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Folleto Sacerdocio 2010

El Papa Benedicto XVI anuncia la convocatoria de un Año Sacerdotal para favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, del 19 de junio de 2009 al 19 de junio de 2010, en conmemoración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney. El Papa destaca la dimensión misionera intrínseca del sacerdocio y la necesidad de formación doctrinal de los sacerdotes para llevar a cabo su misión en la Iglesia.

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Folleto Sacerdocio 2010

El Papa Benedicto XVI anuncia la convocatoria de un Año Sacerdotal para favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, del 19 de junio de 2009 al 19 de junio de 2010, en conmemoración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney. El Papa destaca la dimensión misionera intrínseca del sacerdocio y la necesidad de formación doctrinal de los sacerdotes para llevar a cabo su misión en la Iglesia.

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BENEDICTO XVI

MAGISTERIO SACERDOTAL
 

2
I
 
AÑO SACERDOTAL
 

3
4
AÑO SACERDOTAL PARA FAVORECER TENSIÓN A LA PERFECCIÓN
20090316. Discurso. Asamblea plenaria Congregación del Clero
El tema que habéis elegido para esta plenaria —"La identidad misione-
ra del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de
los tria munera"— permite algunas reflexiones para el trabajo de estos
días y para los abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia
es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirma-
ción, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe
el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, tam-
bién desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en
grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En
efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: "Id a todo el
mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Como sabe-
mos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaborado-
res; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.
La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacra-
mental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhe-
sión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la
apostólica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una "vida
nueva" entendida espiritualmente, en el "nuevo estilo de vida" que inaugu-
ró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.
Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria
de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser
"presbíteros". A esta luz, es evidente que los tria munera son en primer lu-
gar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participa-
ción en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición
eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación
existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las
legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal
no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la per-
fección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal.
Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la per-
fección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministe-
rio, he decidido convocar un "Año sacerdotal" especial, que tendrá lugar
desde el próximo 19 de junio hasta el 19 de junio de 2010. En efecto, se
conmemora el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan
María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de
Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordina-
rios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos, promover
y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan
útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de
la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.
La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva
a cabo "en la Iglesia". Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y
5
doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo
ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los
cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es
"eclesial" porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a
través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de
que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en
definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.
La misión es "de comunión" porque se lleva a cabo en una unidad y
comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes
de visibilidad social. Éstos, por otra parte, derivan esencialmente de la
intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para
poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo
encuentro con el Señor. Por último, las dimensiones "jerárquica" y "doctri-
nal" sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda
relación con "discípulo") eclesiástica y de la formación doctrinal, y no só-
lo teológica, inicial y permanente.
La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas
debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los
candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solici-
tud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando re-
laciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su
formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal.
La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación,
llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin
rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante
fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una
correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, inter-
pretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También es
urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a es-
tar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como
por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la
cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la
Iglesia.
Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor
y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia,
con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más
profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Ver-
bo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está
tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene
su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo.
La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacer-
docio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la mi-
sión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para que las
"nuevas estructuras" u organizaciones pastorales no estén pensadas para
un tiempo en el que se debería "prescindir" del ministerio ordenado, par-
tiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos,
6
porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución
del sacerdocio ministerial y las presuntas "soluciones" coincidirían dramá-
ticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con
el ministerio.

CARTA PARA LA CONVOCACIÓN DEL AÑO SACERDOTAL


20090516.Con ocasión del 150 aniversario del dies natalis del Santo Cura
de Ars
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión
del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Pa-
trón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de ju-
nio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicio-
nalmente dedicada a la oración por la santificación del clero– 1. Este año
desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de to-
dos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy
sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de
2010.
“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuen-
cia el Santo Cura de Ars2. Esta conmovedora expresión nos da pie para re-
conocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los
sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma.
Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día
las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero,
identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como
con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su ser-
vicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir
de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificulta-
des e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”,
llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el
que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo
de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir
cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innume-
rables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en
mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente
en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la
herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo cir-
cunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que

1
Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.
2
“Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur.
Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En ade-
lante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n.
1589.
7
aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana
del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de
los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos
sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces
incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en
las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus minis-
tros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono.
Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto re-
saltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el
reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en es-
pléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios
y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sen-
tido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer
un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde,
pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente:
“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más
grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los do-
nes más preciosos de la misericordia divina”3. Hablaba del sacerdocio
como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la
tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote!
Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y
Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña
hostia…”4. Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos de-
cía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor.
¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vues-
tra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda ter-
minar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para compare-
cer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El
sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del
pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el
sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo
entenderá en el cielo”5. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal
del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la al-
tísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía
sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si compren-
diéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos:
no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de
Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la re-
dención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no
hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los
tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años
3
Nodet, p. 101.
4
Ibíd., p. 97.
5
Ibíd., pp. 98-99.
8
sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para
sí mismo, sino para vosotros”6.
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el
Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios
en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar
la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación:
“Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo
que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión 7.
El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas
sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del
pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia
de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vian-
ney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En
Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es
expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad,
en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con
toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación.
Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no
depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la ex-
traordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad ob-
jetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars empren-
dió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como
ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso mate-
rialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia
como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta
después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo po-
día encontrar”, se lee en su primera biografía8.
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer per-
der de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en
todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos
y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; reco-
gía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones;
adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de
las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus
formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba herman-
dades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en
los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los pres-
bíteros forman un único pueblo sacerdotal 9 y entre los cuales, en virtud del

6
Ibíd., pp. 98-100.
7
Ibíd., p. 183.
8
A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti,
Torino 1870, p. 122.
9
Cf. Lumen gentium, 10.
9
sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del
amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima
mutua’ (Rm 12, 10)”10. En este contexto, hay que tener en cuenta la enca-
recida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reco-
nocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que
tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena
gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y recono-
ciendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la activi-
dad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiem-
pos”11.
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el
testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudien-
do con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía 12. “No hay
necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars.
“Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón,
alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración” 13. Y les persuadía:
“Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él
para poder vivir con Él…”14. “Es verdad que no sois dignos, pero lo nece-
sitáis”15. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la
comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sa-
crificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una
figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con
amor”16. Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al
Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa
Misa es obra de Dios”17. Estaba convencido de que todo el fervor en la
vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del
sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que
celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”18. Siempre que cele-
braba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrifi-
cio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas
las mañanas!”19.

10
Presbyterorum ordinis, 9.
11
Ibid.
12
“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a
su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia cató-
lica, n. 2715.
13
Nodet, p. 85.
14
Ibíd., p. 114.
15
Ibíd., p. 119.
16
A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.
17
Nodet, p. 105.
18
Ibíd., p. 105.
19
Ibíd., p. 104.
10
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –
con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no
deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a
constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en
tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más fre-
cuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasa-
do desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los
medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquia-
nos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental,
mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo
iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario
en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visi-
tar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponi-
ble para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez
mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confe-
sonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido
en “el gran hospital de las almas”20. Su primer biógrafo afirma: “La gracia
que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante
que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”21. En este
mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuel-
ve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y
lo hace volver a Él”22. “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos
busca por todas partes”23.
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personal-
mente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encar-
garé a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dis-
puesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita” 24. Los sacerdotes po-
demos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el
sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de
nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo
de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de
manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario
con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en
él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina miseri-
cordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su
debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le
revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedo-
ra: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe

20
A. Monnin, o.c., II, p. 293.
21
Ibíd., II, p. 10.
22
Nodet, p. 128.
23
Ibíd., p. 50.
24
Ibíd., p. 131.
11
ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el
amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el fu-
turo, con tal de perdonarnos!”25. A quien, en cambio, se acusaba de mane-
ra fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia
seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros
no lloráis”26, decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que
ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bue-
no”27. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándo-
les a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como
“encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno mani-
festaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostra-
ba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable be-
lleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de
Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!” 28. Y les
enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto
yo sea capaz”29.
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de
muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericor-
dioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimo-
nio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Pa-
labra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a
su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la
altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsa-
bilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin em-
bargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en
su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las al-
mas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una asce-
sis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el
Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que
el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven
muchas de sus ovejas30. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para
evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba vo-
luntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para
unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano
sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una
penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”31. Más allá de las peni-
tencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza si-

25
Ibíd., p. 130.
26
Ibíd., p. 27.
27
Ibíd., p. 139.
28
Ibíd., p. 28.
29
Ibíd., p. 77.
30
Ibíd., p. 102.
Ibíd., p. 189.
31

12
gue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre
de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar
personalmente en el “alto precio” de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es pre-
ciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso
testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre
contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los
que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio” 32.
Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con
ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constante-
mente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella
en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y
las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos?
¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que real-
mente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?” 33.
Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3,
14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los
sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor
Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo34.
La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracteri-
zó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la
Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el pri-
mer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fi-
sonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangéli-
cos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si
para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud
del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente
que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino
real de la santificación cristiana”35. El Cura de Ars supo vivir los “conse-
jos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su po-
breza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacer-
dote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudien-
tes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era
para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence” 36,
sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era
muy pobre para sí mismo”37. Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo

32
Evangelii nuntiandi, 41.
33
Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.
34
Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congre-
gación para el Clero. 16 de marzo de 2009.
35
P. I.
36
Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue
capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía son-
riendo (Nodet, p. 214).
13
y no conservar nada”38. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía
contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy
uno de vosotros”39. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta sereni-
dad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quie-
ra”40. También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su minis-
terio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar
habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su co-
razón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. De-
cían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban
cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamo-
rado41. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada
totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su minis-
terio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio
parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”42.
Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para
seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos ma-
neras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser
servido”43. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era:
“Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”44.
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los conse-
jos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en
este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu es-
tá suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos ecle-
siales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Es-
píritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de
modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imagi-
nadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuer-
po”45. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordi-
nis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros]
han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los
laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y
fomentarlos con empeño”46. Dichos dones, que llevan a muchos a una vida

37
Nodet, p. 216.
38
Ibíd., p. 215.
39
Ibíd., p. 216.
40
Ibíd., p. 214.
41
Cf. Ibíd., p. 112.
42
Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.
43
Ibíd., p. 75.
44
Ibíd., p. 76.
45
Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de
Pentecostés, 3 de junio de 2006.
46
N. 9.
14
espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino
también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y
carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el
anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad
en todos los rincones del mundo”47. Quisiera añadir además, en línea con
la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que
el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede
ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo48. Es
necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo,
basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eu-
carística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdo-
tal efectiva y afectiva49. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el
don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas
en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evan-
gelio.
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento tam-
bién hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido
modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia
el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, to-
dos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que
los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por
ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacer-
dote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de
San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las ce-
lebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de
Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar:
“Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méri-
tos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a
una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de
penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde
hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria cele-
bramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una
devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Vir-
gen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida
sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dog-
mática de 1854”50. El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles

47
Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Foco-
lares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.
48
Cf. n. 17.
49
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.
50
Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.
15
que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos
herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”51.
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole
que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los
ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensa-
miento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración
y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó
su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fo-
mente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos
y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay
en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus
discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor:
yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la
fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo
cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar
por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de espe-
ranza, reconciliación y paz.
Con mi bendición Vaticano, 16 de junio de 2009.

EL SACERDOCIO ES EL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS


20090619. Homilía. Inauguración del Año Sacerdotal
En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: “Nos acogió
el Señor en su seno y en su corazón”, “Suscepit nos Dominus in sinum et
cor suum”. En el Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del cora-
zón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: el hombre es
juzgado en referencia al corazón de Dios. A causa del dolor que su cora-
zón siente por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero des-
pués se conmueve ante la debilidad humana y perdona. Luego hay un pa-
saje del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón de Dios se ex-
presa de manera muy clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro del
profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del
amor con el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia:
“Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo” (v. 1). En
realidad, a la incansable predilección divina Israel responde con indiferen-
cia e incluso con ingratitud. “Cuanto más los llamaba —se ve obligado a
constatar el Señor—, más se alejaban de mí” (v. 2). Sin embargo, no aban-
dona a Israel en manos de sus enemigos, pues “mi corazón —dice el Crea-
dor del universo— se conmueve en mi interior, y a la vez se estremecen
mis entrañas” (v. 8).
¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad
del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación
este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derra-

51
Nodet, p. 244.

16
ma todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los tex-
tos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de
Dios por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el re-
chazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con infinita misericordia
envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del
amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, res-
tituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado.
Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz:
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo” (Jn 13, 1). Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es
su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el
apóstol san Juan, afirma: “Uno de los soldados le atravesó el costado con
una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el
Corazón traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la car-
ta de san Pablo a los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que
“Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando
muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo
(...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús”
(Ef 2, 4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos. En el
Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo
se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el
Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evan-
gelista san Juan escribe: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo úni-
co, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”
(Jn 3, 16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita
a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades humanas
para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un
don de amor sin reservas.
Aunque es verdad que la invitación de Jesús a “permanecer en su
amor” (cf. Jn 15, 9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús, Jornada de santificación sacerdotal, esa invitación re-
suena con mayor fuerza para nosotros, los sacerdotes, de modo particular
esta tarde,solemne inicio del Año sacerdotal, que he convocado con oca-
sión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Me viene in-
mediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación suya,
recogida en el Catecismo de la Iglesia católica: “El sacerdocio es el amor
del Corazón de Jesús” (n.1589).
¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado di-
rectamente el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los
presbíteros hemos sido consagrados para servir, humilde y autorizadamen-
te, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión es indispensable
para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y unión
incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto exige que busquemos
constantemente la santidad, el permanecer en su amor, como hizo san Juan
María Vianney.
17
En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial,
queridos hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que
caracterizan nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la ense-
ñanza del santo cura de Ars, modelo y protector de todos nosotros los
sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que esta carta os ayude
e impulse a hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la inti-
midad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y
consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad. Y, por tanto, “a
ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos conquistar
por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de espe-
ranza, reconciliación y paz”.
Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda
la vida de san Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el
Año paulino, que ya está a punto de concluir; y esta fue la meta de todo el
ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos de modo especial
durante el Año sacerdotal. Que este sea también el objetivo principal de
cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es cier-
tamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y permanente forma-
ción teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la “ciencia del amor”,
que sólo se aprende de “corazón a corazón” con Cristo. Él nos llama a par-
tir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su
nombre. Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del
manantial del Amor que es su Corazón traspasado en la cruz.
Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso “designio del
Padre”, que consiste en “hacer de Cristo el corazón del mundo”. Designio
que se realiza en la historia en la medida en que Jesús se convierte en el
Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos que están
llamados a estar más cerca de él, precisamente los sacerdotes. Las “pro-
mesas sacerdotales”, que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que
renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa Crismal, nos vuelven a
recordar este constante compromiso.
Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben vol-
vernos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al
contemplarlo, deben sentirse impulsados por él al necesario “dolor de los
pecados” que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aún más para los
ministros sagrados. A este respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir
más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre
todo de aquellos que se convierten en “ladrones de las ovejas” (cf. Jn 10, 1
ss), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las
atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, que-
ridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Miseri-
cordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apre-
miante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible
peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.
Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del
santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que
18
se conmovía al pensar en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles
con un tono conmovedor y sublime, afirmando que “después de Dios, el
sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo”
(cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta
misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad
y entrega, ya sea para conservar en el alma un verdadero “temor de Dios”:
el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, a
las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!— de
poderlas dañar.
La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles
a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos con-
vencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las
Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero
con la “caridad pastoral” capaz de configurar su “yo” personal al de Jesús
sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa.
Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Cora-
zón contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una
filial devoción hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la pro-
clamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado
su parroquia a María “concebida sin pecado”. Y mantuvo la costumbre de
renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, ense-
ñando a los fieles que “basta con dirigirse a ella para ser escuchados”, por
el simple motivo de que ella “desea sobre todo vernos felices”.
Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año
sacerdotal que hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e ilu-
minados para los fieles que el Señor encomienda a nuestro cuidado pasto-
ral. ¡Amén!

¿POR QUÉ UN AÑO SACERDOTAL?


20090624. Audiencia general
El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Je-
sús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación
de los sacerdotes, tuve la alegría de inaugurar elAño sacerdotal, convoca-
do con ocasión del 150° aniversario del “nacimiento para el cielo” del cura
de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica vatica-
na para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico,
visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo pastor de al-
mas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente en
recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordi-
nario?
La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pa-
blo. De hecho, mientras está concluyendo el Año paulino, dedicado al
Apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que reali-
zó diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año
jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que llegó a ser un humilde
19
párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña aldea. Aunque
los dos santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida que los
caracterizaron —el primero pasó de región en región para anunciar el
Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles permaneciendo
siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une: su
identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que
hacía decir a san Pablo: “Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí” (Ga2, 19-20). Y san Juan María Vianney
solía repetir: “Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote
como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua”.
Por tanto, como escribí en lacarta enviada a los sacerdotes para esta
ocasión, este Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de
todo presbítero hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo
la eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con
ellos a todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia
del extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordena-
do representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el
mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y socia-
les en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo
pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las
actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común
de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo “fun-
cional” se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica
del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural, a
veces incluso dentro de la conciencia eclesial. Con frecuencia, tanto en los
ambientes teológicos como también en la práctica pastoral concreta y de
formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos concepciones
distintas del sacerdocio.
A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, “por una parte,
una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con
el concepto de “servicio”: el servicio a la comunidad, en la realización de
una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica,
que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo
ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado
por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia,
cuyo nombre es sacramento” (J. Ratzinger,Ministerio y vida del sacerdo-
te,enElementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero,Bres-
cia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la palabra
“sacerdocio” hacia el sentido de “servicio, ministerio, encargo”, es signo
de esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacra-
mental está vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio “sacerdo-
cio-sacrificio”, mientras que a la segunda correspondería el primado de la
Palabra y del servicio del anuncio.
Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la ten-
sión que existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto-
20
Presbyterorum ordinisdel concilio Vaticano II afirma: “Por la predicación
apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el pueblo de Dios, de ma-
nera que todos (...) se ofrezcan a sí mismos como “sacrificio vivo, santo,
agradable a Dios” (Rm12, 1). Por medio del ministerio de los presbíteros
se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con
el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se ofrece incruenta y sacra-
mentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos de
los presbíteros, hasta que el Señor venga” (n. 2).
Entonces nos preguntamos: “¿Qué significa propiamente para los sacer-
dotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?”.
Jesús habla del anuncio del reino de Dios como de la verdadera finalidad de
su venida al mundo y su anuncio no es sólo un “discurso”. Incluye, al mis-
mo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican
que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último
término con su misma persona. En este sentido, es preciso recordar que,
también en el primado del anuncio, la palabra y el signo son inseparables.
La predicación cristiana no proclama “palabras”, sino la Palabra, y el anun-
cio coincide con la persona misma de Cristo, ontológicamente abierta a la
relación con el Padre y obediente a su voluntad.
Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del
sacerdote que tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir
con el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. El
presbítero no puede considerarse “dueño” de la palabra, sino servidor. Él
no es la palabra, sino que, como proclamaba san Juan Bautista, cuya Nati-
vidad celebramos precisamente hoy, es “voz” de la Palabra: “Voz del que
clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”
(Mc1, 3).
Ahora bien, para el sacerdote ser “voz” de la Palabra no constituye
únicamente un aspecto funcional. Al contrario, supone un sustancial “per-
derse” en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección
con todo su ser: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuer-
po, como sacrificio vivo (cf.Rm12, 1-2). Sólo la participación en el sacrifi-
cio de Cristo, en su kénosis, hace auténtico el anuncio. Y este es el camino
que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre juntamente con
él: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc14, 36). Por
tanto, el anuncio conlleva siempre también el sacrificio de sí, condición
para que el anuncio sea auténtico y eficaz.
Alter Christus,el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Pa-
dre, que al encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf.-
Flp2, 5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su exis-
tencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esen-
cialmente relacional: está al servicio de los hombresenCristo,porCristo
yconCristo. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radi-
calmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su fe-
licidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta aceptación progre-
siva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el “estar unido de corazón”
21
a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo anuncio, que
conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y
la obediencia dócil a la Iglesia.
El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: “¡Da
miedo ser sacerdote!”. Y añadía: “¡Es digno de compasión un sacerdote
que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote
sin vida interior!”. Que el Año sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a
identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, imi-
tando a san Juan Bautista, estemos dispuestos a “disminuir” para que él
crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura de Ars, sientan de forma
constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y pre-
sencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen,
Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los
sacerdotes del mundo.

PALABRA Y SACRAMENTO, COLUMNAS DEL SACERDOCIO


20090701. Audiencia general
Como durante el Año paulino nuestra referencia constante ha sido san
Pablo, así en los próximos meses contemplaremos en primer lugar a san
Juan María Vianney, el santo cura de Ars, recordando el 150° aniversario
de su muerte. En la carta que escribí para esta ocasión a los sacerdotes,
quise subrayar lo que más resplandece en la existencia de este humilde mi-
nistro del altar: "su total identificación con el propio ministerio". Solía de-
cir que "un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro
más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los
dones más preciosos de la misericordia divina". Y casi sin poder percibir
la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana,
suspiraba: "¡Oh, qué grande es el sacerdote!... Si se diese cuenta, moriría...
Dios le obedece: pronuncia dos palabras y nuestro Señor baja del cielo al
oír su voz y se encierra en una pequeña hostia".
En verdad, precisamente considerando el binomio "identidad-misión",
cada sacerdote puede advertir mejor la necesidad de la progresiva identifi-
cación con Cristo, que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testi-
monio evangélico. El título mismo del Año sacerdotal —"Fidelidad de
Cristo, fidelidad del sacerdote"— pone de manifiesto que el don de la gra-
cia divina precede a toda posible respuesta humana y realización pastoral,
y así, en la vida del sacerdote, el anuncio misionero y el culto no se pue-
den separar nunca, como tampoco se deben separar la identidad ontológi-
co-sacramental y la misión evangelizadora.
Por lo demás, podríamos decir que el fin de la misión de todo presbíte-
ro es "cultual": para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como
hostia viva, santa, agradable a él (cf. Rm 12, 1), que en la creación misma,
en los hombres, se transforma en culto, en alabanza al Creador, recibiendo
22
la caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros.
Lo constatamos claramente en los inicios del cristianismo. Por ejemplo,
san Juan Crisóstomo decía que el sacramento del altar y el "sacramento
del hermano" o, como dice, el "sacramento del pobre" constituyen dos as-
pectos del mismo misterio. El amor al prójimo, la atención a la justicia y a
los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien ex-
presión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque a
través del ministerio de los presbíteros se realiza el sacrificio espiritual de
todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que
los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la
nueva venida del Señor. Esta es la principal dimensión, esencialmente mi-
sionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del
anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen,
para que puedan unir al sacrificio de Cristo su propio sacrificio, que se tra-
duce en amor a Dios y al prójimo.
Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cans-
ancios también en el ejercicio del ministerio sacerdotal, es urgente recupe-
rar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia di-
vina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: "El más pequeño
don de la gracia supera el bien natural de todo el universo" (Summa Theo-
logiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2). Por tanto, la misión de cada presbítero de-
penderá, también y sobre todo, de la conciencia de la realidad sacramental
de su "nuevo ser". De la certeza de su propia identidad, no construida arti-
ficialmente sino dada y acogida gratuita y divinamente, depende el siem-
pre renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los
presbíteros vale lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: "No se co-
mienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo hori-
zonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1).
Habiendo recibido con su "consagración" un don de gracia tan extraor-
dinario, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su en-
cuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior,
pueden realizar plenamente su "misión" mediante el anuncio de la Palabra
y la administración de los sacramentos. Después del concilio Vaticano II,
en muchas partes se tuvo la impresión de que en la misión de los sacerdo-
tes en nuestro tiempo había algo más urgente; algunos creían que en pri-
mer lugar se debía construir una sociedad diversa. En cambio, la página
evangélica que hemos escuchado al inicio llama la atención sobre los dos
elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiem-
po y hoy, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de ex-
pulsar a los espíritus malignos. Por tanto, "anuncio" y "poder", es decir,
"Palabra" y "sacramento", son las dos columnas fundamentales del servi-
cio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.
Cuando no se tiene en cuenta el "díptico" consagración-misión, resulta
verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su mi-
nisterio en la Iglesia. El presbítero no es sino un hombre convertido y re-
23
novado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, hacien-
do constantemente suyos los criterios evangélicos. El presbítero no es sino
un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al
mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida: ayu-
dar a extender el reino de Dios hasta los últimos confines de la tierra.
¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, puesto que es Dios mis-
mo quien lo llama y lo constituye en su servicio apostólico. Y precisamen-
te por ser todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres. Du-
rante este Año sacerdotal, que se prolongará hasta la próxima solemnidad
del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Es preciso
que en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas —es-
pecialmente en las monásticas—, en las asociaciones y en los movimien-
tos, en las diversas organizaciones pastorales presentes en todo el mundo,
se multipliquen iniciativas de oración, en particular de adoración eucarísti-
ca, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales, respon-
diendo a la invitación de Jesús a pedir "al Dueño de la mies que envíe
obreros a su mies" (Mt 9, 38).
La oración es el primer compromiso, el verdadero camino de santifica-
ción de los sacerdotes y el alma de la auténtica "pastoral vocacional". El
escaso número de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no
debe desanimar, sino que debe impulsar a multiplicar los espacios de si-
lencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y
el sacramento de la Confesión, para que muchos jóvenes puedan escuchar
y seguir con prontitud la voz de Dios, que siempre sigue llamando y con-
firmando. Quien ora no tiene miedo; quien ora nunca está solo; quien ora
se salva. Sin duda, san Juan María Vianney es modelo de una existencia
hecha oración. Que María, la Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacer-
dotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles
del Evangelio.

LA SANTIDAD SACERDOTAL Y EL RELATIVISMO DOMINANTE


20090805. Audiencia general. 150 aniversario del Cura de Ars
En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura
de Ars subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo
también para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de
aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos marcada por los mismos
desafíos humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se
cumplieron 150 años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la maña-
na del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el
curso de su existencia terrenal fue al encuentro del Padre celestial para re-
cibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo para los
que siguen fielmente sus enseñanzas (cf Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió
de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de
haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gra-
cias a su obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario
24
como punto de partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como
es sabido, tiene por tema: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”.
De la santidad depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la
eficacia misma de la misión de todo sacerdote.
Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de
mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes mate-
riales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena
costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años
de su niñez y de su adolescencia a trabajar en eI campo y a apacentar ani-
males, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No
obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su pia-
dosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su
casa.
Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud,
trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más
humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le
resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no po-
cas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacer-
dotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que su-
pieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba
en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordena-
do diácono y el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29
años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas
lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.
El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del
don recibido. Afirmaba: “¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se
comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se
moriría, no de susto, sino de amor” (Abbé Monnin, Esprit du Curé d’Ars,
p. 11 3). Además, de niño había confiado a su madre: «Si fuera sacerdote,
querría conquistar muchas almas» (Abbé Monnin, Procès de l’ordinaire,
p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraor-
dinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur
de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió,
también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Chris-
tus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida
por sus ovejas (cf. Jn 10, 11 ). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en
los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis vi-
viente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía ce-
lebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas ho-
ras en elconfesonario.
El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que cele-
braba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental
de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las con-
fesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cum-
plimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al

25
mandato de Cristo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdo-
nados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23)·
Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incan-
sable confesor y maestro espiritual. Pasando, «con un solo movimiento in-
terior, del altar al confesonario», donde transcurría gran parte de la jorna-
da, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persua-
sivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la
Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Pre-
sencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).
Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer
poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De he-
cho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado?
Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de
la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo devida y un
anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien,
lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la
que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza,
en manos de la divina Providencia.
Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni
basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fue-
ra; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo
que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba «enamora-
do» de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que
sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se
transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las
personas que buscan a Dios.
Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para
todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía “no es
simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre
Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de
la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea
un nuevo nosotros” (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p.
80).
Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan Maria Vianney a un
ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX,
es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad,
que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevo-
lucionaria que experimentaba una especie de «dictadura del racionalismo»
orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en
la sociedad, el vivió primero -en los años de su juventud- una heroica
clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en
la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y
fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, enton-
ces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades
del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.

26
Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo
cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al
contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la
«dictadura del racionalismo», en la época actual reina en muchos ambien-
tes una especie de «dictadura del relativismo». Ambas parecen respuestas
inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia
razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El
racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones hu-
manas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas,
transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la
razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede cono-
cer nada con certeza mas allá del campo científico positivo. Sin embargo,
hoy, como entonces, el hombre «que mendiga significado y realización»
busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo
que no deja de plantearse.
Tenían muy presente esta «sed de verdad», que arde en el corazón de
todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano II cuando afir-
maron que corresponde a los sacerdotes, «como educadores en la fe», for-
mar “una auténtica comunidad cristiana» capaz de preparar «a todos los
hombres el camino hacia Cristo» y ejercer «una auténtica maternidad» res-
pecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes «el camino hacia
Cristo y su Iglesia», y siendo para los fieles «estímulo, alimento y fortale-
za para el combate espiritual» (cf Presbyterorum ordinis, 6).
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de
Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner
una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar
día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos
esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el cora-
zón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así,
por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunida-
des que el Señor le confía.
Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios
conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en
los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomende-
mos esta intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como
Virgen de las Nieves.

MARÍA Y EL SACERDOCIO
20090812. Audiencia general
Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la san-
tísima Virgen, el sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacer-
dotal; por eso deseo hablar del nexo entre la Virgen y el sacerdocio. Es un
nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando
Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el "sí" libre de una
criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo real-
27
mente extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del "sí" de
una criatura suya; espera este "sí". San Bernardo de Claraval, en una de
sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la his-
toria universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá
esta criatura.
El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo
entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente
involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la
Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada
al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de con-
vertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdo-
cio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este
misterio.
Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de
la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona,
un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefigura-
ción de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el
Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular
también de los sacerdotes.
Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una es-
pecie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discí-
pulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27).
El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto,
acogió a la madre María "en su casa". Así dice la traducción italiana, pero
el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos tradu-
cir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, "eis tà ìdia", en la
profundidad de su ser.
Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la pro-
pia existencia -no es algo exterior- y en todo lo que constituye el horizonte
del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la
peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es
la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga
por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección
que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo
de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en
la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identi-
ficación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de Ma-
ría, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto
de esta altísima y humildísima Madre.
El Concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María
como el modelo perfecto de su propia existencia, invocándola como "Ma-
dre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los
presbíteros en su ministerio". Y los presbíteros -prosigue el Concilio- "han
de venerarla y amarla con devoción y culto filial" (cf. Presbyterorum ordi-
nis, 18).

28
El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año,
solía repetir: "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso
hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Ma-
dre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p.
305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo es-
pecial para los sacerdotes.
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos
los sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la
imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor
de Pastor bueno.
¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

LOS SACERDOTES, TESTIGOS DE LA MISERICORDIA DIVINA


20090819. Audiencia general. San Juan Eudes
Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Juan Eudes, apóstol incan-
sable de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María, quien vi-
vió en Francia en el siglo XVII, un siglo marcado por fenómenos religio-
sos contrapuestos y también por graves problemas políticos. Es el tiempo
de la guerra de los Treinta Años, que devastó no sólo gran parte de Europa
central, sino también las almas. Mientras se difundía el desprecio hacia la
fe cristiana por parte de algunas corrientes de pensamiento entonces domi-
nantes, el Espíritu Santo suscitaba una renovación espiritual llena de fer-
vor, con personalidades de alto nivel como De Bérulle, san Vicente de
Paúl, san Luis María Grignon de Montfort y san Juan Eudes. Esta gran
"escuela francesa" de santidad tuvo también entre sus frutos a san Juan
María Vianney. Por un designio misterioso de la Providencia, mi venerado
predecesor Pío XI proclamó santos al mismo tiempo, el 31 de mayo de
1925, a Juan Eudes y al cura de Ars, ofreciendo a la Iglesia y a todo el
mundo dos ejemplos extraordinarios de santidad sacerdotal.
En el contexto del Año sacerdotal, quiero subrayar el celo apostólico
de san Juan Eudes, dirigido especialmente a la formación del clero dioce-
sano. Los santos son la verdadera interpretación de la Sagrada Escritura.
Los santos han verificado, en la experiencia de la vida, la verdad del
Evangelio; así nos introducen en el conocimiento y en la comprensión del
Evangelio. El concilio de Trento, en 1563, había emanado normas para la
erección de los seminarios diocesanos y para la formación de los sacerdo-
tes, pues el Concilio era consciente de que toda la crisis de la reforma es-
taba condicionada también por una formación insuficiente de los sacerdo-
tes, que no estaban preparados para el sacerdocio de modo adecuado, inte-
lectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma.

29
Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de
las normas se dilataban, tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eu-
des vio las consecuencias de esta carencia. Movido por la clara conciencia
de la gran necesidad de ayuda espiritual que experimentaban las almas
precisamente a causa de la falta de preparación de gran parte del clero, el
santo, que era párroco, instituyó una congregación dedicada de manera es-
pecífica a la formación de los sacerdotes. En la ciudad universitaria de
Caen, fundó su primer seminario, experiencia sumamente apreciada, que
muy pronto se extendió a otras diócesis.
El camino de santidad que recorrió y propuso a sus discípulos tenía
como fundamento una sólida confianza en el amor que Dios reveló a la
humanidad en el Corazón sacerdotal de Cristo y en el Corazón maternal de
María. En aquel tiempo de crueldad, de pérdida de interioridad, se dirigió
al corazón para comunicar al corazón una palabra de los Salmos muy bien
interpretada por san Agustín. Quería hacer volver a las personas, a los
hombres, y sobre todo a los futuros sacerdotes, al corazón, mostrando el
Corazón sacerdotal de Cristo y el Corazón maternal de María. Todo sacer-
dote debe ser testigo y apóstol de este amor del Corazón de Cristo y de
María.
También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den
testimonio de la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente
"conquistada" por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación
en los seminarios. El Papa Juan Pablo II, después del Sínodo de 1990, pu-
blicó la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, en la que retoma y
actualiza las normas del concilio de Trento y subraya sobre todo la necesa-
ria continuidad entre el momento inicial y el permanente de la formación;
para él, como para nosotros, es un verdadero punto de partida para una au-
téntica reforma de la vida y del apostolado de los sacerdotes, e igualmente
es el punto fundamental para que la "nueva evangelización" no sea sólo un
eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad.
Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el in-
sustituible "humus spirituale" en el que se puede "aprender a Cristo", de-
jándose configurar progresivamente a él, único Sumo Sacerdote y Buen
Pastor. Por lo tanto, el tiempo del seminario se debe ver como la actualiza-
ción del momento en el que el Señor Jesús, después de llamar a los Após-
toles y antes de enviarlos a predicar, les pide que estén con él (cf. Mc 3,
14). Cuando san Marcos narra la vocación de los doce Apóstoles, nos dice
que Jesús tenía un doble objetivo:  el primero era que estuvieran con él; y
el segundo, enviarlos a predicar. Pero yendo siempre con él, realmente
anuncian a Cristo y llevan la realidad del Evangelio al mundo.
En este Año sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y herma-
nas, por los sacerdotes y por quienes se preparan a recibir el don extraordi-
nario del sacerdocio ministerial. Concluyo dirigiendo a todos la exhorta-
ción de san Juan Eudes, que dice así a los sacerdotes: "Entregaos a Jesús
para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón
de su santa Madre y de todos los santos, y para perderos en este abismo de
30
amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia,
de sumisión y de santidad" (Coeur admirable, III, 2).

EXPLORAR Y REDESCUBRIR LA GRANDEZA DEL SACERDOCIO


20090928. Videomensaje. Retiro Sacerdotal en Ars
Como podéis imaginar fácilmente, me habría sentido muy feliz de po-
der estar con vosotros en este retiro sacerdotal internacional sobre el tema:
"La alegría del sacerdote consagrado para la salvación del mundo". Debo
contentarme con dirigiros este mensaje grabado, pero —creedme— con
estas pocas palabras os hablo a cada uno de vosotros de la manera más
personal posible, pues, como dice san Pablo: "Os llevo en el corazón, par-
tícipes como sois de mi gracia" (Flp 1, 7).
San Juan María Vianney subrayaba el papel indispensable del sacerdo-
te, cuando decía: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es
el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y
uno de los dones más preciosos de la misericordia divina" (Le curé d'Ars.
Pensées, presentados por el abad Bernard Nodet, ed. Desclée de Brouwer,
Foi Vivante 2000, p. 101). En este Año sacerdotal, todos estamos llama-
dos a explorar y redescubrir la grandeza del sacramento que nos ha confi-
gurado para siempre a Cristo sumo Sacerdote y nos ha "santificado en la
verdad" (Jn 17, 19) a todos.
Elegido de entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y
está llamado a servirles entregándoles la vida de Dios. Es él quien "conti-
núa la obra de la redención en la tierra" (Nodet, p. 98). Nuestra vocación
sacerdotal es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Co 4, 7).
San Pablo expresó felizmente la infinita distancia que existe entre nuestra
vocación y la pobreza de las respuestas que podemos dar a Dios. Desde
este punto de vista existe un vínculo secreto que une el Año paulino y el
Año sacerdotal. Todavía conservamos en lo más íntimo de nuestro cora-
zón la exclamación conmovedora y confiada del Apóstol, que dice:
"Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10). La con-
ciencia de esta debilidad abre a la intimidad de Dios, que da fuerza y aleg-
ría. Cuanto más persevera el sacerdote en la amistad de Dios, tanto más
continuará la obra del Redentor en la tierra (cf. Nodet, p. 98). El sacerdote
ya no vive para sí mismo, sino para todos (cf. Nodet, p. 100).
Este es precisamente uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo.
El sacerdote, ciertamente hombre de la Palabra divina y de lo sagrado,
debe ser hoy más que nunca hombre de alegría y de esperanza. A los hom-
bres que ya no pueden concebir que Dios sea Amor puro él dirá siempre
que la vida vale la pena vivirla, y que Cristo le da todo su sentido porque
ama a los hombres, a todos los hombres. La religión del cura de Ars es
una religión de la felicidad, no una búsqueda morbosa de la mortificación,
como a veces se ha creído: "Nuestra felicidad es demasiado grande; no,
no, nunca podremos comprenderlo" (Nodet, p. 110), decía, y también:
"Cuando estamos en camino y divisamos un campanario, esta vista debe
31
hacer latir nuestro corazón como la vista de la casa donde habita su amado
hace latir el corazón de la esposa" (ib.).
Aquí quiero saludar con un afecto particular a aquellos de vosotros que
tienen el encargo pastoral de varias iglesias y que se prodigan sin escati-
mar esfuerzos para mantener la vida sacramental en sus diferentes comu-
nidades. El reconocimiento de la Iglesia hacia todos vosotros es inmenso.
No os desalentéis, sino seguid rezando y haciendo rezar para que numero-
sos jóvenes acepten responder a la llamada de Cristo, que no deja de que-
rer que aumente el número de sus apóstoles para segar sus campos.
Queridos sacerdotes, pensad también en la gran diversidad de los mi-
nisterios que ejercéis al servicio de la Iglesia. Pensad en el gran número de
misas que habéis celebrado o celebraréis, haciendo cada vez realmente
presente a Cristo sobre el altar. Pensad en las innumerables absoluciones
que habéis dado y que daréis, permitiendo a un pecador dejarse redimir.
Entonces percibís la fecundidad infinita del sacramento del Orden. Vues-
tras manos, vuestros labios, se han convertido, por un instante, en las ma-
nos y los labios de Dios. Lleváis a Cristo en vosotros; por gracia habéis
entrado en la Santísima Trinidad. Como decía el santo cura: "Si se tuviera
fe, se vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un
cristal, como un vino mezclado con agua" (Nodet, p. 97). Esta considera-
ción debe llevar a armonizar las relaciones entre los sacerdotes con el fin
de realizar la comunidad sacerdotal a la que exhortaba san Pedro (cf. 1 P2,
9) para construir el cuerpo de Cristo y edificaros en el amor (cf. Ef 4, 11-
16).
El sacerdote es el hombre del futuro: es aquel que se ha tomado en se-
rio las palabras de san Pablo: "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las
cosas de arriba" (Col 3, 1). Lo que hace en la tierra forma parte de los me-
dios ordenados al Fin último. La misa es el único punto de unión entre los
medios y el Fin, pues nos permite contemplar ya, bajo las humildes espe-
cies del pan y del vino, el Cuerpo y la Sangre de Aquel a quien adorare-
mos en la eternidad. Las frases sencillas y densas del santo cura sobre la
Eucaristía nos ayudan a percibir mejor la riqueza de este momento único
de la jornada en el que vivimos un cara a cara vivificante para nosotros
mismos y para cada uno de los fieles. "La felicidad que hay en decir la
misa —escribió— sólo se comprenderá en el cielo" (Nodet, p. 104). Por
eso, os animo a reforzar vuestra fe y la de los fieles en el Sacramento que
celebráis y que es la fuente de la verdadera alegría. El santo de Ars escri-
bió: "El sacerdote debe sentir la misma alegría (de los Apóstoles) al ver a
nuestro Señor, al que tiene entre las manos" (ib.).
Agradeciéndoos lo que sois y lo que hacéis, os repito: "Nada sustituirá
jamás el ministerio de los sacerdotes en la vida de la Iglesia" (Homilía du-
rante la misa del 13 de septiembre de 2008 en la Explanada de los Inváli-
dos, en París: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de
septiembre de 2008, p. 11). Testigos vivos del poder de Dios que actúa en
la debilidad de los hombres, consagrados para la salvación del mundo, ha-
béis sido elegidos, mis queridos hermanos, por Cristo mismo para ser, gra-
32
cias a él, sal de la tierra y luz del mundo. Os deseo que, durante este retiro
espiritual, experimentéis de modo profundo al Íntimo inenarrable (san
Agustín, Confesiones, III, 6, 11) para estar perfectamente unidos a Cristo a
fin de anunciar su amor a vuestro alrededor y de entregaros totalmente al
servicio de la santificación de todos los miembros del pueblo de Dios.

SAN JUAN LEONARDI: SER BUEN TRIGO


20091007. Audiencia general
Pasado mañana, 9 de octubre, se cumplirán 400 años de la muerte de
san Juan Leonardi, fundador de la Orden religiosa de los Clérigos Regula-
res de la Madre de Dios, canonizado el 17 de abril de 1938 y elegido pa-
trono de los farmacéuticos el 8 de agosto de 2006. Se le recuerda también
por su gran celo misionero. Junto con monseñor Juan Bautista Vives y el
jesuita Martín de Funes proyectó y contribuyó a la institución de una Con-
gregación específica de la Santa Sede para las misiones, la de Propaganda
Fide, y al futuro nacimiento del Colegio Urbanode Propaganda Fide, que
en el curso de los siglos ha forjado a miles de sacerdotes, muchos de ellos
mártires, para evangelizar a los pueblos. Se trata, por lo tanto, de una lu-
minosa figura de sacerdote, que me agrada señalar como ejemplo a todos
los presbíteros en este Año sacerdotal. Murió en 1609 por una gripe con-
traída mientras se prodigaba atendiendo a los afectados por la epidemia en
el barrio romano de Campitelli.
Juan Leonardi nació en 1541 en Diecimo, en la provincia de Lucca.
Era el menor de siete hermanos; su adolescencia se caracterizó por los rit-
mos de fe que se vivían en un núcleo familiar sano y laborioso, así como
por la asidua asistencia a un establecimiento de aromas y medicamentos
de su pueblo natal. A los 17 años su padre lo inscribió en un curso regular
de especiería en Lucca, para que llegara a ser farmacéutico, más aún, un
especiero, como se decía entonces. Durante cerca de una década el joven
Juan Leonardi fue un alumno atento y diligente, pero, cuando según las
normas previstas en la antigua República de Lucca, adquirió el reconoci-
miento oficial que le autorizaría a abrir su propia especiería, comenzó a
pensar que tal vez había llegado el momento de llevar a cabo un proyecto
que desde siempre albergaba en su corazón. Tras una madura reflexión de-
cidió encaminarse al sacerdocio. Y así, dejando la tienda de especiería y
habiendo adquirido una formación teológica adecuada, fue ordenado
sacerdote y el día de la Epifanía de 1572 celebró su primera misa. Con
todo, no abandonó la pasión por la farmacopea, pues percibía que la me-
diación profesional de farmacéutico le permitiría realizar plenamente su
vocación de transmitir a los hombres, a través de una vida santa, "la medi-
cina de Dios", que es Jesucristo crucificado y resucitado, "medida de todas
las cosas".
Animado por la convicción de que todos los seres humanos tienen más
necesidad de esa medicina que de cualquier otra cosa, san Juan Leonardi
procuró hacer del encuentro personal con Jesucristo la razón fundamental
33
de su existencia. "Es necesario recomenzar desde Cristo", amaba repetir
con mucha frecuencia. El primado de Cristo sobre todo se convirtió para
él en el criterio concreto de juicio y de acción, y en el principio generador
de su actividad sacerdotal, que ejerció mientras estaba en marcha un movi-
miento grande y extenso de renovación espiritual en la Iglesia, gracias al
florecimiento de nuevos institutos religiosos y al testimonio luminoso de
santos como Carlos Borromeo, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, José de
Calasanz, Camilo de Lellis y Luis Gonzaga. Se dedicó con entusiasmo al
apostolado entre los adolescentes mediante la Compañía de la doctrina
cristiana, reuniendo a su alrededor a un grupo de jóvenes con los cuales, el
1 de septiembre de 1574, fundó la Congregación de los Sacerdotes refor-
mados de María Santísima, que sucesivamente tomó el nombre de Orden
de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios. Recomendaba a sus discí-
pulos que tuvieran "ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la
gloria de Jesucristo crucificado" y, como buen farmacéutico acostumbrado
a dosificar los preparados gracias a una referencia precisa, añadía: "Alzad
un poco más vuestros corazones a Dios y medid según él las cosas".
Movido por el celo apostólico, en mayo de 1605 envió al Papa Pablo
V, recién elegido, un Memorial en el que sugería los criterios de una au-
téntica renovación en la Iglesia. Observando que es "necesario que quie-
nes aspiran a la reforma de las costumbres de los hombres busquen espe-
cialmente, y en primer lugar, la gloria de Dios", añadía que deben resplan-
decer "por la integridad de vida y la excelencia de costumbres; así, más
que obligar, atraerán dulcemente a la reforma". Afirmaba, además, que
"quien quiere realizar una seria reforma religiosa y moral debe hacer ante
todo, como un buen médico, un diagnóstico atento de los males que ator-
mentan a la Iglesia para tener así la capacidad de prescribir para cada uno
de ellos el remedio más apropiado". E indicaba que "la renovación de la
Iglesia debe llevarse a cabo por igual en los jefes y en los subordinados,
en lo alto y en lo bajo. Debe comenzar por quien manda y extenderse a los
súbditos". Por ello, mientras pedía al Papa que promoviera una "reforma
universal de la Iglesia", se preocupaba de la formación cristiana del pueblo
y especialmente de los niños, a quienes hay que educar "desde los prime-
ros años... en la pureza de la fe cristiana y en las santas costumbres".
Queridos hermanos y hermanas, la luminosa figura de este santo invita
en primer lugar a los sacerdotes, y a todos los cristianos, a tender cons-
tantemente a la "medida elevada de la vida cristiana" que es la santidad,
naturalmente cada uno según su estado. De hecho sólo de la fidelidad a
Cristo puede surgir la auténtica renovación eclesial. En aquellos años, en
el paso cultural y social entre los siglos XVI y XVII, empezaron a perfilar-
se las premisas de la futura cultura contemporánea, caracterizada por una
escisión indebida entre fe y razón, que ha producido entre sus efectos ne-
gativos la marginación de Dios, con el espejismo de una posible y total au-
tonomía del hombre que elige vivir "como si Dios no existiera". Es la cri-
sis del pensamiento moderno, que varias veces he puesto de relieve y que
desemboca frecuentemente en formas de relativismo. San Juan Leonardi
34
intuyó cuál era la verdadera medicina para estos males espirituales y la
sintetizó en la expresión: "Cristo ante todo", Cristo en el centro del cora-
zón, en el centro de la historia y del cosmos. Y de Cristo -afirmaba con
fuerza- la humanidad tiene extrema necesidad, porque él es nuestra "medi-
da". No hay ambiente que no pueda ser tocado por su fuerza; no hay mal
que no encuentre remedio en él; no hay problema que no se resuelva en él.
"¡O Cristo o nada!". Esa es su receta para todo tipo de reforma espiritual y
social.
Hay otro aspecto de la espiritualidad de san Juan Leonardi que quiero
subrayar. En diversas circunstancias recalcó que el encuentro vivo con
Cristo se realiza en su Iglesia, santa pero frágil, enraizada en la historia y
en su evolución a veces oscura, donde trigo y cizaña crecen juntos (cf. Mt
13, 30), pero que es siempre Sacramento de salvación. Con la lúcida con-
ciencia de que la Iglesia es el campo de Dios (cf. Mt 13, 24), no se escan-
dalizó de sus debilidades humanas. Para contrarrestar la cizaña, optó por
ser buen trigo: decidió amar a Cristo en la Iglesia y contribuir a hacerla
cada vez más signo transparente de él. Miró a la Iglesia y su fragilidad hu-
mana con gran realismo, pero también su ser "campo de Dios", el instru-
mento de Dios para la salvación del hombre. No sólo eso. Por amor a Cris-
to trabajó con empeño para purificarla, para hacerla más bella y santa.
Comprendió que toda reforma hay que hacerla dentro de la Iglesia y jamás
contra la Iglesia. En esto san Juan Leonardi fue verdaderamente extraordi-
nario y su ejemplo sigue siendo siempre actual. Toda reforma afecta cier-
tamente a las estructuras, pero en primer lugar debe incidir en el corazón
de los creyentes. Sólo los santos, hombres y mujeres que se dejan guiar
por el Espíritu divino, dispuestos a tomar decisiones radicales y valientes a
la luz del Evangelio, renuevan la Iglesia y contribuyen, de manera deter-
minante, a construir un mundo mejor.
Queridos hermanos y hermanas, la vida de san Juan Leonardi estuvo
siempre iluminada por el esplendor del "Rostro Santo" de Jesús, custodia-
do y venerado en la iglesia catedral de Lucca, que se convirtió en el sím-
bolo elocuente y en la síntesis indiscutible de la fe que le animaba. Con-
quistado por Cristo como el apóstol san Pablo, señaló a sus discípulos, y
sigue señalándonos a todos, el ideal cristocéntrico según el cual "hay que
desnudarse de cualquier interés propio y preocuparse sólo del servicio de
Dios", teniendo "ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la
gloria de Jesucristo crucificado". Además de en el rostro de Cristo, fijó la
mirada en el rostro materno de María. La Virgen, a la que eligió patrona
de su Orden, fue para él maestra, hermana y madre, y experimentó su
constante protección. Que el ejemplo y la intercesión de este "fascinante
hombre de Dios" sean, exhorten y alienten, especialmente en este Año
sacerdotal, a los sacerdotes y a todos los cristianos a vivir con pasión y en-
tusiasmo su vocación.

SER ADORACIÓN VIVIENTE

35
20091104. Mensaje. A la Conferencia Episcopal Italiana
El desafío educativo afecta a todos los sectores de la Iglesia y exige
que se afronten con decisión las grandes cuestiones de nuestro tiempo: la
relativa a la naturaleza del hombre y a su dignidad —elemento decisivo
para una formación completa de la persona— y la "cuestión de Dios", que
parece muy urgente en nuestra época.
Quiero recordar, al respecto, lo que dije el pasado 24 de julio durante
la celebración de las Vísperas en la catedral de Aosta: "Si la relación fun-
damental —la relación con Dios— no está viva, si no se vive, tampoco las
demás relaciones pueden encontrar su justa forma. Pero esto vale también
para la sociedad, para la humanidad como tal. También aquí, si falta Dios,
si se prescinde de Dios, si Dios está ausente, falta la brújula para mostrar
el conjunto de todas las relaciones a fin de hallar el camino, la orientación
que conviene seguir. ¡Dios! Debemos llevar de nuevo a este mundo nues-
tro la realidad de Dios, darlo a conocer y hacerlo presente" (L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 31 de julio de 2009, p. 3).
Para que esto se realice, queridos hermanos obispos, es necesario que
nosotros en primer lugar, con todo nuestro ser, seamos adoración viviente,
don que transforma el mundo y lo restituye a Dios. Este es el mensaje pro-
fundo del Año sacerdotal, que constituye una ocasión extraordinaria para
ir al corazón del ministerio ordenado, reconduciendo a la unidad, en cada
sacerdote, la identidad y la misión.

NÚCLEO DEL SACERDOCIO: SER AMIGOS DE DIOS


20091221. Discurso. A la Curia romana
Al final, una vez más, unas palabras sobre el Año Sacerdotal. Como
sacerdotes estamos a disposición de todos: de quienes conocen a Dios de
cerca y de aquellos para quienes él es el Desconocido. Todos nosotros de-
bemos conocerlo cada vez más y debemos buscarlo continuamente para
llegar a ser verdaderos amigos de Dios. En definitiva, ¿cómo podríamos
llegar a conocer a Dios si no es a través de hombres que son amigos de
Dios? El núcleo más profundo de nuestro ministerio sacerdotal es ser ami-
gos de Cristo (cf. Jn 15, 15), amigos de Dios, por cuya mediación también
otras personas puedan encontrar la cercanía a Dios. Así, junto con mi pro-
fundo agradecimiento por toda la ayuda que me habéis prestado a lo largo
del año, os manifiesto mi deseo para esta Navidad: que seamos cada vez
más amigos de Cristo y, por consiguiente, amigos de Dios, y que de este
modo podamos ser sal de la tierra y luz del mundo.

EL VÍNCULO ENTRE LOS ENFERMOS Y LOS SACERDOTES


20100211. Homilía. Virgen de Lourdes. Jornada del enfermo
En este Año sacerdotal me complace subrayar el vínculo entre los en-
fermos y los sacerdotes, una especie de alianza, de "complicidad" evangé-
lica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe "llamar" a los presbíteros, y
36
estos deben responder, para atraer sobre la experiencia de la enfermedad la
presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu. Y aquí podemos ver
toda la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdade-
ramente incalculable por el bien inmenso que hace, en primer lugar al en-
fermo y al sacerdote mismo, pero también a los familiares, a los conoci-
dos, a la comunidad y, por caminos desconocidos y misteriosos, a toda la
Iglesia y al mundo. En efecto, cuando la Palabra de Dios habla de cura-
ción, de salvación, de salud del enfermo, entiende estos conceptos en sen-
tido integral, sin separar nunca alma y cuerpo: un enfermo curado por la
oración de Cristo, mediante la Iglesia, es una alegría en la tierra y en el
cielo, es una primicia de vida eterna.
Queridos amigos, como escribí en la encíclica Spe salvi, "la grandeza
de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el su-
frimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como
para la sociedad" (n. 38). Al instituir un dicasterio dedicado a la pastoral
sanitaria, la Santa Sede quiso ofrecer su propia contribución también para
promover un mundo más capaz de acoger y atender a los enfermos como
personas. De hecho, quiso ayudarles a vivir la experiencia de la enferme-
dad de manera humana, no renegando de ella, sino dándole un sentido.
Deseo concluir estas reflexiones con un pensamiento del venerable Papa
Juan Pablo II, que testimonió con su propia vida. En la carta apostólica
Salvifici doloris escribió: "Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre
a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este do-
ble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento" (n. 30).
Que nos ayude la Virgen María a vivir plenamente esta misión.

LA DIMENSIÓN PENITENCIAL: RAÍZ DE LA FECUNDIDAD


20100311. Discurso. Curso de la Penitenciaría apostólica
Vuestro curso se realiza, providencialmente, durante el Año sacerdotal,
que convoqué con ocasión del 150° aniversario del nacimiento al cielo de
san Juan María Vianney, quien ejerció de modo heroico y fecundo el mi-
nisterio de la Reconciliación. Como afirmé en la carta de proclamación:
"Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente
a nosotros las palabras que él [el cura de Ars] ponía en boca de Jesús: "En-
cargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre
dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita". Los sacerdotes no
sólo podemos aprender del santo cura de Ars una confianza infinita en el
sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de
nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo
de la salvación" que en él se debe entablar" (L'Osservatore Romano, edi-
ción en lengua española, 19 de junio de 2009, p. 7). ¿Dónde hunden sus
raíces la heroicidad y la fecundidad con las cuales san Juan María Vianney
vivió su ministerio de confesor? Ante todo en una intensa dimensión peni-
tencial personal. La conciencia de su propia limitación y la necesidad de
recurrir a la Misericordia divina para pedir perdón, para convertir el cora-
37
zón y para ser sostenidos en el camino de santidad, son fundamentales en
la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado personalmente su gran-
deza puede ser un anunciador y administrador convencido de la Misericor-
dia de Dios. Todo sacerdote se convierte en ministro de la Penitencia por
su configuración ontológica a Cristo, sumo y eterno Sacerdote, que recon-
cilia a la humanidad con el Padre; sin embargo, la fidelidad al administrar
el sacramento de la Reconciliación se confía a la responsabilidad del pres-
bítero.
Vivimos en un contexto cultural marcado por la mentalidad hedonista
y relativista, que tiende a eliminar a Dios del horizonte de la vida, no favo-
rece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y no ayuda
a discernir el bien del mal y a madurar un sentido correcto del pecado.
Esta situación hace todavía más urgente el servicio de administradores de
la Misericordia divina. No debemos olvidar que existe una especie de cír-
culo vicioso entre el ofuscamiento de la experiencia de Dios y la pérdida
del sentido del pecado. Sin embargo, si nos fijamos en el contexto cultural
en el que vivió san Juan María Vianney, vemos que, en varios aspectos, no
era muy distinto del nuestro. De hecho, también en su tiempo existía una
mentalidad hostil a la fe, expresada por fuerzas que incluso querían impe-
dir el ejercicio del ministerio. En esas circunstancias, el santo cura de Ars
hizo "de la iglesia su casa", para llevar a los hombres a Dios. Vivió con ra-
dicalidad el espíritu de oración, la relación personal e íntima con Cristo, la
celebración de la santa misa, la adoración eucarística y la pobreza evangé-
lica; así fue para sus contemporáneos un signo tan evidente de la presencia
de Dios, que impulsó a numerosos penitentes a acercarse a su confesiona-
rio. En las condiciones de libertad en las que hoy se puede ejercer el mi-
nisterio sacerdotal, es necesario que los presbíteros vivan "de modo alto"
su respuesta a la vocación, porque sólo quien es cada día presencia viva y
clara del Señor puede suscitar en los fieles el sentido del pecado, infundir
valentía y despertar el deseo del perdón de Dios.
Queridos hermanos, es preciso volver al confesionario, como lugar en
el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lu-
gar en el que "habitar" más a menudo, para que el fiel pueda encontrar mi-
sericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y
experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia
real en la Eucaristía. La "crisis" del sacramento de la Penitencia, de la que
se habla con frecuencia, interpela ante todo a los sacerdotes y su gran res-
ponsabilidad de educar al pueblo de Dios en las exigencias radicales del
Evangelio. En particular, les pide que se dediquen generosamente a la es-
cucha de las confesiones sacramentales; que guíen el rebaño con valentía,
para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2), sino
que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando acomoda-
mientos o componendas. Por esto es importante que el sacerdote viva una
tensión ascética permanente, alimentada por la comunión con Dios, y se
dedique a una actualización constante en el estudio de la teología moral y
de las ciencias humanas.
38
San Juan María Vianney sabía instaurar un verdadero "diálogo de sal-
vación" con los penitentes, mostrando la belleza y la grandeza de la bon-
dad del Señor y suscitando el deseo de Dios y del cielo que los santos son
los primeros en llevar. Afirmaba: "El buen Dios lo sabe todo. Antes inclu-
so de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo
os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a
olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!" (Monnin A., Il
Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Torino 1870, p.
130). El sacerdote tiene la tarea de favorecer la experiencia del "diálogo
de salvación", que nace de la certeza de ser amados por Dios y ayuda al
hombre a reconocer su pecado y a introducirse, progresivamente, en la di-
námica estable de conversión del corazón que lleva a la renuncia radical al
mal y a una vida según Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1431).
Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el
Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del sacer-
dote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma análo-
ga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que
los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pró-
digo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32). Que
la Virgen María y el santo cura de Ars nos ayuden a experimentar en nues-
tra vida la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Dios
(cf. Ef 3, 18-19), para que seamos administradores fieles y generosos de
este amor. Os doy las gracias a todos de corazón y os imparto de buen gra-
do mi bendición.

FIDELIDAD DE CRISTO, FIDELIDAD DEL SACERDOTE


20100312. Discurso. Congreso teológico sobre el sacerdocio
El tema de la identidad sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada
de estudio es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en
el presente y en el futuro. En una época como la nuestra, tan "policéntrica"
e inclinada a atenuar todo tipo de concepción que afirme una identidad,
que muchos consideran contraria a la libertad y a la democracia, es impor-
tante tener muy clara la peculiaridad teológica del ministerio ordenado
para no caer en la tentación de reducirlo a las categorías culturales domi-
nantes. En un contexto de secularización generalizada, que excluye pro-
gresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo también de la
conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote parece "extraño"
al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su
ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo
para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y
no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por este motivo es importante superar
peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios pasados, utilizando cate-
gorías más funcionales que ontológicas, han presentado al sacerdote casi
como a un "agente social", con el riesgo de traicionar incluso el sacerdocio
39
de Cristo. La hermenéutica de la continuidad se revela cada vez más ur-
gente para comprender de modo adecuado los textos del concilio ecuméni-
co Vaticano II y, análogamente, resulta necesaria una hermenéutica que
podríamos definir "de la continuidad sacerdotal", la cual, partiendo de Je-
sús de Nazaret, Señor y Cristo, y pasando por los dos mil años de la histo-
ria de grandeza y de santidad, de cultura y de piedad, que el sacerdocio ha
escrito en el mundo, ha de llegar hasta nuestros días.
Queridos hermanos sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es espe-
cialmente importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de
Cristo en el ministerio ordenado florezca en el "carisma de la profecía":
hay gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios al mundo y que pre-
senten el mundo a Dios; hombres no sujetos a efímeras modas culturales,
sino capaces de vivir auténticamente la libertad que sólo la certeza de la
pertenencia a Dios puede dar. Como ha subrayado muy bien vuestro con-
greso, hoy la profecía más necesaria es la de la fidelidad que, partiendo de
la fidelidad de Cristo a la humanidad, mediante la Iglesia y el sacerdocio
ministerial, lleve a vivir el propio sacerdocio en la adhesión total a Cristo
y a la Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino
que, por el carácter sacramental recibido (cf. Catecismo de la Iglesiacató-
lica, nn. 1563 y 1582), es "propiedad" de Dios. Este "ser de Otro" deben
poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido.
En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de
servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el
sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su
ser profundo. Por consiguiente, debe poner sumo esmero en preservarse de
la mentalidad dominante, que tiende a asociar el valor del ministro no a su
persona, sino sólo a su función, negando así la obra de Dios, que incide en
la identidad profunda de la persona del sacerdote, configurándolo a sí de
modo definitivo (cf. ib., n. 1583).
El horizonte de la pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el
marco adecuado para comprender y reafirmar, también en nuestros días, el
valor del celibato sagrado, que en la Iglesia latina es un carisma requerido
por el Orden sagrado (cf. Presbyterorum ordinis, 16) y que las Iglesias
orientales tienen en grandísima consideración (cf. Código de cánones de
las Iglesias orientales, can. 373). Es una auténtica profecía del Reino, sig-
no de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las "cosas del Se-
ñor" (1 Co 7, 32), expresión de la entrega de uno mismo a Dios y a los de-
más (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1579).
La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran
misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limi-
taciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda
fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndo-
nos partícipes de su misión salvífica. De hecho, la comprensión del sacer-
docio ministerial está vinculada a la fe y requiere, de modo cada vez más
firme, una continuidad radical entre la formación recibida en el seminario
y la formación permanente. La vida profética, sin componendas, con la
40
que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y celebrando
los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el
crecimiento del pueblo de Dios en la fe.
Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo
nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos
encontrarán en muchas otras personas aquello que humanamente necesi-
tan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que
siempre deben tener en los labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la miseri-
cordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la
Reconciliación; y el Pan de vida nueva, "alimento verdadero dado a los
hombres" (cf. Himno del Oficio en la solemnidad del Corpus Christi del
Rito romano).
Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María y de san
Juan María Vianney, que nos conceda agradecerle cada día el gran don de
la vocación y vivir con plena y gozosa fidelidad nuestro sacerdocio.

EL MUNUS DOCENDI DEL SACERDOCIO ORDENADO


20100414. Audiencia general
En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos en-
camina también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal,
programadas para el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algu-
nas reflexiones al tema del Ministerio ordenado, comentando la realidad
fecunda de la configuración del sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio
de los tria munera que recibe, es decir, de los tres oficios de enseñar, san-
tificar y gobernar.
Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Ch-
risti Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también
las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor, especial-
mente en el ejercicio de estos tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo
que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué
quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente
quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en
su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representa-
do está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote re-
presenta al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la
Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Ca-
beza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca
ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los lí-
mites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrec-
ción, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.
Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en re-
presentación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en
la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción
realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría
hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presen-
41
cia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su
propia acción en la persona que realiza estos gestos. Estos tres oficios del
sacerdote —que la Tradición ha identificado en las diversas palabras de
misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su distinción y en su
profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Esas
son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en
la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea pre-
sencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia uni-
versal; y santifica y guía.
El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es
decir, el de enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docen-
di de la Iglesia, ejercido concretamente a través del ministerio de cada
sacerdote, resulta particularmente importante. Vivimos en una gran confu-
sión sobre las opciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes
sobre qué es el mundo, de dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que
hacer para realizar el bien, cómo debemos vivir, cuáles son los valores
realmente pertinentes. Con respecto a todo esto existen muchas filosofías
opuestas, que nacen y desaparecen, creando confusión sobre las decisiones
fundamentales, sobre cómo vivir, porque normalmente ya no sabemos de
qué y para qué hemos sido hechos y a dónde vamos. En esta situación se
realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la multitud porque
eran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). El Señor hizo esta constatación
cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque, en-
tre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verda-
dero sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la com-
pasión, interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—,
y así dio una orientación. Esta es la función in persona Christi del sacer-
dote: hacer presente, en la confusión y en la desorientación de nuestro
tiempo, la luz de la Palabra de Dios, la luz que es Cristo mismo en este
mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no enseña ideas propias, una filoso-
fía que él mismo se ha inventado, encontrado, o que le gusta; el sacerdote
no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para crearse admiradores o
un partido propio; no dice cosas propias, invenciones propias, sino que, en
la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en nombre de
Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su
modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de
sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propo-
ne a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. Tam-
bién el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía,
no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón
de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la
Iglesia universal y que crea vida eterna».
Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama
ideas propias en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de
Cristo, no significa, por otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz
que lee un texto que quizá no hace suyo. También en este caso vale el mo-
42
delo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo de mí mismo y no vivo para mí
mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el Padre». Por ello, en esta
profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del Padre y él mismo es
uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de Cristo, la fe de la
Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de mí y para
mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha di-
cho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote
debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se con-
vierte, sin embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín,
sobre este tema, hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué so-
mos? Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo que os distribuimos
no es nuestro, sino que lo sacamos de su reserva. Y también nosotros vivi-
mos de ella, porque somos siervos como vosotros» (Discurso 229/e, 4).
La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de
la fe, deben ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual
personal, para que así realmente el sacerdote entre en una profunda comu-
nión interior con Cristo mismo. El sacerdote cree, acoge y trata de vivir,
ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha trans-
mitido, en el itinerario de identificación con el propio ministerio del que
san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf. Carta para la convocato-
ria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también
san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el
cielo el único Maestro» (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).
La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una
«voz que grita en el desierto» (Mc 1, 3), pero precisamente en esto consis-
te su fuerza profética: en no ser nunca homologado, ni homologable, a una
cultura o mentalidad dominante, sino en mostrar la única novedad capaz
de realizar una renovación auténtica y profunda del hombre, es decir, que
Cristo es el Viviente, es el Dios cercano, el Dios que actúa en la vida y
para la vida del mundo y nos da la verdad, la manera de vivir.
En la preparación esmerada de la predicación festiva, sin excluir la fe-
rial, en el esfuerzo de formación catequética, en las escuelas, en las insti-
tuciones académicas y, de manera especial, a través del libro no escrito
que es su propia vida, el sacerdote es siempre «docente», enseña. Pero no
con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde
y alegre certeza de quien ha encontrado la Verdad, ha sido aferrado y
transformado por ella, y por eso no puede menos de anunciarla. De hecho,
el sacerdocio nadie lo puede elegir para sí; no es una forma de alcanzar se-
guridad en la vida, de conquistar una posición social: nadie puede dárselo,
ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la llamada del Se-
ñor, a su voluntad, para ser anunciadores no de una verdad personal, sino
de su verdad.
Queridos hermanos sacerdotes, el pueblo cristiano pide escuchar de
nuestras enseñanzas la genuina doctrina eclesial, que les permita renovar
el encuentro con Cristo que da la alegría, la paz, la salvación. La Sagrada
Escritura, los escritos de los Padres y de los Doctores de la Iglesia, el Ca-
43
tecismo de la Iglesia católica constituyen, a este respecto, puntos de refe-
rencia imprescindibles en el ejercicio del munus docendi, tan esencial para
la conversión, el camino de fe y la salvación de los hombres. «Ordenación
sacerdotal significa: ser sumergidos (...) en la Verdad» (Homilía en la
Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad que no es simplemente un
concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que es la
Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir; así, necesaria-
mente, nace también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo
esta conciencia de una Verdad hecha Persona en la encarnación del Hijo
justifica el mandato misionero: «Id por todo el mundo y proclamad la bue-
na nueva a toda la creación» (Mc 16, 15). Sólo si es la Verdad está desti-
nado a toda criatura, no es una imposición de algo, sino la apertura del co-
razón a aquello por lo que ha sido creado.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes
una gran tarea: ser anunciadores de su Palabra, de la Verdad que salva; ser
su voz en el mundo para llevar aquello que contribuye al verdadero bien
de las almas y al auténtico camino de fe (cf. 1 Co 6, 12). Que san Juan
María Vianney sea ejemplo para todos los sacerdotes. Era hombre de gran
sabiduría y fortaleza heroica para resistir a las presiones culturales y socia-
les de su tiempo a fin de llevar las almas a Dios: sencillez, fidelidad e in-
mediatez eran las características esenciales de su predicación, transparen-
cia de su fe y de su santidad. Así el pueblo cristiano quedaba edificado y,
como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos, reconocía
en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que siempre se
debería reconocer en un sacerdote: la voz del buen Pastor.

SAN LEONARDO MURIALDO Y SAN JOSÉ BENITO COTTOLENGO


20100428. Audiencia general
Nos estamos acercando a la conclusión del Año sacerdotal y, en este
último miércoles de abril, quiero hablar de dos santos sacerdotes ejempla-
res en su entrega a Dios y en su testimonio de caridad, vivida en la Iglesia
y para la Iglesia, hacia los hermanos más necesitados: san Leonardo Mu-
rialdo y san José Benito Cottolengo. Del primero recordamos los 110 años
de la muerte y los 40 años de la canonización; del segundo, han comenza-
do las celebraciones para el segundo centenario de su ordenación sacerdo-
tal.
Leonardo Murialdo nació en Turín el 26 de octubre de 1828: es la Tu-
rín de san Juan Bosco y de san José Cottolengo, tierra fecundada por nu-
merosos ejemplos de santidad de fieles laicos y de sacerdotes. Leonardo
era el octavo hijo de una familia sencilla. De niño, junto con su hermano,
entró en el colegio de los padres escolapios de Savona para cursar la ense-
ñanza primaria, secundaria y superior; allí encontró a educadores prepara-
dos, en un clima de religiosidad basado en una catequesis seria, con prácti-
cas de piedad regulares. Sin embargo, durante la adolescencia atravesó
una profunda crisis existencial y espiritual que lo llevó a anticipar el regre-
44
so a su familia y a concluir los estudios en Turín, donde se matriculó en el
bienio de filosofía. La «vuelta a la luz» aconteció —como cuenta— des-
pués de algunos meses, con la gracia de una confesión general, en la cual
volvió a descubrir la inmensa misericordia de Dios; entonces, con 17 años,
maduró la decisión de hacerse sacerdote, como respuesta de amor a Dios
que lo había aferrado con su amor. Fue ordenado el 20 de septiembre de
1851. Precisamente en aquel período, como catequista del Oratorio del
Ángel Custodio, don Bosco lo conoció, lo apreció y lo convenció a aceptar
la dirección del nuevo Oratorio de San Luis en «Porta Nuova», que dirigió
hasta 1865. Allí también entró en contacto con los graves problemas de las
clases más pobres, visitó sus casas, madurando una profunda sensibilidad
social, educativa y apostólica que lo llevó a dedicarse después, de forma
autónoma, a múltiples iniciativas en favor de la juventud. Catequesis, es-
cuela, actividades recreativas fueron los fundamentos de su método educa-
tivo en el Oratorio. Don Bosco quiso que lo acompañara también con oca-
sión de la audiencia que le concedió el beato Pío IX en 1858.
En 1873 fundó la Congregación de San José, cuyo fin apostólico fue,
desde el principio, la formación de la juventud, especialmente la más po-
bre y abandonada. El ambiente turinés de ese tiempo estaba marcado por
un intenso florecimiento de obras y actividades caritativas promovidas por
Leonardo Murialdo hasta su muerte, que tuvo lugar el 30 de marzo de
1900.
Me complace subrayar que el núcleo central de la espiritualidad de
Murialdo es la convicción del amor misericordioso de Dios: un Padre
siempre bueno, paciente y generoso, que revela la grandeza y la inmensi-
dad de su misericordia con el perdón. San Leonardo experimentó esta rea-
lidad no a nivel intelectual sino existencial, mediante el encuentro vivo
con el Señor. Siempre se consideró un hombre favorecido por Dios miseri-
cordioso: por esto vivió el sentimiento gozoso de la gratitud al Señor, la
serena conciencia de sus propias limitaciones, el deseo ardiente de peni-
tencia, el compromiso constante y generoso de conversión. Veía toda su
existencia no sólo iluminada, guiada, sostenida por este amor, sino conti-
nuamente inmersa en la infinita misericordia de Dios. En su testamento es-
piritual escribió: «Tu misericordia me rodea, oh Señor... Como Dios está
siempre y en todas partes, así es siempre y en todas partes amor, es siem-
pre y en todas partes misericordia». Recordando el momento de crisis que
tuvo en su juventud, anotó: «El buen Dios quería que resplandeciera de
nuevo su bondad y generosidad de modo completamente singular. No sólo
me admitió de nuevo en su amistad, sino que me llamó a una elección de
predilección: me llamó al sacerdocio, y esto apenas algunos meses des-
pués de que yo volviera a él». Por eso, san Leonardo vivió la vocación
sacerdotal como un don gratuito de la misericordia de Dios con sentido de
reconocimiento, alegría y amor. Escribió también: «¡Dios me ha elegido a
mí! Me ha llamado, incluso me ha forzado al honor, a la gloria, a la felici-
dad inefable de ser su ministro, de ser “otro Cristo”... Y ¿dónde estaba yo

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cuando me has buscado, Dios mío? ¡En el fondo del abismo! Yo estaba
allí, y allí fue Dios a buscarme; allí me hizo escuchar su voz...».
Subrayando la grandeza de la misión del sacerdote, que debe «conti-
nuar la obra de la redención, la gran obra de Jesucristo, la obra del Salva-
dor del mundo», es decir, la de «salvar las almas», san Leonardo se recor-
daba siempre a sí mismo y recordaba a sus hermanos la responsabilidad de
una vida coherente con el sacramento recibido. Amor de Dios y amor a
Dios: esta fue la fuerza de su camino de santidad, la ley de su sacerdocio,
el significado más profundo de su apostolado entre los jóvenes pobres y la
fuente de su oración. San Leonardo Murialdo se abandonó con confianza a
la Providencia, cumpliendo generosamente la voluntad divina, en contacto
con Dios y dedicándose a los jóvenes pobres. De este modo unió el silen-
cio contemplativo con el ardor incansable de la acción, la fidelidad a los
deberes de cada día con la genialidad de las iniciativas, la fuerza en las di-
ficultades con la serenidad de espíritu. Este es su camino de santidad para
vivir el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Cuarenta años antes de Leonardo Murialdo y con el mismo espíritu de
caridad vivió san José Benito Cottolengo, fundador de la obra que él mis-
mo denominó «Pequeña Casa de la Divina Providencia» y que hoy se lla-
ma también «Cottolengo». El próximo domingo, en mi visita pastoral a
Turín, tendré ocasión de venerar los restos de este santo y de encontrarme
con los huéspedes de la «Pequeña Casa».
José Benito Cottolengo nació en Bra, una pequeña localidad de la pro-
vincia de Cúneo, el 3 de mayo de 1786. Primogénito de doce hijos, seis
de  los cuales murieron en tierna edad, mostró desde niño una gran sensi-
bilidad hacia los pobres. Abrazó el camino del sacerdocio, imitado tam-
bién por dos hermanos. Los años de su juventud fueron los de la aventura
napoleónica y de las consiguientes dificultades en campo religioso y so-
cial. Cottolengo llegó a ser un buen sacerdote, al que buscaban numerosos
penitentes y, en la Turín de aquel tiempo, predicador de ejercicios espiri-
tuales y conferencias para los estudiantes universitarios, que lograban
siempre un éxito notable. A la edad de 32 años fue nombrado canónigo de
la Santísima Trinidad, una congregación de sacerdotes que tenía la tarea
de oficiar en la Iglesia del Corpus Domini y de dar solemnidad a las cere-
monias religiosas de la ciudad, pero en ese puesto se sentía inquieto. Dios
lo estaba preparando para una misión especial y, precisamente con un en-
cuentro inesperado y decisivo, le dio a entender cuál iba a ser su destino
futuro en el ejercicio del ministerio.
El Señor siempre pone signos en nuestro camino para guiarnos a nues-
tro verdadero bien según su voluntad. Para Cottolengo esto sucedió, de
modo dramático, el domingo 2 de septiembre de 1827 por la mañana. Pro-
veniente de Milán llegó a Turín la diligencia, llena de gente como nunca,
en la que viajaba apretujada toda una familia francesa; la mujer, con cinco
hijos, estaba embarazada y tenía fiebre alta. Después de haber vagado por
varios hospitales, esa familia encontró alojamiento en un dormitorio públi-
co, pero la situación de la mujer iba agravándose y algunos se pusieron a
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buscar un sacerdote. Por un misterioso designio se cruzaron con José Be-
nito Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón abrumado y oprimi-
do, quien acompañó a la muerte a esta joven madre, en medio de la congo-
ja de toda la familia. Después de haber desempeñado esta dolorosa tarea,
con el sufrimiento en el corazón, se puso ante el Santísimo Sacramento y
rezó: «Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has querido que fuera testigo de esto?
¿Qué quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!». Se levantó, tocó todas las
campanas, encendió las velas y, al acoger a los curiosos en la iglesia, dijo:
«¡Ha acontecido la gracia! ¡Ha acontecido la gracia!». Desde ese momen-
to Cottolengo se transformó: utilizó todas sus capacidades, especialmente
su habilidad económica y organizativa, para poner en marcha iniciativas a
fin de sostener a los más necesitados.
Supo implicar en su empresa a decenas y decenas de colaboradores y
voluntarios. Se desplazó a la periferia de Turín para extender su obra, creó
una especie de aldea, en la que asignó un nombre significativo a cada edi-
ficio que logró construir: «casa de la fe», «casa de la esperanza», «casa de
la caridad». Puso en práctica el estilo de las «familias», constituyendo ver-
daderas comunidades de personas, voluntarios y voluntarias, hombres y
mujeres, religiosos y laicos, unidos para afrontar y superar juntos las difi-
cultades que se presentaban. En aquella «Pequeña Casa de la Divina Pro-
videncia» cada uno tenía una tarea precisa: unos trabajaban, otros rezaban,
otros servían, otros educaban, otros administraban. Todos, sanos o enfer-
mos, compartían el mismo peso de la vida diaria. Con el tiempo, también
la vida religiosa se especificó según las necesidades y las exigencias parti-
culares. Asimismo, pensó  en un seminario propio, para una formación es-
pecífica de los sacerdotes de la Obra. Siempre estuvo dispuesto a seguir y
a servir a la Divina Providencia, nunca a cuestionarla. Decía: «Yo no val-
go para nada y ni siquiera sé lo qué hago. Pero seguro que la Divina Provi-
dencia sabe lo que quiere. A mí me corresponde sólo secundarla. Adelante
in Domino». Para sus pobres y los más necesitados siempre se definió «el
obrero de la Divina Providencia».
Junto a las pequeñas aldeas fundó también cinco monasterios de mon-
jas contemplativas y uno de eremitas, y los consideró como una de sus
realizaciones más importantes: una especie de «corazón» que debía latir
para toda la Obra. Murió el 30 de abril de 1842, pronunciando estas pala-
bras: «Misericordia, Domine; Misericordia, Domine. Buena y santa Provi-
dencia... Virgen santa, ahora os toca a Vos». Su vida, como escribió un
periódico de la época, fue «una intensa jornada de amor».
Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he trazado
algunos rasgos, vivieron su ministerio en la entrega total de su vida a los
más pobres, a los más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la
raíz profunda, la fuente inagotable de su acción en la relación con Dios,
bebiendo de su amor, en la convicción profunda de que no es posible prac-
ticar la caridad sin vivir en Cristo y en la Iglesia. Que su intercesión y su
ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos sacerdotes que se donan
con generosidad por Dios y por el rebaño que les ha sido encomendado, y
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que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a Dios y al
prójimo.

EL MUNUS SANCTIFICANDI DEL SACERDOCIO ORDENADO


20100505. Audiencia general
Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros en la segunda tarea
que tiene el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante
los sacramentos y el culto de la Iglesia. Aquí, ante todo, debemos pregun-
tarnos: ¿Qué significa la palabra «santo»? La respuesta es: «Santo» es la
cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad,
amor, belleza: luz pura. Santificar a una persona significa, por tanto, po-
nerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio
que esta relación transforma a la persona. En la antigüedad existía esta fir-
me convicción: nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. La fuerza de
verdad y de luz es demasiado grande. Si el hombre toca esta corriente ab-
soluta, no sobrevive. Por otra parte, también existía la convicción de que
sin un mínimo contacto con Dios el hombre no puede vivir. Verdad, bon-
dad, amor son condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿Có-
mo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es fundamental,
sin morir arrollado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos
dice que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco
en verdaderas imágenes de Dios.
Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún
hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro
en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esen-
cial de la gracia del sacerdocio. Esto se realiza en el anuncio de la Palabra
de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro. Se realiza de un modo par-
ticularmente denso en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pas-
cual de muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se re-
fuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Euca-
ristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de
Cristo, Templo del Espíritu Santo (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 32).
Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la
esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos
a «estar» con él (cf. Mc 3, 14) y a convertirse, mediante el sacramento del
Orden, pese a su pobreza humana, en partícipes de su mismo sacerdocio,
ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios, «puentes»
del encuentro con él, de su mediación entre Dios y los hombres, y entre
los hombres y Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 5).
En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer preva-
lecer, en la identidad y la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio,
separándola de la de la santificación; con frecuencia se ha afirmado que
sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. Pero ¿es po-
sible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal «superando» la pasto-
ral sacramental? ¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangeli-
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zar? ¿En qué consiste el así llamado «primado del anuncio»? Como narran
los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objeti-
vo de su misión; pero este anuncio no es sólo un «discurso», sino que in-
cluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Je-
sús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coin-
cide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo, como he-
mos escuchado hoy en la liturgia del Evangelio. Y lo mismo vale para el
ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a Cristo, al Enviado del Pa-
dre, continúa su misión, mediante la «palabra» y el «sacramento», en esta
totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra. San Agustín, en una carta
al obispo Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes afirma: «Ha-
gan, por tanto, los servidores de Cristo, los ministros de la palabra y del
sacramento de él, lo que él mandó o permitió» (Epist. 228, 2). Es necesa-
rio reflexionar si, en algunos casos, haber subestimado el ejercicio fiel del
munus sanctificandi, no ha constituido quizá un debilitamiento de la fe
misma en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el
obrar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.
Por consiguiente, ¿quién salva al mundo y al hombre? La única res-
puesta que podemos dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y
resucitado. Y ¿dónde se actualiza el Misterio de la muerte y resurrección
de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo mediante la Iglesia,
en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofren-
da sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconci-
liación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva; y en
cualquier otro acto sacramental de santificación (cf. Presbyterorum ordi-
nis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para
ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero asimis-
mo es necesario, siguiendo el ejemplo del santo cura de Ars, ser genero-
sos, estar disponibles y atentos para comunicar a los hermanos los tesoros
de gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de los cuales no somos
«dueños», sino custodios y administradores. Sobre todo en nuestro tiempo,
en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y, por otro,
emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiri-
tualidad, es preciso que todo sacerdote recuerde que en su misión el anun-
cio misionero y el culto y los sacramentos nunca van separados, y pro-
mueva una sana pastoral sacramental, para formar al pueblo de Dios y
ayudarlo a vivir en plenitud la liturgia, el culto de la Iglesia, los sacramen-
tos como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción de
salvación.
Como recordé en la santa Misa crismal de este año: «El sacramento es
el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que
no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se
anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce
hacia él. (...) Dios nos toca por medio de realidades materiales (...) que él
toma a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre
nosotros y él mismo» (Misa crismal, 1 de abril de 2010: L'Osservatore Ro-
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mano, edición en lengua española, 11 de abril de 2010, p. 2). La verdad
según la cual en el sacramento «no somos los hombres los que hacemos
algo» concierne, y debe concernir, también a la conciencia sacerdotal:
cada presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción sal-
vífica de Dios, pero siempre instrumento. Esta conciencia debe llevar a ser
humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el res-
peto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de
que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, pue-
dan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1).
San Juan María Vianney también es ejemplar acerca del primado del mu-
nus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental:
Un día, frente a un hombre que decía que no tenía fe y deseaba discutir
con él, el párroco respondió: «¡Oh Amigo mío!, vas mal encaminado, yo
no sé razonar..., pero si necesitas consolación, ponte allí... (indicaba con
su dedo el inexorable escabel [del confesionario]) y, créeme, muchos se
han arrodillado allí antes que tú y no se han arrepentido» (cf. Monnin A.,
Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Turín 1870,
pp. 163-164).
Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la liturgia y el culto:
es acción que Cristo resucitado realiza con la potencia del Espíritu Santo
en nosotros, con nosotros y por nosotros. Quiero renovar la invitación que
hice recientemente a «volver al confesionario, como lugar en el cual cele-
brar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el
que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericor-
dia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experi-
mentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en
la Eucaristía» (Discurso a la Penitenciaría apostólica, 11 de marzo de
2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de marzo de
2010, p. 5). Y también quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vi-
vir con intensidad la Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santifi-
car; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, darse a sí
mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios; es el único
Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros
y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la hu-
manidad y nos une a él (cf. Discurso al clero de Roma, 18 de febrero de
2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio, en
el sacramento y en la vida. Aunque «la gran tradición eclesial con razón
ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concre-
ta del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las legítimas expecta-
tivas de los fieles», eso no quita nada «a la necesaria, más aún, indispensa-
ble tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón au-
ténticamente sacerdotal»: el pueblo de Dios espera de sus pastores tam-
bién un ejemplo de fe y un testimonio de santidad (cf. Discurso a la plena-
ria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 2009, p. 5). En la

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celebración de los santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz
de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).
Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes
constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Se-
ñor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad
agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la
oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que
sean cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.

EL MUNUS REGENDIDEL SACERDOCIO ORDENADO


20100526. Audiencia general
Me queda hablar hoy sobre la misión del sacerdote de gobernar, de
guiar, con la autoridad de Cristo, no con la propia, a la porción del pueblo
que Dios le ha encomendado.
¿Cómo comprender en la cultura contemporánea esta dimensión, que
implica el concepto de autoridad y tiene origen en el mandato mismo del
Señor de apacentar su rebaño? ¿Qué es realmente, para nosotros los cris-
tianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e históricas del
pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del este y del oeste en
el siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo desconfiado respecto a
este concepto. Una desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta soste-
niendo como necesario el abandono de toda autoridad que no venga exclu-
sivamente de los hombres y esté sometida a ellos, controlada por ellos.
Pero precisamente la mirada sobre los regímenes que en el siglo pasado
sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que la autoridad, en todo
ámbito, cuando se ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde
de la autoridad suprema, que es Dios mismo, acaba inevitablemente por
volverse contra el hombre. Es importante, por tanto, reconocer que la au-
toridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio, y que nece-
sariamente, en toda época, el fin siempre es la persona, creada por Dios
con su propia intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador,
en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad
ejercida en la responsabilidad delante de Dios, del Creador. Una autoridad
entendida así, que tenga como único objetivo servir al verdadero bien de
las personas y ser transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo
no es extraña a los hombres, sino, al contrario, es una ayuda preciosa en el
camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.
La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer este tipo de autori-
dad, que es servicio, y no la ejerce a título personal, sino en el nombre de
Jesucristo, que recibió del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cf.
Mt 28, 18). A través de los pastores de la Iglesia, en efecto, Cristo apa-
cienta su rebaño: es él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama
profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha
51
querido que el Colegio apostólico, hoy los obispos, en comunión con el
Sucesor de Pedro, y los sacerdotes, sus colaboradores más valiosos, parti-
cipen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo de Dios, de ser edu-
cadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cris-
tiana o, como dice el Concilio, «procurando personalmente, o por medio
de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a
cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y dili-
gente y a la libertad con que Cristo nos liberó» (Presbyterorum ordinis, 6).
Todo pastor, por tanto, es el medio a través del cual Cristo mismo ama a
los hombres: mediante nuestro ministerio —queridos sacerdotes—, a tra-
vés de nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las
guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice:
«Apacentar el rebaño del Señor ha de ser compromiso de amor» (123, 5);
esta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor
incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos,
atento a los cercanos y solícito por los lejanos (cf. san Agustín, Sermón
340, 1; Sermón 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los
sencillos, los pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios
con las tranquilizadoras palabras de la esperanza (cf. id., Carta 95, 1).
Aunque esta tarea pastoral esté fundada en el Sacramento, su eficacia
no es independiente de la existencia personal del presbítero. Para ser pas-
tor según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15) es necesario un profundo arraigo
en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la
libertad y de la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en
la ordenación sacerdotal, una disponibilidad incondicional a llevar al reba-
ño encomendado al lugar a donde el Señor quiere y no en la dirección que,
aparentemente, parece más conveniente o más fácil. Esto requiere, ante
todo, la continua y progresiva disponibilidad a dejar que Cristo mismo go-
bierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. En efecto, nadie es real-
mente capaz de apacentar el rebaño de Cristo, si no vive una obediencia
profunda y real a Cristo y a la Iglesia, y la docilidad del pueblo a sus
sacerdotes depende de la docilidad de los sacerdotes a Cristo; por esto, en
la base del ministerio pastoral está siempre el encuentro personal y cons-
tante con el Señor, el conocimiento profundo de él, el conformar la propia
voluntad a la voluntad de Cristo.
En las últimas décadas se ha utilizado a menudo el adjetivo «pastoral»
casi en oposición al concepto de «jerárquico», al igual que, en la misma
contraposición, se ha interpretado también la idea de «comunión». Quizá
este es el punto en el que puede ser útil una breve observación sobre la pa-
labra «jerarquía», que es la designación tradicional de la estructura de au-
toridad sacramental en la Iglesia, ordenada según los tres niveles del sa-
cramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado. En la opinión
pública prevalece, para esta realidad «jerarquía», el elemento de subordi-
nación y el elemento jurídico; por eso, a muchos les parece que la idea de
jerarquía está en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del sentido pas-
toral y que también es contraria a la humildad del Evangelio. Pero esto es
52
un sentido mal entendido de la jerarquía, históricamente causado también
por abusos de autoridad y por un afán de hacer carrera, que son precisa-
mente eso, abusos, y no derivan del ser mismo de la realidad «jerarquía».
La opinión común es que «jerarquía» es siempre algo vinculado al domi-
nio y que, de ese modo, no corresponde al verdadero sentido de la Iglesia,
de la unidad en el amor de Cristo. Pero, como he dicho, esta es una inter-
pretación errónea, que tiene su origen en abusos de la historia, pero no res-
ponde al verdadero significado de lo que es la jerarquía. Comencemos con
la palabra. Generalmente se dice que el significado de la palabra jerarquía
sería «dominio sagrado», pero el verdadero significado no es este, es «ori-
gen sagrado», es decir: esta autoridad no viene del hombre, sino que tiene
origen en lo sagrado, en el Sacramento; por tanto, somete la persona a la
vocación, al misterio de Cristo; convierte al individuo en un servidor de
Cristo y sólo en cuanto servidor de Cristo este puede gobernar, guiar por
Cristo y con Cristo. Por esto, quien entra en el Orden sagrado del Sacra-
mento, en la «jerarquía», no es un autócrata, sino que entra en un vínculo
nuevo de obediencia a Cristo: está vinculado a él en comunión con los de-
más miembros del Orden sagrado, del sacerdocio. Tampoco el Papa —
punto de referencia de todos los demás pastores y de la comunión de la
Iglesia— puede hacer lo que quiera; al contrario, el Papa es el custodio de
la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Cre-
do de la Iglesia, y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia.
Jerarquía implica, por tanto, un triple vínculo: ante todo, el vínculo con
Cristo y el orden que el Señor dio a su Iglesia; en segundo lugar, el víncu-
lo con los demás pastores en la única comunión de la Iglesia; y, por últi-
mo, el vínculo con los fieles encomendados a la persona, en el orden de la
Iglesia.
Por consiguiente, se comprende que comunión y jerarquía no son con-
trarias entre sí, sino que se condicionan. Son una cosa sola (comunión je-
rárquica). El pastor, por tanto, es pastor guiando y custodiando la grey, y a
veces impidiendo que se disperse. Fuera de una visión clara y explícita-
mente sobrenatural, no es comprensible la tarea de gobernar propia de los
sacerdotes. En cambio, sostenida por el verdadero amor por la salvación
de cada fiel, es especialmente valiosa y necesaria también en nuestro tiem-
po. Si el fin es transmitir el anuncio de Cristo y llevar a los hombres al en-
cuentro salvífico con él para que tengan vida, la tarea de guiar se configu-
ra como un servicio vivido en una entrega total para la edificación de la
grey en la verdad y en la santidad, a menudo yendo contracorriente y re-
cordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el
servidor (cf. Lumen gentium, 27).
¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del
propio ministerio en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una de-
dicación total a la grey? Sólo hay una respuesta: en Cristo Señor. El modo
de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el servicio humilde y amoroso
del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un
triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se
53
convierte en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio
de la autoridad que sea expresión verdadera de la caridad pastoral. Los
santos, y entre ellos san Juan María Vianney, han ejercido con amor y en-
trega la tarea de cuidar la porción del pueblo de Dios que se les ha enco-
mendado, mostrando también que eran hombres fuertes y determinados,
con el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces
de pagar en persona, hasta el martirio, por permanecer fieles a la verdad y
a la justicia del Evangelio.
Queridos sacerdotes, «apacentad la grey de Dios que os está encomen-
dada (...); no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón (…) siendo
modelos de la grey» (1 P 5, 2-3). Por tanto, no tengáis miedo de llevar a
Cristo a cada uno de los hermanos que él os ha encomendado, seguros de
que toda palabra y toda actitud, si vienen de la obediencia a la voluntad de
Dios, darán fruto; vivid apreciando las cualidades y reconociendo los lími-
tes de la cultura en la que estamos inmersos, con la firme certeza de que el
anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al hombre.
En efecto, en esta vida terrena no hay bien mayor que llevar a los hombres
a Dios, despertar la fe, sacar al hombre de la inercia y de la desesperación,
dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del
mundo: en definitiva, este es el sentido profundo y último de la tarea de
gobernar que el Señor nos ha encomendado. Se trata de formar a Cristo en
los creyentes, mediante ese proceso de santificación que es conversión de
los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo
viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: «Hijos míos,
por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en
vosotros» (Ga 4, 19).

ORACIÓN DE CONSAGRACIÓN DE LOS SACERDOTES A MARÍA


20100512. Oración. Fátima
Madre Inmaculada, 
en este lugar de gracia, 
convocados por el amor de tu Hijo Jesús,
Sumo y Eterno Sacerdote, nosotros,
hijos en el Hijo y sacerdotes suyos,
nos consagramos a tu Corazón materno,
para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
Somos conscientes de que, sin Jesús,
no podemos hacer nada (cfr. Jn 15,5)
y de que, sólo por Él, con Él y en Él,
seremos instrumentos de salvación para el mundo.
Esposa del Espíritu Santo,
alcánzanos el don inestimable
de la transformación en Cristo.
Por la misma potencia del Espíritu que,
extendiendo su sombra sobre Ti,
54
te hizo Madre del Salvador,
ayúdanos para que Cristo, tu Hijo,
nazca también en nosotros.
Y, de este modo, la Iglesia pueda
ser renovada por santos sacerdotes,
transfigurados por la gracia de Aquel
que hace nuevas todas las cosas.
Madre de Misericordia,
ha sido tu Hijo Jesús quien nos ha llamado
a ser como Él:
luz del mundo y sal de la tierra
(cfr. Mt 5,13-14).
Ayúdanos,
con tu poderosa intercesión,
a no desmerecer esta vocación sublime,
a no ceder a nuestros egoísmos,
ni a las lisonjas del mundo,
ni a las tentaciones del Maligno.
Presérvanos con tu pureza,
custódianos con tu humildad
y rodéanos con tu amor maternal,
que se refleja en tantas almas 
consagradas a ti
y que son para nosotros
auténticas madres espirituales.
Madre de la Iglesia,
nosotros, sacerdotes,
queremos ser pastores
que no se apacientan a sí mismos,
sino que se entregan a Dios por los hermanos,
encontrando la felicidad en esto.
Queremos cada día repetir humildemente 
no sólo de palabra sino con la vida,
nuestro “aquí estoy”.
Guiados por ti,
queremos ser Apóstoles
de la Divina Misericordia,
llenos de gozo por poder celebrar diariamente
el Santo Sacrificio del Altar
y ofrecer a todos los que nos lo pidan
el sacramento de la Reconciliación.
Abogada y Mediadora de la gracia,
tu que estas unida
a la única mediación universal de Cristo,
pide a Dios, para nosotros,
un corazón completamente renovado,
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que ame a Dios con todas sus fuerzas
y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.
Repite al Señor
esa eficaz palabra tuya:“no les queda vino” (Jn 2,3),
para que el Padre y el Hijo derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión,
el Espíritu Santo.
Lleno de admiración y de gratitud
por tu presencia continua entre nosotros,
en nombre de todos los sacerdotes,
también yo quiero exclamar:
“¿quién soy yo para que me visite
la Madre de mi Señor? (Lc 1,43)
Madre nuestra desde siempre,
no te canses de “visitarnos”,
consolarnos, sostenernos.
Ven en nuestra ayuda
y líbranos de todos los peligros
que nos acechan.
Con este acto de ofrecimiento y consagración,
queremos acogerte de un modo 
más profundo y radical,
para siempre y totalmente,
en nuestra existencia humana y sacerdotal.
Que tu presencia haga reverdecer el desierto
de nuestras soledades y brillar el sol
en nuestras tinieblas,
haga que torne la calma después de la tempestad,
para que todo hombre vea la salvación
del Señor,
que tiene el nombre y el rostro de Jesús,
reflejado en nuestros corazones,
unidos para siempre al tuyo.
Así sea.

EN QUÉ SENTIDO JESÚS ES SACERDOTE


20100603. Homilía. Solemnidad del Corpus Christi
El sacerdocio del Nuevo Testamento está íntimamente unido a la Eu-
caristía. Por esto, hoy, en la solemnidad del Corpus Christi y casi al final
del Año sacerdotal, se nos invita a meditar en la relación entre la Eucaris-
tía y el sacerdocio de Cristo. (…)
Lo primero que conviene recordar siempre es que Jesús no era un
sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No perte-
necía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto, legalmen-
te el camino del sacerdocio le estaba vedado. La persona y la actividad de
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Jesús de Nazaret no se sitúan en la línea de los antiguos sacerdotes, sino
más bien en la de los profetas. Y en esta línea Jesús se alejó de una con-
cepción ritual de la religión, criticando el planteamiento que daba valor a
los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más que a la obser-
vancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a Dios y al próji-
mo, que, como dice el Señor, «vale más que todos los holocaustos y sacri-
ficios» (Mc 12, 33). También en el interior del templo de Jerusalén, lugar
sagrado por excelencia, Jesús realiza un gesto típicamente profético, cuan-
do expulsa a los cambistas y a los vendedores de animales, actividades
que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales. Así pues, a Je-
sús no se le reconoce como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. In-
cluso su muerte, que los cristianos con razón llamamos «sacrificio», no te-
nía nada de los sacrificios antiguos, más aún, era todo lo contrario: la eje-
cución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, lleva-
da a cabo fuera de las murallas de Jerusalén.
Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamen-
te la Eucaristía. Podemos tomar como punto de partida las palabras senci-
llas que describen a Melquisedec: «Ofreció pan y vino» (Gn 14, 18). Es lo
que hizo Jesús en la última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se re-
sumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión. En ese acto, en la
oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan radica todo el
sentido del misterio de Cristo, como lo expresa la Carta a los Hebreos en
un pasaje decisivo, que es necesario citar: «En los días de su vida mortal
—escribe el autor refiriéndose a Jesús— ofreció ruegos y súplicas con po-
deroso clamor y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y fue es-
cuchado por su pleno abandono a él. Aun siendo Hijo, con lo que padeció
aprendió la obediencia; y, hecho perfecto, se convirtió en causa de salva-
ción eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo
sacerdote según el rito de Melquisedec» (5, 7-10). En este texto, que alude
claramente a la agonía espiritual de Getsemaní, la pasión de Cristo se pre-
senta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su «hora», que
lo lleva a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consis-
te en la unión de su voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad
es una voluntad de amor. La trágica prueba que Jesús afronta, vivida en
esta oración, se transforma en ofrenda, en sacrificio vivo.
Dice la Carta a los Hebreos que Jesús «fue escuchado». ¿En qué senti-
do? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó.
Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Pa-
dre: el designio de amor de Dios pudo realizarse perfectamente en Jesús
que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se convir-
tió en «causa de salvación» para todos los que le obedecen. Es decir, se
convirtió en sumo sacerdote porque él mismo tomó sobre sí todo el pecado
del mundo, como «Cordero de Dios». Es el Padre quien le confiere este
sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su muerte
y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la ley de

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Moisés (cf. Lv 8-9), sino «según el rito de Melquisedec», según un orden
profético, que sólo depende de su singular relación con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: «Aun
siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia». El sacerdocio de
Cristo conlleva el sufrimiento. Jesús sufrió verdaderamente, y lo hizo por
nosotros. Era el Hijo y no necesitaba aprender la obediencia, pero nosotros
sí teníamos y tenemos siempre necesidad de aprenderla. Por eso, el Hijo
asumió nuestra humanidad y por nosotros se dejó «educar» en el crisol del
sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para
dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue «he-
cho perfecto», en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término,
porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino, es decir,
precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios
mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a esta trans-
formación Jesucristo llega a ser «sumo sacerdote» y puede salvar a todos
los que le obedecen. El término teleiotheis, acertadamente traducido con
«hecho perfecto», pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del
Pentateuco —es decir, los primeros cinco libros de la Biblia— siempre se
usa para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubri-
miento es muy valioso, porque nos aclara que la pasión fue para Jesús
como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero
llegó a serlo de modo existencial en su Pascua de pasión, muerte y resu-
rrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exaltándolo por
encima de toda criatura, lo constituyó Mediador universal de salvación.
Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco
ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su
sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa
movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cf. Hb
9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El
amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con antici-
pación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu
Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y
cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente
en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento
en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero
y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colma-
do de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche
en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cf. Lc
22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo,
es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto
supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo,
que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del
sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para
transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos
alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla,
porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el ver-
58
dadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. Ve-
nid, exultemos con cantos de alegría. Venid, adoremos. Amén.

EL SACERDOTE, UN HOMBRE APASIONADO POR CRISTO


20100610. Vigilia con ocasión de la conclusión del Año Sacerdotal
América:

Beatísimo Padre, soy don José Eduardo Oliveira y Silva y vengo desde
América, precisamente desde Brasil. La mayor parte de nosotros aquí
presentes estamos comprometidos en la pastoral directa, en la parroquia,
y no solo con una comunidad, sino que a veces somos párrocos de muchas
parroquias, o de comunidades particularmente extensas. Con toda la bue-
na voluntad intentamos hacer frente a las necesidades de una sociedad
muy cambiada, ya no más enteramente cristiana, pero nos damos cuenta
de que nuestro “hacer” no basta. ¿A dónde ir, Santidad? ¿En qué direc-
ción?

Queridos amigos, ante todo quisiera expresar mi gran alegría porque


aquí están reunidos sacerdotes de todas partes del mundo, en la alegría de
nuestra vocación y en la disponibilidad de servir con todas nuestras fuer-
zas al Señor, en este nuestro tiempo. Respecto a la pregunta: soy bien
consciente de que hoy es muy difícil ser párroco, también y sobre todo en
los países de antigua cristiandad; las parroquias son cada vez más exten-
sas, unidades pastorales... es imposible conocer a todos, es imposible ha-
cer todos los trabajos que se esperan de un párroco. Y así, realmente, nos
preguntamos a dónde ir, como usted ha dicho. Pero quisiera decir, ante
todo: sé que hay muchos párrocos en el mundo que dan realmente todas
sus fuerzas por la evangelización, por la presencia del Señor y de sus Sa-
cramentos, y a estos párrocos fieles, que trabajan con todas las fuerzas de
su vida, de nuestro ser apasionados por Cristo, quisiera decir un gran “gra-
cias”, en este momento.
Dije que no es posible hacer todo lo que se desea, que se debería hacer,
porque nuestras fuerzas son limitadas y las situaciones son difíciles en una
sociedad cada vez más diversificada, más complicada. Yo creo que, sobre
todo, es importante que los fieles puedan ver que este sacerdote no hace
solo un “oficio”, horas de trabajo, y que después está libre y vive sólo para
sí mismo, sino que es un hombre apasionado por Cristo. Si los fieles ven
que está lleno de la alegría del Señor, comprenden también que no lo pue-

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de hacer todo, aceptan sus límites, y ayudan al párroco. Este me parece el
punto más importante: que se pueda ver y sentir que el párroco realmente
se siente un llamado por el Señor; que está lleno de amor por el Señor y
por los suyos. Si esto existe, se entiende y se puede también ver la imposi-
bilidad de hacer todo.
Por tanto, estar llenos de la alegría del Evangelio con todo nuestro ser
es la primera condición. Después se deben tomar decisiones, tener priori-
dades, ver lo que es posible y lo que es imposible. Diría que las tres priori-
dades fundamentales las conocemos: son las tres columnas de nuestro ser
sacerdotes. Primero, la Eucaristía, los Sacramentos: hacer posible y pre-
sente la Eucaristía, sobre todo dominical, en cuanto sea posible, para to-
dos, y celebrarla de forma que se convierta en realmente visible el acto de
amor del Señor por nosotros. Después, el anuncio de la Palabra en todas
las dimensiones: desde el diálogo personal hasta la homilía. El tercer pun-
to es la "caritas", el amor de Cristo: estar presentes para los que sufren,
para los pequeños, para los niños, para las personas con dificultad, para
los marginados; hacer realmente presente el amor del Buen Pastor. Y des-
pués, una prioridad muy importante es también la relación personal con
Cristo. En el Breviario, el 4 de noviembre, leemos un hermoso texto de
san Carlos Borromeo, gran pastor, que se dio verdaderamente a sí mismo,
y que nos dice, a todos los sacerdotes: “No descuides tu propia alma: si la
propia alma está descuidada, tampoco puedes dar a los demás lo que debe-
rías dar. Por tanto, también debes tener tiempo para ti mismo, ara tu
alma", o, en otras palabras, la relación con Cristo, el coloquio personal con
Cristo es una prioridad pastoral fundamental, ¡es condición para nuestro
trabajo por los demás! Y la oración no es algo marginal: es precisamente
rezar la “profesión” del párroco, también en representación de la gente que
no sabe rezar o no encuentra el tiempo de rezar. La oración personal, so-
bre todo la liturgia de las Horas, es el alimento fundamental para nuestra
alma, para todas nuestras acciones. Y, finalmente, reconocer nuestros lí-
mites, abrirnos también a esta humildad. Recordemos una escena de Mar-
cos, capítulo 6, donde los discípulos estaban “estresados”, querían hacer
todo, y el Señor dice: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario,
para descansar un poco" (cfr Mc 6,31). También éste es trabajo – diría –
pastoral: encontrar y tener la humildad, el valor de descansar. Por tanto,
pienso que la pasión por el Señor, el amor por el Señor, nos muestra las
prioridades, las decisiones, nos ayuda a encontrar el camino. El Señor nos
ayudará. ¡Gracias a todos vosotros!

África:

Santidad, soy Mathias Agnero y vengo desde África, precisamente desde


Costa de Marfil. Usted es un Papa-teólogo, mientras que nosotros, cuan-
do podemos, leemos apenas algún libro de teología para la formación.
Nos parece, con todo, que se ha creado una fractura entre teología y doc-
trina y, aún más, entre teología y espiritualidad. Se siente la necesidad de
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que el estudio no sea tan académico sino que alimente nuestra espirituali-
dad. Sentimos necesidad de esto en nuestro propio ministerio pastoral.
Quizás la teo-logía no parezca tener a Dios en el centro y a Jesucristo
como primer “lugar teológico”, sino que tenga en cambio los gustos y las
tendencias difuminadas; y la consecuencia es la proliferación de opinio-
nes subjetivas que permiten la introducción, también en la Iglesia, de un
pensamiento no católico. ¿Cómo no desorientarnos en nuestra vida y en
nuestro ministerio, cuando es el mundo el que juzga a la fe y no al revés?
¡Nos sentimos “descentrados”!

Gracias. Usted toca un problema muy difícil y doloroso. Existe real-


mente una teología que quiere sobre todo ser académica, parecer científi-
ca, y olvida la realidad vital, la presencia de Dios, su presencia entre noso-
tros, su hablar hoy, no sólo en el pasado. Ya san Buenaventura distinguió
dos formas de teología, en su tiempo; dijo: “hay una teología que viene de
la arrogancia de la razón, que quiere dominar todo, hace pasar a Dios de
sujeto a objeto que estudiamos, mientras debería ser sujeto que nos habla
y nos guía”. Existe realmente este abuso de la teología, que es arrogancia
de la razón y no nutre la fe, sino que oscurece la presencia de Dios en el
mundo. Después hay una teología que quiere conocer más por amor al
amado, está estimulada por el amor y guiada por el amor, quiere conocer
más al amado. Y esta es la verdadera teología, que viene del amor de
Dios, de Cristo, y quiere entrar más profundamente en comunión con Cris-
to.

En realidad, las tentaciones hoy son grandes; sobre todo se impone la


llamada “visión moderna del mundo” (Bultmann, modernes Weltbild), que
se convierte en el criterio de cuanto sería posible o imposible. Y así, preci-
samente con este criterio de que todo es como siempre, que todos los
acontecimientos históricos son del mismo tipo, se excluye precisamente la
novedad del Evangelio, se excluye la irrupción de Dios, la verdadera no-
vedad que es la alegría de nuestra fe. ¿Qué hacer? Yo diría ante todo a los
teólogos: tened valor. Y quisiera decir un gran “gracias” también a mu-
chos teólogos que hacen un buen trabajo. Hay abusos, lo sabemos, pero en
todas partes del mundo hay muchos teólogos que viven verdaderamente de
la Palabra de Dios, se nutren de la meditación, viven la fe de la Iglesia y
quieren ayudar para que la fe esté presente hoy día. A estos teólogos qui-
siera decir un gran “gracias”. Y diría a los teólogos en general: "¡no ten-
gáis miedo de este fantasma de la cientificidad!". Yo sigo la teología des-
de el 46; comencé a estudiar teología en enero de 1946, y he visto por tan-
to a tres generaciones de teólogos, y puedo decir: las hipótesis que en
aquel tiempo, y después en los años 60 y 80 eran las más nuevas, absoluta-
mente científicas, absolutamente casi dogmáticas, ¡con el tiempo han en-
vejecido y ya no valen! Muchas de ellas parecen casi ridículas. Por tanto,
tener el valor de resistir a la aparente cientificidad, de no someterse a to-
das las hipótesis del momento, sino pensar realmente a partir de la gran fe
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de la Iglesia, que está presente en todos los tiempos y que nos abre el ac-
ceso a la verdad. Sobre todo, también, ¡no pensar que la razón positivista,
que excluye lo trascendente – que no puede ser accesible – sea la razón
verdadera! Esta razón débil, que presenta sólo las cosas experimentables,
es realmente una razón insuficiente. Nosotros teólogos debemos usar la ra-
zón grande, que está abierta a la grandeza de Dios. Debemos tener el valor
de ir más allá del positivismo a la cuestión de las raíces del ser. Esto me
parece de gran importancia.
Por tanto, es necesario tener el valor de la razón amplia, grande, tener
la humildad de no someterse a todas las hipótesis del momento, vivir de la
gran fe de la Iglesia de todos los tiempos. No existe una mayoría contra la
mayoría de los Santos: ¡la verdadera mayoría son los Santos de la Iglesia,
y a los Santos debemos orientarnos! Después, a los seminaristas y sacer-
dotes digo lo mismo: pensad que la Sagrada Escritura no es un libro aisla-
do: está vivo en la comunidad viva de la Iglesia, que es el mismo sujeto en
todos los siglos y que garantiza la presencia de la Palabra de Dios. El Se-
ñor nos ha dado a la Iglesia como sujeto vivo, con la estructura de los
obispos en comunión con el Papa, y esta gran realidad de los obispos del
mundo en comunión con el Papa nos garantiza el testimonio de la verdad
permanente. Tengamos confianza en este Magisterio permanente de la co-
munión de los obispos con el Papa, que nos representa la presencia de la
Palabra. Y tengamos también confianza en la vida de la Iglesia y, sobre
todo, debemos ser críticos.
Ciertamente la formación teológica – esto quisiera decir a los semina-
ristas – es muy importante. En nuestro tiempo debemos conocer bien la
Sagrada Escritura, también precisamente contra los ataques de las sectas;
debemos ser realmente amigos de la Palabra. Debemos conocer también
las corrientes de nuestro tiempo para poder responder razonablemente,
para poder dar – como dice san Pedro - “razón de nuestra fe”. La forma-
ción es muy importante. Pero debemos ser también críticos: el criterio de
la fe es el criterio con el que ver también a los teólogos y las teologías. El
Papa Juan Pablo II nos dio un criterio absolutamente seguro en el Catecis-
mo de la Iglesia Católica: aquí vemos la síntesis de nuestra fe, y este Ca-
tecismo es verdaderamente el criterio para ver donde va una teología acep-
table o no aceptable. Por tanto, recomendamos la lectura, el estudio de
este texto, y así podremos seguir adelante con una teología crítica en el
sentido positivo, es decir, crítica contra las tendencias de la moda y abier-
tas a las verdaderas novedades, a la profundidad inagotable de la Palabra
de Dios, que se revela nueva en todos los tiempos, también en nuestro
tiempo.

Europa:

Padre Santo, soy don Karol Miklosko y vengo desde Europa, precisamen-
te desde Eslovaquia, y soy misionero en Rusia. Cuando celebro la Santa
Misa me encuentro a mi mismo y comprendo que allí encuentro mi identi-
62
dad y la raíz y energía de mi ministerio. El sacrificio de la Cruz me revela
al Buen Pastor, que lo da todo por el rebaño, por cada oveja, y cuando
digo: “Éste es mi cuerpo … esta es mi sangre" dada y derramada en sa-
crificio por vosotros, entonces comprendo la belleza del celibato y de la
obediencia, que prometí libremente en el momento de la ordenación. Aún
con las naturales dificultades, el celibato me parece obvio, mirando a
Cristo, pero me siento trastornado al leer tantas críticas mundanas a este
don. Le pido humildemente, Padre Santo, que nos ilumine sobre la profun-
didad y sobre el sentido auténtico del celibato eclesiástico.

Gracias por las dos partes de su pregunta. La primera, en la que mues-


tra el fundamento permanente y vital de nuestro celibato; la segunda que
muestra todas las dificultades en las que nos encontramos en nuestro tiem-
po. Es importante la primera parte, es decir: el centro de nuestra vida debe
ser realmente la celebración cotidiana de la Santa Eucaristía; y aquí son
centrales las palabras de la consagración: “Esto es mi cuerpo, esta es mi
Sangre”; es decir, hablamos in persona Christi. Cristo nos permite usar su
“yo”, hablamos en el “yo” de Cristo, Cristo nos “atrae hacia sí” y nos per-
mite unirnos, nos une con su “yo”. Y así, a través de esta acción, este he-
cho de que Él nos “atrae” a sí mismo, de forma que nuestro “yo” queda
unido al suyo, realiza la permanencia, la unicidad de su Sacerdocio; así Él
es realmente siempre el único Sacerdote, y aún muy presente en el mundo,
porque nos “atrae” en sí mismo y así hace presente su misión sacerdotal.
Esto quiere decir que somos atraídos al Dios de Cristo: es esta unión con
su “yo” que se realiza en las palabras de la consagración. También en el
“yo te absuelvo” – porque ninguno de nosotros podría absolver de los pe-
cados – es el “yo” de Cristo, de Dio, el único que puede absolver.
Esta unificación de su “yo” con el nuestro implica que somos “atraí-
dos” también a su realidad de Resucitado, que seguimos adelante hacia la
vida plena de la resurrección, de la que Jesús habla a los saduceos en Ma-
teo, capítulo 22: es una vida “nueva”, en la que ya estamos más allá del
matrimonio (cfr Mt 22,23-32). Es importante que nos dejemos penetrar
siempre de nuevo por esta identificación del “yo” de Cristo con nosotros,
de este ser “sacados” hacia el mundo de la resurrección. En este sentido, el
celibato es una anticipación. Trascendamos este tiempo y sigamos adelan-
te, y así nos “atraemos” a nosotros mismos y a nuestro tiempo hacia el
mundo de la resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la vida buena
y verdadera.
Por tanto, el celibato es una anticipación hecha posible por la gracia
del Señor, que nos “atrae” así hacia el mundo de la resurrección; nos invi-
ta siempre de nuevo a trascendernos a nosotros mismos, este presente, ha-
cia el verdadero presente del futuro, que se convierte en presente hoy. Y
aquí estamos en un punto muy importante. Un gran problema de la cris-
tiandad en el mundo de hoy es que no se piensa ya en el futuro de Dios:
parece suficiente solo el presente de este mundo. Queremos tener solo este
mundo, vivir solo en este mundo. Así cerramos las puertas a la verdadera
63
grandeza de nuestra existencia. El sentido del celibato como anticipación
del futuro es precisamente abrir estas puertas, hacer más grande el mundo,
mostrar la realidad del futuro que es vivido por nosotros ya como presen-
te. Vivir, por tanto, así como en un testimonio de la fe: creemos realmente
que Dios existe, que Dios tiene que ver con mi vida, que puedo fundar mi
vida sobre Cristo, sobre la vida futura.
Y conozcamos ahora las críticas mundanas de las que usted ha habla-
do. Es verdad que para el mundo agnóstico, el mundo en el que Dios no
tiene nada que ver, el celibato es un gran escándalo, porque muestra preci-
samente que Dios es considerado y vivido como realidad. Con la vida es-
catológica del celibato, el mundo futuro de Dios entra en las realidades de
nuestro tiempo. ¡Y esto debería desaparecer! En un cierto sentido, puede
sorprender esta crítica permanente contra el celibato, en un tiempo en el
que está cada vez más de moda no casarse. Pero este no casarse es algo to-
talmente, fundamentalmente distinto del celibato, porque el no casarse se
basa en la voluntad de vivir solo para sí mismos, de no aceptar ningún vín-
culo definitivo, de tener la vida en todo momento en una autonomía plena,
decidir en cada momento qué hacer, qué tomar de la vida; es por tanto un
"no" al vínculo, un "no" a la definitividad, un tener la vida solo para sí
mismo. Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un "sí"
definitivo, es un dejarse tomar de la mano por Dios, entregarse en las ma-
nos del Señor, en su “yo”, y es por tanto un acto de fidelidad y de confian-
za, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisa-
mente lo contrario de este "no", de esta autonomía que no quiere obligar-
se, que no quiere entrar en un vínculo; es precisamente el "sí" definitivo
que supone, confirma el "sí" definitivo del matrimonio. Y este matrimonio
es la forma bíblica, la forma natural del ser hombre y mujer, fundamento
de la gran cultura cristiana, de las grandes culturas del mundo. Y si des-
aparece esto, se destruirá también la raíz de nuestra cultura. Por ello el ce-
libato confirma el "sí" del matrimonio con su "sí" al mundo futuro, y así
queremos seguir y hacer presente este escándalo de una fe que pone toda
su existencia en Dios. Sabemos que junto a este gran escándalo, que el
mundo no quiere ver, están también los escándalos secundarios de nues-
tras insuficiencias, de nuestros pecados, que oscurecen el verdadero y gran
escándalo, y hacen pensar: “¡Pero no viven realmente fundados en Dios!”.
¡Pero hay mucha fidelidad! El celibato, precisamente las críticas lo mues-
tran, es un gran signo de la fe, de la presencia de Dios en el mundo. Ore-
mos al Señor para que nos ayude a hacernos libres de los escándalos se-
cundarios, para que se haga presente el gran escándalo de nuestra fe: ¡la
confianza, la fuerza de nuestra vida, que se funda en Dios y en Jesucristo!

Asia

Santo Padre, soy don Atsushi Yamashita y vengo desde Asia, precisamente
desde Japón. El modelo de sacerdote que Su Santidad nos ha propuesto
64
este Año, el Cura de Ars, ve en el centro de la existencia y del ministerio
la Eucaristía, la Penitencia sacramental y personal y el amor al culto,
dignamente celebrado. He visto los signos de la austera pobreza de san
Juan María Vianney y también de su pasión por las cosas preciosas para
el culto. ¿Cómo vivir estas dimensiones fundamentales de nuestra existen-
cia sacerdotal, sin caer en el clericalismo o en una alienación de la reali-
dad, que el mundo de hoy no permite?

Por tanto, la pregunta es cómo vivir la centralidad de la Eucaristía sin


perderse en una vida puramente cultual, ajenos a la vida de cada día de las
demás personas. Sabemos que el clericalismo es una tentación de los
sacerdotes en todos los siglos, también hoy; tanto más importante es en-
contrar la forma verdadera de vivir la Eucaristía, que no es cerrarse al
mundo, sino precisamente la apertura a las necesidades del mundo. Debe-
mos tener presente que en la Eucaristía se realiza este gran drama de Dios
que sale de sí mismo, deja – como dice la Carta a los Filipenses – su pro-
pia gloria, sale y desciende hasta ser uno de nosotros, y desciende hasta la
muerte en la Cruz (cfr Fil 2). La aventura del amor de Dios, que deja, se
abandona a sí mismo para estar con nosotros, esto se hace presente en la
Eucaristía, el gran acto, la gran aventura del amor de Dios y la humildad
de Dios que se dona a nosotros. En este sentido la Eucaristía debe conside-
rarse como el entrar en este camino de Dios. San Agustín dice, en el De
Civitate Dei, libro X: "Hoc est sacrificium Christianorum: multi unum
corpus in Christo", es decir: el sacrificio de los cristianos es el estar uni-
dos por el amor de Cristo en la unidad del único cuerpo de Cristo.
El sacrificio consiste precisamente en salir de nosotros, en dejarnos
atraer a la comunión del único pan, del único Cuerpo, y así entrar en la
gran aventura del amor de Dios. Así debemos intentar celebrar, vivir, me-
ditar siempre la Eucaristía, como esta escuela de liberación de mi “yo”:
entrar en el único pan, que es pan de todos, que nos une en el único Cuer-
po de Cristo. Y por tanto, la Eucaristía es, de por sí, un acto de amor, nos
obliga a esta realidad del amor por los demás: que el sacrificio de Cristo es
la comunión de todos en su Cuerpo. Y por tanto, de esta forma, debemos
aprender la Eucaristía, que es además lo contrario del clericalismo, de ce-
rrarse en sí mismos. Pensemos también en la Madre Teresa, verdadera-
mente el ejemplo más grande de este siglo, en este tiempo, de un amor que
se deja a sí mismo, que deja todo tipo de clericalismo, de alejamiento del
mundo, que va a los más marginados, a los más pobres, a las personas a
punto de morir, y que se da totalmente al amor por los pobres, por los
marginados. Pero Madre Teresa que nos dio este ejemplo, la comunidad
que sigue sus huellas suponía siempre como primera condición de una
fundación suya la presencia de un tabernáculo. Sin la presencia del amor
de Dios que se da no sería posible realizar ese apostolado, no habría sido
posible vivir en ese abandono de sí mismos; sólo insertándose en este
abandono de sí en Dios, en esta aventura de Dios, en esta humildad de
Dios, podían y pueden llevar a cabo este gran acto de amor, esta apertura a
65
todos. En este sentido, diría: vivir la Eucaristía en su sentido original, en
su verdadera profundidad, es una escuela de vida, es la protección más se-
gura contra toda forma de clericalismo.

Oceanía

Beatísimo Padre, soy don Anthony Denton y vengo desde Oceanía, desde
Australia. Esta noche aquí estamos muchísimos sacerdotes. Sin embargo,
sabemos que nuestros seminarios no están llenos y que, en el futuro, en
varios lugares del mundo nos espera una bajada, incluso brusca. ¿Qué
hacer de verdaderamente eficaz por las vocaciones? ¿Cómo proponer
nuestra vida, en lo que hay en ella de grande y de bello, a un joven de
nuestro tiempo?

Realmente usted toca de nuevo un problema grande y doloroso de


nuestro tiempo: la falta de vocaciones, a causa de la cual Iglesias locales
están en peligro de volverse áridas, porque falta la Palabra de vida, falta la
presencia del sacramento de la Eucaristía y de los demás Sacramentos.
¿Qué hacer? La tentación es grande: de tomar nosotros mismos en mano la
cuestión, de transformar el sacerdocio – el sacramento de Cristo, el ser
elegidos por Él – en una profesión normal, en un empleo que tiene sus ho-
ras, y que por lo demás uno se pertenece solo a sí mismo; y hacerlo así
como cualquier otra vocación: hacerlo accesible y fácil. Pero es una tenta-
ción, esta, que no resuelve el problema. Me hace pensar en la historia de
Saúl, el rey de Israel, que antes de la batalla contra los filisteos espera a
Samuel para el necesario sacrificio a Dios. Y cuando Samuel, en el mo-
mento esperado, no viene, él mismo realiza el sacrificio, aun no siendo
sacerdote (cfr 1Sam 13); piensa resolver así el problema, que naturalmente
no se resuelve, porque toma en mano por sí mismo lo que no puede hacer,
se hace él mismo Dios, o casi, y no puede esperarse que las cosas vayan
realmente a la manera de Dios. Así, también nosotros, si ejerciésemos solo
una profesión como las demás, renunciando a la sacralidad, a la novedad,
a la diversidad del sacramento que solo Dios da, que puede venir solo de
su vocación y no de nuestro “hacer” no resolveremos nada. Tanto más de-
bemos – como nos invita el Señor – rezar a Dios, llamar a la puerta, al co-
razón de Dios, para que nos de vocaciones; rezar con gran insistencia, con
gran determinación, con gran convicción también, para que Dios no se
cierre ante una oración insistente, permanente, confiada, aunque deje ha-
cer, esperar, como a Saúl, más allá de los tiempos que nosotros hemos pre-
visto. Este me parece el primer punto: animar a los fieles a tener esta hu-
mildad, esta confianza, este valor de rezar con insistencia por las vocacio-
nes, de llamar al corazón de Dios para que nos de sacerdotes.
Además de esto diría quizás tres puntos. El primero: cada uno de noso-
tros debería hacer lo posible para vivir su propio sacerdocio de tal manera

66
que resultase convincente, de tal manera que los jóvenes puedan decir:
esta es una verdadera vocación, así se puede vivir, así se hace algo esen-
cial para el mundo. Creo que ninguno de nosotros habría llegado a ser
sacerdote si no hubiese conocido sacerdotes convincentes en los que ardía
el fuego del amor de Cristo. Por tanto, este es el primer punto: intentemos
ser nosotros mismos sacerdotes convincentes. El segundo punto es que de-
bemos invitar, como ya he dicho, a la iniciativa de la oración, a tener esta
humildad, esta confianza de hablar con Dios con fuerza, con decisión. El
tercer punto: tener el valor de hablar con los jóvenes si pueden pensar que
Dios les llama, porque a menudo una palabra humana es necesaria para
abrir la escucha de la vocación divina; hablar con los jóvenes y sobre todo
ayudarles a encontrar un contexto vital en el que puedan vivir. El mundo
de hoy es tal que casi parece excluida la maduración de una vocación
sacerdotal; los jóvenes necesitan ambientes en los que se viva la fe, en los
que aparezca la belleza de la fe, en los que aparezca que éste es un modelo
de vida, “el” modelo de vida, y por tanto ayudarles a encontrar movimien-
tos, o la parroquia – la comunidad en parroquia – u otros contextos en los
que realmente estén rodeados por la fe, por el amor de Dios, y puedan es-
tar abiertos para que la vocación de Dios llegue y les ayude. Por lo demás,
damos gracias a Dios por todos los seminaristas de nuestro tiempo, por los
jóvenes sacerdotes, y oramos. ¡El Señor nos ayudará! ¡Gracias a todos vo-
sotros!

EL SACERDOCIO ANCLADO EN EL CORAZÓN DE JESÚS


20100611. Homilía. Clausura Año Sacerdotal
El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muer-
te del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros
días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para com-
prender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El
sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos
que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas fun-
ciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede
hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolu-
ción de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de
nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de
acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, pala-
bras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su San-
gre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el
mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple
«oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limita-
ciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su
favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres huma-
nos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres
capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es real-
mente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que
67
Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hom-
bres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos
querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría
de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él
se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día.
Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación,
esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios
está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar
de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajado-
res para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una
llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso
mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo»
no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido ver-
lo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha
ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del
sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el
abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud
de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También no-
sotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas,
mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que seme-
jante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio
sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posi-
ble para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompa-
ñar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y
los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el
Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos
personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se
trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don
de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a
través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así,
consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que
nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el
gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de
responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra hu-
mildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada
en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y
ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia
echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al
morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está
abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón
de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón
de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así
nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de
su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el
68
criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre ancla-
do en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy,
sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de
Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se
compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero,
por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra,
respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida.
El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22]
– «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorreve-
lación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia
vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se
expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida de nosotros.
La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo
mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11).
Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha
dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno
se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano,
para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo
que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un
Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a
otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuer-
do con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peli-
gro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de
Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración.
Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios,
sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él.
Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se de-
sarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es
sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se
preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la
cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se
siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere
y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me co-
noce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me
conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra
del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería
proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en
nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa:
Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la his-
toria, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdo-
tes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hom-
bres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta
atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el
sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ove-
jas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura,
nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número tele-
69
fónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del
otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de
parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos
en la vía de la amistad de Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el
honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, por-
que tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El
pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los prece-
de y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza
en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona.
¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la
falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plan-
tearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay
alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra
mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque
estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros.
Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vi-
vir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que
nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha
sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, por-
que ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo
119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no anda-
mos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, có-
mo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y
un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos
que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indi-
ca. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros
como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a
Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como
sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mos-
trado el camino justo de la vida.
Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la
cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos lle-
vará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede
acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura
de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me
acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el salmo 139 (138). Sí, tú es-
tás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede
decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablan-
do de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de
las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana
debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí.
Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que
todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a
nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en

70
esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles
tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra
las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que
buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a
atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio
de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la
vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra
las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso
de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de
amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal.
Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiver-
sación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autó-
nomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no
dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara conti-
nuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a
los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que
se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor.
En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta
de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mis-
mo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo
con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza
ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en
estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la
Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimen-
to, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta últi-
ma al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar
invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo
no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en
memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de
Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles
el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo
el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acom-
pañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos
hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san
Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados
con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn
19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se con-
vierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacra-
mentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaris-
tía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuen-
te viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón
abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan cierta-
mente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del
71
nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús
mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que bro-
ta un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaris-
tía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embar-
go, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del
evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí
que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de
agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva
de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuen-
te, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los san-
tos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha con-
vertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano
y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que
comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo
sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; por-
que en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz
que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también noso-
tros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te
agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y ben-
dice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando.
Amén.

72
II
HOMILÍAS CON OCASIÓN DE
LA MISA CRISMAL

73
74
EL MISTERIO DEL SACERDOCIO EN LA IGLESIA
20060413. Homilía. Misa crismal
 El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la
tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de
todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de
su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de
que, ante todo, Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por
este don, llegamos a ser suyos: la creación vuelve al Creador. Del mismo
modo también el sacerdocio se ha transformado en algo nuevo: ya no es
cuestión de descendencia, sino que es encontrarse en el misterio de Jesu-
cristo.
Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él
puede decir: “Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre”. El misterio del
sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos
miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su “yo”: in per-
sona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de noso-
tros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento
nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves
santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso,
necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en
que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.
Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales
se nos donó el Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la im-
posición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, dicién-
dome: “Tú me perteneces”. Pero con ese gesto también me dijo: “Tú estás
bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi cora-
zón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te
encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de
mis manos y dame las tuyas”.
Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el
óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisa-
mente las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es
el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de “dominarlo”. El Se-
ñor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el
mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos
para tomar las cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar po-
sesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio
de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expre-
sión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo lleva a
los hombres.
Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y,
por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo, entonces las
manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la creati-
75
vidad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos ne-
cesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo
de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de
lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo
en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que
es mayor que él.
Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el
Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre
y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo
una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta,
que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el
mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su dis-
posición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos
guíe.
En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del
obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacra-
mental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como su-
cedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Se-
ñor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos
con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era real-
mente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la
misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos
hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea
y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer
dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc
5, 8).
Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia
sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me
abandones a mí”. Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros
nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las
aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sos-
tenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor,
¡sálvame!” (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atra-
vesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados?
Pero entonces miramos hacia él... y él nos aferró la mano y nos dio un
nuevo “peso específico”: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa
hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene.
Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.
Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos
pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al ser-
vicio del amor que es más fuerte que el odio.
La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a
aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano
y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia
pone en nuestros labios antes de la Comunión: “Jamás permitas que me
separe de ti”. Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo,
76
con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos
que él no suelte nunca nuestra mano...
El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó
con las palabras: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído
a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos,
sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del
sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos en-
comienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in per-
sona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en
nuestras manos.
Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fon-
do, manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega
del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el
que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello for-
ma parte también el poder de absolver: nos hace participar también en su
conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y
pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo
del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debe-
mos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de
pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús
debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses
(cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente
intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y
por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de
un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando
con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagra-
da Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a
encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y re-
flexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar.
La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar
de la oración y llevar a la oración.
Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante
noches enteras- se retiraba “al monte” para orar a solas. También nosotros
necesitamos retirarnos a ese “monte”, el monte interior que debemos esca-
lar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así po-
demos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a
Cristo y su Evangelio a los hombres.
El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exte-
rior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de
una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a
esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténtica-
mente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El
mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su ac-
tividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la
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oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tie-
rra árida.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser
amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona
Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro
la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por
tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignoran-
cia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él
y por él.
La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los su-
yos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo ente-
ro, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por
su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra
viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las épocas, la
Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma
en un libro del pasado. En el presente sólo es elocuente donde está la “Pre-
sencia”, donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo
de su Iglesia.
Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada
vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no
de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo
carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó
en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y
nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro minis-
terio sacerdotal puede dar fruto.
Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santo-
ro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda
mientras oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espiri-
tuales. Son las siguientes: “Estoy aquí para vivir entre esta gente y permi-
tir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de sal-
vación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del
mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia car-
ne hasta el fondo, como hizo Jesús”.
Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de
este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.

SER SACERDOTE ES REVESTIRSE DE CRISTO


20070405. Homilía. Misa crismal
El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un
rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios
para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. En-
tonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de
los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban
para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía
Dios. “Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos
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intercambiarnos nuestros vestidos”. Con cierto recelo, pero impulsado por
la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y entre-
gó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese
pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: “Esto es lo que
hace Dios”.
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renun-
ció a su esplendor divino: “Se despojó de su rango, y tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cual-
quiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte” (Flp 2, 6 ss). Como
dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado
intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos re-
cibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.
San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícita-
mente la imagen del vestido: “Todos los bautizados en Cristo os habéis re-
vestido de Cristo” (Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede en el
bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no son
algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con él,
que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. “Ya no
soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí”: así describe san
Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2, 20) el acontecimiento de su bautismo.
Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hom-
bre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el
miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado
sus “vestidos”. Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple “he-
cho” del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en
la carta a los Efesios como un compromiso permanente: “Debéis despoja-
ros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y revestiros
del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la ver-
dad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su
prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pe-
quéis” (Ef 4, 22-26).
Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insis-
tencia en la ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautis-
mo se produce un “intercambio de vestidos”, un intercambio de destinos,
una nueva comunión existencial con Cristo, así también en el sacerdocio
se da un intercambio: en la administración de los sacramentos el sacerdote
actúa y habla ya “in persona Christi”.
En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no
habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de
Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que
significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro “Ad-
sum” —”Presente”— durante la consagración sacerdotal: estoy aquí, pre-
sente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de
Aquel “que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí”
(2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con

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su entrega “por todos”: estando a su disposición podemos entregarnos de
verdad “por todos”.
In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Igle-
sia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los
“vestidos nuevos” al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese
gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la ta-
rea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se en-
tregó a nosotros. Este acontecimiento, el “revestirnos de Cristo”, se renue-
va continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos
litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más
que un hecho externo; implica renovar el “sí” de nuestra misión, el “ya no
soy yo” del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da
y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos
debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que
estamos allí “en la persona de Otro”. Los ornamentos sacerdotales, tal
como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expre-
sión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos herma-
nos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdo-
tal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamen-
te lo que significa “revestirse de Cristo”, hablar y actuar in persona Christi.
En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se reza-
ban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elemen-
tos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y
todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la ca-
beza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los
sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la
santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupacio-
nes y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse
atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera
secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a
la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro
pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la ora-
ción. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en
medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correc-
to de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar,
atraigo también a la gente hacia la comunión con él.
Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la
misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródi-
go al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar
la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta
de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo
él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de
estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, se-
gún las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos
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eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que
habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo
habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no
queda blanco como la luz. La respuesta es: la “sangre del Cordero” es el
amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vesti-
dos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a
pesar de todas nuestras tinieblas, nos  transforma a nosotros mismos en
“luz en el Señor”. Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió
también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis peca-
dos, puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado
en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos
considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del ban-
quete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a
este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio dis-
tingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san
Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del ban-
quete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos
transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en
la liturgia y en la vida de la Iglesia.
En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala lle-
na para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un
huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas.
Entonces san Gregorio se pregunta: “pero, ¿qué clase de vestido le falta-
ba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nue-
vo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Enton-
ces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?”.
El Papa responde: “El vestido del amor”. Y, por desgracia, entre sus
huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del
nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido co-
lor púrpura del amor a Dios y al prójimo. “¿En qué condición queremos
entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto
el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?”.
En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas ex-
teriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera in-
terna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntar-
nos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje
toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de
autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para
que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.
Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional
cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del
Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Je-
sús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es “manso y
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humilde de corazón” (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante
todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él
debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios
que se manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios
quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmove-
dora, de su respuesta es: “Dios quería darse cuenta de lo que significa para
nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento,
esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer di-
rectamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos
exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según
su sufrimiento” (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).
A veces quisiéramos decir a Jesús: “Señor, para mí tu yugo no es lige-
ro; más aún, es muy pesado en este mundo”. Pero luego, mirándolo a él
que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el
dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo con-
siste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más ama-
mos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez
más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.

ESENCIA DEL SACERDOCIO: PRESENCIA Y SERVICIO


20080320. Homilía. Misa crismal
Cada año la misa Crismal nos exhorta a volver a dar un «sí» a la llama-
da de Dios que pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal.
«Adsum», «Heme aquí», dijimos, como respondió Isaías cuando escuchó
la voz de Dios que le preguntaba: «¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte
nuestra?» (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las manos del obispo,
nos impuso sus manos y nos consagramos a su misión. Sucesivamente he-
mos recorrido caminos diversos en el ámbito de su llamada. ¿Podemos
afirmar siempre lo que escribió san Pablo a los Corintios después de años
de arduo servicio al Evangelio marcado por sufrimientos de todo tipo:
«No disminuye nuestro celo en el ministerio que, por misericordia de
Dios, nos ha sido encomendado»? (cf. 2Co 4, 1). «No disminuye nuestro
celo». Pidamos hoy que se mantenga siempre encendido, que se alimente
continuamente con la llama viva del Evangelio.
Al mismo tiempo, el Jueves santo nos brinda la ocasión de preguntar-
nos de nuevo: ¿A qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote de Jesu-
cristo»? El Canon II de nuestro Misal, que probablemente fue redactado
en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del ministerio sacerdo-
tal con las palabras que usa el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18, 5. 7)
para describir la esencia del sacerdocio del Antiguo Testamento: astare
coram te et tibi ministrare.
Por tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio
sacerdotal: en primer lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro del
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Deuteronomio esa afirmación se debe entender en el contexto de la dispo-
sición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún lote de te-
rreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban
a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida diaria. Su
profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él.
La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la pre-
sencia de Dios y también un ministerio en representación de los demás.
Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que vivía tam-
bién el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía vivir
con la mirada dirigida a él.
Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa inmediata-
mente después de la consagración de los dones, tras la entrada del Señor
en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso indica que el
Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como centro de la vida
sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión va más allá.
En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma intro-
duce el Oficio de lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes re-
zaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por los hombres
—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el imperativo «arctius
perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más intenso». En la
tradición del monacato sirio, los monjes se definían como «los que están
de pie». Estar de pie equivalía a vigilancia.
Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón pode-
mos verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como inter-
pretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote tiene la
misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas amenazadoras del
mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe estar de pie fren-
te a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De pie en el compromi-
so por el bien.
Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más
profundo, hacerse cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se
hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser hacerse cargo de él,
de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe estar
de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como re-
fieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían «contentos por haber
sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch
5, 41).
Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II
toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El
sacerdote debe ser una persona recta, vigilante; una persona que está de
pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del Antiguo Testa-
mento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdo-
tes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por la Ley.
Pero realizar las acciones del rito se consideraba como servicio, como un
encargo de servicio. Así se explica con qué espíritu se debían llevar a cabo
esas acciones.
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Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta
ese significado litúrgico del término, de acuerdo con la novedad del culto
cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de
la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los hom-
bres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta la
muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este
servicio.
Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del
servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los
sacramentos en general, realizada con participación interior. Debemos
aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda su esen-
cia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que llegue a ser el
alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así, celebraremos del modo de-
bido y será una realidad el ars celebrandi, el arte de celebrar.
En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una tarea
central del sacerdote, eso significa también que la oración debe ser una
realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar continuamente y cada
vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todos los
tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es siem-
pre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios, amarla y
vivirla. Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al
Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también aprender a
conocer al Señor en su palabra y darlo a conocer a todas aquellas personas
que él nos encomienda.
Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está tan
cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más
privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere
familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo
sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros
en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas
las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente reali-
dad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros.
Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indife-
rencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nues-
tra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así
en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa
también obediencia. El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga mi
voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas palabras, Jesús, en el huerto
de los Olivos, resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebe-
lión del corazón caído.
El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su
voluntad y no la de Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de que-
rer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de consi-
derar que sólo así seremos libres, que sólo gracias a esa libertad sin límites
el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así nos pone-
mos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos compartir nues-
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tra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con
ellos. Esta libertad compartida sólo puede ser libertad verdadera si con ella
entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos
en la voluntad de Dios.
Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser
que no vive por sí mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta
en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él
y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Sólo anunciamos
correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su Cuerpo. Nuestra
obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con
ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pe-
dro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar a
donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es
precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados, que puede ir
contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza
del amor de Dios.
«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo Sacer-
dote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes inimagi-
nable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en el Siervo
de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había previsto. Quiso ser
el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso representar
el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el gesto del amor hasta el extre-
mo, lava nuestros pies sucios; con la humildad de su servir nos purifica de
la enfermedad de nuestra soberbia. Así nos permite convertirnos en co-
mensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera elevación del hombre se rea-
liza ahora en nuestro subir con él y hacia él. Su elevación es la cruz. Es el
abajamiento más profundo y, como amor llevado hasta el extremo, es a la
vez el culmen de la elevación, la verdadera «elevación» del hombre.
«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de Sier-
vo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de la ele-
vación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los múltiples mo-
dos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en este día, el don
de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada:
«Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.

SANTIFÍCALOS EN LA VERDAD. YO ME CONSAGRO


20090409. Homilía. Misa crismal
En el Cenáculo, la tarde antes de su pasión, el Señor oró por sus discí-
pulos reunidos en torno a Él, pero con la vista puesta al mismo tiempo en
la comunidad de los discípulos de todos los siglos, «los que crean en mí
por la palabra de ellos» (Jn 17,20). En la plegaria por los discípulos de to-
dos los tiempos, Él nos ha visto también a nosotros y ha rezado por noso-
tros. Escuchemos lo que pide para los Doce y para los que estamos aquí
reunidos: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me en-
viaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consa-
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gro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (17,17ss). El
Señor pide nuestra santificación, nuestra consagración en la verdad. Y nos
envía para continuar su misma misión. Pero hay en esta súplica una pala-
bra que nos llama la atención, que nos parece poco comprensible. Dice Je-
sús: «Por ellos me consagro yo». ¿Qué quiere decir? ¿Acaso Jesús no es
de por sí «el Santo de Dios», como confesó Pedro en la hora decisiva en
Cafarnaún (cf. Jn 6,69)? ¿Cómo puede ahora consagrarse, es decir, santifi-
carse a sí mismo?
Para entender esto, hemos de aclarar antes de nada lo que quieren decir
en la Biblia las palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con el término
«santo» se describe en primer lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo
de ser del todo singular, divino, que corresponde sólo a Él. Sólo Él es el
auténtico y verdadero Santo en el sentido originario. Cualquier otra santi-
dad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la Luz purísi-
ma, la Verdad y el Bien sin mancha. Por tanto, consagrar algo o alguno
significa dar en propiedad a Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo
que es nuestro e introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenez-
ca a lo nuestro, sino enteramente a Dios. Consagración es, pues, un sacar
del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o la persona ya no nos per-
tenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa en Dios. Un privar-
se así de algo para entregarlo a Dios, lo llamamos también sacrificio: ya
no será propiedad mía, sino suya. En el Antiguo Testamento, la entrega de
una persona a Dios, es decir, su «santificación», se identifica con la Orde-
nación sacerdotal y, de este modo, se define también en qué consiste el
sacerdocio: es un paso de propiedad, un ser sacado del mundo y entregado
a Dios. Con ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman parte
del proceso de la santificación/consagración. Es un salir del contexto de la
vida mundana, un «ser puestos a parte» para Dios. Pero precisamente por
eso no es una segregación. Ser entregados a Dios significa más bien ser
puestos para representar a los otros. El sacerdote es sustraído a los lazos
mundanos y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, debe
quedar disponible para los otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me
consagro», Él se hace a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann
tiene razón traduciendo la afirmación «Yo me consagro» por «Yo me sa-
crifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede cuando Jesús dice: «Por
ellos me consagro yo»? Éste es el acto sacerdotal en el que Jesús —el
hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios— se entrega al Pa-
dre por nosotros. Es la expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote
y víctima. Me consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos per-
mite asomarnos a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y
otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el misterio de
nuestra redención. Y ella contiene también el origen del sacerdocio de la
Iglesia, de nuestro sacerdocio.
Sólo ahora podemos comprender a fondo la súplica que el Señor ha
presentado al Padre por los discípulos, por nosotros. «Conságralos en la
verdad»: ésta es la inserción de los apóstoles en el sacerdocio de Jesucris-
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to, la institución de su sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de
todos los tiempos. «Conságralos en la verdad»: ésta es la verdadera ora-
ción de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios mismo
los atraiga hacia sí, al seno de su santidad. Pide que los sustraiga de sí
mismos y los tome como propiedad suya, para que, desde Él, puedan desa-
rrollar el servicio sacerdotal para el mundo. Esta oración de Jesús aparece
dos veces en forma ligeramente modificada. En ambos casos debemos es-
cuchar con mucha atención para empezar a entender, al menos vagamente,
la sublime realidad que se está operando aquí. «Conságralos en la ver-
dad». Y Jesús añade: «Tu palabra es verdad». Por tanto, los discípulos son
sumidos en lo íntimo de Dios mediante su inmersión en la palabra de
Dios. La palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el
poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo es-
tán las cosas en nuestra vida? ¿Estamos realmente impregnados por la pa-
labra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo
que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdade-
ramente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra has-
ta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma
nuestro pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se
amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con
frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros
pasos? ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de
todo lo que frecuentemente se impone al hombre de hoy? ¿Nos dejamos
realmente purificar en nuestro interior por la palabra de Dios? Nietzsche
se ha burlado de la humildad y la obediencia como virtudes serviles, por
las cuales se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha puesto el or-
gullo y la libertad absoluta del hombre. Ahora bien, hay caricaturas de una
humildad equivocada y una falsa sumisión que no queremos imitar. Pero
existe también la soberbia destructiva y la presunción, que disgregan toda
comunidad y acaban en la violencia. ¿Sabemos aprender de Cristo la recta
humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia
que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios? «Santifícalos en la ver-
dad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la incorporación en el sacerdo-
cio ilumina nuestra vida y nos llama a ser siempre nuevamente discípulos
de esa verdad que se desvela en la palabra de Dios.
En la interpretación de esta frase podemos dar un paso más todavía.
¿Acaso no ha dicho Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cf. Jn 14,6)?
¿Y acaso no es Él mismo la Palabra viva de Dios, a la que se refieren to-
das las otras palabras? Conságralos en la verdad, quiere decir, pues, en lo
más hondo: hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos
dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la
Nueva Alianza, Jesucristo mismo. Por tanto, el sacerdocio de los discípu-
los sólo puede ser participación en el sacerdocio de Jesús. Así, pues, nues-
tro ser sacerdotes no es más que un nuevo y radical modo de unión con
Cristo. Ésta se nos ha dado sustancialmente para siempre en el Sacramen-
to. Pero este nuevo sello del ser puede convertirse para nosotros en un jui-
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cio de condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del
Sacramento. A este propósito, las promesas que hoy renovamos dicen que
nuestra voluntad ha de ser orientada así: «Domino Iesu arctius coniungi et
conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». Unirse a Cristo supone la re-
nuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra vo-
luntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandona-
mos a Él, donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. San
Pablo decía a este respecto: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive
en mí» (Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal hemos hecho
esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos, a la «autorrealiza-
ción». Pero hace falta cumplir día tras día este gran «sí» en los muchos pe-
queños «sí» y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos,
que en su conjunto constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin
amargura y autocompasión si Cristo es verdaderamente el centro de nues-
tra vida. Si entramos en una verdadera familiaridad con Él. En efecto, en-
tonces experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer mo-
mento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos
los pequeños, y a veces también grandes signos de su amor, que continua-
mente nos da. «Quien se pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesga-
mos a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos lo ver-
dadera que es su palabra.
Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte
de la oración en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y también
aprendemos a conocerlo: en su modo de ser, pensar, actuar. Orar es un ca-
minar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida
cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y alegrías: es un
sencillo presentarnos a nosotros mismos delante de Él. Pero para que eso
no se convierta en una autocontemplación, es importante aprender conti-
nuamente a orar rezando con la Iglesia. Celebrarla Eucaristía quiere decir
orar. Celebramos correctamente la Eucaristía cuando entramos con nues-
tro pensamiento y nuestro ser en las palabras que la Iglesia nos propone.
En ellas está presente la oración de todas las generaciones, que nos llevan
consigo por el camino hacia el Señor. Y, como sacerdotes, en la celebra-
ción eucarística somos aquellos que, con su oración, abren paso a la plega-
ria de los fieles de hoy. Si estamos unidos interiormente a las palabras de
la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, también los fieles
tienen al alcance esas palabras. Y, entonces, todos nos hacemos realmente
«un cuerpo solo y una sola alma» con Cristo.
Estar inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios, también sig-
nifica para nosotros aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponer-
se tanto en las cosas grandes como en las pequeñas a la mentira que hay
en el mundo en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad,
para que su alegría más profunda esté presente en nosotros. Cuando habla-
mos del ser consagrados en la verdad, tampoco hemos de olvidar que, en
Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa. Estar inmersos en Él signi-
fica afondar en su bondad, en el amor verdadero. El amor verdadero no
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cuesta poco, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal,
para llevar el verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno con Cristo,
aprendemos a reconocerlo precisamente en los que sufren, en los pobres,
en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos en personas que
sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en ellos encuentran a
Él mismo.
«Conságralos en la verdad». Ésta es la primera parte de aquel dicho de
Jesús. Pero luego añade: «Y por ellos me consagro yo, para que también
se consagren ellos en la verdad» (Jn 17,19), es decir, verdaderamente.
Pienso que esta segunda parte tiene un propio significado específico. En
las religiones del mundo hay múltiples modos rituales de «santificación»,
de consagración de una persona humana. Pero todos estos ritos pueden
quedarse en simples formalidades. Cristo pide para los discípulos la verda-
dera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; que no se quede
en una forma ritual, sino que sea un verdadero convertirse en propiedad
del mismo Dios. También podríamos decir: Cristo ha pedido para nosotros
el Sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser. Pero también
ha rogado para que esta transformación en nosotros, día tras día, se haga
vida; para que en lo ordinario, en lo concreto de cada día, estemos verda-
deramente inundados de  la luz de Dios.
La víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada
Escritura porque todavía quería recibir una palabra del Señor para aquel
día y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se detuvieron en este pasa-
je: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad». Entonces me dí cuen-
ta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo mismo me
ocurrirá mañana. No somos consagrados en último término por ritos, aun-
que haya necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge el  Señor es Él
mismo, la Verdad en persona. La Ordenación sacerdotal significa ser in-
jertados en Él, en la Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él y, por tan-
to, a los otros, «para que venga su Reino». Queridos amigos, en esta hora
de la renovación de las promesas queremos pedir al Señor que nos haga
hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Roguémosle que
nos atraiga cada vez más dentro de sí, para que nos convirtamos verdade-
ramente en sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén.

EL ACEITE DE LA MISERICORDIA Y DEL JÚBILO


20100401. Homilía. Misa crismal
El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa,
en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino
que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar,
nos mira y nos conduce hacia él. Pero hay algo todavía más singular: Dios
nos toca por medio de realidades materiales, a través de dones de la crea-
ción, que él toma a su servicio, convirtiéndolos en instrumentos del en-
cuentro entre nosotros y él mismo. Los elementos de la creación, con los
cuales se construye el cosmos de los sacramentos, son cuatro: el agua, el
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pan de trigo, el vino y el aceite de oliva. El agua, como elemento básico y
condición fundamental de toda vida, es el signo esencial del acto por el
que nos convertimos en cristianos en el bautismo, del nacimiento a una
vida nueva. Mientras que el agua, por lo general, es el elemento vital, y re-
presenta el acceso común de todos al nuevo nacimiento como cristianos,
los otros tres elementos pertenecen a la cultura del ambiente mediterráneo.
Nos remiten así al ambiente histórico concreto en el que el cristianismo se
desarrolló. Dios ha actuado en un lugar muy determinado de la tierra, ver-
daderamente ha hecho historia con los hombres. Estos tres elementos son,
por una parte, dones de la creación pero, por otra, están relacionados tam-
bién con lugares de la historia de Dios con nosotros. Son una síntesis entre
creación e historia: dones de Dios que nos unen siempre con aquellos lu-
gares del mundo en los que Dios ha querido actuar con nosotros en el
tiempo de la historia, y hacerse uno de nosotros.
En estos tres elementos hay una nueva gradación. El pan remite a la
vida cotidiana. Es el don fundamental de la vida diaria. El vino evoca la
fiesta, la exquisitez de la creación y, al mismo tiempo, con el que se puede
expresar de modo particular la alegría de los redimidos. El aceite de oliva
tiene un amplio significado. Es alimento, medicina, embellece, prepara
para la lucha y da vigor. Los reyes y sacerdotes son ungidos con óleo, que
es signo de dignidad y responsabilidad, y también de la fuerza que proce-
de de Dios. El misterio del aceite está presente en nuestro nombre de
“cristianos”. En efecto, la palabra “cristianos”, con la que se designaba a
los discípulos de Cristo ya desde el comienzo de la Iglesia que procedía
del paganismo, viene de la palabra “Cristo” (cf. Hch 11,20-21), que es la
traducción griega de la palabra “Mesías”, que significa “Ungido”. Ser cris-
tiano quiere decir proceder de Cristo, pertenecer a Cristo, al Ungido de
Dios, a Aquel al que Dios ha dado la realeza y el sacerdocio. Significa
pertenecer a Aquel que Dios mismo ha ungido, pero no con aceite mate-
rial, sino con Aquel al que el óleo representa: con su Santo Espíritu. El
aceite de oliva es de un modo completamente singular símbolo de cómo el
Hombre Jesús está totalmente colmado del Espíritu Santo.
En la Misa crismal del Jueves Santo los óleos santos están en el centro
de la acción litúrgica. Son consagrados por el Obispo en la catedral para
todo el año. Así, expresan también la unidad de la Iglesia, garantizada por
el Episcopado, y remiten a Cristo, el verdadero «pastor y guardián de
nuestras almas», como lo llama san Pedro (cf. 1 P 2,25). Al mismo tiem-
po, dan unidad a todo el año litúrgico, anclado en el misterio del Jueves
santo. Por último, evocan el Huerto de los Olivos, en el que Jesús aceptó
interiormente su pasión. El Huerto de los Olivos es también el lugar desde
el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la redención: Dios no
ha dejando a Jesús en la muerte. Jesús vive para siempre junto al Padre y,
precisamente por esto, es omnipresente, y está siempre junto a nosotros.
Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre “activo” también
en el óleo sacramental de la Iglesia. En cuatro sacramentos, el óleo es sig-
no de la bondad de Dios que llega a nosotros: en el bautismo, en la confir-
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mación como sacramento del Espíritu Santo, en los diversos grados del sa-
cramento del orden y, finalmente, en la unción de los enfermos, en la que
el óleo se ofrece, por decirlo así, como medicina de Dios, como la medici-
na que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y
consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite
a la curación definitiva, la resurrección (cf. St 5,14). De este modo, el
óleo, en sus diversas formas, nos acompaña durante toda la vida: comen-
zando por el catecumenado y el bautismo hasta el momento en el que nos
preparamos para el encuentro con Dios Juez y Salvador. Por último, la
Misa crismal, en la que el signo sacramental del óleo se nos presenta como
lenguaje de la creación de Dios, se dirige, de modo particular, a nosotros
los sacerdotes: nos habla de Cristo, que Dios ha ungido Rey y Sacerdote,
de Aquel que nos hace partícipes de su sacerdocio, de su “unción”, en
nuestra ordenación sacerdotal.
Quisiera brevemente explicar el misterio de este signo santo en su refe-
rencia esencial a la vocación sacerdotal. Ya desde la antigüedad, en la eti-
mología popular se ha unido la palabra griega “elaion”, aceite, con la pala-
bra “eleos”, misericordia. De hecho, en varios sacramentos, el óleo consa-
grado es siempre signo de la misericordia de Dios. Por tanto, la unción
para el sacerdocio significa también el encargo de llevar la misericordia de
Dios a los hombres. En la lámpara de nuestra vida nunca debería faltar el
óleo de la misericordia. Obtengámoslo oportunamente del Señor, en el en-
cuentro con su Palabra, al recibir los sacramentos, permaneciendo junto a
él en oración.
Mediante la historia de la paloma con el ramo de olivo, que anunciaba
el fin del diluvio y, con ello, el restablecimiento de la paz de Dios con los
hombres, no sólo la paloma, sino también el ramo de olivo y el aceite mis-
mo, se transformaron en símbolo de la paz. Los cristianos de los primeros
siglos solían adornar las tumbas de sus difuntos con la corona de la victo-
ria y el ramo de olivo, símbolo de la paz. Sabían que Cristo había vencido
a la muerte y que sus difuntos descansaban en la paz de Cristo. Ellos mis-
mos estaban seguros de que Cristo, que les había prometido la paz que el
mundo no era capaz de ofrecerles, estaba esperándoles. Recordaban que la
primera palabra del Resucitado a los suyos había sido: «Paz a vosotros»
(Jn 20,19). Él mismo lleva, por así decir, el ramo de olivo, introduce su
paz en el mundo. Anuncia la bondad salvadora de Dios. Él es nuestra paz.
Los cristianos deberían ser, pues, personas de paz, personas que reconocen
y viven el misterio de la cruz como misterio de reconciliación. Cristo no
triunfa por medio de la espada, sino por medio de la cruz. Vence superan-
do el odio. Vence mediante la fuerza más grande de su amor. La cruz de
Cristo expresa su “no” a la violencia. Y, de este modo, es el signo de la
victoria de Dios, que anuncia el camino nuevo de Jesús. El sufriente ha
sido más fuerte que los poderosos. Con su autodonación en la cruz, Cristo
ha vencido la violencia. Como sacerdotes estamos llamados a ser, en la
comunión con Jesucristo, hombres de paz, estamos llamados a oponernos
a la violencia y a fiarnos del poder más grande del amor.
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Al simbolismo del aceite pertenece también el que fortalece para la lu-
cha. Esto no contradice el tema de la paz, sino que es parte de él. La lucha
de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia, sino en el
hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir por el bien,
por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respe-
tan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que rechazan
lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusti-
cia. La lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia:
rechazando la participación en el culto idolátrico, en la adoración del em-
perador, no aceptaban doblegarse a la falsedad, a adorar personas humanas
y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas sus consecuencias han real-
zado el poder del derecho y la verdad. Así sirvieron a la paz auténtica.
También hoy es importante que los cristianos cumplan el derecho, que es
el fundamento de la paz. También hoy es importante para los cristianos no
aceptar una injusticia, aunque sea retenida como derecho, por ejemplo,
cuando se trata del asesinato de niños inocentes aún no nacidos. Así servi-
mos precisamente a la paz y así nos encontramos siguiendo las huellas de
Jesús, del que san Pedro dice: «Cuando lo insultaban, no devolvía el insul-
to; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del
que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para
que, muertos al pecado, vivamos para la justicia» (1 P 2,23s.).
Los Padres de la Iglesia estaban fascinados por unas palabras del sal-
mo 45 [44], según la tradición el salmo nupcial de Salomón, que los cris-
tianos releían como el salmo de bodas de Jesucristo, el nuevo Salomón,
con su Iglesia. En él se dice al Rey, Cristo: «Has amado la justicia y odia-
do la impiedad: por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros» (v.8). ¿Qué es el aceite de júbilo con el que
fue ungido el verdadero Rey, Cristo? Los Padres no tenían ninguna duda
al respecto: el aceite de júbilo es el mismo Espíritu Santo, que fue derra-
mado sobre Jesucristo. El Espíritu Santo es el júbilo que procede de Dios.
Cristo derrama este júbilo sobre nosotros en su Evangelio, en la buena no-
ticia de que Dios nos conoce, de que él es bueno y de que su bondad es
más poderosa que todos los poderes; de que somos queridos y amados por
Dios. La alegría es fruto del amor. El aceite de júbilo, que ha sido derra-
mado sobre Cristo y por él llega a nosotros, es el Espíritu Santo, el don del
Amor que nos da la alegría de vivir. Ya que conocemos a Cristo y, en
Cristo, al Dios verdadero, sabemos que es algo bueno ser hombre. Es algo
bueno vivir, porque somos amados. Porque la verdad misma es buena.
En la Iglesia antigua, el aceite consagrado fue considerado de modo
particular como signo de la presencia del Espíritu Santo, que se nos comu-
nica por medio de Cristo. Él es el aceite de júbilo. Este júbilo es distinto
de la diversión o de la alegría exterior que la sociedad moderna anhela. La
diversión, en su justa medida, es ciertamente buena y agradable. Es algo
bueno poder reír. Pero la diversión no lo es todo. Es sólo una pequeña par-
te de nuestra vida, y cuando quiere ser el todo se convierte en una máscara
tras la que se esconde la desesperación o, al menos, la duda de que la vida
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sea auténticamente buena, o de si tal vez no habría sido mejor no haber
existido. El gozo que Cristo nos da es distinto. Es un gozo que nos propor-
ciona alegría, sí, pero que sin duda puede ir unido al sufrimiento. Nos da
la capacidad de sufrir y, sin embargo, de permanecer interiormente gozo-
sos en el sufrimiento. Nos da la capacidad de compartir el sufrimiento
ajeno, haciendo así perceptible, en la mutua disponibilidad, la luz y la
bondad de Dios. Siempre me hace reflexionar el episodio de los Hechos
de los Apóstoles, en el que los Apóstoles, después de que el sanedrín los
había mandado flagelar, salieron «contentos de haber merecido aquel ul-
traje por el nombre de Jesús» (Hch 5,41). Quien ama está siempre dispues-
to a sufrir por el amado y a causa de su amor y, precisamente así, experi-
menta una alegría más profunda. La alegría de los mártires era más grande
que los tormentos que les infligían. Este gozo, al final, ha vencido y ha
abierto a Cristo las puertas de la historia. Como sacerdotes, como dice San
Pablo, «contribuimos a vuestro gozo» (2 Co 1,24). En el fruto del olivo,
en el óleo consagrado, nos alcanza la bondad del Creador, el amor del Re-
dentor. Pidamos que su júbilo nos invada cada vez más profundamente y
que seamos capaces de llevarlo nuevamente a un mundo que necesita ur-
gentemente el gozo que nace de la verdad. Amén.

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94
III
DIÁLOGOS CON LOS
SACERDOTES

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DISCURSO AL CLERO DE AOSTA
20050725. Discurso. Introd, Aosta
Cristo es la respuesta: “Si el grano de trigo cae en tierra…”
Durante la semana pasada hemos escuchado dos o tres veces ―me pare-
ce― esta parábola del sembrador, que ya es una parábola de consolación en
una situación diversa, pero en cierto sentido también semejante a la nuestra.
El trabajo del Señor había comenzado con gran entusiasmo. Había cu-
rado a los enfermos, todos escuchaban con alegría la palabra: “El reino de
Dios está cerca”. Parecía que, de verdad, el cambio del mundo y la llegada
del reino de Dios sería inminente; que, por fin, la tristeza del pueblo de
Dios se transformaría en alegría. Se estaba a la espera de un mensajero de
Dios que tomara en su mano el timón de la historia. Ciertamente, veían
que los enfermos habían sido curados, que los demonios habían sido ex-
pulsados, que el Evangelio había sido anunciado; pero, por otra parte, el
mundo continuaba como antes. Nada cambiaba. Los romanos seguían do-
minando. A pesar de esos signos, de esas hermosas palabras, la vida era
difícil cada día. Y así el entusiasmo se apagaba y, al final, como nos dice
el capítulo sexto del evangelio de san Juan, también los discípulos abando-
naron a este Predicador que predicaba, pero no cambiaba el mundo.
En definitiva, todos se preguntan: ¿qué mensaje es este?, ¿qué mensaje
trae este profeta de Dios? El Señor habla del sembrador que siembra en el
campo del mundo. Y la semilla, como su palabra, como sus curaciones,
parece algo insignificante en comparación con la realidad histórica y polí-
tica. Del mismo modo que la semilla es pequeña, insignificante, así es
también la Palabra.
Sin embargo ―dice―, en la semilla está presente el futuro, porque la
semilla contiene en sí el pan de mañana, la vida de mañana. En apariencia,
la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es
promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola, dice: “Estamos en el
tiempo de la siembra; la palabra de Dios parece sólo una palabra, casi
nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto”. La pa-
rábola dice también que gran parte de la semilla no da fruto porque cayó
en el camino, entre piedras, etc. Pero la parte que cayó en tierra buena dio
fruto: el treinta, el sesenta, el ciento por uno.
Eso nos da a entender que debemos ser valientes, aunque en apariencia
la palabra de Dios, el reino de Dios, no tenga importancia histórico-políti-
ca. Al final, en cierto sentido, Jesús, el domingo de Ramos, sintetizó todas
estas enseñanzas sobre la semilla de la palabra: si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, queda solo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fru-
to. Así dio a entender que él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y
muere. En la crucifixión todo parece un fracaso; pero precisamente así, ca-
yendo en tierra, muriendo, en el camino de la cruz, da fruto para todos los
tiempos. Aquí tenemos también la finalización cristológica según la cual
Cristo mismo es la semilla, es el Reino presente; y, a la vez, la dimensión
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eucarística: este grano de trigo cae en tierra y así crece hasta formar el
nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la sagrada Eucaristía, que nos alimen-
ta y que se abre a los misterios divinos, para la vida nueva.
Me parece que en la historia de la Iglesia, de formas diversas, siempre
se plantean estas cuestiones, que nos preocupan realmente. ¿Qué hacer?
La gente da la impresión de no necesitar de nosotros; parece inútil todo lo
que hacemos. Y, sin embargo, la palabra del Señor nos enseña que sólo
esta semilla transforma siempre de nuevo la tierra y la abre a la verdadera
vida.

La educación de los jóvenes: personalizar y socializar la fe.


Ante todo, quisiera dar las gracias por haber llamado nuestra atención
sobre la necesidad de atraer hacia la Iglesia a los jóvenes, que en cambio
se sienten fácilmente atraídos por otras cosas, por un estilo de vida bastan-
te alejado de nuestras convicciones. La Iglesia antigua eligió como camino
crear comunidades de vida alternativas, sin fracturas necesarias. Entonces,
diría que es importante que los jóvenes descubran la belleza de la fe, que
es hermoso tener una orientación, que es hermoso tener un Dios amigo
que nos sabe decir realmente las cosas esenciales de la vida.
Este factor intelectual debe ir luego acompañado de un factor afectivo
y social, es decir, de una socialización en la fe, porque la fe sólo puede
realizarse si tiene también un cuerpo, y eso implica al hombre en sus mo-
dos de vida. Por eso, en el pasado, cuando la fe era decisiva para la vida
común, podía bastar enseñar el catecismo, que sigue siendo importante
también hoy.
Pero, dado que la vida social se ha alejado de la fe ―porque a menudo
las familias tampoco ofrecen una socialización de la fe―, debemos propo-
ner modos de socializar la fe, para que la fe forme comunidades, ofrezca
lugares de vida y convenza con un conjunto de pensamiento, afecto, amis-
tad de vida.
Me parece que estos niveles deban ir unidos, porque el hombre tiene
un cuerpo, es un ser social. En este sentido, por ejemplo, es muy hermoso
poder ver aquí que numerosos párrocos se reúnen con grupos de jóvenes
para pasar juntos las vacaciones. De este modo, los jóvenes comparten la
alegría de las vacaciones y la viven juntamente con Dios y con la Iglesia,
en la persona del párroco o del vicepárroco. Me parece que la Iglesia de
hoy, también en Italia, brinda alternativas y posibilidades de una socializa-
ción en la que los jóvenes, juntos, pueden caminar con Cristo y formar
Iglesia. Por eso, se les debe acompañar con respuestas inteligentes a las
cuestiones de nuestro tiempo: ¿hay aún necesidad de Dios?, ¿sigue siendo
razonable creer en Dios?, ¿Cristo es sólo una figura de la historia de las
religiones o es realmente el rostro de Dios, que todos necesitamos?, ¿po-
demos vivir bien sin conocer a Cristo?
Es preciso comprender que construir la vida, el futuro, exige también
paciencia y sufrimiento. En la vida de los jóvenes no puede faltar tampoco
la cruz; y no es fácil hacer comprender esto. Los montañeros saben que
203
para realizar una gran escalada deben afrontar sacrificios y entrenarse; del
mismo modo, también los jóvenes deben comprender que en la ascensión
al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior.
Así pues, personalización y socialización son las dos indicaciones ne-
cesarias para afrontar las situaciones concretas de los desafíos actuales: los
desafíos del afecto y de la comunión. En efecto, estas dos dimensiones
permiten abrirse al futuro y, asimismo, enseñar que el Dios a veces difícil
de la fe es también para mi bien en el futuro.

La escuela católica: saber presentar la belleza de la fe.


… es preciso hacer comprender que la fe es de actualidad permanente
y de gran racionalidad. Por tanto, una afirmación intelectual en la que se
comprende también la belleza y la estructura orgánica de la fe.
Esta era una de las intenciones fundamentales delCatecismo de la Igle-
sia católica,ahora condensado en el Compendio. No debemos pensar en un
paquete de reglas que cargamos sobre los hombros, como una mochila pe-
sada en el camino de la vida. En último término, la fe es sencilla y rica:
creemos que Dios existe, que Dios tiene que ver con nosotros. Pero, ¿qué
Dios? Un Dios con un rostro, con un rostro humano, un Dios que reconci-
lia, que vence el odio y da la fuerza para la paz que nadie más puede dar.
Es necesario hacer comprender que en realidad el cristianismo es muy
sencillo y, por consiguiente, muy rico.
La escuela es una institución cultural, para la formación intelectual y
profesional. Por tanto, es preciso hacer comprender la organicidad, la lógi-
ca de la fe, y por tanto conocer los grandes elementos esenciales; com-
prender qué es la Eucaristía, qué sucede en el Domingo, en el matrimonio
cristiano. Naturalmente, por otra parte, es necesario hacer comprender que
la disciplina de la religión no es una ideología puramente intelectual e in-
dividualista, como tal vez sucede en otras disciplinas: por ejemplo, en ma-
temáticas sé cómo se debe hacer un cálculo determinado. Pero también
otras disciplinas, al final, tienen una tendencia práctica, una tendencia a la
profesionalidad, a la aplicabilidad en la vida. Así, es necesario compren-
der que la fe esencialmente crea asamblea, une.
Es precisamente esta esencia de la fe la que nos libra del aislamiento
del yo y nos une en una gran comunidad, una comunidad muy completa
―en la parroquia, en la asamblea dominical― y universal, en la que todos
formamos una familia.
Es preciso comprender esta dimensión católica de la comunidad que se
reúne cada domingo en la parroquia. Por tanto, si, por una parte, conocer
la fe es una finalidad, por otra, socializar en la Iglesia o “ecclesializar”
significa insertarse en la gran comunidad de la Iglesia, lugar de vida, don-
de sé que también en los grandes momentos de mi vida, sobre todo en el
sufrimiento y en la muerte, no estoy solo.
(..) La fe me redime de la soledad. Siempre me llevará la comunidad,
pero al mismo tiempo yo también debo ser portador de la comunidad y en-
señar desde el inicio también la responsabilidad con respecto a los enfermos,
204
a los abandonados, a los que sufren; así se compensa el don que yo hago.
Por tanto, es necesario despertar en el hombre, que lleva en su interior esta
disponibilidad al amor y a la entrega, este gran don, dando así la garantía de
que también yo tendré hermanos y hermanas que me sostengan en estas si-
tuaciones de dificultad, en las que necesito de una comunidad que no me
abandone.

La Comunión a los fieles divorciados que se han vuelto a casar: aceptar


el sufrimiento en unión con Cristo.
Ninguno de nosotros tiene una receta hecha, entre otras razones porque
las situaciones son siempre diversas. Yo diría que es particularmente dolo-
rosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran real-
mente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, hallándose en un nue-
vo matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe y se sienten exclui-
dos del Sacramento. Realmente se trata de un gran sufrimiento. Cuando
era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, invité a diversas
Conferencias episcopales y a varios especialistas a estudiar este problema:
un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir si realmente se pue-
de encontrar aquí un momento de invalidez, porque al sacramento le falta-
ba una dimensión fundamental. Yo personalmente lo pensaba, pero los de-
bates que tuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil
y que se debe profundizar aún más. Dada la situación de sufrimiento de
esas personas, hace falta profundizarlo.
No me atrevo a dar ahora una respuesta. En cualquier caso, me parecen
muy importantes dos aspectos. El primero: aunque no pueden acudir a la
Comunión sacramental, no están excluidos del amor de la Iglesia y del amor
de Cristo. Ciertamente, una Eucaristía sin la Comunión sacramental inme-
diata no es completa, le falta algo esencial. Sin embargo, también es verdad
que participar en la Eucaristía sin Comunión eucarística no es igual a nada;
siempre implica verse involucrados en el misterio de la cruz y de la resu-
rrección de Cristo. Siempre implica participar en el gran Sacramento, en su
dimensión espiritual y pneumática; también en su dimensión eclesial, aun-
que no sea estrictamente sacramental.
Y, dado que es el Sacramento de la pasión de Cristo, el Cristo sufriente
abraza de un modo particular a estas personas y se comunica con ellas de
otro modo; por tanto, pueden sentirse abrazadas por el Señor crucificado
que cae en tierra y muere, y sufre por ellas, con ellas. Así pues, es necesario
hacer comprender que, aunque por desgracia falta una dimensión fundamen-
tal, no están excluidos del gran misterio de la Eucaristía, del amor de Cristo
aquí presente. Esto me parece importante, como es importante que el párro-
co y las comunidades parroquiales ayuden a estas personas a comprender
que, por una parte, debemos respetar la indivisibilidad del Sacramento y, por
otra, que amamos a estas personas que sufren también por nosotros. Asimis-
mo debemos sufrir con ellas, porque dan un testimonio importante; ya sabe-
mos que cuando se cede por amor, se comete una injusticia contra el Sacra-
mento mismo y la indisolubilidad aparece siempre menos verdadera. (…)
205
El segundo punto que debemos enseñar y hacer creíble también para
nuestra vida es que el sufrimiento, en sus diversas formas, es necesaria-
mente parte de nuestra vida. Yo diría que se trata de un sufrimiento noble.
De nuevo, es preciso hacer comprender que el placer no lo es todo; que el
cristianismo nos da alegría, como el amor da alegría. Sin embargo, el
amor también siempre es renuncia a sí mismo. El Señor mismo nos dio la
fórmula de lo que es amor: el que se pierde a sí mismo, se encuentra; el
que se gana y conserva a sí mismo, se pierde.
Siempre es un éxodo y, por tanto, un sufrimiento. La auténtica alegría
es algo diferente del placer; la alegría crece, madura siempre en el sufri-
miento, en comunión con la cruz de Cristo. Sólo aquí brota la verdadera
alegría de la fe, de la que incluso ellos no están excluidos si aprenden a
aceptar su sufrimiento en comunión con el de Cristo.

ESCOGE LA VIDA
20060302. Discurso. Encuentro con el clero romano
Ayer iniciamos la Cuaresma. La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el
sentido esencial de la Cuaresma: es una señalización del camino para
nuestra vida. Por eso, con respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que
debemos insistir un poco en la primera lectura del día de hoy. El gran dis-
curso de Moisés en el umbral de la Tierra Santa, después de los cuarenta
años de peregrinación por el desierto, es un resumen de toda la Torah, de
toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial, no sólo para el pueblo judío,
sino también para nosotros. Lo esencial es la palabra de Dios: “Hoy pongo
delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la
vida” (Dt 30, 19).
Esta palabra fundamental de la Cuaresma es también la palabra funda-
mental de la herencia de nuestro gran Papa Juan Pablo II: escoger la vida.
Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros mismos la vida y
ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la Cuaresma,
por decirlo así, nuestra “opción fundamental”, la opción por la vida.
Pero surge inmediatamente la pregunta: “¿cómo se escoge la vida?”.
Reflexionando, me ha venido a la mente que la gran defección del cristia-
nismo que se produjo en Occidente en los últimos cien años se realizó pre-
cisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía —pienso en Nie-
tzsche, pero también en muchos otros— que el cristianismo es una opción
contra la vida. Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con
todos los “no” que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero noso-
tros queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por
la vida liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamien-
tos y de todos estos “no”. Queremos tener la vida en abundancia, nada
más que la vida.
Aquí de inmediato viene a la mente la palabra del evangelio de hoy:
“El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi
causa, la salvará” (Lc 9, 24). Esta es la paradoja que debemos tener pre-
206
sente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para
nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o
tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar
para sí, sino dar la vida.
Así, coinciden el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectu-
ra, tomada del Deuteronomio, la respuesta de Dios es: “Si cumples lo que
yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guar-
dando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás” (Dt 30, 16). Esto, a
primera vista, no nos agrada, pero ese es el camino: la opción por la vida y
la opción por Dios son idénticas. El Señor lo dice en el evangelio de san
Juan: “Esta es la vida eterna: que te conozcan” (Jn 17, 3). La vida humana
es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no encerrados en
nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el Creador;
de lo contrario, las demás relaciones son frágiles.
Por tanto, lo esencial es escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un
mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muer-
te. Por consiguiente, escoger la vida,hacer la opción por la vida es, ante
todo, escoger la opción-relación con Dios.
Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nue-
vo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en
Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la cruz, es decir, con el amor
hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios, escogemos la vida.

ALGUNOS PROBLEMAS DE VIDA DE LOS SACERDOTES


20060831. Discurso. Encuentro con el clero de Albano

Nuestros límites, la vida interior y la esperanza sacerdotal


P. Giuseppe Zane (Vicario ad omnia, de 83 años): Nuestro obispo le ha
explicado, aunque brevemente, la situación de nuestra diócesis de Albano.
Los sacerdotes estamos plenamente insertados en esta Iglesia, viviendo
todos sus problemas y vicisitudes. Tanto los jóvenes como los mayores nos
sentimos inadecuados, en primer lugar porque somos pocos en compara-
ción con las muchas necesidades y procedemos de lugares muy diversos;
además, sufrimos escasez de vocaciones al sacerdocio. Por estos motivos
a veces nos desanimamos, tratando de tapar agujeros aquí o allá, a menu-
do obligados sólo a realizar “primeros auxilios”, sin proyectos precisos.
Al ver las muchas cosas que habría que hacer, sentimos la tentación de
dar prioridad al hacer, descuidando el ser; y esto se refleja inevitable-
mente en la vida espiritual, en el diálogo con Dios, en la oración y en la
caridad, en el amor a los hermanos, especialmente a los alejados. Santo
Padre, ¿qué nos puede decir al respecto? Yo soy de edad avanzada...,
pero estos jóvenes hermanos míos ¿pueden tener esperanza?
Usted, cardenal Sodano, ha comentado que nuestro querido hermano el
padre Zane parece un poco pesimista. Pero hay que reconocer que cada
uno de nosotros pasa por momentos en los que puede desanimarse ante la
207
magnitud de lo que tiene que hacer y los límites de lo que en realidad pue-
de hacer. Esto sucede también al Papa. ¿Qué debo hacer en esta hora de la
Iglesia, con tantos problemas, con tantas alegrías, con tantos desafíos que
afronta la Iglesia universal? Suceden tantas cosas cada día y no soy capaz
de responder a todo. Hago mi parte, hago lo que puedo hacer.
Trato de encontrar las prioridades. Y soy feliz de contar con muchos
buenos colaboradores. Puedo decir en este momento que constato cada día
el gran trabajo que lleva a cabo la Secretaría de Estado bajo su sabia guía. Y
sólo con esta red de colaboración, insertándome con mis pequeñas capacida-
des en una totalidad más grande, puedo y me atrevo a seguir adelante.
Así, naturalmente, también un párroco que está solo ve que son mu-
chas las cosas que es preciso hacer en esta situación que usted, padre
Zane, ha descrito brevemente. Y sólo puede hacer una: tapar agujeros —
como dijo usted—, dedicarse a los “primeros auxilios”, consciente de que
se debería hacer mucho más. Pues bien, la primera necesidad de todos no-
sotros es reconocer con humildad nuestros límites, reconocer que debemos
dejar que el Señor haga la mayoría de las cosas. Hoy escuchamos en el
evangelio la parábola del siervo fiel (cf. Mt 24, 42-51). Este siervo, como
nos dice el Señor, da la comida a los demás a su tiempo. No lo hace todo a
la vez, sino que es un siervo sabio y prudente, que sabe distribuir en los
diversos momentos lo que debe hacer en aquella situación. Lo hace con
humildad, y también está seguro de la confianza de su señor. Así nosotros
debemos hacer lo posible para tratar de ser sabios y prudentes, y también
tener confianza en la bondad de nuestro Señor, porque al fin y al cabo
debe ser él quien guíe a su Iglesia. Nosotros nos insertamos con nuestro
pequeño don y hacemos lo que podemos, sobre todo las cosas siempre ne-
cesarias: los sacramentos, el anuncio de la Palabra, los signos de nuestra
caridad y de nuestro amor.
Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es es-
encial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la ora-
ción no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que
es precisamente “trabajo” pastoral, es orar también por los demás. En el
“Común de pastores” se lee que una de las características del buen pastor
es que “multum oravit pro fratribus”. Es propio del pastor ser hombre de
oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a
los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran
tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una
actividad pastoral.
Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre
como Madre buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que for-
man parte de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario.
Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos
ofrece en la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar
atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los co-
mentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la segunda
lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que son los
208
Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los
tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros ora-
mos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos.
Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a la litur-
gia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta libertad, este es-
pacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás.
Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la santa misa,
celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son
zonas de libertad,  de  vida  interior,  que  la  Iglesia nos da y que constitu-
yen una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos en-
contramos con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor
mismo, que nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar,
insertándonos en la oración de todos los tiempos y nos encontramos tam-
bién con el pueblo.
Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las pala-
bras del Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los
santos Padres. Hoy tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano
sobre Cristo, fuente de “agua viva”, de la que bebemos. Orando nos en-
contramos también con los sufrimientos del pueblo de Dios hoy. Estas
oraciones nos hacen pensar en la vida de cada día y nos guían al encuentro
con la gente de hoy. Nos iluminan en este encuentro, porque a él no sólo
acudimos con nuestra pequeña inteligencia, con nuestro amor a Dios, sino
que también aprendemos, a través de esta palabra de Dios, a llevarles a
Dios. Esto es lo que ellos esperan: que les llevemos el “agua viva”, de la
que habla hoy san Columbano.
La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones.
Pero comprende bien que esas diversiones no son el “agua viva” que nece-
sitamos. El Señor es la fuente del “agua viva”. Pero en el capítulo 7 de san
Juan nos dice que todo el que cree se convierte en una “fuente”, porque ha
bebido de Cristo. Y esta “agua viva” (v. 38) se transforma en nosotros en
agua que brota, en una fuente para los demás.
Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la santa
misa, en la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta
en fuente en nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de
hoy, teniendo en nosotros el “agua viva”, teniendo la realidad divina, la
realidad del Señor Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a
las necesidades de nuestra gente.
Esto por lo que se refiere a la primera pregunta: ¿Qué podemos hacer?
Hagamos  siempre todo lo posible en favor de la gente —en las otras pre-
guntas tendremos la posibilidad de volver a este punto— y vivamos con el
Señor para poder responder a la verdadera sed de la gente.
Su segunda pregunta era: ¿Tenemos esperanza para esta diócesis, para
esta porción de pueblo de Dios que es la diócesis de Albano y para la Igle-
sia? Respondo sin dudarlo: sí. Naturalmente, tenemos esperanza: la Iglesia
está viva. Tenemos dos mil años de historia de la Iglesia, con tantos sufri-
mientos, incluso con tantos fracasos. Pensemos en la Iglesia en Asia me-
209
nor, la grande y floreciente Iglesia de África del norte, que con la invasión
musulmana desapareció. Por tanto, porciones de Iglesia pueden desapare-
cer realmente, como dice san Juan en el Apocalipsis, o el Señor a través de
san Juan: “Si no te arrepientes, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu can-
delero” (Ap 2, 5). Pero, por otra parte, vemos cómo entre tantas crisis la
Iglesia ha resurgido con nueva juventud, con nueva lozanía.
En el siglo de la Reforma, la Iglesia católica parecía en realidad casi
acabada. Parecía triunfar esa nueva corriente, que afirmaba: ahora la Igle-
sia de Roma se ha acabado. Y vemos que con los grandes santos, como Ig-
nacio de Loyola, Teresa de Ávila, Carlos Borromeo, y otros, la Iglesia re-
surgió. Encontró en el concilio de Trento una nueva actualización y una
revitalización de su doctrina. Y revivió con gran vitalidad. Lo vemos tam-
bién en el tiempo de la Ilustración, en el que Voltaire dijo: “Por fin se ha
acabado esta antigua Iglesia, vive la humanidad”. Y ¿qué sucedió, en cam-
bio? La Iglesia se renovó. En el siglo XIX florecieron grandes santos,
hubo una nueva vitalidad con tantas congregaciones religiosas: la fe es
más fuerte que todas las corrientes que van y vienen.
Lo mismo sucedió en el siglo pasado. Hitler dijo en cierta ocasión: “La
Providencia me ha llamado a mí, un católico, para acabar con el catolicis-
mo. Sólo un católico puede destruir el catolicismo”. Estaba seguro de con-
tar con todos los medios para destruir por fin al catolicismo. Igualmente la
gran corriente marxista estaba segura de realizar la revisión científica del
mundo y de abrir las puertas al futuro: “la Iglesia está llegando a su fin,
está acabada”. Pero la Iglesia es más fuerte, según las palabras de Cristo.
Es la vida de Cristo la que vence en su Iglesia.
También en tiempos difíciles, cuando faltan las vocaciones, la palabra
del Señor permanece para siempre. Y, como dice el Señor mismo, el que
construye su vida sobre esta “roca” de la palabra de Cristo, construye bien.
Por eso, podemos tener confianza. Vemos también en nuestro tiempo nue-
vas iniciativas de fe. Vemos que en África la Iglesia, a pesar de todos sus
problemas, tiene una gran floración de vocaciones que estimula. Y así, con
todas las diversidades del panorama histórico de hoy, vemos —y no sólo,
creemos— que las palabras del Señor son espíritu y vida, son palabras de
vida eterna. San Pedro, como escuchamos el domingo pasado en el evan-
gelio, dijo: “Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y
conocido que tú eres el santo de Dios” (Jn 6, 69). Y viendo a la Iglesia de
hoy; viendo la vitalidad de la Iglesia, a pesar de todos sus sufrimientos,
podemos decir también nosotros: hemos creído y conocido que tú tienes
palabras de vida eterna y, por tanto, una esperanza que no defrauda.

La pastoral “integrada”. Sacramentos, anuncio de la Palabra, Caridad.


Mons. Gianni Macella(Párroco de Albano): En los últimos años, en sinto-
nía con el proyecto de la Conferencia episcopal italiana para el decenio
2000-2010, estamos tratando de realizar un proyecto de “pastoral inte-
grada”. Son muchas las dificultades. Vale la pena recordar al menos el

210
hecho de que muchos de los sacerdotes estamos aún vinculados a una
praxis pastoral poco misionera y que parecía consolidada, pues estaba
unida a un contexto “de cristiandad” como suele decirse; por otra parte,
muchas de las peticiones de numerosos fieles dan por supuesto que la pa-
rroquia es como una especie de “supermercado” de servicios sagrados.
Por eso, Santidad, quisiera preguntarle: una pastoral “integrada” ¿es só-
lo cuestión de estrategia, o hay una razón más profunda por la que debe-
mos seguir trabajando en este sentido?
Confieso que con su pregunta he escuchado por primera vez la expre-
sión “pastoral integrada”. Me parece haber entendido su contenido: debe-
mos tratar de  integrar en un único camino pastoral  tanto  a  los diversos
agentes pastorales  que  existen hoy, como las diversas dimensiones del
trabajo pastoral. Así, yo distinguiría las dimensiones de los sujetos del tra-
bajo pastoral, y trataría de integrarlo todo en un único camino pastoral.
En su pregunta, usted ha dado a entender que existe un nivel que podría-
mos llamar “clásico” del trabajo en la parroquia para los fieles que han que-
dado —y tal vez aumentan— dando vida a la parroquia. Esta es la pastoral
clásica, que siempre es importante. De ordinario distingo entre evangeliza-
ción continuada —porque la fe continúa, la parroquia vive— y nueva evan-
gelización, que trata de ser misionera, de ir más allá de los confines de los
que ya son “fieles” y viven en la parroquia, o se benefician, tal vez también
con una fe “reducida”, de los servicios de la parroquia.
Me parece que en la parroquia tenemos tres compromisos fundamentales,
que brotan de la esencia de la Iglesia y del ministerio sacerdotal. El primero es
el servicio sacramental. El bautismo, su preparación y el esfuerzo por dar con-
tinuidad a los compromisos bautismales ya nos ponen en contacto también
con los que no son demasiado creyentes. Podríamos decir que no es una acti-
vidad para conservar la cristiandad, sino un encuentro con personas que tal
vez raramente van a la iglesia. El esfuerzo por preparar el bautismo, por abrir
las almas de los padres, de los familiares, de los padrinos y las madrinas, a la
realidad del bautismo ya puede y debe ser un compromiso misionero, que va
más allá de los confines de las personas ya “fieles”.
Al preparar el bautismo, tratemos de dar a entender que este sacramen-
to es insertarse en la familia de Dios, que Dios vive y se preocupa de no-
sotros hasta el punto de que asumió nuestra carne e instituyó la Iglesia,
que es su Cuerpo, en el que puede asumir de nuevo —por decirlo así—
carne en nuestra sociedad. El bautismo es novedad de vida en el sentido de
que, más allá del don de la vida biológica, necesitamos el don de un senti-
do para la vida que sea más fuerte que la muerte y que perdure aunque los
padres un día desaparezcan. El don de la vida biológica sólo se justifica si
podemos añadir la promesa de un sentido estable, de un futuro que, inclu-
so en las crisis que se presentarán y que no podemos conocer, dará valor a
la vida, de forma que valga la pena vivir, ser criaturas.
Creo que en la preparación de este sacramento, o hablando con los pa-
dres que no aprecian el bautismo, tenemos una situación misionera. Es un
211
mensaje cristiano. Debemos hacernos intérpretes de la realidad que co-
mienza con el bautismo. No conozco suficientemente bien el Ritual ita-
liano. En el Ritual clásico, herencia de la Iglesia antigua, el bautismo co-
mienza con la pregunta: “¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?”. Hoy, al menos
en el Ritual alemán, se responde sencillamente: “El bautismo”. Esto no
explicita suficientemente qué es lo que se debe desear. En el antiguo Ri-
tual se decía: “la fe”, es decir, una relación con Dios. Conocer a Dios. “Y
¿por qué pedís la fe?”, continúa. “Porque queremos la vida eterna”. Es de-
cir, queremos una vida segura también en las crisis futuras, una vida que
tenga sentido, que justifique el ser hombre.
En cualquier caso, yo creo que este diálogo se debe realizar con los pa-
dres ya antes del bautismo. Sólo para decir que el don del sacramento no
es simplemente una “cosa”, no es simplemente “cosificación”, como dicen
los franceses, sino que es una actividad misionera.
Luego viene la Confirmación, que conviene preparar en la edad en que
las personas comienzan a tomar decisiones también con respecto a la fe.
Ciertamente, no debemos transformar la Confirmación en una especie de
“pelagianismo”, como si en ella uno se hiciera católico por sí mismo, sino
en una unión de don y respuesta.
Por último, la Eucaristía es la presencia  permanente  de  Cristo en la cele-
bración diaria de la santa misa. Como he dicho ya, es muy importante para el
sacerdote, para su vida sacerdotal, como presencia real del don del Señor.
Ahora podemos mencionar el matrimonio: también este sacramento se
presenta como una gran ocasión misionera, porque hoy, gracias a Dios, si-
guen queriendo casarse en la iglesia también muchos que no frecuentan
demasiado la iglesia. Es una ocasión para ayudar a estos jóvenes a con-
frontarse con la realidad que es el matrimonio cristiano, el matrimonio sa-
cramental. Me parece también una gran responsabilidad. Lo vemos en los
procesos de nulidad y lo vemos sobre todo en el gran problema de los di-
vorciados que se han vuelto a casar, que quieren recibir la Comunión y no
entienden por qué no es posible. Probablemente, en el momento del “sí”
ante el Señor no entendieron lo que implica ese “sí”. Es unirse al “sí” de
Cristo con nosotros. Es entrar en la fidelidad de Cristo y, por tanto, en el
sacramento que es la Iglesia y así en el sacramento del matrimonio.
Por eso, la preparación para el matrimonio es una ocasión de suma im-
portancia, tiene una dimensión misionera, para anunciar de nuevo en el sa-
cramento del matrimonio el sacramento de Cristo, para comprender esta
fidelidad y así hacer comprender luego el problema de los divorciados que
se han vuelto a casar.
Este es el primer sector, el sector “clásico”, de los sacramentos, que
nos brinda la ocasión para encontrarnos con personas que no van todos los
domingos a la iglesia y, por tanto, es una ocasión para realizar un anuncio
realmente misionero, una “pastoral integrada”. El segundo sector es el
anuncio de la Palabra, con sus dos elementos esenciales: la homilía y la
catequesis.

212
En el Sínodo de los obispos del año pasado los padres hablaron mucho
de la homilía, poniendo de relieve cuán difícil es encontrar el “puente” en-
tre la palabra del Nuevo Testamento, escrita hace dos mil años, y nuestro
presente. La exégesis histórico-crítica a menudo no basta para ayudarnos
en la preparación de la homilía. Lo constato yo mismo al tratar de preparar
homilías que actualicen la palabra de Dios, o mejor, dado que la Palabra
tiene una  actualidad  en  sí misma, para hacer que la gente vea, perciba
esta actualidad.
La exégesis histórico-crítica nos dice mucho acerca del pasado, acerca
del momento en que nació la Palabra, acerca del significado que tuvo en el
tiempo de los Apóstoles de Jesús, pero no siempre nos ayuda suficiente-
mente a comprender que las palabras de Jesús, de los Apóstoles, y también
del Antiguo Testamento, son espíritu y vida: en su palabra el Señor habla
también hoy. Creo que debemos plantear a los teólogos el “desafío” —así
lo hizo el Sínodo— de proseguir, de ayudar más a los párrocos a preparar
las homilías, de hacer ver la presencia de la Palabra: el Señor habla conmi-
go hoy y no sólo en el pasado.
En estos últimos días he leído el proyecto de exhortación apostólica
postsinodal. He visto, con satisfacción, que se habla de este “desafío” de
preparar modelos de homilías. Al final, la homilía la prepara el párroco en
su contexto, porque habla a “su” parroquia. Pero necesita ayuda para com-
prender y para ayudar a entender este “presente” de la Palabra, que nunca
es una palabra del pasado sino que tiene plena actualidad.
Por último, el tercer sector: la cáritas, la diakonía. Siempre somos res-
ponsables de los que sufren, de los enfermos, de los marginados, de los
pobres. A través del retrato de vuestra diócesis veo que son muchos los
que necesitan de vuestra diakonía y también esta es una ocasión siempre
misionera. Así, me parece que la pastoral parroquial “clásica” se autotras-
ciende en los tres sectores y es una pastoral misionera.
Paso ahora al segundo aspecto de la pastoral, tanto con respecto a los
agentes como al trabajo que es preciso realizar. El párroco no puede ha-
cerlo todo. Es imposible. No puede ser un “solista”; no puede hacerlo
todo; necesita la ayuda de otros agentes pastorales. Me parece que hoy,
tanto en los Movimientos como en la Acción católica, en las nuevas co-
munidades que existen, contamos con agentes que deben ser colaborado-
res en la parroquia para una pastoral “integrada”.
Para esta pastoral “integrada” hoy es importante que los otros agentes
que hay no sólo sean activos, sino que además se integren en el trabajo de
la parroquia. El párroco no debe actuar él solo; debe también delegar. De-
ben aprender a integrarse realmente en el trabajo común de la parroquia y,
naturalmente, también en la autotrascendencia de la parroquia en dos sen-
tidos: autotrascendencia en el sentido de que las parroquias colaboran en
la diócesis, porque el obispo es su pastor común y ayuda a coordinar tam-
bién sus compromisos; y autotrascendencia en el sentido de  que  trabajan
para todos los hombres  de  este tiempo y tratan también de llevar el men-
saje a los agnósticos, a las personas que están en fase de búsqueda.
213
Este es el tercer nivel, del que ya hablamos antes ampliamente. Me pa-
rece que las ocasiones señaladas nos dan la posibilidad de encontrarnos
con los que no frecuentan la parroquia, los que no tienen fe o tienen poca
fe, y decirles una palabra misionera. Sobre todo estos nuevos sujetos de la
pastoral, y los laicos que viven en las profesiones de nuestro tiempo, de-
ben llevar la palabra de Dios también a los ámbitos que para el párroco a
menudo son inaccesibles.
Coordinados por el obispo, tratemos de coordinar estos diversos secto-
res de la pastoral, de activar a los diversos agentes y sujetos pastorales en
el compromiso común: por una parte, ayudar a la fe de los creyentes, que
es un gran tesoro; y, por otra, hacer que el anuncio de la fe llegue a todos
los que buscan con corazón sincero una respuesta satisfactoria a sus inte-
rrogantes existenciales.

La liturgia: el “ars celebrandi”.


Don Vittorio Petruzzi(Vicario parroquial en Aprilia): Santidad, para el
año pastoral que está a punto de comenzar nuestra diócesis ha sido lla-
mada por el obispo a prestar atención particular a la liturgia, tanto a ni-
vel teológico como en la práctica de las celebraciones. Las semanas resi-
denciales, en las que participaremos el próximo mes de septiembre, ten-
drán como tema central de reflexión: “Programar y realizar el anuncio
en el Año litúrgico, en los sacramentos y en los sacramentales”. Los
sacerdotes estamos llamados a realizar una liturgia “seria, sencilla y her-
mosa”, según una bella fórmula recogida en el documento “Comunicar el
Evangelio en un mundo que cambia” del Episcopado italiano. Padre San-
to, ¿puede ayudarnos a comprender cómo se puede llevar todo esto a la
práctica en el ars celebrandi?
También en el ars celebrandi existen varias dimensiones. La primera
es que la celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros
y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena ce-
lebración es que el sacerdote entable realmente este coloquio.  Al  anun-
ciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es  oyente de la
Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instru-
mento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego
debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de
la santa misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plega-
rias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios.
Así pues, es importante entrar en este coloquio. San Benito, en su “Re-
gla”, hablando del rezo de los Salmos, dice a los monjes: “Mens concordet
voci”. La vox, las palabras preceden a nuestra mente. De ordinario no su-
cede así. Primero se debe pensar y luego el pensamiento se convierte en
palabra. Pero aquí la palabra viene antes. La sagrada liturgia nos da las pa-
labras; nosotros debemos entrar en estas palabras, encontrar la concordia
con esta realidad que nos precede.

214
Además de esto, debemos también aprender a comprender la estructura
de la liturgia y por qué está articulada así. La liturgia se ha desarrollado a
lo largo de dos milenios e incluso después de la reforma no es algo elabo-
rado sólo por algunos liturgistas. Sigue siendo una continuación de un de-
sarrollo permanente de la adoración y del anuncio. Así, para poder sintoni-
zar bien con ella, es muy importante comprender esta estructura desarro-
llada a lo largo del tiempo y entrar con nuestra mens en la vox de la Igle-
sia.
En la medida en que interioricemos esta estructura, en que comprenda-
mos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, podre-
mos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con
Dios como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la
Iglesia que ora; que transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros”
de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia,
con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios.
Esta es la primera condición: nosotros mismos debemos interiorizar la
estructura, las palabras de la liturgia, la palabra de Dios. Así nuestro cele-
brar es realmente celebrar “con” la Iglesia: nuestro corazón se ha ensan-
chado y no hacemos algo, sino que estamos “con” la Iglesia en coloquio
con Dios. Me parece que la gente percibe si realmente nosotros estamos
en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así, si atraemos a los demás
a nuestra oración común, si atraemos a los demás a la comunión con los
hijos de Dios; o si, por el contrario, sólo hacemos algo exterior.
El elemento fundamental de la verdadera ars celebrandi es, por tanto,
esta consonancia, esta concordia entre lo que decimos con los labios y lo
que pensamos con el corazón. El “sursum corda”, una antiquísima fórmu-
la de la liturgia, ya debería ser antes del Prefacio, antes de la liturgia, el
“camino” de nuestro hablar y pensar. Debemos elevar nuestro corazón al
Señor no sólo como una respuesta ritual, sino como expresión de lo que
sucede en este corazón que se eleva y arrastra hacia arriba a los demás.
En otras palabras, el ars celebrandi no pretende invitar a una especie
de teatro, de espectáculo, sino a una interioridad, que se hace sentir y re-
sulta aceptable y evidente para la gente que asiste. Sólo si ven que no es
un ars exterior, un espectáculo —no somos actores—, sino la expresión
del camino de nuestro corazón, entonces la liturgia resulta hermosa, se
hace comunión de todos los presentes con el Señor.
Naturalmente, a esta condición fundamental, expresada en las palabras
de san Benito: “Mens concordet voci”, es decir, que el corazón se eleve
realmente al Señor, se deben añadir también cosas exteriores. Debemos
aprender a pronunciar bien las palabras. Cuando yo era profesor en mi pa-
tria, a veces los muchachos leían la sagrada Escritura, y la leían como se
lee el texto de un poeta que no se ha comprendido.
Como es obvio, para aprender a pronunciar bien, antes es preciso haber
entendido el texto en su dramatismo, en su presente. Así también el Prefa-
cio. Y la Plegaria eucarística. Para los fieles es difícil seguir un texto tan
largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso, se han “inventado”
215
siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se
responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo
que invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por
tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia
bien, incluso con los debidos momentos de  silencio, si se pronuncia con
interioridad  pero también con el arte de hablar.
De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística requiere un mo-
mento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a
los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la
catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al pueblo de Dios
esta Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir sus grandes momentos:
el relato y las palabras de la institución, la oración por los vivos y por los
difuntos, la acción de gracias al Señor, la epíclesis, de modo que la comu-
nidad se implique realmente en esta plegaria.
Por consiguiente, hay que pronunciar bien las palabras. Luego, debe
haber una preparación adecuada. Los monaguillos deben saber lo que tie-
nen que hacer; los lectores deben saber realmente cómo han de pronun-
ciar. Asimismo, el coro, el canto, deben estar preparados; el altar se debe
adornar bien. Todo ello, aunque se trate de muchas cosas prácticas, forma
parte del ars celebrandi. Pero, para concluir, este arte de entrar en comu-
nión con el Señor, que preparamos con toda nuestra vida sacerdotal, es un
elemento fundamental.

La familia: su testimonio
Don Angelo Pennazza (Párroco en Pavona): Santidad, en el Catecismo de
la Iglesia católica leemos que “el Orden y el matrimonio, están ordenados
a la salvación de los demás. (...) Confieren una misión particular en la
Iglesia y sirven a la edificación del pueblo de Dios” (n. 1534). Esto nos
parece realmente fundamental no sólo para nuestra acción pastoral, sino
también para nuestro modo de ser sacerdotes. ¿Qué podemos hacer los
sacerdotes para llevar a la práctica pastoral esta afirmación y, según lo
que usted mismo ha reafirmado recientemente, cómo podemos comunicar
de forma positiva la belleza del matrimonio, de forma que siga siendo
atractivo también para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo? La
gracia sacramental de los esposos, ¿qué puede dar a nuestra vida sacer-
dotal?
Se trata de dos grandes preguntas. La primera es: ¿cómo comunicar a
la gente de hoy la belleza del matrimonio? Vemos cómo muchos jóvenes
tardan en casarse en la Iglesia, porque tienen miedo de hacer una opción
definitiva. Más aún, también tardan en casarse por lo civil. A muchos jó-
venes, y también a muchos no tan jóvenes, una opción definitiva les pare-
ce un vínculo contra la libertad. Y su primer deseo es la libertad. Tienen
miedo de fallar al final. Ven muchos matrimonios fracasados. Tienen mie-
do de que esta forma jurídica, como ellos la perciben, sea una carga exte-
rior que apague el amor.
216
Es preciso ayudarles a comprender que no se trata de un vínculo jurídi-
co, de una carga que se asume con el matrimonio. Al contrario, la profun-
didad y la  belleza radican precisamente en el hecho de que es una opción
definitiva. Sólo  así  el matrimonio puede hacer madurar el amor en toda
su belleza. Pero, ¿cómo  comunicarlo? Creo que es un problema que
afrontamos todos nosotros.
Para mí, en Valencia —y usted, eminencia, podrá confirmarlo— un
momento importante no sólo fue cuando hablé de esto, sino también cuan-
do se presentaron ante mí diversas familias con más o menos hijos; una fa-
milia era casi una “parroquia”, con muchos niños. La presencia, el testi-
monio de estas familias fue realmente mucho más fuerte que todas las pa-
labras. Esas familias presentaron ante todo la riqueza de su experiencia fa-
miliar: cómo una familia tan grande resulta realmente una riqueza cultural,
una oportunidad de educación de unos y otros, una posibilidad de hacer
que convivan juntas las diversas expresiones de la cultura de hoy, la entre-
ga, la ayuda mutua también en los momentos de sufrimiento, etc.
Pero también fue importante el testimonio de las crisis que han sufrido.
Uno de esos matrimonios casi había llegado al divorcio. Explicaron cómo
habían aprendido a superar esa crisis, el sufrimiento ante la alteridad del
otro, y cómo habían aprendido a aceptarse de nuevo. Precisamente al su-
perar el momento de la crisis, del deseo de separarse, creció una nueva di-
mensión del amor y se abrió una puerta hacia una nueva dimensión de la
vida, que sólo podía  abrirse  soportando  el sufrimiento de la crisis. Esto
me parece muy importante. Hoy se llega a la crisis en el momento en que
se constata la diversidad de temperamentos, la dificultad de soportarse
cada día, durante toda la vida. Entonces, al final, se decide: separémonos.
A través de estos testimonios hemos comprendido que en la crisis, so-
portando el momento en que parece que ya no se puede más, realmente se
abren nuevas puertas y una nueva belleza del amor. Una belleza hecha só-
lo de armonía no es una verdadera belleza; le falta algo; es deficitaria. La
verdadera belleza necesita también el contraste. Lo oscuro y lo luminoso
se completan. La uva para madurar no sólo necesita el sol, sino también la
lluvia; no sólo el día, sino también la noche.
Los sacerdotes, tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender
la necesidad del sufrimiento, de la crisis. Debemos aguantar, trascender
este sufrimiento. Sólo así la vida resulta rica. Para mí el hecho de que el
Señor lleve por toda la eternidad los estigmas tiene un valor simbólico.
Esos estigmas, expresión de los atroces sufrimientos y de la muerte, son
ahora sellos de la victoria de Cristo, de toda la belleza de su victoria y de
su amor por nosotros.
Tanto los sacerdotes como las personas casadas debemos aceptar la ne-
cesidad de soportar la crisis de la alteridad, del otro, la crisis en que parece
que ya no se puede convivir. Los esposos deben aprender juntos a seguir
adelante, también por amor a los hijos, y así conocerse de nuevo, amarse de
nuevo, con un amor mucho más profundo, mucho más verdadero. Así, en un
camino largo, con sus sufrimientos, realmente madura el amor.
217
Me parece que nosotros, los sacerdotes, podemos también aprender de
los esposos, precisamente de sus sufrimientos y de sus sacrificios. A me-
nudo pensamos que sólo el celibato es un sacrificio. Pero, conociendo los
sacrificios de las personas casadas —pensemos en sus hijos, en los proble-
mas que surgen, en los temores, en los sufrimientos, en las enfermedades,
en la rebelión, y también en los problemas de los primeros años, cuando se
pasan casi todas las noches en vela porque los niños lloran— debemos
aprender de ellos, de sus sacrificios, nuestro sacrificio. Y aprender juntos
que es hermoso madurar en los sacrificios y así trabajar por la salvación
de los demás.
Usted, don Pennazza, con razón ha citado el Catecismo, que afirma
que el matrimonio es un sacramento para la salvación de los demás: ante
todo para la salvación del otro, del esposo, de la esposa, pero también de
los niños, de los hijos y, por último, de toda la comunidad. Así el sacerdo-
te madura también al encontrarse con los demás.
Así pues, creo que debemos implicar a las familias. Las fiestas de la fa-
milia me parecen muy importantes. Con ocasión de las fiestas conviene que
aparezca la familia, que se destaque la belleza de las familias. También los
testimonios, aunque quizá estén demasiado de moda, en ciertas ocasiones
pueden ser realmente un anuncio, una ayuda para todos nosotros.
Para concluir, a mi parecer sigue siendo muy importante que en la car-
ta de san Pablo a los Efesios las bodas de Dios con la humanidad a través
de la encarnación del Señor se realicen en la cruz, en la que nace la nueva
humanidad, la Iglesia. El matrimonio cristiano nace precisamente en estas
bodas divinas. Como dice san Pablo, es la concretización sacramental de
lo que sucede en este gran misterio. Así debemos seguir redescubriendo
siempre este vínculo entre la cruz y la resurrección, entre la cruz y la be-
lleza de la Redención, e insertarnos en este sacramento. Pidamos al Señor
que nos ayude a anunciar bien este misterio, a vivir este misterio, a apren-
der de los esposos cómo lo viven ellos,  a ayudarnos a vivir la cruz, de for-
ma  que  lleguemos también a los momentos  de la alegría y de la resurrec-
ción.

Los jóvenes: aprovechar todas las oportunidades


Don Gualtiero Isacchi (Responsable del servicio diocesano de pastoral
juvenil): Los jóvenes son objeto de una atención especial por parte de
nuestra diócesis. Las Jornadas mundiales los han puesto al descubierto:
son muchos y entusiastas. Sin embargo, por lo general, nuestras parro-
quias no están adecuadamente preparadas para acogerlos; las comunida-
des parroquiales y los agentes pastorales no están suficientemente prepa-
rados para dialogar con ellos; los sacerdotes, comprometidos en las di-
versas tareas, no tienen el tiempo necesario para escucharlos. Sólo nos
acordamos de ellos cuando resultan un problema o cuando los necesita-
mos para animar una celebración o una fiesta... ¿Cómo puede un sacer-
dote expresar hoy la opción preferencial por los jóvenes, a pesar de una

218
agenda tan cargada? ¿Cómo podemos servir a los jóvenes a partir de sus
valores, en vez de servirnos de ellos para “nuestras cosas”?
Ante todo, quisiera subrayar lo que usted ha dicho. Con motivo de las
Jornadas mundiales de la juventud, y también en otras ocasiones, como re-
cientemente en la Vigilia de Pentecostés, se pone de manifiesto que en la
juventud hay un deseo, una búsqueda también de Dios. Los jóvenes quie-
ren ver si Dios existe y qué les dice. Por tanto, tienen cierta disponibilidad,
a pesar de todas las dificultades de hoy. También tienen entusiasmo. Por
tanto, debemos hacer todo lo posible por mantener viva esta llama  que se
manifiesta en ocasiones como las Jornadas mundiales de la juventud.
¿Cómo hacerlo? Es nuestra pregunta común. Creo que precisamente
aquí debería realizarse una “pastoral integrada”, porque en realidad no to-
dos los párrocos tienen la posibilidad de ocuparse suficientemente de la
juventud. Por eso, se necesita una pastoral que trascienda los límites de la
parroquia y que trascienda también los límites del trabajo del sacerdote.
Una pastoral que implique también a muchos agentes.
Me parece que, bajo la coordinación del obispo, por una parte, se debe
encontrar el modo de integrar a los jóvenes en la parroquia, a fin de que
sean fermento de la vida parroquial; y, por otra, encontrar para estos jóve-
nes también la ayuda de agentes extra-parroquiales. Las dos cosas deben ir
juntas. Es preciso sugerir a los jóvenes que, no sólo en la parroquia sino
también en diversos contextos, deben integrarse en la vida de la diócesis,
para luego volver a encontrarse en la parroquia. Por eso, hay que fomentar
todas las iniciativas que vayan en este sentido.
Creo que es muy importante en la actualidad la experiencia del volun-
tariado. Es muy importante que a los jóvenes no sólo les quede la opción
de las discotecas; hay que ofrecerles compromisos en los que vean que son
necesarios, que pueden hacer algo bueno. Al sentir este impulso de hacer
algo bueno por la humanidad, por alguien, por un grupo, los jóvenes sien-
ten un estímulo a comprometerse y encuentran también la “pista” positiva
de un compromiso, de una ética cristiana.
Me parece de gran importancia que los  jóvenes tengan realmente com-
promisos cuya necesidad vean, que los guíen por el camino de un servicio
positivo  para prestar una ayuda inspirada en el amor de Cristo a los hom-
bres, de forma que ellos mismos busquen las fuentes donde pueden encon-
trar fuerza y estímulo.
Otra experiencia son los grupos de oración, donde aprenden a escuchar
la palabra de Dios, a comprender la palabra de Dios, precisamente en su
contexto juvenil, a entrar en contacto con Dios. Esto quiere decir también
aprender la forma común de oración, la liturgia, que tal vez en un primer
momento les parezca bastante inaccesible. Aprenden que existe la palabra
de Dios que nos busca, a pesar de toda la distancia de los tiempos, que nos
habla hoy a nosotros. Nosotros llevamos al Señor el fruto de la tierra y de
nuestro trabajo, y lo encontramos transformado en don de Dios. Hablamos

219
como hijos con el Padre y recibimos luego el don de él mismo. Recibimos
la misión de ir por el mundo con el don de su presencia.
También serían útiles algunas clases de liturgia, a las que los jóvenes
puedan asistir. Por otra parte, hacen falta ocasiones en que los jóvenes
puedan mostrarse y presentarse. Aquí, en Albano, según he escuchado, se
hizo una representación de la vida de san Francisco. Comprometerse en
este sentido quiere decir entrar en la personalidad de san Francisco, de su
tiempo, y así ensanchar la propia personalidad. Se trata sólo de un ejem-
plo, algo en apariencia bastante singular. Puede ser una educación para en-
sanchar la propia personalidad, para entrar en un contexto de tradición
cristiana, para despertar la sed de conocer mejor la fuente donde bebió
este santo, que no era sólo un ambientalista o un pacifista, sino sobre todo
un hombre convertido.
Me ha complacido leer que el obispo de Asís, mons. Sorrentino, preci-
samente para salir al paso de este “abuso” de la figura de san Francisco,
con ocasión del VIII centenario de su conversión convocó un “Año de
conversión” para ver cuál es el verdadero “desafío”. Tal vez todos pode-
mos animar un poco a la juventud para que comprenda qué es la conver-
sión, remitiéndonos a la figura de san Francisco, a fin de buscar un camino
que ensanche la vida. Francisco al inicio era casi una especie de “play-
boy”. Luego, cayó en la cuenta de que eso no era suficiente. Escuchó la
voz del Señor: “Reconstruye mi casa”. Poco a poco comprendió lo que
quería decir “construir la casa del Señor”.
Así pues, no tengo respuestas muy concretas, porque se trata de una
misión donde encuentro ya a los jóvenes reunidos, gracias a Dios. Pero me
parece que se deben aprovechar todas las oportunidades que se ofrecen
hoy en los Movimientos, en las asociaciones, en el voluntariado, y en otras
actividades juveniles.
También es necesario presentar la juventud a la parroquia, a fin de que
vea quiénes son los jóvenes. Hace falta una pastoral vocacional. Todo
debe coordinarlo el obispo. Me parece que, a través de la auténtica coope-
ración de los jóvenes que se forman, se encuentran agentes pastorales. Así,
se puede abrir el camino de la conversión, la alegría de que Dios existe y
se preocupa de nosotros, de que nosotros tenemos acceso a Dios y pode-
mos ayudar a otros a “reconstruir su casa”. Me parece que, en resumen,
nuestra misión, a veces difícil, pero en último término muy hermosa con-
siste en “construir la casa de Dios” en el mundo actual.
Os agradezco vuestra atención y os pido disculpas por lo fragmentario
de mis respuestas. Queremos colaborar juntos para que crezca la “casa de
Dios” en nuestro tiempo, para que muchos jóvenes encuentren el camino
del servicio al Señor.

ENCUENTRO CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA


20070217. Discurso. En el seminario romano

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¿Cómo podemos escuchar la voz de Dios?
Gregorpaolo Stano: Diócesis de Oria, Italia del I año (1° filosofía)
Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al discer-
nimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un
ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y
sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan
dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender có-
mo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al hablarnos
en nuestro interior.
Ahora respondo a la primera pregunta: ¿cómo podemos discernir la
voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro mun-
do? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras. Habla
por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los padres, del
párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que
se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por medio de
los acontecimientos de nuestra vida, en los que podemos descubrir un ges-
to de Dios. Habla también a través de la naturaleza, de la creación; y, na-
turalmente, habla sobre todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída
en la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación con
Dios.
Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy
personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un hom-
bre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio,
sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo. Apren-
der a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la pa-
labra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo así la lectura
de la sagrada Escritura en una conversación con Dios. San Agustín dice a
menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra,
hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una parte, esta
lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en la que trato
de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura perso-
nal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la
sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.
Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —
aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta perso-
nal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el ca-
mino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este camino,
de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta humana.
Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la Es-
critura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspi-
rado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de
una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la sagrada
Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es
decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros
Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.

221
Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por
consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada
uno entra en el “nosotros” de los hijos de Dios en conversación con Dios.
Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras “Padre nuestro”.
Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el “nosotros” de este
“nuestro”; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este “noso-
tros”, que es el sujeto de la oración del padrenuestro.
Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar privile-
giado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la Palabra,
elLogos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras manos. Si nos
disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de
todos los tiempos, lo encontraremos.
Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto
se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en nues-
tro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran “nosotros” de la Igle-
sia, donde la palabra de Dios está viva.
Luego vienen los demás puntos:  escuchar a los amigos, escuchar a los
sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy, escu-
chando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y de la
creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.
Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras.
Es importante, por una parte, estar en el “nosotros” de la Iglesia, en el
“nosotros” vivido en la liturgia. Es importante personalizar este “nosotros”
en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor, de-
jarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por
decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este “nosotros” se
transforme en mi “nosotros”, y yo, en uno que realmente pertenece a este
“nosotros”. Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con
Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de
Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.

Reconocer la propia debilidad. Conversión permanente. Verdadera


amistad.
Gianpiero Savino: Diócesis de Taranto del III año (1° teología)
Santidad, a los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que di-
cen con firmeza y valentía su “sí” y que lo dejan todo para seguir al Se-
ñor; pero sabemos que estamos muy lejos de una verdadera coheren-
cia con ese “sí”. Con confianza de hijos, le confesamos la parcialidad de
nuestra respuesta a la llamada de Jesús y el esfuerzo diario por vivir una
vocación que nos pide dar un “sí” definitivo y total. ¿Cómo responder a
la vocación tan exigente de pastores del pueblo de Dios, si sentimos cons-
tantemente nuestra debilidad e incoherencia?
Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque sabemos que
necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos consuela. En el colegio de
los Apóstoles no sólo estaba Judas, sino también los Apóstoles buenos. A

222
pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la
cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso
nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este
gran “sí”, a la altura de celebrar “in persona Christi”, de vivir coherente-
mente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de sacerdote.
Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red
con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la
cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra de-
bilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se creen
ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a los que
oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se saben dé-
biles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el perdón del Se-
ñor, su gracia, para seguir adelante.
Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión
permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento
de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con
Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que tam-
bién el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de con-
versión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspecti-
vas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan valles os-
curos, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en la
bondad del Señor.
Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No
es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. De-
bemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo
adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación con-
virtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo, madurando
para el Señor, en nuestra comunión con él.
Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que pode-
mos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de sacerdotes
amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos ayuden.
Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la gente
tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su generosi-
dad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos
ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud de pacien-
cia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los demás, a tener
comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles también a
ellos a perdonar como nosotros perdonamos.
Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa
carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con
ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradeci-
miento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la perseveran-
cia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad tempus, ad
experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer de modo de-
finitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la gracia de la
perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me dé esta gracia.
223
Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la con-
versión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la perse-
verancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las pala-
bras del cardenal Martini, “hasta ahora el Señor me ha dado esta  gracia de
la perseverancia; espero que me la dé también para esta última etapa de mi
camino en esta tierra”. Me parece que debemos confiar en este don de la
perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con tenacidad, con
humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el don
de la perseverancia final, para que nos acompañe cada día hasta el final,
aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la perseverancia nos
da alegría, nos da la certeza de que somos amados por el Señor y que este
amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en nuestras debilidades.
Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor

Quien ha encontrado un gran amor, se siente realmente rico


Dimov Koicio: Diócesis de Nicópolis ad Istrum (Bulgaria) IV año (2° teo-
logía)
Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de
la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de ordena-
ción de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia contra el
peligro “de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de esforzar-
se por conseguir una buena posición mediante la Iglesia”. ¿Cómo afron-
tar estos problemas del modo más sereno y responsable posible?
No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto
importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia
también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y
no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos
jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y
aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su
amor y hacer resplandecer su amor.
Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la ora-
ción de san Ignacio, que dice: “Suscipe, Domine, universam meam liberta-
tem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid
habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus
voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi
dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco”. Precisamente
esta última parte me parece muy importante: comprender que el verdadero
tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no perder nunca este
amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha encontrado un
gran amor se siente realmente rico y sabe que ésta es la verdadera perla,
que éste es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas que posee.
Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el
amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida sa-
cramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo libre,
tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la verdadera

224
perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la me-
dida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo
soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontre-
mos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos
que la Providencia decida qué hace con nosotros.
Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la
gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la
fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monas-
terio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa
africana, ya encorvada, le dijo: “Pero, ¿qué hace usted, hermana?”. Bakhi-
ta le respondió: “Yo hago lo mismo que usted excelencia”. El obispo ad-
mirado preguntó: “¿Qué cosa?”. Y Bakhita le contestó: “Excelencia, los
dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de Dios”.
Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religio-
sa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diver-
sas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lu-
gar debido.
También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que
dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en
un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verda-
dera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece
que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una
vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentacio-
nes tan humanas.

El sufrimiento y la cruz: como el grano de trigo…


Francesco Annesi: Diócesis de Roma del V Año (3° teología)
Santidad, la carta apostólica “Salvifici doloris” del Papa Juan Pablo
II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para
todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un
mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cual-
quier forma de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido
cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren,
sin resultar retórico o patético?
¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo
posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las
personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida
buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: 
el hambre, las epidemias, etc.
Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos cau-
sados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también
y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra ma-
duración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo
que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en
tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.

225
Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándo-
nos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el
Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para su-
frir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus
hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco,
como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu
caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos
crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.
Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho
tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda delQuo
vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz
del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a
los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.
Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da aleg-
ría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el
que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso do-
loroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera ale-
gría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda,
miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que
luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la aleg-
ría, sino a la autodestrucción.
Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece
en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz,
con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano
de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar
esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna difi-
cultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del se-
guimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta es-
cuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.
Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud
o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un
gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que co-
nocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético.
Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos
com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente
con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos,
asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en
la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.
Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras
parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del se-
guimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de
ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-
pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que
la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos
abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero

226
Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro
Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.
Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la
gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para
que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de madu-
ración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.

Serva ordinem: la importancia de un plan de vida.


Marco Ceccarelli: Diócesis de Roma, diácono (será ordenado sacerdo-
te el 29 de abril)
Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos orde-
nados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas
del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias.
¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro mi-
nisterio presbiteral?
Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como
primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la
vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posi-
ble, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es in-
completo; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria.
Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Se-
ñor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea real-
mente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y
así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta litur-
gia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en contacto
más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exi-
ge la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los
demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos
fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el
día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando
cada día. Hemos aprendido: “Serva ordinem et ordo servabit te”. Esas pa-
labras encierran una gran verdad.
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás
sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto per-
sonal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una re-
ceta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical
con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén di-
rigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a
mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para
que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque
si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta
apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la ca-
beza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del do-
mingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de

227
Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: “Pero, ¿cómo puede brotar
agua de estas piedras?”.
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las
palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay
que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se
ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre
esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contem-
poráneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo co-
menzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los
demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los de-
más y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Pala-
bra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero
reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el do-
mingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado
por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una si-
tuación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la
gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta
y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente
esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor
cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha
de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto
a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de
estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus
dudas y dificultades, podemos  aprender  a buscar y encontrar a Dios, en-
contrar a nuestro Señor Jesucristo.

ENCUENTRO CON EL CLERO DE ROMA


20070222. Discurso

Pastoral juvenil: necesidad de un buen acompañamiento.


2. Un sacerdote que se ocupa de la pastoral juvenil en la diócesis le
pidió una palabra de orientación sobre el modo de transmitir a los jóve-
nes la alegría de la fe cristiana, en particular frente a los desafíos cultu-
rales actuales y le instó a indicar los temas prioritarios sobre los que em -
plear más las energías para ayudar a los muchachos y muchachas a en-
contrar concretamente a Cristo.
Gracias por el trabajo que realiza por los adolescentes. Sabemos que la
juventud debe ser realmente una prioridad en nuestro trabajo pastoral, por-
que vive en un mundo alejado de Dios. Y en nuestro contexto cultural es
muy difícil tener el encuentro con Cristo, vivir la vida cristiana, la vida de
fe. Los jóvenes necesitan mucho acompañamiento para poder encontrar
realmente este camino. Aunque por desgracia vivo bastante lejos de ellos

228
y, por tanto, no puedo dar indicaciones muy concretas, diría que el primer
elemento me parece precisamente y sobre todo el acompañamiento. Deben
experimentar que se puede vivir la fe en este tiempo, que no se trata de
una cosa del pasado, sino que es posible vivir hoy como cristianos y en-
contrar así realmente el bien.
Recuerdo un elemento autobiográfico en los escritos de san Ci-
priano: He vivido en este mundo nuestro —dice— totalmente alejado de
Dios, porque las divinidades estaban muertas y Dios no era visible. Y
viendo a los cristianos, he pensado: es una vida imposible, ¡esto no se pue-
de realizar en nuestro mundo! Pero después, encontrando a algunos de
ellos, estando en su compañía, dejándome guiar en el catecumenado, en
este camino de conversión hacia Dios, poco a poco he comprendido:  ¡es
posible! Y ahora soy feliz por haber encontrado la vida. He comprendido
que aquella otra no era vida, y en verdad —confiesa— sabía ya antes que
aquella no era la verdadera vida.
Me parece muy importante que los jóvenes encuentren a personas —
bien de su edad, bien más maduras— en las que puedan descubrir que la
vida cristiana hoy es posible y también razonable y realizable. Sobre estos
dos últimos elementos creo que existen dudas: sobre la factibilidad, por-
que los demás caminos están muy lejos del estilo de vida cristiano, y sobre
la racionalidad, porque a primera vista parece que la ciencia nos dice co-
sas totalmente diversas y, por tanto, no es posible comenzar un recorrido
razonable hacia la fe, de modo que se muestre que es una cosa en sintonía
con nuestro tiempo y con la razón.
El primer punto es, pues, la experiencia, que abre luego la puerta tam-
bién al conocimiento. En este sentido, el “catecumenado” vivido de modo
nuevo, es decir, como camino común de vida, como experiencia común
del hecho de que es posible vivir así, es de gran importancia. Sólo si hay
una cierta experiencia, se puede también comprender. Recuerdo un conse-
jo que Pascal daba a un amigo no creyente. Le decía: prueba a hacer las
cosas que hace un creyente y, después, con esta experiencia, verás que
todo es lógico y verdadero.
Un aspecto importante nos lo muestra precisamente ahora la Cuares-
ma. No podemos pensar en vivir inmediatamente una vida cristiana al
ciento por ciento, sin dudas y sin pecados. Debemos reconocer que esta-
mos en camino, que debemos y podemos aprender, que necesitamos tam-
bién convertirnos poco a poco. Ciertamente, la conversión fundamental es
un acto que es para siempre. Pero la realización de la conversión es un
acto de vida, que se realiza con paciencia toda la vida. Es un acto en el que
no debemos perder la confianza y la valentía del camino. Precisamente de-
bemos reconocer esto: no podemos hacer de nosotros mismos cristianos
perfectos de un momento a otro. Sin embargo, vale la pena ir adelante, ser
fieles a la opción fundamental, por decirlo así, y luego continuar con per-
severancia en un camino de conversión que a veces se hace difícil. En
efecto, puede suceder que venga el desánimo, por lo cual se quiera dejar
todo y permanecer en un estado de crisis. No hay que abatirse enseguida,
229
sino que, con valentía, comenzar de nuevo. El Señor me guía, el Señor es
generoso y, con su perdón, voy adelante, llegando a ser generoso también
yo con los demás. Así, aprendemos realmente a amar al prójimo y la vida
cristiana, que implica esta perseverancia de no detenerme en el camino.
En cuanto a los grandes temas, diría que es importante conocer a Dios.
El tema “Dios” es esencial. San Pablo dice en la carta a los Efesios: “Re-
cordad cómo en otro tiempo estabais sin esperanza y sin Dios. Pero ahora,
en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis lle-
gado a estar cerca” (Ef 2, 11-13). Así la vida tiene un sentido, que me guía
también en medio de las dificultades. Por consiguiente, es necesario vol-
ver al Dios creador, al Dios que es la razón creadora, y luego encontrar a
Cristo, que es el Rostro vivo de Dios. Podemos decir que aquí hay una re-
ciprocidad. Por una parte, el encuentro con Jesús, con esta figura humana,
histórica, real, me ayuda a conocer poco a poco a Dios; y, por otra, cono-
cer a Dios me ayuda a comprender la grandeza del misterio de Cristo, que
es el Rostro de Dios. Sólo si logramos entender que Jesús no es un gran
profeta, una de las personalidades religiosas del mundo, sino que es el
Rostro de Dios, que es Dios, hemos descubierto la grandeza de Cristo y
hemos encontrado quién es Dios. Dios no es sólo una sombra lejana, la
“Causa primera”, sino que tiene un Rostro: es el Rostro de la misericordia,
el Rostro  del  perdón  y del amor, el Rostro del encuentro con nosotros.
Por tanto, estos dos temas se compenetran recíprocamente y deben ir
siempre juntos.
Además, debemos comprender que la Iglesia es la gran compañera del
camino en el que estamos. En ella la palabra de Dios se mantiene viva y
Cristo no es sólo una figura del pasado, sino que está presente. Así, debe-
mos redescubrir la vida sacramental, el perdón sacramental, la Eucaristía,
el bautismo como nacimiento nuevo. San Ambrosio, en la Noche pascual,
en la última catequesis mistagógica, dijo: Hasta ahora hemos hablado de las
cosas morales; ahora es el momento de hablar del Misterio. Había ofrecido
una guía para la experiencia moral, naturalmente a la luz de Dios, que luego
se abre al Misterio.Pienso que hoy estas dos cosas deben compenetrarse: un
camino con Jesús, que descubre cada vez más la profundidad de su misterio.
Así, se aprende a vivir de modo cristiano, se aprende la grandeza del perdón
y la grandeza del Señor, que se entrega a nosotros en la Eucaristía.
En este camino nos acompañan los santos. Ellos, a pesar de tantos pro-
blemas, vivieron y son la “interpretación” auténtica y viva de la Sagrada
Escritura. Cada uno tiene su santo, del que puede aprender mejor qué
comporta vivir como cristiano. Son, sobre todo, los santos de nuestro
tiempo. Y luego, por supuesto, está siempre María, que es la Madre de la
Palabra. Redescubrir a María nos ayuda a ir adelante como cristianos y a
conocer al Hijo.

Actitudes correctas ante la Sagrada Escritura: no fragmentar, a la luz


de Cristo y humildad.

230
3. El rector de la iglesia de Santa Lucía del Gonfalone expuso la expe-
riencia de la lectura integral de la Biblia que está haciendo la comunidad
junto con la Iglesia valdense, y preguntó cuál es el valor de la palabra de
Dios en la comunidad eclesial, cómo promover el conocimiento de la Bi-
blia para que la Palabra forme a la comunidad también para un camino
ecuménico.
Usted tiene ciertamente una experiencia más concreta de cómo hacer
esto. Ante todo, puedo decir que el próximo Sínodo tratará sobre la pala-
bra de Dios. He visto ya losLineamenta elaborados por el Consejo del Sí-
nodo, y pienso que estarán bien presentadas las diversas dimensiones de la
presencia de la Palabra en la Iglesia.
Sin duda alguna, la Biblia, en su integridad, es algo grandioso y que
hay que descubrir poco a poco. Porque si la consideramos sólo parcial-
mente, a menudo puede resultar difícil comprender que se trata de la pala-
bra de Dios: por ejemplo, en ciertas partes de los libros de los Reyes, con
las crónicas, con el exterminio de los pueblos existentes en Tierra Santa.
Muchas otras cosas son difíciles. Precisamente también el Qohélet puede
ser aislado y puede resultar muy difícil: justamente parece teorizar la des-
esperación, porque nada permanece y porque también el sabio al final
muere junto con los necios. Acabamos de leerlo ahora en el Breviario.
Un primer punto me parece precisamente leer la Sagrada Escritura en
su unidad e integridad. Cada parte forma parte de un camino, y sólo vién-
dolas en su integridad, como un camino único, donde una parte explica la
otra, podemos comprender esto. Detengámonos, por ejemplo, con el
Qohélet. En otro tiempo estaba la palabra de la sabiduría, según la cual
quien es bueno vive también bien, es decir, Dios premia a quien es bueno.
Y después viene Job y se ve que no es así, y precisamente quien vive bien
sufre más. Parece verdaderamente olvidado por Dios. Siguen los Salmos
de aquel período, donde se dice: ¿qué hace Dios? Los ateos, los soberbios
viven bien, están gordos, se alimentan bien, se ríen de nosotros y dicen: 
¿dónde está Dios? No se interesa por nosotros, y nosotros hemos sido ven-
didos como ovejas de matadero ¿Qué haces con nosotros? ¿Por qué es así?
Llega el momento en que el Qohélet dice: pero toda esta sabiduría, al fi-
nal, ¿dónde permanece? Es un libro casi existencialista, en el que se afir-
ma: todo es vano. Este primer camino no pierde su valor, sino que se abre
a la nueva perspectiva que, al final, conduce hacia la cruz de Cristo, “el
Santo de Dios”, como dice san Pedro en el capítulo sexto del evangelio de
san Juan. Termina con la cruz. Y precisamente así se demuestra la sabidu-
ría de Dios, que luego nos describirá san Pablo.
Y, por tanto, sólo si consideramos todo como un único camino, paso a
paso, y aprendemos a leer la Escritura en su unidad, podemos también
realmente acceder a la belleza y a la riqueza de la Sagrada Escritura. Por
consiguiente, leer todo, pero siempre teniendo presente la totalidad de la
Sagrada Escritura, donde una parte explica la otra, un paso del camino ex-
plica el otro. La exégesis moderna puede ser de gran ayuda en lo que res-
pecta a este punto. Consideremos, por ejemplo, el libro de Isaías, cuando
231
los exegetas descubrieron que a partir del capítulo 40 el autor es otro, el
Deutero-Isaías, como se dijo en aquel tiempo. Para la teología católica fue
un momento de gran terror.
Alguno pensó que así se destruía Isaías y, al final, en el capítulo 53, la
visión del Siervo de Dios ya no era del Isaías que había vivido casi 800
años antes de Cristo. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. Ahora hemos com-
prendido que todo el libro es un camino de relecturas siempre nuevas,
donde se entra cada vez con más profundidad en el misterio propuesto al
inicio y se abre cada vez más plenamente cuanto estaba inicialmente pre-
sente, pero aún cerrado.
En un libro podemos comprender precisamente todo el camino de la
Sagrada Escritura: se trata de una relectura permanente, un volver a com-
prender cuanto se ha dicho antes. La luz se va encendiendo lentamente y
el cristiano puede comprender cuanto el Señor ha dicho a los discípulos de
Emaús, explicándoles que todos los profetas habían hablado de él. El Se-
ñor nos abre la última relectura:  Cristo es la clave de todo, y sólo unién-
dose en el camino a los discípulos de Emaús, sólo caminando con Cristo,
releyendo todo en su luz, con él crucificado y resucitado, entramos en la
riqueza y en la belleza de la Sagrada Escritura.
Por esta razón, diría que el punto importante es no fragmentar la
Sagrada Escritura. Precisamente la crítica moderna, como vemos ahora,
nos ha hecho comprender que es un camino permanente. Y también pode-
mos ver que es un camino que tiene una dirección y que Cristo es el punto
de llegada. Comenzando desde Cristo podemos reanudar el camino y en-
trar en la profundidad de la Palabra.
Resumiendo, diría que la lectura de la Sagrada Escritura debe ser siem-
pre una lectura a la luz de Cristo. Sólo así podemos leer y comprender, in-
cluso en nuestro contexto actual, la Sagrada Escritura y obtener realmente
de ella la luz. Debemos comprender esto: la Sagrada Escritura es un ca-
mino con una dirección. Quien conoce el punto de llegada también puede
dar, ahora de nuevo, todos los pasos y aprender así, de modo más profun-
do, el misterio de Cristo. Comprendiendo esto, también hemos comprendi-
do el carácter eclesial de la Sagrada Escritura, porque estos caminos, estos
pasos del camino, son pasos de un pueblo. Es el pueblo de Dios que va
adelante. El verdadero propietario de la Palabra es siempre el pueblo de
Dios, guiado por el Espíritu Santo, y la inspiración es un proceso comple-
jo: el Espíritu Santo guía adelante, y el pueblo recibe.
Es, pues, el camino de un pueblo, del pueblo de Dios. La sagrada Es-
critura hay que leerla bien. Pero esto sólo puede hacerse si caminamos
dentro de este sujeto que es el pueblo de Dios que vive, que es renovado y
fundado de nuevo por Cristo, pero que conserva siempre su identidad.
Por consiguiente, diría que hay tres dimensiones relacionadas y com-
penetradas entre sí: la dimensión histórica, la dimensión cristológica y la
dimensión eclesiológica —del pueblo en camino—. En una lectura com-
pleta las tres dimensiones están presentes. Por eso, la liturgia —la lectura
común y orante del pueblo de Dios— sigue siendo el lugar privilegiado para
232
la comprensión de la Palabra, porque precisamente aquí la lectura se con-
vierte en oración y se une a la oración de Cristo en la Plegaria eucarística.
Quisiera añadir aún una cosa, que han subrayado todos los Padres de la
Iglesia. Pienso, sobre todo, en un bellísimo texto de san Efrén y en otro de
san Agustín, en los que se dice: si has comprendido poco, acepta, no pien-
ses que has comprendido todo. La Palabra sigue siendo siempre mucho
más grande de lo que has podido comprender. Y esto hay que decirlo aho-
ra de modo crítico ante una cierta parte de la exégesis moderna, que piensa
que ha comprendido todo y que por eso, después de la interpretación ela-
borada por ella, ya no se puede decir nada más. Esto no es verdad. La Pa-
labra es siempre más grande que la exégesis de los Padres y que la exége-
sis crítica, porque también esta comprende sólo una parte, diría, más bien,
una parte mínima. La Palabra es siempre más grande, este es nuestro gran
consuelo. Y, por una parte, es hermoso saber que hemos comprendido sola-
mente un poco. Es hermoso saber que existe aún un tesoro inagotable y que
cada nueva generación redescubrirá nuevos tesoros e irá adelante con la
grandeza de la palabra de Dios, que va siempre delante de nosotros, nos guía
y es siempre más grande. Con esta certeza se debe leer la Escritura.
San Agustín dijo: beben de la fuente la liebre y el asno. El asno bebe
más, pero cada uno bebe según su capacidad. Sea que seamos liebres, sea
que seamos asnos, estemos agradecidos porque el Señor nos permite beber
de su agua.

El sentido de la reparación: oponer el plus del bien.


6. El rector de la basílica de Santa Anastasia habló de la adoración
eucarística perpetua y le pidió al Papa que explicara el valor de la repa-
ración eucarística frente a los robos sacrílegos y a las sectas satánicas.
La adoración eucarística, ha penetrado realmente en nuestro corazón y
penetra en el corazón del pueblo, por eso no hablamos en general de ello.
Usted ha formulado esta pregunta específica sobre la reparación eucarísti-
ca. Es un discurso que se ha hecho difícil. Recuerdo que cuando era joven,
en la fiesta del Sagrado Corazón, se rezaba una hermosa oración de León
XIII y también otra de Pío XI, en la que la reparación tenía un lugar parti-
cular, precisamente con referencia, ya en aquel tiempo, a los actos sacríle-
gos que debían repararse.
Me parece que es necesario profundizar, llegar al Señor mismo, que ha
ofrecido la reparación por el pecado del mundo, y buscar los modos de re-
parar, es decir, de establecer un equilibrio entre elplus del mal y el plus del
bien. Así, en la balanza del mundo, no debemos dejar este gran plus en ne-
gativo, sino que tenemos que dar un peso al menos equivalente al bien.
Esta idea fundamental se apoya en todo lo que Cristo hizo. Por lo que pue-
do entender, este es el sentido del sacrificio eucarístico. Contra este gran
peso del mal que existe en el mundo y que abate al mundo, el Señor pone
otro peso más grande, el del amor infinito que entra en este mundo. Este
es el punto importante: Dios es siempre el bien absoluto, pero este bien

233
absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace pre-
sente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor abso-
luto. El plus del mal, que existe siempre si vemos sólo empíricamente las
proporciones, es superado por el plus inmenso del bien, del sufrimiento
del Hijo de Dios.
En este sentido existe la reparación, que es necesaria. Me parece que
hoy resulta un poco difícil comprender estas cosas. Si vemos el peso del
mal en el mundo, que aumenta continuamente, que parece prevalecer ab-
solutamente en la historia —como dice san Agustín en una meditación—,
se podría incluso desesperar. Pero vemos que hay un plus aún mayor en el
hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia, se ha hecho partícipe
de la historia y ha sufrido a fondo. Este es el sentido de la reparación. Este
plus del Señor es para nosotros una llamada a ponernos de su parte, a en-
trar en este gran plus del amor y a manifestarlo, incluso con nuestra debili-
dad. Sabemos que también nosotros necesitábamos este plus, porque tam-
bién en nuestra vida existe el mal. Todos vivimos gracias al plus del Se-
ñor. Pero nos hace este don para que, como dice la carta a los Colosenses,
podamos asociarnos a su abundancia y, así, hagamos crecer aún más esta
abundancia, concretamente en nuestro momento histórico.
La teología debería hacer más para comprender aún mejor esta reali-
dad de la reparación. A lo largo de la historia no han faltado ideas equivo-
cadas. He leído en estos días los discursos teológicos de san Gregorio Na-
cianceno, que en cierto momento habla de este aspecto y se pregunta: ¿a
quién ofreció el Señor su sangre? Dice:  el Padre no quería la sangre del
Hijo, el Padre no es cruel, no es necesario atribuir esto a la voluntad del
Padre; pero la historia lo exigía, lo exigían la necesidad y los desequili-
brios de la historia; se debía entrar en estos desequilibrios y recrear aquí el
verdadero equilibrio. Esto es precisamente muy iluminador. Pero me pare-
ce que aún no poseemos suficientemente el lenguaje para comprender no-
sotros mismos este hecho y para hacerlo comprender después a los demás.
No se debe ofrecer a un Dios cruel la sangre de Dios. Pero Dios mismo,
con su amor, debe entrar en los sufrimientos de la historia para crear no
sólo un equilibrio, sino un plus de amor que es más fuerte que la abundan-
cia del mal que existe. El Señor nos invita a esto.
Se trata de una realidad típicamente católica. Lutero dice: no podemos
añadir nada. Y esto es verdad. Y también dice: por tanto, nuestras obras no
cuentan nada. Y esto no es verdad. Porque la generosidad del Señor se
muestra precisamente en el hecho de que nos invita a entrar, y da valor
también a nuestro estar con él. Debemos aprender mejor todo esto y sentir
la grandeza, la generosidad del Señor y la grandeza de nuestra vocación.
El Señor quiere asociarnos a este gran plus suyo. Si comenzamos a com-
prenderlo, estaremos contentos de que el Señor nos invite a esto. Será la
gran alegría de experimentar que  el  amor  del  Señor nos toma en serio.

ENCUENTRO SACERDOTES DE BELLUNO-FELTRE Y TREVISO

234
20070724. Discurso. Auronzo di Cadore

Tres imperativos: orad, curad y anunciad


Soy don Mauro. Santidad, al desempeñar nuestro ministerio pastoral,
cada vez nos vemos más agobiados por muchos afanes. Aumentan los
compromisos de gestión administrativa de las parroquias, de
organización pastoral y de acogida de las personas que atraviesan
situaciones difíciles. ¿Hacia qué prioridades debemos orientar hoy
nuestro ministerio de sacerdotes y párrocos, para evitar, por un lado, la
fragmentación y, por otro, la dispersión? Muchas gracias.

Es una pregunta muy realista; es verdad. También yo experimento un


poco este problema, pues cada día tengo que resolver muchos asuntos, con
numerosas audiencias necesarias, con tanto que hacer. Sin embargo, es
preciso encontrar las debidas prioridades y no olvidar lo esencial: el
anuncio del reino de Dios. Al escuchar esta pregunta, me vino a la mente
el evangelio de hace dos semanas sobre la misión de los setenta y dos dis-
cípulos. Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos setenta
y dos discípulos, les dio tres imperativos, que a mi parecer expresan
también hoy sustancialmente las grandes prioridades del trabajo de un
discípulo de Cristo, de un sacerdote. Los tres imperativos son: orad, curad
y anunciad.
Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos
esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo.
Orad, es decir: sin una relación personal con Dios todo el resto no
puede funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad
divina y la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no
vivimos una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo
Jesús.
Por eso cada día celebramos la santa Eucaristía como encuentro
fundamental, donde el Señor habla con nosotros y nosotros con el Señor,
que se entrega en nuestras manos. Sin la oración de las Horas, por la que
entramos en la gran plegaria de todo el pueblo de Dios, comenzando por
los Salmos del pueblo antiguo renovado en la fe de la Iglesia, y sin la
oración personal, no podemos ser buenos sacerdotes, pues se pierde la
sustancia de nuestro ministerio. Por eso, el primer imperativo es ser
hombres de Dios, es decir, hombres que tienen amistad con Cristo y con
sus santos.
Viene luego el segundo imperativo. Jesús dijo: curad a los enfermos, a
los abandonados, a los necesitados. Es el amor de la Iglesia a los
marginados, a los que sufren. Incluso las personas ricas pueden estar
interiormente marginadas y sufrir. «Curar» se, refiere a todas las
necesidades humanas, que son siempre necesidades que van en
profundidad hacia Dios. Por tanto, como se dice, es preciso conocer a las
ovejas, tener relaciones humanas con las personas que nos han sido

235
encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad,
porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de
nuestro ser humano.
Pero, comohe aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi
parecer, a este «curar», en sus múltiples formas, pertenece también el
ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de
curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente
sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el
Bautismo, que es la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan
por el sacramento de la Reconciliación, y la Unción de los enfermos.
Naturalmente, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía,
se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero
sobre todo -este es nuestro mandato- las almas. Debemos pensar en las
numerosas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que
existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro
con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la
meditación, el estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios.
Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos
nosotros? Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una
utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de
cincuenta años o quién sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios
que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de
Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios
tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está
siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos
los creyentes.
Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios
hoy, hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de
Dios y, naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en
la sagrada Eucaristía.
Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos
humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien
nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace
reconocer los límites de nuestras fuerzas. Lo que no podemos hacer
nosotros, lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar,
de colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de
orar, curar y anunciar.

Matrimonio: preparación y acompañamiento los primeros años


especialmente.
Soy don Samuele. Hemos escuchado su invitación a orar, a curar y a
anunciar. Lo hemos tomado en serio, preocupándonos de su persona y,
para manifestarle nuestro afecto, le hemos traído algunas botellas de
buen vino de nuestra tierra, que le entregaremos por medio de nuestro
obispo. Paso a la pregunta. Cada vez aumentan más los casos de

236
personas divorciadas que se vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a
los sacerdotes una ayuda para su vida espiritual. Estas personas con
frecuencia sufren por no poder acceder a los sacramentos. Es necesario
afrontar esas situaciones, compartiendo los sufrimientos que implican.
Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas, espirituales y pastorales
podemos conjugar la misericordia y la verdad? Muchas gracias.

Sí, se trata de un problema doloroso, y ciertamente no existe una receta


sencilla para resolverlo. Todos sufrimos por este problema, pues todos
tenemos cerca a personas que se encuentran en esa situación y sabemos
que para ellos es un dolor y un sufrimiento, porque quieren estar en plena
comunión con la Iglesia. El vínculo de su matrimonio anterior reduce su
participación en la vida de la Iglesia. ¿Qué hacer?
Un primer punto sería, naturalmente, la prevención, en la medida de lo
posible. Por eso, resulta cada vez más fundamental y necesaria la
preparación para el matrimonio. El Derecho canónico supone que el
hombre como tal, incluso el que no tiene una gran instrucción, quiere
formar un matrimonio según la naturaleza humana, como se indica en los
primeros capítulos del Génesis. Es hombre, tiene una naturaleza humana
y, por consiguiente, sabe lo que es el matrimonio. Quiere hacer lo que dice
su naturaleza humana. Esto es lo que da por supuesto el Derecho
canónico. Es algo que se impone: el hombre es hombre, la naturaleza es
así, y le dice eso.
Pero hoy ese axioma, según el cual el hombre quiere hacer lo que está
en su naturaleza: un matrimonio único y fiel, se transforma en un axioma
un poco diverso. «Volunt contrahere matrimonium sicut ceteri homines».
Ya no sólo habla la naturaleza, sino los «ceteri homines»: lo que hacen
todos. Y lo que hoy hacen todos no es sólo el matrimonio natural, según el
Creador, según la creación. Lo que hacen los «ceteri homines» es casarse
con la idea de que un día el matrimonio puede fracasar y luego se puede
pasar a un segundo, a un tercero y a un cuarto matrimonio. Este modelo,
«como hacen todos», se convierte en un modelo opuesto a lo que dice la
naturaleza. Así resulta normal casarse, divorciarse y volverse a casar; y
nadie piensa que es algo que va contra la naturaleza humana, o al menos
es difícil encontrar a una persona que piense así.
Por eso, para ayudar a las personas a llegar realmente al matrimonio,
no sólo en el sentido de la Iglesia, sino también en el del Creador,
debemos reparar la capacidad de escuchar a la naturaleza. Así volvemos a
la primera cuestión, a la primera pregunta. Es necesario redescubrir en «lo
que hacen todos» lo que nos dice la naturaleza misma, que habla de modo
diferente al de esa costumbre moderna. En efecto, nos invita al matrimo-
nio para toda la vida, con una fidelidad que dure toda la vida, a pesar de
los sufrimientos que implica crecer juntos en el amor.
Así pues, los cursos de preparación para el matrimonio deben ayudar a
reparar en nosotros la voz de la naturaleza, del Creador, para redescubrir
en la que hacen todos los «ceteri homines» la que nos dice íntimamente
237
nuestro ser mismo. En esta situación, entre lo que hacen todos y lo que
dice nuestro ser, los cursos de preparación para el matrimonio deben ser
un camino de redescubrimiento, para volver a aprender lo que nos dice
nuestro ser; deben ayudar a llegar a una verdadera decisión con respecto al
matrimonio según el Creador y según el Redentor.
Esos cursos de preparación son muy importantes para «conocerse a sí
mismos», para descubrir la verdadera voluntad matrimonial. No basta la
preparación, pues las grandes crisis vienen después. Por eso, es muy
importante el acompañamiento durante los primeros diez años de
matrimonio. En la parroquia no sólo hay que promover los cursos de
preparación, sino también la comunión en el camino que viene después:
acompañarse y ayudarse recíprocamente. Los sacerdotes, y también las
familias que ya han hecho esas experiencias, que conocen esos
sufrimientos, esas tentaciones, deben ayudarles en sus momentos de crisis.
Es importante la presencia de una red de familias que se ayuden
mutuamente. También los Movimientos pueden prestar una gran ayuda.
La primera parte de mi respuesta sugiere la prevención, no sólo en el
sentido de preparar, sino también de acompañar, es decir, la presencia de
una red de familias que ayude a afrontar esta situación moderna, donde
todo habla contra una fidelidad de por vida. Es necesario ayudar a
encontrar esta fidelidad, a aprenderla incluso en medio del sufrimiento.
Sin embargo, en caso de fracaso, es decir, cuando los esposos no se
sienten capaces de cumplir su primera voluntad, queda siempre la
pregunta de si realmente fue una voluntad, en el sentido del sacramento.
Por tanto, se puede abrir un proceso para la declaración de nulidad. Si fue
un verdadero matrimonio, y en consecuencia no pueden volver a casarse,
la presencia permanente de la Iglesia ayuda a estas personas a soportar
otro sufrimiento. En el primer caso tenemos el sufrimiento de superar esa
crisis, de aprender una fidelidad ardua y madura. En el segundo, tenemos
el sufrimiento de encontrarse en un vínculo nuevo, que no es el
sacramental y que por tanto no permite la comunión plena en los
sacramentos de la Iglesia. Aquí se trata de enseñar y aprender a vivir con
este sufrimiento. Volveremos a este punto en la primera pregunta de la
otra diócesis.
Por lo general, en nuestra generación, en nuestra cultura, debemos
redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser
algo muy positivo, pues nos ayuda a madurar, a ser lo que debemos ser, a
estar más cerca del Señor, que sufrió por nosotros y sufre con nosotros.
Así pues, también en esta segunda situación es de suma importancia la
presencia del sacerdote, de las familias, de los Movimientos, la comunión
personal y comunitaria, la ayuda del amor al prójimo, un amor muy
específico. Sólo este amor profundo de la Iglesia, que se realiza con un
acompañamiento múltiple, puede ayudar a estas personas a sentirse
amadas por Cristo, miembros de la Iglesia, incluso en una situación difícil,
y a vivir la fe.

238
Los jóvenes y el sentido de la vida: el dolor, el amor, Dios.
Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra
esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una difi-
cultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de
consumo inmediato; no un proyecto por construir, sino un vagabundeo sin
meta fija. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y
perfectos y eso implica como consecuencia que cualquier pequeño fracaso
y la mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento, sino
como una derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos
irremediables como el suicidio, que provocan una laceración en el
corazón de quienes los aman y de la sociedad entera. ¿Qué nos puede
decir a los educadores, que a menudo nos sentimos con las manos atadas
y sin respuestas? Muchas gracias.

Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está
presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de
Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio
en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las
nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, «la
gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado». Entonces la vida es algo
ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo
mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad
inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no
está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la
vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido por
sí misma. A1 contrario, debemos tratar de infundir sentido en esta parte
del ser.
Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está
asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado
«creacionismo» y el evolucionismo, presentados como si fueran
alternativas que se excluyen: quien cree en el Creador no podría admitir la
evolución y, por el contrario, quien afirma la evolución debería excluir a
Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen
muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como
una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la
vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes
y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene
todo esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el
hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona
quise decir también que la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver
esos datos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la
realidad. Nuestra razón ve más ampliamente. En el fondo no es algo
irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo,
la Razón creadora, y en realidad nosotros somos un reflejo de la Razón
creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos
239
precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y
que en definitiva da significado a nuestra vida.
Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es
razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es
descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran
armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos
de dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de
progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su
último momento de vida.
Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos
nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del
dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del
mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los
sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay
también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si
podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.
Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica
siempre renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a
los demás con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros
mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor,
sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los
otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegarnos a ser
grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.
Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de
que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es
importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor
verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así
podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace
libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar
estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en
la parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las
nuevas generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran
dimensión de nuestro ser.

La nueva evangelización: el mejor testimonio es la vida auténtica.


Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que
escribió usted en su libro «Jesús de Nazaret»: «¿Qué ha traído en verdad
Jesús al mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un mundo
mejor? ¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: “a Dios.
Ha traído a Dios”». Hasta aquí la cita, que me parece llena de claridad y
verdad. Mi pregunta es: se habla de nueva evangelización, de nuevo
anuncio del Evangelio -esta ha sido también la decisión principal del
Sínodo de nuestra diócesis de Belluno-Feltre-, pero ¿qué hacer para que
este Dios, única riqueza traída por Jesús y que a menudo se presenta a
muchos envuelto en niebla, resplandezca aún en nuestros hogares y sea

240
agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen
ya no tener sed? Muchas gracias.

Gracias. Es una pregunta fundamental. La pregunta fundamental de


nuestro trabajo pastoral es cómo llevar a Dios al mundo, a nuestros
contemporáneos. Evidentemente, el llevar a Dios abarca muchos aspectos:
el anuncio, la vida y muerte de Jesús se desarrollaron en varias
dimensiones, que forman una unidad. Debemos mantener las dos cosas.
Por una parte, el anuncio cristiano, el cristianismo, no es un paquete
complicadísimo de muchos dogmas, que nadie podría conocer en su
totalidad. No es algo sólo para académicos, que pueden estudiar estas
cosas. Es algo sencillo: Dios existe, Dios es cercano en Jesucristo. El
mismo Jesucristo, resumiendo, dijo: «Ha llegado el reino de Dios». Esto
es lo que anunciamos, algo muy sencillo en el fondo. Todos los otros
aspectos son sólo dimensiones de esa única realidad; no todas las personas
deben conocer todo, pero ciertamente todas deben entrar en lo íntimo, en
lo esencial; así se abordan con alegría cada vez mayor también las
diversas dimensiones.
Pero, en concreto, ¿qué se ha de hacer? Hablando del trabajo pastoral
actual ya tocamos los puntos esenciales. Pero continuando en este sentido,
llevar a Dios implica sobre todo, por una parte, el amor y, por otra, la
esperanza y la fe, es decir, la dimensión de la vida: el mejor testimonio de
Cristo, el mejor anuncio, es siempre la vida auténtica de los cristianos.
Hoy el anuncio más hermoso lo realizan las familias que, alimentándose
de fe, viven con una alegría profunda y fundamental, incluso en medio del
sufrimiento, y ayudan a los demás, amando a Dios y al prójimo. También
para mí el anuncio más consolador es siempre ver a familias católicas o a
personalidades católicas impregnadas de fe. En ellas resplandece
realmente la presencia de Dios y a través de ellas llega el «agua viva» de
la que usted ha hablado. Así pues, el anuncio fundamental es precisamente
el de la vida misma de los cristianos.
Naturalmente, después viene el anuncio de la Palabra. Debemos hacer
todo lo posible para que se escuche y se conozca la Palabra. Hoy existen
muchas escuelas de la Palabra y del diálogo con Dios en la sagrada
Escritura, diálogo que también se transforma necesariamente en oración,
porque un estudio meramente teórico de la sagrada Escritura es sólo una
escucha intelectual y no sería un verdadero y suficiente encuentro con la
palabra de Dios.
Si es verdad que en la Escritura y en la palabra de Dios es el Señor, el
Dios vivo, quien nos habla, suscita nuestra respuesta y nuestra oración,
entonces las escuelas de la Escritura deben ser también escuelas de
oración, de diálogo con Dios, de acercamiento íntimo a Dios.

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE ROMA


20080207. Discurso

241
Diáconos. Entronizar la Palabra de Dios en el mundo.
(Giuseppe Corona, diácono) Santo Padre, nos sentimos agradecidos
porque providencialmente el Concilio restauró el diaconado permanente.
Los diáconos realizamos tareas en ámbitos muy diferentes: familia, traba-
jo, parroquia, sociedad, incluso misiones en África y América Latina.
Pero quisiéramos que nos indicara alguna iniciativa pastoral que haga
más incisiva la presencia del diaconado permanente en Roma, como suce-
día en la Iglesia primitiva.

Gracias por este testimonio de uno de los más de cien diáconos de


Roma. Yo también quiero expresar mi alegría y mi gratitud al Concilio,
porque restauró este importante ministerio en la Iglesia universal. Cuando
yo era arzobispo de Munich, no encontré más de tres o cuatro diáconos, y
fomenté mucho este ministerio, porque me parece que pertenece a la ri-
queza del ministerio sacramental en la Iglesia. Al mismo tiempo, puede
ser también un nexo entre el mundo laico, el mundo profesional, y el mun-
do del ministerio sacerdotal.
En efecto, muchos diáconos siguen desempeñando sus profesiones y
mantienen sus puestos, tanto cuando se trata de actividades importantes
como cuando son parte de una vida sencilla, mientras que el sábado y el
domingo trabajan en la Iglesia. Así testimonian en el mundo de hoy, inclu-
so en el mundo del trabajo, la presencia de la fe, el ministerio sacramental
y la dimensión diaconal del sacramento del Orden. Me parece muy impor-
tante la visibilidad de la dimensión diaconal.
Naturalmente, también todo sacerdote sigue siendo diácono y siempre
debe pensar en esta dimensión, porque el Señor mismo se hizo nuestro mi-
nistro, nuestro diácono. Pensemos en el gesto del lavatorio de los pies, con
el cual se manifiesta explícitamente que el Maestro, el Señor, actúa como
diácono y quiere que todos los que lo sigan sean diáconos, que desempe-
ñen este ministerio en favor de la humanidad, hasta el punto de ayudar
también a lavar los pies sucios de los hombres que nos han sido encomen-
dados. Esta dimensión me parece de gran importancia.
Con esta ocasión, me viene a la mente —aunque tal vez no sea inme-
diatamente atinente al tema— una sencilla experiencia de Pablo VI. Cada
día del Concilio se entronizaba el Evangelio. Y el Santo Padre dijo a los
maestros de ceremonias que en alguna ocasión quería realizar él mismo
esa entronización del Evangelio. Le respondieron:  "no, eso es tarea de los
diáconos y no del Papa, del Sumo Pontífice, ni de los obispos". Él anotó
en su diario:  "Yo también soy diácono, sigo siendo diácono, y yo también
quiero ejercer este ministerio de diácono colocando en el trono la palabra
de Dios". Así pues, esto nos concierne a todos. Los sacerdotes siguen sien-
do diáconos y los diáconos llevan a cabo en la Iglesia y en el mundo esta
dimensión diaconal de nuestro ministerio. Esta entronización litúrgica de
la palabra de Dios cada día durante el Concilio era siempre para nosotros
un gesto de gran importancia: nos decía quién era el verdadero Señor de
esa asamblea; nos decía que en el trono está la palabra de Dios y nosotros
242
ejercemos el ministerio para escuchar y para interpretar, para ofrecer a los
demás esta Palabra. Entronizar en el mundo la palabra de Dios, la Palabra
viva, Cristo, es muy significativo para todo lo que hacemos. Que sea él
realmente quien gobierne nuestra vida personal y nuestra vida en las pa-
rroquias.

Jóvenes. Escoger la vida, escoger a Dios.


(Padre Graziano Bonfitto, vicario parroquial) Soy religioso de don
Orione. Realizo mi apostolado sacerdotal especialmente con los jóvenes,
los cuales necesitan certezas, anhelan sinceridad, libertad, justicia y paz.
Quieren tener a su lado personas que los acompañen, como Jesús a los
discípulos de Emaús. Tienen sed de Cristo, sed de testigos gozosos que se
hayan encontrado con Jesús y hayan apostado por él toda su vida. Sin em-
bargo, muchos están alejados de la Iglesia. Además, les acechan muchos
falsos profetas. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?

Gracias por este hermoso testimonio de un sacerdote joven que está


cerca de los jóvenes, que los acompaña, como usted ha dicho, y les ayuda
a estar con Cristo, con Jesús. ¿Qué puedo decir? Todos sabemos cuán difí-
cil es para un joven de hoy vivir como cristiano. El contexto cultural, el
contexto mediático, ofrece un camino muy diferente al de Cristo. Parece
incluso que hace imposible ver a Cristo como centro de la vida y vivir la
vida como Jesús nos la muestra. Sin embargo, también creo que muchos
perciben cada vez más la insuficiencia de todas esas propuestas, de ese es-
tilo de vida, que al final deja vacíos.
En este sentido, me parece que las lecturas de la liturgia de hoy, la del
Deuteronomio (30, 15-20) y el pasaje evangélico de san Lucas (9, 22-25)
responden a lo que, en substancia, deberíamos decir siempre a los jóvenes
y también a nosotros mismos. Como ha dicho usted, la sinceridad es fun-
damental. Los jóvenes deben percibir que no decimos palabras que no ha-
yamos vivido antes nosotros mismos, sino que hablamos porque hemos
encontrado y tratamos de encontrar de nuevo cada día la verdad como ver-
dad para nuestra vida. Para que nuestras palabras sean creíbles y tengan
una lógica visible y convincente, es preciso que nosotros mismos sigamos
ese camino, que nosotros mismos tratemos de que nuestra vida correspon-
da a la del Señor.
Vuelvo al Deuteronomio: hoy la gran regla fundamental, no sólo para
la Cuaresma, sino también para toda la vida cristiana, es: "Escoge la vida.
Tienes ante ti la muerte y la vida: escoge la vida". Y me parece que la res-
puesta es natural. Son muy pocos los que en lo más profundo de su ser al-
bergan una voluntad de destrucción, de muerte, los que ya no quieren el
ser, la vida, porque para ellos todo es contradictorio. Sin embargo, por
desgracia, se trata de un fenómeno que va aumentando. Con todas las
contradicciones, las falsas promesas, al final la vida parece contradictoria,

243
ya no es un don sino una condena, y de esta forma hay quien prefiere la
muerte a la vida. Pero normalmente el hombre responde: sí, quiero la vida.
Con todo, el problema sigue consistiendo en cómo encontrar la vida,
en qué escoger, en cómo escoger la vida. Y ya conocemos las propuestas
que normalmente se hacen:  ir a la discoteca, tomar todo lo que es posible,
considerar la libertad como hacer todo lo que apetezca, todo lo que venga
a la mente en un momento determinado. En cambio, sabemos —y pode-
mos demostrarlo— que este camino es un camino de mentira, porque al fi-
nal no se encuentra la vida, sino lo que en realidad se encuentra es el abis-
mo de la nada.
"Escoge la vida". La misma lectura del Deuteronomio dice: Dios es tu
vida, tú has escogido la vida y tú has hecho la elección: Dios. Esto me pa-
rece fundamental. Sólo así nuestro horizonte es suficientemente amplio y
sólo así estamos ante la fuente de la vida, que es más fuerte que la muerte,
que todas las amenazas de la muerte. Por consiguiente, la opción funda-
mental es la que se indica aquí: escoge a Dios. Es preciso comprender que
quien avanza por el camino sin Dios, al final se encuentra en la oscuridad,
aunque pueda haber momentos en que le parezca haber hallado la vida.
Un paso más es ver cómo encontrar a Dios, cómo escoger a Dios. Aquí
pasamos al Evangelio: Dios no es un desconocido, una hipótesis tal vez
del primer inicio del cosmos. Dios tiene carne y hueso. Es uno de noso-
tros. Lo conocemos con su rostro, con su nombre. Es Jesucristo, que nos
habla en el Evangelio. Es hombre y Dios. Siendo Dios, escogió ser hom-
bre para que nosotros pudiéramos elegir a Dios. Por tanto, hay que entrar
en el conocimiento y luego en la amistad de Jesús para caminar con él.
Me parece que este es el punto fundamental en nuestra atención pasto-
ral a los jóvenes, a todos pero especialmente a los jóvenes: atraer la aten-
ción hacia la opción de escoger a Dios, que es la vida; hacia el hecho de
que Dios existe, y existe de un modo concreto. Y enseñar la amistad con
Jesucristo.
Hay un tercer paso. Esta amistad con Jesús no es una amistad con una
persona irreal, con alguien que pertenece al pasado o que está lejos de los
hombres, a la diestra de Dios. Cristo está presente en su cuerpo, que es
aún de carne y hueso: es la Iglesia, la comunión de la Iglesia. Debemos
construir, y hacer más accesibles, comunidades que reflejen, que sean el
espejo de la gran comunidad de la Iglesia vital. Es un conjunto: la expe-
riencia vital de la comunidad, con todas las debilidades humanas, pero sin
embargo real, con un camino claro, y una sólida vida sacramental, en la
que podamos palpar también lo que a nosotros nos pueda parecer muy le-
jano, la presencia del Señor.
De este modo, para volver al Deuteronomio, del que partí, podemos
aprender también los mandamientos. Porque la lectura dice: escoger a
Dios quiere decir escoger según su Palabra, vivir según la Palabra. En un
primer momento esto parece casi en cierto modo positivista, pues son im-
perativos. Pero lo más importante es el don, su amistad. Luego podemos

244
comprender que las señales del camino son explicaciones de la realidad de
esa amistad nuestra.
Podemos decir que esta es una visión general, tal como se desprende
del contacto con la sagrada Escritura y de la vida diaria de la Iglesia. Lue-
go se traduce, paso a paso, en los encuentros concretos con los jóve-
nes: guiarlos al diálogo con Jesús en la oración, en la lectura de la sagrada
Escritura —sobre todo la lectura común, pero también la personal— y en
la vida sacramental. Se trata de pasos para hacer presentes estas experien-
cias en la vida profesional, aunque el contexto con frecuencia está marca-
do por una total ausencia de Dios y por la aparente imposibilidad de captar
su presencia. Pero precisamente entonces, a través de nuestra vida y de
nuestra experiencia de Dios, debemos tratar de que la presencia de Cristo
entre también en este mundo alejado de Dios.
Hay sed de Dios. Hace poco tiempo recibí, en visita ad limina, a los
obispos de un país donde más del cincuenta por ciento se declara ateo o
agnóstico. Pero me dijeron: en realidad, todos tienen sed de Dios. En lo
más profundo existe esta sed. Por eso, comencemos primero nosotros, jun-
to con los jóvenes que podamos encontrar. Formemos comunidades en las
que se refleje la Iglesia; aprendamos la amistad con Jesús. Así, llenos de
esta alegría y de esta experiencia, también hoy podremos hacer presente a
Dios en este mundo.

Novísimos. Gran nexo de los misterios cristianos.


(Don Pietro Riggi, sacerdote salesiano) Santo Padre, en un discurso
del 25 de marzo de 2007, dijo usted que hoy se habla poco de los Novísi -
mos. En muchos catecismos se han omitido algunas verdades de fe. Ya
casi no se habla del infierno, del purgatorio, del pecado, del pecado origi-
nal... ¿No cree que sin estas partes esenciales del Credo se desmorona el
sistema lógico que lleva a ver la redención de Cristo? Si se pierde el sen-
tido del pecado, se devalúa el sacramento de la reconciliación. ¿No se es-
tá dando a la fe una dimensión meramente horizontal?

Usted ha abordado con razón temas fundamentales de la fe, que por


desgracia aparecen raramente en nuestra predicación. En la encíclicaSpe
salviquise hablar precisamente también del juicio final, del juicio en gene-
ral y, en este contexto, también del purgatorio, del infierno y del paraíso.
Creo que a todos nos impresiona siempre la objeción de los marxistas, se-
gún los cuales los cristianos sólo han hablado del más allá y han descuida-
do la tierra. Así, nosotros queremos demostrar que realmente nos compro-
metemos por la tierra y no somos personas que hablan de realidades leja-
nas, de realidades que no ayudan a la tierra.
Aunque esté bien mostrar que los cristianos se comprometen por la tie-
rra —y todos estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmen-
te una ciudad para Dios y de Dios— no debemos olvidar la otra dimen-
sión. Si no la tenemos en cuenta, no trabajamos bien por la tierra. Mostrar

245
esto ha sido una de mis finalidades fundamentales al escribir la encíclica.
Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del in-
fierno, del fracaso radical y definitivo de la vida; no se conoce la posibili-
dad y la necesidad de purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por
la tierra, porque al final pierde los criterios; al no conocer a Dios, ya no se
conoce a sí mismo y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han
prometido: nosotros cuidaremos de las cosas, ya no descuidaremos la tie-
rra, crearemos un mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio, han
destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el
comunismo, que prometieron construir el mundo como tendría que haber
sido y, en cambio, han destruido el mundo.
En las visitas ad limina de los obispos de los países ex comunistas veo
siempre cómo en esas tierras no sólo han quedado destruidos el planeta, la
ecología, sino sobre todo, y más gravemente, las almas. Recobrar la con-
ciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es la
primera tarea de reconstrucción de la tierra. Esta es la experiencia común
de esos países. La reconstrucción de la tierra, respetando el grito de sufri-
miento de este planeta, sólo se puede realizar encontrando a Dios en el
alma, con los ojos abiertos hacia Dios.
Por eso, usted tiene razón: debemos hablar de todo esto precisamente
por responsabilidad con la tierra, con los hombres que viven hoy. También
debemos hablar del pecado como posibilidad de destruirse a sí mismos, y
así también de destruir otras partes de la tierra. En la encíclica traté de de-
mostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia. To-
dos queremos un mundo justo, pero no podemos reparar todas las destruc-
ciones del pasado, todas las personas injustamente atormentadas y asesina-
das. Sólo Dios puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos,
también para los muertos. Como dice Adorno, un gran marxista, sólo la
resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. No-
sotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán
iguales. Hoy se suele pensar: "¿Qué es el pecado? Dios es grande y nos
conoce; por tanto, el pecado no cuenta; al final Dios será bueno con to-
dos". Es una hermosa esperanza. Pero está la justicia y está también la ver-
dadera culpa. Los que han destruido al hombre y la tierra, no pueden sen-
tarse inmediatamente a la mesa de Dios juntamente con sus víctimas. Dios
crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por eso, me pareció importante
escribir ese texto también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad
tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no pue-
de faltar. Traté de decir: tal vez no son muchos los que se han destruido
así, los que son incurables para siempre, los que no tienen ningún elemen-
to sobre el cual pueda apoyarse el amor de Dios, los que ya no tienen en sí
mismos un mínimo de capacidad de amar. Eso sería el infierno.
Por otra parte, ciertamente son pocos —o, por lo menos, no demasia-
dos— los que son tan puros que puedan entrar inmediatamente en la co-
munión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sana-
ble en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a
246
los hombres, de vivir según Dios. Pero hay numerosas heridas, mucha su-
ciedad. Tenemos necesidad de estar preparados, de ser purificados. Esta es
nuestra esperanza: también con mucha suciedad en nuestra alma, al final
el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente con su bondad, que vie-
ne de su cruz. Así nos hace capaces de estar eternamente con él. De este
modo el paraíso es la esperanza, es la justicia finalmente realizada.
Y también nos da los criterios para vivir, para que este tiempo sea de
algún modo un paraíso, para que sea una primera luz del paraíso. Donde
los hombres viven según estos criterios, existe ya un poco de paraíso en el
mundo, y esto se puede comprobar. Me parece también una demostración
de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir la senda de los mandamien-
tos, de la que debemos hablar más.
Los mandamientos son realmente las señales que nos indican el ca-
mino y nos muestran cómo vivir bien, cómo escoger la vida. Por eso, de-
bemos hablar también del pecado y del sacramento del perdón y de la re-
conciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería reco-
menzar, que debería ser purificado. Y esta es la maravillosa realidad que
nos ofrece el Señor: hay una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El
Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar
así también con los demás en nuestra vida.
Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después
de tantas cosas equivocadas, después de tantos pecados, es la gran prome-
sa, el gran don que la Iglesia ofrece, y que, por ejemplo, la psicoterapia no
puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y también es muy
necesaria, teniendo en cuenta tantas psiques destruidas o gravemente heri-
das. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: sólo pue-
de tratar de volver a equilibrar un poco un alma desequilibrada. Pero no
puede dar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfer-
medades del alma. Por eso, siempre es provisional y nunca definitiva.
El sacramento de la penitencia nos brinda la ocasión de renovarnos
hasta el fondo con el poder de Dios —Ego te absolvo—, que es posible
porque Cristo tomó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que
hoy ésta es una gran necesidad. Podemos ser sanados nuevamente. Las al-
mas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, no só-
lo necesitan consejos, sino también una auténtica renovación, que única-
mente puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me
parece que este es el gran nexo de los misterios que, al final, influyen real-
mente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos meditarlos continua-
mente, para poder después hacer que lleguen de nuevo a nuestra gente.

Ayuno de palabras para escuchar la Palabra.


(Don Massimo Tellan, párroco) Santidad, vivimos inmersos en un
mundo con inflación de palabras, a menudo sin significado, que desorien-
tan el corazón humano hasta el punto de que lo hacen sordo a la Palabra-
de verdad: Dios hecho carne con el rostro de Jesús. Esa Palabra queda

247
oscurecida en medio de la selva de imágenes ambiguas y efímeras con las
que nos bombardean sin cesar. ¿Cómo educar en la fe, a través del bino-
mio palabra-imagen? ¿Cómo podemos volver a recuperar el arte de na-
rrar la fe e introducir el misterio, como se hacía en el pasado, a través de
la imagen? ¿Cómo educar en la búsqueda y la contemplación de la verda-
dera belleza? A este propósito, queremos regalarle un icono de Cristo
atado a la columna, imagen de la humanidad que asumió el Verbo.

Gracias por este hermosísimo regalo. Me alegra que no sólo tengamos


palabras, sino también imágenes. Vemos que también hoy la meditación
cristiana suscita nuevas imágenes; renace la cultura cristiana, la iconogra-
fía cristiana. Sí, vivimos en una inflación de palabras, de imágenes. Por
eso, es difícil crear espacio para la palabra y para la imagen. Me parece
que precisamente en la situación de nuestro mundo, que todos conocemos,
que es también nuestro sufrimiento, el sufrimiento de cada uno, el tiempo
de Cuaresma cobra un nuevo significado. Ciertamente, el ayuno corporal,
durante algún tiempo considerado pasado de moda, hoy se presenta a to-
dos como necesario. No es difícil comprender que debemos ayunar. A ve-
ces nos encontramos ante ciertas exageraciones debidas a un ideal de be-
lleza equivocado. Pero, en cualquier caso, el ayuno corporal es importante,
porque somos cuerpo y alma, y la disciplina del cuerpo, también la disci-
plina material, es importante para la vida espiritual, que siempre es vida
encarnada en una persona que es cuerpo y alma.
Esta es una dimensión. Hoy crecen y se manifiestan otras dimensiones.
Me parece que precisamente el tiempo de Cuaresma podría ser también un
tiempo de ayuno de palabras y de imágenes. Necesitamos un poco de si-
lencio, necesitamos un espacio sin el bombardeo permanente de imágenes.
En este sentido, hacer accesible y comprensible hoy el significado de cua-
renta días de disciplina exterior e interior es muy importante para ayudar-
nos a comprender que una dimensión de nuestra Cuaresma, de esta disci-
plina corporal y espiritual, es crearnos espacios de silencio y también sin
imágenes, para volver a abrir nuestro corazón a la imagen verdadera y a la
palabra verdadera.
Me parece prometedor que también hoy se vea que hay un renacimien-
to del arte cristiano, tanto de una música meditativa —como por ejemplo
la que surgió en Taizé—, como también, remitiéndome al arte del icono,
de un arte cristiano que se mantiene en el ámbito de las grandes reglas del
arte iconológico del pasado, pero ampliándose a las experiencias y a las
visiones de hoy.
Donde hay una verdadera y profunda meditación de la Palabra, donde
entramos realmente en la contemplación de esta visibilidad de Dios en el
mundo, de la realidad palpable de Dios en el mundo, nacen también nue-
vas imágenes, nuevas posibilidades de hacer visibles los acontecimientos
de la salvación. Esta es precisamente la consecuencia del acontecimiento
de la Encarnación. El Antiguo Testamento prohibía todas las imágenes y
debía prohibirlas en un mundo lleno de divinidades. Había un gran vacío,
248
que se manifestaba en el interior del templo, donde, en contraste con otros
templos, no había ninguna imagen, sino sólo el trono vacío de la Palabra,
la presencia misteriosa del Dios invisible, no circunscrito por nuestras
imágenes.
Pero luego el paso nuevo consistió en que ese Dios misterioso nos li-
bró de la inflación de las imágenes, también de un tiempo lleno de imáge-
nes de divinidades, y nos dio la libertad de la visión de lo esencial. Apare-
ció con un rostro, con un cuerpo, con una historia humana que, al mismo
tiempo, es una historia divina. Una historia que prosigue en la historia de
los santos, de los mártires, de los santos de la caridad, de la palabra, que
son siempre explicación, continuación —en el Cuerpo de Cristo— de esta
vida suya divina y humana, y nos da las imágenes fundamentales, en las
cuales —más allá de las superficiales, que ocultan la realidad— podemos
abrir la mirada hacia la Verdad misma. En este sentido, me parece excesi-
vo el período iconoclástico del posconcilio, que sin embargo tenía su sen-
tido, porque tal vez era necesario librarse de una superficialidad de dema-
siadas imágenes.
Volvamos ahora al conocimiento del Dios que se hizo hombre. Como
dice la carta a los Efesios, él es la verdadera imagen. Y en esta verdadera
imagen vemos —por encima de las apariencias que ocultan la verdad— la
Verdad misma: "Quien me ve, ve al Padre". En este sentido, yo diría que,
con mucho respeto y con mucha reverencia, podemos volver a encontrar
un arte cristiano y también las grandes y esenciales representaciones del
misterio de Dios en la tradición iconográfica de la Iglesia. Así podremos
redescubrir la imagen verdadera, cubierta por las apariencias.
Realmente, la educación cristiana tiene la tarea importante de librarnos
de las palabras por la Palabra, que exige continuamente espacios de silen-
cio, de meditación, de profundización, de abstinencia, de disciplina. Tam-
bién la educación con respecto a la verdadera imagen, es decir, al redescu-
brimiento de los grandes iconos creados en la cristiandad a lo largo de la
historia: con la humildad nos libramos de las imágenes superficiales. Este
tipo de iconoclasma siempre es necesario para redescubrir la imagen, es
decir, las imágenes fundamentales que manifiestan la presencia de Dios en
la carne.

Superar el individualismo: salir de sí mismo y pasarse a Dios.


(Mons. Renzo Martinelli, delegado de la Academia pontificia de la
Inmaculada) Santidad, recientemente usted dijo que si se concibe al hom-
bre de forma individualista, según una tendencia hoy generalizada, no se
puede edificar una comunidad solidaria. En cierto modo, en el seminario
me educaron en esa tendencia individualista. ¿Cómo proponer a los jóve-
nes lo que usted dice con frecuencia: que el yo del cristiano, una vez in-
vestido por Cristo, ya no es su "yo"? ¿Cómo proponer esta conversión,
esta modalidad nueva, esta originalidad cristiana? 

249
Es la gran cuestión que todo sacerdote, responsable de otros, se plantea
cada día. También para sí mismo, naturalmente. Es verdad que en el siglo
XX había la tendencia a una devoción individualista, sobre todo para sal-
var la propia alma y crear méritos, incluso calculables, que incluso se po-
dían indicar con números en ciertas listas. Desde luego, todo el movimien-
to del Vaticano II llevó a superar ese individualismo.
Yo no quiero juzgar ahora a esas generaciones pasadas, que, sin em-
bargo, a su modo trataban de servir así a los demás. Pero existía el peligro
de que se buscara sobre todo salvar la propia alma. De ello derivaba una
piedad muy exterior, que al final sentía la fe como un peso y no como una
liberación. Ciertamente, la nueva pastoral indicada por el concilio Vati-
cano II tiene la finalidad fundamental de salir de esa visión demasiado res-
tringida del cristianismo y descubrir que yo salvo mi alma sólo entregán-
dola, como decía hoy el Señor en el Evangelio; sólo liberándome de mí,
sólo saliendo de mí, como Dios salió de sí mismo en el Hijo para salvar-
nos a nosotros. Y nosotros entramos en este movimiento del Hijo, trata-
mos de salir de nosotros mismos, porque sabemos a dónde llegar. Y no
caemos en el vacío, sino que renunciamos a nosotros mismos, abandonán-
donos al Señor, saliendo, poniéndonos a su disposición, como quiere él y
no como pensamos nosotros.
Esta es la verdadera obediencia cristiana, que es libertad: no como qui-
siera yo, con mi proyecto de vida para mí, sino poniéndome a su disposi-
ción, para que él disponga de mí. Y poniéndome en sus manos soy libre.
Pero es un gran salto, que nunca se hace definitivamente. Pienso aquí en
san Agustín, que nos dijo esto muchas veces. Al inicio, después de su con-
versión, pensaba que había llegado a la cima y que vivía en el paraíso de
la novedad del ser cristiano. Luego descubrió que el camino difícil de la
vida continuaba, aunque desde ese momento siempre en la luz de Dios, y
que era necesario cada día de nuevo salir de sí mismo; entregar este yo,
para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo, que es, en cierta ma-
nera muy verdadero, el yo común de todos nosotros, nuestro "nosotros".
Pero nosotros mismos, precisamente en la celebración de la Eucaristía
—este grande y profundo encuentro con el Señor, donde nos ponemos en
sus manos—, debemos dar este paso tan grande. Cuanto más lo aprende-
mos nosotros mismos, tanto más podemos expresarlo a los demás, hacerlo
comprensible, accesible a los demás. Sólo caminando con el Señor, aban-
donándonos en la comunión de la Iglesia a su apertura, no viviendo para
nosotros —tanto para una vida terrena feliz como para una felicidad per-
sonal— sino haciéndonos instrumentos de su paz, viviremos bien y apren-
deremos esta valentía ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y gra-
ves, a menudo casi irrealizables. Nos abandonamos, porque el Señor lo
quiere y estamos seguros de que así vamos bien. Sólo podemos orar al Se-
ñor para que nos ayude a hacer este camino cada día, para ayudar, ilumi-
nar así a los demás, motivarlos para que de este modo puedan ser libera-
dos y redimidos.

250
PERMANECER EN EL RADIO DEL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO
20080806. Discurso. Encuentro con el clero. Bolzano-Bressanone

Para ayudar a los jóvenes: docilidad al Espíritu Santo.


Santo Padre, me llamo Michael Horrer y soy seminarista. Con ocasión
de la XXIII Jornada mundial de la juventud, celebrada en Sydney, Austra-
lia, en la que participé juntamente con otros jóvenes de nuestra diócesis,
usted reafirmó continuamente a los cuatrocientos mil jóvenes presentes la
importancia de la obra del Espíritu Santo en nosotros, los jóvenes, y en la
Iglesia. El tema de la Jornada era: "Recibiréis la fuerza del Espíritu San-
to, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Hemos re-
gresado fortalecidos por el Espíritu Santo y por sus palabras. Le pregun-
to: ¿Cómo podemos vivir concretamente en nuestra vida diaria los dones
del Espíritu Santo y testimoniarlos a los demás, de modo que también
nuestros parientes, amigos y conocidos experimenten la fuerza del Espíri-
tu Santo y así podamos cumplir nuestra misión de testigos de Cristo?
¿Qué nos aconseja para lograr que nuestra diócesis siga siendo joven a
pesar del envejecimiento del clero, y para que permanezca abierta a la
acción del Espíritu de Dios, que guía a la Iglesia?

Gracias por su pregunta. Me alegra ver un seminarista, un candidato al


sacerdocio de esta diócesis, en cuyo rostro puedo descubrir, en cierto sen-
tido, el rostro joven de la diócesis. Asimismo, me alegra saber que usted,
juntamente con otros, estuvo en Sydney, donde en una gran fiesta de la fe
experimentamos juntos precisamente la juventud de la Iglesia. También
para los australianos fue una gran experiencia. Al inicio miraban esta Jor-
nada mundial de la juventud con gran escepticismo, porque como es obvio
implicaría muchas dificultades para su vida diaria, muchas molestias,
como por ejemplo para el tráfico, etc. Pero al final, como hemos visto
también en los medios de comunicación social, cuyos prejuicios fueron
desapareciendo poco a poco, todos se sintieron implicados en ese clima de
alegría y de fe. Vieron que los jóvenes vienen y no crean problemas de se-
guridad ni de ningún otro tipo, sino que saben estar juntos con alegría.
También vieron que hoy la fe es una fuerza presente; que es una fuerza ca-
paz de dar la orientación correcta a las personas. Por eso, fue un tiempo en
que sentimos realmente el soplo del Espíritu Santo, que barre los prejui-
cios, que hace entender a los hombres que aquí encontramos lo que nos in-
teresa realmente, que esta es la dirección que debemos tomar, que así se
puede vivir, que así nos abrimos al futuro.
Usted ha dicho, con razón, que fue un tiempo fuerte, del que hemos
traído a casa una llamita. Ahora bien, en la vida diaria es mucho más difí-
cil percibir concretamente la acción del Espíritu Santo o incluso ser perso-
nalmente un medio para que él pueda estar presente, para que se realice
aquel soplo que barre los prejuicios del tiempo, que en medio de la oscuri-

251
dad crea la luz y nos hace sentir que la fe no sólo tieneun futuro, sino que
es el futuro.
¿Cómo podemos realizar eso? Ciertamente, nosotros solos no somos
capaces. Al final, es el Señor quien nos ayuda, pero nosotros debemos ser
instrumentos disponibles. Yo diría simplemente: nadie puede dar lo que
no posee él mismo, es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de
modo eficaz, hacerlo perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de
él. Precisamente por eso creo que lo más importante es que nosotros mis-
mos permanezcamos, por decirlo así, en el radio del soplo del Espíritu
Santo, en contacto con él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro
interior por el Espíritu Santo, sólo si él está presente en nosotros, podemos
también nosotros transmitirlo a los demás. Entonces él nos da ideas creati-
vas, sugiriéndonos cómo actuar. Nos da ideas que no se pueden progra-
mar, sino que surgen en la situación misma, porque allí está actuando el
Espíritu Santo. Así pues, el primer punto es: nosotros mismos debemos
permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo.
El Evangelio de san Juan nos cuenta que, después de la Resurrección,
el Señor se aparece a los discípulos, sopla sobre ellos y les dice: "Recibid
el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Se trata de un texto paralelo al del Génesis,
donde Dios sopla sobre el polvo de la tierra y este cobra vida, convirtién-
dose en hombre. Ahora bien, el hombre, interiormente oscurecido y medio
muerto, recibe de nuevo el soplo de Cristo, y este soplo de Dios que le da
una nueva dimensión de vida, le da la vida con el Espíritu Santo.
Así pues, podemos decir que el Espíritu Santo es el soplo de Jesucris-
to, y nosotros, en cierto sentido, debemos pedir a Cristo que sople siempre
sobre nosotros a fin de que ese soplo sea vivo y fuerte en nosotros, y actúe
en el mundo. Eso significa, por tanto, que debemos mantenernos cerca de
Cristo. Lo hacemos meditando en su Palabra. Sabemos que el autor princi-
pal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo. Cuando a través de ella
hablamos con Dios, cuando en ella no buscamos sólo el pasado sino ver-
daderamente al Señor presente que nos habla, entonces es como si nos en-
contráramos —como dije también en Australia— paseando en el jardín del
Espíritu Santo: nosotros hablamos con él y él habla con nosotros. Apren-
der a ser de casa en este ámbito, en el ámbito de la palabra de Dios, es
muy importante, pues en cierto sentido nos introduce en el soplo de Dios.
Luego, naturalmente, este escuchar, este caminar en el ámbito de la
Palabra, debe convertirse en una respuesta, una respuesta en la oración, en
el contacto con Cristo. Y, como es obvio, ante todo en el santo sacramento
de la Eucaristía, en el que él sale a nuestro encuentro y entra en nosotros,
casi se funde con nosotros. Pero también en el sacramento de la Peniten-
cia, que siempre nos purifica, nos lava y elimina las oscuridades que la
vida diaria pone en nosotros.
En pocas palabras, una vida con Cristo en el Espíritu Santo, en la pala-
bra de Dios y en la comunión de la Iglesia, en su comunidad viva. San
Agustín dijo: "Si quieres el Espíritu de Dios, debes estar en el Cuerpo de
Cristo". El Cuerpo místico de Cristo es el ámbito de su Espíritu.
252
Todo esto debería marcar el desarrollo de nuestra jornada, de modo
que sea una jornada estructurada, un día en el que Dios siempre tenga ac-
ceso a nosotros, en que estemos continuamente en contacto con Cristo, en
que precisamente por eso recibamos continuamente el soplo del Espíritu
Santo. Si hacemos esto, si no somos demasiado perezosos, indisciplinados
o indolentes, entonces nos sucederá algo, entonces nuestra jornada tomará
una forma, entonces nuestra vida misma tomará una forma en ella y esta
luz emanará de nosotros sin que tengamos que ponernos a pensar demasia-
do, sin que tengamos que adoptar un modo de actuar —por decirlo así—
"propagandístico", pues vendrá por sí mismo, dado que refleja nuestro es-
píritu.
A esa dimensión yo añadiría una segunda, lógicamente relacionada
con la primera: si vivimos con Cristo, también las cosas humanas nos sal-
drán bien. En efecto, la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; ade-
más, reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo
muestra el paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san
Juan. La fe se basa precisamente en las virtudes naturales: la honradez, la
alegría, la disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar,
la generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas.
Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que
verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se re-
fiere a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto: hacer
que madure en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe implica la
plena realización del ser humano, de la humanidad. Deberíamos poner
mucha atención en realizar bien y de modo correcto nuestros deberes hu-
manos: en la profesión, en el respeto al prójimo, preocupándonos de los
demás, que es el mejor modo de preocuparnos de nosotros mismos, pues
pensar en el prójimo es el mejor modo de pensar en nosotros mismos.
De aquí nacen luego las iniciativas que no se pueden programar: las
comunidades de oración, las comunidades que leen juntas la Biblia o tam-
bién la ayuda efectiva a los necesitados, a los que atraviesan dificultades, a
los marginados, a los enfermos, a los discapacitados, y muchas otras
más... Así se nos abren los ojos para ver nuestras capacidades personales,
para poner en marcha otras iniciativas y saber infundir en los demás la va-
lentía de hacer lo mismo. Precisamente estas obras humanas nos fortale-
cen, poniéndonos nuevamente, de algún modo, en contacto con el Espíritu
de Dios.
El gran maestre de los Caballeros de la Orden de Malta en Roma me
contó que en Navidad fue, con algunos jóvenes, a la estación para llevar
algo de Navidad a las personas abandonadas. Cuando se retiraba, escuchó
que uno de los jóvenes le decía a otro: "Esto es más fuerte que la discote-
ca. Esto es realmente hermoso, pues puedo hacer algo por los demás". Es-
tas son las iniciativas que el Espíritu Santo suscita en nosotros. Sin mu-
chas palabras, nos hacen sentir la fuerza del Espíritu. Así prestamos aten-
ción a Cristo.

253
El arte y los santos, la mayor apología de nuestra fe.
Santo Padre, me llamo Willibald Hopfgartner. Soy franciscano y tra-
bajo en la escuela y en varios ámbitos de la dirección de la Orden. En su
discurso de Ratisbona, usted subrayó el vínculo sustancial que existe en-
tre el Espíritu Santo y la razón humana. Por otro lado, usted siempre ha
puesto de relieve la importancia del arte y de la belleza, de la estética.
Entonces, además del diálogo conceptual sobre Dios (en teología), ¿no se
debería reafirmar siempre la experiencia estética de la fe en el ámbito de
la Iglesia, para el anuncio y la liturgia?

Gracias. Sí, creo que las dos cosas van unidas: la razón, la precisión, la
honradez de la reflexión sobre la verdad, y la belleza. Una razón que de al-
gún modo quisiera despojarse de la belleza, quedaría mermada, sería una
razón ciega. Sólo las dos cosas unidas forman el conjunto, y para la fe esta
unión es importante. La fe debe afrontar continuamente los desafíos del
pensamiento de esta época, para que no parezca una especie de leyenda
irracional que nosotros mantenemos viva, sino que sea realmente una res-
puesta a los grandes interrogantes; para que no sea sólo una costumbre,
sino verdad, como dijo una vez Tertuliano.
San Pedro, en su primera carta, escribió aquella frase que los teólogos
de la Edad Media tomaron como legitimación, casi como encargo para su
labor teológica: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os
pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Apología del logos de la es-
peranza, es decir, transformar el logos, la razón de la esperanza en apolo-
gía, en respuesta a los hombres. Evidentemente, san Pedro estaba conven-
cido de que la fe era logos, de que era una razón, una luz que proviene de
la Razón creadora, y no una mezcla, fruto de nuestro pensamiento. Preci-
samente por eso es universal; por eso puede ser comunicada a todos.
Este Logos creador no es sólo un logos técnico —sobre este aspecto
volveremos en otra respuesta—; es amplio, es un logos que es amor y que,
por tanto, puede expresarse en la belleza y en el bien. En realidad, ya he
dicho en otra ocasión que para mí el arte y los santos son la mayor apolo-
gía de nuestra fe. Los argumentos aducidos por la razón son muy impor-
tantes, y no se puede renunciar a ellos; pero luego, a pesar de ellos, sigue
existiendo el disenso.
En cambio, al contemplar a los santos, esta gran estela luminosa con la
que Dios ha atravesado la historia, vemos que allí hay verdaderamente una
fuerza del bien que resiste al paso de los milenios, allí está realmente la
luz de luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas creadas por la fe,
constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa
catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de la belle-
za de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a Cristo
y todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran.
Todas las grandes obras de arte, todas las catedrales —las catedrales
góticas y las espléndidas iglesias barrocas—, son un signo luminoso de
Dios y, por ello, una manifestación, una epifanía de Dios. En el cristianis-
254
mo se trata precisamente de esta epifanía: Dios se hizo una velada Epifa-
nía, aparece y resplandece.
Acabamos de escuchar el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la
gran música que nació en la Iglesia sirve para hacer audible y perceptible
la verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano hasta la música de las
catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner, y otros mu-
chos. Al escuchar todas estas obras —las Pasiones de Bach, su Misa en si
bemol, y las grandes composiciones espirituales de la polifonía del siglo
XVI, de la escuela vienesa, de toda la música, incluso de compositores
menos famosos— inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen
obras de este tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el verda-
dero centro creador del mundo, no puede nacer esa belleza.
Por eso, creo que siempre deberíamos procurar que ambas cosas vayan
unidas, que estén juntas. Cuando, en nuestra época, discutimos sobre la ra-
cionalidad de la fe, discutimos precisamente del hecho de que la razón no
acaba donde acaban los descubrimientos experimentales, no acaba en el
positivismo. La teoría del evolucionismo ve la verdad, pero sólo ve la mi-
tad de esa verdad. No ve que detrás está el Espíritu de la creación.
Nosotros luchamos para que se amplíe la razón y, por tanto, para una
razón que esté abierta también a la belleza, de modo que no deba dejarla
aparte como algo totalmente diverso e irracional. El arte cristiano es un
arte racional —pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso
en nuestro arte barroco—, pero es expresión artística de una razón muy
amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión.
A mi parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianis-
mo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan. Y
cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad,
tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a
expresarse de forma artística convincente.

Amar a los que sufren. Testimonio de Juan Pablo II.


Santo Padre, soy don Willi Fusaro, tengo 42 años y estoy enfermo des-
de el año de mi ordenación sacerdotal. Fui ordenado en junio de 1991.
Luego, en septiembre de ese mismo año me diagnosticaron esclerosis múl-
tiple. Soy cooperador parroquial en la parroquia del Corpus Christi de
Bolzano. Me impresionó mucho la figura del Papa Juan Pablo II, sobre
todo en el último tiempo de su pontificado, cuando llevaba con valentía y
humildad, ante el mundo entero, su debilidad humana. Dado que usted es-
tuvo muy cerca de su amado predecesor, y de acuerdo con su experiencia
personal, ¿qué palabras me puede comunicar, nos puede comunicar a to-
dos, para ayudar realmente a los sacerdotes ancianos y enfermos a vivir
bien y fructuosamente su sacerdocio en el presbiterio y en la comunidad
cristiana? Muchas gracias.
Gracias, padre. Para mí las dos partes del pontificado del Papa Juan
Pablo II son igualmente importantes. En la primera parte lo vimos como

255
gigante de la fe: con una valentía increíble, con una fuerza extraordinaria,
con una verdadera alegría de la fe, con una gran lucidez, llevó hasta los
confines de la tierra el mensaje del Evangelio. Habló con todos, abrió nue-
vos caminos con los Movimientos, con el diálogo interreligioso, con los
encuentros ecuménicos, con la profundización de la escucha de la palabra
de Dios, con todo, con su amor a la sagrada liturgia. Realmente, podemos
decir que hizo caer no los muros de Jericó, sino los muros entre dos mun-
dos, precisamente con la fuerza de su fe. Este testimonio sigue siendo
inolvidable, sigue siendo una luz para este nuevo milenio.
Ahora bien, para mí sus últimos años de pontificado no tuvieron una
importancia menor, por el testimonio humilde de su pasión. ¡Cómo llevó
la cruz del Señor ante todos nosotros y realizó las palabras del Señor: "Se-
guidme, llevando la cruz juntamente conmigo y siguiéndome a mí"! Esta
humildad, esta paciencia con la que aceptó casi la destrucción de su cuer-
po, la incapacidad cada vez mayor de usar la palabra, él que había sido
maestro de la palabra. Y así, creo yo, nos mostró visiblemente la verdad
profunda de que el Señor nos redimió con su cruz, con la Pasión, como
acto supremo de su amor. Nos mostró que el sufrimiento no es sólo un
"no", algo negativo, la falta de algo, sino que es una realidad positiva; que
el sufrimiento aceptado por amor a Cristo, por amor a Dios y a los demás,
es una fuerza redentora, una fuerza de amor y no menos poderosa que los
grandes actos que había realizado en la primera parte de su pontificado.
Nos enseñó un nuevo amor a los que sufren y nos hizo comprender lo que
quiere decir: "en la cruz y por la cruz hemos sido salvados".
También en la vida del Señor tenemos estos dos aspectos. La primera
parte, en la que enseña la alegría del reino de Dios, da sus dones a los
hombres; y luego, en la segunda parte, el sumergirse en la Pasión, hasta el
último grito en la cruz. Precisamente así nos enseñó quién es Dios, que
Dios es amor y que, al identificarse con nuestro sufrimiento de seres hu-
manos, nos toma en sus manos y nos sumerge en su amor, y sólo el amor
es el baño de redención, de purificación y de un nuevo nacimiento.
Por eso, me parece que todos nosotros —siempre en un mundo que
vive de activismo, de juventud, de ser joven, fuerte, hermoso, de lograr
hacer grandes cosas— debemos aprender la verdad del amor que se con-
vierte en pasión y precisamente así redime al hombre y lo une a Dios
amor.
Por consiguiente, quiero dar las gracias a todos los que aceptan el su-
frimiento, a los que sufren con el Señor. Y quiero animar a todos a tener
un corazón abierto a los que sufren, a los ancianos, para comprender que
precisamente su pasión es una fuente de renovación para la humanidad y
crea en nosotros amor, nos une al Señor. Pero, al final, siempre es difícil
sufrir.

El sacerdote es insustituible.
Santo Padre, me llamo Franz Pixner y soy párroco de dos grandes pa-
rroquias. Yo mismo y muchos otros sacerdotes, e incluso laicos, estamos
256
preocupados por el aumento creciente del trabajo pastoral, entre otras
causas por las unidades pastorales que se están creando: la fuerte presión
del trabajo, la falta de reconocimiento, las dificultades con respecto al
Magisterio, la soledad, la disminución del número de sacerdotes, pero
también de las comunidades de fieles. Muchos se preguntan qué nos está
pidiendo Dios en esta situación y de qué modo el Espíritu Santo quiere
animarnos. En este contexto surgen preguntas, por ejemplo con respecto
al celibato de los sacerdotes; a la ordenación sacerdotal de "viri pro-
bati"; a la implicación de los carismas, especialmente de los carismas de
las mujeres, en la pastoral; al encargo a colaboradoras y colaboradores
formados en teología para conferir el bautismo y tener homilías. También
se plantea la pregunta de cómo podemos los sacerdotes, ante los nuevos
desafíos, ayudarnos mutuamente en una comunidad fraterna, y esto en los
diversos niveles de diócesis, decanato, unidad pastoral y parroquia.

Querido decano, ha planteado usted una serie de preguntas que ocupan


y preocupan a los pastores y a todos nosotros en esta época. Ciertamente,
usted es consciente de que yo no puedo dar una respuesta a todo en este
momento. Me imagino que usted habrá reflexionado con frecuencia en
todo esto también en diálogo con el obispo, y nosotros por nuestra parte
hablamos de ello en los Sínodos de los obispos. A mi parecer, todos nece-
sitamos mantener este diálogo entre nosotros, el diálogo de la fe y de la
responsabilidad, para encontrar el camino correcto en este tiempo difícil,
en muchos aspectos, para la fe y arduo para los sacerdotes. Nadie tiene
una receta pronta. Todos juntos la estamos buscando.
Con esta reserva, es decir, que juntamente con todos vosotros yo me
encuentro en este proceso de esfuerzo y de lucha interior, trataré de decir
unas palabras al respecto, como parte de un diálogo más amplio.
En mi respuesta, quiero tratar dos aspectos fundamentales. Por una
parte, el hecho de que el sacerdote es insustituible, así como el significado
y el modo del ministerio sacerdotal hoy; por otra —y esto hoy resalta más
que antes— la multiplicidad de los carismas y el hecho de que todos jun-
tos son Iglesia, edifican la Iglesia y, por esto, debemos esforzarnos por
suscitar los carismas, debemos cuidar este conjunto vivo que luego sostie-
ne también al sacerdote. Él sostiene a los demás, y los demás lo sostienen
a él. Solamente en este conjunto complejo y variado la Iglesia puede cre-
cer hoy y hacia el futuro.
Por una parte, siempre habrá necesidad del sacerdote totalmente entre-
gado al Señor y, por eso, totalmente entregado al hombre. En el Antiguo
Testamento está la llamada a la santificación, que más o menos correspon-
de a lo que nosotros entendemos por consagración, incluso con la ordena-
ción sacerdotal: hay algo que es consagrado a Dios y, por eso, es apartado
de la esfera de lo común, es dado a Dios. Pero esto significa que desde ese
momento está a disposición de todos. Precisamente por haber sido aparta-
do y dado a Dios, ya no está aislado, sino que ha sido elevado gracias al
"para": para todos.
257
Creo que esto se puede aplicar también al sacerdocio de la Iglesia. Sig-
nifica que, por un lado, hemos sido entregados al Señor, apartados de la
esfera común, pero, por otro, hemos sido entregados a él porque de este
modo podemos pertenecerle totalmente y así pertenecer totalmente a los
demás. Debemos tratar de explicar continuamente esto a los jóvenes, que
son idealistas y quieren hacer algo por los demás; explicarles que precisa-
mente el hecho de haber sido "apartados del común" significa "entrega al
conjunto" y que esto es un modo importante, el modo más importante de
servir a los hermanos. Y de esto forma parte también el ponerse verdade-
ramente a disposición del Señor con la totalidad del propio ser y estar por
eso totalmente a disposición de los hombres. Creo que el celibato es una
expresión fundamental de esta totalidad y ya por esto es un gran reclamo
en este mundo, porque sólo tiene sentido si creemos verdaderamente en la
vida eterna y si creemos que Dios nos compromete y que nosotros pode-
mos vivir para él.
Así pues, el sacerdote es insustituible porque en la Eucaristía, partien-
do de Dios, siempre edifica la Iglesia; porque en el sacramento de la Peni-
tencia siempre nos confiere la purificación; porque en el sacramento el
sacerdote es, precisamente, un ser implicado en el "para" de Jesucristo.
Pero yo sé bien que hoy, cuando un sacerdote no sólo debe guiar una pa-
rroquia fácil de dirigir, sino varias parroquias, unidades pastorales; cuando
debe estar a disposición de un consejo o de otro, y así sucesivamente, le
resulta muy difícil llevar esa vida. Creo que en esta situación es importan-
te tener valentía para ponerse un límite y establecer claramente las priori-
dades. Una prioridad fundamental de la vida sacerdotal es estar con el Se-
ñor y, por tanto, dedicar tiempo a la oración. San Carlos Borromeo decía
siempre: "No podrás cuidar el alma de los demás si descuidas la tuya. Al
final, tampoco harás nada por los demás. Debes dedicar también tiempo a
estar con Dios".
Por tanto, quiero subrayar lo siguiente: por más compromisos que po-
damos tener, es una prioridad encontrar cada día una hora de tiempo para
estar en silencio para el Señor y con el Señor, como la Iglesia nos propone
hacer con el Breviario, con las oraciones del día, para poder así enrique-
cernos siempre interiormente, para volver, como dije al responder a la pri-
mera pregunta, al radio del soplo del Espíritu Santo. Con este punto de
partida ya puedo ordenar las prioridades. Debo aprender a ver qué es ver-
daderamente esencial, dónde se requiere absolutamente mi presencia de
sacerdote y no puedo delegar a nadie. Al mismo tiempo, debo aceptar con
humildad el hecho de no poder realizar muchas cosas que tendría que ha-
cer, donde se requeriría mi presencia, porque reconozco mis límites. Yo
creo que la gente comprendería esta humildad.
Ahora, a eso quiero unir un segundo aspecto: saber delegar, llamar a
las personas a colaborar. Yo tengo la impresión de que la gente lo com-
prende y también lo aprecia, cuando un sacerdote está con Dios, cuando se
entrega a su misión de ser quien ora por los demás. Nosotros —dicen— no
somos capaces de orar tanto; tú debes hacerlo por nosotros. En el fondo, tú
258
tienes el oficio de orar por nosotros. Quieren un sacerdote que honrada-
mente se esfuerce por vivir con el Señor y luego esté a disposición de los
hombres, de los que sufren, de los moribundos, de los niños, de los jóve-
nes —yo diría que estas son las prioridades—, y que luego sepa también
distinguir las cosas que los demás pueden hacer mejor que él, dejando ac-
tuar así a los carismas.
Pienso en los Movimientos y en muchas otras formas de colaboración
en la parroquia. Sobre todo esto se reflexiona juntamente también en la
diócesis misma, se crean formas y se promueven intercambios. Con razón
usted dijo que en ello es importante mirar, más allá de la parroquia, hacia
la comunidad de la diócesis, más aún, hacia la comunidad de la Iglesia
universal, que a su vez debe dirigir su mirada a lo que sucede en la parro-
quia, analizando cuáles consecuencias derivan de ello para el sacerdote.
Usted tocó, además, otro punto muy importante a mi parecer: los
sacerdotes, aunque tal vez viven geográficamente más lejos unos de otros,
son una verdadera comunidad de hermanos, que deben sostenerse y ayu-
darse mutuamente. Esta comunión entre los sacerdotes hoy es muy impor-
tante. Precisamente para no caer en el aislamiento, en la soledad con sus
tristezas, es importante encontrarnos con regularidad. Corresponde a la
diócesis establecer cómo se han de realizar del mejor modo posible los en-
cuentros entre los sacerdotes —hoy tenemos los coches, que facilitan los
desplazamientos— para que experimentemos continuamente el estar jun-
tos, para que aprendamos unos de otros, para que nos corrijamos y nos
ayudemos mutuamente, para que nos animemos y nos consolemos, de
modo que en esta comunión del presbiterio, juntamente con el obispo, po-
damos prestar nuestro servicio a la Iglesia local.
Precisamente: ningún sacerdote está solo; formamos un presbiterio, y
cada uno sólo puede prestar su servicio en esta comunión con el obispo.
Ahora bien, esta hermosa comunión, que todos admitimos en el plano teo-
lógico, debe llevarse también a la práctica, de las maneras que establezca
la Iglesia local. Y debe ampliarse, porque tampoco ningún obispo es obis-
po solo, sino que es obispo en el Colegio, en la gran comunión de los obis-
pos. Esta es la comunión en la que debemos comprometernos siempre. Y
este es un aspecto muy hermoso del catolicismo: a través del Primado, que
no es una monarquía absoluta, sino un servicio de comunión, podemos te-
ner la certeza de esta unidad, de forma que en una gran comunidad, con
muchas voces, todos juntos hagamos resonar la gran música de la fe en
este mundo.
Pidamos al Señor que nos consuele siempre cuando creemos que ya no
aguantamos más. Sostengámonos unos a otros. Así el Señor nos ayudará a
encontrar juntos los caminos correctos.

¿Qué hacer ante la falta de perseverancia en los sacramentos de inicia-


ción?

259
Santo Padre, soy Paolo Rizzi, párroco y profesor de teología en el Ins-
tituto superior de ciencias religiosas. Nos gustaría saber su opinión pas-
toral sobre la situación de los sacramentos de la primera Comunión y de
la Confirmación. Cada vez con mayor frecuencia, los niños, los mucha-
chos y las muchachas que reciben estos sacramentos se preparan con em-
peño por lo que se refiere a los encuentros de catequesis, pero no partici-
pan en la Eucaristía dominical. Entonces cabe preguntarse: ¿qué sentido
tiene todo esto? A veces sentimos la tentación de decir: "Entonces, mejor
quedaos en vuestra casa". En cambio, se los sigue aceptando, como siem-
pre, pensando que en cualquier caso es mejor no apagar el pabilo de la
llamita que tiembla. Es decir, se piensa que, de cualquier modo, el don del
Espíritu puede influir más allá de lo que vemos y que en una época de
transición como esta es más prudente no tomar decisiones drásticas. Más
en general, hace treinta o treinta y cinco años yo creía que nos estábamos
encaminando a ser un pequeño rebaño, una comunidad de minoría, más o
menos en toda Europa; y que, por consiguiente, se debería dar los sacra-
mentos sólo a quienes se comprometen verdaderamente en la vida cristia-
na. Luego, entre otras razones por el estilo del pontificado de Juan Pablo
II, he reconsiderado la situación. Si se pueden hacer previsiones para el
futuro, ¿qué piensa usted? ¿Qué actitudes pastorales nos puede indicar?
Gracias.

Bien; no puedo darle una respuesta infalible en este momento. Sólo


puedo tratar de responder según lo veo yo. Puedo decir que yo he recorri-
do un itinerario semejante al suyo. En mi juventud yo era más bien severo.
Decía: los sacramentos son los sacramentos de la fe; por tanto, donde no
hay fe, donde no hay práctica de la fe, los sacramentos no se pueden con-
ferir. Después, siendo arzobispo de Munich, hablaba de ello con mis pá-
rrocos. También entre ellos había dos corrientes: una severa y una condes-
cendiente. A lo largo de los tiempos también yo he comprendido que de-
bemos seguir siempre el ejemplo del Señor, que estaba muy abierto inclu-
so hacia las personas marginadas en Israel en aquella época; era un Señor
de la misericordia, según muchas autoridades oficiales demasiado abierto
hacia los pecadores, a los que acogía o permitía que lo acogieran a él en
sus cenas, atrayéndolos hacia sí en su comunión.
Así pues, en sustancia, yo creo que los sacramentos son naturalmente
sacramentos de la fe, y donde no hubiera ningún elemento de fe, donde la
primera Comunión fuera sólo una fiesta con un banquete, hermosos vesti-
dos, grandes regalos, entonces ya no sería un sacramento de la fe. Sin em-
bargo, por otra parte, si vemos que hay una llamita de deseo de la comu-
nión en la Iglesia, un deseo también de estos niños que quieren entrar en
comunión con Jesús, me parece que conviene ser condescendientes.
Desde luego, naturalmente, en nuestra catequesis debemos ayudarles a
entender que la Comunión, la primera Comunión, no debe quedar como
un hecho "aislado", sino que exige una continuidad de amistad con Jesús,
un camino con Jesús. Yo sé bien que los niños a menudo tienen intención
260
y deseo de ir el domingo a la misa, pero sus padres no les dejan cumplir
ese deseo. Si vemos que los niños lo quieren, que tienen el deseo de ir, me
parece que se trata casi de un sacramento de deseo, el deseo ("voto") de
una participación en la misa dominical. En este sentido, naturalmente, en
el marco de la preparación para los sacramentos, debemos hacer todo lo
posible para llegar también a los padres, a fin de despertar también en
ellos la sensibilidad por el camino que siguen sus hijos. Los padres deben
ayudar a sus hijos a seguir su deseo de entrar en amistad con Jesús, que es
forma de la vida, del futuro. Si los padres desean que sus hijos hagan la
primera Comunión, este deseo más bien social debería ampliarse al deseo
religioso, para hacer posible un camino con Jesús.
Por consiguiente, yo creo que en el contexto de la catequesis de los ni-
ños, es muy importante también trabajar con los padres. Precisamente esta
es una ocasión para encontrarse con los padres, haciendo presente la vida
de la fe también a los adultos, porque de los niños —me parece— pueden
volver a aprender ellos la fe y comprender que esta gran solemnidad sólo
tiene sentido, sólo es verdadera y auténtica, si se realiza en el contexto de
un camino con Jesús, en el contexto de una vida de fe. Por eso, es preciso
convencer a los padres, a través de los niños, de la necesidad de un camino
preparatorio, que se manifiesta en la preparación para los misterios y co-
mienza a hacer que se amen estos misterios.
Soy consciente de que esta respuesta es bastante insuficiente, pero la
pedagogía de la fe siempre es un camino, y nosotros debemos aceptar las
situaciones de hoy, pero también abrirlas a algo más, para que no se limite
sólo a un recuerdo exterior de cosas, sino que toque verdaderamente el co-
razón. En el momento en que quedamos convencidos, el corazón queda to-
cado, pues ha sentido un poco el amor de Jesús, ha experimentado en cier-
to modo el deseo de moverse en esta línea y en esta dirección. En ese mo-
mento, a mi parecer, podemos decir que hemos hecho una verdadera cate-
quesis. En efecto, la catequesis tiene como finalidad propia llevar la llama
del amor de Jesús, aunque sea pequeña, al corazón de los niños y, a través
de los niños, a sus padres, abriendo así de nuevo los lugares de la fe en
nuestro tiempo.

EL TRABAJO HUMILDE DE CONVERTIR LOS CORAZONES


20090226. Discurso. Encuentro con el clero romano

Ahora afrontemos esta cuestión, que toca el nervio de los problemas de


nuestro tiempo. Yo distinguiría dos niveles. El primero, es el de la ma-
croeconomía, que luego se realiza y afecta incluso al último ciudadano, el
cual siente las consecuencias de una construcción equivocada. Natural-
mente, denunciar esto es un deber de la Iglesia. Como sabéis, desde hace
mucho tiempo estoy preparando una encíclica sobre estos puntos. Y, en
este largo camino, veo que es difícil hablar con competencia, porque, si no
se afrontan con competencia ciertas cuestiones económicas, no podemos

261
ser creíbles. Por otra parte, también es preciso hablar con razonamientos
éticos, fundados y suscitados por una conciencia formada según el Evan-
gelio.
Así pues, hay que denunciar esos errores fundamentales que ahora se
manifiestan en el hundimiento de los grandes bancos estadounidenses; son
errores en el fondo. En definitiva, se trata de la avaricia humana como pe-
cado o, como dice la carta a los Colosenses, la avaricia como idolatría.
Debemos denunciar esta idolatría que va contra el verdadero Dios, que es
la falsificación de la imagen de Dios, suplantándola con otro dios, "mam-
mona". Debemos hacerlo con valentía, pero también de forma concreta,
porque los grandes moralismos no ayudan si no se apoyan en conocimien-
tos de las realidades, los cuales ayudan también a comprender qué se pue-
de hacer en concreto para cambiar poco a poco la situación. Y, para poder
hacerlo, naturalmente es necesario el conocimiento de esta verdad y la
buena voluntad de todos.
Aquí llegamos al punto principal: ¿existe realmente el pecado original?
Si no existiera, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos accesi-
bles a cada uno e irrefutables, y a la buena voluntad que existiría en todos.
Sólo de este modo podríamos seguir adelante y reformar la humanidad.
Pero no es así. La razón, incluida la nuestra, está oscurecida, como consta-
tamos cada día, puesto que el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en
quererme a mí mismo por encima de todo y en considerar que el mundo
existe para mí. Este egoísmo lo llevamos todos. Este es el oscurecimiento
de la razón: puede ser muy docta, con argumentos científicos estupendos,
y a pesar de ello sigue oscurecida por falsas premisas. De este modo,
avanza con gran inteligencia, a grandes pasos, pero por un camino equivo-
cado.
También la voluntad, como dicen los santos Padres, está inclinada. El
hombre sencillamente no está dispuesto a hacer el bien, sino que se busca
sobre todo a sí mismo, o busca el bien de su propio grupo. Por eso, encon-
trar realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, ya no resulta
fácil, y en el diálogo se desarrolla con dificultad. Sin la luz de la fe, que
entra en las tinieblas del pecado original, la razón no puede salir adelante.
Y la fe luego encuentra precisamente la resistencia de nuestra voluntad.
Esta no quiere ver el camino, que también sería un camino de renuncia a sí
mismo y de corrección de la propia voluntad en favor de los demás y no
de sí mismo.
Por eso, hay que hacer una denuncia razonable y razonada de los erro-
res, no con grandes moralismos, sino con razones concretas, que resulten
comprensibles en el mundo de la economía de hoy. Esta denuncia es im-
portante; para la Iglesia es un mandato desde siempre. Sabemos que en la
nueva situación que se ha creado en el mundo industrial, la doctrina social
de la Iglesia, comenzando por León XIII trata de hacer estas denuncias —
y no sólo las denuncias, que resultan insuficientes—, sino también de
mostrar los caminos difíciles donde, paso a paso, se exige el asentimiento
de la razón y el asentimiento de la voluntad, juntamente con la corrección
262
de mi conciencia, con la voluntad de renunciar en cierto sentido a mí mis-
mo para colaborar en lo que es la verdadera finalidad de la vida humana,
de la humanidad.
Dicho esto, la Iglesia tiene siempre la misión de estar vigilante, de ha-
cer todo lo posible por conocer las razones del mundo económico, de en-
trar en ese razonamiento y de iluminar ese razonamiento con la fe que nos
libra del egoísmo del pecado original. La Iglesia tiene la misión de entrar
en este discernimiento, en este razonamiento; de hacerse escuchar, incluso
en los diversos niveles nacionales e internacionales, para ayudar a corre-
gir. Y esto no resulta fácil, porque muchos intereses personales y de gru-
pos nacionales se oponen a una corrección radical. Quizá sea pesimismo,
pero a mí me parece realismo, pues mientras exista el pecado original no
llegaremos nunca a una corrección radical y total. Sin embargo, debemos
hacer todo lo posible para lograr al menos correcciones provisionales, su-
ficientes para ayudar a la humanidad a vivir y para poner freno al dominio
del egoísmo, que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía na-
cional e internacional.
Este es el primer nivel. El segundo es ser realistas y ver que estas gran-
des finalidades de la macro-ciencia no se realizan en la micro-ciencia, la
macroeconomía en la microeconomía, sin la conversión de los corazones.
Si no hay justos, tampoco hay justicia. Debemos aceptar esto. Por eso, la
educación en orden a la justicia es un objetivo prioritario; podríamos decir
también que es la prioridad. San Pablo dice que la justificación es efecto
de la obra de Cristo. No es un concepto abstracto, que se refiera a pecados
que hoy no nos interesan, sino que se refiere precisamente a la justicia in-
tegral. Sólo Dios puede dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación
en diversos niveles, en todos los niveles posibles.
No se puede crear la justicia en el mundo sólo con modelos económi-
cos buenos, aunque son necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos.
Y no hay justos si no existe el trabajo humilde, diario, de convertir los co-
razones, y de crear justicia en los corazones. Sólo así se extiende también
la justicia correctiva. Por eso, el trabajo del párroco es tan fundamental, no
sólo para la parroquia, sino también para toda la humanidad. Porque,
como he dicho, si no hay justos, la justicia sería sólo abstracta. Y las es-
tructuras buenas no se realizan si se opone el egoísmo incluso de personas
competentes.
Nuestro trabajo humilde, diario, es fundamental para conseguir las
grandes finalidades de la humanidad. Y debemos trabajar juntos en todos
los niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar
qué se puede hacer y cómo se puede hacer. Las Conferencias episcopales
y los obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en orden a la justi-
cia. Me parece que sigue siendo verdadero y realista el diálogo de
Abraham con Dios (cf. Gn 18, 22-23), cuando el primero dice:  ¿En ver-
dad vas a destruir la ciudad? Tal vez haya cincuenta justos, o tal vez diez.
Y diez justos bastan para que la ciudad sobreviva. Ahora bien, si no hay
diez justos, la ciudad no sobrevivirá, a pesar de toda la doctrina económi-
263
ca. Por eso, debemos hacer lo necesario para educar y garantizar al menos
diez justos y, si es posible, muchos más. Con nuestro anuncio hacemos
precisamente que haya muchos justos, que esté realmente presente la justi-
cia en el mundo.
Como efecto, los dos niveles son inseparables. Por una parte, si no
anunciamos la macro-justicia, no crecerá la micro-justicia. Pero, por otra,
si no hacemos el trabajo muy humilde de la micro-justicia, tampoco crece-
rá la macro-justicia. Y, como dije ya en mi primera encíclica, siempre, con
todos los sistemas que puedan existir en el mundo, además de la justicia
que buscamos, es necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a
la caridad es educar en la fe, es llevar a Dios.

264
IV
HOMILÍAS Y DISCURSOS
 

400
VOLVER A LA RAÍZ DE NUESTRO SACERDOCIO: JESUCRISTO
20050513. Discurso
Queridos sacerdotes, la calidad de vuestra vida y de vuestro servicio
pastoral parece indicar que, tanto en esta diócesis como en muchas otras
del mundo, ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a
tantos sacerdotes. Pero están aún muy presentes las causas de “desierto es-
piritual” que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguiente-
mente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no
temer que puedan asechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es
indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio.
Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es
el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1 P 2, 7). En él, en el mis-
terio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la sal-
vación del género humano. Pero este Jesús no tiene nada que le pertenez-
ca; es totalmente del Padre y para el Padre. Por eso, dice que su doctrina
no es suya, sino de aquel que lo envió (cf. Jn 7, 16): el Hijo no puede ha-
cer nada por su cuenta (cf. Jn 5, 19. 30).
Queridos amigos, esta es también la verdadera naturaleza de nuestro
sacerdocio. En realidad, todo lo que constituye nuestro ministerio no pue-
de ser producto de nuestra capacidad personal. Esto vale para la adminis-
tración de los sacramentos, pero vale también para el servicio de la Pala-
bra: no hemos sido enviados a anunciarnos a nosotros mismos o nuestras
opiniones personales, sino el misterio de Cristo y, en él, la medida del ver-
dadero humanismo. Nuestra misión no consiste en decir muchas palabras,
sino en hacernos eco y ser portavoces de una sola “Palabra”, que es el
Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación.
Por tanto, valen también para nosotros las palabras de Jesús: “Mi doc-
trina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16). Queridos sacerdo-
tes de Roma, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en
nosotros, nos encomienda su cuerpo en la Eucaristía, nos encomienda su
Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos
sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús
mismo nos dice: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 15, 14).
Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa volun-
tad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría.
Al tener su raíz en Cristo, el sacerdocio es, por su misma naturaleza,
en la Iglesia y para la Iglesia. En efecto, la fe cristiana no es algo pura-
mente espiritual e interior, y nuestra relación con Cristo no es sólo subjeti-
va y privada. Al contrario, es una relación totalmente concreta y eclesial.
A su vez, el sacerdocio ministerial tiene una relación constitutiva con el
cuerpo de Cristo, en su doble e inseparable dimensión de Eucaristía e Igle-
sia, de cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial. Por eso, nuestro ministerio es
amoris officium (san Agustín, In Ioannis evangelium tractatus 123, 5), es
el oficio del buen pastor, que da su vida por la ovejas (cf. Jn 10, 14-15).
401
En el misterio eucarístico, Cristo se entrega siempre de nuevo, y preci-
samente en la Eucaristía aprendemos el amor de Cristo y, por consiguien-
te, el amor a la Iglesia. Así pues, repito con vosotros, queridos hermanos
en el sacerdocio, las inolvidables palabras de Juan Pablo II:  “La santa
misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada”
(Discurso con ocasión del trigésimo aniversario del decreto Presbytero-
rum ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 3 de noviembre de 1995, p. 6). Y cada uno de noso-
tros puede repetir estas palabras como si fueran suyas: “La santa misa es,
de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada”.
Del mismo modo, la obediencia a Cristo, que corrige la desobediencia
de Adán, se concreta en la obediencia eclesial, que para el sacerdote, en la
práctica diaria, es ante todo obediencia a su obispo. Pero en la Iglesia la
obediencia no es algo formal; es obediencia a aquel que, a su vez, es obe-
diente y representa a Cristo obediente. Todo esto no anula ni atenúa las
exigencias concretas de la obediencia, sino que asegura su profundidad
teologal y su dimensión católica: en el obispo obedecemos a Cristo y a la
Iglesia, que él representa en este lugar.
Jesucristo fue enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para la
salvación de toda la familia humana, y los sacerdotes, a través de la gracia
del sacramento, participamos en su misión. Como escribe el apóstol san
Pablo, “Dios (...) nos confió el ministerio de la reconciliación. (...) Somos,
pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de noso-
tros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!” (2 Co
5, 18-20). Así describe san Pablo nuestra misión de sacerdotes. Por eso, en
la homilía que pronuncié antes del Cónclave, hablé de una “santa inquie-
tud” que debe animarnos, la inquietud por llevar a todos el don de la fe,
por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En
una ciudad tan grande como Roma, que, por una parte, está tan impregna-
da de la fe y, sin embargo, hay tantas personas que no han percibido real-
mente en su corazón el anuncio de la fe, con mayor razón debemos estar
animados por esta inquietud por llevar esta alegría, este centro de la vida,
que le da sentido y orientación.
Queridos hermanos sacerdotes de Roma, Cristo resucitado nos llama a
ser sus testigos y nos da la fuerza de su Espíritu para serlo verdaderamen-
te. Por consiguiente, es necesario estar con él (cf. Mc 3, 14; Hch 1, 21-23).
Como en la primera descripción del “munus apostolicum”, en el capítulo 3
de san Marcos, se describe lo que el Señor pensaba que debería ser el sig-
nificado de un apóstol: estar con él y estar disponible para la misión. Las
dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en
movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto, es esencial estar
con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la
alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no
sólo con las palabras.
Valen para nosotros las palabras del apóstol san Pablo: “Predicar el
Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber
402
que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (...) Efectiva-
mente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a
los más que pueda. (...) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa
a algunos” (1 Co 9, 16-22). Estas palabras, que son el autorretrato del
apóstol, nos presentan también el retrato de todo sacerdote. Este “hacerse
todo a todos” se manifiesta en la cercanía diaria, en la atención a toda per-
sona y familia: al respecto, vosotros, sacerdotes de Roma, tenéis una gran
tradición —lo digo con profunda convicción—, y la estáis honrando tam-
bién hoy, que la ciudad se ha extendido tanto y ha cambiado profunda-
mente. Como bien sabéis, es decisivo que la cercanía y la atención a todos
se realicen siempre en nombre de Cristo y tiendan constantemente a llevar
a él.
Naturalmente, para cada uno de vosotros, de nosotros, esta cercanía y
esta entrega tienen un coste personal: significan tiempo, preocupaciones,
gasto de energías. Conozco vuestro trabajo diario, y quiero daros las gra-
cias de parte del Señor. Pero también quisiera ayudaros, en la medida de
mis posibilidades, a no ceder ante este trabajo. Para poder resistir y, más
aún, para crecer, como personas y como sacerdotes, es fundamental ante
todo la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad
del Padre (cf. Jn 4, 34): todo lo que hacemos, lo hacemos en comunión
con él, y así recobramos siempre de nuevo la unidad de nuestra vida entre
tantas dispersiones, favorecidas por las diversas ocupaciones de cada día.
Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la volun-
tad del Padre, aprendemos además el arte de la ascesis sacerdotal, que
también hoy es necesaria: no hay que situarla junto a la acción pastoral,
como un fardo añadido que hace aún más pesada nuestra jornada. Al con-
trario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y dar
nuestra vida.
Pero, para que todo eso se realice realmente en nosotros, para que real-
mente nuestra acción sea en sí misma nuestra ascesis y nuestra entrega,
para que todo eso no se quede sólo en un deseo, necesitamos sin duda mo-
mentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo,
para orar y meditar, volviendo a entrar en nuestra interioridad y encontran-
do dentro de nosotros al Señor. Por eso, el tiempo para estar en presencia
de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo aña-
dido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pas-
toral: en definitiva, la más importante. Nos lo mostró del modo más con-
creto y luminoso Juan Pablo II en todas las circunstancias de su vida y de
su ministerio.
Queridos sacerdotes, jamás destacaremos suficientemente cuán funda-
mental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad.
Esta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fe-
cundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia
refleje la luz de Cristo (cf. Lumen gentium, 1), induciendo así a los hom-
bres a reconocer y adorar al Señor. Debemos acoger la exhortación del
apóstol san Pablo a reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5, 20), ante todo en
403
nosotros mismos, pidiendo al Señor, con corazón sincero y con espíritu
decidido y valiente, que aleje de nosotros todo lo que nos separa de él y
está en contraste con la misión que hemos recibido. Tenemos la seguridad
de que el Señor, que es misericordioso, nos lo concederá.

LA EUCARISTÍA: SECRETO DE LA SANTIDAD SACERDOTAL


20050918. Angelus
Mientras está a punto de terminar el Año de la Eucaristía, quisiera re-
tomar un tema particularmente importante, que interesaba mucho también
a mi venerado predecesor Juan Pablo II:  la relación entre la santidad, sen-
da y meta del camino de la Iglesia y de todo cristiano, y la Eucaristía. En
particular, mi pensamiento va hoy a los sacerdotes, para subrayar que pre-
cisamente en la Eucaristía radica el secreto de su santificación. En virtud
de la ordenación sagrada, el sacerdote recibe el don y el compromiso de
repetir sacramentalmente los gestos y las palabras con las que Jesús, en la
última Cena, instituyó el memorial de su Pascua. Entre sus manos se re-
nueva este gran milagro de amor, del que él está llamado a ser testigo y
anunciador cada vez más fiel (cf. Mane nobiscum Domine, 30). Por eso, el
presbítero ante todo debe adorar y contemplar la Eucaristía, desde el mo-
mento mismo en que la celebra. Sabemos bien que la validez del sacra-
mento no depende de la santidad del celebrante, pero su eficacia será tanto
mayor, para él mismo y para los demás, cuanto más lo viva con fe profun-
da, amor ardiente y ferviente espíritu de oración.
Durante el año, la liturgia nos presenta como ejemplos a santos minis-
tros del altar, que han sacado la fuerza para imitar a Cristo de la intimidad
diaria con él en la celebración y en la adoración eucarística. Hace algunos
días celebramos la memoria de san Juan Crisóstomo, patriarca de Cons-
tantinopla a finales del siglo IV. Fue definido “boca de oro” por su extra-
ordinaria elocuencia; pero también fue llamado “doctor eucarístico”, por
la amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo Sacramento.
La “divina liturgia” que más se celebra en las Iglesias orientales lleva su
nombre, y su lema: “basta un hombre lleno de celo para transformar un
pueblo”, muestra cuán eficaz es la acción de Cristo a través de sus minis-
tros.
En nuestra época, sobresale la figura de san Pío de Pietrelcina, al que re-
cordaremos el viernes próximo. Cuando celebraba la santa misa, revivía con
tal fervor el misterio del Calvario, que edificaba la fe y la devoción de todos.
También los estigmas, que Dios le donó, eran expresión de su íntima confi-
guración con Jesús crucificado.
Además, al pensar en los sacerdotes enamorados de la Eucaristía, no se
puede olvidar a san Juan María Vianney, humilde párroco de Ars en tiem-
pos de la Revolución francesa. Con la santidad de su vida y su celo pasto-
ral, logró convertir aquella aldea en un modelo de comunidad cristiana
animada por la palabra de Dios y los sacramentos.

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Nos dirigimos ahora a María, orando en especial por los sacerdotes de
todo el mundo, para que saquen como fruto de este Año de la Eucaristía
un amor renovado al Sacramento que celebran. Que por intercesión de la
Virgen Madre de Dios vivan y testimonien siempre el misterio puesto en
sus manos para la salvación del mundo.

COLABORAR CON EL DIOS DE LA PAZ Y LA ALEGRÍA


20051003. Meditación en la Primera Congregación General
Lectio brevis de la hora tercia: Por lo demás, hermanos, estad alegres,
buscad la perfección, exhortaos mutuamente, tened un mismo sentir, vivid
en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros (2 Co 13,
11).
Queridos hermanos: Este texto de la hora Tercia de hoy implica cinco
imperativos y una promesa. Tratemos de comprender un poco mejor qué
quiere decirnos el Apóstol con estas palabras.

Estad alegres: el amado, el mayor don de mi vida está cerca de mí.


El primer imperativo es muy frecuente en las cartas de san Pablo, más
aún, se podría decir que es casi el “cantus firmus” de su pensamien-
to: “gaudete”.
En una vida tan atormentada como la suya, una vida llena de persecu-
ciones, de hambre, de sufrimientos de todo tipo, siempre está presente, sin
embargo, una palabra clave: “gaudete”.
Surge aquí la pregunta: ¿es posible mandar la alegría? Queremos decir
que la alegría viene o no viene, pero no puede imponerse como un deber.
Y aquí nos ayuda pensar en el texto sobre la alegría más conocido de las
cartas paulinas, el del domingo “Gaudete”, en el corazón de la liturgia de
Adviento: “Gaudete, iterum dico, gaudete, quia Dominus prope est”.
Aquí  vemos  el  motivo por el cual san Pablo  en  todos sus sufrimien-
tos, en todas sus tribulaciones, sólo podía decir a los demás “gaudete”; po-
día decirlo, porque en él mismo estaba presente la alegría:  “Gaudete, Do-
minus enim prope est”.
Si el amado, el amor, el mayor don de mi vida, está cerca de mí; si es-
toy convencido de que aquel que me ama está cerca de mí, incluso en las
situaciones de tribulación, en lo hondo del corazón reina una alegría que
es mayor que todos los sufrimientos.
El Apóstol puede decir “gaudete” porque el Señor está cerca de cada
uno de nosotros. Y así, en realidad, este imperativo es una invitación a
sentir la presencia del Señor cerca de nosotros. Es una sensibilización ante
la presencia del Señor. El Apóstol quiere que percibamos esta presencia,
oculta pero muy real, de Cristo cerca de cada uno de nosotros. A cada uno
de nosotros se dirigen las palabras del Apocalipsis: “llamo a tu puerta,
óyeme, ábreme”.
Por tanto, es también una invitación a ser sensibles a esta presencia del
Señor que llama a nuestra puerta. No debemos ser sordos a él; los oídos de
405
nuestro corazón están tan llenos de muchos ruidos del mundo, que no po-
demos percibir esta presencia silenciosa que llama a nuestra puerta. Al
mismo tiempo, analicemos si estamos realmente dispuestos a abrir las
puertas de nuestro corazón; o, quizá, este corazón está tan lleno de otras
muchas cosas, que no hay lugar en él para el Señor, y por el momento no
tenemos tiempo para el Señor. Así, insensibles, sordos a su presencia, lle-
nos de otras cosas, no percibimos lo esencial: él llama a nuestra puerta, es-
tá cerca de nosotros y así está cerca la verdadera alegría, que es más fuerte
que todas las tristezas del mundo, de nuestra vida.
Por tanto, en el contexto de este primer imperativo, oremos así: “Se-
ñor, haznos sensibles a tu presencia; ayúdanos a escucharte, a no ser sor-
dos a ti; ayúdanos a tener un corazón libre, abierto a ti”.

Sed perfectos: arreglar el instrumento.


El segundo imperativo, “perfecti estote”, tal como se lee en el texto la-
tino, parece coincidir con las palabras finales del sermón de la Monta-
ña: “Perfecti estote sicut Pater vester caelestis perfectus est”.
Estas palabras nos invitan a ser lo que somos: imágenes de Dios, seres
creados en relación con el Señor, “espejo” en el que se refleja la luz del
Señor. No vivir el cristianismo según la letra, no escuchar la sagrada Es-
critura según la letra es a menudo difícil, históricamente discutible; debe-
mos ir más allá de la letra, de la realidad presente, hacia el Señor que nos
habla y, así, a la unión con Dios. Pero si vemos el texto griego, encontra-
mos otro verbo, «catartizesthe», y esta palabra significa rehacer, reparar
un instrumento, hacer que de nuevo funcione bien. El ejemplo más fre-
cuente para los Apóstoles es arreglar una red de pesca que ya no está en
buenas condiciones, que ya casi no sirve; arreglar la red de modo que pue-
da servir de nuevo para la pesca, hacer que vuelva a ser un buen instru-
mento para esa labor.
Otro ejemplo: con un instrumento musical de cuerdas, que tiene una
cuerda rota, no se puede tocar bien una pieza musical. Así, en este impera-
tivo nuestra alma es como una red apostólica que, sin embargo, a menudo
casi no sirve, porque está desgarrada por nuestras intenciones; o como un
instrumento musical en el que, por desgracia, alguna cuerda está rota y,
por tanto, la música de Dios, que debería sonar en lo más hondo de nuestra
alma, ya no resuena bien. Arreglar este instrumento, conocer las laceracio-
nes, las destrucciones, las negligencias, lo descuidado que está, y tratar de
que este instrumento sea perfecto, sea completo, de modo que cumpla el
fin para el que el Señor lo ha creado.
Y así este imperativo puede ser también una invitación al examen re-
gular de conciencia, para ver cómo está mi instrumento, hasta qué punto
está descuidado, o ya no funciona, para tratar de que vuelva a funcionar.
Es también una invitación al sacramento de la Reconciliación, en el que
Dios mismo arregla este instrumento y nos da de nuevo la plenitud, la per-

406
fección, la funcionalidad, para que en esta alma pueda resonar la alabanza
a Dios.

Corregir y consolar, obra de misericordia.


Luego, “exhortamini invicem”. La corrección fraterna es una obra de
misericordia. Ninguno de nosotros se ve bien a sí mismo, nadie ve bien
sus faltas. Por eso, es un acto de amor, para complementarnos unos a
otros, para ayudarnos a vernos mejor, a corregirnos. Pienso que precisa-
mente una de las funciones de la colegialidad es la de ayudarnos, también
en el sentido del imperativo anterior, a conocer las lagunas que nosotros
mismos no queremos ver ―“ab occultis meis munda me”, dice el Sal-
mo―, a ayudarnos a abrirnos y a ver estas cosas.
Naturalmente, esta gran obra de misericordia, ayudarnos unos a otros
para que cada uno pueda recuperar realmente su integridad, para que vuel-
va a funcionar como instrumento de Dios, exige mucha humildad y mucho
amor. Sólo si viene de un corazón humilde, que no se pone por encima del
otro, que no se cree mejor que el otro, sino sólo humilde instrumento para
ayudarse recíprocamente. Sólo si se siente esta profunda y verdadera hu-
mildad, si se siente que estas palabras vienen del amor común, del afecto
colegial en el que queremos juntos servir a Dios, podemos ayudarnos en
este sentido con un gran acto de amor.
También aquí el texto griego añade algún matiz; la palabra griega es
«paracaleisthe»e; es la misma raíz de la que viene también la palabra «Pa-
racletos, paraclesis», consolar. No sólo corregir, sino también consolar,
compartir los sufrimientos del otro, ayudarle en sus dificultades. Y tam-
bién esto me parece un gran acto de verdadero afecto colegial. En las nu-
merosas situaciones difíciles que se presentan hoy en nuestra pastoral, hay
quien se encuentra realmente un poco desesperado, no ve cómo puede
salir adelante. En ese momento necesita consuelo, necesita a alguien que
le acompañe en su soledad interior y realice la obra del Espíritu Santo, del
Consolador:  darle ánimo, estar a su lado, apoyarnos recíprocamente, con
la ayuda del Espíritu Santo mismo, que es el gran Paráclito, el Consolador,
nuestro Abogado que nos ayuda. Por tanto, es una invitación a realizar no-
sotros mismos “ad invicem” la obra del Espíritu Santo Paráclito.

Tened un mismo sentir. Los sentimientos de Cristo.


“Idem sapite”: esta expresión deriva de la palabra latina “sapor”, sa-
bor: Tened el mismo sabor por las cosas, tened la misma visión fundamen-
tal de la realidad, con todas las diferencias, que no sólo son legítimas, sino
también necesarias; pero tened “eundem saporem”, tened la misma sensi-
bilidad. El texto griego dice «froneite» lo mismo, es decir, tened funda-
mentalmente el mismo pensamiento. Para tener fundamentalmente un pen-
samiento común que nos ayude a guiar juntos la santa Iglesia, debemos
compartir la fe, que ninguno de nosotros ha inventado, sino que es la fe de
la Iglesia, nuestro fundamento común, sobre el que estamos y trabajamos.
407
Por tanto, es una invitación a insertarnos siempre de nuevo en este
pensamiento común, en esta fe que nos precede. “Ne respicias peccata
nostra sed fidem Ecclesiae tuae”: lo que el Señor busca en nosotros es la
fe de la Iglesia, y también el perdón de los pecados. Tener esta misma fe
común. Podemos, debemos vivir esta fe, cada uno con su originalidad,
pero sabiendo siempre que esta fe nos precede. Y debemos comunicar a
todos los demás la fe común. Este elemento nos lleva ya a hablar del últi-
mo imperativo, que nos da la paz profunda entre nosotros.
Y en este punto podemos pensar también en «touto froneite», en otro
texto de la carta a los Filipenses, al inicio del gran himno sobre el Señor,
donde el Apóstol nos dice: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos
de Cristo”, entrad en la «fronesis», en el «fronein», en el pensar de Cristo.
Así pues, podemos tener todos juntos la fe de la Iglesia, porque con esta fe
entramos en los pensamientos, en los sentimientos del Señor. Pensar con
Cristo.
Esta es la última consideración de esa exhortación del Apóstol: pensar
con el pensamiento de Cristo. Y podemos hacerlo leyendo la sagrada Es-
critura, en la que los pensamientos de Cristo son Palabra, nos hablan. En
este sentido, deberíamos ejercitarnos en la “lectio divina”, descubrir en las
Escrituras el pensamiento de Cristo, aprender a pensar con Cristo, a pensar
con el pensamiento de Cristo para tener los mismos sentimientos de Cris-
to, para poder dar a los demás también el pensamiento de Cristo, los senti-
mientos de Cristo.

Vivid en paz
Así el último imperativo: “Pacem habete” (en griego, eireneuete), es
casi la síntesis de los cuatro imperativos anteriores. Estando en unión con
Dios, que es nuestra paz, con Cristo, que nos dijo: “pacem dabo vobis”,
estamos en paz interior, porque estar en el pensamiento de Cristo unifica
nuestro ser. Las dificultades, los contrastes de nuestra alma se unen; esta-
mos unidos al original, a Aquel de quien somos imagen con el pensamien-
to de Cristo. Así nace la paz interior, y sólo si tenemos una profunda paz
interior podemos ser también personas de paz para los demás en el mundo.
Aquí nos preguntamos: ¿Esa promesa está condicionada por los impe-
rativos?; es decir, ¿este Dios de la paz está con nosotros sólo en la medida
en que podemos realizar los imperativos? ¿Cómo es la relación entre im-
perativo y promesa?
Yo diría que es bilateral; es decir, la promesa precede a los imperati-
vos, hace realizables los imperativos y sigue también a esa realización de
los imperativos. Antes de que nosotros hagamos algo, el Dios del amor y
de la paz se ha abierto a nosotros, está con nosotros. En la Revelación que
comenzó en el Antiguo Testamento, Dios vino a nosotros con su amor,
con su paz.
Y, finalmente, en la Encarnación se hizo Dios con nosotros, Emma-
nuel. Con nosotros está este Dios de la paz que se hizo carne con nuestra

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carne, sangre de nuestra sangre. Es hombre con nosotros y abraza todo el
ser humano. En la crucifixión, y en el descenso al lugar de la muerte, se
hizo totalmente uno con nosotros, nos precede con su amor, abraza ante
todo nuestro obrar. Y este es nuestro gran consuelo. Dios nos precede. Ya
lo ha hecho todo. Nos ha dado paz, perdón y amor. Está con nosotros. Y
sólo porque está con nosotros, porque en el bautismo hemos recibido su
gracia, en la confirmación el Espíritu Santo y en el sacramento del Orden
su misión, podemos ahora actuar nosotros, cooperar con su presencia que
nos precede. Todo este actuar nuestro del que hablan los cinco imperativos
es cooperar, colaborar con el Dios de la paz, que está con nosotros.
Pero, por otra parte, vale en la medida en que realmente entramos en
esta presencia que ha donado, en este don ya presente en nuestro ser. Cre-
ce naturalmente su presencia, su estar con nosotros.
Pidamos al Señor que nos enseñe a colaborar con su gracia precedente
y que así esté realmente siempre con nosotros. Amén.

CLAVE DEL CONCILIO: HERMENÉUTICA DE LA CONTINUIDAD


20051222. Discurso. Curia Romana
El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar
en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II
hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el re-
sultado del Concilio? ¿Ha  sido recibido de modo correcto? En  la recep-
ción del Concilio, ¿qué se ha  hecho  bien?, ¿qué ha sido insuficiente o
equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?
Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del
Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos
aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Ba-
silio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del
concilio de Nicea:  la compara con una batalla naval en la oscuridad de la
tempestad, diciendo entre otras cosas:  "El grito ronco de los que por la
discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido
confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia,
tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe..." (De
Spiritu Sancto XXX, 77:  PG 32, 213 A;  Sch 17 bis, p. 524). No quere-
mos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del
posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.
Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zo-
nas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues
bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como di-
ríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y
aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se
han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha
entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero
cada vez más visible, ha dado y da frutos.

409
Por una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéuti-
ca de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la sim-
patía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología
moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la reno-
vación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos
ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero perma-
neciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una
ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los
textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del es-
píritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales,
para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando mu-
chas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría
el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que
subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero es-
píritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería nece-
sario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de
modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería ne-
cesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la
novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún in-
determinada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los tex-
tos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregun-
ta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja
espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la natu-
raleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una
especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua
y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad
que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa au-
toridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.
Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás,
nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del
Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eter-
na y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en
el tiempo y el tiempo mismo.
Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios
del don del Señor. Son "administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4,
1), y como tales deben ser "fieles y prudentes" (cf. Lc 12, 41-48). Eso sig-
nifica que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que
no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final,
pueda decir al administrador: "Puesto que has sido fiel en lo poco, te pon-
dré al frente de lo mucho" (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas pará-
bolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al
servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio
la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.

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A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la
reforma, como la presentaron primero el Papa  Juan XXIII en su discurso
de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo
VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera ci-
tar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las
que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice
que el Concilio "quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin
atenuaciones ni deformaciones", y prosigue: "Nuestra tarea no es única-
mente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo
de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin te-
mor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doc-
trina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia,
se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efec-
to, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene
nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas
verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado" (Con-
cilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones,
BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).
Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una deter-
minada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación
vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar
si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por
otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En
este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamen-
te exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero
donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción
del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos.
Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es
más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los
años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desa-
rrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud
por la obra realizada por el Concilio.
Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó tam-
bién una motivación específica por la cual una hermenéutica de la discon-
tinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre,
que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo
especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la relación
entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por
otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lu-
gar del término genérico "mundo actual" elegimos otro más preciso: el
Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la
edad moderna.
Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Gali-
leo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro
de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se
difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería
411
conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de
la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales
que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus
confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios",
había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, áspe-
ras y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, apa-
rentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y
fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se
sentían representantes de la edad moderna.
Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucio-
nado. La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofre-
cido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las ten-
dencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa.
Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramen-
te, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque
realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la
realidad.
Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la
otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de
la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostra-
do que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con res-
pecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas
abiertas por el cristianismo.
La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente,
se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y
la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas ha-
cían profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban
cuenta cada vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la to-
talidad de la realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sa-
biendo que la realidad es más grande que el método naturalista y que lo
que ese método puede abarcar.
Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían forma-
do tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era
necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias mo-
dernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino
también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método históri-
co-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Bi-
blia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las
sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación
que la fe de la Iglesia había elaborado.
En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias
religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo im-
parcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia
ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su
religión.
412
En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el
problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva de-
finición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En
particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en
general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, re-
sultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Igle-
sia y la fe de Israel.
Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de
la segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más am-
pliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos secto-
res, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una
cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había
manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debi-
das distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias,
resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios;
este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.
Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en dife-
rentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este pro-
ceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más con-
cretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas con-
tingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de in-
terpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes
también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada
en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas de-
cisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo
en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que
dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así,
las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las for-
mas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si
la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del
hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en cano-
nización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social
e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido,
con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre
es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento
basándose en la dignidad interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de
religión como una necesidad que deriva de la  convivencia  humana, más
aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede im-
poner desde fuera, sino  que  el hombre la debe hacer suya sólo mediante
un proceso de convicción.
El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto
sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, reco-
gió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser
consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza
413
de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires,
con los mártires de todos los tiempos.
La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por
los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1
Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se ne-
gaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los
mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había
revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la liber-
tad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión
que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con
la gracia de Dios, en libertad de conciencia.
Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su
mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor
de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para
todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con
ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario,
les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una res-
puesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se
promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.
El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la
fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno,
revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta apa-
rente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su ver-
dadera identidad. La Iglesia,  tanto antes como después del Concilio,  es la
misma Iglesia una, santa, católica  y  apostólica en camino a través de los
tiempos; prosigue "su peregrinación entre  las persecuciones del mundo y
los consuelos de Dios", anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva
(cf. Lumen gentium, 8).
Quienes esperaban que con este "sí" fundamental a la edad moderna
todas las tensiones desaparecerían y la "apertura al mundo" así realizada lo
transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones in-
teriores y también  las contradicciones de la misma  edad  moderna; ha-
bían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en
todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una ame-
naza para el camino del hombre.
Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del
hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contra-
rio, asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo de-
muestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un
"signo de contradicción" (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II,
siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predi-
có en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.
El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del
Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio,
no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o super-
fluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su
414
grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna,
que de un modo muy impreciso se ha presentado como "apertura al mun-
do", pertenece en último término al problema perenne de la relación entre
la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.
La situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a
acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta,
exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-lo-
gía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). Esto sig-
nificaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la
cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea
de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única
razón dada por Dios.
Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensa-
miento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada
en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en
una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino
quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, po-
niendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante
en su tiempo.
La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un pri-
mer momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo nega-
tivo, ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II
llegó la hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en
los textos conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas,
pero así se determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre
la razón y la fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orienta-
ción sobre la base del Vaticano II.
Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero
también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo,
con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy po-
demos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo lee-
mos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y lle-
gar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesa-
ria de la Iglesia.

LA ACTIVIDAD DEL TEÓLOGO EN LA COMUNIÓN ECLESIAL


20051201. Discurso. Comisión Teológica Internacional
La teología no puede menos de nacer de la obediencia al impulso de la
verdad y del amor que desea conocer cada vez mejor a aquel que ama, en
este caso a Dios mismo, cuya bondad hemos reconocido en el acto de fe
(cf. Donum veritatis, 7). Conocemos a Dios porque él, en su infinita bon-
dad, se dio a conocer en la creación y sobre todo en su Hijo unigénito, que
se hizo hombre por nosotros, y murió y resucitó por nuestra salvación.
En consecuencia, la revelación de Cristo es el principio normativo fun-
damental para la teología. Esta se ejerce siempre en la Iglesia y para la
415
Iglesia, Cuerpo de Cristo, único sujeto con Cristo, y así también con fide-
lidad a la Tradición apostólica. Por tanto, la actividad del teólogo debe
realizarse en comunión con la voz viva de la Iglesia, es decir, con el ma-
gisterio vivo de la Iglesia y bajo su autoridad. Considerar la teología como
un asunto privado del teólogo significa desconocer su misma naturaleza.
Sólo dentro de la comunidad eclesial, en comunión con los legítimos pas-
tores de la Iglesia, tiene sentido la actividad teológica, que ciertamente re-
quiere competencia científica, pero también y sobre todo el espíritu de fe y
la humildad de quien sabe que el Dios vivo y verdadero, objeto de su re-
flexión, supera infinitamente la capacidad humana. Sólo con la oración y
la contemplación se puede adquirir el sentido de Dios y la docilidad a la
acción del Espíritu Santo, que darán fecundidad a la investigación teológi-
ca para el bien de toda la Iglesia y, podríamos decir, para toda la humani-
dad.
Aquí se podría objetar: una teología definida así, ¿sigue siendo ciencia
y está de acuerdo con nuestra razón y  su libertad? Sí; racionalidad, cienti-
ficidad y pensar  en  la  comunión  de la Iglesia no sólo no se excluyen,
sino que van juntas. El  Espíritu  Santo  introduce  a la  Iglesia en la pleni-
tud de la verdad (cf. Jn 16, 13), la Iglesia está al servicio de la verdad y su
guía es educación en la verdad.

PASTORES AL SERVICIO DEL GRAN PASTOR


20060507. Homilía. Ordenación sacerdotal. Domingo del Buen Pastor
La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes so-
lían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo
Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y
pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de reba-
ños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de
Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado
la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del
profeta: “Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis
ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día
de nubes y brumas” (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen
Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a
los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a
quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ove-
jas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el “archipoi-
men”, el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir
que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en
la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en
el sacramento de la Ordenación:  el sacerdote, mediante el sacramento, es
insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con
vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús,
en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.
416
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una
parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Se-
ñor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas;
las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de
reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea
útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pasto-
res, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende di-
ciendo: “Yo  soy la puerta” (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que en-
trar a través de él. Jesús  pone de relieve con gran claridad esta condición
de fondo, afirmando: “El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un sal-
teador” (Jn 10, 1).
Esta palabra “sube” (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa
al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar.
“Subir”: se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar
“muy alto”, de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir.
Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser
importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia
exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de
pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta.
No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás,
para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca,
que él quiere conducir por el camino de la vida.
Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa pre-
cisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para
que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de
autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir
conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la
suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo,
queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo
crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más pro-
funda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien
apaciente.
Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamen-
tales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza im-
pregna todo el discurso sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por
las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús
como pastor: es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se en-
trega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía
realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a
nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la
sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre
realmente presente entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaris-
tía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se
417
despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y
así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote
la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio;
se pone siempre de nuevo a  sí mismo en las manos de Dios, experimen-
tando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge,
me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la
que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el mo-
mento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos
darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí
mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a
disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aun-
que otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no
tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de noso-
tros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo
personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y
bella. Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice: “Conozco mis ovejas y las mías
me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre”
(Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diver-
sas, que aquí están entrelazadas: la relación entre Jesús y el Padre, y la re-
lación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relacio-
nes van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen
al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno
habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, enton-
ces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del
Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así
debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la
relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces pode-
mos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se
comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da
cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pas-
tor.
Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea
pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de
estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fun-
damental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han
sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este “conocer” a
los demás en el sentido bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin
amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.
El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su
conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con
el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro
corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro peque-
ño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les
418
hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conoci-
miento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un cono-
cimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, ha-
ciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a
los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de co-
nocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de
Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al
pastor: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a
esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un
solo pastor” (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la de-
cisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible
que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San
Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade: “Jesús iba a
morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en
uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz.
Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque
Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la
unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no
se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de
Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Je-
sús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsa-
bilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al
Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resu-
citó.
La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quie-
nes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:
musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro
de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud uni-
versal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos
“traducir” esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente,
un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que
creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la
vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así
edifican y sostienen juntos también al sacerdote.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de
nuevo “a los caminos y cercados” (Lc 14, 23) para llevar la invitación de
Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído ha-
blar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servi-
cio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre
forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Igle-
sia, para que ella, por encima de todas las  diferencias y los límites, sea un
signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha
unidad.
419
La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del
pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes for-
men parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la
sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transforma-
do con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de
la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta
nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha
cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la
lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucris-
to. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos
hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve to-
dos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su
rebaño. Amén.

OBREROS PARA LA MIES. LO PRIMERO, “ESTAR CON ÉL”


20060911. Homilía. Vísperas marianas con religiosos y seminaristas. Altötting
Sabemos que el Señor busca obreros para su mies. Él mismo lo ha di-
cho: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la
mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 37-38). Por eso nos hemos reuni-
do aquí: para dirigir esta petición al Dueño de la mies. Sí, la mies de Dios
es grande y espera obreros: en el llamado tercer mundo —América Latina,
África y Asia— la gente espera heraldos que les lleven el Evangelio de la
paz, la buena nueva de Dios que se hizo hombre.
Pero también en el llamado Occidente, aquí en Alemania, al igual que
en las vastas regiones de Rusia, es verdad que la mies podría ser mucha.
Sin embargo, hacen falta personas dispuestas a trabajar en la mies de Dios.
Hoy sucede lo mismo que aconteció cuando el Señor se compadeció de
las multitudes que parecían ovejas sin pastor, personas que probablemente
sabían muchas cosas, pero no sabían cómo orientar bien su vida. ¡Señor,
mira la tribulación de nuestro tiempo, que necesita mensajeros del Evange-
lio, testigos tuyos, personas que señalen el camino que lleva a la “vida en
abundancia”! ¡Mira al mundo y compadécete también ahora! ¡Mira al mun-
do y envía obreros! Con esta petición llamamos a la puerta de Dios; pero
con esta misma petición el Señor llama a la puerta de nuestro corazón.
¿Señor, me quieres? ¿No es tal vez demasiado grande para mí? ¿No
soy yo demasiado pequeño para esto? “No temas”, le dijo el ángel a Ma-
ría. “No temas: (...) te he llamado por tu nombre”, nos dice Dios mediante
el profeta Isaías (Is 43, 1) a nosotros, a cada uno de nosotros.
¿A dónde vamos, si respondemos “sí” a la llamada del Señor? La des-
cripción más concisa de la misión sacerdotal, que vale análogamente tam-
bién para las religiosas y los religiosos, nos la ha dado el evangelista san
Marcos, que, en el relato de la llamada de los Doce, dice: “Instituyó Doce,
para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14). Estar
con él y, como enviados, salir al encuentro de la gente: estas dos cosas van
juntas y, a la vez, constituyen la esencia de la vocación espiritual, del
420
sacerdocio. Estar con él y ser enviados son dos cosas inseparables. Sólo
quienes están “con él” aprenden a conocerlo y pueden anunciarlo de ver-
dad. Y quienes están con él no pueden retener para sí lo que han encontra-
do, sino que deben comunicarlo. Es lo que sucedió a Andrés, que le dijo a
su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41). “Y lo llevó
a Jesús”, añade el evangelista (Jn 1, 42).
El Papa san Gregorio Magno, en una de sus homilías, dijo una vez que
los ángeles de Dios, independientemente de la distancia que recorran en
sus misiones, siempre se mueven en Dios. Siempre permanecen con él. Y
al hablar de los ángeles, san Gregorio pensaba también en los obispos y
los sacerdotes: a dondequiera que vayan, siempre deberían “estar con él”.
La experiencia confirma que cuando los sacerdotes, debido a sus múltiples
deberes, dedican cada vez menos tiempo para estar con el Señor, a pesar
de su actividad tal vez heroica, acaban por perder la fuerza interior que los
sostiene. Su actividad se convierte en un activismo vacío.
¿Cómo se puede realizar el “estar con él”? Lo primero y lo más impor-
tante para el sacerdote es la misa diaria, celebrada siempre con una pro-
funda participación interior. Si la celebramos como verdaderos hombres
de oración, si unimos nuestras palabras y nuestras acciones a la Palabra
que nos precede y al rito de la celebración eucarística, si en la Comunión
de verdad nos dejamos abrazar por él y lo acogemos, entonces estamos
con él.
La liturgia de las Horas es otra manera fundamental de estar con él. En
ella oramos como personas que necesitan hablar con Dios, pero implican-
do también a todos los demás que no tienen ni el tiempo ni la posibilidad
de hacer esa oración. Para que nuestra celebración eucarística y la liturgia
de las Horas estén llenas de significado, debemos dedicarnos siempre de
nuevo a la lectura espiritual de la sagrada Escritura; no sólo descifrar y ex-
plicar palabras del pasado, sino también buscar la palabra de consuelo que
el Señor me está diciendo a mí aquí y ahora. El Señor me interpela hoy
por medio de esta palabra. Sólo de esta forma seremos capaces de llevar la
Palabra sagrada a los hombres de nuestro tiempo como palabra de Dios
actual y viva.
La adoración eucarística es un modo esencial de estar con el Señor.
Gracias a mons. Schraml, Altötting ha obtenido una nueva “cámara del te-
soro”. Donde antes se guardaban tesoros del pasado, objetos preciosos de
la historia y de la piedad, se encuentra ahora el lugar para el verdadero te-
soro de la Iglesia: la presencia permanente del Señor en el santísimo Sa-
cramento.
En una de sus parábolas el Señor habla del tesoro escondido en el cam-
po. Quien lo encuentra —nos dice— vende todo lo que tiene para poder
comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cual-
quier otra cosa. El tesoro escondido, el bien superior a cualquier otro bien,
es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. En la sagrada
Hostia está presente él, el verdadero tesoro, siempre accesible para noso-
tros. Sólo adorando su presencia aprendemos a recibirlo adecuadamente,
421
aprendemos a comulgar, aprendemos desde dentro la celebración de la Eu-
caristía.
En este contexto, quiero citar unas hermosas palabras de Edith Stein, la
santa copatrona de Europa. En una de sus cartas escribe: “El Señor está
presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por
él mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Y
porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su cercanía perso-
nal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y senti-
mientos normales, se sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le
sea posible y todo el tiempo que le sea posible” (Gesammelte Werke VII,
136 f).
Busquemos estar con el Señor. Allí podemos hablar de todo con él. Po-
demos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros
problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nues-
tras necesidades y nuestras esperanzas. Allí podemos repetirle constante-
mente: “Señor, envía obreros a tu mies. Ayúdame a ser un buen obrero en
tu viña”.
Aquí, en esta basílica, nuestro pensamiento se dirige a María, que vivió
su vida completamente “con Jesús” y por consiguiente estuvo y sigue estan-
do totalmente a disposición de los hombres: los exvotos que hay aquí lo de-
muestran en concreto. Pensamos también en su madre, santa Ana, y con ella
en la importancia de las madres y los padres, las abuelas y los abuelos; pen-
samos en la importancia de la familia como ambiente de vida y oración, en
donde se aprende a rezar y donde pueden madurar las vocaciones.
Aquí, en Altötting, pensamos naturalmente, de modo especial, en el
hermano Konrad, que renunció a una gran herencia porque quería seguir a
Jesucristo sin reservas y estar totalmente con él. Como el Señor recomien-
da en una de sus parábolas, él escogió el último lugar, el de un humilde
fraile portero. En su portería realizó precisamente lo que san Marcos nos
dice de los Apóstoles: “estar con él” y “ser enviado” a los hombres. Desde
su celda siempre podía mirar hacia el sagrario, “estar con Cristo” siempre.
Así, mirando al sagrario, aprendió la bondad ilimitada con la que trataba a
la gente, que casi sin cesar llamaba a su puerta, a veces incluso de forma
maliciosa, para molestarlo, y a veces de forma impaciente o ruidosa. A to-
dos ellos, por su gran bondad y humanidad, sin grandes palabras, les dio
siempre un mensaje más valioso que las mismas palabras. Pidamos al san-
to hermano Konrad que nos ayude a mantener nuestra mirada fija en el Se-
ñor, para llevar el amor de Dios a los hombres. Amén.

OBREROS PARA LA MIES: SACUDIR EL CORAZÓN DE DIOS.


20060914. Discurso. Encuentro con los sacerdotes. Catedral de Freising
Pasando ya propiamente a la homilía, quisiera tratar sólo dos puntos.
El primero está tomado del evangelio que se acaba de proclamar, un pasa-
je que todos ya hemos escuchado, interpretado y meditado en nuestro co-
razón muchas veces. “La mies es mucha”, dice el Señor. Y cuando dice
422
“es mucha” no se refiere sólo a aquel momento y a aquellos caminos de
Palestina por los que peregrinaba durante su vida terrena; sus palabras va-
len también para nuestro tiempo. Eso significa: en el corazón de los hom-
bres crece una mies. Eso significa, una vez más: en lo más profundo de su
ser esperan a Dios; esperan una orientación que sea luz, que indique el ca-
mino. Esperan una palabra que sea más que una simple palabra. Se trata
de una esperanza, una espera del amor que, más allá del instante presente,
nos sostenga y acoja eternamente. La mies es mucha y necesita obreros en
todas las generaciones. Y para todas las generaciones, aunque de modo di-
ferente, valen siempre también las otras palabras: “Los obreros son po-
cos”.
“Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros”. Eso significa:
la mies existe, pero Dios quiere servirse de los hombres, para que la lleven
a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que digan: “Sí,
estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para
que esta mies que ya está madurando en el corazón de los hombres pueda
entrar realmente en los graneros de la eternidad y se transforme en peren-
ne comunión divina de alegría y amor”.
“Rogad, pues, al Dueño de la mies” quiere decir también: no podemos
“producir” vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar perso-
nas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propagan-
da bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La lla-
mada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que
lleva al corazón del hombre.
Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, tam-
bién hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la
mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole: “Haz-
lo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la
alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más va-
lioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe transmitirlo”.
Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios
mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se
transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón brote luego la chis-
pa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros
corazones la disponibilidad a dar su “sí”. Como personas de oración, lle-
nas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración,
los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará des-
pués su parte.
En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sa-
cudir su corazón y, juntamente con Dios, tocar mediante nuestra oración
también el corazón de los hombres, para que él, según su voluntad, suscite
en ellos el “sí”, la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confu-
siones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la
oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente
sacando sin cesar de él la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costo-

423
so, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los
hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios.
El segundo punto que quisiera tratar es una cuestión práctica. El número
de sacerdotes ha disminuido, aunque en este momento podemos constatar
que todavía nos mantenemos, que también hoy hay sacerdotes jóvenes y an-
cianos, y que hay jóvenes que se encaminan hacia el sacerdocio. Pero las ta-
reas resultan cada vez más pesadas: llevar dos, tres o cuatro parroquias a la
vez —y esto con todas las nuevas obligaciones que se han añadido— es
algo que puede resultar desalentador. Con frecuencia me plantean la pregun-
ta —y cada sacerdote se la suele plantear a sí mismo y a sus hermanos en el
sacerdocio—: ¿Cómo podemos hacerlo? ¿No se trata de una profesión que
nos consume, en la que al final no podemos sentir alegría, pues vemos que,
por más que hagamos, no es suficiente? Todo esto nos agobia.
¿Qué se puede responder? Naturalmente no puedo dar recetas infali-
bles; pero quisiera ofrecer algunas indicaciones fundamentales. La prime-
ra la tomo de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 5-8), donde san Pablo
dice a todos —y naturalmente de modo especial a los que trabajan en el
campo de Dios— que debemos “tener en nosotros los sentimientos de Je-
sucristo”. Tenía tales sentimientos ante el destino del hombre que, por de-
cirlo así, no soportó ya su existencia en la gloria, sino que se vio impulsa-
do a descender y asumir algo increíble: toda la miseria de la vida humana
hasta la hora del sufrimiento en la cruz. Este es el sentimiento de Jesucris-
to: sentirse impulsado a llevar a los hombres la luz del Padre, a ayudarlos
para que con ellos y en ellos se forme el reino de Dios.
Y el sentimiento de Jesucristo consiste a la vez en que permanece pro-
fundamente arraigado en la comunión con el Padre, inmerso en ella. Lo
vemos, por decirlo así, desde fuera en el hecho que los evangelistas nos
refieren: con frecuencia se retira al monte, él solo, a orar. Su actividad
nace de su inmersión en el Padre. Precisamente por esta inmersión en el
Padre se siente impulsado a salir a recorrer todas las aldeas y las ciudades
para anunciar el reino de Dios, es decir, su presencia, su “estar” en medio
de nosotros; para que el Reino se haga presente en nosotros y, por medio
de nosotros, transforme el mundo; para que se haga su voluntad en la tie-
rra como en el cielo; para que el cielo llegue a la tierra.
Estos dos aspectos forman parte de los sentimientos de Jesucristo. Por
una parte, conocer a Dios desde dentro, conocer a Cristo desde dentro, es-
tar con él; sólo si realizamos esto descubriremos de verdad el “tesoro”.
Por otra, también debemos ir a los hombres. No podemos guardar el “teso-
ro” para nosotros mismos; debemos transmitirlo.
Quisiera traducir esta indicación fundamental, con sus dos aspectos, a
nuestra realidad concreta: necesitamos a la vez celo y humildad, es decir, re-
conocer nuestros límites. Por una parte, celo: si realmente nos encontramos
continuamente con Cristo, no podemos guardarlo para nosotros mismos.
Nos sentiremos impulsados a ir a los pobres, a los ancianos, a los débiles, a
los niños, a los jóvenes, a las personas que están en la plenitud de su vida;
nos sentiremos impulsados a ser “heraldos”, apóstoles de Cristo.
424
Pero para que este celo no quede estéril y no nos desgaste, debe ir
acompañado de la humildad, de la moderación, de la aceptación de nues-
tros límites. Yo veo que no soy capaz de hacer todo lo que habría que ha-
cer. Lo que vale para los párrocos —al menos así me lo imagino—, vale
también para el Papa, aunque en diferente medida. El Papa debería hacer
muchísimas cosas. Y realmente mis fuerzas no bastan. Así debo aprender
a hacer lo que me sea posible y dejar el resto a Dios —y a mis colaborado-
res—, diciéndole: “En definitiva, tú eres quien debes hacerlo, pues la Igle-
sia es tuya. Y tú me das sólo las fuerzas que tengo. Te las entrego a ti,
pues provienen de ti; lo demás, precisamente, te lo dejo a ti”.
Creo que la humildad de aceptar esto —”hasta aquí llegan mis fuerzas;
el resto te lo dejo a ti, Señor”— es decisiva. Pero también hay que tener
confianza: él me dará también colaboradores que me ayuden y hagan lo
que yo no logro hacer.
Más aún, este conjunto de celo y de humildad, “traducido” a un tercer
nivel, significa también el conjunto de servicio en todas sus dimensiones y
de interioridad. Sólo podemos servir a los demás, sólo podemos dar, si
personalmente también recibimos, si nosotros mismos no quedamos va-
cíos. Por eso la Iglesia nos propone espacios abiertos que, por una parte,
son espacios para “respirar de nuevo”; y, por otra, son centro y fuente del
servicio.
Ante todo está la celebración diaria de la santa misa. No la celebremos
con rutina, como algo que de todos modos “debemos hacer”; celebrémosla
“desde dentro”. Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el
acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al de-
cir “Esto es mi cuerpo”, brota realmente la comunión con Jesucristo que
nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo “yo”; si reali-
zamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, en-
tonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi ven-
drá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Se-
ñor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los
hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enri-
quecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tene-
mos, es decir, la presencia del Señor.
El otro espacio abierto que la Iglesia, por decirlo así, nos impone —
también nos libera al dárnoslo— es la liturgia de las Horas. Tratemos de
rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel
de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los
orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo,
como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido
más profundo de estas plegarias.
Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hom-
bres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración.
Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los
demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no sig-
nifica retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad
425
pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos
nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo,
mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante
y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia
de Jesucristo, en este mundo.
El lema de estos días ha sido: “El que cree nunca está solo”. Estas pa-
labras son válidas y deben ser válidas precisamente también para los
sacerdotes, para cada uno de nosotros. Y son válidas de nuevo en dos as-
pectos: el que es sacerdote nunca está solo, porque Jesucristo siempre es-
tá con él. Cristo está con nosotros; y nosotros también estamos con él.
Pero deben valer también en el otro sentido: el que se hace sacerdote
es insertado en un presbiterio, en una comunidad de sacerdotes con el
obispo. Es sacerdote estando en comunión con sus hermanos en el sacer-
docio. Esforcémonos por lograr que esto no se quede sólo como un pre-
cepto teológico o jurídico, sino que se convierta en experiencia concreta
para cada uno de nosotros.
Donémonos mutuamente esta comunión; donémosla especialmente a
los que sepamos que sufren soledad, a los que se ven agobiados por difi-
cultades y problemas, tal vez por dudas e incertidumbres. Si nos donamos
mutuamente esta comunión, estando en comunión con los otros experi-
mentaremos mucho más y de modo más gozoso también la comunión con
Jesucristo. Amén.

HERMOSA VOCACIÓN DEL TEÓLOGO


20061006. Homilía. A la Comisión Teológica Internacional
No he preparado propiamente una homilía, sino sólo algunos puntos
para la meditación. La misión de san Bruno, el santo que celebramos hoy,
se presenta claramente y podemos decir que está interpretada en la oración
de este día que, a pesar de variar algo en el texto italiano, nos recuerda que
su misión fue silencio y contemplación. Pero el silencio y la contempla-
ción tienen una finalidad: sirven para conservar, en medio de la dispersión
de la vida diaria, una permanente unión con Dios. Tienen como objetivo
hacer que la unión con Dios esté siempre presente en nuestra alma y trans-
forme todo nuestro ser.
El silencio y la contemplación ─característica de san Bruno─ son ne-
cesarios para poder encontrar, en medio de la dispersión de cada día, esta
profunda y continua unión con Dios. Silencio y contemplación: la hermo-
sa vocación del teólogo es hablar. Esta es su misión: en medio de la locua-
cidad de nuestro tiempo y de otros tiempos, en medio de la inflación de
palabras, hacer presentes las palabras esenciales. Con las palabras hacer
presente la Palabra, la Palabra que viene de Dios, la Palabra que es Dios.
Pero, dado que formamos parte de este mundo con todas sus palabras,
¿cómo podríamos hacer presente la Palabra con las palabras, sino median-
te un proceso de purificación de nuestro pensamiento, que debe ser tam-
bién y sobre todo un proceso de purificación de nuestras palabras?
426
¿Cómo podríamos abrir el mundo, y antes abrirnos nosotros mismos, a
la Palabra sin entrar en el silencio de Dios, del que procede su Palabra?
Para la purificación de nuestras palabras y, por tanto, para la purificación
de las palabras del mundo necesitamos el silencio que se transforma en
contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios y así nos permi-
te llegar al punto donde nace la Palabra, la Palabra redentora.
Santo Tomás de Aquino, juntamente con una larga tradición, dice que
en la teología Dios no es el objeto del que hablamos. Esta es nuestra con-
cepción normal. En realidad, Dios no es el objeto; Dios es el sujeto de la
teología. El que habla en la teología, el sujeto que habla, debería ser Dios
mismo. Y nuestro hablar y pensar sólo debería servir para que pueda ser
escuchado, para que pueda encontrar espacio en el mundo el hablar de
Dios, la Palabra de Dios.
Así, de nuevo, somos invitados a este camino de renuncia a palabras
nuestras; a este camino de purificación, para que nuestras palabras sean
sólo instrumento mediante el cual Dios pueda hablar, y de este modo Dios
realmente no sea objeto, sino sujeto de la teología.
En este contexto me vienen a la mente unas hermosas palabras de la
primera carta de san Pedro, en el primer capítulo, versículo 22. En latín
dice así: “Castificantes animas nostras in oboedientia veritatis”. La obe-
diencia a la verdad debería hacer casta (“castificare”) nuestra alma, guián-
donos así a la palabra correcta, a la acción correcta. Dicho de otra manera,
hablar para lograr aplausos; hablar para decir lo que los hombres quieren
escuchar; hablar para obedecer a la dictadura de las opiniones comunes, se
considera como una especie de prostitución de la palabra y del alma. La
“castidad” a la que alude el apóstol san Pedro significa no someterse a
esas condiciones, no buscar los aplausos, sino la obediencia a la verdad.
Creo que esta es la virtud fundamental del teólogo: esta disciplina, in-
cluso dura, de la obediencia a la verdad, que nos hace colaboradores de la
verdad, boca de la verdad, para que en medio de este río de palabras de
hoy no hablemos nosotros, sino que en realidad, purificados y hechos cas-
tos por la obediencia a la verdad, la verdad hable en nosotros. Y así pode-
mos ser verdaderamente portadores de la verdad.
Esto me lleva a pensar en san Ignacio de Antioquía y en una hermosa
frase suya: “Quien ha comprendido las palabras del Señor, comprende su
silencio, porque al Señor se le conoce en su silencio”. El análisis de las pa-
labras de Jesús llega hasta cierto punto, pero permanece en nuestro pensar.
Sólo cuando llegamos al silencio del Señor, en su estar con el Padre del
que vienen las palabras, podemos también realmente comenzar a entender
la profundidad de estas palabras.
Las palabras de Jesús surgieron en su silencio en la montaña, como
dice la Escritura, en su estar con el Padre. De este silencio de la comunión
con el Padre, de estar inmerso en el Padre, surgen las palabras; y sólo lle-
gando a este punto, y partiendo de este punto, llegamos verdaderamente a
la profundidad de la Palabra y podemos ser nosotros auténticos intérpretes
de la Palabra. El Señor, hablando, nos invita a subir con él a la montaña, y
427
a aprender así de nuevo, en su silencio, el auténtico sentido de las pala-
bras.
Al decir esto, hemos llegado a las dos lecturas de hoy. Job había cla-
mado a Dios, incluso había luchado con Dios frente a las evidentes injusti-
cias con las que lo trataba. Ahora se encuentra ante la grandeza de Dios. Y
comprende que ante la verdadera grandeza de Dios todo nuestro hablar es
sólo pobreza y no llega, ni siquiera de lejos, a la grandeza de su ser; así
dice: “He hablado dos veces y no añadiré nada”. Silencio ante la grandeza
de Dios, porque nuestras palabras son demasiado pequeñas.
Esto me lleva a pensar en las últimas semanas de la vida de santo To-
más. En esas últimas semanas ya no escribió ni habló nada. Sus amigos le
preguntaron: “Maestro, ¿por qué ya no hablas?, ¿por qué ya no escribes?”.
Y él respondió: “Ante lo que he visto ahora todas mis palabras me parecen
como paja”.
El padre Jean-Pierre Torrel, gran conocedor de santo Tomás, nos dice
que no debemos interpretar mal estas palabras. La paja no equivale a nada.
La paja lleva el grano y este es el gran valor de la paja. Lleva el grano. Y
también la paja de las palabras sigue siendo válida como portadora del
grano. También para nosotros esto es una relativización de nuestro trabajo
y a la vez una valorización de nuestro trabajo. Es asimismo una indicación
para que nuestro modo de trabajar, nuestra paja, lleve realmente el grano
de la palabra de Dios.
El evangelio concluye con las palabras: “Quien a vosotros os escucha,
a mí me escucha”. ¡Qué advertencia, qué examen de conciencia implican
estas palabras! ¿Es verdad que quien me escucha a mí escucha realmente
al Señor? Oremos y trabajemos para que cada vez sea más verdad que
quien nos escucha a nosotros escucha a Cristo. Amén.

DIOS NO FRACASA
20061107. Homilía. Misa concelebrada con los obispos de Suiza
Los textos que acabamos de escuchar ―la lectura, el salmo responso-
rial y el evangelio― tienen un tema común, que se podría resumir en la
frase: Dios no fracasa. O, más exactamente: al inicio Dios fracasa siempre,
deja actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente “no”. Pero la
creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el
“no” humano. A cada “no” humano se abre una nueva dimensión de su
amor, y él encuentra un camino nuevo, mayor, para realizar su “sí” al
hombre, a su historia y a la creación.
En el gran himno a Cristo de la carta a los Filipenses, que hemos pro-
clamado al inicio, escuchamos ante todo una alusión a la historia de Adán,
al cual no satisfacía la amistad con Dios; era demasiado poco para él, pues
quería ser él mismo un dios. Creyó que su amistad era una dependencia y
se consideró un dios, como si él pudiera existir por sí mismo. Por esta ra-
zón dijo “no” para llegar a ser él mismo un dios; y precisamente de ese
modo se arrojó él mismo desde su altura. Dios “fracasa” en Adán, como
428
fracasa aparentemente a lo largo de toda la historia. Pero Dios no fracasa,
puesto que él mismo se hace hombre y así da origen a una nueva humani-
dad; de esta forma enraiza el ser Dios en el ser hombre de modo irrevoca-
ble y desciende hasta los abismos más profundos del ser humano; se abaja
hasta la cruz. Ha vencido la soberbia con la humildad y con la obediencia
de la cruz.
Así, ahora acontece lo que había profetizado Isaías, en el capítulo 45.
En la época en que Israel se hallaba desterrado y había desaparecido del
mapa, el profeta había predicho que “toda rodilla” (v. 23), el mundo ente-
ro, se doblaría ante este Dios impotente. Y la carta a los Filipenses lo con-
firma: ahora eso se ha hecho realidad. A través de la cruz de Cristo Dios
se ha acercado a todas las gentes; ha salido de Israel y se ha convertido en
el Dios del mundo. Y ahora el cosmos dobla sus rodillas ante Jesucristo,
cosa que también nosotros hoy podemos constatar de modo sorprendente:
el crucifijo está presente en todos los continentes, hasta en las más humil-
des chabolas. El Dios que había “fracasado”, ahora con su amor hace que
el hombre doble sus rodillas; así vence al mundo con su amor.
Como salmo responsorial hemos cantado la segunda parte del salmo de
la pasión (Sal 22). Es el salmo del justo que sufre; ante todo de Israel que
sufre, el cual, ante el Dios mudo que lo ha abandonado, grita: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Cómo has podido olvidarte de
mí? Ahora ya casi no existo. Tú ya no actúas, ya no hablas... ¿Por qué me
has abandonado?”. Jesús se identifica con el Israel sufriente, con los justos
de todos los tiempos que sufren, abandonados por Dios, y lleva ese grito
de abandono de Dios, el sufrimiento de la persona olvidada, hasta el cora-
zón de Dios mismo; así transforma el mundo.
La segunda parte de este salmo, la que hemos recitado, nos dice qué
deriva de ello: los pobres comerán hasta saciarse. Es la Eucaristía univer-
sal que procede de la cruz. Ahora Dios sacia a los hombres en todo el
mundo, a los pobres que tienen necesidad de él. Él los sacia con el alimen-
to que necesitan: les da a Dios, se da a sí mismo. Y luego el salmo dice:
“Volverán al Señor hasta de los confines del orbe”. De la cruz nace la
Iglesia universal. Dios va más allá del judaísmo y abraza al mundo entero
para unirlo en el banquete de los pobres.
Luego, está el mensaje del evangelio. De nuevo el fracaso de Dios. Los
primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda
vacía; el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús
experimenta en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autoriza-
dos, dicen “no” a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su
mensaje, su llamada, acaba en el “no” de los hombres.
Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en
una oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de
Dios, la invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos
fases: primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a
los que nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace lo que
escuchamos en el evangelio de ayer. (El evangelio de hoy forma parte de
429
un pequeño simposio en el marco de una cena en casa de un fariseo. En-
contramos cuatro textos: primero, la curación del hidrópico; luego, las pa-
labras sobre los últimos puestos; después, la enseñanza de no invitar a los
amigos, que se lo pagarán invitándolo a su vez, sino a los que realmente
tienen hambre, los cuales no podrán pagárselo con una invitación; por últi-
mo viene precisamente nuestro relato). Dios hace ahora lo que dijo Jesús
al fariseo: invita a los que no poseen nada, a los que realmente tienen
hambre, a los que no pueden invitarlo, a los que no pueden darle nada. En-
tonces viene la segunda fase: sale de la ciudad, a los caminos, e invita a
los vagabundos.
Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a enten-
der que los primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego,
dado que no son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invita-
ción se extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles.
Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para
llenar la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evan-
gelio, ha visto en ello la representación anticipada ―mediante una ima-
gen― de los acontecimientos que narra después en los Hechos de los
Apóstoles, donde sucede eso precisamente: san Pablo siempre comienza
su misión en la sinagoga, dirigiéndose a los que han sido invitados en pri-
mer lugar, y sólo cuando las personas autorizadas rechazan la invitación y
queda solamente un pequeño grupo de pobres, sale y se dirige a los paga-
nos.
Así, el Evangelio, a través de este itinerario constante de crucifixión,
se hace universal, abraza a todos, llegando finalmente hasta Roma. En
Roma san Pablo llama a los jefes de la sinagoga, les anuncia el misterio de
Jesucristo, el reino de Dios en su persona. Pero las personas autorizadas
rechazan la invitación, y él se despide de ellas con estas palabras: “Bien,
dado que no escucháis, este mensaje se anuncia a los paganos y ellos lo
escucharán”.
Con esa confianza se concluye el mensaje del fracaso: “ellos lo escu-
charán”. Se formará la Iglesia de los paganos. Y se formó, y sigue formán-
dose. Durante las visitas ad limina los obispos me refieren muchas cosas
graves y duras, pero siempre, precisamente los del tercer mundo, me dicen
también que los hombres escuchan y vienen; que también hoy el mensaje
llega por los caminos hasta los confines de la tierra, y los hombres acuden
a la sala de Dios, a su banquete.
Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué significa todo eso para noso-
tros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. “Fracasa” continua-
mente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades
de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque
siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su
gran casa, a fin de que se llene del todo. No fracasa porque no renuncia a
pedir a los hombres que vengan a sentarse a su mesa, a tomar el alimento
de los pobres, en el que se ofrece el don precioso que es él mismo. Dios
tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces nos respondan “no”, pode-
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mos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda esta historia, desde
Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa. También hoy encontrará nue-
vos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como
sus mensajeros y sus servidores.
Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invita-
dos dicen “no”. En efecto, la cristiandad occidental, o sea, los nuevos “pri-
meros invitados” en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir
al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más va-
cías; los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez
más vacías. Vemos las diversas formas como se presenta este “no, tengo
cosas más importantes que hacer”. Y nos asusta y nos entristece constatar
cómo se excusan y no acuden los primeros invitados, que en realidad de-
berían conocer la grandeza de la invitación y deberían sentirse impulsados
a aceptarla. ¿Qué debemos hacer?
Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisa-
mente eso? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las re-
laciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen
que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y,
por consiguiente, su existencia interior.
San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a
fondo y se preguntó: “¿Cómo es posible que un hombre diga “no” a lo
más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que li-
mite a sí mismo toda su existencia?”. Y responde: en realidad, nunca han
hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a “gustar” a Dios; nunca
han experimentado cuán delicioso es ser “tocados” por Dios. Les falta este
“contacto” y, por tanto, el “gusto de Dios”. Y nosotros sólo vamos al ban-
quete si, por decirlo así, lo gustamos. San Gregorio cita el salmo del que
está tomada la antífona de comunión de la liturgia de hoy: “Gustad y ved”;
gustad y entonces veréis y seréis iluminados. Nuestra tarea consiste en
ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo el gusto de Dios.
En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma
cuestión, y se preguntó: “¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan
sólo “probar” el gusto de Dios?”. Y responde: cuando el hombre está com-
pletamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que
puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que
puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de per-
cibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta inca-
paz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el
órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuan-
do utiliza demasiado todos los demás órganos, los empíricos, entonces
puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este ór-
gano muera, y que el hombre, como dice san Gregorio, no perciba ya la
mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan maravillosa que es el
hecho de que su mirada se fije en mí.
Creo que san Gregorio Magno describió exactamente la situación de
nuestro tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí
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nos surge otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que de-
bemos hacer es lo que el Señor nos dice hoy en la primera lectura y que
san Pablo nos recomienda encarecidamente en nombre de Dios: “Tened
los mismos sentimientos de Jesucristo” (Touto phroneite en hymin ho kai
en Christo Iesou).
Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él.
Este pensar no es sólo una actividad del entendimiento, sino también del
corazón. Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a
pensar como él y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su
fracaso, en su experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su
amor en el fracaso.
Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en
pensar como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con
respecto a Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, pode-
mos decir que se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la
alegría de saber que existe y podemos conocerlo, que lo conocemos en el
rostro de Jesucristo, el cual sufrió por nosotros. Creo que lo primero es en-
trar nosotros mismos en contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el
Dios vivo; que en nosotros se fortalezca el órgano para percibir a Dios;
que percibamos en nosotros mismos su “gusto exquisito”.
Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el
peligro de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por
Dios, pero totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios.
Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior.
Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Se-
ñor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos, apren-
diendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los
hombres, para que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para
mirar al mundo como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces tam-
bién en medio de tantos “no” encontraremos de nuevo a los hombres que
lo esperan y que a menudo tal vez son caprichosos ―como dice claramen-
te la parábola―, pero que desde luego están llamados a entrar en su sala.
Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios; y no
precisamente de un Dios cualquiera, sino del Dios que tiene el rostro de Je-
sucristo. Esto es muy importante hoy. Se podrían enumerar muchos proble-
mas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos
sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de
nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra
también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros.
A mi parecer, el destino del mundo en esta situación dramática depen-
de de esto: de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconoci-
do como tal, o si desaparece. Nosotros queremos que esté presente. En de-
finitiva, ¿qué debemos hacer para ello? Dirigirnos a él. Celebrar la misa
votiva del Espíritu Santo, invocándolo: “Lava quod est sordidum, riga
quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove
quod est frigidum, rege quod est devium” (Lava lo que está sucio, riega lo
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que está seco, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo
que está frío, endereza lo que está torcido).
Invoquémoslo para que riegue, caliente, enderece; para que nos infun-
da la fuerza de su fuego santo y renueve la faz de la tierra. Por eso le su-
plicamos de todo corazón en este momento, en estos días.
Amén.

EL SACERDOTE ES EL HOMBRE DE DIOS


20061222. Discurso. A la Curia romana
El gran tema de mi viaje a Alemania fue Dios. La Iglesia debe hablar
de muchas cosas: de todas las cuestiones relacionadas con el ser del hom-
bre, con su estructura y su ordenamiento, etc. Pero su tema verdadero, y
en varios aspectos único, es “Dios”. Y el gran problema de Occidente es el
olvido de Dios: es un olvido que se difunde. Estoy convencido de que to-
dos los problemas particulares pueden remitirse, en última instancia, a esta
pregunta. (…)
Con el tema de Dios estaban y están relacionados dos temas que mar-
caron las jornadas de la visita a Baviera: el tema del sacerdocio y el del
diálogo. San Pablo llama a Timoteo —y en él al obispo, y en general al
sacerdote— “hombre de Dios” (1 Tm 6, 11). La misión fundamental del
sacerdote consiste en llevar a Dios a los hombres. Ciertamente, sólo puede
hacerlo si él mismo viene de Dios, si vive con Dios y de Dios.
Eso lo expresa admirablemente un versículo de un Salmo sacerdotal
que nosotros —la generación antigua— rezamos cuando fuimos admitidos
al estado clerical: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa:  mi suerte
está en tu mano” (Sal 15, 5). El orante-sacerdote de este Salmo interpreta
su vida partiendo de la forma de distribuir el territorio establecida en el
Deuteronomio (cf. Dt 10, 9). Después de tomar posesión de la Tierra, cada
tribu obtiene por sorteo su lote de la Tierra santa y así participa en el gran
don prometido al patriarca Abraham. Sólo la tribu de Leví no recibe nin-
gún lote: su tierra es Dios mismo.
Esta afirmación tenía, ciertamente, un  sentido muy práctico. Los
sacerdotes no vivían, como las demás tribus, del trabajo de la tierra, sino
de las ofertas. Sin embargo, la afirmación es aún más profunda: Dios mis-
mo es el verdadero fundamento de la vida del sacerdote, la base de su
existencia, la tierra de su vida.
La Iglesia, en esta interpretación veterotestamentaria de la vida sacer-
dotal —una interpretación que se repite varias veces también en el Salmo
118— ha visto con razón la explicación de lo que significa la misión
sacerdotal siguiendo a los Apóstoles, en comunión con Jesús mismo. El
sacerdote puede y debe decir también hoy con el levita: “Dominus pars
hereditatis meae et calicis mei”. Dios mismo es mi lote de tierra, el funda-
mento externo e interno de mi existencia.
Esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria precisamente
en nuestro mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa en reali-
433
zaciones calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer realmente
a Dios desde su interior y así llevarlo a los hombres: éste es el servicio
principal que la humanidad necesita hoy. Si en una vida sacerdotal se pier-
de esta centralidad de Dios, se vacía progresivamente también el celo de la
actividad. En el exceso de las cosas externas, falta el centro que da sentido
a todo y lo conduce a la unidad. Falta allí el fundamento de la vida, la “tie-
rra” sobre la que todo esto puede estar y prosperar.
El celibato, vigente para los obispos en toda la Iglesia oriental y occi-
dental, y, según una tradición que se remonta a una época cercana a la de
los Apóstoles, en la Iglesia latina para los sacerdotes en general, sólo se
puede comprender y vivir, en definitiva, sobre la base de este plantea-
miento de fondo. Las razones puramente pragmáticas, la referencia a la
mayor disponibilidad, no bastan. Esa mayor disponibilidad de tiempo fá-
cilmente podría llegar a ser también una forma de egoísmo, que se ahorra
los sacrificios y las molestias necesarias para aceptarse y soportarse mu-
tuamente en el matrimonio; de esta forma, podría llevar a un empobreci-
miento espiritual o a una dureza de corazón.
El verdadero fundamento del celibato sólo puede quedar expresado en
la frase: “Dominus pars”, Tú eres el lote de mi heredad. Sólo puede ser
teocéntrico. No puede significar quedar privados de amor; debe significar
dejarse arrastrar por el amor a Dios y luego, a través de una relación más
íntima con él, aprender a servir también a los hombres. El celibato debe
ser un testimonio de fe: la fe en Dios se hace concreta en esa forma de
vida, que sólo puede tener sentido a partir de Dios. Fundar la vida en él,
renunciando al matrimonio y a la familia, significa acoger y experimentar
a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los hombres.
Nuestro mundo, que se ha vuelto totalmente positivista, en el cual Dios
sólo encuentra lugar como hipótesis, pero no como realidad concreta, ne-
cesita apoyarse en Dios del modo más concreto y radical posible. Necesita
el testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como tierra en la que
se funda su propia vida. Por eso precisamente hoy, en nuestro mundo ac-
tual, el celibato es tan importante, aunque su cumplimiento en nuestra
época se vea continuamente amenazado y puesto en tela de juicio.
Hace falta una preparación esmerada durante el camino hacia este objeti-
vo; un acompañamiento continuo por parte del obispo, de amigos sacerdotes
y de laicos, que sostengan juntos este testimonio sacerdotal. Hace falta la
oración que invoque sin cesar a Dios como el Dios vivo y se apoye en él
tanto en los momentos de confusión como en los de alegría. De este modo,
contrariamente a la tendencia cultural que trata de convencernos de que no
somos capaces de tomar esas decisiones, este testimonio se puede vivir y así
puede volver a introducir a Dios en nuestro mundo como realidad.

ESPECIALISTAS DEL ENCUENTRO CON DIOS


20060525. Discurso. Encuentro con el clero. Varsovia

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Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a ser-
virlo en el nuevomilenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, consti-
tuidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pe-
cados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento
habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras “yo” o
“mi” (“Yo te absuelvo... Esto es mi Cuerpo...”), no lo hacéis en vuestro
nombre, sino en nombre de Cristo, “in persona Christi”, que quiere ser-
virse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrifi-
cio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante
el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo
su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón.
Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos
fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a
servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir
al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor.
La grandeza del sacerdocio de Cristo puede infundir temor. Se puede
sentir la tentación de exclamar con san Pedro: “Aléjate de mí, Señor, que
soy un hombre pecador” (Lc 5, 8), porque nos cuesta creer que Cristo nos
haya llamado precisamente a nosotros. ¿No habría podido elegir a cual-
quier otro, más capaz, más santo? Pero Jesús nos ha mirado con amor pre-
cisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada. No
debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo
en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisa-
mente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral.
No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por te-
ner la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa.
A este propósito, me complace recordar la experiencia que viví el año
pasado en Colonia. Entonces fui testigo del profundo e inolvidable silen-
cio de un millón de jóvenes, en el momento de la adoración del santísimo
Sacramento. Aquel silencio orante nos unió, nos dio un gran consuelo. En
un mundo en el que hay tanto ruido, tanto extravío, se necesita la adora-
ción silenciosa de Jesús escondido en la Hostia. Permaneced con frecuen-
cia en oración de adoración y enseñadla a los fieles. En ella encontrarán
consuelo y luz sobre todo las personas probadas.
Los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean es-
pecialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. Al sacerdote
no se le pide que sea experto en economía, en construcción o en política.
De él se espera que sea experto en la vida espiritual. Por ello, cuando un
sacerdote joven da sus primeros pasos, conviene que pueda acudir a un
maestro experimentado, que le ayude a no extraviarse entre las numerosas
propuestas de la cultura del momento. Ante las tentaciones del relativismo
o del permisivismo, no es necesario  que  el sacerdote conozca todas las
corrientes actuales de pensamiento, que van cambiando; lo  que los fieles
esperan de él es que sea testigo de la sabiduría eterna, contenida en la pa-
labra revelada.

435
La solicitud por la calidad de la oración personal y por una buena for-
mación teológica da frutos en la vida. Haber vivido bajo la influencia del
totalitarismo puede haber engendrado una tendencia inconsciente a escon-
derse bajo una máscara exterior, con la consecuencia de ceder a alguna
forma de hipocresía. Es evidente que esto no ayuda a la autenticidad de las
relaciones fraternas, y puede llevar a pensar demasiado en sí mismos. En
realidad, se crece en la madurez afectiva cuando el corazón se adhiere a
Dios. Cristo necesita sacerdotes maduros, viriles, capaces de cultivar una
auténtica paternidad espiritual. Para que esto suceda, se requiere honradez
consigo mismos, apertura al director espiritual y confianza en la miseri-
cordia divina.

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y TENSIÓN A LA SANTIDAD


20070316. Discurso. Curso sobre fuero interno
El sacerdote, ministro del sacramento de la Reconciliación, debe consi-
derar siempre como tarea suya hacer que en sus palabras y en el modo de
tratar al penitente se refleje el amor misericordioso de Dios. Como el pa-
dre de la parábola del hijo pródigo, debe acoger al pecador arrepentido,
ayudarle a levantarse del pecado, animarlo a enmendarse sin llegar a com-
ponendas con el mal, sino recorriendo siempre el camino hacia la perfec-
ción evangélica. Todas las personas que se confiesan han de revivir en el
sacramento de la Reconciliación esta hermosa experiencia del hijo pródi-
go, que encuentra en el padre toda la misericordia divina.
Queridos hermanos, todo esto implica que el sacerdote comprometido
en el ministerio del sacramento de la Penitencia esté animado él mismo
por una constante tensión hacia la santidad. El Catecismo de la Iglesia ca-
tólicaapunta alto en esta exigencia cuando afirma:  “El confesor (...) debe
tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia
de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar
la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con
paciencia hacia la curación y su plena madurez. Debe orar y hacer peni-
tencia por él, confiándolo a la misericordia del Señor” (n. 1466).
Para cumplir esta importante misión, siempre unido interiormente al
Señor, el sacerdote ha de mantenerse fiel al magisterio de la Iglesia por lo
que atañe a la doctrina moral, consciente de que la ley del bien y del mal
no está determinada por las situaciones, sino por Dios.
A la Virgen María, madre de misericordia, pido que sostenga el minis-
terio de los sacerdotes confesores y ayude a todas las comunidades cristia-
nas a comprender cada vez más el valor y la importancia del sacramento
de la Penitencia para el crecimiento espiritual de todos los fieles.

UN SACERDOCIO BIEN VIVIDO ES FUENTE DE MUCHOS BIENES


20070512. Discurso. A sacerdotes y movimientos eclesiales. Aparecida

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Saludo a los estimados presbíteros aquí presentes; pienso y oro por to-
dos los sacerdotes diseminados por el mundo entero, de modo particular
por los de América Latina y del Caribe, incluyendo a los sacerdotes fidei
donum. ¡Cuántos desafíos, cuántas situaciones difíciles afrontáis! ¡Cuánta
generosidad, cuánta donación, sacrificios y renuncias! La fidelidad en el
ejercicio del ministerio y en la vida de oración, la búsqueda de la santidad,
la entrega total a Dios al servicio de los hermanos y hermanas, gastando
vuestra vida y vuestras energías, promoviendo la justicia, la fraternidad, la
solidaridad, el compartir:  todo eso habla fuertemente a mi corazón de pas-
tor. El testimonio de un sacerdocio bien vivido ennoblece a la Iglesia, sus-
cita admiración en los fieles, es fuente de bendición para la Comunidad, es
la mejor promoción vocacional, es la más auténtica invitación para que
también otros jóvenes respondan positivamente a la llamada del Señor. Es
la verdadera colaboración para la construcción del reino de Dios.
Os doy las gracias sinceramente y os exhorto a que continuéis viviendo
de modo digno la vocación que habéis recibido. Que el fervor misionero,
el entusiasmo por una evangelización cada vez más actualizada, el espíritu
apostólico auténtico y el celo por las almas estén siempre presentes en
vuestra vida. Mi afecto, mis oraciones y mi agradecimiento se dirigen
también a los sacerdotes ancianos y enfermos. Vuestra configuración con
Cristo doliente y resucitado es el apostolado más fecundo. ¡Muchas gra-
cias!

DISCÍPULOS Y MISIONEROS DE JESUCRISTO


20070513. Discurso. Aparecida.Inauguración V Conferencia
Los sacerdotes
Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos
que han sido llamados "para estar con Jesús y ser enviados a predicar" (cf.
Mc 3, 14), es decir, los sacerdotes. Ellos deben recibir, de manera prefe-
rencial, la atención y el cuidado paterno de sus obispos, pues son los pri-
meros agentes de una auténtica renovación de la vida cristiana en el pue-
blo de Dios. A ellos les quiero dirigir una palabra de afecto paterno, de-
seando que el Señor sea el lote de su heredad y su copa (cf. Sal 16, 5). Si
el sacerdote tiene a Dios como fundamento y centro de su vida, experi-
mentará la alegría y la fecundidad de su vocación. El sacerdote debe ser
ante todo un "hombre de Dios" (1 Tm 6, 11) que conoce a Dios directa-
mente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que comparte
con los demás los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5). Sólo así el
sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado en Jesu-
cristo, y de ser representante de su amor.
Para cumplir su elevada tarea, el sacerdote debe tener una sólida es-
tructura espiritual y vivir toda su vida animado por la fe, la esperanza y la
caridad. Debe ser, como Jesús, un hombre que busque, a través de la ora-
ción, el rostro y la voluntad de Dios, y que cuide también su preparación
cultural e intelectual.
437
Queridos sacerdotes de este continente y todos los que habéis venido
aquí como misioneros a trabajar, el Papa os acompaña en vuestra actividad
pastoral y desea que estéis llenos de alegría y esperanza, y sobre todo
reza por vosotros.

MIRAR A CRISTO POBRE, CASTO Y OBEDIENTE


20070908. Discurso. Sacerdotes, seminaristas y religiosos. Austria
El Señor os invita a la peregrinación que la Iglesia lleva a cabo "a lo
largo de los tiempos". Os invita a haceros peregrinos con él y a participar
en su vida, que también hoy es vía crucis y camino del Resucitado a través
de la Galilea de nuestra existencia. Sin embargo, es siempre el mismo e
idéntico Señor quien, mediante el mismo y único bautismo, nos llama a la
única fe. Por tanto, compartir su camino significa ambas cosas. La dimen-
sión de la cruz, con fracasos, sufrimientos, incomprensiones, más aún, in-
cluso con desprecio y persecución; pero también la experiencia de una
profunda alegría en el servicio y la experiencia de la gran consolación que
deriva del encuentro con él. La misión de las parroquias, de las comunida-
des y de cada uno de los cristianos bautizados, como la de la Iglesia, tiene
su origen en la experiencia de Cristo crucificado y resucitado.
El centro de la misión de Jesucristo y de todos los cristianos es el
anuncio del reino de Dios. Para la Iglesia, para los sacerdotes, para los re-
ligiosos, para las religiosas, al igual que para todos los bautizados, este
anuncio en el nombre de Cristo implica el compromiso de estar presentes
en el mundo como sus testigos. En  efecto, el reino de Dios es Dios mismo
que se hace presente en medio de nosotros y reina por medio de nosotros.
Por tanto, la edificación del reino de Dios se hace realidad cuando
Dios vive en nosotros y nosotros llevamos a Dios al mundo. Vosotros lo
hacéis dando testimonio de un "sentido" que hunde sus raíces en el amor
creador de Dios y se opone a toda insensatez y a toda desesperación. Vo-
sotros estáis de parte de los que buscan con gran esfuerzo este sentido, de
todos los que quieren dar a la vida una forma positiva. Orando e interce-
diendo, sois los abogados de quienes buscan a Dios, de quienes están en
camino hacia Dios. Vosotros dais testimonio de una esperanza que, contra
toda desesperación silenciosa o manifiesta, remite a la fidelidad y a la soli-
citud amorosa de Dios.
Al hacerlo, estáis de parte de los que llevan la carga de un destino pe-
sado y no logran librarse de él. Dais testimonio del Amor que se entrega a
los hombres y así ha vencido la muerte. Estáis de parte de quienes nunca
han experimentado el amor, de quienes ya no logran creer en la vida. Así
os oponéis a los numerosos tipos de injusticia, oculta o manifiesta, al igual
que al desprecio de los hombres, cada vez más generalizado.
De este modo, queridos hermanos y hermanas, toda vuestra existencia
debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran reclamo vivo, que lleve a
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era "una lám-
para que arde y alumbra" (Jn 5, 35). También vosotros debéis ser lámparas
438
como él. Haced que brille vuestra luz en nuestra sociedad, en la política,
en el mundo de la economía, en el mundo de la cultura y de la investiga-
ción. Aunque sea una lucecita en medio de tantos fuegos artificiales, reci-
be su fuerza y su esplendor de la gran Estrella de la mañana, Cristo resuci-
tado, cuya luz brilla —quiere brillar a través de nosotros— y no tendrá
nunca ocaso.
Seguir a Cristo —y nosotros queremos seguirlo— significa asimilar
cada vez más los sentimientos y el estilo de vida de Jesús. Es lo que nos
dice la carta a los Filipenses: "Tened los mismos sentimientos de Cristo"
(Flp 2, 5). "Mirar a Cristo" es el lema de estos días. Mirándolo a él, el
gran Maestro de vida, la Iglesia ha descubierto tres características que des-
tacan en la actitud fundamental de Jesús. Estas tres características, que con
la Tradición llamamos "consejos evangélicos", han llegado a ser los com-
ponentes determinantes de una vida dedicada al seguimiento radical de
Cristo: pobreza, castidad y obediencia. Reflexionemos ahora un poco so-
bre estas características.
Jesucristo, que poseía toda la riqueza de Dios, se hizo pobre por noso-
tros, nos dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 8, 9).
Se trata de una palabra inagotable, sobre la que deberíamos volver a refle-
xionar siempre. Y la carta a los Filipenses dice: "Se despojó de su rango y
se rebajó haciéndose obediente hasta la muerte de cruz" (cf. Flp 2, 7-8).
Él, que se hizo pobre, llamó "bienaventurados" a los pobres.
San Lucas, en su versión de las Bienaventuranzas, nos ayuda a com-
prender que esta afirmación —el proclamar bienaventurados a los pobres
— se refiere sin duda a la gente pobre, realmente pobre, en el Israel de su
tiempo, donde existía una vergonzosa diferencia entre ricos y pobres.
Sin embargo, san Mateo, en su versión de las Bienaventuranzas, nos
explica que la sola pobreza material, como tal, no garantiza necesariamen-
te la cercanía a Dios, porque el corazón puede ser duro y estar lleno de
afán de riqueza. Pero san Mateo, como toda la sagrada Escritura, nos da a
entender que, en cualquier caso, Dios está cercano a los pobres de un
modo especial.
Así, resulta claro que el cristiano ve en ellos al Cristo que lo espera,
esperando su compromiso. Quien quiera seguir a Cristo de un modo radi-
cal, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza a
partir de Cristo, como un modo de llegar a ser interiormente libre para el
prójimo.
Para todos los cristianos, y especialmente para nosotros los sacerdotes,
para los religiosos y las religiosas, tanto para las personas individualmente
como para las comunidades, la cuestión de la pobreza y de los pobres debe
ser continuamente objeto de un atento examen de conciencia. Precisamen-
te en nuestra situación, en la que no estamos mal, no somos pobres, creo
que debemos reflexionar de modo particular en cómo podemos vivir esta
llamada de modo sincero. Quisiera recomendarlo para vuestro —nuestro
— examen de conciencia.

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Para comprender bien lo que significa la castidad, debemos partir de su
contenido positivo. Sólo lo encontramos una vez más mirando a Jesucris-
to. Jesús vivió con una doble orientación: hacia el Padre y hacia los hom-
bres. En la sagrada Escritura lo conocemos como persona que ora, que
pasa noches enteras en diálogo con el Padre. Al orar insertaba su humani-
dad, y la de todos nosotros, en la relación filial con el Padre. Este diálogo
siempre se transformaba después en misión hacia el mundo, hacia noso-
tros. Su misión lo llevaba a una entrega pura e indivisa a los hombres.
En los testimonios de las sagradas Escrituras no hay ningún momento
de su existencia en que se pueda descubrir, en su comportamiento con los
hombres, ningún rastro de interés personal o de egoísmo. Jesús amó a los
hombres en el Padre, a partir del Padre; así, los amó en su verdadero ser,
en su realidad.
Tener los mismos sentimientos de Jesucristo, es decir, estar en total co-
munión con el Dios vivo y, en esta comunión totalmente pura con los
hombres, estar a su disposición sin reservas, inspiró a san Pablo una teolo-
gía y una praxis de vida que responde a las palabras de Jesús sobre el celi-
bato por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12). Los sacerdotes, los religio-
sos y las religiosas no viven sin relaciones interpersonales. Al contrario, la
castidad significa —de aquí quería yo partir— una intensa relación. Se tra-
ta de una relación positiva con Cristo vivo y, a través de él, con el Padre.
Por eso, con el voto de castidad en el celibato no nos consagramos al
individualismo o a una vida aislada, sino que prometemos de modo solem-
ne poner totalmente y sin reservas al servicio del reino de Dios —y así al
servicio de los hombres— las intensas relaciones de que somos capaces y
que recibimos como un don. De este modo, los sacerdotes, las religiosas y
los religiosos mismos se convierten en hombres y mujeres de la esperan-
za: contando totalmente con Dios y demostrando así que Dios para ellos es
una realidad, crean en el mundo espacio para su presencia, para la presen-
cia del reino de Dios.
Vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, dais una contri-
bución importante: en medio de la avaricia, del egoísmo de no saber espe-
rar, del afán de consumo, del culto al individualismo, os esforzáis por vi-
vir un amor desinteresado a los hombres. Vivís una esperanza que deja a
Dios la tarea de la realización, porque creéis que es él quien la llevará a
cabo.
¿Qué habría sucedido si en la historia del cristianismo no hubieran
existido estas figuras orientadoras para el pueblo? ¿Qué sería de nuestro
mundo si no existieran los sacerdotes, si no existieran las mujeres y los
hombres de las Órdenes religiosas, de las comunidades de vida consagra-
da, personas que con su vida testimonian la esperanza de una satisfacción
superior de los deseos humanos y la experiencia del amor de Dios, que su-
pera todo amor humano? Precisamente hoy el mundo necesita nuestro tes-
timonio.
Pasemos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años ocul-
tos de Nazaret hasta el momento de la muerte en la cruz, en la escucha del
440
Padre, en la obediencia al Padre. Por ejemplo, en la noche del monte de
los Olivos, oró así: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).
Con esta oración Jesús asume, en su voluntad de Hijo, la terca resistencia
de todos nosotros, transforma nuestra rebelión en su obediencia. Jesús era
un orante. Pero sabía escuchar y obedecer: se hizo "obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8).
Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la vo-
luntad del Padre, no se pierden, sino que de este modo encuentran el ca-
mino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han descu-
bierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se vincula
con una obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de
Dios, llega a ser libre.
Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una constric-
ción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo entrando en la
voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad. Hoy el mundo,
precisamente por su deseo de "autorrealización" y "autodeterminación",
tiene gran necesidad del testimonio de esta experiencia.
Romano Guardini narra en su autobiografía que, en un momento críti-
co de su itinerario, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, le fue conce-
dida la decisión fundamental de toda su vida —la conversión— en el en-
cuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se pier-
de se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8, 34 ss; Jn 12, 25). Sin abandonarse,
sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede autorrealizarse.
Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme?
¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos entre-
garnos totalmente si al hacerlo caemos en las manos de Dios. En definiti-
va, sólo en él podemos perdernos y sólo en él podemos encontrarnos a no-
sotros mismos. Sucesivamente, se planteó otra pregunta: ¿Quién es Dios?
¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que el Dios al que podemos
abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo concreto y cercano en Je-
sucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde encuentro a Jesucristo? ¿Có-
mo puedo entregarme a él de verdad?
La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la si-
guiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo concreto
en su cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la voluntad
de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe transformarse muy concretamen-
te en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también esto debe ser
siempre objeto de un profundo examen de conciencia.
Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de Loyo-
la, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta el
punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos cueste,
deberíamos repetirla siempre: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi po-
seer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a
toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta"
(Ejercicios Espirituales, 234).
441
MISIÓN SACERDOTAL: LLENAR LAS CIUDADES DE ALEGRÍA
20080427. Homilía. Ordenaciones sacerdotales en Roma
La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los
Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer in-
mediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera
parte del texto: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión
no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un aconte-
cimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una deter-
minada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera persecu-
ción violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió algo que
"llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió? (…)
Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la
que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de
forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio,
Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en
medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada
por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el cora-
zón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san Lucas
—, aquella ciudad "se llenó de alegría".
Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a
todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciuda-
des se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay
algo más grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra
de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo?
Anunciar y testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra misión,
queridos diáconos, que dentro de poco seréis sacerdotes.
El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de
la alegría". A los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No
es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a
vuestra alegría, pues os mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son pala-
bras programáticas para todo sacerdote. Para ser colaboradores de la aleg-
ría de los demás, en un mundo a menudo triste y negativo, es necesario
que el fuego del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en vosotros
la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y multiplicadores de esta
alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligi-
dos.
Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de medi-
tación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisa-
mente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La pre-
siden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que
habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confir-
442
marla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo
descendió sobre cuantos habían sido bautizados.
En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la "Con-
firmación", el segundo sacramento de la iniciación cristiana. También para
nosotros, aquí reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición de las
manos es muy significativo. En efecto, también es el gesto central del rito
de la ordenación, mediante el cual dentro de poco conferiré a los candida-
tos la dignidad presbiteral. Es un signo inseparable de la oración, de la que
constituye una prolongación silenciosa. Sin decir ninguna palabra, el obis-
po consagrante y, después de él, los demás sacerdotes ponen las manos so-
bre la cabeza de los ordenandos, expresando así la invocación a Dios para
que derrame su Espíritu sobre ellos y los transforme, haciéndolos partíci-
pes del sacerdocio de Cristo. Se trata de pocos segundos, un tiempo breví-
simo, pero lleno de extraordinaria densidad espiritual.
Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este mo-
mento, a este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno
de misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa
oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la libertad
de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del hombre. La
imposición de las manos expresa plásticamente la modalidad específica de
este encuentro: la Iglesia, personificada por el obispo, que está de pie con
las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre al candidato; el
diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y se encomienda a
dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero infinita-
mente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que expresa;
un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve
todo, tanto en el interior como en el exterior.
También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso "movi-
miento" trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los dis-
cípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que man-
de a los suyos el Espíritu, definido "otro Paráclito" (Jn 14, 16), término
griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En efecto, el
primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre
del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cris-
to, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como
Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los cre-
yentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se
entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación
íntima de reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vo-
sotros", dice Jesús (Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una condición,
que Cristo pone claramente al inicio: "Si me amáis" (Jn 14, 15), y que re-
pite al final: "Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y
me revelaré a él" (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la
observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento
trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de
recibir y comunicar a Dios.
443
"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras du-
rante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía
y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto senti-
do se dirigen a todos sus sucesores y a los sacerdotes, que son los colabo-
radores más estrechos de los sucesores de los Apóstoles. Hoy las volve-
mos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor coheren-
cia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos, las escu-
cháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace par-
tícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en
vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda
vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, me-
ditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis
fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su
palabra divina "caminará" con vosotros y "crecerá" en vosotros.
Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera
carta de san Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya inter-
cesión quiero encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y
con afecto os las dirijo: "Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y
estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
la pidiere" (1 P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es
decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más
grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y san-
tificar todas las demás relaciones.
"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a
Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra es-
peranza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En vosotros
esta esperanza, a partir de hoy, se convierte en "esperanza sacerdotal", la
de Jesús, buen Pastor, que habita en vosotros y da forma a vuestros deseos
según su Corazón divino: esperanza de vida y de perdón para las personas
encomendadas a vuestro cuidado pastoral; esperanza de santidad y de fe-
cundidad apostólica para vosotros y para toda la Iglesia; esperanza de
apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a voso-
tros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que su-
fren y para los heridos por la vida.
Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi de-
seo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis
siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, res-
petuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta mi-
sión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger
nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre
y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio. Amén.

DIOS SIGUE SIENDO EL PROBLEMA FUNDAMENTAL DEL HOMBRE


20080529. Discurso. Conferencia Episcopal Italiana

444
Ante todo, deseo felicitaros por haber centrado vuestros trabajos en la
reflexión sobre cómo favorecer el encuentro de los jóvenes con el Evange-
lio y, por tanto, en concreto, sobre las cuestiones fundamentales de la
evangelización y la educación de las nuevas generaciones. En Italia, como
en muchos otros países, se constata claramente lo que podemos definir una
verdadera "emergencia educativa". En efecto, cuando en una sociedad y
en una cultura marcadas por un relativismo invasor y a menudo agresivo
parecen faltar las certezas fundamentales, los valores y las esperanzas que
dan sentido a la vida, se difunde fácilmente, tanto entre los padres como
entre los maestros, la tentación de renunciar a su tarea y, antes incluso, el
riesgo de no comprender ya cuál es su papel y su misión.
Así, los niños, los adolescentes y los jóvenes, aun rodeados de muchas
atenciones y protegidos quizá excesivamente contra las pruebas y las difi-
cultades de la vida, al final se sienten abandonados ante los grandes inte-
rrogantes que surgen inevitablemente en su interior, al igual que ante las
expectativas y los desafíos que se perfilan en su futuro. Para nosotros, los
obispos, para nuestros sacerdotes, para los catequistas y para toda la co-
munidad cristiana, la emergencia educativa asume un aspecto muy preci-
so: el de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones.
También aquí, en cierto sentido especialmente aquí, debemos tener en
cuenta los obstáculos que plantea el relativismo: una cultura que pone a
Dios entre paréntesis y desalienta cualquier opción verdaderamente com-
prometedora y, en particular, las opciones definitivas, para privilegiar en
cambio, en los diversos ámbitos de la vida, la afirmación de sí mismos y
las satisfacciones inmediatas.
Para afrontar estas dificultades, el Espíritu Santo ya ha suscitado en la
Iglesia muchos carismas y energías evangelizadoras, particularmente pre-
sentes y activas en el catolicismo italiano. Los obispos tenemos el deber
de acoger con alegría estas nuevas fuerzas, sostenerlas, favorecer su ma-
duración, guiarlas y dirigirlas de modo que se mantengan siempre dentro
del gran cauce de la fe y de la comunión eclesial.
Además, debemos dar un perfil más marcado de evangelización a las
numerosas formas y ocasiones de encuentro y de presencia que todavía te-
nemos con el mundo juvenil, en las parroquias, en los oratorios, en las es-
cuelas —de modo especial, en las escuelas católicas—, y en muchos otros
lugares de agrupación. Tienen mayor importancia, obviamente, las rela-
ciones personales, y en especial la confesión sacramental y la dirección es-
piritual. Cada una de estas ocasiones es una posibilidad que se nos conce-
de para mostrar a nuestros muchachos y jóvenes el rostro del Dios que es
el verdadero amigo del hombre.
Asimismo, las grandes citas, como la que vivimos en septiembre del
año pasado en Loreto y la que viviremos en julio en Sydney, donde esta-
rán presentes también muchos jóvenes italianos, son la expresión comuni-
taria, pública y festiva de la esperanza, del amor y de la confianza en Cris-
to y en la Iglesia, que siguen arraigados en el alma de los jóvenes. Por tan-
to, estas citas recogen el fruto de nuestro trabajo pastoral diario y, al mis-
445
mo tiempo, ayudan a respirar a pleno pulmón la universalidad de la Iglesia
y la fraternidad que debe unir a todas las naciones.
También en un contexto social más amplio, precisamente la actual
emergencia educativa incrementa la demanda de una educación que sea
verdaderamente tal; por tanto, en concreto, la demanda de educadores que
sepan ser testigos creíbles de las realidades y de los valores sobre los cua-
les es posible construir tanto la existencia personal como proyectos de
vida comunes y compartidos.
Esta demanda, que viene del cuerpo social e implica a los muchachos y
a los jóvenes, al igual que a los padres y a los demás educadores, constitu-
ye de por sí la premisa y el inicio de un itinerario de redescubrimiento y
reactivación que, con formas adecuadas a los tiempos actuales, ponga de
nuevo en el centro la formación plena e integral de la persona humana.
Ante todo debemos decir y testimoniar con franqueza a nuestras comu-
nidades eclesiales y a todo el pueblo italiano que, aunque son muchos los
problemas por afrontar, el problema fundamental del hombre de hoy sigue
siendo el problema de Dios. Ningún otro problema humano y social podrá
resolverse verdaderamente si Dios no vuelve a ocupar el centro de nuestra
vida. Solamente así, a través del encuentro con el Dios vivo, manantial de
la esperanza que nos cambia desde dentro y no defrauda (cf. Rm 5, 5), es
posible recuperar una confianza fuerte y segura en la vida, y dar consisten-
cia y vigor a nuestros proyectos de bien.

LA UNIÓN CON JESÚS ES EL SECRETO DEL MINISTERIO


20080609. Discurso. Academia Eclesiástica Pontificia
Nuestro encuentro tiene lugar en este mes de junio, durante el cual es
particularmente viva en el pueblo cristiano la devoción al Sagrado Cora-
zón de Jesús, hoguera inagotable donde podemos obtener amor y miseri-
cordia para testimoniar y difundir entre todos los miembros del pueblo de
Dios. En esta fuente debemos beber ante todo nosotros, los sacerdotes,
para poder comunicar a los demás la ternura divina al desempeñar los di-
versos ministerios que la Providencia nos confía.
Cada uno de vosotros, queridos sacerdotes, ha de crecer cada vez más
en el conocimiento de este amor divino, pues sólo así podréis cumplir, con
una fidelidad sin componendas, la misión para la que os estáis preparando
durante estos años de estudio.
En vuestro trabajo diario entraréis en contacto con realidades eclesiales
que es preciso comprender y sostener; viviréis a menudo lejos de vuestra
tierra de origen, en países que aprenderéis a conocer y amar; deberéis fre-
cuentar el mundo de la diplomacia bilateral y multilateral, y estar dispues-
tos a dar no sólo la aportación de vuestra experiencia diplomática, sino
también, y sobre todo, vuestro testimonio sacerdotal. Por eso, además de
la necesaria y obligatoria preparación jurídica, teológica y diplomática, lo
que más cuenta es que centréis vuestra vida y vuestra actividad en un

446
amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en vosotros una acogedora so-
licitud pastoral con respecto a todos.
Para realizar fielmente esta tarea, desde ahora tratad de "vivir en la fe
del Hijo de Dios" (Ga 2, 20), es decir, esforzaos por ser pastores según el
corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo. La
unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio de todo
sacerdote. Cualquiera que sea el trabajo que llevéis a cabo en la Iglesia,
preocupaos por ser siempre verdaderos amigos suyos, amigos fieles que se
han encontrado con él y han aprendido a amarlo sobre todas las cosas. La
comunión con él, el divino Maestro de nuestras almas, os asegurará la se-
renidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.
La humanidad, inmersa en el vértigo de una actividad frenética, a me-
nudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia, mientras cierta
cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e incluso
la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario testi-
moniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y sepa
hablar a su corazón. Vuestra tarea consistirá precisamente en proclamar
con vuestro modo de vivir, antes que con vuestras palabras, el anuncio go-
zoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces muy aleja-
dos de la experiencia cristiana. Por tanto, sed cada día oyentes dóciles de
la palabra de Dios, vivid en ella y de ella, para hacerla presente en vuestra
actividad sacerdotal. Anunciad la Verdad, que es Cristo. Que la oración, la
meditación y la escucha de la palabra de Dios sean vuestro pan de cada
día. Si crece en vosotros la comunión con Jesús, si vivís de él y no sólo
para él, irradiaréis su amor y su alegría en vuestro entorno.
Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la
Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas vuestras jornadas y de
todo vuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la co-
munión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al
Señor, y pronunciar las tremendas y maravillosas palabras: "Esto es mi
cuerpo", "Esta es mi sangre"; no podemos tomar en nuestras manos el
Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos con-
quistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie in-
teriormente.
La Eucaristía ha de llegar a ser para vosotros escuela de vida, en la que
el sacrificio de Jesús en la cruz os enseñe a hacer de vosotros mismos un
don total a los hermanos. El representante pontificio, en el cumplimiento
de su misión, está llamado a dar este testimonio de acogida al prójimo,
fruto de una unión constante con Cristo.

CRISTO HA DE SER EL MOTIVO DE NUESTRO VIVIR


20080615. Discurso. Sacerdotes y seminaristas. Brindisi
Con mi presencia hoy aquí quiero animaros a estar cada vez más dis-
ponibles al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Sé que ya trabajáis con
celo e inteligencia, sin escatimar esfuerzos, con el fin de propagar el ale-
447
gre mensaje evangélico. Cristo, al que habéis consagrado vuestra vida, es-
tá con vosotros. Todos creemos en él; sólo a él hemos consagrado nuestra
vida, a él queremos anunciar al mundo. Cristo, que es el camino, la verdad
y la vida (cf. Jn 14, 6), ha de ser el tema de nuestro pensar, el argumento
de nuestro hablar, el motivo de nuestro vivir.
Queridos hermanos sacerdotes, como bien sabéis, para que vuestra fe
sea fuerte y vigorosa, hace falta alimentarla con una oración constante.
Por tanto, sed modelos de oración, convertíos en maestros de oración. Que
vuestras jornadas estén marcadas por los tiempos de oración, durante los
cuales, a ejemplo de Jesús, debéis dedicaros al diálogo regenerador con el
Padre. Sé que no es fácil mantenerse fieles a estas citas diarias con el Se-
ñor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto frenético y las
ocupaciones son cada vez más absorbentes.
Con todo, debemos convencernos de que los momentos de oración son
los más importantes de la vida del sacerdote, los momentos en que actúa
con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad a su ministerio. Orar
es el primer servicio que es preciso prestar a la comunidad. Por eso, los
momentos de oración deben tener una verdadera prioridad en nuestra vida.
Sé que tenemos muchos quehaceres urgentes. En mi caso, una audiencia,
una documentación por estudiar, un encuentro u otros compromisos. Pero
si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada
tampoco a los demás. Por eso, Dios es la primera prioridad. Siempre debe-
mos reservar el tiempo necesario para estar en comunión de oración con
nuestro Señor.
Queridos hermanos sacerdotes, el Papa os asegura un recuerdo espe-
cial en la oración, para que prosigáis en el camino de la auténtica renova-
ción espiritual que estáis recorriendo juntamente con vuestras comunida-
des. Que os ayude en este compromiso la experiencia de "estar juntos" en
la fe y en el amor recíproco, como los Apóstoles en torno a Cristo en el
Cenáculo. Fue allí donde el Maestro divino los instruyó, abriéndoles los
ojos al esplendor de la verdad y les donó el sacramento de la unidad y del
amor: la Eucaristía.
En el Cenáculo, durante la última Cena, en el momento del lavatorio
de los pies, quedó muy claro que el servicio es una de las dimensiones
fundamentales de la vida cristiana. Por tanto, el Sínodo tiene la tarea de
ayudar a vuestra Iglesia local, en todos sus componentes, a redescubrir el
sentido y la alegría del servicio: un servicio por amor. Eso vale ante todo
para vosotros, queridos sacerdotes, configurados con Cristo "Cabeza y
Pastor", siempre dispuestos a guiar a su rebaño. Agradeced y alegraos por
el don recibido. Sed generosos en el ejercicio de vuestro ministerio. Apo-
yadlo con una oración continua y con una formación cultural, teológica y
espiritual permanente.

HABÉIS SIDO LLAMADOS A LA LIBERTAD. LECTIO DIVINA


20090220. Encuentro con el Seminario Romano Mayor

448
Veamos ahora qué nos dice san Pablo con este texto: "Habéis sido lla-
mados a la libertad" (Ga 5, 13). En todas las épocas, desde los comienzos
pero de modo especial en la época moderna, la libertad ha sido el gran
sueño de la humanidad. Sabemos que Lutero se inspiró en este texto de la
carta a los Gálatas; y la conclusión fue que la Regla monástica, la jerar-
quía, el magisterio le parecieron un yugo de esclavitud del que era necesa-
rio librarse. Sucesivamente, el período de la Ilustración estuvo totalmente
dominado, penetrado por este deseo de libertad, que se pensaba haber al-
canzado ya. Y también el marxismo se presentó como camino hacia la li-
bertad.
Esta tarde nos preguntamos: ¿Qué es la libertad? ¿Cómo podemos ser
libres? San Pablo nos ayuda a entender esta realidad complicada que es la
libertad insertando este concepto en un contexto de concepciones antropo-
lógicas y teológicas fundamentales. Dice: "No toméis de esa libertad pre-
texto para la carne; antes al contrario, servíos por caridad los unos a los
otros" (Ga 5, 13). El rector nos ha dicho ya que "carne" no es el cuerpo,
sino que "carne", en el lenguaje de san Pablo, es expresión de la absoluti-
zación del yo, del yo que quiere serlo todo y tomarlo todo para sí. El yo
absoluto, que no depende de nada ni de nadie, parece poseer realmente, en
definitiva, la libertad. Soy libre si no dependo de nadie, si puedo hacer
todo lo que quiero. Y precisamente esta absolutización del yo es "carne",
es decir, degradación del hombre; no es conquista de la libertad. El liberti-
naje no es libertad, sino más bien el fracaso de la libertad.
Y san Pablo se atreve a proponer una fuerte paradoja: "Servíos por ca-
ridad los unos a los otros" (en griego douléuete); es decir, la libertad se
realiza paradójicamente mediante el servicio; llegamos a ser libres si nos
convertimos en siervos unos de otros. Así san Pablo pone todo el proble-
ma de la libertad a la luz de la verdad del hombre. Reducirse a la carne,
aparentemente elevándose al rango de divinidad -"Sólo yo soy el hom-
bre"- introduce en la mentira. Porque en realidad no es así: el hombre no
es un absoluto, como si el yo pudiera aislarse y comportarse sólo según su
propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es
que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios y vivimos en relación
con el Creador. Somos seres relacionales, y sólo entramos en la verdad
aceptando nuestra relacionalidad; de lo contrario, caemos en la mentira y
en ella, al final, nos destruimos.
Somos criaturas y, por tanto, dependemos del Creador. En la época de
la Ilustración, sobre todo al ateísmo esto le parecía una dependencia de la
que era necesario liberarse. Sin embargo, en realidad, esta dependencia só-
lo sería fatal si este Dios Creador fuera un tirano, no un Ser bueno; sólo si
fuera como los tiranos humanos. En cambio, si este Creador nos ama y
nuestra dependencia es estar en el espacio de su amor, en este caso la de-
pendencia es precisamente libertad. En efecto, de este modo nos encontra-
mos en la caridad del Creador, estamos unidos a él, a toda su realidad, a
todo su poder. Por tanto este es el primer punto: ser criatura quiere decir
449
ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que él nos da,
con la que nos previene. De ahí deriva ante todo nuestra verdad, que es al
mismo tiempo una llamada a la caridad.
Por eso, ver a Dios, orientarse a Dios, conocer a Dios, conocer la vo-
luntad de Dios, insertarse en la voluntad, es decir, en el amor de Dios es
entrar cada vez más en el espacio de la verdad. Y este camino del conoci-
miento de Dios, de la relación de amor con Dios, es la aventura extraordi-
naria de nuestra vida cristiana: porque en Cristo conocemos el rostro de
Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta  la  cruz,  hasta  el  don de sí
mismo.
Pero la relacionalidad propia de las criaturas implica también un se-
gundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiem-
po, como familia humana, también estamos en relación unos con otros. En
otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el
espacio amplio del amor de Dios, pero implica también ser uno con el otro
y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo, me con-
vierto en enemigo del otro; ya no podemos convivir y toda la vida se
transforma en crueldad, en fracaso. Sólo una libertad compartida es una li-
bertad humana; sólo estando juntos podemos entrar en la sinfonía de la li-
bertad.
Así pues, este es otro punto de gran importancia: sólo aceptando al
otro, sólo aceptando también la aparente limitación que supone para mi li-
bertad respetar la libertad del otro, sólo insertándome en la red de depen-
dencias que nos convierte, en definitiva, en una sola familia humana, estoy
en camino hacia la liberación común.
Aquí aparece un elemento muy importante: ¿Cuál es la medida de
compartir la libertad? Vemos que el hombre necesita orden, derecho, para
que se pueda realizar su libertad, que es una libertad vivida en común. ¿Y
cómo podemos encontrar este orden justo, en el que nadie sea oprimido,
sino que cada uno pueda dar su propia contribución para formar esta espe-
cie de concierto de las libertades? Si no hay una verdad común del hombre
como aparece en la visión de Dios, queda sólo el positivismo y se tiene la
impresión de algo impuesto, incluso de manera violenta. De ahí esta rebe-
lión contra el orden y el derecho, como si se tratara de una esclavitud.
Pero si podemos encontrar en nuestra naturaleza el orden del Creador,
el orden de la verdad, que da a cada uno su sitio, precisamente el orden y
el derecho pueden ser instrumentos de libertad contra la esclavitud del
egoísmo. Servirnos unos a otros se convierte en instrumento de la libertad;
y aquí podemos insertar toda una filosofía de la política según la doctrina
social de la Iglesia, la cual nos ayuda a encontrar este orden común que da
a cada uno su lugar en la vida común de la humanidad. La primera reali-
dad que hay que respetar es, por tanto, la verdad: la libertad contra la ver-
dad no es libertad. Servirnos unos a otros crea el espacio común de la li-
bertad.
Y luego san Pablo prosigue diciendo: "Toda la ley alcanza su plenitud
en este solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"" (Ga 5, 14).
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En esta afirmación aparece el misterio del Dios encarnado, aparece el mis-
terio de Cristo que en su vida, en su muerte, en su resurrección se convier-
te en la ley viviente. Inmediatamente, las primeras palabras de nuestra lec-
tura -"Habéis sido llamados a la libertad"- aluden a este misterio. Hemos
sido llamados por el Evangelio, hemos sido llamados realmente en el Bau-
tismo, en la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, y de
esta forma hemos pasado de la "carne", del egoísmo, a la comunión con
Cristo. Así estamos en la plenitud de la ley.
Probablemente todos conocéis las hermosas palabras de san Agustín: 
"Dilige et fac quod vis", "Ama y haz lo que quieras". Lo que dice san
Agustín es verdad, si entendemos bien la palabra "amor". "Ama y haz lo
que quieras", pero debemos estar realmente penetrados de la comunión
con Cristo, debemos estar identificados con su muerte y su resurrección,
debemos estar unidos a él en la comunión de su Cuerpo. En la participa-
ción de los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, la voluntad
divina, la ley divina entra realmente en nuestra voluntad;  nuestra  volun-
tad  se identifica con  la  suya;  se convierten en una sola  voluntad; así
realmente somos libres, así  en  realidad  podemos hacer lo  que queramos,
porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad.
Por tanto, pidamos al Señor que nos ayude en este camino que comen-
zó con el Bautismo, un camino de identificación con Cristo que se realiza
siempre, continuamente, en la Eucaristía. Enla Plegaria eucarística III de-
cimos: "Para que (...) formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíri-
tu". Es un momento en el cual, a través de la Eucaristía y a través de nues-
tra verdadera participación en el misterio de la muerte y de la resurrección
de Cristo, formamos un solo espíritu con él, nos identificamos con su vo-
luntad, y así llegamos realmente a la libertad.
Detrás de las palabras "La ley está cumplida", detrás de estas palabras
que se hacen realidad en la comunión con Cristo, aparecen juntamente con
el Señor todas las figuras de los santos que han entrado en esta comunión
con Cristo, en esta unidad del ser, en esta unidad con su voluntad. Apare-
ce, sobre todo, la Virgen, en su humildad, en su bondad, en su amor. La
Virgen nos da esta confianza, nos toma de la mano,  nos  guía, nos ayuda
en el camino para unirnos a la voluntad de Dios,  como ella lo hizo desde
el primer momento, expresando esta unión en su "fiat".
Y, por último, después de estas cosas hermosas, una vez más en la car-
ta se alude a la situación un poco triste de la comunidad de los Gálatas,
cuando san Pablo dice: "Si os mordéis y os devoráis mutuamente, al me-
nos no os destruyáis del todo unos a otros... Caminad según el Espíritu"
(Ga 5, 15-16). Me parece que en esta comunidad, que ya no estaba en el
camino de la comunión con Cristo, sino en el de la ley exterior de la "car-
ne", emergen naturalmente también las polémicas y san Pablo dice: "Os
convertís en fieras; uno muerde al otro". Así alude a las polémicas que na-
cen donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad se sustituye con
la arrogancia de creerse mejores que los demás.

451
Vemos cómo también hoy suceden cosas parecidas donde, en lugar de
insertarse en la comunión con Cristo, en el Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia, cada uno quiere ser superior al otro y con arrogancia intelectual
quiere hacer creer que él es mejor. Así nacen las polémicas, que son des-
tructivas; así nace una caricatura de la Iglesia, que debe-
ría ser una sola alma y un solo corazón. En esta advertencia de san Pablo
debemos encontrar también hoy un motivo de examen de conciencia: no
debemos creernos superiores a los demás; debemos tener la humildad de
Cristo, la humildad de la Virgen; debemos  entrar  en la obediencia de la
fe. Precisamente así se abre realmente, también  para  nosotros, el gran es-
pacio de la verdad y de la libertad en el amor.

HACER REFERENCIA SIEMPRE Y SOBRE TODO AL SEÑOR


20090523. Discurso. Pontificia Academia Eclesiástica

Dado que es el Señor mismo quien os pide que llevéis a cabo en la


Iglesia esa misión, a través de la llamada de vuestro obispo que os señala
y os pone a disposición de la Santa Sede, es al Señor mismo a quien de-
béis hacer referencia siempre y sobre todo. En los momentos de oscuridad
y de dificultad interior, dirigid vuestra mirada hacia Cristo, que un día os
miró con amor y os llamó a estar con él y a ocuparos de su reino, siguién-
dolo a él.
Recordad siempre que para el ministerio sacerdotal, cualquiera que sea
el modo como se ejerza, es esencial y fundamental mantener una relación
personal con Jesús. Él quiere que seamos sus "amigos", amigos que bus-
quen su intimidad, que sigan sus enseñanzas y se comprometan a hacer
que todos lo conozcan y lo amen. El Señor quiere que seamos santos, es
decir, totalmente "suyos", sin preocuparnos de construirnos una carrera
humanamente interesante o cómoda, sin buscar el aplauso y la aprobación
de la gente, sino completamente entregados al bien de las almas, dispues-
tos a cumplir a fondo nuestro deber, conscientes de que somos "siervos
inútiles", y alegres de poder dar nuestra pobre aportación a la difusión del
Evangelio.
Queridos sacerdotes, sed, en primer lugar, hombres de intensa oración,
cultivando una comunión de amor y de vida con el Señor. Sin esta sólida
base espiritual, ¿cómo podríais perseverar en vuestro ministerio? Quien
trabaja así en la viña del Señor, sabe que lo que se realiza con esmero, con
sacrificio y con amor, nunca se pierde. Y si a veces nos toca saborear el
cáliz de la soledad, la incomprensión y el sufrimiento; si el servicio en
ocasiones nos resulta pesado y la cruz a veces dura de llevar, nos ha de
sostener y confortar la certeza de que Dios sabe hacer fecundo todo.
Sabemos que la dimensión de la cruz, bien simbolizada en la parábola
del grano de trigo que, sepultado en la tierra, muere para dar fruto —ima-
gen que usó Jesús poco antes de su pasión—, es parte esencial de la vida
de todo hombre y de toda misión apostólica. En cualquier situación debe-

452
mos dar el testimonio gozoso de nuestra adhesión al Evangelio, aceptando
la invitación del apóstol san Pablo a gloriarnos únicamente de la cruz de
Cristo, con la única ambición de completar en nosotros mismos lo que fal-
ta a la pasión del Señor, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,
24).

EL SACERDOTE DEBE SER GRANO DE TRIGO COMO JESÚS


20090704. Discurso. Congreso europeo de pastoral vocacional
En el centro de vuestros trabajos habéis puesto la parábola evangélica
del sembrador. El Señor arroja con abundancia y gratuidad la semilla de la
Palabra de Dios, aun sabiendo que podrá encontrar una tierra inadecuada,
que no le permitirá madurar a causa de la aridez, y que apagará su fuerza
vital ahogándola entre zarzas. Con todo, el sembrador no se desalienta
porque sabe que parte de esta semilla está destinada a caer en “tierra bue-
na”, es decir, en corazones ardientes y capaces de acoger la Palabra con
disponibilidad, para hacerla madurar en la perseverancia, de modo que dé
fruto con generosidad para bien de muchos.
La imagen de la tierra puede evocar la realidad más o menos buena de
la familia; el ambiente con frecuencia árido y duro del trabajo; los días de
sufrimiento y de lágrimas. La tierra es, sobre todo, el corazón de cada
hombre, en particular de los jóvenes, a los que os dirigís en vuestro servi-
cio de escucha y acompañamiento: un corazón a menudo confundido y de-
sorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables de entre-
ga; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a Je-
sús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que brota de haber en-
contrado el mayor tesoro de la existencia. Quien siembra en el corazón del
hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después de la siembra
abundante y generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los
senderos de acompañar y educar, de formar y discernir. Todo ello va uni-
do a esa pequeña semilla, don misterioso de la Providencia celestial, que
irradia una fuerza extraordinaria, pues la Palabra de Dios es la que realiza
eficazmente por sí misma lo que dice y desea.
Hay otra palabra de Jesús que utiliza la imagen de la semilla, y que se
puede relacionar con la parábola del sembrador: “Si el grano de trigo no
cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn
12, 24). Aquí el Señor insiste en la correlación entre la muerte de la semi-
lla y el “mucho fruto” que dará. El grano de trigo es él, Jesús. El fruto es
la “vida en abundancia” (Jn 10, 10), que nos ha adquirido mediante su
cruz. Esta es también la lógica y la verdadera fecundidad de toda pastoral
vocacional en la Iglesia: como Cristo, el sacerdote y el animador deben ser
un “grano de trigo”, que renuncia a sí mismo para hacer la voluntad del
Padre; que sabe vivir oculto, alejado del clamor y del ruido; que renuncia
a buscar la visibilidad y la grandeza de imagen que hoy a menudo se con-
453
vierten en criterios e incluso en finalidades de la vida en buena parte de
nuestra cultura y fascinan a muchos jóvenes.
Queridos amigos, sed sembradores de confianza y de esperanza, pues
la juventud de hoy vive inmersa en un profundo sentido de extravío. Con
frecuencia las palabras humanas carecen de futuro y de perspectiva; care-
cen incluso de sentido y de sabiduría. Se difunde una actitud de impacien-
cia frenética y una incapacidad de vivir el tiempo de la espera. Sin embar-
go, esta puede ser la hora de Dios: su llamada, mediante la fuerza y la efi-
cacia de la Palabra, genera un camino de esperanza hacia la plenitud de la
vida. La Palabra de Dios puede ser de verdad luz y fuerza, manantial de
esperanza; puede trazar una senda que pasa por Jesús, “camino” y “puer-
ta”, a través de su cruz, que es plenitud de amor.
Este es el mensaje que nos deja el Año paulino recién concluido. San
Pablo, conquistado por Cristo, fue un promotor y formador de vocaciones,
como bien se desprende de los saludos de sus cartas, donde aparecen dece-
nas de nombres propios, es decir, rostros de hombres y mujeres que cola-
boraron con él al servicio del Evangelio. Este es también el mensaje del
Año sacerdotal recién iniciado: el santo cura de Ars, Juan María Vianney
—que constituye el “faro” de este nuevo itinerario espiritual— fue un
sacerdote que dedicó su vida a la guía espiritual de las personas, con hu-
mildad y sencillez, “gustando y viendo” la bondad de Dios en las situacio-
nes ordinarias. Así, fue un verdadero maestro en el ministerio de la conso-
lación y del acompañamiento vocacional.
Por tanto, el Año sacerdotal brinda una magnífica oportunidad para
volver a encontrar el sentido profundo de la pastoral vocacional, así como
sus opciones fundamentales de método: el testimonio, sencillo y creíble; la
comunión, con itinerarios concertados y compartidos en la Iglesia particu-
lar; la cotidianidad, que educa a seguir al Señor en la vida de todos los
días; la escucha, guiada por el Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes
en la búsqueda de Dios y de la verdadera felicidad; y, por último, la ver-
dad, que es lo único que puede generar libertad interior.
Que la Palabra de Dios, queridos hermanos y hermanas, sea en cada
uno de vosotros fuente de bendición, de consuelo y de confianza renova-
da, para que podáis ayudar a muchos a “ver” y “tocar” al Jesús que ya han
acogido como Maestro. Que la Palabra del Señor habite siempre en voso-
tros, renueve en vuestro corazón la luz, el amor y la paz que sólo Dios
puede dar, y os capacite para testimoniar y anunciar el Evangelio, fuente
de comunión y de amor.

¿CÓMO HACER BIEN TEOLOGÍA? SER PEQUEÑOS Y SABIOS


20091201. Homilía. Comisión Teológica Internacional
Las palabras del Señor que acabamos de escuchar en el pasaje evangé-
lico son un desafío para nosotros, los teólogos, o quizá sería mejor decir
una invitación a un examen de conciencia: ¿Qué es la teología? ¿Qué so-
mos nosotros, los teólogos? ¿Cómo hacer bien teología? Hemos escucha-
454
do que el Señor alaba al Padre porque ha ocultado el gran misterio del
Hijo, el misterio trinitario, el misterio cristológico, a los sabios y a los
doctos —ellos no lo han conocido—, y se lo ha revelado a los pequeños, a
los nèpioi, a los que no son doctos, a los que no tienen una amplia cultura.
A ellos se les ha revelado este gran misterio.
Con estas palabras el Señor describe sencillamente un hecho de su
vida; un hecho que comienza ya en tiempos de su nacimiento, cuando los
Magos de Oriente preguntan a los competentes, a los escribas, a los exege-
tas, cuál es el lugar del nacimiento del Salvador, del Rey de Israel. Los es-
cribas lo saben porque son grandes especialistas; pueden decir en seguida
dónde va a nacer el Mesías: en Belén. Pero no se sienten invitados a ir:
para ellos se queda en un conocimiento académico, que no afecta a su
vida; se quedan fuera. Pueden dar informaciones, pero la información no
se convierte en formación para su propia vida.
Más tarde, durante toda la vida pública del Señor nos encontramos con
lo mismo. A los doctos les resulta imposible comprender que este hombre
no docto, galileo, pueda ser realmente el Hijo de Dios. Para ellos es ina-
ceptable que Dios, el grande, el único, el Dios del cielo y de la tierra, pue-
da estar presente en ese hombre. Lo saben todo, conocen también Isaías
53, todas las grandes profecías, pero el misterio sigue oculto. En cambio,
es revelado a los pequeños, desde la Virgen María hasta los pescadores del
lago de Galilea. Ellos lo conocen, como lo conoce el centurión romano al
pie de la cruz: este es el Hijo de Dios.
Los hechos esenciales de la vida de Jesús no pertenecen sólo al pasado,
sino que están presentes, de distintos modos, en todas las generaciones.
También en nuestro tiempo, en los últimos doscientos años, observamos lo
mismo. Hay grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos, ma-
estros de la fe, que nos han enseñado muchas cosas. Han penetrado en los
detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la salvación, pero no han
podido ver el misterio mismo, el núcleo verdadero: que Jesús era realmen-
te Hijo de Dios, que el Dios trinitario entra en nuestra historia, en un mo-
mento histórico determinado, en un hombre como nosotros. Lo esencial ha
quedado oculto. Sería fácil citar grandes nombres de la historia de la teo-
logía de estos doscientos años, de los cuales hemos aprendido mucho,
pero a los ojos de su corazón el misterio no se ha abierto.
En cambio, también en nuestro tiempo están los pequeños que han co-
nocido ese misterio. Pensemos en santa Bernardita Soubirous; en santa
Teresa de Lisieux, con su nueva lectura de la Biblia "no científica", pero
que entra en el corazón de la Sagrada Escritura; y en los santos y beatos de
nuestro tiempo: santa Josefina Bakhita, la beata Teresa de Calcuta, san
Damián de Veuster. Podríamos citar muchísimos.
De todo esto surge la pregunta: ¿Por qué es así? ¿Acaso el cristianismo
es la religión de los necios, de las personas sin cultura, sin formación? ¿Se
apaga la fe donde se despierta la razón? ¿Cómo se explica esto? Quizá de-
bemos mirar una vez más la historia. Es verdad lo que Jesús ha dicho, lo
que se puede observar en todos los siglos. Sin embargo, hay una "especie"
455
de pequeños que también son doctos. Al pie de la cruz está la Virgen Ma-
ría, la humilde esclava de Dios y la gran mujer iluminada por Dios. Y tam-
bién está Juan, pescador del lago de Galilea, pero es el Juan que la Iglesia
con razón denominará "el teólogo", porque realmente supo ver el misterio
de Dios y anunciarlo: con ojo de águila entró en la luz inaccesible del mis-
terio divino. Así, también después de su resurrección, el Señor, en el ca-
mino de Damasco, toca el corazón de Saulo, que es uno de los doctos que
no ven. Él mismo, en la primera carta a Timoteo, se define "ignorante" en
ese tiempo, a pesar de su ciencia. Pero el Resucitado lo toca: se queda cie-
go y, al mismo tiempo, se convierte realmente en vidente, comienza a ver.
El gran docto se hace pequeño y precisamente por eso ve la necedad de
Dios que es sabiduría, sabiduría que supera todas las sabidurías humanas.
Podríamos seguir leyendo toda la historia de este modo. Hago sólo otra
observación. Estos doctos sabios, sofòi y sinetòi, en la primera lectura apa-
recen de otro modo. Aquí sofia y sínesis son dones del Espíritu Santo que
descansan sobre el Mesías, sobre Cristo. ¿Qué significa esto? Que hay dos
usos de la razón y dos modos de ser sabios o pequeños. Hay un modo de
usar la razón que es autónomo, que se pone por encima de Dios, en toda la
gama de las ciencias, comenzando por las naturales, donde se universaliza
un método adecuado para la investigación de la materia: en este método
Dios no entra y, por lo tanto, Dios no existe. Y así, por último, sucede
también en teología: se pesca en las aguas de la Sagrada Escritura con una
red que permite coger sólo peces de una determinada medida y todo lo que
excede esa medida no entra en la red y, por lo tanto, no puede existir. De
este modo, el gran misterio de Jesús, del Hijo que se hizo hombre, se redu-
ce a un Jesús histórico: una figura trágica, un fantasma sin carne y hueso,
un hombre que se quedó en el sepulcro, se corrompió y es realmente un
muerto. El método sabe "captar" determinados peces, pero excluye el gran
misterio, porque el hombre se pone a sí mismo como medida: tiene esta
soberbia, que al mismo tiempo es una gran necedad, porque absolutiza al-
gunos métodos no adecuados para las grandes realidades; entra en el es-
píritu académico que hemos visto en los escribas, que responden a los Re-
yes magos: no me afecta; sigo encerrado en mi existencia, que no se toca.
Es la especialización que ve todos los detalles, pero ya no ve la totalidad.
Y está el otro modo de usar la razón, de ser sabios: el del hombre que
reconoce quién es; reconoce su medida y la grandeza de Dios, abriéndose
con humildad a la novedad de la acción de Dios. Así, precisamente acep-
tando su propia pequeñez, haciéndose pequeño como es realmente, llega a
la verdad. De este modo, también la razón puede expresar todas sus posi-
bilidades, no se apaga, sino que se ensancha, se hace más grande. Se trata
de otra sofìa y sìnesis, que no excluye del misterio, sino que es comunión
con el Señor en el que descansan sabiduría y conocimiento íntimo, y su
verdad.

RECUERDOS DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL

456
20100117. Discurso. Concesión de ciudadanía de Freising
La segunda imagen que quiero retomar es el día de la ordenación
sacerdotal. La catedral siempre fue el centro de nuestra vida, al igual que
en el seminario éramos una familia y fue el padre Höck quien hizo de no-
sotros una verdadera familia. La catedral era el centro y en el día inolvida-
ble de la ordenación sacerdotal se convirtió en el centro para toda la vida.
Son tres los momentos que me quedaron especialmente grabados. El pri-
mero, estar postrados en el suelo durante las letanías de los santos. Al es-
tar así postrados, se toma una vez más conciencia de toda nuestra pobreza
y uno se pregunta: ¿soy realmente capaz? Y al mismo tiempo resuenan los
nombres de todos los santos de la historia y la imploración de los fie-
les: "Escúchanos; ayúdalos". Así crece la conciencia: sí, soy débil e inade-
cuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, toda la comunidad de los
santos está conmigo, me acompañan y, por lo tanto, puedo recorrer este
camino y convertirme en compañero y guía para los demás.
El segundo, la imposición de las manos por parte del anciano y venera-
ble cardenal Faulhaber —que me impuso las manos a mí, y a todos, de
modo profundo e intenso— y la conciencia de que es el Señor quien impo-
ne sus manos sobre mí y dice:  me perteneces, no te perteneces simple-
mente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio; pero también la concien-
cia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea sólo
obligaciones, sino que por encima de todo es un don, que él está conmigo
y que su amor me protege y me acompaña. Después seguía el viejo rito, en
el que el poder de perdonar los pecados se confería en un momento aparte,
que comenzaba cuando el obispo decía, con las palabras del Señor: "Ya no
os llamo siervos; a vosotros os llamo amigos". Y yo sabía —nosotros sa-
bíamos— que no es sólo una cita de Juan 15, sino una palabra actual que
el Señor me está dirigiendo ahora. Él me acepta como amigo; estoy en esta
relación de amistad; él me ha otorgado su confianza, y en esta amistad
puedo actuar y hacer que otros lleguen a ser amigos de Cristo.

EL SACERDOTE Y LA PASTORAL EN EL MUNDO DIGITAL


20100124. Mensaje. Jornada comunicaciones sociales 20100516
El tema de la próxima Jornada Mundial de las Comunicaciones Socia-
les –«El sacerdote y la pastoral en el mundo digital: los nuevos medios al
servicio de la Palabra»– se inserta muy apropiadamente en el camino del
Año Sacerdotal, y pone en primer plano la reflexión sobre un ámbito pas-
toral vasto y delicado como es el de la comunicación y el mundo digital,
ofreciendo al sacerdote nuevas posibilidades de realizar su particular ser-
vicio ala Palabra y dela Palabra.(…)
Sin embargo, la creciente multimedialidad y la gran variedad de fun-
ciones que hay en la comunicación, pueden comportar el riesgo de un uso
dictado sobre todo por la mera exigencia de hacerse presentes, consideran-
do internet solamente, y de manera errónea, como un espacio que debe

457
ocuparse. Por el contrario, se pide a los presbíteros la capacidad de partici-
par en el mundo digital en constante fidelidad al mensaje del Evangelio,
para ejercer su papel de animadores de comunidades que se expresan cada
vez más a través de las muchas «voces» surgidas en el mundo digital. De-
ben anunciar el Evangelio valiéndose no sólo de los medios tradicionales,
sino también de los que aporta la nueva generación de medios audiovisua-
les (foto, vídeo, animaciones, blogs, sitios web), ocasiones inéditas de diá-
logo e instrumentos útiles para la evangelización y la catequesis.
El sacerdote podrá dar a conocer la vida de la Iglesia mediante estos
modernos medios de comunicación, y ayudar a las personas de hoy a des-
cubrir el rostro de Cristo. Para ello, ha de unir el uso oportuno y compe-
tente de tales medios –adquirido también en el período de formación– con
una sólida preparación teológica y una honda espiritualidad sacerdotal, ali-
mentada por su constante diálogo con el Señor. En el contacto con el mun-
do digital, el presbítero debe trasparentar, más que la mano de un simple
usuario de los medios, su corazón de consagrado que da alma no sólo al
compromiso pastoral que le es propio, sino al continuo flujo comunicativo
de la «red».
También en el mundo digital, se debe poner de manifiesto que la soli-
citud amorosa de Dios en Cristo por nosotros no es algo del pasado, ni el
resultado de teorías eruditas, sino una realidad muy concreta y actual. En
efecto, la pastoral en el mundo digital debe mostrar a las personas de nues-
tro tiempo y a la humanidad desorientada de hoy que «Dios está cerca;
que en Cristo todos nos pertenecemos mutuamente» (Discurso a la Curia
romana para el intercambio de felicitaciones navideñas, 21 diciembre
2009).
¿Quién mejor que un hombre de Dios puede desarrollar y poner en
práctica, a través de la propia competencia en el campo de los nuevos me-
dios digitales, una pastoral que haga vivo y actual a Dios en la realidad de
hoy? ¿Quién mejor que él para presentar la sabiduría religiosa del pasado
como una riqueza a la que recurrir para vivir dignamente el hoy y cons-
truir adecuadamente el futuro? Quien trabaja como consagrado en los me-
dios, tiene la tarea de allanar el camino a nuevos encuentros, asegurando
siempre la calidad del contacto humano y la atención a las personas y a
sus auténticas necesidades espirituales. Le corresponde ofrecer a quienes
viven éste nuestro tiempo «digital» los signos necesarios para reconocer al
Señor; darles la oportunidad de educarse para la espera y la esperanza, y
de acercarse a la Palabra de Dios que salva y favorece el desarrollo huma-
no integral. La Palabra podrá así navegar mar adentro hacia las numerosas
encrucijadas que crea la tupida red de autopistas del ciberespacio, y afir-
mar el derecho de ciudadanía de Dios en cada época, para que Él pueda
avanzar a través de las nuevas formas de comunicación por las calles de
las ciudades y detenerse ante los umbrales de las casas y de los corazones
y decir de nuevo: «Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre,
entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 20). (…)

458
No hay que olvidar, sin embargo, que la fecundidad del ministerio
sacerdotal deriva sobre todo de Cristo, al que encontramos y escuchamos
en la oración; al que anunciamos con la predicación y el testimonio de la
vida; al que conocemos, amamos y celebramos en los sacramentos, sobre
todo en el de la Santa Eucaristía y la Reconciliación.

SEMINARIO: PERMANECED EN MI AMOR


20100212. Discurso. Lectio divina. Seminario Romano Mayor
En este Año sacerdotal, queremos estar especialmente atentos a las pa-
labras del Señor concernientes a nuestro servicio. El pasaje del Evangelio
que acabamos de leer habla indirecta, pero profundamente, de nuestro Sa-
cramento, de nuestra llamada a estar en la viña del Señor, a ser servidores
de su misterio.
En este breve pasaje, encontramos algunas palabras clave que dan la
indicación del anuncio que el Señor quiere hacer con este texto. "Permane-
cer": en este breve pasaje, encontramos diez veces la palabra "permane-
cer"; luego, el mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los otros
como yo os he amado", "no os llamo ya siervos, a vosotros os he llamado
amigos", "para que vayáis y deis fruto"; y, por último: "Pedid lo que que-
ráis y lo conseguiréis, se os concederá el gozo". Oremos al Señor para que
nos ayude a entrar en el sentido de sus palabras, para que estas palabras
penetren en nuestro corazón y, así, sean camino y vida en nosotros, con
nosotros y a través nuestro.
La primera palabra es: "Permaneced en mí, en mi amor". Permanecer
en el Señor es fundamental como primer tema de este pasaje. Permanecer:
¿dónde? En el amor, en el amor de Cristo, en el ser amados y en el amar al
Señor. Todo el capítulo 15 concreta el lugar donde permanecer, porque los
primeros ocho versículos exponen y presentan la parábola de la vid: "Yo
soy la vid; vosotros los sarmientos". La vid es una imagen veterotestamen-
taria que encontramos tanto en los profetas como en los salmos, y tiene
dos significados: es una parábola para el pueblo de Dios, que es su viña.
¿Con qué intención ha plantado una vid en este mundo, ha cultivado esta
vid, ha cultivado su viña, ha protegido su viña? Naturalmente con la inten-
ción de encontrar fruto, de encontrar el don precioso de la uva, del buen
vino.
Así aparece el segundo significado: el vino es símbolo, es expresión de
la alegría del amor. El Señor ha creado su pueblo para encontrar la res-
puesta de su amor y así esta imagen de la vid, de la viña, tiene un signifi-
cado esponsal, es expresión del hecho de que Dios busca el amor de su
criatura, quiere entrar en una relación de amor, en una relación esponsal
con el mundo mediante el pueblo que él ha elegido.
Pero luego la historia concreta es una historia de infidelidad: en lugar
de uva preciosa, se producen sólo pequeñas "cosas incomestibles", no lle-
459
ga la respuesta de este gran amor, no nace esta unidad, esta unión sin con-
diciones entre el hombre y Dios, en la comunión del amor. El hombre se
retira en sí mismo, se quiere tener a sí mismo sólo para sí, quiere tener a
Dios para sí, quiere tener el mundo para sí. Y así, la viña es devastada,
vienen el jabalí del bosque y todos los enemigos, y la viña se convierte en
un desierto.
Pero Dios no se rinde: Dios encuentra un modo nuevo para llegar a un
amor libre, irrevocable, al fruto de ese amor, a la uva verdadera. Dios se
hace hombre y así él mismo se convierte en la raíz de la vid, se convierte
él mismo en vid, y así la vid llega a ser indestructible. Este pueblo de Dios
no puede ser destruido, porque Dios mismo ha entrado en él, se ha implan-
tado en esta tierra. El nuevo pueblo de Dios está realmente fundado en
Dios mismo, que se hace hombre y así nos llama a ser en él la nueva vid y
nos llama a estar, a permanecer en él.
Además, tengamos presente que en el capítulo 6 del Evangelio de san
Juan, encontramos el discurso sobre el pan, que es el gran discurso sobre
el misterio eucarístico. En este capítulo 15 tenemos el discurso sobre el
vino: el Señor no habla explícitamente de la Eucaristía, pero naturalmente
tras el misterio del vino está la realidad de que él se ha hecho fruto y vino
por nosotros, de que su sangre es el fruto del amor que nace de la tierra
para siempre y, en la Eucaristía, su sangre se convierte en nuestra sangre,
nos renueva, recibimos una nueva identidad, porque la sangre de Cristo se
convierte en nuestra sangre. Así estamos emparentados con Dios en el
Hijo y en la Eucaristía se hace realidad esta gran realidad de la vid en la
cual nosotros somos los sarmientos unidos con el Hijo y así unidos con el
amor eterno.
"Permaneced": permanecer en este gran misterio, permanecer en este
don nuevo del Señor, que nos ha hecho pueblo en sí mismo, en su cuerpo
y con su sangre. Creo que debemos meditar mucho este misterio, es decir,
que Dios mismo se hace cuerpo, se hace uno con nosotros; sangre, uno
con nosotros; que podemos permanecer —permaneciendo en este misterio
— en comunión con Dios mismo, en esta gran historia de amor, que es la
historia de la verdadera felicidad. Meditando este don —Dios se ha hecho
uno con todos nosotros y, al mismo tiempo, nos hace uno a todos, una vid
— también debemos comenzar a rezar a fin de que este misterio penetre
cada vez más en nuestra mente, en nuestro corazón, y seamos cada vez
más capaces de ver y de vivir la grandeza del misterio, y comenzar así a
realizar este imperativo: "Permaneced".
Si seguimos leyendo atentamente este pasaje del Evangelio de san
Juan, encontramos también otro imperativo: "Permaneced" y "guardad mis
mandamientos". "Guardad" es sólo el segundo nivel; el primero es el de
"permanecer", el nivel ontológico, es decir, que estamos unidos a él, que
nos ha dado su persona anticipadamente, ya nos ha dado su amor, el fruto.
No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el cristianis-
mo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos hacer todo lo
que Dios se espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en este
460
misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amor, precede a
nuestro actuar y, en el contexto de su cuerpo, en el contexto del estar en él,
identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros pode-
mos actuar con Cristo.
La ética es consecuencia del ser: primero el Señor nos da un nuevo ser,
este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el ac-
tuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo
también en nuestra actividad. Por lo tanto, demos gracias al Señor porque
nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que es-
tá frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva identi-
dad. Por consiguiente, ya no es una obediencia, algo exterior, sino una rea-
lización del don del nuevo ser.
Lo digo una vez más: demos gracias al Señor porque él nos precede,
nos da todo lo que debemos darle nosotros, y nosotros podemos ser des-
pués, en la verdad y en la fuerza de nuestro nuevo ser, agentes de su reali-
dad. Permanecer y guardar: guardar es el signo del permanecer y el per-
manecer es el don que él nos da, pero que debe ser renovado cada día en
nuestra vida.
Sigue luego este mandamiento nuevo: "Amaos como yo os he amado".
Ningún amor es más grande que "dar la vida por los amigos". ¿Qué signi-
fica? Tampoco aquí se trata de un moralismo. Se podría decir: "No es un
mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mis-
mo ya existe en el Antiguo Testamento". Algunos afirman: "Es preciso ra-
dicalizar todavía más este amor; este amor al otro debe imitar a Cristo, que
se ha entregado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí
mismos". Pero en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es
verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha
mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que
hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace él: el Señor nos ha
donado su persona, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser
miembros suyos en su cuerpo, de ser sarmientos de la vid que es él. Por lo
tanto, la novedad es el don, el gran don, y al don, a la novedad del don, si-
gue también, como he dicho, el actuar nuevo.
Santo Tomás de Aquino lo dice de modo muy preciso cuando escribe:
"La nueva ley es la gracia del Espíritu Santo" (Summa theologiae, I-II, q.
106, a. 1). La nueva ley no es otro mandamiento más difícil que los de-
más: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo
que se nos da en el sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y cada
día en la santísima Eucaristía. Aquí los Padres han distinguido "sacramen-
tum" y "exemplum". "Sacramentum" es el don del nuevo ser, y este don
también se convierte en ejemplo para nuestro actuar, pero el "sacramen-
tum" precede, y nosotros vivimos del sacramento. Aquí vemos la centrali-
dad del sacramento, que es centralidad del don.
Procedamos en nuestra reflexión. El Señor dice: "No os llamo ya sier-
vos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer".
461
Ya no siervos, que obedecen al mandamiento, sino amigos que conocen,
que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor. La novedad,
por lo tanto, es que Dios se ha dado a conocer, que Dios se ha mostrado,
que Dios ya no es el Dios ignoto, buscado pero no encontrado o sólo adi-
vinado de lejos. Dios se ha dejado ver: en el rostro de Cristo vemos a
Dios, Dios se ha hecho "conocido", y así nos ha hecho amigos. Pensemos
como en la historia de la humanidad, en todas las religiones arcaicas, se
sabe que existe un Dios. Este es un conocimiento inmerso en el corazón
del hombre, que Dios es uno, los dioses no son "el" Dios. Pero este Dios
queda muy lejos, parece que no se da a conocer, no se hace amar, no es
amigo, sino que está lejos. Por eso, las religiones se ocupan poco de este
Dios; la vida concreta se ocupa de los espíritus, de las realidades concretas
que encontramos cada día y con las cuales debemos echar cuentas diaria-
mente. Dios permanece lejano.
Después vemos el gran movimiento de la filosofía: pensemos en Pla-
tón, Aristóteles, que comienzan a intuir que este Dios es el agathòn, la
bondad misma, es el eros que mueve el mundo y, sin embargo, este sigue
siendo un pensamiento humano, es una idea de Dios que se acerca a la
verdad, pero es una idea nuestra y Dios sigue siendo el Dios escondido.
Hace poco me escribió un profesor de Ratisbona, un profesor de física,
que había leído con gran retraso mi discurso en la Universidad de Ratisbo-
na, para decirme que no podía estar de acuerdo con mi lógica o podía es-
tarlo sólo en parte. Dijo: "Ciertamente me convence la idea de que la es-
tructura racional del mundo exija una razón creadora, la cual ha hecho esta
racionalidad que no se explica por sí misma". Y proseguía: "Pero si bien
existe un demiurgo —se expresa así—, un demiurgo me parece seguro por
lo que usted dice, no veo que exista un Dios amor, bueno, justo y miseri-
cordioso. Puedo ver que existe una razón que precede a la racionalidad del
cosmos, pero lo demás no". Y de este modo Dios permanece escondido.
Es una razón que precede a nuestras razones, nuestra racionalidad, la ra-
cionalidad del ser, pero no existe un amor eterno, no existe la gran miseri-
cordia que nos da para vivir.
Y en Cristo, Dios se ha mostrado en su verdad total, ha mostrado que
es razón y amor, que la razón eterna es amor y así crea. Lamentablemente,
también hoy muchos viven alejados de Cristo, no conocen su rostro y, así,
la eterna tentación del dualismo, que se esconde también en la carta de
este profesor, se renueva siempre, es decir, que quizá no existe sólo un
principio bueno, sino también un principio malo, un principio del mal; que
el mundo está dividido y son dos realidades igualmente fuertes: el Dios
bueno es sólo una parte de la realidad. También en la teología, incluida la
católica, se difunde actualmente esta tesis: Dios no sería omnipotente. De
este modo se busca una apología de Dios, que así no sería responsable del
mal que encontramos ampliamente en el mundo. Pero ¡qué apología tan
pobre! ¡Un Dios no omnipotente! ¡El mal no está en sus manos! ¿Cómo
podríamos encomendarnos a este Dios? ¿Cómo podríamos estar seguros
de su amor si este amor acaba donde comienza el poder del mal?
462
Pero Dios ya no es desconocido: en el rostro de Cristo crucificado ve-
mos a Dios y vemos la verdadera omnipotencia, no el mito de la omnipo-
tencia. Para nosotros, los hombres, la potencia, el poder siempre se identi-
fica con la capacidad de destruir, de hacer el mal. Pero el verdadero con-
cepto de omnipotencia que se manifiesta en Cristo es precisamente lo con-
trario: en él la verdadera omnipotencia es amar hasta tal punto que Dios
puede sufrir: aquí se muestra su verdadera omnipotencia, que puede llegar
hasta el punto de un amor que sufre por nosotros. Y así vemos que él es el
verdadero Dios y el verdadero Dios, que es amor, es poder: el poder del
amor. Y nosotros podemos encomendarnos a su amor omnipotente y vivir
en él, con este amor omnipotente.
Pienso que debemos meditar de nuevo esta realidad, siempre, agrade-
cer a Dios que se haya manifestado, porque conocemos su rostro, le cono-
cemos cara a cara; ya no es como Moisés que podía ver sólo la espalda del
Señor. También esta es una idea bonita, de la cual san Gregorio de Niza
dice: "Ver sólo la espalda significa que debemos ir siempre detrás de Cris-
to". Pero, al mismo tiempo, con Cristo Dios ha mostrado su cara, su rostro.
El velo del templo está rasgado, está abierto, el misterio de Dios es visible.
El primer mandamiento, que excluye imágenes de Dios, porque sólo dis-
minuirían la realidad, ha cambiado, se ha renovado, tiene otra forma. Aho-
ra podemos, en el hombre Cristo, ver el rostro de Dios, podemos tener ico-
nos de Cristo y ver así quién es Dios.
Pienso que quien ha entendido esto, quien se ha dejado tocar por este
misterio, que Dios se ha desvelado, ha rasgado el velo del templo, mostra-
do su rostro, encuentra una fuente de alegría permanente. Sólo podemos
decir: "Gracias. Sí, ahora sabemos quién eres, quién es Dios y cómo res-
ponder a él". Y pienso que esta alegría de conocer a Dios que se ha mani-
festado, revelado hasta lo íntimo de su ser, implica también la alegría del
comunicar: quien ha entendido esto, vive tocado por esta realidad, tiene
que hacer como hicieron los primeros discípulos que fueron a decir a sus
amigos y hermanos: "Hemos encontrado a aquel de quien hablan los pro-
fetas. Ahora está presente". La misión no es algo añadido exteriormente a
la fe, sino la dinámica misma de la fe. Quien ha visto, quien ha encontrado
a Jesús, tiene que ir a decir a sus amigos: "Lo hemos encontrado, es Jesús,
crucificado por nosotros".
Prosiguiendo, el texto dice: "Os he destinado para que vayáis y deis
fruto, y que vuestro fruto permanezca". Con esto volvemos al inicio, a la
imagen, a la parábola de la vid: ha sido creada para dar fruto. ¿Y cuál es el
fruto? Como hemos dicho, el fruto es el amor. En el Antiguo Testamento,
con la Torá como primera etapa de la autorrevelación de Dios, el fruto se
comprendía como justicia, es decir, vivir según la Palabra de Dios, vivir
en la voluntad de Dios, y así vivir bien.
Esto queda, pero al mismo tiempo se ve excedido: la verdadera justicia
no consiste en una obediencia a algunas normas, sino que es amor, amor
creativo, que encuentra por sí solo la riqueza, la abundancia del bien.
Abundancia es una de las palabras clave del Nuevo Testamento, Dios mis-
463
mo da siempre con abundancia. Para crear al hombre, crea esta abundan-
cia de un cosmos inmenso; para redimir al hombre se da a sí mismo, en la
Eucaristía se da a sí mismo. Y quien está unido a Cristo, quien es sarmien-
to en la vid, vive de esta ley, no pregunta: "¿Todavía puedo o no puedo
hacer esto?", "¿debo o no debo hacer esto?", sino que vive en el entusias-
mo del amor que no pregunta: "esto todavía es necesario o está prohibido",
sino que, simplemente, en la creatividad del amor, quiere vivir con Cristo
y para Cristo y entregarse totalmente a sí mismo por él y así entrar en la
alegría del dar fruto. Recordemos también que el Señor dice: "Os he desti-
nado para que vayáis": es el dinamismo que vive en el amor de Cristo; ir,
es decir, no quedarme sólo para mí, ver mi perfección, garantizarme la fe-
licidad eterna, sino olvidarme de mí mismo, ir como Cristo fue, ir como
Dios fue desde su inmensa majestad hasta nuestra pobreza, para encontrar
fruto, para ayudarnos, para darnos la posibilidad de llevar el verdadero
fruto del amor. Cuanto más llenos estemos de esta alegría de haber descu-
bierto el rostro de Dios, tanto más el entusiasmo del amor será real en no-
sotros y dará fruto.
Y, para concluir, llegamos a la última palabra de este pasaje: "Os digo:
"todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá"". Una breve
catequesis sobre la oración, que siempre nos sorprende de nuevo. Dos ve-
ces en este capítulo 15 el Señor dice "lo que pidáis os doy" y otra vez en el
capítulo 16. Y nosotros querríamos decir: "No, Señor, no es verdad".
Cuántas oraciones buenas y profundas de madres que rezan por el hijo que
está muriendo y no son escuchadas, cuántas oraciones para que suceda al-
guna cosa buena y el Señor no escucha. ¿Qué significa esta promesa? En
el capítulo 16 el Señor nos da la clave para comprender: nos dice cuánto
nos da, qué es este todo, la charà, la alegría: si uno ha encontrado la aleg-
ría ha encontrado todo y ve todo en la luz del amor divino. Como san
Francisco, que compuso la gran poesía sobre la creación en una situación
desolada y, sin embargo, precisamente allí, cerca del Señor sufriente, re-
descubrió la belleza del ser, la bondad de Dios, y compuso esta gran
poesía.
Es útil recordar, al mismo tiempo, algunos versículos del Evangelio de
san Lucas, donde el Señor, en una parábola, habla de la oración diciendo:
"Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan".
El Espíritu Santo —en el Evangelio de san Lucas— es alegría, en el Evan-
gelio de san Juan es la misma realidad: la alegría es el Espíritu Santo y el
Espíritu Santo es la alegría, o, en otras palabras, de Dios no pedimos algo
pequeño o grande, de Dios invocamos el don divino, Dios mismo; este es
el gran don que Dios nos da: Dios mismo. En este sentido debemos apren-
der a rezar, rezar por la gran realidad, por la realidad divina, para que él
nos dé su persona, nos dé su Espíritu y de este modo podamos responder a
las exigencias de la vida y ayudar a los demás en sus sufrimientos. Natu-
ralmente, el Padre Nuestro nos lo enseña. Podemos rezar por muchas co-
sas, en todas nuestras necesidades podemos pedir: "¡Ayúdame!". Esto es
464
muy humano y Dios es humano, como hemos visto; por lo tanto, es justo
pedir a Dios también por las pequeñas cosas de nuestra vida de todos los
días.
Pero, al mismo tiempo, rezar es un camino, diría una escalera: debe-
mos aprender cada vez más por qué podemos rezar y por qué no podemos
rezar, porque son expresiones de mi egoísmo. No puedo rezar por cosas
que son dañinas para los demás, no puedo rezar por cosas que favorecen
mi egoísmo, mi soberbia. Así rezar, ante los ojos de Dios, se convierte en
un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de nuestros deseos.
Como dice el Señor en la parábola de la vid: debemos ser podados, purifi-
cados, cada día; vivir con Cristo, en Cristo, permanecer en Cristo, es un
proceso de purificación, y sólo en este proceso de lenta purificación, de li-
beración de nosotros mismos y de la voluntad de tener sólo nosotros, está
el camino verdadero de la vida, se abre el camino de la alegría.
Como ya hemos apuntado, todas estas palabras del Señor tienen un
fondo sacramental. El fondo fundamental de la parábola de la vid es el
Bautismo: estamos implantados en Cristo; y la Eucaristía: somos un pan,
un cuerpo, una sangre, una vida con Cristo. Y así también este proceso de
purificación tiene un fondo sacramental: el sacramento de la Penitencia,
de la Reconciliación en el cual aceptamos esta pedagogía divina que día a
día, a lo largo de toda la vida, nos purifica y nos hace miembros cada vez
más verdaderos de su cuerpo. De este modo podemos aprender que Dios
responde a nuestras oraciones, a menudo con su bondad responde también
a las oraciones pequeñas, pero con frecuencia también las corrige, las
transforma y las guía para que seamos finalmente y realmente sarmientos
de su Hijo, de la vid verdadera, miembros de su cuerpo.
Agradezcamos a Dios la grandeza de su amor, recemos para que nos
ayude a crecer en su amor, a permanecer realmente en su amor.

LA ESENCIA DEL SACERDOCIO DE CRISTO


20090912. Homilía. Ordenación episcopal
Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la
imposición de manos y la oración. La imposición de manos se realiza en
silencio. La palabra humana enmudece. El alma se abre en silencio a Dios,
cuya mano se alarga hacia el hombre, lo toma para sí y, a la vez, lo cubre
para protegerlo, a fin de que, a continuación, sea totalmente propiedad de
Dios, le pertenezca del todo e introduzca a los hombres en las manos de
Dios.
Pero, como segundo elemento fundamental del acto de consagración,
sigue después la oración. La ordenación episcopal es un acontecimiento de
oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote u obispo. Es el Se-
ñor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la im-
posición de manos, asume a ese hombre totalmente a su servicio, lo atrae a
su propio sacerdocio. Él mismo consagra a los elegidos. Él mismo, el úni-
co Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, le
465
concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra
estén presentes en todos los tiempos.
Por esta conexión entre la oración y la actuación de Cristo sobre el
hombre, la Iglesia en su liturgia ha desarrollado un signo elocuente. Du-
rante la oración de ordenación se abre sobre el candidato el Evangeliario,
el libro de la Palabra de Dios. El Evangelio debe penetrar en él; la Palabra
viva de Dios debe, por así decirlo, invadirlo. El Evangelio, en el fondo, no
es sólo palabra; Cristo mismo es el Evangelio. Con la Palabra, la vida mis-
ma de Cristo debe invadir a aquel hombre, de manera que se convierta to-
talmente en una sola cosa con él, que Cristo viva en él y dé a su vida for-
ma y contenido. De esta manera debe realizarse en él lo que en las lecturas
de la liturgia de hoy se presenta como la esencia del ministerio sacerdotal
de Cristo. El consagrado debe ser colmado del Espíritu de Dios y vivir a
partir de él. Debe llevar a los pobres el alegre anuncio, la verdadera liber-
tad y la esperanza que permite vivir al hombre y lo sana. Debe establecer
el sacerdocio de Cristo en medio de los hombres, el sacerdocio según el
modo de Melquisedec, esto es, el reino de la justicia y de la paz. Como los
setenta y dos discípulos enviados por el Señor, debe llevar sanación, ayu-
dar a curar la herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El bien prime-
ro y esencial del que tiene necesidad el hombre es la cercanía de Dios mis-
mo. El reino de Dios, del que se habla en el pasaje evangélico de hoy, no
es algo “junto” a Dios, alguna condición del mundo: es sencillamente la
presencia de Dios mismo, que es la fuerza verdaderamente sanadora.
Jesús sintetizó todos estos múltiples aspectos de su sacerdocio en la
única frase: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y
a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45). Servir y en ello do-
narse uno mismo; ser no para uno mismo, sino para los demás, de parte de
Dios y con vista a Dios: este es el núcleo más profundo de la misión de Je-
sucristo y, a la vez, la verdadera esencia de su sacerdocio. Así, él hizo del
término “siervo” su más elevado título de honor. Con ello llevó a cabo un
vuelco de los valores; nos donó una nueva imagen de Dios y del hombre.
Jesús no viene como uno de los señores de este mundo, sino que él, que es
el verdadero Señor, viene como siervo. Su sacerdocio no es dominio, sino
servicio: este es el nuevo sacerdocio de Jesucristo al modo de Melquise-
dec.
San Pablo formuló la esencia del ministerio apostólico y sacerdotal de
forma muy clara. Ante los conflictos que existían en la Iglesia de Corinto
entre corrientes distintas que se referían a apóstoles diversos, pregunta:
¿Pero qué es un apóstol? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Son siervos;
cada uno según lo que el Señor le dio (cf. 1 Co 3, 5). “Es preciso que los
hombres vean en nosotros a siervos de Cristo y administradores de los
misterios de Dios. Por lo demás, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles” (1 Co 4, 1-2). En Jerusalén, en la últi-
ma semana de su vida, Jesús mismo habló en dos parábolas de los siervos
a quienes el Señor encomienda sus bienes en el tiempo del mundo, y su-
brayó tres características del modo en que se debe servir, en las que se
466
concreta también la imagen del ministerio sacerdotal. Demos ahora una
breve mirada sobre estas características para contemplar, con los ojos de
Jesús mismo, la tarea que vosotros, queridos amigos, estáis llamados a
asumir en esta hora.
La primera característica que el Señor pide al siervo es la fidelidad.
Le ha sido confiado un gran bien, que no le pertenece. La Iglesia no es la
Iglesia nuestra, sino su Iglesia, la Iglesia de Dios. El siervo debe dar cuen-
tas sobre la gestión del bien que se le ha encomendado. No atamos a los
hombres a nosotros; no buscamos poder, prestigio, estima para nosotros
mismos. Conducimos a los hombres hacia Jesucristo y así hacia el Dios
vivo. Con ello los introducimos en la verdad y en la libertad, que deriva de
la verdad. La fidelidad es altruismo, y precisamente así es liberadora para
el ministro mismo y para cuantos le son confiados. Sabemos cómo las co-
sas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el
hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una res-
ponsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad, por el bien
común. El Señor traza con pocas líneas una imagen del siervo malvado
que se pone a comer y beber con borrachos y a golpear a los criados trai-
cionando así la esencia de su encargo. En griego la palabra que indica “fi-
delidad” coincide con la que indica “fe”. La fidelidad del siervo de Jesu-
cristo consiste precisamente también en el hecho de que no busca adecuar
la fe a las modas del tiempo. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna, y
debemos llevar estas palabras a la gente. Son el bien más precioso que se
nos ha confiado. Esta fidelidad no tiene nada de estéril ni de estático; es
creativa. El dueño reprocha al siervo que había escondido bajo tierra el
bien que se le había entregado, para evitar todo riesgo. Con esta aparente
fidelidad, el siervo en realidad dejó de lado el bien del dueño para poderse
dedicar exclusivamente a sus propios asuntos. Fidelidad no es temor, sino
que está inspirada por el amor y por su dinamismo. El dueño alaba al sier-
vo que ha hecho fructificar sus bienes. La fe requiere que sea transmitida:
no se nos ha entregado sólo para nosotros mismos, para la salvación per-
sonal de nuestra alma, sino para los demás, para este mundo y para nues-
tro tiempo. Debemos situarla en este mundo, para que en él se transforme
en una fuerza viva; para que aumente en él la presencia de Dios.
La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia.
Aquí es necesario eliminar inmediatamente un malentendido. La pruden-
cia es algo distinto de la astucia. Prudencia, según la tradición filosófica
griega, es la primera de las virtudes cardinales; indica el primado de la
verdad, que mediante la “prudencia” se convierte en criterio de nuestra ac-
tuación. La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que
no se deja ofuscar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino
que busca la verdad, también la verdad incómoda. Prudencia significa po-
nerse en busca de la verdad y actuar conforme a ella. El siervo prudente es
ante todo un hombre de verdad y un hombre de la razón sincera. Dios, a
través de Jesucristo, nos ha abierto de par en par la ventana de la verdad
que, ante nuestras solas fuerzas, se queda con frecuencia estrecha y sólo
467
en parte transparente. Él nos muestra en la Sagrada Escritura y en la fe de
la Iglesia la verdad esencial del hombre, que imprime la dirección justa a
nuestra actuación. Así, la primera virtud cardinal del sacerdote ministro de
Jesucristo consiste en dejarse plasmar por la verdad que Cristo nos mues-
tra. De esta manera nos transformamos en hombres verdaderamente razo-
nables, que juzgan según el conjunto y no a partir de detalles casuales. No
nos dejamos guiar por la pequeña ventana de nuestra astucia personal, sino
que, desde la gran ventana que Cristo nos ha abierto sobre toda la verdad,
contemplamos el mundo y a los hombres y reconocemos así qué es lo que
cuenta verdaderamente en la vida.
La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del
siervo es la bondad: “Siervo bueno y fiel... entra en el gozo de tu señor”
(Mt 25, 21.23). Se nos puede aclarar lo que se entiende con la característi-
ca de la “bondad” si pensamos en el encuentro de Jesús con el joven rico.
Este hombre se dirigió a Jesús llamándolo “Maestro bueno” y recibió la
sorprendente respuesta: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino
sólo Dios” (Mc 10, 17 s). Bueno, en sentido pleno, es sólo Dios. Él es el
Bien, el Bueno por excelencia, la Bondad en persona. Por lo tanto, en una
criatura —en el hombre— el ser bueno se basa necesariamente en una pro-
funda orientación interior hacia Dios. La bondad crece uniéndose interior-
mente al Dios vivo. La bondad presupone sobre todo una viva comunión
con Dios, el Bueno, una creciente unión interior con él. En efecto: ¿de
quién más se podría aprender la bondad sino de Aquel que nos ha amado
hasta el final, hasta el extremo? (cf. Jn 13, 1). Nos convertimos en siervos
buenos mediante nuestra relación viva con Jesucristo. Sólo si nuestra vida
se desarrolla en el diálogo con él; sólo si su ser, sus características, pene-
tran en nosotros y nos plasman, podemos transformarnos en siervos verda-
deramente buenos.

LA IGLESIA DEBE NACER DEL ESPÍRITU SANTO


20091005. Meditación. Inicio de los trabajos, Sínodo Obispos África
Hemos dado comienzo ahora a nuestro encuentro sinodal invocando al
Espíritu Santo y sabiendo muy bien que en este momento no podemos lle-
var a cabo lo que habría que hacer para la Iglesia y para el mundo: sólo
con la fuerza del Espíritu Santo podemos percibir lo que es recto y des-
pués ponerlo en práctica. Todos los días comenzaremos nuestro trabajo in-
vocando al Espíritu Santo con la oración de la Hora Tercia “Nunc sancte
nobis Spiritus”. Por eso, ahora quiero meditar, junto con vosotros, un poco
sobre este himno que abre el trabajo de cada día, aquí en el Sínodo, pero
también después en nuestra vida cotidiana.
“Nunc sancte nobis Spiritus”. Pedimos que Pentecostés no sea sólo un
acontecimiento del pasado, el primer inicio de la Iglesia, sino que acontez-
ca hoy, más aún, ahora: “nunc sancte nobis Spiritus”. Pedimos al Señor
que realice ahora la efusión de su Espíritu y recree de nuevo a su Iglesia y
al mundo. Recordamos que los Apóstoles después de la Ascensión no em-
468
pezaron —como quizás hubiera sido normal— a organizar, a crear la Igle-
sia futura. Esperaron la acción de Dios, esperaron al Espíritu Santo. Com-
prendieron que la Iglesia no se puede hacer, que no es producto de nuestra
organización: la Iglesia debe nacer del Espíritu Santo. Al igual que el Se-
ñor mismo fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de él, tam-
bién la Iglesia debe ser siempre concebida por obra del Espíritu Santo y
nacer de él. Sólo con este acto creador de Dios podemos entrar en la acti-
vidad de Dios, en la acción divina y colaborar con él. En este sentido, tam-
bién todo nuestro trabajo en el Sínodo es colaborar con el Espíritu Santo,
con la fuerza de Dios que nos precede. Tenemos que seguir implorando
que se cumpla esta iniciativa divina, en la que nosotros podemos ser cola-
boradores de Dios y contribuir a que su Iglesia nazca y crezca de nuevo.
La segunda estrofa de este himno —”Os, lingua, mens, sensus, vigor, /
Confessionem personent: / Flammescat igne caritas, / accendat ardor pro-
ximos”— es el corazón de esta oración. Imploramos a Dios tres dones, los
dones esenciales de Pentecostés, del Espíritu Santo: confessio, caritas,
proximos. Confessio: existe la lengua de fuego que es “razonable”, da la
palabra correcta y hace pensar en el fin de Babilonia en la fiesta de Pente-
costés. La confusión que nace del egoísmo y la soberbia del hombre, cuyo
efecto es ya no lograr comprenderse unos a otros, se supera con la fuerza
del Espíritu, que une sin uniformar, que da unidad en la pluralidad: cada
uno puede entender al otro, incluso a pesar de la diversidad de lenguas.
Confessio: la palabra, la lengua de fuego que el Señor nos da, la palabra
común en la que estamos todos unidos, la ciudad de Dios, la santa Iglesia,
en la que está presente toda la riqueza de las diversas culturas. Flammes-
cat igne caritas. Esta confesión no es una teoría sino que es vida, es amor.
El corazón de la santa Iglesia es el amor, Dios es amor y se comunica co-
municándonos el amor. Por último, el prójimo. La Iglesia nunca es un gru-
po cerrado en sí mismo, que vive para sí mismo como uno de los muchos
grupos que existen en el mundo, sino que se caracteriza por la universali-
dad de la caridad, de la responsabilidad respecto al prójimo.
Consideremos uno por uno estos tres dones. Confessio: en el lenguaje
de la Biblia y de la Iglesia antigua esta palabra tiene dos significados esen-
ciales, que parecen opuestos pero en realidad constituyen una única reali-
dad. Confessio ante todo es confesión de los pecados: reconocer nuestra
culpa y conocer que ante Dios somos insuficientes, somos culpables, no
estamos en la justa relación con él. Este es el primer punto: conocernos a
nosotros mismos a la luz de Dios. Sólo a esta luz podemos conocernos a
nosotros mismos, podemos entender también cuánto mal hay en nosotros
y, de este modo, ver todo lo que debe ser renovado, transformado. Sólo a
la luz de Dios nos conocemos los unos a los otros y vemos de verdad toda
la realidad.
Me parece que debemos tener presente todo esto en nuestros análisis
sobre la reconciliación, la justicia y la paz. Los análisis empíricos son im-
portantes; es importante que se conozca exactamente la realidad de este
mundo. Sin embargo, estos análisis horizontales, preparados con tanta
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exactitud y competencia, son insuficientes. No indican los verdaderos pro-
blemas, porque no los colocan a la luz de Dios. Si no vemos que en su raíz
está el Misterio de Dios, las cosas del mundo van mal porque la relación
con Dios no es ordenada. Y si la primera relación, la relación básica, no es
correcta, todas las demás relaciones con cuanto puede haber de bueno,
fundamentalmente no funcionan. Por eso, nuestros análisis del mundo son
insuficientes si no llegamos hasta este punto, si no consideramos el mundo
a la luz de Dios, si no descubrimos que en la raíz de las injusticias, de la
corrupción, hay un corazón que no es recto, hay una cerrazón respecto a
Dios y, por lo tanto, una falsificación de la relación esencial que es la base
de todas las demás.
Confessio: comprender a la luz de Dios las realidades del mundo, el
primado de Dios y, por último, todo el ser humano y las realidades huma-
nas, que tienden a nuestra relación con Dios. Y si esta relación no es co-
rrecta, si no llega al punto querido por Dios, si no entra en su verdad, en-
tonces tampoco se puede corregir todo lo demás porque vuelven a nacer
todos los vicios que destruyen la red social y la paz en el mundo.
Confessio: ver la realidad a la luz de Dios, entender que en el fondo
nuestras realidades dependen de nuestra relación con nuestro Creador y
Redentor y, de este modo, llegar a la verdad, a la verdad que salva. San
Agustín, refiriéndose al capítulo 3 del Evangelio de san Juan, define el
acto de la confesión cristiana con “hacer la verdad, ir a la luz”. Sólo cami-
namos a la luz de la verdad viendo a la luz de Dios nuestras culpas, la in-
suficiencia de nuestra relación con él. Y sólo la verdad salva. Actuemos
por fin en la verdad: confesar realmente en esta profundidad de la luz de
Dios es hacer la verdad.
Este es el primer significado de la palabra confessio, confesión de los
pecados, reconocimiento de la culpabilidad que resulta de nuestra falta de
relación con Dios. Pero un segundo significado de confesión es dar gracias
a Dios, glorificar a Dios, dar testimonio de Dios. Podemos reconocer la
verdad de nuestro ser porque existe la respuesta divina. Dios no nos ha de-
jado solos con nuestros pecados; él no se retira ni siquiera cuando nuestra
relación con él está obstaculizada, sino que viene y nos toma de la mano.
Por eso, confessio es testimonio de la bondad de Dios, es evangelización.
Podríamos decir que la segunda dimensión de la palabra confessio es idén-
tica a la evangelización. Lo vemos en el día de Pentecostés, cuando san
Pedro, en su discurso, por una parte acusa la culpa de las personas —ha-
béis matado al santo y al justo—, pero al mismo tiempo dice: este Santo
ha resucitado y os ama, os abraza, os llama a ser suyos en el arrepenti-
miento y en el bautismo, al igual que en la comunión de su Cuerpo. A la
luz de Dios confesar se convierte necesariamente en anunciar a Dios,
evangelizar y, de este modo, renovar el mundo.
La palabra confessio, sin embargo, nos recuerda otro elemento más. En
el capítulo 10 de la Carta a los Romanos san Pablo interpreta la confesión
del capítulo 30 del Deuteronomio. En este último texto parece que los ju-
díos, entrando en la forma definitiva de la alianza, en la Tierra Santa, te-
470
nían miedo y no podían realmente responder a Dios como debían. El Se-
ñor les dice: no tengáis miedo, Dios no está lejos. Para llegar a Dios no es
necesario atravesar un océano desconocido, no son necesarios viajes espa-
ciales por el cielo, cosas complicadas o imposibles. Dios no está lejos, no
está al otro lado del océano o en estos espacios inmensos del universo.
Dios está cerca. Está en tu corazón y en tus labios, con la palabra de la To-
rá, que entra en tu corazón y se anuncia en tus labios. Dios está en ti y
contigo, está cerca.
San Pablo sustituye, en su interpretación, la palabra Torá por la palabra
confesión y fe. Dice: realmente Dios está cerca, no son necesarias expedi-
ciones complicadas para llegar a él, ni aventuras espirituales o materiales.
Dios está cerca con la fe, está en tu corazón, y con la confesión está en tus
labios. Está en ti y contigo. Realmente Jesucristo con su presencia nos da
la palabra de vida. Así entra, por la fe, en nuestro corazón. Habita en nues-
tro corazón y en la confesión llevamos la realidad del Señor al mundo, a
nuestro tiempo. Me parece que este es un elemento muy importante: el
Dios cercano. La ciencia y la técnica conllevan grandes inversiones: las
aventuras espirituales y materiales son costosas y difíciles; pero Dios se da
gratuitamente. Las cosas más grandes de la vida —Dios, amor, verdad—
son gratuitas. Dios se da en nuestro corazón. Diría que deberíamos medi-
tar a menudo sobre esta gratuidad de Dios: no hacen falta grandes dones
materiales ni intelectuales para estar cerca de Dios. Dios se da gratuita-
mente en su amor, está en mí, en mi corazón y en mis labios. Esta es la va-
lentía, la alegría de nuestra vida. Es también la valentía presente en este
Sínodo, porque Dios no está lejos: está con nosotros con la palabra de la
fe. Pienso que también esta dualidad es importante: la palabra en el cora-
zón y en los labios. Esta profundidad de la fe personal, que realmente me
une íntimamente con Dios, se debe confesar: fe y confesión, interioridad
en la comunión con Dios y testimonio de la fe que se expresa en mis la-
bios y de ese modo se hace sensible y presente en el mundo. Son dos cosas
importantes que siempre van juntas.
Más adelante, el himno que estamos comentando indica también los
lugares en los que se encuentra la confesión: “os, lingua, mens, sensus, vi-
gor”. Todas nuestras capacidades de pensar, hablar, sentir, actuar, deben
hacer resonar —el latín usa el verbo “personare”— la Palabra de Dios.
Nuestro ser, en todas sus dimensiones, debería llenarse de esta palabra,
que de ese modo llega a ser realmente sensible en el mundo; que a través
de nuestra existencia resuena en el mundo: la palabra del Espíritu Santo.
Brevemente, otros dos dones. La caridad: es importante que el cristia-
nismo no sea una suma de ideas, una filosofía, una teología, sino un modo
de vivir; el cristianismo es caridad, es amor. Sólo así nos convertimos en
cristianos: si la fe se transforma en caridad, si es caridad. Podemos decir
que también logos y caritas van juntos. Nuestro Dios es, por una parte, lo-
gos, razón eterna; pero esta razón es a la vez amor, no es matemática fría
que construye el universo, no es un demiurgo; esta razón eterna es fuego,
es caridad. En nosotros mismos debería realizarse esta unidad de razón y
471
caridad, de fe y caridad. Y así, transformados en la caridad, ser diviniza-
dos, como dicen los Padres griegos. Diría que en la evolución del mundo
tenemos este recorrido ascendente, desde las primeras realidades creadas
hasta la criatura hombre. Sin embargo, esta escala todavía no está comple-
ta. El hombre debería ser divinizado y, de ese modo, realizarse. La unidad
de la criatura con el Creador: este es el verdadero desarrollo, llegar con la
gracia de Dios a esta apertura. Nuestra esencia se transforma en la caridad.
Si hablamos de este desarrollo también pensamos en esta última meta, a la
que Dios quiere llegar con nosotros.
Por último, el prójimo. La caridad no es algo individual, sino universal
y concreto. Hoy, en la misa, hemos proclamado la página evangélica del
buen samaritano, en la que vemos la doble realidad de la caridad cristiana,
que es universal y concreta. Este samaritano se encuentra con un judío,
por lo tanto, alguien que está fuera de las fronteras de su tribu y de su reli-
gión; pero la caridad es universal y, por lo tanto, este extranjero es para él
prójimo en todos los sentidos. La universalidad abre los límites que cie-
rran el mundo y crean las diversidades y los conflictos. Al mismo tiempo,
el hecho de que se deba hacer algo por la universalidad no es filosofía sino
acción concreta. Debemos tender a esta unificación de universalidad y
concreción, debemos abrir realmente estas fronteras entre tribus, etnias y
religiones a la universalidad del amor de Dios. Y esto no en teoría, sino en
los lugares en los que vivimos, con toda la concreción necesaria. Rogue-
mos al Señor que nos conceda todo esto, con la fuerza del Espíritu Santo.
Al final el himno es glorificación del Dios uno y trino, y petición de cono-
cer y creer. El final, pues, vuelve al comienzo. Oremos para que conozca-
mos, para que conocer se transforme en creer, y para que creer se convier-
ta en amar, en acción. Roguemos al Señor que nos conceda el Espíritu
Santo, suscite un nuevo Pentecostés y nos ayude a ser sus servidores en
esta hora del mundo. Amén.

EL SACERDOCIO EN LA CARTA A LOS HEBREOS


20100218. Discurso. Lectio divina con clero de Roma
Hb 5, 1-10; Hb 7, 26-28; Hb 8, 1-2.

Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que
acabamos de leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para enten-
der el Antiguo Testamento como libro que habla de Cristo. La tradición
precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, según la clave
de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del
verdadero rey de Israel, verdadero rey porque era hombre y Dios. Y la ins-
cripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya
está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de
los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de
Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento,

472
que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que
esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo
110, 4 que hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres sacer-
dote eterno, según el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús no só-
lo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del
mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En
parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumrán, existen dos
líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El autor de la carta a los
Hebreos, al descubrir este versículo, comprendió que en Cristo están uni-
das las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios —según
el salmo 2, 7 que cita— pero es también el verdadero Sacerdote.
Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del
sacerdocio, que se encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del
verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con
esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar que precisamen-
te también la ley cultual, que quedó abolida después de la destrucción del
Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo tanto, no quedó simplemente
abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto que en Cristo todo
encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su pureza y en
su verdad profunda.
De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio
de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del
Templo; Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote.
También el sacerdocio de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a
ser, por decirlo así, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo,
en cualquier caso es "camino" hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se de-
linean los elementos esenciales. Luego Melquisedec —volveremos sobre
este punto— que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Tes-
tamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin madre —dice la
carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera
veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así,
también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración profunda del
misterio de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado, purificado y
guiado a su fin, a su verdadera esencia.
Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del
sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos
dice el autor de la carta a los Hebreos: para ser realmente mediador entre
Dios y el hombre, el sacerdote debe ser hombre. Esto es fundamental y el
Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder
realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre —volveremos sobre este
punto—, pero por sí mismo no puede hacerse mediador hacia Dios. El
sacerdote necesita una autorización, una institución divina, y sólo pertene-
ciendo a las dos esferas —la de Dios y la del hombre— puede ser media-
dor, puede ser "puente". Esta es la misión del sacerdote: combinar, conec-
tar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de
473
Dios —lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre— y
nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es ser mediador, puente
que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera
luz, a su verdadera vida.
Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de
Dios, y solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta
condición de la mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de
Dios se hace hombre para que haya un verdadero puente, una verdadera
mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios o,
en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en
el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos realizar nuestra misión con
el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con
Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la
importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo
Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la partici-
pación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomar-
me en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la ac-
ción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra —
ser elegidos y tomados de la mano por Dios— es un punto fundamental en
el cual entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don
en el cual Dios me da todo lo que yo no podría dar nunca: la participación,
la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.
Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra
vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe
conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto,
debemos vivir esta comunión; y la celebración de la santa misa, la oración
del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios,
del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben
estar fijos en Dios, en este punto del cual no debemos salir, y esto se reali-
za, se refuerza día a día, también con breves oraciones en las cuales nos
unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez más hombres de Dios,
que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y guiar hacia Dios.
El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en to-
dos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verda-
dero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtu-
des humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimien-
tos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del
Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la
cuestión "qué es el hombre" queda ofuscada por el hecho del pecado, que
ha herido hasta lo más intimo la naturaleza humana. Así se dice: "ha men-
tido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero este no es el verdade-
ro ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser hombre de
justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la ayu-
da de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el
verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe
comenzar en la formación al sacerdocio, pero que después debe realizarse
474
y continuar en toda nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamental-
mente van juntas: ser de Dios, estar con Dios, y ser realmente hombre, en
el verdadero sentido que ha querido el Creador al plasmar esta criatura que
somos nosotros.
Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un
modo que nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con "compa-
sión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en
flaqueza" (5, 2) y también —todavía mucho más fuerte— "habiendo ofre-
cido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y
lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor
reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos un elemento esencial de
nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los demás: esta es la ver-
dadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca es solidari-
dad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí mis-
mo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en
el sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión —
metriopathein, dice el texto griego—, es decir, estar en el centro de la pa-
sión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tenta-
ciones de este tiempo: "Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?".
Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristoté-
lico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contem-
plación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con
las cosas hermosas, con la belleza divina, pero "el trabajo" lo hacen otros.
Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote,
como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a
las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino
tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la "pa-
sión" de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido enco-
mendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su co-
razón siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios, siempre habla íntima-
mente con él, pero al mismo tiempo él lleva todo el ser, todo el sufrimien-
to humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son
pequeños, que andan sin pastor, sufre con ellos y nosotros los sacerdotes
no podemos retirarnos en un Elíseo, sino que estamos inmersos en la pa-
sión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en comunión con él, debe-
mos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.
Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente es-
timulante: "Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas"
(Hb 5, 7). No se trata sólo de una alusión a la hora de la angustia en el
Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pa-
sión, que abarca toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloró ante la tumba
de Lázaro, estaba realmente conmovido en su interior por el misterio de la
muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que pierden a su hermano,
como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo el horror de la
muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo
de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la prueba y se con-
475
fronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio, con esta tristeza
que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la
hermosa ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las des-
trucciones de la historia en el mundo; llora viendo como los hombres se
destruyen a sí mismos y sus ciudades con la violencia, con la desobedien-
cia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús
gritó desde la cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc
15, 34; cf. Mt 27, 46), y gritó otra vez al final. Y este grito responde a una
dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la
vida humana, muchos Salmos son un grito fuerte a Dios: "¡Ayúdanos, es-
cúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario, acabamos de rezar en este
sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas a la matanza" (Sal
44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el verdadero
sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a
los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma todo el sufri-
miento humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los oídos de
Dios.
Y así vemos que precisamente de este modo realiza el sacerdocio, la
función de mediador, llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el su-
frimiento —la pasión— del mundo, transformándolo en grito hacia Dios,
llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo
así realmente al momento de la Redención.
En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y súpli-
cas", "gritos y lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo pros-
pherein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los
dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sa-
crificio. Así, con este término cultual aplicado a los ruegos y las lágrimas
de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de
los Olivos, el grito de la cruz, todo su sufrimiento no son algo añadido a
su gran misión. Precisamente de este modo él ofrece el sacrificio, actúa
como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció" —prospherein
— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva a la humani-
dad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se
ofreció a sí mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en
esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufri-
miento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita
al acto cultual de la santa misa, en el cual todo se pone en manos de Cris-
to, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo
tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein, es ofrecer. En este
sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar más profun-
damente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es
acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es co-
municación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y
también sacramental.
476
En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo
así —mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis
(cf. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legisla-
ción cultual, la palabra teleion, usada aquí, indica la ordenación sacerdo-
tal. Es decir, la carta a los Hebreos nos dice que precisamente al hacer esto
Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su sacerdocio. Nuestra ordenación
sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse existencialmente,
pero también de modo cristológico, precisamente en este llevar el mundo
con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos realmente
en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el sacerdocio no es una actividad
de algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en
sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y, naturalmente,
también en las alegrías. Así llegamos a ser cada vez más sacerdotes en co-
munión con Cristo.
La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la
palabra hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que
no nos gusta. En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una
actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a otra volun-
tad; por lo tanto, uno ya no es libre, sino que está determinado por otro,
mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera
existencia humana. En lugar de la palabra "obediencia", nosotros quere-
mos como palabra clave antropológica la de "libertad". Pero considerando
de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia
de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es lle-
var la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra
voluntad con la voluntad de Dios.
San Máximo el Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos,
de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, "no mi vo-
luntad, sino tu voluntad", ha descrito este proceso, que Cristo lleva en sí
mismo como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en
este acto —"no mi voluntad, sino tu voluntad"— Jesús resume todo el pro-
ceso de su vida, es decir, de llevar la vida natural humana a la vida divina
y, de este modo, transformar al hombre: divinización del hombre y así re-
dención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad tirana,
no es una voluntad que está fuera de nuestro ser, sino que es precisamente
la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra
verdadera identidad.
Dios nos ha creado y somos nosotros mismos si actuamos conforme a
su voluntad; sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos
alienados. Al contrario, la alienación tiene lugar precisamente si nos apar-
tamos de la voluntad de Dios, porque de ese modo nos apartamos del de-
signio de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el vacío.
En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de
nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, lle-
vando el hombre, el ser hombre, en sí mismo y consigo, en la conformidad
con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la perfecta conformación
477
entre las dos voluntades, nos redimió y la redención siempre es este proce-
so de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es
un proceso por el cual oramos cada día: "Hágase tu voluntad". Y quere-
mos pedir realmente al Señor que nos ayude a ver íntimamente que esta es
la libertad, y a entrar así con alegría en esta obediencia y a "recoger" al ser
humano para llevarlo —con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con
nuestra oración, con nuestra acción pastoral— a la comunión con Dios.
Prosiguiendo la lectura, encontramos una frase difícil de interpretar. El
autor de la carta a los Hebreos dice que Jesús oró intensamente, con gritos
y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su completo
abandono fue escuchado (cf. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: "No, no es ver-
dad, no fue escuchado, murió". Jesús pidió ser liberado de la muerte, pero
no fue liberado, murió de modo extremadamente cruel. Por eso, el gran
teólogo liberal Harnack dijo: "Aquí falta un no", hay que escribir: "No fue
escuchado" y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero se trata de una so-
lución que no es exégesis, sino forzar el texto. En ninguno de los manus-
critos aparece "no", sino sólo "fue escuchado"; por tanto, debemos apren-
der a comprender qué significa este "ser escuchado", a pesar de la cruz.
Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el
texto griego se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este
sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que
nos narra san Lucas, que "un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de
modo que, después del momento de la angustia, pudiera ir directamente y
sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el
de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que Dios le da la fuerza para
llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me parece que esta res-
puesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más profundo —ha
subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la muer-
te", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre, en la
Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser redimido de
la muerte es la Resurrección y la humanidad es redimida de la muerte pre-
cisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros su-
frimientos, del misterio terrible de la muerte.
Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección
de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que puede ayu-
dar tener presente el breve texto en el cual san Juan, en el capítulo 12 de
su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Mon-
te de los Olivos. Jesús dice: "Mi alma está turbada" (Jn 12, 27), y, en toda
la angustia del Monte de los Olivos, ¿qué voy a decir?: "Sálvame de esta
hora, o glorifica tu nombre" (cf. Jn 12, 27-28). Es la misma oración que
encontramos en los Sinópticos: "Si es posible sálvame, pero hágase tu vo-
luntad" (cf. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje de san
Juan es justamente: "O sálvame, o glorifica". Y Dios responde: "Te he
glorificado y te glorificaré de nuevo" (cf. Jn 12, 28). Esta es la respuesta,
la confirmación de que Dios lo escucha: glorificaré la cruz; es la presencia
de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la cruz, Jesús
478
es elevado sobre toda la tierra y atrae la tierra a sí; en la cruz aparece aho-
ra el "Kabod", la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta llegar a la
cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.
La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su
muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime
al hombre, desde donde atrae al hombre a sí. Si la respuesta divina en san
Juan dice: "te glorificaré", significa que esta gloria trasciende y atraviesa
toda la historia siempre y de nuevo: desde tu cruz, presente en la Eucaris-
tía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza
en la santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de
la Eucaristía es, por tanto, profundidad del misterio sacerdotal.
Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una fi-
gura misteriosa que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de
la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de
Jerusalén, Melquisedec, y lleva pan y vino. Un episodio no comentado y
un poco incomprensible, que sólo aparece de nuevo en el Salmo 110,
como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el judaísmo, el ag-
nosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar profundamente so-
bre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a los He-
breos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y
son varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde es-
tá la paz, venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tie-
rra, y lleva pan y vino (cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que
aquí aparece el sumo sacerdote del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora
con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los Padres han su-
brayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto
muestra que también desde el paganismo existe un camino hacia Cristo y
los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar la justicia y
la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos funda-
mentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto
modo hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración
supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacer-
docio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham,
que sacrifica en la intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero que
da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote del Dios Altísimo, que lleva pan
y vino. Esto significa que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mis-
mo tiempo, está presente en toda la historia, a través de la historia, y la
historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del pueblo
elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se re-
vela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el
misterio de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí
mismo.
Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está
recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera
devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra final-
479
mente realizada en Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el cielo
está abierto, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino que es
verdadero, porque el cielo está abierto y no se ofrece algo, sino que el
hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice
la carta a los Hebreos: "Nuestro sacerdote está a la derecha del trono, del
santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo ha construido"
(cf. 8, 1-2).
Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la tradi-
ción davídica se ha referido a esto diciendo: "Este es el lugar, Jerusalén es
el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene
ya de los tiempos de Abraham, Jerusalén es el lugar verdadero de la autén-
tica veneración de Dios".
Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuer-
po de Cristo; la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que
san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús "la tienda de Dios",
eskenosen en hemin (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el
mundo y esta tienda, esta Jerusalén nueva y verdadera está al mismo tiem-
po en la tierra y en cielo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza
siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la pre-
sencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celes-
tial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resu-
citado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la humanidad; y, al mismo
tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios. Todo esto se realiza
siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos
llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la
vida. Roguemos al Señor que nos haga entender este Misterio cada vez
mejor, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para
que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.

EL TESTIMONIO SUSCITA VOCACIONES


20091113. Mensaje. Jornada Vocaciones 25 abril 2010
La 47 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebra-
rá en el IV domingo de Pascua, domingo del “Buen Pastor”, el 25 de abril
de 2010, me ofrece la oportunidad de proponer a vuestra reflexión un tema
en sintonía con el Año Sacerdotal: El testimonio suscita vocaciones. La fe-
cundidad de la propuesta vocacional, en efecto, depende primariamente de
la acción gratuita de Dios, pero, como confirma la experiencia pastoral,
está favorecida también por la cualidad y la riqueza del testimonio perso-
nal y comunitario de cuantos han respondido ya a la llamada del Señor en
el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, puesto que su testimonio
puede suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la lla-
mada de Cristo. Este tema está, pues, estrechamente unido a la vida y a la
misión de los sacerdotes y de los consagrados. Por tanto, quisiera invitar a
todos los que el Señor ha llamado a trabajar en su viña a renovar su fiel
respuesta, sobre todo en este Año Sacerdotal, que he convocado con oca-
480
sión del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, el Cura
de Ars, modelo siempre actual de presbítero y de párroco.
Ya en el Antiguo Testamento los profetas eran conscientes de estar lla-
mados a dar testimonio con su vida de lo que anunciaban, dispuestos a
afrontar incluso la incomprensión, el rechazo, la persecución. La misión
que Dios les había confiado los implicaba completamente, como un incon-
tenible “fuego ardiente” en el corazón (cf. Jr 20, 9), y por eso estaban dis-
puestos a entregar al Señor no solamente la voz, sino toda su existencia.
En la plenitud de los tiempos, será Jesús, el enviado del Padre (cf. Jn 5,
36), el que con su misión dará testimonio del amor de Dios hacia todos los
hombres, sin distinción, con especial atención a los últimos, a los pecado-
res, a los marginados, a los pobres. Él es el Testigo por excelencia de Dios
y de su deseo de que todos se salven. En la aurora de los tiempos nuevos,
Juan Bautista, con una vida enteramente entregada a preparar el camino a
Cristo, da testimonio de que en el Hijo de María de Nazaret se cumplen
las promesas de Dios. Cuando lo ve acercarse al río Jordán, donde estaba
bautizando, lo muestra a sus discípulos como “el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Su testimonio es tan fecundo, que
dos de sus discípulos “oyéndole decir esto, siguieron a Jesús” (Jn 1, 37).
También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa
a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber
encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer
con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha des-
cubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías
—que quiere decir Cristo— y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42). Lo mismo
sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de otro discípulo,
Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento: “Hemos en-
contrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley, y del que
hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45).
La iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabili-
dad humana de cuantos acogen su invitación para convertirse con su pro-
pio testimonio en instrumentos de la llamada divina. Esto acontece tam-
bién hoy en la Iglesia: Dios se sirve del testimonio de los sacerdotes, fieles
a su misión, para suscitar nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas al
servicio del Pueblo de Dios. Por esta razón deseo señalar tres aspectos de
la vida del presbítero, que considero esenciales para un testimonio sacer-
dotal eficaz.
Elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y
a la vida consagrada es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante
unión con el Padre, y esto era lo que suscitaba en los discípulos el deseo
de vivir la misma experiencia, aprendiendo de Él la comunión y el diálogo
incesante con Dios. Si el sacerdote es el “hombre de Dios”, que pertenece
a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no puede dejar de cultivar una
profunda intimidad con Él, permanecer en su amor, dedicando tiempo a la
escucha de su Palabra. La oración es el primer testimonio que suscita vo-
caciones. Como el apóstol Andrés, que comunica a su hermano haber co-
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nocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y testigo de Cris-
to debe haberlo “visto” personalmente, debe haberlo conocido, debe haber
aprendido a amarlo y a estar con Él.
Otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el
don total de sí mismo a Dios. Escribe el apóstol Juan: “En esto hemos co-
nocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También
nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Con estas
palabras, el apóstol invita a los discípulos a entrar en la misma lógica de
Jesús que, a lo largo de su existencia, ha cumplido la voluntad del Padre
hasta el don supremo de sí mismo en la cruz. Se manifiesta aquí la miseri-
cordia de Dios en toda su plenitud; amor misericordioso que ha vencido
las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. La imagen de Jesús que en
la Última Cena se levanta de la mesa, se quita el manto, toma una toalla,
se la ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los apóstoles, expre-
sa el sentido del servicio y del don manifestados en su entera existencia,
en obediencia a la voluntad del Padre (cfr Jn 13, 3-15). Siguiendo a Jesús,
quien ha sido llamado a la vida de especial consagración debe esforzarse
en dar testimonio del don total de sí mismo a Dios. De ahí brota la capaci-
dad de darse luego a los que la Providencia le confíe en el ministerio pas-
toral, con entrega plena, continua y fiel, y con la alegría de hacerse com-
pañero de camino de tantos hermanos, para que se abran al encuentro con
Cristo y su Palabra se convierta en luz en su sendero. La historia de cada
vocación va unida casi siempre con el testimonio de un sacerdote que vive
con alegría el don de sí mismo a los hermanos por el Reino de los Cielos.
Y esto porque la cercanía y la palabra de un sacerdote son capaces de sus-
citar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas (cf. Juan Pa-
blo II, Exhort. ap. postsinodal, Pastores dabo vobis, 39).
Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al
sacerdote y a la persona consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó,
como signo distintivo de quien quiere ser su discípulo, la profunda comu-
nión en el amor: “Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconoce-
rán todos que sois discípulos míos” (Jn 13, 35). De manera especial, el
sacerdote debe ser hombre de comunión, abierto a todos, capaz de caminar
unido con toda la grey que la bondad del Señor le ha confiado, ayudando a
superar divisiones, a reparar fracturas, a suavizar contrastes e incompren-
siones, a perdonar ofensas. En julio de 2005, en el encuentro con el Clero
de Aosta, tuve la oportunidad de decir que si los jóvenes ven sacerdotes
muy aislados y tristes, no se sienten animados a seguir su ejemplo. Se
sienten indecisos cuando se les hace creer que ése es el futuro de un sacer-
dote. En cambio, es importante llevar una vida indivisa, que muestre la be-
lleza de ser sacerdote. Entonces, el joven dirá:"sí, este puede ser un futuro
también para mí, así se puede vivir" (Insegnamenti I, [2005], 354). El
Concilio Vaticano II, refiriéndose al testimonio que suscita vocaciones,
subraya el ejemplo de caridad y de colaboración fraterna que deben ofre-
cer los sacerdotes (cf. Optatam totius, 2).

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Me es grato recordar lo que escribió mi venerado Predecesor Juan Pa-
blo II: “La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la
grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —
un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y
en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización
del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacio-
nal” (Pastores dabo vobis, 41). Se podría decir que las vocaciones sacer-
dotales nacen del contacto con los sacerdotes, casi como un patrimonio
precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la vida entera.
Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los
religiosos y de las religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen
con plena fidelidad al Evangelio y asumen con alegría sus criterios de jui-
cio y conducta. Llegan a ser “signo de contradicción” para el mundo, cuya
lógica está inspirada muchas veces por el materialismo, el egoísmo y el in-
dividualismo. Su fidelidad y la fuerza de su testimonio, porque se dejan
conquistar por Dios renunciando a sí mismos, sigue suscitando en el alma
de muchos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, generosa y to-
talmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e identificarse con Él:
he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de la primacía absoluta
de Dios en la vida y en la historia de los hombres.
Todo presbítero, todo consagrado y toda consagrada, fieles a su voca-
ción, transmiten la alegría de servir a Cristo, e invitan a todos los cristia-
nos a responder a la llamada universal a la santidad. Por tanto, para pro-
mover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida reli-
giosa, para hacer más vigoroso e incisivo el anuncio vocacional, es indis-
pensable el ejemplo de todos los que ya han dicho su “sí” a Dios y al pro-
yecto de vida que Él tiene sobre cada uno. El testimonio personal, hecho
de elecciones existenciales y concretas, animará a los jóvenes a tomar de-
cisiones comprometidas que determinen su futuro. Para ayudarles es nece-
sario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y acompa-
ñarles, a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia vivida como
vocación. Así lo hizo el Santo Cura de Ars, el cual, siempre en contacto
con sus parroquianos, “enseñaba, sobre todo, con el testimonio de su vida.
De su ejemplo aprendían los fieles a orar” (Carta para la convocación del
Año Sacerdotal, 16 junio 2009).

 LA PRINCIPAL PREOCUPACIÓN DEBE SER LA FIDELIDAD


20100512. Homilía. Fátima. Vísperas con sacerdotes y religiosos
A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo
expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia. Gra-
cias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil; gracias
por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En este “cenáculo” ideal
de fe que es Fátima, la Virgen Madre nos indica el camino para nuestra
oblación pura y santa en las manos del Padre.

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Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preo-
cupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y del
ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación,
como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del
tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profun-
do a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en la
santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de
su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vi-
vida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Juan Pa-
blo II, Novo millennio ineunte, 31). Que, en este Año Sacerdotal que mira
ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que vi-
váis el gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fun-
dada en la fidelidad de Cristo. Esto supone evidentemente una auténtica
intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e intensa
del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a corres-
ponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.
Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica
para el pueblo de Dios, memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda
la Iglesia la radicalidad evangélica y la venida del Reino. Por lo tanto,
queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación a la oración,
a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la
misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica, fir-
me en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este tes-
timonio es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros
hermanos viven como si no existiese el más allá, sin preocuparse de la
propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a
amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación.
Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de
los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio
de la fe, en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos
al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de
mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de
mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y
conducirlas al amor.
Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de
Cristo: no es posible amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney
quiso ser sacerdote precisamente para la salvación de ellos: “Ganar la al-
mas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con dieciocho
años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co
9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en
la Parroquia, usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco
era misericordioso como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería
insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la misericordia de Dios, en
cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba la ter-
nura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran “insensi-
bles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -
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advertía- que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios y las
almas se pierden”.
Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia
de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su
Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de
la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro sacerdo-
cio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Se-
ñor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos
unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y
estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo
sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os
hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en vuestros
corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración,
con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente atentos
a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales o
la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con lo que es pro-
pio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como una necesidad
actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que
ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.
Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la vida de los
sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos,
perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto, mante-
ned en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar entre los
fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo-  nuevas vocaciones
sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor gozoso a la pro-
pia vocación y la dedicación a la dirección espiritual os ayudará a discer-
nir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.
Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el
sacerdocio y os estáis preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de
Formación religiosa, el Papa os anima a ser conscientes de la gran respon-
sabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las intenciones y moti-
vaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra for-
mación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humil-
dad y de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adora-
ción, la piedad y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de estos
años de preparación, harán que un día celebréis el sacrificio del Altar con
verdadera y edificante unción.
En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagra-
dos y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acom-
paña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella y como Ella somos libres
para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para to-
dos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para
que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pas-
tor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus ges-
tos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado,

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que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en
la Santísima Eucaristía.

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Índice

Primera sección: Año Sacerdotal……………………………………….6


Año Sacerdotal para favorecer tensión a la perfección.................................5
Carta para la Convocación del Año Sacerdotal...........................................7
El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús.........................................16
¿Por qué un año sacerdotal?......................................................................19
Palabra y sacramento, columnas del sacerdocio........................................22
La santidad sacerdotal y el relativismo dominante....................................24
María y el sacerdocio.................................................................................27
Los sacerdotes, testigos de la misericordia divina.....................................29
Explorar y redescubrir la grandeza del sacerdocio....................................30
San Juan Leonardi: Ser buen trigo.............................................................32
Ser adoración viviente...............................................................................35
Núcleo del sacerdocio: ser amigos de Dios...............................................36
El vínculo entre los enfermos y los sacerdotes..........................................36
La dimensión penitencial: raíz de la fecundidad.......................................37
Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote..............................................39
El munus docendi del sacerdocio ordenado..............................................41
San Leonardo Murialdo y San José Benito Cottolengo.............................44
El Munus sanctificandi del sacerdocio ordenado.....................................47
El Munus regendidel sacerdocio ordenado................................................51
Oración de consagración de los sacerdotes a María..................................54
En qué sentido Jesús es sacerdote...............................................................56
El sacerdote, un hombre apasionado por Cristo........................................59
El sacerdocio anclado en el corazón de Jesús.............................................67

Segunda sección: Homilías con ocasión de la Misa Crismal..................73


El misterio del sacerdocio en la Iglesia.......................................................75
Ser sacerdote es revestirse de Cristo..........................................................78
Esencia del sacerdocio: presencia y servicio.............................................82
Santifícalos en la verdad. Yo me consagro................................................85
El aceite de la misericordia y del júbilo....................................................89

Tercera sección: Diálogos con los Sacerdotes ....................................200


Discurso al clero de Aosta.......................................................................202
Escoge la vida..........................................................................................206
Algunos problemas de vida de los sacerdotes.........................................207
Encuentro con los seminaristas de Roma................................................220
Encuentro con el clero de Roma..............................................................228
Encuentro sacerdotes de Belluno-Feltre y Treviso..................................234
Encuentro con los sacerdotes de Roma...................................................241
Permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo...............................250
El trabajo humilde de convertir los corazones.........................................261

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Cuarta sección: Homilías y Discursos…………………………….….400
Volver a la raíz de nuestro sacerdocio: Jesucristo...................................401
La Eucaristía: secreto de la santidad sacerdotal......................................404
Colaborar con el Dios de la paz y la alegría............................................405
Clave del Concilio: Hermenéutica de la continuidad..............................409
La actividad del teólogo en la comunión eclesial....................................415
Pastores al servicio del gran Pastor...........................................................416
Obreros para la mies. Lo primero, “estar con Él”...................................420
Obreros para la mies: Sacudir el corazón de Dios....................................422
Hermosa vocación del teólogo................................................................426
Dios no fracasa........................................................................................428
El sacerdote es el hombre de Dios...........................................................433
Especialistas del encuentro con Dios........................................................434
Sacramento de la penitencia y tensión a la santidad................................436
Un sacerdocio bien vivido es fuente de muchos bienes..........................436
Discípulos y misioneros de Jesucristo.....................................................437
Mirar a Cristo pobre, casto y obediente...................................................438
Misión sacerdotal: llenar las ciudades de alegría....................................442
Dios sigue siendo el problema fundamental del hombre.........................444
La unión con Jesús es el secreto del ministerio.......................................446
Cristo ha de ser el motivo de nuestro vivir..............................................447
Habéis sido llamados a la libertad. Lectio divina....................................448
Hacer referencia siempre y sobre todo al Señor......................................452
El sacerdote debe ser grano de trigo como Jesús.....................................453
¿Cómo hacer bien teología? Ser pequeños y sabios................................454
Recuerdos de la ordenación sacerdotal....................................................456
El sacerdote y la pastoral en el mundo digital.........................................457
Seminario: Permaneced en mi amor........................................................459
La esencia del sacerdocio de Cristo.........................................................465
La Iglesia debe nacer del Espíritu Santo.................................................468
El sacerdocio en la carta a los Hebreos...................................................472
El testimonio suscita vocaciones.............................................................480
La principal preocupación debe ser la fidelidad......................................483

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