Folleto Sacerdocio 2010
Folleto Sacerdocio 2010
MAGISTERIO SACERDOTAL
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AÑO SACERDOTAL
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AÑO SACERDOTAL PARA FAVORECER TENSIÓN A LA PERFECCIÓN
20090316. Discurso. Asamblea plenaria Congregación del Clero
El tema que habéis elegido para esta plenaria —"La identidad misione-
ra del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de
los tria munera"— permite algunas reflexiones para el trabajo de estos
días y para los abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia
es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirma-
ción, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe
el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, tam-
bién desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en
grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En
efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: "Id a todo el
mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Como sabe-
mos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaborado-
res; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.
La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacra-
mental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhe-
sión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la
apostólica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una "vida
nueva" entendida espiritualmente, en el "nuevo estilo de vida" que inaugu-
ró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.
Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria
de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser
"presbíteros". A esta luz, es evidente que los tria munera son en primer lu-
gar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participa-
ción en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición
eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación
existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las
legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal
no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la per-
fección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal.
Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la per-
fección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministe-
rio, he decidido convocar un "Año sacerdotal" especial, que tendrá lugar
desde el próximo 19 de junio hasta el 19 de junio de 2010. En efecto, se
conmemora el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan
María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de
Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordina-
rios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos, promover
y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan
útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de
la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.
La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva
a cabo "en la Iglesia". Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y
5
doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo
ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los
cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es
"eclesial" porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a
través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de
que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en
definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.
La misión es "de comunión" porque se lleva a cabo en una unidad y
comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes
de visibilidad social. Éstos, por otra parte, derivan esencialmente de la
intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para
poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo
encuentro con el Señor. Por último, las dimensiones "jerárquica" y "doctri-
nal" sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda
relación con "discípulo") eclesiástica y de la formación doctrinal, y no só-
lo teológica, inicial y permanente.
La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas
debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los
candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solici-
tud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando re-
laciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su
formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal.
La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación,
llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin
rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante
fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una
correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, inter-
pretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También es
urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a es-
tar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como
por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la
cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la
Iglesia.
Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor
y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia,
con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más
profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Ver-
bo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está
tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene
su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo.
La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacer-
docio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la mi-
sión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para que las
"nuevas estructuras" u organizaciones pastorales no estén pensadas para
un tiempo en el que se debería "prescindir" del ministerio ordenado, par-
tiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos,
6
porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución
del sacerdocio ministerial y las presuntas "soluciones" coincidirían dramá-
ticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con
el ministerio.
1
Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.
2
“Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur.
Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En ade-
lante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n.
1589.
7
aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana
del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de
los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos
sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces
incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en
las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus minis-
tros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono.
Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto re-
saltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el
reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en es-
pléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios
y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sen-
tido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer
un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde,
pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente:
“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más
grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los do-
nes más preciosos de la misericordia divina”3. Hablaba del sacerdocio
como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la
tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote!
Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y
Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña
hostia…”4. Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos de-
cía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor.
¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vues-
tra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda ter-
minar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para compare-
cer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El
sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del
pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el
sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo
entenderá en el cielo”5. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal
del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la al-
tísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía
sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si compren-
diéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos:
no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de
Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la re-
dención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no
hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los
tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años
3
Nodet, p. 101.
4
Ibíd., p. 97.
5
Ibíd., pp. 98-99.
8
sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para
sí mismo, sino para vosotros”6.
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el
Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios
en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar
la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación:
“Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo
que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión 7.
El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas
sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del
pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia
de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vian-
ney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En
Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es
expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad,
en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con
toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación.
Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no
depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la ex-
traordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad ob-
jetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars empren-
dió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como
ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso mate-
rialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia
como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta
después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo po-
día encontrar”, se lee en su primera biografía8.
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer per-
der de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en
todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos
y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; reco-
gía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones;
adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de
las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus
formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba herman-
dades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en
los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los pres-
bíteros forman un único pueblo sacerdotal 9 y entre los cuales, en virtud del
6
Ibíd., pp. 98-100.
7
Ibíd., p. 183.
8
A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti,
Torino 1870, p. 122.
9
Cf. Lumen gentium, 10.
9
sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del
amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima
mutua’ (Rm 12, 10)”10. En este contexto, hay que tener en cuenta la enca-
recida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reco-
nocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que
tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena
gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y recono-
ciendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la activi-
dad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiem-
pos”11.
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el
testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudien-
do con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía 12. “No hay
necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars.
“Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón,
alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración” 13. Y les persuadía:
“Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él
para poder vivir con Él…”14. “Es verdad que no sois dignos, pero lo nece-
sitáis”15. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la
comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sa-
crificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una
figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con
amor”16. Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al
Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa
Misa es obra de Dios”17. Estaba convencido de que todo el fervor en la
vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del
sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que
celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”18. Siempre que cele-
braba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrifi-
cio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas
las mañanas!”19.
10
Presbyterorum ordinis, 9.
11
Ibid.
12
“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a
su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia cató-
lica, n. 2715.
13
Nodet, p. 85.
14
Ibíd., p. 114.
15
Ibíd., p. 119.
16
A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.
17
Nodet, p. 105.
18
Ibíd., p. 105.
19
Ibíd., p. 104.
10
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –
con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no
deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a
constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en
tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más fre-
cuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasa-
do desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los
medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquia-
nos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental,
mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo
iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario
en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visi-
tar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponi-
ble para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez
mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confe-
sonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido
en “el gran hospital de las almas”20. Su primer biógrafo afirma: “La gracia
que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante
que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”21. En este
mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuel-
ve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y
lo hace volver a Él”22. “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos
busca por todas partes”23.
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personal-
mente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encar-
garé a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dis-
puesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita” 24. Los sacerdotes po-
demos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el
sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de
nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo
de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de
manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario
con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en
él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina miseri-
cordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su
debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le
revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedo-
ra: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe
20
A. Monnin, o.c., II, p. 293.
21
Ibíd., II, p. 10.
22
Nodet, p. 128.
23
Ibíd., p. 50.
24
Ibíd., p. 131.
11
ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el
amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el fu-
turo, con tal de perdonarnos!”25. A quien, en cambio, se acusaba de mane-
ra fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia
seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros
no lloráis”26, decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que
ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bue-
no”27. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándo-
les a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como
“encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno mani-
festaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostra-
ba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable be-
lleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de
Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!” 28. Y les
enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto
yo sea capaz”29.
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de
muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericor-
dioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimo-
nio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Pa-
labra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a
su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la
altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsa-
bilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin em-
bargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en
su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las al-
mas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una asce-
sis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el
Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que
el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven
muchas de sus ovejas30. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para
evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba vo-
luntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para
unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano
sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una
penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”31. Más allá de las peni-
tencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza si-
25
Ibíd., p. 130.
26
Ibíd., p. 27.
27
Ibíd., p. 139.
28
Ibíd., p. 28.
29
Ibíd., p. 77.
30
Ibíd., p. 102.
Ibíd., p. 189.
31
12
gue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre
de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar
personalmente en el “alto precio” de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es pre-
ciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso
testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre
contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los
que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio” 32.
Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con
ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constante-
mente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella
en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y
las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos?
¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que real-
mente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?” 33.
Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3,
14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los
sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor
Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo34.
La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracteri-
zó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la
Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el pri-
mer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fi-
sonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangéli-
cos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si
para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud
del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente
que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino
real de la santificación cristiana”35. El Cura de Ars supo vivir los “conse-
jos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su po-
breza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacer-
dote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudien-
tes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era
para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence” 36,
sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era
muy pobre para sí mismo”37. Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo
32
Evangelii nuntiandi, 41.
33
Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.
34
Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congre-
gación para el Clero. 16 de marzo de 2009.
35
P. I.
36
Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue
capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía son-
riendo (Nodet, p. 214).
13
y no conservar nada”38. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía
contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy
uno de vosotros”39. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta sereni-
dad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quie-
ra”40. También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su minis-
terio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar
habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su co-
razón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. De-
cían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban
cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamo-
rado41. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada
totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su minis-
terio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio
parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”42.
Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para
seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos ma-
neras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser
servido”43. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era:
“Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”44.
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los conse-
jos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en
este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu es-
tá suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos ecle-
siales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Es-
píritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de
modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imagi-
nadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuer-
po”45. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordi-
nis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros]
han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los
laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y
fomentarlos con empeño”46. Dichos dones, que llevan a muchos a una vida
37
Nodet, p. 216.
38
Ibíd., p. 215.
39
Ibíd., p. 216.
40
Ibíd., p. 214.
41
Cf. Ibíd., p. 112.
42
Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.
43
Ibíd., p. 75.
44
Ibíd., p. 76.
45
Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de
Pentecostés, 3 de junio de 2006.
46
N. 9.
14
espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino
también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y
carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el
anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad
en todos los rincones del mundo”47. Quisiera añadir además, en línea con
la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que
el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede
ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo48. Es
necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo,
basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eu-
carística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdo-
tal efectiva y afectiva49. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el
don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas
en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evan-
gelio.
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento tam-
bién hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido
modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia
el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, to-
dos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que
los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por
ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacer-
dote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de
San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las ce-
lebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de
Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar:
“Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méri-
tos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a
una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de
penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde
hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria cele-
bramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una
devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Vir-
gen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida
sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dog-
mática de 1854”50. El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles
47
Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Foco-
lares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.
48
Cf. n. 17.
49
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.
50
Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.
15
que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos
herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”51.
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole
que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los
ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensa-
miento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración
y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó
su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fo-
mente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos
y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay
en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus
discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor:
yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la
fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo
cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar
por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de espe-
ranza, reconciliación y paz.
Con mi bendición Vaticano, 16 de junio de 2009.
51
Nodet, p. 244.
16
ma todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los tex-
tos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de
Dios por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el re-
chazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con infinita misericordia
envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del
amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, res-
tituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado.
Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz:
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo” (Jn 13, 1). Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es
su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el
apóstol san Juan, afirma: “Uno de los soldados le atravesó el costado con
una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el
Corazón traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la car-
ta de san Pablo a los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que
“Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando
muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo
(...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús”
(Ef 2, 4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos. En el
Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo
se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el
Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evan-
gelista san Juan escribe: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo úni-
co, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”
(Jn 3, 16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita
a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades humanas
para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un
don de amor sin reservas.
Aunque es verdad que la invitación de Jesús a “permanecer en su
amor” (cf. Jn 15, 9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús, Jornada de santificación sacerdotal, esa invitación re-
suena con mayor fuerza para nosotros, los sacerdotes, de modo particular
esta tarde,solemne inicio del Año sacerdotal, que he convocado con oca-
sión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Me viene in-
mediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación suya,
recogida en el Catecismo de la Iglesia católica: “El sacerdocio es el amor
del Corazón de Jesús” (n.1589).
¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado di-
rectamente el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los
presbíteros hemos sido consagrados para servir, humilde y autorizadamen-
te, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión es indispensable
para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y unión
incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto exige que busquemos
constantemente la santidad, el permanecer en su amor, como hizo san Juan
María Vianney.
17
En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial,
queridos hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que
caracterizan nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la ense-
ñanza del santo cura de Ars, modelo y protector de todos nosotros los
sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que esta carta os ayude
e impulse a hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la inti-
midad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y
consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad. Y, por tanto, “a
ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos conquistar
por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de espe-
ranza, reconciliación y paz”.
Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda
la vida de san Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el
Año paulino, que ya está a punto de concluir; y esta fue la meta de todo el
ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos de modo especial
durante el Año sacerdotal. Que este sea también el objetivo principal de
cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es cier-
tamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y permanente forma-
ción teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la “ciencia del amor”,
que sólo se aprende de “corazón a corazón” con Cristo. Él nos llama a par-
tir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su
nombre. Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del
manantial del Amor que es su Corazón traspasado en la cruz.
Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso “designio del
Padre”, que consiste en “hacer de Cristo el corazón del mundo”. Designio
que se realiza en la historia en la medida en que Jesús se convierte en el
Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos que están
llamados a estar más cerca de él, precisamente los sacerdotes. Las “pro-
mesas sacerdotales”, que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que
renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa Crismal, nos vuelven a
recordar este constante compromiso.
Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben vol-
vernos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al
contemplarlo, deben sentirse impulsados por él al necesario “dolor de los
pecados” que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aún más para los
ministros sagrados. A este respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir
más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre
todo de aquellos que se convierten en “ladrones de las ovejas” (cf. Jn 10, 1
ss), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las
atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, que-
ridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Miseri-
cordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apre-
miante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible
peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.
Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del
santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que
18
se conmovía al pensar en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles
con un tono conmovedor y sublime, afirmando que “después de Dios, el
sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo”
(cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta
misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad
y entrega, ya sea para conservar en el alma un verdadero “temor de Dios”:
el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, a
las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!— de
poderlas dañar.
La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles
a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos con-
vencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las
Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero
con la “caridad pastoral” capaz de configurar su “yo” personal al de Jesús
sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa.
Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Cora-
zón contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una
filial devoción hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la pro-
clamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado
su parroquia a María “concebida sin pecado”. Y mantuvo la costumbre de
renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, ense-
ñando a los fieles que “basta con dirigirse a ella para ser escuchados”, por
el simple motivo de que ella “desea sobre todo vernos felices”.
Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año
sacerdotal que hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e ilu-
minados para los fieles que el Señor encomienda a nuestro cuidado pasto-
ral. ¡Amén!
25
mandato de Cristo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdo-
nados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23)·
Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incan-
sable confesor y maestro espiritual. Pasando, «con un solo movimiento in-
terior, del altar al confesonario», donde transcurría gran parte de la jorna-
da, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persua-
sivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la
Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Pre-
sencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).
Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer
poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De he-
cho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado?
Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de
la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo devida y un
anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien,
lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la
que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza,
en manos de la divina Providencia.
Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni
basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fue-
ra; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo
que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba «enamora-
do» de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que
sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se
transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las
personas que buscan a Dios.
Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para
todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía “no es
simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre
Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de
la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea
un nuevo nosotros” (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p.
80).
Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan Maria Vianney a un
ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX,
es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad,
que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevo-
lucionaria que experimentaba una especie de «dictadura del racionalismo»
orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en
la sociedad, el vivió primero -en los años de su juventud- una heroica
clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en
la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y
fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, enton-
ces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades
del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.
26
Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo
cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al
contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la
«dictadura del racionalismo», en la época actual reina en muchos ambien-
tes una especie de «dictadura del relativismo». Ambas parecen respuestas
inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia
razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El
racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones hu-
manas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas,
transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la
razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede cono-
cer nada con certeza mas allá del campo científico positivo. Sin embargo,
hoy, como entonces, el hombre «que mendiga significado y realización»
busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo
que no deja de plantearse.
Tenían muy presente esta «sed de verdad», que arde en el corazón de
todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano II cuando afir-
maron que corresponde a los sacerdotes, «como educadores en la fe», for-
mar “una auténtica comunidad cristiana» capaz de preparar «a todos los
hombres el camino hacia Cristo» y ejercer «una auténtica maternidad» res-
pecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes «el camino hacia
Cristo y su Iglesia», y siendo para los fieles «estímulo, alimento y fortale-
za para el combate espiritual» (cf Presbyterorum ordinis, 6).
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de
Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner
una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar
día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos
esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el cora-
zón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así,
por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunida-
des que el Señor le confía.
Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios
conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en
los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomende-
mos esta intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como
Virgen de las Nieves.
MARÍA Y EL SACERDOCIO
20090812. Audiencia general
Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la san-
tísima Virgen, el sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacer-
dotal; por eso deseo hablar del nexo entre la Virgen y el sacerdocio. Es un
nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando
Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el "sí" libre de una
criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo real-
27
mente extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del "sí" de
una criatura suya; espera este "sí". San Bernardo de Claraval, en una de
sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la his-
toria universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá
esta criatura.
El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo
entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente
involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la
Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada
al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de con-
vertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdo-
cio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este
misterio.
Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de
la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona,
un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefigura-
ción de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el
Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular
también de los sacerdotes.
Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una es-
pecie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discí-
pulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27).
El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto,
acogió a la madre María "en su casa". Así dice la traducción italiana, pero
el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos tradu-
cir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, "eis tà ìdia", en la
profundidad de su ser.
Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la pro-
pia existencia -no es algo exterior- y en todo lo que constituye el horizonte
del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la
peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es
la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga
por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección
que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo
de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en
la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identi-
ficación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de Ma-
ría, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto
de esta altísima y humildísima Madre.
El Concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María
como el modelo perfecto de su propia existencia, invocándola como "Ma-
dre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los
presbíteros en su ministerio". Y los presbíteros -prosigue el Concilio- "han
de venerarla y amarla con devoción y culto filial" (cf. Presbyterorum ordi-
nis, 18).
28
El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año,
solía repetir: "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso
hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Ma-
dre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p.
305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo es-
pecial para los sacerdotes.
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos
los sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la
imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor
de Pastor bueno.
¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!
29
Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de
las normas se dilataban, tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eu-
des vio las consecuencias de esta carencia. Movido por la clara conciencia
de la gran necesidad de ayuda espiritual que experimentaban las almas
precisamente a causa de la falta de preparación de gran parte del clero, el
santo, que era párroco, instituyó una congregación dedicada de manera es-
pecífica a la formación de los sacerdotes. En la ciudad universitaria de
Caen, fundó su primer seminario, experiencia sumamente apreciada, que
muy pronto se extendió a otras diócesis.
El camino de santidad que recorrió y propuso a sus discípulos tenía
como fundamento una sólida confianza en el amor que Dios reveló a la
humanidad en el Corazón sacerdotal de Cristo y en el Corazón maternal de
María. En aquel tiempo de crueldad, de pérdida de interioridad, se dirigió
al corazón para comunicar al corazón una palabra de los Salmos muy bien
interpretada por san Agustín. Quería hacer volver a las personas, a los
hombres, y sobre todo a los futuros sacerdotes, al corazón, mostrando el
Corazón sacerdotal de Cristo y el Corazón maternal de María. Todo sacer-
dote debe ser testigo y apóstol de este amor del Corazón de Cristo y de
María.
También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den
testimonio de la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente
"conquistada" por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación
en los seminarios. El Papa Juan Pablo II, después del Sínodo de 1990, pu-
blicó la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, en la que retoma y
actualiza las normas del concilio de Trento y subraya sobre todo la necesa-
ria continuidad entre el momento inicial y el permanente de la formación;
para él, como para nosotros, es un verdadero punto de partida para una au-
téntica reforma de la vida y del apostolado de los sacerdotes, e igualmente
es el punto fundamental para que la "nueva evangelización" no sea sólo un
eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad.
Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el in-
sustituible "humus spirituale" en el que se puede "aprender a Cristo", de-
jándose configurar progresivamente a él, único Sumo Sacerdote y Buen
Pastor. Por lo tanto, el tiempo del seminario se debe ver como la actualiza-
ción del momento en el que el Señor Jesús, después de llamar a los Após-
toles y antes de enviarlos a predicar, les pide que estén con él (cf. Mc 3,
14). Cuando san Marcos narra la vocación de los doce Apóstoles, nos dice
que Jesús tenía un doble objetivo: el primero era que estuvieran con él; y
el segundo, enviarlos a predicar. Pero yendo siempre con él, realmente
anuncian a Cristo y llevan la realidad del Evangelio al mundo.
En este Año sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y herma-
nas, por los sacerdotes y por quienes se preparan a recibir el don extraordi-
nario del sacerdocio ministerial. Concluyo dirigiendo a todos la exhorta-
ción de san Juan Eudes, que dice así a los sacerdotes: "Entregaos a Jesús
para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón
de su santa Madre y de todos los santos, y para perderos en este abismo de
30
amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia,
de sumisión y de santidad" (Coeur admirable, III, 2).
35
20091104. Mensaje. A la Conferencia Episcopal Italiana
El desafío educativo afecta a todos los sectores de la Iglesia y exige
que se afronten con decisión las grandes cuestiones de nuestro tiempo: la
relativa a la naturaleza del hombre y a su dignidad —elemento decisivo
para una formación completa de la persona— y la "cuestión de Dios", que
parece muy urgente en nuestra época.
Quiero recordar, al respecto, lo que dije el pasado 24 de julio durante
la celebración de las Vísperas en la catedral de Aosta: "Si la relación fun-
damental —la relación con Dios— no está viva, si no se vive, tampoco las
demás relaciones pueden encontrar su justa forma. Pero esto vale también
para la sociedad, para la humanidad como tal. También aquí, si falta Dios,
si se prescinde de Dios, si Dios está ausente, falta la brújula para mostrar
el conjunto de todas las relaciones a fin de hallar el camino, la orientación
que conviene seguir. ¡Dios! Debemos llevar de nuevo a este mundo nues-
tro la realidad de Dios, darlo a conocer y hacerlo presente" (L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 31 de julio de 2009, p. 3).
Para que esto se realice, queridos hermanos obispos, es necesario que
nosotros en primer lugar, con todo nuestro ser, seamos adoración viviente,
don que transforma el mundo y lo restituye a Dios. Este es el mensaje pro-
fundo del Año sacerdotal, que constituye una ocasión extraordinaria para
ir al corazón del ministerio ordenado, reconduciendo a la unidad, en cada
sacerdote, la identidad y la misión.
45
cuando me has buscado, Dios mío? ¡En el fondo del abismo! Yo estaba
allí, y allí fue Dios a buscarme; allí me hizo escuchar su voz...».
Subrayando la grandeza de la misión del sacerdote, que debe «conti-
nuar la obra de la redención, la gran obra de Jesucristo, la obra del Salva-
dor del mundo», es decir, la de «salvar las almas», san Leonardo se recor-
daba siempre a sí mismo y recordaba a sus hermanos la responsabilidad de
una vida coherente con el sacramento recibido. Amor de Dios y amor a
Dios: esta fue la fuerza de su camino de santidad, la ley de su sacerdocio,
el significado más profundo de su apostolado entre los jóvenes pobres y la
fuente de su oración. San Leonardo Murialdo se abandonó con confianza a
la Providencia, cumpliendo generosamente la voluntad divina, en contacto
con Dios y dedicándose a los jóvenes pobres. De este modo unió el silen-
cio contemplativo con el ardor incansable de la acción, la fidelidad a los
deberes de cada día con la genialidad de las iniciativas, la fuerza en las di-
ficultades con la serenidad de espíritu. Este es su camino de santidad para
vivir el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Cuarenta años antes de Leonardo Murialdo y con el mismo espíritu de
caridad vivió san José Benito Cottolengo, fundador de la obra que él mis-
mo denominó «Pequeña Casa de la Divina Providencia» y que hoy se lla-
ma también «Cottolengo». El próximo domingo, en mi visita pastoral a
Turín, tendré ocasión de venerar los restos de este santo y de encontrarme
con los huéspedes de la «Pequeña Casa».
José Benito Cottolengo nació en Bra, una pequeña localidad de la pro-
vincia de Cúneo, el 3 de mayo de 1786. Primogénito de doce hijos, seis
de los cuales murieron en tierna edad, mostró desde niño una gran sensi-
bilidad hacia los pobres. Abrazó el camino del sacerdocio, imitado tam-
bién por dos hermanos. Los años de su juventud fueron los de la aventura
napoleónica y de las consiguientes dificultades en campo religioso y so-
cial. Cottolengo llegó a ser un buen sacerdote, al que buscaban numerosos
penitentes y, en la Turín de aquel tiempo, predicador de ejercicios espiri-
tuales y conferencias para los estudiantes universitarios, que lograban
siempre un éxito notable. A la edad de 32 años fue nombrado canónigo de
la Santísima Trinidad, una congregación de sacerdotes que tenía la tarea
de oficiar en la Iglesia del Corpus Domini y de dar solemnidad a las cere-
monias religiosas de la ciudad, pero en ese puesto se sentía inquieto. Dios
lo estaba preparando para una misión especial y, precisamente con un en-
cuentro inesperado y decisivo, le dio a entender cuál iba a ser su destino
futuro en el ejercicio del ministerio.
El Señor siempre pone signos en nuestro camino para guiarnos a nues-
tro verdadero bien según su voluntad. Para Cottolengo esto sucedió, de
modo dramático, el domingo 2 de septiembre de 1827 por la mañana. Pro-
veniente de Milán llegó a Turín la diligencia, llena de gente como nunca,
en la que viajaba apretujada toda una familia francesa; la mujer, con cinco
hijos, estaba embarazada y tenía fiebre alta. Después de haber vagado por
varios hospitales, esa familia encontró alojamiento en un dormitorio públi-
co, pero la situación de la mujer iba agravándose y algunos se pusieron a
46
buscar un sacerdote. Por un misterioso designio se cruzaron con José Be-
nito Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón abrumado y oprimi-
do, quien acompañó a la muerte a esta joven madre, en medio de la congo-
ja de toda la familia. Después de haber desempeñado esta dolorosa tarea,
con el sufrimiento en el corazón, se puso ante el Santísimo Sacramento y
rezó: «Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has querido que fuera testigo de esto?
¿Qué quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!». Se levantó, tocó todas las
campanas, encendió las velas y, al acoger a los curiosos en la iglesia, dijo:
«¡Ha acontecido la gracia! ¡Ha acontecido la gracia!». Desde ese momen-
to Cottolengo se transformó: utilizó todas sus capacidades, especialmente
su habilidad económica y organizativa, para poner en marcha iniciativas a
fin de sostener a los más necesitados.
Supo implicar en su empresa a decenas y decenas de colaboradores y
voluntarios. Se desplazó a la periferia de Turín para extender su obra, creó
una especie de aldea, en la que asignó un nombre significativo a cada edi-
ficio que logró construir: «casa de la fe», «casa de la esperanza», «casa de
la caridad». Puso en práctica el estilo de las «familias», constituyendo ver-
daderas comunidades de personas, voluntarios y voluntarias, hombres y
mujeres, religiosos y laicos, unidos para afrontar y superar juntos las difi-
cultades que se presentaban. En aquella «Pequeña Casa de la Divina Pro-
videncia» cada uno tenía una tarea precisa: unos trabajaban, otros rezaban,
otros servían, otros educaban, otros administraban. Todos, sanos o enfer-
mos, compartían el mismo peso de la vida diaria. Con el tiempo, también
la vida religiosa se especificó según las necesidades y las exigencias parti-
culares. Asimismo, pensó en un seminario propio, para una formación es-
pecífica de los sacerdotes de la Obra. Siempre estuvo dispuesto a seguir y
a servir a la Divina Providencia, nunca a cuestionarla. Decía: «Yo no val-
go para nada y ni siquiera sé lo qué hago. Pero seguro que la Divina Provi-
dencia sabe lo que quiere. A mí me corresponde sólo secundarla. Adelante
in Domino». Para sus pobres y los más necesitados siempre se definió «el
obrero de la Divina Providencia».
Junto a las pequeñas aldeas fundó también cinco monasterios de mon-
jas contemplativas y uno de eremitas, y los consideró como una de sus
realizaciones más importantes: una especie de «corazón» que debía latir
para toda la Obra. Murió el 30 de abril de 1842, pronunciando estas pala-
bras: «Misericordia, Domine; Misericordia, Domine. Buena y santa Provi-
dencia... Virgen santa, ahora os toca a Vos». Su vida, como escribió un
periódico de la época, fue «una intensa jornada de amor».
Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he trazado
algunos rasgos, vivieron su ministerio en la entrega total de su vida a los
más pobres, a los más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la
raíz profunda, la fuente inagotable de su acción en la relación con Dios,
bebiendo de su amor, en la convicción profunda de que no es posible prac-
ticar la caridad sin vivir en Cristo y en la Iglesia. Que su intercesión y su
ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos sacerdotes que se donan
con generosidad por Dios y por el rebaño que les ha sido encomendado, y
47
que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a Dios y al
prójimo.
50
celebración de los santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz
de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).
Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes
constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Se-
ñor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad
agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la
oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que
sean cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.
57
Moisés (cf. Lv 8-9), sino «según el rito de Melquisedec», según un orden
profético, que sólo depende de su singular relación con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: «Aun
siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia». El sacerdocio de
Cristo conlleva el sufrimiento. Jesús sufrió verdaderamente, y lo hizo por
nosotros. Era el Hijo y no necesitaba aprender la obediencia, pero nosotros
sí teníamos y tenemos siempre necesidad de aprenderla. Por eso, el Hijo
asumió nuestra humanidad y por nosotros se dejó «educar» en el crisol del
sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para
dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue «he-
cho perfecto», en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término,
porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino, es decir,
precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios
mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a esta trans-
formación Jesucristo llega a ser «sumo sacerdote» y puede salvar a todos
los que le obedecen. El término teleiotheis, acertadamente traducido con
«hecho perfecto», pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del
Pentateuco —es decir, los primeros cinco libros de la Biblia— siempre se
usa para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubri-
miento es muy valioso, porque nos aclara que la pasión fue para Jesús
como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero
llegó a serlo de modo existencial en su Pascua de pasión, muerte y resu-
rrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exaltándolo por
encima de toda criatura, lo constituyó Mediador universal de salvación.
Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco
ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su
sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa
movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cf. Hb
9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El
amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con antici-
pación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu
Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y
cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente
en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento
en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero
y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colma-
do de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche
en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cf. Lc
22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo,
es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto
supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo,
que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del
sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para
transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos
alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla,
porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el ver-
58
dadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. Ve-
nid, exultemos con cantos de alegría. Venid, adoremos. Amén.
Beatísimo Padre, soy don José Eduardo Oliveira y Silva y vengo desde
América, precisamente desde Brasil. La mayor parte de nosotros aquí
presentes estamos comprometidos en la pastoral directa, en la parroquia,
y no solo con una comunidad, sino que a veces somos párrocos de muchas
parroquias, o de comunidades particularmente extensas. Con toda la bue-
na voluntad intentamos hacer frente a las necesidades de una sociedad
muy cambiada, ya no más enteramente cristiana, pero nos damos cuenta
de que nuestro “hacer” no basta. ¿A dónde ir, Santidad? ¿En qué direc-
ción?
59
de hacer todo, aceptan sus límites, y ayudan al párroco. Este me parece el
punto más importante: que se pueda ver y sentir que el párroco realmente
se siente un llamado por el Señor; que está lleno de amor por el Señor y
por los suyos. Si esto existe, se entiende y se puede también ver la imposi-
bilidad de hacer todo.
Por tanto, estar llenos de la alegría del Evangelio con todo nuestro ser
es la primera condición. Después se deben tomar decisiones, tener priori-
dades, ver lo que es posible y lo que es imposible. Diría que las tres priori-
dades fundamentales las conocemos: son las tres columnas de nuestro ser
sacerdotes. Primero, la Eucaristía, los Sacramentos: hacer posible y pre-
sente la Eucaristía, sobre todo dominical, en cuanto sea posible, para to-
dos, y celebrarla de forma que se convierta en realmente visible el acto de
amor del Señor por nosotros. Después, el anuncio de la Palabra en todas
las dimensiones: desde el diálogo personal hasta la homilía. El tercer pun-
to es la "caritas", el amor de Cristo: estar presentes para los que sufren,
para los pequeños, para los niños, para las personas con dificultad, para
los marginados; hacer realmente presente el amor del Buen Pastor. Y des-
pués, una prioridad muy importante es también la relación personal con
Cristo. En el Breviario, el 4 de noviembre, leemos un hermoso texto de
san Carlos Borromeo, gran pastor, que se dio verdaderamente a sí mismo,
y que nos dice, a todos los sacerdotes: “No descuides tu propia alma: si la
propia alma está descuidada, tampoco puedes dar a los demás lo que debe-
rías dar. Por tanto, también debes tener tiempo para ti mismo, ara tu
alma", o, en otras palabras, la relación con Cristo, el coloquio personal con
Cristo es una prioridad pastoral fundamental, ¡es condición para nuestro
trabajo por los demás! Y la oración no es algo marginal: es precisamente
rezar la “profesión” del párroco, también en representación de la gente que
no sabe rezar o no encuentra el tiempo de rezar. La oración personal, so-
bre todo la liturgia de las Horas, es el alimento fundamental para nuestra
alma, para todas nuestras acciones. Y, finalmente, reconocer nuestros lí-
mites, abrirnos también a esta humildad. Recordemos una escena de Mar-
cos, capítulo 6, donde los discípulos estaban “estresados”, querían hacer
todo, y el Señor dice: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario,
para descansar un poco" (cfr Mc 6,31). También éste es trabajo – diría –
pastoral: encontrar y tener la humildad, el valor de descansar. Por tanto,
pienso que la pasión por el Señor, el amor por el Señor, nos muestra las
prioridades, las decisiones, nos ayuda a encontrar el camino. El Señor nos
ayudará. ¡Gracias a todos vosotros!
África:
Europa:
Padre Santo, soy don Karol Miklosko y vengo desde Europa, precisamen-
te desde Eslovaquia, y soy misionero en Rusia. Cuando celebro la Santa
Misa me encuentro a mi mismo y comprendo que allí encuentro mi identi-
62
dad y la raíz y energía de mi ministerio. El sacrificio de la Cruz me revela
al Buen Pastor, que lo da todo por el rebaño, por cada oveja, y cuando
digo: “Éste es mi cuerpo … esta es mi sangre" dada y derramada en sa-
crificio por vosotros, entonces comprendo la belleza del celibato y de la
obediencia, que prometí libremente en el momento de la ordenación. Aún
con las naturales dificultades, el celibato me parece obvio, mirando a
Cristo, pero me siento trastornado al leer tantas críticas mundanas a este
don. Le pido humildemente, Padre Santo, que nos ilumine sobre la profun-
didad y sobre el sentido auténtico del celibato eclesiástico.
Asia
Santo Padre, soy don Atsushi Yamashita y vengo desde Asia, precisamente
desde Japón. El modelo de sacerdote que Su Santidad nos ha propuesto
64
este Año, el Cura de Ars, ve en el centro de la existencia y del ministerio
la Eucaristía, la Penitencia sacramental y personal y el amor al culto,
dignamente celebrado. He visto los signos de la austera pobreza de san
Juan María Vianney y también de su pasión por las cosas preciosas para
el culto. ¿Cómo vivir estas dimensiones fundamentales de nuestra existen-
cia sacerdotal, sin caer en el clericalismo o en una alienación de la reali-
dad, que el mundo de hoy no permite?
Oceanía
Beatísimo Padre, soy don Anthony Denton y vengo desde Oceanía, desde
Australia. Esta noche aquí estamos muchísimos sacerdotes. Sin embargo,
sabemos que nuestros seminarios no están llenos y que, en el futuro, en
varios lugares del mundo nos espera una bajada, incluso brusca. ¿Qué
hacer de verdaderamente eficaz por las vocaciones? ¿Cómo proponer
nuestra vida, en lo que hay en ella de grande y de bello, a un joven de
nuestro tiempo?
66
que resultase convincente, de tal manera que los jóvenes puedan decir:
esta es una verdadera vocación, así se puede vivir, así se hace algo esen-
cial para el mundo. Creo que ninguno de nosotros habría llegado a ser
sacerdote si no hubiese conocido sacerdotes convincentes en los que ardía
el fuego del amor de Cristo. Por tanto, este es el primer punto: intentemos
ser nosotros mismos sacerdotes convincentes. El segundo punto es que de-
bemos invitar, como ya he dicho, a la iniciativa de la oración, a tener esta
humildad, esta confianza de hablar con Dios con fuerza, con decisión. El
tercer punto: tener el valor de hablar con los jóvenes si pueden pensar que
Dios les llama, porque a menudo una palabra humana es necesaria para
abrir la escucha de la vocación divina; hablar con los jóvenes y sobre todo
ayudarles a encontrar un contexto vital en el que puedan vivir. El mundo
de hoy es tal que casi parece excluida la maduración de una vocación
sacerdotal; los jóvenes necesitan ambientes en los que se viva la fe, en los
que aparezca la belleza de la fe, en los que aparezca que éste es un modelo
de vida, “el” modelo de vida, y por tanto ayudarles a encontrar movimien-
tos, o la parroquia – la comunidad en parroquia – u otros contextos en los
que realmente estén rodeados por la fe, por el amor de Dios, y puedan es-
tar abiertos para que la vocación de Dios llegue y les ayude. Por lo demás,
damos gracias a Dios por todos los seminaristas de nuestro tiempo, por los
jóvenes sacerdotes, y oramos. ¡El Señor nos ayudará! ¡Gracias a todos vo-
sotros!
70
esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles
tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra
las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que
buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a
atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio
de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la
vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra
las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso
de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de
amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal.
Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiver-
sación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autó-
nomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no
dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara conti-
nuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a
los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que
se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor.
En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta
de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mis-
mo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo
con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza
ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en
estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la
Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimen-
to, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta últi-
ma al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar
invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo
no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en
memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de
Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles
el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo
el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acom-
pañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos
hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san
Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados
con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn
19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se con-
vierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacra-
mentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaris-
tía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuen-
te viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón
abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan cierta-
mente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del
71
nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús
mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que bro-
ta un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaris-
tía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embar-
go, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del
evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí
que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de
agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva
de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuen-
te, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los san-
tos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha con-
vertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano
y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que
comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo
sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; por-
que en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz
que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también noso-
tros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te
agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y ben-
dice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando.
Amén.
72
II
HOMILÍAS CON OCASIÓN DE
LA MISA CRISMAL
73
74
EL MISTERIO DEL SACERDOCIO EN LA IGLESIA
20060413. Homilía. Misa crismal
El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la
tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de
todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de
su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de
que, ante todo, Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por
este don, llegamos a ser suyos: la creación vuelve al Creador. Del mismo
modo también el sacerdocio se ha transformado en algo nuevo: ya no es
cuestión de descendencia, sino que es encontrarse en el misterio de Jesu-
cristo.
Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él
puede decir: “Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre”. El misterio del
sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos
miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su “yo”: in per-
sona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de noso-
tros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento
nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves
santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso,
necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en
que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.
Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales
se nos donó el Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la im-
posición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, dicién-
dome: “Tú me perteneces”. Pero con ese gesto también me dijo: “Tú estás
bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi cora-
zón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te
encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de
mis manos y dame las tuyas”.
Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el
óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisa-
mente las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es
el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de “dominarlo”. El Se-
ñor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el
mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos
para tomar las cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar po-
sesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio
de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expre-
sión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo lleva a
los hombres.
Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y,
por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo, entonces las
manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la creati-
75
vidad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos ne-
cesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo
de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de
lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo
en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que
es mayor que él.
Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el
Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre
y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo
una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta,
que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el
mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su dis-
posición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos
guíe.
En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del
obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacra-
mental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como su-
cedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Se-
ñor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos
con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era real-
mente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la
misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos
hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea
y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer
dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc
5, 8).
Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia
sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me
abandones a mí”. Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros
nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las
aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sos-
tenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor,
¡sálvame!” (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atra-
vesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados?
Pero entonces miramos hacia él... y él nos aferró la mano y nos dio un
nuevo “peso específico”: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa
hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene.
Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.
Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos
pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al ser-
vicio del amor que es más fuerte que el odio.
La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a
aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano
y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia
pone en nuestros labios antes de la Comunión: “Jamás permitas que me
separe de ti”. Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo,
76
con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos
que él no suelte nunca nuestra mano...
El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó
con las palabras: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído
a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos,
sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del
sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos en-
comienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in per-
sona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en
nuestras manos.
Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fon-
do, manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega
del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el
que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello for-
ma parte también el poder de absolver: nos hace participar también en su
conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y
pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo
del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debe-
mos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de
pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús
debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses
(cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente
intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y
por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de
un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando
con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagra-
da Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a
encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y re-
flexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar.
La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar
de la oración y llevar a la oración.
Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante
noches enteras- se retiraba “al monte” para orar a solas. También nosotros
necesitamos retirarnos a ese “monte”, el monte interior que debemos esca-
lar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así po-
demos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a
Cristo y su Evangelio a los hombres.
El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exte-
rior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de
una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a
esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténtica-
mente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El
mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su ac-
tividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la
77
oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tie-
rra árida.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser
amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona
Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro
la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por
tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignoran-
cia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él
y por él.
La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los su-
yos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo ente-
ro, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por
su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra
viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las épocas, la
Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma
en un libro del pasado. En el presente sólo es elocuente donde está la “Pre-
sencia”, donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo
de su Iglesia.
Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada
vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no
de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo
carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó
en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y
nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro minis-
terio sacerdotal puede dar fruto.
Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santo-
ro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda
mientras oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espiri-
tuales. Son las siguientes: “Estoy aquí para vivir entre esta gente y permi-
tir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de sal-
vación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del
mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia car-
ne hasta el fondo, como hizo Jesús”.
Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de
este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.
79
su entrega “por todos”: estando a su disposición podemos entregarnos de
verdad “por todos”.
In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Igle-
sia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los
“vestidos nuevos” al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese
gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la ta-
rea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se en-
tregó a nosotros. Este acontecimiento, el “revestirnos de Cristo”, se renue-
va continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos
litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más
que un hecho externo; implica renovar el “sí” de nuestra misión, el “ya no
soy yo” del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da
y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos
debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que
estamos allí “en la persona de Otro”. Los ornamentos sacerdotales, tal
como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expre-
sión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos herma-
nos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdo-
tal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamen-
te lo que significa “revestirse de Cristo”, hablar y actuar in persona Christi.
En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se reza-
ban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elemen-
tos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y
todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la ca-
beza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los
sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la
santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupacio-
nes y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse
atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera
secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a
la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro
pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la ora-
ción. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en
medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correc-
to de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar,
atraigo también a la gente hacia la comunión con él.
Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la
misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródi-
go al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar
la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta
de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo
él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de
estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, se-
gún las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos
80
eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que
habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo
habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no
queda blanco como la luz. La respuesta es: la “sangre del Cordero” es el
amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vesti-
dos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a
pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos en
“luz en el Señor”. Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió
también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis peca-
dos, puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado
en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos
considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del ban-
quete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a
este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio dis-
tingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san
Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del ban-
quete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos
transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en
la liturgia y en la vida de la Iglesia.
En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala lle-
na para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un
huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas.
Entonces san Gregorio se pregunta: “pero, ¿qué clase de vestido le falta-
ba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nue-
vo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Enton-
ces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?”.
El Papa responde: “El vestido del amor”. Y, por desgracia, entre sus
huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del
nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido co-
lor púrpura del amor a Dios y al prójimo. “¿En qué condición queremos
entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto
el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?”.
En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas ex-
teriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera in-
terna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntar-
nos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje
toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de
autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para
que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.
Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional
cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del
Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Je-
sús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es “manso y
81
humilde de corazón” (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante
todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él
debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios
que se manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios
quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmove-
dora, de su respuesta es: “Dios quería darse cuenta de lo que significa para
nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento,
esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer di-
rectamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos
exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según
su sufrimiento” (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).
A veces quisiéramos decir a Jesús: “Señor, para mí tu yugo no es lige-
ro; más aún, es muy pesado en este mundo”. Pero luego, mirándolo a él
que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el
dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo con-
siste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más ama-
mos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez
más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.
93
94
III
DIÁLOGOS CON LOS
SACERDOTES
200
201
DISCURSO AL CLERO DE AOSTA
20050725. Discurso. Introd, Aosta
Cristo es la respuesta: “Si el grano de trigo cae en tierra…”
Durante la semana pasada hemos escuchado dos o tres veces ―me pare-
ce― esta parábola del sembrador, que ya es una parábola de consolación en
una situación diversa, pero en cierto sentido también semejante a la nuestra.
El trabajo del Señor había comenzado con gran entusiasmo. Había cu-
rado a los enfermos, todos escuchaban con alegría la palabra: “El reino de
Dios está cerca”. Parecía que, de verdad, el cambio del mundo y la llegada
del reino de Dios sería inminente; que, por fin, la tristeza del pueblo de
Dios se transformaría en alegría. Se estaba a la espera de un mensajero de
Dios que tomara en su mano el timón de la historia. Ciertamente, veían
que los enfermos habían sido curados, que los demonios habían sido ex-
pulsados, que el Evangelio había sido anunciado; pero, por otra parte, el
mundo continuaba como antes. Nada cambiaba. Los romanos seguían do-
minando. A pesar de esos signos, de esas hermosas palabras, la vida era
difícil cada día. Y así el entusiasmo se apagaba y, al final, como nos dice
el capítulo sexto del evangelio de san Juan, también los discípulos abando-
naron a este Predicador que predicaba, pero no cambiaba el mundo.
En definitiva, todos se preguntan: ¿qué mensaje es este?, ¿qué mensaje
trae este profeta de Dios? El Señor habla del sembrador que siembra en el
campo del mundo. Y la semilla, como su palabra, como sus curaciones,
parece algo insignificante en comparación con la realidad histórica y polí-
tica. Del mismo modo que la semilla es pequeña, insignificante, así es
también la Palabra.
Sin embargo ―dice―, en la semilla está presente el futuro, porque la
semilla contiene en sí el pan de mañana, la vida de mañana. En apariencia,
la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es
promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola, dice: “Estamos en el
tiempo de la siembra; la palabra de Dios parece sólo una palabra, casi
nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto”. La pa-
rábola dice también que gran parte de la semilla no da fruto porque cayó
en el camino, entre piedras, etc. Pero la parte que cayó en tierra buena dio
fruto: el treinta, el sesenta, el ciento por uno.
Eso nos da a entender que debemos ser valientes, aunque en apariencia
la palabra de Dios, el reino de Dios, no tenga importancia histórico-políti-
ca. Al final, en cierto sentido, Jesús, el domingo de Ramos, sintetizó todas
estas enseñanzas sobre la semilla de la palabra: si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, queda solo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fru-
to. Así dio a entender que él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y
muere. En la crucifixión todo parece un fracaso; pero precisamente así, ca-
yendo en tierra, muriendo, en el camino de la cruz, da fruto para todos los
tiempos. Aquí tenemos también la finalización cristológica según la cual
Cristo mismo es la semilla, es el Reino presente; y, a la vez, la dimensión
202
eucarística: este grano de trigo cae en tierra y así crece hasta formar el
nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la sagrada Eucaristía, que nos alimen-
ta y que se abre a los misterios divinos, para la vida nueva.
Me parece que en la historia de la Iglesia, de formas diversas, siempre
se plantean estas cuestiones, que nos preocupan realmente. ¿Qué hacer?
La gente da la impresión de no necesitar de nosotros; parece inútil todo lo
que hacemos. Y, sin embargo, la palabra del Señor nos enseña que sólo
esta semilla transforma siempre de nuevo la tierra y la abre a la verdadera
vida.
ESCOGE LA VIDA
20060302. Discurso. Encuentro con el clero romano
Ayer iniciamos la Cuaresma. La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el
sentido esencial de la Cuaresma: es una señalización del camino para
nuestra vida. Por eso, con respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que
debemos insistir un poco en la primera lectura del día de hoy. El gran dis-
curso de Moisés en el umbral de la Tierra Santa, después de los cuarenta
años de peregrinación por el desierto, es un resumen de toda la Torah, de
toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial, no sólo para el pueblo judío,
sino también para nosotros. Lo esencial es la palabra de Dios: “Hoy pongo
delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la
vida” (Dt 30, 19).
Esta palabra fundamental de la Cuaresma es también la palabra funda-
mental de la herencia de nuestro gran Papa Juan Pablo II: escoger la vida.
Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros mismos la vida y
ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la Cuaresma,
por decirlo así, nuestra “opción fundamental”, la opción por la vida.
Pero surge inmediatamente la pregunta: “¿cómo se escoge la vida?”.
Reflexionando, me ha venido a la mente que la gran defección del cristia-
nismo que se produjo en Occidente en los últimos cien años se realizó pre-
cisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía —pienso en Nie-
tzsche, pero también en muchos otros— que el cristianismo es una opción
contra la vida. Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con
todos los “no” que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero noso-
tros queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por
la vida liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamien-
tos y de todos estos “no”. Queremos tener la vida en abundancia, nada
más que la vida.
Aquí de inmediato viene a la mente la palabra del evangelio de hoy:
“El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi
causa, la salvará” (Lc 9, 24). Esta es la paradoja que debemos tener pre-
206
sente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para
nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o
tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar
para sí, sino dar la vida.
Así, coinciden el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectu-
ra, tomada del Deuteronomio, la respuesta de Dios es: “Si cumples lo que
yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guar-
dando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás” (Dt 30, 16). Esto, a
primera vista, no nos agrada, pero ese es el camino: la opción por la vida y
la opción por Dios son idénticas. El Señor lo dice en el evangelio de san
Juan: “Esta es la vida eterna: que te conozcan” (Jn 17, 3). La vida humana
es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no encerrados en
nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el Creador;
de lo contrario, las demás relaciones son frágiles.
Por tanto, lo esencial es escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un
mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muer-
te. Por consiguiente, escoger la vida,hacer la opción por la vida es, ante
todo, escoger la opción-relación con Dios.
Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nue-
vo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en
Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la cruz, es decir, con el amor
hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios, escogemos la vida.
210
hecho de que muchos de los sacerdotes estamos aún vinculados a una
praxis pastoral poco misionera y que parecía consolidada, pues estaba
unida a un contexto “de cristiandad” como suele decirse; por otra parte,
muchas de las peticiones de numerosos fieles dan por supuesto que la pa-
rroquia es como una especie de “supermercado” de servicios sagrados.
Por eso, Santidad, quisiera preguntarle: una pastoral “integrada” ¿es só-
lo cuestión de estrategia, o hay una razón más profunda por la que debe-
mos seguir trabajando en este sentido?
Confieso que con su pregunta he escuchado por primera vez la expre-
sión “pastoral integrada”. Me parece haber entendido su contenido: debe-
mos tratar de integrar en un único camino pastoral tanto a los diversos
agentes pastorales que existen hoy, como las diversas dimensiones del
trabajo pastoral. Así, yo distinguiría las dimensiones de los sujetos del tra-
bajo pastoral, y trataría de integrarlo todo en un único camino pastoral.
En su pregunta, usted ha dado a entender que existe un nivel que podría-
mos llamar “clásico” del trabajo en la parroquia para los fieles que han que-
dado —y tal vez aumentan— dando vida a la parroquia. Esta es la pastoral
clásica, que siempre es importante. De ordinario distingo entre evangeliza-
ción continuada —porque la fe continúa, la parroquia vive— y nueva evan-
gelización, que trata de ser misionera, de ir más allá de los confines de los
que ya son “fieles” y viven en la parroquia, o se benefician, tal vez también
con una fe “reducida”, de los servicios de la parroquia.
Me parece que en la parroquia tenemos tres compromisos fundamentales,
que brotan de la esencia de la Iglesia y del ministerio sacerdotal. El primero es
el servicio sacramental. El bautismo, su preparación y el esfuerzo por dar con-
tinuidad a los compromisos bautismales ya nos ponen en contacto también
con los que no son demasiado creyentes. Podríamos decir que no es una acti-
vidad para conservar la cristiandad, sino un encuentro con personas que tal
vez raramente van a la iglesia. El esfuerzo por preparar el bautismo, por abrir
las almas de los padres, de los familiares, de los padrinos y las madrinas, a la
realidad del bautismo ya puede y debe ser un compromiso misionero, que va
más allá de los confines de las personas ya “fieles”.
Al preparar el bautismo, tratemos de dar a entender que este sacramen-
to es insertarse en la familia de Dios, que Dios vive y se preocupa de no-
sotros hasta el punto de que asumió nuestra carne e instituyó la Iglesia,
que es su Cuerpo, en el que puede asumir de nuevo —por decirlo así—
carne en nuestra sociedad. El bautismo es novedad de vida en el sentido de
que, más allá del don de la vida biológica, necesitamos el don de un senti-
do para la vida que sea más fuerte que la muerte y que perdure aunque los
padres un día desaparezcan. El don de la vida biológica sólo se justifica si
podemos añadir la promesa de un sentido estable, de un futuro que, inclu-
so en las crisis que se presentarán y que no podemos conocer, dará valor a
la vida, de forma que valga la pena vivir, ser criaturas.
Creo que en la preparación de este sacramento, o hablando con los pa-
dres que no aprecian el bautismo, tenemos una situación misionera. Es un
211
mensaje cristiano. Debemos hacernos intérpretes de la realidad que co-
mienza con el bautismo. No conozco suficientemente bien el Ritual ita-
liano. En el Ritual clásico, herencia de la Iglesia antigua, el bautismo co-
mienza con la pregunta: “¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?”. Hoy, al menos
en el Ritual alemán, se responde sencillamente: “El bautismo”. Esto no
explicita suficientemente qué es lo que se debe desear. En el antiguo Ri-
tual se decía: “la fe”, es decir, una relación con Dios. Conocer a Dios. “Y
¿por qué pedís la fe?”, continúa. “Porque queremos la vida eterna”. Es de-
cir, queremos una vida segura también en las crisis futuras, una vida que
tenga sentido, que justifique el ser hombre.
En cualquier caso, yo creo que este diálogo se debe realizar con los pa-
dres ya antes del bautismo. Sólo para decir que el don del sacramento no
es simplemente una “cosa”, no es simplemente “cosificación”, como dicen
los franceses, sino que es una actividad misionera.
Luego viene la Confirmación, que conviene preparar en la edad en que
las personas comienzan a tomar decisiones también con respecto a la fe.
Ciertamente, no debemos transformar la Confirmación en una especie de
“pelagianismo”, como si en ella uno se hiciera católico por sí mismo, sino
en una unión de don y respuesta.
Por último, la Eucaristía es la presencia permanente de Cristo en la cele-
bración diaria de la santa misa. Como he dicho ya, es muy importante para el
sacerdote, para su vida sacerdotal, como presencia real del don del Señor.
Ahora podemos mencionar el matrimonio: también este sacramento se
presenta como una gran ocasión misionera, porque hoy, gracias a Dios, si-
guen queriendo casarse en la iglesia también muchos que no frecuentan
demasiado la iglesia. Es una ocasión para ayudar a estos jóvenes a con-
frontarse con la realidad que es el matrimonio cristiano, el matrimonio sa-
cramental. Me parece también una gran responsabilidad. Lo vemos en los
procesos de nulidad y lo vemos sobre todo en el gran problema de los di-
vorciados que se han vuelto a casar, que quieren recibir la Comunión y no
entienden por qué no es posible. Probablemente, en el momento del “sí”
ante el Señor no entendieron lo que implica ese “sí”. Es unirse al “sí” de
Cristo con nosotros. Es entrar en la fidelidad de Cristo y, por tanto, en el
sacramento que es la Iglesia y así en el sacramento del matrimonio.
Por eso, la preparación para el matrimonio es una ocasión de suma im-
portancia, tiene una dimensión misionera, para anunciar de nuevo en el sa-
cramento del matrimonio el sacramento de Cristo, para comprender esta
fidelidad y así hacer comprender luego el problema de los divorciados que
se han vuelto a casar.
Este es el primer sector, el sector “clásico”, de los sacramentos, que
nos brinda la ocasión para encontrarnos con personas que no van todos los
domingos a la iglesia y, por tanto, es una ocasión para realizar un anuncio
realmente misionero, una “pastoral integrada”. El segundo sector es el
anuncio de la Palabra, con sus dos elementos esenciales: la homilía y la
catequesis.
212
En el Sínodo de los obispos del año pasado los padres hablaron mucho
de la homilía, poniendo de relieve cuán difícil es encontrar el “puente” en-
tre la palabra del Nuevo Testamento, escrita hace dos mil años, y nuestro
presente. La exégesis histórico-crítica a menudo no basta para ayudarnos
en la preparación de la homilía. Lo constato yo mismo al tratar de preparar
homilías que actualicen la palabra de Dios, o mejor, dado que la Palabra
tiene una actualidad en sí misma, para hacer que la gente vea, perciba
esta actualidad.
La exégesis histórico-crítica nos dice mucho acerca del pasado, acerca
del momento en que nació la Palabra, acerca del significado que tuvo en el
tiempo de los Apóstoles de Jesús, pero no siempre nos ayuda suficiente-
mente a comprender que las palabras de Jesús, de los Apóstoles, y también
del Antiguo Testamento, son espíritu y vida: en su palabra el Señor habla
también hoy. Creo que debemos plantear a los teólogos el “desafío” —así
lo hizo el Sínodo— de proseguir, de ayudar más a los párrocos a preparar
las homilías, de hacer ver la presencia de la Palabra: el Señor habla conmi-
go hoy y no sólo en el pasado.
En estos últimos días he leído el proyecto de exhortación apostólica
postsinodal. He visto, con satisfacción, que se habla de este “desafío” de
preparar modelos de homilías. Al final, la homilía la prepara el párroco en
su contexto, porque habla a “su” parroquia. Pero necesita ayuda para com-
prender y para ayudar a entender este “presente” de la Palabra, que nunca
es una palabra del pasado sino que tiene plena actualidad.
Por último, el tercer sector: la cáritas, la diakonía. Siempre somos res-
ponsables de los que sufren, de los enfermos, de los marginados, de los
pobres. A través del retrato de vuestra diócesis veo que son muchos los
que necesitan de vuestra diakonía y también esta es una ocasión siempre
misionera. Así, me parece que la pastoral parroquial “clásica” se autotras-
ciende en los tres sectores y es una pastoral misionera.
Paso ahora al segundo aspecto de la pastoral, tanto con respecto a los
agentes como al trabajo que es preciso realizar. El párroco no puede ha-
cerlo todo. Es imposible. No puede ser un “solista”; no puede hacerlo
todo; necesita la ayuda de otros agentes pastorales. Me parece que hoy,
tanto en los Movimientos como en la Acción católica, en las nuevas co-
munidades que existen, contamos con agentes que deben ser colaborado-
res en la parroquia para una pastoral “integrada”.
Para esta pastoral “integrada” hoy es importante que los otros agentes
que hay no sólo sean activos, sino que además se integren en el trabajo de
la parroquia. El párroco no debe actuar él solo; debe también delegar. De-
ben aprender a integrarse realmente en el trabajo común de la parroquia y,
naturalmente, también en la autotrascendencia de la parroquia en dos sen-
tidos: autotrascendencia en el sentido de que las parroquias colaboran en
la diócesis, porque el obispo es su pastor común y ayuda a coordinar tam-
bién sus compromisos; y autotrascendencia en el sentido de que trabajan
para todos los hombres de este tiempo y tratan también de llevar el men-
saje a los agnósticos, a las personas que están en fase de búsqueda.
213
Este es el tercer nivel, del que ya hablamos antes ampliamente. Me pa-
rece que las ocasiones señaladas nos dan la posibilidad de encontrarnos
con los que no frecuentan la parroquia, los que no tienen fe o tienen poca
fe, y decirles una palabra misionera. Sobre todo estos nuevos sujetos de la
pastoral, y los laicos que viven en las profesiones de nuestro tiempo, de-
ben llevar la palabra de Dios también a los ámbitos que para el párroco a
menudo son inaccesibles.
Coordinados por el obispo, tratemos de coordinar estos diversos secto-
res de la pastoral, de activar a los diversos agentes y sujetos pastorales en
el compromiso común: por una parte, ayudar a la fe de los creyentes, que
es un gran tesoro; y, por otra, hacer que el anuncio de la fe llegue a todos
los que buscan con corazón sincero una respuesta satisfactoria a sus inte-
rrogantes existenciales.
214
Además de esto, debemos también aprender a comprender la estructura
de la liturgia y por qué está articulada así. La liturgia se ha desarrollado a
lo largo de dos milenios e incluso después de la reforma no es algo elabo-
rado sólo por algunos liturgistas. Sigue siendo una continuación de un de-
sarrollo permanente de la adoración y del anuncio. Así, para poder sintoni-
zar bien con ella, es muy importante comprender esta estructura desarro-
llada a lo largo del tiempo y entrar con nuestra mens en la vox de la Igle-
sia.
En la medida en que interioricemos esta estructura, en que comprenda-
mos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, podre-
mos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con
Dios como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la
Iglesia que ora; que transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros”
de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia,
con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios.
Esta es la primera condición: nosotros mismos debemos interiorizar la
estructura, las palabras de la liturgia, la palabra de Dios. Así nuestro cele-
brar es realmente celebrar “con” la Iglesia: nuestro corazón se ha ensan-
chado y no hacemos algo, sino que estamos “con” la Iglesia en coloquio
con Dios. Me parece que la gente percibe si realmente nosotros estamos
en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así, si atraemos a los demás
a nuestra oración común, si atraemos a los demás a la comunión con los
hijos de Dios; o si, por el contrario, sólo hacemos algo exterior.
El elemento fundamental de la verdadera ars celebrandi es, por tanto,
esta consonancia, esta concordia entre lo que decimos con los labios y lo
que pensamos con el corazón. El “sursum corda”, una antiquísima fórmu-
la de la liturgia, ya debería ser antes del Prefacio, antes de la liturgia, el
“camino” de nuestro hablar y pensar. Debemos elevar nuestro corazón al
Señor no sólo como una respuesta ritual, sino como expresión de lo que
sucede en este corazón que se eleva y arrastra hacia arriba a los demás.
En otras palabras, el ars celebrandi no pretende invitar a una especie
de teatro, de espectáculo, sino a una interioridad, que se hace sentir y re-
sulta aceptable y evidente para la gente que asiste. Sólo si ven que no es
un ars exterior, un espectáculo —no somos actores—, sino la expresión
del camino de nuestro corazón, entonces la liturgia resulta hermosa, se
hace comunión de todos los presentes con el Señor.
Naturalmente, a esta condición fundamental, expresada en las palabras
de san Benito: “Mens concordet voci”, es decir, que el corazón se eleve
realmente al Señor, se deben añadir también cosas exteriores. Debemos
aprender a pronunciar bien las palabras. Cuando yo era profesor en mi pa-
tria, a veces los muchachos leían la sagrada Escritura, y la leían como se
lee el texto de un poeta que no se ha comprendido.
Como es obvio, para aprender a pronunciar bien, antes es preciso haber
entendido el texto en su dramatismo, en su presente. Así también el Prefa-
cio. Y la Plegaria eucarística. Para los fieles es difícil seguir un texto tan
largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso, se han “inventado”
215
siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se
responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo
que invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por
tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia
bien, incluso con los debidos momentos de silencio, si se pronuncia con
interioridad pero también con el arte de hablar.
De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística requiere un mo-
mento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a
los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la
catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al pueblo de Dios
esta Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir sus grandes momentos:
el relato y las palabras de la institución, la oración por los vivos y por los
difuntos, la acción de gracias al Señor, la epíclesis, de modo que la comu-
nidad se implique realmente en esta plegaria.
Por consiguiente, hay que pronunciar bien las palabras. Luego, debe
haber una preparación adecuada. Los monaguillos deben saber lo que tie-
nen que hacer; los lectores deben saber realmente cómo han de pronun-
ciar. Asimismo, el coro, el canto, deben estar preparados; el altar se debe
adornar bien. Todo ello, aunque se trate de muchas cosas prácticas, forma
parte del ars celebrandi. Pero, para concluir, este arte de entrar en comu-
nión con el Señor, que preparamos con toda nuestra vida sacerdotal, es un
elemento fundamental.
La familia: su testimonio
Don Angelo Pennazza (Párroco en Pavona): Santidad, en el Catecismo de
la Iglesia católica leemos que “el Orden y el matrimonio, están ordenados
a la salvación de los demás. (...) Confieren una misión particular en la
Iglesia y sirven a la edificación del pueblo de Dios” (n. 1534). Esto nos
parece realmente fundamental no sólo para nuestra acción pastoral, sino
también para nuestro modo de ser sacerdotes. ¿Qué podemos hacer los
sacerdotes para llevar a la práctica pastoral esta afirmación y, según lo
que usted mismo ha reafirmado recientemente, cómo podemos comunicar
de forma positiva la belleza del matrimonio, de forma que siga siendo
atractivo también para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo? La
gracia sacramental de los esposos, ¿qué puede dar a nuestra vida sacer-
dotal?
Se trata de dos grandes preguntas. La primera es: ¿cómo comunicar a
la gente de hoy la belleza del matrimonio? Vemos cómo muchos jóvenes
tardan en casarse en la Iglesia, porque tienen miedo de hacer una opción
definitiva. Más aún, también tardan en casarse por lo civil. A muchos jó-
venes, y también a muchos no tan jóvenes, una opción definitiva les pare-
ce un vínculo contra la libertad. Y su primer deseo es la libertad. Tienen
miedo de fallar al final. Ven muchos matrimonios fracasados. Tienen mie-
do de que esta forma jurídica, como ellos la perciben, sea una carga exte-
rior que apague el amor.
216
Es preciso ayudarles a comprender que no se trata de un vínculo jurídi-
co, de una carga que se asume con el matrimonio. Al contrario, la profun-
didad y la belleza radican precisamente en el hecho de que es una opción
definitiva. Sólo así el matrimonio puede hacer madurar el amor en toda
su belleza. Pero, ¿cómo comunicarlo? Creo que es un problema que
afrontamos todos nosotros.
Para mí, en Valencia —y usted, eminencia, podrá confirmarlo— un
momento importante no sólo fue cuando hablé de esto, sino también cuan-
do se presentaron ante mí diversas familias con más o menos hijos; una fa-
milia era casi una “parroquia”, con muchos niños. La presencia, el testi-
monio de estas familias fue realmente mucho más fuerte que todas las pa-
labras. Esas familias presentaron ante todo la riqueza de su experiencia fa-
miliar: cómo una familia tan grande resulta realmente una riqueza cultural,
una oportunidad de educación de unos y otros, una posibilidad de hacer
que convivan juntas las diversas expresiones de la cultura de hoy, la entre-
ga, la ayuda mutua también en los momentos de sufrimiento, etc.
Pero también fue importante el testimonio de las crisis que han sufrido.
Uno de esos matrimonios casi había llegado al divorcio. Explicaron cómo
habían aprendido a superar esa crisis, el sufrimiento ante la alteridad del
otro, y cómo habían aprendido a aceptarse de nuevo. Precisamente al su-
perar el momento de la crisis, del deseo de separarse, creció una nueva di-
mensión del amor y se abrió una puerta hacia una nueva dimensión de la
vida, que sólo podía abrirse soportando el sufrimiento de la crisis. Esto
me parece muy importante. Hoy se llega a la crisis en el momento en que
se constata la diversidad de temperamentos, la dificultad de soportarse
cada día, durante toda la vida. Entonces, al final, se decide: separémonos.
A través de estos testimonios hemos comprendido que en la crisis, so-
portando el momento en que parece que ya no se puede más, realmente se
abren nuevas puertas y una nueva belleza del amor. Una belleza hecha só-
lo de armonía no es una verdadera belleza; le falta algo; es deficitaria. La
verdadera belleza necesita también el contraste. Lo oscuro y lo luminoso
se completan. La uva para madurar no sólo necesita el sol, sino también la
lluvia; no sólo el día, sino también la noche.
Los sacerdotes, tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender
la necesidad del sufrimiento, de la crisis. Debemos aguantar, trascender
este sufrimiento. Sólo así la vida resulta rica. Para mí el hecho de que el
Señor lleve por toda la eternidad los estigmas tiene un valor simbólico.
Esos estigmas, expresión de los atroces sufrimientos y de la muerte, son
ahora sellos de la victoria de Cristo, de toda la belleza de su victoria y de
su amor por nosotros.
Tanto los sacerdotes como las personas casadas debemos aceptar la ne-
cesidad de soportar la crisis de la alteridad, del otro, la crisis en que parece
que ya no se puede convivir. Los esposos deben aprender juntos a seguir
adelante, también por amor a los hijos, y así conocerse de nuevo, amarse de
nuevo, con un amor mucho más profundo, mucho más verdadero. Así, en un
camino largo, con sus sufrimientos, realmente madura el amor.
217
Me parece que nosotros, los sacerdotes, podemos también aprender de
los esposos, precisamente de sus sufrimientos y de sus sacrificios. A me-
nudo pensamos que sólo el celibato es un sacrificio. Pero, conociendo los
sacrificios de las personas casadas —pensemos en sus hijos, en los proble-
mas que surgen, en los temores, en los sufrimientos, en las enfermedades,
en la rebelión, y también en los problemas de los primeros años, cuando se
pasan casi todas las noches en vela porque los niños lloran— debemos
aprender de ellos, de sus sacrificios, nuestro sacrificio. Y aprender juntos
que es hermoso madurar en los sacrificios y así trabajar por la salvación
de los demás.
Usted, don Pennazza, con razón ha citado el Catecismo, que afirma
que el matrimonio es un sacramento para la salvación de los demás: ante
todo para la salvación del otro, del esposo, de la esposa, pero también de
los niños, de los hijos y, por último, de toda la comunidad. Así el sacerdo-
te madura también al encontrarse con los demás.
Así pues, creo que debemos implicar a las familias. Las fiestas de la fa-
milia me parecen muy importantes. Con ocasión de las fiestas conviene que
aparezca la familia, que se destaque la belleza de las familias. También los
testimonios, aunque quizá estén demasiado de moda, en ciertas ocasiones
pueden ser realmente un anuncio, una ayuda para todos nosotros.
Para concluir, a mi parecer sigue siendo muy importante que en la car-
ta de san Pablo a los Efesios las bodas de Dios con la humanidad a través
de la encarnación del Señor se realicen en la cruz, en la que nace la nueva
humanidad, la Iglesia. El matrimonio cristiano nace precisamente en estas
bodas divinas. Como dice san Pablo, es la concretización sacramental de
lo que sucede en este gran misterio. Así debemos seguir redescubriendo
siempre este vínculo entre la cruz y la resurrección, entre la cruz y la be-
lleza de la Redención, e insertarnos en este sacramento. Pidamos al Señor
que nos ayude a anunciar bien este misterio, a vivir este misterio, a apren-
der de los esposos cómo lo viven ellos, a ayudarnos a vivir la cruz, de for-
ma que lleguemos también a los momentos de la alegría y de la resurrec-
ción.
218
agenda tan cargada? ¿Cómo podemos servir a los jóvenes a partir de sus
valores, en vez de servirnos de ellos para “nuestras cosas”?
Ante todo, quisiera subrayar lo que usted ha dicho. Con motivo de las
Jornadas mundiales de la juventud, y también en otras ocasiones, como re-
cientemente en la Vigilia de Pentecostés, se pone de manifiesto que en la
juventud hay un deseo, una búsqueda también de Dios. Los jóvenes quie-
ren ver si Dios existe y qué les dice. Por tanto, tienen cierta disponibilidad,
a pesar de todas las dificultades de hoy. También tienen entusiasmo. Por
tanto, debemos hacer todo lo posible por mantener viva esta llama que se
manifiesta en ocasiones como las Jornadas mundiales de la juventud.
¿Cómo hacerlo? Es nuestra pregunta común. Creo que precisamente
aquí debería realizarse una “pastoral integrada”, porque en realidad no to-
dos los párrocos tienen la posibilidad de ocuparse suficientemente de la
juventud. Por eso, se necesita una pastoral que trascienda los límites de la
parroquia y que trascienda también los límites del trabajo del sacerdote.
Una pastoral que implique también a muchos agentes.
Me parece que, bajo la coordinación del obispo, por una parte, se debe
encontrar el modo de integrar a los jóvenes en la parroquia, a fin de que
sean fermento de la vida parroquial; y, por otra, encontrar para estos jóve-
nes también la ayuda de agentes extra-parroquiales. Las dos cosas deben ir
juntas. Es preciso sugerir a los jóvenes que, no sólo en la parroquia sino
también en diversos contextos, deben integrarse en la vida de la diócesis,
para luego volver a encontrarse en la parroquia. Por eso, hay que fomentar
todas las iniciativas que vayan en este sentido.
Creo que es muy importante en la actualidad la experiencia del volun-
tariado. Es muy importante que a los jóvenes no sólo les quede la opción
de las discotecas; hay que ofrecerles compromisos en los que vean que son
necesarios, que pueden hacer algo bueno. Al sentir este impulso de hacer
algo bueno por la humanidad, por alguien, por un grupo, los jóvenes sien-
ten un estímulo a comprometerse y encuentran también la “pista” positiva
de un compromiso, de una ética cristiana.
Me parece de gran importancia que los jóvenes tengan realmente com-
promisos cuya necesidad vean, que los guíen por el camino de un servicio
positivo para prestar una ayuda inspirada en el amor de Cristo a los hom-
bres, de forma que ellos mismos busquen las fuentes donde pueden encon-
trar fuerza y estímulo.
Otra experiencia son los grupos de oración, donde aprenden a escuchar
la palabra de Dios, a comprender la palabra de Dios, precisamente en su
contexto juvenil, a entrar en contacto con Dios. Esto quiere decir también
aprender la forma común de oración, la liturgia, que tal vez en un primer
momento les parezca bastante inaccesible. Aprenden que existe la palabra
de Dios que nos busca, a pesar de toda la distancia de los tiempos, que nos
habla hoy a nosotros. Nosotros llevamos al Señor el fruto de la tierra y de
nuestro trabajo, y lo encontramos transformado en don de Dios. Hablamos
219
como hijos con el Padre y recibimos luego el don de él mismo. Recibimos
la misión de ir por el mundo con el don de su presencia.
También serían útiles algunas clases de liturgia, a las que los jóvenes
puedan asistir. Por otra parte, hacen falta ocasiones en que los jóvenes
puedan mostrarse y presentarse. Aquí, en Albano, según he escuchado, se
hizo una representación de la vida de san Francisco. Comprometerse en
este sentido quiere decir entrar en la personalidad de san Francisco, de su
tiempo, y así ensanchar la propia personalidad. Se trata sólo de un ejem-
plo, algo en apariencia bastante singular. Puede ser una educación para en-
sanchar la propia personalidad, para entrar en un contexto de tradición
cristiana, para despertar la sed de conocer mejor la fuente donde bebió
este santo, que no era sólo un ambientalista o un pacifista, sino sobre todo
un hombre convertido.
Me ha complacido leer que el obispo de Asís, mons. Sorrentino, preci-
samente para salir al paso de este “abuso” de la figura de san Francisco,
con ocasión del VIII centenario de su conversión convocó un “Año de
conversión” para ver cuál es el verdadero “desafío”. Tal vez todos pode-
mos animar un poco a la juventud para que comprenda qué es la conver-
sión, remitiéndonos a la figura de san Francisco, a fin de buscar un camino
que ensanche la vida. Francisco al inicio era casi una especie de “play-
boy”. Luego, cayó en la cuenta de que eso no era suficiente. Escuchó la
voz del Señor: “Reconstruye mi casa”. Poco a poco comprendió lo que
quería decir “construir la casa del Señor”.
Así pues, no tengo respuestas muy concretas, porque se trata de una
misión donde encuentro ya a los jóvenes reunidos, gracias a Dios. Pero me
parece que se deben aprovechar todas las oportunidades que se ofrecen
hoy en los Movimientos, en las asociaciones, en el voluntariado, y en otras
actividades juveniles.
También es necesario presentar la juventud a la parroquia, a fin de que
vea quiénes son los jóvenes. Hace falta una pastoral vocacional. Todo
debe coordinarlo el obispo. Me parece que, a través de la auténtica coope-
ración de los jóvenes que se forman, se encuentran agentes pastorales. Así,
se puede abrir el camino de la conversión, la alegría de que Dios existe y
se preocupa de nosotros, de que nosotros tenemos acceso a Dios y pode-
mos ayudar a otros a “reconstruir su casa”. Me parece que, en resumen,
nuestra misión, a veces difícil, pero en último término muy hermosa con-
siste en “construir la casa de Dios” en el mundo actual.
Os agradezco vuestra atención y os pido disculpas por lo fragmentario
de mis respuestas. Queremos colaborar juntos para que crezca la “casa de
Dios” en nuestro tiempo, para que muchos jóvenes encuentren el camino
del servicio al Señor.
220
¿Cómo podemos escuchar la voz de Dios?
Gregorpaolo Stano: Diócesis de Oria, Italia del I año (1° filosofía)
Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al discer-
nimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un
ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y
sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan
dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender có-
mo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al hablarnos
en nuestro interior.
Ahora respondo a la primera pregunta: ¿cómo podemos discernir la
voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro mun-
do? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras. Habla
por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los padres, del
párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que
se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por medio de
los acontecimientos de nuestra vida, en los que podemos descubrir un ges-
to de Dios. Habla también a través de la naturaleza, de la creación; y, na-
turalmente, habla sobre todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída
en la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación con
Dios.
Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy
personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un hom-
bre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio,
sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo. Apren-
der a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la pa-
labra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo así la lectura
de la sagrada Escritura en una conversación con Dios. San Agustín dice a
menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra,
hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una parte, esta
lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en la que trato
de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura perso-
nal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la
sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.
Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —
aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta perso-
nal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el ca-
mino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este camino,
de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta humana.
Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la Es-
critura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspi-
rado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de
una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la sagrada
Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es
decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros
Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.
221
Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por
consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada
uno entra en el “nosotros” de los hijos de Dios en conversación con Dios.
Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras “Padre nuestro”.
Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el “nosotros” de este
“nuestro”; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este “noso-
tros”, que es el sujeto de la oración del padrenuestro.
Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar privile-
giado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la Palabra,
elLogos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras manos. Si nos
disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de
todos los tiempos, lo encontraremos.
Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto
se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en nues-
tro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran “nosotros” de la Igle-
sia, donde la palabra de Dios está viva.
Luego vienen los demás puntos: escuchar a los amigos, escuchar a los
sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy, escu-
chando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y de la
creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.
Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras.
Es importante, por una parte, estar en el “nosotros” de la Iglesia, en el
“nosotros” vivido en la liturgia. Es importante personalizar este “nosotros”
en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor, de-
jarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por
decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este “nosotros” se
transforme en mi “nosotros”, y yo, en uno que realmente pertenece a este
“nosotros”. Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con
Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de
Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.
222
pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la
cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso
nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este
gran “sí”, a la altura de celebrar “in persona Christi”, de vivir coherente-
mente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de sacerdote.
Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red
con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la
cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra de-
bilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se creen
ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a los que
oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se saben dé-
biles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el perdón del Se-
ñor, su gracia, para seguir adelante.
Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión
permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento
de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con
Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que tam-
bién el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de con-
versión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspecti-
vas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan valles os-
curos, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en la
bondad del Señor.
Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No
es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. De-
bemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo
adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación con-
virtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo, madurando
para el Señor, en nuestra comunión con él.
Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que pode-
mos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de sacerdotes
amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos ayuden.
Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la gente
tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su generosi-
dad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos
ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud de pacien-
cia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los demás, a tener
comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles también a
ellos a perdonar como nosotros perdonamos.
Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa
carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con
ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradeci-
miento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la perseveran-
cia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad tempus, ad
experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer de modo de-
finitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la gracia de la
perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me dé esta gracia.
223
Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la con-
versión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la perse-
verancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las pala-
bras del cardenal Martini, “hasta ahora el Señor me ha dado esta gracia de
la perseverancia; espero que me la dé también para esta última etapa de mi
camino en esta tierra”. Me parece que debemos confiar en este don de la
perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con tenacidad, con
humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el don
de la perseverancia final, para que nos acompañe cada día hasta el final,
aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la perseverancia nos
da alegría, nos da la certeza de que somos amados por el Señor y que este
amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en nuestras debilidades.
Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor
224
perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la me-
dida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo
soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontre-
mos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos
que la Providencia decida qué hace con nosotros.
Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la
gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la
fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monas-
terio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa
africana, ya encorvada, le dijo: “Pero, ¿qué hace usted, hermana?”. Bakhi-
ta le respondió: “Yo hago lo mismo que usted excelencia”. El obispo ad-
mirado preguntó: “¿Qué cosa?”. Y Bakhita le contestó: “Excelencia, los
dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de Dios”.
Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religio-
sa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diver-
sas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lu-
gar debido.
También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que
dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en
un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verda-
dera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece
que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una
vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentacio-
nes tan humanas.
225
Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándo-
nos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el
Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para su-
frir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus
hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco,
como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu
caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos
crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.
Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho
tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda delQuo
vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz
del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a
los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.
Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da aleg-
ría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el
que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso do-
loroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera ale-
gría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda,
miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que
luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la aleg-
ría, sino a la autodestrucción.
Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece
en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz,
con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano
de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar
esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna difi-
cultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del se-
guimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta es-
cuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.
Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud
o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un
gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que co-
nocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético.
Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos
com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente
con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos,
asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en
la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.
Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras
parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del se-
guimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de
ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-
pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que
la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos
abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero
226
Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro
Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.
Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la
gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para
que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de madu-
ración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.
227
Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: “Pero, ¿cómo puede brotar
agua de estas piedras?”.
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las
palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay
que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se
ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre
esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contem-
poráneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo co-
menzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los
demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los de-
más y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Pala-
bra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero
reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el do-
mingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado
por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una si-
tuación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la
gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta
y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente
esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor
cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha
de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto
a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de
estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus
dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, en-
contrar a nuestro Señor Jesucristo.
228
y, por tanto, no puedo dar indicaciones muy concretas, diría que el primer
elemento me parece precisamente y sobre todo el acompañamiento. Deben
experimentar que se puede vivir la fe en este tiempo, que no se trata de
una cosa del pasado, sino que es posible vivir hoy como cristianos y en-
contrar así realmente el bien.
Recuerdo un elemento autobiográfico en los escritos de san Ci-
priano: He vivido en este mundo nuestro —dice— totalmente alejado de
Dios, porque las divinidades estaban muertas y Dios no era visible. Y
viendo a los cristianos, he pensado: es una vida imposible, ¡esto no se pue-
de realizar en nuestro mundo! Pero después, encontrando a algunos de
ellos, estando en su compañía, dejándome guiar en el catecumenado, en
este camino de conversión hacia Dios, poco a poco he comprendido: ¡es
posible! Y ahora soy feliz por haber encontrado la vida. He comprendido
que aquella otra no era vida, y en verdad —confiesa— sabía ya antes que
aquella no era la verdadera vida.
Me parece muy importante que los jóvenes encuentren a personas —
bien de su edad, bien más maduras— en las que puedan descubrir que la
vida cristiana hoy es posible y también razonable y realizable. Sobre estos
dos últimos elementos creo que existen dudas: sobre la factibilidad, por-
que los demás caminos están muy lejos del estilo de vida cristiano, y sobre
la racionalidad, porque a primera vista parece que la ciencia nos dice co-
sas totalmente diversas y, por tanto, no es posible comenzar un recorrido
razonable hacia la fe, de modo que se muestre que es una cosa en sintonía
con nuestro tiempo y con la razón.
El primer punto es, pues, la experiencia, que abre luego la puerta tam-
bién al conocimiento. En este sentido, el “catecumenado” vivido de modo
nuevo, es decir, como camino común de vida, como experiencia común
del hecho de que es posible vivir así, es de gran importancia. Sólo si hay
una cierta experiencia, se puede también comprender. Recuerdo un conse-
jo que Pascal daba a un amigo no creyente. Le decía: prueba a hacer las
cosas que hace un creyente y, después, con esta experiencia, verás que
todo es lógico y verdadero.
Un aspecto importante nos lo muestra precisamente ahora la Cuares-
ma. No podemos pensar en vivir inmediatamente una vida cristiana al
ciento por ciento, sin dudas y sin pecados. Debemos reconocer que esta-
mos en camino, que debemos y podemos aprender, que necesitamos tam-
bién convertirnos poco a poco. Ciertamente, la conversión fundamental es
un acto que es para siempre. Pero la realización de la conversión es un
acto de vida, que se realiza con paciencia toda la vida. Es un acto en el que
no debemos perder la confianza y la valentía del camino. Precisamente de-
bemos reconocer esto: no podemos hacer de nosotros mismos cristianos
perfectos de un momento a otro. Sin embargo, vale la pena ir adelante, ser
fieles a la opción fundamental, por decirlo así, y luego continuar con per-
severancia en un camino de conversión que a veces se hace difícil. En
efecto, puede suceder que venga el desánimo, por lo cual se quiera dejar
todo y permanecer en un estado de crisis. No hay que abatirse enseguida,
229
sino que, con valentía, comenzar de nuevo. El Señor me guía, el Señor es
generoso y, con su perdón, voy adelante, llegando a ser generoso también
yo con los demás. Así, aprendemos realmente a amar al prójimo y la vida
cristiana, que implica esta perseverancia de no detenerme en el camino.
En cuanto a los grandes temas, diría que es importante conocer a Dios.
El tema “Dios” es esencial. San Pablo dice en la carta a los Efesios: “Re-
cordad cómo en otro tiempo estabais sin esperanza y sin Dios. Pero ahora,
en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis lle-
gado a estar cerca” (Ef 2, 11-13). Así la vida tiene un sentido, que me guía
también en medio de las dificultades. Por consiguiente, es necesario vol-
ver al Dios creador, al Dios que es la razón creadora, y luego encontrar a
Cristo, que es el Rostro vivo de Dios. Podemos decir que aquí hay una re-
ciprocidad. Por una parte, el encuentro con Jesús, con esta figura humana,
histórica, real, me ayuda a conocer poco a poco a Dios; y, por otra, cono-
cer a Dios me ayuda a comprender la grandeza del misterio de Cristo, que
es el Rostro de Dios. Sólo si logramos entender que Jesús no es un gran
profeta, una de las personalidades religiosas del mundo, sino que es el
Rostro de Dios, que es Dios, hemos descubierto la grandeza de Cristo y
hemos encontrado quién es Dios. Dios no es sólo una sombra lejana, la
“Causa primera”, sino que tiene un Rostro: es el Rostro de la misericordia,
el Rostro del perdón y del amor, el Rostro del encuentro con nosotros.
Por tanto, estos dos temas se compenetran recíprocamente y deben ir
siempre juntos.
Además, debemos comprender que la Iglesia es la gran compañera del
camino en el que estamos. En ella la palabra de Dios se mantiene viva y
Cristo no es sólo una figura del pasado, sino que está presente. Así, debe-
mos redescubrir la vida sacramental, el perdón sacramental, la Eucaristía,
el bautismo como nacimiento nuevo. San Ambrosio, en la Noche pascual,
en la última catequesis mistagógica, dijo: Hasta ahora hemos hablado de las
cosas morales; ahora es el momento de hablar del Misterio. Había ofrecido
una guía para la experiencia moral, naturalmente a la luz de Dios, que luego
se abre al Misterio.Pienso que hoy estas dos cosas deben compenetrarse: un
camino con Jesús, que descubre cada vez más la profundidad de su misterio.
Así, se aprende a vivir de modo cristiano, se aprende la grandeza del perdón
y la grandeza del Señor, que se entrega a nosotros en la Eucaristía.
En este camino nos acompañan los santos. Ellos, a pesar de tantos pro-
blemas, vivieron y son la “interpretación” auténtica y viva de la Sagrada
Escritura. Cada uno tiene su santo, del que puede aprender mejor qué
comporta vivir como cristiano. Son, sobre todo, los santos de nuestro
tiempo. Y luego, por supuesto, está siempre María, que es la Madre de la
Palabra. Redescubrir a María nos ayuda a ir adelante como cristianos y a
conocer al Hijo.
230
3. El rector de la iglesia de Santa Lucía del Gonfalone expuso la expe-
riencia de la lectura integral de la Biblia que está haciendo la comunidad
junto con la Iglesia valdense, y preguntó cuál es el valor de la palabra de
Dios en la comunidad eclesial, cómo promover el conocimiento de la Bi-
blia para que la Palabra forme a la comunidad también para un camino
ecuménico.
Usted tiene ciertamente una experiencia más concreta de cómo hacer
esto. Ante todo, puedo decir que el próximo Sínodo tratará sobre la pala-
bra de Dios. He visto ya losLineamenta elaborados por el Consejo del Sí-
nodo, y pienso que estarán bien presentadas las diversas dimensiones de la
presencia de la Palabra en la Iglesia.
Sin duda alguna, la Biblia, en su integridad, es algo grandioso y que
hay que descubrir poco a poco. Porque si la consideramos sólo parcial-
mente, a menudo puede resultar difícil comprender que se trata de la pala-
bra de Dios: por ejemplo, en ciertas partes de los libros de los Reyes, con
las crónicas, con el exterminio de los pueblos existentes en Tierra Santa.
Muchas otras cosas son difíciles. Precisamente también el Qohélet puede
ser aislado y puede resultar muy difícil: justamente parece teorizar la des-
esperación, porque nada permanece y porque también el sabio al final
muere junto con los necios. Acabamos de leerlo ahora en el Breviario.
Un primer punto me parece precisamente leer la Sagrada Escritura en
su unidad e integridad. Cada parte forma parte de un camino, y sólo vién-
dolas en su integridad, como un camino único, donde una parte explica la
otra, podemos comprender esto. Detengámonos, por ejemplo, con el
Qohélet. En otro tiempo estaba la palabra de la sabiduría, según la cual
quien es bueno vive también bien, es decir, Dios premia a quien es bueno.
Y después viene Job y se ve que no es así, y precisamente quien vive bien
sufre más. Parece verdaderamente olvidado por Dios. Siguen los Salmos
de aquel período, donde se dice: ¿qué hace Dios? Los ateos, los soberbios
viven bien, están gordos, se alimentan bien, se ríen de nosotros y dicen:
¿dónde está Dios? No se interesa por nosotros, y nosotros hemos sido ven-
didos como ovejas de matadero ¿Qué haces con nosotros? ¿Por qué es así?
Llega el momento en que el Qohélet dice: pero toda esta sabiduría, al fi-
nal, ¿dónde permanece? Es un libro casi existencialista, en el que se afir-
ma: todo es vano. Este primer camino no pierde su valor, sino que se abre
a la nueva perspectiva que, al final, conduce hacia la cruz de Cristo, “el
Santo de Dios”, como dice san Pedro en el capítulo sexto del evangelio de
san Juan. Termina con la cruz. Y precisamente así se demuestra la sabidu-
ría de Dios, que luego nos describirá san Pablo.
Y, por tanto, sólo si consideramos todo como un único camino, paso a
paso, y aprendemos a leer la Escritura en su unidad, podemos también
realmente acceder a la belleza y a la riqueza de la Sagrada Escritura. Por
consiguiente, leer todo, pero siempre teniendo presente la totalidad de la
Sagrada Escritura, donde una parte explica la otra, un paso del camino ex-
plica el otro. La exégesis moderna puede ser de gran ayuda en lo que res-
pecta a este punto. Consideremos, por ejemplo, el libro de Isaías, cuando
231
los exegetas descubrieron que a partir del capítulo 40 el autor es otro, el
Deutero-Isaías, como se dijo en aquel tiempo. Para la teología católica fue
un momento de gran terror.
Alguno pensó que así se destruía Isaías y, al final, en el capítulo 53, la
visión del Siervo de Dios ya no era del Isaías que había vivido casi 800
años antes de Cristo. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. Ahora hemos com-
prendido que todo el libro es un camino de relecturas siempre nuevas,
donde se entra cada vez con más profundidad en el misterio propuesto al
inicio y se abre cada vez más plenamente cuanto estaba inicialmente pre-
sente, pero aún cerrado.
En un libro podemos comprender precisamente todo el camino de la
Sagrada Escritura: se trata de una relectura permanente, un volver a com-
prender cuanto se ha dicho antes. La luz se va encendiendo lentamente y
el cristiano puede comprender cuanto el Señor ha dicho a los discípulos de
Emaús, explicándoles que todos los profetas habían hablado de él. El Se-
ñor nos abre la última relectura: Cristo es la clave de todo, y sólo unién-
dose en el camino a los discípulos de Emaús, sólo caminando con Cristo,
releyendo todo en su luz, con él crucificado y resucitado, entramos en la
riqueza y en la belleza de la Sagrada Escritura.
Por esta razón, diría que el punto importante es no fragmentar la
Sagrada Escritura. Precisamente la crítica moderna, como vemos ahora,
nos ha hecho comprender que es un camino permanente. Y también pode-
mos ver que es un camino que tiene una dirección y que Cristo es el punto
de llegada. Comenzando desde Cristo podemos reanudar el camino y en-
trar en la profundidad de la Palabra.
Resumiendo, diría que la lectura de la Sagrada Escritura debe ser siem-
pre una lectura a la luz de Cristo. Sólo así podemos leer y comprender, in-
cluso en nuestro contexto actual, la Sagrada Escritura y obtener realmente
de ella la luz. Debemos comprender esto: la Sagrada Escritura es un ca-
mino con una dirección. Quien conoce el punto de llegada también puede
dar, ahora de nuevo, todos los pasos y aprender así, de modo más profun-
do, el misterio de Cristo. Comprendiendo esto, también hemos comprendi-
do el carácter eclesial de la Sagrada Escritura, porque estos caminos, estos
pasos del camino, son pasos de un pueblo. Es el pueblo de Dios que va
adelante. El verdadero propietario de la Palabra es siempre el pueblo de
Dios, guiado por el Espíritu Santo, y la inspiración es un proceso comple-
jo: el Espíritu Santo guía adelante, y el pueblo recibe.
Es, pues, el camino de un pueblo, del pueblo de Dios. La sagrada Es-
critura hay que leerla bien. Pero esto sólo puede hacerse si caminamos
dentro de este sujeto que es el pueblo de Dios que vive, que es renovado y
fundado de nuevo por Cristo, pero que conserva siempre su identidad.
Por consiguiente, diría que hay tres dimensiones relacionadas y com-
penetradas entre sí: la dimensión histórica, la dimensión cristológica y la
dimensión eclesiológica —del pueblo en camino—. En una lectura com-
pleta las tres dimensiones están presentes. Por eso, la liturgia —la lectura
común y orante del pueblo de Dios— sigue siendo el lugar privilegiado para
232
la comprensión de la Palabra, porque precisamente aquí la lectura se con-
vierte en oración y se une a la oración de Cristo en la Plegaria eucarística.
Quisiera añadir aún una cosa, que han subrayado todos los Padres de la
Iglesia. Pienso, sobre todo, en un bellísimo texto de san Efrén y en otro de
san Agustín, en los que se dice: si has comprendido poco, acepta, no pien-
ses que has comprendido todo. La Palabra sigue siendo siempre mucho
más grande de lo que has podido comprender. Y esto hay que decirlo aho-
ra de modo crítico ante una cierta parte de la exégesis moderna, que piensa
que ha comprendido todo y que por eso, después de la interpretación ela-
borada por ella, ya no se puede decir nada más. Esto no es verdad. La Pa-
labra es siempre más grande que la exégesis de los Padres y que la exége-
sis crítica, porque también esta comprende sólo una parte, diría, más bien,
una parte mínima. La Palabra es siempre más grande, este es nuestro gran
consuelo. Y, por una parte, es hermoso saber que hemos comprendido sola-
mente un poco. Es hermoso saber que existe aún un tesoro inagotable y que
cada nueva generación redescubrirá nuevos tesoros e irá adelante con la
grandeza de la palabra de Dios, que va siempre delante de nosotros, nos guía
y es siempre más grande. Con esta certeza se debe leer la Escritura.
San Agustín dijo: beben de la fuente la liebre y el asno. El asno bebe
más, pero cada uno bebe según su capacidad. Sea que seamos liebres, sea
que seamos asnos, estemos agradecidos porque el Señor nos permite beber
de su agua.
233
absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace pre-
sente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor abso-
luto. El plus del mal, que existe siempre si vemos sólo empíricamente las
proporciones, es superado por el plus inmenso del bien, del sufrimiento
del Hijo de Dios.
En este sentido existe la reparación, que es necesaria. Me parece que
hoy resulta un poco difícil comprender estas cosas. Si vemos el peso del
mal en el mundo, que aumenta continuamente, que parece prevalecer ab-
solutamente en la historia —como dice san Agustín en una meditación—,
se podría incluso desesperar. Pero vemos que hay un plus aún mayor en el
hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia, se ha hecho partícipe
de la historia y ha sufrido a fondo. Este es el sentido de la reparación. Este
plus del Señor es para nosotros una llamada a ponernos de su parte, a en-
trar en este gran plus del amor y a manifestarlo, incluso con nuestra debili-
dad. Sabemos que también nosotros necesitábamos este plus, porque tam-
bién en nuestra vida existe el mal. Todos vivimos gracias al plus del Se-
ñor. Pero nos hace este don para que, como dice la carta a los Colosenses,
podamos asociarnos a su abundancia y, así, hagamos crecer aún más esta
abundancia, concretamente en nuestro momento histórico.
La teología debería hacer más para comprender aún mejor esta reali-
dad de la reparación. A lo largo de la historia no han faltado ideas equivo-
cadas. He leído en estos días los discursos teológicos de san Gregorio Na-
cianceno, que en cierto momento habla de este aspecto y se pregunta: ¿a
quién ofreció el Señor su sangre? Dice: el Padre no quería la sangre del
Hijo, el Padre no es cruel, no es necesario atribuir esto a la voluntad del
Padre; pero la historia lo exigía, lo exigían la necesidad y los desequili-
brios de la historia; se debía entrar en estos desequilibrios y recrear aquí el
verdadero equilibrio. Esto es precisamente muy iluminador. Pero me pare-
ce que aún no poseemos suficientemente el lenguaje para comprender no-
sotros mismos este hecho y para hacerlo comprender después a los demás.
No se debe ofrecer a un Dios cruel la sangre de Dios. Pero Dios mismo,
con su amor, debe entrar en los sufrimientos de la historia para crear no
sólo un equilibrio, sino un plus de amor que es más fuerte que la abundan-
cia del mal que existe. El Señor nos invita a esto.
Se trata de una realidad típicamente católica. Lutero dice: no podemos
añadir nada. Y esto es verdad. Y también dice: por tanto, nuestras obras no
cuentan nada. Y esto no es verdad. Porque la generosidad del Señor se
muestra precisamente en el hecho de que nos invita a entrar, y da valor
también a nuestro estar con él. Debemos aprender mejor todo esto y sentir
la grandeza, la generosidad del Señor y la grandeza de nuestra vocación.
El Señor quiere asociarnos a este gran plus suyo. Si comenzamos a com-
prenderlo, estaremos contentos de que el Señor nos invite a esto. Será la
gran alegría de experimentar que el amor del Señor nos toma en serio.
234
20070724. Discurso. Auronzo di Cadore
235
encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad,
porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de
nuestro ser humano.
Pero, comohe aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi
parecer, a este «curar», en sus múltiples formas, pertenece también el
ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de
curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente
sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el
Bautismo, que es la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan
por el sacramento de la Reconciliación, y la Unción de los enfermos.
Naturalmente, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía,
se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero
sobre todo -este es nuestro mandato- las almas. Debemos pensar en las
numerosas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que
existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro
con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la
meditación, el estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios.
Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos
nosotros? Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una
utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de
cincuenta años o quién sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios
que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de
Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios
tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está
siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos
los creyentes.
Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios
hoy, hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de
Dios y, naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en
la sagrada Eucaristía.
Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos
humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien
nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace
reconocer los límites de nuestras fuerzas. Lo que no podemos hacer
nosotros, lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar,
de colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de
orar, curar y anunciar.
236
personas divorciadas que se vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a
los sacerdotes una ayuda para su vida espiritual. Estas personas con
frecuencia sufren por no poder acceder a los sacramentos. Es necesario
afrontar esas situaciones, compartiendo los sufrimientos que implican.
Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas, espirituales y pastorales
podemos conjugar la misericordia y la verdad? Muchas gracias.
238
Los jóvenes y el sentido de la vida: el dolor, el amor, Dios.
Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra
esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una difi-
cultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de
consumo inmediato; no un proyecto por construir, sino un vagabundeo sin
meta fija. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y
perfectos y eso implica como consecuencia que cualquier pequeño fracaso
y la mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento, sino
como una derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos
irremediables como el suicidio, que provocan una laceración en el
corazón de quienes los aman y de la sociedad entera. ¿Qué nos puede
decir a los educadores, que a menudo nos sentimos con las manos atadas
y sin respuestas? Muchas gracias.
Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está
presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de
Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio
en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las
nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, «la
gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado». Entonces la vida es algo
ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo
mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad
inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no
está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la
vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido por
sí misma. A1 contrario, debemos tratar de infundir sentido en esta parte
del ser.
Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está
asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado
«creacionismo» y el evolucionismo, presentados como si fueran
alternativas que se excluyen: quien cree en el Creador no podría admitir la
evolución y, por el contrario, quien afirma la evolución debería excluir a
Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen
muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como
una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la
vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes
y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene
todo esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el
hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona
quise decir también que la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver
esos datos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la
realidad. Nuestra razón ve más ampliamente. En el fondo no es algo
irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo,
la Razón creadora, y en realidad nosotros somos un reflejo de la Razón
creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos
239
precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y
que en definitiva da significado a nuestra vida.
Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es
razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es
descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran
armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos
de dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de
progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su
último momento de vida.
Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos
nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del
dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del
mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los
sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay
también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si
podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.
Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica
siempre renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a
los demás con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros
mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor,
sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los
otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegarnos a ser
grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.
Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de
que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es
importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor
verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así
podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace
libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar
estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en
la parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las
nuevas generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran
dimensión de nuestro ser.
240
agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen
ya no tener sed? Muchas gracias.
241
Diáconos. Entronizar la Palabra de Dios en el mundo.
(Giuseppe Corona, diácono) Santo Padre, nos sentimos agradecidos
porque providencialmente el Concilio restauró el diaconado permanente.
Los diáconos realizamos tareas en ámbitos muy diferentes: familia, traba-
jo, parroquia, sociedad, incluso misiones en África y América Latina.
Pero quisiéramos que nos indicara alguna iniciativa pastoral que haga
más incisiva la presencia del diaconado permanente en Roma, como suce-
día en la Iglesia primitiva.
243
ya no es un don sino una condena, y de esta forma hay quien prefiere la
muerte a la vida. Pero normalmente el hombre responde: sí, quiero la vida.
Con todo, el problema sigue consistiendo en cómo encontrar la vida,
en qué escoger, en cómo escoger la vida. Y ya conocemos las propuestas
que normalmente se hacen: ir a la discoteca, tomar todo lo que es posible,
considerar la libertad como hacer todo lo que apetezca, todo lo que venga
a la mente en un momento determinado. En cambio, sabemos —y pode-
mos demostrarlo— que este camino es un camino de mentira, porque al fi-
nal no se encuentra la vida, sino lo que en realidad se encuentra es el abis-
mo de la nada.
"Escoge la vida". La misma lectura del Deuteronomio dice: Dios es tu
vida, tú has escogido la vida y tú has hecho la elección: Dios. Esto me pa-
rece fundamental. Sólo así nuestro horizonte es suficientemente amplio y
sólo así estamos ante la fuente de la vida, que es más fuerte que la muerte,
que todas las amenazas de la muerte. Por consiguiente, la opción funda-
mental es la que se indica aquí: escoge a Dios. Es preciso comprender que
quien avanza por el camino sin Dios, al final se encuentra en la oscuridad,
aunque pueda haber momentos en que le parezca haber hallado la vida.
Un paso más es ver cómo encontrar a Dios, cómo escoger a Dios. Aquí
pasamos al Evangelio: Dios no es un desconocido, una hipótesis tal vez
del primer inicio del cosmos. Dios tiene carne y hueso. Es uno de noso-
tros. Lo conocemos con su rostro, con su nombre. Es Jesucristo, que nos
habla en el Evangelio. Es hombre y Dios. Siendo Dios, escogió ser hom-
bre para que nosotros pudiéramos elegir a Dios. Por tanto, hay que entrar
en el conocimiento y luego en la amistad de Jesús para caminar con él.
Me parece que este es el punto fundamental en nuestra atención pasto-
ral a los jóvenes, a todos pero especialmente a los jóvenes: atraer la aten-
ción hacia la opción de escoger a Dios, que es la vida; hacia el hecho de
que Dios existe, y existe de un modo concreto. Y enseñar la amistad con
Jesucristo.
Hay un tercer paso. Esta amistad con Jesús no es una amistad con una
persona irreal, con alguien que pertenece al pasado o que está lejos de los
hombres, a la diestra de Dios. Cristo está presente en su cuerpo, que es
aún de carne y hueso: es la Iglesia, la comunión de la Iglesia. Debemos
construir, y hacer más accesibles, comunidades que reflejen, que sean el
espejo de la gran comunidad de la Iglesia vital. Es un conjunto: la expe-
riencia vital de la comunidad, con todas las debilidades humanas, pero sin
embargo real, con un camino claro, y una sólida vida sacramental, en la
que podamos palpar también lo que a nosotros nos pueda parecer muy le-
jano, la presencia del Señor.
De este modo, para volver al Deuteronomio, del que partí, podemos
aprender también los mandamientos. Porque la lectura dice: escoger a
Dios quiere decir escoger según su Palabra, vivir según la Palabra. En un
primer momento esto parece casi en cierto modo positivista, pues son im-
perativos. Pero lo más importante es el don, su amistad. Luego podemos
244
comprender que las señales del camino son explicaciones de la realidad de
esa amistad nuestra.
Podemos decir que esta es una visión general, tal como se desprende
del contacto con la sagrada Escritura y de la vida diaria de la Iglesia. Lue-
go se traduce, paso a paso, en los encuentros concretos con los jóve-
nes: guiarlos al diálogo con Jesús en la oración, en la lectura de la sagrada
Escritura —sobre todo la lectura común, pero también la personal— y en
la vida sacramental. Se trata de pasos para hacer presentes estas experien-
cias en la vida profesional, aunque el contexto con frecuencia está marca-
do por una total ausencia de Dios y por la aparente imposibilidad de captar
su presencia. Pero precisamente entonces, a través de nuestra vida y de
nuestra experiencia de Dios, debemos tratar de que la presencia de Cristo
entre también en este mundo alejado de Dios.
Hay sed de Dios. Hace poco tiempo recibí, en visita ad limina, a los
obispos de un país donde más del cincuenta por ciento se declara ateo o
agnóstico. Pero me dijeron: en realidad, todos tienen sed de Dios. En lo
más profundo existe esta sed. Por eso, comencemos primero nosotros, jun-
to con los jóvenes que podamos encontrar. Formemos comunidades en las
que se refleje la Iglesia; aprendamos la amistad con Jesús. Así, llenos de
esta alegría y de esta experiencia, también hoy podremos hacer presente a
Dios en este mundo.
245
esto ha sido una de mis finalidades fundamentales al escribir la encíclica.
Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del in-
fierno, del fracaso radical y definitivo de la vida; no se conoce la posibili-
dad y la necesidad de purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por
la tierra, porque al final pierde los criterios; al no conocer a Dios, ya no se
conoce a sí mismo y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han
prometido: nosotros cuidaremos de las cosas, ya no descuidaremos la tie-
rra, crearemos un mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio, han
destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el
comunismo, que prometieron construir el mundo como tendría que haber
sido y, en cambio, han destruido el mundo.
En las visitas ad limina de los obispos de los países ex comunistas veo
siempre cómo en esas tierras no sólo han quedado destruidos el planeta, la
ecología, sino sobre todo, y más gravemente, las almas. Recobrar la con-
ciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es la
primera tarea de reconstrucción de la tierra. Esta es la experiencia común
de esos países. La reconstrucción de la tierra, respetando el grito de sufri-
miento de este planeta, sólo se puede realizar encontrando a Dios en el
alma, con los ojos abiertos hacia Dios.
Por eso, usted tiene razón: debemos hablar de todo esto precisamente
por responsabilidad con la tierra, con los hombres que viven hoy. También
debemos hablar del pecado como posibilidad de destruirse a sí mismos, y
así también de destruir otras partes de la tierra. En la encíclica traté de de-
mostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia. To-
dos queremos un mundo justo, pero no podemos reparar todas las destruc-
ciones del pasado, todas las personas injustamente atormentadas y asesina-
das. Sólo Dios puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos,
también para los muertos. Como dice Adorno, un gran marxista, sólo la
resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. No-
sotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán
iguales. Hoy se suele pensar: "¿Qué es el pecado? Dios es grande y nos
conoce; por tanto, el pecado no cuenta; al final Dios será bueno con to-
dos". Es una hermosa esperanza. Pero está la justicia y está también la ver-
dadera culpa. Los que han destruido al hombre y la tierra, no pueden sen-
tarse inmediatamente a la mesa de Dios juntamente con sus víctimas. Dios
crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por eso, me pareció importante
escribir ese texto también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad
tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no pue-
de faltar. Traté de decir: tal vez no son muchos los que se han destruido
así, los que son incurables para siempre, los que no tienen ningún elemen-
to sobre el cual pueda apoyarse el amor de Dios, los que ya no tienen en sí
mismos un mínimo de capacidad de amar. Eso sería el infierno.
Por otra parte, ciertamente son pocos —o, por lo menos, no demasia-
dos— los que son tan puros que puedan entrar inmediatamente en la co-
munión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sana-
ble en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a
246
los hombres, de vivir según Dios. Pero hay numerosas heridas, mucha su-
ciedad. Tenemos necesidad de estar preparados, de ser purificados. Esta es
nuestra esperanza: también con mucha suciedad en nuestra alma, al final
el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente con su bondad, que vie-
ne de su cruz. Así nos hace capaces de estar eternamente con él. De este
modo el paraíso es la esperanza, es la justicia finalmente realizada.
Y también nos da los criterios para vivir, para que este tiempo sea de
algún modo un paraíso, para que sea una primera luz del paraíso. Donde
los hombres viven según estos criterios, existe ya un poco de paraíso en el
mundo, y esto se puede comprobar. Me parece también una demostración
de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir la senda de los mandamien-
tos, de la que debemos hablar más.
Los mandamientos son realmente las señales que nos indican el ca-
mino y nos muestran cómo vivir bien, cómo escoger la vida. Por eso, de-
bemos hablar también del pecado y del sacramento del perdón y de la re-
conciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería reco-
menzar, que debería ser purificado. Y esta es la maravillosa realidad que
nos ofrece el Señor: hay una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El
Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar
así también con los demás en nuestra vida.
Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después
de tantas cosas equivocadas, después de tantos pecados, es la gran prome-
sa, el gran don que la Iglesia ofrece, y que, por ejemplo, la psicoterapia no
puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y también es muy
necesaria, teniendo en cuenta tantas psiques destruidas o gravemente heri-
das. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: sólo pue-
de tratar de volver a equilibrar un poco un alma desequilibrada. Pero no
puede dar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfer-
medades del alma. Por eso, siempre es provisional y nunca definitiva.
El sacramento de la penitencia nos brinda la ocasión de renovarnos
hasta el fondo con el poder de Dios —Ego te absolvo—, que es posible
porque Cristo tomó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que
hoy ésta es una gran necesidad. Podemos ser sanados nuevamente. Las al-
mas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, no só-
lo necesitan consejos, sino también una auténtica renovación, que única-
mente puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me
parece que este es el gran nexo de los misterios que, al final, influyen real-
mente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos meditarlos continua-
mente, para poder después hacer que lleguen de nuevo a nuestra gente.
247
oscurecida en medio de la selva de imágenes ambiguas y efímeras con las
que nos bombardean sin cesar. ¿Cómo educar en la fe, a través del bino-
mio palabra-imagen? ¿Cómo podemos volver a recuperar el arte de na-
rrar la fe e introducir el misterio, como se hacía en el pasado, a través de
la imagen? ¿Cómo educar en la búsqueda y la contemplación de la verda-
dera belleza? A este propósito, queremos regalarle un icono de Cristo
atado a la columna, imagen de la humanidad que asumió el Verbo.
249
Es la gran cuestión que todo sacerdote, responsable de otros, se plantea
cada día. También para sí mismo, naturalmente. Es verdad que en el siglo
XX había la tendencia a una devoción individualista, sobre todo para sal-
var la propia alma y crear méritos, incluso calculables, que incluso se po-
dían indicar con números en ciertas listas. Desde luego, todo el movimien-
to del Vaticano II llevó a superar ese individualismo.
Yo no quiero juzgar ahora a esas generaciones pasadas, que, sin em-
bargo, a su modo trataban de servir así a los demás. Pero existía el peligro
de que se buscara sobre todo salvar la propia alma. De ello derivaba una
piedad muy exterior, que al final sentía la fe como un peso y no como una
liberación. Ciertamente, la nueva pastoral indicada por el concilio Vati-
cano II tiene la finalidad fundamental de salir de esa visión demasiado res-
tringida del cristianismo y descubrir que yo salvo mi alma sólo entregán-
dola, como decía hoy el Señor en el Evangelio; sólo liberándome de mí,
sólo saliendo de mí, como Dios salió de sí mismo en el Hijo para salvar-
nos a nosotros. Y nosotros entramos en este movimiento del Hijo, trata-
mos de salir de nosotros mismos, porque sabemos a dónde llegar. Y no
caemos en el vacío, sino que renunciamos a nosotros mismos, abandonán-
donos al Señor, saliendo, poniéndonos a su disposición, como quiere él y
no como pensamos nosotros.
Esta es la verdadera obediencia cristiana, que es libertad: no como qui-
siera yo, con mi proyecto de vida para mí, sino poniéndome a su disposi-
ción, para que él disponga de mí. Y poniéndome en sus manos soy libre.
Pero es un gran salto, que nunca se hace definitivamente. Pienso aquí en
san Agustín, que nos dijo esto muchas veces. Al inicio, después de su con-
versión, pensaba que había llegado a la cima y que vivía en el paraíso de
la novedad del ser cristiano. Luego descubrió que el camino difícil de la
vida continuaba, aunque desde ese momento siempre en la luz de Dios, y
que era necesario cada día de nuevo salir de sí mismo; entregar este yo,
para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo, que es, en cierta ma-
nera muy verdadero, el yo común de todos nosotros, nuestro "nosotros".
Pero nosotros mismos, precisamente en la celebración de la Eucaristía
—este grande y profundo encuentro con el Señor, donde nos ponemos en
sus manos—, debemos dar este paso tan grande. Cuanto más lo aprende-
mos nosotros mismos, tanto más podemos expresarlo a los demás, hacerlo
comprensible, accesible a los demás. Sólo caminando con el Señor, aban-
donándonos en la comunión de la Iglesia a su apertura, no viviendo para
nosotros —tanto para una vida terrena feliz como para una felicidad per-
sonal— sino haciéndonos instrumentos de su paz, viviremos bien y apren-
deremos esta valentía ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y gra-
ves, a menudo casi irrealizables. Nos abandonamos, porque el Señor lo
quiere y estamos seguros de que así vamos bien. Sólo podemos orar al Se-
ñor para que nos ayude a hacer este camino cada día, para ayudar, ilumi-
nar así a los demás, motivarlos para que de este modo puedan ser libera-
dos y redimidos.
250
PERMANECER EN EL RADIO DEL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO
20080806. Discurso. Encuentro con el clero. Bolzano-Bressanone
251
dad crea la luz y nos hace sentir que la fe no sólo tieneun futuro, sino que
es el futuro.
¿Cómo podemos realizar eso? Ciertamente, nosotros solos no somos
capaces. Al final, es el Señor quien nos ayuda, pero nosotros debemos ser
instrumentos disponibles. Yo diría simplemente: nadie puede dar lo que
no posee él mismo, es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de
modo eficaz, hacerlo perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de
él. Precisamente por eso creo que lo más importante es que nosotros mis-
mos permanezcamos, por decirlo así, en el radio del soplo del Espíritu
Santo, en contacto con él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro
interior por el Espíritu Santo, sólo si él está presente en nosotros, podemos
también nosotros transmitirlo a los demás. Entonces él nos da ideas creati-
vas, sugiriéndonos cómo actuar. Nos da ideas que no se pueden progra-
mar, sino que surgen en la situación misma, porque allí está actuando el
Espíritu Santo. Así pues, el primer punto es: nosotros mismos debemos
permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo.
El Evangelio de san Juan nos cuenta que, después de la Resurrección,
el Señor se aparece a los discípulos, sopla sobre ellos y les dice: "Recibid
el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Se trata de un texto paralelo al del Génesis,
donde Dios sopla sobre el polvo de la tierra y este cobra vida, convirtién-
dose en hombre. Ahora bien, el hombre, interiormente oscurecido y medio
muerto, recibe de nuevo el soplo de Cristo, y este soplo de Dios que le da
una nueva dimensión de vida, le da la vida con el Espíritu Santo.
Así pues, podemos decir que el Espíritu Santo es el soplo de Jesucris-
to, y nosotros, en cierto sentido, debemos pedir a Cristo que sople siempre
sobre nosotros a fin de que ese soplo sea vivo y fuerte en nosotros, y actúe
en el mundo. Eso significa, por tanto, que debemos mantenernos cerca de
Cristo. Lo hacemos meditando en su Palabra. Sabemos que el autor princi-
pal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo. Cuando a través de ella
hablamos con Dios, cuando en ella no buscamos sólo el pasado sino ver-
daderamente al Señor presente que nos habla, entonces es como si nos en-
contráramos —como dije también en Australia— paseando en el jardín del
Espíritu Santo: nosotros hablamos con él y él habla con nosotros. Apren-
der a ser de casa en este ámbito, en el ámbito de la palabra de Dios, es
muy importante, pues en cierto sentido nos introduce en el soplo de Dios.
Luego, naturalmente, este escuchar, este caminar en el ámbito de la
Palabra, debe convertirse en una respuesta, una respuesta en la oración, en
el contacto con Cristo. Y, como es obvio, ante todo en el santo sacramento
de la Eucaristía, en el que él sale a nuestro encuentro y entra en nosotros,
casi se funde con nosotros. Pero también en el sacramento de la Peniten-
cia, que siempre nos purifica, nos lava y elimina las oscuridades que la
vida diaria pone en nosotros.
En pocas palabras, una vida con Cristo en el Espíritu Santo, en la pala-
bra de Dios y en la comunión de la Iglesia, en su comunidad viva. San
Agustín dijo: "Si quieres el Espíritu de Dios, debes estar en el Cuerpo de
Cristo". El Cuerpo místico de Cristo es el ámbito de su Espíritu.
252
Todo esto debería marcar el desarrollo de nuestra jornada, de modo
que sea una jornada estructurada, un día en el que Dios siempre tenga ac-
ceso a nosotros, en que estemos continuamente en contacto con Cristo, en
que precisamente por eso recibamos continuamente el soplo del Espíritu
Santo. Si hacemos esto, si no somos demasiado perezosos, indisciplinados
o indolentes, entonces nos sucederá algo, entonces nuestra jornada tomará
una forma, entonces nuestra vida misma tomará una forma en ella y esta
luz emanará de nosotros sin que tengamos que ponernos a pensar demasia-
do, sin que tengamos que adoptar un modo de actuar —por decirlo así—
"propagandístico", pues vendrá por sí mismo, dado que refleja nuestro es-
píritu.
A esa dimensión yo añadiría una segunda, lógicamente relacionada
con la primera: si vivimos con Cristo, también las cosas humanas nos sal-
drán bien. En efecto, la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; ade-
más, reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo
muestra el paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san
Juan. La fe se basa precisamente en las virtudes naturales: la honradez, la
alegría, la disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar,
la generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas.
Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que
verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se re-
fiere a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto: hacer
que madure en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe implica la
plena realización del ser humano, de la humanidad. Deberíamos poner
mucha atención en realizar bien y de modo correcto nuestros deberes hu-
manos: en la profesión, en el respeto al prójimo, preocupándonos de los
demás, que es el mejor modo de preocuparnos de nosotros mismos, pues
pensar en el prójimo es el mejor modo de pensar en nosotros mismos.
De aquí nacen luego las iniciativas que no se pueden programar: las
comunidades de oración, las comunidades que leen juntas la Biblia o tam-
bién la ayuda efectiva a los necesitados, a los que atraviesan dificultades, a
los marginados, a los enfermos, a los discapacitados, y muchas otras
más... Así se nos abren los ojos para ver nuestras capacidades personales,
para poner en marcha otras iniciativas y saber infundir en los demás la va-
lentía de hacer lo mismo. Precisamente estas obras humanas nos fortale-
cen, poniéndonos nuevamente, de algún modo, en contacto con el Espíritu
de Dios.
El gran maestre de los Caballeros de la Orden de Malta en Roma me
contó que en Navidad fue, con algunos jóvenes, a la estación para llevar
algo de Navidad a las personas abandonadas. Cuando se retiraba, escuchó
que uno de los jóvenes le decía a otro: "Esto es más fuerte que la discote-
ca. Esto es realmente hermoso, pues puedo hacer algo por los demás". Es-
tas son las iniciativas que el Espíritu Santo suscita en nosotros. Sin mu-
chas palabras, nos hacen sentir la fuerza del Espíritu. Así prestamos aten-
ción a Cristo.
253
El arte y los santos, la mayor apología de nuestra fe.
Santo Padre, me llamo Willibald Hopfgartner. Soy franciscano y tra-
bajo en la escuela y en varios ámbitos de la dirección de la Orden. En su
discurso de Ratisbona, usted subrayó el vínculo sustancial que existe en-
tre el Espíritu Santo y la razón humana. Por otro lado, usted siempre ha
puesto de relieve la importancia del arte y de la belleza, de la estética.
Entonces, además del diálogo conceptual sobre Dios (en teología), ¿no se
debería reafirmar siempre la experiencia estética de la fe en el ámbito de
la Iglesia, para el anuncio y la liturgia?
Gracias. Sí, creo que las dos cosas van unidas: la razón, la precisión, la
honradez de la reflexión sobre la verdad, y la belleza. Una razón que de al-
gún modo quisiera despojarse de la belleza, quedaría mermada, sería una
razón ciega. Sólo las dos cosas unidas forman el conjunto, y para la fe esta
unión es importante. La fe debe afrontar continuamente los desafíos del
pensamiento de esta época, para que no parezca una especie de leyenda
irracional que nosotros mantenemos viva, sino que sea realmente una res-
puesta a los grandes interrogantes; para que no sea sólo una costumbre,
sino verdad, como dijo una vez Tertuliano.
San Pedro, en su primera carta, escribió aquella frase que los teólogos
de la Edad Media tomaron como legitimación, casi como encargo para su
labor teológica: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os
pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Apología del logos de la es-
peranza, es decir, transformar el logos, la razón de la esperanza en apolo-
gía, en respuesta a los hombres. Evidentemente, san Pedro estaba conven-
cido de que la fe era logos, de que era una razón, una luz que proviene de
la Razón creadora, y no una mezcla, fruto de nuestro pensamiento. Preci-
samente por eso es universal; por eso puede ser comunicada a todos.
Este Logos creador no es sólo un logos técnico —sobre este aspecto
volveremos en otra respuesta—; es amplio, es un logos que es amor y que,
por tanto, puede expresarse en la belleza y en el bien. En realidad, ya he
dicho en otra ocasión que para mí el arte y los santos son la mayor apolo-
gía de nuestra fe. Los argumentos aducidos por la razón son muy impor-
tantes, y no se puede renunciar a ellos; pero luego, a pesar de ellos, sigue
existiendo el disenso.
En cambio, al contemplar a los santos, esta gran estela luminosa con la
que Dios ha atravesado la historia, vemos que allí hay verdaderamente una
fuerza del bien que resiste al paso de los milenios, allí está realmente la
luz de luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas creadas por la fe,
constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa
catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de la belle-
za de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a Cristo
y todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran.
Todas las grandes obras de arte, todas las catedrales —las catedrales
góticas y las espléndidas iglesias barrocas—, son un signo luminoso de
Dios y, por ello, una manifestación, una epifanía de Dios. En el cristianis-
254
mo se trata precisamente de esta epifanía: Dios se hizo una velada Epifa-
nía, aparece y resplandece.
Acabamos de escuchar el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la
gran música que nació en la Iglesia sirve para hacer audible y perceptible
la verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano hasta la música de las
catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner, y otros mu-
chos. Al escuchar todas estas obras —las Pasiones de Bach, su Misa en si
bemol, y las grandes composiciones espirituales de la polifonía del siglo
XVI, de la escuela vienesa, de toda la música, incluso de compositores
menos famosos— inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen
obras de este tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el verda-
dero centro creador del mundo, no puede nacer esa belleza.
Por eso, creo que siempre deberíamos procurar que ambas cosas vayan
unidas, que estén juntas. Cuando, en nuestra época, discutimos sobre la ra-
cionalidad de la fe, discutimos precisamente del hecho de que la razón no
acaba donde acaban los descubrimientos experimentales, no acaba en el
positivismo. La teoría del evolucionismo ve la verdad, pero sólo ve la mi-
tad de esa verdad. No ve que detrás está el Espíritu de la creación.
Nosotros luchamos para que se amplíe la razón y, por tanto, para una
razón que esté abierta también a la belleza, de modo que no deba dejarla
aparte como algo totalmente diverso e irracional. El arte cristiano es un
arte racional —pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso
en nuestro arte barroco—, pero es expresión artística de una razón muy
amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión.
A mi parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianis-
mo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan. Y
cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad,
tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a
expresarse de forma artística convincente.
255
gigante de la fe: con una valentía increíble, con una fuerza extraordinaria,
con una verdadera alegría de la fe, con una gran lucidez, llevó hasta los
confines de la tierra el mensaje del Evangelio. Habló con todos, abrió nue-
vos caminos con los Movimientos, con el diálogo interreligioso, con los
encuentros ecuménicos, con la profundización de la escucha de la palabra
de Dios, con todo, con su amor a la sagrada liturgia. Realmente, podemos
decir que hizo caer no los muros de Jericó, sino los muros entre dos mun-
dos, precisamente con la fuerza de su fe. Este testimonio sigue siendo
inolvidable, sigue siendo una luz para este nuevo milenio.
Ahora bien, para mí sus últimos años de pontificado no tuvieron una
importancia menor, por el testimonio humilde de su pasión. ¡Cómo llevó
la cruz del Señor ante todos nosotros y realizó las palabras del Señor: "Se-
guidme, llevando la cruz juntamente conmigo y siguiéndome a mí"! Esta
humildad, esta paciencia con la que aceptó casi la destrucción de su cuer-
po, la incapacidad cada vez mayor de usar la palabra, él que había sido
maestro de la palabra. Y así, creo yo, nos mostró visiblemente la verdad
profunda de que el Señor nos redimió con su cruz, con la Pasión, como
acto supremo de su amor. Nos mostró que el sufrimiento no es sólo un
"no", algo negativo, la falta de algo, sino que es una realidad positiva; que
el sufrimiento aceptado por amor a Cristo, por amor a Dios y a los demás,
es una fuerza redentora, una fuerza de amor y no menos poderosa que los
grandes actos que había realizado en la primera parte de su pontificado.
Nos enseñó un nuevo amor a los que sufren y nos hizo comprender lo que
quiere decir: "en la cruz y por la cruz hemos sido salvados".
También en la vida del Señor tenemos estos dos aspectos. La primera
parte, en la que enseña la alegría del reino de Dios, da sus dones a los
hombres; y luego, en la segunda parte, el sumergirse en la Pasión, hasta el
último grito en la cruz. Precisamente así nos enseñó quién es Dios, que
Dios es amor y que, al identificarse con nuestro sufrimiento de seres hu-
manos, nos toma en sus manos y nos sumerge en su amor, y sólo el amor
es el baño de redención, de purificación y de un nuevo nacimiento.
Por eso, me parece que todos nosotros —siempre en un mundo que
vive de activismo, de juventud, de ser joven, fuerte, hermoso, de lograr
hacer grandes cosas— debemos aprender la verdad del amor que se con-
vierte en pasión y precisamente así redime al hombre y lo une a Dios
amor.
Por consiguiente, quiero dar las gracias a todos los que aceptan el su-
frimiento, a los que sufren con el Señor. Y quiero animar a todos a tener
un corazón abierto a los que sufren, a los ancianos, para comprender que
precisamente su pasión es una fuente de renovación para la humanidad y
crea en nosotros amor, nos une al Señor. Pero, al final, siempre es difícil
sufrir.
El sacerdote es insustituible.
Santo Padre, me llamo Franz Pixner y soy párroco de dos grandes pa-
rroquias. Yo mismo y muchos otros sacerdotes, e incluso laicos, estamos
256
preocupados por el aumento creciente del trabajo pastoral, entre otras
causas por las unidades pastorales que se están creando: la fuerte presión
del trabajo, la falta de reconocimiento, las dificultades con respecto al
Magisterio, la soledad, la disminución del número de sacerdotes, pero
también de las comunidades de fieles. Muchos se preguntan qué nos está
pidiendo Dios en esta situación y de qué modo el Espíritu Santo quiere
animarnos. En este contexto surgen preguntas, por ejemplo con respecto
al celibato de los sacerdotes; a la ordenación sacerdotal de "viri pro-
bati"; a la implicación de los carismas, especialmente de los carismas de
las mujeres, en la pastoral; al encargo a colaboradoras y colaboradores
formados en teología para conferir el bautismo y tener homilías. También
se plantea la pregunta de cómo podemos los sacerdotes, ante los nuevos
desafíos, ayudarnos mutuamente en una comunidad fraterna, y esto en los
diversos niveles de diócesis, decanato, unidad pastoral y parroquia.
259
Santo Padre, soy Paolo Rizzi, párroco y profesor de teología en el Ins-
tituto superior de ciencias religiosas. Nos gustaría saber su opinión pas-
toral sobre la situación de los sacramentos de la primera Comunión y de
la Confirmación. Cada vez con mayor frecuencia, los niños, los mucha-
chos y las muchachas que reciben estos sacramentos se preparan con em-
peño por lo que se refiere a los encuentros de catequesis, pero no partici-
pan en la Eucaristía dominical. Entonces cabe preguntarse: ¿qué sentido
tiene todo esto? A veces sentimos la tentación de decir: "Entonces, mejor
quedaos en vuestra casa". En cambio, se los sigue aceptando, como siem-
pre, pensando que en cualquier caso es mejor no apagar el pabilo de la
llamita que tiembla. Es decir, se piensa que, de cualquier modo, el don del
Espíritu puede influir más allá de lo que vemos y que en una época de
transición como esta es más prudente no tomar decisiones drásticas. Más
en general, hace treinta o treinta y cinco años yo creía que nos estábamos
encaminando a ser un pequeño rebaño, una comunidad de minoría, más o
menos en toda Europa; y que, por consiguiente, se debería dar los sacra-
mentos sólo a quienes se comprometen verdaderamente en la vida cristia-
na. Luego, entre otras razones por el estilo del pontificado de Juan Pablo
II, he reconsiderado la situación. Si se pueden hacer previsiones para el
futuro, ¿qué piensa usted? ¿Qué actitudes pastorales nos puede indicar?
Gracias.
261
ser creíbles. Por otra parte, también es preciso hablar con razonamientos
éticos, fundados y suscitados por una conciencia formada según el Evan-
gelio.
Así pues, hay que denunciar esos errores fundamentales que ahora se
manifiestan en el hundimiento de los grandes bancos estadounidenses; son
errores en el fondo. En definitiva, se trata de la avaricia humana como pe-
cado o, como dice la carta a los Colosenses, la avaricia como idolatría.
Debemos denunciar esta idolatría que va contra el verdadero Dios, que es
la falsificación de la imagen de Dios, suplantándola con otro dios, "mam-
mona". Debemos hacerlo con valentía, pero también de forma concreta,
porque los grandes moralismos no ayudan si no se apoyan en conocimien-
tos de las realidades, los cuales ayudan también a comprender qué se pue-
de hacer en concreto para cambiar poco a poco la situación. Y, para poder
hacerlo, naturalmente es necesario el conocimiento de esta verdad y la
buena voluntad de todos.
Aquí llegamos al punto principal: ¿existe realmente el pecado original?
Si no existiera, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos accesi-
bles a cada uno e irrefutables, y a la buena voluntad que existiría en todos.
Sólo de este modo podríamos seguir adelante y reformar la humanidad.
Pero no es así. La razón, incluida la nuestra, está oscurecida, como consta-
tamos cada día, puesto que el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en
quererme a mí mismo por encima de todo y en considerar que el mundo
existe para mí. Este egoísmo lo llevamos todos. Este es el oscurecimiento
de la razón: puede ser muy docta, con argumentos científicos estupendos,
y a pesar de ello sigue oscurecida por falsas premisas. De este modo,
avanza con gran inteligencia, a grandes pasos, pero por un camino equivo-
cado.
También la voluntad, como dicen los santos Padres, está inclinada. El
hombre sencillamente no está dispuesto a hacer el bien, sino que se busca
sobre todo a sí mismo, o busca el bien de su propio grupo. Por eso, encon-
trar realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, ya no resulta
fácil, y en el diálogo se desarrolla con dificultad. Sin la luz de la fe, que
entra en las tinieblas del pecado original, la razón no puede salir adelante.
Y la fe luego encuentra precisamente la resistencia de nuestra voluntad.
Esta no quiere ver el camino, que también sería un camino de renuncia a sí
mismo y de corrección de la propia voluntad en favor de los demás y no
de sí mismo.
Por eso, hay que hacer una denuncia razonable y razonada de los erro-
res, no con grandes moralismos, sino con razones concretas, que resulten
comprensibles en el mundo de la economía de hoy. Esta denuncia es im-
portante; para la Iglesia es un mandato desde siempre. Sabemos que en la
nueva situación que se ha creado en el mundo industrial, la doctrina social
de la Iglesia, comenzando por León XIII trata de hacer estas denuncias —
y no sólo las denuncias, que resultan insuficientes—, sino también de
mostrar los caminos difíciles donde, paso a paso, se exige el asentimiento
de la razón y el asentimiento de la voluntad, juntamente con la corrección
262
de mi conciencia, con la voluntad de renunciar en cierto sentido a mí mis-
mo para colaborar en lo que es la verdadera finalidad de la vida humana,
de la humanidad.
Dicho esto, la Iglesia tiene siempre la misión de estar vigilante, de ha-
cer todo lo posible por conocer las razones del mundo económico, de en-
trar en ese razonamiento y de iluminar ese razonamiento con la fe que nos
libra del egoísmo del pecado original. La Iglesia tiene la misión de entrar
en este discernimiento, en este razonamiento; de hacerse escuchar, incluso
en los diversos niveles nacionales e internacionales, para ayudar a corre-
gir. Y esto no resulta fácil, porque muchos intereses personales y de gru-
pos nacionales se oponen a una corrección radical. Quizá sea pesimismo,
pero a mí me parece realismo, pues mientras exista el pecado original no
llegaremos nunca a una corrección radical y total. Sin embargo, debemos
hacer todo lo posible para lograr al menos correcciones provisionales, su-
ficientes para ayudar a la humanidad a vivir y para poner freno al dominio
del egoísmo, que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía na-
cional e internacional.
Este es el primer nivel. El segundo es ser realistas y ver que estas gran-
des finalidades de la macro-ciencia no se realizan en la micro-ciencia, la
macroeconomía en la microeconomía, sin la conversión de los corazones.
Si no hay justos, tampoco hay justicia. Debemos aceptar esto. Por eso, la
educación en orden a la justicia es un objetivo prioritario; podríamos decir
también que es la prioridad. San Pablo dice que la justificación es efecto
de la obra de Cristo. No es un concepto abstracto, que se refiera a pecados
que hoy no nos interesan, sino que se refiere precisamente a la justicia in-
tegral. Sólo Dios puede dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación
en diversos niveles, en todos los niveles posibles.
No se puede crear la justicia en el mundo sólo con modelos económi-
cos buenos, aunque son necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos.
Y no hay justos si no existe el trabajo humilde, diario, de convertir los co-
razones, y de crear justicia en los corazones. Sólo así se extiende también
la justicia correctiva. Por eso, el trabajo del párroco es tan fundamental, no
sólo para la parroquia, sino también para toda la humanidad. Porque,
como he dicho, si no hay justos, la justicia sería sólo abstracta. Y las es-
tructuras buenas no se realizan si se opone el egoísmo incluso de personas
competentes.
Nuestro trabajo humilde, diario, es fundamental para conseguir las
grandes finalidades de la humanidad. Y debemos trabajar juntos en todos
los niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar
qué se puede hacer y cómo se puede hacer. Las Conferencias episcopales
y los obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en orden a la justi-
cia. Me parece que sigue siendo verdadero y realista el diálogo de
Abraham con Dios (cf. Gn 18, 22-23), cuando el primero dice: ¿En ver-
dad vas a destruir la ciudad? Tal vez haya cincuenta justos, o tal vez diez.
Y diez justos bastan para que la ciudad sobreviva. Ahora bien, si no hay
diez justos, la ciudad no sobrevivirá, a pesar de toda la doctrina económi-
263
ca. Por eso, debemos hacer lo necesario para educar y garantizar al menos
diez justos y, si es posible, muchos más. Con nuestro anuncio hacemos
precisamente que haya muchos justos, que esté realmente presente la justi-
cia en el mundo.
Como efecto, los dos niveles son inseparables. Por una parte, si no
anunciamos la macro-justicia, no crecerá la micro-justicia. Pero, por otra,
si no hacemos el trabajo muy humilde de la micro-justicia, tampoco crece-
rá la macro-justicia. Y, como dije ya en mi primera encíclica, siempre, con
todos los sistemas que puedan existir en el mundo, además de la justicia
que buscamos, es necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a
la caridad es educar en la fe, es llevar a Dios.
264
IV
HOMILÍAS Y DISCURSOS
400
VOLVER A LA RAÍZ DE NUESTRO SACERDOCIO: JESUCRISTO
20050513. Discurso
Queridos sacerdotes, la calidad de vuestra vida y de vuestro servicio
pastoral parece indicar que, tanto en esta diócesis como en muchas otras
del mundo, ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a
tantos sacerdotes. Pero están aún muy presentes las causas de “desierto es-
piritual” que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguiente-
mente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no
temer que puedan asechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es
indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio.
Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es
el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1 P 2, 7). En él, en el mis-
terio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la sal-
vación del género humano. Pero este Jesús no tiene nada que le pertenez-
ca; es totalmente del Padre y para el Padre. Por eso, dice que su doctrina
no es suya, sino de aquel que lo envió (cf. Jn 7, 16): el Hijo no puede ha-
cer nada por su cuenta (cf. Jn 5, 19. 30).
Queridos amigos, esta es también la verdadera naturaleza de nuestro
sacerdocio. En realidad, todo lo que constituye nuestro ministerio no pue-
de ser producto de nuestra capacidad personal. Esto vale para la adminis-
tración de los sacramentos, pero vale también para el servicio de la Pala-
bra: no hemos sido enviados a anunciarnos a nosotros mismos o nuestras
opiniones personales, sino el misterio de Cristo y, en él, la medida del ver-
dadero humanismo. Nuestra misión no consiste en decir muchas palabras,
sino en hacernos eco y ser portavoces de una sola “Palabra”, que es el
Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación.
Por tanto, valen también para nosotros las palabras de Jesús: “Mi doc-
trina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16). Queridos sacerdo-
tes de Roma, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en
nosotros, nos encomienda su cuerpo en la Eucaristía, nos encomienda su
Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos
sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús
mismo nos dice: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 15, 14).
Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa volun-
tad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría.
Al tener su raíz en Cristo, el sacerdocio es, por su misma naturaleza,
en la Iglesia y para la Iglesia. En efecto, la fe cristiana no es algo pura-
mente espiritual e interior, y nuestra relación con Cristo no es sólo subjeti-
va y privada. Al contrario, es una relación totalmente concreta y eclesial.
A su vez, el sacerdocio ministerial tiene una relación constitutiva con el
cuerpo de Cristo, en su doble e inseparable dimensión de Eucaristía e Igle-
sia, de cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial. Por eso, nuestro ministerio es
amoris officium (san Agustín, In Ioannis evangelium tractatus 123, 5), es
el oficio del buen pastor, que da su vida por la ovejas (cf. Jn 10, 14-15).
401
En el misterio eucarístico, Cristo se entrega siempre de nuevo, y preci-
samente en la Eucaristía aprendemos el amor de Cristo y, por consiguien-
te, el amor a la Iglesia. Así pues, repito con vosotros, queridos hermanos
en el sacerdocio, las inolvidables palabras de Juan Pablo II: “La santa
misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada”
(Discurso con ocasión del trigésimo aniversario del decreto Presbytero-
rum ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 4: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 3 de noviembre de 1995, p. 6). Y cada uno de noso-
tros puede repetir estas palabras como si fueran suyas: “La santa misa es,
de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada”.
Del mismo modo, la obediencia a Cristo, que corrige la desobediencia
de Adán, se concreta en la obediencia eclesial, que para el sacerdote, en la
práctica diaria, es ante todo obediencia a su obispo. Pero en la Iglesia la
obediencia no es algo formal; es obediencia a aquel que, a su vez, es obe-
diente y representa a Cristo obediente. Todo esto no anula ni atenúa las
exigencias concretas de la obediencia, sino que asegura su profundidad
teologal y su dimensión católica: en el obispo obedecemos a Cristo y a la
Iglesia, que él representa en este lugar.
Jesucristo fue enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para la
salvación de toda la familia humana, y los sacerdotes, a través de la gracia
del sacramento, participamos en su misión. Como escribe el apóstol san
Pablo, “Dios (...) nos confió el ministerio de la reconciliación. (...) Somos,
pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de noso-
tros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!” (2 Co
5, 18-20). Así describe san Pablo nuestra misión de sacerdotes. Por eso, en
la homilía que pronuncié antes del Cónclave, hablé de una “santa inquie-
tud” que debe animarnos, la inquietud por llevar a todos el don de la fe,
por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En
una ciudad tan grande como Roma, que, por una parte, está tan impregna-
da de la fe y, sin embargo, hay tantas personas que no han percibido real-
mente en su corazón el anuncio de la fe, con mayor razón debemos estar
animados por esta inquietud por llevar esta alegría, este centro de la vida,
que le da sentido y orientación.
Queridos hermanos sacerdotes de Roma, Cristo resucitado nos llama a
ser sus testigos y nos da la fuerza de su Espíritu para serlo verdaderamen-
te. Por consiguiente, es necesario estar con él (cf. Mc 3, 14; Hch 1, 21-23).
Como en la primera descripción del “munus apostolicum”, en el capítulo 3
de san Marcos, se describe lo que el Señor pensaba que debería ser el sig-
nificado de un apóstol: estar con él y estar disponible para la misión. Las
dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en
movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto, es esencial estar
con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la
alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no
sólo con las palabras.
Valen para nosotros las palabras del apóstol san Pablo: “Predicar el
Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber
402
que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (...) Efectiva-
mente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a
los más que pueda. (...) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa
a algunos” (1 Co 9, 16-22). Estas palabras, que son el autorretrato del
apóstol, nos presentan también el retrato de todo sacerdote. Este “hacerse
todo a todos” se manifiesta en la cercanía diaria, en la atención a toda per-
sona y familia: al respecto, vosotros, sacerdotes de Roma, tenéis una gran
tradición —lo digo con profunda convicción—, y la estáis honrando tam-
bién hoy, que la ciudad se ha extendido tanto y ha cambiado profunda-
mente. Como bien sabéis, es decisivo que la cercanía y la atención a todos
se realicen siempre en nombre de Cristo y tiendan constantemente a llevar
a él.
Naturalmente, para cada uno de vosotros, de nosotros, esta cercanía y
esta entrega tienen un coste personal: significan tiempo, preocupaciones,
gasto de energías. Conozco vuestro trabajo diario, y quiero daros las gra-
cias de parte del Señor. Pero también quisiera ayudaros, en la medida de
mis posibilidades, a no ceder ante este trabajo. Para poder resistir y, más
aún, para crecer, como personas y como sacerdotes, es fundamental ante
todo la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad
del Padre (cf. Jn 4, 34): todo lo que hacemos, lo hacemos en comunión
con él, y así recobramos siempre de nuevo la unidad de nuestra vida entre
tantas dispersiones, favorecidas por las diversas ocupaciones de cada día.
Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la volun-
tad del Padre, aprendemos además el arte de la ascesis sacerdotal, que
también hoy es necesaria: no hay que situarla junto a la acción pastoral,
como un fardo añadido que hace aún más pesada nuestra jornada. Al con-
trario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y dar
nuestra vida.
Pero, para que todo eso se realice realmente en nosotros, para que real-
mente nuestra acción sea en sí misma nuestra ascesis y nuestra entrega,
para que todo eso no se quede sólo en un deseo, necesitamos sin duda mo-
mentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo,
para orar y meditar, volviendo a entrar en nuestra interioridad y encontran-
do dentro de nosotros al Señor. Por eso, el tiempo para estar en presencia
de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo aña-
dido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pas-
toral: en definitiva, la más importante. Nos lo mostró del modo más con-
creto y luminoso Juan Pablo II en todas las circunstancias de su vida y de
su ministerio.
Queridos sacerdotes, jamás destacaremos suficientemente cuán funda-
mental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad.
Esta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fe-
cundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia
refleje la luz de Cristo (cf. Lumen gentium, 1), induciendo así a los hom-
bres a reconocer y adorar al Señor. Debemos acoger la exhortación del
apóstol san Pablo a reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5, 20), ante todo en
403
nosotros mismos, pidiendo al Señor, con corazón sincero y con espíritu
decidido y valiente, que aleje de nosotros todo lo que nos separa de él y
está en contraste con la misión que hemos recibido. Tenemos la seguridad
de que el Señor, que es misericordioso, nos lo concederá.
404
Nos dirigimos ahora a María, orando en especial por los sacerdotes de
todo el mundo, para que saquen como fruto de este Año de la Eucaristía
un amor renovado al Sacramento que celebran. Que por intercesión de la
Virgen Madre de Dios vivan y testimonien siempre el misterio puesto en
sus manos para la salvación del mundo.
406
fección, la funcionalidad, para que en esta alma pueda resonar la alabanza
a Dios.
Vivid en paz
Así el último imperativo: “Pacem habete” (en griego, eireneuete), es
casi la síntesis de los cuatro imperativos anteriores. Estando en unión con
Dios, que es nuestra paz, con Cristo, que nos dijo: “pacem dabo vobis”,
estamos en paz interior, porque estar en el pensamiento de Cristo unifica
nuestro ser. Las dificultades, los contrastes de nuestra alma se unen; esta-
mos unidos al original, a Aquel de quien somos imagen con el pensamien-
to de Cristo. Así nace la paz interior, y sólo si tenemos una profunda paz
interior podemos ser también personas de paz para los demás en el mundo.
Aquí nos preguntamos: ¿Esa promesa está condicionada por los impe-
rativos?; es decir, ¿este Dios de la paz está con nosotros sólo en la medida
en que podemos realizar los imperativos? ¿Cómo es la relación entre im-
perativo y promesa?
Yo diría que es bilateral; es decir, la promesa precede a los imperati-
vos, hace realizables los imperativos y sigue también a esa realización de
los imperativos. Antes de que nosotros hagamos algo, el Dios del amor y
de la paz se ha abierto a nosotros, está con nosotros. En la Revelación que
comenzó en el Antiguo Testamento, Dios vino a nosotros con su amor,
con su paz.
Y, finalmente, en la Encarnación se hizo Dios con nosotros, Emma-
nuel. Con nosotros está este Dios de la paz que se hizo carne con nuestra
408
carne, sangre de nuestra sangre. Es hombre con nosotros y abraza todo el
ser humano. En la crucifixión, y en el descenso al lugar de la muerte, se
hizo totalmente uno con nosotros, nos precede con su amor, abraza ante
todo nuestro obrar. Y este es nuestro gran consuelo. Dios nos precede. Ya
lo ha hecho todo. Nos ha dado paz, perdón y amor. Está con nosotros. Y
sólo porque está con nosotros, porque en el bautismo hemos recibido su
gracia, en la confirmación el Espíritu Santo y en el sacramento del Orden
su misión, podemos ahora actuar nosotros, cooperar con su presencia que
nos precede. Todo este actuar nuestro del que hablan los cinco imperativos
es cooperar, colaborar con el Dios de la paz, que está con nosotros.
Pero, por otra parte, vale en la medida en que realmente entramos en
esta presencia que ha donado, en este don ya presente en nuestro ser. Cre-
ce naturalmente su presencia, su estar con nosotros.
Pidamos al Señor que nos enseñe a colaborar con su gracia precedente
y que así esté realmente siempre con nosotros. Amén.
409
Por una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéuti-
ca de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la sim-
patía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología
moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la reno-
vación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos
ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero perma-
neciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una
ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los
textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del es-
píritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales,
para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando mu-
chas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría
el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que
subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero es-
píritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería nece-
sario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de
modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería ne-
cesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la
novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún in-
determinada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los tex-
tos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregun-
ta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja
espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la natu-
raleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una
especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua
y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad
que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa au-
toridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.
Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás,
nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del
Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eter-
na y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en
el tiempo y el tiempo mismo.
Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios
del don del Señor. Son "administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4,
1), y como tales deben ser "fieles y prudentes" (cf. Lc 12, 41-48). Eso sig-
nifica que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que
no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final,
pueda decir al administrador: "Puesto que has sido fiel en lo poco, te pon-
dré al frente de lo mucho" (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas pará-
bolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al
servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio
la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.
410
A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la
reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso
de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo
VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera ci-
tar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las
que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice
que el Concilio "quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin
atenuaciones ni deformaciones", y prosigue: "Nuestra tarea no es única-
mente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo
de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin te-
mor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doc-
trina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia,
se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efec-
to, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene
nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas
verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado" (Con-
cilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones,
BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).
Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una deter-
minada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación
vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar
si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por
otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En
este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamen-
te exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero
donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción
del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos.
Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es
más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los
años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desa-
rrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud
por la obra realizada por el Concilio.
Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó tam-
bién una motivación específica por la cual una hermenéutica de la discon-
tinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre,
que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo
especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la relación
entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por
otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lu-
gar del término genérico "mundo actual" elegimos otro más preciso: el
Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la
edad moderna.
Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Gali-
leo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro
de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se
difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería
411
conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de
la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales
que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus
confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios",
había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, áspe-
ras y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, apa-
rentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y
fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se
sentían representantes de la edad moderna.
Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucio-
nado. La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofre-
cido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las ten-
dencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa.
Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramen-
te, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque
realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la
realidad.
Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la
otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de
la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostra-
do que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con res-
pecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas
abiertas por el cristianismo.
La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente,
se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y
la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas ha-
cían profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban
cuenta cada vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la to-
talidad de la realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sa-
biendo que la realidad es más grande que el método naturalista y que lo
que ese método puede abarcar.
Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían forma-
do tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era
necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias mo-
dernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino
también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método históri-
co-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Bi-
blia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las
sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación
que la fe de la Iglesia había elaborado.
En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias
religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo im-
parcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia
ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su
religión.
412
En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el
problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva de-
finición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En
particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en
general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, re-
sultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Igle-
sia y la fe de Israel.
Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de
la segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más am-
pliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos secto-
res, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una
cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había
manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debi-
das distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias,
resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios;
este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.
Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en dife-
rentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este pro-
ceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más con-
cretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas con-
tingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de in-
terpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes
también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada
en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas de-
cisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo
en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que
dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así,
las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las for-
mas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si
la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del
hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en cano-
nización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social
e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido,
con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre
es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento
basándose en la dignidad interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de
religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más
aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede im-
poner desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante
un proceso de convicción.
El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto
sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, reco-
gió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser
consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza
413
de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires,
con los mártires de todos los tiempos.
La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por
los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1
Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se ne-
gaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los
mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había
revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la liber-
tad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión
que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con
la gracia de Dios, en libertad de conciencia.
Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su
mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor
de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para
todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con
ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario,
les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una res-
puesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se
promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.
El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la
fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno,
revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta apa-
rente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su ver-
dadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la
misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los
tiempos; prosigue "su peregrinación entre las persecuciones del mundo y
los consuelos de Dios", anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva
(cf. Lumen gentium, 8).
Quienes esperaban que con este "sí" fundamental a la edad moderna
todas las tensiones desaparecerían y la "apertura al mundo" así realizada lo
transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones in-
teriores y también las contradicciones de la misma edad moderna; ha-
bían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en
todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una ame-
naza para el camino del hombre.
Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del
hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contra-
rio, asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo de-
muestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un
"signo de contradicción" (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II,
siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predi-
có en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.
El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del
Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio,
no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o super-
fluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su
414
grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna,
que de un modo muy impreciso se ha presentado como "apertura al mun-
do", pertenece en último término al problema perenne de la relación entre
la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.
La situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a
acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta,
exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-lo-
gía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). Esto sig-
nificaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la
cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea
de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única
razón dada por Dios.
Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensa-
miento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada
en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en
una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino
quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, po-
niendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante
en su tiempo.
La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un pri-
mer momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo nega-
tivo, ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II
llegó la hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en
los textos conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas,
pero así se determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre
la razón y la fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orienta-
ción sobre la base del Vaticano II.
Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero
también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo,
con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy po-
demos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo lee-
mos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y lle-
gar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesa-
ria de la Iglesia.
423
so, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los
hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios.
El segundo punto que quisiera tratar es una cuestión práctica. El número
de sacerdotes ha disminuido, aunque en este momento podemos constatar
que todavía nos mantenemos, que también hoy hay sacerdotes jóvenes y an-
cianos, y que hay jóvenes que se encaminan hacia el sacerdocio. Pero las ta-
reas resultan cada vez más pesadas: llevar dos, tres o cuatro parroquias a la
vez —y esto con todas las nuevas obligaciones que se han añadido— es
algo que puede resultar desalentador. Con frecuencia me plantean la pregun-
ta —y cada sacerdote se la suele plantear a sí mismo y a sus hermanos en el
sacerdocio—: ¿Cómo podemos hacerlo? ¿No se trata de una profesión que
nos consume, en la que al final no podemos sentir alegría, pues vemos que,
por más que hagamos, no es suficiente? Todo esto nos agobia.
¿Qué se puede responder? Naturalmente no puedo dar recetas infali-
bles; pero quisiera ofrecer algunas indicaciones fundamentales. La prime-
ra la tomo de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 5-8), donde san Pablo
dice a todos —y naturalmente de modo especial a los que trabajan en el
campo de Dios— que debemos “tener en nosotros los sentimientos de Je-
sucristo”. Tenía tales sentimientos ante el destino del hombre que, por de-
cirlo así, no soportó ya su existencia en la gloria, sino que se vio impulsa-
do a descender y asumir algo increíble: toda la miseria de la vida humana
hasta la hora del sufrimiento en la cruz. Este es el sentimiento de Jesucris-
to: sentirse impulsado a llevar a los hombres la luz del Padre, a ayudarlos
para que con ellos y en ellos se forme el reino de Dios.
Y el sentimiento de Jesucristo consiste a la vez en que permanece pro-
fundamente arraigado en la comunión con el Padre, inmerso en ella. Lo
vemos, por decirlo así, desde fuera en el hecho que los evangelistas nos
refieren: con frecuencia se retira al monte, él solo, a orar. Su actividad
nace de su inmersión en el Padre. Precisamente por esta inmersión en el
Padre se siente impulsado a salir a recorrer todas las aldeas y las ciudades
para anunciar el reino de Dios, es decir, su presencia, su “estar” en medio
de nosotros; para que el Reino se haga presente en nosotros y, por medio
de nosotros, transforme el mundo; para que se haga su voluntad en la tie-
rra como en el cielo; para que el cielo llegue a la tierra.
Estos dos aspectos forman parte de los sentimientos de Jesucristo. Por
una parte, conocer a Dios desde dentro, conocer a Cristo desde dentro, es-
tar con él; sólo si realizamos esto descubriremos de verdad el “tesoro”.
Por otra, también debemos ir a los hombres. No podemos guardar el “teso-
ro” para nosotros mismos; debemos transmitirlo.
Quisiera traducir esta indicación fundamental, con sus dos aspectos, a
nuestra realidad concreta: necesitamos a la vez celo y humildad, es decir, re-
conocer nuestros límites. Por una parte, celo: si realmente nos encontramos
continuamente con Cristo, no podemos guardarlo para nosotros mismos.
Nos sentiremos impulsados a ir a los pobres, a los ancianos, a los débiles, a
los niños, a los jóvenes, a las personas que están en la plenitud de su vida;
nos sentiremos impulsados a ser “heraldos”, apóstoles de Cristo.
424
Pero para que este celo no quede estéril y no nos desgaste, debe ir
acompañado de la humildad, de la moderación, de la aceptación de nues-
tros límites. Yo veo que no soy capaz de hacer todo lo que habría que ha-
cer. Lo que vale para los párrocos —al menos así me lo imagino—, vale
también para el Papa, aunque en diferente medida. El Papa debería hacer
muchísimas cosas. Y realmente mis fuerzas no bastan. Así debo aprender
a hacer lo que me sea posible y dejar el resto a Dios —y a mis colaborado-
res—, diciéndole: “En definitiva, tú eres quien debes hacerlo, pues la Igle-
sia es tuya. Y tú me das sólo las fuerzas que tengo. Te las entrego a ti,
pues provienen de ti; lo demás, precisamente, te lo dejo a ti”.
Creo que la humildad de aceptar esto —”hasta aquí llegan mis fuerzas;
el resto te lo dejo a ti, Señor”— es decisiva. Pero también hay que tener
confianza: él me dará también colaboradores que me ayuden y hagan lo
que yo no logro hacer.
Más aún, este conjunto de celo y de humildad, “traducido” a un tercer
nivel, significa también el conjunto de servicio en todas sus dimensiones y
de interioridad. Sólo podemos servir a los demás, sólo podemos dar, si
personalmente también recibimos, si nosotros mismos no quedamos va-
cíos. Por eso la Iglesia nos propone espacios abiertos que, por una parte,
son espacios para “respirar de nuevo”; y, por otra, son centro y fuente del
servicio.
Ante todo está la celebración diaria de la santa misa. No la celebremos
con rutina, como algo que de todos modos “debemos hacer”; celebrémosla
“desde dentro”. Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el
acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al de-
cir “Esto es mi cuerpo”, brota realmente la comunión con Jesucristo que
nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo “yo”; si reali-
zamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, en-
tonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi ven-
drá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Se-
ñor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los
hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enri-
quecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tene-
mos, es decir, la presencia del Señor.
El otro espacio abierto que la Iglesia, por decirlo así, nos impone —
también nos libera al dárnoslo— es la liturgia de las Horas. Tratemos de
rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel
de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los
orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo,
como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido
más profundo de estas plegarias.
Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hom-
bres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración.
Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los
demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no sig-
nifica retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad
425
pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos
nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo,
mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante
y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia
de Jesucristo, en este mundo.
El lema de estos días ha sido: “El que cree nunca está solo”. Estas pa-
labras son válidas y deben ser válidas precisamente también para los
sacerdotes, para cada uno de nosotros. Y son válidas de nuevo en dos as-
pectos: el que es sacerdote nunca está solo, porque Jesucristo siempre es-
tá con él. Cristo está con nosotros; y nosotros también estamos con él.
Pero deben valer también en el otro sentido: el que se hace sacerdote
es insertado en un presbiterio, en una comunidad de sacerdotes con el
obispo. Es sacerdote estando en comunión con sus hermanos en el sacer-
docio. Esforcémonos por lograr que esto no se quede sólo como un pre-
cepto teológico o jurídico, sino que se convierta en experiencia concreta
para cada uno de nosotros.
Donémonos mutuamente esta comunión; donémosla especialmente a
los que sepamos que sufren soledad, a los que se ven agobiados por difi-
cultades y problemas, tal vez por dudas e incertidumbres. Si nos donamos
mutuamente esta comunión, estando en comunión con los otros experi-
mentaremos mucho más y de modo más gozoso también la comunión con
Jesucristo. Amén.
DIOS NO FRACASA
20061107. Homilía. Misa concelebrada con los obispos de Suiza
Los textos que acabamos de escuchar ―la lectura, el salmo responso-
rial y el evangelio― tienen un tema común, que se podría resumir en la
frase: Dios no fracasa. O, más exactamente: al inicio Dios fracasa siempre,
deja actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente “no”. Pero la
creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el
“no” humano. A cada “no” humano se abre una nueva dimensión de su
amor, y él encuentra un camino nuevo, mayor, para realizar su “sí” al
hombre, a su historia y a la creación.
En el gran himno a Cristo de la carta a los Filipenses, que hemos pro-
clamado al inicio, escuchamos ante todo una alusión a la historia de Adán,
al cual no satisfacía la amistad con Dios; era demasiado poco para él, pues
quería ser él mismo un dios. Creyó que su amistad era una dependencia y
se consideró un dios, como si él pudiera existir por sí mismo. Por esta ra-
zón dijo “no” para llegar a ser él mismo un dios; y precisamente de ese
modo se arrojó él mismo desde su altura. Dios “fracasa” en Adán, como
428
fracasa aparentemente a lo largo de toda la historia. Pero Dios no fracasa,
puesto que él mismo se hace hombre y así da origen a una nueva humani-
dad; de esta forma enraiza el ser Dios en el ser hombre de modo irrevoca-
ble y desciende hasta los abismos más profundos del ser humano; se abaja
hasta la cruz. Ha vencido la soberbia con la humildad y con la obediencia
de la cruz.
Así, ahora acontece lo que había profetizado Isaías, en el capítulo 45.
En la época en que Israel se hallaba desterrado y había desaparecido del
mapa, el profeta había predicho que “toda rodilla” (v. 23), el mundo ente-
ro, se doblaría ante este Dios impotente. Y la carta a los Filipenses lo con-
firma: ahora eso se ha hecho realidad. A través de la cruz de Cristo Dios
se ha acercado a todas las gentes; ha salido de Israel y se ha convertido en
el Dios del mundo. Y ahora el cosmos dobla sus rodillas ante Jesucristo,
cosa que también nosotros hoy podemos constatar de modo sorprendente:
el crucifijo está presente en todos los continentes, hasta en las más humil-
des chabolas. El Dios que había “fracasado”, ahora con su amor hace que
el hombre doble sus rodillas; así vence al mundo con su amor.
Como salmo responsorial hemos cantado la segunda parte del salmo de
la pasión (Sal 22). Es el salmo del justo que sufre; ante todo de Israel que
sufre, el cual, ante el Dios mudo que lo ha abandonado, grita: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Cómo has podido olvidarte de
mí? Ahora ya casi no existo. Tú ya no actúas, ya no hablas... ¿Por qué me
has abandonado?”. Jesús se identifica con el Israel sufriente, con los justos
de todos los tiempos que sufren, abandonados por Dios, y lleva ese grito
de abandono de Dios, el sufrimiento de la persona olvidada, hasta el cora-
zón de Dios mismo; así transforma el mundo.
La segunda parte de este salmo, la que hemos recitado, nos dice qué
deriva de ello: los pobres comerán hasta saciarse. Es la Eucaristía univer-
sal que procede de la cruz. Ahora Dios sacia a los hombres en todo el
mundo, a los pobres que tienen necesidad de él. Él los sacia con el alimen-
to que necesitan: les da a Dios, se da a sí mismo. Y luego el salmo dice:
“Volverán al Señor hasta de los confines del orbe”. De la cruz nace la
Iglesia universal. Dios va más allá del judaísmo y abraza al mundo entero
para unirlo en el banquete de los pobres.
Luego, está el mensaje del evangelio. De nuevo el fracaso de Dios. Los
primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda
vacía; el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús
experimenta en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autoriza-
dos, dicen “no” a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su
mensaje, su llamada, acaba en el “no” de los hombres.
Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en
una oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de
Dios, la invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos
fases: primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a
los que nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace lo que
escuchamos en el evangelio de ayer. (El evangelio de hoy forma parte de
429
un pequeño simposio en el marco de una cena en casa de un fariseo. En-
contramos cuatro textos: primero, la curación del hidrópico; luego, las pa-
labras sobre los últimos puestos; después, la enseñanza de no invitar a los
amigos, que se lo pagarán invitándolo a su vez, sino a los que realmente
tienen hambre, los cuales no podrán pagárselo con una invitación; por últi-
mo viene precisamente nuestro relato). Dios hace ahora lo que dijo Jesús
al fariseo: invita a los que no poseen nada, a los que realmente tienen
hambre, a los que no pueden invitarlo, a los que no pueden darle nada. En-
tonces viene la segunda fase: sale de la ciudad, a los caminos, e invita a
los vagabundos.
Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a enten-
der que los primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego,
dado que no son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invita-
ción se extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles.
Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para
llenar la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evan-
gelio, ha visto en ello la representación anticipada ―mediante una ima-
gen― de los acontecimientos que narra después en los Hechos de los
Apóstoles, donde sucede eso precisamente: san Pablo siempre comienza
su misión en la sinagoga, dirigiéndose a los que han sido invitados en pri-
mer lugar, y sólo cuando las personas autorizadas rechazan la invitación y
queda solamente un pequeño grupo de pobres, sale y se dirige a los paga-
nos.
Así, el Evangelio, a través de este itinerario constante de crucifixión,
se hace universal, abraza a todos, llegando finalmente hasta Roma. En
Roma san Pablo llama a los jefes de la sinagoga, les anuncia el misterio de
Jesucristo, el reino de Dios en su persona. Pero las personas autorizadas
rechazan la invitación, y él se despide de ellas con estas palabras: “Bien,
dado que no escucháis, este mensaje se anuncia a los paganos y ellos lo
escucharán”.
Con esa confianza se concluye el mensaje del fracaso: “ellos lo escu-
charán”. Se formará la Iglesia de los paganos. Y se formó, y sigue formán-
dose. Durante las visitas ad limina los obispos me refieren muchas cosas
graves y duras, pero siempre, precisamente los del tercer mundo, me dicen
también que los hombres escuchan y vienen; que también hoy el mensaje
llega por los caminos hasta los confines de la tierra, y los hombres acuden
a la sala de Dios, a su banquete.
Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué significa todo eso para noso-
tros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. “Fracasa” continua-
mente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades
de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque
siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su
gran casa, a fin de que se llene del todo. No fracasa porque no renuncia a
pedir a los hombres que vengan a sentarse a su mesa, a tomar el alimento
de los pobres, en el que se ofrece el don precioso que es él mismo. Dios
tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces nos respondan “no”, pode-
430
mos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda esta historia, desde
Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa. También hoy encontrará nue-
vos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como
sus mensajeros y sus servidores.
Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invita-
dos dicen “no”. En efecto, la cristiandad occidental, o sea, los nuevos “pri-
meros invitados” en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir
al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más va-
cías; los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez
más vacías. Vemos las diversas formas como se presenta este “no, tengo
cosas más importantes que hacer”. Y nos asusta y nos entristece constatar
cómo se excusan y no acuden los primeros invitados, que en realidad de-
berían conocer la grandeza de la invitación y deberían sentirse impulsados
a aceptarla. ¿Qué debemos hacer?
Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisa-
mente eso? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las re-
laciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen
que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y,
por consiguiente, su existencia interior.
San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a
fondo y se preguntó: “¿Cómo es posible que un hombre diga “no” a lo
más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que li-
mite a sí mismo toda su existencia?”. Y responde: en realidad, nunca han
hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a “gustar” a Dios; nunca
han experimentado cuán delicioso es ser “tocados” por Dios. Les falta este
“contacto” y, por tanto, el “gusto de Dios”. Y nosotros sólo vamos al ban-
quete si, por decirlo así, lo gustamos. San Gregorio cita el salmo del que
está tomada la antífona de comunión de la liturgia de hoy: “Gustad y ved”;
gustad y entonces veréis y seréis iluminados. Nuestra tarea consiste en
ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo el gusto de Dios.
En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma
cuestión, y se preguntó: “¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan
sólo “probar” el gusto de Dios?”. Y responde: cuando el hombre está com-
pletamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que
puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que
puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de per-
cibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta inca-
paz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el
órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuan-
do utiliza demasiado todos los demás órganos, los empíricos, entonces
puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este ór-
gano muera, y que el hombre, como dice san Gregorio, no perciba ya la
mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan maravillosa que es el
hecho de que su mirada se fije en mí.
Creo que san Gregorio Magno describió exactamente la situación de
nuestro tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí
431
nos surge otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que de-
bemos hacer es lo que el Señor nos dice hoy en la primera lectura y que
san Pablo nos recomienda encarecidamente en nombre de Dios: “Tened
los mismos sentimientos de Jesucristo” (Touto phroneite en hymin ho kai
en Christo Iesou).
Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él.
Este pensar no es sólo una actividad del entendimiento, sino también del
corazón. Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a
pensar como él y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su
fracaso, en su experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su
amor en el fracaso.
Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en
pensar como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con
respecto a Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, pode-
mos decir que se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la
alegría de saber que existe y podemos conocerlo, que lo conocemos en el
rostro de Jesucristo, el cual sufrió por nosotros. Creo que lo primero es en-
trar nosotros mismos en contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el
Dios vivo; que en nosotros se fortalezca el órgano para percibir a Dios;
que percibamos en nosotros mismos su “gusto exquisito”.
Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el
peligro de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por
Dios, pero totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios.
Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior.
Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Se-
ñor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos, apren-
diendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los
hombres, para que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para
mirar al mundo como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces tam-
bién en medio de tantos “no” encontraremos de nuevo a los hombres que
lo esperan y que a menudo tal vez son caprichosos ―como dice claramen-
te la parábola―, pero que desde luego están llamados a entrar en su sala.
Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios; y no
precisamente de un Dios cualquiera, sino del Dios que tiene el rostro de Je-
sucristo. Esto es muy importante hoy. Se podrían enumerar muchos proble-
mas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos
sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de
nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra
también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros.
A mi parecer, el destino del mundo en esta situación dramática depen-
de de esto: de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconoci-
do como tal, o si desaparece. Nosotros queremos que esté presente. En de-
finitiva, ¿qué debemos hacer para ello? Dirigirnos a él. Celebrar la misa
votiva del Espíritu Santo, invocándolo: “Lava quod est sordidum, riga
quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove
quod est frigidum, rege quod est devium” (Lava lo que está sucio, riega lo
432
que está seco, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo
que está frío, endereza lo que está torcido).
Invoquémoslo para que riegue, caliente, enderece; para que nos infun-
da la fuerza de su fuego santo y renueve la faz de la tierra. Por eso le su-
plicamos de todo corazón en este momento, en estos días.
Amén.
434
Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a ser-
virlo en el nuevomilenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, consti-
tuidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pe-
cados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento
habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras “yo” o
“mi” (“Yo te absuelvo... Esto es mi Cuerpo...”), no lo hacéis en vuestro
nombre, sino en nombre de Cristo, “in persona Christi”, que quiere ser-
virse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrifi-
cio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante
el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo
su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón.
Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos
fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a
servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir
al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor.
La grandeza del sacerdocio de Cristo puede infundir temor. Se puede
sentir la tentación de exclamar con san Pedro: “Aléjate de mí, Señor, que
soy un hombre pecador” (Lc 5, 8), porque nos cuesta creer que Cristo nos
haya llamado precisamente a nosotros. ¿No habría podido elegir a cual-
quier otro, más capaz, más santo? Pero Jesús nos ha mirado con amor pre-
cisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada. No
debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo
en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisa-
mente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral.
No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por te-
ner la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa.
A este propósito, me complace recordar la experiencia que viví el año
pasado en Colonia. Entonces fui testigo del profundo e inolvidable silen-
cio de un millón de jóvenes, en el momento de la adoración del santísimo
Sacramento. Aquel silencio orante nos unió, nos dio un gran consuelo. En
un mundo en el que hay tanto ruido, tanto extravío, se necesita la adora-
ción silenciosa de Jesús escondido en la Hostia. Permaneced con frecuen-
cia en oración de adoración y enseñadla a los fieles. En ella encontrarán
consuelo y luz sobre todo las personas probadas.
Los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean es-
pecialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. Al sacerdote
no se le pide que sea experto en economía, en construcción o en política.
De él se espera que sea experto en la vida espiritual. Por ello, cuando un
sacerdote joven da sus primeros pasos, conviene que pueda acudir a un
maestro experimentado, que le ayude a no extraviarse entre las numerosas
propuestas de la cultura del momento. Ante las tentaciones del relativismo
o del permisivismo, no es necesario que el sacerdote conozca todas las
corrientes actuales de pensamiento, que van cambiando; lo que los fieles
esperan de él es que sea testigo de la sabiduría eterna, contenida en la pa-
labra revelada.
435
La solicitud por la calidad de la oración personal y por una buena for-
mación teológica da frutos en la vida. Haber vivido bajo la influencia del
totalitarismo puede haber engendrado una tendencia inconsciente a escon-
derse bajo una máscara exterior, con la consecuencia de ceder a alguna
forma de hipocresía. Es evidente que esto no ayuda a la autenticidad de las
relaciones fraternas, y puede llevar a pensar demasiado en sí mismos. En
realidad, se crece en la madurez afectiva cuando el corazón se adhiere a
Dios. Cristo necesita sacerdotes maduros, viriles, capaces de cultivar una
auténtica paternidad espiritual. Para que esto suceda, se requiere honradez
consigo mismos, apertura al director espiritual y confianza en la miseri-
cordia divina.
436
Saludo a los estimados presbíteros aquí presentes; pienso y oro por to-
dos los sacerdotes diseminados por el mundo entero, de modo particular
por los de América Latina y del Caribe, incluyendo a los sacerdotes fidei
donum. ¡Cuántos desafíos, cuántas situaciones difíciles afrontáis! ¡Cuánta
generosidad, cuánta donación, sacrificios y renuncias! La fidelidad en el
ejercicio del ministerio y en la vida de oración, la búsqueda de la santidad,
la entrega total a Dios al servicio de los hermanos y hermanas, gastando
vuestra vida y vuestras energías, promoviendo la justicia, la fraternidad, la
solidaridad, el compartir: todo eso habla fuertemente a mi corazón de pas-
tor. El testimonio de un sacerdocio bien vivido ennoblece a la Iglesia, sus-
cita admiración en los fieles, es fuente de bendición para la Comunidad, es
la mejor promoción vocacional, es la más auténtica invitación para que
también otros jóvenes respondan positivamente a la llamada del Señor. Es
la verdadera colaboración para la construcción del reino de Dios.
Os doy las gracias sinceramente y os exhorto a que continuéis viviendo
de modo digno la vocación que habéis recibido. Que el fervor misionero,
el entusiasmo por una evangelización cada vez más actualizada, el espíritu
apostólico auténtico y el celo por las almas estén siempre presentes en
vuestra vida. Mi afecto, mis oraciones y mi agradecimiento se dirigen
también a los sacerdotes ancianos y enfermos. Vuestra configuración con
Cristo doliente y resucitado es el apostolado más fecundo. ¡Muchas gra-
cias!
439
Para comprender bien lo que significa la castidad, debemos partir de su
contenido positivo. Sólo lo encontramos una vez más mirando a Jesucris-
to. Jesús vivió con una doble orientación: hacia el Padre y hacia los hom-
bres. En la sagrada Escritura lo conocemos como persona que ora, que
pasa noches enteras en diálogo con el Padre. Al orar insertaba su humani-
dad, y la de todos nosotros, en la relación filial con el Padre. Este diálogo
siempre se transformaba después en misión hacia el mundo, hacia noso-
tros. Su misión lo llevaba a una entrega pura e indivisa a los hombres.
En los testimonios de las sagradas Escrituras no hay ningún momento
de su existencia en que se pueda descubrir, en su comportamiento con los
hombres, ningún rastro de interés personal o de egoísmo. Jesús amó a los
hombres en el Padre, a partir del Padre; así, los amó en su verdadero ser,
en su realidad.
Tener los mismos sentimientos de Jesucristo, es decir, estar en total co-
munión con el Dios vivo y, en esta comunión totalmente pura con los
hombres, estar a su disposición sin reservas, inspiró a san Pablo una teolo-
gía y una praxis de vida que responde a las palabras de Jesús sobre el celi-
bato por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12). Los sacerdotes, los religio-
sos y las religiosas no viven sin relaciones interpersonales. Al contrario, la
castidad significa —de aquí quería yo partir— una intensa relación. Se tra-
ta de una relación positiva con Cristo vivo y, a través de él, con el Padre.
Por eso, con el voto de castidad en el celibato no nos consagramos al
individualismo o a una vida aislada, sino que prometemos de modo solem-
ne poner totalmente y sin reservas al servicio del reino de Dios —y así al
servicio de los hombres— las intensas relaciones de que somos capaces y
que recibimos como un don. De este modo, los sacerdotes, las religiosas y
los religiosos mismos se convierten en hombres y mujeres de la esperan-
za: contando totalmente con Dios y demostrando así que Dios para ellos es
una realidad, crean en el mundo espacio para su presencia, para la presen-
cia del reino de Dios.
Vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, dais una contri-
bución importante: en medio de la avaricia, del egoísmo de no saber espe-
rar, del afán de consumo, del culto al individualismo, os esforzáis por vi-
vir un amor desinteresado a los hombres. Vivís una esperanza que deja a
Dios la tarea de la realización, porque creéis que es él quien la llevará a
cabo.
¿Qué habría sucedido si en la historia del cristianismo no hubieran
existido estas figuras orientadoras para el pueblo? ¿Qué sería de nuestro
mundo si no existieran los sacerdotes, si no existieran las mujeres y los
hombres de las Órdenes religiosas, de las comunidades de vida consagra-
da, personas que con su vida testimonian la esperanza de una satisfacción
superior de los deseos humanos y la experiencia del amor de Dios, que su-
pera todo amor humano? Precisamente hoy el mundo necesita nuestro tes-
timonio.
Pasemos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años ocul-
tos de Nazaret hasta el momento de la muerte en la cruz, en la escucha del
440
Padre, en la obediencia al Padre. Por ejemplo, en la noche del monte de
los Olivos, oró así: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).
Con esta oración Jesús asume, en su voluntad de Hijo, la terca resistencia
de todos nosotros, transforma nuestra rebelión en su obediencia. Jesús era
un orante. Pero sabía escuchar y obedecer: se hizo "obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8).
Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la vo-
luntad del Padre, no se pierden, sino que de este modo encuentran el ca-
mino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han descu-
bierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se vincula
con una obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de
Dios, llega a ser libre.
Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una constric-
ción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo entrando en la
voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad. Hoy el mundo,
precisamente por su deseo de "autorrealización" y "autodeterminación",
tiene gran necesidad del testimonio de esta experiencia.
Romano Guardini narra en su autobiografía que, en un momento críti-
co de su itinerario, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, le fue conce-
dida la decisión fundamental de toda su vida —la conversión— en el en-
cuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se pier-
de se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8, 34 ss; Jn 12, 25). Sin abandonarse,
sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede autorrealizarse.
Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme?
¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos entre-
garnos totalmente si al hacerlo caemos en las manos de Dios. En definiti-
va, sólo en él podemos perdernos y sólo en él podemos encontrarnos a no-
sotros mismos. Sucesivamente, se planteó otra pregunta: ¿Quién es Dios?
¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que el Dios al que podemos
abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo concreto y cercano en Je-
sucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde encuentro a Jesucristo? ¿Có-
mo puedo entregarme a él de verdad?
La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la si-
guiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo concreto
en su cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la voluntad
de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe transformarse muy concretamen-
te en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también esto debe ser
siempre objeto de un profundo examen de conciencia.
Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de Loyo-
la, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta el
punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos cueste,
deberíamos repetirla siempre: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi po-
seer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a
toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta"
(Ejercicios Espirituales, 234).
441
MISIÓN SACERDOTAL: LLENAR LAS CIUDADES DE ALEGRÍA
20080427. Homilía. Ordenaciones sacerdotales en Roma
La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los
Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer in-
mediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera
parte del texto: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión
no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un aconte-
cimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una deter-
minada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera persecu-
ción violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió algo que
"llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió? (…)
Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la
que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de
forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio,
Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en
medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada
por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el cora-
zón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san Lucas
—, aquella ciudad "se llenó de alegría".
Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a
todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciuda-
des se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay
algo más grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra
de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo?
Anunciar y testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra misión,
queridos diáconos, que dentro de poco seréis sacerdotes.
El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de
la alegría". A los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No
es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a
vuestra alegría, pues os mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son pala-
bras programáticas para todo sacerdote. Para ser colaboradores de la aleg-
ría de los demás, en un mundo a menudo triste y negativo, es necesario
que el fuego del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en vosotros
la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y multiplicadores de esta
alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligi-
dos.
Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de medi-
tación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisa-
mente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La pre-
siden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que
habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confir-
442
marla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo
descendió sobre cuantos habían sido bautizados.
En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la "Con-
firmación", el segundo sacramento de la iniciación cristiana. También para
nosotros, aquí reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición de las
manos es muy significativo. En efecto, también es el gesto central del rito
de la ordenación, mediante el cual dentro de poco conferiré a los candida-
tos la dignidad presbiteral. Es un signo inseparable de la oración, de la que
constituye una prolongación silenciosa. Sin decir ninguna palabra, el obis-
po consagrante y, después de él, los demás sacerdotes ponen las manos so-
bre la cabeza de los ordenandos, expresando así la invocación a Dios para
que derrame su Espíritu sobre ellos y los transforme, haciéndolos partíci-
pes del sacerdocio de Cristo. Se trata de pocos segundos, un tiempo breví-
simo, pero lleno de extraordinaria densidad espiritual.
Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este mo-
mento, a este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno
de misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa
oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la libertad
de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del hombre. La
imposición de las manos expresa plásticamente la modalidad específica de
este encuentro: la Iglesia, personificada por el obispo, que está de pie con
las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre al candidato; el
diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y se encomienda a
dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero infinita-
mente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que expresa;
un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve
todo, tanto en el interior como en el exterior.
También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso "movi-
miento" trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los dis-
cípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que man-
de a los suyos el Espíritu, definido "otro Paráclito" (Jn 14, 16), término
griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En efecto, el
primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre
del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cris-
to, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como
Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los cre-
yentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se
entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación
íntima de reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vo-
sotros", dice Jesús (Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una condición,
que Cristo pone claramente al inicio: "Si me amáis" (Jn 14, 15), y que re-
pite al final: "Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y
me revelaré a él" (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la
observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento
trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de
recibir y comunicar a Dios.
443
"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras du-
rante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía
y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto senti-
do se dirigen a todos sus sucesores y a los sacerdotes, que son los colabo-
radores más estrechos de los sucesores de los Apóstoles. Hoy las volve-
mos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor coheren-
cia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos, las escu-
cháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace par-
tícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en
vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda
vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, me-
ditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis
fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su
palabra divina "caminará" con vosotros y "crecerá" en vosotros.
Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera
carta de san Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya inter-
cesión quiero encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y
con afecto os las dirijo: "Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y
estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
la pidiere" (1 P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es
decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más
grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y san-
tificar todas las demás relaciones.
"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a
Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra es-
peranza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En vosotros
esta esperanza, a partir de hoy, se convierte en "esperanza sacerdotal", la
de Jesús, buen Pastor, que habita en vosotros y da forma a vuestros deseos
según su Corazón divino: esperanza de vida y de perdón para las personas
encomendadas a vuestro cuidado pastoral; esperanza de santidad y de fe-
cundidad apostólica para vosotros y para toda la Iglesia; esperanza de
apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a voso-
tros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que su-
fren y para los heridos por la vida.
Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi de-
seo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis
siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, res-
petuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta mi-
sión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger
nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre
y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio. Amén.
444
Ante todo, deseo felicitaros por haber centrado vuestros trabajos en la
reflexión sobre cómo favorecer el encuentro de los jóvenes con el Evange-
lio y, por tanto, en concreto, sobre las cuestiones fundamentales de la
evangelización y la educación de las nuevas generaciones. En Italia, como
en muchos otros países, se constata claramente lo que podemos definir una
verdadera "emergencia educativa". En efecto, cuando en una sociedad y
en una cultura marcadas por un relativismo invasor y a menudo agresivo
parecen faltar las certezas fundamentales, los valores y las esperanzas que
dan sentido a la vida, se difunde fácilmente, tanto entre los padres como
entre los maestros, la tentación de renunciar a su tarea y, antes incluso, el
riesgo de no comprender ya cuál es su papel y su misión.
Así, los niños, los adolescentes y los jóvenes, aun rodeados de muchas
atenciones y protegidos quizá excesivamente contra las pruebas y las difi-
cultades de la vida, al final se sienten abandonados ante los grandes inte-
rrogantes que surgen inevitablemente en su interior, al igual que ante las
expectativas y los desafíos que se perfilan en su futuro. Para nosotros, los
obispos, para nuestros sacerdotes, para los catequistas y para toda la co-
munidad cristiana, la emergencia educativa asume un aspecto muy preci-
so: el de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones.
También aquí, en cierto sentido especialmente aquí, debemos tener en
cuenta los obstáculos que plantea el relativismo: una cultura que pone a
Dios entre paréntesis y desalienta cualquier opción verdaderamente com-
prometedora y, en particular, las opciones definitivas, para privilegiar en
cambio, en los diversos ámbitos de la vida, la afirmación de sí mismos y
las satisfacciones inmediatas.
Para afrontar estas dificultades, el Espíritu Santo ya ha suscitado en la
Iglesia muchos carismas y energías evangelizadoras, particularmente pre-
sentes y activas en el catolicismo italiano. Los obispos tenemos el deber
de acoger con alegría estas nuevas fuerzas, sostenerlas, favorecer su ma-
duración, guiarlas y dirigirlas de modo que se mantengan siempre dentro
del gran cauce de la fe y de la comunión eclesial.
Además, debemos dar un perfil más marcado de evangelización a las
numerosas formas y ocasiones de encuentro y de presencia que todavía te-
nemos con el mundo juvenil, en las parroquias, en los oratorios, en las es-
cuelas —de modo especial, en las escuelas católicas—, y en muchos otros
lugares de agrupación. Tienen mayor importancia, obviamente, las rela-
ciones personales, y en especial la confesión sacramental y la dirección es-
piritual. Cada una de estas ocasiones es una posibilidad que se nos conce-
de para mostrar a nuestros muchachos y jóvenes el rostro del Dios que es
el verdadero amigo del hombre.
Asimismo, las grandes citas, como la que vivimos en septiembre del
año pasado en Loreto y la que viviremos en julio en Sydney, donde esta-
rán presentes también muchos jóvenes italianos, son la expresión comuni-
taria, pública y festiva de la esperanza, del amor y de la confianza en Cris-
to y en la Iglesia, que siguen arraigados en el alma de los jóvenes. Por tan-
to, estas citas recogen el fruto de nuestro trabajo pastoral diario y, al mis-
445
mo tiempo, ayudan a respirar a pleno pulmón la universalidad de la Iglesia
y la fraternidad que debe unir a todas las naciones.
También en un contexto social más amplio, precisamente la actual
emergencia educativa incrementa la demanda de una educación que sea
verdaderamente tal; por tanto, en concreto, la demanda de educadores que
sepan ser testigos creíbles de las realidades y de los valores sobre los cua-
les es posible construir tanto la existencia personal como proyectos de
vida comunes y compartidos.
Esta demanda, que viene del cuerpo social e implica a los muchachos y
a los jóvenes, al igual que a los padres y a los demás educadores, constitu-
ye de por sí la premisa y el inicio de un itinerario de redescubrimiento y
reactivación que, con formas adecuadas a los tiempos actuales, ponga de
nuevo en el centro la formación plena e integral de la persona humana.
Ante todo debemos decir y testimoniar con franqueza a nuestras comu-
nidades eclesiales y a todo el pueblo italiano que, aunque son muchos los
problemas por afrontar, el problema fundamental del hombre de hoy sigue
siendo el problema de Dios. Ningún otro problema humano y social podrá
resolverse verdaderamente si Dios no vuelve a ocupar el centro de nuestra
vida. Solamente así, a través del encuentro con el Dios vivo, manantial de
la esperanza que nos cambia desde dentro y no defrauda (cf. Rm 5, 5), es
posible recuperar una confianza fuerte y segura en la vida, y dar consisten-
cia y vigor a nuestros proyectos de bien.
446
amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en vosotros una acogedora so-
licitud pastoral con respecto a todos.
Para realizar fielmente esta tarea, desde ahora tratad de "vivir en la fe
del Hijo de Dios" (Ga 2, 20), es decir, esforzaos por ser pastores según el
corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo. La
unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio de todo
sacerdote. Cualquiera que sea el trabajo que llevéis a cabo en la Iglesia,
preocupaos por ser siempre verdaderos amigos suyos, amigos fieles que se
han encontrado con él y han aprendido a amarlo sobre todas las cosas. La
comunión con él, el divino Maestro de nuestras almas, os asegurará la se-
renidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.
La humanidad, inmersa en el vértigo de una actividad frenética, a me-
nudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia, mientras cierta
cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e incluso
la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario testi-
moniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y sepa
hablar a su corazón. Vuestra tarea consistirá precisamente en proclamar
con vuestro modo de vivir, antes que con vuestras palabras, el anuncio go-
zoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces muy aleja-
dos de la experiencia cristiana. Por tanto, sed cada día oyentes dóciles de
la palabra de Dios, vivid en ella y de ella, para hacerla presente en vuestra
actividad sacerdotal. Anunciad la Verdad, que es Cristo. Que la oración, la
meditación y la escucha de la palabra de Dios sean vuestro pan de cada
día. Si crece en vosotros la comunión con Jesús, si vivís de él y no sólo
para él, irradiaréis su amor y su alegría en vuestro entorno.
Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la
Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas vuestras jornadas y de
todo vuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la co-
munión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al
Señor, y pronunciar las tremendas y maravillosas palabras: "Esto es mi
cuerpo", "Esta es mi sangre"; no podemos tomar en nuestras manos el
Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos con-
quistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie in-
teriormente.
La Eucaristía ha de llegar a ser para vosotros escuela de vida, en la que
el sacrificio de Jesús en la cruz os enseñe a hacer de vosotros mismos un
don total a los hermanos. El representante pontificio, en el cumplimiento
de su misión, está llamado a dar este testimonio de acogida al prójimo,
fruto de una unión constante con Cristo.
448
Veamos ahora qué nos dice san Pablo con este texto: "Habéis sido lla-
mados a la libertad" (Ga 5, 13). En todas las épocas, desde los comienzos
pero de modo especial en la época moderna, la libertad ha sido el gran
sueño de la humanidad. Sabemos que Lutero se inspiró en este texto de la
carta a los Gálatas; y la conclusión fue que la Regla monástica, la jerar-
quía, el magisterio le parecieron un yugo de esclavitud del que era necesa-
rio librarse. Sucesivamente, el período de la Ilustración estuvo totalmente
dominado, penetrado por este deseo de libertad, que se pensaba haber al-
canzado ya. Y también el marxismo se presentó como camino hacia la li-
bertad.
Esta tarde nos preguntamos: ¿Qué es la libertad? ¿Cómo podemos ser
libres? San Pablo nos ayuda a entender esta realidad complicada que es la
libertad insertando este concepto en un contexto de concepciones antropo-
lógicas y teológicas fundamentales. Dice: "No toméis de esa libertad pre-
texto para la carne; antes al contrario, servíos por caridad los unos a los
otros" (Ga 5, 13). El rector nos ha dicho ya que "carne" no es el cuerpo,
sino que "carne", en el lenguaje de san Pablo, es expresión de la absoluti-
zación del yo, del yo que quiere serlo todo y tomarlo todo para sí. El yo
absoluto, que no depende de nada ni de nadie, parece poseer realmente, en
definitiva, la libertad. Soy libre si no dependo de nadie, si puedo hacer
todo lo que quiero. Y precisamente esta absolutización del yo es "carne",
es decir, degradación del hombre; no es conquista de la libertad. El liberti-
naje no es libertad, sino más bien el fracaso de la libertad.
Y san Pablo se atreve a proponer una fuerte paradoja: "Servíos por ca-
ridad los unos a los otros" (en griego douléuete); es decir, la libertad se
realiza paradójicamente mediante el servicio; llegamos a ser libres si nos
convertimos en siervos unos de otros. Así san Pablo pone todo el proble-
ma de la libertad a la luz de la verdad del hombre. Reducirse a la carne,
aparentemente elevándose al rango de divinidad -"Sólo yo soy el hom-
bre"- introduce en la mentira. Porque en realidad no es así: el hombre no
es un absoluto, como si el yo pudiera aislarse y comportarse sólo según su
propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es
que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios y vivimos en relación
con el Creador. Somos seres relacionales, y sólo entramos en la verdad
aceptando nuestra relacionalidad; de lo contrario, caemos en la mentira y
en ella, al final, nos destruimos.
Somos criaturas y, por tanto, dependemos del Creador. En la época de
la Ilustración, sobre todo al ateísmo esto le parecía una dependencia de la
que era necesario liberarse. Sin embargo, en realidad, esta dependencia só-
lo sería fatal si este Dios Creador fuera un tirano, no un Ser bueno; sólo si
fuera como los tiranos humanos. En cambio, si este Creador nos ama y
nuestra dependencia es estar en el espacio de su amor, en este caso la de-
pendencia es precisamente libertad. En efecto, de este modo nos encontra-
mos en la caridad del Creador, estamos unidos a él, a toda su realidad, a
todo su poder. Por tanto este es el primer punto: ser criatura quiere decir
449
ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que él nos da,
con la que nos previene. De ahí deriva ante todo nuestra verdad, que es al
mismo tiempo una llamada a la caridad.
Por eso, ver a Dios, orientarse a Dios, conocer a Dios, conocer la vo-
luntad de Dios, insertarse en la voluntad, es decir, en el amor de Dios es
entrar cada vez más en el espacio de la verdad. Y este camino del conoci-
miento de Dios, de la relación de amor con Dios, es la aventura extraordi-
naria de nuestra vida cristiana: porque en Cristo conocemos el rostro de
Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta la cruz, hasta el don de sí
mismo.
Pero la relacionalidad propia de las criaturas implica también un se-
gundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiem-
po, como familia humana, también estamos en relación unos con otros. En
otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el
espacio amplio del amor de Dios, pero implica también ser uno con el otro
y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo, me con-
vierto en enemigo del otro; ya no podemos convivir y toda la vida se
transforma en crueldad, en fracaso. Sólo una libertad compartida es una li-
bertad humana; sólo estando juntos podemos entrar en la sinfonía de la li-
bertad.
Así pues, este es otro punto de gran importancia: sólo aceptando al
otro, sólo aceptando también la aparente limitación que supone para mi li-
bertad respetar la libertad del otro, sólo insertándome en la red de depen-
dencias que nos convierte, en definitiva, en una sola familia humana, estoy
en camino hacia la liberación común.
Aquí aparece un elemento muy importante: ¿Cuál es la medida de
compartir la libertad? Vemos que el hombre necesita orden, derecho, para
que se pueda realizar su libertad, que es una libertad vivida en común. ¿Y
cómo podemos encontrar este orden justo, en el que nadie sea oprimido,
sino que cada uno pueda dar su propia contribución para formar esta espe-
cie de concierto de las libertades? Si no hay una verdad común del hombre
como aparece en la visión de Dios, queda sólo el positivismo y se tiene la
impresión de algo impuesto, incluso de manera violenta. De ahí esta rebe-
lión contra el orden y el derecho, como si se tratara de una esclavitud.
Pero si podemos encontrar en nuestra naturaleza el orden del Creador,
el orden de la verdad, que da a cada uno su sitio, precisamente el orden y
el derecho pueden ser instrumentos de libertad contra la esclavitud del
egoísmo. Servirnos unos a otros se convierte en instrumento de la libertad;
y aquí podemos insertar toda una filosofía de la política según la doctrina
social de la Iglesia, la cual nos ayuda a encontrar este orden común que da
a cada uno su lugar en la vida común de la humanidad. La primera reali-
dad que hay que respetar es, por tanto, la verdad: la libertad contra la ver-
dad no es libertad. Servirnos unos a otros crea el espacio común de la li-
bertad.
Y luego san Pablo prosigue diciendo: "Toda la ley alcanza su plenitud
en este solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"" (Ga 5, 14).
450
En esta afirmación aparece el misterio del Dios encarnado, aparece el mis-
terio de Cristo que en su vida, en su muerte, en su resurrección se convier-
te en la ley viviente. Inmediatamente, las primeras palabras de nuestra lec-
tura -"Habéis sido llamados a la libertad"- aluden a este misterio. Hemos
sido llamados por el Evangelio, hemos sido llamados realmente en el Bau-
tismo, en la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, y de
esta forma hemos pasado de la "carne", del egoísmo, a la comunión con
Cristo. Así estamos en la plenitud de la ley.
Probablemente todos conocéis las hermosas palabras de san Agustín:
"Dilige et fac quod vis", "Ama y haz lo que quieras". Lo que dice san
Agustín es verdad, si entendemos bien la palabra "amor". "Ama y haz lo
que quieras", pero debemos estar realmente penetrados de la comunión
con Cristo, debemos estar identificados con su muerte y su resurrección,
debemos estar unidos a él en la comunión de su Cuerpo. En la participa-
ción de los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, la voluntad
divina, la ley divina entra realmente en nuestra voluntad; nuestra volun-
tad se identifica con la suya; se convierten en una sola voluntad; así
realmente somos libres, así en realidad podemos hacer lo que queramos,
porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad.
Por tanto, pidamos al Señor que nos ayude en este camino que comen-
zó con el Bautismo, un camino de identificación con Cristo que se realiza
siempre, continuamente, en la Eucaristía. Enla Plegaria eucarística III de-
cimos: "Para que (...) formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíri-
tu". Es un momento en el cual, a través de la Eucaristía y a través de nues-
tra verdadera participación en el misterio de la muerte y de la resurrección
de Cristo, formamos un solo espíritu con él, nos identificamos con su vo-
luntad, y así llegamos realmente a la libertad.
Detrás de las palabras "La ley está cumplida", detrás de estas palabras
que se hacen realidad en la comunión con Cristo, aparecen juntamente con
el Señor todas las figuras de los santos que han entrado en esta comunión
con Cristo, en esta unidad del ser, en esta unidad con su voluntad. Apare-
ce, sobre todo, la Virgen, en su humildad, en su bondad, en su amor. La
Virgen nos da esta confianza, nos toma de la mano, nos guía, nos ayuda
en el camino para unirnos a la voluntad de Dios, como ella lo hizo desde
el primer momento, expresando esta unión en su "fiat".
Y, por último, después de estas cosas hermosas, una vez más en la car-
ta se alude a la situación un poco triste de la comunidad de los Gálatas,
cuando san Pablo dice: "Si os mordéis y os devoráis mutuamente, al me-
nos no os destruyáis del todo unos a otros... Caminad según el Espíritu"
(Ga 5, 15-16). Me parece que en esta comunidad, que ya no estaba en el
camino de la comunión con Cristo, sino en el de la ley exterior de la "car-
ne", emergen naturalmente también las polémicas y san Pablo dice: "Os
convertís en fieras; uno muerde al otro". Así alude a las polémicas que na-
cen donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad se sustituye con
la arrogancia de creerse mejores que los demás.
451
Vemos cómo también hoy suceden cosas parecidas donde, en lugar de
insertarse en la comunión con Cristo, en el Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia, cada uno quiere ser superior al otro y con arrogancia intelectual
quiere hacer creer que él es mejor. Así nacen las polémicas, que son des-
tructivas; así nace una caricatura de la Iglesia, que debe-
ría ser una sola alma y un solo corazón. En esta advertencia de san Pablo
debemos encontrar también hoy un motivo de examen de conciencia: no
debemos creernos superiores a los demás; debemos tener la humildad de
Cristo, la humildad de la Virgen; debemos entrar en la obediencia de la
fe. Precisamente así se abre realmente, también para nosotros, el gran es-
pacio de la verdad y de la libertad en el amor.
452
mos dar el testimonio gozoso de nuestra adhesión al Evangelio, aceptando
la invitación del apóstol san Pablo a gloriarnos únicamente de la cruz de
Cristo, con la única ambición de completar en nosotros mismos lo que fal-
ta a la pasión del Señor, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,
24).
456
20100117. Discurso. Concesión de ciudadanía de Freising
La segunda imagen que quiero retomar es el día de la ordenación
sacerdotal. La catedral siempre fue el centro de nuestra vida, al igual que
en el seminario éramos una familia y fue el padre Höck quien hizo de no-
sotros una verdadera familia. La catedral era el centro y en el día inolvida-
ble de la ordenación sacerdotal se convirtió en el centro para toda la vida.
Son tres los momentos que me quedaron especialmente grabados. El pri-
mero, estar postrados en el suelo durante las letanías de los santos. Al es-
tar así postrados, se toma una vez más conciencia de toda nuestra pobreza
y uno se pregunta: ¿soy realmente capaz? Y al mismo tiempo resuenan los
nombres de todos los santos de la historia y la imploración de los fie-
les: "Escúchanos; ayúdalos". Así crece la conciencia: sí, soy débil e inade-
cuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, toda la comunidad de los
santos está conmigo, me acompañan y, por lo tanto, puedo recorrer este
camino y convertirme en compañero y guía para los demás.
El segundo, la imposición de las manos por parte del anciano y venera-
ble cardenal Faulhaber —que me impuso las manos a mí, y a todos, de
modo profundo e intenso— y la conciencia de que es el Señor quien impo-
ne sus manos sobre mí y dice: me perteneces, no te perteneces simple-
mente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio; pero también la concien-
cia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea sólo
obligaciones, sino que por encima de todo es un don, que él está conmigo
y que su amor me protege y me acompaña. Después seguía el viejo rito, en
el que el poder de perdonar los pecados se confería en un momento aparte,
que comenzaba cuando el obispo decía, con las palabras del Señor: "Ya no
os llamo siervos; a vosotros os llamo amigos". Y yo sabía —nosotros sa-
bíamos— que no es sólo una cita de Juan 15, sino una palabra actual que
el Señor me está dirigiendo ahora. Él me acepta como amigo; estoy en esta
relación de amistad; él me ha otorgado su confianza, y en esta amistad
puedo actuar y hacer que otros lleguen a ser amigos de Cristo.
457
ocuparse. Por el contrario, se pide a los presbíteros la capacidad de partici-
par en el mundo digital en constante fidelidad al mensaje del Evangelio,
para ejercer su papel de animadores de comunidades que se expresan cada
vez más a través de las muchas «voces» surgidas en el mundo digital. De-
ben anunciar el Evangelio valiéndose no sólo de los medios tradicionales,
sino también de los que aporta la nueva generación de medios audiovisua-
les (foto, vídeo, animaciones, blogs, sitios web), ocasiones inéditas de diá-
logo e instrumentos útiles para la evangelización y la catequesis.
El sacerdote podrá dar a conocer la vida de la Iglesia mediante estos
modernos medios de comunicación, y ayudar a las personas de hoy a des-
cubrir el rostro de Cristo. Para ello, ha de unir el uso oportuno y compe-
tente de tales medios –adquirido también en el período de formación– con
una sólida preparación teológica y una honda espiritualidad sacerdotal, ali-
mentada por su constante diálogo con el Señor. En el contacto con el mun-
do digital, el presbítero debe trasparentar, más que la mano de un simple
usuario de los medios, su corazón de consagrado que da alma no sólo al
compromiso pastoral que le es propio, sino al continuo flujo comunicativo
de la «red».
También en el mundo digital, se debe poner de manifiesto que la soli-
citud amorosa de Dios en Cristo por nosotros no es algo del pasado, ni el
resultado de teorías eruditas, sino una realidad muy concreta y actual. En
efecto, la pastoral en el mundo digital debe mostrar a las personas de nues-
tro tiempo y a la humanidad desorientada de hoy que «Dios está cerca;
que en Cristo todos nos pertenecemos mutuamente» (Discurso a la Curia
romana para el intercambio de felicitaciones navideñas, 21 diciembre
2009).
¿Quién mejor que un hombre de Dios puede desarrollar y poner en
práctica, a través de la propia competencia en el campo de los nuevos me-
dios digitales, una pastoral que haga vivo y actual a Dios en la realidad de
hoy? ¿Quién mejor que él para presentar la sabiduría religiosa del pasado
como una riqueza a la que recurrir para vivir dignamente el hoy y cons-
truir adecuadamente el futuro? Quien trabaja como consagrado en los me-
dios, tiene la tarea de allanar el camino a nuevos encuentros, asegurando
siempre la calidad del contacto humano y la atención a las personas y a
sus auténticas necesidades espirituales. Le corresponde ofrecer a quienes
viven éste nuestro tiempo «digital» los signos necesarios para reconocer al
Señor; darles la oportunidad de educarse para la espera y la esperanza, y
de acercarse a la Palabra de Dios que salva y favorece el desarrollo huma-
no integral. La Palabra podrá así navegar mar adentro hacia las numerosas
encrucijadas que crea la tupida red de autopistas del ciberespacio, y afir-
mar el derecho de ciudadanía de Dios en cada época, para que Él pueda
avanzar a través de las nuevas formas de comunicación por las calles de
las ciudades y detenerse ante los umbrales de las casas y de los corazones
y decir de nuevo: «Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre,
entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 20). (…)
458
No hay que olvidar, sin embargo, que la fecundidad del ministerio
sacerdotal deriva sobre todo de Cristo, al que encontramos y escuchamos
en la oración; al que anunciamos con la predicación y el testimonio de la
vida; al que conocemos, amamos y celebramos en los sacramentos, sobre
todo en el de la Santa Eucaristía y la Reconciliación.
Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que
acabamos de leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para enten-
der el Antiguo Testamento como libro que habla de Cristo. La tradición
precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, según la clave
de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del
verdadero rey de Israel, verdadero rey porque era hombre y Dios. Y la ins-
cripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya
está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de
los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de
Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento,
472
que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que
esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo
110, 4 que hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres sacer-
dote eterno, según el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús no só-
lo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del
mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En
parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumrán, existen dos
líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El autor de la carta a los
Hebreos, al descubrir este versículo, comprendió que en Cristo están uni-
das las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios —según
el salmo 2, 7 que cita— pero es también el verdadero Sacerdote.
Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del
sacerdocio, que se encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del
verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con
esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar que precisamen-
te también la ley cultual, que quedó abolida después de la destrucción del
Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo tanto, no quedó simplemente
abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto que en Cristo todo
encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su pureza y en
su verdad profunda.
De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio
de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del
Templo; Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote.
También el sacerdocio de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a
ser, por decirlo así, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo,
en cualquier caso es "camino" hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se de-
linean los elementos esenciales. Luego Melquisedec —volveremos sobre
este punto— que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Tes-
tamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin madre —dice la
carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera
veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así,
también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración profunda del
misterio de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado, purificado y
guiado a su fin, a su verdadera esencia.
Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del
sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos
dice el autor de la carta a los Hebreos: para ser realmente mediador entre
Dios y el hombre, el sacerdote debe ser hombre. Esto es fundamental y el
Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder
realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre —volveremos sobre este
punto—, pero por sí mismo no puede hacerse mediador hacia Dios. El
sacerdote necesita una autorización, una institución divina, y sólo pertene-
ciendo a las dos esferas —la de Dios y la del hombre— puede ser media-
dor, puede ser "puente". Esta es la misión del sacerdote: combinar, conec-
tar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de
473
Dios —lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre— y
nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es ser mediador, puente
que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera
luz, a su verdadera vida.
Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de
Dios, y solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta
condición de la mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de
Dios se hace hombre para que haya un verdadero puente, una verdadera
mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios o,
en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en
el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos realizar nuestra misión con
el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con
Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la
importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo
Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la partici-
pación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomar-
me en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la ac-
ción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra —
ser elegidos y tomados de la mano por Dios— es un punto fundamental en
el cual entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don
en el cual Dios me da todo lo que yo no podría dar nunca: la participación,
la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.
Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra
vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe
conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto,
debemos vivir esta comunión; y la celebración de la santa misa, la oración
del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios,
del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben
estar fijos en Dios, en este punto del cual no debemos salir, y esto se reali-
za, se refuerza día a día, también con breves oraciones en las cuales nos
unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez más hombres de Dios,
que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y guiar hacia Dios.
El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en to-
dos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verda-
dero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtu-
des humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimien-
tos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del
Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la
cuestión "qué es el hombre" queda ofuscada por el hecho del pecado, que
ha herido hasta lo más intimo la naturaleza humana. Así se dice: "ha men-
tido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero este no es el verdade-
ro ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser hombre de
justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la ayu-
da de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el
verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe
comenzar en la formación al sacerdocio, pero que después debe realizarse
474
y continuar en toda nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamental-
mente van juntas: ser de Dios, estar con Dios, y ser realmente hombre, en
el verdadero sentido que ha querido el Creador al plasmar esta criatura que
somos nosotros.
Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un
modo que nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con "compa-
sión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en
flaqueza" (5, 2) y también —todavía mucho más fuerte— "habiendo ofre-
cido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y
lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor
reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos un elemento esencial de
nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los demás: esta es la ver-
dadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca es solidari-
dad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí mis-
mo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en
el sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión —
metriopathein, dice el texto griego—, es decir, estar en el centro de la pa-
sión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tenta-
ciones de este tiempo: "Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?".
Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristoté-
lico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contem-
plación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con
las cosas hermosas, con la belleza divina, pero "el trabajo" lo hacen otros.
Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote,
como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a
las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino
tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la "pa-
sión" de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido enco-
mendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su co-
razón siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios, siempre habla íntima-
mente con él, pero al mismo tiempo él lleva todo el ser, todo el sufrimien-
to humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son
pequeños, que andan sin pastor, sufre con ellos y nosotros los sacerdotes
no podemos retirarnos en un Elíseo, sino que estamos inmersos en la pa-
sión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en comunión con él, debe-
mos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.
Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente es-
timulante: "Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas"
(Hb 5, 7). No se trata sólo de una alusión a la hora de la angustia en el
Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pa-
sión, que abarca toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloró ante la tumba
de Lázaro, estaba realmente conmovido en su interior por el misterio de la
muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que pierden a su hermano,
como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo el horror de la
muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo
de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la prueba y se con-
475
fronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio, con esta tristeza
que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la
hermosa ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las des-
trucciones de la historia en el mundo; llora viendo como los hombres se
destruyen a sí mismos y sus ciudades con la violencia, con la desobedien-
cia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús
gritó desde la cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc
15, 34; cf. Mt 27, 46), y gritó otra vez al final. Y este grito responde a una
dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la
vida humana, muchos Salmos son un grito fuerte a Dios: "¡Ayúdanos, es-
cúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario, acabamos de rezar en este
sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas a la matanza" (Sal
44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el verdadero
sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a
los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma todo el sufri-
miento humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los oídos de
Dios.
Y así vemos que precisamente de este modo realiza el sacerdocio, la
función de mediador, llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el su-
frimiento —la pasión— del mundo, transformándolo en grito hacia Dios,
llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo
así realmente al momento de la Redención.
En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y súpli-
cas", "gritos y lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo pros-
pherein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los
dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sa-
crificio. Así, con este término cultual aplicado a los ruegos y las lágrimas
de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de
los Olivos, el grito de la cruz, todo su sufrimiento no son algo añadido a
su gran misión. Precisamente de este modo él ofrece el sacrificio, actúa
como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció" —prospherein
— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva a la humani-
dad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se
ofreció a sí mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en
esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufri-
miento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita
al acto cultual de la santa misa, en el cual todo se pone en manos de Cris-
to, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo
tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein, es ofrecer. En este
sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar más profun-
damente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es
acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es co-
municación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y
también sacramental.
476
En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo
así —mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis
(cf. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legisla-
ción cultual, la palabra teleion, usada aquí, indica la ordenación sacerdo-
tal. Es decir, la carta a los Hebreos nos dice que precisamente al hacer esto
Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su sacerdocio. Nuestra ordenación
sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse existencialmente,
pero también de modo cristológico, precisamente en este llevar el mundo
con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos realmente
en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el sacerdocio no es una actividad
de algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en
sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y, naturalmente,
también en las alegrías. Así llegamos a ser cada vez más sacerdotes en co-
munión con Cristo.
La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la
palabra hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que
no nos gusta. En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una
actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a otra volun-
tad; por lo tanto, uno ya no es libre, sino que está determinado por otro,
mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera
existencia humana. En lugar de la palabra "obediencia", nosotros quere-
mos como palabra clave antropológica la de "libertad". Pero considerando
de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia
de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es lle-
var la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra
voluntad con la voluntad de Dios.
San Máximo el Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos,
de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, "no mi vo-
luntad, sino tu voluntad", ha descrito este proceso, que Cristo lleva en sí
mismo como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en
este acto —"no mi voluntad, sino tu voluntad"— Jesús resume todo el pro-
ceso de su vida, es decir, de llevar la vida natural humana a la vida divina
y, de este modo, transformar al hombre: divinización del hombre y así re-
dención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad tirana,
no es una voluntad que está fuera de nuestro ser, sino que es precisamente
la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra
verdadera identidad.
Dios nos ha creado y somos nosotros mismos si actuamos conforme a
su voluntad; sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos
alienados. Al contrario, la alienación tiene lugar precisamente si nos apar-
tamos de la voluntad de Dios, porque de ese modo nos apartamos del de-
signio de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el vacío.
En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de
nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, lle-
vando el hombre, el ser hombre, en sí mismo y consigo, en la conformidad
con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la perfecta conformación
477
entre las dos voluntades, nos redimió y la redención siempre es este proce-
so de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es
un proceso por el cual oramos cada día: "Hágase tu voluntad". Y quere-
mos pedir realmente al Señor que nos ayude a ver íntimamente que esta es
la libertad, y a entrar así con alegría en esta obediencia y a "recoger" al ser
humano para llevarlo —con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con
nuestra oración, con nuestra acción pastoral— a la comunión con Dios.
Prosiguiendo la lectura, encontramos una frase difícil de interpretar. El
autor de la carta a los Hebreos dice que Jesús oró intensamente, con gritos
y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su completo
abandono fue escuchado (cf. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: "No, no es ver-
dad, no fue escuchado, murió". Jesús pidió ser liberado de la muerte, pero
no fue liberado, murió de modo extremadamente cruel. Por eso, el gran
teólogo liberal Harnack dijo: "Aquí falta un no", hay que escribir: "No fue
escuchado" y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero se trata de una so-
lución que no es exégesis, sino forzar el texto. En ninguno de los manus-
critos aparece "no", sino sólo "fue escuchado"; por tanto, debemos apren-
der a comprender qué significa este "ser escuchado", a pesar de la cruz.
Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el
texto griego se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este
sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que
nos narra san Lucas, que "un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de
modo que, después del momento de la angustia, pudiera ir directamente y
sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el
de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que Dios le da la fuerza para
llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me parece que esta res-
puesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más profundo —ha
subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la muer-
te", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre, en la
Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser redimido de
la muerte es la Resurrección y la humanidad es redimida de la muerte pre-
cisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros su-
frimientos, del misterio terrible de la muerte.
Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección
de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que puede ayu-
dar tener presente el breve texto en el cual san Juan, en el capítulo 12 de
su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Mon-
te de los Olivos. Jesús dice: "Mi alma está turbada" (Jn 12, 27), y, en toda
la angustia del Monte de los Olivos, ¿qué voy a decir?: "Sálvame de esta
hora, o glorifica tu nombre" (cf. Jn 12, 27-28). Es la misma oración que
encontramos en los Sinópticos: "Si es posible sálvame, pero hágase tu vo-
luntad" (cf. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje de san
Juan es justamente: "O sálvame, o glorifica". Y Dios responde: "Te he
glorificado y te glorificaré de nuevo" (cf. Jn 12, 28). Esta es la respuesta,
la confirmación de que Dios lo escucha: glorificaré la cruz; es la presencia
de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la cruz, Jesús
478
es elevado sobre toda la tierra y atrae la tierra a sí; en la cruz aparece aho-
ra el "Kabod", la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta llegar a la
cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.
La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su
muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime
al hombre, desde donde atrae al hombre a sí. Si la respuesta divina en san
Juan dice: "te glorificaré", significa que esta gloria trasciende y atraviesa
toda la historia siempre y de nuevo: desde tu cruz, presente en la Eucaris-
tía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza
en la santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de
la Eucaristía es, por tanto, profundidad del misterio sacerdotal.
Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una fi-
gura misteriosa que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de
la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de
Jerusalén, Melquisedec, y lleva pan y vino. Un episodio no comentado y
un poco incomprensible, que sólo aparece de nuevo en el Salmo 110,
como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el judaísmo, el ag-
nosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar profundamente so-
bre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a los He-
breos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y
son varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde es-
tá la paz, venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tie-
rra, y lleva pan y vino (cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que
aquí aparece el sumo sacerdote del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora
con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los Padres han su-
brayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto
muestra que también desde el paganismo existe un camino hacia Cristo y
los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar la justicia y
la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos funda-
mentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto
modo hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración
supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacer-
docio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham,
que sacrifica en la intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero que
da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote del Dios Altísimo, que lleva pan
y vino. Esto significa que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mis-
mo tiempo, está presente en toda la historia, a través de la historia, y la
historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del pueblo
elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se re-
vela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el
misterio de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí
mismo.
Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está
recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera
devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra final-
479
mente realizada en Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el cielo
está abierto, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino que es
verdadero, porque el cielo está abierto y no se ofrece algo, sino que el
hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice
la carta a los Hebreos: "Nuestro sacerdote está a la derecha del trono, del
santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo ha construido"
(cf. 8, 1-2).
Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la tradi-
ción davídica se ha referido a esto diciendo: "Este es el lugar, Jerusalén es
el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene
ya de los tiempos de Abraham, Jerusalén es el lugar verdadero de la autén-
tica veneración de Dios".
Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuer-
po de Cristo; la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que
san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús "la tienda de Dios",
eskenosen en hemin (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el
mundo y esta tienda, esta Jerusalén nueva y verdadera está al mismo tiem-
po en la tierra y en cielo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza
siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la pre-
sencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celes-
tial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resu-
citado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la humanidad; y, al mismo
tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios. Todo esto se realiza
siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos
llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la
vida. Roguemos al Señor que nos haga entender este Misterio cada vez
mejor, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para
que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.
482
Me es grato recordar lo que escribió mi venerado Predecesor Juan Pa-
blo II: “La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la
grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —
un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y
en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización
del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacio-
nal” (Pastores dabo vobis, 41). Se podría decir que las vocaciones sacer-
dotales nacen del contacto con los sacerdotes, casi como un patrimonio
precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la vida entera.
Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los
religiosos y de las religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen
con plena fidelidad al Evangelio y asumen con alegría sus criterios de jui-
cio y conducta. Llegan a ser “signo de contradicción” para el mundo, cuya
lógica está inspirada muchas veces por el materialismo, el egoísmo y el in-
dividualismo. Su fidelidad y la fuerza de su testimonio, porque se dejan
conquistar por Dios renunciando a sí mismos, sigue suscitando en el alma
de muchos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, generosa y to-
talmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e identificarse con Él:
he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de la primacía absoluta
de Dios en la vida y en la historia de los hombres.
Todo presbítero, todo consagrado y toda consagrada, fieles a su voca-
ción, transmiten la alegría de servir a Cristo, e invitan a todos los cristia-
nos a responder a la llamada universal a la santidad. Por tanto, para pro-
mover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida reli-
giosa, para hacer más vigoroso e incisivo el anuncio vocacional, es indis-
pensable el ejemplo de todos los que ya han dicho su “sí” a Dios y al pro-
yecto de vida que Él tiene sobre cada uno. El testimonio personal, hecho
de elecciones existenciales y concretas, animará a los jóvenes a tomar de-
cisiones comprometidas que determinen su futuro. Para ayudarles es nece-
sario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y acompa-
ñarles, a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia vivida como
vocación. Así lo hizo el Santo Cura de Ars, el cual, siempre en contacto
con sus parroquianos, “enseñaba, sobre todo, con el testimonio de su vida.
De su ejemplo aprendían los fieles a orar” (Carta para la convocación del
Año Sacerdotal, 16 junio 2009).
483
Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preo-
cupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y del
ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación,
como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del
tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profun-
do a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en la
santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de
su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vi-
vida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Juan Pa-
blo II, Novo millennio ineunte, 31). Que, en este Año Sacerdotal que mira
ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que vi-
váis el gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fun-
dada en la fidelidad de Cristo. Esto supone evidentemente una auténtica
intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e intensa
del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a corres-
ponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.
Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica
para el pueblo de Dios, memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda
la Iglesia la radicalidad evangélica y la venida del Reino. Por lo tanto,
queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación a la oración,
a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la
misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica, fir-
me en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este tes-
timonio es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros
hermanos viven como si no existiese el más allá, sin preocuparse de la
propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a
amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación.
Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de
los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio
de la fe, en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos
al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de
mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de
mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y
conducirlas al amor.
Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de
Cristo: no es posible amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney
quiso ser sacerdote precisamente para la salvación de ellos: “Ganar la al-
mas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con dieciocho
años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co
9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en
la Parroquia, usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco
era misericordioso como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería
insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la misericordia de Dios, en
cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba la ter-
nura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran “insensi-
bles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -
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advertía- que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios y las
almas se pierden”.
Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia
de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su
Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de
la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro sacerdo-
cio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Se-
ñor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos
unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y
estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo
sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os
hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en vuestros
corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración,
con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente atentos
a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales o
la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con lo que es pro-
pio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como una necesidad
actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que
ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.
Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la vida de los
sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos,
perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto, mante-
ned en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar entre los
fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo- nuevas vocaciones
sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor gozoso a la pro-
pia vocación y la dedicación a la dirección espiritual os ayudará a discer-
nir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.
Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el
sacerdocio y os estáis preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de
Formación religiosa, el Papa os anima a ser conscientes de la gran respon-
sabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las intenciones y moti-
vaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra for-
mación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humil-
dad y de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adora-
ción, la piedad y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de estos
años de preparación, harán que un día celebréis el sacrificio del Altar con
verdadera y edificante unción.
En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagra-
dos y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acom-
paña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella y como Ella somos libres
para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para to-
dos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para
que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pas-
tor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus ges-
tos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado,
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que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en
la Santísima Eucaristía.
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Índice
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Cuarta sección: Homilías y Discursos…………………………….….400
Volver a la raíz de nuestro sacerdocio: Jesucristo...................................401
La Eucaristía: secreto de la santidad sacerdotal......................................404
Colaborar con el Dios de la paz y la alegría............................................405
Clave del Concilio: Hermenéutica de la continuidad..............................409
La actividad del teólogo en la comunión eclesial....................................415
Pastores al servicio del gran Pastor...........................................................416
Obreros para la mies. Lo primero, “estar con Él”...................................420
Obreros para la mies: Sacudir el corazón de Dios....................................422
Hermosa vocación del teólogo................................................................426
Dios no fracasa........................................................................................428
El sacerdote es el hombre de Dios...........................................................433
Especialistas del encuentro con Dios........................................................434
Sacramento de la penitencia y tensión a la santidad................................436
Un sacerdocio bien vivido es fuente de muchos bienes..........................436
Discípulos y misioneros de Jesucristo.....................................................437
Mirar a Cristo pobre, casto y obediente...................................................438
Misión sacerdotal: llenar las ciudades de alegría....................................442
Dios sigue siendo el problema fundamental del hombre.........................444
La unión con Jesús es el secreto del ministerio.......................................446
Cristo ha de ser el motivo de nuestro vivir..............................................447
Habéis sido llamados a la libertad. Lectio divina....................................448
Hacer referencia siempre y sobre todo al Señor......................................452
El sacerdote debe ser grano de trigo como Jesús.....................................453
¿Cómo hacer bien teología? Ser pequeños y sabios................................454
Recuerdos de la ordenación sacerdotal....................................................456
El sacerdote y la pastoral en el mundo digital.........................................457
Seminario: Permaneced en mi amor........................................................459
La esencia del sacerdocio de Cristo.........................................................465
La Iglesia debe nacer del Espíritu Santo.................................................468
El sacerdocio en la carta a los Hebreos...................................................472
El testimonio suscita vocaciones.............................................................480
La principal preocupación debe ser la fidelidad......................................483
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