso y Max asintió con la cabeza. Paolo continuó y
dijo que debido a ello contaría con ciertas características y habili­
dades propias de un duploukden-aw. No tendría la supuesta fuerza
o velocidad y obviamente tampoco la posibilidad de sacar sus
garras y colmillos, pero sí debería de poseer otras habilidades,
como la posibilidad de conectarse con la tierra, con la naturale­
za, pa­ra hacerse uno mismo con el entorno y lograr grandes nive­
les de meditación y de conocimiento de sí mismo. Ironizó el
último ­comentario de Max al sostener que imaginaba esa era par­
te de la sabiduría que alegaba poseer. Concluyó su argumento al
señalar que de ser así, lograría ser tan fuerte que nada pudiese pertur­
bar su paz interior, tan sabio como para preocuparse, lo necesariamente
tolerante para enfurecerse y lo suficientemente valiente para atemori­
zarse; lo cual iba a necesitar.
Después de dicho esto, el hombre que ahora podía ser mejor
catalogado como un traidor o un espía, recogió las piedras calien­
tes y salió del temascal. Max se quedó solo. Cerró los ojos. Pensó
en las palabras de Paolo, pero no en aquellas que le decían que
todo era una farsa, sino en las últimas frases que había pronun­
ciado, también recordó las diversas técnicas de meditación que
196  Rexagenäs

había aprendido a lo largo de su vida. Al mismo tiempo recorría


con la mente el lugar en el que estaba. Se percató de que podía per­
cibir inclusive la paja y el lodo que daban forma al adobe del te­
mascal, distinguir los distintos aromas que lo cobijaban, escuchar
nada y aprender del silencio.
A los pocos minutos Paolo regresó. El muchacho lo notó des­
de que entró, aun sin abrir los ojos, pero no le hizo caso en un
principio y continuó con su meditación, hasta que notó que las
manos del soldado estaban ocupadas por algo distinto a aquello
con lo que habían salido. Max abrió los ojos y le preguntó con
cierta preocupación para qué eran las serpientes que llevaba.
—Primero déjame precisar: son tres mambas negras y tres co­
bras reales y las traigo para que me ayuden a lograr mi objetivo
—señaló el pretoriano, al tiempo que levantaba los brazos a la
altura del rostro, en los cuales tenía tomadas por la cabeza a los
animales—. Por cierto, creo que es justo que sepas que de haber
salido junto con Boadicea hubiesen sido sólo dos, pero añadí una
víbora por cada hora de retraso.
—¿Qué pretendes, Paolo? Si todo es mentira, como alegas,
una sola mordida de cualquiera de esos reptiles será suficiente
para aniquilarme y entonces para qué buscabas salvarme de ser
sacrificado. Por otro lado, si todo es una prueba, recuerda que
Rómulo te encargó protegerme. —Sería honesto decir que el mu­
chacho estaba asustado ante la presencia de las serpientes, quizás
por ello recobró la esperanza de que todo fuera una prueba más.
—Nunca dije que deseara salvarte, tampoco he dicho cuál es
mi misión, mucho menos a quién sirvo en realidad. —Los ojos del
guarda revelaban una malicia que hasta el momento había sido
imperceptible—. ¿Pero de qué te preocupas, no dijiste hace unos
momentos que eres inmortal?
—Es cierto que puedo inclusive sentir una luz interna, pro­
ducto del conocimiento adquirido —sostuvo el muchacho con
seguridad, mientras miraba con el rabillo del ojo la salida del te­
mascal, en espera de una oportunidad para escapar del lugar que
estaba por convertirse en una trampa mortal—. Pero también es
verdad que las serpientes y yo no somos lo que se podría llamar
buenos amigos.
Paolo notó las intenciones del joven y sin preocuparse por no
hacerlo notorio, obstruyó con su propio cuerpo la salida del lu­
El reto 197

gar, mientras lo hacía, declaró que a las víboras no les importaba


entablar una amistad con el muchacho, de todas formas esta­
ban dispuestas a ayudarlo en esa tarea y así acabarían pronto con
la discusión. Para ello las dejaría ahí mientras él esperaba afuera
del temascal. Por los informes que su propia esposa había prepa­
rado y una plática reciente que había tenido con ella sobre el
tema, sabía que el muchacho era un buen conocedor de la zoolo­
gía, sin embargo, optó por recordarle que las serpientes se guían
por el calor que los demás seres despiden y a pesar de que todo
el lugar asemejaba a un sauna, el cuerpo de Max en esos momen­
tos proyectaba una temperatura mayor de los niveles normales.
Las víboras se sentirán atraídas hacia las piedras calientes que
había dejado en la entrada, pero no pasarían por encima de ellas,
la temperatura de las rocas era muy superior a la que los reptiles
podrían soportar, por lo que una vez que llegaran ahí, regresarían
y comenzarían a desesperarse al no encontrar un lugar más
­templado al cual ir. Paolo le dijo al muchacho que si no quería
descubrir si en verdad era un duploukden-aw, le recomendaba que
alcanzara la salida lo antes posible, ya que el dolor causado por la
mordida de cualquiera de ellas sería bastante agudo y eso sólo
antes de que, dependiendo el caso, el veneno atacara su sistema
nervioso o paralizara sus músculos respiratorios y muriese sofo­
cado.
—Pues vaya forma la tuya de querer demostrar tu punto. ¿No
te han dicho que eres un poco exagerado a la hora de querer acla­
rar un desacuerdo?
—En lo que tienen razón es que tienes buen sentido del hu­
mor, inclusive cuando estás por encarar a la muerte. Claro que
si estás en lo correcto tu vida no está en riesgo. Si eres mordido
por estas serpientes sólo caerás en un gran sueño, del cual des­
pertarás cuando Rómulo te transforme, ¿no es así?
Max declaró estar convencido de que así sucedería y sólo se
lamentó de no saber para quién trabajaba realmente su supuesto
custodio, quien lo increpó a que demostrara lo que decía, soltó las
serpientes y se apresuró a salir del temascal, en su camino a la
salida le gritó al muchacho que tuviera paciencia con todas las cosas,
pero ante todo, consigo mismo.
Max se quedó paralizado por unos instantes, fijó la mirada en
sus indeseables compañeros de habitación. Segundos después
198  Rexagenäs

volteó hacia la salida, volvió a ver a las serpientes y nuevamente


a la salida y fue en ese momento que decidió salir corriendo, pero
aun cuando imprimió en la carrera toda su velocidad, los reptiles
se hallaban más cerca de la misma y dos mambas negras le cer­
caron el paso, mientras que la otra, así como las cobras, se arras­
traron a gran velocidad hacia él. Entonces Max se detuvo, regresó
al punto de partida y se subió a la banca en la que antes se había
sentado, la cual no era un verdadero refugio contra las víboras,
pero le brindó una pequeña sensación de seguridad.
Se quedó quieto, su respiración era profunda y agitada, pero
se esforzó por tranquilizarse. Las alimañas comenzaron a ir y ve­
nir hacia la salida, retrocedieron en cada ocasión que se acercaron
a las piedras calientes y se perturbaron cada vez más.
El joven, adusto, cerró los ojos y redujo el número de sus res­
piraciones. Se tranquilizó y se convenció de que la forma de salir
no era como lo había intentado originalmente, que Paolo lo había
previsto y por eso se lo había dicho. Pero si en verdad deseaba
demostrarle que estaba equivocado y, sobre todo, mostrarse a sí
mismo que era verdad todo en lo que ahora creía, debía concen­
trarse y mezclarse con su entorno. Sabía que inclusive podía re­
ducir su temperatura corporal. Recordó los aromas de las hierbas
utilizadas durante el baño de temascal, dejó que lo impregnaran
de nuevo, que refrescaran su mente y espíritu y se olvidó de las
serpientes; mientras, una cobra comenzaba a subirse a la banca a
unos metros de donde él estaba parado.
La agitación de Max había desaparecido y pudo sentir el
avanzar de la cobra por la banca, pero eso no lo alteró y continuó
con su meditación. Una mamba negra comenzó a erguirse debajo
del muchacho y él la sintió, por lo que lentamente se puso en cu­
clillas y colocó sus manos sobre sus rodillas. La cobra se acercaba
por su lado izquierdo, ya sólo la separaban unos centímetros de
él y en ese momento, como si lo hubiesen planeado, ambas víbo­
ras lanzaron un ataque perfectamente coordinado, la mamba ne­
gra y la cobra se arrojaron sobre su víctima, pero él las detuvo con
sus manos tomándolas por la parte más cercana a la cabeza e in­
movilizándolas de dicha manera, pero sin hacerles daño. Max
acercó a las serpientes hacia sí, abrió los ojos y entonces sonrió.
Arrojó a las dos serpientes hacia el otro extremo y lo más ale­
jado de la salida que pudo y se impulsó con sus manos y pies
El reto 199

para saltar por encima de las demás. Al momento de caer corrió


hacia la puerta, pero poco antes de alcanzarla, una de las mambas
negras lo mordió en el tobillo derecho.
Al salir se encontró con el causante de todo, quien le dijo:
—Has demostrado que puedes dominar tus miedos y que
­incluso en un ambiente hostil eres capaz de encontrar la sereni­
dad que te permita salir avante. Espero no me guardes rencor por
lo que hice.
—Gracias por tus palabras, Paolo, significan mucho para mí y
créeme que no hay resentimientos en mí, pero tengo que decirte
que mi logro no fue perfecto, esta amiga tuya alcanzó a morder­
me. —Max le mostró a la mamba negra, la cual llevaba sujeta en
su mano derecha—. Creo que ahora tendré que llegar a mi ritual
en ese estado de letargo por el que otros han pasado.
El líder de la Guardia Pretoriana mostró una pequeña sonrisa
y le comunicó:
—Así sería si no tuviese conmigo el antídoto para el vene­
no—. En ese momento tomó una jeringa que se encontraba en el
techo del temascal y la inyectó en el joven, después absorbería
con su propia boca el veneno. —Siento arruinar tus planes mi
amigo, pero todavía te falta conocer muchas cosas antes de tu ri­
tual. Aun así hoy has mostrado un gran avance y al rehusarte en
aceptar lo que te dije has confirmado tus creencias, pero la lección
no se limitó a eso, sino en hacerte ver que no debes apresurarte en
confiar en alguien ni siquiera en aquel que te haya demostrado en
algún momento ser tu amigo. La amistad y la confianza son bie­
nes extraordinarios, no te apresures en brindarlos.
Nada dijo Max, simplemente sonrió complacido y cayó en un
profundo sueño. Su Prefecto lo tomó en brazos y lo llevó hasta
sus aposentos.
Capítulo XV

Asesinos

uw

U
n día más había transcurrido. Apenas pasaba del medio
día pero una lluvia torrencial mantenía alejados los rayos
solares de una carretera prácticamente desierta y cercana
al Lago Trasimeno, en donde un hombre conducía una Ducati 748R
a gran velocidad; lo seguían otro hombre y una mujer, lo increíble
es que éstos venían a pie y estaban a punto de darle alcance.
Al estar a pocos metros de distancia del motociclista, la mujer
tomó un látigo que portaba en su cadera, sin disminuir la veloci­
dad lo alzó en el aire y golpeó la espalda del conductor. A pesar
de que el látigo tenía varias puntas, mismas que terminaban en
afilados ganchos que se enterraron en su espalda, aquél no perdió
el control de la moto. La mujer tiró del látigo, junto con varios
pedazos de la chaqueta de cuero negro y la camisa blanca que
portaba el hombre, salieron volando pedazos de carne y gotas de
sangre.
En ese momento el motociclista divisó un camino de tierra
que discurría por el lado izquierdo de la carretera y que subía
una pendiente, la cual conducía a un hotel en construcción y viró
para tomarlo. Al ingresar por éste, frenó por unos instantes para
202  Rexagenäs

luego arrancar abruptamente, con lo que levantó la parte delan­


tera de la motocicleta, pero la maniobra del conductor sólo distra­
jo momentáneamente a sus persecutores.
Delante del camino se presentó una elevación en el terreno de
tamaño considerable, al tomarla provocó que la motocicleta sa­
liera volando; su conductor la dominaba a la perfección y no hu­
biese tenido problema alguno en hacerla aterrizar, pero mientras
estaba en el aire, con un salto espectacular el hombre que lo se­
guía le dio alcance. Estaba a su lado izquierdo y con una mano
tomó el manubrio de la moto, mientras con la otra clavaba sus
garras en el antebrazo del conductor, quien inmediatamente con­
testó el ataque al golpear con el puño el rostro de su agresor, ha­
ciéndolo caer. Pero la distracción había sido suficiente para que la
mujer sacara un cuchillo largo, con el que reventó el neumático
trasero de la moto.
El conductor, al escuchar el estallido de la llanta, saltó de la
moto y dejó que se estrellase. Él dio una vuelta en el aire, cayó en
pie de frente hacia sus perseguidores, se quitó la chamarra desga­
rrada y les dijo:
—Creí que los Asesinos de Atila atacaban en solitario, pero
veo que son tan cobardes como cualquier otro lamwaden.
La mujer agitó su larga cabellera negra, la cual hacía resaltar
aún más lo blanco de su piel, caminó con tranquilidad hacia la
que tenía que ser su próxima víctima y contestó:
—El que disfrutemos compartir nuestras presas no conlleva
cobardía.
El otro hombre se levantó, se acomodó la quijada que le había
fracturado el golpe, con la misma mano se peinó la barba de can­
dado color castaño, sacó una espada que portaba al cinto y antes
de que se uniera a la mujer su mandíbula ya se hallaba completa­
mente sana, por lo que perfectamente pudo comentar:
—Veo que nuestra reputación nos precede, pero no todos so­
mos tan famosos, para nosotros sólo eres un licántropo más.
—Mi nombre es Carlos y los únicos hechos a los que deben su
fama es a los despiadados asesinatos de los que han sido causan­
tes desde su vida entre los humanos. Nadie puede vanagloriarse
de ser un pedófilo, infanticida y necrófilo, Barba Azul.
Sin mostrar molestia alguna por el insulto, Gilles de Laval
contestó que no se arrepentía de nada de lo que había hecho, por­
Asesinos 203

que incluso cuando se creía un simple humano había hecho mu­


cho más que lo que su oponente le imputaba, había sido un
valiente soldado que peleó por su país en una guerra que tenían
perdida y desde que servía a su Abato había sido alguien de extre­
ma ayuda para su causa. Aseveró que incluso asesinos como ellos
tenían honor, pero no pretendía que un zenolk lo comprendiera,
a pesar de que perteneciera a la Guardia Pretoriana.
Carlos escupió al suelo en señal del asco que le producían sus
contrincantes, con desprecio manifestó que sólo una mente tan
retorcida como la de ellos podía creer que existía honor en sus
crímenes y en ese momento inició su ataque. Dio un brinco no
muy elevado y mientras lo hacia sacó sus garras, al caer su zar­
pa izquierda chocó contra el acero de la espada de Barba Azul
quien, al ver que el hombre lobo se prestaba atacar, la había blan­
dido, pero la segunda garra del pretoriano tuvo mejor suerte y
cercenó el antebrazo del barón de Rais. Inmediatamente buscó
continuar su ataque y clavar sus zarpas en el pecho del hombre
vampiro, pero la mujer actuó también: con una gran agilidad
brincó sobre su adversario y penetró varias veces la espalda de
éste con dos cuchillos largos, haciéndolo con sumo cuidado de no
dañar el corazón, con lo que provocó que el embate de aquel
no diera en el blanco. Sin embargo las garras de Carlos alcanza­
ron a introducirse en el abdomen del francés y pese al dolor cau­
sado por las heridas de los cuchillos, lo arrojó por encima de sí
mismo.
Después de unos segundos todos se incorporaron y mientras
sanaban sus heridas, Carlos exclamó:
—¡Maldita Brinvilliers! Tu ataque por la espalda sólo ha con­
firmado tu cobardía.
—Mira cancerbero mientras más pronto aceptes los hechos
mejor será para ti —señaló María d’Aubrey, quien a diferencia de
su compañero y a juzgar por su tono de voz, los insultos de su
rival sí le molestaban—. El primero es que no saldrás de aquí con
vida, el segundo es que necesitamos cierta información y créeme
que la obtendremos, con tu consentimiento o sin él.
La Brinvilliers guardó sus cuchillos y volvió a tomar su látigo,
el cual golpeó y se enrolló en el muslo derecho del duploukden-aw,
quien tiró del látigo con lo que hizo que su atacante saliera volan­
do y se estrellara contra unas rocas. Gilles de Laval se arrojó con­
204  Rexagenäs

tra el lobo, ahora sí furioso por sus insultos y sobre todo por el
golpe que había dado a su pareja, pero aquél lo recibió con una
patada de lado que regresó al hombre que había luchado al lado
de Juana de Arco al punto de partida.
Carlos aprovechó el pequeño momento de respiro para des­
prenderse de los harapos en los que se había convertido su cami­
sa y terminar de subir la colina que lo llevó hasta el hotel en
construcción, requería de terreno elevado para presentar una me­
jor defensa.
El hotel se hallaba en la cima de la colina, el frente del mismo
era una torre de dieciocho pisos y atrás de ésta una segunda ala
del complejo, pero que sólo contaba con doce plantas. La cons­
trucción se encontraba en obra gris, los pisos y los muros estaban
terminados, pero nada más. Encima de la construcción, una in­
mensa nube negra bañaba de forma ininterrumpida tanto al edi­
ficio como a sus tres pasajeros visitantes.
Tan pronto el hombre lobo llegó a la punta de la colina, los
dos vampiros le dieron alcance y en tono por demás burlón la
Brinvilliers le dijo:
—Un pretoriano huyendo de una mujer, hubiese esperado
una actitud más digna de ti.
El soldado no respondió a la provocación, esperó un nuevo
ataque de sus adversarios y consciente que si bien eran más rápi­
dos que él, no necesariamente más ágiles.
Al percatarse de que el licántropo no perdería la concentra­
ción tan fácilmente, ambos vampiros decidieron atacar de manera
conjunta y se lanzaron contra él. Carlos aguardó a que estuvieran
cerca y ejecutó un Futari Gake que impidió la embestida prospera­
ra. De inmediato, el hábil duploukden-aw, dio un salto que lo colocó
en el techo de una grúa de construcción que se encontraba frente
al edificio, con algunos brincos más llegó a la punta de la grúa y
de ahí se aventó hacia la azotea del edificio, pero en pleno vue­
lo el látigo de la Brinvilliers, quien ya estaba por darle alcance, lo
tomó por el tobillo e impidió lograra su objetivo, haciéndolo caer
al décimo tercer piso en lugar de la cima de la torre.
Al caer en el piso Carlos rodó un par de metros, pero de inme­
diato se incorporó, esperaba la llegada de sus persecutores. La
primera en aparecer fue la famosa envenenadora. El pretoriano
quiso aprovechar la oportunidad de enfrentarse sólo a ella, lo
Asesinos 205

cual sabía no duraría mucho tiempo, corrió hacia la Brinvilliers y


a unos metros de ella saltó para realizar una patada voladora
pero la francesa fue más ágil en esa ocasión: ella también dio un
brinco, al estar cerca de su oponente giró en el aire, quedó de ca­
beza al pasar sobre éste, posición que utilizó para clavar sus cu­
chillos en los hombros de su víctima.
Carlos cayó cercano a la ventana por la que habían entrado él
y la Brinvilliers, volteó para no perder de vista a la vampiresa,
pero apenas había retirado los cuchillos de su cuerpo el segundo
lamwaden entró por detrás, propinándole una patada en la espalda
idéntica a la que él había intentado en contra de la aristócrata
francesa. El golpe de Barba Azul arrojó al guarda contra una vi­
ga de madera que sostenía unos andamios en la construcción,
haciéndola resquebrajarse y tirando los andamios sobre él. Sin
embargo el hombre lobo hizo gala de su gran fuerza y se levantó
de entre los escombros, pero al mismo tiempo la Brinvilliers apro­
vechó la distracción en la que necesariamente se había sumergido
el zenolk , con gran rapidez pasó justo al lado de él y le inyectó
una poción en el pecho.
Carlos se incorporó, se tocó donde la aguja lo había penetrado
e inquirió con gran consternación:
—¿Qué es esto? ¿Qué me has inyectado bruja?
Satisfecha por el éxito obtenido, María se paseaba divertida
enfrente de su víctima y le explicó:
—Es una pócima que yo misma he creado. Entre otras cosas
contiene veneno de medusas y el mejor suero de la verdad que
existe. Obviamente no te matará, pero seguramente empiezas a
sentir cómo los músculos se te contraen, tus sentidos empiezan
a fallar, entre otros la visión se te nubla, te sientes mareado. Antes
de que tu cuerpo elimine el veneno te habré inyectado una nue­
va dosis y traigo suficiente para repetir el procedimiento dece­
nas de veces. Todo ha acabado pa­ra ti zenolk .
El pretoriano cayó de rodillas sin poder controlar los múscu­
los de sus piernas, apoyó las manos en el suelo y comenzó a vo­
mitar; acarició su anillo con el pentáculo y en un intento por
librarse del veneno, sin poder razonar a cabalidad, se transformó
por completo, pero inmediatamente su victimaria inyectó una
nueva dosis de veneno en su cuerpo. Mientras el lobo se revolca­
ba en el piso angustiado de que el elíxir lo obligara a decir cosas
206  Rexagenäs

que pusieran en riesgo su misión, regresó a su forma humana y el


interrogatorio comenzó:
Gilles de Laval se sentó en el suelo, recargó la espalda contra
un muro, bajo el hueco de lo que sería una ventana, encendió un
cigarrillo, volteó hacia el soldado e indagó:
—¿Y bien, a qué se debe el despliegue del ejército de Rómulo?
—Nos preparamos para la guerra —contestó el duploukden-aw
mientras se retorcía en el piso por el dolor y la preocupación al
notar que no podía mentir en lo absoluto.
—¿Contra quién? —volvió a indagar Barba Azul con un tono
de voz elevado.
—Contra todo aquel hijo de puta como ustedes que ose en­
frentársenos —respondió astutamente el pretoriano, quien dis­
cernió que si bien no podía mentir, sí podía dar respuestas lo
suficientemente amplias para evitar dar información que no de­
biera.
Al descubrir la estratagema del licántropo, la Brinvilliers re­
clamó a su amante que fuera más concreto en sus preguntas, no
tenían todo el día para ese juego.
Entre quejidos Carlos alcanzó a reír, al tiempo de señalar:
—Ya veo quién es la que manda, dime Barba Azul, ¿también
te ordena qué hacer cuando comparten la cama?
Furiosa por el comentario del insolente cerbero, María d’Aubrey
lo pateó en el rostro. El barón de Rais, sin levantarse del piso y sin
perder su postura parsimoniosa, indicó:
—Mira quién es la que hace que perdamos el tiempo. ¿Cómo
quieres que conteste si le has roto la mandíbula?
Barba Azul arrojó el cigarrillo, se incorporó y al llegar junto a
su presa se puso en cuclillas; clavó sus garras en el estómago de
éste y le preguntó si se trataba de una emboscada o si protegían
algo. Resistiéndose inútilmente a eludir los efectos de la pócima,
el cautivo respondió que se trataba de ambas cosas.
Gilles de Laval volteó a ver a su acompañante, pero ella sólo
cruzó la mirada con su cómplice unos segundos, se acercó al con­
denado a muerte, puso una de sus rodillas sobre el cuello de éste
e inquirió sobre qué era lo que protegían.
Con un esfuerzo más allá de lo imaginado, Carlos logró llevar
sus garras hasta su cuello, lo desgarró e impidió con ello que las
palabras salieran de su boca. Los Asesinos de Atila fueron más cau­
Asesinos 207

tos en lo subsiguiente, detuvieron los brazos del pretoriano y le


repitieron la pregunta en cuanto las heridas sanaron. La respues­
ta no pudo ser evitada en esa ocasión:
—A aquel que guiará a nuestra raza hacia la Nueva Era.
—¡Al Sokun Romuzo ! —dijeron al unísono y alterados los dos
vampiros.
La Brinvilliers indagó si ya había sido transformado pero,
quizás distraída por la noticia o por la ira a la que la había llevado
la conducción del interrogatorio, no se percató de que al momen­
to de suministrarle a su víctima una nueva dosis de su poción, la
inyectaba directamente en el corazón.
Los torturadores interpretaron como respuesta negativa un
movimiento de lado a lado en la cabeza del hombre lobo y Barba
Azul inquirió cuándo se llevaría a cabo el ritual.
—Mañana, con la conclusión de las fiestas vestalias —contes­
tó Carlos cada vez más débil y sintiendo cómo el manto de la
muerte comenzaba a cubrirlo.
—¿Dónde se llevará a cabo? —cuestionó María d’Aubrey des­
esperada.
No obtuvo respuesta.
Gilles zarandeó el cuerpo del mártir mientras le gritaba:
—¡Di­nos! ¿Será aquí en el Lago Trasimeno?
Capítulo XVI

Un nuevo Rubicón

uw

A
lejandro detuvo el Lamborghini Miura 1971 que condu­
cía enfrente de una villa, a un costado de la carretera que
conduce a Lido di Roma. El muro limítrofe de la propie­
dad era de piedra y dos columnas con esculturas en sus cimas
formaban la entrada. En la fachada de la casa destacaban cuatro
medias pilastras jónicas y lo que podría ser el escudo de la fami­
lia, elaborado en estuco, sobre la puerta principal. Dos autos más,
que conformaban su escolta, hicieron lo propio. Alejandro des­
cendió del vehículo en compañía de Cicerón.
Entre el muro exterior y la casa había un pequeño patio y una
escalinata, en sus barandales había dos esculturas similares a las
del muro. La entrada era vigilada por cuatro guardas, quienes al
ver a los visitantes acercarse a ellos, abrieron la puerta para dar­
les paso.
La decoración del interior de la casa, de estilo un poco más
moderno, contrastaba con el exterior, pero a la vez hacía una
mezcla exquisita: el piso del vestíbulo estaba revestido en tra­
vertino y cubierto por una alfombra oriental, del lado izquierdo
una escalera con barandal de hierro forjado y peldaños flotantes
210  Rexagenäs

comunicaba con las habitaciones superiores, a la derecha ha­bía


un pequeño sillón hecho de madera de pino y arriba de éste una
pintura, Prometeo de Gustave Moreau. Al final del vestíbulo, un
arco flanqueado por dos columnas daba inicio a un pasillo; a
un lado de las columnas y junto a una majestuosa escultura
de un águila de bronce, colocada sobre un pedestal, estaba una
mujer quien indicó a los recién llegados la siguieran por el co­
rredor.
La mujer les pidió que entraran en la biblioteca. Los emisarios
lo hicieron y aguardaron por unos minutos antes de que alguien
más se les uniera. Por fin, ingresaron dos personas que ambos
conocían bien, pero que hacía demasiado tiempo no veían. Una
mujer y un hombre, ambos morenos y entrados en los treinta. Los
dos tenían el cabello negro y largo, aunque él un poco más corto
y lo llevaba recogido con una cola de caballo, ella lo usaba suel­
to y adornado con una diadema de oro. Las ropas de la pa­reja
eran de algodón, ella usaba un vestido color verde claro y él una
camisa azul cielo y pantalones caqui. Del cuello de él colgaba
un caracol aparentemente roto y vuelto a unir con oro.
—Tlacaélel, Citlalmina, me da un gran gusto que nos vayan a
acompañar en esta reunión —declaró Cicerón mientras se levan­
taba de su asiento y saludaba afectuosamente a los dos indivi­
duos, al igual que lo hizo Alejandro—. Estoy seguro de que su
presencia será de gran utilidad.
—El movimiento de su ejército nos ha alertado a todos —co­
mentó Tlacaélel, quien invitó con un gesto a los presentes a tomar
asiento—. Y en cuanto su mensajero acudió a César para solici­
tar una audiencia, él me convocó. Afortunadamente nos encon­
trábamos en las cercanías.
Alejandro añadió que por lo que sabían gran parte de la co­
horte del hombre al que se debió la grandeza del Imperio Azteca
también estaba en los alrededores, quien respondió que apenas
eran los suficientes.
La mujer de la entrada apareció para preguntar qué podía
ofrecerles, Citlalmina solicitó les llevara un par de botellas de Ca­
bernet Sauvignon y seis copas.
Cicerón, aprovechó la ausencia de César y bajo pretexto de
comenzar a ahondar en la plática, comentó que en el Gran Conse­
jo nunca comprendieron cómo personas como ellos, íntimamente
Un nuevo Rubicón 211

ligadas a la naturaleza, preocupadas por lo que los astros les en­


señasen y desprendidas de sí mismas, pudieron dejarlos y aliarse
con los Proscritos. La mexicatl respondió que, sencillamente, di­
vergían en cuanto a ciertas políticas impuestas por Rómulo. En
concreto en lo referente a mantenerse ocultos en las sombras y
permitir que los hombres hicieran del mundo lo que les placiera.
Alejandro repuso que eso no era del todo exacto y ella insistió en
que era la forma en la que ellos lo apreciaban.
Tlacaélel intervino, asentó que tenían sus razones, pero que
de cualquier manera eso no importaba para el desarrollo de esa
entrevista; sin embargo, expresó que le gustaría que supieran que
nunca los habían visto como enemigos, siempre se habían opues­
to a cualquier decisión que pudiese resultar en una confrontación
contra ellos y sabían bien que no era por cobardía.
El macedonio se apresuró en decir que nunca tomaría por co­
barde al más grande de los aztecas. Si bien no había convivido
con ellos tanto tiempo como con muchos otros, las décadas en las
que lo había hecho habían sido suficientes para admirar a am­
bos y lamentar su partida desde el día en que aquella había ocu­
rrido.
Cicerón comentó que aun cuando ellos habían partido poco
tiempo antes de que Rómulo supiera lo que estaba por acontecer
en esas fechas, debido a sus grandes conocimientos y espirituali­
dad, quizás tenían idea de lo que estaba por ocurrir.
—Como una pintura nos iremos borrando. Como una flor nos he­
mos de secar sobre la tierra, cual ropaje de plumas de quetzal —anunció
la mujer poseedora de la tinta negra y roja.
El abogado romano precisó que podría ser una posibilidad,
pero sólo eso, por lo que no necesariamente habría de darse o al
menos no para todos. Alejandro pronosticó que una guerra de
proporciones nunca antes vistas se avecinaba.
—¿Y para eso han venido? ¿A rogar por nuestra ayuda? ¿Será
que el gran Rómulo requiere de su hijo pródigo para vencer en
esta ocasión? —dijo un hombre de cabello corto y frente amplia
que entraba en la biblioteca, vestido con un traje de seda negro y
delgadas líneas azules, su mirada era penetrante. Junto a él venía
una mujer pelirroja, de facciones tan finas que parecían dibuja­
das, ataviada con un vestido negro que mostraba un gran escote
en la espalda.
212  Rexagenäs

—Si hemos venido aquí, ha sido… —contestó Alejandro le­


vantándose de su asiento, sin ocultar su molestia por las palabras
de Julio César.
—... Ha sido para tener una plática razonable y entre amigos
—interrumpió Cicerón, quien se incorporó también, al tiempo de
estirar la mano para saludar a sus anfitriones—. César, Mabel,
gracias por recibirnos.
—¿Amigos?... vaya, pues si Bruto viviera haría una buena ter­
na con ustedes —declaró el líder de la casa de los Julios, quien se
dirigió directamente a un sillón e ignoró el saludo de sus anti­
guos camaradas—. Dime, querida, ¿tú crees que se pueda llamar
“mi amigo” aquel que clavó su espada en mí la última vez que
me vio o aquellos que me dieron la espalda y prefirieron seguir
lamiendo el trasero de su sabio y poderoso líder?
Mabel permaneció callada.
Cicerón sabía que si bien su misión reclamaba una postura
conciliadora, no demandaba pusilanimidad y aclaró que el primer
precepto de la amistad consistía en pedir a los amigos sólo lo honesto y
sólo lo honesto hacer por ellos.
César hizo un ademán como si no escuchase las palabras de
su compatriota, y anotó que seguían cegados por sus moralismos
y por un enfermizo amor hacia Rómulo. Además de no verle pro­
vecho a esa plática, la cual no creía que los llevase a algún lado.
—Sólo te pedimos que escuches lo que venimos a decir. Nada
puedes perder —expresó Alejandro, quien recobró la serenidad y
habló con un tono mucho más amable—. Al menos podrás cono­
cer las razones de los movimientos de nuestro ejército, en ello ya
tendrás un beneficio.
El líder de los Proscritos aceptó. Cicerón y Alejandro comen­
zaron a explicarles todo: desde que Rómulo vislumbró a fines del
siglo xviii el surgimiento de la Nueva Era, así como las prediccio­
nes y los descubrimientos que realizaron él y Boadicea. Todos
prestaban cabal atención, salvo César. Su mirada primero divaga­
ba alrededor de la habitación, la que estaba cubierta de paneles
de ciprés moteado al igual que el techo abovedado, en el sofá y
los sillones tapizados en color rojo con dibujos de águilas dora­
das, en un ajedrez de marfil que descansaba sobre una mesa a un
costado de él, por último fijó la vista en una pintura que colgaba
de una de las paredes: César subyuga a los helvéticos de Giovanni
Un nuevo Rubicón 213

Demin; sin embargo, en cuanto comenzaron a hablar sobre Sif y


Max, su distracción cesó.
—Creí que el único duploukden-aw prifûno era Rómulo —comen­
tó el conquistador de la Galia, una vez que sus invitados finaliza­
ron su intervención—. Digamos que fue muy claro al hacérmelo
­saber.
Alejandro contestó que así lo habían creído todos por más de
dos milenios y medio, pero, ya no cabía duda, si es que alguno la
pudiese haber tenido: la llegada de Max lo probaba.
El desprecio por el tal Max era notorio en el rostro de Julio
César y fue más evidente al manifestar que nada demostraba que
fuese en verdad un duploukden-aw prifûno, salvo lo dicho por Rómu­
lo. Más aún cuando, inclusive, requeriría ser transformado.
Cicerón replicó y explicó que el creador de su especie había
logrado convertirse sin ayuda alguna porque fue el primero; eso,
evidentemente, no era necesario en el caso del muchacho. César
hizo una mueca de desprecio para después indicar que conside­
raba a sus interlocutores un caso perdido y hasta expresó que los
hombres ordinarios se inclinan por creer lo que desean. Por fin su
esposa opinó, le dio la razón y apuntó que los argumentos de los
otros carecían de lógica. El antiguo cihuacoatl la corrigió al indicar
que más importante que usar la lógica, era usar la razón.
—Demina omnium et regina ratio —manifestó Cicerón, elevan­
do un poco los brazos con lo que aparentaba rezar.
—No estoy de acuerdo contigo Tlacaélel —acotó el antiguo
dictador romano, molesto ante el atrevimiento de su Pretor—. Y no
se ha dicho nada que me convenza de participar en esta guerra.
—Por Dios, César, éste es el momento más trascendente de
nuestras vidas —remarcó Alejandro con los puños cerrados pero
no de manera agresiva, al contrario, trató de revivir en sí el senti­
miento de amistad que alguna vez lo había unido a aquel sujeto
y a la vez, buscó externárselo—. Hemos venido aquí a invitarte a
que vuelvas con nosotros, las afrentas del pasado quedarán en el
olvido. Rómulo y Boadicea han accedido a que se reincorporen
con nosotros.
—¿Y qué les hace creer que deseo volver a su patética mana­
da? Una vez más digo que prefiero ser el primer hombre aquí, que
el segundo en Roma. —El tono de voz de Julio César había dejado
de ser displicente y comenzaba a cargarse de ira.
214  Rexagenäs

El general macedonio trató de calmarlo al augurar que ningu­


no de ellos podría mantenerse aislado de esa guerra. Le hizo ver
que tarde o temprano debería escoger un bando.
—Ya lo hice hace más de milenio y medio atrás… y escogí el
mío. —Los intentos por tranquilizarlo eran inútiles, sus ojos pa­
recían arder en llamas. Aparentemente nada ni nadie lo harían
cambiar de opinión.
Percatándose de la esterilidad de la entrevista, Cicerón sen­
tenció que entre los humanos y hasta entre ellos era permisible y hasta
común errar, pero sólo los estúpidos perseveraban en el error.
—¡Es suficiente! No tengo necesidad de escuchar sus insul­
tos. —Los colmillos de César comenzaron a asomarse por entre
sus labios, apretó con fuerza la copa que sostenía en la mano de­
recha y ésta estalló. Mabel trató de limpiar el desorden ocasionado,
pero su esposo la retuvo con la otra mano—. Les abrí las puertas
de mi casa como muestra de buena voluntad y en honor a la amis­
tad que algún día nos unió, pero ustedes se han extralimitado.
El senador se incorporó, hizo una ligera reverencia de corte­
sía e indicó:
—Vámonos, Alejandro, la naturaleza ha dispuesto que la amistad
sea auxiliadora de virtudes, más no compañera de vicios. No hay nada
que hacer por él.
El Cónsul de la Primera Legión se levantó y ambos se dirigie­
ron hacia la salida, en cuanto llegaron al pórtico Citlalmina les
dio alcance y antes de que partieran anunció:
—Como un escudo que baja, así se va poniendo el Sol. En el mundo
está cayendo la noche, la guerra merodea por todas partes. Entre los se­
res de la dualidad nadie teme la muerte en la guerra. Ésta es nuestra
gloria. ¡Éste es el mandato del Dador de la vida, del Gran Señor que se
reinventa a sí mismo! Tenerlo presente, oh príncipes, no lo olviden.
¿Quién podrá sitiarnos? ¿Quién podrá conmover los cimientos del cie­
lo? Con nuestras flechas, con nuestros escudos, está existiendo nuestra
especie, ¡Los seres de la dualidad subsistirán!
Los emisarios partieron entonces de la morada de Julio César,
desilusionados ante su cerrazón y la evidencia de que viejos ren­
cores seguían vivos en él, pero con una llama de esperanza en­
cendida en sus corazones por las palabras de la dama náhuatl.
Minutos después varios hombres de la Guardia Pretoriana de los
Proscritos saldrían con distintos destinos.
Un nuevo Rubicón 215

En su camino de regreso, Alejandro vio algo en el cielo que lo


hizo detener el auto, tanto él como su acompañante descendieron
del vehículo para admirar el majestuoso y a la vez funesto es­
pectáculo que la naturaleza les ofrecía. Sus escoltas hicieron lo
propio.
Por unos segundos la noche se había iluminado, no como si
fuese de día, pero mucho más que en la noche más clara, después
sólo se vería una estela de fuego en el firmamento que poco a
poco se difuminaría, adornando el cielo nocturno con luces mul­
ticolores. Algunos dirían que, por un milagro de la naturaleza,
habían podido presenciar una aurora boreal en lugares en los que
nunca antes se había dado tal fenómeno; otros atestiguarían ho­
rrorizados haber visto la luna cubrirse de rojo y otros, que pre­
senciaron el evento durante el día, jurarían haber visto al mismo
Sol hacer erupción.
—Pareciera que Faetón ha tomado nuevamente el carruaje de
Apolo —comentó Alejandro sin apartar la mirada del cielo.
—Así es mi amigo, pero temo que en esta ocasión los llantos
de Gea no tendrán respuesta y lejos de ser detenido por un relám­
pago de Zeus, sabemos que el inexperto conductor regresará.
El conquistador macedonio volteó a ver a su amigo y lo urgió
a que volviesen cuanto antes a la villa, los efectos de tal evento
comenzarían a notarse en las siguientes horas. Era la hora cero
del Tiempo sin tiempo, una era concluía y el preludio para la si­
guiente comenzaba.
Cicerón estuvo de acuerdo pero antes de subirse al coche vol­
teó nuevamente a ver el cielo y añadió:
—Todo ha comenzado, los dioses ya han dado el primer paso,
quien dé el siguiente mo­vimiento tomará la iniciativa para los
años venideros, los más obscuros y fríos que hayamos vivido, por
ello debemos ser no­sotros.
Capítulo XVII

Sif

uw

M
ax daba vueltas en su cama, incapaz de conciliar el sue­
ño, probablemente debido a que la noche anterior había
dormido en demasía producto de los efectos del veneno
de la mamba negra y de su antídoto, o, quizás, por la intensa plá­
tica que tuvo con Rómulo y Boadicea sobre los posibles aconte­
cimientos que se vivirían en el preludio de la nueva era; sin
embargo podríamos decir que había tenido el día más tranquilo
desde su llegada a la villa. Convencido de que no lograría dor­
mir, decidió levantarse y dar una caminata que, tal vez, le ayuda­
ría a ordenar sus ideas y pensamientos.
A pesar de la inmensa cantidad de obras de arte depuestas en
la mansión, no provocaba la sensación de ser un museo, cada ha­
bitación contaba con el número indicado de ellas para hacerla
acogedora. En cada cuarto al que se entraba, se apreciaba una
obra de arte, hasta las escaleras de roble por las que descendía el
muchacho eran destacables, cuyos barandales de hierro forjado
formaban un semicírculo, en medio de ellas también había una
pintura maravillosa: Venus y Marte de Sandro Botticelli.
218  Rexagenäs

Llegó a la planta baja y notó un gran silencio que lo inquietó


un poco. Salió al patio y se dirigió hacia el lugar donde días antes
había desayunado con Aristóteles y Alejandro Magno. Por su
mente cruzó la idea de que el refugio hubiese sido descubierto
por los hombres vampiro y que fuese atacado, quizás, en ese mis­
mo momento se libraba una gran batalla en algún punto de la
villa. Mientras su mente divagaba, su vista fue a dar al firmamen­
to en el que se dibujaban extrañas luces que semejaban desgarrar
la negrura de la noche, en tanto la luna parecía haber adoptado la
vestimenta de su eterno rival. Max dedicó un tiempo a contem­
plar ese extraño fenómeno, después se despojó de sus temores y
prosiguió con su camino.
El futuro iniciado optó por dirigirse hacia uno de los costados
del viñedo. Podría decirse que aquella penumbra era algo tétrica,
no obstante Max comenzaba a sentir cierto arraigo hacia aquel
lugar aun cuando fuesen pocos los días que había pasado ahí. De
alguna manera, y quizás debido a las experiencias vividas y a las
personas con las que había convivido, el sitio empezaba a tomar
ciertos aires de hogar. Después de unos cincuenta metros de jar­
dín encontró un campo de olivos que le tomó algunos minutos
atravesar, para cuando llegó al final, se encontró en la cima de
una pequeña colina en cuyas faldas había un lago. Sin pensarlo se
dirigió hacia él.
A unos metros del lago un gran álamo recibía los inusuales
rayos lunares mezcla de oro, plata y rubí. Bajo su copa le pareció
ver sentado a alguien. Caminó hacia allá. Al estar a escasos me­
tros del árbol se quedó paralizado. Creía tener una visión: ahí, a
los pies del álamo, sentada sobre una roca, se hallaba el ser más
hermoso que sus ojos hubiesen contemplado jamás. Una mujer
de cabellos dorados, a cuya luz parecerían tenues los rayos del
mismo Astro Rey, al sentir que Max se aproximaba lo suficiente,
volteó, al principio tan dubitativa, y quizás hasta insegura que
bajó la mirada, después la alzó y dando un gran suspiro lo saludó
con una sonrisa cargada de dulzura. Sus labios poseían un rojo
tan vivo que semejaban estar elaborados con lava ardiente y enmar­
caban unos dientes preciosos, tan blancos como la nieve inmacu­
lada de una montaña. Rodeando su cuello caía un vestido color
arena semitransparente que dejaba al descubierto unas bellísimas
y largas piernas que hacían que cualquier ser mortal o divino de­
Sif 219

sease verse encadenado entre ellas. Sus ojos eran de un verde tan
cristalino que aparentaban emanar luz propia, reflejaban una
gran ternura y, a la vez, una voluntad inquebrantable. Portaba un
dije en forma de caldero de plata del que salían llamas de oro y
que se ocultaba, como un tesoro, en el estrecho paso entre la unión
de las dos colinas celestiales de su cuerpo. Sólo su rostro era sufi­
ciente para inspirar a alguien a componer un millón de poemas
y canciones, algo que si no había sucedido hasta entonces, segu­
ramente no tardaría en ocurrir. Sus movimientos poseían una
gracia tal que podrían formar parte de la más hermosa y coordi­
nada danza.
Ante tal belleza las piernas de Max perdieron fuerzas, sin po­
der sostenerlo más. Agradeció que aquello sucediera, ya que al
caer la mujer aprovechó la ocasión para acariciarle el rostro. Max
nunca había sentido algo tan maravilloso como esa caricia. Sus
miradas se cruzaron, fue entonces cuando ambos vislumbraron
en su destino un camino que podría guiarlos a amarse eterna­
mente. Cualquiera diría que fue amor a primera vista, pero sería
un calificativo demasiado pobre para lo que en realidad ocu­
rrió; fue una comunión de espíritus como pocas veces había
­ocurrido en el mundo. Sus miradas hicieron contacto y sus almas
penetraron el cuerpo del otro, reconociéndose mutuamente como
aquella parte que los completaba, al punto de convertirse en un
solo ser.
Ella dijo entonces, con una voz dulce que dejaba entrever un
gracioso sentido del humor que ayudó al muchacho a recobrarse:
—¿Es que acaso permanecerás ahí, Max?
El atónito hombre sólo pudo balbucear unas cuantas pala­
bras. Se disculpó con la hermosa joven, pues creía no poder decir
algo inteligente en ese instante. No obstante y sin temor a equivo­
carse le aseguró:
—Eres la mujer más hermosa que haya habitado este planeta,
Sif.
La joven agradeció el cumplido aunque le pareció algo exage­
rado el comentario. Por la curiosidad de saber cuál sería la res­
puesta del muchacho le preguntó cómo era que la reconoció. Max
le comentó que no tenía una respuesta para ello, suponía que algo
inexplicable en su interior se lo había indicado. La hermosa loba
alfa sonrió nuevamente y tomó las palabras de Max como un ha­
220  Rexagenäs

lago. Lo invitó a sentarse a su lado para platicar, sabía que el mu­


chacho tenía muchas preguntas respecto a ella.
El futuro iniciado se disculpó por las indagaciones que pre­
viamente hizo sobre ella. Le pidió que lo comprendiera, había
muchas cosas que deseaba saber sobre su persona y como no ha­
bía tenido la oportunidad de conocerla hasta ese momento se
­había dejado llevar por la ansiedad, preguntándole a quien qui­
siera responderle sus dudas. La respuesta de Sif fue el primer
indicio de que nunca buscaría avergonzarlo, ni siquiera a solas,
mucho menos pretendería colocarse en una situación ventajosa
frente a él. Aseguró que en ese caso, ella también debía disculpar­
se, porque al igual que Max había hecho preguntas sobre él y más
desde que fue conducido a la villa. Al reconocerlo, las mejillas de
la joven mujer se tiñeron de rubor.
—¿Es cierto eso? —preguntó Max entusiasmado.
—Claro. ¿Acaso crees que posees el monopolio de las inte­
rrogantes? —manifestó la suma sacerdotisa del templo de Meg
Vhestaz con cierta hilaridad.
Max negó tímidamente con un movimiento de cabeza. Señaló
que le daba gusto saber que alguien estuviese interesado en él, en
especial ella. Sif lo corrigió indicándole que no sólo ella estaba
interesada en él, para todos ahí era de suma importancia. Pocos
sabían de él antes de su llegada, y aun en esos días era un celoso
secreto que estaba reservado a pocos de ellos.
El joven hombre le hizo ver que había muchísimas cosas
­sobre las cuales deseaba platicar. La vhestaz-un expresó su acep­
tación con un gesto e indagó sobre los temas que Max quería
abordar.
—Bueno... Rómulo y Boadicea me han dicho que en los astros
está escrito que tú y yo nacimos el uno para el otro. He de confe­
sar que eso es algo que me cuesta muchísimo trabajo compren­
der; sin embargo… —dijo con timidez.
—¡Shhh! No es necesario que trates de explicar lo que hoy sien­
te tu corazón, mañana lo entenderá tu cabeza. Además, yo también lo
he pensado —aclaró Sif al tiempo que sellaba los labios de Max
con su mano izquierda, después de hacer una pequeña pausa
añadió—: Boadicea me ha dicho que querías saber sobre mis orí­
genes, quizás escuchar mi historia podría ayudarte a compren­
der. —Max estuvo de acuerdo.
Sif 221

Con voz por demás armoniosa Sif comenzó a relatar que ha­
bía nacido en una de las últimas primaveras del siglo xix, en un
pequeño poblado de la región de Siberia. Reconoció no recordar
mucho acerca de su infancia ni qué había ocurrido con sus padres,
salvo que eran una familia humilde y que aquellos la amaban y
viceversa. Sin embargo, recordaba perfectamente que, cuando te­
nía ocho años, a su aldea había llegado un grupo de extranjeros.
Al día siguiente del arribo de los forasteros la ­pequeña Sif salía de
su casa por un encargo de sus padres, ocasión que, animada por
la curiosidad, aprovechó para acercarse al único hostal existente
en el pueblo y ver si podía encontrarse con ellos. Recordaba que
nunca había visto extranjeros y deseaba ver cómo vestían así como
escuchar la lengua que hablaban. Se en­contraba husmeando en la
entrada del hotel cuando sintió que una mano se posaba en su
hombro, lo que la asustó, provocan­do que tirara las viandas que
cargaba en sus brazos. Al voltear, vio que una mujer se agachaba
para ayudarla a recoger las cosas. Se trata­ba de una mujer bellísi­
ma y supuso debía ser una reina de algún país lejano. Aceptó que
desde ese preciso momento la admiró.
Sif continuó su relato, le señaló a su interesado interlocutor
que aquella señora le había pedido que no se asustara y le había
preguntado su nombre aunque, obviamente, ya lo sabía. Sif compren­
día ahora que la mujer lo había hecho para no alarmarla si la lla­
maba por él. También recordaba haberle preguntado si era una
reina, a lo que la bella mujer contestó que lo había sido mucho
tiempo atrás. Le dijo, además, que ella también lo sería, es más,
que sería la más grande de todas. Sif señaló que tontamente se
había echado a reír, ya que en ese momento no creyó que aquello
que escuchaba pudiera ser posible, porque ella era una niña po­
bre y no tenía sangre real. La enigmática dama, sin enojarse por
la risa de la pequeña, le había contestado que su sangre era más
real que la de los zares. Sif reconoció que no había podido creerle
nada, pero también que se había sentido fascinada ante aquella
mujer. La pequeña niña contestó que debía regresar a casa, pero
que deseaba verla nuevamente. La mujer le había asegurado que
esa misma tarde iría a visitarla, por lo que la pequeña se había ido
muy contenta de regreso.
Max no sabía si acaso era la cadencia de la voz de la hermosa
Sif, o, bien, sus sentimientos hacia ella comenzaban a convertirse
222  Rexagenäs

en algo mágico o tal vez el aroma de las flores que formaban una
alfombra a sus pies, hacían que se sintiera envuelto por su relato.
En realidad no importaba la razón por la que logró transportarse,
en su mente, al hogar de Sif; lo cierto es que se imaginaba su casa,
el hostal, su pueblo entero y a ella misma de niña, quien segura­
mente había sido un ángel al que toda la aldea quería.
La siberiana prosiguió su narración, al añadir que sus proge­
nitores nunca creyeron que aquella extranjera fuera a verla, debi­
do a lo humilde de su condición. Grande fue la sorpresa de sus
padres cuando esa misma tarde llegaron los extranjeros a su casa.
No sólo iba la mujer sino cuatro personas más, tres de los cuales
aguardaron afuera, a pesar de que habían sido invitados a pasar,
debido a que nevaba con fuerza y hacía muchísimo frío; sólo la
mujer y un hombre entraron. Se trataba de las personas más dis­
tinguidas que la niña había visto en su vida. El hombre tendría
cerca de cincuenta y tantos años, era elegante y seguro de sí mis­
mo. Sif no necesitó aclarar la impresión que el sujeto había pro­
ducido en ella, seguramente causó una sensación similar en Max.
Este último señaló que comprendía perfectamente a lo que se re­
fería Sif: el magnetismo de Rómulo y Boadicea era algo difícil de
explicar, al menos lo sería para alguien que no los hubiese cono­
cido. Su compañera asintió y conjeturó que esa seducción tam­
bién la habrían sentido sus padres.
Rómulo les había dicho a los aldeanos que él y su esposa eran
poseedores del linaje más noble y antiguo del mundo, además de
ser extremadamente ricos, pero a pesar de todo el poder que con­
centraban, no habían podido concebir un hijo. El encuentro que
esa mañana había tenido Boadicea con la niña, los había motiva­
do a adoptarla. Al principio los padres de Sif se negaron rotunda­
mente. Argumentaron que la niña era su hija y de nadie más. La
niña había sido mandada a su habitación; sin embargo se había
quedado cerca y oculta para poder escuchar la conversación.
La joven sacerdotisa comentó a un Max cada vez más atento,
que al oír que los extranjeros querían adoptarla, había sentido
una mezcla de emociones; por un lado, como ya había dicho,
­sentía una extraña fascinación por ellos, en particular por la
dama. Imaginó lo fabuloso que sería conocer otros países, a per­
sonas im­portantes, quizás a reyes y a príncipes. Recordó que
­había pensado en que tendría la posibilidad de asistir a una es­
Sif 223

cuela, en lugar de tener que ayudar en las labores de su casa. Por


otra parte, recordó también que no habría querido tener que se­
pararse de sus padres, los quería mucho y no deseaba alejarse de
ellos.
—¡Te entiendo! Eras muy pequeña para ser separada de ellos
—interrumpió Max tratando de comprender el sentir que habría
tenido de encontrarse en una situación similar.
—Bueno, comparada con los demás duploukden-awi, era grande.
En esa época llegaban a ellos cuando tenían meses de nacidos;
hoy en día, a las semanas. Creo que eso es lo mejor porque de esa
manera no es posible recordar nada de las vidas anteriores. No
hay nada que extrañar —expresó la hermosa sacerdotisa en un
tono que dejaba entrever un poco de tristeza.
—Veo que todavía te duele la separación de tus padres —in­
dicó Max con un sentimiento de solidaridad en la voz.
—Me causa un poco de melancolía, pero añorar el pasado es
correr tras el viento —repuso Sif sin poder contener una lágrima
que fue secada de inmediato por la mano del joven, cuyo gesto
logró que la muchacha cambiara su semblante y sonriera de nue­
vo, antes de decir—: no me malinterpretes. Amo mi vida. La vi­
da que Rómulo y Boadicea me han brindado. Me hace feliz todo
lo que he hecho a lo largo de ella y poder ser partícipe de una
empresa tan importante como la que hemos de llevar a cabo, así
como estar aquí, en este momento, contigo.
Sif conocía las dudas que todavía habitaban en el corazón del
potencial lobo alfa, por lo que aprovechó una de sus últimas fra­
ses y buscó aminorar la carga del joven:
—Mi deseo no es conquistar el mundo sino liberarlo de la
opresión en la que vive. Darle a este planeta la primera oportuni­
dad, desde la aparición del ser humano, de existir tranquila­
mente; de volver a cohabi­tar en armonía con la naturaleza y que
cada ser alcance sus sueños —señaló la joven siberiana con pala­
bras plenas de sinceras intenciones.
Complacido y a la vez alentado ante tal declaración, Max sos­
tuvo que una visión como esa lo animaba más aún a emprender
la tarea encomendada; una empresa que ambos habrían de en­
frentar porque ella era tan duploukden-aw prifûno como él. Max ha­
bría de estar a su lado en cada momento y ella al suyo; ambos
triunfarían o fracasarían, pero juntos.
224  Rexagenäs

Sif notó cómo sus palabras se adentraban en la mente de su


compañero, quien gradualmente comenzaba a aceptar su papel co­
mo duploukden-aw prifûno y, por ende, como sucesor de Rómulo. Sin
embargo ella prefirió callar al respecto, en vez de eso tomó el ros­
tro de Max con su mano derecha y lo besó en la mejilla. Él sintió
que el pecho le estallaba, pasó su mano izquierda entre los cabe­
llos lacios de la joven, luego la tomó de la mano para no soltarla
más durante el resto de la plática. Después de un tiempo de silen­
cio le pidió que continuara con el relato de cómo habían con­
vencido a sus padres.
La joven vestal señaló que dudaba que hubiese ser humano
alguno capaz de resistirse al poder de convencimiento de Rómu­
lo y su padre no había sido la excepción. El primer duploukden-aw
les había dicho que, a su lado, la niña tendría una vida que ellos
ni siquiera podían imaginar, que sería educada por las mentes
más brillantes del planeta y que algún día se casaría con un hom­
bre que llegaría a ser más poderoso que el Zar de Rusia y ese
hom­bre la amaría con una gran devoción.
El muchacho escuchaba con atención cada palabra, a la vez
que guardaba en su mente cada línea de la perfecta figura de Sif.
Se encontraba embelesado ante ella, por ello, al escuchar sus últi­
mas palabras, se sintió compelido a anunciar:
—Si he de convertirme en un gran guerrero para ganar tu co­
razón, con la guía de Marte así será—. Le prometió con pasión y
dulzura.
La bella vestal sonrió ante el cumplido recibido. Le dijo a Max
que ya comenzaba a hablar como uno de ellos y aunque le alegra­
ba que comenzara a asumir el papel que le tocaba jugar en la
vida, no necesitaba convertirse en nada ni realizar conquista al­
guna para ganar su corazón, ni siquiera necesitaba corresponder
a su amor. Agregó que el amor auténtico es aquel que sólo desea la
felicidad de la persona amada, sin exigir en pago la propia felicidad.
—Pero, entonces, ¿ya me amas? —indagó incrédulo el futuro
lobo alfa.
—Max, me crié escuchando historias sobre ti. Cicerón me de­
cía que serías un hombre recto y justo; Marco Aurelio, que serías
piadoso y a la vez implacable; Alejandro, que soñaba con el día
en que pudiese pelear a tu lado y derramar su sangre por ti; Ró­
mulo, que serías un líder admirable pero humilde; y Boadicea,
Sif 225

que serías un hombre que se entregaría con extrema pasión a cada


tarea que realizase, siendo una de las más importantes en su vi­
da, amarme. ¡Max, llevo más de un siglo soñando y fantaseando
contigo! ¡Te amo desde mucho antes de que nacieras…!
—No me amas a mí entonces, sino la idea que te has hecho de
mí. Amas la imagen que te han construido de mí —interrumpió
el muchacho con cierto desaliento.
—¡No mi amado Max! Como te había comentado también he
hecho muchas preguntas sobre ti desde tu llegada y cada conver­
sación que has sostenido aquí me ha sido transmitida, comprobé
con ellas lo que se me había augurado; por si eso no bastara, en
cuanto apareciste bajo la sombra de este álamo y volteé a verte,
pude navegar en tus ojos, sentirme poseída por tu alma y soste­
ner entre mis manos tu corazón, el mismo que me dijo que eras
tú. De esta manera comprendí que lo que se me había dicho sobre
ti, había sido limitado por la pobreza de las palabras —concluyó
casi con un susurro.
El muchacho sintió una gran vergüenza por su comentario
anterior, bajó la cabeza, pero sin dejar de mirar a Sif y le suplicó
que perdonara su incredulidad, más que nada, haber puesto en
entredicho una afirmación suya.
La princesa rusa se acercó a Max, cuya cabeza inclinada besó
tiernamente. Luego, alzó el acongojado rostro del muchacho y le
dijo:
—No tengo nada que perdonarte. Sé que nunca me ofenderás
porque nunca podrás decir o hacer algo que me irrite. Siempre cree­
ré en ti y nunca pensaré que buscas hacerme un mal. Agaka’megi-tei
—susurró. En ese instante, Sif entrelazó sus labios con los de Max
en un profundo y cálido beso, que los transportó en un viaje en el
que vislumbraron la dualidad, que es a la vez la unidad del uni­
verso, percatándose de que cada partícula del cosmos era parte
de ellos mismos y que juntos y complementados eran una mani­
festación perfecta de la creación en sí misma.
Sin saber cuánto había durado aquel beso, que simplemente
provocó que ambos perdieran toda noción del tiempo, al sentir
que sus labios se separaban de los de su amante, el heredero de
Rómulo no pudo evitar que una lágrima se desprendiera de sus
ojos. Al abrirlos, notó que en el rostro de ella también rodaba una
lágrima. Ambos secaron la lágrima del otro, después se abraza­
226  Rexagenäs

ron de manera tal que sus almas terminaron de fusionarse. Per­


manecieron en silencio por largo tiempo, un silencio que envolvió
todo a su alrededor.
Después de permanecer abrazados, Sif le comunicó:
—Sé que sería conveniente regresar a la villa, debes preparar­
te para tu ritual de iniciación y yo para celebrar la que probable­
mente será mi última ceremonia como suma sacerdotisa de Meg
Vhestaz, aunque no deseo dejar este lugar.
Max la invitó a recostarse juntos por un momento en el cés­
ped. Una vez ahí, indagó cuál era la razón por la que dejaría de
ser una vhestaz-un. Sif apoyó la cabeza en el pecho de su pareja y
contemplando el mortal, pero fascinante fenómeno que continua­
ba en el cielo, le respondió que la razón era que esperaba que en
el futuro cercano su corazón la abrazara y la tomara como su
compañera.
Un gran suspiro inundó los pulmones del muchacho, abrazó
a la bella siberiana con fuerza y delicadeza. A veces volteaba ha­
cia el firmamento, la mayoría del tiempo prefería contemplar a la
mujer que yacía a su lado.
Aquel intenso momento de comunión entre los jóvenes moti­
varía, con posterioridad, la escritura de un poema en el que Max
vertería toda la esperanza que significaba el reconocimiento de la
mujer amada, de la inmensamente anhelada.

I’m still trying to write that love song…


…It’s more important to me now… you are not gone*

Imágenes hermosas aparecen,


algunas con explicación,
las más como transgresión a nuestro entendimiento
o mejor aún, prefiriendo que se mantengan fuera de su alcance.

Así aparecen aquéllas para aquellos que soñamos


como apareciste tú.

*
El epígrafe es paráfrasis de una canción de Fish.
Sif 227

Nunca diría que de la nada,


más bien, como manifestación de todo,
porque tú misma hoy eres
lo que en ocasiones creí ver materializado
e incluso convencerme de no llegar a ser Eneas para Dido,
aunque eso no importa ya,
puesto que así, siendo manifestación del Todo, eres fascinante;
no como sueño de realidad,
o intención oculta tras mujer
que, como canto de sirena, falsamente guiara al navegante.

Habrá quien crea que soy un iluso que ha olvidado el sueño de


las facultades irreales.
¿Pero quién sino aquel que distinga con el corazón la palabra verdadera
será capaz de distinguir lo que desearía hablaras de lo que escucho?
¿Y el hombre en su error de amarse en otra completa su fantasía
para amar lo que sus simples sentidos le muestran, y convertir
a ese ser en algo simplemente no tan hermoso?

Entonces sí podría ser llamado loco,


pero no más
al estar por primera embelezado de esas cuestiones que luchan
con lo irreal sobre ti.

Entonces se trata de acallar todo susurro de la mente para saber qué es


lo que tienes que decir,
sé lo que eres y has sido,
de esta nueva tu realidad y mía.

De ese mundo que a fuerza de manos…


nosotros que habremos de construirnos con el día, con ese
susurro gradual que no percibe la mente sino que se aguarda
en la sed del corazón.
Capítulo XVIII

Fugazi

uw

P
asaba del mediodía y Max y Sif no habían regresado al
chatteau. En una habitación que contaba con una pantalla
de gran dimensión, bajo la que había un mueble de roble
que guardaba la videoteca de la casa, se transmitían las noticias.
Enfrente, sobre un sofá recubierto de tela rayada, estaban senta­
dos Boadicea y Rómulo.
El gran lobo tenía puestos los ojos en el televisor, pero en rea­
lidad no ponía atención. Notando su ensimismamiento, su espo­
sa acarició su pierna y le preguntó:
—¿Hay acaso alguna carga que debas llevar sobre la cual me
esté vedado ayudar a mi compañero?
Él volteó a verla, hizo una mueca que aparentaba una discreta
sonrisa y respondió:
—Si así fuera ya hubiese sucumbido ante su peso.
Rómulo tomó la mano que descansaba sobre su muslo y por
unos segundos aparentó que no iba a decir nada más, pero conocía
a la perfección a su mujer y la contestación dada no sería suficien­
te para calmarla, por lo que, en un momento de extrema sinceri­
dad que sólo podría haberse dado con ella, reconoció:
—Tengo miedo. No de los actos de los dioses, conocemos sus
designios y sabemos que no conllevan a un fin absoluto…
230  Rexagenäs

—… Pero sí al fin de esta era —interrumpió la reina celta,


quien con su mirada buscaba hurgar en el alma de su cónyuge.
—Así es —continuó el fundador de Roma con voz apagada—,
y con ello, posiblemente al nuestro. Sabes bien que no temo a la
muer­te como tal y aun cuando me gustaría ver edificado el impe­
rio por el que luchamos, me siento complacido por lo que hemos
logrado y me llevo la tranquilidad de haber realizado mi misión
de la mejor manera posible, en especial ahora que tenemos dos
herederos que continúen nuestro trabajo, dos hijos a los cuales
transmitir nuestro linaje.
No tuvo que salir palabra alguna de la boca de Boadicea para
que él entendiera que seguía sin externarle la razón de su temor,
por lo que prosiguió:
—Desconocemos cuánto ha de durar la vida natural de un
duploukden-aw, pero lo cierto es que soy mayor que tú y lo más pro­
bable es que muera antes…
La dama bretona trató de interrumpirlo, él no lo permitió.
—Sé que si existe alguien capaz de subsistir por sí misma eres
tú y llámame anticuado o necio, pero me aterra pensar que me
anticipe en el viaje y te deje en un mundo en el cual ya no podré
acompañarte.
Boadicea se acercó a su marido, lo besó con pasión y ternu­
ra y después manifestó:
—Seguramente un ser que sólo puede ser superado en edad
por los bosques, las montañas y los ma­res es algo anticuado,
pero creo que sus miedos no son producto de ello, sino del in­
menso amor que me ha profesado por milenios.
La llegada de los jóvenes a quienes esperaban desde hacía al­
gún tiempo los interrumpió. En cuanto éstos aparecieron por la
puer­ta de la pieza, sonrieron complacidos al verlos juntos, pero
más que nada, por el sentimiento que habitaba en ellos, que había
cambiado sus rostros y hasta transpiraban. Los invitaron a sen­
tarse con ellos y les indicaron que pusieran atención al noticiero,
donde un locutor comentaba, con voz que trataba de aparentar
tranquilidad, lo siguiente:

Las distintas llamaradas lanzadas anoche por el Sol acele­


raron en décadas, quizás siglos, el calentamiento global.
Expertos aseguran que el hoyo en la capa de ozono, el in­
Fugazi 231

cremento de las zonas áridas en la Tierra que son producto


de la deforestación, el uso indiscriminado de gases conta­
minantes como el bióxido de carbono y otros gases inver­
nadero, así como otras acciones —algunas del hombre y
otras naturales—, dieron como resultado que las defensas
del planeta fueran prácticamente inexistentes.

La voz de la televisión se entrecortaba, las imágenes llegaban


difusas, pero continuó diciendo:

El alza en la temperatura provocó un primer resquebraja­


miento en la banquisa ártica a las 01:08. Recuerden que
todas las horas que demos serán de acuerdo al meridiano
de Greenwich. El témpano de hielo, si así podemos llamarlo,
era del tamaño de Luxemburgo, pero se ha derretido a una
velocidad inverosímil, al grado de que ahora tiene un ta­
maño equivalente al de la Isla de Man. La masa helada
abandonó el Ártico por el estrecho de Fram. El nivel del
agua en los mares del Norte y Noruego subieron a niveles
descomunales, lo que ocasionó que se formaran olas de
más de veinte metros de altura, las cuales en su momento
se vieron como algo desastroso. No obstante, ahora pa­
recen inofensivas en comparación con el tsunami de cin­
cuenta metros, provocado por movimientos telúricos, que
golpeó a Groenlandia a las 09:12 e Islandia a las 10:06, con­
virtiendo a esta última, al parecer, en un archipiélago.
Cunde la alarma por la marejada, también de cincuenta
metros, que se dirige hacia las costas inglesas.

Sin poder contener su asombro, el locutor del noticiero agregó:

A las 02:11, un segundo bloque se desprendió de la ban­


quisa ártica, provocando un maremoto. Contra todo pro­
nóstico, el iceberg salió por el estrecho de Bering, rumbo al
Pacífico Norte y, al igual que el primero, comenzó a derre­
tirse tan pronto se separó del Ártico. El tsunami que se ha
formado, de acuerdo con la velocidad que registra, se
­espera alcance las costas de Japón alrededor de las 16:00
horas.
232  Rexagenäs

—El tsunami llegará a las 16:03 —precisó Rómulo.


Max volteó a verlo brevemente, por un instante se preguntó
cómo podría saberlo, no se molestó en cuestionarlo, segundos
después él mismo se contestaría.
El alarmado comentarista de noticias, cada vez más conmo­
cionado por lo que leía, continuaba informando:

Aun cuando el rumbo de ese tsunami tiene dirección con­


traria a América, nuevos movimientos telúricos afectaron
gravemente la Falla de San Andrés, lo que provocó un te­
rremoto de grado 9.1 en la escala de Richter en la zona de
California. El sismo se produjo a las 11:13; al menos la mi­
tad del estado y otros estados colindantes, tanto norteame­
ricanos como mexicanos, se encuentran bajo escombros,
los daños materiales son incalculables y las autoridades se
niegan a dar un estimado de posibles víctimas; sin embar­
go, debido a las proporciones de la catástrofe, no pueden
ser menos de... ¡millones! Los Angeles, San Francisco, San­
ta Bárbara y varias ciudades más prácticamente han des­
aparecido. En territorio mexicano, la península de Baja
California se ha convertido en isla. Lo peor de todo es que
el terremoto desencadenó otro en el interior del océano y
un nuevo tsunami que se dirige hacia América, según las
predicciones, golpeará la costa oeste de los Estados Uni­
dos por completo, la Columbia Británica en Canadá y los
restos de la otrora península de Baja California. Se estima
que este tsunami llegue a las 14:07 horas.

Sin poder contener más sus emociones frente a lo que suce­


día, el locutor del noticiero intentó proseguir ya sin disimular su
estupor:

Le pedimos una disculpa a nuestro auditorio por las distor­


siones que presentan las imágenes, pero las ráfagas solares
destruyeron varios satélites y dañaron severamente otros.
De hecho, es un milagro poder transmitir. No sabemos qué
castigo estamos recibiendo como raza humana. ¡Qué error
tan grave pudimos haber cometido para merecer esto!
Fugazi 233

—¡Pero que ceguera, que negación de la realidad! —exclamó


Alejandro, quien en compañía de Aristóteles había llegado a la
sala. Max no los notó debido a que ambos permanecieron para­
dos en la entrada y a que él mismo se hallaba completamente
absorto por las noticias, lo único que hacía de vez en cuando era
apretar con fuerza la mano de Sif, que no había soltado ni por un
momento—.¡Si se han dedicado por siglos a consumir los recur­
sos de la Tierra indiscriminadamente! ¡Llevan siglos lacerando al
planeta sin mayor freno que su propia codicia!
—De manera reiterada el hombre ha demostrado que sólo es
capaz de aprender a través de la miseria y el dolor —comentó
Aristóteles—. Ésta es su última lección. ¡Espero la comprendan!
Max giró la cabeza para observar al general macedonio y a su
maestro, luego volteó hacia Sif, reflejaba en su mirada aprobación
por lo dicho, pero también compasión. Ella acarició su rostro,
pero las noticias volvieron a llamar su atención.

El tsunami que se dirige a Inglaterra está a sólo unos mi­


nutos de alcanzar su objetivo, pero antes veamos las imá­
genes que nos han llegado de los Países Bajos donde, al
igual que en el norte de Francia, Alemania y la península
Escandinava, las marejadas azotan sin clemencia alguna,
inundando cuanto encuentran a su paso.

Las informaciones que entregaba el noticiero se sucedían de


manera alarmante y, a ratos, llegaban de manera simultánea:

Por el momento todo indica que los países que se encuen­


tran en el hemisferio sur no serán afectados por tsunamis;
sin embargo, lo más probable es que en breve todas las
naciones del orbe comiencen a sufrir inundaciones y otros
fenómenos ocasionados por estos cambios climáticos, al
menos todas aquellas que tengan límites marítimos. Asi­
mismo, el aumento de la temperatura ha afectado a estos
países. Desconocemos todos los alcances que pueda tener
esto, pero Australia fue la primera víctima del fenómeno:
el calor extremo propició el clima ideal para que, en con­
junto con lo que pudo ser un accidente o la actividad de un
234  Rexagenäs

pirómano, se iniciara un incendio de proporciones nunca


antes vistas en las cercanías de Sydney. Varias líneas de
fuego colisionaron entre sí y formaron una tormenta de fue­
go, que en cualquier momento llegará a la ciudad más
grande y antigua de Australia. Se espera que alcance su
objetivo a las 13:13. En el continente africano se han pro­
ducido varios incendios que podrían desembocar en algo
similar a lo que sucede en Australia: Namibia, Botswana,
Zimbabwe, Mozambique, Zambia y Angola son presas de
grandes llamaradas.

Y los desastres continuaban...

Regresamos a Inglaterra donde la inmensa ola ha penetra­


do territorio británico, utilizando el cauce del Támesis
como vía de acceso. En unos instantes llegará a la barrera
del mismo, pero nadie tiene esperanzas de que ésta pue­
da detener al coloso de agua que está por sobrepasar la
construcción que, irónicamente, otrora fuera edificada
para evitar una gran inundación en Londres… ¡Lo que te­
míamos! ¡El tsunami ha pasado como si la barrera no estu­
viese ahí...! Ahora, es sólo cuestión de minutos para que la
capital inglesa se encuentre bajo las aguas.

Las imágenes se interrumpieron, sólo se escuchaba la distor­


sionada y estupefacta voz del periodista. Al establecer un enlace
de último minuto con fuentes provenientes de todas partes del
mundo, el comentarista del noticiero continuó no sin sorpresa:

Disculpen la interrupción, en un momento regresaremos


con las imágenes en vivo de la llegada del tsunami a Lon­
dres, pero nos acaba de llegar un cable de último momen­
to. Como les habíamos informado con anterioridad, una
vez que el gobierno japonés supo la dirección y las dimen­
siones del tsunami que se dirige hacia su territorio, solicitó
la ayuda de su contraparte china para evacuar a tantos ha­
bitantes de la isla como les fuese posible. Hace unos minu­
tos el gobierno de Beijing respondió que debido a la fuerza
Fugazi 235

y longitud de la ola, seguramente China también se verá


afectada por el fenómeno marítimo, por lo que no podrá
asistir a Japón en tanto no ponga a salvaguarda a sus pro­
pios ciudadanos y evalúe los daños causados por el sinies­
tro. Japón, utilizó como pretexto la falta de solidaridad del
gobierno chino y vio una ventana de oportunidad para ha­
cerse de las codiciadas minas de uranio recién descubier­
tas en el Nordeste de China, contestó que se ve obligado a
declararle la guerra y a tomar por la fuerza lo que solicitó
previamente por la vía diplomática. Corea del Sur y Filipi­
nas se han unido a Japón arguyendo las mismas razones,
mientras que Corea del Norte ha decidido apoyar a China,
bajo el argumento de viejas alianzas.

—¿Esta guerra también la habías previsto? —preguntó Max


dirigiéndose al hombre que consideraba más sabio en la historia
del mundo.
Rómulo afirmó con un movimiento de cabeza y añadió:
—Só­lo es el principio, en las próximas horas más países se
unirán a uno y otro bando, tomando el conflicto mayores propor­
ciones; pero ésta será pequeña comparada con la que se dará más
adelante y de la cual nosotros seremos protagonistas.
Las imágenes regresaron y las noticias únicamente confirma­
ban lo que aquel extraordinario ser ya sabía que ocurriría:

Son exactamente las 13:10 y el tsunami ha llegado a Londres.


La gente, que por alguna u otra razón no había po­dido
despejar las zonas aledañas al río, ahora corre despavorida
sin oportunidad. La ola, lejos de haber disminuido su ta­
maño durante su trayecto por el Támesis, creció unos cinco
metros más y conforme avanza se unen a ella toneladas de
escombros. ¡Ustedes pueden apreciar cómo la fuerza del
agua arrastra consigo carros, árboles, casas y hasta algu­
nos edificios! ¡Es sólo cuestión de tiempo para que este
asesino líquido alcance el centro financiero londinense!

La transmisión se interrumpió, por un momento no llegó


imagen ni sonido alguno.
236  Rexagenäs

Una lágrima rodó por el rostro de Boadicea, al notarlo su es­


poso, buscó consolarla.
—Sabes bien que habrá zonas de Bretaña que no serán toca­
das por el mar y que una vez que las aguas desciendan una buena
parte de la isla resurgirá.
—Eso no lo hace menos doloroso... —respondió la druidesa
con hondo pesar.
Al percatarse de que su primer intento había fallado, Rómulo
abrazó con fuerza a su querida y leal compañera de vida.
La tragedia continuaba dejando atónitos a quienes la repor­
taban:

¡Las aguas han llegado al corazón mismo de la capital in­


glesa…! ¡Vean cómo la ola golpea la Torre de Londres!…
¡La torre ha caído y, seguramente, otros edificios históricos
se unirán a ella! ¡Y no sólo en Inglaterra sino en el mundo
entero!...

La transmisión cesó por completo.


—¡Dios mío! —exclamó Max por demás acongojado— ¿Rómu­
lo no hubieses podido evitar esto? Es decir, hace cien o doscientos
años, si hubieses advertido a los hombres de esta catástrofe, qui­
zás se hubiese podido prevenir.
—¿Y qué te hace pensar que me hubiesen escuchado? —res­
pondió el aludido, en tanto apagaba el televisor tras una búsque­
da infruc­tuosa de algún canal que continuara la transmisión—.
Durante décadas muchos científicos pronosticaron este día, qui­
zás no esperaban sucediese tan pronto, pero ese ha sido el proble­
ma del hombre, siempre creyó que podía postergar el cuidado del
medio ambiente y continuar su explotación entre tanto.
—Entonces los hubieses obligado. Tú tienes el poder de ha­
cerlo. Eso hubiese sido preferible. ¿De qué sirve el poder si no se
le usa para beneficio de los demás? —asentó el joven levantán­
dose de su lugar, abrumado por las noticias que acababa de pre­
senciar.
—¿Y convertir a los humanos en esclavos o en una especie de
robots que siguieran nuestras órdenes? El precio hubiese sido
igualmente alto. ¿No lo crees, Max? —inquirió Aristóteles, quien
Fugazi 237

comprendía el sobresalto del muchacho, pero de igual manera


sabía que necesitaba recobrarse.
—Los hombres nunca hubiesen aceptado vivir bajo nuestro
yugo, aun cuando fuese en su propio beneficio —sentenció Ale­
jandro, quien buscaba también hacer entrar en razón a su ami­
go—. Eso sin contar lo que los lamwadeni pudiesen haber hecho.
—Los seres humanos tienen que transitar libremente hacia
un estadio de mayor armonía, no pueden ser obligados a ello
—añadió Sif quien desde su lugar retomaba la mano de su com­
pañero.
—¡Tienen razón! Es sólo que desearía que fuese de otra mane­
ra —reconoció el joven bajando la mirada y pasándose la mano
libre por el cabello.
—Por difícil que parezca ésta se ha convertido en la única
opción de salvación —manifestó la reina bretona, quien compren­
día a la perfección el dolor en el muchacho.
Reponiéndose tanto como pudo, Max indagó si ahí se encon­
traban a salvo.
—Si te refieres a los desastres naturales, Roma, al igual que la
mayoría del mundo, sufrirá —aseguró el edificador de la ciu­
dad—. Sin embargo, tenemos suficiente tiempo antes de que las
inundaciones y plagas lleguen, pero ni siquiera las siguientes ca­
tástrofes acabarán con ella, no por nada se le conoce como la Ciu­
dad Eterna. De cualquier manera debes recordar que nada de
esto puede dañarte pero los lamwadeni sí, y no estarás a salvo de ellos
en tanto no tengas tu ritual de iniciación.
Su heredero le dijo que lo notaba muy tranquilo a pesar de
saber por las penurias que pasaría su patria y saber que, entre
otras cosas, era probable que desapareciese esa hermosa villa.
—La patria de cada hombre es el lugar donde vive mejor —aseveró
Aristóteles adelantándose en la contestación a su líder—. Ade­
más, la verdadera felicidad proviene de la posesión de la sabiduría y de
la virtud, no de bienes externos. No te preocupes por esos pequeños
detalles.
Las dudas de Max habían desaparecido casi por completo,
pero continuaba sintiéndose indigno de tan gran honor; sin em­
bargo el apoyo que le habían externado cada una de las personas
que había conocido en ese lugar y a quienes ya consideraba sus
amigos, el amor de la mujer que lo acompañaba y de la cual tomó
238  Rexagenäs

la otra mano en ese momento, con lo que le solicitó se le uniera, y


el profundo dolor que le causó presenciar las catástrofes que azo­
taban a la Tierra, el cual no podría ser estéril y menos aún por su
inactividad, lo llevó a anunciar que había decidido aceptar su pa­
pel como duploukden-aw prifûno.
Boadicea y Rómulo se levantaron del sofá. La primera tomó el
rostro del muchacho entre sus manos y, antes de besarlo en am­
bas mejillas, le dijo:
—¡Fiom! No te inquietes por lo que pueda ocurrir porque la
preocupación no libera al mañana de su pena, deja desprovisto al hoy de
su alegría y aun en las horas obscuras que vivimos, debes ser ca­
paz de encontrar la felicidad.
Después Rómulo lo abrazó y le manifestó:
—Ten siempre presente que hay tres tipos de personas en el mun­
do… las que hacen que las cosas sucedan, las que miran cómo suceden y
las que se preguntan ¡qué demonios sucedió! ¡Me siento orgulloso de
ti, Fiom!
—Estoy convencido de que para un hombre de carácter no exis­
ten límites para sus esfuerzos, salvo que estos lo conduzcan a grandes
logros —comentó Alejandro, mientras estrechaba la mano de su
amigo y nuevo líder—. ¡En cada batalla que luches, en cada mon­
taña que escales, en cada momento difícil que se te presente, sólo
tendrás que mirar sobre tu hombro para corroborar que estoy
contigo, dispuesto a dar la vida por ti, mi hermano!
Aristóteles colocó una mano sobre el hombro de su más añejo
pupilo y la otra sobre el nuevo, luego les señaló:
—¡Un amigo fiel es un alma en dos cuerpos!
Sif abrazó y besó a su pareja mientras Boadicea les indicaba
que cada quien fuera a sus aposentos para cambiar sus ropas por
las adecuadas para el ritual del próximo iniciado.
Al salir de la sala, Max notó una buena cantidad de personas
empacando con extremo cuidado los cuadros, las esculturas y de­
más objetos que adornaban la mansión, por lo que volteó hacia
Rómulo y le comentó:
—Creí que las posesiones materiales no eran importantes,
¿por qué preocuparse de resguardar éstas? —mientras las señala­
ba con un breve ademán.
—No son para mí. Pero espero que, una vez finalizada la gue­
rra e instaurado el Impero Perfecto, tú y Sif decidan construir
Fugazi 239

a­ lgunos museos a lo largo del orbe. Debido a ello hemos conveni­


do preservar los originales como un legado para esa nueva civili­
zación.
—¿Todas estas obras de arte son originales? —preguntó Max
atónito—. Creí que estaban en diversos museos y colecciones pri­
vadas.
Rómulo simplemente sonrió y recordó a Max que se apresu­
rara a subir a su habitación para cambiar su vestimenta. Lo aguar­
darían en el almacén cercano al viñedo.
Capítulo XIX

El muelle Beverello

uw

E
n la ciudad de Nápoles un comando especial, de las Fuer­
zas de Respuesta de la Organización del Tratado del Atlán­
tico Norte, patrullaba la vía Nuova Marina.
—Honestamente no sé qué hacemos aquí —comentó un sol­
dado a uno de sus compañeros. Agregó que, incluso cuando uno
de sus cuarteles centrales se ubicaba en esa ciudad, Italia estaba
relativamente segura y podrían auxiliar a los damnificados de los
países que, en verdad, eran afectados por los desastres; al fin y al
cabo era una de las razones para las cuales fueron creadas las
fuerzas a las que pertenecían.
El otro respondió que una buena parte de las Fuerzas de Res­
puesta ya habían sido desplegadas hacia las zonas más afectadas.
Y, a pesar de que su compañero tenía razón en el sentido de que
podrían apoyar las labores de rescate, le recordó que eran solda­
dos y como tales debían obedecer las órdenes que recibían de sus
superiores, confiando en que por alguna razón les habían instrui­
do permanecer ahí y vigilar la zona.
El oficial que viajaba con los dos soldados interrumpió la plá­
tica, debido a que recibió un llamado por la radio —Anaconda
Verde, aquí Águila Roja. Responda.
242  Rexagenäs

—Aquí Anaconda Verde. Escucho Águila Roja.


—¡Diríjanse inmediatamente al muelle Beverello! Nuestros
radares identificaron varias embarcaciones que están por atracar
ahí. Dimos aviso a la guardia costera para que los interceptara
pero dichos navíos hundieron a las lanchas de los guardacos­tas
que fueron a detenerlos. Los equipos de tres halcones negros
han sido instruidos para ir en su apoyo, de igual manera recibi­
rán auxilio por mar. ¡Pero depende de ustedes evitar por todos
los medios necesarios que los tripulantes de esos buques desem­
barquen!
—Entendido General. ¡Vamos para allá! —respondió el Ma­
riscal Montana.
El comando especial, compuesto por diez unidades anfibias
de diversos tipos, arribó al punto indicado en el momento en que
el primer barco recién llegaba. La escalerilla de éste se ex­tendió y
la primera en descender fue Cleopatra, ataviada con un vestido
de seda blanco, semitransparente, que dejaba entrever un bikini
dorado. Portaba sandalias y una tiara de oro con in­crustaciones de
esmeraldas. Iba seguida de un hombre de raza negra, quien lleva­
ba el torso desnudo y la cabeza rapada, tenía el cuerpo y ca­ra cu­
biertos de dibujos blancos y portaba una lanza más alta que él,
toda fabricada de acero y adornada con diversos grabados.
Los soldados quedaron impresionados ante el atuendo de la
reina egipcia y, más aún, por su belleza; pero el Mariscal Montana
no permitió que la angelical imagen lo hipnotizara, tomó un alta­
voz y les comunicó:
—¡Ésta es una zona protegida por la OTAN! Su barco carece
de permiso para navegar en estas aguas y, más aún para desem­
barcar en el puerto. ¡Regresen a su buque y aguarden a que los
soldados les den más indicaciones! Posiblemente se lleven a cabo
algunas detenciones pero no opongan resistencia, no tienen alter­
nativa, ni a dónde huir.
Cleopatra volteó hacia el sujeto que la acompañaba y le dijo,
mientras avanzaba hacia los hombres de las Fuerzas de Respuesta:
—¿Qué opinas Yugurta, crees que tendremos alguna alter­
nativa?
—Les insisto, regresen a su nave o nos veremos en la necesi­
dad de abrir fuego —ordenó, nuevamente por el megáfono, el
Mariscal Montana.
El muelle Beverello 243

Varios hombres vampiro ya habían descendido también y se


colocaron detrás de sus líderes. Yugurta levantó su lanza, presto
para arrojarla. Al mirarlo los soldados se dispusieron a disparar,
pero antes de que pudieran hacerlo el nubio arrojó su lanza con­
tra Montana. Ésta lo atravesó por el pecho, lo sacó del vehículo en
el que viajaba y terminó incrustándolo contra una de las tanque­
tas anfibio que estaban detrás de él.
La mayoría de los soldados que habían bajado de los vehícu­
los, contemplaron la escena horrorizados e impávidos; para cuando
reaccionaron y voltearon con el propósito de atacar, se percataron
de que el asesino y la misteriosa mujer se hallaban ya, al menos,
a cien metros de distancia de ellos. Caminaban tranquilamente
en dirección contraria a ellos, mientras de la embarcación des­cen­
dían por decenas hombres y mujeres que ocupaban el muelle.
Los soldados ya no esperaron a recibir una orden y abrieron
fuego indiscriminadamente en contra de los sujetos desarmados
que se habían diseminado a lo largo del muelle. Tras ser heri­
dos por una o varias balas, los individuos comenzaron a caer.
Cuando los elementos de las Fuerzas de Respuesta creyeron ha­
ber terminado con todos, empezaron a avanzar con cautela ­hacia
la pila de cuerpos, mientras dos de los vehículos fueron tras los
fugitivos.
Uno de los hombres heridos, tirado en el suelo y sin moverse,
le dijo a una mujer que se encontraba junto a él:
—Hace mucho tiempo que no hacíamos una escenificación
como ésta y me encanta.
—¡Cállate o arruinarás la sorpresa! —protestó enérgicamente
la otra, pero sin alzar la voz.
Una vez que los soldados estuvieron lo suficiente cerca, vam­
piros y vampiresas dieron fin a su dramatización. Se levantaron y
se arrojaron en contra de sus víctimas con mayor velocidad y pre­
cisión que el ataque de una serpiente cuando acecha a su presa,
sólo un par de ellos habían fallecido por un disparo afortunado
que había penetrado de manera sumamente precisa, destrozando
sus corazones o cerebros, ya que inclusive una bala que rozara
dichos órganos no los hubiese eliminado.
Los soldados que tuvieron tiempo dispararon de nuevo en
contra de sus agresores, algunos incluso vaciaron los cargadores
de sus armas; fue prácticamente inútil. Varios hombres vampiro
244  Rexagenäs

fueron heridos, hubo quienes, inclusive, perdieron alguna extre­


midad producto de la ráfaga de balas que los había alcanzado,
pero en esta ocasión ninguno cayó. Los brazos o piernas perdidos
se regeneraban con una rapidez inverosímil y en ese segundo ata­
que hicieron gala de su agilidad, al evitar que las balas dispara­
das en su contra dieran en un punto letal.
Sin dar crédito a lo que veían y presas de un profundo pánico,
los elementos de la OTAN que se encontraban a bordo de los ve­
hículos que contaban con cañón, abrieron fuego en contra de esos
seres a los que consideraron infernales. Algunos fijaron su objeti­
vo en las filas enemigas más alejadas de sus compañeros, otros
prefirieron no perder tiempo y disparar a donde hubiese alguno
de esos engendros, sin importar nada más. Varios hombres vam­
piro fueron arrojados al mar, debido a la explosión producida por
los cañonazos, pero en breve emergieron del agua dispuestos a
continuar con la carnicería.
En breve, los soldados que osaron acercarse a esos seres de­
moniacos, se vieron envueltos por estos, quienes como marabun­
ta los cubrieron. Sin preocuparse por matarlos antes, mientras
unos les succionaban la sangre por el cuello, otros lo hacían por
las piernas y otros más por los brazos. La escena, una digna ilus­
tración del infierno de Dante, hubiese sido inspiradora para el
dibujante de una historieta gore.
En el instante en que los vehículos que iban por Cleopatra y
Yugurta emprendieron su marcha hacia ellos, el fino oído de la
primera la alertó, por lo que le solicitó al segundo:
—¿Podrías hacerte cargo de ellos? No quisiera ensuciar mi
ropa antes de la batalla por la que hemos venido.
—Será un placer para mí, señora —contestó el nieto bastardo
de Masinisa, quien comenzó su transformación: los ojos se le
­inyectaron de sangre, las orejas comenzaron a crecerle, sus pómu­
los se retrajeron, permitiendo la salida de unos colmillos desco­
munales, las uñas de sus manos y pies se convirtieron en garras,
la piel se le engrosó, pero sus tatuajes permanecieron nítidamente
visibles.
Los vehículos dispararon en contra de dos de los principales
líderes de la Raza de la Eternidad, pero estos esquivaron balas y
hasta un cañonazo. Después de evitar los primeros proyectiles
Yugurta se lanzó al ataque, los soldados continuaron sus disparos
El muelle Beverello 245

en contra de él, pero fue como si las balas fueran gotas de agua,
su cuerpo parecía absorberlas, nada podía detenerlo. Al estar a
unos metros de uno de los vehículos, dio un salto y cayó en el
interior del mismo, la masacre comenzó: los primeros fueron
afortunados, al ser despachados con prontitud, las garras del
caudillo nubio cercenaban gargantas, desgarraban miembros y
penetraban vientres para después subir por el tronco de la vícti­
ma hasta el pecho. Una vez terminado con los infelices que iban
en la parte trasera, ingresó a la cabina y dio cuenta de los que
viajaban ahí.
Para cuando aquel hombre, que más de dos milenios atrás se
había levantado contra el yugo de Roma, terminó con los tripu­
lantes del primer vehículo, una veintena de hombres vampiro
había alcanzado al segundo y ya se encargaban de los tripulantes
de aquél.
En el momento en el que se divisaron en el cielo los helicóp­
teros de las Fuerzas de Respuesta, otro de los navíos hizo su apa­
rición. En la proa se distinguía a un coloso a quien la brisa marina
agitaba su rubia cabellera, en la espalda llevaba colgado un arco
dorado, el que tomó junto con una flecha de su carcaj y, justo an­
tes de disparar, mencionó:
—¡Sea Apolo quien dirija mi mano!
La flecha surcó el firmamento antes de atravesar, primero, el
vidrio de la cabina de uno de los halcones negros, después el casco
del piloto, para finalizar su recorrido en el cráneo de éste. El copi­
loto trató de tomar el control de la aeronave, pero sólo tuvo unos
segundos para hacerlo, una segunda flecha se incrustó en su gar­
ganta, dando fin a su vida de manera casi instantánea. La aeronave
se desplomó y se estrelló contra un hotel ubicado en las inmedia­
ciones del muelle. El patio del mismo, que un día antes albergaba
a turistas que usaban el puerto como punto de partida para visi­
tar las islas aledañas, se cubrió de escombros.
La cónyuge del patriarca volteó hacia Yugurta, junto al cual se
encontraba nuevamente y manifestó complacida:
—Esta interrupción ha mostrado tener algo de positivo, Mi­
trídates está practicando el tiro al blanco y tú has demostrado
estar en excelente forma.
Después de derribar el primer helicóptero, el antiguo rey del
Ponto fijó su blanco en el segundo, pero en esta ocasión no dispa­
246  Rexagenäs

ró al piloto sino hasta que hubo terminado con cada uno de los
demás tripulantes. Del tercer halcón negro se encargaron otros ar­
queros que, al igual que él, llegaban en el segundo barco.
Los refuerzos marinos de la OTAN llegaron: cinco navíos pe­
queños, pero altamente equipados con material bélico. Tan pron­
to escuchó el ruido de esos barcos, Mitrídates ordenó a un centenar
de sus soldados que se arrojaran al mar y que los interceptaran.
Al nadar los hombres vampiro eran mucho más lentos que en
tierra, pero de todas formas más rápidos que cualquier ser huma­
no. Los marinos de la OTAN no los vieron aventarse al agua, no
obstante los identificaron en el radar y se prepararon a recibirlos.
Se dispusieron hombres armados con rifles de alto poder a lo lar­
go de la cubierta de todos los navíos, aguardaban el momento
oportuno para abrir fuego. En cuanto creyeron tener al alcance de
sus armas, lo que los marinos creían buzos, comenzaron a dispa­
rar. Las aguas empezaron a teñirse de rojo, no había duda, repe­
lerían el ataque inclusive antes de que los enemigos intentaran
abordar sus buques. Varios de ellos rieron, pensaban que la ma­
niobra contraria había sido por demás cándida. Hubo el que se que­
jó con un compañero, alegaba que era más difícil deshacerse de
las ratas que encontraba en el sótano de su casa, pero poco les
duró el gusto. Repentinamente, los hombre enviados por el gene­
ral griego surgieron por debajo del agua, se asieron del casco de
las naves, clavaron sus garras en ellos y así se impulsaron a la
cubierta de las mismas. Algunos vampiros fueron regresados al
mar por el impacto de las balas, justo antes de que dieran el brin­
co que los llevaría a los marinos, otros dejaron sus brazos colgan­
do de los barcos, ya que un tiro certero los había desposeído de
ellos, pero tan pronto se les regeneraba el miembro amputado
volvían a intentar el abordaje. Al darse cuenta de que no lucha­
ban contra simples hombres, el terror inundó los barcos con la
misma rapidez que la sangre de sus tripulantes. Mitrídates sabía
que todo era cuestión de que sus hombres subieran a los navíos.
Una vez ahí, la situación estaría controlada.
El tercer y último barco llegó, Hermann descendió de su proa
seguido de centenares de hombres vampiro que veían complaci­
dos el trabajo de sus camaradas. En la cubierta del buque apare­
ció Aníbal, llevaba el torso cubierto por un peto con el rostro de
Tanit grabado en él y cubriéndole la cabeza un casco de bronce
El muelle Beverello 247

que a la luz del sol brillaba tanto como el ankh que portaba en el
pecho. Iba montado en un majestuoso elefante africano. Las patas
y los colmillos del paquidermo estaban adornadas con anillos de
oro; el lomo, donde viajaba el célebre cartaginés, estaba cubierto
por una inmensa manta de tela roja con el símbolo de Abraxas,
bordado en hilo de oro en uno de los lados y un ankh en el otro:
el primero representaba a todos los nebutsen-zetamlig ; el segundo
a la Yinshuss Oleitum . A los pies del animal sus tres ministros,
como él, contemplaban la escena.
Capítulo XX

Lupercal

uw

R
oma, al igual que la inmensa mayoría de las otras ciuda­
des del mundo, era presa de la anarquía. Si bien la policía,
el ejército y en algunos lugares hasta las Fuerzas de Res­
puesta de la OTAN buscaban poner orden, el caos se había ex­
pandido con la misma fuerza que los tsunamis que habían
golpeado a una gran cantidad de países a lo largo del orbe. El
vandalismo y el saqueo gobernaban ahora, no las leyes ni las au­
toridades. La gente robaba almacenes, edificios públicos, bancos
y mercados por igual, lo que encontrara a su paso, seguros de que
el fin de la humanidad estaba cerca.
En uno de los pocos lugares en calma, y muy a su pesar, se
encontraban una joven reportera y su camarógrafo. Ella no llega­
ba a los treinta, se llamaba Gianna y había logrado colarse a las
altas esferas de la rama de noticias de la cadena RAI. Su piel tri­
gueña y cabello castaño eran algunos de los atributos que enmar­
caban su belleza, razón por la cual muchos envidiosos creían que
había conseguido sus logros y hasta la catalogaban como una
­femme fatale. La verdad era que su astucia y su instinto para inda­
gar noticias eran las causas que la habían llevado hasta ahí y, aun­
250  Rexagenäs

que algo prepotente, también era cauta y silenciosa como una


tumba. Por ello pensó que la enviaban a una gran misión, la que
quizás le daría el tan anhelado Pulitzer, cuando su jefe le solici­
tó que no comentara con nadie ese trabajo y le entregó dos salvo­
conductos justo antes de partir: el primero firmado por un alto
comandante de la OTAN y el segundo por un importante funcio­
nario de la oficina del Primer Ministro italiano, documentos con
los que ella y su acompañante podían transitar en cualquier lugar
sin importar el toque de queda. Gran desilusión fue la que se lle­
vó al llegar a su destino, el Monte Palatino, vestigios de un lugar
que dos milenios atrás se podía considerar como el mismo centro
del mundo y que en esos días todavía atraía a miles de turistas,
pero en ese momento nada ocurría ahí; un cementerio tenía más
vida que esas ruinas.
Seguramente al flacucho de Francesco, su camarógrafo, no le
importaba aquello, pero ella rabiaba por estar ahí. ¿Por qué en el
Monte Palatino y no en los puertos de Nápoles o Livorno? Donde,
según las últimas noticias, sólo hacía unas horas que soldados
de la OTAN habían sido atacados por un ejército desconocido o
¿por qué no en los Alpes Dolomíticos?, sitio por el que al parecer
un tercer ejército había iniciado su incursión en tierras italianas y
se había enfrentado y exterminado a todo un escuadrón de la Aero­
nautica Militare. Nada se sabía de esos ejércitos, salvo que aquel que
había desembarcado en Livorno lo había hecho a bordo del USS
George W. Bush, el portaviones más moderno de la marina norte­
americana y que, literal y sorprendentemente, había sido robado
de la base naval de Virginia bajo sus propias narices. Después de
la matanza de Livorno las autoridades locales lo encontraron
abandonado y en su interior los cuerpos de los marines masacra­
dos, quienes al parecer habían sido atacados por algún tipo de
bestias que les extrajeron hasta la última gota de sangre. Ni un
solo marine había sobrevivido y aunque los casquillos regados
por los suelos y balas incrustadas en las paredes indicaban una
acción defensiva, no se había localizado un solo cuerpo ajeno a la
tripulación. Ninguna organización terrorista se había adjudicado
los ataques, ni se esperaba que así sucediese, no tenían la capaci­
dad para haberlos realizado. Tampoco había sido alguna nación:
no tenía sentido, Italia se encontraba fuera del conflicto que se
llevaba a cabo en el lejano oriente.
Lupercal 251

En cuanto regresara a su oficina se quejaría con sus superio­


res, era un desperdicio tenerla ahí cuando a lo largo del planeta
pululaban las noticias. Cualquier periodista con más de cien
­neuronas sería capaz de sacar un reportaje formidable en ese his­
tórico día y a ella le sobraban. Nadie había sido capaz de tomar
un video de las fuerzas atacantes, no se tenía ni siquiera el de un
aficionado, pero ella seguramente lo hubiese conseguido, siem­
pre lo hacía. Para su fortuna como ciudadana pero para su des­
gracia como reportera, Italia no se encontraba en el camino de los
tsunamis. Al parecer los desastres naturales no la azotarían con
fuerza y lo que pudiese ocurrir pasaría desapercibido en compa­
ración con lo que sufrían otros pueblos. Tampoco se encontraba
inmersa en la guerra asiática; sin embargo, tan pronto escuchó
la declaración de guerra de Japón, pidió a su jefe que la enviara
a la zona del conflicto. Experiencia la tenía. Recientemente había
sido corresponsal en la sudamericana, pero su superior le dijo
que aguardara, le tenía una empresa por demás importante y una
vez concluida esa misión, analizaría la posibilidad de enviarla
a China. Pero algo completamente inesperado había sucedido:
tres ejércitos salidos de la nada invadían su país y nadie sabía qué
ocurría. Las autoridades permanecían en un mutismo total. Los
reportes indicaban que los soldados habían sido brutalmente ase­
sinados y que no había sobrevivientes, ni un solo testigo de los
hechos; lo peor, ella no estaba ahí para captar la noticia.
Mientras deambulaba por la zona, decidida a seguir a esos
ejércitos en caso de que su objetivo fuera Roma y que por fortu­
na pasaran por algún lugar desde el cual alcanzara a vislum­
brarlos, notó por fin un movimiento en el lugar: por una cueva
a los pies del Palatino, conocida como la Lupercal, comenzaron a
salir decenas de figuras humanas, todas ataviadas con lo que
­parecían ser uniformes de soldados del antiguo Imperio Roma­
no, todos, salvo uno que apareció detrás de la mayoría de los
otros.
El hombre al que Gianna veía vestido distinto no era otro sino
Max, quien llevaba puesta una túnica blanca con bordados de
plata. Los soldados que lo acompañaban eran su Guardia Preto­
riana, comandada por Paolo que caminaba a su lado. Los pre­
torianos portaban una túnica debajo de una coraza de cuero
negro, usaban un casco de hierro color negro que culminaba con
252  Rexagenäs

una crista que era, al igual que la túnica y la capa, color azul rey;
sus armas: una jabalina de dos metros, una espada y un escudo
de hierro negro con la silueta de Marte grabada al centro.
Con una seña Gianna indicó a Francesco que la acompañara.
Había decidido seguir a esos hombres, su instinto le indicaba que
esa tenía que ser la noticia por la que estaban ahí. Algo importan­
te iba a ocurrir, lo presentía. El grupo subió la colina, se mantuvo
en el sector suroeste de la misma.
A pesar de que mantuvieron una buena distancia fueron cap­
tados por los guardas. Uno de ellos se acercó a Paolo y le dijo:
—Prefecto, dos humanos nos siguen. ¿Desea que los deten­
gamos?
—No, ya los había olfateado y su aroma es exactamente el
que el senador Leonardo me había descrito. Déjenlos hacer su
trabajo, nosotros preocupémonos del nuestro.
A lo largo del Palatino se extienden una gran cantidad de rui­
nas de templos, palacios y otras construcciones romanas; cata­
cumbas, cavernas, explanadas y árboles terminan de conformar
el paraje. Max y su guardia llegaron al lugar en donde muchos
siglos atrás se había erigido el templo de Apolo. Ahí lo aguarda­
ban Rómulo, Boadicea, Sif, las restantes vestales, los siete senado­
res y la Guardia Pretoriana de sus padres putativos, quienes
habían llegado por otras cuevas.
Rómulo estaba frente a lo que semejaba un altar de piedra, lo
flanqueaban las dos lobas alfa. Frente al altar estaban los senado­
res, quienes usaban una túnica color púrpura. La Guardia Pre­
toriana de Rómulo estaba dividida en sus dos centurias, una
apostada hacia el Oeste, la otra hacia el Norte; la guardia que
arribaba se dividió de igual manera, cubriendo los otros dos pun­
tos cardinales.
El fundador de Roma usaba una túnica blanca con adornos
dorados y rojos, bajo un peto de piel marrón con ornamentos de
oro, una capa roja sujetada por un broche de oro y su cabeza esta­
ba adornada con una corona de laurel fabricada en oro puro.
Atrás de él había un toro blanco, sujeto por una cadena que le
rodeaba el cuerpo y que subía por una ancha rama de un árbol
cercano, sostenido en el otro extremo por uno de los pretorianos.
El altar era circular y tenía grabado un pentáculo en la super­
ficie. En cada uno de los picos de la estrella había una vela amari­
Lupercal 253

lla y, atrás de cada una, estaban las cinco vestales restantes,


quienes sólo llevaban una túnica blanca, sandalias y como ador­
no una guirnalda de jazmines blancos. Sif y Boadicea vestían
igual que ellas, pero sus túnicas tenían un ribete con motivos ce­
lestiales, la guirnalda de la suma sacerdotisa era de rosas color
rosa, mientras que la de Boadicea era de geranios blancos.
Max recorrió el camino hacia el altar, el cual estaba todo cu­
bierto de polen. Al llegar a él dedicó una mirada a todos, en espe­
cial a la princesa rusa. Rómulo le indicó que se recostara. Sería
justo de­cir que el muchacho estaba algo nervioso al verse envuel­
to en un escenario como ese, pero estar acompañado de personas
a quienes profesaba verdadera amistad, respeto y amor, aun
cuando sólo tuviese algunos días de conocerlos, lo ayudó a sobre­
ponerse.
Faltaba alrededor de una hora para el ocaso y utilizando los
últimos rayos de sol, Sif calentaba, apoyada por un espejo, un
recipiente triangular que contenía incienso, hojas y pedazos de
corteza de roble, unas espigas de trigo secas y pétalos de rosa
blancos y rosas. En ese momento comenzó a prender fuego. Sif se
acercó a cada una de las vestales, llevaba en sus manos la llama
votiva, ellas agarraron la vela que tenían enfrente, las encendie­
ron y dieron tres pasos hacia atrás después de depositarlas de
nuevo en su lugar de origen. Frente a cada vela había uno o va­
rios objetos: una copa de plata con vino tinto, una espada de hie­
rro, una moneda de plata, una rama de laurel y un plato con tres
olivas negras, tres higos y tres trozos de pan de centeno.
Las lobas alfa iniciaron una oración, a manera de cántico, que
era como un diálogo entre ambas. Después de recitadas las pri­
meras estrofas, vestales y senadores se unieron a la plegaria; las
primeras repetían lo dicho por la siberiana y los segundos hacían
coro a las oraciones de Boadicea.
Gianna y Francesco contemplaban a la distancia la ceremo­
nia, seguros de que era una secta religiosa obscura, probablemen­
te satánica. El rito podría estar dedicado a antiguos dioses a
quienes solicitaran su intervención para detener los desastres na­
turales, para calmar su ira o quizás se presentaría un tributo a
Lucifer con el cual diesen la bienvenida a su hijo. En las horas que
habían transcurrido desde el inicio de las catástrofes, la idea de
que el Apocalipsis había dado inicio se expandía de forma dra­
254  Rexagenäs

mática; Gianna no lo creía así, pero era probable que los hombres
que observaba sí lo hicieran.
Francesco comenzó a grabar, la reportera llamó a su oficina y
mantuvo la voz tan baja como pudo, relató a su jefe lo que pre­
senciaba. Preguntó si iban a transmitir en vivo o si se guardaría el
video en archivo, en tanto recababa más información sobre lo que
acontecía. Su jefe le pidió que no colgara y que aguardara, debía
a su vez hablar con sus superiores. Minutos después le comunicó
que no sólo transmitirían en vivo. Por órdenes que venían de­
masiado arriba se enlazarían con otras cadenas televisivas, las
imágenes y el reportaje de Gianna llegarían a prácticamente el
mundo entero, lo que la sorprendió en demasía. Si bien ella era
capaz de convertir ese evento en una noticia grande al ligarla con
lo que ocurría a lo largo del orbe, no era algo tan importante como
para hacer lo que su jefe le había anunciado, menos aún con los
eventos que se vivían en ese día; pero no manifestó nada de eso,
aprovecharía la oportunidad, era el momento para darse a cono­
cer en el resto del planeta.
Mientras le externaban a Gianna sus instrucciones, Rómulo
pasaba la vasija que Sif había encendido por todo el cuerpo de
Max, dejaba que el humo se le impregnara; después de hacerlo
varias veces, se inclinó hacia el joven y con la mirada le indicó
que se tranquilizara. Rasgó la túnica de éste dejándolo descu­
bierto hasta la cintura. Con un pugio que portaba al cinto, se
cortó la muñeca y antes de que la herida cicatrizara vertió la
sangre en una copa de plata, con ella dibujó un pentáculo en el
vientre de Max, Sif le aproximó la copa de vino, la alzó y pro­
nunció:
—Tra­pa’megi haner vikrwin ek Mairezh mopel donnön ann quet teonedik’señ
ek medik fiom, eto dokadis’señ ek utra ean glamâj adkep suoi avêdsdeni ekha eo’h
dodiñ’señ ean fôrizh nereit ann cume abo suo famöilh— regresó el cáliz a
una vestal, en tanto Sif colocaba en la mano derecha de Max el
anillo con el rostro del dios Marte, idéntico al de Rómulo, Boadi­
cea y al de ella.
La cámara que llevaba Francesco era de las mejores con las
que contaba la RAI, por lo que las imágenes, a pesar de la distan­
cia a la que se encontraban, eran formidables y permitían al mun­
do presenciar el ritual como si estuviesen parados entre los
senadores.
Lupercal 255

Rómulo repitió el procedimiento de dibujar un pentáculo en


Max, pero en esta ocasión fue en su pecho, levantó la moneda de
plata y oró:
—Trapa’megi hanaz numma ek Veciner mopel donnön ann quet teonedik’si­hi
ek medik fiom, eto cumroo’sihi abo agäka ann quet uman agäka seo’h dugañ’señ
adruz suo famöilh—. Al igual que lo hizo Sif, Boadicea se acercó y
puso en la mano izquierda de Max el anillo de plata con el pen­
táculo.
En el foro de transmisión de la RAI, en compañía del conduc­
tor del noticiero, se encontraba un experto en mitología y ritos
antiguos de la Universidad de Bolonia, a quien habían llevado de
acuerdo a las mismas instrucciones que les habían indicado que
enviaran a Gianna y Francesco al Monte Palatino. Este hombre
aseguraba que, incluso cuando el rito definitivamente contenía ele­
mentos paganos, no era para nada demoniaco ni mucho menos.
Nuevamente se acercó Rómulo a Max para marcarlo con un
pentáculo, esta vez en la frente. Posteriormente tomó el plato con
las olivas, los higos y el pan y rezó:
—Trapa’megi ek Meg-Vhestaz ean frudu abo ean arouar mopel donnön
ann quet teondik’sihi ek medik fiom, eo’h dodiñ’sihi ean dungik nereit ann dungid
ek suo famoilh, ean hüpeizel ann adexiñ’señ-megi suo sërviak ekha eto faper’señ
mëriden abo cofan’señ uman ean lauri.
El pretoriano que sujetaba la cadena sosteniendo al toro co­
menzó a levantar al animal, Rómulo lo tomó por el cuello lo acer­
có y lo colocó encima de Max. Una extraña niebla comenzó a
invadir el sitio, como si surgiera del altar y de ahí se expandiese
a lo largo del Palatino. Los pretorianos empezaron a golpear sus
escudos con los puños, el volumen de los cantos subió de nivel, el
diálogo de los mismos había cesado y todos cantaban al unísono.
El toro bufaba con dificultad debido a la presión de la mano del
lobo alfa sobre su garganta, el animal se inquietaba y pataleaba.
Rómulo permaneció sereno, agarró de nuevo la daga con la que
se había cortado la muñeca e hizo un profundo corte en la yugu­
lar de la bestia. La sangre cayó a borbotones sobre un atónito,
pero estoico Max. El rostro del primer romano, salpicado por la
sangre del bovino, adquirió un aspecto terrible, mostraba unos
colmillos impresionantes.
Era el clímax del ritual, Rómulo se inclinó sobre su hijo y lo
mordió en el pecho, clavando sus incisivos justo en el corazón.
256  Rexagenäs

Max cayó en una especie de trance. Se veía en ese mismo lu­


gar, pero el escenario era distinto. Las ruinas que hoy lo cubrían
no habían sido edificadas, la única construcción que había era
una primitiva muralla que un hombre empezaba a edificar. En un
momento, Max vio al hombre a unos cuantos metros de él, y en el
siguiente, él era ese hombre. Entonces apareció un individuo al
que nunca había visto pero que de alguna forma le resultaba de­
masiado similar. Se escuchó a sí mismo gritarle al sujeto que se
acercaba en una lengua hasta entonces desconocida por él. El otro
hombre, con actitud de burla y provocativo, saltó el incipiente mu­
ro. Una fuerza extraordinaria brotó desde sus adentros, lo reco­
rría por completo a través del torrente sanguíneo, penetraba sus
huesos, se alojaba en sus músculos. El individuo continuaba acer­
cándose, desafiante. El poder carcomía sus entrañas, necesitaba
ser liberado, pero él lo contuvo, permitió que cada nervio de su
cuerpo lo asimilara, que se confundiera con su mismo organismo,
que fuera él quien lo poseyera y no al contrario. El otro indivi­
duo, al ver que sus insultos no eran suficientes, lo abofeteó, pero
él no contestó de manera alguna, se contuvo, se mostró calmo. El
hombre desenvainó su espada y lanzó una estocada, la cual nunca
alcanzó su destino, ya que él se lanzó sobre su agresor; con sus
propios dientes desgarró la carne del otro, primero la garganta,
después el vientre y así continuó hasta devorarlo casi por com­
pleto. Probó la carne y la sangre, pero sobre todo, la muerte.
Los restos del cadáver desaparecieron pero él permanecía en
el mismo lugar, en la cima de esa colina. Figuras de aspecto fan­
tasmal fueron llegando poco a poco, se postraban a su alrededor
y junto a él vieron cómo se construían y derrumbaban edificios,
ciudades enteras, las cuales después eran arrasadas y otras nue­
vas se levantaban en su lugar. Vislumbraron a cientos, miles de
soldados que marchaban hacia la guerra y también contemplaron
las batallas, contra humanos, contra hombres vampiro y contra
hombres lobo. En algunas ocasiones cuando un soldado moría en
la pelea, se dirigía hacia él y se unía al grupo que lo acompañaba,
en otras con la muerte en el campo de batalla alguno de sus acom­
pañantes se desvanecía. Sólo uno de sus acompañantes carecía de
ese aspecto fantasmal, era una figura femenina, que se veía tan
real como él, quien se postró a su lado y permaneció ahí en todo
momento.
Lupercal 257

Súbitamente el cielo se obscureció, la incipiente claridad ve­


nía de erupciones volcánicas, la tierra se resquebrajaba y a lo lejos
divisó un ejército que, a diferencia de todos los otros que atisbó,
no se dirigía contra otro que pudiese ver, sino contra él. Eran mi­
les y a su paso dejaban desolación, pavor y muerte. Eran dirigi­
dos por un ser que a diferencia de los demás no tenía aspecto
brumoso, se veía real, demasiado real, tan real como él mismo y
la mujer que lo acompañaba. Hombres y animales, también de
forma espectral, corrían despavoridos ante la expectativa de la
lucha. Max volteó hacia sus acompañantes, los que estaban senta­
dos se incorporaron pero permanecieron en sus lugares, espera­
ban sus órdenes. Con sólo ver a su acompañante acordaron que
era el momento adecuado. Una simple mirada a sus hombres
bastó para dar las indicaciones. Todos desenfundaron sus espa­
das, alistaron su jabalina o tensaron la cuerda de sus arcos. Co­
rrieron al encuentro del enemigo, al encuentro de la muerte o la
gloria, quizás a ambas.
Hacía varios minutos que Rómulo había mordido a Max y
éste no despertaba, hubo quienes comenzaron a impacientarse.
¿Era posible que su líder se hubiese equivocado e iniciado a un
simple humano? o ¿que hubiese hundido los colmillos un poco
más de lo debido, matando al joven lobo e imposibilitando su
renacimiento?
A lo lejos, corriendo a una velocidad formidable, llegó un
hombre y se acercó a uno que estaba alejado del lugar donde se
había efectuado el ritual de Max. El segundo llevaba consigo un
cuerno de guerra, al escuchar lo que el individuo le comunicó lo
hizo sonar con tal fuerza que se escuchó en toda la colina. Gianna
y Francesco se estremecieron ante aquel sonido. El mundo estaba
expectante.
Rómulo, Boadicea, Sif y todos voltearon hacia el punto del
que provenía el sonido. La preocupación que algunos sentían por
Max, lejos de desaparecer, aumentó.
Capítulo XXI

Ean Genäs abo


unis Nevu Heracles

uw

L
a noche cayó sobre Roma de la misma manera que la po­
blación mundial creía que caían sobre ella imparables cas­
tigos: cubriéndolo todo, sofocándolo todo y dejando todo
en tinieblas, ya que a pesar de ser luna llena varias nubes la ocul­
taban desde hacía unos minutos. La penumbra era casi total y
aquella rara niebla surgida del altar, y que ahora se extendía has­
ta más allá de las faldas del monte, lo dotaba de un ambiente más
místico pero también escalofriante.
Al escuchar el sonido del cuerno, la Guardia Pretoriana for­
mó un círculo entorno al altar. Sif no pudo ocultar su preocupa­
ción y se la externó a Boadicea:
—Algo salió mal, no deberían estar aquí todavía, aun cuando
hayan visto la transmisión deberían estar lo suficientemente lejos
para que cuando llegaran nosotros ya hubiésemos partido.
—Tranquilízate —sugirió la reina celta—. Sabíamos que era
posible que no cayeran en la trampa. No creyeron la idea de que
estaríamos en el Lago Trasimeno y si llegaron a pensar que esto
260  Rexagenäs

sería una emboscada, decidieron enfrentarla. De cualquier mane­


ra, todo saldrá bien.
—… Max no ha despertado y se encuentra indefenso por
completo.
Paolo escuchó la conversación e intervino:
—Perdone que la contradiga mi señora, Max no está indefen­
so, tiene a un ejército que se batirá para protegerlo, la única posi­
bilidad de que un lam­waden ponga sus asquerosas garras sobre él
sería que todos nosotros acabáramos en el Hades.
Rómulo tomó el control de la Guardia Pretoriana, Paolo, Do­
niov y los demás pretorianos quedaron bajo sus órdenes. Ellos, al
igual que Boadicea, Sif, los senadores y las vestales, si fuera nece­
sario, constituirían la última línea de defensa. Boadicea instruyó
a Sif y a las demás vestales para que la apoyaran en dibujar con
sus garras, en el suelo, alrededor del altar, signos pertenecientes
al ogam.
A un lado de donde se levanta el Coliseo, un imponente ejér­
cito de miles de hombres vampiro arribaba al Palatino. Eran los
ejércitos completos de Aníbal, Ahuizotl y Atila, aunque faltaban en
cada una de las tres razas aquellos dedicados a las labores de es­
pionaje y quizás algunos más, como el Grupo de Asesinos de Atila.
El azote de Dios llevaba una vestimenta por demás aterrado­
ra: el esqueleto de un hombre lobo al que él mismo había matado
y cuyos huesos había sobrepuesto en una armadura de acero. Por
su parte, Ahuizotl portaba una loriga cuyas láminas semejaban
plumas y que lo cubría hasta los muslos, el rostro pintado de rojo
al igual que la cabellera sobre la cual llevaba un yelmo con la for­
ma de la cabeza de un águila, de cuya cimera se sujetaban varias
plumas de color blanco y negro. Además portaba una lanza ador­
nada por una serpiente que la rodeaba, de su boca salía la punta
del arma, era la Xiuhcoatl. El ejército de Aníbal iba apoyado por
leones y elefantes, el del antiguo tlatoani por jaguares y águilas, el
de Atila no llevaba animales de ataque, pero muchos de sus sol­
dados, incluyéndolo, montaban a caballo.
Francesco continuaba con la filmación, oculto entre los árbo­
les junto a Gianna, tanto ella como el conductor que se hallaba en
el estudio repetían que la transmisión era verídica y en vivo. Ellos
se encontraban tan sorprendidos como seguramente lo estaría el
público telespectador.
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 261

En esos momentos de la emisión, más de un presidente, rey o


primer ministro de diversas naciones convocaron a sus secreta­
rios de Estado, ministros o asesores, intrigados por lo que ocu­
rría, pero también para decidir si debían comunicarse con otros
jefes de Estado, en especial con el primer ministro italiano, y de­
cidir si se organizaba un ataque coordinado contra las fuerzas
presentes en el Monte Palatino. Seguramente se trataba de los
responsables de los ataques a las fuerzas de la OTAN y a la avia­
ción italiana. En la mayoría de los casos, algún Ministro, general­
mente el de Defensa o el del Interior, su coordinador de asesores
o algún otro alto funcionario, les explicaron que incluso cuando
estaban tan azorados por ese enfrentamiento como el resto de la
población, tenían conocimiento previo de la existencia de ambas
especies, inclusive trató directo con alguna de ellas y en ocasio­
nes con ambas. Tan pronto como habían asumido el cargo, su an­
tecesor los había puesto al tanto de las relaciones que guardaba
su gobierno con ellos, les habían entregado archivos clasificados
como ultrasecretos y que databan desde la formación del mismo
país. También les explicaban la esterilidad de mandar un ataque
convencional y que lo más sensato era aguardar y observar el
desenvolvimiento de la batalla, después de la misma y conocien­
do al vencedor, se analizaría la situación y determinaría la estra­
tegia a seguir para sacar el mayor provecho. En países que
guardaban importancia relevante, a juicio de Leonardo, el Mi­
nistro o asesor entró acompañado de un Comisario duploukden-aw
o inclusive un Embajador —máximo rango de los Servicios Di­
plomáticos y de Inteligencia operados por Leonardo—.
Una vez dada la alarma, por debajo de donde se encontraba
el altar, a través de las diversas cavernas que existen y que en su
interior forman un intrincado de grutas, comenzó a salir la Pri­
mera Legión del ejército de Rómulo. Los legionarios llevaban
puesta una loriga hecha de láminas pequeñas e imbricadas de
acero sobre una túnica roja, una gálea del mismo metal y cáligas.
Todos iban armados, algunos llevaban jabalinas, otros un arco y
un carcaj repleto de flechas, los demás usaban algún tipo de espa­
da, un kopis o un sable, según se ajustara a su estilo, estos últimos
portaban un gran escudo que cubría dos terceras partes de su
cuerpo. Los oficiales, desde centuriones hasta el Cónsul, llevaban
armaduras alusivas a su lugar de origen y del tiempo en que los
262  Rexagenäs

habitaron, mientras que las guardias personales de los oficiales


usaban una vestimenta indicada por el Pretor de la cohorte en la
que servía su superior. Entre todos ellos se distinguía su Cónsul,
Alejandro Magno, portaba una túnica blanca sobre un peto de
cuero marrón con incrustaciones de plata, un cinto rojo, al lado
del cual pendía “Testurêto abi Doudek Laköupi”espléndida, grebas y
casco de bronce con una crista roja y una capa del mismo color.
La legión de Alejandro se colocó en el camino entre el ejército
que arribaba y la Guardia Pretoriana. Formaron tres columnas,
una por cada cohorte y que a su vez se dividía en tres grupos, uno
por cada manipulio, los cuales estaban separados en dos bloques
compactos, uno por centuria. La formación de las centurias esta­
ba dispuesta de manera que hubiera diez hombres al frente, y
atrás de cada uno, ocho más. El tercer manipulio, el que quedaba
más atrás, estaba formado por una centuria de arqueros y otra de
lanceros, los demás eran scurêodeni. Al mando de cada centuria
estaba un oficial, el Centurión, al igual que un Tribuno para
ca­da manipulio y un Pretor para cada cohorte, que en el caso de
la Pri­mera Legión eran Darío I, Ashoka el Grande y Escipión el
­Africano.
Aníbal dispuso a su ejército en tres columnas, cada una com­
puesta por un millar de hombres vampiro y comandada por uno
de sus generales. El contingente de Ahuizotl era el más reducido,
estaba dividido en dos secciones de trescientos hombres cada
una; la primera quedaba a cargo de César Borgia y la segunda ba­jo
la conducción de Shaka, quienes se colocaron a los flancos del
ejército del cartaginés. Los soldados de Atila se separaron de los
demás, comenzaron a formar un gran círculo en torno al ejército de
Rómulo, incluyendo a la Guardia Pretoriana, pero aunque dispu­
so de algunos para esta labor, dejó a dos terceras partes de su
ejército, es decir, mil seiscientos soldados, fuera de la vista de
Rómulo y los suyos. Los tres padres, Cleopatra, los consejeros
de cada uno y sus guardias personales permanecieron donde es­
taban, dispuestos a disfrutar del espectáculo pero más que nada,
atentos a reacomodar las piezas en caso necesario.
Rómulo y Alejandro contemplaban juntos el despliegue del
enemigo. El primero manifestó:
—Sé lo que estás pensando, pero no debemos precipitarnos.
Dejémoslos tomar sus posiciones y permitamos al mismo tiempo
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 263

prepararse a nuestros hombres. Los segundos que nos demos pa­


ra analizarlos nos serán de más utilidad que un ataque visceral.
—Por lo que veo, los hombres de Atila nos atacarán con fle­
chas y no creo que se unan a la lucha cuerpo a cuerpo sino hasta
más avanzada la pelea —pronosticó el macedonio.
—Coincido contigo. ¿Qué crees que intenten los otros dos?
—Los contingentes de Ahuizotl buscarán flanquearnos; al
principio el ejército de Aníbal no se lanzará a la batalla por com­
pleto, es probable que mande sólo a una columna, posiblemente
permitiendo que el centro de nuestras fuerzas avance para des­
pués rodearnos. ¡Quiere repetir Cannas!
—Quizás, pero tú no eres Terencio Varrón ni Paulo Emilio
—comentó Rómulo con una sonrisa—. Otra opción es que atrás
de la primera columna mande a la segunda y luego la tercera,
intentará penetrar por el centro de nuestra formación y dividir
nuestras fuerzas. Dile a Darío que así tengan sus hombres que
enterrar los pies al suelo, no deben ceder un solo metro, pero
tampoco avanzar, a menos que las demás cohortes lo hagan. De­
berás coordinarlos con gran precisión. Advierte a Ashoka y a Es­
cipión de que el golpe a sus manipulios vendrá no sólo por el
frente, sino también por los costados. Los soldados de atrás no
serán apoyo de los primeros, todos deberán pelear desde el prin­
cipio; que la centuria de jabalineros de ambos cambie lugar con la
de scurêodeni al centro, estos recibirán el golpe directo de los sol­
dados de Ahuizotl. En cuanto a las flechas de la Raza de los Jine­
tes Obscuros, nosotros veremos de qué forma las hacemos menos
certeras. Ahora ve e instruye a tus hombres y no te apresures en
buscar la gloria. ¡Zeus no te extraña tanto!
Alejandro rió ante el último consejo de su líder y le contestó:
—No lo haré, por cierto voy a hacer algunas adecuaciones a
tu propuesta. —Mientras corría junto a sus pretores para darles
las indicaciones: los arqueros quedarían atrás y al centro de la
formación, alrededor los scurêodeni, pero atrás de la primera línea
estaría colocada una fila de lanceros, lo cual se repetiría tras la se­
gunda línea de scurêodeni.
Después de transmitir sus órdenes y una vez dispuesto el
ejército con la nueva formación, Alejandro se colocó enhiesto al
frente de su legión. Levantó su legendaria espada y usando todo
el aire que sus pulmones pudieron albergar, los arengó:
264  Rexagenäs

—¡Valientes duploukden-awi, ha llegado el día para el cual nos


hemos preparado durante siglos, la batalla para la cual las heri­
das previas sanaron, el momento en el que nos enfrentamos a
nuestro destino y le demostramos a los dioses que somos dignos
de habitar a su lado! ¡Porque con cada golpe que den y con cada
gota de sangre que su cuerpo derrame les recordarán que, la lucha
justa nos vuelve valiosos y la muerte en la lucha nos vuelve eternos!
Los ejércitos de Aníbal y Ahuizotl comenzaron a avanzar, de­
lante de ellos iban los animales de ataque, los elefantes hasta el
frente. La Primera Legión aguardaba inmóvil a las faldas del mon­
te, la estampida se dirigía hacia ellos. Escipión sabía que el espa­
cio entre las filas de soldados no le permitiría hacer un hueco
suficiente para que los elefantes los pasaran de largo como lo ha­
bía hecho en Zama, y aun cuando lo lograsen, los felinos que ve­
nían detrás no actuarían de la misma manera.
Del círculo formado por la Guardia Pretoriana surgió Paolo,
cargaba un arco casi tan alto como él y una flecha encendida en la
punta. Tensó la cuerda y disparó la flecha a una distancia y con
una precisión imposible para un ser humano. La diana era una
trampa elaborada la noche anterior, una zanja de no más de quin­
ce centímetros de profundidad, por dos metros de ancho y dos­
cientos de largo, rellena de petróleo y cubierta con hojas secas y
tierra. En cuanto la saeta hizo impacto, una barrera de fuego se
levantó frente a los animales. Ante la presencia de las llamas los
elefantes trataron de frenar, pero el impulso que llevaban no les
permitió hacerlo a tiempo, en especial a los que iban adelante,
que además se vieron empujados por los de atrás. Muy pocos lo­
graron pasar, envueltos en llamas, donde un par de flechas los
recibían para dar fin a su agonía. Los demás paquidermos retro­
cedieron, algunos incendiándose, despavoridos pasaron sobre
leones y jaguares aplastándolos, pero antes de llegar a los hom­
bres vampiro que venían tras ellos, fueron aniquilados también,
no así los felinos sobrevivientes a la embestida, quienes fueron
reagrupados por sus entrenadores, o mejor dicho, por los señores
de las bestias.
Sólo el vuelo de las águilas traspasó el muro de fuego, pero al
llegar sin el apoyo de los otros animales, y al saber los soldados
de Alejandro que el ejército enemigo se había visto obligado a de­
tener el paso, las aves fueron presa fácil de los arqueros quienes
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 265

podían distraerse en ellas por al menos unos segundos. Algunas


alcanzaron a escuchar el llamado de su amo y retornar, pero la
mayoría sucumbió ante tal ataque.
Escipión el Africano comenzó a golpear su escudo y a gritar:
—¡Fieri, fieri! —Pronto le hicieron coro sus soldados y des­
pués la legión completa.
Sin entender la razón de esos gritos, Felipe el Hermoso pre­
guntó:
—¿Se han vuelto locos acaso o qué pretende ese desquiciado
romano?
—El imbécil cree que está en el circo romano y pide más fieras
—respondió fríamente Aníbal, sin quitar la mirada del ejército
enemigo.
Un par de helicópteros de agencias de noticias llegaron para
cubrir desde el aire la batalla. Al darse cuenta de que no eran
fuerzas hostiles, ambos contrincantes los ignoraron; más aún, la
humanidad necesitaba enterarse de lo que ocurriese, era el mo­
mento de que abrieran los ojos... ¡La Guerra por la Nueva Era
había comenzado! Y, en eso, los dos bandos coincidían.
El ejército de Ahuizotl y una columna de la Raza de la Eterni­
dad, dirigida por Hermann, reiniciaron su avance, las otras dos
permanecieron estacionadas tal y como había predicho Alejan­
dro. Atravesaron la barrera de fuego sin importarles las quema­
duras que sus cuerpos sufrirían y comenzaron a salir del otro
lado de las llamas, listos para atacar a la Primera Legión, sus es­
padas estaban listas, sus colmillos y garras también, sólo unos
metros separaban a los dos ejércitos. Los arqueros de Atila se dis­
pusieron a disparar la primera ronda de flechas.
Una vez que terminó de dar las indicaciones para dibujar los
símbolos del ogam, y de ella misma haber realizado algunos, Boa­
dicea tomó el plato que habían usado para el ritual de Max, mez­
cló en él varios polvos que había llevado al lugar. Luego rasgó un
pedazo de tela de su túnica y con ella cubrió el recipiente. Se acer­
có a Paolo, le pidió que alistara una nueva saeta encendida, una
vez lista, arrojó el plato al cielo, segundos después una flecha enar­
decida lo perseguiría hasta darle alcance, lo que produjo una in­
tensa y cegadora luz blanca en el cielo.
El destello hizo que el piloto de uno de los helicópteros per­
diera el control y se estrellara en las inmediaciones del lugar; el
266  Rexagenäs

otro, milagrosamente, pudo retomar el control antes de que la


aero­nave colisionara. También provocó que algunas de las fle­
chas lanzadas por los vampiros de Atila erraran, inclusive dis­
trajo y cegó a varios de los soldados de Aníbal y Ahuizotl, no así
a los del Cónsul macedonio, ellos estaban de espaldas al mismo;
sin embargo no inutilizó a ningún vampiro, debido a que sus
oídos les permiten guiarse tan bien por el sonido como lo hacen
con la vista; así se dio el inevitable choque de esas dos fuerzas co­
losales.
Fiel a su costumbre, Alejandro estaba en la primera línea de
batalla. Si bien el macedonio ha sido uno de los genios militares
más grandes que haya existido, quizás el más grande General
que el mundo haya conocido, también es temerario. Sabía que su
fortaleza era superior a la de prácticamente cualquiera de sus
enemigos; además de ser un guerrero diestro, contaba en ese mo­
mento con más de dos mil años de experiencia y junto a él, y
dispuestos a dar la vida por él, estaban más de mil cuatrocientos
duploukden-awi bien entrenados, primero por Artemisa y luego por
otros, dentro de los que se contaba él mismo. Inclusive a su lado
estaba su más experimentado Pretor, enemigo del pueblo en el
que había nacido, pero desde hacía milenios era compañero suyo.
En esos días, y desde muchísimos más atrás, él y Darío formaban
parte de una misma raza. Las querellas de antaño habían queda­
do atrás, los imperios que habían dirigido desde hacía siglos ha­
bían desaparecido. En esos días luchaban por algo mucho más
grande, mucho más puro y glorioso, el Imperio Perfecto.
La Primera Legión aguardaba inmóvil, semejante a los sol­
dados de Terracota de su otro gran enemigo, esperaba la colisión
de las fuerzas oponentes. Cuando estaban a no más de tres me­
tros de distancia, muchos de los hombres vampiro fueron alcan­
zados por flechas. A diferencia de una guerra convencional, en
que los arqueros lanzaban sus proyectiles cuando el ejército opo­
nente se encontraba todavía a gran distancia, ellos esperaban a
que el adversario estuviese a una distancia muy corta para hacer
sus primeros disparos, de otra manera el resultado era casi pau­
pérrimo, ya que si la herida no era mortal, sanaría al momento de
llegar contra los escuderos, haciendo de su labor algo inútil; ade­
más de que un tiro lejano, les brindaba la oportunidad de esqui­
var las flechas.
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 267

Por fin se produjo el choque de los ejércitos. El primer golpe


de los vampiros: la estocada de una espada o una garra en bus­
ca de un soldado eran detenidas por el escudo de un legionario,
el que generalmente quedaba abollado a pesar de ser de acero.
Tras recibir el primer impacto, el legionario, a su vez, dirigía su
empuñadura o zarpa contra el atacante, que en muchos casos
también chocaba contra un escudo, y en otros corría con mejor
suerte hiriendo al adversario pero rara vez matándolo.
El ejército de Ahuizotl era menor que sólo una de las colum­
nas del de Aníbal, por lo que el contingente de César Borgia se
concentró en el costado de la cohorte de Escipión, el de Shaka
hizo lo mismo con la de Ashoka y el de Hermann atacó el frente
completo de la Primera Legión.
Después de dar y recibir los primeros golpes, Escipión ordenó
a la primera línea que usara sus escudos para aventar a los adver­
sarios, lo que lograron, pero estos, inmediatamente repuestos,
regresaron al ataque; sin embargo, por órdenes de su Pretor, tan­
to la primera línea de scurêodeni como de jabalineros se hicieron a
un lado, haciéndolos pasar de largo y dejándolos atrapados entre
ellos y la segunda línea de escuderos, entre ellos a su General
quien también iba al frente. Al percatarse de lo ocurrido y de que
César Borgia se hallaba encerrado entre las filas enemigas, varios
vampiros brincaron sobre la línea frontal de hombres lobo, pero
en el aire eran interceptados por flechas o lanzas, el impacto de
las cuales los regresaban al frente de la primera línea, a veces sin
vida.
César Borgia no se acobardó ante tal escenario, al contrario,
luchó con más fiereza. Con una mano esgrimía su alfanje y con la
otra atacaba con su garra, usándola como si blandiera varias da­
gas. A pesar de verse superado en número y de que la fuerza de
algunos de sus adversarios era superior a la suya, mostró su ha­
bilidad como gran guerrero, el corazón del legionario que osaba
acercársele terminaba en sus manos, hasta que una buena canti­
dad de lanzas penetraron por distintos puntos de su cuerpo; en
ese instante, varios scurêodeni aprovecharon la oportunidad para
clavar en el cuerpo del general sus espadas. Finalmente, una de
ellas perforó su corazón, dando fin a su existencia.
Si bien las cosas marchaban casi a la perfección para los
­duploukden-awi en el flanco de Escipión, no sucedía lo mismo en las
268  Rexagenäs

­ emás alas, en especial al centro y a pesar de la presencia del


d
Cónsul.
Aníbal no requirió demasiado tiempo para darse cuenta de
que la cohorte central de la Primera Legión no tenía pensado
avanzar, a pesar de las facilidades que para ello se le brindaban;
debido a ello ordenó que Yugurta tomara el segundo cuerpo de
su ejército y fuera en apoyo de Hermann, llevaría consigo a las
bestias que habían sobrevivido al infierno producido por sus ene­
migos. Juntas sus dos columnas deberían penetrar el cuerpo cen­
tral de la legión de Rómulo y dividirla en dos, tal como éste había
predicho, pero el hecho de que lo hiciera no constituía por sí mis­
mo una fácil defensa, mucho menos la victoria, ni significaba que
Aníbal no pudiese reacomodar de nuevo sus tropas.
Hermann llevaba un martillo de guerra como arma, el cual
sostenía con ambas manos y estrellaba contra cascos o escudos
que poco podían resistirlo, contra músculos y huesos que prácti­
camente se pulverizaban tras el infame golpe que éste daba; y
ahora, junto a él, Yugurta ensartaba su lanza a cuanto zenolk al­
canzaba, el cual arrojaba hacia sus soldados para que lo extermi­
naran. Varios arxodeni concentraron sus tiros en esos dos titanes,
pero ellos evitaban que las flechas dieran en el blanco o las igno­
raban aun cuando los hubiesen alcanzado. Sólo ocasionalmente
las arran­caban de sus cuerpos para permitir que la herida sanara
y tomar un leve respiro.
Los leones, jaguares y águilas supervivientes ya no consti­
tuían un número suficiente como para mandarlos en estampida,
sin embargo podrían sacarles algo de provecho y así lo hicieron.
Estos animales habían sido entrenados para distinguir el aroma
de los zenolk , habían sido entrenados para odiarlos y desearlos
más que a nada, razón por la cual, en cuanto eran soltados, se
lanzaban con gran frenesí hacia su objetivo. La distracción que
generaban en el escudero que los recibía, en muchas ocasiones
fue suficiente para que un hombre vampiro concluyera la labor
de la fiera.
La lucha en cualquier punto era fenomenal, quizás más en el
centro donde Alejandro repartía estocadas y zarpazos a diestra y
siniestra. Rara vez estos eran detenidos por un escudo, que de
igual manera no podía evitar, al menos, una fractura en el brazo
que lo sostenía ante la fuerza del impacto de “Testurêto abi Doudek
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 269

Laköupi”; brazos, piernas, alguna extremidad salía volando des­


pués de un golpe del más extraordinario guerrero del ejército de
Rómulo, situación que aprovechaban los legionarios que lo cir­
cundaban para finalizar la tarea y destrozar el corazón o el cere­
bro del herido. Pero Alejandro buscaba algo más, una víctima
que pudiese volcar la contienda a su favor y que, de paso, le pro­
porcionara una digna ofrenda para Heracles tras la batalla.
Cuando no era el macedonio, Darío alentaba, ordenaba a sus
soldados no ceder un solo centímetro ante la embestida del ene­
migo, pero el antiguo rey persa no se limitaba a dar instrucciones,
también luchaba con fiereza, mataba a tanto lamwaden como podía
y devoraba sus corazones como si se encontrara en un gran festín.
Darío ya no peleaba junto a su Cónsul, se habían separado para
poder diseminar mejor sus órdenes. Darío, el padre de Jerjes,
era más viejo que Alejandro, Rómulo lo había transformado más
de un siglo antes de que el macedonio siquiera naciera; sin em­
bargo nunca cuestionó que a Alejandro lo hubiesen nombrado
Cónsul y no a él, lo admiraba, respetaba e inclusive reconocía que
el genio de Alejandro Magno era superior al suyo, pero no lo en­
vidiaba por ello, al contrario, se sentía orgulloso de pelear bajo
sus ór­denes, de combatir junto a él; por ello, cuando Rómulo lo
quiso ascender, éste se rehusó, alegó que unidos eran práctica­
mente invencibles. Pero su estrategia los había llevado a separar­
se. Los que sí combatían juntos eran Hermann y Yugurta, quienes
al fin estuvieron cerca de él. Darío instruyó a un centurión para
que se concentraran en los dos caudillos lamwadeni. Una buena par­
te de la centuria dedicó su ataque a los dos generales o a los hom­
bres vampiro que los rodeaban, pero al ver lo que el Pretor
tramaba, estos a su vez llamaron a varios de los suyos. Haciendo
gala de su fuerza, el líder del ejército atacante en la batalla de
Maratón y el centurión, lograron tener al alcance a Yugurta, el
segundo alcanzó a clavar su spatha en el costado izquierdo del nú­
mida, el acero quedó cerca del corazón, pero no lo alcanzó; sin
embargo Darío clavó su garra en el pecho de Yugurta, pero el sa­
ble de un vampiro se clavó en su hombro opuesto e hizo que el
ataque errara sólo por centímetros. Antes de que el Pretor extra­
jera su zarpa e intentara un nuevo embate, el martillo de Her­
mann lo golpeó en el tórax y le fracturó prácticamente todas las
costillas de ese costado. Yugurta tomó con una mano al centurión
270  Rexagenäs

por el cuello, con la otra retiró el arma clavada en su cuerpo, para


después con ella misma perforar el corazón del insolente zenolk .
Darío cayó al suelo producto del golpe recibido y antes de que
pudiese recuperarse el guerrero germano saltó sobre él, soltó su
arma, clavó sus colmillos en la garganta del rey persa e introdujo
sus garras en su pecho, las suyas no fallaron.
Varios reporteros más llegaron, así como otros dos helicópte­
ros de agencias de noticias, pero ninguno estaba tan bien posicio­
nado como Gianna y Francesco. Haber llegado al lugar antes de
iniciada la contienda les había proporcionado una ubicación privi­
legiada. La gente alrededor del mundo estaba anonadada, olvida­
ron incluso por unos momentos las tragedias que los habían azotado
temprano ese día y de las cuales todavía sufrían sus efectos. No
faltaron los que sacaron provecho de la situación e hicieron apues­
tas a favor de uno u otro bando. Los más inteligentes se pregunta­
ban qué pasaría con ellos una vez que se erigiera un ganador.
Mientras Boadicea y Sif recitaban distintos conjuros, los cua­
les provocaban que muchas de las saetas lanzadas por los arque­
ros de Atila se incineraran en el aire o detuvieran su vuelo al poco
de ser disparadas, las demás vestales preparaban polvos simila­
res al que había hecho la reina celta, aunque menos potentes, por
lo que eran arrojados directamente hacia los hombres de Atila e
incendiados por la flecha de algún pretoriano.
Molesto por la actividad de Boadicea, Atila comentó:
—¡En mala hora se me ocurrió dejar a mis brujos, tontamente
no creí necesitarlos! ¿Tú sabes algo de brujería, cierto Cleopatra?
—Sí, pero no la suficiente para combatir a la bretona. Sólo tu
Grupo de Asesinos o los de Vlad están verdaderamente capacita­
dos para ello.
Una piel de lobo gris cubría el pecho y la espalda alta de Ta­
merlán, él dirigía a los arqueros de Atila, quien al percatarse de
que el daño que las flechas causaban en sus enemigos no consti­
tuiría un factor decisivo en la batalla, decidió ir de cacería. El
círculo de arqueros se centró en el altar y por lo mismo en la
Guardia Pretoriana, en semejanza al actuar de los tiburones ce­
rraron el círculo poco a poco. Todo este grupo del ejército de Ati­
la eran jinetes y con el caballo en pleno galope disparaban sus
saetas mientras se acercaban al altar. La Primera Legión no estaba
en posibilidades de auxiliarlos y a pesar de que los senadores y
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 271

las vestales no eran guerreros, poseían garras, colmillos y una


fuerza descomunal como duploukden-awi que eran; pero más aún, la
Guardia Pretoriana era el comando elite del ejército de Rómulo y
además de los soldados que la conformaban estaban los tres hom­
bres lobo más poderosos de todos, los tres duploukden-awi prifûno.
Sus soldados se acercaban más a los pretorianos, quienes
aguardaban el ataque. Temür ordenó a un centenar de los suyos
que embistieran mientras los demás disparaban flechas desde el
círculo que formaban. Al igual que lo hiciera la Primera Legión,
la Guardia Pretoriana recibió a los caballos primero con sus escu­
dos, frenándolos en seco y luego usaron la lanza que llevaban,
dirigiéndola al jinete. Cien hombres vampiro más atacaron en
otro punto de la formación de los pretorianos, luego otros cien y
después otros cien. Cuando el antiguo señor de Samarcanda
constató que los pretorianos se encontraban lo suficientemente
ocupados, se lanzó al ataque con el resto de su contingente.
Al tiempo que Tamerlán y sus hombres atacaban a la Guar­
dia Pretoriana, Aníbal envió a Mitrídates con la tercera columna
de su ejército, para que junto con el resto de los vampiros de Ati­
la apoyaran a Ahuizotl. Estaba decidido a terminar ese mismo
día con Rómulo y los legionarios que ahí se encontraban, des­
pués, con calma, cazaría a los demás, acéfalos, como las bestias
que eran.
En ese instante, portando una tilma color verde, el collar con
el caracol colgándole del cuello y un macuahuitl en la mano, apa­
reció Tlacaélel acompañado de su cohorte completa. La presencia
de este nuevo contingente fue percibida por la mayoría, pero cada
quien continuó con su lucha.
El ideólogo del Imperio Azteca y su grupo se dirigieron hacia
donde estaba Aníbal. Al ver la dirección que tomaban, el cartagi­
nés bajó la mirada y le preguntó a Fouché:
—¿Estás seguro de que están de nuestro lado?
—Supimos la ubicación del ritual del Sokun Romuzo por Julio
César, no por el pobre informe que nos dieron Barba Azul y la
Brinvilliers —respondió el Ministro probablemente con mayor
seguridad en sus palabras de la que hubiese deseado.
—De cualquier forma no me agrada que vengan tantos zenolk
hacia mí, menos cuando mis mejores hombres están en el campo
de batalla.
272  Rexagenäs

A pesar de contar con su guardia personal al lado, Aníbal


­ordenó que regresaran con él Mitrídates y los demás hombres
recién despachados. El contingente que se aproximaba era mu­
chísimo mayor que el suyo y no quería correr riesgos. Tlacaélel lo
notó y cambió el rumbo, se dirigió hacia el altar.
El ejército de Julio César se limitaba a una sola legión, coman­
dada por él mismo y, dividida sólo en dos cohortes, cada una
contaba con dos manipulios, los cuales a su vez eran formados
por cuatro centurias de cien hombres cada una. Tlacaélel mandó
al primero de sus manipulios, a cargo de Mohamed el Conquista­
dor, hacia la batalla principal, mientras que el segundo, que diri­
gía Caupolicán, lo seguiría en su trayecto al altar.
Los primeros en llegar fueron los hombres de Mohamed,
quienes lejos de auxiliar a unos sorprendidos vampiros, se unie­
ron a la Primera Legión. El conquistador del Imperio Bizantino
mandó una centuria a cada uno de los flancos y él, junto con las
otras dos, fue a apoyar en el centro de la batalla a Alejandro Mag­
no, quien llevaba el control a solas a raíz de la muerte de Darío,
aunque auxiliado por sus tribunos.
Al ver lo sucedido Aníbal desmontó del elefante, con el rostro
encolerizado se aproximó a Fouché y le dijo:
—¿Qué es esto? Creí que habías conseguido que Julio César
nos apoyara. De no ser porque mandé regresar a Mitrídates, esos
zenolk nos hubiesen atacado y no quisiera pensar en el resultado
de ello.
Cayendo de rodillas, suplicante, Fouché respondió:
—¡Perdona mi señor! Él me lo aseguró y como prueba de ello
me informó sobre su reunión con Alejandro y Cicerón. —Y con
un murmullo añadió:
—Pero la culpa no ha sido mía.
El cartaginés lo escuchó y repuso:
—¡Entonces de quién sino de aquel que orquestó esta patética
y ficticia alianza!
Sin levantar la mirada y conservando el mismo tono bajo de
voz, Fouché contestó:
—Del que la ideó en primer lugar. Yo nunca te hubiese acon­
sejado acercarte a Julio César, esa fue una idea impulsiva e irra­
cional. Pregunta a tu señora, ella corroborará que siempre estuve
en desacuerdo con esa alianza.
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 273

—No tengo tiempo para indagaciones. ¡Tengo una guerra que


ganar!
Aníbal regresó a su montura e indicó a Mitrídates que mar­
charía junto con él hacia la batalla, pero antes de partir volteó
hacia sus guardias y les ordenó:
—Esta falta no puede quedar impune. ¡Maten al culpable!
—¿Al ministro Fouché? —indagó la jefa de ellos quien, al
igual que el resto de la guardia personal de Aníbal, llevaba pues­
ta una cota de malla con la cabeza de un león hecha en bronce en
el medio y debajo una especie de sostén y calzoncillos de cuero.
—No, José tiene razón. Felipe es el culpable, fue idea suya
buscar una alianza con Julio César.
Aníbal partió, sin voltear ante los gritos suplicantes de Felipe
el Hermoso, a quien los guardias del orgullo de Cartago sujeta­
ron para que su jefa le arrancara el corazón.
Con el paso de un fantasma, Fouché se aproximó a Cleopatra
y le susurró:
—Perdone mi señora que haya salido su nombre, pero como lo
dije, usted es la única que conoce mis verdaderos sentimientos.
—Tus verdaderos sentimientos son un misterio menos desci­
frable que los designios de Anubis y tan desconocidos como su
morada, y ahora si me disculpa Ministro, voy al lado de mi espo­
so. Algo ocurre en la cima del monte y debemos llegar ahí cuanto
antes.
El antiguo Mitrailleur de Lyon se quedó con el resto de los mi­
nistros de Aníbal, los consejeros de las otras dos casas y un redu­
cido grupo de guardias para su protección. Había sido humillado
frente a todos, pero también había salvado el pellejo, el balance
era positivo. Más aún si tomaba en cuenta que durante el proceso
se había librado de un rival que a las últimas fechas se había tor­
nado bastante incómodo. Nadie lo sabía hacer mejor que él, debía
estar satisfecho. Pero la afrenta de Julio César no podía quedar
impune. Él era quien traicionaba, no los demás a él. Él era quien
en el momento preciso daba el brinco al bando más fuerte, no los
otros. La batalla continuó, pero en la mente de Fouché sólo existía
una cosa: comenzar el tejido que envolvería en su perdición a
Julio César.
Previo a que Tlacaélel alcanzara el sitio del altar, antes inclu­
sive de que Mohamed se uniera a la Primera Legión, la última
274  Rexagenäs

oleada de ataque comandada por Tamerlán había logrado pe­


netrar el círculo formado por la Guardia Pretoriana. Estos eran
excelentes guerreros, con gran experiencia y superiores en fuerza
a la mayoría de sus adversarios, pero aquéllos los superaban en
número. La primera, entre los soldados de Tamerlán en sobrepa­
sar a la guardia, fue una vampiresa afroamericana, sus músculos
estaban tan marcados en su cuerpo como el objetivo en su mente:
matar al Sokun Romuzo . Sin embargo, al pasar por uno de los sig­
nos del ogam, quedó paralizada sobre él, con los músculos inamo­
vibles fue incapaz de defenderse en el momento en que Boadicea
se acercó a recolectar su corazón. El siguiente guerrero en superar
a los pretorianos, al haber presenciado la suerte de su compañera,
brincó sobre los símbolos, pero incluso así cayó bajo su poder,
quedó inmovilizado en el aire y sufrió la misma suerte que la
primera. Una vez que perecieron varios vampiros y sus cuerpos
cubrieron los míticos signos, su sangre llenó los diminutos cana­
les que les daban forma, lo que provocó que perdieran su figura
y abrió una brecha en la barrera invisible. Al percatarse de ello,
Rómulo, Boadicea y Sif rodearon el cuerpo inerte de Max. La
Guardia Pretoriana continuó su lucha contra los atacantes, impe­
dían que la masa completa alcanzara el altar; de cualquier mane­
ra, varios comenzaron a lograrlo.
Al verse rodeado por varios enemigos, Rómulo lanzó un ru­
gido que cimbró el suelo de toda la zona del Palatino, provo­
cando vacilación en sus contrincantes, la que aprovechó para
arrojarse contra ellos. A pesar de la bravura de los soldados de
Atila, más de uno fue presa del miedo al enfrentar a tan formi­
dable adversario, atinando, en el mejor de los casos, a presentar
una débil defensa. Varios cuellos y columnas fueron rotos antes
de que las garras del fundador de Roma perforaran los cráneos de
sus dueños. Las hojas de las espadas caían melladas al contacto
con unas garras que parecían haber sido forjadas en la fragua de
Vulcano. Algunos perdían un brazo o una pierna y ni bien se les
había regenerado cuando otro zarpazo los mutilaba de nuevo.
Las lobas alfa peleaban contra una decena de vampiros cada
una y, si bien Sif no poseía la experiencia de los demás, su fuerza
era inmensa, pero sobre todo, luchaba con mayor pasión que
cualquier otro guerrero que combatiese ese día. Podría haber sido
una vestal y ser joven, pero había sido instruida por Rómulo y
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 275

Boadicea en el arte de la guerra, la habían entrenado Alejandro y


Temujin entre otros grandes generales. Luchaba con fiereza, na­
die tocaría a Max. No mientras quedara al menos un soplo de
vida en su cuerpo.
A pesar de la maestría con la que repelían los tres lobos alfa a
los lamwadeni, hubo uno que logró colarse hasta el altar, y cuando
éste se disponía a clavar sus colmillos en el corazón del joven
iniciado, un hombre que llevaba puesta una túnica púrpura se
abalanzó sobre él, impidiendo que llevase a cabo su cometido. El
salvador de Max, que como una sombra había surgido para de­
tener a su posible asesino, clavó sus colmillos en la garganta
del sicario, para después buscar el corazón con sus garras, pero el
vampiro hizo lo propio y al mismo tiempo que su corazón era
atravesado, desgarraba el de su inesperado atacante, matándose
mutuamente.
Sif volteó preocupada a ver lo ocurrido, esperaba constatar
que Max estuviese ileso, momento que fue aprovechado por uno
de sus contrincantes para golpearla, arrojándola sobre el altar. Un
hombre vampiro, de aspecto nórdico, brincó al mismo tiempo,
quedando de pie entre Sif y Max, alzó un lucero del alba presto a
dar un golpe fatal. La siberiana rodó y quedó sobre Max, cubrién­
dolo con su cuerpo. La maza cayó destrozando el antebrazo de
Sif. Ésta pateó la rodilla de su atacante, fracturándosela y hacién­
dolo caer. Antes de que ella pudiese dar un nuevo golpe, una
mano tomó al lamwaden por el cuello para luego azotarlo contra la
superficie del altar.
—¡Quit quet seo’h audmao’seo ek adseze ek ean Romulou ekha Boadica-un
fiom-un mugureg, nounn ponall’seo sproz misto quet ean môrel. —El vampiro
escuchó su sentencia previo a que las garras de su atacante cerce­
naran su rostro y despedazaran su cerebro.
Tlacaélel y el manipulio que lo acompañaba llegaron a las in­
mediaciones del altar en el momento en el que Max despertaba
del trance en el que lo había dejado su ritual y mataba al hombre
vampiro que había atacado a su prometida.
Tan pronto tuvieron al alcance a los primeros lamwadeni, los
­soldados del Pretor azteca atacaron. Tamerlán vio frustrado su
intento por asesinar al Sokun Romuzo ; por si eso fuera poco, com­
batir contra la Guardia Pretoriana había sido una tarea por de­
más difícil, máxime al estar ahí los tres lobos alfa, pero con la
276  Rexagenäs

llegada de esos refuerzos la situación se tornaba poco menos


que imposible; sin embargo, una retirada no sólo era indigna pa­
ra él, era inútil, ya que si aprovechaba su posición y atacaba la
retaguardia de la Primera Legión, ellos quedarían entre ésta y el
contingente contra el que ahora combatían. Huir no era una
­opción.
Aníbal se unió a su ejército, la columna de Mitrídates apoya­
ría a las otras dos por el centro, mientras que el remanente del
ejército de Atila lo haría por los flancos. El cuerpo central de la
Primera Legión no había caído en la trampa y no había avanzado.
Sabía que era poco probable que mordieran el anzuelo, la táctica
que había usado en Cannas más de dos milenios atrás era amplia­
mente conocida, pero valía la pena haberlo intentado. Tampoco
había logrado penetrarlos por el centro, cuando estaban echándo­
los hacia atrás los refuerzos de Mohamed lo impidieron. Bien,
pues los atacaría por todos los frentes. La inclusión de su tercera
columna y el remanente del ejército de Atila significaban un apo­
yo mucho mayor que el brindado por los hombres del otomano.
Su esposa también se había incorporado a la batalla, despo­
jándose del vestido blanco que llevaba y dejando sólo el bikini
dorado que la hacía parecer una amazona en combate. ¡Qué afor­
tunado era al contar con ella! Su belleza, aunque legendaria, era
el menor de sus atributos; su pasión, lealtad, inteligencia y arrojo
eran mucho más valiosos para él. En ese mismo instante luchaba
al lado del gigante póntico. Los adversarios que eran derrumba­
dos por la fuerza de Mitrídates, después eran aniquilados por
Cleopatra. Eran tan eficientes como la pareja de Hermann y Yu­
gurta.
El más célebre de los Bárquidas se limitó a dar órdenes, hasta
que un imprudente jabalinero lanzó su arma al cuello del elefan­
te, despojándolo así de su montura. Aníbal se irguió y comenzó
un feroz ataque. ¡Ahora conocerían los perros de Rómulo el ver­
dadero poder de un vampiro! Los zenolk podían ser más fuertes
que la mayoría de sus soldados, pero no más que él, y mucho
menos más ágiles y rápidos. Varios espectadores jurarían que
voló, cuando en realidad dio un gran salto y moviéndose a una
velocidad apenas perceptible para el ojo humano, se colocó en
medio de varios oponentes, estos trataron de enterrar sus espa­
das en él, pero en su lugar las clavaron en sus propios compañe­
Ean Genäs abo unis Nevu Heracles 277

ros, ya que el cartaginés esquivó de una manera formidable cada


una de las estocadas, para después aniquilar a aquellos que sólo
fueron heridos. El último de ellos, todavía sintiendo el frío acero
de un gladius clavada en el tórax, fue privado de sus brazos pa­
ra después sucumbir lentamente, mientras Aníbal consumía la
sangre que le extraía de la yugular.
Max estaba despierto, ya no era necesario permanecer ahí,
por lo que Rómulo ordenó la retirada. Los hombres de Tlacaélel po­
drían no conocer a detalle las formaciones y llamados del ejército
de Rómulo, pero eran milicianos bien entrenados y el azteca los
comandaba con gran eficiencia.
Tamerlán vio su oportunidad, quizás no podría tomar la vi­
da de Max o de otro lobo alfa, pero sí complicar la retirada del
ejército.
Alejandro organizaba la retirada de su legión, se dirigían ha­
cia el Este. Sus oficiales y Mohamed lo apoyaban, no era sencillo
retirarse de un rival más veloz que ellos. Aníbal divisó al Cónsul:
estaba fuera de su alcance pero debía aprovechar la oportunidad.
Mientras el macedonio se marchaba dio una orden a Mitrídates,
quien de inmediato sacó una flecha de su carcaj, la colocó en su
arco y disparó. La saeta atravesó el muslo de Alejandro, haciéndo­
lo perder el equilibrio y obligándolo a caer. Al notar la ausencia
de su Cónsul, varios de sus hombres dieron marcha atrás, el ejér­
cito enemigo marchaba lento, cauteloso y a la vez disfrutando la
huida de sus adversarios. Alejandro retiró el proyectil que lo ha­
bía herido, se incorporó pero sólo para recibir uno nuevo, esta
vez en la espalda y disparado por Tamerlán. La tentación de ver
herido y en el suelo al célebre Cónsul fue demasiado para algu­
nos hombres vampiro que corrieron hacia él. El que iba más ade­
lante se arrojó sobre Alejandro pero fue interceptado en el aire.
Poco pudo hacer ante el ataque de Max. Mitrídates disparó una
nueva flecha, pero esta nunca llegó a su destino, el joven lobo alfa
la atrapó y luego la usó para clavarla en el corazón del siguiente
lamwaden.
Alejandro se incorporó ya sin la flecha y recuperado. Volteó
hacia Max, quien le dijo:
—Los amigos son como la sangre...
El hijo de Filipo no completó la frase, sonrió a manera de
agradecimiento y lo apresuró:
278  Rexagenäs

—¡Vámonos de aquí!
En cuanto voltearon se toparon con un reducido grupo de sol­
dados, enhiestos, todos vestidos con túnicas largas con bordados,
sus cabezas cubiertas por una tiara, dejando sólo ver rostros com­
pletamente inexpresivos. Cada uno tenía apoyada una lanza en el
suelo, portaban además una espada corta al cinto y un arco con su
respectivo carcaj en la espalda. Su mirada estaba clavada en los
enemigos que avanzaban. Eran la guardia personal de Darío y de
los demás oficiales de su cohorte, entrenados personalmente por
el Pretor fallecido, eran los Inmortales.
Alejandro no les ordenó retirarse, no los despojaría del honor
de rendirle tributo al gran rey persa. Sabía que cada uno de ellos
sucumbiría, pero venderían cara sus vidas y les podían brindar
segundos o quizás hasta minutos preciosos para lograr el escape.
Así terminó la primera batalla de la Guerra por la Nueva Era,
bautizada posteriormente por Alejandro como Ean Genäs abo unis
Nevu Heracles, y conocida por los vampiros como la Milkaicht sheit
Kjoklei .
Capítulo XXII

Marte y Moloch

uw

L
os ejércitos de los tres padres seguían de cerca a sus enemi­
gos en retirada, habían sido detenidos momentáneamente
por los Inmortales, quienes aprovecharon un paso estre­
cho para parapetarse, complicando el avance de los hombres
vampiro. A pesar de la dilación que aquéllos les habían provoca­
do, los ahora perseguidores no habían querido hacer uso de su
velocidad para alcanzar a los soldados evasivos, temían ser guia­
dos hacia una emboscada, en especial Hermann, quien llegó in­
clusive a proponer se marcharan. Aníbal lo meditó unos instantes,
pero Atila y Ahuizotl se rehusaron, incluso llamaron cobarde y
mediocre al guerrero germano. Si bien habían tenido cuantiosas e
importantes bajas, también los contrarios y a pesar de que no hu­
biesen podido matar al Sokun Romuzo antes de que despertara,
todavía tenían oportunidad de hacerlo. Aníbal no deseaba irse
mientras las otras dos razas continuasen ahí, tampoco podía per­
der más tiempo, por lo que decidió continuar.
Siguieron a los hombres de Rómulo hasta llegar al antiguo
estadio que se encuentra en la zona oriental del Palatino. En el
extremo opuesto, la Primera Legión comenzaba a formarse de
280  Rexagenäs

nuevo, en esta ocasión de acuerdo con la manera tradicional —tal


como lo habían hecho al inicio de Ean Genäs abo unis Nevu Heracles,
antes de las modificaciones hechas por Alejandro—. Tlacaélel
ocupaba el lugar de Darío y conducía a los hombres del Pretor
caído, sus legionarios reemplazaron a los muertos de la Guardia
Pretoriana y hasta habían logrado reforzar a la Primera Legión.
La luna había conseguido librarse de la prisión en la que la ha­
bían mantenido las nubes y ahora bañaba con sus rayos de plata
a cada soldado.
—Quédate atrás, observa y aprende —indicó Rómulo a su
hijo.
—Pero padre, tú mismo lo has dicho: ¡Ésta es mi guerra! Ade­
más, mi aprendizaje será mejor si lucho a tu lado —replicó Max
con seriedad y a la vez con humildad.
—Desafortunadamente es cierto lo que dices, pero deberás
seguir mis instrucciones; recuerda que todavía eres su objetivo
principal.
Gianna y Francesco habían perdido su ubicación privilegiada
en la retirada del ejército de Rómulo, pero afortunadamente no
habían quedado en el paso de estos, por lo que nadie los había
atacado. Al moverse los contingentes ellos lo hicieron también, se
mantuvieron a una distancia prudente, no eran el objetivo de nin­
guno de los bandos pero eso ellos no lo sabían; y aunque reporte­
ros profesionales, el miedo ante algo completamente desconocido
es inherente a todo ser humano. Con dificultad siguieron el paso
de los ejércitos de los hombres vampiro y lograron una buena po­
sición nuevamente. Gracias a ella pudieron ver, al mismo tiempo
que el oído de Aníbal lo detectaba, lo que les esperaba en el viejo
estadio.
—Hermann tenía razón, es una emboscada y estúpidamente
hemos caído en ella —señaló el Padre de la Raza de la Eternidad
con notorio enojo.
Por cada uno de los costados del estadio aparecieron los inte­
grantes de la Segunda y Tercera Legión de Rómulo, comandadas
por Carlomagno y Genghis Khan respectivamente, contando el
primero con Erik el Rojo, Yoritomo y Ricardo Corazón de León
como pretores; mientras que los oficiales del segundo incluían en
esos mismos cargos a Osmán I, Tashunka Witko, mejor conocido
como Caballo Loco, y Warakurna.
Marte y Moloch 281

—Si seguimos avanzando nos envolverán de la manera que


pretendimos hacerlo nosotros —pronosticó Atila en tanto anali­
zaba la formación de sus adversarios—. Lo mismo sucederá si
nos quedamos aquí.
—No lo haremos —sentenció Aníbal tajantemente—. Cada
uno de ustedes divida a su ejército en dos, quédense con una
­parte y la otra cédanla al otro, quien la comandará contra una de
las legiones que aparecieron. De esta manera mandaremos dos
fuerzas del mismo tamaño guiadas por un Abato . Con ello po­
drán ­ hacer frente a sus rivales. Mientras ustedes entretienen a
sus refuerzos, atacaré con mi ejército completo a la legión de Ale­
jandro, llevando obviamente más soldados que cada uno de us­
tedes, ya que nosotros nos enfrentaremos ahora a cuatro lobos
alfa y la idea es regresar con la cabeza de al menos un par de
ellos.
Ahuizotl rió y declaró:
—Desconozco si tu propuesta me conducirá a acompañar a
Huitzilopochtli en su recorrido, lo cual lejos de amedrentarme me
honraría. Haber realizado el Tlachpahualiztli antes de esta batalla
me permite estar preparado. Hagámoslo antes de que acomoden
posiciones e impidan nuestro cometido.
El antiguo tlatoani había perdido una cantidad considerable
de soldados en la primera batalla, pero Atila sólo había usado a
su ejército completo al final de ésta, peleando inclusive gran par­
te del tiempo a distancia, por lo que a pesar de haber combatido
contra la Guardia Pretoriana, sus bajas habían sido menores a las
de los otros dos. Debido a la muerte de César Borgia, el Padre de
la Raza de los Jinetes Obscuros no sólo cedió a Ahuizotl la mitad
de sus hombres, sino también a uno de sus generales, Pachacuti,
quedándose él con los otros dos: Ragnar Lodbrok y Tamerlán.
Atila atacaría a la Segunda Legión, Ahuizotl a la Tercera. Sólo
bastaron un par de órdenes para que con gran eficacia y rapidez
se dispusieran los contingentes de la manera acordada. Cada
uno se dirigió a su objetivo con velocidad, no debían permitir que
los enemigos llevaran a cabo su estrategia.
El Abato Yinshuss Shehinn iba al frente de sus fuerzas, acompa­
ñado por Shaka y Pachacuti; en unos segundos estuvieron posi­
cionados frente a sus adversarios, impidiéndoles que atacaran al
ejército de Aníbal y se reunieran con las demás legiones.
282  Rexagenäs

Si bien las tres legiones incluían el mismo número de efecti­


vos y estaban subdivididas de igual manera, los cónsules tenían
libertad de adaptar las funciones de sus hombres según su pare­
cer, así como disponer las vestimentas de los legionarios; por ello,
las cohortes de la Tercera Legión contaban con dos manipulios de
arqueros, uno de scurêodeni y ninguno de jabalineros.
Al aproximarse el ejército de Ahuizotl, lejos de tratar de evi­
tarlo y buscar alcanzar su objetivo inicial, el Cónsul mongol orde­
nó a sus hombres que tensaran las cuerdas de sus arcos curvados.
Los enemigos se desplazaban a su máxima velocidad, por lo que
hubiese sido imposible para un hombre acertar contra esos blan­
cos, mucho menos conseguir un disparo letal, pero los mejores
arxodeni del ejército de Rómulo se encontraban en la Tercera Le­
gión. Alejandro decía que Apolo los bendecía, probablemente,
pero si lo hacía era por la dedicación de Temujin para entrenarlos.
Cientos de flechas salieron contra el ejército del antiguo tlatoani,
la velocidad y agilidad de sus hombres les ayudó a esquivar va­
rias de ellas, no así todas. Y aun cuando algunos de los que fue­
ron alcanzados por los proyectiles pudieron, al menos, evitar que
dieran en sus corazones o cráneos, otros no. La precisión de estos
arqueros era formidable, a pesar de que únicamente pudieron
disparar unas cuantas veces antes de que los lamwadeni impactaran
contra la primera línea de escuderos. Cuando esto se dio, mien­
tras los scurêodeni combatían contra el frente del ejército contrario,
contenían a los demás atrás y los arqueros del lobo mongol conti­
nuaban su ataque, ahora contra un blanco más estático y con me­
nos espacio para esquivar sus saetas. Para reducir la profundidad
de sus líneas y con ello evitar ser masacrados por los arqueros del
enemigo, Ahuizotl ordenó a Shaka y Pachacuti que atacaran a la
legión por los costados, con lo cual, además de rodearlos, obliga­
rían a un buen número de arxodeni a combatir frente a frente.
El contingente de Atila se lanzó contra la legión de Carlomag­
no con la misma rapidez que el de Ahuizotl. El Azote de Dios
reservó para sí a sus jinetes y arqueros. ¿Para qué dárselos al az­
teca? seguramente los desperdiciaría. La destreza de sus arqueros
era remarcable, no tenían nada que envidiarle a los de Genghis
Khan. Una parte de su ejército, guiada por Ragnar Lodbrok, con­
formada por los soldados cedidos por el tlatoani y aquellos suyos
que carecían de montura, corrieron a gran velocidad, parapetán­
Marte y Moloch 283

dose entre el enemigo y el punto que suponían debían alcanzar.


Ragnar no perdió el tiempo y comenzó el combate. Una segunda
parte del ejército, liderada por el mismo Atila, se unió al ataque,
formaron dos líneas perpendiculares, quedando sus adversarios
entre ambas líneas y el punto de convergencia de éstas tras las
fuerzas dirigidas por el rey vikingo. Los jinetes no estaban estáti­
cos, cabalgaban a lo largo de una u otra línea y desde ahí dispa­
raban sus flechas contra los enemigos. La distancia era suficiente
para que los escuderos no pudieran alcanzarlos y al ser ellos me­
jores arqueros que sus contrarios, sus tiros eran más precisos. El
último contingente, el comandado por Tamerlán, dio media vuel­
ta y desapareció. Carlomagno sabía que regresarían, seguramen­
te para atacarlo por la retaguardia.
El gran cartaginés avanzó con su ejército de forma mucho
más lenta que los demás, mientras sus oponentes hacían lo pro­
pio. Aníbal, que se encontraba al centro de su contingente con su
esposa, dispuso a sus hombres de manera que formaran un gran
rectángulo que cubría el estadio a todo lo ancho. Su ejército era
mayor que al que se enfrentaba, alrededor del doble de éste. Ya
había intentado la estrategia usada en Cannas y había fallado,
también había probado sin éxito penetrar por el centro a sus ad­
versarios. No permitiría que ahora su rival usara sus tácticas y lo
tratara de envolver, por lo que aprovecharía los muros del esta­
dio y evitaría un posible ataque por los flancos.
Detrás de la Primera Legión avanzaba la Guardia Pretoriana,
conservaba una buena distancia, con ellos estaban Max y Sif. Ró­
mulo y Boadicea estaban con la legión, el primero al centro y la
segunda en el flanco izquierdo de la misma, mientras que Alejan­
dro iba del lado derecho.
Ambos bandos marchaban en líneas paralelas que poco a
poco se acercaban. Cuando faltaban unos metros para el choque
de los ejércitos, el extremo derecho de la Primera Legión aceleró
el paso, hicieron una línea oblicua. El extremo derecho formó una
cuña, siendo la punta el mismo Alejandro y flanqueado por Esci­
pión y Mohamed.
Las instrucciones dadas por Ahuizotl lo habían ayudado a re­
componer la situación, si bien todavía quedaban muchos arxodeni
al centro que hacían uso de sus flechas a voluntad, otros tantos
habían tenido que colgarse el arco para sacar sus garras y hacer
284  Rexagenäs

frente a los enemigos que se les venían encima. En esta ocasión la


velocidad del oponente había impedido que Gen­ghis Khan re­
acomodara a sus escuderos a los costados, obligándolo a dejar de
utilizar a una buena cantidad de sus mortales arqueros. Pero in­
cluso cuando estos fueran los que daban fama a su legión, ello no
significaba fueran poco efectivos en la lucha cuerpo a cuerpo, en
especial sus pretores. Osmán y Caballo Loco se habían abierto
paso dentro de sus mismos compañeros para apoyarlos y conte­
ner a los lamwadeni que los atacaban por los lados, mientras que
Warakurna dirigía a los arxodeni, al tiempo que, con gran eficacia,
utilizaba su bumerán, el cual generalmente retornaba a sus ma­
nos llevándole como regalo el cerebro de algún vampiro.
El fundador del Imperio Otomano esgrimía una espléndida
shamsir con gemas incrustadas en el mango, con la cual cortó de
tajo el brazo de un adversario para después partir en dos el cráneo
del enemigo. Mientras Temujin peleaba con las manos desnudas,
dos hombres vampiro se aproximaron y, con gran coordinación,
ambos lanzaron una estocada al tórax del líder mongol, pero
usando sus garras éste desvió los aceros y antes de que sus ata­
cantes pudiesen recomponerse, sus zarpas penetraron el vientre
de los dos lamwadeni, destazando todo músculo y hueso que encon­
traron en su camino hasta el corazón de los condenados.
Ragnar blandía un hacha tan alta como él, la cual en ocasio­
nes se estrellaba contra el escudo o la espada de un legionario,
produciendo chispas por el encuentro de los metales, en otras era
sangre a borbotones lo que salía, ya que había logrado mutilar a
alguno de los desgraciados contra los que se enfrentaba. De sus
barbas escurría el líquido carmesí de algún zenolk al que había
logrado succionárselo. Atila contemplaba extasiado ese baño de
sangre, ese festejo a la muerte, pero no luchaba, todavía no era el
momento de que sus adversarios se enfrentaran al hombre que
para muchos había encarnado a los jinetes referidos en el libro de
las Revelaciones.
Al ver lo que ocurría en el extremo opuesto, Mitrídates estuvo
tentado a ir en su auxilio, pero recapacitó y prefirió atacar el ala
del ejército contrario que se había rezagado. No sería algo fácil,
ahí estaban Ashoka, Caupolicán y, sobre todo, Boadicea, pero al
General le gustaban los retos y ese era uno digno de él. Mitrídates
mandó a todos los hombres a su cargo contra la cohorte del Prín­
Marte y Moloch 285

cipe hindú, sus compañeros eran excelentes estrategas militares y


superaban en número a sus adversarios, seguramente saldrían
bien librados del ataque sin su ayuda. Los desafortunados vam­
piros que alcanzaron primero su objetivo no sólo se toparon con
los escudos de los legionarios, la pica de Caupolicán o la mítica
Espada Serpiente de Ashoka, también con las garras y colmillos
de Boadicea. La reina celta podría ser menos vieja que Mitrídates,
pero desde su trayecto como humana había probado ser una ex­
celente guerrera, y ahora dos milenios de experiencia y una fuer­
za inverosímil le daban la capacidad de dirigir perfectamente a
ese contingente, al mismo tiempo que combatía contra varios
enemigos a la vez. Sólo presenciándolo era posible creer que una
mujer que desbordaba dulzura fuese a la vez capaz de irradiar
tanta ferocidad.
Desde su posición, Rómulo apreció a la perfección la manio­
bra del otrora rey del Ponto y aun cuando sabía que su mujer
podía encargarse de él, estaba decidido a dejar el mando de esa
sección en Tlacaélel, en caso de que su esposa lo requiriera. Sin
embargo, al creer a su madre en peligro y sin necesidad de comu­
nicarse el uno con el otro, Sif y Max fueron en su auxilio y a una
orden de Paolo la Guardia Pretoriana los siguió. Al poner Rómu­
lo sobre aviso al mexicatl, vio como éste bajaba la mirada y se to­
caba el pecho con la mano. El primer romano indagó si se
encontraba bien, a lo que Tlacaélel respondió que sí, sólo una lá­
grima que rodó por su rostro evidenció el presentimiento que pa­
decía el creador de la cultura azteca.
Ahuizotl usaba la xiuhcoatl con maestría, que gran festín le
estaba dedicando al dios de la guerra, con ella no destrozaba los
corazones de sus víctimas, los extirpaba y después devoraba. La
rapidez de sus movimientos le permitía hacerlo sin ponerse en ries­
go. El uso del arma sagrada le permitía emular a su numen en su
lucha diaria contra los pobladores del inframundo y, como él, es­
peraba levantarla al final en señal de su victoria. Los hombres
vampiro que peleaban con aquél carecían de su descomunal fuer­
za y velocidad, incluyendo a los generales, pero ello no les im­
pedía batirse con fiereza y temeridad, en especial a Shaka, quien
había llegado sin armas, pero al parecer le había encontrado gusto
a la flissa de un legionario a quien el zulu había matado con incon­
tables zarpazos en el cuerpo y uno final y profundo en el pecho.
286  Rexagenäs

Los jinetes de Tamerlán reaparecieron en la escena, tal como


había temido Carlomagno. Se dirigían hacia la retaguardia, pero
cabalgaban en línea recta y en paralelo a la última fila de su obje­
tivo. Incluso cuando fueron avistados por los integrantes de la
Segunda Legión, sólo algunos arqueros y hasjêdeni pudieron dis­
traerse en ellos, ya que el ataque de los contingentes dirigidos por
Atila y Ragnar no cesó. Temür y sus hombres pasarían sólo a unos
metros de las filas enemigas, demasiado cerca para su costumbre,
ya que aun en pleno galope esos arqueros eran tan efectivos o
más que cuando estaban plantados en el suelo. Aun a gran dis­
tancia, sus arcos asimétricos comenzaron a escupir flechas, que a
pesar de la precisión de los tiradores, eran poco efectivas debido
a que los soldados del carolingio tenían tiempo para esquivarlas
o cubrirse con sus escudos; conforme se fueron aproximando, el
tiempo que viajaban esas serpientes voladoras se fue reduciendo,
como las posibilidades de sus víctimas de evitarlas. Cuando el
primero de los jinetes pasó enfrente de los hombres lobo, disparó
una última vez, para después colgarse el arco al hombro y parar­
se en el lomo de su montura, desde donde dando un salto espec­
tacular, se arrojó a la formación enemiga. Así, saetas y lamwadeni
empezaron a caer sobre la retaguardia de la Segunda Legión.
La llegada de los refuerzos modificaba las cosas, no sólo por
el número sino por la inclusión de dos lobos alfa más; por lo que
Mitrídates optó por, en lugar de propiciar un encuentro de frente
contra algún alto oficial o con la misma Boadicea, hacer uso de
sus dos mayores habilidades. Los hombres de Atila y Genghis
Khan podrían tener fama de excelentes arqueros, pero en todo
el planeta no había quien pudiese igualársele. Su habilidad con el
arco, aunada a su impresionante físico y la belleza de su rostro, lo
hacían un digno representante en la Tierra del hijo de Zeus y Leto.
El coloso póntico tensó la cuerda de su arco y disparó, la flecha se
introduciría en la cavidad ocular de un pretoriano, quien caería
muerto al instante con el cerebro perforado. Un nuevo proyectil
voló por ese cielo negro que ya apestaba a muerte y otro pretoria­
no sucumbiría. Max pidió a su mujer que continuase su camino
hacia Boadicea, él debía detener a ese emisario de las Parcas.
Apoyado por su maestría con el arco, la ingenuidad del recién
transformado y su otra gran habilidad, la astucia, Mitrídates ha­
bía logrado atraer al nuevo lobo alfa, varios soldados se interpo­
Marte y Moloch 287

nían entre él y su objetivo, pero en algún momento se abriría el


camino para la perdición de este último.
Al ver Boadicea que Sif se aproximaba, la reprendió:
—¿Qué haces aquí? Las instrucciones son para cumplirse.
—Un hombre vampiro se arrojó hacia Boadicea, pero ella lo cap­
turó en el aire, lo sostuvo por el cuello con una mano y con la otra
le arrancó el corazón.
—¡Perdón, madre!, pero Max y yo te creímos en peligro y no
podíamos dejarte sola. —Otro incauto que buscaba la gloria se
aventó contra Sif, quien lo detuvo agarrándolo de la armadura
para después hacerlo pasar sobre ella, estamparlo en el suelo y
enterrar su garra en el pecho del insolente.
—Regresa con tu prometido, él en verdad te necesita; podrá
ser poderoso pero también imprudente. Aténganse al plan de tu
padre. —Sif no pudo replicar que el plan de Rómulo era que la
Guardia Pretoriana fuera en apoyo de la sección que se viese más
débil porque, en ese momento, Boadicea se volteó, tomó por la
cabeza a un lamwaden que atacaba a un legionario, le rompió el
cuello y lo dejó para que el soldado acabase la tarea.
El lugar en el que se encontraban Gianna y Francesco les pro­
porcionaba una mejor visión de la lucha que se daba dentro del
estadio, confiando en que otros reporteros cubrirían las dos que
se llevaban a cabo en los costados, filmaban y comentaban la pe­
lea entre la Yinshuss Oleitum y la Primera Legión. De pronto, sin
saber de dónde había venido, una flecha se incrustó en la espalda
del camarógrafo. Gianna volteó y vio a su compañero convulsio­
narse, el proyectil lo había atravesado por completo, perforando
el pulmón y dejándolo clavado en el suelo. Por un momento
Gianna se sintió invadida por un profundo pánico y deseó salir
corriendo de ese infierno, pero en su alma habitaba una reportera
decidida y ésta la dominó, obligándola a arrebatar de las manos
flácidas de Francesco la cámara y continuar con la filmación.
Pachacuti estaba al frente de sus líneas, dio cuenta de varios
adversarios, hasta que un hombre con el torso desnudo y pintado
al igual que el rostro, se aventó sobre él y lo derribó. El inca y
Caballo Loco rodaron, quedando unas veces Pachacuti encima
y otras el indio lakota. Ambos mordían al contrincante, se golpea­
ban con codos y rodillas, pero ninguno atinaba un golpe mortal.
No faltó el que quiso ayudar a su líder, pero la distracción ocasio­
288  Rexagenäs

naba que un adversario aprovechara la situación para despojarlo


de su corazón. Tashunka logró propinar un cabezazo a su rival,
aturdiéndolo momentáneamente, suficiente para que, utilizando
sus garras, abriera el cráneo de Pachacuti dejándolo al descubier­
to y permitiéndole devorar el cerebro para después lanzar un gri­
to de victoria.
Los soldados de Atila continuaron haciendo uso de sus ar­
cos curvados desde sus líneas, pero éste decidió lanzarse al ata­
que cuando vio una oportunidad. Sus enemigos consideraban
una especial afrenta su vestimenta, pero eso al huno no le im­
portaba, al contrario, esperaba que eso los alentara a buscarlo, a
lanzarse contra él llenos de ira. Empuñaba una espada, no la mí­
tica que había encontrado más de milenio y medio atrás, sino otra
que era algunos siglos más reciente, toda negra, incluyendo la
hoja, al final del mango mostraba la cabeza de un caballo cuyos
ojos eran representados por rubíes y a la cual había bautizado
como “Marato Shakur ”. Caminó lento, los ojos clavados en su ob­
jetivo. Al pasar entre los combatientes parecía absorto, como un
fantasma, una descripción más exacta lo hubiese ubicado como la
encarnación de Azrael. Pocos fueron los que osaron interponer­
se en su camino y no por falta de valor, sino por encontrarse ocu­
pados en su pelea contra otros hombres vampiro o tratando de
evitar las flechas que caían sin piedad sobre ellos. A esos cuantos
que se atrevieron a enfrentarlo los liquidó con sus garras. El ne­
gro acero estaba destinado a alguien más.
A pesar de su descomunal fuerza, a Max le llevó tiempo abrir­
se camino hacia Mitrídates, optó por derribar, en lugar de matar,
a todo aquel vampiro que se interpusiese entre él y el coloso pón­
tico. Doniov le seguía el paso, ya que Paolo acompañaba a Sif.
Mitrídates aguardaba paciente a tener un tiro claro, no le preo­
cupaban los enemigos, ninguno estaba cerca. Por fin, ninguno de
los suyos se interponía entre él y su víctima, el último gran Rey
griego soltó la flecha que se impacientaba por cumplir con su fa­
tal labor. El proyectil impactó contra el hombro de Max, Mitrída­
tes había fallado gracias a un oportuno empujón en su nuevo
líder por parte de Doniov. Una nueva flecha se dirigía contra Max
y lo único que pudo hacer el pretoriano quien se encontraba en el
suelo después de haber aventado a Max, fue interponerse entre su
jefe y ese mensajero de la muerte. El antebrazo de Doniov recibía
Marte y Moloch 289

con agrado el proyectil que buscaba el corazón de Max, quien se


levantó sólo un segundo antes de que otra saeta lo alcanzara,
pero ante la cual se interpuso de nuevo el Prefecto, recibiendo el
impacto en el omoplato y siendo sostenido por los brazos de su
guía. Ofuscado, Mitrídates lanzó una nueva flecha, ya no contra
Max sino contra el inoportuno protector. Abrazando al hijo de su
creador, Doniov encontraba la muerte.
Max dejó caer el cuerpo inerte de su guardia, listo para arro­
jarse sobre aquel coloso que ya preparaba una nueva flecha, pero
en ese momento escuchó el rugido de Rómulo. Deseaba acabar
con Mitrídates, desde sus adentros clamaba venganza; sin em­
bargo no podía defraudar a su padre, debía cumplir con su deber.
Mitrídates disparó pero Max atajó la flecha, le dirigió al Rey pón­
tico una mirada fulminante, dejó caer la saeta y corrió hacia el
centro, junto a Rómulo, donde comandaría a la Guardia Preto­
riana.
Una parte del cuerpo central de la Primera Legión, los solda­
dos ubicados en las filas traseras, había seguido el avance de Ale­
jandro, pero la mayoría prácticamente no se había movido,
aunque desde su posición combatían y así fue hasta que Rómulo
observó el movimiento esperado en los soldados comandados
por Alejandro, en ese momento, con un gran rugido ordenó a sus
hombres avanzar. Al igual que lo hiciera el macedonio comenza­
ron a formar una cuña, él al frente. Se dirigían hacia el centro de
las fuerzas opositoras, hacia Aníbal. No había hombre vampiro
que pudiese contener la marcha del lobo alfa, Tlacaélel iba a su
lado, atrás sus legionarios, quienes poco a poco fueron reforza­
dos por la Guardia Pretoriana. Sif y Max venían atrás, sólo se
habían retrasado un poco, su fuerza y habilidad les había permi­
tido recuperar el terreno debido.
Alejandro y sus hombres habían logrado penetrar la mitad
del camino en el conglomerado de vampiros; al llegar ahí dieron
un giro de noventa grados y se dirigieron hacia el centro del ejér­
cito contrario. Hermann, quien comandaba el ala izquierda del
ejército de Aníbal, buscaba afanosamente frenar el avance del ma­
cedonio. Blandiendo su martillo de guerra sin misericordia, se
aproximaba a la vanguardia de los agresores, el guerrero teutón
parecía escenificar al mismísimo Thor en el Ragnarök y como él,
buscaba a su Jörmungandr, luchaba con furia y destreza, parecía
290  Rexagenäs

inmune a los ataques de sus rivales. Pero a diferencia del glorioso


dios del rayo, Hermann no acabaría con su mortal enemigo, pero
sí encontraría el mismo destino que el hijo de Odín. Muchos de
sus propios compañeros fueron empujados por el propio germa­
no al abrirse paso, los hombres lobo no eran tratados con tanta
delicadeza. El avance del General enemigo no fue imperceptible
para los ojos de Alejandro, quien ordenó a Escipión y Moha­
med continuar hacia el objetivo. Hermann notó que los soldados
del Cónsul se movían mientras éste lo aguardaba, nadie más se
interpuso en su camino. Por fin lo alcanzó, los dos guerreros se mi­
raron y gustosos aceptaron el duelo. Alejandro había podido
apreciar el avance del libertador de Germania y aunque también
pensó que podía parecer la representación de un dios, él era des­
cendiente de uno, no de manera tan cercana como Rómulo, pero
por sus venas corría sangre divina, de aquel a quien los romanos
llamaron Hércules y, por lo tanto, del mismísimo Zeus. Hermann
hizo girar el martillo sobre su cabeza un par de veces antes de
proyectarlo contra el casco del macedonio, pero Alejandro desvió
el golpe con “Testurêto abi Doudek Laköupi”y luego dio un codazo
en el rostro a su atacante. Giró separándose de su rival y lo invi­
tó para que lo intentara de nuevo. El martillo de Hermann buscó
impactar al Cónsul, ahora en el costado, Ale­jandro levantó el bra­
zo, permitiendo que el golpe lograra su ­objetivo, se le fracturaron
varias costillas pero en ese momento bajó el brazo y aprisionó el
de Hermann, con la otra mano, y ­usando su espada, cortó la mano
del vampiro. El teutón lo golpeó en el pecho, aventándolo y li­
brándose de él. Con la mano sana levantó su martillo de guerra y
con gran rapidez se dirigió hacia el Cónsul caído. Frente a su víc­
tima levantó el martillo, al verlo aproximarse Alejandro se movió
ocasionando que el golpe se estrellara en el suelo e inmediata­
mente utilizó su célebre espada para cortar ahora la otra mano de
Hermann. La primera mano cercenada no había acabado de rege­
nerarse, por lo que el germano optó por abalanzarse sobre su ene­
migo. En esta ocasión carecía de garras que enterrar como lo
había hecho con Darío pero, entretanto se regeneraban, sus col­
millos buscarían la yugular de su rival. Moviéndose, utilizando
el hombro y la cabeza, Alejandro evitaba que el lamwaden lograse
su cometido, al mismo tiempo soltó su espada y lo abrazó con
fuerza, poco a poco apretó más hasta que escuchó el quebrar de
Marte y Moloch 291

la columna y sin per­der tiempo, antes de que el vampiro se recu­


perara, extirpó su corazón.
Temujin y sus pretores consiguieron cerrar el círculo y pre­
sentar así una mejor defensa. Una vez logrado esto, hicieron que
los scurêodeni que se ubicaban en filas posteriores suplieran a los
arqueros que habían sido obligados a combatir de forma directa
contra el enemigo, para así recobrar la posibilidad de usar sus
arcos. Manteniendo una fuerza completamente hermética, co­
menzaron a avanzar, como si se tratase de una gigantesca rueda,
se movían en círculo y se aproximaban al estadio, hacia la Prime­
ra Legión, donde si bien se encontraban más enemigos, también
sus camaradas. Ahuizotl instó a sus hombres para que lo evita­
ran, pero la fuerza de los legionarios y la precisión de los arxodeni
les impedía lograrlo. Cerca del borde del estadio, varios hombres
vampiro cayeron sobre los soldados de Aní­bal al verse empujados
por sus contrincantes. Mitrídates se percató del movimiento de la
Tercera Legión, sabía que si no se movían pronto en lugar de los
vampiros de Ahuizotl, caerían sobre ellos los lobos de Genghis
Khan.
Carlomagno vio cómo la muerte encarnada en esa armadura
con huesos se aproximaba hacia él, sin embargo no temió. El ne­
gro acero se dirigió hacia su cuerpo pero alcanzó a detener el
golpe con “Joyeuse”, la espada que cambiaba de color treinta ve­
ces al día. Atila lanzó otra estocada y luego otra, pero a pesar de
que cada golpe era detenido, producía un gran dolor en los bra­
zos del franco, quien esgrimía tan bien como su adversario y po­
seía una espada tan magnífica como la de éste; de hecho, en una
de las pocas ocasiones que tuvo oportunidad de contraatacar, lo­
gró hacer una cortada en el rostro del huno, a quien no le importó
el efecto de ésta, pronto parecería que nunca había sucedido, sino
lo cerca que había estado Carlomagno de matarle en caso de que
“Joyeuse” hubiese urdido más en su cabeza. Atila dirigió un nue­
vo ataque, pero el antiguo emperador lo desvió y en esta ocasión
logró producir una herida más certera, clavó su arma en el vien­
tre del líder bárbaro, quien aunque asombrado por la habilidad
de su contrincante, regresó el golpe, cercenando con “Marato
Shakur ” la pierna del Cónsul, quien inevitablemente caía. Atila
retiró la espada de Carlomagno de su estómago para luego clavar
la misma en el tórax de su enemigo, introduciéndola hasta que el
292  Rexagenäs

mango chocó con la armadura de éste, impidiendo que “Joyeuse”


volviese a brillar. Después, inundando con la negrura de su acero
el destino del hombre lobo, partía en dos su cráneo, dando fin a
la existencia del emperador carolingio.
Aníbal no alcanzó a observar la caída de Carlomagno, pero sí
veía el movimiento realizado por la Tercera Legión y, más impor­
tante, cómo Alejandro y Rómulo se aproximaban, por lo que tomó
una decisión; se acercó hacia su odiado rival y cuando sólo unos
cuantos hombres lo separaban de aquel, dio un salto espectacu­
lar hacia él. Varios jabalineros trataron de atravesarlo, pero nin­
guna lanza pudo alcanzarlo, aterrizó a unos metros del gran lobo
y ambos se miraron fijamente. El cartaginés fue el primero en
­hablar:
—Has movido bien tus piezas romano. ¿Te parece si acorda­
mos el fin de la batalla?
—Si tus hombres y los de tus aliados detienen sus ataques
será más sencillo parlamentar —replicó Rómulo con una tranqui­
lidad contraria a la adrenalina que transpiraba por cada poro de
su cuerpo.
Aníbal emitió una especie de chillido agudo y Rómulo lo si­
guió con un gran aullido. En todos los frentes tanto hombres
vampiro como hombres lobo dejaron de pelear. Los otros dos Pa­
dres se apresuraron en ir al lado de Aníbal, no sin antes advertir
a sus soldados de que no bajaran la guardia. Genghis Khan per­
maneció con sus hombres, no se diga los pretores de la Segunda
Legión; sin embargo, Alejandro se dirigió hacia Rómulo, al igual
que Boadicea, Max y Sif.
Aprovechando el aparente cese de las hostilidades, Gianna se
armó de valor y se aproximó hacia donde se reunían los eviden­
tes dirigentes de esos ejércitos. Aunque no salió a descubierto por
completo, pudo aproximarse lo suficiente para que el micrófono
de su grabadora captara gran parte de lo que discutirían. Una vez
congregados los líderes máximos, la plática se reanudó.
—Es obvio que tu trampantojo para hacernos creer que esta­
rías en otro lugar o evitar que llegásemos no funcionó —manifes­
tó el cartaginés—. Sin embargo has logrado transformar a tu hijo
y, aunque inexperto, sería necio negar el poder que posee.
Max quiso aprovechar el cumplido para hacer un comentario
sarcástico, pero Boadicea lo impidió.
Marte y Moloch 293

—Aceptar lo evidente no es razón para dar por concluida esta


batalla —declaró Rómulo con extrema frialdad.
—Eso depende de qué tan reducido sea nuestro espectro de
lo evidente —replicó Aníbal mirando con desprecio a su interlo­
cutor, un desprecio que había crecido día con día a través de más
de dos milenios—. Ciertamente lo que acabo de mencionar no
es suficiente para dar por terminada esta contienda, pero si so­
mos capaces de ver un poco más allá de nuestras narices, también
se vuelve evidente que ambos bandos hemos perdido una canti­
dad considerable de soldados, incluyendo a algunos de gran va­
lía. En caso de continuar con esta lucha, aquel que pudiese
declararse vencedor de la misma no podrá hacerlo sin sufrir más
bajas, dentro de las que podríamos estar alguno de nosotros
­mismos. Si eso sucediese, la victoria ya no lo parecería tanto.
Más aún, en el improbable caso de que nos exterminases, no pue­
des pretender hacerlo sin que tu ejército se vea drásticamente
mermado y no creo que sea necesario recordarte que hay dos
Yinshuss más a las que necesitas vencer para declararte en verdad
ven­cedor.
—Me conmueve la consternación que expresas sobre el bien­
estar de mi familia, pero haciendo a un lado tu preocupación,
dime ¿qué pretendes? —señaló irónicamente Rómulo.
—Insisto en que faltan dos Yinshuss aquí y a ninguno de los
presentes nos conviene ver tan reducidos nuestros ejércitos, al
punto de que ya no podamos enfrentarnos a ellos.
—En no pocas ocasiones el ejército al que superan en número
ha logrado una victoria aplastante, tú deberías saberlo —inte­
rrumpió súbitamente Max.
—Es verdad muchacho —concedió el orgullo de Cartago en
un tono que rayaba en la cordialidad—. Pero también es cierto
que generalmente la genialidad del comandante de las fuerzas
vencedoras se conjugó con la bestialidad de su contrincante y tu
padre sabe bien que Ying Jien no es ningún imbécil.
—Todo lo que has dicho es correcto —atajó Rómulo e indican­
do con una seña a Max que guardara silencio—. Pero has omitido
mencionar que tarde o temprano nos volveremos a enfrentar; po­
siblemente para esa ocasión logres convencer a las otras dos razas
de unírsete, por lo que sigo sin encontrar una razón de peso para
no continuar con esta batalla.
294  Rexagenäs

—Esperaba menos soberbia de ti que la mostrada por tu dis­


cípulo hace más de dos milenios en Zamma —espetó Aníbal con
los ojos encolerizados y escupiendo al suelo como muestra de su
desprecio.
—No es soberbia, Aníbal, son simples matemáticas —refutó
el fundador de Roma con notoria tranquilidad.
—¿Quieres una razón de peso? Que te parece ésta: si hoy
mueres, a pesar de que hayas encontrado otros lobos alfa, los mu­
chachos carecen de la capacidad necesaria para ganar la Mikrun
Akyon Yokit ¡Ying Jien los aplastará! Porque como bien se ha di­
cho, la genialidad de un General es un factor determinante pa­ra
conquistar la victoria y aun cuando estos chicos no sean unos
imbéciles, al lado de nosotros no son más que unos recién na­
cidos.
—Es muy cierto lo que dices, pero olvidas que también cuen­
tan con una madre y con miles de duploukden-awi que perfectamen­
te pueden asesorarlos. Algunos de ellos con más experiencia que
tú mismo.
—¡Es increíble tu ceguera! No sé cómo has logrado sobrevivir
tanto tiempo. Por lo visto no estás dispuesto a dar por terminada
la batalla.
—Sólo si aceptan su derrota.
—¡Qué egolatría! —exclamó Ahuizotl estupefacto ante la pre­
tensión del romano.
—No es por ego, sino por reclamar los derechos del vencedor
—corrigió Rómulo sin dejar que la exaltación del azteca alterase
su sobriedad.
—¡Pues sigamos peleando entonces! —demandó Atila la­
miendo la sangre que escurría por la negrura de su espada.
—Aguarda Atila —solicitó Aníbal mostrando más templanza
que la de sus pares—. ¿Qué pides como vencedor?
—Lo que demanda la costumbre: prisioneros de guerra, que
en este caso se reduce a uno solo y, como es bien sabido por todos,
únicamente el vencedor tiene derecho de llevarse a sus muertos.
—Esto es un ultraje, mis hombres merecen recibir sus últimos
honores —reclamó Ahuizotl dirigiendo su mirada hacia el car­
taginés.
—El honor es exclusivo del vencedor. Si deseas rendir tributo
a tus muertos debes derrotarnos —declaró Rómulo con una fuer­
Marte y Moloch 295

za tal que era imposible pensar que no había una firmeza inque­
brantable en sus palabras.
Antes de que el Abato Yinshuss Shehinn pudiese decir algo más
Aníbal inquirió:
—¿Y quién sería ese prisionero de guerra? Espero que no pre­
tendas a alguno de nosotros tres.
—No te preocupes, Aníbal. El día que partas conmigo des­
pués de una batalla, tu única consternación será que Sibila te haya
proporcionado el ramo de oro para que se lo presentes a Caronte.
¡No, quiero a Fouché!
—¡Nunca un consejero ha sido prisionero de guerra! Sólo los
que combaten están expuestos a ello —replicó el cartaginés ano­
nadado ante la petición de su enemigo.
—Es cierto, pero en esta ocasión lo dejaré en libertad en un
par de días. Después de que tenga una pequeña plática con él
estará en posibilidad de volver contigo si así lo desea.
—Has ido demasiado lejos romano, pero cederé sólo porque
no deseo entregarle en bandeja de plata a Ying Jien el poder sobre
todos los nebutsen-zetamlig . —Aníbal volteó hacia la jefa de su
guardia personal y le ordenó que trajera a Fouché, después se
dirigió en un murmullo a Atila y Ahuizotl—. Posiblemente di­
sientan de mi decisión, pero debemos aceptar la derrota de esta
batalla si deseamos ser nosotros quienes ganemos la guerra.
Aníbal tenía razón, los otros dos Padres no compartían su de­
cisión, pero aun así la aceptaron. El comandante cartaginés ya no
volteó a ver a su enemigo, mucho menos le dirigió alguna otra
palabra. Dio la vuelta y se marchó, en silencio, herido en su orgu­
llo pero maquinando ya la próxima contienda. Tras él iban todas
sus huestes, las otras dos razas tomaron caminos distintos, pero
también se retiraron, sólo sus muertos se quedaron acompañan­
do al Ministro entregado.
Capítulo XXIII

Duelo

uw

U
na vez libre el Monte Palatino de hombres vampiro, salvo
uno que fue encargado para su custodia a la Guardia Pre­
toriana, Leonardo salió del lugar donde había buscado
refugio, protegido por sus propios guardas. No era necesario
arriesgarse más. Max ya podía defenderse por sí mismo y ya un
Senador había perdido la vida. Leonardo se dirigió hacia donde
Gianna se encontraba, al verlo aproximarse la muchacha no pudo
detener el temblor que se produjo en su cuerpo. Leonardo olfateó
su miedo y le dijo con voz calmada:
—No hay por qué temer, la batalla ha terminado y veo con
tristeza que incluso tú has sufri­do bajas.
—¿Quién es usted? —preguntó Gianna sin poder librarse del
te­rror que le causaba esa persona, si así le podía llamar, ya que de
acuer­do con lo presenciado podía ser cualquier cosa y por ello su
apariencia de hombre mayor y apacible no era algo que la recon­
fortara.
—Mi nombre es Leonardo di ser Piero y el mundo me conoce
por el pueblo en el que nací: Vinci. Ustedes me creían muerto, así
como a muchos de los que nos encontramos aquí, algunos de­
safortunadamente ahora lo están.
298  Rexagenäs

—Pero, ¿cómo es posible que siga con vida? —indagó la re­


portera, librándose aunque fuera un poco de sus temores, con lo
que daba paso a ese ser inquisitivo que la poseía.
—Porque soy un duploukden-aw, pertenezco a una especie a la
que ustedes denominan hombres lobo —explicó Leonardo con
gran paciencia y buscando externarle a la mujer, tanto con su voz
como con sus gestos, que no corría peligro alguno—. Nuestros
guías son Rómulo, el fundador de esta ciudad y su esposa Boadi­
cea, la gran reina bretona; aunque a partir de hoy contamos con
una pareja más de alfas: Max, el joven del que presenciaron su
transformación y su futura mujer, Sif.
—¿Piensa convertirme también?
—No, tú como la inmensa mayoría de la humanidad no nacis­
te con esa facultad.
—¿Entonces piensa comerme? —inquirió Gianna con voz
temblorosa, producto de la situación de absoluta indefensión en
la que se hallaba.
El pintor de una de las más famosas representaciones de la
Última Cena rió a cabalidad y contestó:
—Tampoco. He venido aquí para agradecerte por la labor que
has hecho. Presentarte mis condolencias por la muerte de tu ami­
go y anunciarle a la humanidad, en nombre de mis líderes, que
no tienen por qué temer de nosotros, no estamos aquí para devo­
rarlos, esclavizarlos ni nada por el estilo.
Un poco tranquilizada ante la respuesta del Senador, Gianna
le cuestionó cuál era entonces su propósito, quiénes eran los seres
contra los que habían peleado y por qué lo habían hecho.
—Dejaré la primera pregunta para el final y con eso termi­
naremos esta plática, debido a que nos disponemos a honrar a
nuestros caídos y sus funerales merecen respeto y privacidad
—declaró Leonardo con solemnidad—. Nuestros soldados lu­
charon contra hombres vampiro, su raza es menos antigua que
la nuestra pero también milenaria y desde su aparición han sido
nuestros enemigos. Muchas guerras se han librado entre noso­
tros, siempre apartados de los ojos de los hombres, hasta hoy.
Porque como han podido presenciar por todo lo que ha aconte­
cido, la era en que vivimos está por culminar y previo al sur­
gimiento de la próxima, una nueva guerra, la más devastadora
de todas, debe llevarse a cabo. Aquellos de ustedes que deci­
Duelo 299

dan unírsenos podrán hacerlo, bajo el conocimiento de que no


po­drán ser transformados, como tampoco pueden hacerlo los
hombres vampiro. También podrán permanecer expectantes en
sus hogares o, inclusive, allegarse a nuestros adversarios. Pero
sepan que aquellos que se aproximen a nosotros serán tratados
como aliados y los que busquen a nuestros enemigos recibirán el
mismo trato que ellos. Hoy ha dado comienzo la “Guerra por
la Nueva Era”, la cual ha sido develada ante ustedes por volun­
tad nuestra, pero serán sus corazones los que les indiquen qué
camino elegir.
Leonardo hizo una seña a la reportera para que concluyera la
transmisión, cerciorándose de que lo hacía, añadió:
—Uno de mis guardas te acompañará a los límites del Palati­
no, donde te pido que esperes. Otros soldados escoltarán a los
demás periodistas. Si te conozco bien, te sentirás tentada a grabar
lo que alcances a ver desde ahí, pero si no lo haces, en cuanto
terminen los funera­les, Alejandro o quizás el mismo Rómulo o
Boadicea te concederán una entrevista en la cual ampliarán la in­
formación para el mundo.
—¿Usted, me conoce? —preguntó Gianna más por inquietud
que por curiosidad.
—Lo suficiente para haber pedido que fueras tú quien acudie­
se aquí —declaró Leonardo antes de dar media vuelta y hacer un
gesto a uno de sus guardas para que llevaran a la joven reportera
a los límites del monte.
En tanto Gianna escuchaba y transmitía las explicaciones del
Jefe de los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, Rómulo se
acercó a Tlacaélel preguntándole:
—¿Te encuentras bien? Hubo un momento en la pelea en el
que te percibí ausente y presa de un gran dolor.
—No es la primera vez que me sucede, ya antes he sentido el
frío abrazo de la muerte —declaró el azteca contrito.
El primer romano replicó que no había notado que lo hiriesen
en el momento en que se percató de tal situación. Tlacaélel bajó la
cabeza, permitió que fluyera el dolor y le manifestó que no había
sido él quien había partido.
—¿Citlalmina? —El silencio de su camarada fue suficiente
respuesta para Rómulo, quien continuó—: Lo siento mucho que­
rido amigo.
300  Rexagenäs

Tlacaélel levantó la mirada hacia su líder y amigo, con lágri­


mas en los ojos dirigió una plegaria:
—Al interior de las montañas, a la Tierra de nuestro sustento, a la
Tierra florida, la introdujeron; allí donde el rocío resplandece con rayos
del sol. Allí verá las variadas, precio­sas, perfumadas flores, las amadas y
aromáticas flores vestidas de rocío, con los resplandores del arco iris.
Allí, le dirán: corta, corta flores, las que prefieras, alégrate, tú, cantora,
llegarás a entregárselas a nuestros amigos, los señores, a los que darán
contento al Dueño de la Tierra.
Rómulo sujetó al artífice del Imperio Azteca por el antebra­
zo y él a su vez lo tomó de la misma manera. Tlacaélel reconoció
que Rómulo y Boadicea les habían brindado a él y a su mujer la
oportunidad que se les había negado en su trayecto como hu­
manos: debido a ellos habían vivido juntos más de medio milenio
y eso era algo que cada día les habían agradecido, a pesar de
que no estuviesen con ellos. Aclaró que no fue por eso que acep­
taron la misión que aquél les habían encomendado, sino porque
estaban convencidos de que su papel en este mundo iba más allá
de celebrar su amor. Por ello, cuando los dos lobos alfa les pidie­
ron que en cuanto Julio César los invitara a dejarlos, sin hacer­
lo de forma precipitada, debían aceptar, para así, convencer a
­aquellos a quienes César se había llevado de que regresaran a la
manada.
—Fueron demasiados años de incertidumbre, una cosecha
que nos llevó siglos pero que hoy ha rendido sus frutos, aunque
la muerte de Citlalmina nos deja un sabor amargo —observó Ró­
mulo con sumo pesar.
—Dejé a mi mujer con el alma satisfecha por su labor, ambos
sabíamos que tan pronto César descubriera mi traición se venga­
ría tomando su vida, pero ello no nos hizo dudar de nuestro ob­
jetivo —declaró el mexicatl un poco más recompuesto.
—Imagino que armaste tu cohorte con aquellos a quienes sen­
tías propensos a seguirnos. —Tlacaélel asintió y su líder prosi­
guió—. Pero, ¿cómo lograste traerlos, si por lo visto César se
rehúsa a volver con nosotros?
—Hay algo importante que me falta informarte: de alguna
manera César sabía que serías atacado, seguramente el prisio­nero
que demandaste podrá aclararnos cómo. Sabiendo que tus hom­
bres estarían ocupados, nos envió para que capturásemos a la
Duelo 301

dama Sif. Él cree que teniéndola a su lado podrá ser un duploukden-aw


prifûno.
El rostro de Rómulo enardeció y sentenció apretando los pu­
ños hasta que los nudillos se le pusieron blancos:
—¡Mandaré unos hombres a reclamar el cuerpo de Citlal­
mina, no permiti­ré que realice su viaje sin los rituales adecua­
dos! Si César se niega, no tendré piedad con él ni con aquellos
que permanezcan a su lado.
En la mente de Max se revolvían cualquier cantidad de inte­
rrogantes, pretendía que su padre las disolviera, pero no se atre­
vió a interrumpirlo. Viéndolo, Boadicea se le acercó y le preguntó
si había algo que le inquietase.
—Muchas cosas, pero verte a salvo supera cualquier in­quietud
—contestó al tiempo que le daba un tierno beso en la mejilla.
—Gracias, créeme que el sentimiento es mutuo y si tienes al­
guna duda, por favor…
Aceptando la invitación a esclarecer sus dudas, Max indagó por
qué había consentido Rómulo la propuesta de finalizar la ba­talla.
La reina celta acarició con dulzura el cabello de su hijo y le
explicó que su objetivo no era tener una pelea ese día, sino prote­
gerlo. —En nuestro plan ideal ellos no deberían haberse presen­
tado, por ello en cuanto Aníbal sugirió dar por terminada la
batalla y, por lo tanto, salir de aquí contigo ileso, habíamos logra­
do nuestra meta.
—No fue la impresión que me dio, parecía que a nosotros nos
convenía seguir la pelea tanto por lo que percibí de la batalla mis­
ma, como de la negociación.
—Tu padre tenía que hacerles creer que nosotros preferíamos
seguir la lucha y así conseguir algunas ventajas.
—¿A Fouché?
—Podría apostar que pedir a su Ministro fue algo que se le
ocurrió de último momento y aun cuando podemos sacar buen
provecho de eso, entre otras cosas tensar la relación entre el sier­
vo y su amo, lo que puede resultar en hacer menos eficientes sus
servicios de inteligencia, hubo cosas más importantes que se ob­
tuvieron con la declaratoria de nuestra victoria.
—¿Como cuáles? —inquirió Max un tanto desconcertado.
—Poder rendir tributo a nuestros muertos, no sólo porque
hoy cayeron amigos entrañables a quienes Rómulo no defrauda­
302  Rexagenäs

ría permitiendo que sus cuerpos fuesen corrompidos por nues­


tros adversarios, sino porque les quitamos a ellos esa oportunidad,
lo que afectará la moral de sus tropas y probablemente conlleve a
que se rompan alianzas o se den insubordinaciones. Pero lo más
importante es que ante los ojos de la humanidad nosotros ga­
namos la batalla, y ya sabes lo que dicen de las primeras impre­
siones.
—¿Tan importantes son los humanos en esta guerra?
—Mucho.
La plática fue interrumpida por Alejandro quien, tomó por el
hombro a su amigo e indagó a quién iba a desear cargar.
—Creo que yo debería llevar los cuerpos de todos nuestros
hermanos que hoy cambiaron de morada; cada uno de ellos dio
su vida por proteger la mía y les debo eso. Sin embargo, hubo dos
que claramente se sacrificaron para que yo pudiese seguir entre
ustedes: Doniov murió inclusive en mis brazos y no malinterpre­
ten lo que voy a decir, pero de alguna manera cumplió con su
deber como pretoriano. No pretendo menospreciar ni mucho me­
nos su acción, pero hubo otro que entregó su vida sin siquiera ser
soldado. —Max no pudo contener algunas lágrimas que brotaron
de sus ojos, se sentía responsable por esa pérdida irreparable,
pero más que nada, sabía que en los años venideros extraña­ría
enormemente a ese hombre—. Fue poco el tiempo que estuve
con él, pero ha dejado marcada mi alma por siempre y salvo tú o
mi padre, no quisiera que nadie más llevara el cuerpo de Aris­
tóteles.
Sif llegó por detrás, abrazó a Max, transmitiéndole el gran
alivio que sentía de que la contienda hubiese concluido y que él
estuviese ileso, y anunció:
—Yo quisiera cargar a Doniov. Un milenio no me alcanzará
para agradecerle.
—Dudo que Rómulo se oponga a sus peticiones —expresó
Alejandro quien dirigió su mirada hacia Boadicea en busca de su
aprobación, la cual obtuvo—. Yo llevaré a Darío.
—Tu padre querrá honrar a Carlomagno —sentenció la breto­
na, con lo que dio una orden en su tradicional manera, con gran
dulzura—. Llevaremos los cuerpos de los nuestros al lugar don­
de se edificó el templo de Magna Mater, está próximo al sitio donde
fue tu ritual. Ahí aguardaremos a que lleguen Artemisia y los
Duelo 303

­ emás; Cicerón debe haberse comunicado ya con ellos para que


d
nos acompañen y traigan los elementos necesarios para los tribu­
tos fúnebres.
—¿Y que pasará con los lamwadeni muertos, los dejaremos ahí?
—indagó Max.
Boadicea negó con la cabeza, para después desarrollar que
algunos serían decapitados y sus cabezas las entregarían a los
dioses como agradecimiento por su guía en la batalla. Los cuer­
pos y el resto de los cadáveres serían trasladados a otro lugar,
donde serían enterrados y cubiertos con sal. Ese lugar sería mal­
decido y nada volvería a crecer en él.
Rómulo y Tlacaélel se aproximaron al grupo, el primero estu­
vo de acuerdo en las propuestas para llevar a sus amigos caídos.
El segundo se dirigió a Max, agachó la cabeza, se quitó el collar
con el caracol y se lo entregó acompañado de las siguientes pa­
labras:
—He sido su custodio por más de cinco siglos, pero ahora que
estás entre nosotros, tú debes llevarlo.
Max lo tomó volteando a ver a los demás, Boadicea le indicó
con la mirada que lo aceptara, se lo puso y contestó:
—Gracias Tlacaélel, espero ser tan digno de él como lo has
sido tú.
El azteca sonrió y le dijo:
—Nadie más digno de él que su legítimo dueño.
Todos partieron a levantar los cuerpos de sus muertos, Ró­
mulo le pidió a Max que lo acompañase por el cadáver de Carlo­
magno, después él lo acompañaría por el de Aristóteles. En el
camino le comentó que habían sido muchas la pérdidas de ese día
y más dolorosas aun, pero debían mirar hacia delante y tomar
ciertas decisiones. Después de honrar a quienes habían fallecido
deberían hacer ciertas promociones entre sus compañeros para
que ocupasen los cargos que habían quedado sin dueño. Para ello
debían reunirse con los demás miembros del Gran Consejo, del
cual obviamente Max y Sif formaban parte. Señaló que de cual­
quier manera, era recomendable pensar en algunos nombres. En
los relativos a cuestiones militares debían respetar el escalafón;
sin embargo, el romano deseaba proponer que Tlacaélel y algu­
nos de los que estuvieron con él fueran promovidos por la difícil
misión que llevaron a cabo durante siglos. El lugar de Carlomag­
304  Rexagenäs

no, sin lugar a dudas, debía ser ocupado por Artemisia, ella era la
única Procónsul, pero el cargo que ella dejaría libre podría ser
ocupado por cualquiera de los pretores. Paolo era quien debería
reemplazar a Darío, pero como era el Prefecto de la Guardia Pre­
toriana de Max y Sif, su palabra sería decisiva, en caso de que
aceptasen, quedarían libres los dos cargos de Prefecto y así de­
bían seguir hacia abajo con los puestos que desocuparan para cu­
brir las posiciones de mayor jerarquía.
—Encuentro difícil pensar quién reemplazará a nuestros
­compañeros muertos cuando todavía su sangre riega este suelo
—manifestó Max, no por contradecir a su padre, sino por hacer
evidente el dolor que lo embargaba.
—Lo sé, hijo, créeme que no es agradable para mí tampoco,
pero la tregua acordada será muy breve y no podemos darnos el
lujo de tener piezas sueltas. Y sin apartarnos del tema, hay un
cargo por demás importante y para el cual existen diez posibles
sucesores.
—¿El de Aristóteles?
—Así es. Tradicionalmente con la muerte de un Senador su
lugar es ocupado por uno de los embajadores.
—Creo que sería conveniente reconocer la presencia de nues­
tras grandes mujeres, estoy convencido de que en el Gran Conse­
jo se requiere de una mayor participación de ellas.
Rómulo vio con buenos ojos la sugerencia de su hijo e indagó
si tenía a alguien en mente.
Remembrando una plática que había tenido con Leonardo, el
joven alfa comentó:
—Hay una embajadora de la cual he escuchado, a quien me
gustaría proponer para consideración del Gran Consejo.
El hijo del dios Marte se detuvo y con la mirada interrogó a
Max, quien contestó:
—Catalina la Grande.
—Excelente propuesta —declaró Rómulo esbozando una bre­
ve sonrisa.
Poco a poco llegaron al punto convenido todos los duploukden-awi,
varios de ellos llevaban en sus brazos a alguno de sus hermanos
caídos. Los cadáveres fueron dispuestos en una gran espiral, el
inicio de la misma estaba formado por los cuerpos de Aristóteles,
Carlomagno, Darío I y Doniov.
Duelo 305

Artemisia, los duploukden-awi que formaban parte de las reser­


vas, inclusive los asesores de los senadores y algunos miembros
de los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia y guardas de las
diversas mansiones, llegaron al Palatino cuando ya no faltaban
más cuerpos que colocar en ese círculo fúnebre. En las cercanías
del borde extremo de la espiral dejaron varias cajas, muchas de
las cuales contenían frascos con algún tipo de aceite en su inte­
rior. Como suma sacerdotisa, Sif organizó a las demás vestales
para que junto con sus ayudantes impregnaran los cuerpos de los
muertos con esos líquidos.
Boadicea le explicó a Max que la labor que se realizaba gene­
ralmente era exclusiva de las vestales, pero debido a la gran can­
tidad de muertos, en ocasiones como esa se permitía el apoyo de
sus ayudantes. De cualquier manera, a partir de ese punto a na­
die más le estaba permitido tocar los cuerpos. Los bálsamos que
les ponían no sólo eran para purificar sus cuerpos, también facili­
tarían la combustión de los mismos.
Cuando aproximadamente la mitad de los cadáveres estaban
ya preparados, las ayudantes de las vestales dejaron el resto de la
tarea a éstas y ellas tomaron de las cajas restantes guirnaldas
compuestas por rosas rojas, amarillas y blancas, las cuales entre­
garon a cada uno de aquellos que habían llevado un cuerpo al
lugar.
Max pasó a reunirse con los restos de Aristóteles, a darle el
último adiós y junto con la guirnalda dejó caer varias lágrimas en
el cuerpo de su fugaz maestro. Después, al igual que los demás,
salió de la espiral para escuchar las palabras de despedida que
dirigiría Rómulo.
—Como su guía, debería recordarles que por el simple hecho
de vivir, la muerte transita a nuestro lado desde el mismo mo­
mento de nuestra concepción. Debería decirles que el sacrificio
de nuestros amigos no ha sido en vano, que hoy hemos alcanza­
do triunfos trascendentales en nuestra lucha milenaria que debe­
rían llevarnos a celebrar, pero cómo hacerlo cuando sólo siento
aflicción en mi corazón. Debería ordenarles no llorar y prepararse
para la siguiente batalla, pero cómo hacerlo si yo mismo no pue­
do contener las lágrimas. Debería encomiarlos a seguir adelante,
pero cómo hacerlo cuando parece tan difícil y es que ilusamente
cuando uno convive durante siglos con alguien, cree que esa per­
306  Rexagenäs

sona lo acompañará en su trayecto hasta el fin. Pero hoy la vida


nos ha recordado que cada uno tiene un camino distinto que re­
correr y en donde uno continúa el otro debe detenerse, sin impor­
tar que tan grande o bondadoso haya sido. Nos hace reflexionar
si alcanzaremos a ver cristalizados nuestros sueños o al igual que
los amigos a quienes hoy velamos, nos veremos interrumpidos
en el trayecto. Para finalizar, quiero compartirles lo que alguna
vez uno de los grandes hombres a los que les rendimos homenaje
me dijo: “La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón
que habita en dos almas”. Si eso es cierto, hoy mi alma y mi corazón
han perdido la mitad de su morada.
Rómulo regresó al lado de Boadicea, la coraza que había mos­
trado minutos antes en su plática con Max se había pulverizado.
En esos momentos, como el resto de los presentes, se unió en un
canto cuyas notas eran tan amargas que es imposible tratar si­
quiera de describirlas y, como ellos, observó a Sif tomar una an­
torcha con la que encendió el cadáver en el que finalizaba la
espiral, para que después, en sólo segundos, las llamas se espar­
cieran por los demás, hasta llegar al cuerpo que como el hombre
que lo había habitado, aguardaba sereno.
Relación de personajes

Ahuizotl – Tlatoani (emperador) azteca cuyas conquistas milita­


res lo llevaron a extender su imperio hasta los límites de Gua­
temala. Bajo su gobierno se concluyó la construcción del
Templo Mayor en Tenochtitlan y para celebrarlo mandó sacri­
ficar entre 20,000 y 80,000 personas. En 1502 d. C. se le creyó
muerto a causa de un golpe en la cabeza que sufrió durante
una inundación. En 1505 despertó por sí mismo como hombre
vampiro, convirtiéndose en el Padre de la Raza del Sol. Condu­
jo a su raza en la Guerra de los Glaciales Rojos.
Alejandro Magno – Nació en agosto de 356 a. C. A los 20 años
subió al trono de Macedonia. Comenzó una guerra en Asia y a
pesar de estar en desventaja contra los persas los derrotó. Des­
pués se dirigió a Egipto y tras someterlo retomó su campaña
contra los persas para dominarlos por completo. Su siguiente
objetivo fue la India y tomó algunas ciudades de esa región.
Poco antes de cumplir los 33 años, en Babilonia, se le dio por
muerto, sin conocerse aún en la actualidad las causas; su cuer­
po fue embalsamado en miel, pero se perdería misteriosamen­
te. Hombre lobo, que en el año 247 d. C. recibió el cargo de
Cónsul en el ejército de Rómulo.
Aníbal – Cartaginés nacido en 247 a. C. Apenas un niño participó
en la conquista de la península Ibérica y a los 26 fue elegido
General. Artífice de la Segunda Guerra Púnica. Penetró Italia a
través de los Alpes y aunque consiguió grandes victorias y lle­
gó a las puertas de Roma, nunca tomó la ciudad. Luchó duran­
te varios años en Italia pero el avance de Escipión el Africano
308  Rexagenäs

en Cartago lo obligó a regresar. Cayó derrotado en la batalla de


Zama. En 183 se suicidó al tomar veneno. En 180 regresó como
uno de los dos primeros hombres vampiro. Padre la Raza de la
Eternidad y protagonista de muchas batallas.
Antonino, Marco Aurelio – Emperador romano nacido en 121 d. C.,
contrario a lo que algunos piensan, su gobierno no se distin­
guió por la conquista de nuevos territorios, más bien sufrió
una buena cantidad de revueltas, de las cuales logró sofocar
algunas. Desde joven se interesó por la Filosofía y fue un digno
representante del estoicismo. Autor de las Meditaciones, en las
cuales recoge gran parte de su pensamiento. La peste hizo que
tuviera que abandonar el mundo de los humanos en 180 para
unirse al grupo de Rómulo. Su pensamiento y forma de vivir le
valieron ser nombrado Senador.
Aristóteles – Macedonio nacido en 384 a. C. Uno de los más
­grandes filósofos de la historia. A los 18 años ingresó a la Aca­
demia de Platón y fue su alumno durante un par de décadas.
Posteriormente sería maestro de Alejandro Magno, para des­
pués fundar el Liceo. Escribió varios tratados sobre Ética, Lógi­
ca y Filosofía en general, entre otros. Supuestamente falleció en
322, pero en realidad, a partir de esa fecha ha estado al lado de
Rómulo, de quien, como hombre lobo, es uno de sus senadores
y, por lo tanto, miembro del Gran Consejo.
Arminio – Ver Hermann.
Artemisia de Caria – Gobernante de Halicarnaso en el siglo V a. C.
Lideró parte del ejército persa en la Batalla de Salamina, debi­
do a su desempeño en dicha confrontación, Jerjes declaró: “¡Mis
hombres se han convertido en mujeres y mis mujeres en hom­
bres!” Después de su ficticia muerte, ha seguido demostrando
su valor e inteligencia en la guerra, lo que le ha valido ser nom­
brada Procónsul en el ejército de Rómulo.
Asarhadon – Rey asirio que subyugó varias ciudades fenicias e,
incluso, tomó Egipto, pero sólo por unos años, coincidiendo la
liberación de dicho reino con lo que se creyó su muerte en 669
a. C. Uno de los hombres lobo más antiguos, peleó como Pretor
Relación de personajes 309

en la legión de Alejandro Magno en la Guerra de la Matanza de


Hermanos y en la Guerra contra la Serpiente de Doble Cabeza,
en la que falleció.
Ashoka el Grande – Nació en 304 a. C., conquistó y gobernó casi
todo el territorio de lo que hoy conocemos como la India y cier­
tas regiones del actual Afganistán y la antigua Persia. Su impe­
rio dio inició en 273 y se mantuvo en él hasta el momento de su
desaparición como humano en 232. Pocos saben que fundó una
sociedad secreta llamada “Los Hombres Desconocidos” y me­
nos son los que conocen que, desde de su desaparición, ha for­
mado parte del ejército de Rómulo, en el cual hoy ostenta el
cargo de Pretor.
Atila – Unificador de las tribus de los hunos, asumió el poder en
434 d. C. Azotó sin misericordia a gran parte de Europa, inclu­
yendo al Imperio Romano de Oriente y al de Occidente. Flavio
Aecio dirigió a este último y a una coalición que incluyó a fran­
cos y visigodos que derrotó al líder huno. Posteriormente, en
453, una conjura buscaría terminar con su vida, pero tres años
más tarde regresaría para convertirse en el Padre de la Raza de
los Jinetes Obscuros, convirtiéndola en una de las casas de hom­
bres vampiro más sangrientas y grandes aliados de la Raza de
la Eternidad.
Barba Azul – Ver Laval, Gilles de.
Báthory, Elizabeth – Nació en 1560 d. C. miembro de la aristocra­
cia húngara. La Condesa, obsesionada con mantener su belle­
za, creyó encontrar en los baños de sangre de doncellas la
manera de perdurarla. Durante años se dedicó a secuestrar
mujeres, a quienes luego torturaba y desangraba para sus bru­
jerías. Acabó con la vida de cientos de jovencitas, hasta que fi­
nalmente fue detenida y sentenciada a morir emparedada en
su propio dormitorio. En 1614, tras cuatro años de condena, se
le dio por muerta, hasta que el propio Drácula irrumpió en su
castillo y la convirtió en su consorte.
Belisario – El más célebre General bizantino, nació en 505 d. C.
Logró grandes conquistas bajo el reinado de Justiniano. Venció
310  Rexagenäs

a los persas, dominó el norte de África, así como parte de Italia,


incluyendo Roma. Defendió Constantinopla de hordas bárba­
ras, pero después fue acusado de una conspiración contra el
Emperador. Una falsa leyenda decía que Justiniano lo había
mandado cegar y una verídica asegura que tras su supuesta
muerte fue convertido en hombre lobo. Dejó al grupo de Rómu­
lo y se unió a Julio César, de quien es uno de sus pretores.
Boadicea – Conocida entre su pueblo como Boudica, comandó a
éste, los icenos, y otras tribus bretonas en una rebelión contra
las fuerzas invasoras de Roma. Tomó Camulodunum (Colches­
ter), emboscó y masacró a la Legión IX Hispana, para después
destruir Londinium y Verulanium; sin embargo, Cayo Suetonio
Paulino la derrotaría en la batalla de Manduesendo, razón por
la cual, en el año 60 d. C., ingirió veneno. Su cuerpo fue encon­
trado por Rómulo, quien la convirtió en su loba alfa. Es miem­
bro del Gran Consejo y sus conocimientos druídicos la han
dotado de poderes más allá de los de un hombre lobo ordi­
nario.
Borgia, César – Hijo natural del papa Alejandro VI, nacido en Na­
varra en 1475 d. C. Siendo muy joven fue nombrado Obispo y
posteriormente Arzobispo y Cardenal, cargos a los que renun­
ciaría para convertirse en Capitán General de los Ejércitos Pon­
tificios. Con la muerte de su padre le sobrevino la desgracia;
cayó en combate, pero en breve, sería uno de los primeros con­
vertidos por Ahuizotl. Su arrojo y conocimiento de la estrate­
gia militar le valió convertirse en uno de los generales de la
Raza del Sol.
Caballo Loco – Ver Tashunka Witko.
Carlomagno – Hijo del Rey franco Pipino el Breve, compartió en
un inicio con su hermano el reinado heredado por su padre,
pero tras la muerte de aquél, se convirtió en el único monarca
de los francos. Sus conquistas duplicaron el territorio que reci­
bió, expandiendo las fronteras de su imperio a lo largo de toda
Europa Central. Fue coronado Emperador por el papa León III
en el año 800 d. C. Fue un amante de las artes y afectivo para
con sus súbditos. Desapareció del mundo de los humanos en el
Relación de personajes 311

año 814, mismo año en el que Rómulo lo transformó en hom­


bre lobo. Sus proezas a partir de entonces han continuado y
desde el año 1450 ostenta el grado de Cónsul.
Caupolicán – Toqui (líder militar) mapuche que combatió a los
españoles en las batallas de Tucapel, Valdivia y Millarapue. Or­
ganizó una guerra de guerrillas en las sierras chilenas, provo­
cando algunas derrotas a sus enemigos, hasta que fue apresado
y en el año 1557 d. C. se le intentó asesinar. Originalmente in­
gresó al ejército de Rómulo, pero tiempo después se enlistó en
el de Julio César, siendo en la actualidad uno de sus tribunos.
César – Ver Julio César, Cayo.
Chin Shi Huang Di – Ver Ying Jien.
Cicerón, Marco Tulio – Destacado abogado romano nacido en 106
a. C. Se distinguió por su honradez y amor hacia la Repúbli­
ca. Descubrió el complot orquestado por Lucio Catilina. Reci­
bió los cargos de Cuestor, Pretor y Cónsul. Al ser partidario de
­Pompeyo, Marco Antonio ordenó su asesinato en el año 43.
Desde entonces ha sido una de las figuras más cercanas a Ró­
mulo, manteniéndose como Senador y miembro del Gran Con­
sejo desde el momento en que éstos fueron creados y hasta la
fecha.
Citlalmina – Noble dama mexicatl que colaboró en la construcción
de ese gran imperio. Dedicó su vida al engrandecimiento del
pueblo azteca y por ello, su pueblo la amó profundamente. Su
cuerpo fue depositado en el Iztaccíhuatl, donde la misma
Boadicea la despertó y con quien aguardó la llegada de su gran
amor, Tlacaélel, con quien, ya como lobos, se casó para des­
pués partir y unirse a los Proscritos.
Cleopatra – Descendiente de faraones, debía compartir el reino
con su hermano, por lo que decidió matarlo; sin éxito, tuvo que
huir hasta que pudo aprovechar la llegada de Julio César, quien
la colocó en el trono. Con la muerte de éste, sedujo a Marco
Antonio, con quien contrajo nupcias. Sus ejércitos fueron de­
rrotados por los de Octavio Augusto, lo que la llevó a buscar el
suicidio con la mordida de una serpiente en el año 30 a. C. Aní­
312  Rexagenäs

bal recobraría su cuerpo y la mantendría a su lado, para con­


vertirla en mujer vampiro y en su esposa.
Cristina de Suecia – Nació en Estocolmo en 1626 d. C. Antes de
cumplir los seis años, debido a la muerte de su padre, fue nom­
brada Reina de Suecia, siendo coronada a los veintitrés. Desde
muy joven desarrolló una gran pasión por las artes y las cien­
cias, fue mecenas de varios intelectuales, lo que le dio el sobre­
nombre de la Minerva del Norte. Pocos años después abdicaría
a favor de su primo. Dedicó el resto de su vida al desarrollo
espiritual e intelectual, hasta que se creyó que moría a los
­sesenta y tres años. Senadora y como tal miembro del Gran
Consejo.
Cromwell, Oliver – Nació en 1599 d. C., fue Diputado del parla­
mento inglés, en donde obtuvo un poder tal, que se enfrentó
al rey Carlos I, a quien en 1649 mandó ejecutar, formando así
una república que él mismo presidió bajo el título de Lord Pro­
tector. Bajo su gobierno, se vivió, no sólo en Inglaterra, sino
llegando también a Irlanda, un régimen del terror; sin embar­
go, también logró asentar las bases para convertir a su país en
una potencia. En 1658 se le creyó muerto, fecha en la que Aní­
bal lo transformó en hombre vampiro y de quien en la actuali­
dad es uno de sus ministros.
Darío I – Rey persa que estableció la paz en su imperio y dirigió
una política expansionista que lo llevó a dominar a escitas, jo­
nios, tracios, macedonios y egipcios. Contribuyó de mane­ra
sig­nificante al desarrollo económico de estos últimos, pero su
obsesión por luchar contra los griegos, contra quienes fue derro­
tado en la batalla de Maratón en 490 a. C., lo llevó a olvidarse
de dicho reino, por lo que se sublevaron. Fundó la guardia per­
sonal del Emperador, conocida como “Los Inmortales”, la cual
replicó en su guardia personal y de los oficiales bajo su man­
do, dentro del ejército de Rómulo, donde funge como Pretor.
Da Vinci, Leonardo – Ver Piero, Leonardo di ser.
Doniov – Nació en un pequeño poblado de lo que hoy es conoci­
do como Bulgaria en 1372. Sus padres se negaron a venderlo a
Relación de personajes 313

los hombres lobo, por lo que fue raptado por estos. Al enterar­
se de sus orígenes, se unió al grupo de los Proscritos, pero un
siglo después regresó a la familia de Rómulo; desde entonces
su fidelidad y coraje en la batalla han sido tales, que se le per­
mitió ingresar a la Guardia Pretoriana, donde hoy es Tribuno.
Drácula – Ver Vlad Tepes.
Erik el Rojo – Caudillo vikingo que se vio obligado a dejar sus
tierras por un cargo de homicidio en su contra, lo cual lo llevó,
en un gran viaje, a descubrir y poblar Groenlandia. En el año
1007 d. C. su pueblo lloró su muerte, pero en realidad, a partir
de esa fecha, ha formado parte del ejército de Rómulo; su des­
tacada participación en la Guerra contra los Dragones de San­
gre le valió ser nombrado Pretor.
Escipión, Publio Cornelio (Escipión el Africano) – Militar roma­
no nacido en 235 a. C. Derrotó a los ejércitos cartagineses en
Hispania, conquistando así Cartago Nova. Ya como Cónsul, se
dirigió a África, donde logró se le aliara el rey nubiense, Masi­
nisa. Derrotó a Aníbal en la batalla de Zama, lo que conllevó al
final de la Segunda Guerra Púnica. A pesar de llevar más de
dos milenios en el ejército de Rómulo y de demostrar sobradas
capacidades para recibir una promoción, se ha rehusado a
abandonar la legión comandada por Alejandro Magno, al igual
que los otros dos pretores.
Felipe IV, el Hermoso – Monarca francés nacido en 1268 d. C. y
coronado en 1285. Durante su reinado mantuvo guerras contra
Inglaterra y Flandes, pero su pelea más importante fue con­
tra el Papa, lo que lo llevó a apoyar el cambio de la Santa Sede
a Avignon y poner al frente de la misma a Clemente V. La nece­
sidad de dinero para sostener sus guerras lo hizo codiciar el
tesoro de los Caballeros Templarios y, apoyado por el Papa, los
juzgó y condenó; sin embargo, el Gran Maestre de la Orden, lo
maldijo en la hoguera, hay quienes sostienen que fue debido a
ello que regreso convertido en hombre vampiro. Actualmente
funge como Ministro en la Raza de la Eternidad.
Fouché, José – Nació en Francia en 1759 d. C. y en 1792 se incor­
poró como diputado de la Asamblea Nacional. Fue Mitrailleur
314  Rexagenäs

de Lyon y de regreso a París organizó la conspiración que llevó


a Robespierre a la guillotina. Apoyó sigilosamente a Napoleón,
quien lo ratificó como Ministro de Policía y posteriormente le
otorgó el título de Duque de Otranto. Se dice que Napoleón
temía más de Fouché que de Wellington, también que al poco
de desaparecer, Aníbal lo convirtió en hombre vampiro, nom­
brándolo Ministro y encargado de sus Servicios de Inteli­
gencia.
Genghis Khan – Ver Temujin.
Hermann – Los romanos lo conocieron como Arminio, guerrero
nacido en Germania, no obstante fue ciudadano romano. Re­
gresó a Germania y logró que varias tribus se le unieran, con lo
que, aunado a una gran estrategia, en el año 9 d. C., emboscó al
ejército romano, exterminando a miles. Durante muchos años
más continuó su lucha contra Roma y aunque no logró una
victoria como la de Teutoburgo, en parte por la falta de unión
de las tribus germanas, los romanos tampoco lo vencieron y no
pudieron extender sus dominios más allá del Rhin. En el año
21 fue traicionado y asesinado, pero sólo para incorporarse a
los ejércitos de Aníbal y posteriormente convertirse en uno de
sus generales.
Jefferson, Tomás – Vicepresidente y después, presidente de los
Estados Unidos de América; pero más importante, fue el prin­
cipal ideólogo y redactor de la Declaración de Independencia
de dicha nación. Firme creyente de la igualdad entre los hom­
bres y los derechos inherentes a estos, plasmó su pensamiento
en la Declaración de Virginia de 1776. En 1826 se pensó que
había muerto, pero desde esa fecha se encuentra al lado de Ró­
mulo, convirtiéndose en el Senador más joven de la historia.
Julio César, Cayo – Nacido en el año 100 a. C. en el seno de una de
las familias más nobles de Roma, se decían incluso, descen­
dientes de Venus. Miembro del primer triunviro y conquistador
de las Galias, entre otros territorios. Tras derrotar a Pompeyo
se convirtió en el hombre fuerte de Roma, recibiendo el título
de dictador perpetuo. En el año 44 fue víctima de una conspi­
ración que buscó acabar con su vida. Regresó convertido en
Relación de personajes 315

hombre lobo y en el año 247 d. C. provocó una escisión en la


familia de Rómulo, la cual llegaría a sus límites en la Guerra de
la Matanza de Hermanos. Es el líder del grupo conocido como
“Los Proscritos”.
Laval, Gilles de (Barba Azul) – Barón de Rais, nació en Francia en
1404 d. C. Peleó como Primer Teniente de Juana de Arco; cul­
pando de la muerte de ésta a Dios, comenzó una vida de dis­
pendio y fascinación por lo oculto, se declaró seguidor de
Satanás y tomó afición por la tortura, la pedofilia, necrofilia y
el homicidio, asesinando a más de doscientos niños. En octu­
bre de 1440 fue llevado al cadalso para pagar por sus crímenes,
pero poco tiempo después, Atila lo convirtió en hombre vam­
piro, convirtiéndose en el primero de su célebre Grupo de Ase­
sinos, organización que después replicó Vlad Tepes.
Leónidas I – Rey de Esparta junto con Leotíquidas. En 480 a. C.
dirigió una fuerza de 300 hoplitas, con sus correspondientes
ilotas, y algunos miles de soldados de pueblos aliados, al paso
conocido como las Termópilas, con la intención de detener el
avance del ejército persa, comandado por Jerjes. Algunas le­
yendas sostienen que el ejército enemigo alcanzaba el millón
de elementos, aunque sería más exacto hablar de decenas de
miles; lo cierto es que la desventaja era inmensa y aun así, aun­
que todos los griegos, incluido Leónidas, cayeron en la batalla,
las bajas que causaron en el enemigo fueron tan altas, que hoy
recordamos su hazaña. Actuó de la misma manera durante casi
dos milenios como Cónsul en el ejército de Rómulo, hasta su
muerte en la Segunda Guerra contra los Leones Nocturnos.
Mabel – Hija de una familia de nobles irlandeses, nació en el año
675 d. C. Su carácter voluble y su envidia hacia Boadicea la
acercaron a Julio César, quien vio en ella una copia de la Reina
bretona, por lo que la hizo su esposa en el 850, pero el interés
que tuvo cada uno de los consortes, los ha hecho únicamente lo
opuesto de la pareja a la que buscaron imitar. Su carácter sumi­
so sólo es un arma que utiliza para llevar a buen término sus
intrigas.
Marco Aurelio – Ver Antonino, Marco Aurelio.
316  Rexagenäs

Marketa – Nació en una pequeña villa en las cercanías de Praga


en 1681 d. C., de familia pobre, fue vendida a las pocas sema­
nas a los hombres de Rómulo. Desde pequeña mostró una gran
inclinación por las artes, lo que le ha permitido mantener una
relación cordial con algunos Disidentes. Al cumplir el siglo de
vida ingresó al servicio de Meg Vhestaz y varias décadas des­
pués fue nombrada sacerdotisa.
Max – Joven huérfano criado por Francisco Javier, S.I. Durante su
niñez y juventud recorrió el mundo en compañía del prelado,
de quien recibió su educación, así como de otros jesuitas y de
los mismos lugares en los que vivió. Posiblemente sea el suce­
sor de Rómulo y, por lo tanto, un nuevo lobo alfa.
Minamoto no Yoritomo – Nació en Kyoto en 1147 d. C. Creador
de la casta de los guerreros samuráis, fundó en Kamakura el
primer bakufu (shogunato). Se enfrentó al clan Taira, al cual de­
rrotó en la batalla de Dan-no-ura. Su apoyo al Emperador le
valió ser nombrado Sei-I-Tai-Shogun. Su valor y honorabilidad
han sido demostradas desde antes de ser convertido en hom­
bre lobo; debido a ello, es que ostenta el cargo de Pretor en el
ejército de Rómulo.
Mitrídates VI Eupátor – Apodado por su pueblo, el Grande, fue
Rey del Ponto durante casi cuatro décadas, dedicando gran
parte de dicho tiempo a pelear contra Roma, ya que la política
expansionista del Rey póntico atentaba contra la de los roma­
nos. Hay quienes aseguran que cada día tomaba un brebaje
que contenía, entre otras cosas, arsénico, con lo que buscaba
hacerse inmune a los venenos. Mandó matar a más de cien mil
romanos que vivían en territorios griegos, con lo que, aunado a
sus guerras, se ganó el odio y temor de Roma. En el año 63 a. C.
se creyó que se había suicidado y Pompeyo pensó que la pesa­
dilla había terminado, pero no fue así, Aníbal lo regresó para
incorporarlo a su ejército, en el cual es General.
Mohamed II, el Conquistador – Sucedió a su padre, Murad II, en
el trono otomano. Su sobrenombre le deviene de haber con­
quistado, entre otras regiones, Constantinopla en 1453 d. C.
Rómulo no sólo permitió la caída de Bizancio, sino que asesoró
Relación de personajes 317

a Mohamed para ello, al percatarse de la degradación de los


herederos de su imperio y ver en el Sultán otomano un hombre
con un gran futuro, entre otras cosas, convertirse el verdugo, al
menos en vida, de uno de sus grandes rivales. Sin embargo,
desde el s. xvii se encuentra entre los Proscritos, donde tiene el
cargo de Tribuno.
Naïma – Nació en la actual Mauritania en 1550 d. C. A las pocas
semanas de haber nacido, su aldea fue arrasada por cazadores
de esclavos, dejándola abandonada; lugar en el que fue encon­
trada por los hombres de Rómulo. En 1601 contrajo nupcias
con Paolo. Desde 1945 funge como Comisaria en los Servicios
Diplomáticos y de Inteligencia.
Octavio Augusto – Hijo de nobles romanos, nació en Nola en el
año 63 a. C. Muerto su padre, es adoptado por Julio César, a
quien se dedicó a vengar tras su asesinato. Formó parte del
Segundo Triunvirato y después de acabar con la oposición
­presentada por republicanos y Marco Antonio, se convirtió en el
hombre más poderoso de Roma, recibiendo, en el año 27 a. C.,
el título de “Augustus”. Después de poco más de cuatro déca­
das en el poder, fingió su muerte y, así, se unió al grupo de
Rómulo, donde, previo a la Guerra de la Matanza de Herma­
nos, fue nombrado Pretor, pero en la misma fallecería.
Osmán I – Sultán turco nacido en 1258 d. C. Fundador del imperio
que fue nombrado en honor a él, el Otomano. Estableció un
principado en Anatolia desde donde lanzó sus ataques al Im­
perio Bizantino. Desde su desaparición como humano en 1326,
se unió al grupo de Rómulo, con quien ha peleado en varias
guerras, teniendo su participación más destacada en la Guerra
contra los Dragones de Sangre. En la actualidad es uno de los
pretores de la Tercera Legión.
Pachacuti Inca Yupanqui – Se convirtió en Rey de los incas tras
vencer a los chancas; durante su reinado se construyó Corican­
cha. Aseguró mediante diversas conquistas las provincias cer­
canas a Cuzco. Mandó asesinar a su hermano en quien veía un
posible rival. Antes de que se le creyese muerto, desapareció
de la vida pública, seguramente por recomendación del mismo
318  Rexagenäs

Atila, quien lo transformó en hombre vampiro y, a la postre, lo


nombró General en su ejército.
Pakal Votan – Rey maya que nació en 631 d. C., hombre inusual
hasta en su constitución física, ya que a diferencia del resto de
su pueblo, medía 1.75 metros; pero mas allá de eso, su visión
del mundo y de la existencia misma fue tan asombrosa, que
hoy en día hay quienes piensan que fue un ser extraterrestre o
un iluminado; la realidad es que era un hombre lobo, uniéndo­
se a Rómulo en el momento en que se separó de su pueblo y se
convirtió en Senador.
Paolo – Nació en Milán en 1268 d. C. en el seno de una familia que
se decía eran descendientes de los césares, pero que debido a
las enormes deudas que tenían, accedieron en vender al recién
nacido a Rómulo. Estuvo cerca de perder la vida, al salvar la de
Rómulo, en la Guerra de los Glaciales Rojos y a partir de enton­
ces, ostenta el cargo de Prefecto de la Guardia Pretoriana. En
1601 desposó a Naïma.
Piero, Leonardo di ser (Leonardo da Vinci) – Nació en el pueblo
de Vinci en 1452 d. C. Uno de los más reconocidos artistas del
Renacimiento y de las mentes más brillantes que hayan existi­
do. Su obra abarca desde pintura y escultura, hasta estudios de
anatomía, arquitectura, ingeniería y un sinnúmero de inven­
tos. Creció en Florencia, después se trasladó a la corte de Ludo­
vico Sforza en Milán. También estuvo en Roma bajo la protección
del Papa y terminó sus días como humano en Francia, tenien­
do como mecenas al rey Francisco I. A partir de lo que se creyó
su muerte, ha vivido como hombre lobo al lado de Rómulo,
siendo uno de sus senadores, además de Jefe de los Servicios
Diplomáticos y de Inteligencia y Maestro de Banquetes.
Plessis, Armand Jean du (Cardenal Richelieu) – Nació en Francia
en 1585 d. C., tras renunciar a la carrera militar, se ordenó
­sacerdote y para 1606 ya había sido nombrado Obispo y en
1622 accedió al cardenalato. Se convirtió en consejero del rey
Luis XIII. Fue excelente para sembrar discordia en otros reinos
y su participación en la Guerra de los Treinta Años fue decisi­
va. Todo esto no escapó a la mirada sagaz de Atila, quien lo
Relación de personajes 319

convirtió en hombre vampiro y lo tiene como su principal con­


sejero.
Ragnar Lodbrok – Caudillo vikingo, rey de Dinamarca y Suecia,
que en ese entonces incluía a la actual Finlandia. Dedicó gran
parte de su vida a la piratería y a la invasión de otros reinos,
siendo de los más destacados la toma de París el 28 de marzo
de 845 d. C., por la cual recibió una gran suma para perdonar­
la de la destrucción. Años después, al ser capturado por un
Rey sajón, fue condenado a morir en un nido de serpientes. Se
decía descendiente del dios Odín y aunque podamos poner en
duda su prosapia, lo cierto es que ordinaria no es, ya que fue
convertido en hombre vampiro por Atila, quien hoy lo tiene co­
mo uno de sus generales.
Ricardo I, Corazón de León – Rey inglés que participó en la Ter­
cera Cruzada, en la cual derrotó a Saladino en Arsuf, con quien
después acordaría un armisticio. En su viaje de regreso fue
capturado, gracias a la traición del soberano francés y de su
hermano Juan, pero con el tiempo fue liberado para regresar a
Inglaterra y recuperar su trono. Se le dio por muerto en el ase­
dio al castillo de Châlus en 1199 d. C. Hizo gala de su sobre­
nombre en la Segunda Guerra contra los Leones Nocturnos,
aunque no fue sino hasta después que recibió el grado de Pre­
tor en el ejército de Rómulo.
Richelieu – Ver Plessis, Armand Jean du.
Robespierre, Maximiliano – Nació en Francia en 1758 d. C. y des­
de niño tuvo que ver por sus hermanos, ya que su madre falle­
ció y su padre los abandonó. Consiguió una beca para estudiar
Derecho en París y tiempo después fue electo representante del
Tercer Estado en los Estados Generales convocados por el rey
Luis XVI, a quien tiempo después, él mismo mandaría a la gui­
llotina, de la misma manera que se encargó de las ejecuciones
de Marat, Danton y muchísimos más, tantos, que el tiempo que
mantuvo el poder, fue conocido como la Época del Terror. Su
genio y facilidad para disponer de las vidas de otros le ayuda­
ron a ser tan cercano al Padre de su raza, que hoy es el único
consejero de Ahuizotl.
320  Rexagenäs

Rómulo – Hijo del dios Marte, de acuerdo a su propio dicho, y de


Rea Silvia, sacerdotisa de Vesta. Criado junto con su hermano,
Remo, por una loba. Fundador y primer Rey de Roma, ciudad
que gobernó con sabiduría y justicia desde el 753 a. C., hasta
que, según una leyenda oculto en una tormenta, su padre se lo
llevó para encomendarle una nueva misión: la creación de su
especie, los hombres lobo. Padre de todos los hombre lobo y
guía, junto con su esposa, Boadicea, de la familia más impor­
tante de esta especie.
Shaka – Nació en 1785 d. C. y a la postre se convirtió en Rey de los
zulus, pero antes de ello, a pesar de su linaje, tuvo que demos­
trar ser un gran guerrero y por sus servicios, años después se le
concedió el reino que debió heredar de su padre, el Zulu. Una
vez tomado el control de su clan, combatió contra otras tribus,
logrando el dominio del Sureste de África y matando para ello
a cerca de un millón de personas. Ahuizotl lo encontraría apu­
ñalado y olvidado en una gran vasija llena de piedras, de la
cual resurgiría para convertirse en hombre vampiro y en uno
de los generales de aquél.
Sif – Nació en Siberia en abril de 1887 d. C. Cuando sólo contaba
con ocho años fue encontrada por Rómulo y Boadicea. Al igual
que esta última, es una loba alfa, razón por la cual, a diferencia
del resto de los hombres lobo, tuvo su ritual de iniciación a los
19 años. A partir de ese momento, consagró sus servicios a Meg
Vhestaz y fue designada suma sacerdotisa; cargo en el que con­
tinuará hasta la iniciación del que será su lobo alfa.
Tamerlán – Tamerlán o Temür, como lo llamaban en su lengua,
fue un Rey turco-mongol, que a diferencia del común denomi­
nador, nació en una familia que ni siquiera pertenecía a la no­
bleza, pero su genio militar le dio los elementos para hacerse
no sólo del control de su pueblo, sino convertir a éste, en uno
de los más poderosos y temidos de su época. Sus conquistas lo
llevaron hasta Rusia, donde hoy todavía se ve su influencia en
la arquitectura. Dominó a sus antiguos señores, los mongoles,
y en su camino a la guerra contra China, en 1405 d. C., pareció
dar su último suspiro. Sus proezas fueron aquilatadas por Ati­
la, quien le ha otorgado el título de General.
Relación de personajes 321

Tashunka Witko (Caballo Loco) – Lakota nacido en 1840 d. C.,


formó una alianza con otras tribus para combatir al ejército es­
tadounidense, a quienes propinó algunas derrotas. Incluso mató,
o al menos así lo creyó, al general Custer. Poco después aceptó
la rendición y fue confinado a un fuerte, en donde, traicionera­
mente, en septiembre de 1877, se orquestó su asesinato. Desde
ese momento se incorporó al ejército de Rómulo; gracias a su
coraje ha tenido una carrera vertiginosa, por lo que, a recomen­
dación del propio Genghis Khan, ha sido nombrado Pretor.
Temujin (Genghis Khan) – Nació en 1162 d. C. en las cercanías
del Lago Baikal. Siendo prácticamente un niño, en una disputa,
asesinó a uno de sus hermanos y más tarde pelearía contra el
otro por el control de su tribu, al inicio sería vencido, pero al
final triunfó, para tiempo después convertirse en el caudillo de
todas las tribus mongolas. Su principal enemigo fue el Imperio
Chino, al cual conquistó, así como a los pueblos que habitaban
en el Turkestán, Kharizim, Khorasan, entre otros, logrando el
imperio más extenso que haya existido. Tras su supuesta muer­
te, su cuerpo desapareció, uniéndose así al ejército de Rómulo
y siendo hoy el Cónsul de la Tercera Legión.
Tlacaélel – Fue Cihuacóatl (consejero supremo del tlatoani) de Itz­
cóatl, Motecuhzoma Ilhuicamina, quien además era su herma­
no, y de Axayácatl. Cuando estos dos últimos fueron electos,
antes le ofrecieron a Tlacaélel ser tlatoani, pero éste se rehusó,
porque aun sin ser Emperador, era él quien mandaba en todo
el reino. Fue el ideólogo del Imperio Azteca y a él se deben las
reformas culturales, sociales, religiosas y hasta la organización
militar. Pocas muertes fueron tan lloradas como la suya y pa­
radójicamente, con el pasar de los años, su pueblo lo fue olvi­
dando; pero él tenía una nueva misión, se unió a Rómulo y
después a los Proscritos, donde ocupa el cargo de Pretor. Está
casado con Citlalmina.
Vlad Tepes (Drácula) – Príncipe de Valaquia, nació en 1431 d. C.
Por cuestiones políticas fue cautivo de los turcos durante seis
años de su juventud, durante los cuales, se enteró del asesinato
de su padre y hermano mayor. Tiempo después, ya libre, co­
322  Rexagenäs

braría venganza con el sadismo que lo caracterizó. Durante sus


reinados propinó varias derrotas a los turcos, comandados por
el sultán Mohamed II, siendo inmisericorde tanto con sus ene­
migos, como con sus súbditos. Una de sus penas favoritas era
el empalamiento, a lo cual debe su sobrenombre, “Tepes”, los
turcos se referían a él como “Kaziglu Bey” (Príncipe Empala­
dor). En 1476 una conjura buscó asesinarlo y creyeron lograrlo,
pero en 1479, literalmente regresaría de la tumba para conver­
tirse en el Padre de la Raza de la Muerte, mostrando desde
entonces gran afinidad con la Raza del Dragón.
Warakurna – Aborigen australiana que logró unir en torno a sí a
varias tribus para enfrentarse a los invasores ingleses. En repe­
tidas ocasiones estuvieron cerca de apresarla y quizás nunca lo
hubieran logrado, de no ser por la traición de su hermanastro.
En honor a ella, su pueblo adoptó su nombre. Su valor y visión
en el campo de batalla fueron apreciados por Rómulo y Temu­
jin, quien hoy la tiene como una de sus pretores.
Ying Jien – Se convirtió en Rey del Estado de Chin a los trece años,
cuando China estaba dividida en siete Estados. Él los conquis­
tó todos y los unificó, por lo que se autonombró “Chin Shi
Huang Di”, el primer Dios divino de Chin. Bajo su reinado se
comenzó la construcción de la Gran Muralla. Asimismo, man­
dó edificar un enorme mausoleo, desde el cual regresaría de la
muerte; mismo que es protegido por seis mil guerreros de te­
rracota. Falleció en el año 210 a. C., y no fue sino hasta el 180
que regresó dentro de los muertos, al mismo tiempo que Aní­
bal. Probablemente las altas dosis de mercurio que ingirió en
sus últimos años de vida retrasaron el proceso; sin embargo, no
impidieron su retorno y con ello, la formación de la Raza del
Dragón.
Yoritomo – Ver Minamoto no Yoritomo.
Yugurta – Al ser un bastardo, su abuelo, Masinisa, lo desheredó.
Sin embargo, tiempo después su tío lo nombraría coheredero
del reino, Yugurta se lo agradecería asesinando a los hijos de
aquél y haciéndose así del control total de Numidia, lo que no
fue bien visto por los romanos, quienes lo atacaron en lo que se
Relación de personajes 323

conoció como la Guerra de Yugurta, misma que se llevó acabo


del 111 al 105 a. C., en la cual, tuvo la desgracia de enfrentar a
Sila y a Mario. Al final fue traicionado y entregado a los roma­
nos, quienes lo dejaron morir de hambre en un calabozo. Su
odio a los romanos es algo que lo une en extremo a su líder,
Aníbal, y a sus compañeros generales, Mitrídates y Hermann.
Notas del autor

A
lgunas frases de Tlacaélel y Citlalmina han sido tomadas
de antiguos cantos mexicanos, parafraseando las traduc­
ciones que de estos realizó Miguel León-Portilla. De la
misma manera, algunos personajes (especialmente los históricos)
se han parafraseado o citado a sí mismos o a veces usado prover­
bios de sus lugares de origen. Dichas frases han sido marcadas en
cursivas para su mejor ubicación y pueden ser encontradas en el
libro 12,500 Frases Célebres de Sandy Gary, publicado por Grupo
Editorial Tomo. En cuanto a la “Relación de personajes”, para la
elaboración de la biografía, me apoyé en la página Wilkipedia;
mientras que para la cena descrita en el capítulo vi, me basé en el
libro Notas de cocina de Leonardo da Vinci, compilado y editado por
Shelagh y Jonathan Routh.
Por otro lado, el poema que Max le dedica a Sif es contribu­
ción de un entrañable amigo, quien escribe bajo el seudónimo de
Letra Boreal.

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